Edward D. Hoch
El Diablo De Jersey

Más de un pez se ha visto atrapado por un «anzuelo escondido detrás de la luna».


El caso no se había abierto debido a un asesinato, y si aquella noche el capitán de Policía Leopold no se hubiese ofrecido para llevar a Fletcher a su casa, ahora no se vería tan seriamente comprometido. Habían estado trabajando hasta tarde en la jefatura, en una agresión con cuchillo producida en un bar, y cuando finalmente el caso estuvo solucionado, Fletcher recordó que su coche se encontraba en el taller para ser reparado.

– Yo te llevaré -se ofreció Leopold-. No me viene demasiado mal.

Sabía que la mujer de Fletcher se ponía nerviosa cuando él trabajaba hasta tarde, así que intentó hacer algo para que no tuviera tantos problemas. Desde que Fletcher fue ascendido a teniente, trabajaba más de noche, y Leopold podía percibir que tenía algunas dificultades en su hogar.

– Gracias, capitán -dijo Fletcher, subiendo al coche-. Se lo agradezco. ¡Pero me parece que mi casa le queda muy a trasmano!

La persistente lluvia que había caído en la ciudad durante toda aquella fría tarde de marzo, era ahora una tenue llovizna, apenas perceptible por la luz de los faros del coche. Habían avanzado unas pocas manzanas cuando, de improviso, el radiorreceptor del coche emitió un mensaje chillón.

– ¡Todos los patrulleros! ¡Atención a todos los patrulleros que se encuentren cerca de la intersección de Park y Chesnut! ¡Investigar la causa de la alarma del domicilio situado en Park 322!

– Será mejor que echemos un vistazo -sugirió Fletcher-. Es sólo a una manzana de aquí.

Leopold asintió con un gruñido, conduciendo el coche hacia una calle lateral.

– De todos modos, ¿cuántos hogares en esta zona tienen alarma contra ladrones? -se preguntó en voz alta.

A pesar de encontrarse cerca del centro comercial de la ciudad, aquella zona de casas de clase media con sus cuidados jardines, tenía un porcentaje bastante bajo de delitos.

– Ésa es la casa -dijo Fletcher señalando, y Leopold clavó los frenos-. ¡Mire! ¡Allí, al costado!

Dos figuras surgieron de las sombras y corrían hacia el patio trasero. Leopold ya estaba fuera del coche, gritando:

– ¡Alto! ¡Somos agentes de la Policía!

Los individuos siguieron corriendo y se perdieron entre la oscuridad de las dos casas. El capitán salió tras ellos; había sacado su pistola, pero no iba a utilizarla a menos que fuese muy necesario. Según su parecer, sólo se trataba de un par de novatos.

– Tenga cuidado, capitán -le advirtió Fletcher, apareciendo detrás de él.

El patio estaba embarrado y resbaladizo a causa de la lluvia.

Leopold no podía ver a ninguno de los dos, pero percibía que se habían ocultado cerca de allí.

– Fletcher, ¿tienes una linterna?

Al pronunciar estas palabras, se escuchó gritar a una chica:

– ¡Corre, Jimmy!

Una figura oscura salió de su refugio, a menos de metro y medio delante de Leopold, y se lanzó a toda velocidad hacia el lugar de donde había salido la voz.

Leopold dio un salto y trató de agarrar al hombre por el bolsillo de la chaqueta; pero perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Al intentar incorporarse, su pies resbalaron en el barro y cayó con violencia, mientras ponía la mano izquierda para apoyarse.

Fletcher acudió en seguida, alumbrando con la linterna.

– Capitán, ¿se encuentra usted bien? -dijo, ofreciéndole una mano.

– No te preocupes por mí. ¡Ve tras ellos!

Leopold sabía que no se encontraba bien. Su muñeca izquierda había soportado todo el peso de la caída, y aunque el dolor no era muy intenso, no la podía mover. Estuvo sentado en el barro durante unos instantes, sintiéndose muy mal, y luego se incorporó con cuidado.

Después de unos cuantos minutos, Fletcher regresó.

– Un patrullero atrapó al hombre en la otra calle; pero la chica se ha escapado. ¿Cómo se encuentra?

– Creo que me he roto la muñeca.

– ¡Diablos! Tendré que llevarle a un hospital.

– Está bien -dijo Leopold resignado, pues no se sentía con ánimos para discutir.

Fletcher chasqueó sus dedos.

– ¡Espere un momento! En la otra manzana vive un traumatólogo muy bueno. Una vez llevé allí a uno de mis hijos. ¡Vamos!

– Creo que a estas horas será muy difícil que quiera atenderme -repuso Leopold, pues debían ser alrededor de las once.

– No se preocupe.

Fletcher le ayudó a entrar en el coche y condujo hasta la otra manzana, buscando la dirección del doctor. Finalmente, se detuvo delante de una casa antigua que tenía el frente reconstruido.

– Es ésta.

– Para ser un doctor, no posee una casa demasiado lujosa -comentó Leopold.

– Tiene que pasarle pensión a dos ex esposas. Vamos.

En la puerta había un letrero que ponía: Arnold Ranger, Doctor en Medicina, Cirujano Ortopédico. El doctor Ranger resultó ser un hombre joven, simpático y despierto.

– Siempre estaré encantado de ayudar a la Policía -manifestó en cuanto ellos se hubieron identificado-. Tendremos que hacer una radiografía de ese brazo; pero a juzgar por la posición de la muñeca, estoy seguro de que se trata de una fractura.

Leopold lo siguió hasta el cuarto de rayos X.

– Es un brazo que no hace más que causarme problemas. El año pasado me lo hirieron con una bala.

El doctor le limpió el barro seco y colocó con cuidado la muñeca lastimada sobre la mesa de rayos X.

– ¿Estaban persiguiendo a un asesino?

– Era sólo un ladrón. Cerca de aquí, en la otra manzana.

– Debió ser en lo de Bailey. Ya le han robado en otras ocasiones -Al cabo de unos minutos, regresó con la radiografía-. Bien, es una fractura. Ambos huesos; el distal del radio y el cubito. En realidad, se trata de algo poco complicado; pero tendrá que mantenerla enyesada alrededor de cuatro a seis semanas; estará recuperado totalmente en dos o tres meses.

– ¿Tanto tiempo?

El doctor Ranger asintió con la cabeza y le indicó a Leopold que se instalara sobre una estrecha camilla acolchonada.

– Ahora le pondré una inyección. Esto no le dejará inconsciente, pero le ayudará a relajarse mientras pongo en su sitio los huesos. Quizá su amigo pueda venir a sostener la muñeca mientras yo le pongo la escayola.

Fletcher entró y se mantuvo cerca, en tanto el doctor hacía su trabajo. A Leopold le pareció que toda aquella operación se había sucedido con notable rapidez. Antes de que pudiera darse cuenta, el doctor ya le estaba ayudando a incorporarse de la camilla y le conducía de nuevo al cuarto de rayos X para un examen final.

– Muy bien -concluyó-. Le fabricaré un cabestrillo, y tendrá que venir a verme dentro de cuatro semanas. En caso de que se le hinchara, mantenga el brazo elevado durante un día o dos.

A Leopold, el vendaje de yeso en su brazo izquierdo le resultó incómodo y pesado. Le abarcaba desde debajo del codo hasta los nudillos, con un pequeño gancho a la altura de la muñeca. Aunque debía pesar sólo un par de kilos, no lo sentía nada liviano.

– Gracias, doctor -dijo refunfuñando.

