Lucia Etxebarria
Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas

A José Ignacio Echevarría, mipadre

El señor todopoderoso los aniquiló por mano de una mujer. Que no fue derribado su caudillo Por jóvenes guerreros, ni le hirieron los hijos de titanes, ni soberbios gigantes le vencieron. Sino que fue Judit, hija de Merarí, quien le paralizó con la hermosura de su rostro. Se despojó de su ropa de viuda por amor a los cautivos de Israel. Ungió su rostro con perfumes, vistió lino para seducirle, prendió la mitra en sus cabellos. Sus sandalias arrebataron sus Ojos, su belleza cautivó su alma, y la cimitarra segó su cuello.

JUDIT, 16:7-11.


Tendrás muchas pasiones, dijo mi carta astral. Una égida de amores intensos y fugaces. Un rosario de nombres enlazados por besos. Algunos de ellos sobrios, algunos de ellos tiernos. Más altos o más bajos, castaños o morenos, los hay de todo tipo. Y a todos les define una causa común: la virilidad que se les revuelve inquieta entre las piernas.


Algunas pisan fuerte, son altas, orgullosas. Son firmes y obstinadas, enhiestas como mástiles. Poderosas y astutas, seguras de sí mismas, buenas razonadoras, maduras, decididas, van a invadirlo todo. Entran, se hacen las dueñas y al fin, en su despacho, bien firmes y encajadas, saben que ése es su sitio, conocen su papel. Entran, salen, se van emocionando, se van acelerando conscientes de su imperio. Imperios de una noche, monarquías de un beso.


Hay otras pequeñitas, inquietas y traviesas. Revoltosas, curiosas, nunca les falta espacio para poder jugar, indagar y perderse. Dulces exploradoras, a veces se te escapan, culebras resbalosas, lo mismo que lo intenta el jabón en la bañera. Patinan sorprendidas por los muslos mojados y vuelven escalando, ansiosas e impacientes, brincando pizpiretas, al refugio húmedo y cálido que saben les espera. Pececitos que saltan por tu corriente interna, felices y empapados, no les importa mucho ni el cómo ni el por dónde. Son jóvenes de espíritu. Apenas se toman en serio ni a sí mismas.


Podrás quererlas mucho y nunca poseerlas. Podrán quererte aún más y no te tendrán nunca. Esquivas y reídoras, fugaces, detonantes, ni estelas ni pisadas dejaron tras de sí. Apenas el recuerdo, incierto y añorado, de las horas felices, las únicas que cuentan, las realmente vividas.


Era el primer polvo en un mes, el primero después de la catástrofe. Me sentía sola, desesperadamente sola, hambrienta de cariño, ávida de mimos y caricias, con el ansia voraz y animal de una piraña. ¿Suena tan raro? Todos necesitamos abrazos de cuando en cuando. No esperaba mucho, es cierto, pero no estaba preparada para una decepción semejante.


En primer lugar, lo tenía minúsculo. ¿Que qué entiendo por minúsculo? No sé… ¿Doce centímetros? Una cosa mínima, en cualquier caso. Era una presencia tan ridícula -su aparato, quiero decir-, que estuve a punto de proponerle que me tomara por detrás, sabiendo que no me dolería. ¿Cómo iba a dolerme algo tan pequeño? Pero, por supuesto, no es cuestión de proponerle algo parecido a un individuo al que acabas de conocer en un bar. Total, que lo hicimos de la forma tradicional, enroscados y babosos como anguilas. Nuestras pelvis entrechocaban una y otra vez y yo le sentía jadeando sobre mí, esforzado escalador, inútilmente empeñado en llegar a mi cima; pero aquel micromiembro se restregaba patéticamente en mi entrepierna, resbalando una y otra vez entre mis labios, y cada nuevo empujón no era sino otro intento vano por introducirse en una sima cuya hondura -de dimensión y de apetito- le superaba.


Y encima el tío no acababa nunca. Yo gemía y me hacía la entusiasmada con la vana esperanza de que él se corriera por empatía, de que mi excitación fingida activase la suya real, pero de qué. Se tiró horas, o lo que a mí me parecieron horas, magreándome y babeándome, esmaltándome a capas de besos torpes y saliva, arañándome la cara con su barba de tres días, áspera como una lija del siete y yo, mientras tanto, pensando en que tenía que dormir, que debía dormir seis o siete horas, aunque sólo fuera por una noche, porque llevaba una semana a un ritmo de cuatro horas diarias de sueño. Cambié de posturas y probé todos mis trucos; pero ni por ésas, no acababa. Así que al final ya no me quedó más remedio que preguntarle si pasaba algo, y me dijo que no, que le gustaba más hacerlo durar que correrse. Y no sé si aquello sería verdad o habría otra explicación más realista que no se sentía capaz de darme, que yo no le gustaba lo suficiente, por ejemplo, o que había pasado la tarde matándose a pajas en el baño, no sé. Y no creáis que soy una zorra insensible; hice grandes esfuerzos por mostrarme encantadora y no dar a entender que aquello había sido un fracaso calamitoso, un caso flagrante de incompatibilidad física y química, una de las peores experiencias de mis veinticuatro años. Eso sin contar el remordimiento y el miedo que supone cualquier encuentro casual en estos tiempos de sida.


Cuando se despidió, yo casi podía oler lo que él sentía. Que no habría una próxima vez. Y, lo que es por mí, completamente de acuerdo. Quizá me lo encontraré de nuevo en la barra del bar. Si no puede evitarme, si no encuentra a otra camarera libre que pueda servirle una copa, me la pedirá a mí con aire distraído, fingiendo no recordar lo que pasó. No me importa. 0 quizá sí. Muy en el fondo de una subsiste un poso de orgullo que hace que, quieras o no, siempre te duela un poco el saber que no has estado a la altura, que no has gustado lo suficiente, y quizá esa mañana me doliera esa certeza. Pero luego sólo tuve que recordar algunas veces que el otro se quedó prendado y yo no, y en lo terriblemente mal que me sentía teniendo que aguantar los asedios y las malas caras subsiguientes. ¡Aquel complejo de culpabilidad, aquella vergüenza ajena… ¡ Y casi me pareció que era lo mejor que me había podido pasar: que a él tampoco le hubiera gustado el resultado de nuestra infructuosa batalla, y eso por mucho que mi ego sea tan hambriento como para exigir siempre una satisfacción del contrario, aunque no exista la propia.


El portazo de la puerta de mi apartamento retumbó dentro de mí amplificado por mil ecos. Intentando ahogar aquel estrépito, enterré la cabeza en la almohada y los sollozos me brotaron del pecho incontenibles y atropellados. La funda se empapó en cuestión de segundos, me nubló la vista de inmensidad blanca, y sólo podía ver la imagen congelada de Iain, siempre Iain, que ha quedado impresa en negativo en mi retina. La imagen grabada a hierro candente que un mes atiborrado de éxtasis no ha conseguido borrar.


