Alguien habrá todavía
Que aspire con debidos pasos
A poner sus manos en la dorada llave
Que abre el Palacio de la Eternidad…
A despecho de todos sus esfuerzos, Tavernor era incapaz de permanecer en el interior de su vivienda cuando el cielo se encolerizaba.
La tensión nerviosa le había estado haciendo un nudo en el estómago durante toda la tarde y el trabajo de reparación en la turbina de la embarcación había ido creciendo en dificultades progresivamente, aunque el bien sabía que se debía simplemente a que su concentración estaba fallando. Finalmente, dejó de lado su soldador de pistola y apagó las luces sobre el banco de trabajo.
Inmediatamente se produjo un alboroto nervioso entre los enjaulados seres de alas de cuero, en el lado opuesto de la larga habitación. Aquellas macizas criaturas parecidas a murciélagos se afectaban mucho y les disgustaba cualquier súbito cambio en la intensidad de la luz. Tavernor se aproximó a la jaula, acariciándola con las manos, sintiendo los alambres vibrar como cuerdas de arpa bajo sus dedos. Aproximó el rostro a la jaula, aspirando el aire fresco que producía el batir de las alas de aquellas criaturas, proyectando sus pensamientos hacia aquellos mamíferos chirriantes, de ojos plateados.
«Tened calma, amiguitos. Todo va bien… Todo va bien…»
El clamor existente en el interior de la jaula cesó al instante y las criaturas de alas de cuero volvieron a sus perchas, con las gotitas de mercurio de sus brillantes ojos mirándole con atisbos casi de inteligencia.
«Eso está mejor», murmuró Tavernor, convencido de que las facultades telepáticas de aquellas criaturas habrían captado el sentimiento de su amistoso mensaje.
Cerró la puerta del taller tras él, cruzó el cuarto de estar y salió del edificio de un solo piso en que vivía en aquella cálida noche de octubre. El año en Mnemosyne tenía casi quinientos días, no existiendo virtualmente estaciones; pero los hombres habían llevado su propio calendario al espacio. Allá en la Tierra, en el hemisferio norte, los árboles estarían cambiando sus hojas a un color de cobre y oro, y así ocurría en octubre en Mnemosyne y en otros cien mundos colonizados.
Tavernor comprobó el tiempo en su reloj de pulsera. Menos de cinco minutos para irse.
Sacó la pipa del bolsillo, la cargó con unas húmedas y olorosas hebras de tabaco y la encendió. Las puntas de las hebras surgieron encendidas hacia arriba y Tavernor las presionó con la yema del dedo endurecida por el trabajo, calmándose a sí mismo con los ritos de la paciencia. Se apoyó contra la pared de la casa a oscuras mientras que el humo se esparcía por el aire de la noche. Tavernor se imaginó la fragancia del tabaco llegando hasta los nidos y escondites de aves y animales en los bosques circundantes, tratando de pensar qué idea tendrían de ello sus habitantes. Apenas si habían tenido un centenar de años para acostumbrarse a la presencia humana en su mundo y con la excepción de los de alas de cuero habían mantenido una reserva sombría y expectante.
A los dos minutos antes de 0 horas, Tavernor dedicó su atención al cielo. Los cielos del planeta Mnemosyne eran muy diferentes a los de cualquier planeta que hubiera jamás visitado. Muchas edades geológicas antes, dos grandes lunas habían orbitado por ellos acercándose una a la otra más y más hasta llegar a una colisión. Las trazas de aquel cósmico impacto podían ser halladas por todos los cráteres; sin embargo, la mayor evidencia residía en el propio cielo. Todo un caparazón de fragmentos lunares — muchos de ellos todavía lo bastante grandes para que, con la irregularidad de su conformación, fuesen visibles a simple vista en constante deriva sobre la suave luz de las estrellas como fondo, formaban una cortina que alcanzaba de un polo a otro. La pauta de sus brillantes formaciones nunca se repetía a sí misma y como añadidura al espectáculo, se hallaba el hecho de que aquella pantalla era lo bastante densa para que se sucediera una constante serie de eclipses. Conforme la sombra del planeta Mnemosyne se desplazaba en el espacio, grupos de pequeñas lunas pasaban desde el blanco a los demás colores del espectro hasta desvanecerse en la negrura, para reaparecer después y para repetir la misma gama de colores a la inversa. El total de la luz dispensa da equivalía, a una luna normal; pero como se hallaba en forma difusa, procediendo de todos los lugares del cielo, no existían sombras, sino un ambiente suavemente plateado.
En un cielo semejante, incluso una estrella de primera magnitud resultaba difícil de apreciar; pero Tavernor sabía exactamente dónde mirar. Sus ojos se dirigieron rápidamente a la bella y esplendorosa lucecita vacilante de la estrella Neilson. Casi a siete años luz de distancia, parecía perdida en el calidoscopio del cielo nocturno de Mnemosyne; pero su insignificancia iba a ser pronto una cosa del pasado.
Conforme los segundos finales iban pasando, crecía la tensión nerviosa interna de Tavernor hasta hacérsele insoportable. Después de todo, lo sucedido había tenido lugar siete años atrás. «Estoy prestando demasiada atención a esto», se dijo a sí mismo. Aquello había sucedido cuando el Cuerpo de Ingeniería Estelar de la Tierra (la enorme egolatría del título nunca dejaba de desalentar a Tavernor)
había seleccionado la estrella Neilson, notando con aprobación que era del tipo clásico para su propósito. Una binaria próxima, habían difundido los informes popularizados al respecto. La componente principal, gigante en la secuencia del diagrama de Hertzsprung-Russell, y la secundaria, pequeña y densa; planetas, ninguno. Pronóstico para modificación: excelente.
