Fred Vargas
El hombre de los círculos azules


Título de la edición original: L ’ homme aux cercles bleus


Traducción de Helena del Amo


Mathilde sacó su agenda y escribió: «El tipo que está sentado a mi izquierda empieza a tocarme las narices».

Bebió un sorbo de cerveza y volvió a echar una ojeada a su vecino, un tipo enorme que daba golpecitos con los dedos en la mesa desde hacía diez minutos.

Añadió en la agenda: «Está sentado demasiado cerca de mí, como si nos conociéramos, aunque jamás le había visto. Estoy segura de que no le había visto jamás. No se puede contar nada más de este tipo que lleva gafas negras. Estoy en la terraza del Café Saint-Jacques y he pedido una caña. La bebo. Me concentro en la cerveza. No tengo nada mejor que hacer».

El vecino de Mathilde siguió tecleando.

– ¿Pasa algo? -preguntó Mathilde.

Mathilde tenía la voz grave y muy cascada. El hombre dedujo que era una mujer y que fumaba todo lo que podía.

– Nada, ¿por qué? -preguntó el hombre.

– Me está empezando a poner nerviosa verle tamborilear en la mesa. Hoy me crispa todo.

Mathilde acabó la cerveza. Todo le parecía insulso, sensación típica de los domingos. Mathilde tenía la impresión de que sufría más que los demás ese mal bastante común que ella llamaba «el mal del séptimo día».

– Tiene usted aproximadamente cincuenta años, ¿verdad? -preguntó el hombre sin apartarse de ella.

– Es posible -dijo Mathilde.

No le hizo ninguna gracia. ¿Qué podía importarle a ese tipo? En ese instante acababa de descubrir que el chorrillo de agua de la fuente de enfrente, desviado por el viento, mojaba el brazo de un ángel esculpido más abajo, y esos eran seguramente instantes de eternidad. En realidad, el tipo estaba a punto de estropearle el único instante de eternidad de su séptimo día.

Y además, normalmente le echaban diez años menos. Se lo dijo.

– ¿Qué importa? -dijo el hombre-. Yo no sé valorar las cosas como los demás, pero supongo que es usted más bien guapa, ¿o me equivoco?

– ¿Acaso hay algo raro en mi cara? No parece usted muy convencido -dijo Mathilde.

– Sí -dijo el hombre-, supongo que es usted guapa, pero no puedo jurarlo.

– Haga lo que quiera -dijo Mathilde-. De todas formas usted sí es guapo, y puedo jurarlo si le sirve de algo. En realidad siempre sirve. Y ahora voy a dejarle. Realmente hoy estoy demasiado crispada para desear hablar con tipos como usted.

– Yo tampoco estoy muy relajado. Iba a ver un apartamento para alquilar y ya lo habían cogido. ¿Y usted?

– He dejado escapar a alguien que me interesaba.

– ¿Una amiga?

– No, una mujer a la que he seguido en el metro. Había tomado un montón de notas y, de repente, la he perdido. ¿Lo ve?

– No. No veo nada.

– No lo intenta, eso es lo que pasa.

– Es evidente que no lo intento.

– Es usted un hombre patético.

– Sí, soy patético y, además, ciego.

– Dios mío -dijo Mathilde-, lo siento.

El hombre se volvió hacia ella con una sonrisa bastante perversa.

– ¿Por qué lo siente? -dijo-. De todas formas usted no tiene la culpa.

Mathilde se dijo que debería dejar de hablar, pero también sabía que no lo conseguiría.

– ¿De quién es la culpa? -preguntó.

El ciego guapo, como Mathilde ya le había llamado en su pensamiento, se volvió casi de espaldas.

– De una leona que disequé para entender el sistema de locomoción de los felinos. ¡A quién carajo le importa el sistema locomotor de los felinos! Unas veces me decía: «Es formidable», y otras pensaba: «Maravilloso, los leones caminan, retroceden, saltan, y eso es todo lo que hay que saber». Un día, hice un movimiento torpe con el escalpelo…

– Y le salpicó.

– Así fue. ¿Cómo lo sabe?

– Hubo un chico, el que construyó la columnata del Louvre, que murió así, por culpa de un pajarraco podrido extendido sobre una mesa. Pero fue hace mucho tiempo y era un pajarraco. Realmente es muy grande la diferencia.

– Pero la putrefacción es la putrefacción. La putrefacción me saltó a los ojos y me vi lanzado a la oscuridad. Todo terminó, ya no podía ver. Mierda.

– Una leona asquerosa. Yo conocí un animal así. ¿Cuánto tiempo hace?

– Once años. Si fuera posible, seguro que en este momento la leona seguiría riéndose a carcajadas. Bueno, ahora yo también me río a veces. Pero no entonces. Un mes después volví al laboratorio y lo destrocé todo, esparcí putrefacción por todas partes, quería que la putrefacción saltara a los ojos de todo el mundo y lancé por los aires todo el trabajo del equipo sobre la locomoción de los felinos. Por supuesto, no logré la menor satisfacción. Estaba decepcionado.

– ¿De qué color eran sus ojos?

– Negros como vencejos, negros como las hoces del cielo.

– Y ahora, ¿cómo son?

– Nadie se ha atrevido a describírmelos. Negros, rojos y blancos, creo. A la gente se le hace un nudo en la garganta cuando los ve. Imagino que el espectáculo es espeluznante. Jamás me quito las gafas.

– Pues yo quiero verlos -dijo Mathilde-, si realmente usted quiere saber cómo son. A mí lo espeluznante no me impresiona.

– Eso dicen y luego lloran.

– Un día, haciendo submarinismo, un tiburón me mordió la pierna.

– De acuerdo, no debe de ser muy agradable.

– ¿Qué es lo que más siente no poder ver?

– Sus preguntas me matan. No vamos a hablar de leones, tiburones y bichos asquerosos todo el día, ¿verdad?

– No, por supuesto que no.

– Echo de menos a las chicas. Es normal.

– ¿Las chicas se fueron después de la leona?

– Eso parece. Usted no me ha dicho por qué seguía a esa mujer.

– Por nada. Yo sigo a cantidad de gente, ¿sabe? Es más fuerte que yo.

– ¿Su amante se fue después del tiburón?

– Se fue y vinieron otros.

– Es usted una mujer singular.

– ¿Por qué lo dice? -dijo Mathilde.

– Por su voz.

– ¿Qué oye usted en las voces?

– ¡Vamos, no puedo decírselo! ¿Qué me quedaría, Dios mío? Señora, hay que dejar algo al ciego -dijo el hombre sonriendo.

Se levantó para marcharse. Ni siquiera se había terminado su copa.

– Espere. ¿Cómo se llama? -dijo Mathilde.

El hombre titubeó.

– Charles Reyer -dijo.

– Gracias. Yo me llamo Mathilde.

El ciego guapo dijo que era un nombre bastante elegante, que la reina Mathilde había reinado en Inglaterra en el siglo XII, y luego se fue, guiándose con un dedo a lo largo de la pared. A Mathilde le importaba un carajo el siglo XII y vació la copa del ciego frunciendo el ceño.

Durante mucho tiempo, semanas enteras, en el transcurso de sus excursiones por las aceras, Mathilde buscó al mismo tiempo al ciego guapo con el rabillo del ojo. No le encontró. Le calculaba treinta y cinco años.


Le habían nombrado comisario en París, en el distrito 5. A pie se dirigía a su nuevo despacho, en el que llevaba doce días.

Afortunadamente era París.

La única ciudad del país que podía gustarle. Durante mucho tiempo creyó que el lugar donde vivía le era indiferente, indiferente como los alimentos que comía, indiferente como los muebles que le rodeaban, indiferente como le resultaban los trajes que llevaba, que le habían dado, que había heredado o encontrado vaya a saber dónde.

Sin embargo, al final, no era tan sencillo encontrar el lugar donde vivir. Jean-Baptiste había recorrido descalzo las pedregosas montañas de los Bajos Pirineos. Allí había vivido y dormido, y más tarde, cuando se hizo poli, había investigado en asesinatos, asesinatos en pueblos de piedra, asesinatos en senderos llenos de minerales. Sabía de memoria el ruido que hacen las piedras bajo los pies, y la montaña que atrae hacia sí y amenaza como un musculoso anciano. En la comisaría en la que se había estrenado a los veinticinco años, decían que estaba «asilvestrado». Seguramente se referían a su insociabilidad, a su soledad, no lo sabía exactamente, pero no le parecía original ni halagador.

Había preguntado el motivo a una de las jóvenes inspectoras, su superiora directa, a la que le hubiera gustado besar pero, como tenía diez años más que él, no se había atrevido. Ella había demostrado cierto nerviosismo y había dicho: «Aclárelo usted, mírese en un espejo y lo entenderá perfectamente sin ayuda de nadie». Esa noche había contemplado, contrariado porque le gustaban los gigantes blancos, su silueta pequeña, sólida y morena, y al día siguiente había dicho: «Me he puesto ante el espejo, me he mirado, pero no he entendido bien lo que usted me dijo».

«Adamsberg -había dicho la inspectora, un poco cansada, un poco harta- ¿por qué hay que hablar de esas cosas? ¿Por qué hacer preguntas? Estamos trabajando en un robo de relojes, y eso es lo que tenemos que investigar. No tengo la menor intención de hablar de su cuerpo -y había añadido-: No me pagan para hablar de su cuerpo.»

«Bueno -había dicho Jean-Baptiste-, no se ponga así.»

Una hora después había oído cómo se detenía la máquina de escribir y la inspectora le llamaba. Estaba enfadada. «Acabemos con esto -había dicho-, digamos que es el cuerpo de un niño asilvestrado, nada más.» Él había respondido: «¿Quiere decir que es primitivo, que es feo?». Ella se había mostrado aún más alterada. «No me haga decir que es usted guapo, Adamsberg, pero es muy atractivo, arrégleselas con eso en la vida», y había habido cansancio y ternura en su voz, estaba seguro. Tanto que seguía recordándolo con un estremecimiento, sobre todo porque jamás había vuelto a ocurrirle con ella. Él había esperado la continuación con el corazón palpitante. Quizás ella iba a besarle, quizá, pero dejó de tutearle y nunca más volvió a mencionarlo. Excepto esto, como con desesperanza: «Usted no tiene nada que hacer en la policía, Jean-Baptiste. La policía no está asilvestrada».

Estaba equivocada. Él había esclarecido ininterrumpidamente, durante los cinco años siguientes, cuatro asesinatos, de un modo que a sus colegas les había parecido alucinante, es decir injusto, provocador. «No pegas ni golpe, Adamsberg -le decían-. Estás ahí, vagando, soñando, mirando a la pared, haces dibujitos deprisa y corriendo sobre las rodillas, como si poseyeras ciencia infusa y tuvieras la vida ante ti, y luego, un día, te presentas, lánguido y amable, y dices: "Hay que detener al cura, ha estrangulado al niño para que no hable".»

Así, al niño asilvestrado de los cuatro asesinatos le habían acabado nombrando inspector y luego comisario, mientras seguía garabateando durante horas dibujitos sobre las rodillas, sobre sus deformados pantalones. Hacía quince días le habían ofrecido París. Entonces dejó tras él su despacho lleno de inscripciones que había escrito a lápiz durante veinte años, sin que la vida le agotara jamás.

Sin embargo, ¡cómo podía la gente, a veces, llegar a aburrirle! Era como si demasiado a menudo supiera de antemano lo que iba a oír. Y cada vez que pensaba: «Ahora este tipo va a decir esto», se despreciaba, se consideraba odioso, y aún más cuando el tipo lo decía realmente. Entonces sufría y suplicaba a un dios cualquiera que un día le concediera la sorpresa y no el conocimiento.

Jean-Baptiste Adamsberg removía el café en un bar frente a su nueva comisaría. ¿Acaso ahora entendía mejor por qué habían dicho de él que estaba asilvestrado? Sí, realmente lo veía un poco más claro, aunque la gente utiliza las palabras a tontas y a locas. Sobre todo él. De lo que estaba seguro era de que sólo París podía restituirle el mundo mineral que sabía que necesitaba.

París, la ciudad de piedra.

Había muchos árboles, era inevitable, pero los ignoraba, bastaba con no mirarlos. Y las plazoletas ajardinadas bastaba con evitarlas; entonces todo iba bien. A Adamsberg, en materia de vegetación, sólo le gustaban los matorrales raquíticos y las hortalizas subterráneas. Lo que también estaba claro era que sin duda no había cambiado tanto, pues las miradas de sus nuevos colegas le habían recordado a las de los Pirineos, hacía veinte años: la misma estupefacción discreta, las palabras murmuradas a sus espaldas, los movimientos de cabeza, los pliegues alterados de las bocas y los dedos separándose en gestos de impotencia. Toda esa actividad silenciosa que quiere decir: pero ¿quién es este tipo?

Suavemente había sonreído, suavemente había estrechado las manos, explicado y escuchado, porque Adamsberg siempre lo hacía todo suavemente. Sin embargo, al cabo de once días, sus colegas seguían acercándose a él con la expresión de los hombres que se preguntan a qué nueva especie de ser vivo tienen que enfrentarse, y cómo se la alimenta, y cómo se le habla, y cómo se la distrae y cómo hay que interesarse por ella. Desde hacía once días, la comisaría del distrito 5 se había visto invadida por los cuchicheos, como si un delicado misterio hubiera interrumpido la vida cotidiana.

La diferencia con sus comienzos en los Pirineos era que, ahora, su reputación hacía las cosas un poco más fáciles, aunque ese hecho no consiguiera que todos olvidaran que él venía de fuera. Ayer había oído al parisino más viejo del equipo decir en voz baja: «Viene de los Pirineos, ¿te das cuenta?, eso es como decir del otro extremo del mundo».

Tenía que haber estado en su despacho desde hacía media hora, pero Adamsberg seguía removiendo el café en el bar de enfrente.

No era porque hoy, a los cuarenta y cinco años, hubiera respeto a su alrededor por lo que se permitía llegar tarde. A los veinte años, también llegaba tarde. Incluso para nacer se había retrasado dieciséis días. Adamsberg no tenía reloj, aunque no era capaz de explicar por qué y por otra parte no tenía nada contra los relojes. Ni contra los paraguas. Ni contra nada, en realidad. No era que sólo quisiera hacer lo que deseaba, sino que no podía esforzarse por nada si su humor, en ese instante, no era propicio. Jamás había podido, ni siquiera cuando deseaba gustar a la bella inspectora. Ni siquiera por ella. Todos habían dicho que el caso de Adamsberg era desesperado, y también ésa era a veces su opinión. Pero no siempre.

Y hoy su humor era remover un café, lentamente. Un tipo había sido asesinado en su almacén de tejidos, tres días antes. Sus negocios parecían tan turbios que tres de los inspectores estaban examinando el archivo de sus clientes, seguros de encontrar al asesino entre ellos.

Adamsberg no estaba demasiado preocupado por el caso desde que había visto a la familia del muerto. Sus inspectores buscaban un cliente estafado, e incluso tenían una pista verosímil, y él observaba al hijastro del muerto, Patrice Vernoux, un guapo joven de veintitrés años, delicado y romántico. Era todo lo que hacía, observarle. Ya le había convocado tres veces a la comisaría con variados pretextos, haciéndole hablar de cualquier cosa: qué pensaba de la calvicie de su padrastro, si le desagradaba, si le gustaban las fábricas textiles, qué sentía cuando había una huelga de electricidad, cómo explicaba que la genealogía apasionara a tanta gente…

La última vez, ayer, la conversación se había desarrollado así:

– ¿Se considera usted guapo? -había preguntado Adamsberg.

– Me resulta difícil decir que no.

– Tiene usted razón.

– ¿Podría decirme por qué estoy aquí?

– Sí. Por su padrastro, por supuesto. Usted me ha dicho que le molestaba que se acostara con su madre.

El joven se encogió de hombros.

– De todas formas no podía hacer nada, salvo matarle, y no lo he hecho. Pero es verdad, aquello me revolvía un poco el estómago. Mi padrastro era una especie de oso. Tenía pelos hasta en las orejas, francamente era superior a mis fuerzas. ¿A usted le habría gustado?

– No lo sé. Un día vi a mi madre acostándose con un compañero de clase, aunque la pobre mujer era bastante fiel. Cerré la puerta y recuerdo que lo único que pensé fue que el chico tenía un lunar verde en la espalda, pero que seguramente mamá no lo había visto.

– No sé qué tiene que ver conmigo -había protestado el chico, molesto-. Si usted es más valiente que yo, es asunto suyo.

– No, pero no importa. ¿Le parece que su madre está triste?

– Naturalmente.

– Bueno. Muy bien. No vaya demasiado a verla.

Y luego había dicho al joven que se fuera.


Adamsberg entró en la comisaría. Su inspector preferido, de momento, era Adrien Danglard, un hombre no muy guapo, muy bien vestido, con el vientre y el culo bajos, que bebía bastante y no parecía muy fiable después de las cuatro de la tarde, y a veces antes. Sin embargo era real, muy real, y Adamsberg aún no había encontrado otro término para definirle. Danglard le había dejado sobre su mesa un resumen del archivo de los clientes del comerciante de tejidos.

– Danglard, me gustaría ver hoy a ese joven, Patrice Vernoux.

– ¿Otra vez, señor comisario? Pero ¿qué quiere de ese pobre chico?

– ¿Por qué dice «pobre chico»?

– Es tímido, se está repeinando sin parar, es conciliador, hace esfuerzos por agradarle, y cuando le espera, sentado en el pasillo, sin saber lo que usted va a preguntarle, parece tan desconcertado que da un poco de pena. Por eso digo «pobre chico».

– Danglard, ¿no ha advertido usted nada más?

Danglard movió la cabeza.

– ¿No le he contado la historia del perrazo baboso? -le preguntó Adamsberg.

– No. Debo decir que no.

– Después, usted me considerará el poli más asqueroso de la tierra. Tiene usted que sentarse un momento, hablo muy despacio, me cuesta mucho resumir, a veces incluso me despisto. Soy un hombre impreciso, Danglard. Salí temprano del pueblo para pasar el día en la montaña, tenía once años. No me gustan los perros y tampoco me gustaban cuando era pequeño. Aquél, un perrazo baboso, me miraba en medio del sendero. Me lamió los pies, me lamió las manos, era un perrazo cretino y simpático. Le dije: «Escucha, perrazo, voy muy lejos, intento perderme y volver a encontrarme después, puedes venir conmigo, pero haz el favor de dejar de lamerme porque me molesta». El perrazo me entendió y me siguió.

Adamsberg se interrumpió, encendió un cigarrillo y sacó un trozo de papel del bolsillo. Cruzó una pierna, se apoyó en ella para garabatear un dibujo y continuó tras mirar de reojo a su colega.

– Me da igual aburrirle, Danglard, quiero contar la historia del perrazo. El perrazo y yo charlamos durante todo el camino de las estrellas de la Osa Menor y de los huesos de vaca, y nos detuvimos en un establo abandonado. Allí había seis chavales de otro pueblo a los que conocía bien. Nos habíamos peleado muchas veces. Dijeron: «¿Es tu chucho?». «Sólo por hoy», respondí. El más pequeño tiró al perrazo de sus largos pelos, al perrazo que era miedoso y blando como una alfombra, y tiró de él hasta el borde del precipicio. «No me gusta tu chucho -dijo-, tu chucho es un gilipollas.» El perrazo gimió sin reaccionar, es verdad que era un gilipollas. El crío le dio una patada en el culo y el perro cayó al vacío. Puse mi mochila en el suelo, lentamente. Yo todo lo hago lentamente. Soy un hombre lento, Danglard,

«Sí -tuvo ganas de decir Danglard-, ya me he dado cuenta.» Un hombre impreciso, un hombre lento, aunque no podía decirlo porque Adamsberg era su nuevo superior. Y además le respetaba. A los oídos de Danglard habían llegado, como a los de todo el mundo, las principales investigaciones de Adamsberg, y, como todo el mundo, había acogido favorablemente la genialidad del desenlace, cosa que hoy le parecía incompatible con lo que había descubierto del hombre desde su llegada. Ahora que le veía, estaba sorprendido, pero no solamente por la lentitud de sus gestos y sus palabras. En primer lugar le había decepcionado su cuerpo pequeño, delgado y sólido, aunque no impresionante, la negligencia general del personaje, que no se había presentado a ellos a la hora fijada y que se había hecho el nudo de la corbata sobre una camisa deformada, metida de cualquier manera en los pantalones. Luego la seducción había subido, como el nivel de un recipiente de agua. Había empezado con la voz de Adamsberg. A Danglard le gustaba oírle, le calmaba, le adormilaba casi. «Es como una caricia», había dicho Florence, aunque bueno, Florence era una chica y la única responsable de las palabras que elegía. Castreau había vociferado: «No dirás que es guapo,…». Florence se había quedado pensativa. «Espera, tengo que pensarlo», había respondido. Florence siempre decía eso. Era una chica escrupulosa que pensaba mucho antes de hablar. No muy segura de sí misma, había balbuceado: «No, pero tiene que ver con el atractivo, o algo así. Lo pensaré». Como sus compañeros se habían reído al ver que Florence parecía tan reflexiva, Danglard había dicho: «Florence tiene razón, es evidente». Margellon, un joven agente, había aprovechado la ocasión para tratarle de maricón. Margellon jamás había dicho nada inteligente, jamás. Y Danglard necesitaba la inteligencia como el beber. Se había encogido de hombros pensando furtivamente que sentía mucho que Margellon no tuviera razón, porque había sufrido un montón de desengaños con las mujeres y pensaba que seguramente los hombres eran menos egoístas. Oía decir que los hombres eran unos cerdos y que cuando se habían acostado con una mujer la clasificaban, pero las mujeres eran peores, porque se negaban a acostarse con nosotros si en ese momento no les convenía. De este modo, no solamente se nos evaluaba y sopesaba, sino que además no nos acostábamos con nadie.

Es triste.

Es duro lo que ocurre con las chicas. Danglard conocía chicas que le habían evaluado y no habían querido nada con él. Como para echarse a llorar. Sea como fuere, sabía que la seria Florence tenía razón en lo que se refería a Adamsberg, y Danglard, hasta ahora, se había dejado seducir por el encanto de ese hombre que le llegaba a la tripa. Empezaba a entender un poco que el deseo difuso de contarle algo que invadía a todos podía explicar que tantos asesinos le hubieran detallado sus masacres, así, podría decirse que como quien no quiere la cosa. Simplemente para hablar con Adamsberg.

Danglard, que tenía buena mano con el lápiz, como solía decirle la gente, hacía caricaturas de sus colegas. Y eso hacía que conociera un poco sus caras. Por ejemplo la jeta de Castreau le había salido muy bien. Sin embargo sabía de antemano que la cara de Adamsberg le costaría mucho, porque era como si sesenta caras se hubieran entrechocado en ella para componerla. Porque la nariz era demasiado grande, porque tenía la boca torcida, cambiaba sin parar y sin duda era sensual, porque tenía los ojos borrosos y caídos, porque los huesos del maxilar inferior eran demasiado evidentes, y le parecía un regalo tener que caricaturizar aquella jeta heteróclita, nacida de una auténtica mezcolanza que no tenía en cuenta una posible armonía un poco clásica. Se podía imaginar que Dios se había encontrado sin materias primas cuando había fabricado a Jean-Baptiste Adamsberg, y que había tenido que rebuscar en los bolsillos, encolar trozos que jamás habrían tenido que estar juntos si Dios hubiera dispuesto de un buen material ese día. Sin embargo, precisamente por eso, parecía que Dios, consciente del problema, se había tomado en cambio la molestia, e incluso mucha molestia, de hacer un esfuerzo magistral por conseguir de forma inexplicable aquella cara. Y Danglard, que por lo que recordaba jamás había visto una cabeza semejante, pensaba que resumirla en tres plumazos habría sido una traición, y que en lugar de conseguir que sus trazos rápidos extrajeran su originalidad, harían, por el contrario, que desapareciera su luz.

Por eso, en este momento, Danglard pensaba en lo que podía haber en el fondo de los bolsillos de Dios.

– ¿Me está escuchando o se está durmiendo? -preguntó Adamsberg-. Porque he descubierto que a veces duermo a la gente, con profundo sueño. Seguramente porque no hablo muy alto, o muy deprisa, no lo sé. ¿Recuerda? Me quedé en el momento en que el perro se había caído. Desaté la cantimplora de hierro que llevaba en el cinturón y golpeé con fuerza la cabeza del crío.

