Robert Silverberg Con César en las catacumbas

El recién llegado embajador del emperador oriental era bastante más joven de lo que Fausto se había imaginado. Se trataba de un individuo más bien menudo, de complexión elegante, bastante apuesto y de maneras casi afeminadas. Pero resultaba obvio que era muy competente y perspicaz, alguien que resistiría un examen más minucioso. Había algo un tanto inquietante en él, aunque no a primera vista. El embajador poseía la impenetrabilidad de una magnífica coraza. Su aire de sofisticación y fastidiosa languidez, emparejado con una fuerza latente, hacía que Fausto, hombre alto y de rostro rubicundo, cintura ancha y no muy abundante cabellera, se sintiera, a su lado, decididamente plebeyo y ordinario, a pesar de su propio abolengo noble y destacado.

Aquella mañana, Fausto, cuya tarea en calidad de funcionario de la cancillería consistía en dar la bienvenida a los visitantes importantes que recibía la capital, partió hacia Ostia para encontrarse con el embajador en el muelle imperial (el enviado griego, que había llegado a Sicilia, había navegado luego hacia el norte costeando desde Neápolis, en el sur), y le escoltó hasta su alojamiento en el antiguo Palacio Severino, donde se hospedaban los embajadores que procedían de la mitad oriental del Imperio y que muy esporádicamente llegaban de visita. Ahora había llegado el momento de tener un primer contacto. Los dos estaban cara a cara, sentados frente a una mesa de ónix en el Segundo Salón de Columnas, el cual había sido transformado, varios reinados atrás, en una sala de dimensiones un tanto desproporcionadas. En ese punto se requería cierta dosis de chachara social. Fausto pidió un poco de vino, uno de los selectos y elegantes caldos procedentes de la Galia Transalpina.

Después de que los dos lo paladearan unos instantes, Fausto, tratando de abordar la parte más peliaguda del encuentro de forma franca y directa, apuntó:

—Desafortunadamente, el príncipe Heraclio ha sido requerido sin previo aviso en la frontera norte. Así pues, se ha cancelado la cena de esta noche, lo que le supondrá una velada a su libre disposición; tendrá así la oportunidad de descansar tras su largo viaje. Confío en que esto no le contraríe de ninguna forma.

—Ah… —empezó el griego mientras sus labios se fruncían un instante. Resultaba obvio que se sentía un poco perplejo ante el hecho de que le hubieran dejado solo de ese modo durante su primera noche en Roma. Observó la manicura perfecta de sus dedos y, al levantar la vista, sus ojos oscuros mostraron un leve destello de inquietud—. Así pues…, ¿tampoco podrá recibirme el emperador?

—El emperador se encuentra muy mal de salud. No le resultará posible verle esta noche y quizá tampoco durante varios días. El príncipe Heraclio ha asumido muchas de sus responsabilidades. Sin embargo, durante la inesperada e inevitable ausencia del príncipe, el anfitrión y compañero de su excelencia en estos primeros días será su hermano menor, Maximiliano. Estoy convencido de que lo encontrará divertido y realmente encantador, mi señor Menandros.

—Al contrario que su hermano, deduzco —anotó el embajador griego con frialdad.

Deducción demasiado cierta, pensó Fausto, pero demasiado directa. Fausto se preguntó las razones de tal descortesía. Después de todo, Menandros había ido allí para negociar un matrimonio entre la hermana de su soberano y el príncipe de quien acababa de hablar con tanta ligereza. Cuando un diplomático tan brillante como aquel griego tan sutil dice algo tan brutalmente poco diplomático, suele haber una razón de peso detrás. Quizá, pensó Fausto, Menandros estaba simplemente mostrando su irritación por el hecho de que el príncipe Heraclio, sin tacto alguno, se las hubiera arreglado para no darle la bienvenida en persona a su llegada a Roma.

No obstante, Fausto no iba a dejarse llevar y aventurarse en el terreno de las especulaciones. Se permitió una sonrisa sesgada, del tipo vago e indirecto que había aprendido de su amigo, el cesar Maximiliano.

—Los dos hermanos poseen personalidades bastante diferentes, en efecto. ¿Tomará un poco más de vino, excelencia?

Eso provocó un nuevo cambio de tono.

—Ah, nada de formalidades, te lo ruego. Seamos amigos. —Y entonces, inclinándose hacia adelante con un gesto de confianza y cambiando el discurso formal por otro más íntimo, dijo—: Llámame Menandros; yo te llamaré Fausto, ¿de acuerdo, amigo mío?Y sí, más vino, por supuesto. ¡Qué excelente caldo! No tenemos nada que pueda comparársele en Constantinopla. ¿De qué vino se trata, por cierto?

Fausto lanzó una mirada a uno de los sirvientes, que rápidamente volvió a llenar los cuencos.

—Es un vino de la Galia —respondió—. Se me ha olvidado el nombre.

Un fugaz destello de inequívoco disgusto atravesó el rostro del griego. Lo disimuló con rapidez, pero no la suficiente. Haber sido pillado elogiando un vino de provincias en tales términos debió de avergonzarlo. Sin embargo, ésa no había sido la intención de Fausto. No había nada que ganar haciendo que un personaje tan poderoso, y potencialmente valioso, como el señor embajador oriental ante la corte de Occidente se sintiera incómodo.

La cosa se estaba poniendo cada vez peor. Fausto se apresuró a tratar de suavizar lo violento de la situación.

—El centro de nuestra producción se halla ahora en la Galia. Las bodegas del emperador apenas contienen algunos vinos italianos, me cuentan. ¡Muy pocos! Estos tintos galos son de lejos los preferidos de su majestad imperial, os lo aseguro.

—Tengo que adquirir pues algunos de ellos durante mi estancia aquí, para las bodegas de su majestad Justiniano —dijo Menandros.

Bebieron en silencio durante un momento. Fausto se sintió como haciendo equilibrios sobre el filo de una espada.

—Creo que ésta es tu primera visita a la ciudad de Roma, ¿no es así? —preguntó Fausto, cuando el silencio empezaba a prolongarse. También él empleó el tratamiento familiar, ahora que Menandros había empezado a hacerlo.

—Mi primera visita, sí. La mayor parte de mi carrera se ha desarrollado en AEgyptus y Siria.

Fausto se preguntó cuan larga podría ser aquella carrera. Menandros no parecía tener más de veinticinco años, treinta a lo sumo. Por supuesto, todos esos griegos de ojos oscuros y fina tez, con el lustre de los aceites y los ungüentos propios de sus costumbres orientales, tendían a parecer más jóvenes de lo que eran en realidad. Y ahora que Fausto había rebasado la cincuentena, establecer de manera precisa distinciones de edad le resultaba cada vez más difícil. Todos los que le rodeaban en la corte le parecían terriblemente jóvenes, no eran más que una pandilla de muchachos. De aquellos que habían gobernado el Imperio cuando Fausto era joven, no quedaba nadie, a excepción del emperador, agotado, solitario y viejo. De la generación de cortesanos de la época de Fausto, algunos habían muerto y los demás se habían marchado a un cómodo retiro bien lejos de allí. Fausto era una docena de años mayor que su propio ministro superior en la cancillería. Su amigo más íntimo allí era ahora Maximiliano César, que tenía menos de la mitad de su edad. Desde el principio, Fausto se había visto a sí mismo como una reliquia de alguna era pretérita, porque eso es lo que era, habida cuenta de que pertenecía a una familia que había ocupado el trono tres dinastías atrás. Sin embargo, todo ello había adquirido para él un nuevo y severo matiz en los últimos días; ahora que había sobrevivido no sólo a la grandeza de su familia sino a sus propios contemporáneos.

Era un poco desconcertante que Justiniano hubiera enviado a un embajador tan joven y aparentemente inexperto para tan delicada misión. Pero Fausto sospechaba que sería un error subestimar a aquel hombre. Por lo menos, el que Menandros no conociera la capital le proporcionaba una conveniente oportunidad para atenuar cualquier dificultad que la intempestiva ausencia del príncipe Heraclio pudiera originar en los próximos días.

Fausto dio unas teatrales palmadas.

—¡Cómo te envidio, amigo Menandros! ¡Contemplar la ciudad de Roma en todo su esplendor por primera vez! ¡Qué inolvidable experiencia será para ti! Los que hemos nacido aquí, los que consideramos todo esto normal no sabemos apreciar las cosas en su justo valor, como lo harás tú. La grandeza. La magnificencia.

«Sí, eso es —pensaba Fausto—. Dejemos que Maximiliano le lleve a recorrer la ciudad de punta a punta hasta que regrese Heraclio. Le deslumhraremos con nuestras maravillas y, después de un tiempo, se olvidará de cuan descortésmente le ha tratado Heraclio».

—Mientras aguardas el regreso del cesar, te organizaremos los mejores y más completos itinerarios. Los baños… el Foro… el Congreso… los palacios… los maravillosos jardines…

—Las grutas de Tito Galio —apuntó Menandros inesperadamente—. Los templos y sepulcros subterráneos. El mercado de los hechiceros. Las catacumbas de las sagradas rameras caldeas. La pila de los baptai.[1] El laberinto de las ménades. Las grutas de las brujas.

—Ah, ¿de manera que también conoces todos esos lugares?

—¿Quién no ha oído hablar del mundo subterráneo de la urbe de Roma? Se habla de ello en todo el Imperio.

Y en un instante, aquella brillante apariencia acorazada pareció desvanecerse, así como todo su inquietante aplomo. En los ojos de Menandros podía apreciarse ahora algo bastante diferente, una avidez completamente fuera de toda previsión, un abierto entusiasmo propio de un muchacho.Y también cierta picardía, una insinuación de apetitos bajos y ordinarios que contradecían su pátina urbana. Con tono suave y confidencial, añadió:

—¿Puedo confesarte algo, Fausto? La magnificencia me aburre. Tengo cierta inclinación por la vida mundana. Todos esos chismes por los que Roma es tan famosa, las oscuras y sórdidas entrañas de la ciudad, las rameras y los magos, las orgías y los espectáculos insólitos, los mercados de ladrones, los santuarios misteriosos de vuestros extraños cultos… ¿Te escandalizo, Fausto? ¿Estoy siendo muy poco diplomático al admitir esto? No necesito una gira por los templos, pero mientras disponemos de algunos días antes de ponernos a trabajar en asuntos serios, lo que quiero ver es la otra cara de Roma, su lado secreto y oscuro. Nosotros tenemos ya suficientes templos y palacios en Constantinopla, y baños y todas esas cosas. Millas y millas de glorioso mármol brillante hasta caer de rodillas pidiendo clemencia. Sin embargo, los verdaderos misterios subterráneos, las cosas mundanas, sucias, malolientes que se esconden bajo la superficie, ah…, no, y, Fausto, ésas son las que de verdad me interesan. Nosotros, en Constantinopla, las hemos erradicado todas. Allí se las considera cosas peligrosas y decadentes.

—Sí, aquí también —dijo Fausto tranquilo.

—¡Sí, pero vosotros las consentís! ¡Incluso os deleitáis con ellas! O así se me ha dicho, de fuentes muy bien acreditadas. Te acabo de decir que anteriormente he estado destinado en AEgyptus y Siria. En el antiguo Oriente, que tiene miles de siglos más de antigüedad que Roma o Constantinopla. Como sabes, la mayoría de los cultos extraños se originaron allí y allí fue donde se despertó mi interés por ellos. Y las cosas que he visto, he oído y he hecho en lugares como Damasco, Alejandría y Antioquia…, sin embargo actualmente, la ciudad de Roma es el centro de todos estos temas, ¡la capital de las maravillas! Y te confieso, Fausto, que lo que de verdad me muero de ganas por experimentar es…

Se detuvo a mitad de la frase, algo aturdido y con la tez un poco sonrojada.

—Este vino —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Creo que lo he bebido muy aprisa. Debe de ser más fuerte de lo que creía.

Fausto se acercó a él y apoyó suavemente la mano sobre la muñeca del joven.

—No temas, amigo mío. Estas revelaciones tuyas no me escandalizan lo más mínimo. No soy ajeno a este mundo oculto, ni tampoco lo es el príncipe Maximiliano. Y mientras esperamos el regreso del príncipe Heraclio, él y yo te mostraremos todo lo que desees.

Fausto se levantó, dando un par de pasos hacia atrás para que no pareciera que estaba apabullando físicamente al recostado embajador. Después de empezar con mal pie, había recuperado alguna ventaja y no quiso explotarla demasiado.

—Te dejaré ahora. Has hecho un largo viaje y querrás descansar. Te enviaré a tus sirvientes y, además de los que te han acompañado desde Constantinopla, estos hombres y mujeres —y Fausto señaló los esclavos que permanecían en formación en las sombras alrededor de la sala— quedan a tus órdenes día y noche. Son tuyos. Pídeles cualquier cosa. Lo que sea, mi señor Menandros.


Su palanquín y sus porteadores le esperaban en el exterior.

—Llevadme a los aposentos del cesar —dijo resueltamente Fausto, y se encaramó en el palanquín con dificultad.

Ellos sabían a qué cesar se refería. En Roma, este nombre podía aplicarse a numerosas personas de alto abolengo, desde el emperador para abajo (el propio Fausto tenía cierto derecho a usarlo), pero como regla, en esa época era una denominación empleada únicamente para referirse a los dos hijos del emperador Maximiliano II. Y en caso de que los porteadores no estuvieran al corriente de que el hijo mayor se hallaba fuera de la ciudad, eran lo suficientemente inteligentes como para comprender que su amo, con toda probabilidad, no les iba a pedir ser conducido a las estancias del austero y aburrido príncipe Heraclio. No, no. Se trataba del hermano menor, el disoluto Maximiliano César, cuyos aposentos eran, con seguridad, el destino indicado: el príncipe Maximiliano, el camarada, el aliado, el amigo y compañero más querido y especial y, a efectos prácticos en esos momentos, el único amigo y compañero verdadero de aquel ajado y siempre solitario funcionario de segunda de la corte imperial, Fausto Flavio Constantino César.

Maximiliano vivía más allá del otro extremo del Palatino, en un bonito palacio de mármol rosado de tamaño relativamente modesto que había sido ocupado por los hijos menores del emperador durante la última media docena de reinados más o menos. El príncipe, un hombre de ojos azules, cabello rojizo y largas extremidades, tenía la misma altura que Fausto, pero sin embargo era delgado y larguirucho mientras que Fausto era corpulento y pesado. Se despegó del diván en cuanto entró el funcionario, le saludó con un afectuoso abrazo y le ofreció una gran copa de vino blanco helado. El hecho de que Fausto hubiera estado bebiendo vino tinto durante la pasada hora y media ahora no hace al caso. Maximiliano, en su potestad como príncipe de sangre real, tenía acceso a las mejores cubas de las bodegas imperiales, y los caldos que el príncipe degustaba con mayor placer eran los excepcionales vinos blancos de los montes Albanos. Cuanto más añejos, dulces y fríos, mejor. Cuando Fausto estaba con él, bebía los vinos blancos de los montes Albanos.

—Fíjate —dijo Maximiliano, antes de que Fausto tuviera oportunidad de decir nada que no fuera un elogio del vino.

El príncipe extrajo una larga y abultada bolsa de terciopelo púrpura y, con un gesto grandilocuente, derramó un resplandeciente tesoro de alhajas sobre la mesa: una maraña de collares, pendientes, anillos y colgantes, todos ellos hechos evidentemente con ópalos, engastados en filigranas de oro. Ópalos de todos los tonos y clases, rosados, lechosos, verde reluciente, oscuros como la medianoche, color rojo encendido. Maximiliano se llenó exultantemente ambas manos con ellos y los dejó caer entre sus dedos. Los ojos le brillaban. Estaba embelesado con aquel reluciente despliegue.

Fausto contempló desconcertado aquella exhibición de deslumbrante pedrería. Eran joyas hermosas en extremo, sí, pero el grado de excitación de Maximiliano por ellas parecía desproporcionado. ¿Por qué se sentía el príncipe tan fascinado?

—Muy hermoso —dijo Fausto—. ¿Lo has ganado todo en el juego? ¿O has comprado todas esas chucherías para alguna de tus damas?

—¡Chucherías! —exclamó Maximiliano—. Pero ¡si son las joyas de Cibeles! ¡El tesoro de las sumas sacerdotisas de la Gran Madre! ¿No son una maravilla, Fausto? El hebreo las acaba de traer. Son robadas, por supuesto. Del santuario más sagrado de la diosa. Se las voy a ofrecer a mi cuñada como regalo de boda.

—¿Robadas? ¿Del santuario? ¿Qué santuario? ¿Qué hebreo? ¿De qué estás hablando, Maximiliano?

El príncipe sonrió y, con cierta presión, depositó uno de los colgantes más grandes en la rolliza palma de la mano izquierda de Fausto, cerrándole los dedos firmemente sobre la alhaja. El príncipe le guiñó.

—Quédatelo. Tócalo. Siente la magia palpitante de la diosa derramarse en ti. ¿Ya se te ha puesto dura? Eso es lo que debería ocurrir, Fausto. Éstos son amuletos de la fertilidad. De una tremenda eficacia. Las sacerdotisas los llevaban en el santuario y cualquiera que los tocara se convertía en una furiosa masa de energía procreativa. La princesa de Heraclio concebirá un heredero para él la primera vez que él la penetre. Está prácticamente garantizado. La continuidad de la dinastía. Éste será mi pequeño favor a mi frío y asexuado hermano. Le explicaré todo esto a su amada y ella sabrá qué hacer, ¿eh? ¿Qué te parece? —Maximiliano le dio una amistosa palmadita a Fausto en la barriga—. ¿Qué estás sintiendo por ahí abajo, viejo?

Fausto le devolvió el colgante.

—Lo que estoy sintiendo es que creo que esta vez has ido un poco demasiado lejos. ¿De quién has sacado todo esto? ¿De Daniel bar-Heap?

—De bar-Heap, por supuesto. ¿De quién si no?

—¿Y de dónde las ha sacado él? Las ha robado del templo de la Gran Madre, ¿verdad? Se dio un paseo por la gruta una noche oscura y se deslizó en el interior del santuario cuando las sacerdotisas no estaban presentes, ¿no es así? —Fausto cerró los ojos, puso la mano sobre las joyas y dejó escapar el aliento entre los labios apretados, produciendo una ruidosa explosión de asombro y desaprobación. Estaba incluso un poco escandalizado. Era una emoción insólita para él. Maximiliano era el único hombre del reino capaz de hacerle sentirse como un tipo aburrido y mojigato—. ¡En el nombre de Júpiter todopoderoso, Maximiliano, explícame cómo se te ha ocurrido que puedes ofrecer bienes robados como presente de bodas! ¡Y para una boda real, nada menos! ¿No crees que las protestas se oirán desde aquí a la India cuando las sumas sacerdotisas descubran que todo esto ha desaparecido?

Maximiliano, mostrando a Fausto su taimada y circunspecta sonrisa, volvió a guardar todas las joyas en la bolsa.

—Te estás atontando con la edad, viejo. ¿Acaso crees que estas joyas fueron robadas ayer del santuario? La verdad es que ocurrió durante el reinado de Marco Anastasio, el cual fue… ¿hace doscientos cincuenta años?; y el santuario de donde fueron robadas desde luego no estaba aquí, sino que se hallaba en algún lugar de Frigia. Desde entonces, las joyas han tenido por lo menos cinco legítimos propietarios, lo que es suficiente para que, a estas alturas, no puedan ser consideradas como bienes robados. Y da la casualidad también de que pagué una buena cantidad de dinero por ellas. Le dije al hebreo que necesitaba un bonito regalo de bodas para la novia del hijo mayor de César y me contestó que esta pequeña colección estaba a la venta; yo le dije que estupendo, que me las consiguiera, y le entregué bastantes monedas de oro como para ganar en peso a dos gordos Faustos. Daniel fue a la gruta de los joyeros anoche mismo, cerró el trato y aquí están. Quiero ver la expresión del rostro de mi querido hermano cuando le entregue estos tesoros a su amada prometida Sabbatia. Es un regalo realmente digno de una reina.Y después también, cuando le diga los poderes especiales que se supone que tienen. «Amado hermano —recitó Maximiliano en tono alto y aflautado de salvaje desdén—. Pensé que podrías necesitar alguna ayuda para consumar tu matrimonio, por lo que te aconsejo que hagas que tu prometida se ponga este anillo en la noche de bodas, y también este brazalete en la muñeca; además invita a tu amada a colocarse este colgante entre los pechos…»

Fausto sintió que le empezaba un dolor de cabeza. Había ocasiones en que los desenfrenados disparates de César eran demasiado incluso para él. En silencio se sirvió un poco más de vino y lo bebió con sorbos profundos, pausados y reflexivos. Después, se acercó caminando a la ventana y se quedó allí de pie, dándole la espalda al príncipe.