Aquello sucedió cuando las naves enormes en forma de mariposa del Cuerpo llegaron como un enjambre sobre sus alas magnéticas, rodeando aquel gigantesco cuerpo celeste condenado a ser destruido, lanzando sobre él el terrorífico poder de los rayos láser, disparando torrentes de energía en la frecuencia de los rayos gamma, hasta que el influjo alcanzó intensidades insoportables, y hasta…
Los dientes de Tavernor apretaron la pipa conforme la casa, con el mismo efecto instantáneo de una habitación a oscuras en la que se enciende una lámpara, los bosques circundantes, las cadenas montañosas de la lejanía y todo el cielo, en fin, aparecieron bañados de una terrible luz blanca. Procedía de la estrella Neilson; que entonces era un punto de luz tan cegador que obligaba a los ojos a apartarlos de ella. Incluso a la distancia de siete años luz, la furia inicial de la nova podía achicharrar la retina de un ser humano. «Perdónanos», pensó Tavernor, «por favor, perdónanos».
El bosque permaneció en calma durante unos instantes, como inmovilizado por aquel espantoso impacto intangible de la nova, para inmediatamente conmoverse hasta sus cimientos en protesta contra aquel suceso innatural. Millones de alas batieron el aire en una especie de explosión difusa. El torrente de luz que caía de arriba desde el cielo transformado, parecía oscurecido momentáneamente conforme cada criatura capaz de volar se proyectaba en el aire, en busca de una desesperada seguridad o refugio. Su desafío a la gravedad dio a Tavernor la sensación de que era él quien se estaba hundiendo, y entonces el sonido le alcanzó. Gritos, chillidos, silbidos, rugidos, todo ello combinado con el batir de millones de alas, el de las hojas de los árboles, el de las patas de los animales que huían por todas partes, seguidos por…
Un total silencio.
El bosque observaba y esperaba.
El propio Tavernor se encontró aprisionado por aquella quietud fantasmal, reducido al nivel de una de aquellas criaturas del bosque de Mnemosyne, virtualmente sin mente, aunque teniendo, así y todo, en aquel momento el sentido de comprender la relación de la Vida con el continuo espacio-tiempo en una forma que los hombres no habían comprendido. Los vastos y transparentes parámetros del eterno problema parecían desfilar sobre la superficie de la mente universal de la cual a él le pareció formar parte repentinamente. La Vida. La Muerte. La Eternidad. ; El numen de las cosas. La panspermia. Tavernor sintió un intenso júbilo interior. La panspermia, el concepto de que la vida está diseminada por todos los rincones y componentes del Universo. La justificación para la creencia de que toda mente existente está ligada a cualquier otra mente que jamás haya existido. De ser así, entonces las novas y las supernovas eran solo bien comprendidas por los temblorosos habitantes de los oscuros escondites y refugios que le rodeaban. ¿Cuántas veces en nuestra propia Galaxia había estallado una estrella para convertirse en nova? ¿Un mil ón de veces? ¿Y en la eternidad de las galaxias? ¿Cuántas civilizaciones, cuántos incomputables miles de millones de vidas habían dejado de existir por el inconcebible estallido y muerte de una estrella? Y cada ser viviente, inteligente o no, en aquel último segundo, sirvió para alimentar el mismo mensaje en la mente cósmica panspérmica, haciendo posible a cada criatura que siguiera viviendo en las infinidades del oscuro continuo. Escucha, hermanito, si caminas; te arrastras, nadas en las aguas, te escondes en una madriguera o vuelas… cuando los cielos se llenan repentinamente de torrentes de luz, consigues tu paz, consigues tu paz…
Tavernor sintió aumentar su júbilo interno, parecía hallarse en el umbral de la comprensión de algo importante, y entonces, porque la emoción era un producto de su individualidad, se perdió el nebuloso contacto, con un acelerado anhelo de volver al estado normal. Y fue un momento de decepción; pero incluso aquello se desvaneció en algo menos que un recuerdo. Tavernor volvió a encender su pipa, e intentó acostumbrarse a la alterada apariencia de cuanto le rodeaba. Las declaraciones publicadas y difundidas por el Departamento de Guerra, habían expresado que la estrella Neilson durante dos semanas llegaría a ser aproximadamente un millón de veces más luminosa de lo que hasta entonces había sido, pero que aún así no llegaría a la milésima parte del brillo del propio sol del sistema del planeta Mnemosyne. El efecto era muy similar al producido por la luz de la Luna en la Tierra, según comprobó Tavernor. Solo lo repentino de su aparición había producido pavor, la sorpresa y el conocimiento de lo que pudiera suceder tras el fenómeno.
El sonido de una máquina de tierra aproximándose desde la dirección de El Centro perturbó la ensoñación de Tavernor. Prestando atención al ruido del motor, reconoció el coche costoso y de zumbar suave de Lissa Grenoble, incluso antes de que sus faros mostraran la luz de color topacio a través de los árboles. Su corazón comenzó a latir con más fuerza. Permaneció inmóvil hasta que el vehículo casi llegó a la casa, dándose entonces cuenta que estaba tratando deliberadamente de mostrar los atributos que más admiraba ella en él, su solidez temperamental, su autosuficiencia y su fuerza física. «No hay hombre más tonto que un hombre de mediana edad presumido», pensó Tavernor, al retirarse de la pared en que estaba apoyado.
Abrió la portezuela del vehículo en la parte destinada a1 pasajero y la sostuvo hasta que el vehículo tocó el suelo. Lissa le sonrió con su bella dentadura blanquísima. Como siempre, a la vista de la joven, Tavernor sintió un volcán en su interior. Enmarcado por unos cabellos negros que le llegaban hasta los hombros, el rostro de Lissa aparecía con la nota dominante de una hermosa boca y unos enormes ojos grises. Su nariz estaba ligeramente respingada para formar el conjunto de una belleza clásica. Era un rostro que resultaba casi el arquetipo de la cálida feminidad, perfectamente armonizado con un cuerpo cuyo busto y muslos resultaban ligeramente más amplios de lo que exigía la moda corriente.