»Luego fui a buscar al estúpido perrazo. Tardé tres horas en encontrarlo. De todas formas estaba muerto. Lo importante de esta historia, Danglard, es la evidencia de la crueldad que había en el niño. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que había algo en él que no funcionaba, y lo que había era eso, crueldad.

»Le aseguro que tenía una cara normal, que no era un monstruo. Al contrario, era un chico guapo, pero rezumaba crueldad. No me pregunte nada porque no sé nada más, salvo que ocho años después aplastó a una abuela bajo un reloj. Y que la mayoría de los asesinos que actúan con premeditación exigen, además del dolor, además de la humillación, además de la neurosis, además de todo lo que usted quiera, la crueldad, el placer obtenido del sufrimiento, la súplica y la agonía del otro, el placer de aniquilar. Es verdad que eso no siempre se ve enseguida en alguien, pero al menos se siente que algo no funciona en esa persona, que genera algo en exceso, una excrecencia.

– Eso está en contra de mis principios -dijo Danglard, con cierta firmeza-. No es que tenga principios muy sólidos, pero no creo que haya seres marcados por esto o aquello, como las vacas que llevan argollas en las orejas, y que sea así, por intuición, como se descubra a los asesinos. Ya lo sé, digo cosas banales y pobres, pero nos orientamos con los indicios y condenamos con las pruebas. Las sensaciones sobre las excrecencias me espantan, pues son el camino hacia la dictadura de la subjetividad y los errores judiciales.

– Es usted muy elocuente, Danglard, pero yo no he dicho que se viera en su cara. He dicho que era algo monstruoso que supuraba desde el fondo de su ser. Es una supuración, Danglard, y yo, a veces, la veo rezumar. La he visto pasear por la boca de una muchacha, como habría visto correr una cucaracha sobre esta mesa. No puedo evitar saberlo cuando algo no funciona en alguien. Puede tratarse del placer del crimen, pero también de otras cosas, cosas menos graves. Los hay que no segregan sino su hastío, o sus penas de amor, y eso también se reconoce, Danglard, se respira, tanto si es lo uno como lo otro. Sin embargo, cuando es lo otro, ya sabe, cuando se trata del crimen, entonces creo que también lo sé.

Danglard levantó la cabeza y su cuerpo estaba menos blando que de costumbre.

– No importa que usted crea ver cosas en la gente, que crea ver cucarachas en los labios, que crea que sus impresiones son revelaciones, porque son sólo suyas, y usted cree que los seres supuran, y eso es falso. La verdad, que también es pobre y banal, es que todos los hombres son rencorosos del mismo modo que tienen pelos en la cabeza, y que todos pueden perder el norte y matar. Estoy seguro de ello. Todos los hombres pueden violar y matar, y todas las mujeres pueden dejarnos patidifusos, como esa de la Rué Gay-Lussac el mes pasado. Todo depende de lo que se ha vivido, todo depende de las ganas que se tengan de perderse en el oscuro cieno y arrastrar a los demás. No es necesario supurar desde el nacimiento para desear aplastar a la tierra entera como castigo a la propia náusea.

– Ya le dije, Danglard -dijo Adamsberg frunciendo el ceño e interrumpiendo su dibujo-, que después de la historia del perrazo, me encontraría usted detestable.

– Digamos peligroso -refunfuñó Danglard-. No hay que creerse tan fuerte.

– No hay nada fuerte en ver cucarachas moviéndose. Lo que le cuento no lo puedo remediar. Para mi vida es incluso un cataclismo. Ni una sola vez me he equivocado respecto a alguien, y siempre he sabido si estaba de pie, tumbado, triste, si era inteligente, falso, si estaba destrozado, si era indiferente, peligroso, tímido, todo eso, ¿entiende?, ¡ni una sola vez! ¿Puede usted imaginar lo terrible que puede llegar a ser? Muchas veces suplico para que la gente me sorprenda, cuando empiezo a vislumbrar el fin desde el principio. Durante toda mi vida, por así decirlo, no he conocido sino los comienzos, y siempre he conservado la esperanza. Sin embargo, inmediatamente el fin se dibujaba ante mis ojos, como en una mala película en la que adivinamos quién se va a enamorar de quién y quién va a tener un accidente. Entonces, y a pesar de todo, vemos la película, pero es demasiado tarde porque ya se ha jodido.

– Admitamos que es usted intuitivo -dijo Danglard-. El olfato del poli, eso es lo único que le concedo. Pero incluso de eso nadie tiene derecho a aprovecharse, es demasiado arriesgado, demasiado odioso. No, incluso después de veinte años, jamás llegamos a conocer a los demás.

Adamsberg apoyó la barbilla en la palma de la mano. El humo de su cigarrillo hizo que le brillaran los ojos.

– Quíteme este conocimiento, Danglard. Líbreme de él, es todo lo que espero.

– Los hombres no son bichos -continuó Danglard.

– No. A mí me gustan, y los bichos me importan un bledo; lo que piensan, lo que quieren. Aunque también los bichos tengan sus mecanismos, no es lo mismo.

– Es verdad -admitió Danglard.

– Danglard, ¿ha cometido usted algún error judicial?

– ¿Ha leído mi expediente? -dijo Danglard mirando de soslayo a Adamsberg que fumaba y dibujaba.

– Si le digo que no, me reprochará que juego a ser un mago. Y sin embargo no lo he leído. ¿Qué ocurrió?

– Una chica. Se había cometido un robo en la joyería en la que trabajaba. Puse todo mi empeño en demostrar su complicidad. Realmente era evidente. Sus remilgos, sus disimulos, su perversidad, en fin, mi olfato de poli, ¿sabe? Le cayeron tres años y se suicidó dos meses después en su celda, de una forma bastante horrible. Sin embargo, no había tenido nada que ver con el robo, se supo unos días después. Entonces para mí, ahora, la intuición de mierda y sus cucarachas de mierda en las bocas de las chicas terminaron. A partir de ese día, cambié las sutilezas y las convicciones íntimas por las indecisiones y las banalidades públicas.

Danglard se levantó.

– Espere -dijo Adamsberg-. El hijastro Vernoux, no olvide convocarle.

Adamsberg hizo una pausa. Estaba cohibido. Su decisión caía mal después de la conversación que habían mantenido. Prosiguió en tono más bajo:

– Y luego póngale bajo vigilancia.

– No lo dice en serio, ¿verdad señor comisario? -dijo Danglard.

Adamsberg se mordió el labio inferior.

– Su novia le protege. Estoy seguro de que no estaban juntos en el restaurante la noche del asesinato, aunque sus dos versiones concuerden. Pregunte a uno después de otro: ¿cuánto tiempo transcurrió entre el primer plato y el segundo? ¿Es verdad que un guitarrista fue a la sala a tocar? ¿Dónde estaba colocada la botella de vino en la mesa, a la derecha, a la izquierda? ¿Qué vino era? ¿Qué forma tenían los vasos? ¿De qué color era el mantel? Y así sucesivamente hasta los menores detalles. Se contradirán, ya lo verá. Y luego haga un inventario de los pares de zapatos del chico. Que le informe la asistenta que le paga su madre. Tiene que faltar un par, el que llevaba la noche del asesinato, porque el terreno estaba embarrado alrededor del almacén a causa de la obra que hay al lado y de la que están extrayendo una arcilla pegajosa como la masilla. El chico no es tonto y seguramente se habrá desembarazado de ellos. Ordene buscar en las alcantarillas que están cerca de su domicilio, porque pudo recorrer los últimos metros en calcetines, entre la boca de la alcantarilla y su puerta.

– Si he entendido bien -dijo Danglard-, según usted, ¿el pobre tipo supura?

– Temo que sí -dijo Adamsberg en voz baja.

– ¿Y qué supura?

– Crueldad.

– Y a usted, ¿le parece evidente?

– Sí, Danglard.

Aunque estas palabras fueron casi inaudibles.


Después de la marcha del inspector, Adamsberg cogió el montón de periódicos que le habían llevado. En tres de ellos encontró lo que buscaba. El fenómeno aún no había adquirido grandes proporciones en la prensa, pero estaba seguro de que ocurriría. Recortó sin mucha delicadeza una pequeña columna y la puso ante él. Siempre necesitaba mucha concentración para leer, y si tenía que hacerlo en voz alta, era mucho peor. Adamsberg había sido un mal alumno, jamás había entendido bien el motivo por el que le obligaban a ir a clase, pero se había esforzado en fingir que estudiaba lo más atentamente que podía para no entristecer a sus padres y, sobre todo, para que jamás descubrieran que le importaba un bledo. Leyó:


¿Una broma o la manía de un filósofo de pacotilla? En cualquier caso, los círculos hechos con tiza azul siguen creciendo en la noche de la capital como la mala hierba en las aceras, empezando a despertar vivamente la curiosidad de los intelectuales parisinos. Su ritmo se acelera. Sesenta y tres círculos han sido ya descubiertos, desde los primeros que fueron encontrados hace cuatro meses en el distrito 12. Esta nueva distracción, que adquiere el cariz de un juego de pistas, ofrece un tema de conversación inédito a todos los que no tienen otra cosa de que hablar en los cafés. Y como son muchos, al final resulta que se habla de ello en todas partes…


Adamsberg se interrumpió para bajar directamente a la firma del artículo. «Es ese cretino -murmuró-, no se puede esperar mucho de él.»


…Pronto serán ellos los que tengan el honor de encontrar un círculo delante de su puerta cuando vayan a trabajar por la mañana. Ya sea un cínico bromista o un auténtico chiflado, si le seduce la fama, el autor de los círculos azules está consiguiendo su objetivo. Es repugnante, para los que dedican toda una vida a hacerse famosos, comprobar que basta un trozo de tiza y unas cuantas rondas nocturnas para estar a un paso de convertirse en el personaje más popular de París del año 1990. No hay la menor duda de que la televisión le invitaría para que figurara en «Los fenómenos culturales del fin del segundo milenio», si consiguieran ponerle la mano encima. El problema es que se trata de un auténtico fantasma. Aún nadie le ha sorprendido trazando sus grandes círculos azules en el asfalto. No lo hace todas las noches y elige cualquier barrio de París. Estamos seguros de que numerosos noctámbulos le buscan por el simple placer de hacerlo. Feliz cacería.


Un artículo más agudo había aparecido en un periódico de provincias.


París se enfrenta a un maníaco inofensivo.

A todo el mundo le parece divertido, pero sin embargo el hecho es curioso. Desde hace más de cuatro meses, en las noches de París, alguien, parece ser que un hombre, traza un gran círculo con tiza azul, de unos dos metros de diámetro, alrededor de una serie de objetos encontrados en la acera. Las únicas «víctimas» de esta extraña obsesión son los objetos que el personaje encierra en sus círculos, siempre un ejemplar único. Los sesenta casos que ya ha proporcionado permiten elaborar una lista singular: doce chapas de botellas de cerveza, una caja de las que se usan para transportar verduras, cuatro trombones, dos zapatos, una revista, un bolso de piel, cuatro mecheros, un pañuelo, una pata de paloma, un cristal de gafas, cinco agendas, un hueso de costilla de cordero, un recambio de bolígrafo, un pendiente, una caca de perro, un trozo de faro de coche, una pila, una lata de coca-cola, un alambre, un ovillo de lana, un llavero, una naranja, un tubo de Carbophos, una vomitona, un sombrero, el contenido del cenicero de un coche, dos libros (La metafísica de lo real y Cocinar sin esfuerzo), una matrícula de coche, un huevo roto, una insignia con la inscripción: «Amo a Elvis», unas pinzas de depilar, la cabeza de una muñeca, una rama de árbol, una camiseta, un rollo de fotos, un yogur de vainilla, una bombilla y un gorro de piscina. Una lista muy aburrida pero reveladora de los inesperados tesoros que reservan las aceras de la ciudad al que los busca. Como el psiquiatra Rene Vercors-Laury se interesó inmediatamente por este caso intentando aportar sus luces, ahora se habla del «objeto reinspeccionado», y el hombre de los círculos se convierte en un asunto mundano en la capital, después de mandar al olvido a los taggers que deben de poner una cara muy triste al ver sus graffiti enfrentados a tan severa competencia. Todo el mundo busca sin encontrarlo cuál puede ser el impulso que anima al hombre de los círculos azules. Porque lo que más intriga es que, alrededor de cada círculo, la mano traza con una bonita letra inclinada, la de un hombre al parecer cultivado, esta frase que hunde a los psicólogos en un abismo de preguntas: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».


Una foto muy mala ilustraba el texto.

El tercer artículo, por último, era menos preciso y muy corto, pero señalaba el descubrimiento de la noche anterior, en la Rué Caulaincourt: dentro del gran círculo azul se encontraba un ratón muerto, y alrededor del círculo aparecía escrito, como siempre: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Adamsberg puso mala cara. Era exactamente lo que sospechaba.

Metió los artículos bajo el pie de la lámpara y decidió que tenía hambre aunque no sabía qué hora era. Salió, caminó durante mucho rato por calles aún poco familiares, compró un bocadillo, un refresco, cigarrillos, y regresó lentamente a la comisaría. En el bolsillo de los pantalones notaba a cada paso cómo se arrugaba la carta de Christiane que había recibido esa mañana. Siempre escribía en un papel grueso y lujoso que resultaba muy molesto en los bolsillos. A Adamsberg no le gustaba ese papel.

Debía informarla de su nueva dirección. A ella no le costaría demasiado venir con frecuencia porque trabajaba en Orléans. Aunque daba a entender en su carta que buscaba un empleo en París. Por él. Adamsberg movió la cabeza. Más tarde pensaría en ello. Desde que la conocía, hacía seis meses, siempre intentaba lo mismo, hacer lo posible por pensar en ella más tarde. Era una chica nada tonta, incluso muy lista, pero poco dada a cambiar ciertas ideas preconcebidas. Era una lástima, por supuesto, aunque no demasiado grave, porque el defecto era leve y no había que soñar lo imposible. Y además lo imposible, la brillantez, lo imprevisible, la piel suavísima, el perpetuo movimiento entre gravedad y futilidad, lo había conocido una vez, hacía ocho años, con Camille y su estúpido tití, Ricardo III, al que llevaba a mear a la calle, diciendo a los transeúntes que se quejaban: «Ricardo III tiene que mear fuera».

A veces el monito, que olía a naranja, no se sabe por qué porque no las comía, se instalaba sobre ellos y hacía como que les buscaba piojos en los brazos, con expresión concentrada y gestos rotundos y precisos. Entonces Camille, él y Ricardo III se rascaban invisibles presas en las muñecas. Sin embargo, su querida pequeña había huido. Y él, el poli, nunca había tenido la puñetera posibilidad de volver a ponerle la mano encima durante todo el tiempo que la había buscado, un año entero, un año larguísimo, y más tarde su hermana le había dicho: «No tienes ningún derecho, déjala en paz». La querida pequeña, se repitió Adamsberg. «¿Te gustaría volver a verla?», le había preguntado su hermana. Solamente la menor de sus cinco hermanas se atrevía a hablar de la querida pequeña. Él había sonreído al decir: «Con toda mi alma, sí, al menos una hora antes de morir».

Adrien Danglard le esperaba en el despacho, con un vaso de plástico en la mano lleno de vino blanco y sentimientos encontrados en el rostro.

– Comisario, faltan las botas del joven Vernoux. Unas botas bajas con hebillas.

Adamsberg no dijo nada. Trató de respetar el disgusto de Danglard.

– No he querido hacerle una demostración esta mañana -le dijo-, no puedo evitar que haya sido el joven Vernoux el asesino. ¿Ha buscado las botas?

Danglard puso una bolsa de plástico sobre la mesa.

– Aquí están -suspiró-. El laboratorio ya ha empezado a trabajar, pero sólo con echar un vistazo está claro que hay arcilla de la obra en las suelas, tan pegajosa que el agua de la alcantarilla no la ha quitado. Unos zapatos muy bonitos. Es una pena.

– ¿Estaban en la alcantarilla?

– Sí, a veinticinco metros río abajo de la boca más próxima a su casa.

– Danglard, trabaja usted deprisa.

Se produjo un silencio entre los dos hombres. Adamsberg se mordió los labios. Había cogido un cigarrillo, sacado un lápiz del bolsillo y apoyado un papelito sobre sus rodillas. Pensó: «Este tipo me va a soltar un discurso, está enfadado, impresionado, jamás debí contarle la historia del perrazo que babeaba, jamás debí decirle que Patrice Vernoux supuraba crueldad como el chaval de la montaña».

No debió hacerlo. Adamsberg miró a su colega. El cuerpo grande y blando de Danglard, que había adquirido en la silla la forma de una botella a punto de derretirse, estaba tranquilo. Había metido sus enormes manos en los bolsillos de su bonito traje, había dejado el vaso en el suelo, tenía la mirada fija en el vacío, e incluso así, Adamsberg vio que era excesivamente inteligente. Danglard dijo:

– Le felicito, comisario.

Luego se levantó, como había hecho antes, doblando primero la parte superior de su cuerpo hacia delante, después alzando el trasero, y después, por fin, irguiéndose.

– Tengo que decirle -añadió volviéndose de espaldas a medias- que, después de las cuatro de la tarde, parece ser que no valgo gran cosa, como usted sabe. Si tiene algo que pedirme, hágalo por la mañana. Y en cuanto a la persecución, el disparo, la caza del hombre y otras fruslerías, ni lo intente, tengo la mano temblorosa y las rodillas débiles. Aparte de eso, podemos utilizar mis piernas y mi cabeza. Creo que mi cabeza no está demasiado mal construida, aunque me parece muy diferente de la suya. Un colega zalamero me dijo un día que, si yo seguía siendo inspector, con lo que le doy a la botella, era gracias a la benevolencia ciega de algunos superiores y porque había realizado la hazaña de tener dos veces gemelos, cosa que suma cuatro hijos si se hace bien la cuenta, a los que educo solo porque mi mujer se fue con su amante a estudiar las estatuas de la isla de Pascua. Cuando era un recién nacido, es decir, cuando tenía veinticinco años, quería escribir las Memorias de ultratumba o nada. No le sorprenda si le digo que eso ha cambiado completamente. Bueno. Recojo las botas y voy a ver a Patrice Vernoux y su novia que me esperan ahí al lado.

– Danglard, le aprecio mucho -dijo Adamsberg mientras dibujaba.

– Creo que lo sé -dijo Danglard recogiendo su vaso.

– Pida al fotógrafo que se presente aquí mañana por la mañana y acompáñele. Quiero una descripción y clichés precisos del círculo de tiza azul que seguramente será trazado esta noche en París.

– ¿Del círculo? ¿Se refiere a esa historia de redondeles alrededor de chapas de botellas de cerveza? ¿«Víctor mala suerte qué haces fuera»?

– A eso me refiero, Danglard. Exactamente a eso.

– Pero si es una estupidez… Qué es lo que…

Adamsberg movió la cabeza con impaciencia.

– Lo sé, Danglard, lo sé, pero hágalo. Se lo ruego. Y no hable de ello con nadie, de momento.

Después, Adamsberg terminó el dibujo que estaba haciendo sobre las rodillas. Oyó ruido de voces en el despacho contiguo. La novia de Vernoux gritaba. Era evidente que ella no tenía nada que ver en el asesinato del viejo comerciante. Su único error de juicio, pero que podía llegar lejos, era haber amado mucho a Vernoux, o haber sido demasiado dócil para cubrir su mentira. Lo peor para ella no iba a estar en el tribunal sino en este momento, y era el descubrimiento de la crueldad de su amante.

¿Qué había podido comer Adamsberg a mediodía que le había producido tanto dolor de estómago? Imposible acordarse. Descolgó el teléfono para pedir una cita con el psiquiatra Rene Vercors-Laury. Mañana a las once, propuso la secretaria. Había dicho su nombre, Jean-Baptiste Adamsberg, y eso le había abierto las puertas. Aún no estaba acostumbrado a esa clase de celebridad. Aunque duraba desde hacía un instante. Sin embargo, Adamsberg tenía la impresión de no tener relación alguna con su imagen pública, cosa que le hacía desdoblarse. Pero como desde la infancia se había sentido dos, por un lado Jean-Batiste y por otro Adamsberg, que miraban actuar a Jean-Baptiste, él les pisaba los talones riendo burlonamente, y resultaba que ahora eran tres: Jean-Baptiste, Adamsberg y el hombre público, Jean-Baptiste Adamsberg. Santísima y desgarrada Trinidad. Se levantó para ir a buscar un café a la habitación de al lado, en la que había una máquina ante la que solía estar Margellon. Sin embargo, en ese momento allí estaban casi todos, con una mujer que parecía estar armando un jaleo espantoso, y a la que Castreau decía con paciencia: «Señora, tiene que irse».


Adamsberg se sirvió un café y se quedó observando: la mujer hablaba con voz ronca, estaba nerviosa y también triste. Estaba claro que los polis la cabreaban. Iba vestida de negro. Adamsberg pensó que tenía una cabeza egipcia, o de cualquiera de esos lugares que producen esas magníficas caras afiladas y oscuras que no se olvidan jamás y que se llevan a todas partes, un poco como su querida pequeña.

Ahora, Castreau le decía:

– Señora, esto no es una agencia de información, así que sea amable y váyase, váyase, váyase ahora mismo.

La mujer ya no era joven, Adamsberg le calculó entre cuarenta y cinco y sesenta años. Sus manos eran morenas, violentas, con las uñas cortas, las manos de una mujer que seguramente había pasado la vida fuera, buscando algo con ellas.

– Entonces, ¿de qué sirven los polis? -decía la mujer moviendo su melena negra que le llegaba a los hombros-. Un pequeño esfuerzo, un consejito, no creo que se vayan a morir por eso, ¿no? Yo voy a tardar diez años en encontrarle, algo que a ustedes les llevaría ¡un día!

Esta vez Castreau perdió la calma.

– ¡Su problema me importa un carajo! -gritó-. El tipo que busca no está inscrito entre las personas desaparecidas, ¿verdad? Bueno, pues entonces déjeme en paz, nosotros no nos ocupamos de los anuncios por palabras. Y si sigue armando escándalo ¡llamaré a mi superior!

Adamsberg estaba apoyado en la pared del fondo.

– Yo soy el superior -dijo sin moverse.

Mathilde se volvió. Vio a ese hombre de ojos caídos que la miraba con una dulzura poco común, con la camisa por un lado dentro de unos pantalones negros, y fuera por otro, vio que ese rostro delgado no pegaba con sus manos copiadas de una estatua de Rodin, y comprendió que ahora la vida iba a ser más fácil.

Despegándose un poco de la pared, Adamsberg empujó la puerta de su despacho y le hizo un gesto para que entrara.


– Es verdad -admitió Mathilde sentándose-, ustedes no son una agencia de información. Mi jornada ha sido un desastre. Ayer y anteayer no fue mejor. El resultado es un trozo de semana echado a perder. Le deseo que haya pasado un trozo mejor que yo.

– ¿Un trozo?

– En mi opinión, el lunes, el martes y el miércoles forman un trozo de semana, el trozo 1. Lo que ocurre en el trozo 1 es completamente distinto de lo que ocurre en el trozo 2.

– ¿El jueves, el viernes y el sábado?

– Eso es. Si observamos atentamente, vernos más sorpresas importantes en el trozo 1, en general, digo bien, en general, y más precipitación y diversión en el trozo 2. Es una cuestión de ritmo porque no alterna jamás, a diferencia de los aparcamientos para coches en algunas calles, donde durante una quincena se puede aparcar y durante la siguiente no se puede. ¿Por qué? ¿Para que la calle descanse? ¿Para dejar la tierra en barbecho? Misterio. De todas formas, en los trozos de semana nada cambia jamás. Trozo 1: nos interesamos, creemos los chismes, encontramos cosas. Drama y milagro antrópicos. Trozo 2: no encontramos absolutamente nada, no aprendemos nada, la vida y la compañía resultan irrisorias. En el trozo 2, da igual cualquier persona y cualquier cosa, y entonces nos dedicamos a beber, mientras que el trozo 1 es más importante, evidentemente. Prácticamente, un trozo 2 no puede estropearse, o digamos que no tiene importancia. Sin embargo, un trozo 1, cuando lo hacemos polvo como el de esta semana, produce un impacto. Lo que también ha ocurrido es que en el café había lentejas con carne en el menú. Las lentejas con carne me ponen triste. He sentido una gran desesperanza. Y eso, en pleno final del trozo 1. Ha sido una mala suerte ese puñetero plato.

– ¿Y el domingo?

– ¡Ah, claro! El domingo es el trozo 3. Ese día solo cuenta como un grupo completo, cosa que explica su gravedad. El trozo 3 es la desbandada. Si usted conjuga unas lentejas con carne y un trozo 3, realmente lo único que puede hacer es morirse.

