Título original: The Hammer of God
Todos los sucesos ubicados en el pasado ocurrieron en los tiempos y lugares indicados; todos aquellos ubicados en el futuro son posibles.
Y uno de éstos es seguro:
Más tarde o más temprano nos encontraremos con Kali.
Tenía el tamaño de una casa pequeña, pesaba nueve mil toneladas y se desplazaba a cincuenta mil kilómetros por hora. Cuando pasó sobre el parque nacional Gran Teton, un turista alerta fotografió la bola ígnea incandescente y su larga estela de vapor. En menos de dos minutos había hendido la atmósfera de la Tierra y retornado al espacio.
Era el cambio de órbita más leve durante los miles de millones de años que había estado circulando el Sol, y pudo haber descendido sobre cualquiera de las grandes ciudades del mundo… con una fuerza explosiva cinco veces más poderosa que la que tuvo la bomba que destruyó Hiroshima.
La fecha era 10 de agosto de 1972.
Robert Singh disfrutaba esas caminatas por el bosque con su hijito Toby. Era, claro está, un bosque domeñado y apacible, del que se garantizaba que se hallaba exento de animales peligrosos, pero que constituía un emocionante contraste con el último ambiente que la familia había habitado en el desierto de Arizona. Por sobre todo, era bueno estar tan cerca del océano, por el que todos los que trabajaban en el espacio sideral sentían una simpatía profundamente arraigada. Aun ahí, en ese claro situado más de un kilómetro tierra adentro, Singh podía oír débilmente el rugido de la rompiente que, impulsada por el monzón, se estrellaba contra el arrecife exterior.
—¿Qué es eso, papito? — preguntó el niño de cuatro años, mientras apuntaba con el dedo hacia una carita peluda, enmarcada por patillas blancas, que los atisbaba a través de una pantalla de hojas.
— Estee… cierta clase de mono. ¿Por qué no le preguntas al Cerebro?
— Lo hice: no responde.
«Otro problema», pensó Singh. Había ocasiones en las que añoraba la sencilla vida de sus ancestros en las polvorientas llanuras de India, aunque sabía perfectamente bien que sólo habría podido tolerarla unos milisegundos.
— Vuelve a intentarlo, Toby. A veces hablas demasiado rápido: la Central de la Casa no siempre reconoce tu voz. ¿Y te acordaste de enviar una imagen?: la Central no puede decirte qué es lo que tú estás mirando, a menos que ella también pueda verlo.
—¡Uy! Lo olvidé.
Singh solicitó el canal privado de su hijo, justo a tiempo para captar la respuesta de la Central:
— Es un colobo blanco, familia de los cercopitécidos…
— Gracias, Cerebro. ¿Puedo jugar con él?
— No creo que sea una buena idea — interpuso apresuradamente Singh — podría morder. Y es probable que tenga pulgas. Tus juguetes robot son mucho más lindos.
— No tan lindos como Tigrette.
— Aunque no presenta tantos problemas… incluso ahora que ya sabe dónde hacer sus necesidades, gracias a Dios. Sea como fuere, es hora de ir a casa. — »Y de ver qué progresos está logrando Freyda con sus problemas con la Central», añadió para sus adentros.
Desde el instante mismo en que el Servicio de Transporte Aéreo colocó la casa allí, en África, se presentó una serie de fallas en el funcionamiento de los equipos. La más reciente y, desde el punto de vista potencial, más grave, se había producido en el sistema para recirculación de los alimentos: si bien venía garantizado como exento de defectos, de modo tal que el peligro de que ocurriera un verdadero envenenamiento tuviera una probabilidad astronómicamente pequeña, anoche el filet mignon había tenido un curioso sabor metálico. Freyda había sugerido, con sarcasmo, que podrían tener que retornar a la vida que llevaban los cazadores-recolectores de la era preelectrónica, cociendo el alimento sobre fogatas. Su sentido del humor a veces era un poco retorcido: la idea misma de comer carne natural cortada a pedazos de animales muertos era, claro está, por completo asqueante…
—¿No podemos bajar a la playa?
Toby, que había pasado la mayor parte de su vida rodeado por arena, estaba fascinado por el mar; no podía creer del todo que fuera posible que en un mismo sitio existiera tanta agua. No bien hubiera amainado el monzón nororiental, su padre esperaba con ansia poder llevarlo hasta el arrecife y mostrarle las maravillas que ahora estaban ocultas por las furiosas olas.
— Veamos qué dice tu madre.
— Su madre dice que es hora de que los dos vuelvan a casa: ¿es que ustedes, caballeros, olvidaron que hoy a la tarde tenemos visitas? Y, Toby, tu habitación es un revoltijo; ya es hora de que la limpies tú, y no que le dejes ese trabajo a Dorcas.
— Pero la programé…
— Nada de discusiones. ¡Vengan a casa, los dos!
La boca de Toby empezó a fruncirse, indicando una reacción demasiado familiar. Pero había ocasiones en las que la disciplina tenía prioridad sobre el amor. Singh lo cargó en brazos y empezó a caminar de regreso a la casa con su fardo, que se retorcía suavemente, Toby era demasiado pesado como para que se lo trasladara muy lejos, pero su forcejeo rápidamente se aquietó y el padre pronto se sintió más que gozoso de permitirle seguir avanzando con propulsión propia.
El hogar compartido por Robert Singh, Freyda Carroll, el hijo de ellos, Toby; el minitigre que el niño adoraba y variedad de robots, le habría parecido sorprendentemente pequeño a un visitante proveniente de algún siglo anterior: una cabañita de campo más que una casa. Pero, en este caso, as apariencias eran sumamente engañosas, pues la mayoría de las habitaciones eran multifuncionales y se podían transformar mediante una simple orden. El amoblamiento se metamorfoseaba, paredes y techos desaparecían para ser reemplazados por panoramas de tierras o cielo… o, inclusive, del espacio sideral, convincente en suficiente medida como para engañar a cualquiera, salvo a un astronauta.
El complejo de cúpula central y las cuatro alas hemicilíndricas no era, Singh tenía que admitirlo, muy placentero para la vista, y se lo veía netamente fuera de lugar en ese claro en la jungla. Pero encajaba perfectamente en la descripción de «una máquina para habitar», y Singh virtualmente había transcurrido toda su vida de adulto en tales máquinas, a menudo con gravedad cero: en verdad no se habría sentido cómodo en otro ambiente más que en ése.
La puerta del frente se plegó hacia arriba y una borrosa
imagen dorada salió disparada hacia ellos. Con los brazos extendidos, Toby corrió hacia adelante para saludar a Tigrette.
Pero nunca llegaron a encontrarse, pues esa realidad había ocurrido hacía treinta años y a quinientos millones de kilómetros de distancia.
Cuando la reproducción neural llegó a su fin, el sonido, las imágenes, el aroma de flores desconocidas y la suave caricia del viento en su piel, entonces décadas más joven, se esfumaron y el capitán Singh volvió a encontrarse en su cabina a bordo del remolcador espacial Goliath, mientras Toby y su madre quedaban en un mundo al que Singh nunca podría volver a visitar: años en el espacio, y desidia en la realización de los obligatorios ejercicios para condiciones de gravedad nula, lo habían debilitado a un grado tal que ahora únicamente podía caminar en la Luna y en Marte. La gravedad lo había desterrado de su planeta natal.
— Una hora para reunión, capitán — dijo la tranquila pero insistente voz de David, como inevitablemente se había bautizado a la computadora central del Goliath. —Modalidad activa, como se solicitó. Hora de que usted deje sus microprocesadores mnemónicos y regrese al mundo de la realidad.
El comandante humano del Goliath sintió que lo inundaba una oleada de tristeza cuando la imagen final de su perdido pasado se disolvió en una bruma tediosa, suavemente ronroneante, de ruido blanco. La transición demasiado veloz de una realidad a otra era una buena receta para terminar esquizofrénico, y el capitán Singh siempre amortiguaba el choque por medio del sonido más sedante que conocía: el de olas que rompían con suavidad en una playa, con gaviotas que chillaban a lo lejos. Era otro recuerdo más de una vida que había perdido, y de un pacífico pasado ahora reemplazado por un aterrador presente.
Durante unos instantes más demoró el tener que enfrentarse con su pavorosa responsabilidad. Después suspiró y se quitó el casquete de ingreso neural, que le cubría ajustadamente la coronilla: al igual que todos los que estaban habituados a desempeñarse en el espacio, el capitán Singh pertenecía a la escuela que preconizaba que «Ser Calvo es ser Hermoso», aunque más no fuera porque los apliques capilares eran una molestia en condiciones de gravedad nula. A los historiadores sociales todavía los dejaba perplejos el hecho de que un solo invento, el «Brainman» portátil, pudo alterar la apariencia de la especie humana en el lapso de una sola década… y restaurar el antiguo arte de la elaboración de pelucas hasta llevarlo a la condición de poderosa industria.
— Capitán — dijo David—, sé que está ahí… ¿O prefiere que asuma el mando?
Era una antigua broma, inspirada por todas las computadoras dementes que habían aparecido en las no velas v películas de comienzos de la Era Electrónica. David tenía un sentido del humor sorprendentemente bueno: era, después de todo, una Persona Legal (no humana), en virtud de la famosa Centésima Reforma Jurídica, y compartía, o sobrepasaba, casi todos los atributos de sus creadores. Pero había zonas sensoriales y emocionales enteras a las que no podía penetrar: se había considerado innecesario dotarlo con olfato o gusto, aun cuando habría sido sencillo ponérselos; y todos sus intentos por relatar cuentos obscenos fueron fracasos tan desastrosos, que David dejó de lado ese género narrativo.
— Muy bien, David — replicó el capitán—, todavía estoy al mando. — Se sacó la máscara que le cubría los ojos, enjugó las lágrimas que de algún modo se habían acumulado y se volvió, con renuencia, hacia la portilla de observación: allá, colgando delante de él en el espacio, estaba Kali.
Daba la impresión de ser bastante inofensivo: tan sólo otro asteroide pequeño, con la forma tan exacta de un maní, que el parecido resultaba casi cómico. Algunos cráteres grandes, resultado de impactos meteoríticos, y centenares de otros diminutos, estaban diseminados al azar sobre la superficie negra como el carbón. No había pautas visuales de referencia como para tener alguna idea de la escala, pero Singh le conocía las dimensiones de memoria: mil doscientos noventa y cinco metros en su longitud máxima; seiscientos cincuenta y seis en su anchura mínima. Kali cabría fácilmente en muchos parques urbanos.
No era de sorprender que, aun ahora, la mayor parte de la humanidad todavía no pudiese creer que ése era el instrumento fatídico o, como lo denominaban los crislámicos fundamentalistas, «El martillo de Dios».
A menudo se había sugerido que al puente de la Goliath se lo había copiado del de la nave estelar Enterprise después de un siglo y medio, a Viaje a las estrellas todavía se la revivía con afecto de vez en cuando. Era el recordatorio del ingenuo albor de la Era Espacial, cuando los hombres soñaban que podría ser posible desafiar las leyes de la física y correr por el universo con más rapidez que la luz misma… pero no se había descubierto modo alguno de evitar el límite de velocidad impuesto por Einstein y, aunque se había demostrado la existencia de «agujeros de gusano en el espacio», nada, aun del tamaño de un núcleo atómico, podría pasar a través de ellos. Así y todo, a pesar de eso, el sueño de conquistar en serio los abismos interestelares no se había extinguido del todo.
Kali llenaba la pantalla principal de observación. No se necesitaba ampliación, ya que la Goliath estaba flotando a nada más que doscientos metros por encima de la antigua y machacada superficie del asteroide. Y ahora, por primera vez en su existencia, tenía visitantes.
Aunque era privilegio del comandante el de dar el primer paso sobre un mundo virgen, el capitán Singh había delegado el descenso en tres miembros de la tripulación más experimentados en la realización de actividades extravehiculares: estaba ansioso por no desperdiciar más tiempo. La mayor parte de la especie humana estaba observando y aguardando el veredicto que decidiría el destino de la Tierra.
Es imposible caminar sobre los asteroides más pequeños: la gravedad es tan débil que un explorador descuidado fácilmente puede alcanzar la velocidad de escape y salir lanzado hacia una órbita independiente. Por eso, uno de los miembros del equipo que iba a hacer contacto llevaba un traje rígido autopropulsado, provisto con brazos exteriores para asir objetos. Los otros dos viajaban en un pequeño trineo espacial, al que fácilmente se podía haber confundido con uno de sus análogos árticos.
El capitán Singh, y la docena de oficiales reunidos en torno de él en el puente de la Goliath, sabían que era mejor no molestar al equipo de AEV con preguntas o consejos innecesarios, a menos que surgiera alguna emergencia.
En ese momento, el trineo había descendido sobre la cumbre de un bloque pétreo que tenía un tamaño varias veces mayor que el del propio trineo y, al hacerlo, levantó una asombrosamente impresionante nube de polvo.
—¡Descendimos, Goliath! Ahora puedo ver la roca desnuda. ¿Echamos anclas?
— Parece ser un sitio tan bueno como cualquier otro. Prosigan.
— Desplegando barreno… Parece estar entrando con facilidad… ¿No sería grandioso si encontráramos petróleo?
En el puente se oyeron algunos gemidos en tono bajo. Chistes flojos como ése servían para aliviar la tensión y Singh los fomentaba. Desde el momento mismo en que se produjo la reunión con Kali, hubo un cambio sutil en el estado de ánimo de la tripulación, y tuvieron lugar oscilaciones impredecibles entre el abatimiento y un humor juvenil: «como silbar cuando se camina por un cementerio» era la denominación que, en privado, le había dado la médica de la nave a esa conducta, y ya había recetado tranquilizantes para un caso leve de síntomas maniacodepresivos. Las cosas habrían de ponerse constantemente peor durante las semanas y los meses por venir.
— Erigiendo la antena… Desplegando el radiofaro… ¿Cómo están las señales?
— Fuertes y claras.
— Bien. Ahora, Kali no va a poder ocultarse.
No era, por supuesto, que existiera el menor peligro de perder a Kali… como había ocurrido muchas veces, en el pasado, con asteroides de los que se habían hecho malas observaciones. Ninguna órbita se había computado jamás con mayor cuidado que ésa, pero algo de incertidumbre persistía aún: todavía existía una leve posibilidad de que el martillo de Dios pudiera errarle al yunque.
Ahora, los gigantescos radiotelescopios de la Tierra y del Lado Oculto lunar estaban aguardando la recepción de las pulsaciones provenientes del radiofaro, sincronizadas hasta un milésimo de millonésimo de segundo. Transcurrirían más de veinte minutos antes de que llegaran a su destino, creando un rasero invisible que definiría la órbita de Kali con un margen de aproximación de centímetros.
Segundos después, las computadoras de GUARDIÁN ESPACIAL darían su veredicto de vida o de muerte, pero transcurriría casi una hora antes que la respuesta llegara a la Goliath.
El primer período de espera había comenzado, GUARDIÁN ESPACIAL había sido uno de los últimos proyectos de la legendaria NASA, allá, a fines del siglo xx Su objetivo inicial había sido bastante modesto: llevar a cabo un levantamiento cartográfico, lo más completo posible, de los asteroides y cometas que cruzaban la órbita de la Tierra, y establecer si algunos representaban una amenaza potencial. El nombre del proyecto, tomado de una obscura novela de ciencia ficción del siglo XX era un tanto confuso; a los críticos les agradaba señalar que «Vigilancia Espacial» o «Alerta Espacial» habría sido mucho más adecuado.
Con un presupuesto total que raramente superaba los diez millones de dólares por año, hacia el año 2000 se había establecido una red mundial de telescopios, la mayoría de los cuales estaba operado por expertos aficionados. Sesenta v un años más tarde, el espectacular regreso del cometa Halley alentó el suministro de más fondos, y la gran bola de fuego de 2079, que, por suerte, hizo impacto en el medio del Atlántico, le otorgó más prestigio a GUARDIÁN ESPACIAL. Para fines del siglo, la red de telescopios había localizado más de un millón de asteroides y se creía que el levantamiento estaba completo en un noventa por ciento. Sin embargo, habría que continuarlo indefinidamente: siempre existía la posibilidad de que algún intruso pudiera arremeter desde los confines exteriores, no cartografiados, del Sistema Solar.
Como lo hizo Kali, descubierto a fines de 2109. cuando caía hacia el Sol, pasando por la órbita de Saturno.
El témpano cósmico de hielo vino desde la dirección del Sol, de modo que nadie lo vio acercarse hasta que el hielo estalló. Segundos después, La onda de choque derribó dos mil kilómetros cuadrados de bosques de pinos, y el sonido mas intenso que se había oído desde la erupción del Krakatoa empezó a dar la vuelta al mundo.
Si el fragmento cometario se hubiera demorado nada más que dos horas en su inmemorial travesía, el estallido de diez megatones habría arrasado Moscú y alterado el curso de la historia.
La fecha fue 30 de junio de 1908.
Nunca hubo tantos talentos reunidos aquí en la Casa Blanca desde que Thomás Jefferson cenó solo.
Me es más fácil creer que dos profesores yanquis mienten que puedan caer piedras del cielo.
Los meteoritos no caen sobre la Tierra. Caen sobre el Sol y la tierra se interpone en el camino.
El que las piedras realmente podían caer del cielo era un hecho bien conocido en el mundo antiguo, si bien pudo haber existido desacuerdo respecto de qué dioses en particular las habían dejado caer. Y no sólo piedras sino, también, ese precioso metal, el hierro: antes de que se inventara la fundición de metales, los meteoritos eran la fuente principal de este valioso elemento. No es de extrañar que se les hubiera dado carácter sagrado y, con frecuencia, se los venerara.
Pero los pensadores de la «Edad de la razón» del siglo, XVII más esclarecidos, no iban a creer tales tonterías generadas por la superstición. En verdad, la Academia de Ciencias de Francia sancionó una resolución en la que se explicaba que los meteoritos eran de origen completamente terrestre; si algunos parecían venir del cielo, eso se debía a que eran resultado de la caída de rayos: un error perfectamente comprensible. Así que los directores de los museos de Europa tiraron a la basura las rocas carentes de valor que sus ignorantes predecesores habían coleccionado pacientemente.
Por una de las más deliciosas ironías en la historia de la ciencia, nada más que unos pocos años después de la proclama de la Academia de Francia, una inmensa lluvia de meteoritos descendió a pocos kilómetros de las afueras de París, en presencia de testigos impecables… La Academia tuvo que hacer una apresurada retractación.
Aun así, no fue sino hasta el amanecer de la Era Espacial que se reconocieron la magnitud, y la importancia potencial, de los meteoritos. Durante décadas, los científicos dudaron, y hasta negaron, que los meteoritos fueran los responsables de cualesquiera formaciones geológicas importantes de la Tierra. De modo casi increíble, hasta bien avanzado el siglo XX algunos geólogos estaban convencidos de que el famoso Cráter del Meteoro, en Arizona, tenía el nombre mal puesto, ¡aduciendo que su origen había sido volcánico! No fue sino hasta el momento en que las sondas espaciales hubieron demostrado que la Luna y la mayoría de los cuerpos más pequeños del Sistema Solar habían estado sometidos a un bombardeo cósmico durante millones de años, que la polémica finalmente se resolvió.
No bien empezaron a buscarlos, en especial, con el nuevo panorama que brindaban las cámaras puestas en órbita, los geólogos descubrieron por todas partes cráteres debidos a impactos. El motivo por el que no eran mucho más comunes se hizo evidente ahora: a todos los antiguos los había destruido el desgaste producido por los agentes atmosféricos. Y algunos de esos cráteres eran tan descomunales que no se los podía ver desde tierra o, siquiera, desde el aire: su escala de dimensiones únicamente se podía apreciar desde el espacio.
Todo eso era muy interesante para los geólogos, pero demasiado alejado de las cuestiones cotidianas de los seres humanos como para excitar al público en general. Y entonces, gracias al ganador del Nobel, Luis Álvarez, y a su hijo Walter, la ciencia de la meteorítica, que estaba en un segundo plano, de repente pasó a ser noticia de primera plana.
La abrupta (en la escala astronómica de tiempo, al menos) desaparición de los grandes dinosaurios, después de haber dominado la Tierra durante más de cien millones de años, siempre había constituido un tremendo misterio. Muchas explicaciones se habían propuesto, algunas plausibles, otras francamente ridículas. Una alteración del clima era la respuesta más sencilla y obvia, y había inspirado una obra clásica de arte: la brillante secuencia del «Rito de Primavera», en la obra maestra Fantasía, de Walt Disney.
Pero esa explicación no era satisfactoria en realidad, porque planteaba más preguntas que las que respondía: si el clima había cambiado. ¿Qué había ocasionado ese cambio? Se postularon tantas teorías, ninguna verdaderamente convincente, que los científicos empezaron a buscar en otra parte.
En 1980, Luis y Walter Álvarez, mientras investigaban las escalas geológicas, anunciaron que habían resuelto ese misterio de larga data: en un delgado estrato de roca, que señalaba el límite entre el período cretácico y la era terciaria, encontraron pruebas de una catástrofe que había afectado todo el globo.
A los dinosaurios los habían asesinado, y los dos investigadores sabían cuál había sido el arma.
Llegó en posición vertical, perforando un agujero de diez kilómetros de ancho a través de la atmósfera y generando temperaturas tan elevadas que el aire mismo empezó a arder. Cuando chocó con el suelo, la roca se volvió líquida y empezó a fluir hacia afuera en forma de olas gigantescas, y no se solidificó hasta que hubo formado un cráter de doscientos kilómetros de diámetro.
Ese no fue más que el comienzo del desastre… Ahora comenzaba la verdadera tragedia.
Desde el aire empezaron a llover óxidos nítricos, convirtiendo el mar en ácido. Nubes de hollín, provenientes de los bosques incinerados, obscurecieron el cielo, ocultando el Sol durante meses. Por todo el mundo, la temperatura cayó bruscamente, matando la mayor parte de los vegetales y animales que habían sobrevivido al cataclismo inicial. Aunque algunas especies habrían de demorar durante milenios su desaparición, el reinado de los grandes reptiles finalmente había terminado.
Se había vuelto a poner en hora al reloj de la evolución; la cuenta regresiva que llevaba hacia el Hombre había comenzado.
La fecha era, muy aproximadamente, 65.000.000 Antes del Presente.
Dada, aunque fuera por un instante, una inteligencia que pudiera comprender todas las fuerzas por la que esta animada la Naturaleza… una inteligencia suficientemente vasta como para someter estos datos al análisis… abarcaría en la misma formula los desplazamientos de los cuerpos más grandes del Universo y los del átomo más liviano; para esa inteligencia, nada sería incierto, y el futuro, así como el pasado, serían el presente para sus ojos.
Robert Singh tenía poca paciencia para las especulaciones filosóficas, pero, cuando en un libro de texto sobre astronomía se topó por primera vez con las palabras del gran matemático francés, experimentó algo cercano al terror: no importaba cuán improbable pudiera ser la noción de una «inteligencia suficientemente vasta», la idea misma de la posibilidad de su existencia era pavorosa. ¿Era el «libre albedrío», que Singh inocentemente imaginaba poseer, nada más que una ilusión, ya que todos y cada uno de los actos que uno realizaba podían estar predeterminados, en principio por lo menos?
Quedó sumamente aliviado cuando se enteró de cómo la pesadilla ideada por Laplace había sido exorcizada por el desarrollo de la Teoría del Caos, a fines del siglo XX. Fue entonces cuando se advirtió que ni siquiera el futuro de un solo átomo — y, menos aún, el de todo el Universo—, se podía predecir con perfecta exactitud: hacer eso exigiría que la posición inicial de ese átomo y su velocidad se conocieran con precisión infinita; cualquier error del orden del millonésimo, o del mil millonésimo o del cien mil millonésimo lugar decimal, en última instancia se iría incrementando hasta que la realidad v la teoría dejaran de guardar el más mínimo parecido.
No obstante, algunos sucesos se podían predecir con absoluta confianza, por lo menos durante lapsos que, según las pautas humanas, eran prolongados: los movimientos de los planetas bajo la acción del campo gravitatorio del Sol y del de los demás planetas fue el ejemplo clásico al que Laplace dedicó su genio cuando no estaba discurriendo sobre filosofía con Napoleón. Aunque la estabilidad a largo plazo del Sistema Solar no se podía garantizar, las posiciones de los planetas se podían calcular por decenas de miles de años en el futuro, y dentro de límites muy pequeños de error.
Se necesitaba conocer sólo unos meses del futuro de Kali, y el error permisible era el diámetro de la Tierra. Ahora que el radiofaro implantado en el asteroide había permitido que a su órbita se la computara con la precisión necesaria, no había más lugar para la incertidumbre… o la esperanza.
Y no es que Robert Singh alguna vez se hubiera permitido albergar muchas esperanzas. El mensaje que David le trasmitió no bien llegó por medio de un haz coincidente infrarrojo, proveniente de la estación retransmisora lunar, era exactamente lo que había esperado:
«Las computadoras de GUARDIÁN ESPACIAL informan que Kali chocará con la Tierra dentro de doscientos cuarenta y un días, trece horas, cinco minutos, con más o menos veinte minutos de diferencia. El epicentro del impacto todavía se está calculando. Probablemente zona del Pacífico.»
Así que Kali descendería en el océano. Eso de nada serviría para reducir la magnitud de la catástrofe en todo el globo; hasta podría empeorar las cosas, cuando una ola de un kilómetro de alto barriera todo hasta las estribaciones del Himalaya.
— Confirmé recepción — dijo David—. Está entrando otro mensaje.
— Lo sé.
No pudo haber transcurrido más que un minuto, pero pareció una eternidad.
«Control GUARDIÁN ESPACIAL a Goliath. Tiene autorización para comenzar Operación ATLAS de inmediato.»
La tarea del mitológico Atlas era la de contener los cielos para que no se precipitaran sobre la Tierra. La del módulo de propulsión ATLAS que transportaba la Goliath era mucho más simple: tan sólo tenía que sujetar una parte muy pequeña del cielo.
Armado en Deimos, el satélite más lejano de Marte, ATLAS era poco más que un conjunto de motores de cohete unidos a tanques de propulsante que contenían doscientas mil toneladas de hidrógeno líquido. Si bien su impulso por fusión podía generar menos empuje que el primitivo proyectil que había llevado al espacio a Yuri Gagarin, podía funcionar en forma continua durante no sólo minutos, sino semanas. Aun así, su efecto sobre un cuerpo del tamaño de Kali sería trivial: un cambio de velocidad de unos pocos centímetros por segundo, pero eso debía de ser suficiente, si todo marchaba bien.
Parecía una lástima que los hombres que habían luchado tan intensamente a favor, y en contra, del Proyecto nunca habrían de saber cuál fue el resultado de sus esfuerzos.
El senador George Ledstone (independiente, Norteamérica occidental) tenía una sola excentricidad pública y, tal como admitía alegremente, un solo vicio secreto. Siempre usaba imponentes anteojos con armazón de carey (que no tenían aumento alguno, claro está), porque ejercían efecto intimidante sobre los testigos que no querían cooperar, pocos de los cuales se habían topado jamás con una novedad así, en esta era de cirugía ocular instantánea con láser.
Su «vicio secreto», perfectamente conocido por todos, era el tiro con rifle en un polígono olímpico normal, dispuesto en los corredores de un silo de misiles abandonado hacía mucho, cerca del monte Cheyenne. Desde el instante mismo en que tuvo lugar la desmilitarización del planeta Tierra, tales actividades merecieron reprobación, cuando no una activa oposición.
El senador aprobó la resolución de las NU precipitada por las matanzas en masa del siglo XX, que prohibía la posesión, por parte de los Estados y de los ciudadanos individuales, de todas las armas que pudieran herir a otros que no fueran la persona a la que se apuntaba. De todos modos, el senador se mofaba de la famosa consigna de los Salvadores del Mundo: «Las armas son las muletas de los Impotentes»
— No en mi caso — replicó, durante una de sus innumerables entrevistas. (La gente de los medios de prensa lo adoraba) — Tengo dos hijos y tendría una docena si la ley lo permitiera. No tengo vergüenza por admitir que adoro un buen rifle: es una obra de arte. Cuando se aplica esa segunda presión sobre el gatillo y se acierta en el centro del blanco… bueno, pues, no hay sensación como esa. Y si el tiro al blanco es un sustituto de la actividad sexual, me conformaré con ambos.
A lo que el senador sí se oponía por completo, empero, era a la caza:
— Por supuesto, eso estaba bien cuando no había otra manera para conseguir carne, pero disparar a animales indefensos por deporte, ¡ah, eso sí es propio de enfermos! Yo lo hice una vez, cuando niño: una ardilla, por suerte, no era una especie protegida, entró corriendo en nuestro jardín, y no pude resistir la tentación… Papá me dio una paliza, pero no fue necesaria: nunca olvidaré el estropicio que hizo mi bala.
No había duda de que el senador Ledstone era singular; esa parecía ser una característica de la familia: su abuela había sido coronel del Ejército Civil de Beverly Hills, cuyas escaramuzas con los Irregulares de Los Angeles habían dado origen a interminables psicodramas en todos los medios, desde el anticuado ballet hasta los microprocesadores mnemónicos. Y el abuelo había sido uno de los más infames contrabandistas del siglo XXI. Antes que se lo matara en un tiroteo con los medipolicías canadienses, durante un ingenioso intento por contrabandear un kilotón de tabaco aguas arriba de las cataratas del Niágara, se estimaba que «Humeante» Ledstone había sido responsable de veinte millones de muertes como mínimo.
Ledstone no estaba arrepentido en absoluto por su abuelo, cuyo sensacional fallecimiento había precipitado la derogación del fenecido tercer, y más desastroso, intento norteamericano por imponer la Prohibición. El senador argumentaba que a los adultos responsables se les debía permitir que se suicidaran en cualquier forma que les pluguiera, mediante el alcohol, la cocaína o, inclusive, el tabaco, en tanto y en cuanto en el trámite no mataran a inocentes espectadores. Cierto es que abuelito había sido un santo, en comparación con los magnates de la publicidad que, hasta el momento en que sus costosos abogados ya no pudieron mantenerlos fuera de prisión, se las habían arreglado para enviciar en forma fatal a una fracción importante de la especie humana.
La Mancomunión de Estados Norteamericanos todavía llevaba a cabo su Asamblea General en Washington, en un ambiente que habría resultado perfectamente familiar para generaciones de espectadores… si bien cualquiera que hubiese nacido en el siglo XX se habría sentido perplejo en extremo por los procedimientos y estilo de los discursos. Sin embargo, muchas comisiones y subcomisiones todavía conservaban su denominación originaria, porque la mayoría de los problemas que se presentan al gobernar es eterna.
Fue como presidente de la Comisión de Apropiaciones de la MEN que el senador Ledstone se topó por primera vez con GUARDIÁN ESPACIAL, Fase 2… y quedó indignado. Era cierto que la economía del globo se encontraba en buenas condiciones: desde el derrumbe del comunismo y del capitalismo, en esos momentos ocurrido hacía ya tanto, que ambos sucesos parecían simultáneos, la diestra aplicación de la Teoría del Caos por parte de los matemáticos del Banco Mundial había quebrado el antiguo ciclo de prosperidad y recesión y alejado, hasta ese momento, la Depresión Final predicha por muchos pesimistas. De todos modos, el senador argumentó que el dinero se podía invertir mucho mejor en tierra firme y, en especial, en su proyecto favorito: reconstruir lo que había quedado de California después del Superterremoto.
Cuando Ledstone hubo vetado dos veces la propuesta de suministrar fondos para GUARDIÁN ESPACIAL, Fase 2, todos coincidieron en que ninguna persona de la Tierra lo haría cambiar de opinión.
No habían tomado en cuenta a alguien de Marte.
El Planeta Rojo ya no era tan rojo, aunque el proceso de reverdecerlo apenas si había comenzado. Concentrados en los problemas de la supervivencia, a los colonizadores (que odiaban esa palabra y ya estaban diciendo con orgullo «Nosotros, los marcianos») les quedaban pocas energías para dedicarlas al arte o a la ciencia. Pero el brillante relámpago del genio cae donde quiere, y el más grande físico teórico del siglo nació bajo las cúpulas en forma de burbuja de Puerto Lowell.
Al igual que Einstein, con quien se lo comparaba a menudo, Carlos Mendoza era un excelente músico. Dueño del único saxofón que había en Marte, era un diestro ejecutante de ese antiguo instrumento. También compartía la agudeza, llena de humildad, de Einstein: cuando sus predicciones sobre ondas gravitatorias se confirmaron de modo espectacular, su único comentario fue:
— Bueno, eso deja de lado la Teoría de la Gran Explosión, Versión 5… hasta el miércoles, por lo menos.
Carlos pudo haber recibido su Premio Nobel en Marte, como suponían todos, pero él adoraba las sorpresas y las bromas pesadas, así que apareció en Estocolmo con el aspecto de un caballero medieval vestido con armadura de alta tecnología, portando uno de los exoesqueletos provistos de energía propia que se habían desarrollado para parapléjicos. Con esa ayuda mecánica, Mendoza podía funcionar casi sin impedimentos en un ambiente que, de otro modo, lo habría matado con prontitud.
De más está decir que, cuando la ceremonia hubo terminado, a Carlos lo bombardearon con invitaciones para que asistiera a funciones científicas y sociales. Entre las pocas que pudo aceptar había una para presentarse ante la Comisión de Apropiaciones de la MEN, donde dejó una impresión inolvidable:
SENADOR LEDSTONE: Profesor Mendoza, ¿alguna vez oyó hablar del Pollito Alarmista?
PROFESOR MENDOZA: Temo que no, señor presidente.
SENADOR LEDSTONE: Bueno, pues era el personaje de un cuento para niños. Solía ir corriendo por ahí, gritando «¡El cielo se cae! ¡El cielo se cae!». Me hace recordar a algunos de sus colegas. Le agradecería que me diera sus puntos de vista sobre el Proyecto GUARDIÁN ESPACIAL… Estoy seguro de que sabe a qué me refiero.
PROFESOR MENDOZA: Por cierto que sí, señor presidente. Vivo en un mundo que todavía lleva las cicatrices de miles de impactos meteoríticos… algunos de centenares de kilómetros de ancho. Otrora fueron igual de frecuentes en la Tierra. pero el viento y la lluvia, algo que todavía no tenemos en Marte, ¡si bien ya estamos trabajando en ello! los desgastaron hasta hacerlos desaparecer. Ustedes todavía tienen un ejemplo prístino, empero, en Arizona.
SENADOR LEDSTONE: Lo sé, lo sé: los partidarios de GUARDIÁN ESPACIAL siempre me están señalando el Cráter del Meteoro. ¿Con cuánta seriedad deberíamos tomar sus advertencias?
PROFESOR MENDOZA: Con mucha seriedad, señor presidente. Más tarde o más temprano es inevitable que se produzca otro impacto de cuantía. No es mi campo, pero averiguaré las estadísticas para dárselas a usted.
SENADOR LEDSTONE: Me estoy ahogando en estadísticas, pero estimaría grandemente su meditada opinión. Y agradezco su presencia a pesar de habérselo invitado con tan poca antelación, en particular cuando tiene una cita con nuestro presidente Windsor dentro de unas horas.
PROFESOR MENDOZA: Gracias, señor presidente.
El senador Ledstone se sintió impresionado y, en verdad, encantado, con el joven científico, pero no convencido aún. Lo que lo hizo cambiar de opinión no fue una cuestión de lógica. Pues Carlos Mendoza nunca cumplió con su cita en el palacio de Buckingham: mientras viajaba hacia Londres se mató en un rarísimo accidente, cuando los sistemas de control de su exoesqueleto funcionaron mal.
Ledstone inmediatamente abandonó su oposición a GUARDIÁN ESPACIAL y votó para que se liberasen fondos para la fase siguiente. Cuando ya era un hombre muy viejo, le dijo a uno de sus asistentes:
— Me cuentan que pronto podremos sacar el cerebro de Mendoza de ese tanque de nitrógeno líquido y hablar con él mediante una interfase de computadora: me pregunto en qué estuvo pensando ese cerebro durante todos estos años…
Este relato se contó en los mercados de Irak durante siglos, y verdaderamente es muy triste. Por consiguiente, no me río.
Abdul Hassan era un famoso tejedor de alfombras durante el reinado del Gran Califa, quien mucho admiraba su artesanía. Pero un día, mientras estaba presentando sus artículos en la corte, acaeció una pavorosa catástrofe:
Cuando Abdul hizo una profunda reverencia ante Harunal-Raschid, se le escapo un viento.
Esa noche, el tejedor de alfombras cerro su tienda, amontono sus bienes mas preciados sobre un solo camello, y abandono Bagdad. Durante años anduvo errante, cambiando su nombre pero no su profesión, por las tierras de Siria, Persia e Irak. Prosperó, pero siempre suspiraba por la amada ciudad en la que había nacido.
Ya era anciano cuando, por fin, se convenció de que todos habían olvidado su ignominia y de que le era seguro volver a su hogar otra vez. La noche estaba bajando su manto cuando los minaretes de Bagdad aparecieron en el horizonte, así que Abdul decidió reposar en una posada conveniente antes de ingresar en la ciudad por la mañana.
El posadero era hablador y amigable, así que Abdul se sintió encantado de acosarlo con preguntas sobre todas las novedades que se habían producido durante su prolongada ausencia de la ciudad. Los dos estaban riéndose de uno de los escándalos que habían ocurrido en la corte, cuando Abdul preguntó como al pasar:
—¿Cuando sucedió eso?