– Ah, una última cosa -pidió el doctor Ranger-. ¿Me podría dar el número de su seguro médico? Es para mi secretaria. Siempre me reprocha que atienda a las personas durante la noche y no me preocupe por el papeleo.

El doctor les acompañó hasta la puerta, y Fletcher intentó ayudar a Leopold a bajar la escalera.

– Tenga cuidado aquí, capitán.

– ¡Maldición, Fletcher! No soy un lisiado.

– Mire, lisiado o no, esta noche no dejaré que la pase solo en ese apartamento. Vendrá conmigo a casa y dormirá en nuestra habitación libre.

Leopold comenzó a protestar, pero Fletcher se mantuvo firme.

– Sólo esta noche. Mañana podrá regresar a su domicilio.

– Está bien -accedió de mala gana-. Y por la mañana deseo ver a ese sujeto que han arrestado. Quiero saber qué estaba robando, que me ha tenido que costar un brazo roto.


La mañana siguiente fue para Leopold una nueva experiencia penosa. El hecho de haber dormido con el brazo escayolado y en una cama ajena no le permitió conciliar el sueño, por lo que llegó a la Jefatura cansado y de bastante mal humor. Luego de haberle explicado lo que le había sucedido a la primera docena de personas que encontró, se retiró a su oficina y cerró la puerta.

Una hora más tarde, Fletcher se aventuró a entrar con el café de la mañana.

– ¿Cómo se siente? -preguntó.

– La muñeca no está mal, pero lo que me está cansando es esta maldita enyesadura. Creo que después de llevarla un mes, necesitaré un período de descanso en algún sitio.

Había examinado la escayola, dando golpes ligeros sobre su armazón y manoseando la fina venda de algodón con la cual parecía estar hecha.

– ¿Quiere que le cuente algo sobre el sujeto que estaba persiguiendo? -dijo Fletcher, tras tomar un sorbo de su café.

– Por supuesto. ¿Quién es?

– Un tipo llamado Jimmy Duke. Ya ha cumplido con anterioridad tres condenas por robo, aquí en Nueva Jersey. Nada demasiado sorprendente. Tiene treinta años, y se ha pasado siete encerrado entre rejas.

– ¿Y qué me dices de la víctima? Bailey. La noche anterior, el doctor Ranger me dijo que allí ha habido varios asaltos.

Fletcher asintió con la cabeza.

– ¡Bailey es un coleccionista de sellos de todas clases! Trabaja fuera de su casa y hace muy buenos negocios vendiéndoles a otros coleccionistas, lo que explica la alarma contra ladrones.

– ¿El tal Duke, le pudo robar muchas cosas?

– Lo suficiente. Por desgracia, se llevó todos los sellos más valiosos. Pero usted recuperó algunos de ellos.

– ¿Yo? ¿De qué forma?

– Cuando aferró al hombre y le arrancó el bolsillo. Allí era donde llevaba una parte del botín. Los muchachos estuvieron inspeccionando el patio con sus linternas y encontraron los sellos esparcidos por el barro. Por suerte estaban protegidos por unos sobrecitos de papel cristal, así que ninguno se estropeó. Creemos que la chica se ha debido llevar los sellos restantes.

Leopold suspiró y trató de mover los dedos de su brazo accidentado.

– Me parece que deberé dejar estas persecuciones de ladrones a los más jóvenes y dedicarme a los casos de asesinato.

Fletcher abrió un sobre y extrajo una colección de sellos multicolores.

– Éstos son los que usted recuperó. Una magnífica colección.

Leopold, que sabía poco o nada sobre el tema de las colecciones de sellos, los examinó con una mezcla de interés y desdén.

– ¿Quieres decir que esto vale mucho dinero?

– He oído decir que los coleccionistas los consideran un buen resguardo contra la inflación, igual que las obras de arte. Me han dicho que este sello de cinco centavos -dijo señalando uno de color marrón rojizo- se cotiza en cincuenta y cinco dólares. Ese otro de vía aérea cuesta alrededor de quinientos dólares.

– ¿Existe un mercado para la venta de sellos robados?

– Aparentemente, entre los comerciantes y los coleccionistas. Por desgracia aún no se ha podido recuperar el sello más valioso de la colección de Bailey -informó Fletcher, y consultó los apuntes que acompañaban al sobre con las pruebas-. Se trata de un raro sello de dos centavos de las islas Hawai, emitido en el año 1851.

– ¿Cuál es su valor? ¿Mil dólares?

– Bailey lo compró hace treinta años por veinte mil dólares. Hoy en día es probable que cueste el doble.

Leopold emitió un leve silbido y observó los sellos con mayor respeto.

– No me sorprende que necesitara una alarma contra ladrones. Quizás hubiese sido más útil una bóveda de seguridad.

– Capitán, a los coleccionistas no les agradan las bóvedas de seguridad. Les gusta tener sus colecciones al alcance de la mano y mirarlas en los momentos más extraños.

– ¿Qué es este sello? -preguntó Leopold, señalando a uno grande de color marrón, que se encontraba parcialmente tapado por los demás. Se veía mal impreso y mostraba un tosco dibujo de un demonio alado que volaba sobre una hilera de casas. En la parte superior se podía leer: El Diablo de Jersey. Diez centavos.

Fletcher se encorvó para examinarlo y luego se encogió de hombros.

– No sé qué pensar. Nunca había visto algo parecido. Por cierto que no debe ser muy valioso, a menos que provenga de los tiempos de la colonia.

– No, esas casas son modernas. No es un sello de la época colonial.

– Bien, de todos modos habrá que preguntárselo a Bailey. Vendrá esta mañana para echarles una ojeada.

Cuando Fletcher se retiró, Leopold intentó mantenerse ocupado con los informes matinales y con una pila de trabajo rutinario que se le había acumulado el día anterior; pero todavía no estaba acostumbrado a la pesada escayola, y su intrusa presencia era molesta y frustrante. Finalmente se dio por vencido y se dirigió al cuarto de reunión para aliviar un poco su ansiedad.

Tan pronto como Fletcher lo vio, fue hacia él y le condujo hasta donde se hallaba un caballero alto y entrado en años.

– Capitán Leopold, le presento a Oscar Bailey. Mr. Bailey, aquí tiene a la persona que se ha roto la muñeca al rescatar parte de su colección.

Se saludaron con un apretón de manos, y el viejo coleccionista dijo:

– Quiero agradecerle todos sus esfuerzos, capitán. Lamento que no haya podido recuperar el sello hawaiano de dos centavos.

– ¿Aún no tenemos ninguna pista de la chica? -preguntó Leopold a Fletcher.

– Ninguna, aunque probablemente Duke pronto se afloje y nos diga de quién se trata. Mr. Bailey, conseguiremos devolverle ese sello.

– Así lo espero. La compañía de seguros no cubrirá su actual precio en el mercado -Sacudió el sobre que contenía sus sellos-. Y creo entender que no me será posible llevármelos hasta que este hombre, Duke, no sea juzgado.

– Me temo que está en lo cierto -le confirmó Leopold-. Son la prueba de que se ha cometido un delito. De todas formas, los guardaremos con cuidado.

– Así lo espero.

– Ya que está aquí, quisiera hacerle una pregunta sobre uno de los sellos de su colección; se trata de El Diablo de Jersey -Leopold señaló el sello mal impreso-. ¿Qué significa?

– Nada. Es una broma. No tiene ningún valor.