– ¿Dónde estábamos? -preguntó Adamsberg, que tenía la repentina y nada desagradable impresión de desorientarse mucho más con aquella mujer que consigo mismo.

– No estábamos en ninguna parte.

– ¡Ah, sí! Es verdad, en ninguna parte.

– Ya me acuerdo -dijo Mathilde-. Como mi trozo 1 estaba prácticamente echado a perder, al pasar ante esta comisaría de policía, he pensado que, como todo era una mierda, podía intentar probar suerte a pesar de todo. Sin embargo, ya lo ve, intentar salvar un trozo 1 en su final es tentador pero no produce nada bueno. Y a usted, ¿le ha ido bien?

– No ha estado mal -reconoció Adamsberg.

– Pues para mí, el trozo 1 de la semana pasada, tenía que haberlo visto, fue estupendo.

– ¿Qué ocurrió?

– No puedo resumirlo así, sin más, tendría que consultar mi agenda. Bueno, mañana empieza el trozo 2 y podré soltar un poco el freno.

– Mañana voy a ver a un psiquiatra. ¿Es un buen comienzo para un trozo 2?

– ¡No me diga! ¿Para usted? -dijo Mathilde-. No, qué idiota soy, es imposible. Imagino que aunque tuviera la manía de mear contra las farolas de las aceras de la izquierda, se diría «que ocurra lo que tenga que ocurrir y que Dios haga que sigan existiendo las farolas y las aceras de la izquierda», pero no iría a preguntarse por qué a la consulta de un psiquiatra. Y luego, mierda, hablo demasiado. Estoy harta. Me aburro a mí misma.

Mathilde le cogió un cigarrillo diciendo «¿Puedo?» y le quitó el filtro.

– Seguramente va usted a ver al psiquiatra por el hombre de los círculos azules -añadió-. No me mire así, le aseguro que no he estado espiando, pero los recortes de periódico están ahí, bajo el pie de su lámpara, así que lógicamente, me pregunto…

– Es verdad -reconoció Adamsberg-, es por él. ¿Por qué ha entrado usted en la comisaría?

– Busco a un tipo al que no conozco.

– Entonces, ¿por qué le busca?

– Porque no le conozco, ¡qué pregunta!

– Naturalmente -dijo Adamsberg.

– Estaba siguiendo a una mujer por la calle y la perdí. Entonces seguí vagando hasta un café y así fue como conocí al ciego guapo. Es increíble la gente que puede haber por la calle. Uno ya no sabe con quién va a tropezar, así que habría que seguir a todo el mundo para cerciorarse. Hablamos un momento, el ciego guapo y yo, de qué, no lo sé, tendría que consultar mi agenda, y lo que en realidad pasó es que ese hombre me gustó. Normalmente, cuando alguien me gusta, no me preocupa en absoluto porque siempre estoy segura de que volveré a encontrarle. Y éste, nada. El mes pasado seguí a veintiocho personas y descubrí nueve escondites. Llené dos agendas y media. Tiempo suficiente para ver gente, ¿no cree? Y sin embargo, nada, ni el menor rastro del ciego. Es un tipo de fracaso difícil de asimilar. Se llama Charles Reyer y eso es todo lo que sé de él. Dígame, ¿se pasa usted la vida dibujando?

– Sí.

– Supongo que no se puede ver.

– Es verdad. No se puede.

– Es divertido cuando se mueve usted en la silla. Su perfil izquierdo es duro y su perfil derecho tierno. Eso hace que, si quiere inquietar a un sospechoso, se vuelva de un modo, o si quiere conmoverle, se vuelva en el otro sentido.

Adamsberg sonrió.

– ¿Y si me vuelvo todo el tiempo en un sentido y luego en otro?

– Entonces ya nadie sabe a qué atenerse. El infierno y el paraíso.

Mathilde soltó una carcajada. Luego se puso seria.

– No -continuó diciendo-, hablo demasiado. Estoy avergonzada. «Mathilde, hablas a tontas y a locas», me dice un amigo mío filósofo. «Sí -respondo-, pero ¿cómo se habla con inteligencia y cordura?»

– ¿Quiere que lo intentemos? -preguntó Adamsberg-. ¿Usted trabaja?

– No va a creerme. Me llamo Mathilde Forestier.

Adamsberg guardó el lápiz en el bolsillo.

– Mathilde Forestier -repitió-. Entonces es usted la famosa oceanógrafa… ¿De verdad?

– Sí, pero eso no tiene por qué impedirle seguir dibujando. Yo también sé quién es usted. He leído su nombre en la puerta, y su nombre lo conoce todo el mundo. Y a mí no me impide actuar a tontas y a locas, y además en pleno final del trozo 1.

– Si encuentro al ciego guapo, se lo diré.

– ¿Por qué? ¿A quién quiere agradar? -preguntó Mathilde recelosa-. ¿A mí o a la famosa oceanógrafa que sale en los periódicos?

– Ni a una ni a otra. A la mujer a la que he invitado a entrar en mi despacho.

– Eso está bien -dijo Mathilde.

Permaneció un instante sin decir nada, como si dudara en tomar una decisión. Adamsberg había vuelto a sacar tabaco y papel. No, no olvidaría a aquella mujer, ese fragmento de la belleza del mundo a punto de romperse. Y era incapaz de saber de antemano lo que ella iba a decirle.

– ¿Sabe? -continuó de repente Mathilde-. Cuando ocurren las cosas es cuando cae la noche, tanto en el océano como en la ciudad. Todos se levantan, los que tienen hambre y los que sufren. Y los que buscan como usted, Jean-Baptiste Adamsberg, también se levantan.

– ¿Usted cree que yo busco?

– Sin la menor duda, y además muchas cosas al mismo tiempo. Así, el hombre de los círculos azules sale cuando tiene hambre. Camina, espía, y de repente, traza. Yo le conozco. Le busqué desde el principio, y le encontré, la noche del mechero, la noche de la cabeza de la muñeca de plástico. Incluso ayer por la noche, en la Rué Caulaincourt.

– ¿Cómo lo consiguió?

– Se lo diré, no es importante, son cosas mías. Y resulta gracioso porque es casi como si el hombre de los círculos me permitiera estar allí, como si se familiarizara conmigo de lejos. Si una noche quiere verle, venga a reunirse conmigo, pero sólo para verle de lejos, en ningún caso para acercarse, para joderle. No es al poli famoso al que confío mi secreto, sino al hombre que me ha invitado a entrar en su despacho.

– Eso está bien -dijo Adamsberg.

– Pero ¿por qué el hombre de los círculos azules? No ha hecho nada grave. ¿Por qué le interesa?

Adamsberg levantó la cara hacia Mathilde.

– Porque un día todo esto se hará más grande. Poco a poco el asunto del círculo irá en aumento. No me pregunte cómo lo sé, se lo ruego, porque no tengo ni idea, pero es inevitable.

Movió la cabeza y se apartó el pelo que le tapaba los ojos.

– Sí, esto irá en aumento.

Adamsberg descruzó las piernas y se puso a organizar sin orden los papeles que tenía sobre la mesa.

– No puedo prohibirle que le siga -añadió-, pero no se lo aconsejo. Esté sobre aviso y tenga cuidado. No lo olvide.

Tenía mala cara, como si su propia convicción le diera náuseas. Mathilde sonrió y se marchó.

Al salir poco después, Adamsberg agarró a Danglard por el hombro y le dijo en voz baja:

– Mañana por la mañana, trate de averiguar si ha habido un nuevo círculo durante la noche. Y estúdielo bien a fondo, confío en usted. He dicho a esa mujer que esté sobre aviso porque esto irá en aumento, Danglard. Desde hace un mes, los círculos son cada vez más numerosos. El asunto se está acelerando. En todo esto hay algo inmundo, ¿no lo huele?

Danglard reflexionó. Respondió dudando:

– Malsano, quizá… Pero seguramente no se trate sino de una gran farsa…

– No, Danglard, no. Lo que rezuma de los círculos es crueldad.


Charles Reyer también salió de su despacho. Estaba harto de trabajar para los ciegos, de comprobar la impresión y la perforación de todos esos sucios libros en braille, esos millares de agujeros minúsculos que hablaban a la piel de sus dedos. Sobre todo estaba harto de intentar desesperadamente mostrarse original con el pretexto de que había perdido la vista y de que lo que pretendía era resultar excepcional para lograr que todos lo olvidaran. Así era siempre, como con aquella expresiva mujer del otro día, la que le había abordado en el Café Saint-Jacques. Aquella mujer era inteligente, sin duda estaba un poco desequilibrada, más de lo que él sospechaba, pero era evidente que era cariñosa y estaba llena de vida. Y él, ¿qué había hecho? Había intentado mostrarse original, como de costumbre. Construir frases poco comunes, decir cosas poco corrientes, con el único objetivo de que pensara: mira qué tipo, de acuerdo, es ciego, pero no es vulgar.

Y la mujer había aceptado el desafío. Había intentado seguir el juego, responder lo más deprisa posible a sus confidencias alternativamente fingidas y groseras. Sin embargo, ella había sido sincera, había contado la historia del tiburón así, sin más, se había mostrado expansiva, sensible, servicial, queriendo mirar sus ojos para decirle cómo eran. Pero él, exclusivamente preocupado por el efecto sensacional que quería producir, rompía todos los impulsos del corazón haciéndose pasar por un pensador clarividente y cínico. «No, Charles, realmente -pensó-, lo has hecho mal. Le echas tanto cuento que ni siquiera eres capaz de juzgar si tienes algo interesante en la cabeza.

»Y qué significa esa forma de andar al lado de la gente por la calle para darles miedo, para ejercer sobre ellos tu pobre poder, o acercarte a ellos en los semáforos rojos con tu bastón blanco y preguntarles: "¿Quieren que les ayude a cruzar?", para molestarles, por supuesto, y luego aprovecharte de tu intocable estatuto. La pobre gente no se atreve a decir nada, se queda ahí, en el bordillo de la acera, y se siente desdichada como piedras. Vengarte, Charles, eso es lo que haces. No eres más que un pequeño gilipollas de gran tamaño. Y esa mujer, la reina Mathilde, está ahí, es auténtica, e incluso me dice que soy guapo. Y yo, aunque sus palabras me hacen un poco feliz, ni siquiera soy capaz de demostrárselo, de darle las gracias por esas palabras.»

A tientas, Charles se detuvo en el bordillo de la acera. Cualquiera a su lado podía ver los rebujos de tela que se ponen en las regueras para dirigir el agua, sin darse cuenta de lo sublimes que son. Aquella leona asquerosa. Tuvo ganas de desplegar su bastón y preguntar: «¿Quiere que le ayude a cruzar?», con sucia sonrisa. Entonces le vino el recuerdo de la voz de Mathilde diciéndole sin maldad: «Es usted un hombre patético». Y se volvió de espaldas.


Danglard había intentado resistir. Sin embargo, a la mañana siguiente se zambulló en los periódicos, saltándose los titulares políticos, económicos, sociales, y todo el fárrago que habitualmente solía interesarle.

Nada. Nada sobre el hombre de los círculos. El asunto no tenía motivo alguno para atraer la atención cotidiana de un periodista.

Pero él estaba pillado.

Ayer por la noche su hija, la primera gemela de los segundos gemelos, que era la que se interesaba por lo que contaba su padre, mientras le decía: «Papá, deja de beber que ya tienes un culo bastante grande», también había dicho: «Tu nuevo jefe tiene un nombre muy gracioso. Sería san Juan Bautista de la Montaña de Adán, si se tradujera. Tiene un nombre gracioso, pero en realidad, si a ti te cae bien, a mí también. ¿Me lo enseñarás algún día?». Realmente, Danglard quería tanto a sus cuatro gemelos que sobre todo le hubiera gustado enseñárselos a Adamsberg, y que él le dijera: «Son unos verdaderos ángeles». Sin embargo, no estaba seguro de que Adamsberg se interesara por sus chavales. «Mis chavales, mis chavales, mis chavales -se dijo Danglard-. Mis maravillas.»


Desde el despacho, llamó a todas las comisarías de distrito para saber si alguno de los agentes de servicio había visto un círculo, así, por si acaso, porque a todo el mundo le divertía aquella historia. Sus preguntas suscitaban asombro, y él explicaba que era para uno de sus amigos psiquiatras, un pequeño favor que quería devolverle. Sí, claro, los polis estaban familiarizados con los pequeños favores que la gente suele pedirles.

Y esa noche, en París habían aparecido dos círculos. El primero había sido trazado en la Rué du Moulin-Vert y lo había descubierto un agente del distrito 14, feliz del servicio realizado. El otro había sido encontrado en el mismo barrio, en la Rué Froidevaux, por una mujer que había ido a quejarse porque consideraba que aquel asunto empezaba a ir demasiado lejos.

Danglard, nervioso, impaciente, subió un piso y entró en el despacho de Conti, el fotógrafo. Conti estaba a punto de salir, cargado de maletines y bolsas en bandolera, como un soldado. Como Conti era un canijo, Danglard pensaba que todo eso debía de tranquilizarle, todos aquellos aparatos llenos de botones y mecanismos que incitaban al respeto, aunque en realidad sabía perfectamente que Conti no era un tipo tan estúpido, incluso nada estúpido. En primer lugar se dirigieron a la Rué du Moulin-Vert: el círculo se extendía, ancho y azul, con la bonita caligrafía dando vueltas alrededor. Y allí, no exactamente en el centro, había un trozo de correa de reloj. ¿Por qué círculos tan grandes para objetos tan pequeños?, se preguntó Danglard. Hasta ese momento no había pensado en aquella desproporción.

– ¡No lo toques! -gritó a Conti que se disponía a entrar en el círculo para verlo.

– ¿Qué? -dijo Conti-. ¡No creo que nadie haya matado esa correa de reloj! Llama al médico forense para convencerte.

Conti se encogió de hombros y salió del círculo.

– No investigues -dijo Danglard-. Ha dicho que lo fotografiemos tal como esté, así que hazlo, por favor.

Sin embargo hay que decir que mientras Conti hacía fotos, Danglard pensó que Adamsberg le ponía en una situación bastante ridícula. Si por mala suerte un poli de la zona llegaba a pasar por allí, tendría razón en decir que el distrito 5 se había vuelto loco, pues se dedicaba a fotografiar correas de reloj. Y Danglard pensaba que realmente la comisaría del distrito 5 se había vuelto loca y que él se había vuelto loco con ella. Además, ni siquiera había archivado aún el expediente de Patrice Vernoux, cosa que habría tenido que hacer a primera hora. Su colega Castreau se estaría haciendo preguntas.

Rué Émile-Richard: en ese lúgubre y recto callejón en el corazón del cementerio de Montparnasse, Danglard comprendió por qué una mujer había ido a quejarse, y se sintió casi aliviado al descubrirlo.

El asunto había ido en aumento.

– ¿Has visto? -dijo a Conti.

Ante ellos, el círculo azul rodeaba los restos de un gato espachurrado. No había una gota de sangre, por lo que seguramente el gato había sido recogido en una alcantarilla, ya muerto desde hacía varias horas. Ahora resultaba mórbido ese montón de pelos sucios en aquella calle siniestra, y ese redondel y ese «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». Era como una irrisoria pantomima de brujas.

– He terminado -dijo Conti.

Era absurdo pero Danglard creyó advertir que Conti estaba un poco impresionado.

– Yo también -dijo Danglard- he terminado. Ven, vámonos, no merece la pena que los tipos de la zona nos encuentren aquí.

– Es verdad -dijo Conti-. ¿Qué cara pondríamos?


Adamsberg escuchó el informe de Danglard con calma, dejando humear el cigarrillo en los labios, con los ojos medio cerrados para evitar que le picaran. Lo único que hizo fue cortarse una uña de una dentellada. Y cuando Danglard empezaba a delimitar un poco el personaje, éste comprendió que Adamsberg apreciaba el descubrimiento de la Rué Emile-Richard en su justo valor.

Pero ¿qué valor? Sobre eso, Danglard aún no se pronunciaba. La forma en que funcionaba la mente de Adamsberg seguía siendo para él enigmática y temible. A veces, aunque no duraba más que un instante, se decía: «Huye de él».

Sin embargo sabía que cuando se empezara a saber en la comisaría que el jefe perdía su tiempo y el de sus inspectores con el hombre de los círculos, tendría que defenderle. Y trataba de prepararse para ello.

– Ayer, el ratón -dijo Danglard, como si hablara consigo mismo, ensayando su futuro discurso para enfrentarse a sus colegas-, y luego, esta noche, el gato. Es un poco desagradable. Aunque también estaba la correa del reloj. Conti tiene razón, la correa del reloj no está muerta.

– Claro que está muerta -dijo Adamsberg-. ¡Por supuesto que está muerta! Danglard, vuelva a hacer lo mismo mañana por la mañana. Yo voy a ver a Vercors-Laury, el psiquiatra que ha planteado el asunto. Me interesa saber su opinión. Pero evite hablar de ello. Cuanto más tarde se metan conmigo, mejor.

Antes de salir, Adamsberg escribió a Mathilde Forestier. No había tenido que dedicar ni una hora aquella mañana para encontrarle a su Charles Reyer, después de haber llamado por teléfono a los principales organismos que empleaban a ciegos en París: afinadores musicales, editoriales, conservatorios. Reyer estaba en la ciudad desde hacía unos meses, vivía en una habitación cerca del Panteón, en el Hotel des Grands Hommes. Adamsberg envió a Mathilde todos los datos y luego los olvidó.


«Rene Vercors-Laury no es ninguna maravilla», se dijo Adamsberg inmediatamente. Se quedó muy decepcionado porque siempre esperaba mucho y luego las caídas le resultaban muy dolorosas.

No, claramente ninguna maravilla. Y además exasperante. Entrecortaba las frases con coletillas como: «¿Me sigue usted? ¿Me sigue atentamente?», o declaraciones como: «Estará de acuerdo conmigo en que el suicidio socrático no es sino un modelo», sin esperar la respuesta de Adamsberg porque sólo le servían para darse importancia. Y Vercors-Laury perdía un tiempo y un número de frases inimaginable en darse importancia. El grueso médico se echaba hacia atrás en la butaca, con las manos en la cintura, fingiendo reflexionar con intensidad, y luego se echaba hacia delante de repente para empezar una frase: «Comisario, ese tío no es normal…».

Aparte de eso, por supuesto, estaba claro que el tipo no era un cretino en absoluto. Durante el primer cuarto de hora de entrevista, todo había ido incluso bien, en ningún momento maravillosamente, pero bien.

– Ese tío -embistió Vercors-Laury- no pertenece a la categoría «normal» de los maníacos, si lo que usted solicita es mi opinión clínica. Por definición, los maníacos son maníacos, y eso no hay que olvidarlo, ¿me sigue usted? -Vercors-Laury no estaba descontento de su fórmula. Prosiguió-: Y porque son maníacos, son precisos, altivos, ritualistas. ¿Me sigue atentamente? Ahora bien, ¿qué encontramos en nuestro personaje? Ningún rito en la elección del objeto, ningún rito en la elección del barrio, ningún rito en la elección del momento, ningún rito en la elección del número de círculos que traza por la noche… ¡Ah!, ¿percibe usted ese inmenso fallo? Todos los parámetros que participan en su acción, objeto, lugar, hora, cantidad, varían, como si dependiera un poco de esto o de aquello. Sin embargo, comisario Adamsberg, para un maníaco nada depende de esto o aquello. ¿Me sigue usted atentamente? Ésta es incluso la característica del maníaco. El maníaco doblegará el «esto» y el «aquello» a su voluntad, antes que dejarse llevar por ellos. Ninguna contingencia puede tener la fuerza suficiente como para competir con el invariable desarrollo de su manía. No sé si usted me sigue.

– Entonces, ¿no es un maníaco normal? ¿Se podría incluso decir que no es un maníaco?

– Es verdad, comisario, incluso se podría decir eso. Lo cual abre entonces todo un campo de preguntas: si no se trata de un maníaco en el sentido patológico del término, significa que los círculos persiguen un objetivo que está perfectamente pensado por su autor, o sea que nuestro personaje se interesa de forma auténtica por los objetos que dibuja intencionadamente, como para hacernos una demostración. ¿Me sigue usted? Para decirnos por ejemplo: los seres humanos no aprecian los objetos que abandonan. En el momento en que los objetos han dejado de ser eficaces, de funcionar, nuestros ojos ya no los perciben, ni siquiera como materia. Yo le enseño a usted una acera y le digo: ¿qué hay en el suelo? Y usted me responde: no hay nada. Sin embargo, en realidad -resaltó esta palabra-, hay miles de cosas. ¿Me sigue atentamente? Ese hombre parece enfrentarse a una dolorosa pregunta, metafísica, filosófica, o por qué no poética, sobre el modo en que el ser humano elige hacer que empiece y cese la realidad de las cosas, de las que él se erige en arbitro, cuando a sus ojos, quizá, la presencia de las cosas sigue estando fuera de nosotros. Y todo lo que yo he pretendido, interesándome por ese hombre, ha sido decir: cuidado, no bromeéis con esa manía, el hombre de los círculos es quizás un espíritu lúcido, que no sabe hablar de otra manera que a través de esas manifestaciones, que son, claramente, la prueba de una mente trastornada pero muy organizada, ¿me sigue usted atentamente? Alguien muy fuerte, de todas formas, créalo.

– Sin embargo, en la serie aparecen errores: el ratón, el gato, no son cosas.

– Ya se lo he dicho, en todo esto hay mucha menos lógica de lo que parece a primera vista, y deberíamos encontrarla si se tratara de una manía auténtica. Eso es lo desconcertante. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestro personaje, nos demuestra que la muerte transforma lo vivo en cosa, lo cual es verdad desde el instante en que lo afectivo deja de investir el cuerpo sin vida. Desde el instante en que la chapa ya no tapa la botella, la chapa ya no es nada, y desde el instante en que el cuerpo de un amigo ya no se mueve… ¿en qué se convierte? Es una cuestión de ese orden la que devora la mente de nuestro hombre… Que es tanto como decir para nombrarla: la muerte.

Vercors-Laury hizo una pausa balanceando hacia atrás la butaca. Miró a Adamsberg directamente a los ojos, como para decirle: «Ahora abra bien los oídos porque voy a anunciarle algo sensacional». Adamsberg pensó que seguramente no iba a ser para tanto.

– Desde su punto de vista como policía, usted se pregunta si hay peligro para las vidas humanas, ¿verdad, comisario? Le diré una cosa: el fenómeno puede permanecer estacionario y agotarse en sí mismo, aunque, por otra parte, no veo ninguna razón, en teoría, para que un hombre de esa calaña, es decir un loco dueño de sí mismo, si usted me ha seguido bien, y carcomido por la necesidad de exhibir sus pensamientos, se detenga en el camino. Digo bien: en teoría.


Adamsberg reflexionaba de forma vaga mientras regresaba a pie a su despacho. Nunca reflexionaba a fondo. Jamás había entendido qué pasaba cuando veía a la gente cogerse la cabeza entre las manos y decir: «Bien, reflexionemos». Lo que se tramaba entonces en sus cerebros, cómo hacían para organizar ideas concretas, inducir, deducir y concluir, era un completo misterio para él. Había constatado que daba resultados innegables, que después de esas sesiones la gente era capaz de decidir, y lo admiraba diciéndose que a él le faltaba algo. Sin embargo cuando lo hacía, cuando se sentaba y se decía: «Reflexionemos», nada se le pasaba por la cabeza. Incluso era sólo en esos instantes cuando conocía la nada. Adamsberg nunca se daba cuenta de que reflexionaba, y si era consciente de ello, detenía la reflexión. Por eso jamás sabía de dónde venían todas sus ideas, todas sus intenciones y todas sus decisiones.

Le parecía que de todas formas no le había sorprendido lo que le había dicho Vercors-Laury, y que siempre había sabido que el hombre de los círculos no era un maníaco común. Había sabido que alguna inspiración cruel alentaba aquella locura, que aquella hilera de objetos no podía tener sino un solo desenlace, una sola clamorosa apoteosis: la muerte de un hombre. Mathilde Forestier habría dicho que era normal no haber descubierto nada fundamental porque estaba en el trozo 2, pero él pensaba más bien que era porque Vercors-Laury era un tipo que no estaba mal, pero que no era en absoluto ninguna maravilla.


A la mañana siguiente, encontraron el gran círculo en la Rué Cunin-Gridaine, en el distrito 3. En el centro sólo había un bigudí.

Conti fotografió el bigudí.