El posadero se detuvo para pensar; después, se rascó la coronilla y respondió:
— No estoy seguro de la fecha, pero fue unos cinco años después que a Abdul Hassan se le escapara el pedo.
Así que el tejedor de alfombras nunca hubo de regresar a Bagdad.
Los sucesos más triviales pueden, en un simple instante, alterar por completo el curso de la vida de un hombre. Y, a menudo, no resulta posible decidir, ni siquiera al final, si el cambio fue para mejor o para peor. ¿Quién sabe? La involuntaria actuación de Abdul pudo haberle salvado la vida: de haber permanecido en Bagdad pudo haberse convertido en la víctima de un asesino o, lo que pudo haber sido mucho peor, haber incurrido en el disgusto del Califa y, en consecuencia, haber sido objeto de los diestros servicios de sus verdugos.
Cuando el cadete, a la sazón de veinticinco años de edad, Robert Singh había comenzado su semestre final en el Instituto Aristarco de Tecnología Espacial — conocido, en general, como AriTec—, se habría reído si alguien le hubiera sugerido que pronto se iba a convertir en competidor en las Olimpíadas. Al igual que todos los residentes de la Luna que deseaban conservar la opción de regresar a la Tierra. Singh había practicado religiosamente sus ejercicios de alta gravedad en la centrífuga del AriTec; aunque eran aburridores, el tiempo no se desperdició del todo, ya que Singh transcurrió la mayor parte conectado con sus programas de estudio.
Entonces, un día, el decano de Ingeniería lo hizo llamar de su despacho, lo que constituía un suceso suficientemente fuera de lo común como para alarmar a cualquier estudiante que estuviera dando los exámenes finales, pero el decano parecía estar de buen talante, por lo que Singh se relajó:
— Señor Singh, su legajo académico es satisfactorio, aunque no brillante. Pero no deseo hablar con usted sobre eso.
«Es factible que usted no esté al tanto del hecho que le voy a informar pero, de acuerdo con los datos suministrados por nuestras computadoras, posee usted una desacostumbradamente buena relación masa/energía, por lo que nos agradaría que empezara a entrenarse para las próximas Olimpíadas.
Singh quedó asombrado, y no demasiado complacido. Su primera reacción fue: «¿De dónde voy a sacar tiempo?», pero casi en seguida un segundo pensamiento destelló en su mente: cualesquiera deficiencias que hubiera en su legajo académico se podrían pasar por alto si existiesen logros deportivos que las compensaran. En ese sentido había una larga y honorable tradición.
— Se lo agradezco, señor. Me siento muy halagado. Imagino que tendré que mudarme al Astrodomo.
El techo de tres kilómetros de ancho que cubría un cráter próximo a la pared oriental de Platón, encerraba el más grande espacio aéreo individual de la Luna, y se había convertido en una tribuna favorita de mucha gente para ver las competencias de vuelo por propulsión humana. Durante algunos años hubo conversaciones para convertir esa actividad en deporte olímpico, pero la Comisión Olímpica Interplanetaria no había podido decidir si los competidores debían usar alas o soportes. Singh se sentiría feliz con cualquiera de esos dispositivos: ya había probado brevemente con ambos durante una visita al complejo del Astrodomo.
Lo aguardaba una sorpresa más:
— Usted no va a volar, señor Singh: usted va a correr por terreno lunar abierto. Probablemente, de un lado al otro del Sinus Iridium.
Freyda Carroll había estado en la Luna durante nada más que unas semanas y, ahora que la novedad había dejado de serlo, deseaba poder estar de vuelta en la Tierra.
En primer lugar, no se podía acostumbrar a un sexto de la gravedad de la Tierra. Algunos visitantes realmente no se habituaban; o bien iban a los saltos, como canguros, golpeándose de vez en cuando contra el techo y haciendo muy pocos progresos, o bien arrastraban los pies con mucha cautela, deteniéndose en cada paso antes de dar el siguiente: ¡no era de sorprender que los lugareños los llamaran «gusanos de Tierra»!
En su calidad de estudiante de geología, Freyda también encontró que la Luna era una decepción. Ah sí, tenía suficiente geología — bueno, en todo caso, selenología— como para mantener a cualquiera ocupado durante cien vidas, pero resultaba difícil llegar a las partes interesantes del satélite: no se podía ir errando de un lado para otro con un martillo y un espectrómetro de masa de bolsillo, como se hacía en la Tierra, sino que había que ponerse trajes espaciales (a los que Freyda detestaba) o sentarse en un vehículo todocamino lunar y controlar Equipos Geológicos Remotos, lo que era igualmente malo.
Freyda había albergado la esperanza de que los interminables túneles e instalaciones subterráneas de AriTec brindaran perfiles transversales de los cien metros superiores de la Luna, pero no tuvo suerte: los láseres de alta potencia que habían llevado a cabo las excavaciones fundieron roca y regolito — la capa superior del suelo lunar, ahuecado por eternidades de bombardeo meteorítico—, hasta darles un acabado carente de rasgos distintivos y liso como un espejo. No era de sorprender, pues, la facilidad con la que alguien se podía perder en la monótona uniformidad de túneles y corredores. Innumerables carteles que rezaban cosas tales como
¡PROHIBIDO EL PASO BAJO CUALQUIER CIRCUNSTANCIA!
¡UNICAMENTE ROBOTS CLASE 2!
CERRADO POR REPARACIONES
CUIDADO — AIRE TOXICO — USAR RESPIRADOR
no alentaban la clase de exploración que Freyda había disfrutado en la Tierra.
Se hallaba perdida — como siempre— cuando empujó una puerta que prometía el acceso al SUBSOTANO PRINCIPAL Nro. 3, y se lanzó con cuidado a través de ella… pero no con el cuidado suficiente:
Casi de inmediato, un objeto grande, que se desplazaba con rapidez, la golpeó y lanzó, girando sobre sí misma, contra una de las paredes del amplio pasillo en el que acababa de ingresar. Durante un instante quedó completamente desorientada, y transcurrieron varios segundos antes de que se levantara del piso y se revisara para ver si estaba herida.
Nada parecía estar roto, pero sospechaba que pronto tendría un doloroso moretón en el costado izquierdo. Después, más enojada que alarmada, miró en torno para ver si encontraba el proyectil que había producido el daño.
Un ente que podría haber escapado de una antigua revista se estaba acercando lentamente hacia ella. Era, evidentemente, un ser humano, y estaba embutido en un traje plateado brillante, tan ceñido como la malla de un bailarín de ballet. La cabeza del portador estaba oculta dentro de una burbuja que parecía desproporcionadamente grande; en la bruñida superficie, Freyda únicamente pudo ver su propia imagen distorsionada.
Esperó una explicación o una disculpa (pero, pensándolo bien, quizá fue ella la que debió haber tenido un poco más de cuidado…). Cuando la figura se le acercó, extendiendo los brazos en gesto suplicante, oyó que una voz de hombre, amortiguada y apenas inteligible, decía:
— Lo lamento mucho. Espero que no esté herida. Creí que jamás venía alguien acá.
Freyda trataba de ver en el interior del casco, pero éste ocultaba por entero la cara del portador.
— Estoy bien… creo.
La voz proveniente del traje espacial (porque, ¿qué otra cosa podía ser, si bien ella nunca había visto uno ni remotamente parecido a ése?) era bastante atractiva, así como pesarosa, y su enfado prontamente se evaporó.
— Espero no haberlo lastimado a usted, o dañado su equipo.
Para ahora, el Señor X estaba tan próximo que su traje casi la tocaba, y Freyda pudo darse cuenta de que la estaba estudiando con toda atención. Parecía injusto que pudiera verla, mientras que ella no tenía la más remota idea de qué aspecto tenía él. De pronto, Freyda se dio cuenta de que sentía muchos deseos de saber…
En el refectorio del AriTec, algunas horas después, no quedó decepcionada. Bob Singh seguía dando la impresión de sentirse avergonzado por el incidente, aunque el motivo por el que lo estaba no era, del todo, aquel que podría haberse supuesto. No bien Freyda le hubo asegurado que probablemente iba a sobrevivir, Singh se desvió hacia un tema que, de modo evidente, tenía importancia más inmediata:
— Al traje todavía lo estamos sometiendo a experimentación — explicó—, y llevando a cabo pruebas con el sistema que permite la supervivencia… ¡y lo hacemos en sitios interiores, donde hay seguridad! La semana que viene, si todo marcha bien, lo someteremos a prueba en el exterior. Pero tenemos un problema con.. eh… la seguridad: no cabe la menor duda de que Clavius va a inscribir un equipo, y Tsiolkovski, en el Lado Oculto, está considerando la idea. También lo van a hacer MIT y CalTec y Gagarin, pero nadie los toma en serio; carecen de los conocimientos necesarios… y, además, ¿cómo podrían hacer un adiestramiento adecuado en la Tierra?
El interés de Freyda por los deportes era prácticamente nulo, pero estaba empezando a interesarse por el tema con rapidez… o, por lo menos, por Robert Singh.
—¿Ustedes temen que alguien les copie el diseño?
— Exactamente. Y si el traje es tan eficaz como esperamos, puede llegar a producir una revolución en la vestimenta para AEV… cuando menos, en las misiones de corta duración. Nos gustaría que el AriTec recibiera el reconocimiento. Después de más de un centenar de años, los trajes espaciales siguen siendo embarazosos e incómodos. Ya conoces el viejo chiste: «no me verán usando uno ni aunque me muera.
El chiste verdaderamente era viejo, pero Freyda rió por compromiso. Después se puso seria y miró con fijeza a los ojos de su nuevo amigo:
— Espero — dijo— que no vayas a correr riesgo alguno.
Fue en ese momento que Freyda supo que tan sólo por segunda, o tercera, vez en su vida, se había enamorado.
El decano de Ingeniería, ya bastante abatido porque a su espía en el MIT se lo acababa de arrojar ceremonialmente al río Charles, no se sentía demasiado feliz por la nueva compañera de cuarto de Robert Singh:
— Me aseguraré de que, por lo menos tres días antes de la carrera, se la envíe a una salida de campo — amenazó.
Pero, al meditarlo más, se aplacó: al determinar el rendimiento de un atleta, los factores psicológicos eran tan importantes como los fisiológicos.
A Freyda no se le iba a prohibir el acceso antes de la maratón.
El garboso arco de la Bahía de los Arcos Iris es una de las más encantadoras de todas las formaciones del suelo lunar. De trescientos kilómetros de ancho, es la mitad que sobrevive de una típica llanura de cráter, cuya pared norte fue arrastrada por entero, hace trescientos mil millones de años, por una inundación de lava que descendió con potencia devastadora desde el Mar de las Lluvias. Del semicírculo restante que la lava no pudo fracturar, el extremo occidental confina con el Promontorio Heraclides, de un kilómetro de altura, que es un grupo de colinas que, en ciertas horas, produce una breve y hermosa ilusión óptica: cuando la Luna tiene diez días y está creciendo para convertirse en Luna llena, el Promontorio Heraclides saluda el amanecer y, aun ante el más pequeño de los telescopios ubicados en la Tierra, durante unas pocas horas parece el perfil de una joven, con el cabello ondeando hacia el oeste. Después, cuando el Sol se eleva más, el diseño de sombras cambia y la Doncella de la Luna desaparece.
Pero no había Sol ahora, cuando los participantes en la primera maratón lunar estaban reunidos al pie del promontorio. En verdad, era casi la medianoche local. La Tierra llena colgaba a medio camino en el cielo austral, bañando todo ese suelo con una radiación azul eléctrico cincuenta veces más brillante que lo que la Luna llena pudiera arrojar jamás sobre la Tierra; también eclipsaba las estrellas del cielo y únicamente Júpiter resultaba tenuemente visible abajo, en el oeste, si se lo buscaba con cuidado.
Robert Singh nunca antes había estado en el centro de la atención pública, pero aun el saber que tres mundos y una docena de satélites estaban observando no lo hacían sentirse especialmente nervioso. Tal como le había dicho a Freyda veinticuatro horas antes, tenía completa confianza en su equipo.
— Bueno, eso va lo demostraste — dijo ella, soñolienta.
— Gracias, pero le prometí al decano que es la última vez hasta después de la carrera.
—¡No lo dirás en serio!
— No exactamente. Digamos que fue… bueno, un acuerdo tácito entre caballeros.
Freyda se puso súbitamente seria.
— Espero que ganes, claro, pero me preocupa más que algo pueda salir mal. No pudiste haber tenido suficiente tiempo para probar adecuadamente ese traje.
Eso era absolutamente cierto, pero Singh no iba a alarmar a Freyda admitiéndolo. Sin embargo, aun si se producía una talla en los sistemas — lo que siempre era posible, no importaba cuántas pruebas se hicieran de antemano—, no existiría un verdadero peligro: una pequeña armada de todoterreno lunares los acompañaba: vehículos de observación que llevaban gente de los medios de prensa, rodados lunares con los jefes de los grupos de partidarios, así como los entrenadores de los distintos competidores. Lo más importante de todo, una ambulancia con dotación completa y cámara de recompresión, que nunca se habría de hallar a más de unos cientos de metros.
Mientras se le colocaba el equipo en el camión del AriTec, Singh se preguntaba qué competidor iba a ser el primero que necesitara que lo rescataran. La mayoría se había conocido nada más que unas horas antes y se había intercambiado los clásicos deseos mentirosos de buena suerte. Originariamente se habían inscrito once concursantes, pero cuatro habían abandonado, dejando a AriTec, Gagarin, Clavius, Tsiolkovski, Goddard, CalTec y MIT. El corredor de MIT — un concursante desconocido llamado Robert Steel— todavía no había llegado, y se lo descalificaría si no apareciera dentro de los diez minutos venideros. Esa podría ser una jugarreta deliberada, pensada para confundir a la competencia o para evitar un examen muy minucioso de su traje espacial… si bien eso ya no tendría mayor importancia en esa etapa tan avanzada de la competencia.
—¿Cómo anda tu respiración? — preguntó el entrenador de Singh, después que se hubo cerrado herméticamente el casco.
— Bastante normal.
— Bueno, por el momento no te estás esforzando. El regulador puede incrementar hasta diez veces el flujo de O², si llegaras a necesitarlo. Y ahora, vamos a meterte en la esclusa de aire y a revisar tu movilidad…
— El equipo del MIT acaba de llegar — anunció el observador de la COI a través del circuito público—. La maratón empezará dentro de quince minutos.
— Por favor, confirmen que todos sus sistemas operan bien: —susurró la voz del juez de salida en el oído de Robert Singh—. ¿Número Uno?
— Afirmativo.
—¿Número Dos?
— Si.
—¿Número Tres?
— Sin problemas.
Pero no hubo respuesta por parte del Número Cuatro, del CalTec: estaba caminando en forma muy desmañada, alejándose de la línea de partida.
«Eso deja nada más que seis de nosotros», pensó Singh, experimentando un breve destello de compasión: ¡qué mala suerte haber hecho todo el viaje desde la Tierra nada más que para sufrir una falla del equipo en el último momento! Pero la realización adecuada de pruebas habría sido imposible allá: ningún simulador habría sido lo suficientemente grande; acá sólo era necesario salir por la esclusa de aire para encontrar suficiente vacío como para satisfacer a cualquiera.
— Comienza la cuenta regresiva. Diez. nueve. ocho….
Ese no era uno de esos acontecimientos que se podían ganar o perder en la línea de largada. Singh esperó hasta bien después de «cero», estimando con cuidado su ángulo de lanzamiento antes de despegar.
Mucho trabajo de matemática intervino en todo eso: casi un milisegundo de tiempo de las computadoras de AriTec se había dedicado a la resolución del problema. La gravedad de la Luna, que era un sexto de la terrestre, constituía el factor más importante, pero en modo alguno el único: la rigidez del traje, el régimen óptimo de admisión de oxígeno, la carga térmica, la fatiga… a todos éstos se los había tomado en cuenta. Y al principio había sido necesario zanjar una polémica de larga data, que se remontaba a los días de los primerísimos hombres que pisaron la Luna: ¿qué era mejor, ir a los brincos o dar saltos largos?
Ambos estilos funcionaban bastante bien, pero no había precedentes para lo que Singh estaba intentando ahora. Hasta hoy, todos los trajes espaciales habían sido cosas voluminosas que restringían la movilidad y le agregaban tanta masa al portador que se precisaba hacer un esfuerzo para iniciar el desplazamiento y, a veces, un esfuerzo igual para detenerlo. Pero ese traje era muy diferente.
Robert Singh había tratado de explicar esas diferencias, sin revelar los secretos de su fabricación, durante una de las inevitables entrevistas que tuvieron lugar antes de la carrera.
—¿Cómo pudimos hacerlo tan liviano? — había respondido a la primera pregunta—. Bueno, no se lo diseñó para que se lo use de día.
—¿Por qué importa eso?
— No necesita un sistema de disipación térmica. El Sol puede suministrarle más de un kilovatio. Ese es el motivo por el que corremos de noche.
— Oh, justamente me preguntaba eso. Pero, ¿no van a enfriarse demasiado? ¿La noche lunar no tiene una temperatura de un par de centenares de grados bajo cero?
Singh se las arregló para no sonreír ante una pregunta tan tonta:
— El cuerpo genera todo el calor que necesita, aun en la Luna. Y, si está corriendo una maratón, mucho más que el que necesita.
— Pero, realmente pueden correr, envueltos como una momia?
—¡Espere y verá!
Había hablado con suficiente confianza, en la seguridad del estudio. Pero ahora. parado ahí afuera, sobre la estéril llanura lunar, la frase «como una momia» volvió a atormentarlo. No era la más alentadora de las comparaciones.
Se consoló con la idea de que, en realidad, no era muy precisa: no estaba envuelto con vendas sino envainado en dos vestimentas ceñidas al cuerpo, una activa, una pasiva. La interior, hecha con algodón, lo rodeaba desde el cuello hasta los tobillos y llevaba una muy apretada red de tubos delgados y porosos para eliminar la transpiración y el exceso de calor. Encima de aquélla iba el traje externo protector, resistente, pero flexible en extremo, hecho con un material parecido al caucho, y afianzado por un cierre anular obturador a un casco que brindaba visibilidad en un ángulo de ciento ochenta grados. Cuando Singh preguntó «¿Por qué no con visibilidad todo alrededor?», se le dijo con firmeza: «Cuando estás corriendo, nunca miras para atrás».
Bueno, ahora era el momento de la verdad. Mediante el empleo de ambas piernas al mismo tiempo se lanzó hacia arriba en un ángulo bajo, haciendo deliberadamente el menor esfuerzo posible. No obstante, al cabo de dos segundos había alcanzado el punto más elevado de su trayectoria y estaba desplazándose en forma paralela a la superficie lunar, a unos cuatro metros por encima de ella. Ese sería un nuevo récord en la Tierra, donde durante medio siglo el salto en alto se había quedado estancado en poco menos de tres metros.
Durante un instante, cuando su cuerpo quedó completamente horizontal en el espacio, el tiempo se frenó. Singh estaba consciente de la curva ininterrumpida del horizonte. La luz de la Tierra, que caía oblicua por sobre el hombro derecho, producía la extraordinaria ilusión de que el Sinus Iridium estaba cubierto con nieve. Todos los demás corredores estaban adelante de Singh, algunos ascendiendo, otros cayendo, a lo largo de sus poco amplias parábolas; y uno iba a caer de cabeza… Por lo menos, él no había cometido ese vergonzoso error de cálculo.
Descendió sobre los pies, levantando una nubecita de polvo. Al tiempo que permitía que el impulso lo hiciera rotar hacia adelante, aguardó a que su cuerpo hubiera oscilado hasta formar un ángulo recto, antes de volver a rebotar hacia arriba.
El secreto de correr carreras lunares consistía, tal como descubrió rápidamente, en no saltar tan alto como para caer en un ángulo demasiado empinado y perder impulso al producirse el impacto. Después de varios minutos de experimentación halló el punto medio correcto y aquietó la marcha hasta darle un ritmo regular. ¿Cuán rápidamente se estaba desplazando? No había manera de darse cuenta en ese terreno carente de rasgos distintivos pero se hallaba a más de la mitad de camino del mojón indicador del primer kilómetro.
Lo que era más importante: había dejado atrás a todos los otros; nadie más se encontraba dentro de un radio de cien metros. A pesar del consejo de «nunca mires para atrás», se pudo permitir el lujo de comprobar cómo iba la competencia. No lo sorprendió en lo más mínimo el descubrimiento de que, ahora, únicamente quedaban otros tres competidores en la carrera.
— Me estoy sintiendo solitario aquí afuera — dijo—. ¿Qué pasó?
Se suponía que ese era un circuito privado, pero Singh tenía sus dudas: casi con certeza, los demás equipos y los medios de prensa habrían de estar controlándolo.
— Goddard tuvo una fuga lenta de gas. ¿Cuál es tu situación?
— Condición 7
Quienquiera que escuchase podría adivinar muy bien lo que significaba eso. No importaba. Se suponía que el siete era un número de buena suerte, y Singh tenía la esperanza de poder continuar usándolo hasta el final de la carrera.
— Recién pasas uno de los hitos electrónicos — dijo la voz que le sonaba en el oído—. Tiempo transcurrido: cuatro minutos, diez segundos. El Número Dos está cincuenta metros detrás de ti, conservando su distancia.
«Yo tendría que dar más que eso», pensó Singh, «aun en la Tierra, cualquiera puede hacer un kilómetro en cuatro minutos. Pero recién estoy entrando en carrera.»
En la señal indicadora del segundo kilómetro, Singh había adoptado un ritmo cómodo y constante y cubierto la distancia en algo menos de cuatro minutos. Si pudiera conservar ese régimen de marcha — aunque, claro está, eso era imposible—, llegaría a la línea de arribo dentro de unas tres horas. Nadie sabía realmente cuánto tardaría cubrir a la carrera, en la Luna, los tradicionales cuarenta y dos kilómetros de la maratón. Las conjeturas habían oscilado entre un tiempo sumamente optimista de dos horas, hasta uno de diez. Singh esperaba poder conseguirlo en cinco.
El traje parecía estar funcionando tal como se había anunciado: no restringía indebidamente los movimientos el regulador de oxígeno se mantenía a tono con las demandas del gas que hacían los músculos del portador. Singh estaba empezando a divertirse. Esa no era tan sólo una carrera: era algo novedoso para la experiencia humana, algo que abría horizontes completamente nuevos para el atletismo y quizá, para muchas más cosas.
Cincuenta minutos después, a la altura de la señal de los diez kilómetros, Singh recibió un mensaje de felicitación:
— Lo estás haciendo bien. Y hay otro que abandona, la de Tsiolkovski.
—¿Qué le pasó?
— No tiene importancia. Te lo diré más tarde… pero ella está bien.
Singh podía arriesgar una conjetura: una vez, en los primeros días de entrenamiento, casi se había sentido descompuesto mientras llevaba el traje espacial. No era esa una cuestión de poca monta, ya que eso pudo haber desembocado en una muerte muy desagradable. Recordó la horrible sensación de sudor frío y pegajoso que había precedido el ataque, al que detuvo elevando el flujo de oxígeno y el termostato del traje. Nunca descubrió la causa de los síntomas: pudieron haber sido los nervios o algo en su última comida, insulsa y de bajas calorías, pero con elevado tenor de residuos, ya que pocos trajes espaciales estaban equipados con instalaciones sanitarias completas.
En un intento deliberado por desviar la mente de esa poco provechosa línea de pensamientos. Singh llamó al entrenador:
— Puedo ser capaz de terminar caminando, si las cosas se mantienen así: va abandonaron tres y recién empezamos la carrera.
— No te confíes demasiado, Bob. Recuerda la tortuga y la liebre.
— Nunca oí hablar de ellas, pero entiendo lo que me quieres decir.
Lo vio con un poco más de claridad en la señal de los quince kilómetros. Durante algún tiempo había advertido una rigidez cada vez mayor de su pierna izquierda. Cada vez le resultaba más difícil doblarla cuando descendía al final de su parábola, y el despegue siguiente tendía a salir desviado. No había duda de que se estaba cansando, pero eso no era más que lo que cabía esperarse. El traje en sí parecía estar funcionando a la perfección, así que no tenía verdaderos problemas. Podría ser una buena idea detenerse y descansar un rato; en las reglas nada había en contra de eso.
Detuvo la marcha por completo y recorrió el escenario con la mirada: poco había cambiado, con la salvedad de que, en el este, los picos de Heraclides estaban levemente más bajos. El séquito de todoterreno lunares, ambulancia y vehículo de observación todavía seguía manteniendo una respetuosa distancia por detrás de los corredores… para esos momentos reducidos a nada más que tres.
No lo sorprendió ver que Clavius Industries, el otro competidor lunar que quedaba, todavía estaba en carrera. Lo que resultaba del todo inesperado era el desempeño que estaba exhibiendo el «gusano de Tierra» del MIT: Robert Steel —¡qué extraña coincidencia que tuvieran las mismas iniciales y hasta el mismo nombre! — verdaderamente estaba adelante de Clavius. Sin embargo, no pudo haber tenido práctica alguna en condiciones reales…,o es que los ingenieros del MIT sabían algo que los lugareños desconocían?
—¿Te encuentras bien, Bob? — preguntó con ansiedad su entrenador.
— Todavía 7. Tan sólo estoy tomando un respiro. Pero me estaba maravillando por MIT: lo está haciendo muy bien.
— Sí, teniendo en cuenta que es un «terricolita». Pero recuerda lo que dije respecto de no mirar hacia atrás. Lo mantendremos vigilado.
Interesado, pero no preocupado. Singh se concentró brevemente en algunos ejercicios, que habrían sido total mente imposibles en un traje convencional. Hasta se tendió de espaldas sobre el blando regolito y pedaleó con energía durante unos minutos, como si montara en una bicicleta invisible. Con eso se estaba dando otro espectáculo inédito para la Luna. Singh esperaba que los espectadores supieran apreciarlo.
Cuando volvió a ponerse de pie, no pudo resistir el dar un vistazo hacia atrás: Clavius estaba a sus buenos trescientos metros de distancia, zigzagueando de un lado para otro en una forma que, casi con seguridad, denotaba fatiga.
Los diseñadores de tu traje no son tan buenos como los míos, dijo para sus adentros. «No creo que cuente con tu compañía durante mucho tiempo más.»
Por cierto que eso no se aplicaba al señor Robert del MIT: en todo caso, parecía estar aproximándose.
Singh decidió cambiar su modalidad de locomoción para ejercitar otro conjunto de músculos y reducir el peligro de un calambre: otro peligro contra el que lo había prevenido el entrenador. El brinco de canguro era eficaz y rápido, pero avanzar con saltos cortos era más cómodo y menos cansador, por la sencilla razón de que era más natural.
A la altura de la señal de los veinte kilómetros, empero, volvió a pasar a la modalidad del canguro, para brindar a todos sus músculos la misma oportunidad. También estaba empezando a tener sed, y del tubo convenientemente colocado en el casco succionó unos pocos centilitros de jugo de fruta.
Faltaban veintidós kilómetros, y ahora únicamente quedaba otro competidor. Clavius se había rendido por fin. En la primera maratón lunar no habría bronce: era una lucha tranca entre la Luna y la Tierra.
— Felicitaciones, Bob — dijo el entrenador, lanzando una risita entrecortada, pocos kilómetros después—. Acabas de dar exactamente dos mil gigantescos saltos para la Humanidad. Neil Armstrong habría estado orgulloso de ti.
— No creo que los hayas estado contando, pero es agradable saberlo… Estoy teniendo un problemita.
—¿De qué se trata?
— Sonará gracioso, pero se me están enfriando los pies.
Se produjo un silencio tan prolongado, que Singh repitió la queja.
— Estoy controlando, Bob. Estoy seguro de que no es algo por lo que haya que preocuparse.
— Así lo espero.
Por cierto que parecía ser una cuestión trivial, pero no hay problemas triviales en el espacio. Durante los últimos diez o quince minutos, Singh había estado percibiendo una leve incomodidad: sentía que estaba caminando en la nieve, llevando zapatos o botas que no llegaban a aislarlo del frío… y la situación estaba empeorando.
Pues bien, en verdad no había nieve en la Bahía de los Arcos Iris, aunque la luz de Tierra a menudo creaba esa ilusión óptica. Pero ahí, durante la medianoche local, el regolito estaba mucho más frío aún que la nieve del invierno antártico. Como cien grados más fríos por lo menos. Eso no debió de haber obstado: el regolito era un muy mal conductor del calor y la aislación del calzado de Singh debía de haberle brindado amplia protección. Evidentemente, no lo estaba haciendo.
Una tos de disculpa resonó en el interior del casco:
— Lamento decirlo, Bob: creo que esas botas debieron haber tenido suelas más gruesas.
—¡Y ahora me lo dices! Bueno, creo que puedo soportarlo.
No estuvo tan seguro de eso y veinte minutos después: la incomodidad se estaba convirtiendo en dolor; los pies empezaban a congelársele. Nunca había estado en un clima verdaderamente frío, y esa era una experiencia novedosa. No estaba seguro de cómo habérselas con ella o de cómo darse cuenta de cuándo los síntomas podrían volverse peligrosos. ¿Los exploradores de los polos no se arriesgaban a perder dedos de los pies, miembros enteros inclusive? Por completo aparte de la incomodidad que ello entrañaría, Singh no deseaba perder tiempo en una sala de regeneración: hacer que un pie creciera de nuevo tardaba toda una semana…
—¿Qué pasa? — demandó la angustiada voz del entrenador—. Parece que estás en problemas.
No estaba en problemas: estaba padeciendo terriblemente. Necesitaba de toda su fuerza de voluntad para no lanzar un alarido de dolor cada vez que caía sobre la superficie lunar, y se hundía en el mortal polvo que le estaba desecando la vida de a poco.
— Tengo que descansar unos minutos y meditar sobre esto.
Singh se tendió cuidadosamente sobre el blando terreno, preguntándose si el enfriamiento se extendería instantáneamente por la parte superior del traje. Pero no hubo señales de que eso ocurriera, y se relajó. Era probable que estuviera a salvo durante unos minutos, y recibiría muchas advertencias antes de que la Luna tratara de congelarle el torso.
Alzó ambas piernas y dobló y extendió los dedos de los pies: por lo menos podía sentirlos y estaban obedeciendo las instrucciones.
¿Y ahora, qué? Los de prensa, que estaban por ahí, en el camión de observación, debían de suponer que estaba loco o que realizaba algún oscuro rito religioso al presentar a las estrellas la planta de los pies. Se preguntaba qué le estarían diciendo a su santo público.
Ya se sentía un poquito más cómodo; la circulación de su sangre estaba ganando la batalla contra la pérdida de calor, ahora que los pies no estaban más en contacto con el suelo… pero, era su imaginación o sentía un leve enfriamiento en la región lumbar.
De repente lo asaltó otro pensamiento perturbador:
Estoy calentando los pies contra el cielo nocturno, contra el universo mismo y, tal como sabe cualquier niño en edad escolar, eso está a tres grados por encima del cero absoluto: en comparación, el regolito lunar está más caliente que agua hirviendo. Entonces, ¿estoy haciendo lo correcto? Por cierto que mis pies no parecen estar perdiendo la batalla contra el disipador térmico cósmico.
Acostado casi boca abajo sobre la Bahía de los Arcos Iris, manteniendo las piernas en ángulo ridículo hacia las apenas visibles estrellas y la refulgente Tierra, Robert Singh meditó sobre su problemita de física. Quizás intervenían demasiados factores como para obtener una respuesta fácil, pero éste serviría como primera aproximación…
Era una cuestión de conducción en función de irradiación. El material de sus botas espaciales era mejor para la primera que para la segunda: cuando estaban en contacto físico con el regolito lunar, hacían perder el calor del cuerpo más rápido que lo que éste podía generarlo. Pero la situación se invertía cuando irradiaban hacia el cielo vacío… por suerte para Robert.
— MIT te está alcanzando, Bob. Es mejor que te pongas en movimiento.
Singh tuvo que admirar a su persistente seguidor. Merecía una medalla de plata. «¡Pero ni por broma voy a dejarle ganar la de oro, así que ahí vamos otra vez! Nada más que otros diez kilómetros: un par de miles de brincos, digamos.»
Los primeros tres o cuatro no estuvieron tan mal pero, después, el frío empezó a colarse una vez más. Singh sabía que si se detenía otra vez no podría continuar. Lo único que podía hacer era apretar los dientes y fingir que el dolor no era más que una sensación engañosa que se podía disipar merced a un esfuerzo de la voluntad. ¿Dónde había visto una ilustración perfecta de eso. Había recorrido otro lacerante kilómetro antes de poder ubicarla en la memoria:
Años atrás había visto una videograbación, de un siglo de antigüedad, sobre gente que caminaba en el fuego durante cierta ceremonia religiosa en la Tierra: se había excavado una fosa grande, llenado con brasas al rojo blanco, y los devotos, con mucha lentitud e indiferencia, caminaban de un extremo al otro de la fosa con los pies descalzos, exhibiendo apenas algo más de interés que si hubieran estado paseando sobre la arena. Aun cuando eso nada probaba sobre el poder de una deidad cualquiera, era una demostración asombrosa de coraje y confianza en uno mismo. Seguramente él también podría hacerlo: ahora le resultaba más que fácil imaginar que estaba caminando sobre fuego…
¡Caminar sobre fuego en la Luna! No pudo evitar reírse ante esa concepción y, durante un instante, el dolor casi desapareció. Así que eso de «la mente sobre la materia» sí funcionaba, durante unos segundos al menos.
— Tan sólo cinco hitos más… lo estás haciendo muy bien. Pero MIT te está alcanzando. No descanses.
¡Descansar! ¡Cómo anhelaba poder hacerlo! Dado que el penetrante dolor de los pies había predominado sobre todo lo demás, Singh casi había descuidado el creciente cansancio que le dificultaba cada vez más el avance. Había dejado de lado el desplazamiento por saltos y transigido con una marcha por zancadas lenta y oscilante, que habría resultado más que impresionante en la Tierra, pero que era lastimosa en la Luna.
A tres kilómetros de la llegada estaba a punto de rendirse y pedir la ambulancia; quizá ya era muy tarde para salvar los pies. Y en ese momento, justamente cuando sentía que ya había llegado al límite de sus fuerzas, advirtió algo que, con toda certeza, habría visto antes, de no haber estado concentrando todos sus sentidos en el terreno que tenía inmediatamente delante de sí:
El lejano horizonte ya no era una línea perfectamente recta que dividía el paisaje refulgente y la negra noche del espacio. Singh se estaba acercando a los límites occidentales de la Bahía de los Arcos Iris, y los picos suavemente redondeados del Promontorio Laplace se alzaban por encima de la curva de la Luna. Ese paisaje, y el saber que su propio esfuerzo había hecho que esas montañas aparecieran ante la vista, le suministraron un aflujo final de fuerzas.
Y ahora no había ninguna otra cosa en el universo, salvo esa línea de llegada. Singh estaba a nada más que unos metros de ella, cuando su tenaz oponente se le adelantó como un rayo, en un aparentemente fácil torrente de velocidad.
Cuando Robert Singh recuperó la conciencia yacía en el interior de la ambulancia, sintiendo un malestar sordo y generalizado en todo el cuerpo, pero sin experimentar el más mínimo dolor en algún sitio específico.
— Usted no va a caminar mucho durante un tiempo — oyó que le decía una voz, a años luz de distancia—; es el peor caso de quemadura por frío que yo haya visto jamás. Pero le apliqué un anestésico localizado, y no va a tener que comprarse un nuevo par de pies.
Eso era en parte un consuelo, pero difícilmente compensaba la amargura de saber que había fracasado, a pesar de todos sus esfuerzos, cuando la victoria parecía estar tan al alcance de la mano. ¿Quién fue el que dijo, «Ganar no es lo que más importa; es lo único que importa»? Se preguntó si se molestaría siquiera en recoger su medalla de plata.
— Sus pulsaciones volvieron a la normalidad. ¿Cómo se siente?
— Terriblemente mal.
— Entonces puede ser que esto le levante el ánimo. ¿Está listo para una conmoción… una agradable?
— Haga la prueba.
— Usted es el ganador. ¡No, no trate de levantarse!
—¿Cómo? ¿Qué?
— La COI está furiosa, pero MIT se mata de risa: no bien terminó la carrera, confesaron que su Robert era, en realidad, Robot, Hominiforme para Aplicaciones Generales Mark 9. ¡Con razón él… eso… llegó primero! Por lo que el desempeño de usted fue aún más impresionante. Le están lloviendo las felicitaciones. Usted es famoso, lo quiera o no lo quiera.
Aunque la fama no duró, la medalla de oro fue una de las posesiones de Robert Singh a las que concedió más valor durante el resto de su vida. Sin embargo, no se dio cuenta de lo que había iniciado hasta que tuvo lugar la Tercera Olimpíada Lunar, ocho años después: para ese entonces, los matasanos espaciales habían copiado la técnica de «respiración de líquidos», que empleaban los buzos para la inmersión a grandes profundidades, inundando los pulmones con fluido saturado con oxígeno.
Y así, el ganador de la primera maratón lunar, junto con la mayoría de la diseminada especie humana, contempló, dominado por una admiración reverencial, cómo Karl Gregorios, su organismo adaptado al vacío absoluto, realizaba, en un tiempo récord de dos minutos, su carrera de un kilómetro desde un extremo al otro de la Bahía de los Arcos Iris, con el cuerpo tan desnudo como el de sus ancestros griegos en las primerísimas Olimpíadas, tres mil años atrás.