Deseé regresar a mis siete años, a aquella edad ajena a la infancia y los desahogos, en que ni sabía lo que era el sexo ni me importaba, a aquel estado de feliz ignorancia que ya nunca podré recuperar. Cuatro cosas que la edad me trajo y de las que habría podido prescindir tranquilamente: amor, curiosidad, pecas y dudas. Y esta frase, para colmo, ni siquiera es mía. Es de Dorothy Parker.


Infancia. Me exprimo el cerebro buceando en busca de recuerdos. Me veo a mí misma como un renacuajo de pelo rizado, sujeto en la coronilla con un enorme lazo azul, vestida con el horrible uniforme de colegio: camisa blanca, chaleco y chaqueta azul, falda plisada azul marino, con el dobladillo cosido y la cinturilla remendada porque en mi familia había que hacer economías y se esperaba que aquella falda durase por lo menos cuatro años. No conozco a ninguna chica que de pequeña no haya querido ser chico. Por lo menos a ratos. No dejaba de tener su aquél lo de poder jugar a la goma y a las comiditas de tierra en el patio del colegio, pero eso no impedía que envidiásemos la libertad que disfrutaban los niños para jugar al fútbol en los soportales y matar lagartijas con tirachinas. Y eso no podíamos hacerlo, porque era cosa de chicazos. Nosotras teníamos que volver a casa con el uniforme limpio y aseado y el lazo de las coletas en su sitio, y desde el principio nos dejaron muy claro que los juegos de los niños y el mantenimiento de nuestra imagen resultaban perfectamente incompatibles.


Cuando yo iba al colegio me fastidiaba muchísimo que Dios fuera hombre. Desde el momento en que me dejaron claro que Dios era un hombre, ya empecé a sentirme más chiquita, porque así, sin comerlo ni beberlo, me había convertido en ser humano de segunda categoría. Si Dios me había creado a imagen y semejanza suya, ¿por qué me había hecho niña, cuando él era Él, en masculino? Para colmo se trataba de Dios Padre, y cuando le rezábamos nos referíamos a él como Padre Nuestro. Mi padre se largó de casa cuando yo tenía cuatro años, así que yo no confiaba mucho en las exigencias de los deberes paternales ni creía que alguien, por el mero hecho de ser mi padre, estuviera obligado a prestarme una atención especial, aparte de que Dios, además, era chico, y lógicamente se ocuparía primero de los suyos, de aquella panda de brutos que montaban bulla al otro lado de la tapia, los niños de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, esos que sí podían jugar a la pelota y subirse a los árboles, y que no llevaban ningún lazo ridículo que hubiese que mantener en su sitio.


A nosotras, por aquello de que a nuestra tatatatarabuela le había dado por comerse una manzana que no debía, nos dejaban lo peor. No podríamos ser curas, no podríamos consagrar el cáliz y beber el moscatel y cantar a todo pulmón con nuestra casulla verde los salmos de los domingos delante del altar; y a lo más que podíamos aspirar era a ser monjas, a ponernos una toca negra que ocultase nuestro pelo rapado a navaja, a ir vestidas con un hábito mal cortado que nos llegara hasta los pies, y a aterrorizar a futuras niñas en edad de ir al colegio con historias de calderas y llamaradas. Pobres monjas. Hormiguitas anodinas de dudosa vocación que habían ingresado en la orden huyendo de un padre tiránico, de una casa paupérrima o de la vergüenza social que implicaba una soltería no buscada. Caritas de ratón lavadas con jabón de sosa y un constante olor a alcanfor que se les escapaba en los murmullos de las tocas y los pliegues de rafia negra e inundaba los inacabables pasillos de piedra. Ninguna de nosotras quería acabar de monja. Yo no, desde luego. Misionera, aún, pero monja ni loca. Además, ya se encargaba mi madre de hacerme notar que ése era el peor destino que me podía tocar. No me lo decía directamente, pero yo me enteraba, porque oía cómo mi madre le repetía a mi hermana Rosa que debía arreglarse más y hacer más caso a los chicos, que si no acabaría por tener que meterse a monja. Y por el tono con que subrayaba lo de meterse a monja se entendía muy bien que, por la cuenta que le traía, ya podía mi hermana salir volando a la calle, bien pintada y bien peinada, a sonreír a todo chico que pasara.


En fin, que a nosotras nos quedaba la opción de ser monjas y de considerarnos Hijas de María. A mí lo de la Virgen María me sonó siempre a premio de consolación (aunque siempre me guardé mucho de decirlo), porque la imagen de la Virgen que había en la iglesia era significativamente más pequeña que la del Cristo crucificado, aquel Cristo sangriento y aterrador, imponente y casi hermoso, Cristo sufriente y enjuto de madera dolorida tallada en músculo y fibra. Una pequeña imagen que se erguía a su izquierda representaba a una criatura de rasgos aniñados, el pelo color trigo, los ojos azules desteñidos al paso de las lágrimas, vestida con una toga blanca y una sobretúnica azul claro, y coronada con una diadema de estrellas. Me recordaba vagamente a mi madre, con la sutil diferencia de que la imagen de la madre de Dios ofrecía una sonrisa 1evemente amable que no entraba, definitivamente, en el repertorio gestual de la mía. Años después aprendí que la madre de jesucristo había sido una judía de Galilea y que era, casi con toda probabilidad, morena. Pero la imagen de la estatua rubia de la iglesia se me había marcado de tal manera en la cabeza que siempre que pensaba en jesucristo o su madre me los imaginaba rubios.

En nuestro colegio nos ofrecían a la Virgen a los cuatro años. La vida entonces era fácil. Resultaba tan dulce dejarse llevar de la mano por caminos trillados y aprendidos… Recuerdo, más o menos, la ceremonia de ofrenda. Consistía en que las niñas avanzábamos trastabillando por el pasillo de la iglesia mientras sujetábamos entre las manos un enorme lirio blanco casi más grande que nosotras, que depositábamos en el altar, a los pies de la Virgen. A continuación, el sacerdote nos imponía una medallita que nos acreditaba como Hijas de María, y he de hacer notar aquí que ésta no era una condición elegida, puesto que nadie nos preguntó nunca si nos interesaba o no participar en aquel sarao.


Ser Hija de María marcaba una diferencia importante con respecto a los niños de los Maristas, que eran Soldados del Señor. Reforzaba la idea de que estabas condenada, por nacimiento, a una frustrante inactividad. Una empezaba siendo una niña que no podía subirse a los árboles, y acabaría por convertirse en una mujercita buena y sumisa que nunca diría una palabra más alta que la otra.