—El motor suena todavía muy bien — dijo Tavernor a falta de mejor cosa que decir.
Lissa Grenoble era la hija de Howard Grenoble, el Administrador Planetario; pero Tavernor la había conocido de la misma forma en que usualmente conocía a la gente en Mnemosyne; es decir, cuando le buscaban para reparar una máquina. El planeta se hallaba virtualmente desprovisto de depósitos de metal, y además ningún navío mariposa podía dedicarse a traer carga procedente de la Tierra fuera del cinturón de los fragmentos lunares o de cualquiera de los demás centros manufactureros. Y así, siendo la primera familia de Mnemosyne y la más rica, prefería pagar las repetidas reparaciones hechas a un vehículo que embarcarse en el fantástico costo de importar uno nuevo, sirviéndose de una nave-mariposa, una estación orbital o reactor de línea.
—Pues claro que el motor suena bien — repuso Lissa —. Lo dejaste mejor que nuevo, ¿no es cierto?
—Sin duda has estado leyendo mi expediente de promoción — dijo Tavernor, halagado a pesar suyo.
Lissa dio la vuelta al vehículo, se aferró a un brazo de Tavernor y le atrajo hacia sí a propósito. Él la besó una vez, bebiendo en la increíble realidad de ella, en la forma en que un hombre sediento traga los primeros sorbos de agua. La lengua de Lissa estaba ardiendo, con un calor superior al que cualquier ser humano podía tener normalmente.
—¡Eh! — exclamó Tavernor apartándose de ella —. Has comenzado pronto esta noche.
—¿Qué quieres decir, Mack? — preguntó Lissa con un pícaro gesto.
—Las chispas. Has estado bebiendo chispas.
—No seas bobo. ¿Acaso huelo a chispas?
Tavernor comenzó a oliscar dudoso, echando pronto la cabeza hacia atrás al querer ella pellizcarle la punta de la nariz.
El aroma volátil de los prados en verano, propio de las chispas, estaba ausente; pero él no se quedó por completo satisfecho. Tavernor no bebía jamás aquel líquido productor de sueños, prefiriendo el whisky; otra forma de recordarle que Lissa tenía diecinueve años y él treinta años más que ella. La gente ya no mostraba apenas su verdadera edad, y así casi no existía una barrera física entre ellos; pero a pesar de esto los años estaban insertos en su mente.
—Entremos — indicó Tavernor —. Vámonos fuera de la vista de esta luz fantasmal.
—¿Fantasmal? Pues a mí me parece romántica…
Tavernor frunció el ceño.
—¡Romántica! ¿Sabes lo que significa? — Y miró hacia arriba al intenso punto de luz y poco después, ya más fácilmente, al objeto en que se había convertido en el firmamento la estrella Neilson.
—Sí, por supuesto. Eso significa que están abriendo una ruta comercial de alta velocidad hacia Mnemosyne.
—No — Tavernor sintió que volvía a sufrir una fuerte tensión —. La guerra viene por ese camino.
—Ahora eres tú el que te portas como un bobo.
Lissa soltó el brazo y ambos entraron en la casa. Tavernor buscó el interruptor de la luz; pero ella se interponía a su mano, acercándosele de nuevo. El respondió instintivamente y una parte de su mente que nunca dejaba la guardia, le sugirió entonces una idea en el torbellino emocional que estaba sufriendo. «Este es el más torpe intento de seducción que jamás haya visto.»
Sintiendo algo parecido a un engaño, Tavernor se abstrajo en sí mismo lo suficiente como para estar en condiciones de pasar revista a sus relaciones con Lissa Grenoble, desde el tiempo en que se habían conocido tres meses antes, hasta el momento presente. Aunque la atracción que ambos habían sentido había sido instantánea y mutua, la amistad había sido algo difícil, principalmente a causa de la diferencia de sus respectivas posiciones en la estructura social rígida y apretada de Mnemosyne. El nombramiento y el cargo de Howard Grenoble era tal vez el menos político de su género en la Federación, gracias a las numerosas peculiaridades del planeta, pero así y todo ostentaba el rango de Administrador y no se esperaba en modo alguno que su hija llegara a implicarse con…
—Piensa en ello, Mack — estaba diciéndole Lissa en un susurro. Diez días completos para nosotros en la costa sur. Los dos juntos…
Tavernor intentó enfocar su atención en aquellas palabras.
—A tu padre no le hará mucha gracia…
—No lo sabrá… Hay una exposición de pintura que se celebrará en el sur al mismo tiempo. Le dije que iría a verla. Kris Shelby está organizando el viaje y tú sabes que es la discreción misma…
—Quieres decir que se le puede comprar como a un bastón de goma…
—¿Qué es lo que pasa con nosotros? — le dijo Lissa con un leve tono de impaciencia en la voz.
—¿Y por qué estás haciendo esto? — Tavernor usó una calculada estolidez intentando irritarla —. ¿Por qué ahora?
Ella vaciló y después habló con una firmeza que Mack encontró extrañamente desconcertante.
—Te necesito, Mack. Te necesito y hay un límite para el tiempo que puedo esperar; ¿Es eso tan difícil de comprender?
De pie junto a ella en aquella confinada oscuridad, Tavernor sintió que su despego comenzaba a derrumbarse. ¿Por qué no? Aquella idea comenzó a martillearle las sienes. ¿Por qué no? Dándose cuenta de su capitulación, Lissa le rodeó el cuello con sus brazos y suspiraba satisfecha conforme él bajaba su rostro hacia el de ella. Tavernor hizo un esfuerzo finalmente, permaneció frío por un instante y empujó a la joven lejos de sí, súbitamente afectado de una fuerte irritación.