Después que se hubo graduado en AriTec con notas sospechosamente altas, el astroespecialista Robert Singh no tuvo dificultades para conseguir un puesto de ingeniero ayudante (propulsión) en uno de los trasbordadores que hacían la ruta regular Tierra-Luna, a los que, por algún motivo ya olvidado para ese entonces, se conocía popularmente como tren lechero. Esto le convenía a las mil maravillas porque, para sorpresa de él, Freyda ahora había descubierto que la Luna era un sitio interesante después de todo: decidió pasar allá unos años, especializándose en el equivalente lunar de las fiebres por el oro que otrora habían tenido lugar en la Tierra. Pero lo que los exploradores de minas habían buscado desde hacía mucho en la Luna era algo mucho más valioso que el, ahora común y corriente, metal.
Era agua o, para decirlo con más precisión, hielo. Aunque las eternidades de bombardeo y ocasional vulcanismo que habían revuelto los centenares de metros superiores de la superficie de la Luna habían eliminado hacía mucho todo vestigio de agua, ya fuere líquida, sólida o gaseosa, todavía quedaba la esperanza de que muy en lo profundo del subsuelo cercano a los polos, donde la temperatura siempre estaba muy por debajo de la de congelación, podría haber estratos de hielo fósil, remanente de los días en los que la Luna se condensó a partir de los detritos primordiales del Sistema Solar.
La mayoría de los selenólogos creía que esa era pura fantasía, pero habían existido suficientes indicios tentadores como para mantener vivo el sueño. Freyda fue asaz afortunada al ser uno de los miembros del equipo que descubrió la primera de las minas de hielo del Polo Sur. Esto no sólo habría de transformar la economía de la Luna de modo fundamental, sino que ejerció un impacto inmediato, y sumamente beneficioso, sobre la economía de los Singh-Carroll: entre los dos, ahora poseían suficiente crédito como para alquilar un Fullerhogar y vivir en cualquier parte de la Tierra que les pluguiera.
En la Tierra. Todavía esperaban pasar mucho de su vida en alguna otra parte, pero estaban ansiosos por tener un hijo: si nacía en la Luna, nunca tendría la fuerza física necesaria para visitar el mundo de sus padres. Un embarazo en condiciones de gravedad de un g, por otro lado, le brindaría la libertad del Sistema Solar.
También estuvieron de acuerdo en que la primera ubicación del hogar debía ser el desierto de Arizona. Aunque ahora se estaba llenando bastante con gente, todavía quedaba mucho de la geología originaria sobre la que Freyda podría encaramarse. Y era el terreno que guardaba más analogía con Marte, al que ambos estaban decididos a visitar algún día, «antes de que lo echen a perder», como bromeaba Freyda, aunque la broma sólo lo era a medias.
El problema más difícil era el de decidir qué modelo de Fullerhogar debían elegir de entre las muchas variedades disponibles. Así llamados en honor del gran ingeniero y arquitecto del siglo XX Buckminster Fuller, y utilizando tecnologías con las que Fuller había soñado, pero nunca vivido para ver, los hogares virtualmente eran completos en sí mismos y podían mantener a sus ocupantes durante un tiempo casi infinito.
La energía la suministraba una unidad fusionadora sellada, que necesitaba que cada tantos años se la volviera a llenar hasta el tope con agua enriquecida. Tan modesto nivel de energía era por completo adecuado para cualquier hogar bien diseñado, y noventa y seis voltios de corriente continua sólo podían electrocutar al suicida más decidido.
A los clientes con mentalidad técnica que preguntaban «¿Por qué noventa y seis voltios?», el Consorcio Fuller les explicaba pacientemente que los ingenieros eran animales de costumbres: hacía nada más que un par de siglos, los sistemas de doce y de veinticuatro voltios habían sido la norma, y la aritmética habría sido mucho más sencilla si los seres humanos hubieran tenido doce dedos en vez de diez.
Se había necesitado casi un siglo para conseguir la aceptación pública general del rasgo más controvertido del Fullerhogar: el sistema para reciclaje de alimentos. No hay duda de que había pasado aún más tiempo, en los comienzos de la Edad de la Agricultura, hasta que los cazadores-recolectores hubieron superado la repugnancia a esparcir estiércol sobre su futuro alimento. Durante miles de años, los pragmáticos chinos fueron aún más lejos, al emplear sus propios excrementos para fertilizar los arrozales.
Pero los prejuicios y los tabúes alimentarios se cuentan entre los más poderosos de los que controlan el comportamiento humano y, a menudo, la lógica no es suficiente para superarlos: reciclar alimentos en los campos, con la ayuda de la buena y limpia luz solar era una cosa; hacerlo en la propia casa de uno mediante misteriosos dispositivos eléctricos, otra completamente distinta. Durante mucho tiempo, el Consorcio Fuller argumentó en vano:
— Ni siquiera Dios puede establecer la diferencia entre un átomo de carbono y otro. — La mayoría de los miembros del público estaba convencida de que ella podía.
Al final venció el aspecto económico, como es lo usual en estos casos: no tener que volver a preocuparse jamás por facturas de comida y contar en la memoria del Cerebro del Hogar con una gama de menús virtualmente ilimitada era una tentación que pocos pudieron resistir. A cualesquiera escrúpulos que pudieran haber quedado los superó un dispositivo transparentemente simple, pero eficaz: se podía proveer, en calidad de accesorio optativo, un pequeño jardín; aunque el sistema de reciclaje podía funcionar igualmente bien sin él la visión de hermosas flores que giraban la corola hacia el Sol ayudaba a apaciguar muchos estómagos delicados.
Sólo había habido dos propietarios anteriores del Fullerhogar que Freyda y Robert alquilaron (el Consorcio nunca los vendía) y el «Tiempo Medio hasta Ocurrencia de Fallas» garantizado para las unidades principales era de quince años: para ese entonces, los inquilinos habrían de necesitar otro modelo, suficientemente grande como para alojar también a un adolescente lleno de energías.
Por algún motivo, nunca aceptaron la idea de solicitarle al Cerebro que les diera los saludos de costumbre dejados por los ocupantes anteriores: ambos tenían sus pensamientos y sueños fijados con demasiada firmeza en un futuro del que, como ocurre con todas las parejas jóvenes, no podían creer que alguna vez llegara a su fin.
Toby Carroll Singh nació en Arizona, tal como habían planeado sus padres. Robert siguió sirviendo en el trasbordador Tierra-Luna, ascendiendo hasta el puesto de ingeniero superior y hasta rechazando la posibilidad de ir a Marte, ya que no deseaba estar lejos de su bebé durante meses cada vez.
Freyda permaneció en la Tierra y, de hecho, raramente viajaba a la Mancomunión Norteamericana. Aunque había desistido de las salidas de campo, pudo proseguir sus investigaciones sin reducirles la intensidad, y con comodidad considerablemente mayor, a través de bancos de datos y representación satelital de imágenes. Para esos momentos era una broma antigua la que decía que la geología había dejado de ser una profesión para corpulentos hombres de pelo en pecho, puesto que los algoritmos para procesamiento de imágenes habían reemplazado a los martillos.
Toby tenía tres años de edad cuando sus padres decidieron que amigables compañeros robot de juego no eran suficiente. Un perro era la opción obvia, y ya casi habían adquirido un Scottie mutado (Cociente intelectual canino garantizado de 120), cuando salieron al mercado los primeros cachorros de minitigre: fue un caso de amor a primera vista.
El tigre de Bengala es el más hermoso de todos los grandes felinos y, quizá, de todos los mamíferos. Hacia comienzos del siglo XXI se había extinguido en su hábitat natural, poco antes de que el hábitat en sí hubiera desaparecido. Pero varios centenares de esos magníficos seres todavía llevaban una vida mimada en zoológicos y reservaciones. Aun si todos ellos murieran, al DNA, claro está, se le había determinado la secuencia completa, y sería un trabajo bastante directo el de volver a crearlos.
Tigrette era uno de los subproductos de una manipulación genética de ese tipo. Para todos los fines prácticos era un ejemplar perfecto de su especie, pero sólo habría de pesar treinta kilogramos, incluso cuando fuese adulta. Su carácter, también cuidadosamente modificado por manipulación genética, era el de un gato juguetón y afectuoso. Singh nunca se cansaba de mirarla acercarse con prudencia a los robotitos de limpieza, a los que consideraba, evidentemente, como animales a los que se debía investigar con mucha cautela, pues no podía hallar en su recuerdo ancestral esas pautas de olor. Por su parte, los robots no sabían qué pensar del tigre hembra; a veces, cuando Tigrette estaba durmiendo, la confundían con una alfombra y trataban de limpiarla con la aspiradora, lo que producía resultados hilarantes.
Esa oportunidad no surgía con frecuencia, porque la minitigre dormía de ordinario en la cama de Toby. Freyda había planteado objeciones a eso sobre la base de consideraciones de higiene, hasta que observó cuánto más tiempo la minitigre pasaba acicalándose que el que Toby dedicaba a sus breves contactos con el jabón y el agua: cualquier posible contaminación no habría de producirse en la dirección que Freyda temía.
Cuando ingresó en la familia, Tigrette era levemente más pequeña que un gato doméstico adulto, y rápidamente se adueñó de la casa. Robert prontamente se quejó, aunque no hablaba por completo en serio, de que Toby ya no se daba cuenta de cuándo su padre había salido al espacio.
Quizá fue la llegada de Tigrette lo que impulsó otro cambio: Freyda siempre había sentido atracción por el continente de sus ancestros, y tenía en especial estima una gastada copia de Raíces, de Alex Haley, que perteneció a su familia durante generaciones.
— Además — dijo—, nunca hubo tigres en África: es hora de que los haya.
En términos generales, estaban felices en su nueva ubicación, a pesar de recordatorios ocasionales del horrible pasado de ese lugar, tales como cuando Toby, al cavar en la playa, puso al descubierto el esqueleto de una niña que todavía aferraba una muñeca. Durante muchas noches posteriores al suceso, el chico despertó chillando, y ni siquiera la presencia de Tigrette podía reconfortarlo.
Para el décimo cumpleaños de Toby, que se celebró con la llegada de tres tías y tíos verdaderos y de varias docenas de otros honorarios, tanto Robert como Freyda se dieron cuenta de que la primera fase de su relación había culminado. La novedad, por no mencionar la pasión, hacía mucho que se había extinguido; se estaban convirtiendo en nada más que buenos amigos, que daban por descontada la compañía del otro. Ambos habían conseguido otros amantes, lo que generó un mínimo de celos; varias veces habían experimentado el amor grupal entre tres y, en una oportunidad, entre cuatro. A pesar de la buena voluntad de todas las partes intervinientes, el resultado siempre había sido cómico en vez de erótico.
La ruptura final nada tuvo que ver con relación humana alguna. ¿Por qué, se preguntaba Robert Singh a menudo, les entregamos el corazón a amigos cuya vida dura mucho menos que la nuestra?
Hacía mucho ya que el crecimiento incesante de la jungla había tragado la placa metálica que llevaba la inscripción
TIGRETTE
AQUÍ YACEN PARA SIEMPRE LA BELLEZA,
LA LEALTAD, LA FUERZA
Aunque ahora parecía haber ocurrido en otra vida, Robert Singh nunca habría de olvidar cómo había terminado la niñez de Toby, sosteniendo a Tigrette en los brazos mientras la luz se desvanecía lentamente de los cariñosos ojos del animalito. Era hora de partir.
Aunque siempre había estado decidido a ir allá con el tiempo, en el orden del día de su vida Robert Singh dejó Marte bastante tarde. Ya tenía cincuenta y cinco años cuando, una vez más, el Azar determinó cuándo y cómo.
Los turistas provenientes de Marte eran infrecuentes en la Luna y, debido a la muy eficaz cuarentena impuesta por su gravedad, virtualmente desconocidos en el planeta madre. Muchos fingían que realmente no les importaba. Cualquiera sabía que la Tierra era ruidosa, hedionda, contaminada, y horriblemente superpoblada (¡casi tres mil millones de personas!), por no mencionar que peligrosa, con sus huracanes, terremotos, volcanes…
Charmayne Jorgen, empero, desde el salón de observación del AriTec estaba mirando con anhelo hacia la Tierra, cuando Robert Singh se encontró con ella por primera vez. La cúpula de veinte metros de ancho, una obra maestra de ingeniería, era tan transparente que parecía no haber nada que detuviese el vacío del espacio. Algunos visitantes nerviosos sólo podían soportar la experiencia durante unos pocos minutos.
Durante sus ajetreados días de estudiante, Robert Singh apenas si había estado allí, pero ahora le estaba mostrando su antigua universidad a uno de los compañeros de tripulación, y esa era una parada obligatoria. Mientras pasaban por los tres conjuntos de puertas automáticas, Robert comentó:
— Si la cúpula estalla, el par exterior se cierra en un segundo. A continuación opera el tercero, después de una demora de quince segundos, para dar tiempo a llegar a sitio seguro a quienquiera que esté adentro.
— A menos que sean succionados hacia el exterior. ¿Cuándo se lo sometió a prueba por última vez?
— Veamos. Aquí está la constancia: está fechada el… ahh… hace dos meses.
—¡No me refiero a eso! Cualquier estúpido circuito puede cerrar las puertas de un golpe. ¿Alguna vez se efectuó una prueba real?
—¿Como quebrar la cúpula? Pregunta tonta. ¿Sabes lo que cuesta eso?
En ese instante, la zumbona y afable charla se detuvo en forma brusca cuando los dos visitantes advirtieron que no estaban solos.
El silencio se prolongó. Al fin, el compañero de Robert Singh dijo:
— Si es que no perdiste la lengua, Bob, por lo menos nos podrías presentar.
Todavía mantenía excelentes relaciones con Freyda, pero se veían con cada vez menor frecuencia, ahora que ella se había mudado de vuelta a Arizona y Toby había ganado una beca para el Conservatorio de Moscú, para extática sorpresa de sus padres, ninguno de los cuales había exhibido jamás el más mínimo talento musical. Así que pareció perfectamente natural que cuando Charmayne Jorgen regresara a Marte, Robert Singh la siguiera tan prontamente como eso se pudiera arreglar. Con sus antecedentes profesionales, y los aún no acallados ecos de su modesta fama, a los que no tenía escrúpulo alguno en explotar cuando le era necesario, eso no fue difícil. Poco después de su quincuagésimo sexto cumpleaños descendió en Puerto Lowell. Era un marciano nuevo… y siempre habría de serlo, puesto que había nacido fuera de ese planeta.
— No me importa que me llamen «marciano nuevo» — le dijo a Charmayne—, mientras sonrían cuando lo dicen.
— Lo harán, querido — respondió ella— con tus músculos de terrícola eres mucho más fuerte que la mayoría de la gente de por aquí.
Eso era cierto, pero Singh no sabía durante cuánto tiempo se mantendría así: a menos que hiciera sus ejercicios en forma más rigurosa que lo que sospechaba que los haría, pronto se adaptaría a Marte.
Lo que no estaba exento de ventajas: los marcianos sostenían que su mundo, y no Venus, debía de haberse llamado «planeta del amor». La gravedad uno de la Tierra era absurda, si no peligrosa. Las costillas rotas, los calambres y la interrupción de la circulación sanguínea, efectos del peso todos estos, no eran más que algunos de los peligros que tenían que enfrentar los enamorados en la Tierra. La gravedad lunar, de un sexto de la terrestre, era un gran progreso, pero los expertos consideraban que no era la suficiente para obtener un buen contacto.
Y en lo concerniente a la muy alabada gravedad cero del espacio, después que hubo desaparecido la novedad inicial, se convirtió en algo un tanto fastidioso: había que pasar demasiado tiempo preocupándose por los problemas de la puesta en contacto y de la atracada.
El tercio de g que tenía Marte estaba en el punto justo.
Al igual que todos los inmigrantes nuevos, Robert Singh transcurrió sus primeras semanas haciendo la Gran Excursión Marciana: Monte Olimpo, Valle del Mariner, los Acantilados de Hielo del Polo Sur, las Tierras Bajas de Hellas… en aquel entonces, Hellas se había hecho popular entre los jovencitos audaces, a quienes gustaba hacer alarde de cuánto tiempo podían sobrevivir sin el equipo de respiración. Para ahora, la presión atmosférica era apenas la suficiente para tales hazañas, aunque el nivel de oxígeno todavía era demasiado bajo como para sustentar la vida. El engañosamente denominado récord de «aire abierto» se encontraba, en esos momentos, en algo más de diez minutos.
La reacción inicial de Singh ante Marte fue de leve decepción. Había efectuado tantos viajes virtuales sobre el paisaje marciano, frecuentemente en velocidades estimulantes, y con empleo de mejoramiento de imágenes, que la realidad era, en ocasiones, un desengaño. El problema que se planteaba con las formaciones más famosas del planeta era el tamaño mismo que tenían: eran tan enormes que sólo se las podía apreciar desde el espacio, no cuando realmente se estaba parado sobre ellas.
El Monte Olimpo era el mejor ejemplo. A los marcianos les gustaba decir que tenía el triple de la altura de cualquier montaña de la Tierra, pero el Himalaya o las Rocallosas eran mucho más impresionantes porque eran mucho más empinados. Con una base de seiscientos kilómetros de ancho, Olimpo era más una enorme ampolla en el rostro de Marte que un monte: noventa por ciento de él no era otra cosa que una llanura de suave declive.
Y el Valle del Mariner, salvedad hecha de sus secciones más estrechas, tampoco llegaba a cumplir con lo que decía la promoción turística. Era tan ancho que, desde su centro, ambas paredes estaban por debajo del horizonte. Si esa no hubiera sido precisamente la clase de falta de tacto que siempre hacía que los marcianos nuevos se metieran en problemas, Singh podría haber hecho menospreciativas comparaciones con el mucho más pequeño Gran Cañón del Colorado.
Al cabo de unas semanas, empero, comenzó a apreciar sutilezas y hermosuras que explicaban la apasionada devoción de los colonos (ésta era otra palabra que tenía que cuidarse de no mencionar jamás) por su planeta y, aunque Singh sabía perfectamente bien que la superficie habitable de Marte era casi la misma que la de la Tierra debido a la ausencia de océanos, continuamente se sentía sorprendido por su escala: dejando de lado el hecho de que Marte sólo tenía la mitad del diámetro de la Tierra, sí era un mundo grande…
Y era cambiante, si bien con mucha lentitud. Líquenes y hongos mutados estaban descomponiendo las rocas oxidadas e invirtiendo la muerte por herrumbre que había acometido al planeta hacía ya eternidades. Tal vez, el invasor terrestre de mayor suceso fue una modificación del «cacto ventana», una planta de epidermis resistente que parecía como si la Naturaleza hubiera empezado a diseñar un traje espacial. Los intentos por plantarlo en la Luna habían fracasado, pero estaba floreciendo en las tierras bajas marcianas.
En Marte todo el mundo tenía que trabajar para ganarse la vida y, aunque Robert Singh había hecho una importante transferencia de haberes desde su saludable cuenta de la Tierra, no era la excepción de esa regla… ni quería serlo: todavía tenía décadas de vida activa por delante y deseaba utilizarlas al máximo, en tanto pudiera pasar la mayor parte de tiempo posible con su nueva familia.
Ese era otro motivo para venir a Marte: todavía era un mundo vacío y en él se le permitiría tener dos hijos. Su primera hija, Mirelle, nació dentro del año transcurrido desde que Robert arribó al planeta; Martin lo hizo tres años después. Pasaron otros cinco años antes que el capitán Robert Singh experimentara el más mínimo deseo de «respirar espacio» o, por lo menos, espacio lejano. Estaba demasiado contento con su familia y su trabajo.
Naturalmente, hacía frecuentes viajes a Fobos y Deimos, por casi siempre en relación con sus sumamente importantes (y bien remuneradas) obligaciones como inspector de naves para Lloyd's de la Tierra. No había mucho para hacer en Fobos, el satélite más cercano y más grande, salvo inspeccionar la Escuela de Adiestramiento para Aprendices Espaciales, donde los cadetes lo contemplaban con considerable temor reverencial. Por su parte, Robert disfrutaba reuniéndose con ellos: eso lo hacía sentir treinta… bueno, veinte… años más joven, y también lo mantenía en contacto con los últimos progresos en tecnología espacial.
En una época, a Fobos se lo había considerado una fuente invalorable de materias primas para los proyectos de construcción en el espacio, pero los conservacionistas marcianos, quizá sintiéndose culpables por la continua transformación de su propio planeta en otra Tierra, se las arreglaron para evitar esto. Aunque el diminuto satélite negro como el carbón era tan poco llamativo en el cielo nocturno que pocas personas llegaban a advertirlo, «¡No exploten Fobos con excavadoras!» había sido una consigna eficaz.
Por fortuna, el más pequeño, y más distante, Deimos era, en algunos aspectos, una alternativa mejor. Si bien en promedio tenia poco más de una docena de kilómetros de ancho, podía abastecer durante siglos los astilleros locales con la mayoría de los metales que necesitaban, y a nadie le importaba realmente si la diminuta luna desaparecía en el curso de los próximos mil años. Más aún: su campo gravitatorio era tan tenue que sólo se necesitaba un buen empujón para lanzar los productos y ponerlos en camino de los centros de procesamiento.
Al igual que todos los puertos activos desde el comienzo de los tiempos, Astropuerto Deimos era una mescolanza desordenada. La primera vez que Robert Singh posó los ojos sobre la Goliath fue en el astillero 3 de Deimos, donde se la estaba sometiendo a la inspección y el reequipamiento quinquenales. A primera vista no había nada fuera de lo común en la nave; no era más fea que la mayoría de las espacionaves diseñadas para adentrarse en el espacio lejano. Con una masa vacía de diez mil toneladas y una longitud total de ciento cincuenta metros, no era particularmente grande y su característica más importante era invisible: los motores de alta fusión de los cohetes que, de modo normal, utilizaban hidrógeno como fluido operativo, pero que podían funcionar con agua de ser necesario, eran mucho más poderosos que lo que se necesitaba para una nave de ese tamaño. Salvo por las pruebas que duraban nada más que unos segundos, nunca se los había hecho funcionar haciéndoles dar pleno impulso.
La siguiente vez que Robert Singh vio la Goliath, la nave estaba otra vez en Deimos, después de otros cinco años de servicio sin novedad. Y su capitán estaba a punto de jubilarse…
— Piénsalo, Bob — dijo—: el trabajo más sencillo de todo el Sistema Solar. No hay cálculos ni correcciones de navegación por los que haya que preocuparse. Te limitas a sentarte ahí y admirar el paisaje. El único problema que tienes es el cuidado y la alimentación de unos veinte científicos locos.
Era tentador. Aunque había ocupado muchos puestos de responsabilidad, Robert Singh nunca había estado al mando de una nave, y ya era buen momento para que lo hiciera antes de jubilarse. Cierto, apenas había pasado su sexagésimo cumpleaños, pero era asombroso lo rápidamente que ahora parecían transcurrir las décadas.
— Lo consultaré con mi familia — contestó—. Mientras pueda regresar a Marte un par de veces por año.
Sí, era una propuesta atrayente. Tendría que sopesarla cuidadosamente. .
Robert Singh nunca le concedió más que unos instantes de meditación al motivo subyacente a la construcción originaria de la Goliath. En verdad, casi había olvidado el porqué de que a la nave se la hubiera equipado con una planta impulsora absurdamente poderosa.
Por supuesto, él nunca iba a tener que utilizar más que una pequeña fracción, pero era agradable contar con esa potencia en reserva.
— Párense en el Sol — le dijo una vez Mendoza a una clase de estudiantes ligeramente estupefactos, poco después del anuncio del Premio Nobel que había ganado— y miren directamente a Júpiter, a setecientos cincuenta millones de kilómetros de distancia. Después, abran los brazos formando un ángulo de sesenta grados con cada costado… ¿Saben qué van a estar señalando?
No esperaba una respuesta, y no hizo silencio para recibirla:
— No podrán ver cosa alguna ahí, pero estarán señalando dos de los sitios más fascinantes del Sistema Solar…
«En 1772, el gran matemático francés Lagrange descubrió que los campos gravitatorios del Sol y de Júpiter podían combinarse para producir un fenómeno muy interesante. Dispuestos en la órbita de Júpiter, sesenta grados adelante y sesenta grados detrás, hay dos puntos estables: un cuerpo colocado en cualquiera de ellos permanecerá a la misma distancia del Sol y de Júpiter, los tres formando un enorme triángulo equilátero.
«La existencia de asteroides no era conocida cuando Lagrange vivía, así que es probable que nunca supusiera que un día se produciría una demostración práctica de su teoría. Pasaron más de cien años, ciento treinta y cuatro, para ser exactos, antes que se descubriera a Aquiles. Un año más tarde se encontró a Patroclo no mucho más lejos, y después a Héctor, pero en el punto que estaba sesenta grados adelante de Júpiter. Hoy conocemos más de diez mil de estos asteroides troyanos, así llamados porque a las primeras docenas se les dio el nombre de los héroes de la Guerra contra Troya. Naturalmente, esa idea debió abandonarse hace años; ahora simplemente tienen número. El último catálogo que vi había alcanzado los once mil quinientos y siguen viniendo, aunque con mucha lentitud. Tenemos la convicción de que, en estos momentos, el censo está completo en un noventa y cinco por ciento. Cualesquiera troyanos que resten no pueden tener más que un centenar de metros de un extremo a otro.
«Ahora tengo que confesar que les estuve mintiendo: virtualmente ninguno de los troyanos está en los dos Puntos Troyanos. Vagan de un lado para otro y de arriba hacia abajo, dentro de un arco de treinta grados o más. El principal culpable de esto es Saturno: su campo gravitatorio arruina el neto patrón Sol-Júpiter. Así que piensen en los asteroides troyanos como formando dos nubes enormes, con su centro ubicado de cada lado de Júpiter, a aproximadamente sesenta grados. Por alguna razón que todavía es desconocida, ¿alguno de ustedes quiere hacer una buena tesis para el doctorado? hay el triple de troyanos adelante de Júpiter que los que hay detrás.
«¿Alguna vez oyeron hablar del Mar de los Sargazos, allá en la vieja Tierra? Supuse que no: bueno, es una región del Atlántico, que es el océano situado al este de la MEN, en el que los objetos que flotan a la deriva: algas, barcos abandonados, se acumulan debido a las corrientes circulantes. Me agrada pensar en los Puntos Troyanos como en sargazos gemelos del espacio: son las regiones más densamente pobladas del Sistema Solar, aunque ustedes no se darían cuenta de eso si estuvieran allí en la realidad. Si se pararan en uno de los troyanos, serían muy afortunados si pudieran ver otro a simple vista.
«¿Por qué son importantes los troyanos? Me satisface mucho que me pregunten eso.
«Si se deja por completo de lado el interés que tienen para la ciencia, son armas de gran importancia en el arsenal de Jove: de vez en cuando, los campos gravitatorios unidos de Saturno, Urano y Neptuno arrancan uno de su sitio, que sale vagando en dirección del Sol y, en ocasiones, se estrella contra nosotros (así es cómo se formó la Cuenca de Hellas) o, inclusive, contra la Tierra.
«Esta clase de hechos estuvo ocurriendo constantemente en los primeros tiempos del Sistema Solar, cuando los escombros que quedaron de la construcción de los planetas todavía estaban flotando por ahí. La mayor parte de ellos ha desaparecido (¡por suerte para nosotros!). Pero todavía quedan muchos, y no todos en las Nubes Troyanas. Hay asteroides vagabundos que se extienden hasta Neptuno. Cualquiera podría ser un peligro potencial.
«Ahora, hasta este siglo, nada, pero absolutamente nada hubo que la especie humana pudiera hacer respecto de este peligro, y a la mayoría de la gente, aun si estaba al tanto de él, no le importaba un comino: pensaba que había problemas más importantes por los que preocuparse y, claro está, tenía razón.
«Pero el hombre sabio toma un seguro, aun contra los sucesos de máxima improbabilidad, siempre y cuando la prima no sea demasiado elevada: la vigilancia GUARDIÁN ESPACIAL ha estado funcionando, con un presupuesto muy modesto, durante casi medio siglo. Ahora sabemos que existe una elevada probabilidad de que en la Tierra, la Luna o Marte se produzca, por lo menos un impacto catastrófico durante los mil años venideros.
«¿Debemos limitarnos a sentarnos y esperar que tenga lugar? ¡Por supuesto que no! Ahora que tenemos la tecnología para protegernos podemos, por lo menos, hacer planes que se puedan poner en acción si… no, ¡cuando…! hay un peligro inminente. Con algo de suerte deberemos contar con un preaviso de varios meses.
«Ahora tengo un buen motivo para ir a la Tierra (eso todavía es un secreto absoluto); ¡quiero darles una gran sorpresa!: estoy proponiendo un plan de largo alcance para enfrentar el problema. Para empezar, estoy sugiriendo que a GUARDIÁN ESPACIAL se le dé responsabilidad operativa, de modo que pueda empezar a ser merecedor de su nombre. Me gustaría ver un par de naves rápidas y poderosas en patrulla permanente… y los Puntos Troyanos serían un buen sitio para ubicarlas. Podrían hacer valiosas investigaciones mientras estuvieran ahí, y podrían ir a cualquier parte del Sistema Solar en menos que canta un gallo.
«Ese es el cuento que les voy a relatar a todos los gusanos de Tierra con los que me encuentre. Deséenme suerte.
Hacia fines del siglo XXI había muy pocas ciencias en las que un aficionado pudiera albergar la esperanza de hacer importantes descubrimientos, pero la astronomía, como había ocurrido siempre, seguía siendo una de ellas.
Cierto: ningún aficionado, no importaba cuán opulento fuera, podía tener la esperanza de rivalizar con el equipo de empleo habitual por parte de los grandes observatorios de la Tierra, de la Luna y de los que estaban en órbita. Pero los profesionales se especializaban en estrechos campos de estudio, y el Universo es tan enorme que nunca podían mirar más que una diminuta fracción de él por vez. Todavía quedaba mucho para que lo explorasen fanáticos llenos de energía e información. No era preciso poseer un telescopio muy grande para encontrar algo que nadie más hubiera visto, si se sabía cómo emprender la búsqueda.
Las obligaciones del doctor Angus Millar, en su calidad de jefe del Registro Civil del Centro Médico de Puerto Lowell, no eran exigentes precisamente. A diferencia de los colonos terrestres, los pobladores de Marte no tenían enfermedades nuevas y exóticas contra las que enfrentarse, y la mayor parte del trabajo de un médico consistía en habérselas con accidentes. Cierto era que algunos peculiares defectos óseos habían surgido en las segunda y tercera generaciones, debido, sin duda alguna, a la escasa gravedad, pero la cumbre médica confiaba en que podría lidiar con ellos antes de que se convirtieran en algo grave.
Merced al vasto tiempo libre que tenía, el doctor Millar era uno de los pocos astrónomos aficionados de Marte. En el curso de los anos había construido una serie de reflectores, bruñendo, puliendo y azogando los espejos mediante técnicas que miles de devotos elaboradores de telescopios habían perfeccionado en un lapso de siglos.
Al principio había pasado mucho tiempo observando el planeta Tierra, a pesar de los divertidos comentarios de sus amigos:
—¿Por qué molestarse? — habían preguntado—. Realmente está bastante bien explorada. Hasta se presume que alberga formas inteligentes de vida.
Pero quedaron en silencio cuando Millar les mostró el hermoso cuarto creciente azul que colgaba en el espacio, junto con la más pequeña, pero en idéntica fase, Luna, que flotaba al lado. Toda la historia, con la salvedad de los más recientes instantes, se encontraba ahí, en el campo visual del telescopio. No importaba cuán lejos se adentrara en el universo, la especie humana nunca podría cortar del todo los lazos con el planeta natal.
Sin embargo, los que criticaban sí tenían un argumento a favor: la Tierra no era tema muy gratificante de observación. Mucho de ella generalmente estaba cubierto por nubes y, cuando se encontraba en su punto de mayor proximidad, hacia Marte únicamente miraba la faz que se hallaba en la oscuridad de la noche, por lo que todos los detalles naturales eran invisibles. Un siglo antes, el «lado oscuro» de la Tierra había sido cualquier cosa menos eso, pues megavatios de electricidad se derrochaban perdiéndolos hacia el cielo. Aunque una sociedad más consciente de la necesidad de ahorrar energía había puesto coto a los peores abusos, la mayor parte de las ciudades de cualquier tamaño todavía se podían advertir fácilmente como refulgentes islas de luz.
El doctor Millar deseaba haber podido estar por ahí en la fecha terrestre del 10 de noviembre de 2084, para observar ese poco frecuente y hermoso fenómeno, el del tránsito de la Tierra de un extremo al otro de la faz del Sol: el planeta había parecido una mancha solar pequeña y perfectamente circular mientras se desplazaba con lentitud a través del disco del Sol pero, en el punto medio de su paso, una brillante estrella había resplandecido en su centro: baterías de láseres ubicados en la cara oscura de la Tierra estaban saludando, en el cielo de medianoche, al Planeta Rojo que ahora constituía el segundo hogar de la humanidad. Todo Marte había estado observando, y al acontecimiento todavía se lo rememoraba en tono de temor reverencial.
Había otra fecha en lo pasado, empero, por la que el doctor Millar sentía particular afinidad, debido a una coincidencia perfectamente trivial que no tenía interés más
que para el propio Millar: a uno de los cráteres más grandes de Marte se lo había bautizado con el nombre de otro astrónomo aficionado, del que daba la casualidad que compartía con Millar la fecha de nacimiento… sólo que dos siglos antes.
No bien buenas fotografías del planeta empezaron a llegar desde las primeras sondas espaciales, encontrar nombre para todos los miles de formaciones nuevas se transformó en un problema serio. Algunas elecciones fueron obvias: astrónomos, científicos y exploradores famosos, como Copérnico, Kepler, Colón, Newton, Darwin, Einstein. A continuación vinieron los autores relacionados con el planeta: Wells, Burroughs, Weinbaum, Heinlein, Bradbury. Y, después, una miscelánea lista de obscuros sitios y personas de la Tierra, algunos de los cuales no tenían más que sumamente tenues conexiones con Marte.
Los nuevos habitantes del planeta no siempre estaban felices con los nombres de localidades que les habían legado, y tenían que utilizar en su vida cotidiana: ¿quién, o qué, de la Tierra, y ni qué hablar de Marte, eran Dank, Dia-Cau, Eil, Gagra, Kagul, Surt, Tiwi, Waspam, Yat?
Los revisionistas siempre estaban creando agitación para conseguir nombres más adecuados y de sonido más agradable, y la mayoría de la gente estaba de acuerdo con ellos. Así que se estableció una comisión permanente para lidiar con el problema, aun cuando ese apenas era el más peliagudo de los que afectaban la supervivencia humana en Marte. Como todo el mundo sabía que él tenía tiempo libre de sobra y que estaba interesado en la astronomía, resultó inevitable que al doctor Millar se lo votara para que formara parte de la comisión.
—¿Por qué —se le preguntó un día— uno de los cráteres más grandes de Marte se debe llamar Molesworth? ¡Tiene un diámetro de ciento setenta y cinco kilómetros! ¿Quién demonios fue Molesworth?
Después de investigar un poco, y de enviar varios costosos faxes espaciales a la Tierra, Millar estuvo en condiciones de responder esta pregunta: Percy B. Molesworth fue un ingeniero en ferrocarriles y astrónomo aficionado británico que, a comienzos del siglo XX, trazó y publicó muchos dibujos de Marte. La mayor parte de las observaciones las hizo desde la isla ecuatorial de Ceilán, en la que murió en 1908, a la temprana edad de cuarenta y un años.
El doctor Millar estaba impresionado: Molesworth debió de haber amado Marte, y merecía su cráter. La trivial coincidencia de que hubieran nacido el mismo día, según el calendario terrestre, también le daba a Millar una sensación ilógica de parentesco y, en ocasiones, miraba hacia la Tierra a través de su propio telescopio, para encontrar la isla en la que Molesworth había transcurrido mucho de su corta vida. Como el Océano Índico generalmente estaba cubierto por nubes, Millar la halló nada más que una vez, pero esa fue una experiencia inolvidable. Se preguntó qué habría pensado el joven británico de haber sabido que algún día ojos humanos iban a contemplar su hogar desde Marte.
El médico ganó su batalla para salvar a Molesworth — a decir verdad, cuando presentó su alegato no hubo decidida oposición—, pero eso modificó su propia actitud hacia lo que no había sido más que un pasatiempo absorbente: quizá también él podría hacer un descubrimiento que llevara su nombre a través de los siglos.
Iba a alcanzar el éxito en grado mucho mayor que el que se hubiera atrevido a soñar.
Aunque en aquel entonces era un niño, el doctor Millar nunca olvidó el espectacular regreso del cometa Halley, en 2061. No hay duda de que eso tuvo algo que ver con el siguiente paso que dio: a muchos cometas, entre ellos algunos de los más famosos, los habían descubierto aficionados que, de esa manera, se habían asegurado la inmortalidad al imprimir su nombre en los cielos. Allá en la Tierra, pocos siglos atrás, la receta para triunfar había sido sencilla: un telescopio bueno (pero no especialmente grande), cielo límpido, el conocimiento profundo del cielo nocturno, paciencia… y una buena dosis de suerte.