La noche siguiente trajo consigo un círculo en la Rué Lacretelle y otro en la Rué de la Condamine, en el distrito 17; uno de ellos rodea un viejo bolso de señora y el otro, un bastoncillo.

Conti fotografió el viejo bolso y luego el bastoncillo, sin hacer comentarios, pero evidentemente irritado. Danglard permaneció silencioso.

Las tres noches siguientes proporcionaron una moneda de un franco, una bombilla de Surgector, un destornillador y, cosa que levantó un poco la moral de Danglard, si puede decirse así, una paloma muerta, con el ala arrancada, en la Rué Geoffroy-Saint -Hilaire.

Adamsberg, impasible, sonriente, desconcertaba al inspector. Continuaba recortando los artículos de prensa que hacían alusión al hombre de los círculos azules y metiéndolos sin ninguna organización en el cajón, con las copias de las fotos que Conti le iba proporcionando. Ahora todo eso se sabía en la comisaría, y Danglard estaba un poco inquieto. Sin embargo, la confesión completa de Patrice Vernoux acababa de hacer a Adamsberg intocable, aunque sólo de momento.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia, comisario? -le preguntó Danglard.

– ¿Qué historia?

– ¡Pues la de los círculos, por todos los santos! ¡No iremos a ver bigudíes todas las mañanas de nuestra vida, por los clavos de Cristo!

– ¡Ah, los círculos! Sí, Danglard, puede durar mucho tiempo. Incluso muchísimo tiempo. Pero ¿qué importancia tiene? ¿Qué más da hacer eso u otra cosa? Los bigudíes son divertidos.

– Entonces, ¿lo dejamos?

Adamsberg levantó la cabeza bruscamente.

– Ni pensarlo, Danglard, ni pensarlo.

– ¿Lo dice en serio?

– Lo más en serio que puedo. Esto irá en aumento, Danglard, ya se lo he dicho.

Danglard se encogió de hombros.

– Necesitaremos todos estos documentos -repuso Adamsberg enseñándole el cajón-. Quizá después nos sean indispensables.

– Pero ¿después de qué, Dios mío?

– Danglard, no sea impaciente. Usted no deseará la muerte de un hombre, ¿verdad?

Al día siguiente había un cucurucho de helado en la Avenue du Docteur-Brouardel, en el distrito 7.


Mathilde se presentó en el Hotel des Grands Hommes para buscar al ciego guapo. Un hotel muy pequeño para un nombre tan grande, pensó. O quizá significaba que no se necesitaban muchas habitaciones para alojar a todos los grandes hombres.

El recepcionista, después de llamar por teléfono para anunciarla, le dijo que el señor Reyer no podía bajar, que estaba ocupado. Mathilde subió a su habitación.

– ¿Qué ocurre? -gritó Mathilde a través de la puerta-. ¿Está usted desnudo con alguien?

– No -respondió Charles.

– ¿Es algo más grave?

– Estoy impresentable, no encuentro la maquinilla de afeitar.

Mathilde reflexionó un buen rato.

– No consigue ponerle la vista encima, ¿verdad?

– Así es -dijo Charles-. He tanteado por todas partes. No lo comprendo.

Abrió la puerta.

– ¿Lo entiende, reina Mathilde? Las cosas se aprovechan de mi debilidad. Odio las cosas. Se esconden, se deslizan entre el somier y el colchón, llenan el cubo de la basura, se introducen entre las tablas del parqué. Estoy harto. Creo que voy a suprimir las cosas.

– Está usted menos capacitado que un pez -dijo Mathilde-. Porque los peces que viven en lo más profundo, en la oscuridad completa como usted, al menos se las arreglan para encontrar alimento.

– Los peces no se afeitan -dijo Charles-. Y además, mierda, después de todo, aunque los peces tienen ojos me importan tres pepinos.

– ¡Ojos, ojos! Lo hace a propósito, ¿verdad?

– Sí, lo hago a propósito. Tengo un amplio repertorio de expresiones sobre los ojos: vale un ojo de la cara, echar una ojeada, guiñar un ojo, no dar crédito a los ojos, echar mal de ojo, estar ojo avizor, mirar con ojos de carnero degollado, comer con los ojos, tener buen ojo, etc. Hay miles. Me gusta utilizarlas. Es como los que se ceban en los recuerdos. Sin embargo es verdad que los peces me importan tres pepinos.

– Eso le ocurre a mucha gente. Es verdad que todo el mundo tiende a pasar de ellos. ¿Puedo sentarme en esta silla?

– Se lo ruego. Y usted ¿qué encuentra en los peces?

– Los peces y yo nos entendemos. Y además llevamos treinta años compartiendo la vida, así que ya no podemos separarnos. Si los peces me abandonaran, estaría perdida. Además trabajo con ellos, me permiten ganar dinero, me mantienen, si quiere expresarlo así.

– ¿Ha venido a verme porque me parezco a uno de sus puñeteros peces en la oscuridad?

Mathilde se quedó pensativa.

– Así no conseguirá nada -concluyó-. Precisamente debería ser un poco más pez, un poco más flexible, más fluido. En fin, es su problema si su objetivo consiste en insultar a todo el cosmos. He venido porque usted estaba buscando un apartamento, y parece seguir buscándolo. Quizá no tiene mucho dinero. Sin embargo, este hotel es caro.

– Sus fantasmas también me salen caros. Pero sobre todo es que nadie quiere alquilar a un ciego, ¿entiende, reina Mathilde? La gente tiene miedo de que un ciego no haga sino tonterías por todas partes, que ponga el plato al lado de la mesa y que mee en la alfombra creyendo que está en el cuarto de baño.

– En cambio a mí, un ciego me conviene. Mis trabajos sobre el picón, la trigla voladora y el angelote espinoso, principalmente, me han pagado tres apartamentos, uno encima de otro. La gran familia que ocupaba el primero y el tercer piso, es decir el Angelote y el Picón, se ha marchado. Yo vivo en el segundo, en la Trigla voladora. He alquilado el Picón a una estrafalaria dama, y he pensado en usted para ocupar el Angelote espinoso, o el primer piso, si lo prefiere. No se lo alquilaré muy caro.

– ¿Por qué no muy caro?

Charles oyó a Mathilde reírse y encender un cigarrillo. Buscó con la mano un cenicero y se lo tendió.

– Le está ofreciendo el cenicero a la ventana -dijo Mathilde-. Estoy sentada un metro más a la izquierda de lo que usted cree.

– Ah, perdóneme. Realmente es usted un poco brusca. En estos casos, la gente hace lo posible por atrapar el cenicero a toda velocidad y no hacen comentarios.

– Me considerará más brusca cuando sepa que el apartamento es precioso, grande, pero nadie quiere vivir en él porque es muy oscuro. Entonces me dije: Charles Reyer; me cae bien y como es ciego, resulta perfecto porque le dará igual vivir en un lugar oscuro.

– ¿Siempre tiene usted tanta falta de tacto? -preguntó Charles.

– Eso creo -dijo Mathilde, muy seria-. Entonces, ¿el Angelote espinoso le tienta?

– Quiero echarle un vistazo -dijo Charles sonriendo y llevándose la mano a las gafas-. Creo que me interesa mucho un Angelote espinoso muy oscuro. Pero si tengo que habitarlo, necesito conocer las costumbres de ese pez, porque si no mi propio apartamento me tomaría por un imbécil.

– Es fácil. Squatina aculeata, pez migratorio que puebla los ondulados fondos costeros del Mediterráneo. Tiene una carne bastante insulsa, irregularmente apreciada. Nada como los tiburones, remando con la cola. Morro obtuso, aletas laterales con más o menos flecos. Espiráculos amplios, de media luna, boca armada de dientes unicúspides con la base ensanchada, y el resto lo pasaremos por alto. De color pardo, jaspeado de negro con manchas claras, un poco como la moqueta de la entrada, si lo prefiere.

– El animal puede gustarme, reina Mathilde.


Eran las siete. Clémence Valmont trabajaba en casa de Mathilde. Estaba clasificando diapositivas y se moría de calor. Le hubiera gustado mucho quitarse la boina negra, le hubiera gustado mucho no tener setenta años y que el pelo no le formara un remolino en lo alto de la cabeza. Ahora, jamás se quitaba la boina. Esta noche enseñaría a Mathilde dos anuncios por palabras que habían aparecido ese día, bastante interesantes, a los que estaba tentada a responder:


H. sesenta y seis años, bien conservado, alto y con una pequeña pensión, espera mujer que no sea fea, bajita y con una buena pensión, para recorrer acompañado el último tramo hacia la muerte.


Era franco. Y había otro, bastante irresistible:


Gran Médium Vidente directo con el Don de su padre desde el primer contacto dice toda la verdad que usted busca protección amor duradero suerte reencuentro con el marido o la mujer que se marchó trabajo atracción refuerza felicidad y atrae los sentimientos trabajo por correspondencia enviar una foto un sobre un sello para respuesta satisfactoria en todos los ámbitos.


– No arriesgo nada -se dijo Clémence.


A Charles Reyer le había gustado el apartamento del Angelote espinoso. En realidad se había decidido en el momento en que Mathilde le había hablado de él en el hotel y había dudado para ocultar su precipitación en aceptar. Porque Charles sabía que se sentiría peor a medida que pasaran los meses, y empezaba a tener miedo. Tenía la impresión de que Mathilde podría, sin llegar a saberlo, arrancar su cerebro de los odios mórbidos en los que se estaba hundiendo. Al mismo tiempo, no vislumbraba más recurso que persistir en el odio, y la idea de convertirse en ciego y bueno le repugnaba. Había recorrido paso a paso las paredes del apartamento tanteándolas con las manos, y Mathilde le había enseñado dónde estaban las puertas, los grifos, los interruptores eléctricos. -Los interruptores eléctricos, ¿para qué? -dijo Charles-. La luz, ¿para qué? Es usted imbécil, reina Mathilde.

Mathilde se encogió de hombros. Había descubierto que Charles Reyer se volvía malvado cada diez minutos aproximadamente.

– ¿Y los demás? -preguntó Mathilde-. Si viene gente a verle, ¿no enciende la luz y les deja en la oscuridad?

– Es que tengo ganas de matar a todo el mundo -dijo Charles entre dientes, como para disculparse.

Buscó una butaca, se chocó con todos los muebles que aún no conocía y Mathilde no le ayudó. Entonces él permaneció de pie y se volvió hacia ella.

– ¿Estoy más o menos enfrente de usted?

– Más o menos.

– Mathilde, encienda la luz.

– Está encendida.

Charles se quitó las gafas y Mathilde miró sus ojos.

– Evidentemente -dijo después de un momento-. No espere que le diga que sus ojos están bien porque son horribles. Realmente, con su piel lívida, le dan el aspecto de un muerto viviente. Con las gafas está usted estupendo, pero sin ellas parece una rescaza. Si yo fuera cirujano, mi querido Charles, intentaría arreglarlo, para que resultara un poco más limpio. No hay ninguna razón para quedarse como una rescaza si se puede conseguir otra cosa. Tengo un amigo que lo hace bien, arregló a un chico después de un accidente, que por el golpe parecía un pez de san Pedro.

– ¿Y si a mí me gusta parecer una rescaza? -preguntó Charles.

– Mierda -dijo Mathilde-. ¡No estoy dispuesta a que me dé la lata toda la vida con la historia de su ceguera, por todos los demonios! ¿Quiere ser feo? Muy bien, sea feo. ¿Quiere ser más malo que la quina, destrozar el mundo y hacerlo trizas? Muy bien, hágalo, mi querido Charles, a mí me da igual. Usted aún no puede saberlo, pero si estoy tan alterada es porque estamos a jueves, en pleno comienzo del trozo 2, y por lo tanto hasta el domingo, incluido ese día, no tengo ánimo para nada. La compasión, el paciente consuelo, los estímulos clarividentes y otros valores humanitarios se han acabado esta semana. Nacemos y morimos, y en medio nos deslomamos perdiendo el tiempo para hacer como que lo ganamos, y esto es todo lo que quiero decir de los hombres. El lunes que viene, todos me parecerán maravillosos hasta en sus menores bloqueos personales y su trayectoria milenaria, pero hoy es algo impensable. Hoy lo considero cinismo, desbandada futilidad y placeres inmediatos. Usted puede desear ardientemente ser una rescaza, una morena, una gárgola, una hidra de dos cabezas, una gorgona y un monstruo, allá usted, mi querido Charles, pero no espere desarmarme. A mí me gustan todos los peces, incluidos los peces asquerosos. Así que todo esto no es en absoluto una conversación para un jueves. Está usted estropeándome la semana con sus crisis de venganzas histéricas. En cambio, lo que hubiera estado bien en el trozo 2 es ir a tomar una copa a la Trigla voladora, y le habría presentado a la anciana dama que vive arriba. Pero hoy, ni hablar, sería usted demasiado malo con ella. Con Clémence hay que actuar con delicadeza. Desde hace setenta años no tiene más que una idea, encontrar un amor y un hombre, y si es posible las dos cosas juntas, algo muy difícil por supuesto. Como ve, Charles, cada persona tiene sus miserias. Ella el amor lo tiene a raudales, y llega a enamorarse hasta de un anuncio por palabras. Recorta todos los anuncios de los que se enamora, responde, acude, es humillada, regresa, vuelve a empezar. Clémence parece un poco tonta, resulta un poco desesperante por su amabilidad y sus patéticas atenciones, sacando siempre barajas de cartas de los bolsillos de sus anchos pantalones para obtener éxitos adivinatorios. Ahora le voy a describir su aspecto, ya que tiene usted la descabellada idea de que no ve nada: una cara nada agradable, delgada y masculina, con dientes pequeños y puntiagudos de musaraña, Crocidura russula, entre los que daría miedo meter la mano. Se maquilla demasiado. La he contratado dos días a la semana para que clasifique mis archivos. Es minuciosa y paciente, como si no se fuera a morir nunca, y eso a veces me tranquiliza. Trabaja con la cabeza en otra parte, murmurando sus deseos y sus desengaños, recapitulando sus hipotéticas citas, repitiendo sus declaraciones de antemano, y sin embargo clasifica con aplicación, aunque, como usted, se burla de los peces. Ese debe de ser el único punto que tienen ustedes en común.

– ¿Usted cree que puedo entenderme con ella? -preguntó Charles.

– No se preocupe, no la verá prácticamente nunca. Siempre está fuera, errante a la búsqueda de su esposo. Y además usted no quiere a nadie, así que, como decía mi madre, ¿qué importa?

– Es verdad -dijo Charles.


Cinco días más tarde, el jueves por la mañana, descubrieron un corcho de botella de vino en la Rué de l'Abbé-de-l'Épée, y en la Rué Pierre-et -Marie-Curie, en el distrito 5, una mujer degollada con los ojos vueltos hacia el cielo.

A pesar de la conmoción, Adamsberg no pudo evitar calcular que el descubrimiento se producía al principio del trozo 2, el trozo anodino, aunque el asesinato se había cometido al final del trozo 1, el trozo grave.

Adamsberg deambulaba por la habitación con una expresión menos ensimismada que de costumbre, con la barbilla hacia delante, los labios entreabiertos, como sin aliento. Danglard vio que estaba preocupado, aunque sin embargo no daba la impresión de estar concentrándose. Su anterior comisario era todo lo contrario. Continuamente estaba encerrado en sus reflexiones. El anterior comisario era un perpetuo rumiante. En cambio Adamsberg estaba abierto a todos los vientos como una cabaña de tablas, con el cerebro al aire libre, de eso no había la menor duda, pensó Danglard. Es verdad, se habría podido creer que todo lo que le entraba por los oídos, los ojos o la nariz, el humo, el color, el ruido al arrugar un papel, formaba una corriente de aire en sus pensamientos y les impedía tomar cuerpo. Este tipo, se dijo Danglard, está atento a todo y eso hace que no preste atención a nada. Incluso los cuatro inspectores empezaban a tomar la costumbre de ir y venir de su despacho sin miedo a interrumpir el hilo de lo que fuera. Y Danglard había descubierto que, en ciertos momentos, Adamsberg estaba más en otra parte que nunca. Cuando dibujaba, no a un lado de su rodilla derecha doblada, sino manteniendo el papelito sobre su estómago, entonces Danglard se decía: «Si ahora le anuncio que un champiñón está a punto de comerse el planeta y reducirlo al tamaño de un pomelo, le dará exactamente igual». Aunque realmente sería muy grave, porque no podrá mantener a muchos hombres sobre un pomelo. No hace falta ser muy inteligente para entenderlo.

También Florence miraba al comisario. Desde su discusión con Castreau, había seguido reflexionando y llegado a la conclusión de que el nuevo comisario le producía el efecto de un príncipe florentino un poco devastado en un cuadro que había visto en un libro; pero qué libro, ésa era la cuestión. De todas formas, a Florence le gustaría, como en una exposición, sentarse en una banqueta a mirarlo cuando estaba harta de la vida, harta de ponerse las medias y harta de que Danglard le estuviera siempre diciendo que él no tenía ni idea de dónde se detenía el universo, y sobre todo en qué estaba el universo.

Vio partir dos coches hacia la Rué Pierre-et -Marie-Curie.

En el coche, Danglard murmuró:

– Un corcho de botella y una mujer degollada, no veo ningún vínculo, me supera. No consigo entender qué tiene ese tipo en el cerebro.

– Cuando se mira el agua en un cubo -dijo Adamsberg-, se ve el fondo. Se mete el brazo dentro, se toca algo. Incluso en un barril se consigue. En un pozo no hay nada que hacer. Ni siquiera lanzarle piedrecitas para intentar ver algo sirve de nada. El drama es que lo intentamos a pesar de todo. El hombre siempre necesita «entender», aunque con ello sólo consiga crearse problemas. No imagina el inmenso número de piedrecitas que hay en el fondo de los pozos. La gente no las lanza para escuchar el ruido que hacen cuando caen al agua, no. Lo hacen para entender. Sin embargo el pozo es un artilugio terrible. Una vez están muertos los que lo han construido, ya nadie puede saber nada de él. Se nos escapa, se burla de nosotros desde el fondo de su vientre desconocido lleno de agua cilíndrica. Eso es lo que hace el pozo, en mi opinión. Pero ¿cuánta agua contiene? ¿Hasta dónde llega el agua? Habría que asomarse, asomarse para saber, lanzar cuerdas.

– Una forma de ahogarse.

– Evidentemente.

– Pero no veo la relación con el asesinato -dijo Castreau.

– No he dicho que la hubiera -dijo Adamsberg.

– Entonces, ¿por qué nos cuenta la historia del pozo?

– ¿Por qué no? No se puede hablar siempre de cosas útiles. Sin embargo, Danglard tiene razón. Entre un corcho de botella y una mujer no existe el menor vínculo. Eso sí es importante.

La mujer degollada tenía los ojos abiertos y aterrorizados, y también la boca abierta, casi con la mandíbula desencajada. Producía la impresión de que estaba a punto de gritar la gran frase escrita a su alrededor, «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Era ensordecedor, todos deseaban taparse los oídos, a pesar de que reinaba el silencio entre todo el grupo de policías que se movía alrededor del círculo.

Danglard miró el abrigo barato de la mujer, muy ajustado hasta arriba, el cuello rajado y la sangre que había manado hasta la puerta de un edificio. Tenía ganas de vomitar. Ni una sola vez había mirado un cadáver sin tener ganas de vomitar, cosa que no le disgustaba. No le resultaba desagradable tener ganas de vomitar porque le permitía olvidar otras preocupaciones, las preocupaciones del alma, pensaba riendo.

– La ha matado una rata, un ser humano rata -dijo Adamsberg-. Las ratas saltan así a la garganta.

Luego añadió:

– ¿Quién es la dama?

La querida pequeña siempre decía «La dama», «El señor», «La dama es guapa», «El señor quiere acostarse conmigo», y Adamsberg no se había deshecho de aquel hábito.

El inspector Delille respondió:

– Lleva sus papeles encima, su asesino no le ha cogido nada. Se llama Madeleine Chátelain y tiene cincuenta y un años.

– ¿Han empezado a registrar el contenido de su bolso?

– No con detalle, pero no parece que haya nada interesante.

– De todas formas quiero saberlo.

– Pues bien, en líneas generales, una revista de labores de punto, una navaja microscópica, unos jaboncitos de los que dan en los hoteles, su monedero y sus llaves, una goma de plástico rosa y una pequeña agenda.

– ¿Había anotado algo en la página de ayer?

– Sí, pero no una cita, si es lo que usted espera. Escribió: «No creo que sea maravilloso trabajar en una tienda de lanas».

– ¿Hay otras anotaciones como ésa?

– Bastantes. Por ejemplo hace tres días escribió: «Me pregunto por qué a mamá le gustaba tanto el Martini», y la semana anterior: «Por nada del mundo subiría al último piso de la torre Eiffel».

Adamsberg sonreía. El médico forense mascullaba que si no se descubrían los cadáveres más deprisa, había que esperar un milagro, que tenía la impresión de que la habían matado entre las veintidós treinta y la medianoche pero que prefería ver el contenido del estómago antes de pronunciarse. Que la herida había sido hecha con un cuchillo de hoja mediana, después de un fuerte golpe en el occipital.

Adamsberg dejó de pensar en las notas de la agenda y miró a Danglard. El inspector estaba pálido, hecho polvo, y los brazos le colgaban a lo largo de su cuerpo flácido. Tenía el ceño fruncido.

– Danglard, ¿ha visto algo que no le convence? -le preguntó Adamsberg.

– No lo sé. Lo que me extraña es que la sangre, al fluir, ha tapado, casi borrado, una parte del círculo de tiza.

– Es verdad, Danglard. Y la mano de la dama llega hasta el borde del trazo. Si dibujó el círculo después de haberla degollado, seguramente la tiza habría dejado un surco en la sangre. Y además, si yo hubiera sido el asesino, habría dado la vuelta alrededor de la víctima para trazar el círculo y no creo que hubiera rozado su mano tan de cerca.

– Es como si el círculo hubiera sido trazado antes, ¿verdad?, y después el asesino hubiera colocado el cuerpo dentro.

– Eso parece, y es una estupidez, ¿no cree? Danglard, ocúpese de ello con los tipos del laboratorio, y con Meunier, el grafólogo, si recuerdo bien su nombre. Ahora es cuando las fotos de Conti van a servirnos, así como las dimensiones de todos los círculos anteriores y las muestras de tiza que usted ha sacado. Hay que comparar todo eso con este nuevo círculo, Danglard. Tenemos que averiguar si es o no el mismo hombre el que lo ha trazado y si ha sido trazado antes o después del asesinato. Usted, Delille, encárguese del domicilio, los vecinos, las relaciones de la dama, sus amigos. Castreau, usted ocúpese de la cuestión de su lugar de trabajo, si lo tenía, y de sus colegas, y de su situación económica. Y usted, Nivelle, investigue detenidamente a su familia, sus amores y sus desavenencias, la herencia.

Adamsberg había hablado sin prisa. Era la primera vez que Danglard le veía dar órdenes. Lo hacía sin que pareciera que se vanagloriaba de ello y a la vez sin que pareciera que se disculpaba por ello. Era curioso, todos los inspectores parecían volverse receptivos, permeables al comportamiento de Adamsberg. Permeables como cuando llueve y no se puede hacer nada para evitar que se moje la chaqueta. Los inspectores se habían vuelto húmedos y empezaban, sin darse cuenta, a actuar como Adamsberg, con movimientos lentos, sonrisas y ensimismamientos. Al que más se le notaba el cambio era a Castreau, a quien le gustaban mucho los gruñidos varoniles que exigía de ellos el anterior comisario, las consignas militares recalcadas sin comentarios inútiles, la prohibición de desmayarse, los portazos de las puertas de los coches, los puños apretados en los bolsillos de las cazadoras. Ahora, a Danglard le costaba reconocer a Castreau. Castreau hojeaba la agendita de la dama, leía frases en voz baja, lanzaba ojeadas atentas a Adamsberg, pareciendo medir cada palabra, y Danglard se dijo que quizá podía confiarle su problema con los cadáveres.

– Si la miro, me entran ganas de vomitar -le dijo Danglard.

– Para mí es distinto. Me flaquean las rodillas. Sobre todo cuando son mujeres, aunque sean mujeres feas como ésta -respondió Castreau.

– ¿Qué estás leyendo en la agenda?

– Escucha: «Acabo de rizarme el pelo pero sigo siendo fea. Papá era feo y mamá era fea. Así que no puedo soñar. Una clienta ha pedido lana de mohair azul y se había acabado. Hay días malos».