En la boca abierta de la chica, visible solamente por la total negrura de la habitación, él había visto revolotear las doradas y diminutas burbujas de las chispas.
—No deberías haber impedido que encendiese las luces — comentaba Tavernor momentos más tarde, mientras conducía el vehículo hacia El Centro, siguiendo la rielante superficie de un gran arroyo del bosque.
—¡Mack! ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que pasa?
—Tu puedes hacer desaparecer el olor de las chispas con bastante facilidad; la luminiscencia es más difícil…
—Yo…
—¿Por qué haces eso, Lissa?
—Ya te lo dije.
—Por supuesto. Nuestra relación tan bellamente natural. Pero debías dejar primero de beber chispas.
—No veo qué diferencia puede haber con que tome un trago de vez en cuando.
—Lissa — dijo Tavernor con impaciencia —, si no vamos a ser honestos el uno con el otro, no hablemos más del asunto.
«Escúchame a mí», pensó. «Al viejo Tavernor.»
Se produjo un largo silencio, durante el cuál Mack se concentró en conducir el rápido vehículo por el centro de la corriente de agua. Los árboles de cada orilla aparecían por arriba bañados en una luz de plata procedente de la estrella Neilson y, en la parte baja, de oro por los potentes faros de la poderosa máquina, dándoles una visión de irrealidad. Unos árboles adornados con lentejuelas formaban una carretera de ensueño. Tavernor apretó el acelerador y el motor, tan finamente regulado, respondió inmediatamente.
Viajando casi a cien mil as por hora, el vehículo salió como una flecha a la desembocadura de la corriente y hacia el mar, lamiendo el tope de las olas y convirtiéndolas en ondulantes penachos de blanca espuma que se desvanecía lejos de la popa del vehículo. El ancho y oscuro océano apareció ante sus ojos, y Tavernor sintió súbitamente la necesidad de escapar de la guerra que sabía que se le echaba encima, apretando el acelerador hasta el máximo, en línea recta, inscribiendo una brillante línea en las negras aguas del mar hasta que los motores se destruyeran, y él y lo que creía la vasta inmensidad de sus culpas…
—Esto es muy interesante — dijo Lissa con la mayor naturalidad —. La aguja del contador ha estado en el rojo todo el tiempo. Yo no he podido nunca hacerla pasar de la raya naranja.
—Eso ha sido antes de que yo pusiera el motor mejor que nuevo — contestó Tavernor agradecido, recuperando el control de sus sentidos.
Entonces redujo la velocidad a una marcha más respetable y dio una fácil vuelta que les puso de cara a las luces de El Centro.
—Gracias, Lissa.
—¿Por qué cosa?
—Tal vez por nada; pero gracias, así y todo. ¿Adónde vamos?
—No estoy segura — Lissa hizo una pausa y Tavernor permaneció pendiente de las palabras de la joven, dándole vueltas a sus propias sospechas —. ¡Ah, sí! ¡Ahora lo estoy! Me gustaría ir al bar de Jamai.
—No sé, cariño — repuso Tavernor, instintivamente en guardia —. Dudo que pueda enfrentarme con esos condenados espejos retorcidos esta noche.
—¡Oh! No seas un viejo enano. Me gustaría ir al bar de Jamai.
Tavernor captó el ligero énfasis que creyó oír en la palabra «viejo» y se dio cuenta enseguida de que estaba comprometido en un oculto duelo, luchando con espadas invisibles. Lissa estaba intentando con lo que ella sin duda alguna consideraba como una gran sutileza, presionarle. Primero había sido el intento de una principiante para seducirle, ahora maniobraba para llevarle a un bar.
—De acuerdo, vayamos al bar de Jamai.
Tavernor se preguntó por qué había cedido tan fácilmente. ¿Curiosidad? ¿O sería a causa de tener treinta años más que ella y de que era demasiado viejo y experimentado para que ella lo manejase y en consecuencia estaba fallando en cierta forma que apenas si podía comprender?
Mantuvo un silencio prolongado hasta que el vehículo subió por una de las rampas de El Centro y quedó aparcado en un lugar conveniente próximo a la orilla del mar. Lissa le tomó una mano, cuando salieron del coche y caminó muy cerca de Mack, intentando refugiarse de la brisa fresca y salada del océano, hasta encontrarse en el bulevar brillantemente iluminado que rodeaba, en un amplio espacio, la bahía. Las ventanas de los grandes almacenes dejaban escapar su brillo iluminado hasta perderse en aquel océano que daba la impresión de ser una entidad viviente que desafiara la realidad de que el Hombre no era más que un forastero recién llegado a aquel mundo. Mientras caminaba; Lissa le llamaba la atención acerca de determinados vestidos o joyas que le atraían profundamente, persistiendo en su acostumbrada pretensión de que era incapaz de permitirse el lujo de adquirir lo que le gustaba.
Tavernor apenas si prestaba atención. La rara conducta de Lissa le había hecho sentirse extrañamente molesto. Parecía que, fuera de lo natural, aquella noche había demasiados uniformes militares en las calles. Mnemosyne se hallaba tan lejos de las zonas de combate como era posible, siguiendo aún dentro de la Federación; pero el conflicto con los pitsicanos duraba ya, con furia mantenida, medio siglo y podían encontrarse a los soldados en cualquier mundo. Algunos sé hallaban de permiso o convalecientes, otros vagamente ocupados en el servicio de diversos organismos no combatientes que tan libremente proliferan en un estado de guerra tecnológica. «A pesar de todo», pensó Tavernor, «no recuerdo haber visto tantos uniformes antes. ¿Tendrá esto algo que ver con el estallido de la estrella Neilson? ¿Tan pronto?»