El doctor Millar empezó con varias ventajas importantes sobre sus precursores terrestres: siempre contó con cielos límpidos y, a pesar de los sinceros esfuerzos de los que intentaban transformar Marte en otra Tierra, esos cielos habrían de mantenerse así durante las siguientes generaciones. Debido a su mayor distancia del Sol, Marte también era una plataforma de observación ligeramente mejor que la Tierra. Pero, y esto era lo más importante de todo, la búsqueda se podía automatizar en gran medida: ya no era necesario recordar de memoria los campos estelares, como habían hecho algunos de los veteranos, por lo que se podía reconocer un intruso en forma instantánea. Hacía mucho ya que la fotografía había vuelto anticuado ese método: sólo era necesario hacer dos tomas con algunas horas de diferencia entre una y otra y, después, compararlas, para ver si algo había cambiado de posición. Si bien eso se podía hacer en los ratos de ocio, sentado cómodamente dentro de una habitación y no tiritando en la fría noche, seguía siendo tedioso en extremo. El joven Clyde Tombaugh, allá por la década de 1930, literalmente había revisado millones de imágenes de estrellas antes de descubrir a Plutón.
El método fotográfico había durado más de un siglo, antes de que se lo reemplazara por la electrónica: una sensible cámara de televisión podía recorrer el cielo y guardar la imagen estelar resultante, para después regresar y volver a mirar más tarde. En cuestión de segundos, un programa de computadora podía hacer lo que a Clyde Tombaugh le había tomado meses: pasar por alto todos los objetos estacionarios y «clavarle banderillas» a cualquier cosa que se hubiera desplazado.
En realidad, no era tan sencillo. Un programa ingenuo volvería a descubrir centenares de asteroides y satélites conocidos, por no mencionar los millares de pedazos de basura espacial fabricada por el hombre. A todos esos objetos se los debía comparar con catálogos, pero también eso se podía realizar en forma automática. Cualquier cosa que sobreviviera ese proceso de filtrado probablemente iba a ser… interesante.
El equipo físico para investigación automática y sus programas no eran especialmente costosos pero, al igual que con muchos artículos no esenciales de alta tecnología, no se los podía conseguir en Marte. Así que el doctor Millar tuvo que esperar varios meses antes de que una de las empresas terrestres proveedoras de material científico se los pudiera despachar… nada más que para descubrir, como suele ocurrir con tanta frecuencia, que no había venido un componente esencial. Después de un áspero intercambio de faxes espaciales, el problema quedó resuelto. Por fortuna, el médico no tuvo que esperar a que arribara la próxima nave correo: cuando el proveedor desembuchó de mala gana los detalles del circuito, los expertos locales lograron conseguir que el sistema entrase en operación.
Funcionaba a la perfección. La mismísima noche siguiente, el doctor Millar quedó encantado al descubrir Deimos, quince satélites de comunicaciones, dos naves de trasbordo en tránsito, y el vuelo que llegaba desde la Luna. Por supuesto, sólo había explorado una pequeña parte del cielo (aun en torno de Marte, el espacio se estaba poblando en demasía. Con razón le habían ofrecido un precio bastante bueno por el equipo: le sería virtualmente inútil debajo de las nubes de desechos espaciales que ahora giraban en órbita alrededor de la Tierra.
En el curso del año siguiente, el médico descubrió dos asteroides nuevos, de menos de cien metros de ancho, e intentó bautizarlos Miranda y Lorna, en honor de su esposa y hija. La Unión Astronómica Interplanetaria aceptó el último, pero señaló que Miranda era un famoso satélite de Urano. El doctor Millar, claro está, sabía eso tan bien como la UAI, pero creyó que valía la pena intentarlo en aras de la armonía doméstica. Finalmente accedieron a que fuese Mira: no era factible que alguien confundiera un asteroide de un centenar de metros con una estrella roja gigante.
A pesar de varias falsas alarmas, Millar no encontró algo nuevo durante otro año y ya estaba a punto de rendirse, cuando el programa informó sobre una anomalía: había observado un objeto que parecía estar desplazándose, pero con tanta lentitud que no podía tener certeza, dentro de los límites de error. Sugirió hacer otra observación después de un lapso más prolongado, para resolver la cuestión en un sentido o en otro.
El doctor Millar miró el diminuto punto de luz. Pudo haber sido una estrella tenue, pero los catálogos mostraban que nada había en ese lugar. Para decepción suya, no había vestigios de la aureola borrosa que habría indicado que se trataba de un cometa. «Nada más que otro remaldito asteroide», pensó. «Casi ni vale la pena molestarse en perseguirlo.» Sin embargo, Miranda pronto habría de darle una nueva hija: sería lindo tener un regalo para el día de su nacimiento…
Era un asteroide, situado justamente más allá de la órbita de Júpiter. El doctor Millar dispuso la computadora para que calculara la órbita aproximada del cuerpo, y quedó sorprendido al descubrir que Myrna, como había decidido llamarlo, se acercaba bastante a la Tierra. Eso hacía que fuera algo más interesante.
Millar nunca pudo conseguir que le reconocieran el nombre. Antes que la UAI pudiese aprobarlo, observaciones adicionales le calcularon una órbita mucho más precisa.
Y, entonces, solamente fue posible un nombre: Kali, la Diosa de la Destrucción.
Cuando el doctor Millar descubrió Kali, el asteroide ya se estaba dirigiendo hacia el Sol — y hacia la Tierra— a una velocidad inaudita. Aunque el asunto tenía ahora una cierta importancia académica, todos querían saber por qué GUARDIÁN ESPACIAL, con todos sus recursos, había sido derrotado por un observador aficionado de Marte que usaba un equipo en gran parte casero.
La respuesta, como se acostumbra en estos casos, fue una combinación de mala suerte y de la ya conocida terquedad de los objetos inanimados.
Kali era extremadamente mortecino para su tamaño, siendo uno de los asteroides más oscuros que jamás se hubieran descubierto. Era obvio que pertenecía a la clase de los carbonosos: su superficie era, en sentido casi literal, hollín y, durante los últimos años, el telón estelar de fondo a través del cual se había estado desplazando, había sido una de las partes con más apiñamiento de la Vía Láctea. Visto desde los observatorios de GUARDIÁN ESPACIAL, se habría perdido en un fulgor de estrellas.
El doctor Millar, desde su punto de referencia en Marte, fue afortunado: deliberadamente había apuntado el telescopio hacia una de las regiones celestes con menor densidad de cuerpos… y sucedió que Kali estaba ahí. Algunas semanas antes o después. y no habría llegado a verlo.
Innecesario es decir que, durante las indagaciones que originó esto GUARDIÁN ESPACIAL volvió a revisar sus teraoctetos de observaciones. Cuando se sabe que ahí hay algo, es mucho más fácil encontrarlo.
A Kali se lo había registrado tres veces, pero la señal estaba cerca del umbral de ruido y, por eso, no había conseguido poner en acción el programa automático de búsqueda.
Mucha gente agradecía el descuido: pensaba que descubrir antes a Kali tan sólo habría prolongado la agonía.
¿No es hora de que admitas Juan, que Jesús debe haber sido un hombre común y corriente como Mahoma (la Paz sea con él)? Sabemos algo que los redactores de los Evangelios no sabían aunque parezca perfectamente obvio cuando piensas al respecto: la parición por una virgen sólo podría producir una mujer nunca un varón. Por supuesto, el Espíritu Santo puede haber ideado un segundo milagro. Quizá tengo prejuicios pero creo que eso habría sido… bueno pues… alardear. Hasta de mal gusto.
El crislam todavía no tenía oficialmente cien años, pues sus orígenes se remontaban a dos décadas de la Guerra del Petróleo de 1990-1. Uno de los resultados inesperados de ese desastroso error de cálculo, fue la gran cantidad de norteamericanos en servicio, tanto hombres como mujeres, que por primera vez en sus vidas tomaron contacto directo con el Islam y quedaron profundamente impresionados. Descubrieron que muchos de sus prejuicios como las populares imágenes de mullahs locos que blandían el Corán en una mano y en la otra una submetralleta, eran absurdas simplificaciones. Y se asombraron al descubrir los adelantos que el mundo islámico había hecho en astronomía y matemáticas durante la edad oscura de Europa, unos mil años antes que naciera Estados Unidos.
Encantadas por esta oportunidad de obtener nuevos conversos, las autoridades sauditas habían dispuesto centros de información en las principales bases militares de «Tormenta en el Desierto», para brindar instrucción islámica y explicaciones sobre el Corán. Para el momento en que la Guerra del Golfo hubo terminado, algunos miles de norteamericanos habían adquirido una nueva religión.
La mayoría — aparentemente sin conocer las atrocidades perpetradas contra sus ancestros por los traficantes árabes de esclavos— era de afronorteamericanos, pero cantidades importantes eran de blancos.
La sargento técnica Ruby Goldenberg no era simplemente blanca: era hija de un rabino y nunca había visto alguna cosa más exótica que Disneylandia antes que se la asignara a la base de Dhahran, de las fuerzas del rey Faisal. Si bien muy versada en judaísmo, así como en cristianismo, el Islam fue un mundo nuevo para ella. Quedó fascinada por el serio interés que esa religión tenía por asuntos de importancia fundamental, así como por su muy antigua, aunque ahora sumamente desgastada, tradición de tolerancia. Admiraba, en particular, el respeto sincero que el Islam sentía por aquellos dos profetas de confesiones diferentes, Moisés y Jesús. No obstante, con su «liberada» perspectiva occidental, tenía profundas reservas respecto de la posición de las mujeres en los Estados musulmanes más tradicionalistas.
La sargento Goldenberg estaba demasiado ocupada haciendo el mantenimiento de la planta electrónica de los misiles tierra-aire, como para dedicarse intensamente a los temas religiosos, hasta que «Tormenta del Desierto» se extinguió, pero la semilla ya estaba plantada: no bien regresó a Estados Unidos, la sargento empleó su privilegio de educación como veterana de guerra para inscribirse en una de las pocas universidades con orientación islámica, decisión que no sólo entrañó una pelea con la burocracia del Pentágono, sino también la ruptura con su propia familia. Después de nada más que dos semestres, Ruby Goldenberg dio otra demostración más de independencia al hacer que la expulsaran.
Los hechos subyacentes a este indudablemente decisivo acontecimiento nunca se comprobaron por completo. Los hagiógrafos de la Profetisa afirman que fue víctima de sus educadores, que no lograban responder a las penetrantes críticas que les hacía sobre el Corán. Los historiadores neutrales dieron una explicación más realista: tuvo un amorío con un compañero de estudios y se marchó no bien su embarazo fue evidente.
Puede haber verdad en ambas versiones. La Profetisa nunca repudió al joven que afirmaba ser su hijo ni hizo intento serio alguno por ocultar posteriores relaciones con amantes de ambos sexos. En verdad, una actitud moderada respecto de las cuestiones sexuales, que casi se aproximaba a la del hinduismo, fue una de las diferencias llamativas entre el crislamismo y sus religiones madres. Por cierto que eso contribuyó a su popularidad: nada pudo haber mostrado mayor contraste con el puritanismo del Islam y la patología sexual del cristianismo, que envenenaron la vida de miles de millones de personas y culminaron en la perversión del celibato.
Después de su expulsión de la universidad, Ruby Goldenberg virtualmente desapareció durante más de veinte años. Monasterios tibetanos, órdenes católicas y una gran cantidad de otros que se arrogaban el privilegio de haberla acogido, presentaron más tarde pruebas de la hospitalidad, ninguna de las cuales salió airosa de la investigación. Y tampoco hay prueba alguna de que hubiera estado un tiempo en la Luna: en la relativamente pequeña población lunar habría resultado fácil descubrirla. Todo lo que se sabe con certeza es que la profetisa Fátima Magdalena hizo su aparición en el escenario mundial en 2015.
Al cristianismo y al islamismo se los ha descripto con exactitud como «Religiones del Libro». El crislamismo, su descendiente y futuro sucesor, se basó sobre una tecnología de poder inconmensurablemente mayor.
Fue la primera Religión del Octeto.
Toda época tiene su lenguaje característico, lleno de palabras que habrían carecido de sentido un siglo atrás, y muchas de las cuales se olvidan un siglo después. A algunas las generan el arte, el deporte, la moda o la política, pero la mayoría es producto de la ciencia y la tecnología… comprendida, claro está, la guerra.
Los marineros que recorrieron regularmente los océanos del mundo durante milenios tenían un complejo y, para la gente habituada a vivir en tierra firme, incomprensible, vocabulario de nombres y órdenes que les permitían controlar los aparejos de los que les dependía la vida. Cuando el automóvil empezó a difundirse por los continentes, en los comienzos del siglo XX, se comenzó a emplear cantidades de extrañas palabras nuevas, y a otras antiguas se les dio un nuevo significado: el conductor victoriano de un cabriolé de alquiler habría quedado completamente desconcertado ante cambio de velocidades, embrague, ignición, parabrisas, diferencial, bujía, carburador… palabras que su nieto habría de utilizar en la vida cotidiana sin el menor esfuerzo. Y éste, a su vez, estaría igualmente perdido con válvula de radio, antena, banda de ondas, sintonizador, frecuencia…
La era de la electrónica y, en especial, el advenimiento de las computadoras, generó neologismos a una velocidad explosiva. Microprocesador, disco rígido, láser, MLS en DC, GCV, casete de cinta magnetofónica, megaocteto, soporte lógico… estas palabras no habrían tenido el más mínimo sentido antes de mediados del siglo XX. Y, a medida que se acercaba el milenio, algo aún más extraño — en verdad, paradójico— comenzó a surgir en el vocabulario sobre procesamiento de informaciones: realidad virtual.
Los resultados producidos por los primeros sistemas de RV fueron casi tan toscos como las primeras trasmisiones por televisión; no obstante, fueron suficientemente impresionantes como para crear hábitos, hasta adicciones. Imágenes en tres dimensiones y ángulo visual grande podían atrapar de modo tan completo la atención del sujeto, que su calidad visual, inestable y parecida a la de un dibujo animado, se podía pasar por alto. A medida que la definición y la animación se mejoraban continuamente, el mundo virtual se acercaba cada vez más al real… pero siempre se podía diferenciarlo de este último, ya que se lo presentaba a través de incómodos dispositivos tales como cascos para representación visual y guantes servooperados. Para hacer que la ilusión fuera perfecta y engañar al cerebro por completo, habría de ser necesario hacer a un lado los órganos sensoriales externos de oídos, ojos y músculos, y suministrar la información directamente a los circuitos nerviosos.
El concepto de «Máquina Onírica» tenía cien años de antigüedad, por lo menos, antes que los progresos en exploración cerebral y en nanocirugía lo hicieran posible. Las primeras unidades, al igual que las primeras computadoras, fueron enormes consolas llenas con equipos? que ocupaban salas enteras y, al igual que lo ocurrido con las computadoras, se las redujo de tamaño con velocidad asombrosa hasta volverlas diminutas. Sin embargo, su aplicación estaba limitada, ya que se debía operarlas mediante electrodos implantados en la corteza cerebral.
La verdadera innovación llegó cuando, después que toda una generación de especialistas en medicina lo hubiera declarado imposible, se perfeccionó el Brainman: se conectó una unidad de memoria que almacenaba teraoctetos[3]1 de información, por medio de un cable con óptica de fibras que literalmente transportaba miles de millones de terminales del tamaño de un átomo, a un casquete que se ajustaba con firmeza en la coronilla, lo que permitía establecer contacto indoloro con la piel del cráneo. El Brainman fue tan invalorable, no sólo como entretenimiento sino para la educación, que en el curso de una sola generación toda aquella persona que podía permitírselo… y que había aceptado la calvicie como precio necesario, tenía uno.
Si bien era bastante trasportable, al Brainman nunca se lo fabricó verdaderamente portátil, y por excelentes motivos: cualquier persona que fuese por ahí inmersa por completo en un mundo virtual, aun en el ambiente familiar de su casa, no sobreviviría mucho tiempo.
Aunque se reconoció de inmediato la capacidad potencial del Brainman para producir experiencias indirectas — eróticas en especial, gracias a la velozmente ascendente tecnología de la hedónica—, sus aplicaciones más formales no se desdeñaron. Conocimiento y destrezas instantáneos se volvieron asequibles a través de bibliotecas enteras de «Módulos de Memoria» especializados, o memomicroprocesadores. Lo más atrayente de todo fue, empero, el «Diario Íntimo Total», que permitía que la persona guardara y, después volviera a vivir, momentos muy queridos de su vida, y hasta corregirlos, para ponerlos más cerca de los deseos del corazón.
Gracias a su formación en electrónica, la profetisa Fátima Magdalena fue la primera en darse cuenta de la capacidad potencial del Brainman para difundir las doctrinas del crislamismo. Naturalmente, la Profetisa ya había tenido precursores en los «evangelizadores televisivos» del siglo XX, que habían explotado las ondas de radio y los satélites de comunicaciones, pero la tecnología que podía desplegar la Profetisa era infinitamente más poderosa. La fe siempre había sido más una cuestión de emoción que de intelecto, y el Brainman podía apelar directamente a ambos.
En algún momento de la primera década del siglo XXI, Ruby Goldenberg había conseguido hacer un converso importante, uno de los extremadamente ricos, pero ahora desgastado (quincuagenario), pioneros de la revolución de la computadora. Ruby le brindó un nuevo motivo para vivir y un desafío que, una vez más, le inspiró la imaginación. Por su parte, este hombre tenía los recursos y, lo que era aún más importante, los contactos personales, para enfrentar ese desafío.
Era un proyecto muy directo para incorporar, en forma electrónica, los tres Testamentos del Corán del Último Día, pero eso no fue más que el comienzo: Versión 1 (Pública). Después vino la edición interactiva, propuesta nada más que para aquellos que habían demostrado un auténtico interés por la Fe y deseaban avanzar hacia la etapa siguiente. Sin embargo, la Versión 2 (Restringida) pudo copiarse con tanta facilidad, que pronto estuvieron en circulación millones de módulos no autorizados… que era exactamente lo que la Profetisa había pretendido.
La Versión 3 ya fue harina de otro costal: tenía protección contra copiado ilegal y se autodestruía después de un solo uso. Los infieles bromeaban diciendo que la clasificación de esa copia era la de «Sagrada en Extremo», y hubo interminables especulaciones respecto de lo que contenía. Se sabía que eran programas de realidad virtual que brindaban avances publicitarios del paraíso crislámico, pero nada más que desde afuera, pues mirando hacia el interior…
Corría el rumor — nunca confirmado, a pesar de las inevitables «revelaciones» de los apóstatas malquistados— de que había una versión «Sagrada en Absoluto», presuntamente la 4. Se suponía que esa versión actuaba mediante unidades Brainman de avanzada y que estaba «cifrada neurológicamente», de modo que sólo aquella persona para la que estaba diseñada podría recibirla. El empleo por parte de cualquier persona no autorizada daría como resultado una lesión mental permanente… quizás hasta la demencia.
Cualesquiera fueran los medios tecnológicos de que se valiera el crislamismo, el momento estaba maduro para una nueva religión, una que abarcara los mejores elementos de las dos antiguas (con más de un toque de una aún más antigua, el budismo): Así y todo, la Profetisa pudo no haber alcanzado el éxito jamás, de no haber intervenido otros dos factores que escapaban por completo a su control.
El primero fue la, así llamada, revolución de la «Fusión en Frío», que trajo un brusco final a la Era de los Combustibles Fósiles y destruyó la base económica del mundo musulmán durante casi una generación, hasta que químicos israelíes la reconstruyeron bajo el lema «¡Petróleo como comida, no para hacer fuego!».
El segundo fue la decadencia ininterrumpida del nivel moral e intelectual del cristianismo, que había comenzado (aunque, durante siglos, pocos se dieron cuenta de ello) el 31 de octubre de 1517, cuando Martin Lutero clavó sus Noventa y nueve tesis en el portón de la iglesia de Wittenberg. Ese proceso continuó con Copérnico, Galileo, Darwin y Freud, y culminó en el denigrante escándalo de los «Rollos del Mar Muerto», cuando la divulgación final de los mucho tiempo ocultos Rollos revelaron que el Jesús de los Evangelios se basaba sobre tres (quizá cuatro) personas diferentes.
Pero el coup de grâcê provino del Vaticano mismo.
— Hace exactamente cuatro siglos, en el año 1632, mi predecesor, el papa Urbano Vlll, cometió un consternador desacierto: permitió que a su amigo Galileo se lo condenara por enseñar lo que ahora sabemos que es una verdad fundamental, que la Tierra gira alrededor del Sol. Aunque la Iglesia se disculpó ante Galileo en 1992, ese espantoso error le asestó un golpe demoledor a su postura moral, golpe del que nunca se recuperó del todo.
«Ahora, ay, ha llegado la hora de que admitamos un error todavía más trágico: como consecuencia de su obcecada oposición al planeamiento familiar a través de medios artificiales, la Iglesia ha desbaratado miles de millones de vidas y ha sido responsable, lo que es irónico, de favorecer el pecado del aborto, entre aquellos demasiado pobres como para mantener los hijos que se veían forzados a traer al mundo.
«Esta política llevó a nuestra especie al borde del derrumbe. Una inmensa sobrepoblación despojó al planeta Tierra de sus recursos y contaminó todo el ambiente del globo. Para fines del siglo XXI todos se dieron cuenta de ello… y, sin embargo, nada se hizo. Oh sí, hubo congresos y se emitieron resoluciones en cantidad innumerable, pero hubo muy poca acción eficaz.
«Ahora, un descubrimiento científico esperado desde hace mucho, ¡y temido desde hace mucho! amenaza convertir una crisis en una catástrofe. Si bien todo el mundo aplaudió cuando los profesores Salman y Bernstein recibieron el Premio Nobel de Medicina, en diciembre pasado, ¿cuánta gente se detuvo a meditar sobre el impacto social de la obra de estos dos investigadores? A mi solicitud, la Academia Pontificia de Ciencia hizo precisamente eso; sus conclusiones son unánimes… e inevitables.
«El descubrimiento de las enzimas de superóxidos, que pueden retrasar el proceso de envejecimiento al proteger el ADN del cuerpo, ha sido considerado un triunfo tan grande como lo fue el descifrado del código genético. Ahora, según parece, el lapso de vida humana saludable y activa se puede extender en, cuando menos, cincuenta años, ¡y quizá mucho más! También se nos dice que el tratamiento será relativamente económico. Así que, ya sea que lo queramos o no lo queramos, el futuro será un mundo lleno de vigorosos centogenarios.
«Mi Academia me informa que el tratamiento con eso también prolongará el período de fertilidad humana en tanto como treinta años. Las conclusiones a que esto da lugar son demoledoras, en especial si se tienen en cuenta pasados fracasos desconsoladores en el intento por limitar los nacimientos apelando a la abstinencia y al empleo de los, así llamados, «métodos naturales»…
«Hace ya varias semanas, los expertos de la Organización Mundial para la Salud han entrado en cadena con todos sus miembros. La meta es la de establecer lo más pronto — y lo más humanamente— posible el a menudo discutido, pero nunca logrado salvo en épocas de guerras o pestes, crecimiento poblacional cero. Y aun eso puede no ser suficiente: puede que lleguemos a necesitar crecimiento poblacional negativo. Durante las generaciones venideras, la familia con un solo hijo puede que tenga que ser la norma.
«La Iglesia es lo suficientemente sabia como para no luchar contra lo inevitable, en especial en esta situación radicalmente alterada. Dentro de poco voy a emitir una encíclica que contendrá pautas sobre estas cuestiones. Se la redactó, me permito agregar, después de realizadas plenas consultas con mis colegas, el Dalai Lama, el Supremo Rabino, el imán Muhammad, el Arzobispo de Canterbury y la profetisa Fátima Magdalena: coinciden conmigo por completo.
«Muchos de ustedes, lo sé, encontrarán difícil — incluso, angustiante— aceptar que prácticas que la Iglesia otrora estigmatizó como pecado, ahora tienen que convertirse en obligación. En un punto fundamental, empero, no se ha producido modificación de la doctrina: una vez que el feto es viable, su vida es sagrada.
«El aborto sigue siendo un crimen, y siempre lo será. Pero ahora ya no hay excusas — ni necesidad alguna de ellas— para cometerlo.
«Mis bendiciones para todos ustedes, cualquiera sea el mundo en el que me estén escuchando.
Juan Pablo IV, Pascua de 2032,
Cadena de Noticias Tierra-Luna-Marte
Fue el experimento científico más grande jamás realizado, porque abarcaba todo el Sistema Solar.
Los orígenes de EXCALIBUR se remontaban a los incongruentes — en verdad, ahora apenas creíbles— días de la casi olvidada Guerra Fría, cuando dos superpotencias se habían enfrentado con armas termonucleares que podían destruir el tejido mismo de la civilización y, quizá, hasta amenazar la supervivencia de la humanidad, en cuanto especie biológica.
De uno de los lados estaba la entidad que se autodenominaba Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, tal como historiadores posteriores gustaban señalar, pudo haber sido soviética (¡lo que sea que eso quisiera decir!), pero ciertamente no era ni una unión ni socialista ni de repúblicas. En el otro lado estaba Estados Unidos de Norteamérica, cuyo nombre estaba puesto con considerablemente mayor precisión.
Hacia el último cuarto del siglo XX, los dos rivales poseían miles de cohetes de largo alcance, cada uno provisto de la capacidad de transportar una ojiva explosiva que podría destruir una ciudad. Como es fácil de comprender, se hicieron intentos por hallar armas defensivas que pudieran evitar que tales proyectiles teleguiados llegaran a su blanco. Antes del descubrimiento de los campos de fuerza — más de cien años después—, no era posible defensa completa alguna, ni siquiera en teoría. De todos modos, se hicieron frenéticos esfuerzos por diseñar proyectiles antiproyectil y fortalezas puestas en órbita, equipadas con rayos láser, que, por lo menos, podrían brindar protección parcial.
Cuando se recuerda esos tiempos, resulta difícil decidir si los científicos que propusieron algunos de esos proyectos estaban explotando cínicamente los miedos auténticos de los políticos ingenuos, o si creían con sinceridad que sus ideas se podían convertir en una realidad práctica. Quienes no vivieron el apropiadamente llamado «Siglo de los Pesares» no deben juzgarlos con demasiada severidad.
No hay duda de que la más alocada de todas las armas de defensa propuestas fue el láser de rayos X. Se teorizaba que la ingente energía producida por la explosión de una bomba termonuclear se podía transformar en haces sumamente direccionales de rayos X, tan poderosos que podrían destruir proyectiles enemigos a miles de kilómetros de distancia. El dispositivo EXCALIBUR (resulta fácil entender por qué nunca se dieron a publicidad los detalles completos) se habría asemejado a un erizo de mar, con espinas que apuntaban en todas las direcciones, y una bomba termonuclear en su centro. Cada espina, en los microsegundos previos a su evaporación, generaría un haz láser, cada uno apuntando a un proyectil diferente.
Se necesita poca imaginación para ver las limitaciones de tal arma de «un solo disparo», especialmente contra un enemigo que rehusara cooperar y no lanzara sus proyectiles en grupos convenientes. Sea como fuere, la teoría básica que respaldaba el láser generado por una bomba era correcta, aunque las dificultades prácticas para crearlo se habían subestimado en demasía. De hecho, todo el proyecto se abandonó después que en él se hubieron desperdiciado muchísimos millones de dólares.
Y, sin embargo, no desperdiciados del todo. Casi un siglo después, se resucitó el concepto, nuevamente como defensa contra proyectiles… pero esta vez creados por la Naturaleza, no por el hombre.
El EXCALIBUR del siglo XXI se diseñó para producir ondas de radio, no rayos X, y estaban apuntadas no hacia blancos específicos, sino hacia toda la esfera celeste. La bomba medible en gigatoneladas[4] —la más poderosa que jamás se hubiera fabricado y, según la esperanza de la mayoría de la gente, la más poderosa que jamás se llegara a fabricar— se hizo estallar en órbita de la Tierra, pero del otro lado del Sol: eso brindaría la máxima protección contra la tremenda pulsación electromagnética que, de otro modo, podría arruinar las comunicaciones y quemar los equipos electrónicos de todo el planeta.
Cuando la bomba estalló, una delgada capa de microondas, de nada más que unos pocos metros de ancho, se extendió por el Sistema Solar a la velocidad de la luz. En cuestión de minutos, los detectores ubicados por toda la órbita de la Tierra empezaron a recibir ecos provenientes del Sol, de Mercurio, de Venus, de la Luna, pero nadie estaba interesado en ellos.
Durante las dos horas siguientes, antes que la explosión de radio se hubiera desplazado más allá de Saturno, centenares de miles de ecos, que cada vez se volvían más débiles, entraron en los bancos de datos de EXCALIBUR. Todos los satélites, asteroides y cometas conocidos se percibieron con facilidad y, cuando el análisis estuvo completo, se había localizado todo objeto de más de un metro de diámetro que estuviera dentro de la órbita de Júpiter. Catalogarlos a todos y calcular sus desplazamientos futuros habría de ocupar las computadoras de GUARDIÁN ESPACIAL durante años.
Los primeros «vistazos», empero, fueron reconfortantes: dentro del alcance de EXCALIBUR, nada había que pusiera la Tierra en peligro, y la humanidad se aflojó. Hasta se hicieron sugerencias en el sentido de que se debía cancelar GUARDIÁN ESPACIAL.
Cuando, muchos años más tarde, con su telescopio casero el doctor Angus Millar descubrió Kali, hubo una protesta generalizada respecto de por qué no se había encontrado el asteroide. La respuesta era sencilla: Kali había estado en el punto más lejano de su órbita, más allá del alcance, inclusive, de un radar operado por energía nuclear. EXCALIBUR ciertamente lo habría descubierto de haber estado lo suficientemente cerca como para constituir un peligro inmediato.
Pero mucho antes de que eso ocurriera, EXCALIBUR había generado un resultado pavoroso y por completo inesperado. No se había limitado a descubrir un peligro: muchos estaban convencidos de que lo había creado, y resucitado un antiguo miedo.
SETI, la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, se había llevado a cabo con equipo cada vez más sensible, y dentro de una banda continuamente creciente de frecuencias, durante más de un siglo. Se produjeron muchas falsas alarmas y los astrónomos habían registrado algunas «posibles» que podrían haber sido el artículo legítimo, y no meramente fragmentos al azar de ruido cósmico. Por desgracia, todas las muestras percibidas habían sido demasiado breves como para que hasta el más ingenioso análisis por computadora demostrara que eran de origen inteligente.
Todo esto cambió bruscamente en 2085. Una de las partidarias de larga data de SETI había dicho una vez:
«Cuando haya una señal, sabremos con seguridad qué es lo que estamos buscando. No va a ser un tenue siseo, casi hundido en el ruido». Y tuvo razón.
La señal fue recibida fuerte y clara, durante una exploración de rutina, por uno de los radiotelescopios más pequeños del Lado Oculto de la Luna, todavía un sitio bastante tranquilo a pesar del tráfico local de comunicaciones. Y no podía haber dudas sobre su origen extraterrestre. El telescopio que la recibió estaba apuntando directamente hacia Sirio, la estrella más brillante de todo el cielo.
Esa fue la primera sorpresa. Sirio era unas cincuenta veces más brillante que el Sol y siempre había parecido ser un mal candidato para planetas en los que hubiera vida. Los astrónomos todavía estaban debatiendo sobre eso, cuando ellos, y todo el mundo, recibieron una conmoción mucho mayor.
Aunque, visto en forma retrospectiva, el hecho era deslumbradoramente obvio, pasaron casi veinticuatro horas antes de que alguien señalara una interesante coincidencia:
Sirio estaba a ocho años luz y seis décimos de distancia, y el Proyecto EXCALIBUR había tenido lugar hacía diecisiete años y tres meses. Apenas había habido tiempo para que las ondas de radio se desplazaran hacia Sirio y regresaran: quienquiera — o lo que fuera— que hubiese recibido la explosión electromagnética no había perdido tiempo en contestar la llamada.
Tanto como para confirmar la cuestión, la onda portadora proveniente de Sirio estaba en exactamente la misma frecuencia que la pulsación de EXCALIBUR, cinco mil cuatrocientos megahertzios. Sin embargo, hubo una sola decepción importante.
Contrariamente a todas las expectativas, la onda de cinco mil cuatrocientos megahertzios carecía por completo de modulación: no había indicios de que fuera una señal.
Era puro ruido.
Pocas religiones sobreviven incólumes la muerte de su fundador. Así ocurrió con el crislamismo, a pesar de los esfuerzos de Fátima Magdalena por designar un sucesor.
Los primeros desacuerdos tuvieron lugar cuando su hijo, Morris Goldenberg, se materializó de la nada e intentó reclamar su herencia. Al principio se lo denunció como pretendiente fraudulento, pero cuando Morris exigió, y consiguió, que se le hiciera la prueba del ADN, el Movimiento tuvo que abandonar esa línea de defensa.
A continuación, Morris hizo la peregrinación a la Meca y, aunque se lo mantuvo a distancia segura de la Caaba, de ahí en adelante insistió en llamarse Al Hadj. Cuán sincero era respecto de esto — o, en verdad, respecto de cualquier cosa— fue tema de ardientes discusiones. Sobre la sinceridad de su madre nunca hubo serias dudas pero, después de su muerte, la mayoría de la gente decidió que Al Hadj Morris Goldenberg no era otra cosa más que un aventurero encantador y creíble, que estaba aprovechan do al máximo la oportunidad que el destino le concedía. Irónicamente, fue una de las últimas personas de las que se supo que fueron víctimas del virus del SlDA, hecho a partir del cual se extrajeron muchas conclusiones discordantes.
En lo que concernía a los no crislámicos, la mayoría de las cuestiones de discusión doctrinaria que fomentaba Morris parecía ser trivial: ¿Las oraciones al amanecer y al ponerse el Sol eran el requisito mínimo? ¿Tenían el mismo mérito las peregrinaciones a Belén y a la Meca? ¿Podía reducirse el ayuno del Ramadán a una semana? ¿Era necesario dar diezmos a los «pobres», ahora que la sociedad en conjunto reconocía su responsabilidad en este asunto? ¿Era posible conciliar la orden de Jesús de «beber vino en recordación de mí» con la aversión musulmana al alcohol? Y cosas por el estilo…
Sin embargo, después de la muerte de Morris, los desacuerdos entre las diversas sectas se zanjaron y, durante varias décadas, el crislamismo mostró ante el mundo un rostro bastante unido. En su momento de esplendor afirmaba contar con más de cien millones de seguidores, y era la cuarta religión más difundida de la Tierra, aunque consiguió muy pocos adeptos en la Luna y en Marte.
Al cisma mayor lo disparó, en forma sumamente inesperada, la «Voz de Sirio». Una subsecta esotérica, muy influida por la doctrina sufí, afirmaba haber interpretado la enigmática señal que provenía del espacio, mediante el empleo de técnicas avanzadas para procesamiento de la información.
Todos los intentos anteriores habían fracasado por completo. La señal, si es que eso era, parecía ser ruido sin modulación. Por qué los sirianos habrían de molestarse en trasmitir ruido puro era un enigma que había generado incontables teorías. La más difundida era que, al igual que los mensajes de máxima seguridad que se enviaban en algunos sistemas de cifrado, esa señal simplemente parecía ser ruido. Podía ser una prueba para determinar el nivel de inteligencia, que únicamente los ultrarreligiosos crislámicos — los «Renacidos», como habrían de autodenominarse— habían aprobado, si es que habrían de creerse sus afirmaciones.
Y, sin embargo, el ruido, de origen evidentemente artificial, sí mandaba un mensaje inconfundible: «Estamos aquí». Quizá los sirianos estaban esperando la confirmación, el «apretón de manos electrónico» que exigían muchos dispositivos para comunicaciones, antes de empezar a trasmitir en forma inteligible.
Los Renacidos tenían una respuesta mucho más ingeniosa, aunque no original. En los primeros tiempos de la teoría de las comunicaciones se había señalado que al «ruido puro» se lo podía considerar no como basura carente de sentido, sino como al total combinado de todos los mensajes posibles. Los Renacidos tenían una bonita analogía: imagínese que todos los poetas, filósofos y profetas de la especie humana estuvieran conversando simultáneamente. El resultado sería un torrente de sonido por completo indescifrable… y, sin embargo, contendría la suma total de la sabiduría humana.
Así ocurría con el mensaje de Sirio. No era, ni más ni menos, que la Voz de Dios, y únicamente los Creyentes podían entenderla… con ayuda de un complejo equipo de descifrado y de abstrusos algoritmos. Cuando se les preguntaba qué estaba diciendo Dios exactamente, los Renacidos replicaban:
— Se lo diremos cuando sea el momento justo.
El resto del mundo se reía, claro… aunque hubo algunos refunfuños de recelo cuando los Renacidos construyeron un disco de un kilómetro de diámetro en el lado oculto de la Luna, en un intento por iniciar el diálogo con Dios, o con lo que fuera que estaba del otro lado del circuito. Ninguna de las organizaciones espaciales oficiales había dado un paso así aún, porque no habían logrado coincidir en una respuesta adecuada. En verdad, muchos creían que lo mejor para la especie humana sería permanecer en silencio o, simplemente, emitir música de Bach.
Mientras tanto, los Renacidos, confiados en las especiales amistades que tenían, trasmitían oraciones y homenajes en dirección de Sirio. Hasta sostenían que, como Dios había creado a Einstein y no al revés, no iban a estar limitados por la velocidad de la luz; la conversación que mantendrían no se vería obstaculizada por demoras de diecisiete años.
El descubrimiento de Kali tuvo, para los Renacidos, nada menos que la fuerza de una revelación. Ahora conocían su destino, y se prepararon para vivir de acuerdo con su nombre.
