Fue el mismo año en que los flemáticos servicios británicos convirtieron al líder de la irlandesa Liga de Orange en un cedazo de carne, hecho con veintitrés disparos de una Browning; el mismo año en que las milicias de la Irish Revenge transformaron al jefe general de la Scotland Yard en un puzzle de trescientas cuarenta y ocho piezas imposibles de armar, con los siete kilos de trotyl que pusieron debajo de su flamante Jaguar V 12. Fue el mismo año, en fin, en que, siete mil millas al sur, la Real Marina hacía del buque Manuel Belgrano una brasa crepitante que hervía las aguas heladas mientras se hundía de culo hacia el fondo del Atlántico.
Aquel mismo año, Segundo Manuel Rattaghan se presentó como voluntario a las reservas del ejército con un único y secreto propósito. Dos días después, Rattaghan era un recluta rapado, aturdido y metido en un uniforme de soldado raso dos números mayor que su exiguo talle. Le colgaron una mochila a los hombros, y, junto con otros diecinueve hombres, lo arriaron hasta un Unimog desvencijado, lo bajaron en la base aérea del Palomar, lo hicieron subir por el trasero abierto en flor de un Hércules y, al día siguiente, lo bajaron en el flamante Puerto Argentino.
La división de voluntarios que integraba Segundo Rattaghan estaba a cargo del teniente Severino Sosa, un correntino semianalfabeto y aterrado que, hasta entonces, suponía que la guerra consistía en torturar y matar prisioneros maniatados y quebrados, secuestrar mujeres y saquear casas de civiles desarmados. Pero ahora, en aquel compás de espera, bajo la amenaza lenta pero segura del arribo de un enemigo que habría de llegar desde el cielo y el mar, no podía evitar un terror que le vaciaba las tripas. Su tropa tenía la misión de llegar por tierra hasta Ganso Verde y a su paso minar toda la franja de playa de punta a punta. En Ganso Verde se unirían a otra división y avanzarían hasta la orilla de la Gran Malvina, dónde tenían que cavar las trincheras para resistir el desembarco enemigo.
El soldado Rattaghan no hablaba con nadie. No parecía mostrar ninguna preocupación ante la llegada del enemigo. Se diría que la inminencia de la guerra lo tenía sin el menor cuidado. No mostraba signos de frío ni de hambre ni de miedo, ni siquiera de tedio durante aquellas eternas horas muertas de la espera. Podía adivinarse que su propósito era otro. Que había llegado a Malvinas para librar su propia guerra.
El teniente Severino Sosa había encontrado que, para morigerar el miedo propio e infundirse ánimos, tenía que mantener a la tropa permanentemente aterrada con gritos, amenazas y humillaciones. El teniente no podía tolerar la pasmosa tranquilidad del soldado Segundo Rattaghan. Miraba a su subordinado con una mezcla de aprensión, recelo y cierto temor que se resumía en un desprecio que pronto habría de desaguar en odio. No hubiese habido forma de hacerle entender al teniente que aquel apellido no era inglés, sino irlandés y que un irlandés -o su descendencia- era una entidad completamente diferente la de un inglés. Por añadidura, a último momento, el teniente había sido notificado por la comandancia de que el voluntario Rattaghan tenía un hermano mayor cuyo paradero aquella misma comandancia decía desconocer, aunque se presumía -según un parte del ministerio- que su denunciada desaparición había sido voluntaria y ahora, quizá, se hallara en el exterior o, quién sabe, tal vez hubiera sido muerto por sus propios camaradas de armas marxistas-leninistas. Lo cierto es que el soldado Rattaghan había presenciado, siete años antes, cómo su hermano había sido sacado de su cuarto, arrastrado por los pelos los pelos escaleras abajo hasta la calle y molido a patadas por incontables borceguíes iguales a los que él mismo ahora llevaba puestos y así, medio muerto y a la rastra, lo habían tirado sobre la caja de un Unimog idéntico al que había transportado al soldado Rattaghan a la base aérea. Desde entonces, jamás volvió a ver a su hermano mayor.