Al fin y al cabo, jesús había cogido sus bártulos y se había marchado a correr mundo, recopilando discípulos aquí y allá, multiplicando panes y peces, resucitando a muertos, sanando enfermos, caminando por las aguas, convirtiendo a centuriones y animando banquetes. Pero la Virgen ¿qué había hecho la Virgen con su vida? La Virgen, por mucha Madre de Dios que fuera, no era sino un personaje secundario de las Sagradas Escrituras que aparecía en las ilustraciones del catecismo inmóvil y resignada sobre su nube, las palmas de las manos juntas a la altura del pecho; y con cierta cara de paciente aburrimiento. Incluso sus milagros parecían de segunda categoría. El Vaticano tardaba lustros en reconocer aquellas apariciones.


Resumiendo: que de pequeña, como todas, yo habría preferido ser chico. Y si me tocaba ser chica, ya desde entonces empezaba a barruntar en mi cabecita la idea de que no me apetecía mucho ser virgen. Por amar la tierra perdería el cielo, qué le íbamos a hacer.


Cuando cumplías los once años venía lo peor. Qué inclemente es la vida cuando alguien te arrebata la infancia por las buenas… Tú estabas tan contenta jugando a las muñecas cuando de repente las monjas te descubrían el Gran Secreto de la Existencia. Resulta que, por el mero hecho de haber nacido niña, el Señor había colocado un tesoro dentro de tu cuerpo que todos los varones de la Tierra intentarían arrebatarte a toda costa, pero tu misión era mantener ese tesoro inviolado y hacer de tu cuerpo un santuario inexpugnable, a mayor gloria del Señor (Él). El inicio de tamaña responsabilidad vendría marcado el señalado día en que por vez primera tu cuerpo te ofreciera unas gotas de sangre, sangre que te recordaba el sacrificio que tú deberías hacer por el Señor (Él) para devolverle el que, en su día, Él había hecho por ti.


Todo aquello de la sangre y la responsabilidad y el santuario a preservar y el sacrificio me tenía tan aterrorizada que cuando me vino la primera regla me guardé muy mucho de decírselo a nadie y les robaba a mis hermanas las compresas a escondidas, porque todavía no me sentía capaz de afrontar la responsabilidad social y moral que iba a cargar sobre mis pequeños hombros de niña plana aún.


Me resulta gracioso recordar esto ahora, cuando hace tres meses que no tengo la regla. Y no, no estoy embarazada.


Tampoco vayáis a creer que lo de mi amenorrea -que ése es el nombre técnico de mi problema- me importa demasiado. Quiero decir que, la verdad, no resulta muy agradable saber que vas por ahí soltando un chorro viscoso y sanguinolento por la entrepierna, y teniendo que preocuparte de si llevas o no tampax en el bolso, no sea que de repente te encuentres en mitad de una fiesta y veas que estás poniendo perdido uno de tus mejores pantalones. Por no hablar de los calambres, y los dolores, y el mal genio del síndrome premenstrual y todas esas cosas. ¿Y cuando te siguen los perros por la calle porque hueles igual que una perra en celo? Recuerdo que una vez un perro callejero se puso pesadísimo en la parada del autobús intentando montarme. Del pito le salía una cosa rosa, brillante. Yo entonces era muy jovencita y me quería morir de vergüenza. Intenté ahuyentarlo dándole con el paraguas, pero nada, parece que eso lo ponía más. No sé, quizá fuese un perro masoca. Qué cosas. 0 sea que, lo que es por mí, pues nada, no tengo la regla y encantada de la vida. Pero mi ginecóloga no opinó lo mismo y me obligó a embarcarme en una epopeya de laboratorios y hospitales que me hicieran recuperar mi conexión de sangre con el mundo.


Primeras pruebas: análisis de sangre y ecografía. Al principio la doctora no vio nada raro, y decidió que todo el problema se debía al estrés. Me sonó un poco ridículo. Yo no soy más que una camarera, y las camareras no sufrimos de estrés. Y ojo, que me mola ser una camarera y no veo nada de malo en ello por mucho que mis hermanas se empeñen en decir que debería dedicarme a algo más serio. Por lo general les respondo que si pudiera ya lo haría, que no soy tonta. Y tengo que dejar claro que, al contrario de lo que la mayoría de la gente cree, lo de ser camarera en un bar de moda no quiere decir que sea idiota, no señor, que así tengo mas tiempo para leer o para acabar mi tesis que si me dedicara a otra cosa, y de momento estoy muy a gusto con mi trabajo, aunque no tenga seguridad social ni contrato fijo ni estabilidad de ningún tipo, ni esos detalles que tanto valoran mis hermanas. Pero, qué coño, es un trabajo, y me da para vivir, que es lo importante.

Pero, claro, esto a mis hermanas no hay quien se lo meta en la cabeza, venga a darme la murga todo el día con aquello de Cristina, que no puedes seguir así y Cristina, qué vas a hacer con tu vida… Qué pelmas. Mi hermana Rosa, que es una ejecutiva de alto standing, cree que todas deberíamos ser como ella y llegar a lo más alto, y me parece que para ella una hermana camarera supone el mismo deshonor que una hermana puta para un siciliano. En su sistema de vida el valor de cada persona es fácilmente mensurable y cuantificable: se halla extrayendo la media numérica de factores tales como los ceros de su cuenta corriente, los metros cuadrados de su despacho o el número de subordinados a su cargo, y a partir de ahí se les adjudica una puntuación del uno al diez. Es que ella es una especie de genio; es capaz de sacarte una raíz cuadrada de un número de cuatro cifras sin lápiz ni papel y se sabe de memoria las capitales de todos los países del mundo, hasta la más perdida. Pero, como corresponde a su calidad de genio, anda un poco grillada. Apenas se relaciona con nadie. Tiene un carácter tan hermético que se diría envasado al vacío.


Y tampoco es que la hermana que me queda sea un prodigio de estabilidad mental. Hace dos semanas me llamó mi madre, muy preocupada, para hablarme, precisamente, de mi hermana Ana. Desde el momento en que escuché aquella voz glacial y contenida al otro lado de la línea, ya sabía que algo tenía que ir mal, porque mi madre no suele llamarme así como así. Sus contactos, planificados y escasos, requieren una justificación importante, una razón seria que le obligue a aventurarse a cruzar el frágil puente, hecho de un trenzado de reproches velados y suposiciones absurdas, que hemos tendido sobre el abismo que nos separa. No sabéis cuánto me cuesta, cuánto me duele, reconocer que entre la autora de mis días y yo no queda otro vínculo que el de la mutua desconfianza. Y mientras mi madre hablaba de mi hermana y me explicaba lo preocupada que le tenía el hecho de que mi hermana Ana, el ama de casa formalísima cuya dulzura y maneras nunca habíamos visto flaquear, llevase una temporada llorando sin parar y adelgazando a ojos vista, tuve que asumir que me sentía como si me estuviera hablando de una perfecta desconocida, porque, en realidad, ¿tengo yo alguna idea de cómo es mi hermana Ana? Prácticamente no nos hablamos, y creo recordar que tampoco lo hacíamos cuando vivíamos en la misma casa (de eso, me parece, hace mil años). Admitámoslo: a sus ojos, yo soy un putón. A los míos, ella es una maruja. En eso consiste nuestro cariño fraternal. Y a una no le gusta hablar de su familia porque de pronto cae en la cuenta de que no tiene ninguna tabla a la que agarrarse en medio de este naufragio general de familias desunidas, empleos precarios, relaciones efímeras y sexo infectado.


