Susan Mallery
La Princesa Embarazada

Capítulo 1

Su Alteza Real el rey Hassan de Bahania solicita el placer de su presencia en el enlace de su hija más preciada, la princesa Zara.


En lugar de seguir leyendo, Cleo Wilson acarició con un dedo el sello en relieve de la familia real. ¿Cuántas ocasiones tenía una mujer como ella de recibir una invitación para asistir a una boda real? Sería el acontecimiento social más importante de su vida. Debería estar contenta. Emocionada incluso. Y lo estaría en cuanto dejara de sentir ganas de vomitar a todas horas.

Cleo se hundió en la silla de la cocina y pensó seriamente en golpearse la cabeza contra la mesa. Pero entonces recordó que tenía que mantenerse sana por el bien del bebé. Deslizó la mano por su vientre ligeramente redondeado y lo acarició a modo de disculpa.

– Nada de golpes en la cabeza -murmuró-. Prometo ser sensata.

Por desgracia ser sensata significaba que tendría que volar hasta Bahania para asistir a la boda de su hermana adoptiva. Significaba también que tendría que embutirse en el vestido de dama de honor y sonreír de modo que Zara no se diera cuenta de que algo iba mal. Significaba además que tendría que ocultar su embarazo a todo el mundo, especialmente al padre de su hijo.

Las cosas no tenían que haber salido así, pensó. Se suponía que a los veinticuatro años debería tener ya la vida resuelta o al menos tener a la vista alguna meta. Incluso se había prometido que no volvería a cometer el error de tener una relación con ningún hombre inapropiado.

Cuatro meses atrás había cometido la mayor de las estupideces. Tanto era así que hubiera merecido un premio. Imaginó a un maestro de ceremonias abriendo un sobre y leyendo:


El primer premio a la relación sexual más absurda e inapropiada del planeta es para Cleo Wilson, la encargada de una tienda de fotocopias que no sólo se acostó con un príncipe, sino que además se quedó embarazada de él.


Dos semanas más tarde Cleo voló desde el aeropuerto de Spokane hacia Bahania. Era un viaje muy distinto al que había emprendido seis meses atrás con Zara. Entonces ella y su hermana adoptiva habían ido a comprobar la remotísima posibilidad de que Zara fuera hija ilegítima del rey Hassan. Cleo la había animado a averiguar la verdad, pero nunca pensó que su hermana fuera una princesa de verdad.

Habían tenido que pasar varios días en Palacio, donde la gente se dirigía a ella como «Princesa Zara» para que Cleo asimilara que la niña con la que había compartido el baño era ahora miembro de la familia real de Bahania.

Habían emprendido aquel viaje llenas de esperanza, ilusión y con asientos económicos en clase turista. Ahora Cleo volaba en un jet privado. Y no se trataba de cualquier jet privado. No era un avión para ejecutivos con ocho asientos. No. Tenía todo un Boeing 737 sólo para ella. En lugar de viajar con otros doscientos pasajeros iban ella, dos auxiliares de vuelo, el comandante, el segundo piloto y suficiente comida como para alimentar a todo Rhode Island.

Además de aquellas provisiones, dignas de satisfacer las peticiones culinarias de cualquier gourmet, el avión tenía dos dormitorios, un salón, un comedor, un despacho y tres cuartos de baño. Cleo se sentó en el salón y miró por la ventana. Más tarde, cuando su cuerpo le indicó que era hora de dormir, se metió en la cama para llegar fresca y descansada.

Diecisiete horas más tarde el avión tomó tierra en el aeropuerto de Bahania. Cleo agarró su bolsa de viaje y se dirigió a la puerta. Zara y su prometido, Rafe, estaban al final de la escalerilla.

– ¡Te he echado tanto de menos! -dijo Zara arrojándose en brazos de su hermana.

– Yo también.

– ¡Estás estupenda! -exclamó Zara cuando dejó de abrazarla y pudo mirarla a la cara.

– No -aseguró Cleo con una carcajada-. Tengo un aspecto penoso. Tú sí que estás estupenda.