Adamsberg miró a los cuatro inspectores subir al coche. Pensaba en la querida pequeña, en Ricardo III y en la agenda de la dama. Un día, la querida pequeña había preguntado: «¿Un asesinato es como un paquete de fideos pegados? ¿Basta con meterlos en agua hirviendo para desenmarañarlos? Y el agua hirviendo es el móvil, ¿verdad?». Y él había respondido: «Lo que desenmaraña es más bien el conocimiento, hay que dejarse llevar por el conocimiento». Ella había dicho: «No estoy segura de comprender tu respuesta», cosa que era normal, porque él tampoco la comprendía con detalle.

Esperaba a que el médico forense, que seguía refunfuñando, hubiera terminado con los reconocimientos preliminares en el cuerpo. El fotógrafo y el equipo del laboratorio ya se habían ido. Estaba solo mirando a la dama, mientras los agentes esperaban con la furgoneta. Confiaba en que le llegara un poco de conocimiento. Sin embargo, hasta que no se viera frente a frente con el hombre de los círculos azules, sabía que no merecía la pena realizar el menor esfuerzo. Lo que había que hacer era recoger información, y para él, la información no tenía nada que ver con el conocimiento.


Como Charles parecía estar mejor, Mathilde pensó que podía contar con quince minutos de tranquilidad durante los cuales él no intentaría hacer papilla el universo, y esa noche ella podría presentarle a la anciana Clémence. Había pedido a Clémence que se quedara en casa por ese motivo, y ya la había prevenido para lo peor informándola con insistencia de que el nuevo inquilino era ciego y que no había que gritar «Jesús, qué sufrimiento», ni fingir ignorarlo completamente.

Charles escuchó a Mathilde presentándole y escuchó la voz de Clémence. Jamás habría imaginado con esa voz a una mujer tan ingenua como la que la reina Mathilde le había descrito. En aquella voz le pareció oír más bien la determinación de una loca, y una original y enorme inteligencia. Era cierto que las declaraciones que hacía parecían imbéciles, pero tras ellas, en las sonoridades, en las entonaciones, había cierta sabiduría secreta, mantenida enjaulada y dejando oír su aliento, como un león en un circo de pueblo. Oímos su bufido en la noche y nos decimos que quizás ese circo no es como lo habíamos imaginado, quizá no es tan lamentable como el programa parecía hacernos creer. Y aquel bufido, un poco inquietante porque seguramente estaba disimulado, Charles, el maestro de los ruidos y los sonidos, lo percibía con gran nitidez.

Mathilde le había servido un whisky y Clémence contaba fragmentos de su vida. Charles estaba inquieto a causa de Clémence y feliz a causa de Mathilde. Divina mujer cuya maldad le dejaba indiferente.

– … y de aquel hombre -continuaba Clémence-, ustedes habrían dicho que realmente era muy distinguido. Me encontraba interesante, ésas fueron sus palabras. No llegó a tocarme, pero yo contaba con que acabaría haciéndolo. Porque quería llevarme a hacer un largo viaje a Oceanía, porque quería casarse. Jesús, qué felicidad. Me hizo vender mi casa de Neuilly y todos mis bienes. Hice dos maletas con lo que me quedaba: «No necesitarás nada», me había dicho. Y llegué a la cita en París, tan contenta que debí de sospechar que algo fallaba. Me decía a mí misma, «Clémence, mi vieja Clémence, has tardado mucho tiempo pero ha ocurrido, Jesús, estás prometida, eres la novia de un hombre cultivado y vas a conocer Oceanía». En realidad de Oceanía vi Censier-Daubenton durante ocho horas y cuarto. Le esperé todo el día y fue allí, en la estación de metro, donde Mathilde me encontró por la noche, tal como me había visto por la mañana. Seguramente se dijo, Jesús, hay algo que falla en esta vieja y buena mujer.

– Clémence se deja llevar inventando muchas cosas -intervino Mathilde-, rehace todo lo que no le interesa. En realidad, la noche de sus solitarios esponsales en Censier-Daubenton, fue en busca de un hotel, y al pasar por mi calle, vio el cartel de «Se alquila». Entonces se presentó en mi casa.

– Quizá -dijo Clémence-, es muy posible que realmente ocurriera así. Desde entonces, no puedo coger el metro en Censier-Daubenton sin relacionarlo con las islas del Pacífico. De ese modo, por lo menos viajo. Escuche, Mathilde, un señor ha telefoneado dos veces preguntando por usted, con una voz tan suave, Jesús, que he estado a punto de desmayarme, pero he olvidado su nombre. Me parece que era urgente. Algo que no va bien.

Clémence estaba permanentemente al borde del desmayo, pero podía decir la verdad respecto a la voz del teléfono. Mathilde pensó que seguramente se trataba de aquel poli medio raro medio encantador que había conocido diez días antes. Sin embargo, no veía ninguna razón para que Jean-Baptiste Adamsberg la llamara con urgencia. A menos que hubiera recordado su ofrecimiento de buscarle al hombre de los círculos. Ella se lo había propuesto impulsivamente, pero también porque le horrorizaba la idea de no volver a tener la ocasión de ver a ese poli que había sido el verdadero hallazgo de aquel día y que había salvado in extremis su trozo 1. Sabía que no olvidaría a ese tipo fácilmente, que se había quedado en un rincón de su memoria, difundiendo, aún durante varias semanas, su lánguida luz. Mathilde encontró el número de teléfono que Clémence había garabateado con su letrita de mosca.


Adamsberg había vuelto a su casa a esperar la llamada de Mathilde Forestier. La jornada se había anunciado típica de las que siguen a un asesinato, con la actividad muda y esforzada que se apodera de las personas del laboratorio, los despachos que apestan, los vasos de plástico en las mesas, el grafólogo que se había puesto a estudiar los negativos de Conti, con, además, una especie de temblor, de aprensión quizá, en la que este caso nada habitual parecía haber sumido a la comisaría del distrito 5. Era temor a fracasar o aprensión ante un asesino un poco monstruoso, pero Adamsberg no había intentado responder a esta pregunta. Para no ver todo aquello, había salido a caminar por las calles durante toda la tarde. Danglard le había alcanzado en la puerta. Aún no era mediodía y Danglard ya había bebido demasiado. Dijo que era irresponsable irse así el mismo día de un asesinato. Sin embargo, Adamsberg sabía perfectamente que nada le impediría más utilizar el pensamiento que el hecho de ver a diez personas reflexionando. Necesitaba que la comisaría terminara con su fiebre, sin duda una fiebre pasajera, y era fundamental que nadie esperara nada de él para que Adamsberg pudiera descubrir sus propias ideas. Y de momento, la efervescencia de la comisaría había hecho que salieran pitando como soldados atemorizados en el momento más duro del combate. Desde hacía mucho tiempo Adamsberg había hecho suya la evidencia de que, y a falta de combatientes, los combates se detienen, a falta de ideas, él dejaba de trabajar y no trataba de desalojarlas de las grietas en las que habían podido alojarse, cosa que siempre se había revelado como vana.

Christiane le esperaba ante la puerta.

No había tenido suerte porque esa tarde le hubiera gustado estar solo. O pasar la noche con la joven vecina de abajo, con la que ya se había cruzado cinco veces en la escalera y una vez en correos, y que le había enternecido profundamente.

Christiane dijo que venía de Orléans a pasar el fin de semana con él.

Se preguntaba si la joven vecina, cuando le había mirado en correos, había querido decir «me gustaría amarte» o bien «me gustaría charlar, me aburro». Adamsberg era dócil, tenía tendencia a acostarse con todas las chicas con las que le apetecía, y unas veces consideraba que realmente era algo bueno, porque parecía gustar a todo el mundo, y otras le parecía absurdo. De todas formas era imposible saber lo que la chica de abajo había querido darle a entender. También había intentado pensar en ello y luego lo había dejado para más tarde. ¿A qué conclusión habría llegado su hermanita? Su hermanita era una máquina de pensar, y eso le mataba. Le daba su opinión sobre todas las amigas que ella podía conocer. De Christiane había dicho: «Aprobado, cuerpo impecable, divertida durante una hora; ramificaciones del cerebro, de medianas a excesivas; mente centrípeta y pensamientos concéntricos, tres ideas básicas, se pone a dar vueltas al cabo de dos horas, va a la cama, abnegación servil en el amor, lo mismo al día siguiente. Diagnóstico: no abusar, cambiar si surge algo mejor».

No era por eso por lo que Adamsberg intentaba esa tarde evitar a Christiane. Era seguramente a causa de la mirada de la joven de correos. Seguramente porque había encontrado a Christiane esperándole, convencida de que él sonreiría, convencida de que él abriría la puerta, y luego se abriría la camisa, y luego la cama, convencida de que ella haría el café al día siguiente. Convencida. Y a Adamsberg, las convicciones que los demás ponían en él le mataban, y le entraba un deseo irrefrenable de decepcionar. Y además había pensado demasiado en la querida pequeña estos últimos tiempos, por un quítame allá esas pajas. Sobre todo se había dado cuenta, mientras caminaba aquella tarde, de que hacía nueve años que no la veía. ¡Nueve años, Dios mío! Y de repente, no le había parecido normal. Y había tenido miedo.

Hasta ese momento, siempre se la había imaginado recorriendo el mundo en el barco de un marino holandés, y en el camello de un bereber, y ejercitándose en la lanza dirigida por un guerrero peul, y comiendo tres cruasanes en el Café des Sports et des Artistes en Belleville, y ahuyentando la murria en una cama de hotel en El Cairo.

Y hoy se la había imaginado muerta.

Se había quedado tan conmocionado que se había parado a tomar un café, con la frente ardiendo y las sienes empapadas de sudor. La veía muerta, desde hacía mucho tiempo, con el cuerpo descompuesto bajo una lápida y, pegado a ella en su tumba, el paquetito de huesos de Ricardo III. Adamsberg había pedido auxilio al camellero bereber, al lancero peul, al marino holandés y al dueño del café de Belleville. Les había suplicado que volvieran a cobrar vida como siempre ante sus ojos, que se convirtieran en marionetas y ahuyentaran la sepulcral lápida. Sin embargo, había sido imposible encontrar a aquellos cuatro tipos asquerosos que habían dejado el campo libre al miedo. Muerta, muerta, muerta. Camille muerta. Por supuesto que muerta. Y mientras la había imaginado viva, aunque engañándola como la había engañado, aunque ahuyentándola de todos sus pensamientos, aunque acariciando los hombros del botones en su cama del hotel de El Cairo, después de que él acudiera a disipar su murria, incluso fotografiando todas las nubes del Canadá -porque Camille hacía colección de nubes con perfil humano, lo que, como es lógico, era muy difícil encontrar-, e incluso habiendo olvidado hasta su cara y hasta su nombre, incluso con todo eso, si Camille se desplazaba por alguna parte de la tierra, entonces todo iba bien. Pero si Camille estaba muerta, aquí o allá en el mundo, entonces la vida se ahogaba. Entonces quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de agitarse por la mañana y correr durante el día, si ella estaba muerta, Camille, inverosímil vástago de un dios griego y una prostituta egipcia, así era como él veía su linaje. Quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de crisparse buscando asesinos, saber cuántos terrones queremos en el café, acostarnos con Christiane, mirar todas las piedras de todas las calles, si en alguna parte Camille había dejado de dilatar la vida a su alrededor, con sus cosas graves y fútiles, una en la frente, otra en los labios, que se unían las dos formando un ocho que dibujaba el infinito. Entonces, si Camille estaba muerta, Adamsberg perdía la única mujer que le había dicho en voz baja una mañana: «Jean-Baptiste, me voy a Ouahigouya. Está en el nacimiento del Volta Blanco». Se separó de él, le dijo «Te quiero», se vistió y salió. A comprar el pan, pensó él. La querida pequeña no había vuelto. Nueve años. Él no habría mentido del todo si hubiera dicho: «He conocido bien Ouahigouya, incluso he vivido allí algún tiempo».

A pesar de todo, Christiane estaba ahí, convencida de que haría el café por la mañana, mientras la querida pequeña había muerto en alguna parte sin que él hubiera estado allí por si se podía hacer algo. Y él moriría algún día sin haber vuelto a ver jamás a la pequeña. Pensó que Mathilde Forestier podría sacarle de aquella negrura, aunque no era para eso para lo que la buscaba. Sin embargo esperaba que, al verla, la película seguiría donde se había quedado, con el botones en el hotel de El Cairo.

Y Mathilde llamó.

Adamsberg recomendó a Christiane, que se quedó muy decepcionada, que se fuera a dormir cuanto antes porque volvería tarde, y quedó con Mathilde Forestier en que iría media hora después a su casa.


Ella le recibió con una amabilidad que aflojó un poco el nudo con el que se le había estrangulado el mundo desde hacía varias horas. Incluso le besó rápidamente, no exactamente en la mejilla, no exactamente en los labios. Mathilde se rió, dijo que era delicioso, que poseía la intuición de elegir el lugar en el que había que besar, que para esas cosas era muy observadora, que no había que preocuparse porque sólo aceptaba como amantes a hombres de la misma edad que ella; era un principio absoluto que evitaba las complicaciones y las comparaciones. Después le llevó, agarrándole por el hombro, a una mesa en la que una anciana dama hacía solitarios y escribía cartas al mismo tiempo, y donde un gigantesco ciego parecía aconsejarla en las dos cosas. La mesa era ovalada y transparente, y tenía agua y peces dentro.

– Es una mesa-acuario -explicó Mathilde-. La inventé una noche. Es un poco enfática y un poco fácil… como yo. A los peces no les gusta que Clémence haga solitarios. Cada vez que golpea una carta contra el cristal, huyen, ¿lo ve?

– No me ha salido -suspiró Clémence recogiendo las cartas-. Es la señal de que no debería responder al anuncio del hombre bien conservado de setenta años. Aunque me tienta. Este anuncio me huele bien.

– ¿Ha seleccionado muchos anuncios? -preguntó Charles.

– Dos mil trescientos cincuenta y cuatro. Jamás he encontrado la horma de mi zapato. Tendré que convencerme de que soy gafe. Me digo, Clémence, jamás lo conseguirás, jamás.

– Por supuesto que sí -dijo Mathilde para animarla-, sobre todo si Charles se presta a ayudarla a redactar las respuestas. Es un hombre y sabe lo que gusta a los hombres.

– Pero el producto no parece fácil de vender -dijo Charles.

– A pesar de todo, cuento con usted para encontrar la fórmula -respondió Clémence que parecía no enfadarse por nada.

Mathilde llevó a Adamsberg a su despacho.

– Vamos a sentarnos a mi mesa cósmica, si no le importa. Me relaja.

Adamsberg examinó una gran mesa de cristal negro, agujereada con cientos de puntos brillantes iluminados por debajo, que representaban todas las constelaciones del cielo. Era bonito, un poco excesivo.

– Mis mesas no tienen ningún éxito en el mercado -dijo Mathilde-. Frente a usted -continuó poniendo el dedo en la mesa- tiene el Escorpión, aquí la Serpiente, y la Lira, Hércules, la Co rona. ¿Le gusta? Yo me siento ahí, con los codos en la constelación del Pez Austral. Y aunque no lo parezca, todo es falso. Aunque no lo parezca, miles de estrellas que seguimos viendo brillar ya han desaparecido, y eso hace que el cielo esté anticuado. ¿Se da cuenta, Adamsberg? ¿El cielo anticuado? ¿Y eso qué puede importar si lo vemos a pesar de todo?

– Señora Forestier -dijo Adamsberg-, me gustaría que esta noche me condujera al hombre de los círculos. ¿Hoy no ha escuchado la radio?

– No -dijo Mathilde.

– Esta mañana han encontrado una mujer degollada en uno de los círculos, a dos pasos de aquí, en la Rué Pierre-et -Marie-Curie. Una mujer muy gorda y muy normal, sin razón alguna que pudiera provocar su asesinato. El hombre de los círculos ha metido una marcha más.

Mathilde apoyó su oscuro rostro en los puños, y luego se levantó bruscamente, sacó una botella de whisky y dos vasos, y los posó en la constelación del Águila, entre ambos.

– No me encuentro muy bien esta tarde -dijo Adamsberg-. La muerte me ronda la cabeza.

– Ya lo veo. Hay que tomar un trago -dijo Mathilde-. Hábleme primero de la mujer degollada y hablaremos de la otra muerte después.

– ¿Qué otra muerte? -preguntó Adamsberg.

– Tiene que haber otra a la fuerza -dijo Mathilde-. Si usted pusiera esa cara ante cada asesinato, hace tiempo que habría cambiado de oficio. Por lo tanto hay otra muerte que le parte la cabeza por la mitad. ¿Quiere que le conduzca al hombre de los círculos para detenerle?

– Es demasiado pronto. Quisiera saber cómo es, quisiera verle, quisiera conocerle.

– Me fastidia, Adamsberg, porque ese hombre y yo hemos llegado a ser un poco cómplices. Hay algo más entre él y yo de lo que le conté la otra vez. En realidad, ya le he visto al menos doce veces, y a partir de la tercera, él descubrió mi maniobra. Y aunque manteniéndose a distancia, permitió que le vigilara, me miró de reojo, quizá me sonrió, no lo sé, siempre se mantenía lejos de mí, o con la cabeza baja. Sin embargo, la última vez incluso me hizo un gesto con la mano antes de marcharse, estoy convencida de ello. No quise contarle todo esto el otro día, porque no tenía ganas de que me clasificara entre los maníacos. Después de todo, a los polis no se les puede impedir que clasifiquen a la gente. Pero ahora es diferente porque la policía va a investigarle por asesinato. Ese hombre, Adamsberg, me parece inofensivo. Yo he vagado mucho por las calles de noche como para saber presentir el peligro. Con él, no. Es bajito, casi minúsculo para ser un hombre, delgaducho, va bien arreglado, sus gestos son cambiantes, inconstantes, embrollados, no es guapo. Debe de tener sesenta y cinco años. Antes de agacharse para escribir su frase, se levanta los faldones del impermeable para no ensuciarlos.

– ¿Cómo hace los círculos, desde el interior o desde el exterior?

– Desde el exterior. De repente se detiene ante un objeto e inmediatamente saca la tiza, como si supiera exactamente que ése era el objeto adecuado para esa noche. Lanza miradas a su alrededor, espera a que la calle esté desierta, no quiere ser visto, excepto por mí, a quien parece tolerar no sabría decir por qué. Quizá sospecha que puedo comprenderle. La operación le lleva veinte segundos aproximadamente. Traza el gran círculo dando la vuelta alrededor del objeto y luego se agacha para escribir, siempre mirando a todas partes. Después desaparece a la velocidad de la luz. Es ágil como el zorro y da la impresión de conocer sus itinerarios. Siempre me ha despistado, una vez hecho el círculo, y nunca he podido averiguar su domicilio. De todas formas, si usted detiene a ese tipo, tengo miedo de que cometa una gilipollez.

– No sé -dijo Adamsberg-. Tengo que verle antes. ¿Cómo le descubrió usted?

– No fue por arte de magia, investigué. En primer lugar llamé por teléfono a varios amigos periodistas que estaban interesados en su caso, muy al principio. Me dieron los nombres de las personas que habían encontrado los círculos y les habían dicho dónde estaban. Llamé a esos testigos. Quizá le parezca raro que me ocupe tanto de algo que no me concierne, pero es porque usted no trabaja con los peces. Cuando se pasan tantas horas estudiando los peces, una se dice que hay algo desproporcionado, que en realidad lo menos que se puede hacer es prestar también atención a los seres humanos, mirar cómo actúan ellos también. Bueno, eso se lo explicaré en otro momento. Casi todos los testigos habían descubierto los círculos antes de las doce y media de la noche, nunca más tarde. Como el hombre de los círculos atravesaba todo París, pensé, muy bien, entonces el tipo coge el metro, y no quiere perder el último, una hipótesis a tener en cuenta. Es absurdo, ¿no? Sin embargo dos círculos habían sido descubiertos hacia las dos de la mañana en el mismo perímetro, en la Rué Notre-Dame -de-Lorette y la Rué de la Tour-d 'Auvergne. Como son calles muy concurridas, imaginé que los círculos debieron de ser trazados bastante tarde, después del último metro. Seguramente porque podía volver andando, porque vivía muy cerca. ¿Hasta aquí no voy demasiado desencaminada?

Adamsberg movió la cabeza lentamente. Estaba admirado.

– Entonces, pensé, con un poco de suerte su estación de metro es Pigalle o Saint-Georges. Estuve al acecho cuatro noches seguidas en Pigalle: nada. Sin embargo, aparecieron dos círculos aquellas noches en los distritos 17 y 2, pero no vi a nadie especial entrar y salir del metro entre las diez y el cierre de las rejas. Entonces lo intenté en Saint-Georges. Allí reparé en un hombre bajito y solitario, con las manos hundidas en los bolsillos, la mirada en el suelo, que cogía el metro hacia las once menos cuarto. También vi otros que podían corresponder con lo que yo buscaba. Sin embargo, solamente el bajito solitario volvió a salir a las doce y cuarto, y de nuevo empezó las mismas idas y venidas cuatro días más tarde. El lunes siguiente, comienzo del trozo 1, período nuevo, volví a Saint-Georges. El vino y le seguí. Fue la noche del recambio de bolígrafo. Era él, Adamsberg, se lo aseguro. Otras veces le esperé a la salida del metro para seguirle hasta su casa, pero siempre era allí donde se me escapaba. No podía correr tras él, no soy policía.

– No voy a decirle que sea un trabajo fabuloso, sonaría demasiado a policía, pero a pesar de todo es un trabajo fabuloso.

Adamsberg solía emplear mucho la palabra fabuloso.

– Es verdad -dijo Mathilde-, lo he hecho bastante bien, mejor que con Charles Reyer, en cualquier caso.

– Por cierto, ¿le gusta?

– Es un hombre malvado, una mala bestia, pero no me importa. Servirá de equilibrio a Clémence, la anciana dama que acaba usted de ver, que es más buena que el pan. A veces parece que ella lo hace a propósito. Charles no tendrá más éxito para hacerla reaccionar que conmigo, pero le hará bien porque le permitirá sacar los dientes.

– Por cierto, Clémence tiene unos dientes increíbles.

– ¿Se ha dado cuenta? Como una Crocidura russula, no parecen humanos. Sin duda desaniman mucho a sus pretendientes. Habría que arreglar los ojos de Charles, habría que arreglar los dientes de Clémence, habría que arreglar el mundo entero. Y después, menudo aburrimiento. Si se da prisa, puede estar en la estación de metro de Saint-Georges a las diez, si es que sigue usted con la idea, pero ya se lo he dicho, Adamsberg, no creo que sea él. Creo que otro ha utilizado su círculo después. ¿Es imposible?

– Tendría que ser alguien que estuviera totalmente al corriente de sus hábitos.

– Yo estoy totalmente al corriente.

– Sí, pero no lo diga muy alto porque sospecharían de usted por haber seguido al hombre de los círculos aquella noche, y luego por haber trasladado a su víctima asesinada en su coche a la Rué Pierre-et -Marie-Curie, y finalmente por haberla degollado allí, en el centro del círculo, teniendo mucho cuidado de que no sobresaliera del trazo. Pero sería un poco molesto, ¿no cree?

– No. Encuentro que incluso merecería la pena, si sirve para acusar a otro. Además es muy tentador, un maníaco que se ofrece a la justicia en bandeja, y que encima prepara círculos de dos metros de diámetro, justo del tamaño de un cuerpo. A mucha gente le han podido entrar ganas de cometer un asesinato.

– Y la justicia, ¿dónde encontraría el móvil, si se prueba que la víctima es una perfecta desconocida para el hombre de los círculos?

– La justicia llegará a la conclusión de que se trata del crimen gratuito de un maníaco.

– No presenta ninguna de sus características clásicas. Entonces ¿cómo el asesino «verdadero», según su hipótesis, podría estar seguro de que el hombre de los círculos será condenado en su lugar?

– ¿Cuál es su teoría, Adamsberg?

– Ninguna, señora, realmente ninguna. Simplemente siento que esos círculos han sido muy inquietantes desde el principio. No sé si su autor ha matado ahora a esa mujer, y es posible que usted tenga razón. Quizás el hombre de los círculos no es sino una víctima. Usted parece reflexionar y sacar conclusiones mucho mejor que yo, es usted una científica. Yo no actúo con esas etapas y esas deducciones. Sin embargo, lo que siento en este momento es que el hombre de los círculos no es ningún angelito, aunque sea su protegido.

– Pero usted no tiene ninguna prueba.

– Ninguna, pero he querido saberlo todo de él desde hace semanas. Ya era peligroso a mis ojos cuando rodeaba con círculos los bastoncillos y los bigudíes. Y lo sigue siendo ahora.