¿Podía confiar en lo que le estaba diciendo Maximiliano acerca del origen de aquellas joyas? ¿Habían sido sustraídas del santuario hacía años o un ladrón se había hecho con ellas justo el día anterior? «Sería precisamente lo que nos haría falta ahora —pensó—. Justo en medio de las negociaciones para una alianza que necesitamos desesperadamente y que está previsto que tenga lugar tras el matrimonio del príncipe occidental y la princesa oriental, el pío y en extremo virtuoso Justiniano, descubre que el hermano de su nuevo cuñado, alegremente, le ha dado a su hermana un regalo de bodas robado y sacrilego. Un regalo que incluso ahora podría ser objeto de una intensa búsqueda policial.»

Maximiliano seguía hablando de las joyas. Fausto le prestaba poca atención. Una suave corriente de aire fresco llegó hasta él desde el crepúsculo, transportando una mezcla de olores deliciosamente variada: canela, pimienta, nuez moscada, carne asada, vino fuerte, fragancias acres, el penetrante olor de las rodajas de limón, todos los extraordinarios aromas de algún banquete que se celebraba en las proximidades. Resultaba bastante estimulante.

Bajo la influencia dulce y benigna de aquella perfumada brisa procedente del exterior, Fausto sintió cómo su pequeño acceso de escrupulosidad empezaba a desvanecerse. No había nada de que preocuparse en todo el asunto, en realidad. Era muy probable que la transacción hubiera sido legítima. Pero incluso si los ópalos acababan de ser robados del santuario de la Gran Madre, había poco que las ultrajadas sacerdotisas pudieran hacer, puesto que no había la más mínima probabilidad de que la investigación policial llegase a la casa imperial. Y que el regalo de Maximiliano tuviera presuntos poderes afrodisíacos sería una buena broma para su remilgado y estirado hermano.

Fausto sintió que lo invadía un repentino sentimiento de amor por su amigo Maximiliano. Una vez más, el príncipe le había demostrado que, pese a tener la mitad de sus años, estaba sobradamente a su altura en materia de maldades; lo cual ya era decir mucho.

—A propósito, ¿te ha mostrado el embajador un retrato de ella? —preguntó Maximiliano.

Fausto lo miró.

—¿Por qué iba a hacer eso? Yo no soy quien se va casar con ella.

—Era sólo curiosidad. Me preguntaba si es tan fea como se dice. La información es que tiene exactamente la misma cara que su hermano, ¿sabes? Y Justiniano tiene cara de caballo. Además es mucho mayor que Heraclio.

—¿Ah, sí? No lo había oído.

—Justiniano tiene unos cuarenta y cinco, ¿no es así? ¿Crees probable que ella pueda tener dieciocho o veinte?

—Podría tener veinticinco, quizá.

—Lo más probable que tenga treinta y cinco. O incluso más. Heraclio tiene veintinueve. Mi hermano va a casarse con una mujer fea y vieja. Y que incluso podría no estar ya en edad fértil…, ¿ha reparado alguien en ello?

—Si en efecto se trata de una mujer fea y vieja, seguirá siendo la hermana del emperador oriental —subrayó Fausto— y, en consecuencia, creará un vínculo de sangre entre las dos mitades del reino, lo que nos resultará muy útil cuando le pidamos a Justiniano que nos preste algunas legiones para ayudarnos a rechazar a los bárbaros en el norte, ahora que nuestros amigos godos y vándalos nos están volviendo a tocar las narices. Si está o no en edad fértil, es secundario. Siempre pueden adoptarse herederos al trono, ya lo sabes.

—Sí, por supuesto que es posible. Pero lo principal, la gran alianza… ¿es tan importante, Fausto? Si los hediondos bárbaros han regresado para otro asalto, ¿por qué no podemos rechazarlos nosotros solos? Mi padre hizo un buen trabajo cuando andaban merodeando por nuestras fronteras en el cuarenta y dos, ¿verdad? Por no mencionar lo que le hizo su abuelo a Atila y a sus hunos unos cincuenta años antes de eso.

—Del cuarenta y dos hace mucho tiempo —dijo Fausto—. Ahora tu padre está viejo y enfermo. Y actualmente andamos un poco escasos de grandes generales.

—¿Y qué me dices de Heraclio? Podría asombrarnos a todos.

—¿Heraclio? —dijo Fausto. Menuda ocurrencia…, el distante, irascible y ascético Heraclio César liderando un ejército en el campo de batalla. Incluso Maximiliano, frivolo, indisciplinado y pendenciero como era, sería un candidato más verosímil para el papel de héroe militar que el pálido Heraclio.

Con un burlón resoplido de altivez, Maximiliano dijo:

—Te recuerdo, mi señor Fausto, que somos una dinastía de luchadores. Mi hermano y yo llevamos en las venas la sangre de poderosos guerreros.

—Sí, Heraclio el poderoso guerrero —dijo ácidamente Fausto y los dos se rieron.

—De acuerdo, entonces. Tú ganas. Necesitamos la ayuda de Justiniano, supongo. Mi hermano desposa a la princesa fea, el hermano de la princesa nos ayuda a aplastar a los greñudos sujetos del norte de una vez por todas y todo el Imperio inicia un futuro de paz eterna, excepto quizá por alguna que otra pelea con los persas, quienes son problema de Justiniano, no nuestro. Bien, pues que así sea. En cualquier caso, ¿por qué deberíamos preocuparnos por el aspecto de la mujer de Heraclio? Probablemente, ni siquiera lo haga él.

—Cierto.

El heredero al trono no destacaba por su interés hacia las mujeres.

—Las joyas de la Gran Madre, si su reputación posee algún fundamento, le ayudarán a engendrar un pequeño cesar. Confiemos en ello. Después de lo cual, es probable que nunca vuelva a poner un dedo sobre ella, para alivio de ambos, ¿eh?

Maximiliano saltó de su diván para servir más vino para los dos.

—A propósito, ¿es cierto que ha ido al norte a inspeccionar las tropas? Al menos, ése es el cuento que he oído.

—Y yo —dijo Fausto—. Es la versión oficial, pero tengo mis dudas. Es más probable que se haya ido algunos días de caza a sus bosques tratando de eludir el tema de su matrimonio mientras pueda. —Ése era el único divertimento conocido del cesar Heraclio, la incansable y aburrida persecución de venados y jabalíes, zorros y liebres—. Te diré que el embajador griego se ha sentido algo más que un poco ofendido al enterarse de que el príncipe ha escogido la misma semana de su llegada para abandonar la ciudad. Me ha mostrado bien a las claras lo molesto que se siente. Lo que me lleva, de hecho, a la razón principal de mi visita. Tengo trabajo para ti. Tu labor y la mía será mantener entretenido al embajador hasta que Heraclio se digne regresar aquí.

Maximiliano reaccionó encogiéndose de hombros perezosamente.

—Ése quizá sea tu trabajo, pero ¿por qué ha de ser el mío, viejo amigo?

—Porque creo que te gustará, cuando sepas lo que estoy pensando. Y, además, ya te he comprometido en él y no te atreverás a fallarme. El embajador quiere llevar a cabo un recorrido turístico por Roma, pero no por los centros habituales de interés. A él le gustaría echar una mirada al mundo subterráneo.

Los ojos de César se abrieron como platos.

—¿En serio? ¿Un embajador, allí abajo?

—Es joven. Es griego. Es posible que sea un pervertido o, de lo contrario, sencillamente sienta cierto morbo. Le dije que tú y yo le mostraríamos los templos y palacios y él me pidió que le mostráramos las grutas y los lupanares. El mercado de los hechiceros. «Tengo cierta inclinación por la vida mundana», eso fue lo que me dijo. —Y Fausto hizo una aceptable imitación de la voz arrastrada de Menandros y del acento oriental de su latín—. «Las oscuras y sórdidas entrañas de la ciudad», fue la frase exacta que empleó. «Todos esos chismes por los que Roma es tan famosa.»

—Un turista —dijo Maximiliano, con desdén—. Lo único que quiere es un recorrido ligeramente diferente del oficial.

—Es posible. En todo caso, he de mantenerle entretenido, y con tu hermano escondido en los bosques y tu padre enfermo, necesito recurrir a otro miembro de la familia imperial para que le haga de anfitrión, y ¿quién más hay aparte de ti? No hace ni medio día que ha llegado a la ciudad y Heraclio ya ha conseguido ofenderlo, eso sin estar aquí siquiera. Cuanto más molesto se sienta, más difícil será llegar a algún buen acuerdo cuando tu hermano aparezca. Es más duro de lo que parece y es peligroso subestimarlo. Si le dejo rumiar su propia irritación durante los próximos días, podemos tener grandes problemas.

—¿Problemas? ¿De qué clase? No puede suspender el matrimonio sólo porque se sienta desairado.

—No, supongo que no puede. Pero si así lo desea, puede decirle a Justiniano que el próximo emperador occidental es un chiflado insensato al que no merece la pena cederle soldados, y menos a su hermana. La princesa Sabbatia regresa discretamente a Constantinopla dos meses después de la boda y nosotros tenemos que vérnoslas con los bárbaros con nuestros únicos medios. Quiero pensar que se podría evitar todo eso si se logra entretener al embajador durante una o dos semanas mostrándole un poco de sórdida diversión en las catacumbas. Y tú puedes ayudarme. Lo hemos pasado bien allí abajo tú y yo, ¿eh, amigo mío? Podemos enseñarle alguno de nuestros sitios favoritos. ¿Sí? ¿Estás de acuerdo?

—¿Podrá acompañarnos el hebreo? —preguntó Maximiliano—. Para que nos haga de guía. Él conoce las catacumbas mejor incluso que nosotros.

—¿Te refieres a Daniel bar-Heap?

—Sí, a bar-Heap.

—Por supuesto —dijo Fausto. Cuantos más, mejor.


La noche estaba ya demasiado entrada cuando Fausto dejó a Maximiliano en su palacio como para ir a los baños públicos. En vez de eso, regresó a sus propias dependencias y pidió un baño caliente, un masaje y, a continuación, a la esclava Oalatea; la morena, ágil y menuda numidia de dieciséis años con quien el único lenguaje que tenía en común era el de Eros.

Había sido un largo día, una dura y fatigosa jornada. A su regreso de Ostia con el embajador oriental, Fausto no esperaba encontrarse con que Heraclio se hubiera marchado, dado el precario estado de salud del viejo emperador Maximiliano y que el plan había sido que el embajador griego cenara con el príncipe Heraclio en su primera noche en la capital. Pero poco después de que Fausto se fuera a Ostia, Heraclio se había largado abruptamente de la ciudad con la endeble excusa de la inspección de las tropas del norte. Con el emperador enfermo y Heraclio ausente, no quedaba nadie disponible de rango apropiado para ejercer las funciones de anfitrión oficial en una cena de Estado, excepto el tunante del hermano de Heraclio, Maximiliano, y ninguno de los funcionarios de la casa real tuvo la audacia suficiente como para proponer tal alternativa antes de obtener primero la aprobación de Fausto. De modo que la cena de Estado simplemente había sido suspendida, algo que Fausto no supo hasta su regreso del puerto. Entonces ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto que no fuera enviar un desesperado mensaje al príncipe desaparecido implorándole que regresara a la ciudad de Roma tan rápidamente como le fuera posible. Si era cierto que Heraclio se había ido de caza, el mensaje le llegaría a su pabellón forestal en los bosques, más allá del lago Nemorensis, y quizá, sólo quizá, aquél le prestaría atención. Si, contra todo pronóstico, se hubiera dirigido en verdad a la frontera militar, era poco probable que regresara pronto. Y eso dejaba al cesar Maximiliano como único candidato posible para la tarea. Lo que podía ser un asunto peligroso.

Pero la pequeña confesión del embajador sobre su inclinación a la vida mundana había solucionado el problema de mantenerle entretenido, al menos durante el próximo par de días. Si lo que realmente quería Menandros era visitar los barrios bajos de las catacumbas, entonces Maximiliano se convertiría en la solución y no en el problema.

Fausto se recostó en el baño, recreándose en la calidez del agua, disfrutando del dulce aroma de los aceites que flotaban en su superficie. Era en el baño donde los romanos de los viejos tiempos (Séneca, por ejemplo, o Lucano el poeta, o la feroz vieja bruja de Antonia, la madre de Claudio) se cortaban las venas antes que continuar soportando la ineptitud e iniquidades de la sociedad en que vivieron. Pero aquéllos no eran los viejos tiempos, y Fausto no se sentía tan ofendido por la ineptitud y las iniquidades de la sociedad como lo habían estado aquellos magníficos antiguos romanos; por otra parte, bajo ninguna circunstancia la idea del suicidio era algo que tuviera mucho atractivo para él.

Pero la verdad es que sí creía que aquélla era una época triste para Roma. El viejo emperador era como si ya estuviese muerto, el heredero al trono era un tontaina mojigato y el otro hijo del emperador un gandul. Los bárbaros, a quienes se suponía aplastados hacía años, llamaban a la puerta una vez más. Fausto sabía que él mismo no era ningún modelo de las antiguas virtudes romanas (¿quién lo era, cinco siglos después de la época de Augusto?), pero a pesar de toda su debilidad y flaqueza, a veces no podía dejar de lamentar para sus adentros la vileza de los tiempos. «Nos llamamos romanos —pensaba—, y sabemos cómo imitar, hasta cierto punto, las actitudes y poses de nuestros grandes antepasados romanos. Pero eso es todo lo que hacemos: adoptar actitudes e imitar poses. Nos limitamos meramente a desempeñar el papel de romanos y engañarnos a nosotros mismos, tomando en ocasiones la imitación por la realidad. Es una era lamentable.»

El mismo era de sangre real, más o menos. Su propio nombre lo proclamaba: Fausto Flavio Constantino César. Llevaba el cognomen de su famoso antepasado imperial, Constantino el Grande, y también el nombre de la esposa de Constantino, Fausta, la propia hija del emperador Maximiano. La dinastía de Constantino había desaparecido de la escena hacía mucho, pero tras diversos meandros genealógicos, Fausto había podido seguir el rastro de su linaje hasta ella, lo que le daba derecho a incorporar el ilustre nombre de «César» a su colección. Pero aun así, era simplemente un funcionario secundario de la cancillería de Maximiliano II Augusto, y su padre, antes que él, había sido un funcionario de rango insignificante en el ejército del norte, y el padre de éste… bueno, mejor no pensar en ése. La familia había sufrido varios reveses en el curso de los dos siglos desde que Constantino el Grande ocupara el trono. Pero nadie podía negar su linaje, y había ocasiones en que él mismo se sorprendía pensando secretamente en la actual familia real como en unos meros advenedizos, aupados al poder desde la nada. Por supuesto, los antiguos emperadores, César Augusto, Tiberio, Claudio y otros habrían considerado un recién llegado arribista hasta al mismísimo Constantino; y los grandes hombres de la antigua República, Camilo, por ejemplo, o Claudio Marcelo, probablemente pensaran lo mismo de Augusto y Tiberio. La genealogía era un juego insensato, seguía reflexionando Fausto. El pasado existía en Roma en forma de una capa sobre otra, un pasado que tenía, aproximadamente, trece siglos de profundidad. Y, alguna vez, todos habían sido unos recién llegados arribistas, incluso el propio Rómulo, el fundador.

Por eso la era del gran Constantino había surgido y había desaparecido, y aquí estaba su lejano descendiente Fausto Flavio Constantino César, convirtiéndose en un anciano, gordo y calvo, trabajando sin descanso en los escalafones medios de la cancillería imperial. El mismo Imperio parecía también estar envejeciendo enormemente. En los últimos años del reinado de Maximiliano II, todo se hacía con laxitud. Los grandes días de Tito Galio y su dinastía, de Constantino y suya, del primer Maximiliano y de su hijo y nieto parecían algo sacado de las leyendas de la antigüedad, pese a que el segundo Maximiliano todavía ocupara el trono. En una o dos décadas, las cosas habían cambiado. El Imperio ya no parecía tan seguro como lo había sido. Y ese mismo año, por todas partes, en los pasadizos sombríos del mercado de los hechiceros, habían corrido muchos rumores acerca de misteriosas profecías del oráculo, descubiertas últimamente en un manuscrito recién hallado en los Libros Sibilinos, que indicaban que Roma había entrado en el último de sus siglos, después del cual sobrevendría el fuego, el caos apocalíptico, la ruina de todo.

«Si es así —pensaba Fausto—, aún nos quedan veinte o treinta años. Si después llega el fin del mundo, ya me preocuparé entonces.»

Pero toda esta chachara sobre el fin de la Roma eterna era algo nuevo. Durante cientos de años, siempre había habido algunos grandes hombres dispuestos a tomar las riendas y salvar al Imperio en las épocas de crisis. Hacía más de trescientos años, allí estuvo Septimio Severo, para rescatar al Imperio del loco Cómodo. Una generación más tarde, cuando el hijo de Severo, Caracalla (aún más trastornado que Cómodo) había llevado a cabo toda clase de nuevos estragos, surgió el soberbio Tito Galio, asumió el mando y reparó los daños. Por aquel entonces, los bárbaros estaban empezando a causar serios problemas en las fronteras del Imperio, pero una y otra vez emperadores fuertes los rechazaron. Primero fue Tito Galio, después su sobrino Cayo Marcio y después de él, Marco Anastasio y más tarde Diocleciano, el primer emperador que dividió el reino entre los emperadores dominantes agrupados y Constantino, quien fundó una segunda capital en Oriente. Y así hasta los tiempos presentes. Pero ahora el trono, a efectos prácticos, estaba vacante y todo el mundo podía apreciar que su sucesor en ciernes era un inútil. ¿De dónde, se preguntaba Fausto, saldría el próximo gran salvador del reino?

El príncipe Maximiliano tenía razón al afirmar que su dinastía había estado constituida por una sucesión de poderosos guerreros. Maximiliano I (que, procedente del norte, no era en absoluto un romano de Roma, remontaba sin embargo sus raíces hasta la antigua raza etrusca) había fundado aquella dinastía al autoproclamarse sucesor al trono imperial del gran emperador Teodosio. Como el enérgico y joven general que fue, Maximiliano hizo retroceder a los godos, que estaban amenazando la frontera norte de Italia y, después, en el otoño de sus años, se unió a Teodosio II, del Imperio Oriental, para aplastar a los invasores hunos acaudillados por Atila. Después llegó el hijo de Maximiliano, Heraclio I, quien mantuvo incólumes todas las fronteras. Y cuando la siguiente oleada de godos, y sus parientes los vándalos, comenzaron a arrasar la Galia y las fronteras germánicas, el hijo de Heraclio, el joven emperador Maximiliano II, los hizo pedazos con un fiero contraataque que parecía haber acabado con su amenaza para siempre.

Pero no: parecía no haber fin para los godos, los vándalos y otras tribus nómadas similares. Ahora, cuarenta años después de que Maximiliano marchara con veinte legiones por el Rin hasta la Galia y les infligiera una derrota decisiva, se estaban concentrando para lo que parecía el ataque más grande desde los días de Teodosio. Sin embargo, en esos momentos, Maximiliano II estaba viejo y débil y, muy probablemente, moribundo. Lo mejor que podía decirse era que el emperador vivía en reclusión en algún lugar donde solamente los doctores le visitaban. Pero circulaban numerosas historias poco fidedignas acerca de su paradero: quizá se encontraba en Roma, quizá estaba en la isla de Capri, hacia el sur, o quizá incluso en Cartago, enVolubilis o en alguna otra soleada ciudad africana. Hasta puede que estuviera muerto y sus ministros, presas del pánico, temieran dar la noticia. No sería la primera vez en la historia de Roma que esto ocurría.