El segundo día de espera y para ilustrar a la tropa de cómo se procedía con aquellos que contravinieran órdenes, el teniente hizo formar a la tropa delante de las trincheras y, hecho una hiena, furioso y vociferante, a ver manga de putas, pedazos de mierda, decía, pronto vamos a tener visitas, decía, vamos a ver, imbéciles, cómo se trata a un inglés y entonces, con una rama que usaba como bastón, señaló al soldado Rattaghan y ladró, a ver, Rata, rata inglesa hija de puta, al frente. El soldado Rattaghan avanzó un paso. Entonces Severino Sosa ordenó que lo estaquearan. Crucificado el soldado contra la nieve, el teniente se encargó de sujetar los nudos atados a sus muñecas hasta que la soga se metió en la carne. Rattaghan no despegaba la vista de los ojos de su superior y aun cuando el sisal había empezado a teñirse de rojo, el soldado no había siquiera lanzado un gemido. Permaneció crucificado por el término de doce horas.
Si faltaba una lata de conservas, el ladrón había sido el soldado Rattaghan; si se oía un murmullo cuando el teniente había ordenado silencio, el soldado Rattaghan había sido el contraventor y si llovía o, peor, nevaba, la culpa era, desde luego, de Rattaghan. En una ocasión desapareció una barra de chocolate que el teniente se tenía reservada para sí. Severino Sosa hizo formar a la tropa y se encaminó derecho al soldado Rattaghan.
– Rata inmunda -le dijo-, abra la boca.
Entonces toda la tropa pudo ver cómo Severino Sosa le arrancaba los dos incisivos superiores con una tenaza de sacar clavos y los guardaba, a guisa de trofeo, en un bolsillo de la chaqueta. El soldado Segundo Manuel Rattaghan, sangrante, tembloroso pero erguido, no emitió siquiera una queja. De no haber tenido un único, secreto e inquebrantable propósito, se hubiese desmayado del dolor. En otra oportunidad, el teniente notó que faltaba un atado de los habanitos que acostumbraba a fumar. Entonces decidió usar como cenicero al soldado Rattaghan: uno por uno, apagó los trece cigarros que se fumó en el día, en los huevos de su subordinado.
Al quinto día, desde el fondo del horizonte, se escuchó un tronar creciente, apocalíptico. Una formación de Harriers, poco menos, afeitó las nucas de los soldados. Inmediatamente después sobrevino un destello cadmio que encegueció al soldado Rattaghan.
Fue una explosión cuyo estruendo fue tal que ni siquiera la oyó; el soldado Rattaghan voló, literalmente, a una distancia de sesenta metros. Intentó ponerse de pie pero no pudo. Estaba sordo y completamente ciego. Conforme fue recuperando la visión, pudo descubrir el panorama más aterrador que jamás hubiera visto: desparramados alrededor de un cráter todavía incandescente, yacían, desmembrados y humeantes, los restos de sus compañeros. A pesar de que había perdido toda noción de tiempo y espacio -la conmoción fue tal que tuvo que hacer esfuerzos para recordar su propio nombre- no olvidó cuál era su propósito, en ese lugar que ahora ni siquiera reconocía. Rattaghan se arrastró apoyado sobre los codos, buscando quién sabe qué. Se acercó hasta un obús retorcido que brillaba como una brasa y ahí, al calor de aquella hoguera metálica, intentó recuperar aliento. Tenía una necesidad de dormir como nunca antes había experimentado. Entonces tuvo la certeza de que aquello no era sueño, sino el dulce arrullo que precede a la muerte. De no haber tenido un único y secreto propósito hubiese cedido a la tentación del sueño fatal.
El soldado Rattaghan no hubiera podido precisar con cuántos cadáveres se topó en su marcha reptil hacia ninguna parte. Se había arrastrado en círculos. De pronto supo qué era, en verdad, lo que buscaba. Buscó en las caras desfiguradas y en los miembros desperdigados, buscó en los uniformes, reptando, siempre reptando, buscó en las formas de las mochilas y de los pertrechos, entre la nieve y revolviendo la chatarra de los restos de los armamentos; como un perro, elevó la nariz hacia el cielo y buscó en el olor del aire. Fue un ruido sutilísimo. Un suspiro. Entonces giró la cabeza y pudo ver un temblor finísimo en la nieve. Como un lagarto, corrió hacia aquel promontorio palpitante y hurgó en la escarcha con la yema -ya insensible- de los dedos; tocó un borceguí; giró sobre su eje ventral y cavó con ambas manos hasta tocar una barbilla pétrea. Entonces pudo descubrir que aquello era su teniente, Severino Sosa. Por primera vez desde su llegada a Malvinas, rió. Rió como jamás se había reído.