Cuando llegaron al bar de Jamai, Lissa entró la primera. Tavernor la siguió hacia una larga habitación iluminada de rojo y miró de soslayo en torno suyo, ocultando su precaución, mientras que Lissa saludaba a un grupo de amigos alineados en la barra del bar. El grupo charlaba y reía, irradiando a su alrededor la alegre complacencia de unos intelectuales que habían ido a la ciudad durante la noche. Junto a ellos los espejos se agitaban y contraían.
—¡Querida! ¡Qué gusto de verte por aquí! — saludó Kris Shelby, apartando su alta e inmaculada figura de la barra con un progresivo movimiento ondulatorio que le recordó a Tavernor algo parecido a una cuerda de seda que estuviese retorciéndose.
—¡Hola, Kris! — le sonrió Lissa, teniendo aún cogido de la mano a Tavernor, a quien llevó al espacio que el grupo les había hecho en el bar.
—¡Hola, Mack! — saludó Shelby, pretendiendo haber localizado entonces a Tavernor. Sonrió ligeramente y añadió —: ¿Y cómo está mi alegre mecánico esta noche?
—No lo se… nunca me tomo gran interés en sus compañeros de juerga.
Tavernor miró tranquilamente a Shelby, observando con placer que la sonrisa del hombretón había desaparecido. Shelby era rico, tenía un reconocido talento y era como la luz conductora en el arte, dentro de la colonia que florecía en la permanente población de Mnemosyne. Todas aquellas cosas, en su propia estimación, le daban una especie de derecho natural sobre Lissa y no había sido capaz de ocultar su irritación cuando ella llevó a Tavernor a su círculo.
—¿Qué está usted dando a entender, Mack? — preguntó Shelby estirándose majestuosamente.
—Nada — repuso Tavernor serenamente —. Me ha preguntado usted cómo estaba su alegre mecánico y yo le he dicho que no conocía al caballero en cuestión. Estaba sugiriendo que podría usted ir a averiguarlo en persona. A lo mejor si llama usted a su apartamiento…
Shelby adoptó una expresión molesta.
—Tiene usted la tendencia a extralimitar las cosas.
—Lo lamento. No me había dado cuenta de que había rozado una zona sensible — repuso Tavernor tozudamente.
Una chica próxima soltó una risita burlona dando por resultado que Shelby la mirase glacialmente.
—Me gustaría tomar un tragó — dijo Lissa rápidamente.
—Permíteme — Shelby hizo señas a un camarero con un adorno de encaje —. ¿Qué va a ser, Lissa?
—Chispas.
—¿Alguna variedad especial?
—No… de las realmente relajantes.
—Yo tomaré bourbon — dijo Tavernor a renglón seguido, sin que nadie le preguntase, consciente de que así estaba poniendo de manifiesto su disgusto hacia los amigos de Lissa que estaban empujándole a una exhibición de grosería.
Cuando llegó la bebida, se tomó la mitad, dejó el vaso sobre el bar, y puso un codo a cada lado. Miró a los reflejos que surgían de uno de los espejos distorsionados que recubrían por completo las paredes del local. Los espejos eran flexibles y cambiaban su forma corporal como si actuasen teniendo tras ellos unos solenoides en una consecuencia dispuesta al azar, dictada por la cantidad de calor irradiada por los cigarrillos de los clientes, el calor propio de sus cuerpos o las bebidas. En una noche en que fuesen bien las cosas en el bar de Jamai, las paredes parecían estar atacadas de locura, convulsionándose y latiendo como las cavidades de un corazón gigantesco.
A Tavernor le disgustaba el lugar intensamente. Se inclinó hacia el bar, pensando qué podría tener Lissa en común con Shelby y su colección de pisaverdes culturales. «Para ellos es que la guerra sencillamente no existe», pensó quedando intrigado por la irracionalidad de sus emociones. Había venido a Mnemosyne a olvidar la guerra y lo que la. guerra le había hecho, y con todo se irritaba contra la gente que tenía la suerte de permanecer intacta mientras que las grandes naves-mariposa de la Federación surcaban los jónicos vientos del espacio…
Estaba tan sumergido en sus profundos pensamientos, que una discusión que estaba produciéndose, continuó durante unos minutos antes de que se apercibiera de ella.
Un gigante con cabellos rojizos, vestido con el gris uniforme de las Divisiones Móviles Interestelares, había permanecido sombríamente bebiendo cerveza al otro extremo del bar. Tavernor había notado la presencia del individuo en cuanto llegó; pero le había pasado desapercibida la llegada de un segundo soldado que había tomado asiento en un lugar opuesto, cerca de la puerta. El último iba vestido con el uniforme gris oscuro de la Reserva Táctica. Era tan alto como el primero y con una cara pálida y desesperada.
—Reservista piojoso — estaba gruñendo el pelirrojo, ya borracho cuando Tavernor puso atención a la disputa —: No tenéis otra cosa que hacer, sino comer, beber y fornicar con las mujeres de los verdaderos soldados.
El reservista levantó los ojos de su bebida.
—Tú otra vez, Mullan. ¿Cómo puedes estar en todos los bares en donde yo entro?
Mul an repitió sus anteriores palabras, una tras otra.
—No se me había ocurrido que cualquier mujer quisiera casarse contigo comentó el reservista agriamente.
—¿Qué estás diciendo? — preguntó Mullan con voz ronca y aguardentosa, de forma que consiguió imponer silencio en el local.
El reservista tenía aparentemente sus trazas de imaginación.
—Dije que cualquier mujer que se hubiera casado contigo habría estado más segura en una celda llena de juerguistas.
—¿Qué estás diciendo?