Y después de Maximiliano II, ¿qué? El príncipe Heraclio subiría al trono, sí. Pero no había razón para el optimismo acerca del tipo de emperador que sería. Fausto era capaz de imaginarse muy bien el curso de los acontecimientos. Los godos, imparables, penetran por el norte e invaden la península, saquean la ciudad, masacran a la aristocracia y proclaman a uno de sus reyes como monarca de Roma. Mientras tanto, en el oeste, los vándalos o alguna otra tribu de parecida ralea, reivindican las ricas provincias de la Galia e Hispania, que se convierten así en reinos independientes, y el Imperio se disuelve.

«La mejor y, de hecho, nuestra única esperanza —había oído decir Fausto al canciller imperial Licinio Obsecuente un mes antes—, es el matrimonio real. Justiniano, para salvar el trono de su cuñado, pero también porque no le interesa que un grupo de reinos bárbaros rebeldes se esparza a lo largo de las propias fronteras del Imperio Oriental, envía un ejército para apoyar al nuestro y, con la ayuda de algunos competentes generales griegos, los godos son, finalmente, despachados. Pero ni siquiera tal solución resuelve nada para nosotros. Es fácil imaginar a uno de los generales de Justiniano ofrecerse a seguir aquí como «consejero» de nuestro joven emperador Heraclio. El siguiente capítulo es que Heraclio aparece envenenado y el general nos hace saber que, gentilmente, él mismo aceptaría la invitación del Senado para asumir el trono, y de aquí en adelante, el Imperio Occidental acaba completamente bajo la dominación del este y todo el volumen de nuestros tributos empieza a desviarse hacia Constantinopla y Justiniano acaba gobernando el mundo.»

«Nuestra mejor y, de hecho, nuestra única esperanza. La verdad es que debiera cortarme las venas —pensaba Fausto—. Encontrar una vía de escape racional en vista de las insuperables circunstancias, como muchos héroes romanos lo han hecho antes que yo.

Ciertamente, los precedentes abundan. Pensó en Lucano, quien murió recitando serenamente sus propias poesías. En Petronio Arbitro, que hizo lo mismo. En Marco Coceyo Nerva, quien se dejó morir de inanición para manifestar su oposición por las acciones de Tiberio. «La peor muerte es preferible a la mejor esclavitud», dijo Séneca. Muy cierto, pero quizá yo no soy un verdadero héroe romano.»

Se levantó del baño. Dos esclavos se apresuraron a envolverlo con mullidas toallas.

—Traedme a la muchacha numidia —ordenó dirigiéndose a su dormitorio.


—Entraremos —explicaba Daniel bar-Heap— por la puerta de Tito Galio, que es el acceso más famoso al mundo subterráneo. Hay otros muchos, pero ése es el más impresionante.

Era media mañana. Demasiado temprano quizá para descender a los avernos, demasiado temprano sin duda para que el trasnochador príncipe Maximiliano estuviese ya en pie. Pero Fausto quería emprender la excursión tan pronto como fuera posible. Su principal prioridad en aquellos momentos era mantener entretenido al embajador.

El hebreo se había hecho cargo de la aventura con mucha soltura, ocupándose de toda la planificación y de la mayor parte de las explicaciones. Era uno de los compañeros más apreciados por el príncipe. Fausto ya lo había visto en más de una ocasión. Era un individuo grandote de anchos hombros y voz profunda, con pómulos sobresalientes y un gran pico triangular por nariz. Su oscura cabellera, casi negra azulada, estaba formada por tirabuzones prietamente trenzados. Aunque, durante muchos años, la moda masculina en Roma prescribía el afeitado escrupuloso, bar-Heap lucía una llamativa barba, abundante y tupida, que colgaba en densas volutas por su barbilla y mandíbulas. En lugar de toga vestía una túnica de basto lino blanco que le llegaba hasta las rodillas y que en sus márgenes llevaba grabados, bien visibles, dibujos de rayos hechos con hilo verde brillante.

El embajador Menandros, aun siendo oriental, parecía no haberse encontrado nunca antes con un hebreo, y necesitó que le explicaran el origen de bar-Heap.

—Son una pequeña tribu de gentes del desierto que se establecieron en AEgyptus hace mucho tiempo —le contó Fausto—. Ahora viven desperdigados por todo el Imperio. Me atrevería a decir, que incluso podrías encontrar algunos en Constantinopla. Son un pueblo astuto, decidido, bastante amigo de las discusiones y que no siempre guarda un respeto escrupuloso hacia la ley, con la excepción de las leyes de su propia tribu, que acatan bajo cualquier circunstancia y de la forma más fanática. Creo que no creen en dioses, por ejemplo, y tan sólo dedican al emperador una lealtad muy reticente.

—¿Que no creen en dioses? —inquirió Menandros—. ¿En ninguno?

—No que yo sepa —respondió Fausto.

—Bueno, tienen su propio dios —intervino Maximiliano—. Pero nadie lo ha visto nunca, ni hacen estatuas de él, aunque sí dejó un buen montón de absurdas leyes acerca de lo que pueden comer y cosas por el estilo. Bar-Heap probablemente te contará los detalles si le preguntas. O quizá no. Como todos los de su raza es quisquilloso e impredecible.

Fausto había aconsejado al embajador que sería preferible que, para la excursión, vistieran con sencillez, sin nada que delatara su rango. Naturalmente, el vestuario de Menandros se componía exclusivamente de espléndidas y lujosas vestiduras de seda y otras tantas maravillas orientales, así que Fausto le proporcionó una sencilla toga de lana sin distintivo alguno de rango. Menandros dio la impresión de saber vestirla con soltura. Maximiliano César, quien, como hijo del emperador reinante, tenía derecho a llevar una toga con borde púrpura y hebras de hilo dorado, también vestía de manera que le haría pasar desapercibido. Y lo mismo hizo Fausto, a quien, por ser asimismo descendiente de emperador, le estaba permitido lucir la tira púrpura. Pero a pesar de todo, era improbable que algún transeúnte de las catacumbas se equivocase al tomarlos por otra cosa que lo que en realidad eran, romanos de clase alta. No obstante, no hubiera sido una buena idea hacer ostentación de aires patricios en el mundo subterráneo de Roma.

La entrada que el hebreo había escogido para ellos estaba en el extremo del abarrotado barrio conocido como la Subura, que se hallaba al este del Foro, entre las colinas Viminal y Esquilina. Se trataba de un distrito caracterizado por la fetidez, la miseria y el barullo ensordecedor, donde las gentes vivían hacinadas de mala manera en precarias construcciones de cuatro y cinco pisos, y carretas chirriantes maniobraban con extrema dificultad a través de las estrechas y retorcidas calles. Allí, el emperador Tito Galio había empezado a construir un refugio subterráneo allá por el año 980, en el que los ciudadanos romanos pudieran protegerse en caso de que los rebeldes godos, concentrados entonces en el norte, rompieran las defensas de Roma y penetraran en la ciudad.

Pero los godos, como es sabido, fueron rechazados mucho antes de que pudieran llegar a cualquier parte cercana a la capital. Sin embargo, por aquel entonces, Tito Galio ya había hecho construir un complejo entramado de pasadizos bajo la Subura y él y sus sucesores lo fueron ampliando durante décadas, extendiendo tentáculos en todas direcciones, creando conexiones con la ya existente cadena laberíntica de galerías, cámaras y túneles subterráneos que los romanos habían ido excavando aquí y allá por la ciudad a lo largo de un millar de años.

Ahora, aquel mundo subterráneo se había convertido en una ciudad bajo la ciudad, una entidad en sí misma, en la fría y húmeda oscuridad. Ante ellos tenían los portales de Tito Galio; dos elaborados arcos de piedra, como las mandíbulas abiertas de una boca gigantesca, que se elevaban en medio de la calle donde las fuerzas imperiales, siglos atrás, habían derribado una manzana de antiguas casuchas a ambos lados con el fin de despejar el terreno para abrir la entrada. El acceso al mundo subterráneo era lo suficientemente ancho como para que cupieran tres carromatos al mismo tiempo. Una rampa de ladrillo muy desgastado los condujo hacia las profundidades.

—Aquí tienen sus faroles —dijo bar-Heap, encendiéndolos y ofreciéndoselos—. No se olviden de sostenerlos en alto para que no se apaguen. El aire está más cargado a la altura de las rodillas y la llama se extinguiría.

Al descender por la rampa, el cesar se situó a la cabeza del grupo. Fausto se colocó cerca del griego y bar-Heap ocupó la retaguardia. Menandros se sorprendió cuando le comunicaron que irían a pie, pero Fausto le explicó que el uso de literas y porteadores no resultaría cómodo para maniobrar por los estrechos pasadizos de las atestadas catacumbas. Ni tan siquiera irían acompañados por criados. El griego pareció encantado al oír aquello. Estaba en verdad visitando los barrios bajos, estaba claro. Él quería recorrer el mundo subterráneo como lo haría un romano corriente, descender directamente a su mugre, a su inmundicia y a sus peligros.

Incluso a horas tan tempranas, tanto entrando como saliendo, la rampa estaba abarrotada de una muchedumbre que avanzaba apresuradamente a empellones. Abajo les aguardaba una penumbra casi palpable. A Fausto siempre le había parecido que penetrar en el mundo subterráneo era como adentrarse en la guarida de alguna enorme criatura. Ahora de nuevo se veía envuelto por la espesa y feroz oscuridad, fría y fascinante. Saboreó su abrazo. ¡Cuántas veces él y César habían entrado allí en busca de algún raro entretenimiento nocturno, y cuántas veces lo habían hallado!

Sus ojos empezaron a adaptarse pronto al destello turbio y tenue de los faroles. Por la luz pálida de antorchas lejanas, pudo distinguir las series de criptas distantes situadas a cada lado. La bajada se había nivelado rápidamente en el interior del amplio vestíbulo. Ráfagas de fétido aire subterráneo llegaban hasta ellos transportando numerosos olores: humo, sudor, moho, hedor de bestias. Había un gran ajetreo, largas colas de personas y animales de carga yendo y viniendo en una docena de direcciones. La ancha avenida conocida como la vía Subterránea se extendía ante ellos, y una miríada de pasadizos subsidiarios más angostos se ramificaban a derecha e izquierda. Fausto vio una vez más los pilares, los arcos y las crujías que le eran familiares, los muros curvos de ladrillo de un cálido dorado, los sólidos pilares de piedra labrada y los innumerables huecos detrás de ellos. En seguida, la oscuridad de este mundo sombrío resultó menos sofocante. Echó una mirada al griego. Los rasgos poco expresivos de Menandros estaban cargados de excitación. Las narinas le temblaban, sus labios se fruncían. Tenía la expresión de un chiquillo al que llevaban por vez primera a ver los combates de gladiadores. Casi parecía un niño entre tres adultos crecidos, una figura endeble y diminuta al lado del esbelto y alto Maximiliano, el recio bar-Heap y el macizo y rollizo Fausto.

—¿Qué es eso? —preguntó Menandros, señalando el enorme relieve de mármol de un busto con barbas, que sobresalía en el muro que tenían enfrente. Desde arriba se proyectaba sobre él un haz de luz procedente de una de las aberturas que perforaban el techo abovedado, iluminando los rasgos tallados con una aureola fantasmagórica.

—Es un dios —respondió bar-Heap desde atrás, con cierto tono de desdén en la voz—. Un emperador lo puso allí hace muchos años. Quizá sea uno de los suyos, o quizá uno de Siria. Le llamamos el Júpiter de las cavernas.

El hebreo alzó su farol muy por encima de la cabeza para proporcionar una fuente complementaria de luz a aquel poderoso perfil, el gran ojo escrutador, el gran oído que todo lo oye, los labios amenazadoramente separados, la exuberante y ensortijada barba, más espesa incluso que la suya. Por encima del ojo no quedaba nada y tampoco por debajo de la barba; era un único y colosal fragmento que parecía inconcebiblemente antiguo, una perturbadora reliquia de alguna era pasada.

—¡Ave Júpiter! —dijo bar-Heap con una voz retumbante, y se rió.

Pero Menandros se detuvo a examinar aquel rostro inmenso y sombrío y tomó nota mental del altar de mármol, terso por el desgaste del contacto de manos devotas, y refulgente por la luz que irradiaban las velas dispuestas en el borde de la parte inferior. Al lado, en un nicho, había huesos carbonizados, restos de recientes sacrificios.

Maximiliano le hizo señas con gestos imperiosos e impacientes para que continuase.

—Esto es sólo el principio —dijo el cesar—. Hay muchas millas por delante.

—Sí, sí, por supuesto —dijo el griego—. Pero aun así…, todo esto es tan nuevo para mí… tan extraño…

Después de que se hubieran adentrado unos doscientos pasos en la vía Subterránea, Maximiliano describió un pronunciado giro hacia la izquierda para penetrar en un pasadizo curvo donde la fría humedad descendía por los muros en un constante goteo, formando charcos a sus pies. La atmósfera tenía un asfixiante olor a moho.

El lugar parecía menos abarrotado. Al menos había menos viandantes que en la avenida principal. Las luces situadas en lo alto estaban mucho más espaciadas y por delante se veían menos antorchas. Sin embargo, desde la oscuridad emergían sonidos inquietantes, ásperas carcajadas, susurros confusos e incomprensibles y murmullos envolventes en lenguas desconocidas, así como algún que otro alarido agudo y repentino. Había también fuertes olores, los de la carne asándose sobre brasas humeantes, coliflor guisada, ollas de caldo caliente y especiado, pescado frito. No era aquélla una ciudad de muertos, por oscura y lúgubre que pudiera parecer. Ese oculto y frenético mundo subterráneo bullía alborotadamente con una vida secreta. Por todas partes a su alrededor, Fausto sabía que, en las cámaras y criptas abiertas en la roca viva, numerosos acontecimientos estaban teniendo lugar: venta de encantamientos y conjuro de hechizos, acuerdos de negocios tanto lícitos como ilícitos, celebraciones de ritos religiosos de un centenar de cultos, actos carnales de cualquier clase.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Menandros.

—Éstas son las grutas de Tito Galio —respondió César—. Uno de los sectores más concurridos, un lugar de actividades de todo tipo y que escapa a cualquier calificación. Aquí puede verse cualquier cosa y es muy raro verla por segunda vez.

Fueron de una cámara a otra siguiendo el camino tortuoso y de baja techumbre que lo iba enhebrando todo. Era Maximiliano quien dirigía aún la comitiva, con la mirada ansiosa, casi frenética, tirando de todos ellos con un paso a menudo más rápido del que Menandros deseaba. Cuando se encontraba allí, en aquellas grutas caóticas que le arrastraban de un lugar a otro, era como si sufriera algún tipo de arrebato. Fausto ya lo había visto así muchas veces antes; era el explosivo brote de su sed impaciente y furiosa por la novedad, su curiosidad insaciable y posesa.

Para Fausto, era la maldición de una vida desperdiciada, la dolorosa angustia del superfluo hijo menor de un emperador, irritado por el tormento sin fin de su propia inutilidad; la impotencia sarcástica en el seno del gran poder, que era lo único que su alta cuna le había supuesto. Era como si el mayor desafío al que se enfrentara Maximiliano fuera el aburrimiento de su existencia dorada y, en el mundo subterráneo, conjurara tal desafío mediante aquella búsqueda de lo extremo y lo imposible. El hebreo constituía un mediador necesario para ello: unas pocas palabras suyas bastaban, la mayoría de las veces, para que se les franqueara el acceso a algunas zonas de las cavernas vedadas por lo general a los que no habían sido invitados.

Llegaron a un sitio en el que un despliegue de centelleantes teas llenaban el aire de humo negro; luces que jamás se extinguían en aquel lugar donde no existía diferencia entre la noche y el día. Se trataba de un mercado donde se vendían extrañas exquisiteces: lenguas de ruiseñor y flamenco, bazo de lamprea, talones de camello, crestas de gallo de brillante amarillo, cabezas de loro, hígados de lucio, sesos de faisán y de gallo, orejas de lirón, huevos de pelícano, cosas extrañas de todos los rincones del Imperio, todo ello dispuesto en abundantes montones sobre bandejas de plata. Menandros, aquel griego cosmopolita, miraba maravillado todo aquello como cualquier paleto de campo lo haría.

—¿Los romanos comen estas cosas todos los días? —preguntaba, y César, esbozando aquella opaca sonrisa suya, le aseguraba que lo hacían siempre, no sólo en la mesa imperial sino en las casas más humildes, y le prometía una comida de lenguas de ruiseñor y sesos de gallo en cuanto fuera posible.

Aquélla era una plaza ruidosa, llena de payasos, malabaristas, acróbatas, tragasables, comedores de fuego, funambulistas y artistas de una docena de clases más, con escandalosos pregoneros que voceaban a voz en grito las excelencias de las actuaciones que presentaban. Maximiliano les arrojaba pródigamente monedas de plata y Menandros se apresuró a hacer lo mismo. Más allá había un pasillo con una columnata donde se ofrecía un espectáculo de seres deformes: jorobados y enanos, tres sonrientes microcéfalos vestidos con elaborados uniformes escarlata, un hombre que parecía un esqueleto andante, y otro que debía de tener sus buenos tres metros de altura.

—Ya no está el que tenía cabeza de avestruz —dijo bar-Heap, visiblemente desilusionado—. Y tampoco la muchacha con tres ojos, ni los gemelos unidos por la cintura.

Aquí también todos repartieron monedas generosamente, menos bar-Heap, quien mantenía los cordones de su bolsa de monedas bien prietos.

—¿Sabes, Fausto, quién es el monstruo más horrible de todos? —preguntó entre dientes Maximiliano, mientras caminaban. Y al quedarse Fausto en silencio, el príncipe respondió a su propia pregunta con una respuesta que Fausto no había previsto—: El emperador, amigo mío, pues él es un ser aparte del resto de los hombres, distinto, único, aislado para siempre de todo amor y sinceridad, de cualquier otro sentimiento normal. Algo grotesco, eso es lo que es un emperador. No hay otro monstruo tan digno de compasión sobre la tierra como él, Fausto.

Y, agarrando férreamente la parte más carnosa del brazo de Fausto, le miró extrañamente, con tal furia y angustia en los ojos que lo dejó estupefacto. Nunca antes había contemplado esa expresión en su amigo. Pero entonces Maximiliano le sonrió, le palmeó desenfadadamente las costillas y le guiñó un ojo, como queriendo quitar hierro a lo que acababa de decir.

Más lejos había una hilera de apiñados puestos de boticarios en una serie de estrechas hornacinas que formaban parte de lo que parecía un templo abandonado. Cada uno tenía una lámpara ardiendo frente a sus mercancías. Estos comerciantes de medicinas ofrecían cosas como bilis de hiena y de toro, las pieles mudadas de serpientes, telarañas, bosta de elefante.

—¿Qué es eso? —preguntó el griego, señalando un frasco de vidrio que contenía un fino polvo gris, y bar-Heap, después de averiguarlo, le informó de que era excremento de palomas sicilianas, muy valorado en el tratamiento de tumores de pierna y muchos otros males.

En una barraca se vendían únicamente cortezas de árboles de la India; en otra, pequeños discos hechos de rara arcilla roja de la isla de Lemnos, estampados con el sello sagrado de Diana, famosos por curar la mordedura de los perros rabiosos y los venenos más letales.

—Y este hombre de aquí —dijo Maximiliano con grandilocuencia, refiriéndose al puesto vecino—, no vende sino panaceas, el antídoto universal, potente incluso para la lepra. Se hace principalmente con carne de víbora macerada en vino, creo, pero tiene además otros ingredientes secretos que jamás nos revelaría, aunque lo sometiéramos a tortura. —Y guiñándole un ojo al tendero, un viejo egipcio tuerto de rostro aguileno, dijo—: ¿Es así o no,Tolomeo? ¿Ni aunque te torturemos?

—Espero que no lleguemos a eso, César —replicó el hombre.

—¿De manera que aquí te conocen? —preguntó Menandros, después de alejarse un poco.

—Algunos sí. Éste ya ha llevado varias veces sus mercancías a palacio para tratar a mi padre enfermo.

—Ah —dijo el griego—, tu padre enfermo, sí. Todo el mundo reza por su pronta recuperación.

Maximiliano asintió con la cabeza con un gesto de indiferencia, como si Menandros no hubiera expresado otra cosa que su deseo para que hiciera buen tiempo al día siguiente.