Enterrado como estaba su teniente, le cacheteó las mejillas y, cegado por la fiebre y el dolor, le dijo sin dejar de reírse, miráme hijo de puta y entonces, el soldado Rattaghan se levantó el labio y le mostró las cuencas vacías de los dientes que le había arrancado el día anterior y miráme hijo de puta, le gritó y le enseñaba las muñecas llagadas por el sisal de la cuerda con la que lo había estaqueado la tarde anterior y miráme hijo de puta, le decía sin dejar de reírse, a la vez que le abría los párpados yermos para que le viera los huevos escaldados. De no haber tenido un único y secreto propósito, lo habría matado ahí mismo. El soldado raso Rattaghan tomó a Severino por las axilas y arrastrándose con los codos y las rodillas, lo desenterró por completo. Lo sentó sobre un peñasco y, sosteniéndole la cabeza por los pelos, le dijo, no te vas a morir ahora hijo de puta, ahora no. El teniente se desplomó sobre sus propias rodillas. Severino Sosa se moría. Lo volvió a recostar, se llenó los pulmones con aquel aire filoso, le tapó la nariz y, labio contra labio, le dio de su propio aire para que respirara.
El soldado Rattaghan llenó una mochila con los víveres diseminados, improvisó una camilla hecha de trapos y madera sobre la cual recostó a Severino Sosa, se cruzó el FAL sobre el pecho y, como un perro de tiro, emprendió el descenso de aquel monte. Había caminado desde que el sol era una mancha difusa sobre el horizonte hasta que se clavó en medio de la bóveda plomiza del cielo. Caminaba entre las montañas sin saber adónde. Estaba completamente perdido.
En el límite de sus fuerzas y cuando suponía que no podía dar un paso más, el soldado Rattaghan pudo ver una delgada columna de humo blanco en la ladera de una montaña; no era -se dijo- el vestigio de un bombardeo. Se acercó cautelosamente y entonces distinguió una breve chimenea de caño. Volvió a levantar el precario palanquín sobre el cual yacía el teniente y emprendió nuevamente la marcha. Cuando faltaban no más de diez pasos para llegar a la casa, exhausto, desfalleciente y casi congelado, el soldado Rattaghan se desmoronó.
Cuando abrió los ojos tuvo la alucinatoria certeza de que se encontraba en su casa. El soldado Rattaghan miró en derredor. Sobre la mesa de luz junto a la cama, pudo ver una imagen de Santa Brígida igual a la que tenía su madre en el dormitorio. Más allá, sobre una repisa hecha de listones, descansaba una Biblia en inglés y, en otro estante, pudo leer los lomos de otros libros ordenados sin demasiado criterio. Había obras de Joyce y de Yeats, de Synge y de Burke, de Goldsmith, de Swift y unos volúmenes de lomos marrones e ilegibles. Hubiera jurado que era la biblioteca de su hermano. Desde su perspectiva, sobre su cabeza, el soldado Rattaghan pudo ver la cruz invertida de un rosario celta. Era cierto -se dijo- que aquel techo de listones de madera tibia y hospitalaria no era el de su casa. Pero lo que le hacía suponer que todo aquello no era más que un desvarío, era el hecho de que estaba escuchando una vieja canción irlandesa en idioma gaélico que únicamente le había escuchado cantar a su abuelo. Se incorporó sobre los codos y entonces comprobó que estaba sobre una cama. Más allá, un hombre alimentaba una salamandra sobre cuyo crisol se cocinaba un guiso. Era un viejo que presentaba el porte de un dolmen: gigante, erguido y de una indiferencia que se diría pétrea. Tenía el pelo blanco recogido en una cola de caballo y unos ojos azules enmarcados en unas lentes montadas al aire sobre el puente y las patillas de oro. Llevaba un inadecuado sobretodo negro y bastante raído, largo hasta los tobillos, que le confería una apariencia cuáquera. Siguió los movimientos de aquel hombre enorme. Adonde iba, llevaba consigo un vaso repleto de whisky. Sin quitar la vista del fuego que ardía en la salamandra, el viejo musitó en un español sinuoso pero decidido:
– Puede llamarse afortunado. Apenas tiene una luxación en los hombros y las rodillas, dos falanges quebradas, una costilla fisurada, el tabique de la nariz roto y unos cuantos raspones. Mi nombre es Sean Flanaghan.