– Pero, Dios mío, Adamsberg, ¡está usted investigando completamente al revés! Es como si dijera que una comida está podrida por la única razón de que tiene náuseas antes de sentarse a la mesa.

– Lo sé.

Adamsberg parecía disgustado consigo mismo y su mirada huía hacia sueños o pesadillas a los que Mathilde no podía seguirle.

– Vamos -dijo Mathilde-, vayamos a Saint-Georges. Si tenemos la suerte de verle, entenderá por qué le defiendo contra usted.

– ¿Por qué? -dijo Adamsberg levantándose con una sonrisa triste-. ¿Porque un hombre que le hace un gesto con la mano no puede ser malvado?

La miraba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los labios entreabiertos no se sabía muy bien cómo, y estaba tan guapo así que Mathilde volvió a sentir que con ese hombre la vida iba a ser un poco mejor. A Charles había que arreglarle los ojos, a Clémence había que arreglarle los dientes, pero a él, habría hecho falta arreglárselo todo en la cara. Porque tenía defectos, porque era demasiado pequeña, porque era demasiado grande, pero Mathilde habría prohibido que nadie la tocara.

– Es usted demasiado guapo, Adamsberg -dijo-. No tendría que haber sido policía, tendría que haber sido puta.

– También soy una puta, señora Forestier. Como usted.

– Entonces debe de ser por eso por lo que le aprecio. De todas formas, eso no me impedirá demostrarle que mi intuición sobre el hombre de los círculos vale tanto como la suya. Cuidado, Adamsberg, con tocarle esta noche, no en mi presencia, tengo su palabra.

– Se lo prometo, no tocaré nada en absoluto -dijo Adamsberg.

En ese momento pensó que intentaría hacer lo mismo con Christiane, que le esperaba completamente desnuda en su cama. Sin embargo, una chica desnuda no se rechaza. Como decía Clémence, esta noche había algo que fallaba. Por otra parte, Clémence también fallaba. En cuanto a Charles Reyer, lo suyo era peor que fallar, se sobresaltaba al borde del aullido interior, al borde del gran viraje.

Cuando volvió a pasar por el gran salón del acuario para seguir a Mathilde, que estaba cogiendo el abrigo, Charles seguía hablando a Clémence, que le escuchaba con intensidad y ternura, aspirando el cigarrillo como una novata. Charles decía:

– Mi abuela murió una noche porque había comido demasiados pastelillos de alajú. Sin embargo, el verdadero drama familiar tuvo lugar al día siguiente, cuando encontramos a papá sentado a la mesa terminando los pastelillos.

– Muy bien -dijo Clémence-, pero ¿qué pongo en la carta del tipo de setenta años?

– Buenas noches, pajaritos míos -dijo Mathilde al pasar.

Mathilde ya se había puesto en marcha, corría hacia la escalera y se dirigía a Saint-Georges. Pero Adamsberg nunca había sabido hacer las cosas deprisa.

– Saint-Georges -le gritó Mathilde en la calle buscando un taxi-, ¿no fue san Jorge el que venció al dragón?

– No lo sé -dijo Adamsberg.

Un taxi les dejó en Saint-Georges a las diez y cinco.

– Estupendo -dijo Mathilde-, hemos llegado a la hora adecuada.

A las once y media, el hombre de los círculos aún no había pasado. Había un gran montón de colillas alrededor de los pies de Mathilde y Adamsberg.

– Mala señal -dijo Mathilde-. Ya no vendrá.

– No se fía -dijo Adamsberg.

– No se fía ¿de qué? ¿De ser acusado de asesinato? Es absurdo. Nada nos prueba que haya escuchado la radio, nada nos prueba que esté al corriente. Usted sabe perfectamente que no sale todas las noches, es así de sencillo.

– Es verdad, quizás aún no sepa nada. O bien lo sabe y no se fía. Ahora que se sabe vigilado, modificará sus itinerarios. Seguro. Nos va a costar muchísimo encontrarle.

– Porque fue él quien mató, ¿verdad, Adamsberg?

– No lo sé.

– ¿Cuántas veces al día dice usted «No lo sé» y «Quizá»?

– No lo sé.

– Estoy al corriente de todo lo que ha conseguido hasta ahora, y ha conseguido mucho. Sin embargo, y a pesar de todo, cuando se le conoce, una se hace preguntas. ¿Está seguro de estar a gusto en su puesto en la policía?

– Seguro. Y además no es lo único que hago.

– Póngame un ejemplo.

– Por ejemplo, dibujo.

– ¿Qué dibuja?

– Hojas de árbol y hojas de árbol.

– Y ¿es interesante? Porque a mí me parece un aburrimiento mortal.

– A usted le interesan los peces, y no me diga que es mejor.

– ¿Qué tienen todos contra los peces? Pero ¿por qué no dibuja caras? Al menos es más divertido.

– Más tarde. Mucho más tarde o quizá nunca. En primer lugar hay que empezar por hojas de árbol. Cualquier chino se lo dirá.

– Más tarde… Pero usted tiene ya cuarenta y cinco años, ¿no?

– Es verdad, pero no me lo creo.

– A mí me pasa igual.

Y luego, como Mathilde tenía una botellita de coñac en el abrigo y había refrescado repentinamente, dijo: «Estamos en el trozo 2, todo sale mal, podemos tomar un trago».

Cuando las rejas del metro se cerraron, el hombre de los círculos seguía sin aparecer. Sin embargo, Adamsberg había tenido tiempo de contar a Mathilde que la querida pequeña había muerto en alguna parte del mundo y que él ni siquiera había estado allí para hacer algo por evitarlo. Mathilde había puesto cara de encontrar la historia apasionante. Había dicho que era una vergüenza dejar morir a la pequeña, que ella conocía el mundo como la palma de la mano, y que podría averiguar si la pequeña había sido enterrada con su tití o no. Adamsberg se sentía borracho como una cuba, porque no tenía costumbre de beber. No conseguía pronunciar correctamente «Ouahigouya».


Aproximadamente a la misma hora, Danglard estaba en un estado casi idéntico. Los cuatro gemelos querían que bebiera un gran vaso de agua, «para diluir», decían los niños. Además de los cuatro gemelos, había un niño de cinco años que dormía hecho un ovillo en las rodillas de Danglard, aunque de éste no se había atrevido a hablar a Adamsberg. Su mujer lo había engendrado con un hombre de ojos azules, era evidente, y un día se lo había dejado a Danglard diciendo que, ya de paso, era mejor que todos los niños estuvieran juntos. Dos veces gemelos más uno impar siempre enrollado en sus rodillas hacía un total de cinco, y Danglard tenía miedo de que, si exponía la verdad, le tomaran por un imbécil.

– Me aburrís intentando siempre diluirme -dijo Danglard-. Y tú -dijo al primer niño de los primeros gemelos-, no me parece una buena idea que te eches vino blanco en vasos de plástico, con el pretexto de que quieres ser comprensivo conmigo, con el pretexto de que eso da un toque de distinción, con el pretexto de que quieres probar que no tienes miedo al vino blanco en los vasos de plástico. ¿Qué aspecto va a tener la casa si hay vasos de plástico por todas partes? Edouard, ¿has pensado en eso?

– No es por eso -dijo el niño-, sino por el sabor, por la suavidad que queda después.

– No quiero saberlo -dijo Danglard-. De la suavidad tendrás que ocuparte si el señor vizconde de Chateaubriand y ochenta chicas te mandan a paseo y si llegas a ser un poli bien vestido en el exterior y decadente en el interior. Me sorprendería que lo consiguieras. ¿Qué os parece si celebramos un conciliábulo esta noche?

Cuando Danglard y sus hijos celebraban un conciliábulo, significaba que discutían la actualidad policial. Podía llevarles varias horas y a los niños les encantaba.

– Daos cuenta -dijo Danglard-, el comisario se ha largado y ha estado fuera todo el día dejándonos la mierda a nosotros. Me ha molestado tanto que, a las tres, estaba completamente borracho. En fin, sin la menor duda, se trata del mismo hombre que escribió alrededor de los anteriores círculos y alrededor del de la muerta.

– «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -recitó Édouard-, o bien: «Édouard, ¿qué haces tan tarde en ese bar?», o bien: «Vida, sucia hormiga, ¿por qué me molestas?», o bien: «Violencia, mi raza, déjate llevar por la danza», o…

– Basta, por Dios -dijo Danglard-. Sí, «Víctor, mala suerte…» lleva consigo el vicio de la muerte, y la desgracia, y la amenaza, y todo lo que quieras. Está claro que Adamsberg ha sido el primero en olerlo. Pero ¿es suficiente para acusar al hombre? El grafólogo es un formalista: dice que no está loco, ni siquiera desequilibrado, que es culto, que está ansioso por salir a la luz y tener éxito, al mismo tiempo que le horroriza dejar las cosas sin terminar, y que es agresivo al mismo tiempo que disimulado, ésas son sus palabras. También dice: «Es un hombre mayor, en crisis, aunque se contiene. Es pesimista, está obsesionado por su final, y por lo tanto por su eternidad. O bien es un fracasado a punto de tener éxito, o bien un triunfador a punto de fracasar». El grafó-logo es así, queridos, da la vuelta a todas las frases como los dedos de un guante y las hace ir en un sentido y luego en otro. Por ejemplo, no podría hablar del deseo de la esperanza sin hablar inmediatamente de la esperanza del deseo, y así sucesivamente. En ese instante produce un efecto inteligente, tras lo cual se llega a la conclusión de que no hay mucho que entender. Excepto que es el mismo tipo el que ha hecho, hasta ahora, todos los círculos, un tipo sensato y lúcido, y que está a punto de tener éxito o de fracasar. Sin embargo, en cuanto a saber si metieron a la muerta después dentro de un círculo ya hecho, el laboratorio dice que es imposible afirmarlo. Es posible que sí, es posible que no. ¿Os parece la respuesta de un químico? Y luego el propio cadáver, del que no se puede decir que ayude lo más mínimo: es un cadáver que ha llevado una vida transparente y sin problemas, sin intrigas amorosas, sin patología familiar, sin preocupaciones económicas, sin inclinaciones perniciosas: nada. Nada sino ovillos de lana y ovillos de lana, vacaciones en Touraine, faldas por debajo de la rodilla y zapatos sólidos, un cuadernito para escribir frases y muchas galletas de pasas en los armarios de la cocina. Además, habla de ellas en una página de su cuaderno: «Imposible comer galletas en el trabajo, se llena todo de migas y la jefa se da cuenta», y todo así. Vosotros me diréis: «Entonces, ¿qué hacía en la calle ayer por la noche?». Volvía de ver a su prima que trabaja en las taquillas de la estación de metro de Luxembourg. Solía ir allí a menudo, se instalaba en la taquilla, comía patatas fritas mientras tejía guantes «incas» que vendía en la tienda, y regresaba a pie, sin duda por la Rué Pierre-et -Marie-Curie.

– ¿Es su única familia?

– Sí, y esa prima heredará. Pero por heredar galletas de pasas y un azucarero con billetes dentro, no veo ni a la prima ni a su marido degollando a Madeleine Chátelain.

– Pero si alguien hubiera querido aprovechar un círculo, ¿cómo habría podido saber de antemano dónde iba a ser trazado en París esa noche?

– Ésa es la cuestión, queridos míos, pero tiene que haber una forma de averiguarlo.

Danglard se levantó para ir a acostar delicadamente al pequeño Cinco, el pequeño Rene, en su cama.

– Por ejemplo -continuó-, la nueva amiga del comisario, Mathilde Forestier, al parecer ha visto al hombre de los círculos. Adamsberg me lo ha dicho. Vuelvo a conseguir pronunciar su nombre. Estos conciliábulos me hacen mucho bien.

– Hasta ahora ha sido más bien un monoliábulo -dijo Édouard.

– Esa mujer que conoce al hombre de los círculos me inquieta -añadió Danglard.

– El otro día dijiste -dijo la primera de los segundos gemelos- que era guapa y trágica, y que tenía la voz cascada y ronca como una extraordinaria faraona desposeída, pero que no te preocupaba.

– No has reflexionado antes de hablar, pequeña. El otro día, nadie había sido asesinado aún. Ahora, vuelvo a verla entrando en la comisaría con un pretexto aberrante, ponerse como una loca, llegar hasta Adamsberg, hablar de todo y de nada para anunciar, a fin de cuentas, que conocía perfectamente al hombre de los círculos. Doce días antes del asesinato; resulta demasiado perfecto.

– ¿Quieres decir que, habiendo premeditado matar a Madeleine, habría ido a ver a Adamsberg para hacerse la inocente? -dijo Lisa-. ¿Como aquella mujer que se había cargado a su abuelo, pero fue a confiarte sus «presentimientos» un mes antes? ¿Te acuerdas?

– ¿Recuerdas a aquella asquerosa mujer? Esa no era faraónica en absoluto sino gélida como un reptil. Estuvo a punto de salirse con la suya. Es la jugada clásica de los asesinos que llaman por teléfono para anunciar el descubrimiento del cuerpo, pero mucho más elaborada. Así que, la irrupción de Mathilde Forestier da que pensar. Hasta podemos oírla protestar: «¡Comisario, no habría venido a contarle que he seguido al hombre de los círculos si hubiera tenido la intención de utilizarle para matar!». Una artimaña peligrosa pero inteligente, y que encajaría bastante bien con su carácter. Porque tiene un carácter bastante especial, como habéis podido constatar.

– ¿Y ella habría querido matar a la gorda Madeleine?

– No -dijo Arlette-, Madeleine era una pobre señora elegida al azar para empezar una serie, para echar la culpa al maníaco de los círculos. El verdadero crimen se producirá más tarde. En eso es en lo que piensa, papá.

– Seguramente es en eso en lo que piensa -dijo Danglard.


A la mañana siguiente, Mathilde encontró a Charles Reyer al pie de la escalera, agachado ante su puerta. En realidad se preguntó si la estaría esperando, fingiendo no encontrar el ojo de la cerradura. A pesar de todo, él no dijo nada cuando ella pasó.

– Charles -dijo Mathilde-, ¿es usted el que está mirando por el ojo de la cerradura?

Charles se incorporó, presentando una cara siniestra en la oscuridad del hueco de la escalera.

– ¿Es usted, reina Mathilde, la que hace tan crueles juegos de palabras?

– Soy yo, Charles. Le tomo la delantera. Ya conoce el viejo principio: «Si quieres la paz, prepárate para la guerra».

Charles suspiró.

– Muy bien, Mathilde. Entonces ayude a un pobre ciego a meter la llave en la cerradura. Aún no estoy acostumbrado.

– Es aquí -dijo Mathilde guiándole la mano-. Está cerrado. Charles, ¿ha pensado algo sobre el poli que vino ayer por la tarde?

– No. No llegué a escuchar la conversación, y además estaba distrayendo a Clémence. Lo que me gusta de Clémence es que es una tarada, y la existencia de los tarados me hace mucho bien.

– Hoy tengo la intención de seguir a un chico tarado que se interesa por la rotación mítica de los tallos de girasol, y quisiera saber por qué. Puede llevarme todo el día y toda la noche. Así que, si no le importa, me gustaría que fuera a ver a ese poli en mi lugar. Le pilla de camino.

– Mathilde, ¿qué está maquinando? Ha conseguido ya sus fines (¿cuáles son?) haciéndome venir a vivir a su casa. Quiere arreglarme los ojos, me echa a su Clémence a la espalda durante toda una noche, y ahora me quiere meter entre las garras de ese policía… Pero ¿por qué fue usted a buscarme? ¿Qué quiere hacer conmigo?

Mathilde se encogió de hombros.

– Charles, piensa demasiado. Usted y yo nos cruzamos en el camino, y nada más. Excepto si se trata de un asunto de biomasa submarina, en general mis impulsos carecen de fundamento. Y, cuando le escucho, a veces lamento no tener un poco más de fundamento. Eso me evitaría sentirme acorralada aquí, en un peldaño de la escalera, dejando que un ciego con mal humor me destroce la mañana.

– Perdone, Mathilde. ¿Qué quiere que diga a Adamsberg?


Charles llamó a su despacho para avisar que llegaría tarde. Deseaba en primer lugar hacer esa pequeña gestión en la comisaría para la reina Mathilde, deseaba prestarle ese servicio, deseaba darle gusto. Intentar esa noche ser amable con ella, confesarle que confiaba en ella, decirle suavemente que le había hecho, encantado, ese favor. No quería destrozar a Mathilde, era la última cosa en el mundo que deseaba hacer. De momento quería limitarse a Mathilde, no soltar la presa, intentar no volverse para golpearla. Continuar oyéndola hablar en todos los sentidos, su voz cascada, su vida funámbula a punto de romperse la crisma, tendría que llevarle una joya esa noche para hacerla feliz, un broche de oro, no, un broche de oro no, un pollo al estragón, seguramente prefiere un buen pollo al estragón, escucharla decir cualquier cosa, radiante, y luego dormirse por la noche con champán tibio en los bolsillos del pijama, si es que tiene bolsillos, si es que tiene pijama, no debería apartar los ojos de ella, no debería destrozarla, debería comprarle un buen pollo al estragón.

Ahora seguramente había llegado a la altura de la comisaría, pero no estaba seguro, evidentemente. No formaba parte de los edificios cuyo emplazamiento ya había localizado. Iba a tener que preguntar. Vacilando, iba siguiendo la acera que estaba ante él con la punta del bastón, avanzando lentamente. Era evidente que en aquella calle estaba perdido. ¿Por qué Mathilde le había enviado allí? Empezaba a sentir un gran cansancio. Y cuando el gran cansancio aparecía, la furia podía llegar a continuación, propulsándose mediante accesos mortales desde el fondo del estómago hasta la garganta e invadiendo después todo su cerebro.

En mal estado, con aspecto de agotamiento, Danglard llegaba al trabajo. Vio a aquel enorme ciego, inmóvil junto a la entrada de la comisaría, y en su rostro una altiva desesperación.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Danglard-. ¿Se ha perdido?

– ¿Y usted? -respondió Charles.

Danglard se pasó la mano por el pelo.

Un golpe bajo. ¿Se había perdido?

– No -dijo Danglard.

– Mentira -dijo Charles.

– Y usted ¿qué sabe? -dijo Danglard.

– ¿Y usted? -dijo Charles.

– Mierda -dijo Danglard-. Váyase a la mierda.

– Busco la comisaría.

– Pues está aquí, yo trabajo en ella. Le llevo. ¿Qué quiere usted de la comisaría?

– El hombre de los círculos -dijo Charles-. Vengo a ver a Jean-Baptiste Adamsberg. Es su jefe, ¿verdad?

– Sí -dijo Danglard-, pero no sé si habrá llegado. Seguramente está vagando por alguna parte. ¿Viene usted a informarle o a consultarle? Porque el jefe, por si no lo sabe, jamás da indicaciones claras, se le pidan o no se le pidan. Así que, si usted es periodista, lo mejor que puede hacer es ir a reunirse allí con sus colegas. Ya hay un montón.

Habían llegado ante la puerta cochera de la entrada. Charles tropezó con el escalón y Danglard tuvo que agarrarle por el brazo. Detrás de las gafas, en sus ojos muertos, Charles sintió que le subía una rabia fugitiva. Dijo muy deprisa:

– No soy periodista.

Danglard frunció el ceño y se pasó un dedo por la frente, a pesar de que sabía que no se ahuyenta el dolor de cabeza apretando con el dedo.

Adamsberg estaba allí. Danglard no hubiera podido decir que estaba instalado en su despacho, ni tampoco que estaba sentado. Estaba posado allí, demasiado ligero para la gran butaca y demasiado denso para el decorado blanco y verde.

– El señor Reyer quiere hablar con usted -dijo Danglard.

Adamsberg levantó los ojos. Se quedó más impresionado todavía que la víspera al ver la cara de Charles. Mathilde tenía razón, la belleza del ciego era espectacular. Y Adamsberg admiraba la belleza en los demás, aunque había renunciado a anhelarla para sí mismo. Por otra parte, no recordaba haber deseado jamás estar en el lugar de otro.

– Quédese usted también, Danglard -dijo-, hace mucho que no nos vemos.

Charles buscó el contorno de una butaca y se sentó.

– Mathilde Forestier -dijo- no podrá acompañarle esta noche al metro Saint-Georges como le había prometido. Éste es el mensaje. Yo no hago sino pasar por aquí y transmitirlo.

– ¿Y cómo espera que yo pueda reconocer sin ella al hombre de los círculos, si sólo ella lo conoce? -preguntó Adamsberg.

– Ya ha pensado en ello -respondió Charles sonriendo-. Dice que yo puedo ocupar su lugar, porque, según ella, el hombre deja al pasar un vago olor a manzana podrida. Dice que lo único que tengo que hacer es esperar con la cabeza levantada y respirar hondo, que puedo ser un sabueso fuera de serie ante la manzana podrida.

Charles se encogió de hombros.

– No hay que hacerle mucho caso. A veces es muy desagradable.

Adamsberg parecía preocupado. Se había vuelto de lado, había metido los pies en la papelera de plástico y apoyado un papel en el muslo. Parecía querer ponerse a dibujar como si nada le importara, pero Danglard pensaba que había algo más. Veía la cara de Adamsberg más oscura que de costumbre, la nariz más marcada, los dientes apretándose y aflojándose.

– Sí, Danglard -dijo en voz bastante baja-, no podemos hacer nada sí la señora Forestier no dirige la vigilancia. Usted dirá que es extraño, ¿verdad?

Charles hizo un movimiento para marcharse.

– No, señor Reyer, quédese -continuó Adamsberg en el mismo tono-. Es un fastidio. He recibido una llamada anónima esta mañana. Una voz que me ha dicho: «¿Conoce el artículo aparecido hace dos meses en la revista Tout le 5ieme en cinq pages? Entonces, comisario, ¿por qué no interroga a los que saben?». Y ha colgado. Aquí está la revista, acabo de conseguirla. Es malísima, pero tiene un montón de lectores. Tome, Danglard, léanos esto, al principio de la página 2. Usted sabe que leo muy mal en voz alta.

– Una entendida… Que una parte de la prensa se divierta dedicándose a los hechos y gestos de un pobre loco cuya inútil ocupación consiste en rodear con tiza viejas chapas de botellas de cerveza, cosa que está al alcance de cualquier niño, no hace sino traicionar la deprimente concepción de su oficio del que dan fe, ay, demasiados de nuestros colegas. Sin embargo, que los científicos también se involucren en el asunto es un mal augurio para la investigación francesa. Ayer mismo, el eminente psiquiatra Vercors-Laury dedicaba una columna entera a este estúpido suceso. Pero eso no es todo. Los ecos mundanos de nuestro barrio revelan que Mathilde Forestier, famosa en el mundo entero por sus trabajos sobre el mundo submarino, también está muy interesada por este lamentable bufón público. Al parecer ha llevado sus esfuerzos hasta el punto de conocerle bien e incluso acompañarle en sus grotescas rondas nocturnas, lo que haría de ella la única persona que ha penetrado en el «misterio de los círculos». Menudo asunto. Al parecer ella misma desveló el secreto en una velada, bien regada en el Dodin Bouffant, en la que se celebraba la publicación de su última obra. Realmente, nuestro distrito siempre se ha enorgullecido por contar con esta celebridad entre sus vecinos más antiguos, pero la señora Forestier, ¿no haría mejor gastando los caudales públicos en provecho de sus queridos peces, antes que en la persecución de un imbécil seguramente dañino, un maníaco desequilibrado al que las infantiles imprudencias de nuestra gran dama podrían atraer a nuestro barrio, hasta ahora libre de la aparición de los círculos? Existen peces a los que el simple hecho de tocar puede ser mortal. La señora Forestier lo sabe perfectamente y no vamos a darle lecciones en su terreno, pero ¿qué sabe de los peces de las ciudades y sus peligros? ¿Acaso no corre el riesgo, favoreciendo tales comportamientos, de despertar aguas dormidas? Y ¿por qué jugar a acorralar a la presa y llevarla hasta el corazón de nuestro distrito, suscitando un legítimo descontento entre nosotros?

– Esto significa -dijo Danglard dejando el periódico en la mesa- que la persona que le ha llamado se ha enterado del asesinato ayer o esta mañana y ha contactado inmediatamente con usted. Se trata de alguien que reacciona rápidamente y al que, según parece, la señora Forestier no le cae demasiado bien.

– Y ¿entonces? -preguntó Adamsberg, que seguía sentado de lado y seguía moviendo las mandíbulas.

– Entonces quiere decir que, gracias a este artículo, montones de personas sabían desde hace tiempo que la señora Forestier guardaba algunos secretitos. Quizá también ellas querían conocerlos.