—Pues decía… ¡Bah! Lo he olvidado. — Y el soldado hizo un gesto despectivo y volvió la atención hacia su bebida.
—Repite eso de nuevo.
El reservista movió los ojos hacia el techo; pero no dijo nada. Tavernor echó una mirada de reojo al camarero vestido de blanco que desapareció, en un instante, hacia una cabina telefónica al otro lado de la habitación. El pelirrojo dejó escapar un inarticulado rugido de furia y comenzó a atravesar el bar. Lo hizo poniendo una manaza en el pecho del inmediato cliente que encontró a mano, lo apartó a un lado y procedió con el siguiente en la misma forma. Pero cuando el gigante había echado a un lado a cuatro clientes del bar de Jamai fuera de su paso, los demás se olieron lo que podía suceder y se produjo un movimiento de retirada masiva lejos de la barra.
El grupo que había alrededor de Lissa y Shelby se puso fuera de la línea de acción en un movimiento de excitación, acompañado por las risitas nerviosas de las chicas. «Esto no es mal», pensó Tavernor, «es parte de una mala película de cine.» Recogió su vaso y estaba preparándose para reunirse con Lissa, cuando captó una mirada triunfal en los ojos de Shelby.
—Está bien, Mack — dijo Shelby con voz dulce —. Venga aquí, donde estará seguro.
Irritado y jurando interiormente, Tavernor dejó de nuevo su vaso en el mostrador.
—No seas tonto, Mack — le rogó Lissa alarmada —. No vale la pena.
—Tiene razón, Mack — añadió Shelby —. No vale la pena.
—¡Detenedle! — gritó Lissa.
Tavernor les volvió la espalda y se inclinó sobre su whisky, mientras que una autorecriminación le caldeaba el cerebro. «¿Qué es lo que anda mal en mí? ¿Por qué permito a gente como Shelby que…
Una mano como el gancho de una grúa se cerró sobre su hombro izquierdo y le dio un tirón hacia atrás. Apretó sus músculos, se pegó a la suave madera del bar y la mano resbaló de su cuerpo. El pelirrojo emitió un sordo gruñido de incredulidad y volvió a poner su tremenda manaza sobre Tavernor. Durante el primer contacto, Tavernor había calculado al individuo, juzgándole fuerte, pero no especialmente dotado como combatiente de mano a mano y se decidió por una clase de lucha en que pudiera ponerle fuera de combate rápidamente, sin que resultase lastimado. Se echó hacia un lado y su puño derecho describió un arco para ir a estrellarse en la caja torácica del gigante pelirrojo. Aquel individuo era demasiado grande y pesado para ser puesto fuera de combate tumbándole de espaldas. Se dejó caer verticalmente hasta tocar el suelo; sin embargo, rehaciéndose a los pocos instantes, se levantó y se lanzó con gran violencia sobre la garganta de Tavernor.
Tavernor se hizo hacia atrás bajo la amenaza de las convergentes manos de su enemigo Y estaba recobrando su equilibrio para lanzarle otro directo a las costillas, cuando el familiar y quejumbroso zumbido de una pistola anestésica sonó tras él. Le quedó tiempo para comprobar que había disparado contra él la pálida figura del soldado reservista. Después todo fue una completa sombra a su alrededor.
Por todo lo sucedido, Tavernor debería haber perdido el sentido inmediatamente; pero él ya había recibido la descarga de las pistolas anestésicas muchas veces en su vida y su sistema nervioso casi había aprendido a soportar el brutal choque. Casi, pero no por completo. Hubo un período inconsciente durante el cual la luz fue no direccional, produciéndose en remolinos sobre él como el sonido; y las voces, los ruidos del bar, adquirieron súbitamente polaridad, convirtiéndose en vibraciones radiales sin significado.
Eones de tiempo más tarde, notó un momento de sensibilidad. Se hallaba fuera en la calle, donde la brisa nocturna estaba impregnada de agua salada Unas manos rudas le levantaron introduciéndole en un vehículo. En el interior se advertía un olor evocador, polvo, olor a aceite de motores, cuerdas… ¿Sería un vehículo del ejército? ¿En Mnemosyne?
—¿Se encuentra él bien? — preguntó una voz de mujer.
—Sí, está bien. ¿Y qué hay del dinero?
—Aquí lo tiene. ¿Está usted seguro de que no está herido?
—Sí. No tengo esa seguridad de Mullan, sin embargo. Usted no dijo nada de que ese tipo fuese un gladiador.
—Olvídese de Mul an — dijo la mujer —. Ustedes dos fueron bien pagados.
Tavernor emitió un quejido doloroso. Había reconocido la voz de Lissa y el dolor de la traición fue algo que le produjo un insoportable sufrimiento, dando como resultado que cayese en la oscuridad misericordiosa de la noche.
La celda tenía ocho pies cuadrados, sin ventanas y tan completamente nueva que Tavernor pudo con relativa facilidad encontrar pequeñas virutas espirales de metal en el rincón tras la instalación del servicio, brillantes y casi recién sacadas. El conjunto olía a resina y a plástico y daba toda la impresión de no haber tenido nunca un anterior ocupante.
Encontró este último hecho vagamente confuso e inquietante, no había forma humana de conocer el sitio en que le tenían encerrado. Con toda seguridad, no se trataba de una celda en el bloque del edificio de la policía en El Centro ni del complejo de la Administración de la Federación al sur de la ciudad. Tavernor había visto ambas instalaciones mientras duraron los trabajos y recordaba perfectamente que todas las celdas eran mayores, más viejas y con ventanas. Además, ni los hombres de la policía ni los de la Federación le habrían dejado solo por tanto tiempo. Su reloj le mostraba que habían transcurrido casi cinco horas desde que recobró el conocimiento, encontrándose cubierto con unas ropas en un plástico oblongo y elástico de color verde que servía de cama.