El soldado Rattaghan se contempló cuán largo era y, sólo entonces, pudo comprobar que estaba casi por completo entablillado.
– En cuanto a su compañero, soy menos optimista -dijo el viejo señalando a la derecha de Rattaghan.
El soldado giró la cabeza y, por sobre el promontorio de la almohada, pudo ver otra cama paralela donde yacía moribundo Severino Sosa. Tenía vendada la cabeza hasta las cejas, ambos brazos entablillados y la pierna derecha afirmada oblicua sobre la piecera de la cama. Estaba destrozado.
– Lo que ve no es nada, el problema son las hemorragias internas.
El viejo se puso de pie y caminó hasta el soldado Rattaghan. Se sentó en el borde de la cama y le abrió la boca, examinando el lugar vacante de los incisivos superiores.
Éstas no son heridas de guerra -musitó como para sí mientras le mojaba las encías con whisky-. Tampoco éstas -dijo a la vez que le examinaba las quemaduras de los testículos- esto parece más bien un cenicero.
El soldado Rattaghan bajó la vista. El viejo se levantó y caminó hasta la cama improvisada donde yacía el teniente. Lo señaló con la botella y preguntó:
– ¿Fue él?
El soldado negó sin mirar a su interlocutor. El viejo se rascó la cabeza y musitó en inglés un "no comprendo". Fue hasta la salamandra y volvió frotándose el mentón.
– Fue él -afirmó, mirando por primera vez a los ojos del soldado. Rattaghan volvió a negar con la cabeza. El viejo se bebió el vaso de whisky de un solo sorbo, caminó hasta la mesa de luz, tomó algo del interior del cajón, exhibió su puño cerrado frente a las rotas narices del soldado y abrió suavemente la mano. Entonces Rattaghan pudo ver sus dos dientes.
Estaban en el bolsillo de la chaqueta de su amigo y creo que le pertenecen a usted.
Luego le mostró uno de los habanitos que había encontrado en las ropas del teniente, cuyo diámetro coincidía exactamente con las quemaduras que el soldado presentaba en la piel.
Sean Flanaghan fue hasta el fondo del cuarto hasta donde no llegaba la luz que brotaba del crisol abierto de la salamandra y regresó de la penumbra con un rifle de doble caño. Lo cargó con sendas balas, se acercó al teniente, apoyó los caños en la frente de Severino Sosa, amartilló y, en el mismo momento que estaba por disparar, escuchó el alarido del soldado Rattaghan.
– ¡No! Por favor, le suplico que no lo haga.
El viejo miró al soldado con una mezcla de asombro y fastidio.
– ¿Por qué no? -preguntó con la mayor naturalidad.