Fausto se sintió preocupado por la rara actitud del cesar. Sabía que Maximiliano era un hombre impredecible, que oscilaba constantemente entre un rígido control y un desenfreno salvaje, pero ofrecer una palabra de agradecimiento por aquel amable comentario era una cuestión de mera cortesía de la que, sin embargo, fue incapaz. «¿Qué pensará el embajador —se preguntaba Fausto— de este extraño príncipe? O quizá no piense nada en absoluto. Quizá crea que éste es el comportamiento que cabría esperar del hijo menor de un emperador romano.»

En el mundo subterráneo no había relojes, ni cualquier otra pista que les permitiera saber la hora por el cielo, pero en aquel momento, el estómago de Fausto le estaba comunicando la hora de manera bastante inequívoca.

—¿Subimos arriba a comer —preguntó a Menandros—, o preferirías comer aquí?

—Oh, aquí, por supuesto —contestó el griego—. ¡Aún no estoy preparado para salir a la superficie!


Comieron en una taberna iluminada por antorchas que se encontraba dos galerías más allá de los soportales de los boticarios. Sentados sobre bastos bancos de madera, codo con codo con un gentío de plebeyos que olía a ajo, comieron carne guisada con una salsa especiada hecha a base de pescado fermentado y frutas maceradas en miel y vinagre. No muy distinto de ese vinagre era el vino que bebieron. A Menandros pareció encantarle. Nunca antes debía de haber probado tales vulgares finuras. Y bebió y comió con voraz apetito. Los efectos de este abuso se manifestaron rápidamente en él: la frente perlada de sudor, las mejillas enrojecidas, los ojos vidriosos. También Maximiliano, plato tras plato, bajaba la comida con formidables cantidades de aquel espantoso vino. Al príncipe le encantaba todo aquello y nunca sabía cuándo parar si tenía a su alcance vino de cualquier clase. A Fausto (sin ser tampoco un hombre de gran moderación, y al que, de hecho, gustaba beber sin tasa), le hechizaba la sensación volátil que el exceso de vino provocaba sobre la severidad de su mente y de su siempre más terrena y plúmbea carcasa corporal. Pero aun así, tuvo que obligarse a tragarlo. Sin embargo, al final él se bebía la mayor parte de cada jarra tan rápidamente como podía, indiferente a su sabor, con el fin de evitar la ebriedad de César. Ya que conocía los peligros a los que se exponían si el príncipe, arrastrado por la ebriedad, se metía en alguna estúpida reyerta allí abajo, trasegaba pues cuanto podía, y le pasaba enormes cantidades al imperturbable bar-Heap, quien, evidentemente, tenía una capacidad ilimitada. Podía imaginarse fácilmente sacando de allí algún día a Maximiliano sobre una tabla, con su real barriga acuchillada de un lado a otro y su cuerpo ya rígido. Si eso llegara a ocurrir, lo mejor que podía esperar era pasar el resto de sus días en un brutal exilio, en algún deprimente puesto teutónico de avanzada.

Cuando finalmente reemprendieron la marcha, ya entrada la tarde, en el grupo se había producido un sutil cambio de equilibrio. Bien porque de repente se sintiera aburrido o bien porque hubiera comido demasiado, Maximiliano pareció perder interés en la expedición. Ya no corría el primero, haciéndoles señas a los demás para que se apresuraran de un pasillo a otro, como si estuvieran compitiendo con algún rival invisible de un lugar al siguiente. Ahora era Menandros, impulsado por la generosa ingesta de vino, quien tomó el mando, desplegando una ansia de verlo todo más poderosa incluso que la que había mostrado el príncipe, y metiéndoles prisa por toda la ciudad subterránea. No conociendo los caminos, daba giros al azar, conduciéndolos al interior de callejones sin salida, oscuros como boca de lobo. Ahora hacia bordes de abismos mareantes en los que largas escaleras de caracol conectaban en espiral numerosos niveles inferiores, ahora hacia cámaras con muros pintados en donde cacareantes hileras de chifladas pedían limosna sentadas en nichos como tronos.

La mayor parte del tiempo, Maximiliano no parecía identificar los lugares a los que les había conducido Menandros, o no se preocupaba en demostrarlo. Explicar lo que estaban viendo se convirtió en tarea exclusiva de bar-Heap, cuyo conocimiento del mundo subterráneo parecía ser absoluto.

—Esto es el estadio subterráneo —decía el hebreo mientras miraban un agujero negro que parecía extenderse muchas leguas—. Aquí se celebran los juegos a medianoche y todos los combates son a muerte.

Llegaron poco después a una fachada de mármol reluciente y a una gran entrada que conducía a una cámara interior: el templo de Júpiter Imperator, como explicó bar-Heap. El culto instaurado por el emperador Cayo Marcio con la esperanza, no totalmente satisfecha, de identificar al padre de los dioses con el cabeza del Estado a los ojos del pueblo llano, para que éste no se desviara hacia algún tipo de creencia religiosa extranjera que podría debilitar su lealtad al poder establecido.

—Y ésta —dijo bar-Heap, refiriéndose a un templo adyacente al de Júpiter—, es la Casa de Cibeles, donde se adora a la Diosa Madre.

—En el este también existe ese culto —dijo Menandros, y se detuvo para examinar con ojo de entendido la imaginativa decoración de mosaico, hilera sobre hilera de azulejos, rojos y azules, naranjas, verdes y dorados, que proclamaban aquel lugar como la morada de la diosa de pechos henchidos.

—Qué extraordinario es esto —dijo el griego—; construir tal maravilla bajo el suelo, donde apenas puede contemplarse a no ser a la sucia luz de esta antorcha, y ni siquiera así puede apreciarse bien. ¡Qué original! ¡Qué insólito!

—El de Cibeles es un credo muy rico —dijo Maximiliano, dándole un codazo manifiesto a Fausto, como si estuviera recordándole los ópalos robados de la diosa que serían su regalo a la prometida de su hermano.

Menandros siguió arrastrándolos incansable a través de aquel oscuro laberinto. Pasaron por fuentes burbujeantes, silenciosas cámaras funerarias, salas dedicadas al culto con pinturas al fresco, mercados bulliciosos y, finalmente, a través de una abertura en forma de rendija en la pared, a un vacío y vasto espacio. De él surgía una multitud de polvorientos pasillos. Siguieron uno de ellos y más tarde otro, hasta que, en un lugar lleno de penosamente angostos corredores, incluso bar-Heap pareció no estar seguro de dónde se encontraban. El hebreo frunció el ceño. Fausto, que estaba a punto de caerse por la fatiga, también empezó a preocuparse.

De repente no había nadie alrededor y los únicos sonidos que les llegaban eran los ecos de sus propias pisadas. Todo el mundo había oído historias de personas que, deambulando por el mundo subterráneo, habían tomado desvíos imprudentes e irremediablemente se habían perdido en laberintos construidos en la antigüedad para ocultarse de los posibles invasores; telarañas increíblemente intrincadas, de anárquico diseño, cuyas salidas eran casi imposibles de descubrir y ante lo cual sólo cabía esperar la muerte por inanición. Un triste destino para el menudo emisario griego y para el gallardo y audaz príncipe, pensaba Fausto. Un triste destino, también para Fausto.

Pero aquél no era un laberinto de esa clase. Cuatro curvas cerradas, un breve ascenso por una escalera, un giro a la izquierda y ya estaban de regreso en la vía Subterránea aunque, sin duda, muy lejos del lugar por el que habían entrado a las catacumbas aquella mañana. Allí el techo del sótano acababa en punta, y tenía hileras incrustadas de color coral. Una procesión de sacerdotes avanzaba hacia ellos cantando; individuos demacrados con los rostros embadurnados de colorete y los ojos pintados con llamativos círculos amarillos y verdes. Vestían túnicas blancas con estrechas tiras entrecruzadas de color púrpura y altos gorros de color azafrán que portaban el emblema de un único ojo brillante en su parte superior. Iban azotándose unos a otros con energía, con látigos hechos de cuerdas de lana y huesos de caña de oveja ensartados en ellas. Mientras tanto, bailaban y voceaban oraciones en alguna lengua extranjera con sonidos rítmicos, chillones y confusos.

—Todos ellos son eunucos —dijo bar-Heap con repugnancia—. Adoradores de Dionisio. Háganse a un lado o los tirarán al suelo, pues cuando marchan así, no ceden el paso a nadie.

Inmediatamente detrás de los sacerdotes seguía una procesión de payasos deformes, jorobados o bizcos que también llevaban látigos, pero que sólo simulanban azotarse con ellos. Maximiliano les lanzó un puñado de monedas; Menandros hizo lo mismo y en seguida rompieron la formación escarbando con frenesí en la penumbra para recogerlas. A lo lejos, el hebreo señaló una cámara que identificó como una capilla a Príapo, y Menandros ya se disponía a ir a inspeccionarla cuando Maximiliano dijo en seguida:

—Creo que deberá ser otro día, excelencia. Hay que estar fresco para diversiones tales y ahora debéis de sentiros fatigado después de esta primera expedición a los avernos.

El embajador pareció contrariado. Fausto se preguntaba qué deseo prevalecería: el del diplomático de visita, cuyos caprichos debían ser respetados, o el del hijo del emperador, quien no esperaba que nadie osara a llevarle la contraria. Pero tras un momento de vacilación, Menandros se mostró de acuerdo en que había llegado el momento de regresar arriba. Quizá consideró acertado contener de momento su voraz curiosidad o, simplemente, le pareció mejor ceder a la petición del príncipe.

—Hay una vía de salida por allí —dijo bar-Heap, señalando a su derecha.

Con rapidez sorprendente emergieron a cielo abierto. Era ya de noche. El dulce aire fresco, como siempre al salir al exterior, parecía mil veces más fresco y tonificante que el del mundo de las profundidades. A Fausto le pareció divertido que se encontraran no muy lejos de los Baños de Constantino, tan sólo a algunos cientos de metros del lugar por el que habían entrado. Sin embargo, tenía las piernas muy doloridas, como si aquel día hubieran caminado muchas leguas. Dedujo que debían de haber marchado describiendo un enorme círculo por el subsuelo.

Ansiaba su propio baño, una cena decente y, después de un masaje, a la muchacha numidia.

Maximiliano, con la indiferente arrogancia de un príncipe imperial, detuvo una litera con distintivos senatoriales que por allí pasaba, y la requisó para su propio uso. Su ocupante, un hombre medio calvo de quien Fausto conocía el rostro pero no su nombre, se apresuró a acceder, quedándose sumido en la noche sin una protesta. Fausto, Menandros y César se apretujaron a bordo, mientras el hebreo, sin más despedida que un irreverente y brusco movimiento con la mano, desapareció en la oscuridad de las calles.

A casa de Fausto no había llegado ningún mensaje anunciando el regreso a la ciudad del príncipe Heraclio. Había esperado recibir noticias. Así pues, al día siguiente les aguardaba otra agotadora jornada en las profundidades.

Durmió mal, pese a que la joven numidia se empleó a fondo para aplacar sus nervios.


Esta vez penetraron en el mundo subterráneo más hacia el oeste, entre la columna de Marco Aurelio y el templo de Isis y Sarapis. Ése era, dijo bar-Heap, el acceso más rápido al mercado de los hechiceros, el cual Menandros tenía un especial interés en visitar.

Diligente guía como era, el hebreo les mostró las curiosidades más destacables a lo largo del camino: la Galería de los Rumores, donde incluso el más débil de los sonidos podía oírse a gran distancia; los Baños de Plutón, una serie de piletas termales humeantes que despedían un increíble hedor a azufre y que, sin embargo, contaban con numerosos clientes incluso entonces, a mediodía; y el río Estigia en las proximidades, la negra corriente que seguía un tortuoso curso a través de la ciudad subterránea hasta que emergía en el Tíber, justo un poco más arriba del gran sumidero de la Cloaca Máxima.

—¿De verdad es el Estigia? —preguntó Menandros, con una inocencia que Fausto no esperaba de él.

—Así lo llamamos —contestó bar-Heap—, porque es el río de nuestro mundo subterráneo, como ve. Pero el verdadero se encuentra en algún lugar de su propio reino oriental, creo. Aquí… debemos girar…

Una apertura oval recortada de forma irregular en el muro del corredor demostró ser la entrada a la gran sala que hacía las veces de mercado de los hechiceros. Originalmente, se decía, había servido como lugar de almacenamiento de las cuadrigas imperiales, con el fin de impedir que se apoderaran de ellas los bárbaros invasores. Cuando tales precauciones ya fueron innecesarias, una multitud de hechiceros se apropió de la enorme sala, que fue dividida mediante hileras de arcos de piedra calcárea en una sucesión de pequeñas cámaras de muros bajos. Una claraboya octogonal en lo alto, en el mismo centro de la techumbre de la sala, permitía el paso de pálidos haces de luz solar desde el exterior, pero la mayor parte de la iluminación procedía de braseros humeantes dispuestos frente a cada uno de los puestos. Los braseros, bien por encantamiento o bien por simple destreza técnica, ardían todos ellos con chillonas llamas de tonos diversos, danzarinas lenguas de fuego de color violeta y pálido carmesí, azul cobalto y esmeralda brillante mezcladas con otras más corrientes, rojas y amarillas, propias de una hoguera de carbón.

El clamor del comercio era intenso. Cada uno de los puestos tenía su pregonero, que voceaba las excelencias de la mercancía de su señor. Apenas había entrado el embajador Menandros en la sala, cuando un individuo grueso de rostro sudoroso y vestido con una túnica brocada de estilo egipcio lo consideró un posible blanco y, haciéndole señas con ambas manos, le gritó:

—¡Eh, usted, amiguito! ¿Le interesa un filtro de amor, un afrodisíaco excelente, el mejor de los de su clase?

Menandros se mostró interesado. El voceador le dijo:

—Venga, pues. ¡Déjeme enseñarle este maravilloso hechizo! ¡Atrae tanto a hombres como a mujeres y hace que las vírgenes salgan a toda prisa de sus casas en busca de amantes! —El voceador se puso tras él, alcanzó un pergamino enrollado y lo agitó frente a la nariz de Menandros—. ¡Aquí está, amigo mío, aquí! Coge usted papiro natural y, con la sangre de un asno, escribe en él las palabras mágicas que aquí ve. Luego añade un cabello de la mujer que desea o un pedazo de sus vestiduras o de las sábanas de su lecho… si es que puede hacerse con ello.Y a continuación pone en el pergamino un poco de cola de vinagre y lo pega en la pared de la casa de su amante. ¡Quedará usted maravillado! Pero ¡vaya con cuidado de no pringarse usted o caerá rendido de amor por algún arriero que pase por su lado o, quizá incluso peor, por su mismo asno! ¡Tres sestercios! ¡Tres!

—Si el amor infalible resulta tan barato… —preguntó Maximiliano al tendero—, ¿por qué hay amantes desesperados que se arrojan al río todos los días de la semana?

—Y, si por tres monedas de latón cualquiera puede tener a la mujer de sus sueños ¿por qué los burdeles están siempre tan concurridos? —añadió Fausto.

—O la mujer o el hombre —dijo Menandros—, pues el encantamiento funciona en ambas direcciones, como así nos lo ha dicho.

—Sí, o incluso sobre el burro —remató bar-Heap.

Todos rieron y pasaron de largo.

Muy cerca, se vendía un filtro de invisibilidad al precio de dos denarios de plata.

—Es la cosa más sencilla —explicaba el voceador, un hombrecillo magro y seco como un palo, cuyo rostro moreno de prominente mentón estaba marcado por las cicatrices de alguna vieja pelea a cuchillo—. Coja el ojo de un ave nocturna, una bola de estiércol de escarabajo de AEgyptus y el aceite de una aceituna sin madurar. Macháquelo todo bien hasta formar una pasta. Embadúrnese el cuerpo entero con ella, diríjase después al santuario más cercano de Apolo con las primeras luces del amanecer y pronuncie la plegaria que está escrita en este pergamino. Será invisible para todos los ojos hasta que el sol se ponga. Podrá entrar, sin que nadie lo advierta, en los baños de las señoras o deslizarse en el palacio del emperador y probar las exquisiteces de su mesa, o también llenar su monedero con el oro de las mesas de los cambistas. ¡Dos denarios de plata solamente!

—Es bastante razonable por un día de invisibilidad —dijo Menandros—. Lo compraré para diversión de mi señor. —E iba ya a sacar su monedero cuando César, cogiéndole la muñeca, le advirtió que nunca aceptara el primer precio que se le ofreciese en un lugar como aquél. Menandros se encogió de hombros dando a entender que lo que se le pedía era una insignificancia, después de todo. Pero para César Maximiliano se trataba de una cuestión de principios. Invocó la ayuda de bar-Heap, quien rápidamente regateó hasta cuatro monedas de cobre y, ya que Menandros no tenía dinero de tan poco valor en su bolsa, fue Fausto quien pagó.

—Ha hecho bien —dijo el voceador, entregando a Menandros el trozo de pergamino.

Menandros, dándose la vuelta, lo abrió.

—Las letras están en griego —dijo.

Maximiliano asintió con la cabeza.

—Sí, casi toda esta basura está en griego. Aquí es la lengua de la magia.

—Las letras son griegas pero no así las palabras. Escuchad —y leyó con un tono retumbante y envolvente—: «BORKE PHOIOUR IO

ZIZIA APARXEOUCH THYTHE LAILAM AAAAAA IIII OOOO IEO IEO IEO)).

—Y levantando la vista del pergamino, añadió: Y aquí hay tres líneas más casi del mismo tipo. ¿Qué os parece?

—Me parece que has hecho bien en no leernos el resto —dijo Fausto—, de lo contrario podías haber desaparecido ante nuestras mismas narices.

—No sin haberse untado con el estiércol de escarabajo, el ojo de buho y todo lo demás —observó bar-Heap—.Y tampoco es la primera luz del amanecer esa que nos llega desde la claraboya, incluso aunque pretendiésemos estar en el templo de Apolo.

«io 10 o PHRIXRIZO EOA» —dijo Menandros riéndose a gusto, y tras enrollar el pergamino, se lo guardó en la bolsa.

A Fausto no le pareció probable que el griego creyera en tonterías semejantes, pese a que su ansia por visitar el mercado lo había inducido a sospechar. Sin embargo era un entusiasta comprador. Sin duda estaba buscando souvenirs pintorescos para llevárselos a su emperador en Constantinopla. Ejemplos divertidos de la credulidad romana de aquellos tiempos. Pues Menandros debía de haberse dado cuenta ya de un hecho curioso: en aquella sala, la mayoría de los hechiceros y vendedores eran ciudadanos de la mitad oriental del Imperio (los cuales eran famosos por la magia desde los lejanos días de los faraones y los reyes de Babilonia), mientras que la numerosa clientela estaba formada por completo por romanos occidentales. Seguramente, hechizos de esta clase se encontrarían fácilmente disponibles en el otro Imperio. Estas cosas no serían nuevas en absoluto para ellos. El Imperio Oriental era un lugar artero. Todas las mañas mercantiles se habían inventado allí. Sus raíces se hundían profundamente en la antigüedad, en un período muy anterior al de la misma Roma, y había que estar muy atento en cualquier trato que se hiciera con sus subditos.

De modo que lo que estaba haciendo Menandros era recoger pruebas de la estupidez romana, eso era. Usando a bar-Heap para negociar los precios a la baja por él, iba de uno a otro puesto reuniendo mercancía. Compró unas instrucciones para confeccionar un poderoso anillo que le permitiría obtener cualquier cosa de cualquier persona, o apaciguar la furia de señores y reyes; un hechizo que inducía a la vigilia y otro al sueño. Se hizo con un largo pergamino que ofrecía un completo catálogo de poderosos misterios y, alegremente, se lo leyó a todos: «Verás cómo las puertas se abren de par en par y aparecen siete vírgenes desde las profundidades, vestidas con prendas de hilo y con el rostro de un áspid. Son las Parcas Celestiales y blanden varitas mágicas doradas. Al verlas, salúdalas de esta forma:…». Halló un hechizo que los nigromantes podían usar para evitar que sus cerebros dijeran algo fuera de lugar mientras sus propietarios los estaban empleando en formular encantamientos. Encontró uno capaz de convocar al Gran Descabezado, el que había creado el Cielo y la Tierra, el poderoso Osoronofris, y conjurarlo a expulsar los demonios de un cuerpo que estuviera sufriendo. Adquirió otro que podía devolver las propiedades perdidas o robadas. Volvió al primer puesto y compró el infalible afrodisíaco por una mínima parte del precio pedido al principio y después se llevó una poción que haría que los amigos de uno, en una celebración en la que corriera el vino, creyeran que les habían crecido morros de simio.