– ¿Por qué?

– Según una hipótesis benigna, para imitar a los periódicos. Según una hipótesis maligna, para deshacerse de una suegra, ponerla en un círculo y echar la culpa al nuevo maníaco de París. Esta idea ha tenido que rondar muchos cerebros simples y frustrados, demasiado cobardes para asumir los riesgos de un crimen a cielo abierto. La ocasión que se les ofrecía era excelente, pero había que llegar a conocer algunos hábitos del hombre de los círculos. Con varias copas en el estómago, Mathilde Forestier resultaba una informadora muy adecuada.

– Y ¿después?

– Después podemos preguntarnos, por ejemplo, por qué casualidad el señor Charles Reyer se instaló en casa de Mathilde unos días antes del asesinato.

Danglard era así. No le importaba soltar frases de esa índole delante de los mismos a los que acusaba. Adamsberg se sentía incapaz de ser así de directo, y le parecía útil que Danglard no tuviera la menor aprensión para herir a los demás. Aprensión que a menudo le hacía decir lo primero que se le ocurría, excepto lo que pensaba. Y en un poli, daba resultados imprevistos y en principio no siempre buenos.

Después de eso, se produjo un largo silencio en el despacho. Danglard seguía apretándose la frente con el dedo.

Charles se sintió atrapado pero no pudo hacer otra cosa que sobresaltarse. En la oscuridad, imaginaba a Adamsberg y Danglard fijando la mirada en él.

– Muy bien -dijo Charles al cabo de un momento-. Soy inquilino en casa de Mathilde Forestier desde hace cinco días. Ustedes lo saben como yo. No tengo ganas de responderles, no tengo ganas de defenderme. No entiendo nada del sucio asunto que se traen entre manos.

– Yo tampoco -dijo Adamsberg.

Danglard se molestó. Hubiera preferido que Adamsberg no confesara su ignorancia ante Reyer. El comisario había empezado a garabatear sobre la rodilla. Le molestaba que Adamsberg se quedara ahí, en esa imprecisión, pasivo y negligente, sin hacer ninguna pregunta para intentar salir del apuro.

– A pesar de todo -insistió Danglard-, ¿por qué quiso vivir en su casa?

– ¡Mierda! -se impacientó Charles-. ¡Fue Mathilde la que vino a verme a mi hotel para proponerme el apartamento!

– Pero fue usted el que se sentó a su lado en el café, ¿no? Y fue usted el que le contó, no se sabe por qué, que buscaba un apartamento para alquilar, ¿verdad?

– Si usted fuera ciego, sabría que no está a mi alcance reconocer a nadie en la terraza de un café.

– Le creo capaz de hacer montones de cosas que están fuera de su alcance.

– Basta -dijo Adamsberg-. ¿Dónde está Mathilde Forestier?

– Está siguiendo a un tipo que cree en la rotación de los girasoles.

– Como no podemos hacer nada ni saber nada -dijo Adamsberg-, dejémoslo como está.

Este argumentó hundió a Danglard. Propuso investigar a Mathilde para averiguar algo inmediatamente, poner un hombre de guardia en su casa para esperarla, dar una vuelta por el Instituto Oceanográfico.

– No, Danglard, no vamos a hacer nada de eso. Ella volverá. Lo que hay que hacer es apostar varios hombres en las estaciones de metro de Saint-Georges, Pigalle y Notre-Dame-de-Lorette, con una descripción del hombre de los círculos. Para quedarnos tranquilos. Y luego esperar. El hombre que huele a manzana podrida volverá a hacer los círculos, es inevitable. Así que vamos a esperar. Aunque no haya ninguna posibilidad de encontrarle porque modificará sus recorridos.

– Pero ¿qué pueden aportarnos los círculos, si no es él el que mata? -dijo Danglard levantándose y haciendo gestos desvaídos por la habitación-. ¡Él! ¡Él! ¡En el fondo ese pobre hombre nos importa un rábano! ¡El que nos interesa es el que le utiliza!

– A mí no -dijo Adamsberg-. Hay que seguir buscando al hombre de los círculos.

Danglard se levantó bastante abrumado. Iba a necesitar mucho tiempo para acostumbrarse a Adamsberg.

Charles sentía toda aquella confusión en la estancia. Sentía el vago desconcierto de Danglard y las indecisiones de Adamsberg.

– Entre usted y yo, comisario -dijo Charles-, ¿quién es el que camina a ciegas?

Adamsberg sonrió.

– No lo sé -dijo.

– Después de esa historia de la llamada anónima, supongo que tengo que estar a su disposición, como suele decirse -continuó Charles.

– No lo sé -dijo Adamsberg-. En cualquier caso, nada que de momento pueda perturbarle en su trabajo. No se preocupe.

– Mi trabajo no me preocupa, comisario.

– Lo sé. Lo he dicho por decir.

Charles oía el ruido de un lápiz deslizándose por una hoja de papel. Supuso que el comisario dibujaba mientras hablaba.

– No sé cómo un ciego podría arreglárselas para matar, pero soy sospechoso, ¿verdad?

Adamsberg hizo un gesto evasivo.

– Digamos que eligió usted un mal momento para ir a vivir a casa de Mathilde Forestier. Digamos que, por una u otra razón, nos hemos interesado recientemente por ella, y por lo que sabía, aunque por otra parte ella nos lo haya dicho todo. Danglard se lo explicará. Danglard es inteligentísimo, ya lo verá. Es muy descansado trabajar a su lado. Digamos también que usted es un poco más malvado de lo normal, cosa que no facilita las cosas.

– ¿Qué le hace creer algo semejante? -preguntó Charles sonriendo con, en opinión de Adamsberg, una sonrisa perversa.

– Lo dice la señora Forestier.

Por primera vez, Charles se sintió confuso.

– Sí, ella lo dice -repitió Adamsberg-. «Más malo que la quina, pero le aprecio.» Y usted también la aprecia a ella. Porque someter a Mathilde, señor Reyer, le haría mucho bien, sería para sus ojos como una oscuridad que brilla, encerada como el cuero. Le gustaría a mucha gente. A Danglard, por ejemplo, no le cae bien sí, Danglard, es cierto. Sospecha de ella por razones que, una vez más, sólo él mismo sabría explicar perfectamente. Incluso ha sentido la tentación de vigilarla. Sin duda le parece extraño que Mathilde haya venido a la comisaría a hablarme del hombre de los círculos, que huele a manzana podrida, mucho antes del asesinato. Y tiene razón, es muy extraño. Sin embargo, todo es extraño. Incluso la manzana podrida. De todas formas, lo único que se puede hacer es esperar.

Adamsberg se puso otra vez a dibujar.

– Eso es -dijo Danglard-. Esperemos.

No estaba de muy buen humor. Acompañó a Charles hasta la calle.

Volvió a recorrer el pasillo farfullando, sin dejar de apretarse la frente con el dedo. Sí, como él tenía el corpachón en forma de quilla, sospechaba de Mathilde porque era el tipo de mujer que no se acuesta con cuerpos en forma de quilla. Por eso le hubiera gustado que fuera, por lo menos, culpable de algo. Y ese asunto del artículo la metía en el caso hasta el cuello. Sin duda todo aquello interesaría a los niños. Sin embargo había jurado, despues del error de la chica de la joyería, no volver a considerar más que las pruebas y los hechos, sin ninguna de las demás gilipolleces que le pasaban por la cabeza. Así que, respecto a Mathilde, había que actuar con prudencia.


Charles estuvo muy nervioso toda la mañana. Sus dedos pasaron por las perforaciones de los libros temblando un poco.

También Mathilde estaba nerviosa. Acababa de perder al hombre de los girasoles. El muy idiota se había metido en un taxi. Entonces se encontró en medio de la Place de l'Opéra, decepcionada y desorientada. En el trozo 1, inmediatamente habría pedido una caña, pero no había que preocuparse demasiado en un trozo 2. ¿Seguir a otro al azar? ¿Por qué no? Por otro lado, eran casi las doce del mediodía y no estaba lejos de la oficina de Charles. Podía pasar a recogerle para ir a comer. Había sido un poco ruda con él por la mañana, con el pretexto de que en el trozo 2 uno puede decir todo lo que se le pasa por la cabeza, y no quería dejarlo así.

Agarró a Charles por el hombro justo cuando salía del edificio de la Rué Saint-Marc.

– Tengo hambre -dijo Mathilde.

– Llega en el momento adecuado -dijo Charles-. Todos los polis de la tierra piensan en usted. Esta mañana se ha producido una pequeña denuncia contra usted.


Mathilde se instaló en una banqueta en el fondo del restaurante y nada en su voz indicaba a Charles que la noticia la alteraba.

– A pesar de todo -insistió Charles-, los polis están a un paso de pensar que es usted la que está en mejor situación para haber echado una mano al asesino. Sin duda era la única que podía indicarle tiempo y lugar para encontrar un círculo propicio para su asesinato. Y peor aún, es incluso la más indicada para haber cometido el crimen usted misma. Con sus infames manías, Mathilde, vamos a tener infames problemas.

Mathilde se echó a reír. Pidió montones de platos. Realmente tenía hambre.

– Es increíble -dijo Mathilde-, siempre me están pasando cosas fuera de lo corriente. Es mi destino. Así que, una más o menos… La noche del Dodin Bouffant, seguramente estábamos en el trozo 2, y debí de beber mucho y decir muchas gilipolleces. Además, no conservo de la velada un recuerdo muy nítido. Ya verá cómo Adamsberg lo entiende perfectamente y no se tortura buscando lo imposible hasta el fin del mundo.

– Mathilde, creo que le infravalora.

– Yo no lo creo -dijo Mathilde.

– Sí. Mucha gente le infravalora, aunque sin duda Danglard no, y debo decir que yo tampoco. Lo sé, Mathilde, la voz de Adamsberg es como un sueño, mece, encanta y adormece, pero él no se adormece. Su voz evoca imágenes lejanas y pensamientos indecisos, pero lleva a conclusiones inexorables, que él seguramente es el último en conocer.

– ¿Puedo comer a pesar de todo? -preguntó Mathilde.

– Por supuesto. Debe usted saber que Adamsberg no ataca, pero nos transforma, nos rodea, aparece por detrás, nos desactiva y al final nos desarma. No podría ser acorralado ni atrapado, ni siquiera por usted, reina Mathilde. Siempre se le escapará, mediante su dulzura o mediante su repentina indiferencia. Entonces para usted, para mí, para cualquiera, resultará benéfico o fatal como un sol de primavera. Todo depende de cómo se exponga el asunto. Y para un asesino es un terrible adversario, como usted sabe. Si yo hubiera matado, preferiría un poli que pudiera confiar en hacerle reaccionar, un poli que no se ponga a fluir como el agua para repentinamente resistir como la piedra. Fluye y resiste, avanza flotando hacia una meta, hacia un estuario. Si hay un asesino ahí dentro, por supuesto se ahogará.

– ¿Una meta? No tiene sentido tener una meta. Eso es bueno para los chavales -dijo Mathilde.

– Quizás esa mierda de palanca que mueve el mundo, quizás el ojo -otra vez un ojo, Mathilde-, el ojo absurdo del ciclón, ahí donde haya otra cosa, donde seguramente está el conocimiento, la frágil eternidad. ¿Nunca ha pensado en eso, Mathilde?

Mathilde había dejado de comer.

– Realmente, Charles, me deja alucinada. Dice todo eso con la seguridad y las metáforas de un cura, aunque solamente le ha oído hablar una hora esta mañana.

– Me he convertido en una especie de perro, Mathilde -masculló Charles-. Un perro que oye más que los hombres y que siente más que los hombres. Un perro maligno que puede hacer mil kilómetros en línea recta para regresar a su casa. Así que yo también, por otros caminos que Adamsberg, sé muchas cosas. Nuestros puntos en común se detienen ahí. Me considero la persona más inteligente de la tierra y, como mi voz es metálica, chirría. Corta, retuerce, y mi cerebro funciona como una perversa máquina que ordena los datos y todo el conocimiento sobre todas las cosas. De metas, de estuarios, no soy ningún experto. Ya no poseo el candor ni la fuerza para imaginar que los ciclones tienen ojos. He renunciado a esas fruslerías, demasiado atraído por las mezquindades y las revanchas que se me ofrecen para aliviar cada día mis impotencias. Pero Adamsberg no necesita distraerse para vivir, ¿me entiende? Él vive mezclándolo todo, mezclando las grandes ideas y los pequeños detalles, mezclando las impresiones y las realidades, mezclando las palabras y los pensamientos. Confundiendo la creencia de los niños y la filosofía de los viejos. Pero es auténtico, y es peligroso.

– Me deja alucinada -repitió Mathilde-. No puedo decir que hubiera soñado con un hijo como usted, porque habría tenido que tener tinta en las venas, pero usted me deja alucinada. Empiezo a entender por qué los peces le importan un bledo.

– Sin duda es usted la que tiene razón, Mathilde, por encontrar algo que amar en esos bichos viscosos de ojos redondos que ni siquiera sirven para alimentar a los hombres. A mí me daría igual que todos los peces se murieran.

– Tiene usted el arte de meterme en la cabeza unas ideas imposibles para un trozo 2. Incluso a usted le sientan mal, está sudando. No se preocupe tanto por Adamsberg. De todas formas es amable, ¿no?

– Sí -dijo Charles-, es amable. Adamsberg dice muchas cosas amables. No comprendo que eso no le inquiete.

– Charles, me deja usted alucinada -volvió a repetir Mathilde.


Inmediatamente después de comer, Adamsberg decidió intentar algo.

Inspirado por el ejemplo del cuadernillo de notas encontrado sobre la muerta, compró una agenda que podía meter en el bolsillo trasero del pantalón. De forma que, si tenía un pensamiento interesante, podría anotarlo. No es que esperara maravillas, pero se dijo que una vez llena la agenda, el efecto del conjunto podría ser interesante y proponerle alguna clave.

Tenía la impresión de no haber vivido nunca tan al día como en ese momento. Ya lo había comprobado muchas veces: cuantas más preocupaciones acuciantes tenía, acosándole con su urgencia y gravedad, más se hacía el muerto su cerebro. Entonces se ponía a vivir de naderías, ajeno y despreocupado, despojándose de cualquier tipo de pensamiento y cualquier clase de aptitudes, con el alma vacía, el corazón hueco y la mente fija en las más breves longitudes de onda. Aquel estado, aquel despliegue de indiferencia que desanimaba a todos los que le rodeaban, lo conocía bien pero lo controlaba mal. Porque despreocupado, libre de los problemas del planeta, estaba tranquilo y era bastante feliz. Sin embargo, a medida que pasaban los días, la indiferencia iba haciendo discretamente tales estragos que todo se difuminaba. Los seres se volvían transparentes, todos idénticos a fuerza de parecerle lejanos. Hasta que, al llegar a cierto límite de sus informales desganas, él mismo dejaba de sentir que tenía la menor densidad, la menor importancia, y se dejaba llevar por el grado de cotidianidad de los otros, más dispuesto a hacerles una multitud de pequeños servicios que le convertían en un perfecto extraño. La mecánica de su cuerpo y sus palabras automáticas aseguraban la progresión de los días, pero él ya no estaba para nadie. De este modo, absolutamente privado de sí mismo, Adamsberg no se preocupaba y no se planteaba nada. Aquel desinterés por todas las cosas ni siquiera poseía el tufo sobrecogedor del vacío, y aquella apatía del alma ni siquiera le acarreaba la angustia del tedio.

Pero, Dios mío, qué rápidamente le había sobrevenido.

Recordaba perfectamente todas las turbulencias que aún ayer le habían agitado cuando había pensado que Camille estaba muerta. Y ahora, incluso la palabra «turbulencia» le parecía carente de sentido. ¿Qué era eso de las turbulencias? ¿Camille muerta? Muy bien, ¿y qué? Madeleine Chátelain degollada, el hombre de los círculos en libertad, Christiane acosándole, Danglard poniéndose triste, enfrentarse a todo eso, sí, pero ¿para qué?

Entonces se sentó en el café, sacó la agenda y esperó. Estaba pendiente de los pensamientos que se sucedían en su cabeza. Sin duda le parecía que tenían un centro, pero ni principio ni fin. Entonces, ¿cómo transcribirlos? Hastiado pero sin perder la serenidad, escribió al cabo de una hora: «No he encontrado nada que pensar».

Y luego, desde el café, llamó a casa de Mathilde. Fue Clémence Valmont la que respondió. La voz disonante de la anciana le produjo una sensación de realidad, la idea de algo que hacer antes de importarle un bledo morir. Mathilde había vuelto. Quería verla, pero no en su casa. La citó a las cinco en su despacho.


De forma inesperada, Mathilde llegó a la hora. A ella misma le sorprendió.

– No lo comprendo -dijo-. Debe de ser «el efecto policial», supongo.

Luego miró a Adamsberg, que no estaba dibujando y que, con las piernas estiradas ante él, una mano en un bolsillo de los pantalones y la otra dejando que se consumiera un cigarrillo en la punta de los dedos, parecía desintegrado en una languidez difusa que no se sabía cómo juzgar. Sin embargo, Mathilde presentía que era capaz de cumplir con su obligación incluso así, o sobre todo así.

– Tengo la impresión de que vamos a divertirnos menos que la última vez -dijo Mathilde.

– Es muy probable -respondió Adamsberg.

– Es ridículo que me haga participar en este ceremonial de convocarme a su despacho. Habría sido mejor que hubiera venido a la Trigla voladora, habríamos tomado una copa y luego habríamos cenado. Clémence ha preparado una especie de plato repulsivo muy suyo.

– ¿De dónde es?

– De Neuilly.

– Ah. Entonces no es nada exótico. Yo no la he hecho participar en ningún ceremonial. Necesito hablar con usted y no tengo ganas de incorporarme a la Trigla voladora o a lo que a usted se le ocurra.

– ¿Porque no es una buena idea que un policía cene con sus sospechosos?

– No es por eso, al contrario -dijo Adamsberg, con voz cansada-. La intimidad con los sospechosos incluso forma parte de las cosas que se recomiendan. Pero allí, en su casa, hay un desfile perpetuo, eso es evidente. Ciegos, viejas locas, estudiantes, filósofos, vecinos de abajo, vecinos de arriba, se es cortesano de la reina o no se es nada, ¿no cree? Y a mí no me gusta ser cortesano, ni ser nada en absoluto. Además, no sé por qué digo esto, en realidad no tiene ninguna importancia.

Mathilde se echó a reír.

– Entendido -dijo-. En el futuro, nos encontraremos en un café, por ejemplo, o en los puentes de París, en esos lugares neutros en los que se establece la igualdad. Como dos valientes republicanos. Y ahora, ¿puedo fumar un cigarrillo?

– Puede. Señora Forestier, ¿conocía usted el artículo del periódico del distrito 5?

– Jamás había oído hablar de esa porquería antes de que Charles me la recitara de memoria a mediodía. Y de lo que pude enorgullecerme en el Dodin Bouffant, es inútil que intente acordarme. Lo único que puedo certificar es que, cuando he bebido, mi ficción supera treinta veces mi realidad. Que haya podido contar que el hombre de los círculos compartía mi cena, e incluso mi bañera y mi cama, y que preparáramos juntos sus payasadas nocturnas, no es imposible. No hay nada que pueda detenerme cuando se trata de seducir. Imagínese. En ciertos momentos, me comporto como una verdadera catástrofe natural, según dice mi amigo filósofo, por supuesto.

Adamsberg puso mala cara.

– Me resulta difícil -dijo- olvidar que es usted una científica. No la creo tan imprevisible como quiere hacer creer.

– Entonces, Adamsberg, ¿yo he degollado a Madeleine Chátelain? Es verdad que para esa noche no tengo una coartada aceptable. Nadie vigila mis idas y venidas. Ningún hombre en mi cama en ese momento, ningún guardia en la puerta. Libre como el viento, ligera como los ratones. Dígame qué me había hecho esa pobre mujer.

– Cada cual tiene sus secretos. Danglard diría que a fuerza de seguir a miles de personas, Madeleine Chátelain podría figurar en alguna parte de sus notas.

– Es posible.

– Y añadiría que en su existencia submarina, usted ha destripado dos tiburones azules. Determinación, valor, fuerza.

– Vamos, no irá usted a refugiarse detrás de los argumentos de los demás para atacar, ¿verdad? Danglard esto, Danglard aquello. ¿Y usted?

– Danglard es un pensador. Yo le escucho. En cuanto a mí, sólo me importa una cosa: el hombre de los círculos y sus malditas ocupaciones. Es lo único que me intriga. Y Charles Reyer, ¿sabe usted algo de él? Imposible averiguar cuál de ustedes dos ha buscado al otro. Parece que ha sido usted, pero él podría haberla obligado.

Hubo un silencio y Mathilde dijo:

– ¿Realmente piensa que soy capaz de dejarme manipular?

Ante el tono diferente de Mathilde, Adamsberg interrumpió el dibujo que acababa de empezar. Frente a él, ella le miraba sonriendo, magnífica y generosa, pero segura de sí misma, majestuosa, como si pudiera hacer y deshacer su despacho y el mundo con una simple broma. Entonces habló lentamente, exponiendo las nuevas ideas que sugería la mirada de Mathilde. Con una mano en la mejilla, dijo:

– Cuando vino la primera vez a la comisaría, no era para buscar a Charles Reyer, ¿verdad?

Mathilde se rió.

– Sí. ¡Le estaba buscando! Pero habría podido localizarle sin su ayuda, como usted sabe.

– Claro. He sido un idiota. Pero usted miente maravillosamente. ¿Entonces? ¿A qué estamos jugando? ¿A quién buscaba cuando vino aquí? ¿A mí?

– A usted.

– ¿Por simple curiosidad, porque los periódicos habían publicado mi nombramiento? ¿Quería añadirme a sus notas? No, no es eso, no.

– No, por supuesto que no -dijo Mathilde.

– ¿Para hablarme del hombre de los círculos, como supone Danglard?

– Tampoco. Si no hubiera visto los artículos sujetos por el pie de la lámpara de su mesa, ni se me habría ocurrido. Puede no creerme, ahora que sabe que miento igual que respiro.

Adamsberg movió la cabeza. Sentía que se había quedado sin argumentos.

– Simplemente recibí una carta -continuó Mathilde-: «Me acabo de enterar de que Jean-Baptiste ha sido trasladado a París. Por favor, ve a verle». Entonces vine a verle, es completamente natural. Como usted sabe, en la vida no hay coincidencias.

Mathilde aspiraba el cigarrillo sonriendo. Mathilde se estaba divirtiendo. Se estaba desquitando de uno de los malditos trozos.

– Llegue hasta el final, señora Forestier. ¿Una carta de quién? ¿De quién estamos hablando?

Mathilde se levantó sin dejar de reír.

– De nuestra bella paseante. Más dulce que yo, más feroz, menos puta y menos descuajaringada. Mi hija. Mi hija Camille. Sin embargo, Adamsberg, usted tenía razón en un punto: Ricardo III está muerto.

Después, Adamsberg no supo decir si Mathilde se había ido inmediatamente o poco después. Por muy desengañado que pudiera estar en ese momento, una sola cosa le había quedado en la cabeza: viva. Camille viva. La querida pequeña, no importaba dónde y amada por no importaba quién, pero respirando, con la frente altiva, la nariz aguileña, los labios suaves, su sabiduría, su futilidad, su silueta, vivos.

Hasta mucho más tarde, andando por la calle para volver a su casa -había mandado apostar varios hombres esa noche en las estaciones de metro de Saint-Georges y Pigalle aunque presentía que no serviría de nada-, no tomó conciencia acerca de lo que se había enterado. Camille era la hija de Mathilde Forestier. Por supuesto. Igual de embaucadora que Mathilde, no merecía la pena comprobarlo. Perfiles parecidos, cosa que no se fabrica en miles de ejemplares.

No era una coincidencia. La querida pequeña, en alguna parte de la tierra, había leído la prensa francesa, se había enterado de su nombramiento y había escrito a su madre. Seguramente le escribía a menudo. O quizá se veían a menudo. Si eso ocurría, seguro que Mathilde se las arreglaba para hacer que coincidieran los destinos de sus expediciones científicas con los lugares donde estaba su hija. Era muy probable. No había más que averiguar en qué costas había atracado Mathilde durante los últimos años para saber por dónde había paseado Camille. Él había tenido razón. Ella paseaba, perdida, inasequible. Inasequible. Se dio cuenta de eso. Jamás accedería a ella. Pero ella había querido saber qué había sido de él. No se había derretido como la cera en la mente de Camille. Aunque de eso, él jamás había dudado. No porque se creyera inolvidable, pero sentía que una parte de sí mismo había calado como una piedrecita en el fondo de Camille, y ella debía de sentirse, aunque sólo fuera un poco, pesada. Era inevitable. Tenía que ser así. Por muy vano que fuera a sus ojos el amor de los hombres, y por muy desagradable que fuera su humor aquel día, no podía admitir que no quedara de aquel amor una partícula magnetizada en el cuerpo de Camille. De la misma forma que sabía, aunque raras veces pensara en ello, que jamás había dejado que se disolviera en él la existencia de Camille, y no habría sabido decir por qué, ya que jamás había reflexionado sobre ello.