Entonces el soldado Rattaghan habló. Le contó lo que jamás había dicho a nadie. Le habló en un inglés clarísimo. Le explicó por qué no podía matarlo y cuál era su propósito en aquella guerra. Primero le contó que su abuelo había nacido en Belfast, que muy joven llegó a la Argentina, que su padre había sido casero de la estancia de los Anchorena, que la abuela había sido institutriz; le habló acerca de su madre y de la imagen de Santa Brígida, igual a la que ahora descansaba sobre su mesa de luz. Y le dijo, también, que había tenido un hermano. Entonces volvió a tomar aliento y habló. Le habló de su hermano mayor, le dijo que se llamaba Patricio, Patricio Rattaghan, que también leía a Joyce y Yeats, a Synge y a Burke, a Goldsmith, a Swift y a otro irlandés que era en realidad argentino, Rodolfo Walsh, que también su hermano escribía y entonces le recitó una poesía, podía recitar todo el libro, le contó que una noche de julio de 1976 un camión del ejército se estacionó en la puerta de su casa, que se bajaron diez hombres armados y se lo llevaron a la rastra, que lo molieron a patadas, que él, Segundo Manuel Rattaghan, escondido tras la puerta, tuvo pánico, que no entendía nada, que, literalmente se cagó de miedo, que, a través de sus ojos infantiles, Había visto todo y que jamás se perdonó no haber hecho nada, que nunca más lo volvió a ver. Le dijo que lo torturaba el hecho de que, con el paso de los años, se iba borrando de su memoria la cara de su hermano, pero que había un rostro que jamás había olvidado, que desde aquel día se le aparecía todos los días como un mal pensamiento, como una mosca pertinaz, le dijo que nunca había olvidado el rostro de aquel que daba las órdenes cuando se llevaron a su hermano. Le contó que, desde entonces, no había hecho más que buscar esa cara. En los subtes, en lo colectivos, entre los transeúntes, en todas partes, hasta que un buen día vio aquel rostro en la televisión, en una nota que les hacían a los heroicos soldados del batallón 63.3 que habían sido los primeros en pisar las islas recuperadas, entonces aquel rostro no pudo sustraerse al hambre de gloria y dijo su nombre mirando a cámara: Teniente Severino Sosa. Fue cuando él, Segundo Manuel Rattaghan, decidió presentarse como voluntario al batallón 63.3. Entonces, señalando al hombre que yacía a su lado, le dijo al viejo:
– Él secuestró a mi hermano.
Cuando el soldado Rattaghan hubo terminado de hablar, el viejo lo miró a los ojos y se quedó en silencio. Asintió, se bebió el contenido del vaso de un solo sorbo, se puso de pie. Fue y vino y, finalmente, habló:
– Entiendo su punto de vista, pero si le interesa saber lo que pienso, opino que hay que matarlo ahora.
Antes de que Rattaghan pudiese responder, Sean Flanaghan se sentó en la cama junto al soldado y le contó qué hacía un irlandés en el fin del mundo. Desde el mar llegaban las explosiones remotas de los bombardeos y los vuelos de los Harriers. Por primera vez el viejo pudo comprobar que no estaba contemplando a un soldado, sino a un niño. Le acercó un vaso, sirvió whisky -primero en su vaso, después en el de su huésped- y con el fusil sobre el regazo, se lo bebió de un solo sorbo, interpuso un interminable eructo y empezó a hablar. Fue escueto. Era como si hablara con su vaso, o más bien con el contenido, porque cada vez que se vaciaba, guardaba silencio y retomaba su soliloquio solo cuando volvía a llenarlo.
Contó que había nacido en Belfast, que a los veintiséis años se casó con una enfermera, la dueña del culo más espléndido de Irlanda y que al año siguiente nació su hijo, James; que eran católicos militantes, que integró distintos grupos políticos, que se había opuesto a la radicalización de la lucha, que había estado preso durante cinco años, que una noche volvió a su casa y se encontró con que ya no tenía casa, que una bomba del LVF había volado el edificio. Que la dueña del culo más espléndido de Belfast era una entidad calcinada a la que ni siquiera pudo reconocer, que su pequeño hijo, James… el viejo iba a seguir hablando pero no pudo.
Aquel gigante de ojos transparentes, aquel dolmen enorme e inexpresivo, se incorporó y se refugió en el ángulo del cuarto adonde no llegaba la luz de la salamandra. El soldado Rattaghan pudo escuchar un llanto apagado por el pudor y el desconsuelo. Eso fue todo lo que dijo.
Luego comieron en silencio. Antes de irse a dormir, Sean Flanaghan repitió:
– Si quiere saber mi opinión, pienso que hay matarlo. Eso no es un semejante.
A la medianoche, el soldado Rattaghan se despertó sobresaltado. Hubiera jurado que percibió un ruido, un movimiento brusco proveniente de la cama donde yacía Severino Sosa. Se incorporó un poco y vio que el teniente permanecía en la misma, exacta e idéntica posición que antes. Sin embargo, en la semi penumbra, creyó ver un levísimo cambio en el rictus del teniente.