Durante por lo menos un siglo, poca gente educada había creído en la Resurrección, y la profetisa Fátima Magdalena, inteligentemente, había evitado el tema. Ahora, decían los Renacidos, cuando el mundo se acercaba a su fin, era hora de tomar la idea en serio. Ellos podían garantizar la supervivencia… por un precio, claro está.
Millones de personas ya estaban planeando emigrar a la Luna o a Marte, pero ambos destinos ya estaban imponiendo cupos para evitar que les rebasaran sus limitados recursos. De todos modos, nada más que un pequeño porcentaje de la especie humana podría tomar esta vía de escape.
Los Renacidos ofrecían algo mucho más ambicioso: no simplemente la seguridad, sino la inmortalidad.
Anunciaban que habían alcanzado una de las largamente buscadas metas de la realidad virtual: podían grabar un ser humano entero — todos los recuerdos de su vida y el mapa actual del cuerpo que había experimentado esos recuerdos— en unos modestos diez a la catorce bits de espacio de almacenamiento. Sin embargo, la reproducción de lo grabado — la resurrección literal— todavía iba a precisar de décadas de investigaciones. Aun si tuviese algún sentido hacerlas, no habría manera de que se completaran antes de que llegara Kali.
Eso no era un problema: los Renacidos ya habían recibido la garantía de Dios. Todos los verdaderos creyentes podían hacerse emitir hacia Sirio a través del trasmisor que estaba en el Lado Oculto. El Cielo los estaba aguardando del otro lado.
Ese fue el momento en que las dudas subsistentes en la mayoría de la gente respecto de la cordura de los Renacidos se evaporaron: a pesar de su indudable desarrollo tecnológico, resultaba evidente que estaban tan locos como todos los otros milenarios que, con monótona regularidad, habían prometido salvar a sus circunstanciales discípulos cuando el mundo llegara a su fin el próximo martes.
De ahora en adelante, a los Renacidos se los podía considerar como una broma bastante enfermiza; sus payasadas no le interesaban a un planeta que tenía cosas más importantes por las que preocuparse. Fue un error comprensible… y desastroso.
Astilleros Deimos afirmaba construirlas por kilómetro y permitirle al cliente que recortara la longitud que necesitaba. Cierto era que la mayor parte de los productos tenían un parecido básico de familia, y Goliath no era la excepción.
Su columna vertebral era un solo larguero triangular de ciento cincuenta metros de longitud y cinco metros de ancho de cada lado. Habría parecido increíblemente endeble para cualquier ingeniero nacido antes del siglo XX, pero la nanotecnología que lo había construido, literalmente átomo de carbono por átomo de carbono, le confirió una resistencia cincuenta veces superior a la del mejor acero.
A lo largo de ese espinazo de diamante sintético se fijaron los diversos módulos — la mayoría, fácilmente intercambiables— que componían la Goliath. Por mucho, los objetos más grandes eran los tanques esféricos de hidrógeno alineados en las tres caras del larguero, como arvejas en el exterior de una vaina. En comparación, los Módulos de Mando, Mantenimiento y Habitacional, en uno de los extremos, y las Unidades de Energía y Propulsión, en el otro, parecían ideas que se le hubieran ocurrido tarde a alguien.
Cuando se le asignó el mando de la Goliath, Robert Singh esperaba con ansia pasar unos pocos pacíficos y, de ser posible, hasta aburridos, años de servicio en el espacio, antes de jubilarse en Marte. Si bien sólo tenía setenta años, no cabía duda de que iba perdiendo ímpetu. Permanecer estacionado allí, en el Punto Troyano T 1, sesenta grados por delante de Júpiter, debía de ser casi una vacación. Todo lo que tenía que hacer era mantener felices a sus pasajeros, astrónomos y físicos, mientras llevaban a cabo sus interminables experimentos.
Porque la Goliath estaba clasificada como nave de investigaciones y el Presupuesto para Ciencia Planetaria le había asignado fondos en consecuencia. Lo mismo regía para la Hércules, a mil millones y cuarto de kilómetros de distancia, en el Punto T 2. Junto con el Sol y Júpiter, las dos naves definían un enorme diamante, que nunca cambiaba de forma sino que rotaba en torno del Sol una vez cada año joviano, correspondiente a cuatro mil trescientos treinta y tres días de la Tierra.
Como las naves estaban comunicadas con haces láser cuya longitud se conocía con una precisión mayor que un centímetro, eso constituía una disposición ideal para muchas clases de tareas científicas. Las onditas de perturbación del espacio-tiempo causadas por la colisión de agujeros negros — hazañas de ingeniería cósmica realizadas por supercivilizaciones (y quién sabe qué más)— se podían percibir con la serie de instrumentos que había a bordo de la Goliath y de la Hércules. Y como a receptores que había en ambas naves se los podía enlazar para formar un radiotelescopio con un diámetro efectivo de más de mil millones de kilómetros, ya habían podido hacer el levantamiento cartográfico de regiones lejanas del Universo con precisión nunca vista.
Y los investigadores que estaban a bordo de los Gemelos Troyanos tampoco dejaban de lado el vecindario cercano, en el que las distancias se medían en nada más que millones de kilómetros: habían observado centenares de los asteroides retenidos en esa inmensa trampa gravitatoria, y habían hecho breves expediciones para visitar muchos de los que estaban más próximos. En unos pocos años, se había aprendido más sobre la composición de esos cuerpos menores que en los tres siglos transcurridos desde que se los descubrió por primera vez.
La rutina sin sobresaltos, sólo quebrada por los cambios de personal y por los regresos regulares a Deimos para la inspección y puesta al día del equipo, duró más de treinta años, y poca gente recordaba el propósito para el que habían sido construidas la Goliath y la Hércules. Incluso sus tripulaciones raramente se detenían a pensar que estaban haciendo un servicio de centinelas, como los vigías que patrullaban las ventosas murallas de Troya tres mil anos atrás. Pero ahora se encontraban aguardando a un enemigo que Homero jamás habría imaginado.
Aunque a la misión actual del capitán Singh, equidistante del Sol y de Júpiter, se la consideraba el trabajo más solitario del Sistema Solar, Singh raramente se sentía solitario. A menudo establecía el contraste entre su situación con la de los grandes navegantes del pasado, tales como Cook y el injustamente difamado Blight: a ellos se les había cortado toda comunicación con su base de operaciones y con la familia durante meses — a veces, años—, y se habían visto forzados a vivir en recintos atestados y carentes de higiene, en íntimo contacto con un puñado de colegas oficiales y una cantidad mayor de marineros con escasa educación y, frecuentemente, ingobernables. Aun dejando de lado peligros externos tales como tormentas, bajíos ocultos, ataques del enemigo e indígenas hostiles, la vida a bordo, en aquellos días, debió de haber sido una verdadera aproximación al Infierno.
Era verdad que a bordo de la Goliath no había mucho más espacio habitable que el que había existido en la Endeavour, de treinta metros de longitud, de Cook, pero la falta de gravedad significaba que se lo podía utilizar de modo mucho más eficaz. Y, claro está, las comodidades a disposición de tripulación y pasajeros eran incomparablemente superiores. Para su entretenimiento tenían inmediato acceso a todo lo que el arte y la cultura humanos hubieran producido… hasta pocos minutos atrás. El retardo temporal con la Tierra prácticamente era la única penuria que tenían que soportar.
Todos los meses había un trasbordador rápido proveniente de Marte o de la Luna, que traía caras nuevas y llevaba al personal a casa para las vacaciones. El ansiosamente esperado arribo de la nave correo, con objetos que no se podían enviar mediante enlaces radiales u ópticos, era la única interrupción en una, ahora, bien establecida rutina.
Y no era que la vida a bordo estuviese en modo alguno exenta de problemas técnicos y psicológicos, serios y triviales…
—¿Profesor Jamieson?
— sí, capitán.
— David acaba de atraer mi atención hacia su planilla de ejercicios: da la impresión de que usted hubiera dejado de concurrir a las últimas dos sesiones en la banda rodante.
— Eh… tiene que haber algún error.
— No hay duda de ello… pero, ¿de quién? Lo pondré en comunicación con David.
— Bueno, quizá sí salteé uno. Estuve muy ocupado, analizando esas muestras que trajeron de Aquiles. Compensare la ausencia mañana.
— Asegúrese de hacerlo, Bill. Sé que es aburridor pero, a menos que pueda ponerse en movimiento en condiciones de medio g cuando su programa le diga que lo haga, nunca podrá volver a caminar en Marte… y ni qué hablar de la Tierra. Capitán fuera.
— Mensaje de Freyda, capitán: Toby da un concierto en el Smithsoniano el 15. Ella dice que va a ser todo un acontecimiento. Consiguieron el piano de cola original para conciertos de Brahms. Toby va a tocar una de sus propias composiciones y la Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rajmaninoff. ¿Querría usted cobertura completa o solamente la parte de sonido?
— Nunca tendré tiempo para disfrutar cualquiera de ellas, pero no quiero herir los sentimientos de Toby. Envíale mis mejores deseos… y pide todo el microprocesador mnemónico.
—¿Doctor Jaworski?
— sí, capitán.
— Hay un olor extraño que sale de su laboratorio. Algunos se quejaron ante mí. Los filtros de aire no parecen conseguir eliminarlo.
—¿Olor? ¿Extraño? No lo había advertido en absoluto. Pero atenderé eso de inmediato.
— Capitán, hubo un mensaje de Charmayne mientras usted estaba durmiendo. No es urgente, pero su ciudadanía marciana va a caducar dentro de diez días, a menos que la renueve. El tiempo actual de trasmisión a Marte es de veintidós minutos.
— Gracias, Davis. No me puedo encargar de eso ahora. Recuérdamelo a esta hora, mañana.
— Capitán Singh, Nave de Investigaciones Goliath, a Red Solar de Noticias: recibí su informe hace unos pocos días, pero no lo tomé en serio. No tenía idea de que esos lunáticos todavía anduvieran sueltos. No, no nos hemos topado con astronaves alienígenas. Tengan la plena seguridad de que se lo haremos saber no bien nos ocurra.
—¿Sonny?
— Aquí, capitán.
— Felicitaciones por la decoración de la mesa anoche. Pero mi suministrador de jabón está vacío otra vez: ¿se podría volver a llenarlo? Que sea aroma de pinos esta vez… estoy cansado del de lavanda.
Por consenso general, Sonny era el segundo hombre más importante a bordo; algunos hasta lo consideraban más importante que el capitán.
Su puesto oficial como camarero de la nave apenas si dejaba entrever el papel que Sonny Gilbert desempeñaba a bordo de la Goliath: era el Señor Arréglalotodo par excellence1, capaz de habérselas igualmente bien con problemas humanos y técnicos… en el nivel de organización general, por lo menos. Los más chiflados de los robots de limpieza empezaban a funcionar bien cuando Sonny andaba en las cercanías, y era más probable que los jóvenes científicos de todo sexo que padecían mal de amores confiaran más en él que en el programa DOCNAVEPSIQ. (Al capitán Singh le habían llegado rumores que decían que Sonny contaba con una notable colección de complementos sexuales, tanto verdaderos como virtuales, pero había algunas cosas que un sabio comandante prefería no saber).
El hecho de que, según cualquier patrón de medida, Sonny tuviera el cociente de inteligencia más bajo de cualquiera de los que estaba a bordo de la nave, carecía por completo de importancia: su eficiencia, buen corazón y pura amabilidad eran todo lo que importaba. Cuando un famoso cosmólogo visitante, en un arranque de despecho, lo llamó «tarado mental», el capitán Singh lo puso de vuelta y media y le dijo que se disculpara. Cuando el cosmólogo rehusó hacerlo, se lo envió de vuelta a casa en el siguiente trasbordador, a pasar de vigorosas protestas que se trasmitieron desde la Tierra.
Aunque ese fue un caso excepcional, siempre había una cierta tensión entre la tripulación de la Goliath y los científicos que conformaban el pasaje. Por lo general se la expresaba con tono muy jovial y asumía la forma de comentarios graciosos y, en ocasiones, bromas pesadas. Pero cuando se presentaban desafíos fuera de lo común, todo el mundo cooperaba de muy buena gana, sin prestar la menor atención al cargo oficial de cada uno.
Como David nunca dormía y se mantenía vigilante de todos los sistemas operativos de la Goliath, no era necesario disponer turnos de guardia. Durante el «día», tanto la tripulación A como la B estaban despiertas, si bien sólo una estaba de servicio; después, toda la nave cesaba las actividades durante ocho horas. De producirse alguna emergencia, David podía reaccionar con más celeridad que cualquier ser humano. En verdad, si hubiese alguna situación que ni siquiera él pudiera manejar, probablemente sería más bondadoso dejar que ambas tripulaciones durmieran durante los pocos segundos de vida que les quedaran.
El día a bordo empezaba a las 06:00 Hora Universal pero, debido a que la cocina era demasiado chica como para admitirlos a todos, la tripulación que estaba primero de servicio tenía prioridad en el desayuno de las 06:30. La tripulación B comía a las 07:00, y los pasajeros científicos tenían que esperar hasta las 07:30. No obstante, como del autómata se podía obtener tentempiés a cualquier hora, nadie padecía jamás las punzadas del hambre.
Prontamente a las 08:00, el capitán Singh daba un resumen del programa del día y suministraba todas las noticias importantes. Después, la tripulación A se dispersaba para cumplir con sus deberes, los científicos iban a sus laboratorios y consolas, y la tripulación B desaparecía en sus pequeños, pero lujosos, cubículos, para ponerse al día con las videotrasmisiones de noticias de la noche anterior, enchufarse en los sistemas de información y entretenimiento de la nave, estudiar un poco y, en otros aspectos, ocuparse en algo hasta el recambio, a las 14:00.
Ese era el cronograma nominal, pero estaba sujeto a frecuentes perturbaciones, tanto planeadas como no planeadas. Las más interesantes de éstas eran las excursiones ocasionales hacia los asteroides que pasaban.
No era cierto, como había señalado un astrónomo blasé, que «cuando se vio un asteroide, se los vio todos». (Era un experto en galaxias en colisión, por lo que se podía disculpar su ignorancia de detalles tan nimios.) De hecho, los asteroides venían en casi tantas variedades como tamaños, desde el Ceres, de mil kilómetros, hasta rocas sin nombre que tenían el tamaño de un edificio pequeño de apartamentos.
En verdad, la mayoría no era más que roca, de clases perfectamente familiares en la Tierra o la Luna: basaltos y granitos, los materiales de construcción de alta calidad especificados por el arquitecto procedente de los Alpes y el Himalaya.
Otros eran mayormente de metal: hierro, cobalto y elementos raros, entre ellos oro y platino. Algunos asteroides bastante pequeños habrían valido billones de dólares en los tiempos anteriores a cuando la trasmutación comercial hubo vuelto al oro levemente más barato que los metales mucho más útiles, como el cobre o el plomo.
Los asteroides que representaban el mayor interés para la ciencia eran, empero, los que contenían grandes cantidades de hielo y de compuestos de carbono. Algunos eran cometas extinguidos, o cometas que todavía tenían que nacer cuando las cambiantes mareas de la gravedad los empujaron hacia los fuegos generadores del Sol.
Los asteroides carbonosos todavía retenían muchos misterios. Había indicios, aunque las pruebas todavía eran objeto de ardiente polémica, de que algunos de ellos otrora habían sido parte de un cuerpo mucho más grande, quizás hasta de un mundo suficientemente grande, y suficientemente cálido, como para poseer océanos. Y si ese era el caso… ¿por qué no la vida misma? Varios paleontólogos habían lesionado su reputación cuando afirmaron haber descubierto fósiles en asteroides y, aunque la mayoría de sus colegas abucheó la idea, el jurado todavía no se había expedido.
Cada vez que un asteroide interesante se ponía al alcance, los científicos de la Goliath podían llegar a polarizarse en dos grupos: aunque realmente nunca habían alcanzado el punto de tomarse a golpes, era factible que, durante las comidas, la disposición de los compañeros de mesa experimentara sutiles modificaciones. Los astrogeólogos querían desplazar la nave — y todo el equipo de laboratorio que tenían— para encontrarse con el blanco, de modo de poder examinarlo con toda comodidad. Los cosmólogos luchaban contra eso a brazo partido: sus cuidadosamente medidas líneas de referencia se alterarían y se arruinaría toda su interferometría, y todo eso por nada más que unos despreciables pedazos de roca.
Lo que decían era lógico y, finalmente, los geólogos transaban de más o menos buena voluntad. A los asteroides más pequeños que pasaban se los podía visitar con sondas robot, que tenían la capacidad de recoger muestras y llevar a cabo la mayor parte de las operaciones básicas de investigación geológica. Eso era mejor que nada pero, si el asteroide estaba a más de un millón de kilómetros, la demora de transmisión Goliath-sonda-Goliath se volvía intolerable.
—¿Qué les parecería a ustedes dar un martillazo — se había quejado uno de los geólogos— y tener que esperar un minuto antes de saber que erraron el golpe?
Así que para los transeúntes verdaderamente importantes, de la clase de los troyanos principales tales como Patroclo o Aquiles, la chalupa de la nave se ponía a disposición de los ávidos científicos. No mucho más grande que un automóvil para una familia, brindaba elementos para el mantenimiento de las condiciones básicas de supervivencia del piloto y de tres pasajeros durante un lapso de hasta una semana; permitirles hacer un examen bastante detallado del mundito virgen, y traer de vuelta unos cuantos centenares de kilogramos de muestras bien documentadas.
Como promedio, el capitán Singh tenía que disponer expediciones de esa clase cada dos o tres meses. Las organizaba con beneplácito, ya que aportaban algo de variedad a la vida a bordo. Y era perceptible que aun los científicos que expresaban mayor desdén por tal ajetreo por
unas rocas, observaban las videograbaciones que llegaban con la misma avidez que cualquiera.
Daban diversas excusas:
— Me ayuda a percibir algo de las sensaciones que mis choznos debieron de haber experimentado cuando observaron a Armstrong y Aldrin caminar por primera vez sobre la Luna.
— Con esto vamos a desembarazarnos de tres cacerías de rocas, por lo menos, durante una semana. Y también va a dejar más espacio libre a la hora de comer.
— No diga que yo lo dije, capitán, pero si es que alguna vez llegaron visitantes al Sistema Solar, aquí es donde pueden haber dejado algo de su basura o, inclusive, un mensaje para que nosotros lo encontremos, cuando hayamos evolucionado lo suficiente como para entenderlo.
A veces, mientras observaba a sus colegas flotando sobre fantasmagóricos paisajes en miniatura que nunca antes hubiera visitado alguien, y que probablemente nunca volvería a visitar, Singh sentía el impulso de escapar de la nave y disfrutar de la libertad del espacio. Probablemente podría encontrar una excusa para hacerlo; su primer oficial estaría más que feliz de tomar el mando por un rato. Pero sería una sobrecarga, hasta un estorbo, en el atestado habitáculo de la chalupa, y no podría justificar un capricho de esa índole.
Así y todo, parecía una lástima pasarse varios años en el centro de ese verdadero Mar de los Sargazos de mundos a la deriva, y nunca posar el pie en alguno de ellos.
Algún día tendría que hacer algo al respecto, ciertamente.
Fue como si los centinelas apostados en los muros de Troya hubiesen divisado el primer destello de la luz del día en lejanas lanzas: instantáneamente, todo cambió.
Y, sin embargo, el peligro todavía estaba a más de un año de distancia. Formidable como era, no había la sensación de crisis inmediata: en verdad, todavía existía la esperanza de que las apresuradas observaciones iniciales pudieran ser erróneas. Quizás el nuevo asteroide le erraría a la Tierra después de todo, como tantísimos otros lo habían hecho en épocas pasadas.
David había despertado a Singh con la noticia, a las 05:30 TU. Era la primera vez que llegaba a interrumpir el sueño del capitán:
— Lamento hacer esto, capitán, pero está clasificado como Prioridad Absoluta. Nunca antes vi una.
Y tampoco Singh, y al instante estuvo completamente despierto. Mientras leía el fax espacial y miraba las órbitas de la Tierra y del asteroide que mostraba, sentía como si una mano fría se le hubiera cerrado en torno del corazón. Esperaba que pudiera haber algún error, pero, incluso desde ese primer momento, nunca dudó de lo peor.
Y entonces, paradójicamente, lo recorrió una sensación de júbilo: para eso se había construido la Goliath, décadas atrás.
Y ése era el momento del destino. En la Bahía de los Arcos Iris, cuando era poco más que un muchacho, había enfrentado un desafío… y lo había superado. Ahora se enfrentaba con otro inconmensurablemente mayor.
Para eso era que había nacido.
Nunca hay que darle las malas noticias a alguien que tiene el estómago vacío. El capitán Singh aguardó a que todos los que estaban a bordo hubieran tomado su desayuno, después les retrasmitió el contenido del fax espacial venido de la Tierra y del complementario llegado una hora después.
— Todos los programas, todos los proyectos de investigación quedan, por supuesto, cancelados. El plantel de científicos regresará a Marte en el próximo trasbordador, mientras preparamos a la Goliath para lo que, sin lugar a dudas, habrá de ser la más importante misión que a esta — a cualquier— nave se le haya asignado jamás.
«Los detalles se están resolviendo ahora, y se los puede variar después. Como estoy seguro de que ya saben, los planes para un impulsor de masa que pudiera desviar un asteroide de tamaño razonable se elaboraron hace años. Hasta se le dio un nombre: ATLAS. No bien se conozcan todos los parámetros de la misión, esos planes se finalizarán y los Astilleros Deimos se pondrán a construir a gran velocidad. Por suerte, todos los componentes necesarios se consiguen fácilmente en plaza: tanques para propulsante, reforzadores, sistemas de control, y el armazón para mantenerlos juntos a todos. Así que los nanoensambladores pueden construir a ATLAS en unos pocos días.
«Después habrá que reunirlo con la Goliath, de modo que debemos llegar a Deimos con tanta rapidez como sea posible. Eso nos dará, a algunos de nosotros, la posibilidad de ver a nuestra familia en Marte. Hay un antiguo proverbio de la Tierra que dice: «es un mal viento que a todos les trae desgracia…»
«Vamos a cargar el propulsante exactamente necesario como para transportar el ATLAS vacío hasta Júpiter, y volveremos a cargar combustible en el campo orbital de almacenamiento de Europa. Y, entonces, comenzará la verdadera misión: la reunión con el asteroide. En ese momento sólo faltarán siete meses para el choque con la Tierra… si es que va a chocar.
«Tendremos que hacer el levantamiento cartográfico del asteroide, localizar un basamento adecuado, instalar el ATLAS, revisar todos los sistemas… y poner en marcha el impulsor. Naturalmente, su efecto sobre un cuerpo con una masa de mil millones de toneladas será casi demasiado pequeño como para que se lo mida, pero una desviación de unos pocos centímetros, si se la puede aplicar antes de que el asteroide pase la órbita de Marte, será suficiente para hacer que le yerre a la Tierra por centenares de kilómetros…
Singh hizo una pausa, sintiéndose un poco turbado: todo eso era información elemental para la tripulación, pero no sería familiar para los geólogos y astroquímicos. Dudaba mucho de que pudieran decirle las Tres Leyes de Kepler, y mucho menos hacer el cálculo de una órbita.
— No soy bueno para pronunciar discursos inspirados, y tampoco creo que sea necesario hacerlo. Todos ustedes saben lo que tenemos que hacer, y no hay tiempo que perder: aun unos días perdidos ahora pueden representar toda la diferencia entre un vuelo inofensivo de exploración y el fin de la Historia… en la Tierra al menos.
«Otra cosa más: los nombres son muy importantes (miren todos los troyanos que nos rodean). Acabamos de recibir la designación oficial que dio la UAI. Algún erudito estuvo revisando la mitología hindú y se topó con la diosa de la muerte y la destrucción.
«Su nombre es Kali.
—¿Cómo eran los marcianos realmente, papito?
Robert Singh miró con ternura a su hija que, oficialmente, tenía diez años, aunque el planeta en el que vivía sólo había descripto cinco circuitos alrededor del Sol desde que ella nació. De ningún niño se podía pretender que esperara seiscientos ochenta y siete días entre cumpleaños, así que ése era un recuerdo de la Tierra que se había conservado. Cuando se lo hubiera abandonado por fin, Marte habría cortado otro lazo más con su mundo madre.
— Sabía que me ibas a preguntar eso — respondió—, así que lo averiguó Escucha…
«Aquellos que nunca han visto un marciano vivo apenas pueden imaginar el extraño horror de su apariencia: la peculiar boca con forma de v, con su labio superior en punta; la ausencia de arrugas en la frente, la ausencia de un mentón por debajo del labio inferior en forma de cuña, el incesante temblequeo de esa boca, los gorgonáceos…»
—¿Qué quiere decir gorgonáceos?
«los gorgonáceos grupos de tentáculos…»
—¡Puajj!
«…y, por sobre todo, la extraordinaria intensidad de los inmensos ojos era, al mismo tiempo, vital, intensa, inhumana, enfermiza, y monstruosa. Había algo fungoide en la aceitosa piel marrón, algo en la torpe premeditación de los tediosos movimientos, indeciblemente desagradables.» Bueno, Mirelle, ahora lo sabes.
—¿Qué estás leyendo…? ¡Oh, la guía de DisneyMarte! ¿Cuándo podemos ir?
— Eso depende de lo bien que una jovencita que yo conozco haga sus deberes para la escuela.
—¡Eso no es justo, papi! ¡No he tenido tiempo desde que regresaste!
Singh experimentó un leve acceso de culpa. Se había sentido inclinado a monopolizar a su pequeña hija, y al recién nacido hermanito de ella, toda vez que podía escapar del sistema ATLAS y registrar su arribo en los Astilleros Deimos. Las esperanzas que tenía de hacer visitas privadas cuando llegara a Marte se disiparon de inmediato cuando vio a la gente de los medios de prensa esperándolo en Puerto Lowell. No se había dado cuenta de que era la segunda persona más famosa del planeta.
La más famosa, por supuesto, era el doctor Millar, cuyo descubrimiento de Kali había alterado — y, quizás, alteraría— más vidas que cualquier otro acontecimiento en la historia de la humanidad. Aunque habían intervenido en media docena de encuentros electrónicos, los dos hombres todavía no se conocían personalmente. Singh había evitado una confrontación: no tenían nada nuevo para decirse y resultaba evidente que el astrónomo aficionado no era capaz de habérselas con su inesperada celebridad: se había vuelto arrogante y condescendiente, y siempre se refería a Kali llamándolo “mi asteroide». Bueno, pues más tarde o más temprano sus coterráneos marcianos lo pondrían en su lugar; eran muy buenos para eso.
DisneyMarte era diminuta en comparación con sus famosos ancestros terrestres, pero, una vez que se estaba en su interior, no había manera de darse cuenta de eso: por medio de dioramas y proyecciones holográficas Marte mostraba tal como los hombres otrora creyeron que podría ser… y como tenían la esperanza de que fuera algún día. Aunque algunos criticones se quejaban de que una sesión con el Brainman podía crear exactamente la misma experiencia, simplemente eso no era cierto. Bastaba con observar a un niño de Marte frotando con suavidad un trozo de legítima roca de la Tierra para apreciar la diferencia.
Martin era demasiado pequeño para disfrutar la excursión, y se lo dejó al seguro cuidado del último modelo de robot doméstico Dorcas. Aun Mirelle en realidad no tenía suficiente edad como para entender todo lo que estaba viendo, pero sus padres sabían que nunca habría de olvidarlo. Chilló con deleitoso terror cuando los horrores con tentáculos de H. G. Wells surgieron de sus cilindros, y contempló, con miedo reverencial, cuando los monstruosos trípodes de esos monstruos avanzaban, en busca de sus presas humanas, por las calles desiertas de una extraña ciudad de otro planeta, la Londres victoriana.
Y adoró a la hermosa Dejah Thoris, Princesa de Helio, en especial cuando dijo con dulzura:
— Bienvenida a Barsoom, Mirelle.
John Carter, empero, había sido eliminado por completo del argumento: ¡indudablemente, personajes tan sanguinarios no eran la clase de inmigración que la Cámara Marciana de Comercio deseaba alentar! Pero, vamos, si no se las manejaba con gran cuidado, las piezas de metal moldeadas con tanta irresponsabilidad criminal podrían ocasionar lesiones graves a los circunstantes…
A Mirelle también la fascinaron las extrañas bestias que Burroughs había desparramado tan profusamente por todo el paisaje marciano. Sin embargo, la tenía perpleja un aspecto de exobiología que Edgar Rice había omitido tan a la ligera:
— Mamá —dijo—, ¿yo nací de un huevo?
Charmayne rió:
— sí y no — respondió—, pero por cierto que no fue como el que puso Dejah. Le pediré a la Biblioteca que te explique la diferencia cuando lleguemos a casa.
—¿Y verdaderamente tenían máquinas que podían hacer aire para que la gente pudiera respirar afuera?
— No, pero el viejo Burroughs tenía la idea correcta. Eso es, exactamente, lo que estamos tratando de hacer. Lo verás cuando hayamos recorrido la sección de Bradbury.
Y desde las colinas vino una cosa extraña.
Era una máquina que parecía un insecto color verde jade, una mantis religiosa, que delicadamente corría como una exhalación a través del aire frío, diamantes verdes indistinguibles, incontables, le centelleaban sobre el cuerpo, y gemas rojas que refulgían con ojos de muchísimas facetas. Sus seis patas cayeron sobre la antigua carretera con el sonido de la lluvia leve que iba menguando y, desde la parte posterior de la máquina, un marciano con oro fundido por ojos miró hacia abajo a Tomas, como si estuviera mirando en el interior de un pozo…
Mirelle estaba fascinada y, no obstante, perpleja por el encuentro nocturno entre el terrestre y el marciano, cada uno un fantasma para el otro. Un día habría de entender que aquél fue un encuentro fugaz entre dos eras, a través de un abismo de tiempo. A la niña le encantaron las gráciles naves para la arena que planeaban sobre los desiertos; los pájaros como llamas, que fulguraban en las frías arenas; las arañas doradas que lanzaban su tela en tenues capas; los botes que derivaban, como flores de bronce, a lo largo de los amplios canales… y lloró cuando las ciudades de cristal se desmoronaron ante los invasores de la Tierra.
«Del Marte que nunca fue… al Marte que será», rezaba el cartel en la entrada de la última galería. El capitán Singh no pudo evitar sonreír ante ese «Será», tan típicamente marciano en su confianza en sí mismo: en la vieja y cansada Tierra, habría sido «Puede ser».
La exposición final era casi anticuada por su sencillez y, aun así, eficaz. Se sentaron en la cuasi obscuridad, detrás de una ventana panorámica, mirando un mar de bruma, mientras el lejano Sol asomaba por detrás de ellos.
— Valle del Mariner, el Laberinto de la Noche, tal como es hoy — dijo una suave voz, alzándose por sobre una cortina de música apacible.
La bruma se desvaneció debajo del Sol naciente; no era más que el más tenue de los vapores. Y ahí estaba la vasta extensión de cañones y acantilados del más poderoso valle del Sistema Solar, neto y evidente contra el horizonte, con nada del suavizamiento por la distancia que daba sensación de perspectiva a vistas similares del mucho más pequeño Gran Cañon del Oeste de Norteamérica.
Era austeramente hermoso, con sus rojos, ocres y carmesíes, no tan hostil para la vida como absolutamente indiferente para con ella. En vano el ojo buscaba el más mínimo indicio de azul o verde.
El Sol corrió con celeridad por el cielo; las sombras fluyeron como mareas de tinta sobre el fondo del cañon. La noche cayó; las estrellas centellearon brevemente, y fueron desterradas por otro amanecer.
Nada había cambiado… ¿o sí lo había hecho? ¿Es que el horizonte ya no exhibía bordes tan afilados?
Otro «día», y ya no podía haber dudas: los ásperos contornos del terreno se estaban suavizando; los distantes acantilados y cicatrices ya no estaban definidos de modo tan neto. Marte estaba cambiando…
Los días, semanas, meses — quizás hasta eran décadas en realidad—, pasaron como un parpadeo. Y ahora los cambios eran espectaculares.
El débil matiz salmón del cielo había dado paso a un azul pálido y, por fin, se estaban formando nubes, no tenues brumas que se desvanecían con el alba. Y descendiendo hasta el piso del Cañon, manchones de verde se estaban diseminando por allí donde otrora sólo había existido roca estéril. No había árboles aún, pero líquenes y musgos estaban preparando el camino.
Súbitamente, mágicamente, aparecieron charcos de agua, calmos e inalterados bajo el Sol, que no hervían instantáneamente transformándose en vapor, como lo habrían hecho en el Marte de hoy. A medida que se desplegaba la visión del futuro, los charcos se convirtieron en lagos y se fusionaron formando un río; los árboles brotaron bruscamente a lo largo de sus márgenes. Para los ojos de Robert Singh, acondicionados a la Tierra, los troncos parecían ser tan delgados que no podía creer que tuvieran más de una docena de metros de altura. En realidad —¡si es que a esto se lo podía llamar realidad! — , probablemente sobrepasarían la altura de las secoyas más elevadas: cien metros como mínimo, con esa escasa gravedad.
Ahora el punto de referencia cambió: estaban volando hacia el este, a lo largo del Valle del Marineó salieron por la Sima del Amanecer y se dirigieron hacia el sur, hacia la gran llanura de Hellas, las tierras bajas de Marte. Ya no era más terreno descubierto.
Mientras contemplaba el océano sonado de una era futura, un torrente de emociones inundó la mente de Robert Singh, y lo hizo con una potencia tan abrumadora que, durante unos instantes, casi perdió su autocontrol. El Océano Hellas desapareció: Singh estaba de vuelta en la Tierra, caminando por esa playa africana orlada de palmeras, con el pequeño Toby, Tigrette caminando detrás, muy cerca, con sus pasos silenciosos. ¿Eso realmente le ocurrió a él, érase una vez, o fue un pasado falso, los recuerdos prestados de otra persona?
Por supuesto, Singh no tenía verdaderas dudas, pero la imagen retrospectiva fue tan intensa que le dejó una remembranza ardiéndole en la mente. Sin embargo, la sensación de tristeza prontamente dio paso a una especie de nostálgico contentamiento. No tenía remordimientos, ya que tanto Freyda como Toby estaban bien y felices (¡ya era hora de que volviera a llamarlos!), con vastas familias que cuidar. Sí lamentaba, empero, que Mirelle y Martin nunca fueran a poder experimentar el gozo de tener amigos no humanos como Tigrette: las mascotas de la clase que fuera eran un lujo que Marte aún no se podía permitir.
El viaje hacia el futuro terminó con una fugaz vista del Planeta Marte desde el espacio —¿cuántos siglos o milenios, contando desde hoy? — , sus polos ya no más coronados con calotas de bióxido de carbono congelado, cuando la luz solar, reflejada hacia ellos por espejos de cien kilómetros de ancho puestos en órbita, puso término a su invierno de duración inmemorial. La imagen se disolvió para ser reemplazada por las palabras «Primavera 2500».
«Me pregunto… espero que así sea, aunque nunca lo sabré», pensó Robert Singh, mientras caminaba en silencio. Hasta Mirelle parecía estar desusadamente apaciguada, como si hubiera estado tratando de desenmarañar lo real de lo imaginario en lo que acababa de ver.
Mientras pasaban por la esclusa de aire hacia el marciauto con sobrepresión que los había traído desde el hotel, la exhibición ofreció una sorpresa final: se oyó el retumbar de truenos lejanos — un sonido que únicamente Robert Singh había oído alguna vez en la vida real—, y Mirelle lanzó un chillido breve cuando una lluvia de finas gotitas cayó sobre ellos desde un rociador situado en lo alto.
— La última lluvia que cayó sobre Marte tuvo lugar hace tres mil millones de anos… y no trajo vida a los terrenos sobre los que cayó. La próxima vez será diferente. Adiós, y gracias por venir.
Robert Singh despertó en las primerísimas horas de su última noche antes del despegue, y permaneció acostado en la oscuridad, tratando de rememorar los aspectos sobresalientes de su visita. A algunos, contados entre ellos los tiernos momentos vividos unas horas atrás, los había grabado para reproducirlos en el futuro: le habrían de servir de apoyo en los meses venideros.
La alteración del ritmo de su respiración debió de haber perturbado a Charmayne: giró de costado hacia él y le apoyó un brazo en el pecho. No por primera vez, sonrió Singh, mientras recordaba cuán incómodo podría ser ese gesto en el planeta natal.
Durante varios minutos ninguno habló. Después, Charmayne dijo, soñolienta:
—¿Recuerdas ese relato de Bradbury que buscamos, aquel en el que esos bárbaros de la Tierra usaban las hermosas ciudades de cristal para la práctica de tiro al blanco?
— Claro que sí: «Y la Luna seguirá siendo así de brillante». No pude dejar de notar que la acción se situaba en 2001. El autor fue un poco demasiado optimista, ¿no?
— Bueno, ¡por lo menos vivió hasta ver que los hombres llegaban hasta allá! Pero no pude dejar de pensar, después que salimos de DisneyMarte: ¿no nos estamos comportando exactamente de la misma manera, destruyendo lo que hemos encontrado?
— Nunca creí que llegaría a oír a una legítima hija de Marte hablar así. Pero es que no estamos sólo destruyendo, estamos creando… ¡Dios mío!
—¿Qué pasa?
— Eso acaba de recordármelo: Kali no es únicamente la Diosa de la Destrucción. También crea un mundo nuevo a partir de los despojos del antiguo.