Pero volviendo a lo que estábamos, que me he ido por los cerros de úbeda, a lo de mis problemas ginecológicos, digo, la segunda prueba fue un raspado (para no herir vuestra sensibilidad os ahorro el relato de cómo se obtiene una muestra del tejido de los ovarios) y entonces la doctora decidió que el problema se llamaba «endometriosis», que es como una masa de células muertas, o algo así, que se acumulan en el endometrio y lo bloquean. Resulta que la tal endometriosis es una de las principales causas de esterilidad femenina, y yo sin saberlo. Así que me recetaron unas pastillas que me pusieron malísima, venga a vomitar y a marcarme, por no hablar de los dolores, unos calambres espantosos, como si te abrieran las entrañas con tenazas. Caminé dos días casi a tientas por la calle, entre los edificios desdibujados por mi visión borrosa, teniendo que detenerme cada tres pasos para expulsar un líquido bilioso y semitransparente que fluía, imparable, por mi boca. Y ni por ésas, seguía sin tener la regla.


La última prueba, la definitiva, consistió en un recuento hormonal, y la conclusión a la que mi doctora ha llegado tras cuatro semanas de análisis, ecografías, raspados, recuentos y demás intromisiones en mi intimidad femenina, en ese Santuario tantas veces asaltado, es que padezco un «exceso de testosterona», agarraos, cómo suena el nombrecito. Para que os aclaréis: resulta que la testosterona es una hormona masculina, y el estrógeno la femenina, y el cuerpo humano, cualquier cuerpo humano, posee parte de ambas. La proporción define el género. Predominancia de estrógeno: femenino. De testosterona: masculino. Y yo, precisamente yo, tengo más testosterona de la que tenía que tener y por eso no me viene la regla. Cualquiera lo diría viéndome con estas tetas y estas caderas. Yo, que parezco la persona más femenina de la Tierra, y resulta que tengo más hormonas masculinas de las debidas.


Y, mira qué casualidad, a los dos días me encuentro con un artículo en el Cosmo que hablaba sobre el tema. Según el Cosmo en yanquilandia empezaron a tratar a una serie de menopáusicas con testosterona para ver si les arreglaban la vida y acababan con sus sofocos climatéricos, y descubrieron que a las señoras tratadas con testosterona se les disparaba la libido hasta la estratosfera. Me imagino a las pobres señoras incontenibles, desaforadas, abalanzándose sobre el cartero, sobre el lechero, sobre el repartidor de periódicos, sobre cualquier macho que se les pusiera por delante. Así que los doctores hicieron una investigación en serio sobre el fenómeno detectado y llegaron a las siguientes conclusiones: una, que las mujeres con exceso de testosterona poseen, o poseemos, impulsos sexuales más definidos que las demás, y, dos, que somos más agresivas y decididas.


Mi madre me ha mandado a un montón de psicólogos, uno detrás de otro, desde que cumplí los quince años y ella empezó a hartarse de soportar mis arrebatos de mal genio. Me he tirado media vida analizando las supuestas razones de mis sentimientos y mis reacciones. Mi promiscuidad incontrolada, sugerían, no era sino una búsqueda de la figura paterna. Las peleas con mi madre, un intento desesperado de definir mi personalidad mediante la oposición. Pero, según mi recuento hormonal, resulta que todas esas interminables horas que me he pasado tumbada en un diván intentando retrotraerme hasta la primera papilla que tomé, me las podía haber ahorrado, mira tú por dónde, porque la explicación de mis pasiones y mis rabletas era mucho más sencilla: un simple exceso de hormonas.


Y lo mismo pasa con Rosa, mi reservada hermana. Siempre pensamos que la tía era tan rara y tan introvertida porque le había afectado mucho lo de que mi padre se largara de aquella manera, así, de pronto, sin decirnos nada. Pero resulta que ella también fue al psiquiatra (sí, reconozco que lo de mi casa es muy fuerte, dos hermanas que van al psiquiatra y la mayor en casa llorando con una depresión de caballo), y el médico le explicó que todo era un problema de recaptación de serotonina. Esto es, que a mi hermana le falla la sustancia que funciona como neurotransmisor entre las células del cerebro. Así que ahora Rosa vive colgada del prozac, una droga mágica y legal que, por lo visto, regulará sus niveles de serotonina y hará de ella una mujer nueva. Habrá que verlo.


Lo dicho. A mí me sobra testosterona y a ella le falta serotonina. Y según estos excesos y carencias nuestros problemas no tienen nada que ver con las circunstancias personales o familiares sino con la composición química de nuestros cerebros y ovarios, así que Freud, Lacan, Jung, Rogers, os ha lucido el pelo, queridos. Pero yo me pregunto si no será al revés, si la vida no nos habrá afectado tanto que el cerebro de Rosa dejó de producir serotonina y mis ovarios se pusieron a segregar testosterona como locos, y vete tú a saber lo que le pasó a cualquier órgano de Ana. Porque, que yo recuerde, tal vez hubo un tiempo, cuando yo era muy, muy, muy pequeña, en que fuimos algo así como una familia normal, y mis hermanas y yo jugábamos a contarnos cuentos en la oscuridad, debajo de las sábanas, y no nos pasábamos el día deprimidas, irritadas y llorosas, poniéndonos a parir las unas a las otras; y todo el mundo nos consideraba bastante normalitas, tan monas, tan dulces, unas niñas adorables. En fin, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Es el cuerpo el que nos controla o nosotras las que controlamos el cuerpo? Interesante cuestión.