Repentinamente, Oscar Bailey pareció sentirse incómodo, sus ojos se tornaron evasivos.

– ¿Es de Nueva Jersey? ¿El tal Jimmy Duke, tiene antecedentes criminales allí?

– No. Olvídese de ello.

Bailey se volvió hacia uno de los detectives y comenzó a leerle la lista de los sellos que faltaban. Leopold se quedó ahí parado durante unos instantes, luego se encogió de hombros y se marchó. De todos modos, no se trataba de su caso; él sólo había pasado por allí por casualidad, justo a tiempo para romperse un brazo.

Sin embargo, el asunto le inquietaba, debido a que lo relacionaba con su muñeca fracturada. Al día siguiente, llamó a la Biblioteca Pública y preguntó si le podían dar el nombre de algún coleccionista importante de la zona. Le proporcionaron dos nombres: Oscar Bailey y un profesor auxiliar de la Universidad, llamado Dexter Jones.


Aquella tarde, Leopold se dirigió al campus universitario, arreglándose de la mejor forma posible para conducir con el cabestrillo que le sujetaba el brazo. La última vez que había estado por allí fue hace algunos años, para investigar el asesinato de un estudiante por su compañero de cuarto; ahora, el lugar se hallaba casi irreconocible. Por todas partes se alzaban edificios nuevos, y las viejas paredes de la Universidad quedaban casi ocultas por los obreros y el andamiaje metálico.

Su última visita fue durante un espléndido día de otoño; pero esta vez era muy distinto. La intermitente llovizna que duraba ya varios días había comenzado otra vez, humedeciendo el suelo, y la vista de una lodosa argamasa cerca de las construcciones fue suficiente para recordarle su caída dos noches atrás. Entró en el edificio de Bellas Artes con el ceño fruncido y buscó la oficina de Dexter Jones.

Resultó ser un hombre de edad madura, de cabellos canos, con gafas, y en la nariz algo que parecía un gran lunar. Observando a Leopold por encima de sus gafas, le preguntó:

– ¿Qué le ha pasado en el brazo?

– Me lo he roto persiguiendo a un ladrón.

Con un sonido ronco, Jones manifestó su interés.

– Yo también he tenido un accidente esta mañana. La punta de una cerilla me quemó la nariz -explicó al tiempo que señalaba aquella mancha parecida a un lunar-. ¡Tiene un aspecto terrible!

– Profesor, me han dicho que es usted un experto en sellos de correo.

– Se trata sólo de un pasatiempo; pero desde que hace dos años salió en el periódico un artículo sobre mí, la Biblioteca Pública me recomienda como si yo fuese una especie de perito. ¿En qué puedo ayudarle?

– Quisiera saber algo sobre un sello llamado El Diablo de Jersey.

Dexter Jones dejó de jugar con sus dedos sobre el bloc de notas.

– ¿El Diablo de Jersey?

– Pudo ser recuperado después de un robo que tuvo lugar en el domicilio de Oscar Bailey.

– ¿Le ha preguntado a Bailey sobre ese sello?

– Se mostró muy impreciso. Tenía la esperanza de que usted fuera más explícito.

– ¿Se trata de un asunto oficial?

– El ladrón es de Nueva Jersey. Si el sello también fuese de allí, es probable que hubiese una relación.

– Ya veo -Antes de responder, se tomó unos minutos para pensarlo-. Muy bien, después de todo, no tengo nada que ocultar. El Diablo de Jersey es el nombre de un sistema postal semisecreto, en manos privadas, el cual le hace la competencia al Gobierno.

Leopold no estaba seguro de haber escuchado correctamente.

– ¿Un sistema postal privado? ¿Acaso eso no va contra la ley?

– Sí. Por ese motivo es secreto.

– Pero, ¿quién querría utilizar algo semejante?

– Ciertas corporaciones que necesitan llevar a cabo sus negocios sin el temor a una inspección postal o a ser interceptados por parte del Gobierno. Se sabe que algunos Bancos respetables lo han utilizado.

– Eso que me cuenta es un poco difícil de creer.

– No del todo. Hoy en día, el Gobierno ejerce un increíble control sobre la correspondencia. La considerada de segunda o tercera clase, sólo puede ser abierta en casos especiales, mientras que la correspondencia de primera clase puede ser confiscada y archivada. Es lógico que quienes se dedican a actividades delictivas, como los negociantes en pornografía, vendedores de billetes de carreras de caballos, mercachifles de droga y otros por el estilo, utilicen medios de comunicación diferentes.

– ¿Pero quién está detrás del sistema El Diablo de Jersey? -insistió Leopold.

Dexter Jones se demoró encendiendo su pipa.

– Se trata de un hombre llamado Corflu, propietario de una Compañía de camiones en Nueva Jersey. Yo nunca le he conocido, pero me han dicho que es un personaje muy pintoresco.

Leopold se incorporó. Por lo visto, allí ya no había nada más que averiguar sobre El Diablo de Jersey.

– Muchas gracias por recibirme, profesor. Ha sido muy interesante.

Jones le ofreció una última sonrisa.

– Ha sido un placer poder ayudar a la Policía.

Cuando se dirigía hacia su coche, atravesando los charcos que habían originado las lloviznas de marzo, Leopold pensaba en una cosa: en el nombre Oscar Bailey, el cual vio garabateado sobre el bloc de notas con el que Jones había estado jugueteando.


Durante los dos días siguientes no hubo novedades; Leopold ya casi ni se acordaba de El Diablo de Jersey, e intentaba mantenerse ocupado con la mayor cantidad posible de trabajo de oficina.

Era viernes por la mañana, cuando Fletcher entró en la oficina de Leopold y le lanzó aquella noticia inesperada.

– ¿Cómo se encuentra el brazo, capitán?

– Pesado.

– Si mal no recuerdo, usted dijo que había hablado con un tal profesor Dexter Jones, por el asunto de aquel extraño sello.

– Así es. ¿Qué pasa con él?

– Nada, excepto que fue asesinado anoche. Al parecer, Jones se había quedado a trabajar hasta tarde en el campus universitario. Se marchó a su casa a eso de las once, y sobre su escritorio dejó algunos papeles reactivos. Tenía el auto aparcado en el parque de estacionamiento, y por lo visto alguien le estaba esperando allí. Le dispararon dos veces en el pecho.

– ¿Robo?

– No, a no ser que el sujeto se haya asustado.

– ¿Jones vivió lo suficiente como para decir algo?

– Ni una palabra. Murió en el momento.

– ¿Qué hay de su vida privada?

– Se divorció hace muchos años. Su mujer y su hijo viven en algún lugar de la Costa Oeste. Era bastante popular entre el cuerpo docente y los estudiantes.

– ¿Chicas?

– Nada en ese aspecto. No era de los que se complican la vida con sus alumnas, si es eso lo que usted está pensando.

Leopold recordó la conversación con el simpático hombre de la pipa, y, en cierto modo, se sintió algo responsable de lo ocurrido. ¿Hubo algo que él podría haber hecho? ¿Le había preguntado algo inconveniente, o dejó de hacerle las preguntas correctas?

– Creo que trabajaré contigo en este caso -le dijo a Fletcher-. Siento que ya formo parte de él.

– No creo que debiera, capitán, por su brazo.

– ¡Tonterías! No me quedaré aquí sentado, pudriéndome durante un mes. Además, es posible que tenga una pista que pueda ayudarnos -Y le habló a Fletcher del nombre que estaba escrito en el bloc de apuntes-. Creo que es hora de que tenga una charla con Oscar Bailey.