Finalmente, muy satisfecho con sus compras, Menandros expresó su deseo de continuar. En el lejano extremo del salón, pasada la zona de los mercachifles de hechizos, se detuvieron en el dominio de los adivinos y augures.

—Por uno o dos ases[2] —le dijo Fausto al griego—, te leen la palma de la mano o las líneas de la frente y te predicen el futuro. Por un precio mayor, examinan las entrañas de pollos o el hígado de un cordero y te explican tu futuro de verdad. O incluso el futuro del mismo Imperio.

Menandros se quedó atónito.


—¿El futuro del Imperio? ¿En un mercado público los adivinadores corrientes ofrecen profecías de este tipo? Hubiera pensado que sólo los augures imperiales tocarían estos temas, y que sólo el emperador podría escucharlos.

—Los augures imperiales suministran una información de mayor confianza, supongo —dijo Fausto—. Pero esto es Roma, donde cualquiera puede comprar cualquier cosa. —Fausto echó una mirada a la hilera hasta distinguir a uno que pretendía tener nuevos conocimientos de las profecías sibilinas y vaticinaba el inminente final del Imperio: un anciano inequívocamente romano, de ojos azul claro y una larga y despoblada barba blanca—. Ahí tienes a uno de nuestros videntes más audaces, por ejemplo —dijo Fausto señalándolo—. Por una módica cantidad, te dirá que la época del Imperio está próxima a su fin, que se acerca un año en el que los siete planetas se alinearán con Capricornio y el fuego consumirá el universo entero.

—La gran ekpyrosis —dijo Menandros—. Nosotros tenemos la misma profecía. Me pregunto en qué basará sus cálculos.

—¿Qué importa eso? —exclamó Maximiliano, en un arrebato de furia repentina que no disimuló—. ¡Todo esto son estupideces!

—Quizá sí —intervino Fausto amablemente y, dirigiéndose a Menandros, cuya curiosidad por el anciano y sus predicciones apocalípticas era aún visible, añadió—: Tiene algo que ver con la vieja leyenda del rey Rómulo y las doce águilas que pasaron volando sobre él el día en que combatió con su hermano por la ubicación adecuada de la ciudad de Roma.

—Creía que habían sido doce buitres —dijo bar-Heap.

Fausto negó con la cabeza.

—No, eran doce águilas. Y la profecía de la Sibila es que Roma resistirá durante Doce Grandes Años de cien años cada uno. Uno por cada una de las águilas de Rómulo más un siglo. Este es el año 1282 desde la fundación de la ciudad. De manera que según afirma ese barbiluengo, quedan dieciocho años.

—Todo eso son solemnes estupideces —repitió Maximiliano, con la mirada encendida.

—Aunque así sea, ¿podríamos hablar con ese hombre un momento? —preguntó Menandros.

El cesar no quería ni acercarse a él. Pero la afable petición de su huésped no podía ser rechazada. Fausto advirtió cómo Maximiliano luchaba con su ira y conseguía vencerla con esfuerzo mientras se dirigían hacia el puesto del adivino.

—Este es un visitante de nuestra ciudad —dijo entre dientes Maximiliano al anciano— que desea escuchar lo que tengas que decir con relación al inminente y atroz fin de Roma. Di cuánto quieres y suelta el cuento.

Pero el augur retrocedió temblando de miedo.

—¡No cesar, os lo ruego, dejadme en paz!

—¿De modo que me reconoces?

—¿Quién no reconocería al hijo del emperador, especialmente aquel cuyo oficio es descorrer todos los velos?

—Y tú has descorrido el mío, realmente. Pero ¿por qué te asusto tanto? No quiero hacerte ningún daño. Ven hombre. Este amigo mío es un griego de la corte de Justiniano y arde en deseos de hacerte preguntas sobre la terrible fatalidad que en breve asolará nuestras vidas. Suelta tu discurso, vamos. —Maximiliano sacó su bolsa y extrajo una brillante moneda de oro para él—. ¿Un hermoso áureo recién acuñado será suficiente para abrirte la boca? ¿Dos? ¿Tres?

Era una fortuna. Pero aquel individuo parecía paralizado por el terror. Retrocedió tras su puesto, estremecido ahora, casi al borde del colapso. La sangre había huido de su rostro y sus claros ojos azules se le salían de las órbitas. Era pedirle demasiado, supuso Fausto, obligarle a hablar de la próxima destrucción del mundo al mismo hijo del emperador.

—Ya es suficiente —murmuró Fausto—, estás provocando un terror mortal a este pobre hombre, Maximiliano.

Pero la ira desbordaba al cesar.

—¡No! ¡Aquí tiene su oro! ¡Que hable! ¡Vamos, que hable!

—César, yo hablaré si és ese vuestro deseo —dijo una voz aguda y punzante por detrás de ellos—.Y os diré tales cosas que vuestros oídos serán complacidos con total seguridad.

Era otro adivino, un individuo pequeño, andrajoso y bizco con una túnica amarilla destrozada, que osaba tirar del borde de la túnica de Maximiliano. Él había formulado un augurio para Maximiliano nada más verle llegar al mercado, decía, y ni siquiera le pediría honorario alguno por decírselo. Ni dos ases por lo que tenía que decirle. Ni tan siquiera uno.

—No me interesa —dijo bruscamente Maximiliano dándole la espalda.

Pero el pequeño adivino no aceptó el rechazo. Con la rapidez de una ardilla rodeó a Maximiliano y se puso de nuevo frente a él y, con el arrojo temerario de lo completamente insignificante ante la grandeza extrema, le dijo:

—Leí los huesos, César y ellos me mostraron tu futuro. Es un futuro glorioso. ¡Serás uno de los más grandes héroes de Roma! La humanidad cantará tus méritos durante los siglos venideros.

Al instante, el ardor de la cólera incendió todo el semblante de Maximiliano. Fausto nunca había visto al príncipe tan indignado.

—¿Te atreves a mofarte de mí en mis narices? —preguntó al hombrecillo, con una voz tan llena de ira que apenas le salían las palabras. Su brazo derecho temblaba y se tensaba como si estuviera luchando para no liberar toda la cólera que lo espoleaba—. ¡Un héroe, has dicho! ¡Un héroe! ¡Un héroe! —Si aquel hombre le hubiera escupido a la cara no le habría hecho enloquecer más.

Pero el adivino insistió.

—Sí, mi señor, ¡un gran general que reducirá a polvo a los ejércitos bárbaros! ¡Marcharás contra ellos a la cabeza de una poderosa fuerza no mucho después de convertirte en emperador, y…!

Aquello fuera demasiado para el príncipe.

—¡Encima emperador! —bramó y, en ese mismo momento, descargó salvajemente un fiero golpe de revés sobre el hombrecillo que lo envió tambaleándose al banco donde el otro adivinador, el anciano de las barbas, aún estaba encogido de miedo. A continuación, dando un paso al frente, Maximiliano agarró al pequeño augur por el hombro y le fue propinando bofetadas, del derecho y del revés una y otra vez, golpeándolo hasta que la sangre le salió por la boca y la nariz, y los ojos se le pusieron vidriosos. Fausto, petrificado al principio de puro asombro, tras un instante se acercó para intervenir.

—¡Maximiliano! —exclamó, tratando de detener el brazo en movimiento del cesar—. Mi señor, te lo ruego, no es justo, mi señor…

Hizo una señal a bar-Heap, y el hebreo sujetó el otro brazo de Maximiliano. Entre los dos lo hicieron retroceder.

Se produjo un súbito silencio en la sala. Los hechiceros y sus empleados se habían detenido en sus tareas y contemplaban la escena con mirada atónita y horrorizada, como también lo hacía Menandros.

El harapiento y pequeño adivino, sentándose como pudo en medio de su aturdimiento, escupió un diente y dijo, en una especie de desafío desesperado:

—Incluso así, vuestra majestad, es la verdad: emperador.

Por suerte Fausto y el hebreo consiguieron llevarse al príncipe de allí sin provocar más daños.

Esta capacidad de furia salvaje era un aspecto de Maximiliano que Fausto nunca había visto en él. El cesar no se tomaba nada en serio. El mundo le resultaba una gran broma. Lo que siempre había demostrado era que nada ni nadie le preocupaban, ni siquiera él mismo. Era demasiado cínico y licencioso de espíritu, demasiado frivolo e indiferente ante cualquier cosa de verdadera importancia, como para incurrir en el tipo de implicación que la ira auténtica exigía. Así pues, ¿por qué las palabras del adivino le habían irritado de esa manera? Su furia era desproporcionada a la ofensa, si es que había habido tal ofensa. El hombrecillo estaba simplemente tratando de halagarlo. He aquí que viene un príncipe a visitarnos: pues bien, digámosle que es un gran héroe, digámosle incluso que se convertirá en emperador algún día. Esto último, al menos, no era imposible. Heraclio, que pronto subiría al trono, muy bien podía morir sin descendencia, y no habría entonces más alternativa que pedirle a su hermano que asumiera el poder; sin embargo, al mismo Maximiliano parecía traerle sin cuidado.

Pero decir que Maximiliano se convertiría en un gran héroe… eso debía de ser lo que lo había herido tan profundamente, pensó Fausto. Sin duda, él no consideraba que poseyera ni un ápice del material del que están hechos los héroes, dijera lo que dijese un adivino halagüeño. También debía de creer que nadie en Roma lo veía como un apuesto y joven príncipe que podía lograr grandes hazañas, sino como el jugador y mujeriego haragán, el bribón disoluto y derrochador que él era ante sus propios ojos. Y por eso interpretó las palabras del adivino como una mofa de la peor calaña y no como un halago.

—Creo que deberíamos encontrar pronto una taberna —dijo Fausto—. Un poco de vino refrescará tus ardores, mi señor.


En efecto, el vino, repugnante como era, calmó en seguida a Maximiliano, quien pronto estuvo riéndose a mandíbula batiente por el descaro de aquel andrajoso hombrecillo.

—¡Un héroe del reino! ¡Yo! ¡Y también emperador! ¿Hubo alguna vez un augur tan desencaminado en sus augurios?

—Si todos los augures son como ése —dijo bar-Heap—, creo que no tenemos que preocuparnos por la inminente y atroz destrucción del universo. Todos esos individuos son unos payasos, o algo peor. Sólo divierten a los idiotas.

—Una función útil en el mundo, diría yo —observó Menandros—. El mundo está lleno de idiotas y ¿no tienen también ellos derecho a divertirse?

Fausto dijo muy poco. El episodio entre hechiceros y augures lo había dejado sumido en un inusitado y sombrío estado de ánimo. Siempre había sido un hombre jovial; el cesar tenía en gran estima su alegre compañía, pero el tono de su humor se había ido haciendo cada vez más grave desde la llegada a Roma de aquel embajador griego, y ahora se sentía envuelto en una serie de lúgubres pensamientos. Pasar tanto tiempo en aquel reino subterráneo de oscuridad y sombras titilantes, se dijo a sí mismo, era lo que hacía que se sintiera de esa manera. Hasta entonces, de allí, el príncipe y él sólo habían obtenido placer, pero durante aquellos dos días en los antiguos túneles aquel reino misterioso de inexplicables ruidos y apariciones, de seres invisibles y fantasmas acechantes, le había hecho sentirse cansado e incómodo. «Este mundo frío, húmedo y ajeno a la luz del sol —pensaba—, es la verdadera Roma, un reino ignorante de magia y terror, un lugar de agüeros y pavores.»

¿Sería el mundo destruido por las llamas al cabo de dieciocho años, como afirmaba el anciano? Probablemente no. En cualquier caso, Fausto dudaba que viviera lo suficiente como para comprobarlo. Posiblemente, el final del universo no se estaba acercando, pero el suyo propio sí: cinco años, diez, quince como mucho, y él se habría ido, bastante antes de la catástrofe vaticinada, de la (¿cómo la había llamado el griego?)…, la gran ekpyrosis.

Pero aunque en realidad el futuro no les deparara ninguna hoguera apocalíptica, el Imperio parecía estar desmoronándose. Por todas partes había síntomas de la enfermedad. Que el segundo hombre en la línea de sucesión al trono reaccionara con tal furia ante la posibilidad de ser llamado para servir al reino, era un signo del alcance del mal. Otro era la posibilidad de que los bárbaros pudieran estar pronto de nuevo llamando a la puerta, tan sólo una generación después de haber sido supuestamente puestos en fuga para siempre. Era como si se hubiese perdido el rumbo.

Fausto volvió a llenarse la copa. Sabía que estaba bebiendo demasiado y demasiado de prisa. Hasta la capacidad de su panza tenía sus límites. «Pero el vino alivia el sufrimiento. Bebe pues, viejo Fausto. Bebe. Si no puedes hacer otra cosa, permítete este consuelo.»

Sí, se estaba haciendo viejo. Pero Roma estaba incluso más envejecida. La inmensidad del pasado de la ciudad la presionaba por todos lados. Calles estrechas invadidas por montones de basura, que conducían a grandes plazas con sus miles de fuentes, con sus surtidores plateados, a los palacios de los ricos y poderosos, y estatuas por todas partes, y obeliscos, y columnas traídas de templos lejanos; los botines de un centenar de conquistas imperiales, los santuarios de un centenar de dioses extranjeros. Y la limpia y vieja Roma de la primitiva República en alguna parte debajo de todo aquello: una capa sobre otra, doce siglos de historia; el presente continuamente superponiéndose al pasado, aunque el pasado también permanece… «Sí —se decía a sí mismo—, ha sido un largo viaje y quizá ahora que hemos creado tanto pasado, nos quede ya poco futuro, y en realidad nos hallemos vagando hacia el fin, hasta que desaparezcamos en nuestra propia debilidad, nuestra propia confusión, nuestro propio y fatal amor por el placer y la buena vida.»

Eso le preocupaba enormemente. Pero ¿por qué se preocupaba?, se preguntaba Fausto. Él mismo no era más que un licencioso y viejo haragán, compañero de otro licencioso más joven que él. Su pretensión a lo largo de toda la vida había sido no preocuparse nunca por nada.

Y sin embargo… sin embargo no podía permitirse olvidar que por sus venas corría la sangre del formidable Constantino, uno de los más grandes emperadores. El destino del Imperio había preocupado profundamente a Constantino: había estado a su mando durante décadas de afanoso trabajo y lo había salvado del desmoronamiento creando una capital nueva en el este, una segunda base que contribuyó a llevar el peso que la ciudad de Roma ya no era capaz de soportar por sí sola. «Y aquí estoy yo —pensaba—, dos largos siglos y un cuarto después. Yo, que soy a mi gran antepasado Constantino lo que un gato soñoliento y perezoso es a un bravo león. Pero por fin he de preocuparme un poco por el Imperio al que él consagró su vida. Si no por mí, sí por él. De lo contrario, ¿de qué sirve llevar la sangre de un emperador en las venas?», se preguntó con orgullo.

—Estás muy callado, viejo amigo —dijo Maximiliano—. ¿Te he preocupado gritando y provocando la reyerta de antes?

—Un poco, pero eso ya ha pasado.

—¿Qué ocurre entonces?

—Estaba pensando. Un pasatiempo pernicioso que lamento. —Fausto inclinó la copa y contempló absorto y entristecido su interior más profundo—. Henos aquí —dijo—, en las entrañas de la ciudad, en este lugar extraño y sucio. Siempre he pensado que todo parece irreal aquí abajo, que todo es una especie de escenario.Y sin embargo, ahora mismo, tengo la impresión de que es, con diferencia, mucho más real que cualquier otra cosa del mundo de ahí arriba. Aquí, al menos, no hay fingimientos. Entre la fantasía y lo grotesco, cada uno es quien es. Nadie finge ser otro. Sabemos por qué estamos aquí y lo que debemos hacer. —A continuación, señaló hacia arriba, el mundo por encima de ellos—: Allí arriba, sin embargo, la locura reina hegemónica. Creemos que ése es el mundo de la dura realidad, el mundo del poder imperial y el poder comercial romanos, pero de hecho no hay nadie que se comporte como si nada de eso debiera tomarse en serio. Escondemos la cabeza en la arena, como los grandes pájaros africanos. Los bárbaros se acercan, pero no estamos haciendo nada para frenarlos. Y esta vez los bárbaros nos engullirán. Acabarán irrumpiendo estruendosamente en la ciudad de mármol que tenemos encima de nuestras cabezas, la saquearán y le prenderán fuego. Al final, de Roma no quedará nada más que este oscuro, frío, húmedo, escondido y eternamente misterioso mundo subterráneo de dioses extraños y horrendas monstruosidades. El que yo supongo que es la verdadera Roma, la eterna ciudad de las sombras.

—Estás borracho —dijo Maximiliano.

—¿De veras?

—Como sabes muy bien, Fausto, este lugar de aquí abajo es un mero mundo de fantasía. Es un lugar sin significado. —El príncipe señaló hacia arriba, como Fausto había hecho antes—. La verdadera Roma de la que estás hablando está ahí. Siempre lo estuvo y siempre lo estará. Los palacios, los templos, el Capitolio, las murallas. Sólida, indestructible, imperecedera. La ciudad eterna, sí.Y los bárbaros nunca la engullirán. Nunca. Nunca.

También ése era un tono de voz que nunca antes Fausto había oído en el príncipe. Era la segunda vez en menos de una hora que no reconocía su voz. En esta ocasión era dura, clara, apasionada. De nuevo su mirada traslucía una inédita y extraña intensidad, la misma que Fausto había percibido el día antes, cuando el príncipe habló de los emperadores como si se tratase de monstruos y fenómenos de feria. Era como si algo nuevo estuviera bullendo por liberarse en el interior del cesar durante estos días.Y ahora debía de estar muy cerca ya de la superficie. «¿Qué nos sucederá cuando finalmente se libere?»

Cerró los ojos por un instante, asintió con la cabeza, sonrió. «Dejemos que salga lo que tenga que salir —pensó—. Sea lo que sea.»

Acabaron su jornada en el mundo subterráneo poco después. El salvaje estallido de Maximiliano en la sala de los adivinos parecía haberles aguado la fiesta, incluso el deseo antes insaciable de Menandros por explorar los infinitos recovecos de las catacumbas se había apagado.

Faltaba poco para la puesta de sol cuando Fausto llegó a sus dependencias; le había prometido a Menandros que cenaría con él más tarde, en el alojamiento del embajador, en el Palacio Severino. Le aguardaba una sorpresa. El príncipe Heraclio se había marchado realmente a su refugio de caza y no a la frontera; de modo que había recibido el mensaje que Fausto le envió y se encontraba ya de regreso a Roma. Llegaría aquella misma noche y deseaba encontrarse con el emisario de Justiniano tan pronto como fuera posible.

Con premura, Fausto se dio un baño y se vistió formalmente. La muchacha numidia ya estaba preparada y esperándolo, pero Fausto la despidió y anunció a su secretario privado que tampoco necesitaría por esa noche sus servicios.

—Un curioso día —dijo Menandros cuando Fausto llegó.

—Sí lo ha sido —convino Fausto.

—A tu amigo el cesar le afectó mucho toda la monserga de aquel hombre diciendo que se convertiría algún día en emperador. ¿Tanto le desagrada la idea?

—Es algo en lo que nunca ha pensado. Heraclio será el emperador. Eso nunca se ha puesto en duda. Él es seis años mayor. Era ya el sucesor de su padre cuando Maximiliano nació, y todo el mundo lo ha tratado siempre como tal. Maximiliano no ve para sí mismo un futuro distinto a la vida que ahora está llevando. Nunca se ha considerado como un soberano en potencia.

—Sin embargo, el Senado podría nombrar emperador a cualquiera de los dos, ¿no es así?

—El Senado podría nombrarme a mí, si ésa fuera su voluntad. O incluso a ti. En teoría, como seguramente sabes, no hay imposición hereditaria. En la práctica, las cosas son diferentes. La llegada de Heraclio al trono no se cuestiona. Además, Maximiliano no quiere ser emperador. Serlo es una tarea dura y Maximiliano no se ha esforzado por nada en toda su vida. Creo que eso es lo que tanto lo ha irritado hoy, el mero hecho de que algún día pudiera ser emperador.