Entretanto, la ginecóloga insiste en que tome unas pastillas nuevas y yo me resisto; en primer lugar, porque no me apetece volver a vomitar y a sufrir náuseas y calambres; en segundo, porque tampoco estoy muy segura de que me apetezca que me vuelva la regla, y en tercero porque desde que me dejó Iain, o le dejé yo, o nos dejamos -y de esto hace un mes, un mes de pesadilla- casi no me ha apetecido follar, y como encima me ponga a hacer descender mi nivel de testosterona me temo que mi libido va a quedar definitivamente por los suelos. Y bueno, mis hermanas se meten mucho conmigo por promiscua y devorahombres, pero ¿qué quieres que te diga?, soy como soy, sea porque mi padre nos dejó, sea porque me sobra testosterona, yo soy así y me gusta, y no me apetece renunciar al único placer tangible que la vida nos permite aprovechar.


La vida debería ser como un calendario. Cada día se debería poder arrancar una página para iniciar otra en blanco. Pero la vida es como la capa geológica. Todo se acumula, todo influye.Todo contribuye. Y el aguacero de hoy puede suponer el terremoto de mañana.


Cuando yo tenía trece años y Donosti no significaba para mí otra cosa que la ciudad en que vivían mis abuelos, solía pasear con mi amigo Mikel a lo largo del paseo de la Concha. Mikel y Cristina, siempre de la mano.


Mikel tenía trece años, era de Bilbao y vivía en el caserón contiguo al nuestro. Ese verano su madre se había puesto enferma y habían tenido que ingresarla en el hospital. Como parecía que la cosa iba para largo, el padre de Mikel decidió enviar a su único hijo a pasar las vacaciones con su hermano, el tío de Mikel, en San Sebastián. Pero aquel tío, un profesor de instituto solterón e introvertido, no tenía ni tiempo ni energías para dedicárselas a su sobrino, de forma que el pobre chico se veía condenado a vagar por los jardines del caserón persiguiendo lagartijas y tirándoles piedras a los gatos. Y fue cuestión de días el que nos conociéramos y nos hiciéramos inseparables.


Nuestras diversiones no eran nada del otro mundo. Discutíamos sobre si a los caracoles había que llamarlos bígaros, magurios o carraquelas, y si los cangrejos se llamaban txangurros o carramarros. Luego hacíamos chistes sobre el rótulo del cuartel de la Guardia Civil, al que una bomba oportuna había hecho saltar una letra, convirtiendo el épico lema «Todo por la Patria» en el más castizo «Todo por la Patri». Mlke1 opinaba que la Patri era una de las mejores meretrices del barrio viejo -cuyos límites comienzan justo detrás del cuartel- y que era una chica muy popular entre los guardias más jóvenes. Después perseguíamos a las palomas del parque, intentando en vano pegarle una patada a una de esas ratas con alas. Y, finalmente, cuando caía la tarde y empezaban a encenderse las luces del puerto, nos acodábamos en la barandilla que da a la playa y nos tirábamos un rato largo contemplando el mar. «Imagínate -solía decir yo- que una mañana bajas a la playa y te encuentras con que Santa Clara está en el monte Urgull y el monte Urgull en Santa Clara. Te restriegas los ojos una y otra vez, intentando convencerte de que se trata de una mera alucinación producto de la resaca, pero miras otra vez, y allí siguen, el monte en el centro y la isla a la izquierda, y lo peor de todo es que nadie más se ha dado cuenta, sólo tú. ¿Ha sido obra de los marcianos? ¿Es el comienzo del plan 10?» Repetía el chiste casi todas las tardes y todas las tardes nos hacía la misma gracia. Si habíamos tomado dos cañas, nos hacía muchísima gracia. Y todas las mañanas, cuando Mikel y Cristina íbamos a la playa, lo primero que hacíamos era comprobar, con un respiro, que tanto el monte como la isla seguían en su sitio.


Al acabar las vacaciones nos prometimos el uno al otro que a lo largo de los años nos enviariamos postales para confirmar que ambos promontorios seguían donde antaño, y que todavía no habían optado por intercambiar posiciones.


Pasaron los años, cada uno regresó a Donosti, por separado y por diferentes razones, pero ninguno le envió al otro la postal prometida. Ya hacía tiempo que no nos veíamos ni nos llamábamos.


Aunque nunca lo dijimos, estuvimos enamorados, pero el amor no dura para siempre.


Santa Clara, sin embargo, no se mueve de su sitio. Años después pasé mis primeras vacaciones junto a Iain precisamente en Donosti, y desde entonces el paseo de la Concha, las palomas del parque, la barandilla de la playa y el perfil de Santa Clara quedaron irremediablemente asociados a él. San Sebastián dejó de significar el pueblo de los abuelos, el caserón lleno de polvo y los paseos con Mikel por el malecón, y pasó a ser, sencillamente, la ciudad en que Iain y Cristina habían descubierto que se querían. Y estos últimos días, cuando todos los medios no dejan de hablar del festival de cine de San Sebastián, no me he acercado a un periódico y he mantenido apagada la televisión, porque sabía que no soportaría la visión del Victoria Eugenia ni del malecón ni del parque ni de la playa, ni muchísimo menos de la isla de Santa Clara.


Y eso es porque sólo los cangrejos, o los txangurros, o los carramarros, o como se quiera llamarlos, se atreven a lanzarse de cabeza a través de grietas entre las rocas, de simas cuya longitud equivale a cientos de veces el tamaño de sus cuerpos.


Sólo los cangrejos.


Dios creó el mundo en siete días. Poco más tarde expulsó a Adán del Paraíso y le castigó a ganarse el pan con el sudor de su frente. Apple fabrica varios millones de ordenadores al año. Millones de mundos virtuales diseñados a diario por demiurgos de veintisiete años, microsiervos de coeficientes de inteligencia desmedidos… Entre las tribus africanas la media semanal de horas de trabajo de un adulto ronda la decena. El hombre europeo supera con mucho las cuarenta. El progreso ha superado al Dios original en todo, incluso en crueldad. Por eso nos gustan tanto los paraísos artificiales: nostalgia de tiempos mejores.