Leopold ya había adquirido bastante práctica en conducir con una sola mano, a pesar de que en ese estado hubiera preferido no ir a ninguna parte. Regresar al lugar de su percance, motivó en él una leve sensación de temor, por lo que puso gran cuidado al subir la escalera que había frente a la casa de Bailey.

El alto y maduro coleccionista le recibió en la puerta, bastante sorprendido.

– ¿Leopold, no es así? ¿Capitán Leopold? ¿Qué lo trae por aquí, caballero?

– Vengo para hacerle unas cuantas preguntas, si usted dispone de tiempo. Es probable que todavía no se haya enterado; pero la noche pasada asesinaron a uno de sus colegas filatélicos: Dexter Jones, en el campus universitario.

– ¡Jones! ¿Dice que ha sido asesinado?

Retrocedió unos pasos y se hundió en una silla. Leopold entró detrás de él y cerró la puerta.

– ¿Era usted su amigo, Mr. Bailey?

– En realidad no, pero a mi edad la muerte de cualquiera es una conmoción, un aviso de nuestra propia mortalidad. ¿Quién le mató?

– No lo sabemos. Creí que usted quizá podría darnos alguna idea.

Bailey agitó su nudosa mano.

– Casi no le conocía. Hace algunos años coincidimos en exposiciones de sellos, y luego me llamó una o dos veces para discutir ciertos aspectos de unos valores en particular; pero a decir verdad, nos hemos visto muy pocas veces. Hasta cierto punto éramos rivales, y por lo general en este negocio es conveniente que los rivales se mantengan alejados unos de otros.

– ¿Entonces no sabría decirme si tenía enemigos?

– No.

– ¿Por casualidad no le telefoneó estos últimos días?

– No me… -Oscar Bailey pareció titubear, entre la incertidumbre y la mentira-. Sí, ahora que lo dice, recuerdo que llamó para preguntarme sobre el robo, quería saber qué había desaparecido.

– ¿No fue algo inusual, teniendo en cuenta que no eran amigos íntimos?

– Oh, sólo tenía curiosidad, eso era todo. Supongo que deseaba regocijarse con mi pérdida.

– ¿No existe ninguna posibilidad de que los ladrones hayan querido venderle sus sellos? Tengo entendido que la chica se escapó con uno hawaiano de mucho valor.

– Todo es posible; pero no creo que trataran de venderlo tan cerca de mi casa. Lo más lógico es que lo vendiesen en Nueva York.

Leopold asintió. Aquello confirmaba sus propias conclusiones.

– Luego, tenemos el asunto de El Diablo de Jersey. Estoy enterado de todo acerca de ello, Mr. Bailey, así que no hay necesidad de que se muestre evasivo.

– No sé nada sobre El Diablo de Jersey -repuso Bailey.

– Es curioso, ya que antes de que lo hubieran asesinado, Jones me dijo que se trataba de un servicio postal privado, utilizado para actividades ilegales.

El rostro de Oscar Bailey se enrojeció un poco.

– Quizá sea así. Pero yo sólo me intereso por los sellos, matasellos y sobres. El sello del cual usted me habla cayó por casualidad en mi poder, y yo lo incluí en mi colección.

– ¿Conoce a un hombre llamado Corflu, un camionero de Nueva Jersey?

– Me parece que lo he oído nombrar. No lo recuerdo.

Leopold se dio cuenta de que no iba a llegar a ninguna parte. Bailey no estaba dispuesto a hablar sobre El Diablo de Jersey con un detective.

– Muy bien -dijo-. Gracias por su ayuda.

– ¿Hará algo para recuperar mi sello hawaiano de dos centavos?

Leopold apenas le dirigió la mirada.

– En primer lugar, voy a descubrir quién asesinó a Dexter Jones.


Jimmy Duke, el ladrón de sellos, estaba en libertad bajo fianza, y hasta el día siguiente Leopold no pudo localizarle en su apartamento, situado en una parte ruinosa de la ciudad. El capitán se sentía animado, ya que a diferencia de otros días, éste era soleado y se podían percibir en el aire los primeros indicios de la primavera. Hasta la pesada escayola de su brazo izquierdo le resultaba soportable.

Duke, un hombre joven, cargado de espaldas, cabello negro y fino bigote, no le reconoció.

– ¿Usted es otro de la Policía que viene a controlarme? No me he escapado de la ciudad. Lo puede comprobar con sus propios ojos, agente.

– Vengo a hacerle unas cuantas preguntas.

Cuando vio su escayola, Duke arrugó la frente.

– ¿No es usted el tipo que se rompió el brazo al tratar de capturarme?

– Sí, ése soy yo.

Duke se quedó pensativo, deformando otra vez su rostro con una mueca distinta. A Leopold le hacía recordar el enorme hocico de una rata.

– ¿Y qué quiere ahora?

– La chica que estaba contigo. ¿Dónde la puedo encontrar?

– ¡Joder, tío, me tuvieron despierto toda la noche preguntándome sobre la chica! ¡Yo no sé nada de ninguna chica!

Leopold se acercó a Duke.

– Mira, calandrajo, yo estaba allí, ¿recuerdas? Escuché la voz de una chica que te llamaba por tu nombre. En caso de que no leas los periódicos, te diré que se escapó con unos sellos muy valiosos.

Jimmy Duke bajó la cabeza y dijo de mal humor:

– Yo no la conozco. Me la encontré en un bar, y ella se vino conmigo.

– ¿Cómo se llama?

– No se lo pregunté.

– ¿Quién pagó tu fianza?

– Mi hermano de St. Louis.

Leopold lanzó un suspiro.

– Escucha, Jimmy, estoy tratando de conseguir alguna información.

El rostro de Duke se transformó en algo que se asemejaba a una sonrisa.

– Así que ahora quiere los nombres de pila, ¿eh? ¡El cordial agente! ¡Lo suyo es pura palabrería, nada más!

– Duke, estoy investigando un asesinato. Hace dos noches un coleccionista de sellos fue asesinado, y quizás esté vinculado con tu robo. Entonces tú ya estabas fuera bajo fianza. ¿Te gustaría tener que enfrentarte con una acusación por asesinato?

– ¡Usted sabe que yo no maté a nadie! -Las palabras le salieron espontáneas. Estaba asustado.

– Si tú no lo has hecho, quizás haya sido la chica. ¿Quién es ella, Duke?

– No lo sé.

– Si es tan buena amiga, ¿por qué no ha compartido contigo el resto del botín? -Fue un palo de ciego; pero Leopold tuvo la impresión de que era verdad.

Jimmy Duke meditó sobre aquello. Buscó atolondrado un cigarrillo y finalmente dijo:

– Muy bien, agente. Se llama Bonnie Irish. Por lo menos, ése es el nombre que usa. Trabaja de chica go-go en algunos cabarets de la ciudad.

– ¿Dónde vive?

– Comparte un piso con otras amigas; pero no pierda el tiempo, aquella misma noche abandonó la ciudad. Lo más probable es que esté en Nueva York, tratando de vender el sello por treinta o cuarenta de los grandes; eso es lo que valía, según los periódicos.

Leopold asintió con la cabeza. Algo le decía que aquel hombre con cara de rata estaba diciendo la verdad.

– No desaparezcas. Quizá te necesitemos otra vez.

– No se preocupe, agente. Estaré aquí hasta el día del juicio.