A esas alturas, Fausto conocía lo bastante bien a Menandros como para detectar el desprecio apenas disimulado que estas palabras le habían producido. El embajador tenía muy claro el concepto de emperador: un hombre severo e implacable como Justiniano, que ejercía el dominio desde Dacia yTracia hasta las fronteras con Persia y desde los helados límites al norte, en el mar Póntico hasta algún lejano lugar en el sur en la tórrida África, mandando sobre todo y sobre todos, sobre el complicado mosaico que era el Imperio Oriental, con un simple pestañeo. Mientras, allí, en el siempre más blando Occidente (el cual estaba a punto de pedirle ayuda a Justiniano para combatir a sus propios enemigos de toda la vida), el emperador reinante estaba en aquellos momentos enfermo e invisible, el proceder del heredero al trono era tan extraño que era capaz de escabullirse de la ciudad en el preciso momento en que el embajador de Justiniano llegaba para discutir los términos de esa alianza que Occidente tan urgentemente necesitaba, y al segundo en la sucesión al Imperio le interesaba tan poco la perspectiva de alcanzar la grandeza imperial que le había propinado una soberana paliza a un inofensivo hombrecillo que había osado sugerirle tal posibilidad.

«Nos tiene que considerar poco menos que despreciables —pensó Fausto—.Y quizá tenga razón.»

Era mejor que la conversación no siguiera por aquellos derroteros. Fausto la atajó comunicándole que el príncipe Heraclio regresaría esa misma noche.

—Ah, así pues —dijo Menandros— las cosas deben de estar ya en orden en vuestra frontera norte. Bien.

Fausto no creyó que fuera su obligación explicarle que era absolutamente imposible que el cesar hubiera hecho el viaje de ida y vuelta hasta la frontera en tan pocos días y que, de hecho, se había marchado simplemente a su refugio de caza en el campo. Heraclio era absolutamente capaz de quitarle importancia al asunto por sí mismo y sin la ayuda de Fausto. De manera que Fausto dio instrucciones para que se sirviera la cena.

Justo estaban ya en el último plato, con las frutas y los sorbetes, cuando llegó un mensajero con la noticia de que el príncipe Heraclio se encontraba ya en Roma y esperaba que el embajador de Constantinopla se personase en el salón de Marco Anastasio, en el Palacio Imperial.

La parte más cercana de ese grupo de construcciones de quinientos años de antigüedad que constituía el complejo imperial se hallaba a no más de diez minutos caminando desde donde se encontraban Fausto y el emperador, pero Heraclio, con su habitual inoportunidad, había elegido como lugar de la audiencia no sus propias y relativamente próximas dependencias residenciales, sino la enorme sala llena de reverberaciones donde solía reunirse el Gran Consejo del Estado, bastante alejada, en el lado norte del palacio, en la misma cima de la colina Palatina. Fausto había solicitado dos literas para llevarlos hasta allí.

El príncipe estaba ostentosamente instalado en el asiento en forma de trono del extremo norte de la sala, donde el emperador solía sentarse durante sus reuniones con el Consejo. Allí estaba ahora él, altanero, aguardando en silencio, mientras Menandros atravesaba la interminable y gigantesca sala, acompañado por el corpulento e irritado Fausto. Por un instante, éste se preguntó si el viejo emperador habría muerto durante ese día sin que él se hubiera enterado, y era ésa la razón por la que Heraclio estaba en Roma; que se hubiese apresurado a volver para ocupar el puesto de su padre. Pero en tal caso, con toda seguridad alguien le habría informado, pensó Fausto.

Menandros conocía bien su trabajo. Se arrodilló ante el príncipe y llevó a cabo la adecuada gesticulación. Cuando se alzó, también Heraclio estaba en pie, y mantenía la mano extendida al frente, presentándole un enorme anillo de calcedonia, para que se lo besara. Menandros besó el anillo y pronunció un breve y elegante discurso expresándole los saludos y los mejores deseos del emperador Justiniano respecto a la buena salud de su colega real, el emperador Maximiliano, así como para su hijo real, el cesar Heraclio, y agradeció la hospitalidad con la que había sido acogido hasta entonces. Ponderó amablemente las cualidades de Fausto pero —con bastante astucia, pensó Fausto—, no mencionó en absoluto el papel del príncipe Maximiliano.

Heraclio escuchaba impertérrito. Parecía ausente y nervioso, más incluso de lo que lo estaba habitualmente.

Fausto nunca había sentido ningún afecto por el heredero imperial. Heraclio era una persona rígida, tensa, propensa a contraer enfermedades. Era menudo, bajo, anodino, sin nada de la natural complexión atlética de su hermano. Tenía asimismo una mirada fría, labios finos, y carecía de sentido del humor. No era fácil verlo como hijo de su padre. El emperador Maximiliano, en sus años jóvenes, se parecía mucho al príncipe que llevaba su mismo nombre: era un hombre apuesto, alto y delgado, con destellos rojizos en el cabello, de ojos azules y expresión sonriente. Heraclio, sin embargo, era moreno donde aún le quedaba cabello, sus ojos eran negros como el carbón y su hosquedad resaltaba bajo las pobladas cejas, en un rostro pálido e inexpresivo.

La reunión no fue productiva. Tanto el príncipe como el embajador comprendieron que aquel primer encuentro no era el momento para iniciar una conversación sobre el matrimonio real o la proposición de la alianza militar este-oeste, pero incluso Fausto quedó impresionado por la absoluta vacuidad de la entrevista. Heraclio le preguntó a Menandros si estaba interesado en asistir a los juegos de gladiadores la próxima semana, dijo una o dos vaguedades sobre sus antepasados etruscos y sus creencias religiosas, de las que se declaró un estudioso, si se le podía llamar así, y mencionó sucintamente un estúpido juego griego que se había presentado en el Odeón de Agripa Ligurino la semana anterior. No dijo absolutamente nada de los bárbaros que se estaban concentrando en la frontera. Nada tampoco de la grave enfermedad de su padre, ni de su esperanza de entablar una estrecha amistad con Justiniano. Habría dado lo mismo si se hubiera limitado a hablar del tiempo. Menandros respondía solemnemente a sus naderías con otras irrelevancias. No podía hacer nada más, comprendió Fausto. Era preciso ceder la iniciativa al cesar Heraclio.

Y entonces, de repente, Heraclio puso fin a todo aquello.

—Espero que tengamos oportunidad de encontrarnos muy pronto —dijo el príncipe, concluyendo de una manera tan arbitraria y súbita, que incluso el hábil Menandros fue sorprendido con la guardia baja por tan brusca despedida; Fausto pudo oír cómo soltaba un casi imperceptible bufido reprimido.

—Lamentándolo mucho, he de volver a abandonar la ciudad mañana. Pero a mi regreso, a la primera oportunidad… —dijo Heraclio, y le alargó la mano con el anillo para que lo besara de nuevo.

Una vez fuera, mientras esperaban que les trajeran sus literas, Menandros dijo:

—¿Podemos hablar con franqueza, amigo mío?

Fausto se rió entre dientes.

—Déjame adivinar. No has encontrado al cesar precisamente encantador.

—Podría decirse en esos términos, sí. ¿Siempre es así?

—Oh, no —contestó Fausto—, habitualmente es mucho peor. Te ha reservado su mejor actitud, diría yo.

—¿En serio? Muy interesante. Y éste es el que será emperador del oeste. La verdad es que a Constantinopla habían llegado informaciones acerca de que el príncipe Heraclio no era, bueno…, precisamente fascinante. Pero incluso así… no estaba preparado para esto.

—¿Te ha importado besarle el anillo?

—Oh, no, en absoluto. Uno sabe, como embajador, que su deber es mostrar cierta deferencia, al menos al emperador.Y a su hijo, supongo, si así lo requiere. No, Fausto, lo que me ha llamado la atención… ¿Cómo podría decirlo? Déjame pensar un momento… —Menandros hizo una pausa. Dirigió su mirada, en la profundidad de la noche, hacia el Foro y el Capitolio, a lo lejos, al otro lado del valle—. ¿Sabes? —dijo por fin—, soy un hombre relativamente joven, pero he estudiado bastante la historia imperial, tanto de Occidente como de Oriente, y creo saber lo que se necesita para ser un buen emperador. Nosotros tenemos una palabra griega que describe la cualidad precisa. Se trata de «charisma», ¿la conoces?; es similar a otra palabra latina vuestra, «virtus», aunque no son exactamente iguales. Hay muchos tipos de carisma. Se puede gobernar con la pura fuerza de la personalidad, mediante el sobrecogimiento, el miedo y el respeto que uno genera. Justiniano es un buen ejemplo de ello, o Vespasiano, en la antigüedad, o Tito Galio. Se puede gobernar mediante una combinación de gran determinación y astucia personal, como lo hicieron el gran Augusto y Diocleciano. Uno puede ser un individuo de elegancia y profunda sabiduría (como Adriano o Marco Aurelio). Se puede conquistar el favor popular mediante un gran valor militar: ahora podría pensar en Trajano y Cayo Marcio, y en vuestros dos emperadores que llevaron el nombre de Maximiliano. Sin embargo… —Y de nuevo Menandros se detuvo. Esta vez respiró profundamente antes de continuar—. Si no se posee ni elegancia, ni sabiduría, ni valor, ni astucia, ni la capacidad de provocar miedo y respeto…

—Yo creo que Heraclio será capaz de provocar miedo —dijo Fausto.

—Quizá sí. Cualquier emperador puede hacerlo, al menos durante un tiempo. Como Calígula, ¿no? O Nerón, o Domiciano o Cómodo.

—Los cuatro que has nombrado fueron todos finalmente asesinados, creo —dijo Fausto.

—Sí. Así es, en efecto.

Ya estaban llegando las dos literas. Menandros se volvió a Fausto y le sonrió serenamente, de manera casi idealista.

—¿Qué extraño, verdad Fausto, que los dos hermanos de sangre real sean tan diferentes y que el que tiene carisma esté tan poco interesado en servir a su Imperio como gobernante mientras que el que está destinado a subir al trono tenga tan poco carisma? Qué lamentable. Para ellos, para ti, quizá incluso para el mundo. Esta es una de las pequeñas jugarretas que a los dioses les gusta gastarnos, ¿eh, amigo mío? Pero a veces, lo que a los dioses les resulta divertido, no lo es tanto para nosotros.


Al día siguiente, no hubo visita a las catacumbas. Menandros envió un mensaje anunciando que permanecería todo el día en sus dependencias, preparando despachos para enviar a Constantinopla. Por su parte, el cesar Maximiliano le comunicó a Fausto que su presencia no iba a ser requerida aquel día, de modo que Fausto pasó la jornada gestionando la ingente profusión de documentos rutinarios que su propio despacho generaba de manera incesante, celebrando su habitual reunión de mediados de semana con los demás funcionarios de la cancillería, poniéndose a remojo durante varias horas en los baños públicos y cenando con la pequeña numidia de ojos vivarachos, que lo observó desde el otro extremo de la mesa sin decir nada durante una hora y media, comiendo muy poco (tenía el apetito de un pajarillo), y siguiéndolo hasta el lecho cuando acabaron de comer. Después de que ella se marchara, Fausto permaneció tendido en la cama, leyendo pasajes al azar de una de las obras de Séneca, la sangrienta Tiestes, hasta que se encontró con un fragmento que hubiese preferido no leer aquel día: «Vivo aterrado ante la posibilidad de que el universo entero estalle en un millar de fragmentos devastándolo todo, de que regrese el caos amorfo venciendo a dioses y hombres, de que la tierra y los océanos sean tragados por los planetas que vagan por el firmamento». Fausto se quedó contemplando aquellas palabras hasta que empezaron a bailar ante sus ojos. Prosiguió leyendo, las líneas siguientes: «De todas las generaciones, la nuestra es la escogida como merecedora del amargo destino de ser aplastada bajo los fragmentos precipitados del firmamento que se derrumba». No era una bonita lectura para dormir. Dejó el pergamino y cerró los ojos.

«Y así —pensó— ha pasado otro día en la vida de Fausto Flavio Constantino César. Los bárbaros se están concentrando en nuestras fronteras, el emperador se está muriendo poco a poco, día a día, el heredero natural se ha ido al parecer al bosque a arrojar lanzas sobre desventuradas bestias salvajes, y el viejo Fausto revuelve estúpidos papeles oficiales, sumergido la mitad del día en una espléndida bañera de mármol llena de agua caliente, y divirtiéndose luego durante un rato con ese juguete de tez morena que es la muchacha numidia, para tropezarse después con funestos augurios cuando trata de leer algo para dormirse.»

El día siguiente comenzó con la llegada de uno de los esclavos de Menandros, que le entregó una nota comunicándole que, para el embajador, sería un placer llevar a cabo una tercera exploración de las catacumbas a media tarde. Tenía un especial interés —decía Menandros—en visitar la capilla de Príapo y la pila de los baptai y, quizá, la catacumba de las sagradas rameras de Caldea. Por lo que parecía, el humor del embajador había adoptado un giro erótico.

A toda prisa, Fausto escribió otra nota al cesar Maximiliano, comunicándole el programa del día y solicitándole que convocara una vez más a Daniel bar-Heap, el hebreo, para que les sirviera de guía. «Dime dónde quieres que nos reunamos contigo hacia la sexta hora», terminaba Fausto. Pero llegó el mediodía y aún no había recibido ninguna contestación del príncipe. Ni tampoco obtuvo respuesta a un segundo mensaje. Se iba acercando la hora en que Fausto debería dirigirse al Palacio Severino a recoger al embajador y empezaba a tener la impresión de que él sería el único acompañante de Menandros en la expedición de aquel día. Pero Fausto se dio cuenta de que no le gustaba la idea, pues se sentía demasiado arisco, demasiado triste y taciturno. Necesitaba la jovial compañía de Maximiliano para hacer frente a su tarea.

—Llevadme hasta el cesar —ordenó a sus porteadores.

Maximiliano, sin bañar ni afeitar, con los ojos enrojecidos y vestido con una vieja y basta túnica con algunos desgarrones, pareció sobresaltarse al verlo.

—¿Qué pasa, Fausto? ¿Por qué vienes sin haberte anunciado?

—Te envié dos notas esta mañana, cesar. Vamos a volver con el griego al mundo subterráneo.

El príncipe se encogió de hombros. Era obvio que no había leído ninguna de las notas.

—Llevo despierto sólo una hora.Y tan sólo he dormido tres. Ha sido una noche dura. Mi padre se muere.

—Sí, por supuesto. Todos somos conscientes de este triste hecho desde hace tiempo, y nos sentimos enormemente afligidos por ello —dijo Fausto, untuoso—. Quizá te sirva de alivio olvidar por unas horas la terrible enfermedad de su majestad…

—No quiero decir sólo que esté enfermo. Quiero decir que está agonizando, Fausto. He pasado toda la noche en palacio, pendiente de él.

Fausto pestañeó por la sorpresa.

—¿Tu padre está en Roma?

—¡Por supuesto! ¿Dónde creías que estaba?

—Circulaban rumores de que se encontraba en Capri, Sicilia o incluso en África…

—Todo eso son chismes, bobas habladurías. Lleva meses aquí; regresó a Roma después de tomar las aguas en Baia. ¿No lo sabías? Han sido muy pocos los que le han visitado, pues está extremadamente débil e incluso las más cortas conversaciones le agotan. Sin embargo, ayer hacia el mediodía padeció una crisis de algún tipo. Empezó a vomitar sangre negra, en medio de tremendas convulsiones. Se mandó llamar al cuerpo de doctores en pleno y vino un verdadero ejército de ellos. Cada cual decidido a ser el que salvara su vida, incluso si hacía falta matarlo durante el proceso.

De manera casi morbosa, Maximiliano empezó a enumerar los remedios que se le habían aplicado en las últimas veinticuatro horas: cataplasmas de grasa de león, brebajes de leche de perras, ranas hervidas en vinagre, cigarras secas disueltas en vino, higos rellenos de hígado de ratón, lengua de dragón cocida en aceite, ojos de cangrejos de río y un sinfín de otras medicinas raras y costosas, prácticamente toda la potente farmacopea. «Bastante medicación —pensó Fausto—, incluso como para acabar con un hombre sano.»Y aún habían hecho más. Le habían sacado sangre. Lo habían sumergido en bañeras de miel rociada con polvo de oro. Hasta lo habían cubierto con lodo caliente de las laderas del Vesubio.

—Y la última estupidez, justo antes del amanecer —dijo Maximiliano—: una virgen desnuda que toca su mano e invoca a Apolo tres veces para detener el progreso de su enfermedad. Es un milagro que consiguieran encontrar una virgen con tanta rapidez. Naturalmente, también podrían haber nombrado una con un decreto retroactivo, supongo. —Y el príncipe esbozó una sonrisa sarcástica. Pero Fausto pudo advertir que era una simple bravuconada, una muestra deliberada del frío cinismo que se suponía que Fausto esperaría de él. Sin embargo, la expresión que se veía en los ojos enrojecidos e hinchados del cesar era la propia de un hombre joven afligido hasta la médula por el sufrimiento de su amado padre.

—¿Crees que morirá hoy? —preguntó Fausto.

—Probablemente no. Los médicos me dijeron que su fortaleza es prodigiosa, incluso ahora. Durará al menos otro día, incluso dos o tres quizá…, pero no más.

—¿Y está tu hermano con él?

—¿Mi hermano? —preguntó atónito Maximiliano—. Mi hermano está en su refugio de caza ¡tú me lo dijiste!

—Regresó anteanoche. Concedió una audiencia al griego en el salón de Marco Anastasio. Yo mismo estuve presente.

—No —masculló Maximiliano—. ¡No! ¡El muy bastardo! ¡El muy bastardo!

—El encuentro duró quizá quince minutos, calculo. Y, al final, anunció que volvía a abandonar la ciudad a la mañana siguiente, aunque seguramente, al saber que vuestro padre se encontraba tan gravemente enfermo… —Fausto se calló de golpe y, comprendiendo la situación, escrutó incrédulo al príncipe—. ¿Quieres decir que no le viste ayer en ningún momento? ¿Qué no fue a visitar a vuestro padre en algún momento durante el día?

Ninguno de los dos pudo hablar por un instante.

Finalmente, Maximiliano dijo:

—La muerte lo aterroriza. Su visión, su olor, pensar en ella. No puede soportar estar cerca de nadie que esté enfermo. Y por eso se ha cuidado tanto de mantener las distancias con el emperador desde que éste enfermó. En cualquier caso, mi padre nunca le importó un bledo. Cuadra perfectamente con su carácter venir a Roma, dormir bajo el mismo techo que el anciano sin ni siquiera tomarse la molestia de preguntar por su salud, y marcharse al día siguiente. ¡Conque para qué hablar de ir a verle! Así que no ha debido de enterarse de que su fin está tan cercano. En cuanto a mí, no esperaba que se pusiera en contacto conmigo si venía por aquí.

—Debería ser llamado a Roma de nuevo —dijo Fausto.

—Sí, supongo que sí. Se convertirá en emperador en un día o dos, ya lo sabes. —Maximiliano miró a Fausto con ojos nublados por las lágrimas. Parecía medio aturdido por la fatiga—. ¿Lo harás tú, Fausto? Ahora mismo. Mientras yo me lavo y me visto. El griego nos está esperando para que lo llevemos allí abajo, ¿verdad?

Estupefacto, Fausto le respondió:

—¿Me estás diciendo que quieres ir allí abajo… hoy… mientras tu padre…?

—¿Por qué no? No hay nada que pueda hacer por él en estos momentos. Y los doctores me han asegurado solemnemente que sobrevivirá al día de hoy.

Una especie de fantasmagórica frialdad envolvió súbitamente al cesar. Fausto quiso apartarse del frío que de él emanaba.

Con voz cortante e insensible, Maximiliano añadió:

—En cualquier caso, no soy yo quien se convertirá en emperador. Es responsabilidad de mi hermano estar aquí para recoger las riendas, no la mía. Envía un mensajero a Heraclio diciéndole que será mejor que vuelva tan rápidamente como pueda, y salgamos tú, el griego y yo a divertirnos un rato. Puede ser nuestra última oportunidad en mucho tiempo.