Cuando me fui de casa estuve trabajando una temporada en una oficina. Era una multinacional de la informática. Hardware. 0 sea, ordenadores, impresoras, CD-Roms y demás robotitos inteligentes creados supuestamente para facilitar el trabajo a los seres humanos. Qué ironía. Toda la información sobre sus productos venía escrita en inglés, así que a servidora, la joven estudiante de filología inglesa, contratada en prácticas, le tocaba traducirla y adaptarla, y encargarse luego de enviarla a las revistas especializadas, para que allí el currito de turno de la revista en cuestión pudiese escribir que un lector de séxtuple velocidad ofrece un excelente tiempo de acceso o que una tarjeta gráfica especialmente indicada por equipos potentes con ordenadores basados en pentium es la idónea para los profesionales de la imagen exigentes, como infografistas y creativos en 3D. Me teníais que haber conocido entonces. Controlaba perfectamente términos como interface, tarjeta VGA, puerto paralelo, driver, puerto de serie b, slot de 16 bits, filtros digitales para audio, transferencia térmica de cera o microprocesador. Me pasaba allí la vida, sentada en mi cubículo, mi punto de engorde, un espacio de apenas dos metros cuadrados acotado por dos mesas de formica dispuestas en forma de ele. Se me jodió la vista a cuenta de pasarme los días forzándola, cegada por la luz fantasmal del ordenador, y la claridad excesiva de las lámparas halógenas y la constante inclinación forzada sobre el teclado me provocaron unos dolores de espalda espantosos. Dos dioptrías y escoliosis, así, de golpe. Y todo por un sueldo de mierda, porque como servidora era estudiante, le habían hecho un contrato de prácticas, que en cristiano quería decir que curraba lo mismo que los demás pero ganaba mucho menos. Y eso no era lo peor. Lo peor era el ganado con que me tocaba lidiar a diario. Lo peor eran aquellas secretarias repintadas, encaramadas sobre sus Gucci de imitación, con el pelo convertido en fibra de estopa gracias a los moldeadores y las mechas doradas, que no habían leído otra cosa en su vida que el Supertele y el Diez Minutos, y que sólo sabían hablar de la peli que habían echado en la tele la noche anterior y del nuevo novio de Chabeli, y ponerse verdes las unas a las otras. Lo peor era aquel jefe de personal que opinaba que había que reimplantar la pena de muerte para acabar de una vez con el terrorismo y que se quedaba mirándome las tetas con el mayor de los descaros cada vez que subíamos juntos en el ascensor. Lo peor eran aquellos ejecutivos comerciales que llegaban todas las mañanas a la oficina precedidos de un tufillo a colonia barata, con sus trajes mal cortados modelo Emidio Tucci comprados en el Corte Inglés, que les hacían bolsas en las ingles y arrugas en las hombreras, y que siempre les quedaban demasiado cortos o demasiado largos, esclavitudes del pret á porter cuando uno no tiene dinero para comprarse un traje a medida pero le gustaría aparentarlo.


Allí te hacían muchísimas promesas. Se suponía que si te esforzabas lo suficiente tus méritos acabarían por ser reconocidos, que tu trabajo terminaría por traducirse en un reconocimiento en el estatus y el sueldo. Pero al cabo de un año abandonabas aquellas ilusiones infantiles, aquellas pretensiones ingenuas, y caías por fin en la cuenta de que no ascenderías nunca y de que jamás te subirían el sueldo. En cada nuevo ejercicio te negaban una revisión salarial aduciendo que el país en general y la empresa en particular atravesaban una crisis. Qué crisis ni qué niño muerto. Ellos llamaban crisis al descenso de beneficios, no a la falta de ellos. Es decir, que si en lugar de facturar chopocientos veintitrés millones como en el ejercicio anterior se facturaban sólo chopocientos, toma ya, crisis al canto. En realidad, la empresa no podía pagarte más porque el dinero que debía de pagarte por tu trabajo iba a parar a los altos ejecutivos y a sus contratos blindados de ocho cifras, de forma que a la empresa no le quedaba dinero para pagarnos a los demás. ¿Y os creéis que aquellos pisaverdes con traje de Armani y gemelos de plata firmados por Chus Burés que les habían regalado sus legítimas en su aniversario de bodas se ganaban el sueldo? Ni de coña. Mi jefe, el flamante director de márketing, que cobraba un millón de pesetas al mes, es decir, exactamente once veces mi sueldo, se pasaba el día llamando por teléfono a su amante de turno, porque las iba cambiando como cambiaba de colonia: Davidoff, Fahrenheit, Calvin Klein, Ana, Lucía, Loreto… ¡hay que estar siempre a la última! Y ni siquiera sabía hablar inglés o poner los acentos en su sitio. Si lo sabré yo, que era a la que le tocaba corregirle todos los faxes que enviaba. Pero el tío tenía cuarenta y un años, y la obtención de su master IESE (que a saber cuánta pasta les habría costado a sus papás) había coincidido con los felices ochenta, aquellos años dorados en que se contrataba a perfectos inútiles por cifras astronómicas, como si fueran jugadores de fútbol. Lo que yo te diga, que le tocó la lotería demográfica, porque si llega a nacer quince años después otro gallo le habría cantado. Y a los que veníamos por detrás nos tocaba apechugar con el desfase y cobrar unos sueldos de mierda para compensar, trabajando, eso sí, tantas o más horas que él. Porque jamás salíamos a nuestra hora, jamás cumplíamos las ocho horas reglamentarlas, y no nos pagaban horas extraordinarias, por supuesto, porque había que trabajar y sacrificarse por la empresa, y bastante afortunados podíamos sentirnos de estar allí, con un canto en los dientes nos podíamos dar, porque por cada uno de nosotros había cuatro muertos de hambre, cuatro buitres carroñeros volando en círculos alrededor de nuestras cabezas, dispuestos a hacerse con nuestro puesto a la mínima oportunidad, como el jefe de personal no perdía ocasión de recordarnos. Cuando hacías cuentas descubrías que cobrabas menos por hora que una asistenta. Yo me levantaba a las ocho de la mañana y llegaba a casa a las ocho y media de la noche, totalmente agotada, sin ganas de nada, excepto de cenar e irme a la cama. Dejé de leer, dejé de ir a conciertos, dejé de ir al cine. Los sábados por la noche estaba tan harta que me ponía los vaqueros y las botas de cuero y salía a la desesperada, a ponerme hasta las cejas de cubatas y de rayas para olvidarme de la mierda de vida que llevaba, y aquel año me agarré las peores cogorzas que me haya agarrado en todos los días de mi vida, y me follaba a cualquier cosa, de verdad, a cualquier cosa, a cualquier elemento que se me pusiera a tiro a partir de las seis de la mañana, que era aproximadamente el momento en que mi estado etílico había alcanzado el nivel en que lo mismo me daba un ejecutivo de la Sony que un estibador de Mercamadrid. Luego llegaba junio y los exámenes, y me pasaba un mes entero a base de anfetaminas, intentando aprobar como fuera, y llegaba a la facultad atiborrada de chuletas y jugándome el expediente porque no disponía de tiempo material para estudiar las asignaturas con propiedad, y encima en el curro se mosqueaban porque faltaba a mi horario y me exigían un certificado firmado por mi profesor para probar que efectivamente había estado en un examen y no de cañas con mis amigos.