Durante los siguientes tres días, detectives y policías buscaron en la zona a una bailarina llamada Bonnie Irish. Parecía que se la había tragado la tierra. El sello hawaiano de dos centavos no apareció en ninguno de los circuitos conocidos de Nueva York, y Oscar Bailey se mostraba cada vez más intranquilo.

– Llama dos veces al día -le comentó Fletcher a Leopold el martes por la mañana-. Aunque supongo que no podemos reprochárselo.

– Fletcher, este caso hace que me sienta curiosamente frustrado. ¿Todavía no tenemos ninguna pista sobre el asesinato de Jones?

– No hay nada. Sé que a usted no le convence, capitán; pero yo creo que el asesino era un atracador que se asustó, dándose luego a la fuga. Es lo único que encaja. Jones no poseía ninguna clase de enemigos.

– Quizá tengas razón, Fletcher. Ojalá lo pudiera saber.


El miércoles, el brazo escayolado de Leopold comenzó a dolerle. Por tal motivo se sentía inquieto, irritable y con ansia de hacer algo. Por último, llamó a Fletcher a su oficina y le dijo:

– Iré hasta Jersey para hablar con ese Mr. Corflu sobre su sistema postal privado.

Algo que había visto en un informe sobre la compañía de teléfonos, le hizo recordar a Corflu.

– Discúlpeme, capitán; pero no debe hacerlo. Ya ha estado conduciendo demasiado con un solo brazo -Fletcher bajó las enrolladas mangas de su camisa y se abotonó los puños-. No tengo ninguna pista que seguir, así que creo que podré llevarle yo mismo. ¿Está seguro de que la Policía de Jersey no se molestará?

Leopold, accediendo de mala gana al ofrecimiento de Fletcher de llevarle, le contestó:

– No vamos a arrestar a nadie. Si ese Corflu está violando las leyes gubernamentales, los encargados de cogerle deberán ser los del Departamento de Correos. A mí sólo me interesa el asesinato de Dexter Jones, y de ese asunto es del que quiero hablar.

– ¿Cree realmente que Corflu mandó matar a Jones, debido a que le contó a usted lo de El Diablo de Jersey?

– Admito que es algo traído por los pelos; pero lo cierto es que Bailey tiene miedo a hablar de ello.

El tráfico de aquella mañana nublada era escaso, y por lo tanto, tuvieron un rápido viaje. Las oficinas de la Compañía de Camiones Corflu se encontraban en las afueras de Paterson, en un almacén bajo e irregular que había sido reformado para dar cabida a una moderna flota de camiones diesel. Esto causó impresión en Leopold y Fletcher, pero se sintieron aún más impresionados por el mismo Benedict Corflu.

Les saludó desde debajo de una camioneta que estaba echando humo, mientras el motor parecía ahogarse. Vestía una camisa y un pantalón manchados de grasa.

– Estaré con vosotros en un minuto -gritó por encima del intermitente ruido del motor. Si habían pensado encontrarse con un rey del crimen en su lujosa oficina, sin duda se habían equivocado de sitio.

Cuando por fin salió, pasándole una llave a uno de los hombres, demostró ser una persona madura, de cuya cabellera sólo quedaban dos mechones de pelo anaranjado sobre las orejas. Sobresalían como dos cuernos, y Leopold tuvo la fugaz sensación de que se encontraba frente al mismísimo Diablo de Jersey.

– ¿En qué puedo serles útil, colegas? -preguntó, limpiándose las manos de grasa con un trapo sucio. Era difícil deducir su edad o identificarle con precisión, pero a Leopold le pareció que debía andar por los cincuenta. Al caminar ladeaba un poco el cuerpo hacia un lado, quizá debido a una antigua lesión.

– ¿Hay algún sitio en el cual podamos hablar en privado, Mr. Corflu?

– En mi despacho. Aquí arriba.

Les condujo por una escalera de caracol de madera hacia la planta de las oficinas, que quedaba justo encima del garaje. Una docena de muchachas estaban atareadas en su trabajo rutinario, y apenas alzaron la vista cuando pasó Benedict Corflu.

Su despacho, que daba al parque de estacionamiento de los camiones, era pequeño y funcional, con estantes repletos de papeles y publicaciones periódicas. Sobre la pared, detrás de su escritorio, había un gran mapa del área metropolitana de Nueva York, que abarcaba desde el sur de Newburgh hasta Trenton, y desde la frontera estatal de Pennsylvania hasta el este de New Haven.

– ¿Es ésa su área de operaciones? -preguntó Leopold, señalando hacia el mapa.

Benedict Corflu asintió.

– Todo lo que se encuentra a ochenta kilómetros de Manhattan, además de algunos puntos dispersos más lejanos -Esbozó una sonrisa-. Aunque creo que vosotros no habéis venido para hablar de acarreos.

– Es verdad -reconoció Leopold-. ¿Cómo lo sabe?

– El coche en el que habéis venido tiene chapa de Connecticut. También lleva un radiorreceptor policial.

– Yo soy el capitán Leopold y éste es el teniente Fletcher. Estamos investigando un robo y un asesinato que quizás estén relacionados. Existe la posibilidad de que usted nos ayude en la investigación.

– Oh, lo dudo.

Leopold se limitó a sonreír, y adelantándose, colocó sobre el escritorio el sello El Diablo de Jersey, protegido por un pequeño sobre de papel cristal.

– Quisiéramos hablar sobre esto.

Benedict Corflu alzó despacio sus ojos, y los dos mechones de pelo parecían más erizados que nunca.

– ¿Y qué?

– Tenemos entendido que usted maneja un servicio postal privado, que compite ilegalmente con el Gobierno de los Estados Unidos.

Leopold esperaba que sus palabras le harían reaccionar de cualquier manera, desde una total negativa hasta un estado de nerviosismo y confusión. Pero no estaba preparado para la reacción que obtuvo.

Corflu se recostó en su silla y dijo:

– ¡Por supuesto! Se trata de algo que está en conocimiento de mucha gente del Gobierno. Durante la gran huelga de Correos, incluso levantaron temporalmente las restricciones para que yo pudiese operar legalmente. En la actualidad, la Oficina de Correos alquila algunos de mis camiones para hacer el reparto de correspondencia fuera de la ciudad de Nueva York.

– Todo eso puede ser posible; pero me cuesta creer que ellos toleren la emisión de sellos postales privados como éste.

Corflu agitó su grasienta mano, en desacuerdo.

– ¡Tonterías! Los sellos sólo son un símbolo externo. Yo proporciono un servicio; un servicio necesario. ¿Acaso no sabéis que en América la correspondencia, incluso la de primera clase, puede ser abierta y confiscada? ¿Sabíais que una carta lacrada de primera clase puede ser retenida por las autoridades durante más de un día, mientras se espera una orden de registro para poder abrirla? ¡El Tribunal Supremo hasta ha autorizado esta práctica por considerarla constitucional! ¿Qué clase de garantías le quedan al ciudadano corriente? ¿Existe alguna protección para la reserva privada más elemental?

– ¿Quién la necesita? ¿Los elementos del crimen? ¿No es a ellos a quienes sirve con su sistema postal?

– Yo presto servicios a todos los que aún creen en el derecho a la vida privada. El Gobierno me permite actuar fuera del marco de la ley, por el mismo motivo que hace la vista gorda a numerosas cuentas bancarias en Suiza y a destilerías ilegales. Nuestras operaciones sólo suman un porcentaje mínimo del volumen total, y creo que excluirnos del negocio resultaría mucho más difícil de lo que parece. Las operaciones específicas que yo dirijo están planeadas con sumo cuidado, y se trata de llevarlas a cabo de manera tal que pongan en tela de juicio a las leyes, antes que violarlas abiertamente. Mi arresto significaría penetrar en un laberinto de problemas legales, el cual estoy dispuesto a aprovechar al máximo.