En tan poco tiempo no hubo manera de encontrar al hebreo, de manera que tuvieron que llevar a cabo la expedición sin su inestimable ayuda. Fausto se sintió nervioso por ello, porque espiar en la capilla de Príapo no estaba exento de riesgos, y él prefería tener al fuerte e intrépido bar-Heap al lado en caso de que se metieran en algún lío. Maximiliano, no obstante, no parecía preocupado. Aquel día, la actitud del príncipe parecía especialmente impulsiva, incluso para él. Su furia por la ausencia de su hermano y la inquietud por la enfermedad de su padre lo había dejado sobremanera tenso. Todos los indicios parecían sugerir que se encontraba al borde de un inmenso estallido.

Pero sin embargo se mantuvo sereno mientras conducía a la comitiva por la rampa curva por la que se penetraba en el mundo subterráneo, junto a los Baños de Constantino, y los guiaba hacia la gruta donde se celebraban los ritos de Príapo. El pasadizo era de techo bajo y muros húmedos, con manchas verdinegras de hongos adheridas a ellos. Cuando se estaban acercando a su destino, Menandros mostró tales signos de ansiedad juvenil que a Fausto le divirtió a la vez que le produjo desdén. ¿Es que ellos no tenían cultos turbios en Constantinopla? ¿Era Justiniano un señor tan severo que los había eliminado todos, aun cuando su propia esposa, Teodora, había sido una actriz de cuya moralidad se decía que había sido de lo más disoluta?

—Por aquí —susurró Maximiliano, señalando una abertura en el muro de la caverna, una entrada que apenas era una grieta—. Lleva justo encima de la capilla, donde disfrutaremos de una vista estupenda. Pero allí dentro debemos mantener un silencio total. Un simple estornudo y estamos perdidos, pues ésta es la única salida y si descubren que les hemos estado espiando, nos esperarán aquí armados.

El pasadizo ascendía bruscamente. Resultaba imposible para hombres altos como Maximiliano o Fausto permanecer erguidos en él, aunque Menandros no tuvo dificultad alguna. El joven y ágil Maximiliano avanzaba sin complicaciones, pero para Fausto, torpe y corpulento, cada paso era un desafío. Pronto empezó a sudar y jadear. En una ocasión, el farol de Fausto golpeó contra el muro, produciendo un sonido reverberante a lo largo de todo el corredor, lo que provocó en Maximiliano un bufido y una mirada fulminante.

No mucho después, les llegó la confirmación de que un servicio se estaba celebrando: el sonido de los timbales, el retumbar de los tambores, el ronco chirrido de las tubas, las agudas flautas. Cuando llegaron al lugar desde el que se podía ver mejor la escena de abajo, Maximiliano hizo un gesto para que apartaran los faroles y no arrojaran así ningún destello que pudiera avistarse desde el santuario. Después, colocó a Menandros en el mejor lugar desde donde contemplar la ceremonia.

Fausto ni siquiera trató de mirar. Lo había visto ya demasiadas veces: la pared cubierta con chillones murales eróticos, el gran altar del dios de la lujuria, y la figura sedente del propio Príapo, con su gigantesco falo alzándose desde sus muslos como un pilar de piedra. Media docena de fieles desnudos, todas ellas mujeres, danzaban ante aquel ídolo aterrador. Tenían el cuerpo untado de aceite y en los ojos un brillo salvaje y desesperado. Sus fosas nasales se veían dilatadas, y fruncían los labios en muecas que dejaban ver sus dientes, mientras sus pechos desnudos se bamboleaban con libertad, al ritmo de sus brincos y cabriolas.

Desde abajo llegaban cánticos.

—Ven a mí, gran señor Príapo, como llega la luz del sol al cielo de la mañana, gran señor Príapo, y concédeme el favor, la elegancia, la belleza y el deleite. Son tus nombres celestiales LAMPTHEN,

OUOTH OUASTHEN, OUTHI OAMENOTH, ENTHOMOUCH. Yo COnOZCO

tus formas: en el este eres un ibis, en el oeste un lobo, en el norte tienes la forma de una serpiente y en el sur eres un águila. Ven a mí, mi señor Príapo… ven a mí, mi señor Príapo, ven…

Una a una, todas las mujeres bailaron alrededor de la gran estatua, besaron el extremo del gran falo y lo acariciaron lascivamente.

—¡Yo te invoco, Príapo! ¡Concédeme la gracia, la forma y la belleza! Dame el deleite. Pues tú eres yo y yo soy tú. Tu nombre es el mío y el mío tuyo.

Se produjo entonces un tremendo y demoníaco redoblar de tambores. Fausto sabía lo que eso significaba: que una de las adoradoras estaba montando la estatua del dios. Menandros, en su ansiedad, se inclinaba demasiado hacia adelante. En ese punto de la ceremonia, era poco probable que alguno de los apasionados oficiantes mirara hacia arriba y alcanzara a ver al embajador, pero sí que existía el riesgo de que éste pudiera precipitarse a la caverna y aterrizar entre ellos. Se sabía que esto había ocurrido ya. La muerte era el castigo para cualquier hombre que fuera sorprendido espiando los ritos de los seguidores de Príapo. Fausto se le acercó, pero Maximiliano ya lo había cogido y estaba tirando de él.

Aunque la encubierta observación de estos ritos estaba prohibida, los hombres no estaban totalmente excluidos de la ceremonia. Fausto sabía que cinco o seis esclavos fieles se alineaban en esos momentos a lo largo del muro de la cueva en las sombras de detrás de la estatua. Pronto, la sacerdotisa de Príapo daría la señal y empezaría la orgía.

Casi tuvieron que sacar a Menandros a rastras de allí. Se mantuvo en cuclillas en el borde de la apertura, como un muchacho ávido de descubrir los íntimos secretos de las mujeres, e incluso después de que la escena estuviera ya en franco desarrollo, más allá del momento en que incluso los hombres más curiosos ya habrían saciado la vista, Menandros quería ver más. Fausto estaba desconcertado por esa extraña ansia suya. Apenas podía recordar el tiempo en que algo de lo que estaba sucediendo allí abajo era nuevo y desconocido para él, y le era difícil entender la curiosidad apasionada de Menandros por una vulgar escena de copulación orgiástica. «En la corte del emperador Justiniano —pensó Fausto—, se deben de tener en un valor altísimo la castidad y la decencia.» Pero eso no era lo que Fausto había oído.

Al fin consiguieron sacar al embajador de allí y se dirigieron a la siguiente escala del programa, la pila de los baptai.

—Os esperaré aquí —dijo Fausto cuando llegaron a la empinada escalera de caracol que los conduciría hacia abajo, al pozo de la oscuridad total, donde se celebraban los ritos de este culto de inmersión—. Me estoy volviendo demasiado gordo y torpe para trepar tanto.

Como Fausto bien sabía, se trataba de un lugar encantador: los muros bien pulidos de las cámaras de piedra labrada, adornados con mosaicos de cristal iridiscente en blanco, rojo y azul, más vividos aún por toques y detalles de brillante púrpura, representando escenas de Diana cazadora, de palomas arrullándose, de cupidos nadando entre cisnes, de voluptuosas ninfas, de sátiros desenfrenados. Pero la atmósfera era húmeda y densa, la interminable y estrecha espiral descendente de escalones de piedra, resbaladizos y estrechos, sería una dura prueba para sus viejas piernas y la complicada etapa final del largo descenso, la que iba desde la cámara de mosaicos hasta la oscura pila que se encontraba en el nivel más bajo, quedaba, sin ningún género de dudas, totalmente fuera de su alcance. Eso por no hablar del ascenso posterior, que le resultaba completamente aterrador.

Así que se quedó allí esperando. Alguna que otra risa ligera le llegó desde abajo. La diosa Bendis deTracia era la deidad que allí se adoraba, un vulgar demonio de cabellos lacios, cuyos devotos eran unos completos desvergonzados. Normalmente, a cualquier hora del día o de la noche, se oficiaba un servicio; un ritual que consistía en la habitual escena orgiástica, finalizada con la inmersión bautismal culminante en la pileta helada en la que Bendis se escondía y desde donde ofrecía la absolución de los pecados recientemente cometidos y el estímulo para los venideros. No se trataba de un culto secreto. Allí todos eran bienvenidos. Pero los misterios del culto de Bendis ya no eran misteriosos para Fausto. Él había sido bautizado en esas frías aguas suficientes veces como para toda una vida; no deseaba repetir. Por otra parte, las diestras atenciones de su compañera de juegos numidia, Oalatea, saciaban con creces la lujuria que los años le iban mermando.

Pasó mucho tiempo hasta que Menandros y Maximiliano regresaron de las profundidades. Contaron poco, pero por la expresión triunfante del pequeño rostro enrojecido del griego quedaba claro que cualquier éxtasis que éste hubiera ido a buscar, lo había encontrado en el santuario de los baptai.

Ahora había llegado el turno de las rameras caldeas, lejos de la ciudad subterránea, cerca del maremágnum de cavernas de debajo del Circo Máximo. Menandros parecía haber oído muchas cosas sobre esas mujeres, la mayoría de ellas equivocadas.

—No debes llamarlas putas —le explicaba Fausto—, ¿sabes?, sino prostitutas, prostitutas sagradas.

—Es una distinción muy sutil, ¿no? —dijo sardónico el griego.

—Lo que quiere decir Fausto —terció el cesar— es que todas ellas son mujeres de buena posición social, que profesan un culto que nos llegó de Babilonia. Algunas de ellas son incluso descendientes de babilonios, pero la mayoría no. En cualquier caso, las mujeres que practican este culto son requeridas en algún momento de sus vidas, entre los…, ¿qué serán, Fausto?, ¿dieciséis y treinta?…, más o menos esas edades, para que acudan al santuario de su diosa y permanezcan allí sentadas a la espera de que algún extraño se les acerque y las elija para pasar la noche. Ese hombre arroja una moneda de plata en su regazo y ella debe alzarse e ir con él, por horrible o repulsivo que sea. Con este acto, ella cumple por completo con su obligación para con su diosa, y así puede regresar luego a una vida de pureza sin tacha.

—Tengo entendido que algunas, según se dice, vienen a cumplir con sus obligaciones más de una vez —dijo Fausto—. Imagino que debido a un exceso de piedad. A menos que se trate de la excitación de fornicar con extraños, supongo.

—Tengo que verlo —dijo Menandros, radiante otra vez de avidez juvenil—. ¿Mujeres virtuosas, dices, esposas e hijas de hombres notables? ¿Y deben entregarse voluntariamente? ¿No pueden negarse bajo ninguna circunstancia? Justiniano encontrará esto difícil de creer.

—Es una costumbre oriental —dijo Fausto—. De la Caldea babilónica. Es muy extraño que no haya nada de todo esto en vuestra propia capital.

No lo podía creer. Según todas las historias que Fausto había oído, Constantinopla era un semillero de cultos orientales cuando menos igual que la propia Roma. Comenzó a preguntarse si existiría alguna razón de Estado tras el evidente deseo de Menandros de representar al Imperio Oriental como un riguroso lugar de piedad y virtud. Quizá tuviera algo que ver con los términos del tratado que Menandros debía negociar. Pero no acertaba a ver claramente cuál podría ser la conexión.

Pero no llegaron a ver a las prostitutas caldeas aquel día. Aún no habían recorrido la mitad del camino en aquel subterráneo, cuando oyeron un confuso barullo de voces que les llegaba de más adelante, desde la vía Subterránea. Al acercarse más a la ancha avenida empezaron a distinguir alguna palabra concreta. Los gritos aún resultaban indistintos y confusos, pero lo que parecía que estaban diciendo era: «¡El emperador ha muerto! ¡El emperador ha muerto!».

—¿Es posible? —preguntó Fausto—. ¿Estoy oyendo bien?

Y entonces lo oyeron otra vez; una voz de hombre, potente como el mugido de un toro, se elevaba por encima de las demás:

«¡EL EMPERADOR HA MUERTO! ¡EL EMPERADOR HA MUERTO!». No Cabía ya ninguna duda.

—Tan pronto —murmuró Maximiliano, con una voz que parecía llegar de ultratumba—. No se esperaba que sucediese hoy.

Fausto miró al cesar. Su rostro estaba blanco como la tiza, como si hubiera pasado la vida entera en aquellas cavernas, y sus ojos tenían un destello duro y aterrador que les confería el aspecto de dos zafiros brillantemente pulidos. Sostener la mirada de aquellos ojos pétreos resultaba espeluznante.

Un individuo con la holgada túnica amarilla de algún credo asiático llegó corriendo hasta donde estaban ellos; parecía medio desquiciado por el miedo. Tropezó con Maximiliano en el estrecho corredor e intentó abrirse paso a empujones, pero el cesar, agarrando al hombre por los dos antebrazos, lo sujetó inmovilizándolo, apretó su cara contra la del individuo y exigió que le diese noticias.

—Su majestad —dijo el hombre entrecortadamente, con los ojos como platos. Tenía un pronunciado acento sirio—. Muerto. Han prendido una gran hoguera ante palacio. Los pretorianos han salido a la calle para mantener el orden.

Mascullando una maldición, Maximiliano apartó al sirio de un empujón con tal vehemencia que el hombre rebotó contra el muro, a continuación miró a Fausto.

—Debo ir a palacio —le dijo y, sin más palabras, se dio la vuelta y salió corriendo, dejando atrás a Fausto y a Menandros mientras desaparecía con largas y poderosas zancadas en dirección a la vía Subterránea.

Menandros parecía abrumado por las noticias.

—Nosotros tampoco deberíamos estar aquí.

—No, no deberíamos.

—¿Vamos a palacio, pues?

—Podría ser peligroso. Cuando muere un emperador y su heredero natural no se encuentra en la escena, puede ocurrir cualquier cosa.

Fausto pasó su brazo por el del griego. Menandros pareció desconcertardo por el gesto, pero pronto entendió que lo que Fausto pretendía era evitar que el caos creciente de la ciudad subterránea los separara. Así unidos, emprendieron la marcha hacia la rampa de salida más cercana.

Las noticias ya se habían extendido por todas partes y hordas de personas corrían enloquecidas por el subsuelo de un lado a otro. Aunque su corazón latía con fuerza por el ejercicio, Fausto caminaba tan rápido como podía, arrastrando prácticamente a Menandros con él, utilizando su corpulencia para apartar a cualquiera que les bloqueara el paso.

«¡El emperador ha muerto!», clamaba el coro interminablemente. «¡El emperador ha muerto!» Cuando salió parpadeando a la luz del sol, Fausto vio el aturdimiento dibujado en cada rostro.

También él se sintió un poco aturdido a pesar de que el fallecimiento del emperador Maximiliano no le había llegado exactamente como un relámpago caído del cielo. Pero el anciano había ocupado el trono durante más de treinta años, uno de los reinados más largos de la historia de Roma, más incluso que el de Augusto; quizá el segundo, sólo por detrás del de su abuelo, el primer Maximiliano. Esos emperadores etruscos eran hombres longevos. Fausto era un mozalbete delgado la última vez que el trono imperial cambió de manos, y aquella vez la sucesión se llevó a cabo sin problemas. El joven y magnífico príncipe que se convertiría en Maximiliano II estaba al lado de su padre moribundo en sus últimos momentos; inmediatamente después, se dirigió al templo de Júpiter Capitolino para recibir el homenaje del Senado y para aceptar las insignias y títulos de su cargo.

La presente era una situación distinta. No había magnífico joven heredero esperando asumir el trono, tan sólo el deplorable príncipe Heraclio, y éste se dedicaba a asuntos tan peregrinos, que ni siquiera estaba en la capital el día de la muerte de su padre. A veces se han producido grandes sorpresas cuando el trono quedaba vacante y el supuesto heredero no estaba en su sitio para reclamarlo. Así fue como el tartamudo y tullido Claudio fue proclamado cesar tras el asesinato de Calígula. Así fue como Tito Galio se convirtió en emperador después de que Caracalla fuera asesinado. Por la misma razón, el primero de los etruscos alcanzó el poder cuando Teodosio, habiendo sobrevivido a su propio hijo Honorio, murió en 1168. ¿Quién sería capaz de predecir qué vaivenes se producirían en la balanza del poder de Roma antes de que aquel día tocase a su fin?

La obligación de Fausto en aquellos momentos era conducir, sano y salvo, al embajador de Justiniano al Palacio Severino, y dirigirse después a la cancillería para aguardar los nuevos acontecimientos. Pero Menandros no parecía captar la precariedad de las circunstancias en su verdadera dimensión, sino que se quedó fascinado por el tumulto de las calles y, como el turista irresponsable que era en espíritu, quería dirigirse al Foro para observar la acción desde primera fila. Fausto tuvo que exceder un poco los límites de la cortesía diplomática para conseguir que abandonara aquella idea insensata y, por su seguridad, se dirigiera a sus propias dependencias. Menandros aceptó finalmente, reticente, pero sólo después de haber visto a una falange de pretorianos avanzando por la calle enfrente de ellos y aporreando sin contemplaciones a todo aquel que pareciera estar alterando el orden.

Fausto fue el último de los funcionarios de la cancillería en llegar a las dependencias administrativas, justo enfrente del camino del palacio real. El canciller, Licinio Obsecuente, lo recibió con acritud.

—¿Dónde has estado todo este tiempo, Fausto?

—Con el embajador Menandros, acompañándolo en un recorrido por las catacumbas —contestó Fausto con la misma acritud. A él le importaba muy poco Licinio Obsecuente, un acaudalado napolitano que, mediante sobornos, había llegado a su elevada posición. De todas formas, Fausto sospechaba que, con el nuevo emperador, ni él ni Licinio Obsecuente continuarían en sus cargos en la cancillería.

—El embajador tenía muchos deseos de visitar la capilla de Príapo y otros lugares parecidos —añadió con un poco de malicia en el tono—. De modo que le condujimos hasta allí—. ¿Cómo iba yo a saber que el emperador moriría hoy?

—¿Has dicho le condujimos?

—El cesar Maximiliano y yo.

Los ojos amarillentos de Licinio se estrecharon hasta convertirse en dos meras rendijas.

—Claro. Tu buen amigo el cesar. ¿Y dónde está el cesar ahora, si puede saberse?

—Se marchó de allí cuando nos llegaron las noticias de la muerte de su majestad —dijo Fausto—. No tengo ninguna información acerca de dónde podría encontrarse en estos momentos. En el Palacio Imperial, supongo. —Fausto se detuvo por un instante—. ¿Y el cesar Heraclio, el que es ahora nuestro nuevo emperador? ¿Sabe alguien algo de él?

—Está en la frontera norte —contestó Licinio.

—No, no está allí. Se ecuentra en su refugio de caza, detrás del lago Nemorensis. En ningún momento ha ido al norte.

Licinio se estremeció visiblemente al oír aquello.

—¿Lo sabes a ciencia cierta, Fausto?

—Completamente. Le envié un mensaje allí justo la otra noche y regresó a la ciudad aquel mismo día para entrevistarse con el embajador Menandros. Da la casualidad de que yo estaba allí. —Una expresión de desbordada estupefacción apareció en el rostro mofletudo de Licinio. Fausto estaba empezando a disfrutar de aquello—. El cesar regresó a su coto privado ayer mismo por la mañana. Hoy a primera hora, cuando fui informado del grave estado de su majestad, le envié un segundo mensaje al lago para que volviera de nuevo a Roma. Aparte de esto, ya no sé nada más.

—¿Tú sabías que el cesar no estaba en la frontera sino cazando y no me informaste de ello? —preguntó Licinio.

Fausto replicó con altivez:

—Señor, me encontraba enteramente ocupado en atender al embajador. Es una tarea difícil. Nunca se me ocurrió pensar que no estuvieras al corriente de los movimientos del cesar Heraclio. Supongo que di por sentado que, cuando él vino a Roma anteanoche, se tomaría la molestia de reunirse con el canciller de su padre para informarse del estado de salud del emperador, pero evidentemente no se le ocurrió tal cosa y, en consecuencia…

Se detuvo en medio de la frase abruptamente. Aselio Próculo, el prefecto de la Guardia Pretoriana, acababa de abrirse paso a empellones hasta el interior de la sala. Era un acontecimiento extraordinario que el prefecto pretoriano pusiera el pie en la cancillería; hallarse allí el día de la muerte del emperador rayaba lo impensable. Licinio Obsecuente, que empezaba a parecer un hombre asediado, lo miró boquiabierto y consternado.