No teníamos ninguna posibilidad de ganar aquella batalla, como no hubiera sido montar las barricadas y salir a hacer la revolución. Pero nos tenían tan alienados y tan agotados, tan hipnotizados a base de horas y horas de trabajo constante y de discursos apocalípticos sobre la terrible situación de la economía, que a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido. No disponíamos de ningún arma para luchar contra los ejecutivos cuarentones de apellidos compuestos, y lo peor, lo peor, era cuando contrataban a una mema que se apellidaba López-Santos y Martínez de Miñón, que llegaba a la oficina en su Golf GT1 pagado por su papá, que llevaba ropa de Prada y bolsos de Loewe pagados por su papá, y que estaba morenísima y súper en forma después de haber estado esquiando en Andorra, en un relajante fin de semana pagado asimismo por su papá, y que a todo el mundo le parecía tan elegante y con tanta clase, y que no sabía hacer la o con un canuto, pero como era la hija de un accionista y acababa de terminar un master en relaciones públicas y comunicación, pagado también por su papá, cómo no, te la ponían a currar en la mesa de al lado cobrando bastante más que tú y, ¡por supuesto!, ella tampoco ponía un acento en su sitio y se quedaba tan ancha después de dar por terminada una nota de prensa de quince líneas que le había llevado cuatro horas redactar y que luego te tocaría a ti reconstruir en diez minutos, de arriba abajo, porque la muy burra escribía “tú ordenador” así, con acento en la u, como suena, y repetía el verbo tener veinticinco veces en quince líneas, y en aquel momento te preguntabas, ¿qué coño hago yo aquí?, ¿QUÉ COÑO? Fue la llegada de aquella subnormal profunda, que acababa todas sus frases con un ¿sabes? y para la que todo era como muy ideal o como muy algo, lo que me convenció de que me habían estafado, de que estaban engañándome como a un burro con el viejo truco de la zanahoria y el palo, y una mañana que bajé a la farmacia a comprar buscapinas porque ya no podía con aquel dolor de espalda, el sol me dio en la cara para avisarme de que estaba malgastando mi vida, la única vida de que dispongo, porque soy una mujer y no un gato, y caí en la cuenta de que llevaba dos años sin sentir la caricia dorada del sol en la nariz, de que se me estaba yendo la juventud encerrada en un despacho de ventanales blindados, y tranquilamente subí en el ascensor parlante que había dentro de aquel edificio inteligente, planta tercera, abriendo puertas, decía el ascensor con voz tecnificada, me dirigí hacia mi mesa e introduje una orden en el ordenador: «Delete All.» El ordenador me advirtió de que toda la información del disco duro se borraría: «¿Está seguro de que desea eliminarla?», y yo tecleé, completamente segura, segura como no había estado segura de nada en la vida, tan segura como que mi nombre es Cristina, «Sí», y me sentí la mujer más libre de la Tierra, me sentí feliz, plena, extática, por primera vez en dos años y eché por tierra el principio de una prometedora carrera en el campo de la comunicación, según mi hermana Rosa.


Y ahora soy camarera. En el bar gano más de lo que ganaba en aquella oficina, y mis mañanas son para mí, para mí sola, y el tiempo libre vale para mí más que los mejores sueldos del mundo. No me arrepiento en absoluto de la decisión que tomé, y nunca, nunca jamás volvería a trabajar en una multinacional.


Antes me meto a puta.


En los escasos momentos en que la barra queda vacía cierro los ojos e intento concentrarme en los sonidos sintetizados, visualizando la música como una cebolla iridiscente a la que yo, lenta y concienzuda, voy arrancando capas, una tras otra, hasta dar con una diseñada especialmente para mí: el regalo de la rave. Y cuando la encuentro, la hago ascender a través de mis venas, mis capilares y mis arterias, recorrer mi cuerpo mezclada con mi linfa y mi sangre, ascender hacia mi cabeza, inundarme por completo. Me diluyo en música, me borro, me extiendo, me transformo, me vuelvo líquida y polimorfa. De pronto llega un roll on, un cambio radical de ritmo seguido de una secuencia prolongada que comienza muy, muy lentamente y luego se acelera de forma paulatina hasta retomar el ritmo del techno, machacón, insistente, acompasado a los latidos del corazón. La oscuridad me invita a dejarme llevar y me arrastra hacia el altavoz que vomita una música monótona, geométrica, energética y lineal, suavizada en mi cabeza por el éxtasis.


Pero este estado de cosas no puede durar mucho, porque trabajando en una barra no dispones de mucho tiempo para ti misma. Antes o después llega alguien que requiere tu atención para que le pongas una copa, y entonces te toca volver al mundo de los vivos. En la pista la masa baila en comunión, al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, una única alma colectiva. El DJ es el nuevo mesías; la música, la palabra de Dios; el vino de los cristianos ha sido sustituido por el éxtasis y la iconografía de las vidrieras por los monitores de televisión. Es el regreso del tribalismo ancestral, heredado genéticamente, dicen, en el inconsciente colectivo.


Por un instante regreso a la realidad y soy consciente de los fieles que me rodean, la masa que alza los brazos al cielo como un solo hombre al grito de «¡rave!». Yo también participo en este rito común, y una vez bendecida por el DJ al que va dirigida nuestra alabanza, le imploro de corazón que me funda con el resto, que me haga desaparecer, que obre un milagro y borre de un plumazo este último mes.


Que me lleve de nuevo a aquellas fechas en que todavía me llamabas tuya.


Cada noche la música atrona desde los bafles de quinientos vatios, unas cajas negras, enormes, que son como las hijas bastardas de la caja de Pandora, porque, a juzgar por el escándalo que arman, deben contener en su interior todos los vientos y todas las tormentas. Ayer, sábado, he estado poniendo copas allí desde las doce hasta las ocho, y luego, venga arriba, venga abajo, sube cajas de cocacola, baja cajas de cerveza, echa a los últimos colgados rezagados y recoge los condones usados que te vas encontrando por todas partes: en el baño, claro, en los sillones forrados de terciopelo rojo, en la pista de baile (¿EN LA PISTA? Sí, en la pista, por lo visto hay mucha peña que ha visto Instinto básico), en la esquina de detrás del bafle, muy del gusto de los quinceañeros, porque es muy oscura. Como todos van puestos de éxtasis, les da por hacérselo en cualquier parte, imprevistamente, desmedidos y enganchados en un tiovivo de ombligos. Y bueno, a mí en principio me daría igual, que hagan lo que quieran, a vivir que son dos días, no future, si no fuera porque luego tengo que ir recogiendo los condones usados, y eso es un tanto desagradable, estaréis conmigo.