Leopold se sentía desconcertado, escuchando a un hombre que se jactaba de infringir la ley, y que casi estaba desafiando a que lo arrestaran.

– No he venido por su sistema postal -le dijo-. Vengo a causa de un asesinato.

– ¡Caracoles! ¿Quién ha sido asesinado?

– Un coleccionista de sellos llamado Dexter Jones, la semana pasada, en Connecticut. Algunas noches antes, otro coleccionista, Oscar Bailey, fue víctima de un robo. Creo que ambos delitos están vinculados. Uno de los sellos robados de la casa de Bailey era El Diablo de Jersey.

Corflu asintió con la cabeza.

– Lo he leído en alguna parte. Ahora que usted lo menciona, creo recordarlo. Pero los periódicos no han dicho nada sobre El Diablo de Jersey, lo que sí mencionaban era que aún no se había recuperado un sello hawaiano de dos centavos muy valioso.

– Así es.

– ¿Cuál es su valor? -preguntó Corflu.

– Quizás unos treinta o cuarenta mil dólares.

– Me temo, capitán, que mis pobres Diablos de Jersey nunca se cotizarán a ese precio.

– Queremos el sello de vuelta, Mr. Corflu, y también queremos al asesino de Dexter Jones.

– ¿Y por qué vienen a mí?

– Porque según el registro de la compañía de teléfonos, Jones tuvo con usted una conversación telefónica el día antes de haber sido asesinado, y un día después de haberme revelado lo de El Diablo de Jersey.

Benedict Corflu se mantuvo en silencio, tal vez considerando las posibilidades de su contestación. Finalmente, dijo:

– Sí, es cierto. Nunca conocí personalmente a Dexter Jones; pero hemos hablado en algunas ocasiones por teléfono. Me sentí muy apenado al enterarme de su muerte.

– ¿Por qué le llamó ese día?

– Como coleccionista, Jones estaba interesado en la emisión del sello El Diablo de Jersey. Me había llamado ya un par de veces; pero en esta ocasión le preocupaban dos cosas. En primer lugar, quería ponerme sobre aviso acerca de que un detective le había hecho algunas preguntas sobre el sello del El Diablo. Supongo que era usted.

Leopold asintió.

– ¿Qué más dijo?

– Que una persona le fue a ver para informarse sobre el sello hawaiano de dos centavos. Esta persona alegó que quería saber cómo era exactamente aquel sello, ya que en los periódicos no publicaban ninguna fotografía.

– ¿Sabe si esa persona era una muchacha?

– No me lo dijo. Sólo me comentó que se sentía envuelto en algún asunto. Por lo visto, Jones le dijo a esa persona que necesitaba ver el sello para tener seguridad y que no sabía si debía llamar a Bailey para prevenirle. Ambos eran rivales, ya lo sabéis, y creo que Jones incluso se deleitaba con el robo. No obstante, no quería complicarse la vida.

– ¿Le llamó para pedirle consejo?

– En cierto sentido, sí -Corflu sonrió al recordarlo-. Jones era un hombre honesto; pero hasta los hombres honestos pueden caer a veces en la tentación. En realidad, yo creo que él me estaba tanteando para saber si en el mercado había alguna posibilidad de colocar el sello robado. Hasta me parece que tiene cierta lógica; un hombre que imprime sellos ilegales, podría estar interesado en comprar sellos robados.

– ¿Se lo expuso con tanta claridad?

– No, no. Pero era evidente la insinuación. Él se arriesgaría a tener un sello robado en su poder si estaba seguro de que había un comprador.

– ¿Y usted qué le dijo?

Benedict Corflu volvió a sonreír.

– Yo le sugerí que llamara a Bailey o a la Policía. Le advertí que no se comprometiera.

– Un consejo de ciudadano observante de la ley.

– Sin duda lo soy.

– ¿No tuvo más noticias de Jones?

– No. Pero vosotros ya lo sabéis. Disponéis de una lista con todas sus llamadas.

Leopold se puso de pie. El brazo escayolado otra vez le estaba doliendo, fastidiándole al no dejar de recordar su presencia.

– Quizá sea posible que tengamos más preguntas, Mr. Corflu.

– Mi puerta siempre está abierta.

Cuando regresaban por la carretera Garden Gate, les pareció que uno de los camiones de Corflu llevaba un buen rato siguiéndoles. Esto puso nervioso a Fletcher, quien sacó su revólver de servicio calibre 38 y lo mantuvo en su regazo hasta que el camión giró en la frontera estatal. Se trataba de un día de ésos…


Durante una semana no hubo ninguna novedad.

Leopold nunca se había enfrentado a un caso así, y cada día que pasaba, su total frustración iba en aumento. No había ningún rastro de la chica, ni del sello que faltaba. Tampoco tuvieron nueva información sobre El Diablo de Jersey. Oscar Bailey continuaba llamando cada día, y Jimmy Duke seguía viviendo solo, en espera del juicio.

Para Leopold estaba claro que Dexter Jones había sido asesinado por Bonnie Irish, o por Jimmy Duke, cuando les dijo que seguiría el consejo de Corflu y que iba a llamar a la Policía; pero lo evidente no siempre solucionaba un caso, y había otra posibilidad que daba vueltas por la cabeza de Leopold. Tenían sólo la versión de Corflu para conocer el contenido de aquella conversación telefónica. En efecto, quizá Jones obtuvo el sello hawaiano de dos centavos de Bonnie Irish y luego se lo envió a Corflu. Un hombre como aquél bien podía haberle matado antes que pagarle el precio del sello.

Así que Leopold continuó buscando una solución a los hechos, o a su carencia, mientras esperaba alguna oportunidad, que tarde o temprano siempre aparecía.

Esta coyuntura provino de la fuente más inesperada: Benedict Corflu le llamaba por teléfono desde su oficina de Paterson.

– Leopold, soy Corflu. ¿Me recuerda?

– Le recuerdo.

– Tengo algunas noticias que quizá puedan interesarle.

– No me diga.

– Se trata de una cierta señorita llamada Bonnie Irish. ¿Aún le están siguiendo la pista?

Leopold le indicó a Fletcher que cogiera la extensión telefónica.

– ¡Por supuesto que sí! ¿Dónde se encuentra?

– Se ha puesto en contacto con un amigo mío de Nueva York. Tiene algunos sellos para vender.

– ¡Me lo suponía! ¿Quizás el sello hawaiano de dos centavos?

– Ése en particular no fue mencionado; pero sí los otros que le fueron robados a Bailey. No hay duda de que es la chica que usted está buscando.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

Corflu suspiró en el teléfono.

– Eso no se lo puedo decir. Pero pasado mañana ella se encontrará con mi amigo en Nueva York.

– ¿Él está dispuesto a cooperar con la Policía?

– Cuando le dije que mediaba un asesinato, pensó que eso era lo mejor. También quiere que yo esté allí, cuando se encuentre con la muchacha.

– Dígame usted dónde y cuándo -pidió Leopold, que por primera vez en unas semanas, se había olvidado por completo de su brazo roto.