Lo que le perturbaba, incluso le arrancaba de las regiones lejanas por las que su indiferencia le había hecho avanzar a lo largo de aquella jornada, era que habría bastado con preguntar a Mathilde para saber. Bueno, solo para saber. Saber por ejemplo si Camille amaba a otro. Aunque era mejor no saber nada en absoluto y quedarse en el botones del hotel de El Cairo donde se había quedado la última vez. Estaba muy bien aquel botones, moreno, largas pestañas, y sólo para una o dos noches porque había ahuyentado la añoranza del cuarto de baño. Además, de todas formas Mathilde no diría nada. No volverían a hablar de ello. Ni una palabra más sobre aquella muchacha que mandaba a los dos a paseo desde Egipto a Pantin, y eso era todo. Porque si eso ocurría era porque ella estaba en Pantin. Estaba viva, eso era precisamente lo que había querido decirle Mathilde. Había mantenido su promesa de la otra noche en el metro Saint-Georges de quitarle esa muerta de la cabeza.

¿Quizá Mathilde, sintiéndose amenazada por el acoso policial, había intentado de ese modo volverse intocable? ¿Haciéndole saber que acosando a la madre entristecería a la hija? No. Ése no era el estilo de Mathilde. No había que volver a hablar de ello, y nada más. Dejar a Camille donde estaba, proseguir la investigación en torno a la señora Forestier sin variar el itinerario. Eso era lo que había dicho aquella tarde el juez de instrucción: «Adamsberg, sin variar el itinerario». ¿Qué itinerario? Un itinerario supone un plan, una proyección en el futuro, y en esta investigación, Adamsberg tenía muchos menos que en ninguna otra. Esperaba al hombre de los círculos. Un hombre que no parecía preocupar a demasiada gente. Sin embargo, para él, el hombre de los círculos era una criatura que se reía burlonamente por las noches y se andaba con remilgos por el día. Un hombre difícil de atrapar, oculto, pútrido, cubierto de pelusa como las mariposas nocturnas, cuyo pensamiento a Adamsberg le resultaba execrable y le producía escalofríos. ¿Cómo podía Mathilde decir de él que era «inofensivo», y divertirse, como una loca, siguiéndole a través de sus mortíferos círculos? Ahí estaba, se dijera lo que se dijera, la caprichosa imprevisión de Mathilde. Y ¿cómo Danglard, el sabio y profundo Danglard, podía también considerarle inocente, ahuyentarle de sus pensamientos, cuando estaba enganchado a los suyos como una araña maligna? O quizás era él, Adamsberg, el que estaba equivocado. Pero no podía evitarlo. Nunca había podido más que seguir el sentido de la corriente en la que se encontraba. Y pasara lo que pasara, seguía avanzando hacia ese hombre mortal. Entonces le vería, tenía que verle. Seguramente al verle cambiaría de opinión. Seguramente. Le esperaría. Estaba seguro de que el hombre de los círculos iría a él. Pasado mañana. Quizá pasado mañana aparecería un nuevo círculo.


Tuvo que esperar dos días más, pues al parecer el hombre de los círculos, deseoso de seguir sus propias normas, dejaba de actuar durante el fin de semana. Así que no volvió a coger la tiza hasta la noche del lunes.

Un agente de servicio descubrió el círculo azul en la Rué de La Croix-Nivert, a las seis de la mañana.

Esta vez, Adamsberg acompañó a Danglard y Conti.

Era una muñequita de plástico del tamaño de un pulgar. Aquella efigie de bebé, perdida en medio del inmenso círculo, producía un evidente desasosiego. «Está hecho a propósito», pensó Adamsberg. Danglard debió de pensarlo al mismo tiempo.

– Ese cretino nos está provocando -dijo-. Rodear con un círculo una figurita humana, después del crimen del otro día… Ha debido de llevarle mucho tiempo encontrar la muñeca, o quizá la trajo él mismo. Entonces sería una trampa.

– No es que sea un cretino -dijo Adamsberg-, pero como su orgullo empieza a exasperarse, empieza a entablar una conversación.

– ¿Una conversación?

– A entrar en comunicación con nosotros, si lo prefiere. Ha aguantado cinco días desde el asesinato, que es más de lo que yo esperaba. Ha cambiado sus itinerarios y se ha vuelto inasequible. Pero ahora empieza a hablar, a decir: «Sé que se ha cometido un crimen, no tengo nada que temer y aquí está la prueba». Y así sucesivamente. Ahora no hay ninguna razón para que deje de hablar. Va por mal camino. El camino de la palabra. El camino en el que ha dejado de bastarse a sí mismo.

– Hay algo fuera de lo común en este círculo -dijo Danglard-. No está hecho como los anteriores. Sin embargo, es la misma letra, no hay la menor duda. Pero lo ha hecho de forma diferente, ¿verdad, Conti?

Conti movió la cabeza.

– Antes -continuó Danglard- dibujaba el círculo de una vez, como si caminara alrededor y lo trazara al mismo tiempo, sin detenerse. Esta noche ha hecho dos semicírculos que se acaban juntando, como si hubiera hecho un lado primero y luego, a continuación, el otro. A pesar de todo, no puede haber perdido la práctica en cinco días, ¿no creen?

– Es verdad -dijo Adamsberg sonriendo-, es una negligencia por su parte. Vercors-Laury la encontraría muy interesante, y tendría razón.


A la mañana siguiente, Adamsberg llamó a su despacho al levantarse. El hombre había ido a trazar un círculo al distrito 5, Rué Saint-Jacques, que era tanto como decir a dos pasos de la Rué Pierre-et -Marie-Curie, donde Madeleine Chátelain había sido degollada.

«Continúa la conversación -pensó Adamsberg-. Algo así como: "Nada me impedirá trazar un círculo cerca del lugar del crimen". Y si no ha hecho el círculo en la propia Rué Pierre-et-Marie-Curie, es simplemente por delicadeza, simplemente un signo de buen gusto. Es un hombre refinado.»

– ¿Qué hay en el círculo? -preguntó Adamsberg por teléfono.

– Un amasijo de cinta magnética desbobinada.

Al mismo tiempo que escuchaba el informe de Margellon, Adamsberg miró el correo. Tenía ante los ojos una carta de Christiane, con un texto apasionado y un contenido secular. Te dejo. Egoísta. No volveré a verte. Orgullo. Y así a lo largo de seis páginas.

Muy bien, eso lo veremos esta noche, se dijo, convencido de ser un egoísta, pero convencido también por experiencia de que las personas que nos abandonan realmente, jamás se toman la molestia de advertírnoslo en una carta de seis páginas. Esas personas se eclipsan sin hablar, y eso es lo que había hecho la querida pequeña. Y los que deambulan dejando que sobresalga del bolsillo la culata de una pistola no se matan jamás, había dicho más o menos por este orden un poeta que no sabía cómo se llamaba. Así pues Christiane volvería con muchas reivindicaciones, cosa que hacía prever grandes complicaciones. Bajo la ducha, Adamsberg tomó la resolución de no ser demasiado perverso y meditar esa noche si deseaba pensar en ello.

Citó a Danglard y Conti en la Rué Saint-Jacques. El amasijo de cinta magnética se extendía como un montón de tripas al sol de la mañana, en medio del gran círculo, esta vez dibujado de un solo trazo. Danglard, inmenso, cansado, con el pelo rubio echado hacia atrás, le miró mientras se acercaba. No sabía por qué, si era a causa de su aspecto cansado, o de su gesto de pensador vencido perseverando en hacerse preguntas sobre los destinos o de la forma de estirar y doblar su gran cuerpo insatisfecho y resignado, pero Danglard, esa mañana, le conmovió. Realmente le apetecía volver a decir que le apreciaba mucho. En ciertos momentos, Adamsberg tenía una inusual facilidad para formular declaraciones breves y sentimentales que confundían a los demás por su sencillez, fuera de lo común entre adultos. No era raro que dijera a alguien que era guapo, aunque no fuera verdad, e independientemente de la extensión del período de indiferencia que sufriera.

En ese momento Danglard con la chaqueta impecable y la mente ocupada en alguna secreta preocupación, estaba apoyado en un coche. Con la punta de los dedos agitaba las monedas que llevaba en el fondo del bolsillo. Preocupaciones de dinero, pensó Adamsberg. Danglard le había confesado cuatro hijos, pero Adamsberg ya sabía, por ciertas conversaciones en los pasillos, que tenía cinco y que todos vivían en tres habitaciones y que sólo contaban con el sueldo de aquel padre ilimitado. Sin embargo, nadie se compadecía de Danglard, y Adamsberg igual que los demás. Era impensable compadecerse de un tipo así. Porque su manifiesta inteligencia generaba a su alrededor una zona protegida de un radio de dos metros, en la que uno se ponía a hablar con mucho cuidado desde el momento en que se penetraba en ella, y Danglard se convertía más bien en objeto de una vigilancia circunspecta que de cualquier tipo de gestos compasivos. Adamsberg se preguntó si «el amigo filósofo», al que Mathilde se refería sin cesar para describirse, generaba una zona parecida, y de qué amplitud. El amigo filósofo daba la impresión de conocer un aspecto de Mathilde. Seguramente había asistido a la velada celebrada en el Dodin Bouffant. Conseguir su nombre, su dirección, ir a verle, interrogarle, era una pequeña artimaña policial que quería llevar a cabo en la sombra. No era el tipo de cosas que Adamsberg solía hacer, pero esta vez quería encargarse de ello personalmente.

– Hay un testigo -dijo Danglard-. Ya estaba en la comisaría cuando me fui. Me espera para hacer una declaración completa.

– ¿Qué vio?

– Vio, hacia las doce menos diez de la noche, un hombrecillo delgado que le adelantó corriendo. Ha sido esta mañana, escuchando la radio, cuando lo ha relacionado. Me ha descrito un individuo mayor, escuchimizado, ágil y calvo, que llevaba una cartera bajo el brazo.

– ¿Nada más?

– Le pareció que dejaba tras de sí un ligero olor a vinagre.

– ¿A vinagre? ¿No a manzana podrida?

– No. A vinagre.

Danglard había recuperado su buen humor.

– Mil testigos, mil narices -añadió sonriendo y agitando sus largos brazos-. Mil narices y mil diagnósticos. Mil diagnósticos y mil recuerdos de infancia. Para uno, manzana podrida, para otro, vinagre, y mañana para los demás, nuez moscada, betún, compota de fresa, talco, polvo de cortinas, infusión para la garganta, pepinillos… El hombre de los círculos debe de apestar a olores de infancia.

– Olor a armario -dijo Adamsberg.

– ¿Por qué a armario?

– No lo sé. Los olores de la infancia están en los armarios, ¿no? Los armarios son inmutables. Todos los olores se mezclan en ellos, forman un todo, un todo universal.

– Estamos desvariando -dijo Danglard.

– No lo crea.

Danglard comprendió que Adamsberg empezaba de nuevo a flotar, a desconectar, a no sabía qué exactamente, en cualquier caso a aflojar las estructuras ya difusas de su lógica, y entonces sugirió regresar.

– No le acompaño, Danglard. Grabe la declaración del testigo del vinagre sin mí, pues me apetece oír hablar al «amigo filósofo» de Mathilde Forestier.

– Creía que el caso de la señora Forestier no le interesaba.

– Me interesa, Danglard. Estoy de acuerdo con usted en que está atravesada en el camino, aunque ella no me preocupa especialmente.

De todas formas, Danglard pensó que eran tan pocos los hechos que preocupaban especialmente al comisario que no perdió el tiempo en estudiar aquel matiz. Sí. La historia del cretino perrazo baboso, y todo lo que venía a continuación, había debido y debía de seguir preocupándole especialmente. Y otras cosas más de esa índole, que seguramente aprendería algún día. Es verdad, le ponía nervioso. Cuanto más conocía a Adamsberg, más inaccesible se le aparecía, tan imprevisible como una mariposa nocturna, cuyo vuelo pesado, loco y eficaz, agota al que intenta atraparla. Sin embargo, le hubiera gustado aprender eso de Adamsberg, aquella imprecisión, aquella aproximación y aquellas escapadas en las que su mirada parecía unas veces agonizar y otras arder, haciendo que uno deseara apartarse de él o acercarse más. Pensó que, con la mirada de Adamsberg, podría ver las cosas oscilar y perder sus contornos razonables, como hacen los árboles durante el verano con las vibraciones del calor. Que entonces el mundo le resultaría menos implacable, que dejaría de querer entenderlo hasta sus límites más lejanos, y hasta los puntos que ni siquiera se pueden ver en el cielo. Que estaría menos cansado. Pero sólo el vino blanco le proporcionaba ese distanciamiento breve y, él lo sabía, ficticio.


Como Adamsberg imaginaba, Mathilde no estaba en su casa. Encontró a la vieja Clémence inclinada sobre una mesa llena de diapositivas. En una silla a su lado, los periódicos estaban doblados por las páginas de los anuncios por palabras.

Clémence era demasiado charlatana para tener tiempo de sentirse intimidada. Se vestía superponiendo una sobre otra blusas de nailon como las capas de una cebolla. En la cabeza, la boina negra, y en la boca un cigarrillo tras otro. Hablaba sin apenas separar los labios, cosa que hacía que se viera muy poco aquella famosa dentadura que incitaba las divertidas comparaciones zoológicas de Mathilde. Ni tímida ni vulnerable, ni autoritaria ni simpática, Clémence era un personaje tan disparatado que no se podía evitar desear escucharla un poco para saber, más allá de todas las banalidades que amontonaba como barricadas, qué era lo que guiaba su energía.

– ¿Qué tal los anuncios esta mañana? -preguntó Adamsberg.

Clémence hizo un gesto de duda.

– Siempre se puede esperar algo de: «Hombre tranquilo en casita retirada busca compañera menor de 55 aficionada colecciones de grabados del siglo XVIII, aunque a mí los grabados me importan un bledo, o de: «Retirado del comercio quisiera compartir con mujer todavía guapa pasiones por la naturaleza y curiosidades por los animales y más afinidades», aunque a mí la naturaleza me importa un bledo. De todas formas, no se pierde nada por intentarlo. Todos escriben lo mismo y nunca la verdad: «Hombre viejo mal conservado con barriga que sólo se interesa por sí mismo busca mujer joven para acostarse con ella». Como desgraciadamente la gente jamás escribe la realidad, se pierde un tiempo increíble. Ayer contesté tres y recogí la hez de los frustrados de la vida. Sin embargo, lo que hace que todo fracase es que, en cuanto al físico, yo no les intereso. Así que estoy en un callejón sin salida. ¿Qué hacer? Dígamelo.

– ¿Me lo pregunta? ¿Por qué quiere casarse a cualquier precio?

– Esa es la pregunta que no me hago. Todos podrían decir: «Esa pobre vieja, Clémence, no soportó que su novio desapareciera dejándole una nota». Pero no, Jesús, me dio exactamente igual en ese momento, tenía veinte años, y me sigue dando exactamente igual. Me gustan demasiado los hombres, tengo que reconocerlo. No, debe de ser para tener algo que hacer en la vida. No se me ocurre otra idea. Tengo la impresión de que todas las mujeres buenas son así. Aunque tampoco me gustan demasiado las mujeres buenas. Piensan como yo, que casándose todo está arreglado, que harán algo importante en su vida. Además yo voy a misa, imagínese. Si no me impusiera todo eso, ¿en qué me convertiría? Robaría, saquearía, escandalizaría. Y Mathilde dice que soy encantadora. Es mejor ser encantadora, da menos problemas, ¿no es cierto?

– ¿Y Mathilde?

– Si no fuera por ella, me pasaría la vida esperando al Mesías en Censier-Daubenton. Se está bien con ella. Haría lo que fuera por agradar a Mathilde.

Adamsberg no hizo nada por entender aquellas frases contradictorias. Mathilde había dicho que Clémence podía decir azul durante una hora y rojo durante la hora siguiente, y reinventar toda su vida a su antojo y según el interlocutor. Haría falta alguien que tuviera el valor de escuchar a Clémence durante meses para poder ver en ella algo un poco claro. Un gran valor. Un psiquiatra, dirían otros. Y aún así, sería demasiado tarde. Todo parecía demasiado tarde para Clémence, eso era evidente, pero Adamsberg no llegaba a sentir compasión alguna. Seguramente Clémence era encantadora, seguramente, pero tan poco enternecedora que se preguntaba dónde encontraba Mathilde ganas para alojarla en el Picón y hacerla trabajar para ella. Si alguien era bueno, en el sentido profundo del término, sin duda era Mathilde. Majestuosa y mordaz, pero fastuosa, pero roída por la generosidad. Algo que se producía violentamente en Mathilde y tiernamente en Camille. Danglard parecía pensar otra cosa de Mathilde.

– ¿Mathilde tiene hijos?

– Una hija, señor. Una belleza. ¿Quiere ver una foto suya?

De repente, Clémence se había vuelto mundana y respetuosa. Quizás había llegado el momento de tomar lo que había ido a buscar antes de que ella cambiara de comportamiento.

– No me enseñe ninguna foto -dijo Adamsberg-. ¿Conoce usted a su amigo filósofo?

– Hace usted montones de preguntas, señor. No perjudicará a Mathilde, ¿verdad?

– Por nada del mundo, al contrario, siempre que quede entre nosotros.

A Adamsberg no le gustaba mucho esa forma de hipocresía policial, pero ¿qué podía hacer para eludir ese tipo de frases? Entonces las recitaba de memoria como la tabla de multiplicar, para agilizar.

– Le he visto dos veces -dijo Clémence con cierto orgullo, aspirando el humo del cigarrillo-. Fue él quien escribió esto…

Escupió unas hebras de tabaco, buscó en la biblioteca y tendió a Adamsberg un grueso volumen: Las zonas subjetivas de la conciencia, por Real Louvenel. Real, un nombre de Canadá. Por un momento, Adamsberg dejó que ascendieran a su memoria las migajas de recuerdos que le evocaba ese nombre. Ninguno le llegó claramente.

– Empezó siendo médico -precisó Clémence entre dientes-. Según parece es un cerebro, eso dicen. No sé si usted podría estar a su altura. No pretendo molestarle, pero hay que hablar con él para entenderlo. Mathilde sí parece comprenderle. Además, sé que vive solo con doce perros labradores. Su casa debe de apestar. Jesús.

Clémence había abandonado el tono respetuoso. No había durado mucho. Ahora, volvía a ser la tonta del bote. Entonces, bruscamente, dijo:

– Y usted, ¿qué? ¿Es interesante el hombre de los círculos? ¿Hace usted cosas con su vida? ¿O la cierra como los demás?

Aquella vieja iba a acabar sacándole de quicio, cosa que no solía ocurrirle. No porque sus preguntas le inquietaran. En el fondo, eran preguntas banales. Pero la ropa que llevaba, sus labios que nunca se abrían, sus manos enguantadas para no ensuciar las diapositivas, sus sucesivas peroratas, en nada de eso encontraba el menor interés. Que la bondad de Mathilde haga lo que pueda para que Clémence salga del atolladero. El no tenía ganas de involucrarse más de la cuenta. Tenía la información que quería y eso le bastaba. Se marchó sigilosamente murmurando algunas frases amables para que le resultara más fácil.


Dedicándole un tiempo, Adamsberg buscó la dirección y el número de teléfono de Real Louvenel. La voz chillona de un hombre sobreexcitado le respondió que aceptaba verle esa tarde.

Era verdad que en casa de Real Louvenel apestaba a perro. El hombre se movía sin parar, y era tan incapaz de mantenerse sentado en una silla que Adamsberg se preguntó cómo podía hacer para escribir. Más tarde se enteró de que dictaba sus libros. Mientras respondía a las preguntas de Adamsberg con buena voluntad, Louvenel hacía otras diez cosas al mismo tiempo: vaciaba un cenicero, comprimía los papeles en la papelera, se sonaba, silbaba a un perro, aporreaba el piano, se apretaba el cinturón en el siguiente orificio, se sentaba, se levantaba, cerraba la ventana, acariciaba la butaca. Una mosca no habría podido seguirle. Mucho menos Adamsberg. Adaptándose como podía a aquel agotador ritmo trepidante, Adamsberg intentaba tomar nota de las informaciones que surgían de las frases enormemente complicadas de Louvenel, haciendo un gran esfuerzo para que no le distrajera el espectáculo del hombre que rebotaba en todas las paredes de la habitación, y el de cientos de fotos clavadas en las paredes, que representaban camadas de perros labradores o chicos desnudos. Oyó a Louvenel decir que Mathilde habría sido más adulta y más profunda si su impulso no la estuviera apartando continuamente de sus primitivos proyectos, y que se habían conocido en la universidad. Luego dijo que en el Dodin Bouffant ella estaba completamente borracha, que había reunido a todos los clientes para contar que el hombre de los círculos y ella formaban una verdadera pareja de amigos, que eran como uña y carne, y que nadie, excepto ella y él, entendía nada de aquel «renacimiento metafórico de las aceras como nuevo campo científico». Mathilde también había dicho que el vino era bueno y que quería más, que había dedicado al hombre de los círculos su último libro, que su identidad no era ningún misterio para ella, pero que la dolorosa existencia de ese hombre sería su secreto, su «mathildeísmo». Igual que decimos «esoterismo». Un «mathildeísmo» es algo que ella no confía a nadie, y que, por otra parte, no tiene interés objetivo alguno.

– Como no conseguí interrumpir aquel torrente, abandoné el lugar sin enterarme de nada más -concluyó Louvenel-. Mathilde me desagrada cuando ha bebido. Se dispersa, se vuelve ordinaria, ruidosa, y no busca sino ser querida a cualquier precio. Jamás hay que invitar a Mathilde a beber, jamás. ¿Me entiende?

– Todos aquellos discursos, ¿parecieron interesar a alguien en la sala?

– Recuerdo que la gente se reía.

– ¿Por qué cree usted que Mathilde sigue a la gente por la calle?

– Se podría decir, haciendo un juicio precipitado, que lo que elabora es un catálogo de curiosidades -dijo Louvenel estirándose los pliegues de los pantalones, y luego los calcetines-. Se podría decir que hace con sus presas, tomadas al azar por la calle, como con los peces: ojearlas y clasificarlas en fichas. Pero no, es todo lo contrario. El drama de Mathilde es que sería capaz de irse a vivir sola al fondo del mar. De acuerdo, hace su trabajo, es una investigadora infatigable, una excelente científica, pero todo eso no tiene el menor sentido para ella. Lo que le tienta es el inmenso territorio que ella se ha fabricado bajo la superficie del agua. Mathilde es la única submarinista que conozco que se niega a que la acompañen, cosa que es muy peligrosa. Dice: «Real, quiero poder temerlo todo y comprenderlo todo sola, y hundirme cuando quiera, en el fondo de una fosa abisal, en las raíces del mundo». Es así. Mathilde es una partícula del universo. Como no puede dilatarse para fundirse con él, decide estudiarlo para percibirlo en sus mayores dimensiones físicas. Sin embargo, todo eso la aleja demasiado de los hombres, y ella lo sabe. Porque hay en Mathilde una gran dosis de bondad, o de talento, como usted prefiera, que no puede quedar satisfecha. Y eso hace que, a intervalos regulares, Mathilde vuelva a salir a la superficie y se ocupe de esa otra tentación, la que la lleva hacia la gente, digo bien, la gente, y no la humanidad. Entonces se reconcilia con los millones de pasos perdidos que da la gente caminando por la corteza terrestre. Ella llega hasta el final, y cada brizna de comportamiento que puede atrapar aquí o allá le parece una maravilla. Las memoriza, las anota, mathildiza. De paso se contagia de los amantes, porque Mathilde también es una enamorada. Y luego, cuando está saciada de todo eso, cuando considera que ha amado suficiente a sus hermanos, vuelve a sumergirse. Por eso sigue a los demás por la calle. Para llenarse completamente de latidos y distorsiones, parpadeos, codazos, antes de ir a lanzar su soledad, como un desafío, a la inmensidad.

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