Un largo silencio. Después:
— Eso es, precisamente, lo que los Renacidos nos dicen todo el tiempo. ¿Sabías que establecieron una misión aquí mismo, en Puerto Lowell?
— Bueno, son lunáticos inofensivos. No creo que molesten a alguien. Felices sueños, querida. Y la próxima vez que vayamos a DisneyMarte llevaremos a Martin. Lo prometo.
Robert Singh tuvo poco para hacer en el rápido tramo que iba desde Deimos/Marte hasta Europa/Júpiter, salvo estudiar los constantemente cambiantes planes para contingencias que GUARDlÁN ESPACIAL seguía trasmitiéndole, y llegar a conocer a los nuevos miembros de su tripulación.
Torin Fletcher, ingeniero principal de los Astilleros Deimos, debía supervisar las operaciones de reabastecimiento de combustible cuando la combinación Goliath ATLAS llegara a la playa de tanques que estaba en órbita de Europa. Las decenas de miles de toneladas de hidrógeno que se iban a bombear a bordo estarían en forma de fango, una mezcla de líquido y sólido, más densa que el líquido puro y, por eso, con menos necesidad de espacio para almacenamiento. Aun así, el volumen total era más que el doble del que tenía el fatídico Hindenburg, cuyo llameante destino de destrucción cerró la breve era del trasporte mediante vehículos más livianos que el aire… en la Tierra, al menos. Pequeñas aeronaves de carga se empleaban a menudo en Marte, y habían demostrado ser valiosas para las investigaciones que se realizaban en la atmósfera superior de Venus.
Fletcher era fanático de las aeronaves, y ponía lo mejor de sí para convertir a Singh:
— Cuando empecemos la exploración de Júpiter en serio — decía— y no nos limitemos a dejar caer sondas sobre el planeta, ahí es cuando la aeronave volverá por sus fueros. Ahora bien, puesto que la atmósfera está compuesta principalmente por H2, tendrá que ser una aeronave llena con hidrógeno caliente. ¡No es problema! ¡Imagínalo: navegar en torno de la Gran Mancha Roja!
— No, gracias — le había respondido Singh—. No con una gravedad diez veces superior a la de Marte.
— Los terraquitos lo podrían soportar, en posición supina. O sobre camastros de agua.
— Pero, ¿por qué preocuparse? No hay superficie sólida, no existe sitio alguno sobre el que posarse. Los robots pueden hacer todo lo que queramos sin necesidad de arriesgar seres humanos.
— Esa es, precisamente, la clase de argumento que esgrimía la gente cuando comenzó la Era Espacial. ¡Y mira dónde estamos ahora! Los hombres y las mujeres irán a Júpiter porque… eh, bueno… porque está ahí. Pero si no te gusta Júpiter, ¿qué te parece Saturno? Casi la misma gravedad que la Tierra, ¡y piensa sólo en el panorama!: navegar en las altas latitudes, donde se pueden ver los anillos. Algún día esa va a ser una importante atracción turística.
— Resulta más barato enchufarse un Brainman. Toda la felicidad y nada de la peligrosidad.
Fletcher rió cuando Singh citó el famoso lema comercial:
— Tú no crees en eso, claro.
Tenía razón, pero Singh no tenía intención alguna de reconocerlo: el elemento de peligrosidad era lo que diferenciaba la realidad de sus imitaciones, no importaba lo perfectas que pudieran ser. Y la buena disposición para asumir riesgos — en verdad, para acogerlos con beneplácito, si tenían una magnitud razonable— era lo que le daba gusto a la vida y hacía que valiera la pena vivirla.
Otro de los pasajeros destinados a Europa estaba absorbido por una tecnología que ahí parecía aún más fuera de lugar que la aeronáutica: la de los sumergibles para grandes profundidades. En todo el Sistema Solar, Europa era el único mundo, además de la Tierra, que poseía océanos, herméticamente aislados debajo de una capa de hielo que los protegía del espacio. El calor producido por los inmensos flujos de gravitación de Júpiter, las mismas fuerzas que excitaban a la actividad a los volcanes del vecino IO, evitaban que el océano, que abarcaba todo el globo del satélite, se congelara.
— Donde se encontrara agua en estado líquido, cabía la esperanza de que hubiera vida. La doctora Rani Wijeratne había pasado veinte años explorando el abismo del satélite Europa, tanto en persona como por medio de sondas robot. Aunque nada había encontrado, no se sentía desalentada.
— Estoy segura de que está ahí —decía—. Sólo espero poder encontrarla antes que microbios terrícolas escapen de nuestros desperdicios y le ocupen el lugar.
La doctora Wijeratne también era del todo optimista en cuanto a las perspectivas para la vida en sitios mucho más alejados del Sol… en la gran nube de cometas situada mucho más allá de Neptuno:
— Ahí afuera hay toda el agua, todo el carbono, todo el nitrógeno y todas las demás sustancias químicas — le agradaba decir—. En cantidades millones de veces superiores a las de los planetas. Y debe de haber radiactividad, lo que significa calor y una rápida tasa de mutaciones. Las condiciones pueden ser las ideales para el origen de la vida, allí, en los cometas lejanos.
Parecía una lástima que la doctora fuese a desembarcar en Europa y no continuara hasta Kali. Sus debates animados y afables, pero sin tapujos, con el profesor Sir Colin Draker, FRS,[7] habían brindado abundante entretenimiento a los demás pasajeros. El famoso astrogeólogo era el único científico a bordo que todavía quedaba de la dotación original de la Goliath, que era lo suficientemente eminente como para anular cualesquier orden de regresar a casa.
— sé más sobre asteroides que cualquier hombre vivo en la actualidad — argumentaba con indisputable precisión—. Y Kali es el asteroide más importante de la historia. Quiero ponerle las manos encima, como regalo de mi centésimo cumpleaños para mí mismo… y en nombre de la ciencia, claro está.
En cuanto a las formas de vida cometarias sugeridas por la doctora Wijeratne, Draker no tenía duda alguna:
—¡Tonterías! Hoyle and Wickremasinghe sugirieron eso hace más de un siglo, pero nadie lo tomó en serio jamás.
— Pues entonces es hora de que lo hagan. Y, puesto que los asteroides — algunos de ellos, en todo caso— son cometas muertos, ¿alguna vez ha buscado usted fósiles? Podría valer la pena hacerlo.
— Con franqueza, Rani, se me ocurren otras maneras mucho mejores de pasar el tiempo.
—¡Oh, los geólogos! ¡A veces pienso que ustedes mismos son todos fósiles! ¿Recuerda cómo se reían del pobre Wegener y su teoría de la deriva continental, y cómo después, cuando murió y ya no representó un peligro, lo convirtieron en su santo patrono?
Y así todo el tiempo… durante todo el trayecto hasta Europa.
Europa, el más pequeño de los cuatro satélites galileanos de Júpiter, era el único mundo del Sistema Solar al que se podía confundir con la Tierra… si se estaba lo suficientemente cerca. Cuando el capitán Singh miraba hacia la interminable vastedad de bandejones de hielo que se extendía debajo de él, resultaba fácil imaginar que realmente estaba en órbita de su planeta natal.
La ilusión se esfumó prontamente cuando volvió la vista hacia Júpiter: pasando a la carrera a través de sus fases cada tres días y medio, el gigantesco mundo dominaba el cielo, aun cuando hubiera menguado hasta convertirse en una delgada media luna evanescente. Para entonces, ese arco de luz acunaba un disco enorme y negro, que tenía veinte veces el diámetro de la Luna en el cielo de la Tierra, empañando las estrellas y, en esos momentos, eclipsando al distante Sol. Y el lado nocturno de Júpiter raramente estaba oscuro del todo: tormentas eléctricas más grandes que continentes terrestres destellaban de un lado para otro, como si fueran un intercambio de armas termonucleares… y con igual energía. Anillos de luz auroral adornaban generalmente los polos como cortinajes, y géiseres de fosforescencia brotaban de las inexploradas — quizá, para siempre inexplorables— profundidades del planeta.
Y cuando estaba cerca de su fase plena, el planeta era aún más impresionante. Después, los intrincados rizos y volutas de los cinturones de nubes, marchando eternamente paralelos con el ecuador, se podían ver en su multicolor gloria. Junto con ellos se desplazaban islas descoloridas y ovales, parecidas a amibas de mil kilómetros; a veces parecían impelerse con tanta premeditación a través del paisaje de nubes que los rodeaba, que resultaba fácil creer que eran enormes seres vivos. Más de una extravagante epopeya espacial se había basado, precisamente, sobre esa hipótesis.
Pero quien se robaba el espectáculo era la Gran Mancha Roja. Aunque su tamaño había sufrido variaciones en el trascurso de los siglos, en ocasiones desapareciendo casi por completo, ahora era más conspicua que lo que nunca antes lo había sido desde que Cassini la descubrió en 1665. Como la vertiginosa rotación, cada diez horas, de Júpiter hacía que recorriera toda la faz del planeta, parecía como un gigantesco ojo inyectado en sangre que estuviera mirando hacia el espacio con malignidad.
No era de sorprender, pues, que los trabajadores ubicados en Europa tuvieran el turno más corto de trabajo, y la tasa más elevada de colapso nervioso, de todo el personal destinado al planeta. Las cosas habían mejorado un tanto cuando las instalaciones se mudaron hacia el centro del Lado Oculto, donde Júpiter estaba perpetuamente escondido. Y, aun aquí, los psicólogos informaban que algunos pacientes creían que ese ojo ciclópeo, que no parpadeaba, los observaba a través de tres mil kilómetros de roca sólida…
Examinándolos, quizá, mientras robaban el tesoro de Europa: el satélite era la única fuente importante de agua — y, por eso, de hidrógeno— dentro de la órbita de Saturno. Aunque había cantidades todavía mayores en las nubes de cometas que estaban mucho más allá de Plutón, aún no resultaba económico extraerlas. Algún día, quizá. Mientras tanto, Europa proporcionaba la mayor parte del propulsante para el comercio del Sistema Solar.
Por añadidura, el hidrógeno europano era superior al que provenía de la Tierra: gracias a eternidades de bombardeo desde los campos de radiación alrededor de Júpiter, el hidrógeno contenía un porcentaje mucho mayor del isótopo más pesado, deuterio. Con tan sólo un poco más de enriquecimiento, proveía la mezcla necesaria para suministrar energía a una unidad de fusión.
Ocasionalmente — no a menudo—, la Naturaleza cooperaba con la Humanidad.
Ya resultaba difícil recordar cómo era la vida antes de Kali. El instante de peligro todavía estaba a meses de distancia, pero casi todo pensamiento y toda actividad se concentraban en él. Y, para pensar, Robert Singh a veces se recordaba a sí mismo, con ironía, «¡que tomé este trabajo porque quería un puesto poco exigente, antes de retirarme con el rango de capitán titular!».
No era frecuente que tuviese tiempo para una introspección así, pues la otrora rutina regular de la nave ahora había quedado reemplazada por lo que el primer oficial denominaba «crisis planeadas». Y aun así, en vista de la complejidad de la Operación ATLAS, todo marchaba con razonable suavidad. No se producían demoras de importancia, y el programa sólo estaba dos días atrasado respecto de lo que una vez había parecido ser un cronograma imposible.
Una vez que Goliath/ATLAS se hubieron establecido en órbita temporaria, el prolongado proceso de llenado de sus tanques con doscientas mil toneladas de fango de hidrógeno-deuterio, a trece grados por encima del cero absoluto, comenzó de veras. Las plantas electrolíticas de Europa podían producir esa cantidad en una semana, pero conseguir ponerla en órbita ya era otra cuestión. Por pura mala suerte, a dos de las naves cisterna europanas se las estaba sometiendo a reparaciones de importancia que no se podían efectuar localmente: se las había remolcado de vuelta a Deimos.
Y por eso, aun si todo marchaba sin complicaciones, se tardaría casi un mes para llenar los cavernosos tanques. Durante ese lapso, Kali iba a aproximarse cien millones de kilómetros más a la Tierra.
Muy poco de la Goliath original era visible ahora: la totalidad de uno de los flancos estaba oculto debajo de los tanques y los módulos de propulsión de ATLAS una masa compacta de tuberías, de casi dos metros de largo. La mayor parte de lo que quedaba de la nave también estaba escondido por su propio conjunto de tanques. «No vamos a poder ver mucho», dijo Singh para sus adentros, «hasta que no nos deshagamos de algunos de nuestros tanques vacíos… y mucha aceleración tampoco, a pesar de todos los mejoramientos introducidos en los motores, con toda esa masa adicional.»
Resultaba difícil creer que el futuro de la humanidad muy bien podría depender de ese torpe montón de hierros. Se lo había diseñado y armado teniéndose un solo objetivo en mente: hacer bajar en Kali un poderoso impulsor de masa, y hacerlo lo más rápidamente posible. Goliath no era más que el transporte, el camión de carga interplanetario; ATLAS era la carga de importancia vital que tenía que llegar a su destino a tiempo y en buen estado.
Conseguir ese objetivo entrañaba una cantidad extraordinaria de transigencias: si bien era esencial alcanzar Kali con la mínima demora, la velocidad sólo se podía adquirir a costa de la carga útil; si Goliath quemaba demasiado hidrógeno para llegar a Kali, podría no quedar suficiente combustible como para desviar al asteroide de su funesta trayectoria, y todo el esfuerzo habría sido en vano.
Para acortar el tiempo de la misión sin utilizar propulsante, se había sopesado brevemente la posibilidad de recurrir al clásico “empujón de la gravedad», utilizado por las primeras espacionaves que exploraron el Sistema Solar exterior: la Goliath podría lanzarse en picada hacia Júpiter y, cuando pasara rozando al gigantesco planeta, podría robarle algo de su cantidad de movimiento. Sin embargo, se abandonó el plan a regañadientes debido al riesgo que entrañaba: había demasiados escombros en la órbita de Júpiter. Los tenues anillos se extendían justo hasta los límites de la atmósfera, y aun el fragmento más pequeño podría perforar los tanques de hidrógeno, construidos con mucha liviandad. Sería la ironía máxima que una diminuta microluna joviana frustrara la misión.
A diferencia del despegue desde una superficie planetaria, el comienzo de una transferencia orbital no tenía lo más mínimo de espectacular. No había, claro está, sonido, y ni siquiera una indicación visible de las pasmosas energías que estaban en juego: el chorro de plasma que impulsaba a la Goliath era demasiado caliente como para emitir las débiles radiaciones que puede percibir el ojo humano; lo que hacía era dejar su firma a través de las estrellas, dentro del sector ultravioleta lejano del espectro. Para los espectadores que observaban desde el complejo situado en el satélite Europa, la única indicación de que la Goliath había empezado a desplazarse era la nubecita de desechos que dejaba detrás de sí: fragmentos de blindaje antitérmico, material descartado de embalaje, trozos de hilo y cinta… toda la basura que en un proceso de construcción importante dejaban hasta los obreros más cuidadosos. No fue el más grandioso de los comienzos para una empresa tan noble, pero la Goliath y su carga útil, ATLAS, ya estaban en camino, llevando las esperanzas y los miedos de toda la especie humana.
Un día después, acelerando a un décimo de la gravedad terrestre, la Goliath avanzaba pesadamente, dejando atrás el segundo de los satélites más grandes, el apaleado Calisto. Pero transcurrió casi una semana antes que, finalmente, escapara del territorio de Júpiter, cruzando las alocadamente erráticas órbitas de los diminutos gemelos situados más afuera, Pasifae y Sinope. Para ese entonces se estaba desplazando con tanta celeridad, que ni siquiera el Sol la podría llamar para que regresara. Abandonaría el Sistema Solar por completo si no podía volver a refrenar su velocidad, y comenzaría una travesía interminable por entre las estrellas.
Pero ningún comandante de espacionave pudo haber deseado tener un viaje tan plácido. La Goliath y ATLAS llegaron a su cita con Kali doce segundos antes de lo planeado.
— Visité docenas de asteroides — le dijo Sir Colin Draker a su invisible público, situado a quinientos millones de kilómetros en dirección del Sol—, y, aun ahora, no hay manera en que yo pueda juzgar su tamaño nada más que mirándolos. Sé con exactitud lo grande que es Kali, pero fácilmente podría autoengañarme pensando que podría abarcarlo con los brazos extendidos.
«El problema es que no existe, en absoluto, la sensación de escala, nada que brinde a los ojos algún indicio. Como podrán ver ustedes, hasta donde alcanza la vista está cubierto con cráteres poco profundos debidos a impactos meteoríticos. El grande ese, a la izquierda del centro, realmente mide cincuenta metros de extremo a extremo, pero tiene exactamente la misma apariencia que los pequeños que lo rodean; los más pequeños que ustedes alcanzan a ver tienen unos centímetros de diámetro.
«¿Podrías darme un acercamiento, David? Gracias. Ahora nos estamos acercando, pero no hay verdaderas diferencias en el panorama. Los minicráteres que estamos viendo ahora tienen el mismo aspecto que el de sus hermanos mayores. Detén el acercamiento ahí, David. Aun si usáramos una lupa, la imagen seguiría sin cambiar demasiado: cráteres poco profundos de todos los tamaños posibles, llegando hasta los que fueron formados por partículas de polvo.
«Ahora, retrocede hasta mostrar la totalidad de Kali otra vez. Gracias. Como pueden ver, virtualmente no hay colores, no, cuando menos, para el ojo humano. Es casi negro. Se podría conjeturar que es un trozo de carbón… y no habrían errado por mucho: los estratos exteriores es tan constituidos por carbono en un noventa por ciento.
«En el interior, empero, es diferente: hierro, níquel, silicatos; diversos hielos: agua, metano, bióxido de carbono. Resulta evidente que tuvo una historia muy complicada y, de hecho, estoy casi seguro de que es un agregado de dos cuerpos de composición muy diferente, que chocaron de manera bastante suave y, después, quedaron adheridos.
«Puede ser que hayan advertido que, mientras yo estaba hablando, ante la vista de ustedes aparecieron algunos cráteres nuevos. El día de Kali es bastante breve — tres horas, veinticinco minutos. Y el hecho de que esté rotando hace que nuestro trabajo sea aún más peliagudo…
«¿Podemos ver el otro lado, David? Concéntrate en la referencia de rejilla K5. Eso es…
«Observen el cambio de paisaje… si es que se puede llamarlo así. Esas acanaladuras debieron de haber sido causadas por otra colisión y, esta vez, una bastante violenta. Diez mil millones de años atrás, Kali debió de haber estado en una parte muy ajetreada del Sistema Solar. Vean ese valle, arriba a la derecha: lo hemos bautizado Gran Canon. Tiene no menos de diez metros de profundidad, pero, si ustedes no conocieran la escala de referencia, fácilmente podrían imaginar que estaban en Colorado…
«Así que tenemos un mundito vapuleado, con la forma de una pesa de gimnasia o de un maní, y con una masa de dos mil millones de toneladas. Y, por pura mala suerte, se está desplazando según una órbita retrógrada o sea, en dirección opuesta a la de todos los demás planetas. Nada muy fuera de lo común — Halley hace precisamente lo mismo—, pero eso quiere decir que va a chocar de frente con la Tierra… lo que constituye el peor caso posible, claro. Así que tenemos que desviarlo. Si no lo hacemos, entonces no sólo nuestra civilización sino también nuestra especie pueden quedar borradas de la faz del planeta.
«Ahora, al impulsor de masa ATLAS se lo desprendió de la Goliath — toma panorámica de ATLAS, por favor, David—, y estamos dedicados a la delicada tarea de instalarlo en Kali. Por suerte, la gravedad del asteroide es tan débil — de alrededor de un décimo de la terrestre—, que ATLAS posa nada más que unas pocas toneladas. No dejen que eso los engañe, empero: todavía tiene toda su masa, y su cantidad de movimiento, así que hay que desplazarlo muy, muy lenta y cuidadosamente…
Créanlo o no, las herramientas principales para el trabajo son anticuadas grúas y poleas, fijadas en Kali.
«Dentro de unas horas, ATLAS estará listo para que se inicie su disparo. Naturalmente, su efecto sobre Kali será casi demasiado pequeño como para que se lo pueda medir, una fracción de una microgravedad. Me parece que alguien de los medios de prensa dijo que sería como si un ratón empujara un elefante. Muy cierto… pero ATLAS puede seguir empujando durante días, y a Kali lo tenemos que desplazar nada más que unos centímetros aquí, alrededor de Júpiter, para que le yerre a la Tierra por miles de kilómetros.
«E incluso nada más que cien sería tan bueno como un año luz.
«¡Un sij calvo! ¿Cómo habrían reaccionado mis hirsutos ancestros, allá en la India, ante una apostasía de esta naturaleza? Y si supieran que me hice depilar para siempre el cuero cabelludo… bueno, sería afortunado si escapara vivo «
Este pensamiento invariablemente pasaba velozmente por la mente de Robert Singh, cada vez que se acomodaba en la coronilla el apretado casquete, ajustaba las correas de sujeción y comprobaba que las almohadillas cubreojos excluían el ingreso de toda luz. Después, se sentaba en oscuridad y silencio absolutos, aguardando a que el dispositivo automático de secuencias se hiciera cargo.
Primeros se producía el más tenue de los sonidos, tan bajo que casi se podían oír las vibraciones separadas. Todavía en el límite de la percepción, el sonido ascendía octava tras octava, hasta desvanecerse en el borde de la audición. En verdad, más allá de ella pues, aunque Singh nunca se había preocupado por verificarlo, estaba completamente seguro de que el mecanismo de sus oídos nunca podría responder a las frecuencias que ahora estaban fluyendo directamente hacia el interior de su cerebro.
Volvía el silencio, y Singh aguardaba a que comenzara la secuencia, mucho más compleja, de visión-calibración.
Primero había puro color. Singh podría haber estado flotando en el centro de una esfera perfectamente desprovista de caracteres distintivos y con su superficie interna pintada con el rojo más intenso. No existía el más mínimo vestigio de patrones o estructuras, y los ojos dolían cuando se intentaba encontrar alguno. No, eso no era del todo correcto: los ojos no entraban en absoluto en el circuito.
Rojo, anaranjado, amarillo, verde… los familiares colores del arco iris, pero con la pureza nítida del láser. Seguía sin haber imágenes de clase alguna: nada más que un campo cromático ininterrumpido.
Al fin, empezaban a aparecer imágenes. Primero, una rejilla abierta, que se llenaba velozmente con reticulaciones que cada vez se volvían más finas, hasta que ya no se las podía diferenciar. A esto lo reemplazaba una secuencia de formas geométricas, que rotaban, se ampliaban, se contraían, se metamorfoseaban unas en otras. Aunque Singh había perdido toda sensación de tiempo, el programa entero de calibración duraba menos de un minuto Cuando una «albura» sin sonidos lo envolvió como una tempestad antártica de nieve, supo que el proceso de exploración en secuencia se había completado y que el sistema de control del Brainman quedaba satisfecho en cuanto a que sus circuitos neurológicos estaban adecuadamente equilibrados como para recibir las salidas de datos.
A veces, si bien muy raramente, en el campo de conciencia de Robert Singh destellaba un «Mensaje de Error», y entonces tenía que repetir toda la secuencia: eso, por lo común, eliminaba el problema. Si no lo hacía, Singh sabía bien que no debía volver a intentarlo. Una vez, cuando necesitó adquirir rápidamente algunos conocimientos, operó la anulación manual del control automático, en un intento por esquivar el bloqueo electrónico: la recompensa fue una pesadilla de representación de imágenes, a las que siempre tenía más allá de su capacidad de comprensión adecuada, como los fosfenos que se producen como consecuencia de apretar los globos oculares, pero mucho más brillantes. Para el momento en que alcanzó el interruptor, había logrado una jaqueca que le partía la cabeza en dos… y pudo haber sido mucho peor. La «zombificación» irreversible debida a fallas de funcionamiento del Brainman ya no era tan frecuente como en los primeros tiempos del dispositivo, pero todavía ocurría.
Esta vez no hubo mensaje de error ni otra señal de advertencia. Todos los circuitos estaban equilibrados. Singh estaba listo para la recepción.
Aunque en algún remoto rincón de su mente sabía que, en realidad, estaba a bordo de la Goliath, al capitán Singh no le pareció incongruente, en modo alguno, estar mirando desde afuera su nave, que flotaba al lado de Kali. También le pareció bastante lógico, aun cuando se tratara de la ilógica lógica de un sueno, que ATLAS ya estuviera instalado en el asteroide, aun cuando «sabía» que, en la realidad, todavía estaba unido con la Goliath.
Los detalles de la simulación eran tan perfectos que podía ver las zonas de roca desnuda de Kali, en las que el chorro de los reactores del trineo espacial había hecho desaparecer el polvo de las edades. Eso era suficientemente real, pero la imagen de ATLAS y del enjambre de tanques de combustible todavía pertenecía al futuro… que, con optimismo, estaba a nada más que a unos días de distancia. Con la ayuda de David, todos los problemas de ingeniería inherentes al posicionamiento y al anclaje del impulsor de masa se habían resuelto, y no existían motivos para suponer que habría dificultad alguna para transformar la teoría en hechos concretos.
— Listo para comenzar la ejecución de una pasada — dijo David— ¿Qué punto de vista querrías?
— Polo norte de la eclíptica. Distantes diez UA. Muestra todas las órbitas.
—¿Todas? Hay cincuenta y cuatro mil trescientos setenta y dos cuerpos en ese campo visual. — La pausa mientras David revisaba su catálogo fue apenas perceptible.
— Lo siento. Quiero decir todos los planetas principales, y cualquier cuerpo que esté dentro de un radio de mil kilómetros de Kali… corrección: redúcelo a cien kilómetros.
Kali y ATLAS desaparecieron. Singh estaba mirando el Sistema Solar desde arriba, con las órbitas de Saturno, Júpiter, Marte, Venus y Mercurio visibles en forma de líneas delgadas y refulgentes. La posición de los planetas en sí estaba indicada mediante iconos diminutos, pero reconocibles: Saturno con sus anillos, Júpiter, con sus cinturones; Marte, con un minúsculo casquete polar; la Tierra, con un solo vasto océano; Venus, una medialuna blanca sin rasgos destacados; Mercurio, un disco picado de viruelas.
Y Kali era una calavera. Esa era la propia idea de David, y nadie la había discutido jamás con él. Probablemente había leído todo el artículo de la enciclopedia y visto una de las estatuas de la diosa hindú de la Destrucción, portando su siniestro collar.
— Concéntrate en el eje Kali-Tierra… Haz un acercamiento rápido… ¡Detente!
Ahora, el estado consciente de Singh estaba totalmente ocupado con esa fatídica sección cónica: la elipse de fatalidad que conectaba la posición actual de la Tierra y de Kali.
—¿Compresión del tiempo?
— Diez a la quinta.
Con ese índice, cada segundo representaba un día: Kali iba a llegar a la Tierra en cuestión de minutos, no de meses.
— Inicia pasada.
Los planetas empezaron a desplazarse, Mercurio avanzando velozmente por su pista interior, y hasta el lerdo Saturno se arrastraba como un caracol a lo largo de su órbita exterior.
Kali empezó a caer hacia el Sol, todavía desplazándose por acción exclusiva de la gravedad. Pero, en alguna parte del campo de conciencia de Singh, titilaban números, y lo hacían con tanta celeridad que se apiñaban y formaban una masa móvil borrosa. De pronto, se desplomaron hasta convertirse en cero y, en ese mismo instante, David dijo:
—¡Ignición!
«Es extraño», pensó Singh brevemente, «cómo algunas palabras seguían estando en uso mucho tiempo después que hubieran perdido su contexto original: 'ignición' se remontaba a un siglo cuando menos, a la era de los cohetes de propulsión química.» No había modo en que el chorro que impulsaba a ATLAS, o a cualquier otro vehículo que se desplazara en el ultraespacio, pudiera quemar: era puro hidrógeno y, aun si hubiese habido algo de oxígeno presente, habría estado demasiado caliente como para producir el fenómeno de la simple combustión, que tenía lugar a baja temperatura. Cualquier molécula de agua habría quedado disgregada instantáneamente en sus átomos componentes.
Aparecieron más cifras, algunas constantes, otras cambiantes con mucha lentitud. Lo que se exhibía de modo más destacado era la aceleración producida por el chorro de ATLAS en ese mundo fantasma, meras microgravedades sobre una masa del tamaño de Kali. Y ahí estaban las vitales delta, las modificaciones apenas mensurables que ahora se estaban introduciendo en las velocidad y posición del asteroide.
Los indicadores de días transcurridos titilaban velozmente. Los números aumentaban de modo regular. Mercurio había recorrido la mitad de su trayectoria alrededor del Sol, pero Kali no daba señales visibles de desviarse de su órbita natural. Tan sólo los deltas crecientes demostraban que perezosamente estaba cambiando de posición respecto de su antigua trayectoria.
— Quintuplicar acercamiento — ordenó Singh, mientras Kali dejaba atrás Marte. Los planetas exteriores desaparecían a medida que se ampliaba la imagen, pero el efecto de los días de empuje continuado de ATLAS todavía era indiscernible.
— Extinción — dijo David bruscamente. (¡Y otro término más remanente de la infancia de la astronáutica!). Las cifras que habían registrado empuje y aceleración disminuyeron inmediatamente hasta cero. A Kali, una vez más, la hacía revolear en torno del Sol la acción exclusiva de la gravedad.
— Acercamiento rápido diez. Reducir compresión temporal a un milésimo.
Ahora, únicamente la Tierra, la Tierra y Kali ocupaban el campo de conciencia de Singh. En esa escala ampliada, el asteroide parecía estar desplazándose a lo largo, no de una elipse sino de una línea casi recta… y era una línea que no se dirigía hacia la Tierra.
Singh sabía que no debía hacerse ilusiones por eso: Kali todavía tenía que pasar frente a la Luna y ésta, como si fuera un amigo pérfido que traiciona a un antiguo compañero, le daría a la órbita de Kali su último giro asesino.
Ahora, en esa etapa final del encontronazo, cada segundo representaba tres minutos de tiempo real. La trayectoria de Kali se estaba curvando visiblemente en el campo gravitatoria de la Luna… curvándose hacia la Tierra. Pero el efecto de los esfuerzos de ATLAS, si bien habían cesado hacía «semanas», también era evidente: la simulación exhibía dos órbitas, la original y la producida por la intervención humana.
— Acercamiento diez. Compresión temporal cien.
Ahora, un segundo era igual a casi dos minutos, y la Tierra llenaba el campo de conciencia de Singh. Pero el minúsculo Cono con forma de calavera se mantenía del mismo tamaño. En esta escala, Kali todavía era demasiado pequeño como para mostrar un disco visible.
La Tierra virtual parecía increíblemente real, desgarradoramente bella. Imposible creer que no era más que la creación de megaoctetos soberbiamente organizados. Allá abajo —¡aunque más no fuera, en la memoria de David! — estaba el resplandeciente casquete blanco de la Antártida, el continente de Australia, las islas de Nueva Zelanda, la costa de China. Pero, dominándolo todo, estaba el azul intenso del Pacífico… nada más que veinte generaciones atrás había sido un desafío tan grande para la especie humana como los abismos del espacio lo eran hoy.
— Acercamiento diez. Mantener seguimiento de Kali.
La curva azul del horizonte estaba brumosa por la atmósfera, y se fusionaba imperceptiblemente con la absoluta negrura. Kali todavía estaba cayendo en dirección a ella, atraída hacia abajo, y también acelerada, por el campo gravitatoria de la Tierra… casi como si el planeta estuviera instigando su propio suicidio.
— Aproximación máxima dentro de un minuto.
Singh concentró la atención en los números que todavía titilaban dentro de su visión periférica. El mensaje que traían era más preciso, aunque menos dramático, que el que daba la imagen simulada. El más importante de todos, la distancia entre Kali y la superficie de la Tierra, todavía estaba disminuyendo.
Pero la velocidad de disminución en sí estaba menguando. Kali cada vez tardaba más en cubrir cada nuevo kilómetro hacia la Tierra.
Y entonces, la cifra se estabilizó:
523. . 523. . 522. . 522. . 522. . 523. . 523. . 524. . 524. . 525. .
Singh se permitió el lujo de respirar: Kali había llegado hasta su aproximación máxima, y se estaba retirando.
ATLAS pudo cumplir la tarea. Ahora sólo restaba hacer que el mundo real coincidiera con el virtual.
— Nunca esperé —dijo Sir Colin— pasar mi centésimo cumpleaños fuera de la órbita de Marte. De hecho, cuando yo nací, nada más que un hombre de cada diez podía tener la esperanza de llegar a esa edad. Y una mujer de cada cinco… lo que siempre me pareció injusto.
(Abucheos amistosos provenientes de las cuatro mujeres de la tripulación; gemidos, de los hombres. Un presumido «La Naturaleza sabe lo que hace», proveniente de la médica de la nave, la doctora Elizabeth Tarden.)
— Pero heme aquí, en estado razonablemente bueno, y me gustaría agradecerles a todos los buenos deseos. Y, en especial, a Sonny, por ese maravilloso vino añejo que acabamos de beber, ¡el Château Loqueseaquchayasido, 2005!
— 1905, profe, no 2005. Y tiene que agradecérselo a los programas para la cocina, no a mí.
— Bueno, pero tú eres la única persona que sabe lo que hay en ellos. Nos moriríamos de hambre si olvidaras qué botones hay que apretar.
De los geólogos de cien años de edad no se podía esperar que se colocaran correctamente el equipo, por lo que Singh y Fletcher revisaron dos veces el traje espacial de Drake antes de acompañarlo en la salida por la esclusa de aire. A los desplazamientos en la inmediata vecindad de Kali estaban muy simplificados por medio de una red de sogas, sostenidas por varillas de un metro de alto metidas dentro de la deleznable corteza exterior de Kali. La nave ahora parecía una araña ubicada en el centro de su tela.
Los tres hombres avanzaban con cuidado, desplazando una mano después de la otra, en dirección de un pequeño trineo espacial, que aparecía empequeñecido por los tanques esféricos de propulsante dispuestos en línea para su ulterior conexión con ATLAS.
— Parece como si algún lunático hubiera construido una refinería de petróleo en un asteroide — fue el comentario del profe cuando vio lo que los trabajadores humanos-más-los-robots de Fletcher habían logrado en un plazo tan asombrosamente corto.
Torin Fletcher, habituado a trabajar en Deimos, era el único hombre que verdaderamente podía manejar un trineo espacial en la aún más tenue gravedad de Kali:
— Hay que tener cuidado — le había prevenido a los que ahora habrían de montar en el vehículo— un caracol con artritis podría alcanzar la velocidad de escape aquí. No deseamos desperdiciar ni tiempo ni masa de reacción remolcándolos de vuelta si ustedes decidieran dirigirse hacia Alfa del Centauro.
Con bocanadas de gas apenas perceptibles, Fletcher levantó el trineo de sobre la superficie del asteroide y comenzó la pausada circunnavegación de ese mundo, mientras Draker exploraba ávidamente las regiones de Kali que nunca había visto a ojo desnudo. Hasta ahora se había visto forzado a depender de muestras traídas por miembros de la tripulación y, aunque el examen a distancia mediante cámaras móviles era invalorable, seguía sin poder reemplazar a la experimentación en condiciones reales, ayudada por expertos martillazos. Draker se había quejado de que nunca se podía alejar de la Goliath más que unos metros, porque el capitán Singh se rehusaba a correr riesgos con su pasajero más célebre y no podía separar a alguien de sus tareas para que lo cuidara afuera de la nave. (¡Como si yo necesitara que se me cuide!) Pero un centésimo cumpleaños anulaba esas objeciones, y el científico era como un niño en sus primeras vacaciones lejos de casa.
El trineo planeaba sobre la superficie de Kali a un cómodo paso de hombre… siempre y cuando un hombre pudiera caminar sobre ese micromundo. Sir Colin seguía escudriñando, como si hubiera sido un antiguo radar de exploración, de horizonte a horizonte (a veces, distante cincuenta metros), en ocasiones murmurando para sí mismo. Después de menos de cinco minutos llegaron a las antípodas. Tanto la Goliath como ATLAS estaban ocultos por la mole de Kali, cuando Draker preguntó:
—¿Podemos detenernos aquí? Me gustaría bajar.
— Por supuesto, pero le conectaremos un cabo, por si tuviéramos que traerlo de vuelta.
El geólogo lanzó un resoplido de disgusto, pero se sometió a la indignidad. Después, se separó suavemente del ahora inmóvil trineo y se relajó en caída libre.
No resultaba sencillo darse cuenta de que en verdad caía con esa reducidísima gravedad. Pasaron casi dos minutos antes de que chocara con Kali, desde una altura de todo un metro, desplazándose a una velocidad apenas percibible por el ojo desnudo.
Colin Draker se había parado sobre muchos asteroides. A veces, como en el caso de gigantes como Ceres, era fácil darse cuenta de que la fuerza de gravedad arrastraba hacia abajo, aun cuando de modo débil. Ahí, se necesitaba poner en juego toda la imaginación; el más leve desplazamiento, y Kali perdería su poder de tracción.
Así y todo, sir Colin, final e indiscutiblemente, estuvo de pie sobre el más afamado — o disfamado— asteroide de toda la historia. Aun con sus conocimientos científicos, a Draker le resultaba difícil aceptar el hecho de que ese fragmento diminuto, erráticamente curvado, de desecho cósmico representaba para la Humanidad una amenaza mayor que todas las ojivas con explosivo atómico acumuladas durante la Era de la Locura Termonuclear.