Se incorporó y golpeó la puerta con el pie. El metal de que estaba hecha, sin características especiales, absorbió el golpe con un sonido que sugería una maciza solidez. Tavernor dejó escapar un sordo juramento y se echó de nuevo, mirando fijamente el plano luminiscente del techo.
Había sido, en efecto, la voz de Lissa. Ella era la que pagó al reservista para ponerle fuera de combate y hacerle perder el conocimiento. Toda la melodramática escena del bar de Jamai había sido preconcebida… pero, ¿por qué razón? ¿Por qué Lissa había salido fuera de sus costumbres habituales, había bebido chispas intentando seducirle y, cuando aquello falló, había maniobrado para llevarle a un bar donde tenia dispuesta una trampa? ¿Podía ser solo una broma? Tavernor sabía que la gente que rodeaba a Shelby se había desplazado a distancias enormes cuando pensaban en encontrar alguna diversión; pero seguramente que Lissa no les habría acompañado. ¿O sí? De repente, Tavernor se dio cuenta de que había muchas cosas que ignoraba respecto de Lissa Grenoble. Y, por el momento, ni siquiera podía decir si en aquel momento era de día o de noche… Sintió que una rabia sorda se extendía por todo su ser. Dio un salto en la cama y se dirigió rápidamente hacia la puerta al ver que se abría un pequeño panel en ella. Un par de duros ojos grises le miraban con fijeza a través de la abertura.
—Abra la puerta — dijo Tavernor rudamente para encubrir su sorpresa —. Déjeme salir fuera de aquí.
Aquellos ojos le miraron sin pestañear por un momento y después el panel se cerró de un golpe seco. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió. En el umbral aparecieron tres hombres con el uniforme verde oscuro de la infantería. Uno era un sargento corpulento, bien afeitado, pero con la barbilla azulada, allí donde un rayo láser le había convertido en papilla aquella parte de su físico. Los otros dos parecían ser dos militares experimentados, llevando rifles con una soltura que no podía engañar a nadie. Los tres tenían un aspecto hostil y dispuestos a hacer frente a cualquier dificultad que Tavernor pudiera ofrecer.
—¿Qué diablos está pasando aquí? — preguntó Tavernor, usando deliberadamente inflexiones en la voz que para oídos experimentados dejaban claramente entender que con anterioridad había ostentado un grado militar importante.
Los grises ojos del sargento se volvieron en el acto más duros que nunca.
—El teniente Klee quiere verle ahora. Vamos.
Tavernor comprendió que el sargento no se dejaba impresionar por nada y en cualquier caso, el teniente Klee podría ser, probablemente, la mejor fuente de información. La dirección en que iba estaba claramente indicada por el hecho de que los tres hombres habían tomado el corredor por la izquierda. Tavernor se encogió de hombros y siguió marchando. El corredor continuó otros cincuenta pasos más allá de las puertas que tenían el aspecto de conducir a otras celdas como aquella en que había despertado.
Al final apareció un ascensor accionado por otro soldado de infantería armado hasta los dientes. El sargento no dio ninguna orden; el ascensor, tan pronto como se hubieron cerrado las puertas, entró en funcionamiento recorriendo hacia arriba una más bien corta distancia.
Cuando se detuvo el ascensor, salieron a otro corredor; pero éste estaba lleno de oficinas de puertas acristaladas, mostrándose como prismas de cristal que reflejasen la luz de la mañana en la continuidad de la distancia. Oficinistas uniformados se movían agitadamente de un lado a otro, brillando en el aire columnas de humo de cigarrillos como árboles fantasmagóricos e insustanciales. La abundancia de luz produjo a Tavernor un súbito dolor en los globos oculares, dándose cuenta que se hallaba débil y tembloroso. Siguió al sargento a una zona de recepción, donde aparecía una gran mesa de despacho flanqueada por más hombres uniformados. Todo en aquel edificio tenía el aspecto de ser recién estrenado. Una mirada rápida a través de las puertas de entrada mostraba la figura geométrica de color pastel de El Centro, curvándose a lo lejos hacia el sur, siguiendo la línea de la bahía.
Pero aún siendo capaz de situar el lugar en que se hallaba, el hecho no redujo en nada la sorpresa de Tavernor; estaba seguro de que allí no había existido ningún gran edificio, ni en las inmediaciones, un día o dos antes. Hubiera sido perfectamente posible, sobre cualquier otro planeta, el haber montado por parte de los ingenieros militares una gran estructura, en cuestión de horas, de requerirlo las circunstancias con la debida urgencia. Pero era preciso disponer de un equipo enorme y masivo y la sola forma de traerlo a Mnemosyne, era en naves de viejo diseño a reacción y con escalas. Tavernor encontró imposible visualizar cualquier desarrollo en Mnemosyne que pudiera justificar incluso un gasto moderado por las fuerzas armadas de la Federación. Y con todo, recordó penosamente, habían hecho estallar la estrella Neilson…
El teniente Klee salió de una oficina situada tras el enorme despacho. Era un joven de anchos y huesudos hombros y con unos cabellos tan negros y tan suaves que parecían la sedosa piel de un animal de la selva.
Teniente — dijo Tavernor inmediatamente —. Creo que usted podrá explicar todo esto.
Ignorando la pregunta, Klee consultó una hoja de papel.
—¿ Es usted Mack H. Tavernor?
Sí. pero…
—He decidido no proceder más contra usted. Puede irse.
—Usted ha… ¿qué?
—Estoy dejándole marchar, Tavernor. Pero comprenda que hago esto solo porque la ley marcial ha sido declarada muy poco antes de ocurrir el incidente, y existe la oportunidad de que usted no haya oído su declaración.
—¿La ley marcial?