He salido del Planeta X y el sol me ha dado en los ojos con su luz blanca. Ha sido como un golpe de gong en las sienes. Ya era de día. Me he ido a desayunar con el resto de los camareros. Luego nos hemos ido al God, un afterhours que hay cerca del Planeta X. Mucho bacalao, mucho niño puesto de éxtasis, mucha luz estroboscópica. Chundachundachundachunda… ¡acleeceed! Las niñas bailan jarcotezno -los brazos laxos, los músculos desencajados, la cabeza oscilando de un lado a otro- y parecen muñecos de cuerda a los que se les ha saltado el muelle. Debería haberme ido a casa a dormir, pero, qué quieres que te diga, después de ocho horas poniendo copas te apetece que alguien te ponga copas A TI, para variar. Cuando hemos salido del God eran las cuatro de la tarde. Se supone que yo debía tener hambre, pero estas pastillitas que me meto para aguantar despierta y poder servir copas toda la noche no me permiten comer. Me estoy quedando en los huesos. Parezco recién salida de Dachau. No importa, a los tíos les gusta así. Parezco la Kate Moss, pero con tetas. Muy grunge, muy trendy. Por algo soy camarera, porque a los tíos les gusto. Muy machista, lo sé, pero de algo hay que comer, o, en mi caso, no comer. Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.


Hay muchos hombres solos en esta ciudad. Das una patada y salen de debajo de las piedras. Si saben que estás sola vienen a ti atraídos como las moscas a la miel. Y mujeres, también hay mujeres solas. He escuchado sus historias en las barras del bar. Las mujeres y los hombres a los que quisieron y perdieron, las drogas que probaron, sus penas, sus alegrías y sus accidentes.


He escuchado tantas historias de desamor y soledad esta noche que creo que podría editar un catálogo.


He aprendido a reconocerlos por sus caras. Llego a la barra y puedo decir en cuestión de segundos cuántos clientes se sienten solos. El éxtasis ayuda sólo durante unas horas. A veces ni eso. Van de éxtasis, están atontados, pero en el fondo siguen solos. No hay droga que cure eso.


Había un chico apoyado contra el bafle que conoció en un bar a la chica de sus sueños. Una pelirroja vestida de Gaultier. Bebieron, flirtearon. Lo hicieron a lo bestia en el cuarto de baño. Él apuntó su teléfono. No se atrevía a llamarla. Apenas sabía quién era. ¿Cuántos tíos la habrían follado en un cuarto de baño? Cuando por fin reunió el valor suficiente intentó llamarla, dos veces, pero nadie respondió al teléfono. Después le parecía que había pasado demasiado tiempo. ¿Y si ella había conocido a otro? ¿Y si no le recordaba? Él tampoco la recordaba bien. No podría describir el puente de su nariz ni la caída de sus pestañas ni el color exacto de su pelo. No podría asegurar si era tan maravillosa como él creía recordar. Fue muchas noches al bar donde la había conocido, pero no volvió a verla. Ha dormido solo desde entonces.


Hay una chica que lleva escrita en la frente la palabra amante. Siempre se enamora de hombres casados. Ha hecho el amor en portales, en hoteles, en asientos reclinables de coches descapotables, en parques, en ascensores y en cuartos de baño de bares de diseño. Sin embargo, no sabe lo que es despertarse junto a alguien y compartir un desayuno en la cama.


Esta ciudad es demasiado grande, dicen algunos, se hace tan difícil mantener las relaciones…


En fin, cada cual tiene su historia. Esta ciudad está llena de hombres que van buscando a tientas a una mujer en la oscuridad de los bares.


He escuchado tantas historias esta noche… Yo también tengo mi propia historia. Yo también tenía a alguien a quien quise y perdí. No me dio explicaciones. Tampoco se las pedí. El caso es que él acabó por dejarme. Quizá le dejase yo. No contesta a mis llamadas. Supongo que tiene sus razones.


Tendría que explicarles a todos esos chicos solos que vienen a pedirme copas a la barra con cara de cordero degollado que yo no puedo llenar sus huecos, que a mí también me abandonó mi amor y que, para colmo, empieza a ponerme de los nervios el jarcotezco.


Trabajo en una barra y los domingos los paso de garito en garito, bebiendo como una esponja, gastándome el sueldo en éxtasis, para olvidarme de que mi novio me dejó. Por muy delgada y muy mona que sea. Por lo visto, no le resultaba suficiente. Las relaciones de los noventa, dicen. Efímeras. No future. Generation X. Hay que joderse.


Trabajo en una barra y cada noche me duelen los oídos y siento el pulso acelerado. El corazón me late a trescientas pulsaciones por minuto. Me entra una sed tan horrible que creo que podría beberme el agua de la Cibeles. Siento que las luces de la pista son tangibles, y que la música se traduce en imágenes.


Vuelve a ascender la música en capas envolventes intentando anularnos con su voluntad ensordecedora. Desde la barra vislumbro un tejido irisado de brazos y piernas y camisetas brillantes, una masa humana y multicolor de cabelleras, ondeando al ritmo de mil tambores atávicos. Ramalazos de luces surgen de la nada, flash, y desaparecen al segundo de cegarnos, negro, y otra luz cegadora vuelve a surgir coincidiendo con un nuevo latido de nuestro corazón. Cuando tengo que cruzar la sala para ir dejando limpias las mesas erizadas de vasos y botellas me siento un nadador contra corriente. Alrededor de mí los cuerpos, comprimidos y multiperforados, se empujan los unos a los otros, las personas ya no son personas porque la identidad de cada uno se funde en el crisol de la masa, y lo que siento alrededor es un magma en ebullición, con pequeñas burbujitas que de vez en cuando emergen a la superficie.


Trabajo en una barra y cada noche siento que necesito algo desesperadamente, pero no sé muy bien el qué. Noto la ansiedad ascendiendo en mi interior, tan furiosa y tan presente que me impide respirar.


Necesito una polla entre las piernas. Quiero que vuelvas, Iain, que me saques de aquí. Quiero que me salves de alguna manera.


La vida es triste, y la noche de Madrid no es tan maravillosa como todos se creen. Os lo digo yo, que vivo en ella.


Las luces vacilantes de los focos azules me distraen la mirada. Podría estar aquí o en cualquier otra parte. La cabeza se me va a cada momento y me veo en millones de sitios: en la cama de Iain, en el cuarto de Iain, en mi propia bañera. Pero aquí no, definitivamente aquí no. Son las diez de la noche en el Planeta X y yo estoy ocupada pasando un trapo por la barra y limpiando el polvo de las botellas. No es que haga mucha falta, la verdad, pero me aburro y no se me ocurre nada mejor que hacer. Hubo un tiempo en que me llevaba un libro al bar y así entretenía los ratos muertos en que no tenía que darle de beber a nadie, pero el encargado se ocupó enseguida de hacerme saber que lo del libro no estaba bien visto, que no daba buena imagen. A mí la explicación me pareció una solemne tontería, sobre todo viniendo de un tío que no había hojeado en su vida otra cosa que la guía telefónica. Pero el encargado es el encargado, y yo no soy más que una camarera, así que no me quedó más remedio que ajo y agua, o sea: a joderme y a aguantarme y a dejar el libro en casa.

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