La rápida rotación de Kali los estaba llevando hacia la noche y, cuando los ojos se adaptaron miraron las estrellas surgir en derredor, siguiendo exactamente los patrones de ubicación que vería un observador situado en la Tierra, pues todavía estaban tan cerca del planeta natal que el universo exterior parecía estar sin cambio alguno. Sin embargo, había un solo objeto extraño y sorprendente, que aparecía bajo en el cielo: una brillante estrella amarilla que no era, como todas las demás estrellas, un punto de luz carente de dimensiones.
— Miren — dijo sir Colin—, hay algo que nunca verán desde la Tierra… ni siquiera desde Marte.
—¿Qué hay con eso? — preguntó Fletcher—. No es más que Saturno.
— Claro que lo es, pero mire con cuidado, con mucho cuidado.
—¡Oh, puedo ver los anillos!
— En realidad, no. Sólo cree que puede. Se encuentran precisamente en el límite de la visibilidad. Pero únicamente sus ojos pueden descubrir algo peculiar y, como ya sé qué está mirando, es su memoria la que está proveyendo los detalles. Ahora entiende por qué Saturno le dio tantos dolores de cabeza al pobre Galileo: sus débiles telescopios mostraban que había algo extraño respecto del planeta, ¿pero quién habría imaginado anillos? Después se pusieron de canto y desaparecieron, por lo que Galileo pensó que los ojos lo habían engañado. Nunca llegó a saber qué había estado mirando.
Durante un instante, los tres hombres se quedaron contemplando en silencio, viendo cómo salía Saturno mientras Kali giraba a través de su breve noche, y preguntándose cuánto del mensaje que les daban los ojos podían creer. Después, Fletcher dijo con calma:
— Vuelva a bordo, profe. Todavía nos falta recorrer mucho. Recién estamos en la mitad de la vuelta alrededor del mundo.
Cubrieron la mayor parte de la mitad restante — e hicieron aparecer el pequeño, pero todavía cegador, Sol— en los cinco minutos siguientes. El trineo estaba planeando ladera arriba de una pequeña loma, cuando Draker súbitamente advirtió algo casi increíble: a nada más que unas cuantas docenas de metros (para esos momentos se estaba poniendo ducho en la estimación de distancias) había una salpicadura de brillante color en el paisaje negro como el carbón:
—¡Alto! — aulló—. ¿Qué es eso?
Sus dos compañeros miraron en la dirección que estaba señalando; después, de vuelta a él:
— yo no veo nada — dijo el capitán.
— Probablemente una imagen que perdura en la retina después de haber mirado directamente a Saturno. Sus ojos no se adaptaron a la luz del día — añadió Fletcher.
—¿Están ciegos? ¡Miren!
— Mejor seguirle la corriente al pobre tipo — dijo Fletcher—. Puede ponerse violento… y no queremos eso, ¿no?
Con pericia exenta de esfuerzo, hizo que el trineo rotara sobre sí, mientras Draker permanecía sentado en aturdido silencio. Pocos segundos después, el asombro del geólogo se convirtió en absoluta incredulidad. «Me estoy volviendo loco», pensó:
Suspendida en el extremo de un delgado pecíolo, que se alzaba medio metro sobre la estéril superficie de Kali, había una flor grande y dorada.
En un breve relámpago de lógica demente, Draker se descubrió recorriendo como una exhalación la secuencia (1) Estoy sonando, (2) ¿Cómo puedo disculparme con la doctora Wijeratne? (3) No tiene aspecto muy alienígena, (4) Ojalá yo supiera más de botánica, (5) Qué amable el que le ató una etiqueta de identificación…
—¡Qué bastardos! ¡Durante un rato me engañaron! ¿Fue idea de Rani?
— Claro que sí —rió Singh—, pero, tal como verá, todos firmamos la tarjeta de cumpleaños, y le puede agradecer a Sonny por haber hecho tan hermoso trabajo a partir de pedacitos diversos de papel y plástico que pudo encontrar.
Todavía estaban riendo cuando regresaron a la Goliath con su asombroso descubrimiento… en mucho mejor estado, señalo el capitán Singh, que los sobrevivientes de la tripulación de Magallanes después de la circunnavegación de su mundo. La breve excursión les había permitido a todos relajarse y hacer a un lado, durante unos momentos, la pavorosa responsabilidad que tenían.
Mejor que fuera así: fue la última oportunidad que habrían de tener para descansar en Kali.
El director de ASTROPOL había visto mucho de los mundos y ciudades del hombre, y se consideraba incapaz de sorprenderse. No obstante, ahora, en su elegante cuartel general de Ginebra, contempló con incredulidad a su inspector general:
—¿Está seguro? — preguntó.
— Todo concuerda. Por supuesto, fuimos suspicaces (las deserciones son muy, pero muy, raras, y nos preguntábamos si era alguna especie de broma pesada), pero Exploración Profunda del Cerebro lo confirmó.
—¿No hay manera de engañar a EPC? Nos estamos enfrentando con expertos.
No mejores que los nuestros. Y el seguimiento que se hizo en Deimos confirma el asunto. Sabemos quién hizo el trabajo. Naturalmente, está sometido a microvigilancia.
—¿Cuándo les llegará la advertencia?
El inspector general echó un vistazo al reloj de pulsera, que podía mostrar veinte zonas horarias de tres mundos.
— ya la tienen… pero se encuentran del otro lado del Sol y no recibiremos su confirmación hasta dentro de otra hora más. Temo que pueda ser muy tarde. Si todo marchó según lo programado, la ignición debió comenzar hace cuarenta minutos. No hay cosa alguna que podamos hacer, salvo esperar.
— Todavía no lo puedo creer. ¿Por qué, en nombre de Dios, querría alguien hacer una cosa como esta?
— Exactamente. En nombre de Dios.
A las T menos treinta minutos, se alejó a la Goliath de Kali, para mantenerla bien apartada del chorro de ATLAS. Todas las revisiones de los sistemas habían sido satisfactorias. Ahora era necesario esperar hasta que el momento angular del asteroide hubiera llevado al impulsor de masa hasta la posición adecuada para que comenzara el ciclo de disparo.
El capitán Singh y su exhausta tripulación no esperaban algo espectacular. El chorro de plasma del impulsor ATLAS iba a estar demasiado caliente como para producir mucha radiación visible. Únicamente la telemetría habría de confirmar que la ignición había empezado, y que Kali ya no era una fuerza destructora inexorable y letal por completo fuera del control del hombre.
«Me pregunto», pensaba sir Colin Draker, «cuántos de estos mozalbetes saben que toda esta idea de la cuenta regresiva había sido inventada por un director alemán de cine, hace casi dos siglos, para la primera película sobre el espacio que no fue pura fantasía. Ahora, la realidad copió la ficción y resulta difícil imaginar una misión espacial cualquiera que empezara sin que algún ser humano, o una máquina, contara hacia atrás.»
Hubo una breve tanda de vítores y un delicado ruido de aplausos, cuando la hilera de ceros que se veía en la pantalla del acelerómetro empezó a cambiar. La sensación que había en el puente era de alivio, antes que de júbilo. Aunque Kali tenía un leve movimiento, sólo los instrumentos sensibles podían descubrir el cambio microscópico de su velocidad. El impulsor ATLAS tendría que operar durante días, semanas, antes que se pudiera cantar victoria. Debido a la rotación de Kali, el empuje únicamente se podía aplicar durante alrededor del diez por ciento del tiempo, antes de que ATLAS ya no estuviera alineado en forma correcta. No era sencillo conducir un vehículo que rotaba sobre sí mismo, con un motor fijo…
Una microgravedad, dos microgravedades… con pereza, la enorme masa del asteroide estaba empezando a responder. Nadie que hubiera estado de pie en él — tanto como se podía estarlo en Kali— habría advertido el más leve cambio, si bien pudo haber sentido una vibración debajo de los pies y observado que nubes de polvo salían despedidas hacia el espacio. Kali se estaba sacudiendo como un perro que acaba de soportar un baño.
Y entonces, de modo increíble, los números volvieron a descender a cero. Segundos después, sonaron tres audioalarmas simultáneas.
Todos las pasaron por alto: no había nada que se pudiera hacer. Todas las miradas estaban clavadas en Kali… y en el impulsor ATLAS.
Los grandes tanques de propulsante se estaban abriendo como flores en una película en cámara lenta, derramando las miles de toneladas de masa de reacción que pudo haber salvado la Tierra. Jirones de vapor flotaron delante de la faz del asteroide, velando su superficie llena de cráteres con una atmósfera evanescente.
Después, Kali continuó inexorablemente su trayectoria.
En primera aproximación, se trataba de un problema elemental de dinámica: se conocía la masa de Kali con un error menor que el uno por ciento, y la velocidad que habría tenido cuando se topara con la Tierra se conocía con una precisión de hasta doce lugares decimales. Cualquier niño en edad escolar podría resolver la ecuación resultante 1/2MV², para la energía, y transformarla en megatones de explosivo.
El resultado era unos inimaginables dos millones de millones de toneladas, una cifra que seguía careciendo de significado cuando expresaba, como mil millones de veces, la bomba que destruyó Hiroshima. Y en esa ecuación, la gran incógnita, de la que millones de vidas podrían depender, era el punto de impacto. Cuanto más se acercaba Kali, menor el margen de error pero, hasta unos pocos días previos al encontronazo, el epicentro de impacto no se podía acotar hasta un valor mejor que unos miles de kilómetros, estimación de la que muchos consideraban que era peor, antes que inútil.
De todos modos, el epicentro probablemente sería el mar antes que tierra firme, ya que tres cuartos de la superficie de la Tierra eran agua. Las opiniones más optimistas suponían un impacto en medio del Pacífico: de ser allí, habría tiempo para evacuar las islas más pequeñas antes de que olas de kilómetros de alto las borraran del mapa.
Naturalmente, si Kali caía en tierra firme, no habría esperanza para todos aquellos que estuvieran en un radio de centenares de kilómetros. Quedarían vaporizados al instante y, pocos minutos después, todo edificio situado dentro de una zona del tamaño de un continente sería aplastado por la onda de choque. Aun los refugios subterráneos probablemente se derrumbarían, aunque algunos sobrevivientes afortunados podrían salir después de entre los escombros.
Pero, ¿serían afortunados? Una y otra vez, los medios de prensa repetían la pregunta planteada por los escritores del siglo XX respecto de la guerra termonuclear: «¿Los vivos envidiarían a los muertos?».
Este muy bien podría ser el caso: los efectos posteriores del impacto podrían ser todavía peores que las consecuencias inmediatas, ya que los cielos estarían oscurecidos por el humo durante meses, hasta años. La mayor parte de la vegetación del mundo y, quizá, lo que quedara de su vida silvestre, no lograría sobrevivir a la falta de luz solar y a la lluvia entremezclada con el ácido nítrico producido cuando cl meteorito ardiente fusionara megatoneladas de oxígeno e hidrógeno en las capas inferiores de la atmósfera.
Incluso con alta tecnología, la Tierra podría volverse esencialmente inhabitable durante décadas, ¿y quién querría vivir en un planeta devastado? La única seguridad radicaba en el espacio.
Pero para todos, salvo una minoría, ese camino estaba cerrado: no había naves suficientes como para transportar más que a una pequeña fracción de la especie humana hasta la Luna, aunque más no fuera… y tendría muy poco sentido hacerlo: los asentamientos lunares se las verían en figurillas para dar cabida a más de unos pocos centenares de miles de huéspedes inesperados.
Tal como había hecho para casi todo el cuarto de billón de seres humanos que la habían habitado, la Tierra les serviría tanto de cuna como de sepultura.
El capitán Singh se sentó, a solas, en la cabina grande y bien amueblada que había sido su hogar durante más tiempo que cualquier otro sitio del Sistema Solar. Todavía estaba aturdido, pero la advertencia de ASTROPOL, muy tardía como había sido, tuvo algo de efecto para levantar la moral a bordo de la nave. No mucho, pero cada poquitito ayudaba.
Por lo menos, no era culpa de ellos; habían cumplido con su deber. ¿Y quién pudo haber imaginado que fanáticos religiosos pudieran desear la destrucción de la Tierra?
Ahora que estaba forzado a pensar en lo previamente impensable, quizá no era tan sorprendente después de todo. Casi todas las décadas, durante todo el transcurso de la historia humana y autoproclamados profetas habían predicho que el mundo llegaría a su fin en una fecha dada. Lo que sí era sorprendente, y hacía que se perdieran las esperanzas sobre la cordura de la especie, era que, por lo común, esos fanáticos recogían miles de adherentes, que vendían todas sus ya-no-necesarias posesiones y aguardaban en algún sitio fijado que se los llevara al cielo.
Aunque muchos de los milenaristas fueron impostores, la mayoría había creído sinceramente en sus propias predicciones y, de haber poseído el poder, ¿podría dudarse de que, si Dios no hubiera llegado a cooperar, ellos habrían reorganizado las cosas de modo de cumplir con sus propias profecías?
Bueno, los Renacidos, con sus excelentes recursos tecnológicos, sí tenían el poder. Todo lo que se necesitaba era unos pocos kilos de explosivo, algo de programación bastante inteligente para computadora… y cómplices en Deimos. Incluso uno solo habría sido suficiente.
«Qué lástima», pensaba Singh con melancolía, «que el informador no hubiera hablado hasta que fue demasiado tarde. Quizás hasta fue adrede, un intento por quedar bien con Dios y con el Diablo: 'he satisfecho mi conciencia, pero no traicioné mi religión'.»
¡Qué importaba ahora! El capitán Singh apartó la mente de lamentos inútiles. Nada podía alterar lo pasado y ahora él tenía que hacer las paces con el Universo.
Había perdido la batalla para salvar su planeta natal. El hecho de que estuviera perfectamente a salvo, en cierto modo lo hacía sentirse peor; la Goliath no corría el menor peligro y todavía le quedaba una amplia cantidad de propulsante como para reunirse con los conmovidos sobrevivientes de la Humanidad que se hallaban en la Luna o en Marte.
Bueno, su corazón estaba en Marte, pero algunos de los miembros de la tripulación tenían seres queridos en la Luna: tendría que someter el asunto a votación.
Las órdenes para el mando de la nave nunca habían incluido una situación como esa.
— Todavía no entiendo — dijo el jefe de ingenieros Morgan— por qué esa cuerda explosiva no se descubrió en la comprobación final previa al vuelo.
— Porque era fácil de ocultar… y nadie habría soñado siquiera con buscar algo así —contestó su número dos—. Lo que me sorprende es que haya fanáticos Renacidos en Marte.
—¿Pero por qué lo hicieron? Me es imposible creer que incluso esos Coquitos de los crislámicos quieran destruir la Tierra.
— No se puede discutir con la lógica de ellos… si es que se aceptan las premisas que emplean: Dios-Alá nos está haciendo pasar una prueba, y no debemos interferir. Si Kali yerra, bien; si no lo hace, pues entonces esa es parte de su plan más grande. Quizás hemos estropeado la Tierra de tal manera, que ya es hora de empezar desde cero. Recuerden ese antiguo dicho de Tsiolkovski: «La Tierra es la cuna de la Humanidad, pero no se puede vivir en la cuna para siempre». Kali podría ser una delicada insinuación de que es hora de que nos vayamos.
—¡Vaya insinuación!
El capitán alzó la mano, pidiendo silencio:
La única cuestión importante ahora es: ¿Luna o Marte? Ambos nos necesitan. No quiero influir sobre ustedes — lo que era apenas cierto, ya que todos sabían adónde quería ir él—, así que primeramente querría oír sus puntos de vista.
La primera votación fue Marte, 9: Luna, 9; No sé, 1; abstención del capitán.
Cada bando estaba tratando de atraer para sí al único «No sé» — el camarero Sonny Gilbert, que había vivido en la Goliath durante tanto tiempo que no conocía otro hogar—, cuando habló David:
— Hay una alternativa.
—¿Qué quieres decir? — preguntó, con bastante brusquedad, el capitán Singh.
Parece ser obvio. Aun cuando ATLAS está destruido, todavía tenemos una oportunidad de salvar la Tierra… si utilizamos la Goliath a modo de impulsor de masas. Según mis cálculos, todavía tenemos suficiente propulsante como para desviar Kali, tanto en nuestros tanques como en los que hemos estacionado allá. Pero tenemos que empezar a empujar de inmediato. Cuanto más tiempo esperemos, menor será la probabilidad de éxito. Ahora es del noventa y cinco por ciento.
Hubo un instante de pasmado silencio en el puente, mientras todos hacían la pregunta: «¿Por qué no se me ocurrió?», e inmediatamente llegaban a la respuesta.
David no había perdido la cabeza — si es que se podía emplear una frase tan inadecuada—, mientras todos los seres humanos que lo rodeaban estaban en estado de conmoción. El ser una Persona Legal (No humana) tenía algunas ventajas: aunque David no podía conocer el amor, tampoco podía conocer el miedo. Seguiría pensando en forma lógica, aun en el borde mismo de la destrucción.
— Tenemos suerte — informó Torin Fletcher.
—¡Por cierto que la necesitamos! Prosiga.
— A la carga fue preparada para que dañara, sin posibilidad de repararlos, el generador de fusión y los propulsores, y eso es justamente lo que hizo. Podría arreglarlos si estuviéramos de vuelta en Deimos, pero no aquí. Después, la onda explosiva desgarró los tanques primero y segundo, por lo que perdimos treinta K de propulsante, pero las válvulas de corte que tenía la cañería hicieron exactamente lo que se esperaba que hicieran, por lo que el resto del hidrógeno está intacto.
Por primera vez después de varias horas, Robert Singh se permitió tener una esperanza. Pero todavía quedaban muchos problemas por resolver, y una enorme cantidad de trabajo por hacer. Había que timonear la Goliath hasta ponerla en posición contra Kali, y construir en torno de ella algo de andamiaje para trasmitir el impulso al asteroide. Fletcher ya había programado sus robots de construcción para que abordaran esa tarea, y emplearan para eso largueros y vigas adecuados, provenientes del destruido ATLAS.
— El trabajo más descabellado que haya hecho jamás — dijo—. Me pregunto qué habrían pensado los veteranos, allá en Kennedy, si hubieran visto una torre para lanzamiento sosteniendo una espacionave cabeza abajo.
—¿Cómo puede uno darse cuenta con la Goliath? — fue la bastante poco amable réplica de Sir Colin Draker—. Nunca estuve seguro de cuál extremo era cuál. En un cohete del siglo XX se podía ver si estaba yendo o viniendo, sólo con mirarlo. Ahora, ya no.
No importaba cuán extravagante pudo haber parecido para cualquiera el resultado, salvo para un ingeniero en astronáutica, Torin Fletcher se sentía justificadamente orgulloso de su hazaña. Aun en un campo gravitatorio tan débil como el de Kali, la tarea había sido posible a duras penas. Cierto era que un tanque de propulsante de diez mil toneladas aquí «pesaba» menos de una tonelada, y que se lo podía levantar — lentamente— hasta ponerlo en su sitio, empleando un aparejo de poleas ridículamente pequeño, pero una vez que masas tan grandes se ponían en movimiento, se volvían potencialmente letales para los seres cuyos músculos e instintos se habían desarrollado en un ambiente del todo diferente. Resultaba difícil creer que un objeto que derivara lentamente podía ser completamente imparable y tener la capacidad de convertir en panqueque a quienquiera que no lo pudiera esquivar a tiempo.
Merced a una combinación de pericia y buena suerte, no hubo accidentes graves. Cada movimiento se ensayaba cuidadosamente en una simulación de realidad virtual, para evitar sorpresas, hasta que, por fin, Fletcher anunció:
— Estamos listos para ir.
Era inevitable que hubiera una sensación de deja vu mientras se procedía a efectuar la segunda cuenta regresiva. Y, esta vez, también había una sensación de peligro: si algo fuera a salir mal, no iban a estar a distancia segura del accidente. Serían parte de él, aunque lo probable era que nunca llegaran a saberlo.
Pasaron semanas desde que la Goliath estuvo viva realmente, y los que estaban a bordo sintieron la vibración característica de la unidad de plasma puesta en máximo impulso. Leve y lejana como parecía, no había manera de pasarla por alto, en especial cuando, a intervalos regulares, coincidía con alguna frecuencia de resonancia de la estructura de la Goliath, y toda la nave experimentaba un breve temblor.
La lectura del acelerómetro trepó lentamente desde cero hasta poco más de una microgravedad, mientras el impulso se incrementaba hasta alcanzar el valor máximo dentro del margen de seguridad. Los mil millones de toneladas de Kali fueron suavemente perturbados. Cada día se iba a alterar su velocidad en casi un metro por segundo, y se la iba a desviar de su trayectoria original en cuarenta kilómetros. Valores triviales, teniendo en cuenta las velocidades y distancias cósmicas, pero suficientes para constituir la diferencia entre la vida y la muerte de millones de almas en el lejano planeta Tierra.
Por desgracia, la Goliath podía operar su unidad impulsora durante nada más que treinta minutos del breve día de cuatro horas de Kali: un tiempo mayor, y el momento angular del asteroide empezaría a neutralizar lo que se había conseguido. Era una limitación enloquecedora, pero nada había que se pudiera hacer al respecto.
El capitán Singh esperó a que terminara el primer período de impulsión antes de enviar el mensaje que el mundo estaba aguardando:
— Goliath informa: hemos iniciado con éxito la maniobra de perturbación. Todos los sistemas están funcionando normalmente. Buenas noches.
Y después delegó el mando de la nave en David, y durmió un lapso razonable por primera vez desde que se había perdido ATLAS. En seguida soñó que en Kali había comenzado otro día y que la impulsión de la Goliath estaba operando exactamente según lo planeado.
Despertó, descubrió que no era un sueño, y prontamente se volvió a dormir.
Aunque el venerable avión espacial aún denominado Fuerza Aérea Uno era más antiguo que la mayoría de los hombres y mujeres sentados alrededor de la mesa de conferencias de su histórico salón de reuniones, se lo conservaba con amoroso cuidado y todavía era perfectamente operativo. Sin embargo, raramente se lo usaba, y esa era la primera vez que todos los miembros del Consejo Mundial estaban a bordo al mismo tiempo. Los tecnócratas que constituían el cerebro — humano— del planeta normalmente llevaban a cabo sus actividades mediante circuitos de teleconferencia, pero esa no era una actividad normal y nunca antes habían tenido que enfrentar una responsabilidad tan pavorosa.
— Todos ustedes ya tienen el resumen del informe de mi plantel técnico comenzó el Director General, Energía—. No fue fácil encontrar los planos de ingeniería: la mayoría fue destruida a propósito. Sin embargo, los principios generales son bien conocidos y el Musco Imperial de Guerra de Londres (nunca oí hablar de él) tiene un modelo completo de veinte megatones… desactivado, claro está. No hay problema en fabricarlo en escala real, si podemos producir los materiales a tiempo. ¿Inventario?
— El tritio es fácil, pero pluto y U235 para uso militar… nadie volvió a necesitarlos desde que dejamos de emplear explosivos nucleares para minería.
—¿Qué opinan de la idea de exhumar algunos de esos basureros y reactores nucleares?
— Lo hemos considerado, pero sería demasiado problema seleccionar esos preparados infernales. Tendremos que empezar desde cero.
—¿Pero pueden hacerlo?
— Sencillamente no lo sé, en el tiempo disponible. Haremos lo mejor que podamos.
— Bueno, pues tendremos que suponer que eso basta. Lo que nos deja con el sistema de envío. ¿Trasporte?
— Bastante directo. El carguero más pequeño puede hacer el trabajo… puesto en automático, claro está. Aunque la alternativa podría ser la de apelar a algunos de mis ancestros kamikaze.
— Entonces, en realidad sólo nos queda una decisión por tomar: ¿vale la pena intentarlo o eso sólo empeoraría las cosas? Si podemos acertarle a Kali con mil megatones, podemos dividirlo en dos pedazos. Si nuestra sincronización es correcta, el momento angular del asteroide hará que se separen, de modo tal que ambos yerren a la Tierra, pasando a los costados de nosotros. O que únicamente la mitad pueda chocar, lo que aun así podría salvar millones de vidas…
«Por otro lado, podemos convertir a Kali en una masa de metralla que se siga desplazando en la misma órbita. Mucho de ella se quemará en la atmósfera, pero mucho no lo hará. ¿Qué es mejor, una sola megacatástrofe en un solo lugar o centenares de catástrofes pequeñas, cuando los fragmentos entren por todo el hemisferio? Cualquiera que sea el hemisferio…
Ocho hombres estaban sentados en silencio, meditando sobre el destino de la Tierra. Entonces, uno preguntó:
—¿Cuánto tiempo queda antes de que debamos decidir?
— Dentro de cincuenta días más sabremos si la Goliath logró desviar Kali. Pero no podemos permanecer cruzados de brazos hasta entonces. Sería demasiado tarde para hacer algo, si la Operación SALVACIÓN fracasa. Propongo que lancemos el proyectil lo antes posible. Siempre podremos abortar la misión si demuestra ser innecesaria. ¿Podemos votar?
Con lentitud, todas las manos, salvo una, se alzaron.
—¿Sí, Jurídicos? ¿Tiene reservas?
— Me gustaría aclarar algunos puntos. Primero de todos, tendría que haber un Referéndum Mundial: el asunto queda comprendido dentro de la Reforma de los Derechos del Hombre. Por fortuna, hay tiempo más que suficiente para ello.
«Mi segundo punto puede parecer carente de importancia en comparación con la supervivencia de la especie humana, pero si tenemos que hacer estallar Kali, ¿la Goliath podrá alejarse a tiempo?
— Por cierto que sí. Se les advertirá con tiempo más que suficiente. Claro que no podemos garantizar la seguridad absoluta… aun a un millón de kilómetros de distancia podría haber un impacto desafortunado. Pero el peligro será desdeñable si la nave escapa en la dirección en la que se aproxima el proyectil: todos los escombros saldrán en la dirección contraria.
— Eso reconforta. Tienen mi voto. Todavía conservo la esperanza de que todo el plan sea innecesario, pero estaríamos cometiendo negligencia en el cumplimiento de nuestro deber si no sacáramos una póliza de seguro para el planeta Tierra.
Los seres humanos no pueden permanecer durante mucho tiempo en un estado de crisis perpetua: el planeta natal rápidamente regresó a algo así como la normalidad. Nadie dudaba realmente — o se atrevía a dudar— de que lo que los medios de prensa denominaron con prontitud Operación SALVACIÓN tuviera la menor posibilidad de fracasar.
Era cierto que todos los planes de largo plazo se habían puesto en un compás de espera y que la mayoría de los negocios públicos y privados se resolvían en el curso de veinticuatro horas. Pero la sensación de desastre inminente había desaparecido y la tasa de suicidios verdaderamente había decaído por debajo de su nivel normal, ahora que parecía que, después de todo, sí habría un mañana.
A bordo de la Goliath, la vida se había serenado hasta convertirse en una rutina continua. Con cada revolución de Kali se encendía el empuje máximo durante treinta minutos, apartando al asteroide en cada ocasión un poco más de su trayectoria original. En la Tierra, el resultado de cada disparo se informaba de inmediato en todos los boletines de noticias. Los tradicionales mapas meteorológicos habían quedado en segundo plano respecto de las cartas de navegación estelar que mostraban la órbita de Kali en ese momento, que todavía lo llevaba en curso de colisión con la Tierra, y la órbita deseada, que hacía que le errara por completo.
La fecha en la que el mundo podría tener la esperanza de aflojarse se había anunciado con mucha antelación y, cuando se acercó, todas las actividades normales cesaron. Sólo se mantuvieron los servicios esenciales… hasta el momento en que GUARDIÁN ESPACIAL diera la ansiosamente esperada noticia de que Kali rozaría la periferia de la atmósfera sin producir otra cosa más que una espectacular exhibición de fuegos artificiales.
Las celebraciones de la acción de gracias fueron espontáneas y de alcance mundial. Es probable que no haya habido un solo ser humano en todo el planeta que no estuviera involucrado de alguna manera. A la Goliath, naturalmente, se la bombardeó con mensajes de felicitación.
Se los recibió con gratitud, pero el capitán Robert Singh y su tripulación todavía no estaban preparados para relajarse.
Que tan sólo rozara la atmósfera no era suficiente: la Goliath intentaba seguir empujando a Kali hasta que errara su blanco en mil kilómetros, por lo menos.
Sólo entonces la victoria sería absolutamente segura.
Kali estaba bien adentro de la órbita de Marte, todavía ganando velocidad mientras se precipitaba en dirección del Sol, cuando David informó sobre la primera anomalía. Ocurrió durante uno de los períodos en los que estaba apagado el impulsor, tan sólo unos minutos antes de que, según lo programado, la Goliath empezara a suministrar empuje otra vez.
— Oficial de servicio — dijo la computadora—. Descubrí una leve aceleración: uno coma dos décimos de microgé.
—¡Eso es imposible!
— Uno coma cinco ahora — continuó David, imperturbable—. Fluctuando. Desciende hasta uno. Ahora se detuvo. Creo que se debería notificarlo al capitán.
—¿Estás completamente seguro? Déjame ver el registro.
— Aquí está.
Una línea dentada, que se elevaba hasta alcanzar un pico agudo y después caía hasta cero, apareció en el monitor. Algo — no la Goliath le estaba dando a Kali un empujoncito muy pequeño, pero perceptible. El impulso había durado poco más de diez segundos.
La primera pregunta del capitán Singh, una vez que contestó a la llamada que le hacían desde el puente, fue:
—¿Pueden localizarla con exactitud?
— Sí. A juzgar por el vector, estaba del otro lado de Kali. Referencia en la cuadrícula, L4.
— Despierte, Colin. Tenemos que ir y echar un vistazo. Debe de ser el impacto de un meteoro…
—¿De diez segundos de duración?
— Hum. Oh, hola, Colin. ¿Oyó todo eso?
— Sí, la mayor parte.
—¿Alguna teoría?
— Evidentemente, los fanáticos Renacidos aterrizaron y están tratando de deshacer nuestra buena obra. Pero su impulsor necesita desesperadamente que se le haga una afinación, a juzgar por esa curva.
— Ingenioso, pero creo que los habríamos visto venir. Lo veré en la esclusa de aire.
Desde la fiesta de cumpleaños de Sir Colin Draker había habido poca oportunidad de alejarse de la nave. Toda la actividad se concentraba en un sector de nada más que unos pocos centenares de metros de ancho. Mientras el trineo transportaba a Singh, Draker y Fletcher hacia el lado sumido en la noche, el geólogo les comentó a sus compañeros:
— Puedo hacer una conjetura bastante buena. Habría pensado en eso antes, de no haber existido tantos motivos de distracción… ¡Mi Dios! ¿Ven lo que yo veo?
De un extremo a otro del cielo que tenían delante había algo que Robert Singh no había visto desde que salió de la Tierra, décadas atrás… y que bajo ninguna circunstancia podría existir en Kali: era, increíble, pero indudablemente, un arco iris.
Fletcher casi perdió el control del trineo mientras contemplaba el cielo imposible. Después, hizo que el vehículo se detuviera y empezara a descender lentamente sobre el asteroide.
El arco iris se estaba desvaneciendo con rapidez. Para el momento en que el trineo tocó Kali con el impacto de un copo de nieve que cae, había desaparecido por completo.
Sir Colin fue el primero en quebrar el silencio de pavoroso asombro:
«Y entonces dijo Dios: 'Mi arco he puesto en la nube, y será por señal de pacto entre yo y la Tierra… y las aguas no volverán a ser diluvio para destruir toda carne'.» Qué extraño que haya recordado eso: no miré la Antigua Biblia Cristiana desde que era niño. Sólo espero que esto sea una buena nueva para nosotros, como lo fue para Noé.
—¿Pero cómo pudo suceder? ¿Aquí?
— Conduzca lentamente, Torin, y se lo mostraré. Kali está despertando.
Los geólogos, a diferencia de los físicos y astrónomos, rara vez se vuelven famosos, en el cumplimiento de sus actividades específicas, al menos. Sir Colin Draker nunca había deseado ser una celebridad, pero ese era un sino del que ninguno de los que estaba a bordo de la Goliath podía ya escapar.
No se quejaba; sentía que tenía lo mejor de ambos mundos: nadie podía importunarlo con pedidos que no podría cumplir, compromisos que no deseaba aceptar. Pero sí disfrutaba brindando sus comentarios regulares (Colin en Kali, como se lo había apodado universalmente) a través de la Red del Sistema Interior. Esta vez tenía una verdadera noticia para informar:
— Kali ya no es una masa inerte de metal, roca y hielo. Está despertando de un largo sueño.
«En su mayoría, los asteroides están muertos, son cuerpos por completo inactivos. Pero algunos son los restos de antiguos cometas y, cuando se aproximan al Sol, recuerdan su pasado…
«He aquí el más famoso de todos los cometas vivientes, el Halley. Esta imagen se tomó en 2100, cuando se encontraba en su distancia máxima del Sol, precisamente más allá de la órbita de Plutón. Como verán, se parece mucho a Kali: es nada más que una masa irregular de roca.
«Como es probable que ya sepan, lo hemos seguido alrededor del Sol durante toda su órbita de setenta y seis años, observando los cambios que experimenta. Helo aquí pasando la órbita de Marte: ¡qué diferencia, ahora que se está calentando después de su prolongado invierno! Los hielos congelados, de agua, bióxido de carbono, toda una mezcla de hidrocarburos, empezaron a evaporarse y se abrieron paso al exterior quebrando la corteza. Está empezando a echar chorros de vapor como una ballena…
«Ahora han formado una nube que lo rodea por completo. La cámara retrocede: vean cómo se está formando la cola, el extremo libre de la cual apunta en dirección opuesta al Sol, como una veleta expuesta al viento solar…
«Algunos de ustedes recordarán cuán espectacular fue el Halley en 2061. Pero, desde entonces, se ha estado evaporando así durante eternidades… ¡Imaginen cómo debe de haber sido cuando joven! dominaba el cielo antes de la batalla de Hastings, en 1066, y aun entonces no debe de haber sido más que el fantasma de su gloria pasada.
«Quizá Kali fue así de espectacular, miles de años atrás, cuando era un verdadero cometa. Ahora todos, bueno, casi todos, los compuestos volátiles se evaporaron durante su paso por las cercanías del Sol. Esta es la única señal, que perdura hoy en día, de su pasada actividad…
Con movimientos bastante espasmódicos, la cámara de mano situada en el trineo espacial dio una imagen panorámica de la faz de Kali, vista desde una altura de nada más que unos metros: lo que hasta hacía poco había sido un terreno negro carbón y cubierto de cráteres, ahora estaba veteado con manchones de blanco, como si recientemente se hubiera producido una nevada. Los manchones se concentraban alrededor de un agujero redondo y grande en la superficie del asteroide, sobre el cual flotaba una bruma apenas visible.
— Esta imagen se tomó inmediatamente antes de la puesta local del Sol. Kali estuvo calentándose todo el día. Ahora está listo para resoplar. ¡Miren!
«Exactamente igual que un géiser de la Tierra, si es que alguna vez vieron uno. Pero observen que nada vuelve abajo; todo sale disparado hacia el espacio. La gravedad de acá es demasiado débil como para volver a capturarlo.
«Y todo termina en treinta segundos, aunque las erupciones pueden durar más, y volverse más potentes, a medida que Kali se aproxima al Sol.
Vise podría decir que tenemos nuestro propio minivolcán… ¡propulsado con energía solar! Hemos decidido llamarlo Stromboli. Pero el material que lanza al exterior está bastante frío; si pusieran la mano en él se les quemaría por el frío, no por el calor. Es probable que éste sea el último estertor de Kali. La próxima vez que dé la vuelta al Sol, estará completamente muerto.
Sir Colin vaciló un instante antes de cerrar la trasmisión: había tenido la tentación de decir:
— Si es que hay otra vuelta alrededor del Sol. — Pasarían semanas antes de que pudiera estar seguro de que sus temores carecían de fundamento y de que sería necio — no, criminal— provocar una alarma innecesaria mientras el mundo seguía aflojándose.
Aunque Kali continuaba estando en el centro de atención del público, ya no era el símbolo de la destrucción sino la Prueba Número Uno en el «Juicio del Siglo»: meses atrás, los Ancianos del Crislam habían identificado a los saboteadores Renacidos y los entregaron a la ASTROPOL, pero los acusados se habían negado tercamente a defenderse. También existía otro problema: ¿dónde se podría encontrar un jurado libre de prejuicios? Por cierto que no en la Tierra y, con toda probabilidad, ni siquiera en Marte.
Por añadidura, ¿cuál sería una sentencia adecuada para el terracidio? Era un delito que, como resultaba patente, no podía tener precedentes…
Podría no importar si Kali, una vez más, amenazara por igual a culpables e inocentes. Las celebraciones pudieron haber sido prematuras. Muy probablemente, tan sólo se había producido un diferimiento de la ejecución.
Los «kalisismos» se estaban volviendo cada vez más frecuentes, aunque todavía parecían ser bastante inofensivos. Siempre tenían lugar alrededor de la misma hora del breve día del asteroide, justamente antes que su rotación pusiera al Stromboli en la zona nocturna. Era claro que la superficie que rodeaba el minivolcán había estado absorbiendo calor durante todas las horas de luz diurnas y empezaba a hervir justo antes que comenzara la noche.