Y así era. Zara había sido bendecida con lo mejor de la genética. No sólo era alta y esbelta, sino que además tenía un cabello largo y negro y unos preciosos ojos marrones.

Aunque no eran hermanas de sangre, Cleo era completamente opuesta a ella. Era bajita, llena de curvas y con un cabello rubio y corto que normalmente llevaba peinado de punta. Su única concesión a la belleza eran los ojos, grandes y azules.

– Hola, hermanita -dijo Rafe acercándose a saludarla.

Rafe Stryker era ciudadano americano, jeque honorífico, guapo, rico y enamorado de Zara hasta la médula. Cleo suspiró. Algunas chicas lo tenían todo.

– Gracias por venir a buscarme -dijo abrazando a su futuro cuñado.

Sin poder evitarlo, Cleo se preguntó si Sadik se habría molestado en ir también al aeropuerto. Pero no hacía falta que mirara a su alrededor para comprobarlo. Si hubiera estado allí se habría acercado apartando a todos los demás para monopolizar su atención. Era un tipo arrogante, egocéntrico y generalmente fastidioso. Entonces, ¿por qué se sentía decepcionada de que no hubiera ido a saludarla?

Mientras subían a la limusina y Zara le iba explicando los pormenores de la boda, Cleo no pudo evitar seguir pensando en Sadik. Lo lógico sería pensar que después de llevar cuatro meses sin verlo debería haberse recuperado de una aventura que sólo había durado dos semanas. Pero no era así.

No había sido capaz de olvidarlo. Ni siquiera un segundo. Así que además de ocultarle a todo el mundo que estaba embarazada tendría que mostrarse fría e indiferente en su presencia. No estaba muy segura de ser capaz de conseguirlo, pero tenía que intentarlo. No sólo por su propio orgullo, sino por el niño.

No conocía muy bien las leyes de Bahania, pero sospechaba que todo el mundo se volvería loco si supieran que estaba esperando un hijo del príncipe Sadik. Después de todo, se trataba de un descendiente de sangre real. Su peor temor era que le arrebataran a su hijo.

Así que actuaría con normalidad. Se controlaría. Con un poco de suerte las náuseas matinales empezarían a desaparecer. Y dos semanas más tarde se marcharía de Bahania. Volvería a su casa y a su rutina diaria.


El presidente de la Reserva Federal americana había subido los tipos de interés. El príncipe Sadik de Bahania sabía que eso ocurriría, pero el hecho seguía sin gustarle. Los mercados internacionales siempre se resentían de esas subidas.

Pulsó algunos botones del teclado de su ordenador para transferir mil millones de dólares de una cuenta a otra y esperó la confirmación. Aquel día no jugaría en Bolsa. Tal vez tampoco lo haría al día siguiente. Sadik sólo jugaba para ganar.

Se reclinó hacia atrás en la silla. Por mucha rabia que le diera admitirlo, no tenía la mente en el trabajo. Su cabeza estaba en una noche de pasión que debería haber olvidado después de cuatro meses. Pero por desgracia no era así.

A pesar del tiempo que había transcurrido todavía recordaba cada instante que había pasado con Cleo.

Sadik se puso en pie y se acercó al jardín que ocupaba el patio central del ala de negocios de palacio. Los rosales ingleses y los tilos estaban tan fuera de lugar en un país desértico como lo había estado Cleo. En una tierra de bellezas morenas ella había resplandecido como un oasis con su piel nívea y sus ojos azules. Era además demasiado bajita y excesivamente voluptuosa de formas para la sensibilidad del lugar. Sí, Cleo había sido un oasis: lujuriosa, tentadora e imposible de resistir.

Y ahora había regresado. No con él, sino para asistir a la boda de su hermana. Sadik se dijo que no le importaba, que volver a verla no significaba nada para él. Después de todo Cleo se había ido de su cama, lo que lo obligaba a cuestionarse su inteligencia. Él era el príncipe Sadik de Bahania y ella sólo una mujer. No debería haberlo abandonado. Ninguna mujer se atrevía a dejarlo hasta que él no le diera permiso para hacerlo. Ninguna excepto Cleo.