Las oficinas de la «Royal Stamp Sales» se encontraban en pleno Manhattan, en una sombría calle al lado de la Sexta Avenida, detrás de unos escaparates atiborrados de sellos descoloridos de todo el mundo y probablemente sin ningún valor. Era un sitio al que ningún transeúnte le podría prestar atención, pero aquella mañana en particular, había bastante actividad. El amigo de Corflu, alegando padecer del corazón, aceptó ser reemplazado detrás del mostrador por Corflu, quien sin rastros de grasa, vestía inesperadamente una clásica camisa y corbata. También estaban en escena dos detectives de la ciudad de Nueva York, trabajando como empleados detrás del mostrador. Si hubiera que hacer algún arresto, ellos se encargarían de llevarlo a cabo.

Leopold había quedado relegado a un puesto de observación, en el vestíbulo de un hotel al otro lado de la calle, pero Fletcher desempeñaría un papel principal en la redada. Vestido como un cartero, con un gorro puntiagudo y una bolsa postal de cuero, entraría en la tienda de sellos inmediatamente después que la chica, obstruyéndole de esta forma la vía de escape.

– Me siento ridículo con este atuendo -se quejó Fletcher, parado junto a Leopold en el vestíbulo del miserable hotel.

– Pero podrás seguirla sin que ella se alarme. ¿Recuerdas lo que escribió Chesterton en una de sus historias policiales del Padre Brown?: «Por alguna razón, nadie repara en el cartero.» Se trata de una gran verdad, excepto cuando están de huelga -Con la mano sana, asió el brazo de Fletcher-. ¿No será aquélla?

Una muchacha de unos veinte años, que sin duda tenía un cuerpo de bailarina, pasaba por la acera de enfrente, examinando la numeración de las tiendas. Fletcher se arregló la gorra y salió por la puerta del vestíbulo. Al llegar a la entrada de la «Royal Stamp Sales», la muchacha se detuvo un momento, por lo visto para tomar ánimos, y luego entró. Fletcher se encontraba a unos cuantos pasos de ella.

Leopold aguardó con impaciencia, repasando con su mano derecha la maciza escayola. Debió haber pasado menos de un minuto, pero a él le parecieron cinco. Se maldijo por lo bajo, y después echó a andar. Había bastante tráfico en aquella noche, por lo que tardó un poco en cruzarla. No podía ver nada a través de los sucios escaparates de la tienda de sellos, pero en el mismo instante en que llegó allí, la puerta se abrió de golpe y la chica salió corriendo, con una pequeña pistola en su mano.

Al ver a Leopold quiso alzar el arma, pero éste la hizo volar de su mano con un golpe de escayola, sintiendo instantáneamente un terrible dolor en su brazo roto debido a la fuerza del impacto. El pánico se apoderó del rostro de la chica y giró sobre sí misma para salir corriendo, pero detrás de ella se encontraba ya Fletcher, con cartera y todo, y la inmovilizó con un fuerte abrazo de oso.

– Nos cogió por sorpresa, capitán -explicó Fletcher-. No me imaginé que pudiera ser tan hábil con la pistola.

Mientras recogía el arma del suelo, Leopold dijo entre gruñidos:

– ¿Miss Bonnie Irish, supongo?

Ella trató de librarse del abrazo de Fletcher y dijo con desprecio:

– ¡Váyase al infierno!

En el interior de la tienda, Benedict Corflu y los dos detectives de Nueva York, estaban clasificando la pequeña pila de sobres de papel cristal que ella había dejado sobre el mostrador.

– ¿Están todos? -preguntó Leopold.

– Todos, menos el de dos centavos hawaiano -respondió Corflu-. No se halla aquí.

Leopold lanzó un juramento y observó la pistola que tenía en su mano.

– Bien, tenemos a Bonnie Irish; pero eso es todo. Esta pistola es de calibre veintidós, y Dexter Jones fue asesinado con una del treinta y dos.


El caso volvió a estar otra vez en un callejón sin salida, sólo que esta vez parecía que nada iba a sacarlo de allí. Bonnie Irish negaba toda relación con el asesinato de Jones, y únicamente la podían retener por haber participado en el robo de la casa de Bailey. El sello hawaiano de dos centavos seguía sin aparecer, y Oscar Bailey continuaba exigiendo que lo recuperasen. Benedict Corflu volvió a su negocio de camiones, y por lo visto también a su sistema postal privado.

Finalmente, una soleada mañana de abril, Fletcher preguntó:

– Capitán, ¿cree que tendremos que dar por cerrado el caso del asesinato de Jones?

– Aún no ha pasado siquiera un mes, Fletcher. Pronto se presentará algo. Si al menos esa chica diera su brazo a torcer y nos dijera qué es lo que hizo con ese condenado sello…

– Es probable que nunca haya sido robado. Quizá Bailey lo incluyó en el botín para cobrar el seguro.

– ¿Crees que no lo he pensado? -gruñó Leopold.

– O quizá la muchacha se lo haya devuelto a Jimmy Duke y éste lo tenga en su poder.

– No, le hemos estado vigilando. Ella no se le ha acercado antes de que la hubiéramos arrestado, y tampoco ha sido capaz de conseguir el dinero para salir bajo fianza.

– ¿Así que a dónde nos conduce todo eso, capitán? -inquirió Fletcher fatigado.

– A ninguna parte. Supongo que otra vez tendremos que considerar nuestra teoría del atracador.

Leopold revolvió algunos papeles y parecía bastante infeliz. Al cabo de un rato, Fletcher preguntó:

– ¿Cómo se encuentra su brazo? ¿No es ya hora de que le quiten la escayola?

– Espero que mañana, pues tengo que ir a ver al doctor Ranger.


Al otro día, Leopold llegó al consultorio del doctor quince minutos ante de lo previsto. Estaba ansioso por saber cómo estaba su brazo, ansioso por liberarse del pesado yeso y volver a sentirse un hombre completo.

– ¿Cómo lo ha pasado? -le preguntó al entrar el sonriente doctor Ranger.

Esta vez tenía puesta una chaqueta blanca y su imagen se asemejaba mucho más a la de un doctor, en contraste con la que había conocido Leopold en su primera visita nocturna.

– Me encontraré mejor cuando me haya quitado esta cosa.

– Ya veremos.

Ranger cogió una pequeña sierra eléctrica y se puso a trabajar sobre la escayola. Primero hizo una serie de pequeños cortes, para guiarse al aserrar, y luego cortó más profundo. Leopold podía sentir la sierra sobre su piel mientras ésta rompía el yeso.

– ¿Ha habido algún asesinato interesante últimamente?

– Uno que me tiene bastante confuso. Desde la noche en que me rompí el brazo no hizo más que complicarse.

– No me diga -El doctor Ranger hizo otro corte del lado opuesto de la escayola y comenzó a separar las partes-. ¿No se tratará de aquel profesor universitario que ha salido en los periódicos? ¿Jones?

– El mismo.

– ¿Tiene alguna pista de quién lo haya hecho? -Le quitó la moldura y Leopold observó su delgada y horrible muñeca-. No la mueva -le advirtió Ranger-. Se trata sólo de un examen. Debo hacerle otra radiografía.

– Ninguna pista -continuó Leopold, flexionando sus dedos.

Ranger se llevó las dos partes desechadas de la escayoladura al cuarto contiguo.

– Ahora le haré la radiografía -Colocó a Leopold debajo de la máquina, cuidando de no moverle la muñeca-. Yo conocía a Jones un poco, ¿sabe? Aunque hacía muchísimos años que no lo veía.

– ¿Ah sí?

– ¿Un hombre de cabellos grises, con gafas y una verruga en la nariz?