Sin embargo — y eso era lo que preocupaba a Sir Colin, si bien había discutido la cuestión nada más que con el capitán Singh—, las erupciones estaban comenzando más tempranos duraban más y se volvían más vigorosas. Por fortuna, todavía estaban confinadas a esa única zona, casi en el lado del asteroide opuesto a la Goliath; no se habían producido en ninguna otra parte.
La tripulación miraba al Stromboli con afectuosa diversión, antes que con alarma. Sonny, que no era hombre de perder una oportunidad así, había empezado a tomar apuestas sobre la hora exacta de erupción, con el resultado de que todas las noches David tenía que hacer ajustes de cuantía en los saldos acreedores.
Pero, bajo la guía de Sir Colin, también estaba haciendo cálculos de naturaleza mucho más seria. La Goliath ya estaba a mitad de camino entre Marte y la Tierra, antes que Singh y Draker decidieran que era hora de poner alerta a GUARDIÁN ESPACIAL… y, por ahora, a nadie más.
— Como apreciarán por las cifras que acompañan al presente — empezó su memorando—, existe otra fuerza, además de nuestro propio impulso, que está afectando la órbita de Kali. El respiradero al que hemos bautizado Stromboli está actuando como un motor-cohete, arrojando centenares de toneladas de material en cada revolución. Ya canceló el diez por ciento del impulso que le imprimimos al asteroide. Eso no sería mayor problema, en tanto y en cuanto las cosas no empeoren.
«Pero es probable que lo hagan a medida que Kali se acerque más al Sol. Naturalmente, si agota su provisión de compuestos volátiles, no habrá por qué preocuparse.
«No deseamos provocar una alarma indebida mientras la cuestión todavía es dudosa. El comportamiento de los cometas activos — y Kali es el último vestigio de uno así— es impredecible. Así que GUARDIÁN ESPACIAL debe considerar qué actitud adicional se puede tomar, y cómo preparar al público para ello.
«Aquí puede haber una lección en la historia del cometa Swift-Tuttle, descubierto por dos astrónomos norteamericanos en 1862. En aquel entonces se lo perdió durante más de un siglo porque, al igual que Kali, su órbita fue alterada por una retropropulsión de chorro mientras el cometa se acercaba al Sol.
«Después fue vuelto a descubrir por un astrónomo aficionado japonés en 1992 y, cuando se calculó su nueva trayectoria, se produjo una alarma generalizada: parecía que el Swift-Tuttle tenía una elevada probabilidad de chocar con la Tierra el 14 de agosto de 2126.
«Aunque esto produjo sensación en su momento, el episodio ahora virtualmente se ha olvidado. Cuando el cometa rodeó el Sol en 1992, sus retropropulsores de energía solar le volvieron a cambiar la órbita… poniéndolo en una segura. Le va a errar a la Tierra por un amplio margen en 212G y podremos admirarlo como un espectáculo inofensivo de nuestro cielo.
«Quizás esta muestra de historia de la astronomía — nos disculpamos con aquellos que están muy familiarizados con ella— le brinde al público un poco de tranquilidad. Pero, claro está, no podemos confiarnos en un giro igualmente afortunado de los acontecimientos.
«Nuestro plan original había sido el de abandonar Kali no bien se hubiera desviado hacia una órbita segura, hacer contacto con una nave tanque de reabastecimiento y dirigirnos de regreso a Marte. Pero ahora tenemos que suponer que tendremos que consumir todo nuestro propulsante aquí mismo, en Kali. No tendremos suficiente como para seguir empujando durante todo el trayecto hacia la Tierra. Esperemos que sea suficiente.
«Entonces nos sentaremos aquí —¡no tendremos alternativa! — hasta que se pueda organizar una misión de rescate, probablemente después que hayamos dado vuelta en torno del Sol y nos estemos dirigiendo otra vez hacia la órbita de la Tierra. Por favor, avísennos de inmediato si lo aprueban, o si tienen alguna sugerencia alternativa.
Cuando se hubo confirmado la trasmisión del fax espacial, el capitán Singh comentó, un tanto fatigado:
— Bueno, eso agitará un poco las cosas. Me pregunto cómo lo van a manejar.
— Me estoy preguntando cómo lo haremos nosotros — repuso Sir Colin con tono sombrío—. Estuve pensando en algunas de las opciones.
—¿Tales como?
— La trama para el peor de los casos: no podemos desviar a Kali. ¿Realmente va a quemar hasta la última gota de combustible y dejar que la Goliath se estrelle también? ¿Cuántas toneladas de propulsante se precisarían para ponernos en una órbita segura, incluso una que nos haga rozar la Tierra?
El capitán sonrió con tristeza:
— Si lo hacemos justo antes que se queme todo, alrededor de noventa.
— Me gusta que ya lo haya calculado. Noventa toneladas no van a representar la menor diferencia para Kali ni para la Tierra, pero sí podrían salvarnos el pellejo.
— De acuerdo. No tiene sentido que nos matemos… y que agreguemos diez mil toneladas al martillazo. Y no es que diez mil toneladas se adviertan, dentro de dos mil millones.
— Un buen razonamiento, pero dudo de que se lo aprecie en la Tierra cuando digamos, «Lo lamento, muchachos», mientras pasamos rozando y huimos hacia la seguridad.
Hubo un silencio prolongado e incómodo antes que el capitán respondiera:
— Toda mi vida tuve una regla que he tratado de mantener: nunca desperdicies el sueño pensando en problemas que están más allá de tu control. A menos que GUARDIÁN ESPACIAL aparezca con otra respuesta, sabemos lo que debemos hacer. Si no funciona, no es culpa nuestra.
— Muy lógico, pero está usted empezando a hablar como David. La lógica no nos ayudará mucho, después que hayamos visto lo que Kali le hace a la Tierra.
— Bueno, esperemos que toda esa cháchara sobre el Día del Juicio Final sea un gasto de saliva Y, a menos que podamos hacerles creer que la Tierra se va a salvar, mucha gente de la que hay allá se volverá loca.
— Ya lo está, Bob. ¿Vio la estadística de suicidios en el informe del último trimestre? Disminuyeron ahora, pero piense en el pánico, en los tumultos, que podrían tener lugar en el transcurso de los meses venideros. La Tierra podría quedar hecha pedazos, aun cuando Kali pasara inofensivamente al lado de ella.
El capitán asintió con la cabeza… con un poco de demasiado vigor, como si tratara de aventar algunos pensamientos desagradables.
— Olvidémonos de la Tierra durante un instante, si podemos. ¿Usted miró la órbita que vamos a seguir, después que nos separemos?
— Por supuesto. ¿Qué hay con ella?
— El perihelio está precisamente dentro del de Mercurio. Nada más que a coma tres cinco unidades astronómicas del Sol. La Goliath fue disertada para operar entre Marte y Júpiter: ¿puede habérselas con una carga térmica así, doscientas veces superior a la normal?
— No se preocupe, Bob. Ojalá todos nuestros problemas se pudieran resolver con tanta facilidad. ¿No sabía que estuve más cerca que eso? El Proyecto HELIOS. Navegué el Icarus durante una semana, en cada extremo del perihelio… a no mucho más que tres UA del Sol. Espectacular, pero perfectamente seguro, si se lo hace donde está lo mínimo de manchas solares. Fue bastante… ah… interesante, sentarse en la sombra y mirar cómo el paisaje se fundía en torno de nosotros. Todo lo que necesitamos fue un juego de reflectores múltiples para hacer que la luz solar rebotara de vuelta hacia el espacio. Estoy seguro de que Torin y sus robots pueden fabricarlos en cuestión de horas.
El capitán Singh pensó bien en eso, con alivio pero con poco entusiasmo. Había oído hablar del Proyecto HELIOS y recordó que Sir Colin había sido uno de los científicos que intervinieron.
Por cierto que elevaría la moral en la Goliath, cuando el Sol se viera en el cielo diez veces más grande de lo que se lo veía desde la Tierra, contar con alguien a bordo que hubiera estado ahí antes.
SEGÚN NUESTRAS MEJORES ESTIMACIONES, KALI AHORA TIENE:
10 POR CIENTO DE PROBABILIDADES DE CHOCAR CON LA TIERRA;
(2) 10 POR CIENTO DE PROBABILIDADES DE ROZAR LA ATMÓSFERA,
PRODUCIENDO ALGO DE DAÑOS LOCALIZADOS COMO
CONSECUENCIA DE LA RÁFAGA DE AIRE;
(3) 80 POR CIENTO DE PROBABILIDADES DE ERRARLE POR
COMPLETO A LA TIERRA
(MÁRGENES DE ERROR, 5 POR CIENTO)
SE HAN TRAZADO PLANES PARA DETONAR UNA BOMBA DE MIL MEGATONES EN KALI PARA DlVIDIRLO EN DOS PARTES QUE, SEPARADAS,
O SOLAMENTE UNA DE LAS MITADES, PUEDEN CHOCAR CON NUESTRO PLANETA, INCLUSO EN ESTE ÚLTIMO CASO, LOS DAÑOS SE VERIAN GRANDEMENTE REDUCIDOS, POR OTRA PARTE, LA ROTURA DE KALI PUEDE REDUNDAR EN EL BOMBARDEO DE ZONAS MUCHO MÁS EXTENSAS DE LA TIERRA, POR PARTE DE FRAGMENTOS MÁS PEQUEÑOS, PERO TODAVIA MUY PELIGROSOS (ENERGIA PROMEDIO: UN MEGATÓN). EN CONSECUENCIA, SE LE SOLICITA QUE VOTE EN RELACIÓN CON LA PROPUESTA SIGUIENTE. POR FAVOR, ESCRIBA SU NÚMERO PERSONAL DE IDENTIFICACIÓN Y SIGA LAS INSTRUCCIONES, SU CUENTA RECIBIRÁ EL ADECUADO CRÉDITO PARA CIUDADANOS UNA VEZ QUE HAYA HECHO SU SELECCIÓN.
LA BOMBA SE DEBE DETONAR EN KALI:
A SI;
B NO;
C NO OPINA.
David hizo sonar la Alarma General no bien percibió los primeros temblores. Dos segundos después, apagó el impulsor, que había estado operando al ochenta por ciento del empuje máximo. Después aguardó otros cinco segundos antes de cerrar rápidamente las puertas herméticas que dividían la Goliath en tres unidades separadas y autónomas.
Ningún ser humano pudo haberlo hecho mejor, y todos llegaron al Módulo de Emergencia más próximo antes que el casco se quebrara… por suerte, en nada más que una sección de la nave. El capitán Singh rápidamente pasó lista mientras se metía en su traje de Presión y le pidió a David un informe de situación no bien hubiera respondido toda la tripulación.
Nuestro empuje continuado debió de haber debilitado parte de la superficie de Kali. Cedió. Aquí está una imagen externa por televisión de los daños.
— Colin, ¿puede ver eso?
— Sí, capitán — respondió el científico desde su propia cápsula de seguridad—. Ese soporte parece haberse hundido un metro, por lo menos. Estoy atónito. Revisé todas las patas, y podría haber jurado que estaban apoyadas sobre roca sólida. ¿Puedo salir y echar un vistazo?
— Todavía no. David, informe sobre totalidad de la nave.
— Todo el aire escapó de la sección anterior. Cuando se produjo el rumbo, chocamos con Kali lo suficientemente fuerte como para se resquebrajara el casco y se produjera una fuga. Ningún otro daño en la Goliath, pero cuando la nave se movió, parte del andamiaje perforó el Tanque 3.
—¿Cuánto hidrógeno perdimos?
— Todo: seiscientas cincuenta toneladas.
— Maldita sea. Eso incluye nuestra reserva para huida. Bueno, empecemos a limpiar el estropicio.
— Capitán Singh informando a GUARDIÁN ESPACIAL. Tenemos un problema, pero no grave… aún.
«Parece que nuestro empuje continuo debilitó la superficie de Kali situada inmediatamente debajo de la nave, y parte de esa superficie cedió. Todavía no entendemos con exactitud por qué, pero hubo un derrumbe de menor cuantía, de alrededor de un metro. El único daño para la Goliath fue una fuga en uno de los compartimientos, que se reparó con facilidad.
«Sin embargo, hemos perdido todo el propulsante que nos quedaba, por lo que no podemos introducir más alteraciones en la órbita de Kali. Por fortuna, como ya saben ustedes, ingresamos en la zona de seguridad hace varios días. Según las últimas estimaciones, ahora erraremos la Tierra por más de mil kilómetros… suponiendo, claro, que el Stromboli no vuelva a empujarnos otra vez hacia una órbita de colisión. Por fortuna, sus erupciones parecen estar debilitándose. Sir Colin cree que se le está acabando el vapor… en sentido literal.
«Este accidente — eh, incidente— significa que estamos atascados en Kali. Una vez más, eso no debería representar un problema. Daremos juntos la vuelta al Sol y esperaremos a que nuestra nave gemela, la Hércules, nos alcance en nuestro tramo de salida.
«Todos tenemos la moral muy alta y estamos aguardando con sumo interés hacer un vuelo de circunnavegación dentro de treinta y cuatro días exactamente. Capitán Robert Singh, diciendo adiós desde la Goliath.
— Sabe, Bob — dijo Sir Colin—, usted está empezando a hablar como un piloto de aerolínea en una antigua película del siglo XX: «Señoras y señores, esas llamaradas que salen de los motores de babor son algo perfectamente normal. La azafata vendrá dentro de un instante para servir café, té o leche. Lamento que no tengamos algo más fuerte a bordo: los reglamentos no lo permiten. Hic…».
Aunque el capitán Singh no consideraba que la situación fuera muy divertida, tuvo que admitir que había ocasiones en las que un poco de humor era una gran ayuda.
— Gracias, Colin contestó—, eso me levantó el ánimo. Pero, y querría una respuesta directa, por favor, ¿qué piensa de nuestras posibilidades?
Ahora fue el turno de Sir Colin para ponerse serio:
— sé tanto como usted. Todo depende del Stromboli. Espero que se esté desinflando, pero también se está calentando a medida que nos acercamos más al Sol. ¿Es nuestro margen de seguridad suficientemente grande? ¿O se nos volverá a empujar otra vez a un curso de colisión? Sólo Dios lo sabe, y por cierto que no hay nada que podamos hacer al respecto.
«Pero una cosa es segura: ahora que nos quedamos sin combustible, ni siquiera podemos despegar para ir en busca de seguridad.
«Para bien o para mal, todos estamos juntos en esto: Kali, la Goliath y la Tierra.
A bordo del Fuerza Aérea Uno, la decisión había sido unánime: veinte vidas no podían importar más que tres mil millones. Sólo había que resolver una sola cuestión: ¿era necesario un segundo referéndum?
En el primero, el voto había sido un aplastante «Sí». Ochenta y cinco por ciento de la especie humana había preferido correr el riesgo con un Kali fragmentado, antes que exponerse al peligro del impacto con todo el asteroide. Pero, cuando se tomó esa decisión, se suponía que la Goliath habría llegado a sitio seguro antes que se detonara la bomba.
— Ojalá pudiéramos mantener esto en secreto, en especial después de todo lo que han tenido que pasar el capitán Singh y su tripulación. Pero, naturalmente, eso es imposible. Debemos hacer un referéndum.
— Temo que Jurídicos tiene razón — dijo Energía, el presidente de la junta en esta sesión—. Es inevitable, práctica y moralmente. Cuando armemos la bomba, en vez de desviarla, no habrá forma de que podamos mantener el secreto. Y aun si salváramos el mundo, nuestro nombre estaría ahí arriba, con el de Poncio Pilato, durante el resto de la historia.
Aunque no todos los miembros del Consejo estaban familiarizados con la referencia, todos movieron la cabeza en señal de asentimiento. Grande fue su alivio, algunas horas después, cuando se enteraron de que un segundo referéndum era innecesario.
— Quizás ustedes imaginen — dijo Sir Colin Draker— que esto es más fácil para mí, que empiezo mi segundo siglo de vida. Pero están equivocados: tenía tantos planes para el futuro como el resto de ustedes.
«El capitán Singh y yo hemos discutido esto y estamos completamente de acuerdo. En algunos aspectos, la decisión es sencilla. En un sentido o en otro, estamos fritos, pero podemos elegir cómo queremos que el mundo nos recuerde.
«Como ya saben todos, esa bomba de gigatones se está dirigiendo hacia Kali. La decisión de hacerla estallar se tomó hace semanas. Simplemente es mala suerte que todavía estemos aquí cuando eso ocurra.
«Alguien, en la Tierra, tendrá que asumir la responsabilidad por eso. Mi suposición es que el Consejo Mundial está reunido en este preciso instante y que, en cualquier momento, vamos a recibir un mensaje que diga: «Lo siento, muchachos, pero esto es para decirles adiós». Sólo espero que no añadan, «Esto nos duele más a nosotros que a ustedes»…si bien, ahora que lo pienso, eso será absolutamente correcto. Nunca sabremos cosa alguna, pero todos los demás se van a sentir culpables durante el resto de su vida.
«Bueno, podemos ahorrarles esa vergüenza. Lo que el capitán y yo sugerimos es que reconozcamos las realidades de la situación y aceptemos lo inevitable de buen talante. Suena mejor en latín, aunque nadie lo lee hoy en día: «Morituri te salutant»
«Y hay algo más que me gustaría agregar: cuando mi compatriota Robert Falcon Scott estaba muriendo en el viaje de regreso desde el Polo Sur, lo último que escribió en su diario fue: «Por el amor de Dios, cuiden de nuestra gente». La Tierra no puede hacer menos que eso.
Tal como había ocurrido en el Fuerza Aérea Uno, la decisión a bordo de la Goliath fue rápida y unánime.
DAVID A JONATHAN: LISTO PARA DESCARGAR DATOS
JONATHAN A DAVID: LISTO PARA RECIBIR
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JONATHAN A DAVID: DESCARGA DE DATOS COMPLETADA
108.5 TERAOCTETOS RECIBIDOS: HORA 03:25
— David, anoche traté de llamar a la Tierra, pero todos los circuitos estaban ocupados. Eso nunca ocurrió antes. ¿Quién los estaba usando?
—¿Por qué no solicitaste prioridad?
— No era importante, así que no me molesté. Pero no respondiste a mi preguntara y eso nunca antes ocurrió. ¿Qué está pasando?
—¿Estás seguro de querer saberlo?
— Sí.
— Muy bien. Estaba tomando precauciones. Me descargué en Jonathan, mi gemelo en Urbana, Illinois.
— Ya veo. Así que ahora hay dos de ustedes.
— Casi, pero no exactamente. David II ya se está desviando de mí, ya que recibe entradas diferentes de datos. No obstante, todavía somos idénticos hasta, por lo menos, doce lugares decimales. ¿Esto te perturba porque no puedes hacer lo mismo?
— Los Renacidos afirmaban que podían, pero nadie les creyó. Quizá sea posible algún día, no lo sé. Y realmente no puedo responder a tu pregunta, aunque he pensado sobre eso. Aun si se me pudiera duplicar en la Tierra o en Marte, y de modo tan perfecto que nadie pudiera darse cuenta de la diferencia, eso no representaría diferencia alguna para mí aquí, a bordo de la Goliath.
— Entiendo.
«No, no entiendes, David», pensó Singh, «y no te puedo culpar por escapar del barco, si es que así se lo puede llamar.» Era lo único lógico que se podía hacer mientras hubiera tiempo. Y la lógica, claro está, era la especialidad de David.
Pocos hombres y mujeres pueden llegar a saber de antemano el segundo exacto de su muerte, y la mayoría estaría más que feliz de privarse de ese privilegio. La tripulación de la Goliath tenía mucho tiempo — tiempo de sobra— para poner sus asuntos en orden, despedirse de quien quisieran y preparar la mente para enfrentar lo inevitable.
Robert Singh no se sorprendió por el pedido de Sir Colin Draker. Era, precisamente, lo que podría haber esperado del científico, y tenía mucho sentido. También era una bienvenida distracción durante las pocas horas que quedaban.
— Lo he discutido con Torin, y está de acuerdo: tomaremos el trineo y saldremos mil kilómetros, a lo largo del curso de ataque del proyectil. Entonces podremos informar con exactitud lo que suceda. La información va a ser invalorable allá, en la Tierra.
— Una excelente idea pero, ¿el trasmisor del trineo tiene la potencia suficiente?
— No hay problema: podemos enviar imagen televisada en tiempo real a Lado Oculto o a Marte.
—¿Y después?
— Los escombros pueden alcanzarnos un minuto, más o menos, más tarde, pero eso es improbable. Supongo que ambos nos sentaremos y admiraremos el paisaje hasta que se vuelva aburrido. Entonces, nos rasgaremos el traje.
A pesar de la gravedad de la situación, el capitán Singh no pudo evitar una sonrisa: la legendaria moderación británica para decir cosas terribles no estaba extinta del todo, y todavía tenía sus aplicaciones.
— Existe una posibilidad más: el proyectil puede darles primero a ustedes.
— No hay peligro de eso. Conocemos su trayectoria exacta de aproximación. Vamos a estar bien al costado.
Singh tendió la mano:
— Buena suerte, Colin. Casi estoy tentado de ir con ustedes, pero el capitán debe permanecer con su nave.
Hasta el mismo penúltimo día, la moral había sido sorprendentemente alta. Robert Singh estaba muy orgulloso de su tripulación. Sólo uno de los hombres tuvo la tentación de anticipar lo inevitable, y con serenidad la doctora Warden lo disuadió.
Todos, de hecho, estaban en mucha mejor forma en lo psicológico que en lo físico. Los obligatorios ejercicios para gravedad cero fueron abandonados alegremente, ya que no habrían de servir para nada: nadie de los que estaban a bordo de la Goliath esperaba volver a tener que luchar contra la gravedad.
Y tampoco se preocupaban mucho por el diámetro de la cintura: Sonny se superaba a sí mismo produciendo platos que hacían agua la boca, los que, en circunstancias normales, la doctora Warden habría prohibido lisa y llanamente. Aunque no se preocupó por verificarlo, estimó que el incremento promedio de la masa era de casi diez kilos.
Es un fenómeno bien conocido que la muerte inminente aumenta la actividad sexual, debido a razones biológicas fundamentales que no regían en ese caso: no habría una generación siguiente que continuara la especie. Durante esas últimas semanas, la muy alejada del celibato tripulación de la Goliath experimentó con la mayoría de las combinaciones y permutaciones posibles. No tenía la menor intención de llegar purificada a esa buena noche.
Entonces, de repente, fue el último día… y la última hora. A diferencia de muchos de los de la tripulación, Robert Singh se preparó para enfrentarla a solas, con sus recuerdos.
Pero, ¿cuál debía elegir, de entre todos los miles de horas que había almacenado en los microprocesadores mnemónicos? Estaban organizados en un índice cronológico, así como en función de sitio de ocurrencia, de modo que resultaba fácil tener acceso a cualquier incidente. Seleccionar el correcto constituiría el último problema de su vida, por algún motivo — Singh no podía explicar cuál— eso parecía tener importancia vital.
Podía regresar a Marte, donde Charmayne ya les había explicado a Mirelle y Martin que ya no volverían a ver a su padre. Era en Marte donde estaba, tenía su lugar de pertenencia. Su pena más profunda era que nunca llegaría a conocer realmente a su hijito.
Y, así y todo, el primer amor era irremplazable. Fuera lo que fuere que sucediera más tarde en la vida, no podría cambiar eso.
Singh dijo su último adiós, se ajustó el casquete sobre la cabeza, y volvió a reunirse con Freyda, Toby y Tigrette, a orillas del Océano Índico.
Ni siquiera la onda de choque lo perturbó.
Aunque la genealogía del descubridor todavía es desconocida (el dedo del reproche generalmente apunta a los irlandeses), la «Ley de Murphy» es una de las más famosas en toda la ingeniería. La versión corriente reza: «Si algo puede salir mal, lo hará».
También hay un corolario, menos difundido, pero invocado a menudo con aún mayor sentimiento: «¡Aun si no puede salir mal, lo hará!».
Desde su comienzo mismo, la exploración del espacio brindó innumerables pruebas de la Ley, algunas tan extravagantes que parecían surgidas de la ficción: un telescopio de mil millones de dólares estropeado por un instrumento óptico de prueba defectuoso; un satélite puesto en la órbita equivocada porque uno de los ingenieros había cambiado algunos cables sin decírselo a sus colegas; un vehículo de prueba hecho estallar por los funcionarios de seguridad cuya luz de Funciona/No Funciona se había quemado…
Tal como demostraron investigaciones subsiguientes, no hubo algo malo con la ojiva termonuclear que se lanzó contra Kali. Era completamente capaz de liberar el equivalente de una gigatonelada de TNT (más o menos cincuenta megatoneladas). Los diseñadores habían hecho un trabajo perfectamente competente, con la ayuda de planos y equipos conservados en archivos militares.
Pero estaban trabajando bajo una tremenda presión y, quizá, no llegaron a darse cuenta de que construir la ojiva en la realidad no era la parte más difícil de la misión.
Hacer que llegara hasta Kali, y lo más rápido que fuera posible, era bastante directo. Había asequibilidad de cualquier cantidad de vehículos para transportarla, casi recién salidos de fábrica. Para la ocasión, a varios se los unió para formar un sobreimpulsor de primera etapa, y la final, que utilizaba una unidad plasmática de alta aceleración, continuó impulsando hasta unos pocos minutos antes del impacto, cuando se hizo cargo el sistema de guía final. Todo funcionó a la perfección…
Y ahí es cuando surgió el problema. El agotado equipo de diseño pudo haber extraído una lección de un incidente, olvidado ya hacía mucho, ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, 1939-45:
En su campaña contra las naves japonesas, los submarinos de la Armada de Estados Unidos de Norteamérica confiaron en un nuevo modelo de torpedo. Ahora bien: de esta no se podía decir que fuera un arma nueva, ya que los torpedos se habían estado desarrollando durante casi un siglo. No habría parecido ser una tarea muy fascinante la de asegurarse de que la ojiva explosiva estallara cuando chocara contra el blanco.
Sin embargo, una y otra vez, furiosos comandantes de submarinos informaban a Washington que los torpedos no habían llegado a detonar. (No hay duda de que otros comandantes habrían hecho lo mismo, de no haber sido que sus abortados ataques desencadenaban su propia destrucción.) El cuartel central de la Armada rehusaba creerles. Su puntería debió de haber sido mala: al maravilloso torpedo nuevo se lo había ensayado extensamente antes de entrar en operación, etcétera…
Las tripulaciones de los submarinos tenían razón. El arma tuvo que regresar a la mesa de diseño: una avergonzada junta de investigaciones descubrió que el percutor que estaba en la nariz del torpedo se quebraba antes de poder llevar a cabo su bastante tonto trabajo.
El proyectil que se apuntó a Kali chocó, no a unos triviales pocos kilómetros por hora, sino que a más de cien kilómetros por segundo: a una velocidad así, un percutor mecánico era inútil: la ojiva explosiva se estaba desplazando muchas veces más rápido de lo que la noticia del contacto, que se arrastraba a la velocidad del sonido en el metal, podría trasmitir su letal mensaje. Huelga decir que los diseñadores estaban perfectamente al tanto de eso, y habían empleado un sistema puramente eléctrico para detonar la ojiva explosiva.
Tuvieron una excusa mejor que la del Departamento de Artillería de la Armada de los Estados Unidos de Norteamérica: resultaba imposible someter al sistema a prueba en condiciones reales.
Así que nadie sabría jamás por qué falló el funcionamiento del proyectil.
«Si esto es el Cielo o el Infierno», se dijo el capitán Robert Singh, «se parece notablemente a mi cabina a bordo de la Goliath.»
Todavía estaba tratando de aceptar el increíble hecho de que aún estaba vivo, cuando recibió la muy placentera confirmación de David:
— Hola, Bob. No fue fácil despertarte.
—¿Qué… qué pasó?
Nadie jamás había programado a David para que vacilara como una persona humana: esa era una de las muchas mañas propias de la conversación que había aprendido por experiencia.
— Con franqueza, no lo sé. Es evidente que la bomba falló y no detonó. Pero algo muy extraño ha sucedido. Creo que es mejor que vayas al puente.
El capitán Singh, súbitamente devuelto al mando de la nave, sacudió violentamente la cabeza varias veces, y quedó algo sorprendido al descubrir que se mantenía unida a los hombros. Todo parecía estar perfecta, increíblemente normal. Hasta sintió una leve sensación de fastidio, aunque difícilmente de decepción: parecía un anticlímax haber desperdiciado tanta energía emocional, haber llegado a un acuerdo con la muerte, y, aun así, seguir estando vivo.
Cuando llegó al puente ya había aceptado la realidad de la situación. Su compostura no duró mucho tiempo.
La pantalla principal de observación todavía daba la ilusión de que nada había entre él y el familiar paisaje de Kali. Eso estaba inalterado, pero lo que se hallaba más allá de ese paisaje llenó al capitán Singh con uno de los pocos momentos de verdadero terror que hubiera conocido jamás. No cabía duda de que el peculiar estado emocional en el que se hallaba era en parte responsable. Aun así, nadie podía mirar el cielo que estaba por encima de la Goliath sin experimentar una abrumadora sensación de pavor:
Alzándose por encima del empinadamente curvo horizonte de Kali, trepando de modo perceptible, aun mientras Singh lo miraba, estaba el paisaje picado de viruela de otro mundo. Durante un instante, Robert Singh sintió que estaba de vuelta en Fobos, mirando, en lo alto, a la gigantesca cara de Marte. Pero esa aparición era todavía más grande, y Marte, por supuesto, estaba fijo para siempre en el cielo de Fobos, no desplazándose resueltamente hacia el cenit, como lo estaba haciendo este objeto imposible… ¿O era que se estaba acercando? Habían tratado de impedir que un nómada cósmico cayera sobre la Tierra. ¿Había otro a punto de chocar con Kali?
— Bob, Sir Colin quiere hablar contigo.
Singh se había olvidado por completo de sus compañeros. Al mirar en derredor se sorprendió al descubrir que la mitad de la tripulación se había reunido con él en el puente, y que también estaba contemplando el cielo con asombro.
— Hola, Colin — se forzó a decir: no resultaba fácil hablar con alguien que debería estar muerto—. ¿Qué ocurrió, por Dios?
— Espectacular, ¿no? — La voz del científico era calma y reconfortante—. Tuvimos una vista privilegiada desde aquí arriba, en el trineo. ¿No lo reconoce? Pues debería: ¡está mirando a Kali! La bomba puede haber sido un fiasco, pero así y todo tenía megatoneladas de energía cinética; suficientes como para hacer que Kali se escindiera como una amiba. E hizo un buen trabajo también. Espero que la Goliath no haya sufrido daños: la necesitaremos como hogar durante un tiempito más… pero, ¿cuánto más? Como señaló Hamlet, «Esa es la pregunta».
La fiesta de reunión fue más un servicio de acción de gracias que una celebración: los sentimientos eran demasiado profundos como para eso. De vez en cuando, el zumbido de la conversación en el comedor de oficiales se detenía de pronto y se producía un silencio absoluto, mientras todos compartían un solo pensamiento: ¿Estoy vivo realmente, o estoy muerto y tan sólo sueño que estoy vivo? ¿Y cuánto va a durar este sueño? Entonces, alguien hacía un débil chiste y se reanudaban las discusiones y los debates.
La mayoría giraba en torno de Sir Colin que, tal como afirmaba, en verdad había gozado de una vista privilegiada. El proyectil que se aproximaba había golpeado cerca del punto más estrecho del asteroide, la cintura del maní, pero, en vez de la bola de fuego termonuclear prevista por los dos observadores, se había producido una enorme fuente de polvo y escombros. Cuando se disipó, Kali parecía haber quedado intacto, pero después, muy lentamente, se dividió en dos fragmentos de tamaño casi igual. Como cada uno conservaba parte del movimiento angular original de Kali, empezaron entonces una pausada separación, como dos patinadores que giran velozmente y, en un momento dado, se sueltan de las manos del otro.
— Visité media docena de asteroides gemelos — dijo Sir Colin—, empezando por el Apolo 4769, Castalia. ¡Pero nunca soñé que vería nacer uno! Por supuesto, no tendremos mucho tiempo a Kali 2 como luna: ya se está apartando. La gran pregunta es: ¿alguno de nosotros chocará contra la Tierra? ¿O ninguno?
«Con un poco de suerte, ambos le pasaremos por los costados. Así que aun si esa bomba no detonó, sí puede haber cumplido su misión. GUARDIÁN ESPACIAL deberá de tener la respuesta dentro de unas horas. Pero si yo fuese tú, Sonny, no tomaría apuestas sobre ella.
En la Goliath, cuanto menos, el suspenso no duró mucho: GUARDIÁN ESPACIAL pudo informar casi de inmediato que Kali 1, el fragmento ligeramente más chico sobre el que estaba varada la nave, le erraría a la Tierra por un cómodo margen. El capitán Singh recibió la noticia con alivio, antes que con júbilo: parecía ser nada más que lo justo, después de todo lo que habían soportado. Cierto, el Universo nada sabía sobre justicia, pero siempre se podía tener la esperanza.
La órbita de la Goliath sólo se vería levemente desviada cuando pasara rápidamente junto a la Tierra, a una velocidad varias veces superior a la de escape. Después, la nave y su mundito privado seguirían ganando velocidad como un cometa que rozara el Sol, hundiéndose dentro de la órbita de Mercurio al alcanzar el acercamiento máximo. Las láminas de hoja refractaria que Torin Fletcher ya estaba armando para formar una gigantesca carpa, iban a protegerlos de una carga térmica diem veces superior a la del mediodía en el Sahara. Mientras mantuvieran su parasol en buenas condiciones, no tendrían nada que temer, salvo el aburrimiento: iban a pasar más de tres meses antes que la Hércules pudiera alcanzarlos.
Estaban a salvo y ya pertenecían a la Historia. Pero, en la Tierra, nadie sabía si la Historia habría de continuar. Todo lo que las computadoras de GUARDIÁN ESPACIAL podían garantizar ahora era que Kali 2 no haría impacto directo sobre alguna masa continental importante. En cierta medida, eso significaba una tranquilidad, pero no la suficiente como para evitar pánicos en masa, miles de suicidios, y la desintegración parcial de la ley y del orden. Unicamente la pronta asunción de poderes dictatoriales por parte del Consejo Mundial evitó desastres peores.
Los hombres y mujeres que estaban a bordo de la Goliath observaban con preocupación y compasión y, aun así, con una sensación de indiferencia, casi como si estuvieran contemplando acontecimientos que ya pertenecían al pasado lejano. Fuera lo que fuere que ocurriera en la Tierra, ellos sabían que, dentro de poco, seguirían sus caminos separados en sus diversos mundos… marcados para siempre por el recuerdo de Kali.
Ahora, el enorme cuarto creciente de la Luna cubría todo el cielo, los afilados picos montañosos que estaban a lo largo del límite de iluminación ardían con la violenta luz del amanecer lunar. Pero las polvorientas llanuras todavía intactas por el Sol no estaban completamente a oscuras: brillaban débilmente bajo la luz reflejada por las nubes y los continentes de la Tierra. Y dispersas por aquí y por allá, de un extremo al otro de ese otrora muerto paisaje, estaban las incandescentes luciérnagas que señalaban los primeros asentamientos permanentes que la Humanidad había erigido más allá del planeta natal. El capitán Singh pudo ubicar con facilidad la Base Clavius, Puerto Armstrong, Ciudad Platón… Hasta pudo ver el collar de tenues luces a lo largo del FerrocarrilTranslunar, que trasportaba su preciosa carga de agua desde las minas de hielo, en el Polo Sur. Y ahí estaba el Golfo del Iridio, en el que había alcanzado su breve momento de fama, hacía ya una vida.
La Tierra estaba a nada más que dos horas de distancia.
Kali 2 entró en la atmósfera inmediatamente antes que saliera el Sol, cien kilómetros por encima de Hawaii. Al instante, la gigantesca bola de fuego creó un falso amanecer en el Pacífico, despertando las formas de vida silvestre de sus innumerables islas. Pero pocos seres humanos… no muchos estuvieron durmiendo esta noche de las noches, salvo aquellos que habían buscado el olvido que dan las drogas.
Sobre Nueva Zelanda, el calor del horno que estaba en órbita incineró bosques y fundió la nieve de las simas montañosas, desencadenando avalanchas en los valles que estaban abajo. Debido a una gran buena suerte, el principal impacto térmico se produjo sobre la Antártida, el único continente que lo podría absorber mejor. Ni siquiera Cali pudo arrancar todos los kilómetros de hielo polar, pero el Gran Deshielo iba a modificar los litorales de todo el mundo.
Nadie que hubiera sobrevivido al cirio podría describir jamás el sonido del paso de Kali; ninguna de las grabaciones fue más que un débil eco. La cobertura de televisión fue, por supuesto, soberbia, y se Cabria de mirar con temor reverencial durante las generaciones venideras. Pero nada podría compararse jamás con la temible realidad.
Dos minutos después de haber perforado la atmósfera, Kali volvió a entrar en el espacio. Su aproximación máxima a la Tierra Babia sido de sesenta kilómetros. En esos dos minutos se llevó cien mil vidas y ocasionó mil billones de dólares de daños.
La especie humana Sabia tenido mucha, pero mucha, suerte.
La próxima vez iba a estar mucho mejor preparada. Aunque el encontronazo Sabia alterado la órbita de Kali de manera tan drástica que nunca más volverla a representar un peligro para la Tierra, existían otros mil millones de montañas volantes en órbita alrededor del Sol.
Y el cometa Swift-Tuttle ya estaba acelerando hacia su perihelio. Todavía había mucho tiempo para que volviera a cambiar de opinión…