«No importa», se dijo. Su presencia en palacio era poco menos que interesante. Cuando llegara la trataría como si fuera una mosca en la pared: una pequeña molestia, nada más. Sería invisible para él. Ya no la desearía. Ya no.

Sadik regresó a la mesa y concentró toda la atención en la pantalla del ordenador. Pero en lugar de números vio el cuerpo de una mujer, y sintió cómo ardía la parte más recóndita de su ser.


Cleo entró en el vestíbulo de palacio, que tenía el tamaño de un campo de fútbol. Todo estaba tal y como lo recordaba: enorme, lujoso y lleno de gatos. La mayor parte del edificio tenía más de cien años, y aunque la mayoría de las estancias estaban reformadas Cleo tenía la sensación de estar pisando un trozo de historia. Caminaba con Zara por el pasillo que llevaba hacia el ala este de palacio. Detrás iban dos sirvientes con su equipaje. Zara seguía hablando de los preparativos de su boda.

De pronto Cleo se detuvo y se dio la vuelta. Se abrió una puerta y un hombre alto salió por ella. Caminaba con decisión, como si supiera perfectamente a dónde iba. Como si supiera que ella estaba allí.

Sadik.

Cleo se quedó sin respiración. Parecía que el corazón se le fuera a salir del pecho, sentía correr la adrenalina por las venas. Trató de mantener la calma, pero le resultaba imposible. Todos los nervios de su cuerpo estaban en estado de alerta. No podía oír ni ver a nadie que no fuera él.

Se sentía invadida por una insoportable combinación de alegría y dolor. Alegría de volver a verlo y dolor por todo lo que lo había echado de menos.

Él se acercó muy despacio, con cautela, como si ella fuera una presa que hubiera estado observando. Aquel hombre era imposible, pensó Cleo. Era imposible que fuera tan alto, tan guapo, tan experto en la cama.

La última vez que ella había estado allí el deseo había ocupado el lugar de la razón. Esperaba que aquellos meses hubieran servido para darle un poco más de sentido común, pero obviamente había esperado en vano. Su primer impulso fue arrojarse a sus brazos y suplicarle que la tomara allí mismo contra la pared, delante de todo el mundo. Su segundo impulso fue salir corriendo.

Sadik se paró delante de ella. Llevaba un traje hecho a medida que probablemente le habría costado más de lo que Cleo ganaba en dos meses. Y no tenía ninguna duda de que los zapatos valían el equivalente a su sueldo anual. No tenía nada en común con aquel hombre, y olvidarse de ello sólo serviría para romperle el corazón.

– Hola, Cleo -dijo él con aquella voz sensual y profunda que se le metía en los huesos.

– Hola, Sadik. Me alegro de verte -respondió ella tratando de sonreír con naturalidad pero sin conseguirlo.

Los ojos oscuros del príncipe se clavaron primero en su cabeza. Frunció ligeramente el ceño al observar su cabello corto peinado de punta. Luego le recorrió con la mirada el rostro y el cuerpo, deteniéndose en los pechos y en las caderas.

Cleo no cumplía con el ideal de la figura perfecta, a menos que se considerara como tal los cuadros de Rubens. Pero el príncipe Sadik le había dejado muy claro que encontraba deseable todos y cada uno de los rincones de su cuerpo. Incluso en aquel momento, al mirarla, expresaba sin palabras el placer que le producían sus curvas. El deseo de Sadik la hizo derretirse. Estaba deseando pedirle que retomaran su historia en el punto en que la habían dejado. Pero el poco sentido común que le quedaba la obligó a mantenerse en silencio.

Sadik movió inconscientemente la mandíbula, dando prueba de la tensión que pretendía ocultar y saludó a Zara con la cabeza antes de girar sobre sus talones y marcharse por donde había venido. Cleo se quedó con la sensación de que sólo había querido hacer una comprobación, tal vez verificar que su pasión seguía viva. Y lo estaba. Lo que Cleo no tenía muy claro era si aquello le parecería al Príncipe una buena noticia.

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