—¿Aselio? Pero ¿qué…?

—Un mensaje —dijo el prefecto con aspereza—. Del lago Nemorensis.

Hizo una señal con el pulgar hacia arriba y un individuo con el uniforme verde del servicio imperial de correos entró tambaleándose. Tenía la mirada vidriosa y estaba alterado y ojeroso, como si hubiera recorrido a la carrera todo el camino desde el lago sin detenerse. Sacó de su túnica un despacho enrollado y, con mano temblorosa, se lo tendió a Licinio, quien se lo arrebató, lo desplegó y lo leyó. Volvió a leerlo. Cuando el canciller miró a Fausto, su cara rolliza reflejaba la impresión.

—¿Qué dice? —preguntó Fausto.

Licinio parecía tener dificultades para articular las palabras.

—El cesar —contestó Licinio—. Su majestad el emperador, de hecho. Herido. Un accidente de caza, esta mañana. Está en su refugio. Los cirujanos imperiales han sido llamados.

—¿Herido? ¿Cómo de herido? ¿Con qué gravedad?

Licinio respondió con la expresión perdida.

—Herido, dice. Eso es todo: herido. El cesar ha resultado herido mientras estaba cazando. El emperador. Él es nuestro emperador ahora, ¿verdad?

El canciller parecía paralizado como si le hubiera dado un ataque. Le dijo al correo:

—¿Sabes tú algo más? ¿Está malherido? ¿Lo llegaste a ver? ¿Quién está al cargo del refugio?

Pero el mensajero no sabía nada. Un miembro de la guardia del cesar le había dado el mensaje y le había dicho que lo llevara de inmediato a la capital. Eso era todo lo que podía decir.


Cuatro horas más tarde, cenando con Menandros en las habitaciones del embajador en el Palacio Severino, Fausto dijo:

—Los mensajes han continuado llegando del lago durante toda la tarde. Primero estaba herido. Después, herido de gravedad. Más tarde una descripción de la herida: había sido lanceado en el estómago por uno de sus propios hombres. En medio de cierta confusión, cuando se aprestaban a caer sobre su presa, un jabalí, el caballo de alguien se encabritó en el peor momento. Media hora después, el siguiente mensaje decía: los cirujanos imperiales son optimistas. A continuación: el cesar Heraclio se está muriendo.Y finalmente: el cesar Heraclio ha muerto.

—El emperador Heraclio, ¿no deberías llamarlo así? —preguntó Menandros.

—No está claro quién murió antes, si el emperador Maximiliano en Roma o el cesar Heraclio en el lago Nemorensis. Supongo que podrán averiguarlo más adelante. Pero ¿qué diferencia hay? Excepto para los historiadores. Muerto significa muerto. Tanto si murió como Heraclio César o como Heraclio Augusto está muerto, y su hermano es nuestro próximo emperador. ¿Puedes creerlo? ¡Maximiliano va a ser nuestro próximo emperador! Se regodea contigo en una orgía en la pileta de los baptai e instantes después está sentado en el trono. ¡Maximiliano! Lo último que hubiera imaginado! ¡Convertido en emperador!

—El adivino se lo anunció —dijo Menandros.

Un escalofrío de sobrecogimiento atravesó a Fausto.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Por Isis que lo hizo! Y Maximiliano se enfureció como si le hubieran echado una maldición. Que fue lo que quizá hizo. —Y Fausto volvió a llenarse temblando el cuenco de vino—. ¡Emperador! ¡Maximiliano!

—¿Le has visto ya?

—No, aún no. No es correcto precipitarse sobre él así.

—Tú eres su amigo más cercano, ¿verdad?

—Sí, sí, por supuesto.Y sin duda puedo esperar que cuente conmigo. —Fausto se permitió una sonrisita de placer—. Bajo Heraclio, yo estaría acabado, supongo. Jubilado y despachado a la campiña. Pero todo será diferente con Maximiliano al mando. Me necesitará, ¿no crees? —Entonces empezó a cavilar con cierta coherencia. Y cuanto más lo hacía, más placer sentía—. Nunca frecuentó a ninguno de los dirigentes de la corte; no los conoce en realidad, no sabrá en quiénes confiar y de quiénes deshacerse. Soy el único que le puede aconsejar correctamente. Incluso podría convertirme en canciller, ¿te das cuenta, Menandros? ¿Te das cuenta? Precisamente por eso no he ido a todo correr a visitarlo esta noche. De todos modos, está ocupado con los sacerdotes, en las ceremonias en las que se supone que tiene que participar un nuevo emperador; después, los senadores irán a visitarlo uno por uno y así una cosa detrás de otra. Sería demasiado descarado, ¿verdad?, si me dirigiera allí esta misma noche. Fausto, su compañero de farra, el libertino y de mala fama, que presentándose allí ahora estaría lanzando un mensaje demasiado obvio: la pretensión de reclamar su recompensa por todos estos años de estrecha y calurosa camaradería. No, Menandros, yo no haría algo tan burdo. Maximiliano no se va a olvidar de mí. Mañana, supongo, él hará su primera salutatio y entonces yo podré acercarme y…

—¿Su qué? No conozco la palabra.

—¿Salutatio? Debes de saber lo que significa. En vuestra lengua diríais «un saludo». Pero lo que quiere decir en términos imperiales es una audiencia colectiva con toda la población romana: el emperador se sienta en su trono en el Foro y el pueblo pasa ante él y lo saluda y aclama como emperador. Lo apropiado es que yo desfile ante él junto con todos los demás. Entonces él me sonreirá, me guiñará un ojo y me dirá: «Ven a verme cuando se acaben todas estas tonterías, Fausto, porque tenemos cosas importantes de que hablar».

—Esta salutatio es una costumbre que no tenemos en Constantinopla —dijo Menandros.

—Es algo romano.

—También nosotros somos romanos, como sabes.

—Por supuesto. Pero vosotros sois romanos helenizados, orientales, en tu caso particular, un griego romanizado incluso…, con tradiciones que llevan la marca de los antiguos déspotas orientales, a los que se remonta vuestra historia: los faraones, los reyes persas, Alejandro el Grande. Mientras que nosotros somos romanos de Roma. Una vez tuvimos aquí una República que elegía a sus dirigentes cada año, ¿sabes eso?: dos hombres destacados a los que el Senado elegía para que compartieran el poder, y al final de su mandato anual, los dos abandonaban su cargo y cedían el paso a otros dos que los relevaban. Vivimos así durante siglos, gobernados por nuestros cónsules, hasta que surgieron algunos problemas y fue necesario que César Augusto cambiara un tanto las disposiciones. Sin embargo, aún conservamos restos de aquella leal vieja República de los primeros tiempos. La salutatio es uno de ellos.

—Ya entiendo —dijo Menandros. No parecía impresionado. Se entretuvo paladeando el vino durante un rato. Entonces, rompiendo el largo silencio que se había creado entre ambos, dijo—: No crees que el príncipe Maximiliano pudiera haber hecho que su hermano fuera asesinado, ¿verdad?

—¿Qué?

—Los accidentes de caza no son tan difíciles de provocar. Un alboroto entre los caballos en medio de la niebla matinal, una desafortunada y pequeña colisión, una lanza que se arroja al lugar equivocado…

—¿Estás hablando en serio Menandros?

—A medias. Se sabe que estas cosas han ocurrido. Incluso yo pude apreciar desde el primer momento el desprecio que Maximiliano sentía por su hermano. El emperador está en las últimas. El Imperio va a ir a parar a manos del impopular e inepto Heraclio, de modo que tu amigo cesar, por el bien del Imperio o, simplemente, por sed de poder, decide quitar de en medio a Heraclio, justo cuando el emperador está irreversiblemente a punto de morir. El asesino también correrá la misma suerte, con el fin de que no pueda abrir la boca en caso de que se abra una investigación y sea torturado. El caso es que ahí lo tienes: Heraclio está fuera de escena y Maximiliano III Augusto asume el mando. No es imposible. ¿Qué le pasó al hombre que arrojó su lanza al príncipe Heraclio? ¿Por casualidad lo sabes?

—De pura pesadumbre, se quitó la vida él mismo antes de que transcurriera una hora del acontecimiento. También pensarás que Maximiliano le sobornó para que lo hiciera, ¿no?

Menandros esbozó una sonrisa y no dijo nada. Fausto se dio cuenta de que para él tan sólo se trataba de un juego.

—El bien del Imperio —dijo Fausto—, no es un concepto al que el cesar Maximiliano haya dedicado muchas reflexiones. Si hubieras escuchado atentamente muchas de las cosas que dijo estando con nosotros, podrías haber advertido eso. Y en cuanto a la sed de poder, aquí tendrás que aceptar mi palabra, pero creo que no tiene un átomo de eso en su interior. ¿No viste cómo montó en cólera cuando aquel adivino idiota le dijo que iba a convertirse en un gran héroe del Imperio? «Te estás mofando de mí en mis propias narices», le dijo Maximiliano, o alguna otra expresión similar. Y después, cuando el hombrecillo aquel continuó vaticinándole que además iba a convertirse en emperador… —Fausto se rió—. No, amigo mío, nunca ha existido aquí ninguna conspiración. Ni siquiera en sus propios sueños Maximiliano se ha visto a sí mismo como emperador. Lo que le ha pasado al príncipe Heraclio ha sido un mero accidente; los dioses se están divirtiendo con nosotros una vez más, y lo que yo supongo es que nuestro nuevo emperador lo está pasando mal al tener que aceptar esta pequeña jugarreta del destino. Y aún iría más lejos y afirmaría que esta noche no hay otro hombre más infeliz que él en Roma.

—Pobre Roma —dijo Menandros.


Hubo una salutatio, sí, justo al día siguiente. Fausto no se había equivocado respecto a eso. Ya se estaba formando la cola cuando él llego al Foro, recién lavado y afeitado y vistiendo su mejor toga, en la hora tercera después del amanecer. Y allí estaba Maximiliano, resplandeciente con la toga púrpura imperial de bordes de hilo dorado, sentado en el trono, frente al templo de Júpiter Imperator. En la cabeza llevaba una corona de laurel. Su aspecto era magnífico, el que debiera tener un nuevo emperador. Estaba completamente erguido y su figura, serena y elegante, desplegaba en cada detalle una expresión de alta nobleza casi divina, muy alejada de cualquier gesto que Fausto le observara durante sus días de jarana. Fausto se sintió henchido de orgullo al contemplarlo así sentado.

«¡Qué actor tan soberbio es el césar! —pensaba Fausto—, ¡qué glorioso fraude! Pero ya no debo pensar más en él como cesar. Maravilla de maravillas. Él es ahora el Augusto Maximiliano III de Roma.»

Los pretorianos mantenían la cola bajo riguroso control. Al parecer los miembros del Senado ya habían pasado, pues Fausto no vio a ninguno. Era lo apropiado. Ellos debían ser los primeros en aclamar al nuevo emperador. Fausto se alegró al darse cuenta de que había llegado justo a tiempo de añadirse a la cola de los funcionarios de la corte del anterior emperador. Vio al canciller Licinio a la cabeza, al ministro del Tesoro para los Asuntos Privados del monarca, el Camarlengo del Dormitorio Imperial, al responsable del Tesoro, el Maestro de la Caballería, y a casi todos los demás, rebajados al mismo nivel del pueblo, como así lo estaba el Prefecto de Obras, el Maestro de Lengua Griega, el Secretario del Consejo, el Maestro de Peticiones. Fausto, uniéndose al grupo, intercambió saludos y sonrisas con algunos de ellos, pero no dijo nada a nadie. Sabía que concitaba su atención, no sólo a causa de su altura y corpulencia, sino porque todos debían de ser conscientes de que él era el amigo más querido que el inesperado nuevo emperador tenía, y era probable que recibiera un trato preferente en la administración que pronto empezaría a perfilarse. El aura dorada del poder, pensaba Fausto, ya debía de estar formándose sobre su cabeza mientras aguardaba allí, en la cola.

Esta avanzaba a ritmo muy lento. Cuando le llegaba el turno a cada individuo, éste se acercaba a Maximiliano, ejecutaba los correspondientes gestos de respeto y homenaje, y el emperador respondía con una sonrisa, una palabra o dos o levantando amistosamente la mano. Fausto se quedó sorprendido por la soltura y la convicción de sus maneras. También parecía estar disfrutando de aquello. Puede que todo fuera un extraordinario fingimiento, pero Maximiliano estaba actuando como si hubiera sido él, y no el fallecido príncipe Heraclio, quien hubiera sido instruido a lo largo de toda su vida para ese momento de ascensión a la cumbre del poder.

Y por fin, era el mismo Fausto quien estaba frente al emperador.

—Majestad —murmuró Fausto con humildad y saboreando la palabra. Hizo una reverencia. Se arrodilló. Cerró los ojos un instante para paladear aquel milagro. «Levántate, Fausto Flavio Constantino César, tú, llamado a ser el canciller imperial del gobierno del tercer Maximiliano», eso era lo que Fausto imaginaba que diría el emperador.

Fausto se alzó. El emperador no dijo nada en absoluto. Su rostro delgado y juvenil tenía una expresión solemne. Sus ojos azules parecían fríos. De hecho, era la mirada más glacial que Fausto había visto en su vida.

—Majestad —dijo de nuevo Fausto, con un tono esta vez más ronco, más áspero. Y después, muy suavemente, con una sonrisa, con un rastro de la vieja complicidad—: ¡Qué giro irónico del destino, Maximiliano! ¡Cómo juega éste con nuestras vidas! ¡Emperador! ¡Emperador! ¡Sé el placer que te estará causando, mi señor!

La mirada glacial siguió implacable. Un temblor que podía ser de impaciencia o quizá de irritación, se dejó ver en los labios de Maximiliano.

—Hablas como si me conocieras —dijo el emperador—. ¿Me conoces? ¿Te conozco yo a ti?

Eso fue todo. El emperador le hizo una seña, un mínimo movimiento con las puntas de los dedos de la mano izquierda y Fausto supo que debía avanzar. Las palabras del emperador resonaban en su mente mientras pasaba frente a la fachada del templo y ascendía por el camino que conducía desde el Foro hasta la colina Palatina. «¿Me conoces? ¿Te conozco yo a ti?»

Sí. Conocía a Maximiliano y Maximiliano lo conocía a él. Todo era una broma. Maximiliano había querido divertirse un poco a su costa en ese primer encuentro entre ellos desde que las cosas habían cambiado. Sin embargo, Fausto sabía que no todo había cambiado y nunca lo haría. Demasiadas veces el príncipe y él habían visto juntos amanecer como para que cualquier transformación fuera a dar ahora al traste con su amistad, por mucho que extraña y prodigiosamente el propio Maximiliano se hubiera visto transformado por la muerte de su hermano.

Pero y si…

Y si…

Era una broma, no cabía duda. Una broma que Maximiliano le había gastado, pero aun así era una broma cruel y, aunque Fausto sabía que el príncipe podía ser cruel, nunca lo había sido con él. Hasta aquel momento. Y quizá ni siquiera entonces. Sus palabras no habían sido más que un simple juego. Sí, eso era: un mero juego, nada más, el sentido del humor de Maximiliano haciéndose patente incluso allí, en el día de su ascensión al trono.

Fausto regresó a sus dependencias.

Durante los tres días siguientes, no tuvo más compañía que la suya propia. La cancillería, como todos los demás despachos oficiales, permaneció cerrada toda la semana por los dobles funerales del viejo emperador Maximiliano y su hijo el príncipe, y las ceremonias de investidura del nuevo emperador Maximiliano. El propio Maximiliano fue inaccesible para Fausto, como lo era prácticamente para todos, con la excepción de los funcionarios de más alto rango del reino. Durante los días de luto oficiales, las calles de la ciudad estuvieron en calma. Ni siquiera había movimiento en las catacumbas. Fausto permaneció en casa, demasiado descorazonado incluso para llamar a su muchacha numidia. Cuando se pasó por el Palacio Severino para ver a Menandros, se le informó de que el embajador, en calidad de representante en Roma del nuevo colega imperial del este del emperador, el basileo Justiniano, había sido convocado a una asamblea en el Palacio Imperial, y permanecería allí en tanto durasen las reuniones.

Al cuarto día, Menandros regresó. Fausto vio la litera que le transportaba cruzando el Palatino y, sin dudarlo, se apresuró hasta el Palacio Severino para saludarlo. Quizá Menandros tuviera un mensaje para él de parte de Maximiliano.

Y de hecho, así era. Menandros le entregó un pergamino con el sello imperial y dijo:

—El emperador me dio esto para ti.

Fausto ansiaba abrirlo inmediatamente, pero no le pareció prudente. Se dio cuenta de que temía un poco descubrir lo que Maximiliano tenía que decirle y prefirió no leer el mensaje en presencia de Menandros.

—¿Y cómo está el emperador? —preguntó Fausto—. ¿Te ha parecido que está bien?

—Muy bien. Hasta el momento no se ha mostrado abrumado en absoluto por las exigencias de su cometido. Se ha adaptado perfectamente a este gran cambio en su vida. Es posible que te equivocaras, amigo mío, al decir que no tenía ningún interés en ser emperador. Creo más bien que le gusta bastante serlo.

—Puede resultar muy sorprendente en ocasiones —dijo Fausto.

—Así lo creo yo también. Sea como sea, mis obligaciones aquí han concluido. Te agradezco mucho tu grata compañía, amigo Fausto, y el haberme permitido ganarme la amistad del ex cesar Maximiliano. Fue un feliz accidente. Los días que estuve con él en las catacumbas han facilitado enormemente las negociaciones que acabamos de cerrar en el tratado de alianza.

—¿Hay un tratado, pues?

—Oh, sí, el más firme tratado. Su majestad se casará con la hermana del emperador Justiniano, Sabbatia, en el lugar de su fallecido y llorado hermano. Su majestad tiene ya unas alhajas maravillosas para ofrecer a su prometida como regalo: unas gemas y ópalos magníficos, algo extraordinario. Él mismo me las mostró. Y habrá apoyo militar, por supuesto. El Imperio Oriental enviará a sus mejores legiones para ayudar a vuestro emperador a aplastar a los bárbaros que amenazan vuestras fronteras. —Las mejillas de Menandros brillaban de satisfacción—. Todo ha ido muy bien. Parto mañana. Espero que puedas enviarme un poco de aquel excelente vino de la Galia Transalpina que compartimos en mi primer día en Roma. También yo te enviaré obsequios, amigo mío. Te estoy profundamente agradecido por todo. En especial —subrayó Menandros— por la capilla de Príapo y la pila de los baptai, ¿eh, amigo Fausto? —dijo guiñándole un ojo.

En cuanto se libró de Menandros, Fausto no perdió un instante en abrir el pergamino sellado del emperador.


Fausto, aquel día en el mercado de los brujos, dijiste que nuestra época de grandeza estaba llegando a su fin. Pero te equivocas. No estamos acabados en absoluto. No hemos hecho más que empezar. Hay un nuevo amanecer y un sol nuevo se levanta.

M


Y debajo, aquella inicial garabateada despreocupadamente que constituía la firma oficial en toda su majestad: Maximiliano Tiberio Antonino César Augusto Emperador.


La pensión de Fausto fue generosa, y cuando él y Maximiliano se encontraban, como así ocurrió alguna que otra vez durante los primeros meses del reinado de Maximiliano, el emperador se mostraba bastante afable, siempre con palabras amistosas, aunque nunca volvieron a ser íntimos. Al segundo año de su reinado, Maximiliano partió al norte, hacia la frontera, donde las tropas de su colega real, Justiniano, se estaban concentrando para unírsele, y allí se quedó, librando batalla contra los bárbaros durante los siete años siguientes, que fueron los últimos de la vida de Fausto.

Las guerras del norte de Maximiliano III finalizaron con la victoria absoluta. Roma no tendría nunca más problemas con los bárbaros invasores. Fue un acontecimiento crucial en la historia del Imperio, el cual estaba ahora en condiciones de iniciar una época de prosperidad y bienestar tales como no se habían conocido desde los días de Trajano, Adriano y Antonino Pío, cuatro siglos atrás. Había habido dos poderosos emperadores con el mismo nombre de Maximiliano antes que él, pero la humanidad sólo se referiría al tercer Maximiliano como Maximiliano el Grande.

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