Con enormes dificultades, el soldado Rattaghan se puso de pie. Le dolía hasta el pelo. Caminó hasta la cama vecina. Había algo diferente, aunque no podía precisar qué. De pronto lo sobrecogió la idea de que Severino Sosa hubiese muerto. Posó su índice sobre la carótida de su superior y entonces respiró tranquilo: su corazón latía sereno, acompasado. Rattaghan volvió a acostarse no sin cierta inexplicable desazón. Se le cruzó la absurda ocurrencia de que el teniente no sólo se había movido, sino que, en algún momento se había levantado. No, hubiese sido imposible, pensó. Se disuadió de la idea y se dispuso a dormir. Estaba por conciliar el sueño cuando escuchó que decían su nombre. Era la voz inconfundible del Teniente Severino Sosa. Se le congeló la sangre.
– Soldado Rattaghan -repitió la voz.
Segundo Manuel Rattaghan se levantó como un resorte y corrió a despertar al viejo. Sean Flanaghan fue por la botella de whisky, se calzó los lentes y una manta por encima de los hombros, caminó hasta el camastro del teniente y lo examinó. Por detrás de su hombro, Rattaghan asomaba su pánico.
– Este hombre se está muriendo -fue el veredicto del viejo.
– Agua, por favor, agua -suplicó Severino Sosa.
Sean Flanaghan trajo un cucharón con agua y, en el mismo momento en que estaba por apoyarlo sobre los labios del teniente, el soldado Rattaghan, tomó la mano del viejo y la alejó de la boca reseca de Severino Sosa. Se acercó a su oído y le susurró: ahora, hijo de puta, me vas a decir qué hiciste con mi hermano. El teniente no hacía más que implorar por agua. Rattaghan exhibía ahora el cucharón frente a los ojos del teniente y le repetía, decime, hijo de puta, qué hiciste con mi hermano. La proximidad del cucharón parecía devolverlo a la realidad. Por fin dijo:
– No sé de qué me habla, soldado.
Había dicho esto último con un sino de sarcasmo que se traslució en una sonrisa imperceptible, involuntaria. El soldado Rattaghan tuvo la inmediata certeza de que el teniente no sólo sabía de qué le hablaba, sino que sabía de quién le hablaba. Siempre lo supo. Ese era el motivo del odio que le prodigaba desde el día en que lo vio, desde el momento en que escuchó el apellido Rattaghan. Siempre supo que era el hermano de su víctima. Entonces, Segundo Manuel Rattaghan tomó una resolución: lo iba a torturar hasta que hablara.
Se acercó a la salamandra y puso a calentar en el crisol el fierro del atizador. El viejo se había sentado en la mecedora y bebía indiferente. El hierro pasó de negro a rojo y de rojo a blanco. Rattaghan lo retiró y lo acerco a la cara del teniente, me vas decir, hijo de puta, qué hicieron con mi hermano. Severino Sosa no hacía más que negar todos los cargos y pedir agua. Conforme se encolerizaba, el soldado Rattaghan, en la misma proporción, descubría que era incapaz de torturar. Ni sabía cómo se hacía ni podría hacerlo aunque supiera.
Lloró de impotencia.
– Yo podría hacerlo por usted -dijo el viejo sin mirarlo- pero esta es su guerra.
Derrotado por su misma ineptitud, Rattaghan dejó el atizador en su lugar. Entonces Severino Sosa, con una voz inédita, afable y calma, empezó a hablar. Voy a decirle, soldado qué fue de su hermano, pero antes quiero agradecerle que me haya salvado la vida. El corazón de Rattaghan se sobresaltó primero y luego latió con ansiedad. El viejo se incorporó sobresaltado por una inquietud indecible. Le voy a decir qué pasó con su hermano, siguió diciendo el teniente, pero quiero que sepa que jamás voy a olvidar que si no hubiera sido por usted, soldado, ahora yo estaría muerto. El viejo buscaba algo desesperadamente. Soldado, voy a decirle de una vez qué fue de su hermano, pero antes quiero que sepa que estoy en deuda con usted; sucede, dijo, que odio tener deudas, entonces sacó el brazo por debajo de las cobijas y extrajo el rifle de doble caño del viejo, levantó el arma y apuntando al pecho de Segundo Manuel Rattaghan dijo: esto fue lo que pasó con su hermano, entonces disparó. En el mismo momento en que Sean Flanaghan corría hacia el soldado, Severino Sosa volvió a disparar al centro de los ojos del viejo. Cayó como lo hiciera un dolmen, sin quebrarse, sin emitir una sola queja.