– Así era aquel tipo-asintió Leopold.

– Ya me parecía. Me lo encontré una vez en un congreso. Por eso le he preguntado a usted sobre sus avances en el caso.

La máquina zumbaba mientras tomaba la radiografía.

– ¿No me lo podía haber mirado por el fluoroscopio?

– Las radiografías sirven para su historial médico, y además, así se expone a una menor cantidad de radiación -Ranger regresó en seguida con las placas-. ¿Cree usted que es probable que Jones haya sido asesinado por un asaltante?

– Quizá. ¿Cómo se ve ese brazo? ¿Se han soldado bien los huesos?

El doctor sujetó las radiografías en una vitrina iluminada.

– La fractura aún se nota mucho, pero todo esto es hueso que ha crecido. Creo que tendremos que entablillarle por unas semanas. Será para usted mucho más cómodo que una escayola.

Leopold le siguió hasta el cuarto de consultas.

– ¿Quiere decir que aún no se ha soldado?

– Todavía no, pero no creo que deba desanimarse. Un entablillado para mantener inmóvil la muñeca será suficiente -Extrajo un trozo de yeso cubierto por un paño y lo humedeció en agua caliente hasta que estuvo maleable-. Adaptaremos esto a la base de la muñeca para que la sostenga. Una vez que se enfríe se pondrá duro -Luego comenzó a envolverlo con una venda elástica.

Cuando terminó, Leopold se incorporó y fue hacia el cuarto contiguo antes de que el doctor Ranger pudiera decir nada.

– Quería la escayola que acaba de quitarme -manifestó Leopold, mientras iba en busca de las dos piezas-. Deseo conservarla como recuerdo.

El doctor Ranger continuó sonriendo.

– Me temo que eso será imposible -dijo, pasando por delante de Leopold y abriendo con rapidez la gaveta del escritorio.

Leopold percibió el destello de una pistola con el rabillo del ojo, dio media vuelta, golpeando con el pesado molde la mano de Ranger. El doctor lanzó un grito de dolor y la pistola se le cayó al suelo.

– Espero no habérsela roto, doctor -dijo, poniendo el molde a un lado, y extrayendo su propia pistola-. Bien, ahora hablemos un poco sobre el asesinato de Dexter Jones.


El teniente Fletcher trajo café y lo colocó cuidadosamente sobre el escritorio de Leopold.

– ¿Me lo puede explicar, por favor, capitán? ¿Cómo diablos supo que el doctor Ranger asesinó a Jones?

– Supongo que cuando intentó sacar su pistola. Parece que ahora los asesinos han perdido la costumbre de arrojar las armas al río, Fletcher. Pero supongo que se sentía muy a salvo.

– Pero, ¿por qué mató a Jones?

– Tú mismo me habías dicho que Ranger debía pasarle una pensión a sus dos esposas. La perspectiva de poder obtener treinta o cuarenta mil dólares le debió de parecer tentadora, y cuando Jones lo amenazó con poner al descubierto el asunto del sello, Ranger tuvo que matarle.

– ¿El sello? ¿Se refiere al hawaiano de dos centavos?

Leopold asintió.

– Pero, ¿dónde estaba?

Leopold levantó la mitad de la pesada escayola y tiró de un extremo de la venda de algodón.

– Aquí mismo, Fletcher. He estado llevando el sello de un lugar a otro durante cuatro semanas sin enterarme de ello.

– ¡Dentro de la escayola! -dijo, contemplando el antiguo y tosco sello.

– ¿Recuerdas cómo estaba de embarrada mi muñeca la noche en que me caí y me la fracturé? ¿Y te acuerdas cómo encontraron los sellos esparcidos por el barro que se habían caído del bolsillo roto de Duke? Cuando me apoyé en el suelo, este sello, con su sobre protector, se adhirió con el barro a la parte de abajo de mi muñeca rota. Debido al dolor y a la tirantez no lo pude percibir, y tampoco podía girar la muñeca para ver si se encontraba allí. De todas formas, nunca lo hubiese distinguido en la oscuridad. El doctor Ranger lo encontró cuando me estuvo limpiando el barro, antes de arreglarme los huesos. Quiso la suerte que aquel sello fuera el más valioso de todos. Por supuesto, Ranger no lo sabía entonces. Recordé cuando él dijo que el robo tenía que haber sido en casa de Bailey. Estaba muy seguro de ello, y yo sólo le dije que se había producido en la otra manzana. Tenía tanta seguridad porque vio el sello de correos colgando de mi brazo.

– ¿Pero por qué lo puso dentro de su escayola?

– Se trató de un acto impulsivo, por supuesto. Vio que el sello era un hawaiano de dos centavos, y también su diseño y su color, pero no podía saber que era tan cotizado. Quizá podría valer tan sólo cinco dólares. No quería quedarse con él, cometiendo así un robo, hasta que no supiera más; y se cuidó muy bien de no entregármelo, por si acaso fuera muy valioso. Así que lo escondió entre los vendajes de algodón para protegerlo y luego lo cubrió con el yeso. Sabía que yo tendría que regresar para quitarme la escayola, y para entonces él ya se habría informado mejor. Entonces elegiría si quedarse con el sello, destruirlo, o incluso pretender «encontrarlo» al levantarme la escayola.

– ¿Y qué pasó con Jones?

– Llamó a Jones para que le informara sobre el valor del sello porque recordaba haberlo encontrado una vez en un congreso, o quizá porque la Biblioteca Pública le dio sus señas. Después de lo sucedido no podía llamar a Bailey. Pero Jones tuvo, por el periódico, noticia del sello perdido y adivinó que el buen doctor no le estaba haciendo una pregunta hipotética. Al principio planeó ayudar a Ranger a vender el sello, pero hubo dos cosas que le hicieron cambiar de parecer. En primer lugar, yo fui a verle por motivo de El Diablo de Jersey, cosa que lo atemorizó, y luego Corflu le aconsejó que contara todo a la Policía. Cuando le dijo a Ranger que iba a ir a la Policía, el doctor vio que sus cuarenta mil dólares se le escapaban de las manos. Al saber nosotros que Ranger estaba implicado en el asunto, de algún modo hubiéramos sospechado que el sello había ido a parar a su consultorio mediante mi brazo roto. Así que fue a la Universidad y mató a Dexter Jones.

– ¿Así de simple?

– Así de simple. Sin embargo, yo no comencé a sospechar de él hasta esta mañana en su consultorio. Me contó que había conocido a Jones muchos años atrás, y me lo describió. Dijo que Jones tenía una verruga en la nariz. Probablemente, en la oscuridad del parque de estacionamiento le pareciera eso; pero en realidad se trataba de una quemadura que se había hecho la misma mañana en que fui a visitarle. Por lo tanto me di cuenta de que Ranger le había conocido un poco antes de su muerte y que me estaba mintiendo por alguna razón. Luego recordé su seguridad, cuando aquella noche acertó con lo del robo en la casa de Bailey, y cómo se apresuró a poner fuera de mi vista la escayola una vez que me la hubo quitado. Corrí el riesgo y le pregunté si podía quedármela. En ese momento, perdió todo su aplomo y salió en busca de la pistola.

– Y todo por un simple sello de correos -reflexionó Fletcher-. Vaya, por lo menos el caso ha sido solucionado y a usted le han quitado la escayola del brazo, capitán.

Leopold estiró el brazo sobre el escritorio para tocarla.

– Sabes, creo que la echo de menos. Hubo momentos en los que me fue muy útil.

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