El cerebro de Mack parecía nublado.
—Eso es lo que he dicho. De ahora en adelante, procure alejarse de los uniformes. Procure evitar problemas. No se meta en dificultades.
—¿ Quién provoca dificultades? — repuso Tavernor, pero dándose cuenta de que sus palabras sonaban a hueco y su persona tenía allí muy poca importancia —. Yo solo me preocupo de mis cosas, y…
—El soldado que le desarmó dijo que usted dio el primer golpe. Otros testigos lo han confirmado.
Han podido hacerlo — murmuró Tavernor inadecuadamente. La cabeza le dolía, las sienes le latían dolorosamente, tenía la boca seca y sintió la fuerte necesidad de tomarse un café bien cargado seguido de algún alimento.
—¿Ha dicho usted la ley marcial? ¿Qué razón hay para ello?
—No podemos decirlo.
—Tendría usted que darme alguna razón.
La baca de Klee se retorció sardónicamente.
—Hay una guerra que continúa. ¿Le parece bien?
Uno de los soldados allí presentes soltó una risita burlona y el sargento le desautorizó con un gesto de su manaza.
Klee miró de nuevo la hoja de papel y después observó a Tavernor especulativamente.
—La señorita Grenoble estará aquí para recogerle a la hora mil, lo que quiere decir que será dentro de pocos minutos a partir de ahora.
—No estaré aquí. Dígale a ella que…
—¿Qué?
—Olvídelo.
Tavernor caminó hasta la puerta, con la cabeza hirviendo de rabia y de preguntas sin respuesta. Su atención fue captada por una cierta indefinible extrañeza en la sección de la calle que podía ver a través de la entrada. Los transeúntes seguían pareciendo una cosa normal y el tráfico discurría también en forma rutinaria, pero la escena le sorprendió como siendo algo curiosamente irreal. Había, tal vez, algo extraño y sutilmente equivocado en la calidad de la luz, como si el mundo estuviese iluminado por candilejas de teatro, que no obstante eran incapaces de simular la luz solar. Sacudió ligeramente la cabeza y empujó la puerta.
—¡Ah, Tavernor! — dijo Klee de una forma impersonal.
¿Sí? — repuso el interpelado deteniéndose.
—Casi lo había olvidado. Vaya a la oficina de compensación civil, dos puertas más allá del bloque. Tienen allí algún dinero para usted.
—Dígale…
Tavernor estuvo a punto de dejar escapar alguna altisonante inconveniencia; pero tuvo que contentarse con un gesto ambiguo de la mano.
Abandonó el edificio y se dirigió hacia la ciudad. Visto desde el exterior, el edificio que acababa de abandonar resultaba sorprendente por lo recién fabricado que estaba. Aquel enorme cuba encristalado daba la impresión de haber sido colocado de una sola pieza, aplastando cualquier cosa que allí hubiera existido antes. Alrededor de su perímetro estaban algunos ingenieros militares en pequeños grupos, recubriendo el borde de la excavación, aplastando la arcilla del suelo y fundiéndola con máquinas achaparradas de color verde oliva. El aire estaba saturado de olor a ozono, como consecuencia de la enorme energía empleada y un ocasional y atronador estampido cada vez que una roca rehusaba ceder su estructura molecular que había sostenido durante cientos de millones de años.
La gente que circulaba por las aceras miraban con curiosidad semejante actividad; pero continuaban su marcha. Tavernor intentó recordar qué habría existido anteriormente en el lugar que ocupaba aquel bloque; pero todo lo que obtuvo de sus recuerdos fue una vaga impresión de unos pequeños edificios arracimados y que seguramente habrían sido pequeños comercios de barrio. Ya había notado antes que a pesar de lo familiar que pudiera resultarle una calle o una intersección, tan pronto como su nueva configuración se había llevado a cabo, los recuerdos del original se desvanecían pronto de su memoria. Por todo lo que sabía, se dijo a sí mismo ilógicamente, aquello pudo haber sido uno de sus escondites favoritos antes de que el ejército lo hubiera deshecho. Su resentimiento creció ante semejante idea.
Al llegar a la esquina, torció hacia el mar y caminó durante unos minutos hasta encontrar un lugar para comer algo. Estaba haciendo funcionar el dial de la máquina del café, cuando se le ocurrió mirarse en la superficie pulida como un espejo de la máquina, observando la barba y el estado de su rostro. Tenía el pelo más largo de lo que podía haber esperado y una sospecha desagradable se originó en su mente.
—¿Qué día es hoy, por favor? — preguntó a un señor de edad sentado a poca distancia.
—Jueves — repuso el anciano señor, levantando las cejas con sorpresa.
—Gracias.
Tavernor tomó el café y ocupó un sitio vacante. Sus sospechas se vieron confirmadas: había perdido dos días. Una pistola anestésica, disparando una carga suave podía poner a un hombre fuera de combate por espacio de diez minutos; pero a él le habían disparado toda una carga completa. Haciendo un esfuerzo, procuró grabarse la cara del reservista que le había disparado, haciéndole un buen lugar en la memoria. Con la ley marcial o sin ella, tenía que pagárselo.
Con el café calentándole el estómago, decidió posponer la comida hasta haber llegado a casa, asearse convenientemente y atender a los alas de cuero. Las pobres criaturas estarían hambrientas y nerviosas tras no haberle visto en dos días. Vaciló un momento entre telefonear pidiendo un coche de alquiler desde el local en que se hallaba o detenerlo en plena calle. Salió y por primera vez, desde que le dejaron en libertad, volvió los ojos tierra adentro hacia los bosques.
Los bosques ya no estaban allí.
En cierta forma, la sorpresa recibida en su sistema nervioso fue tan intensa como la del disparo que le hicieron con la pistola anestésica. Se quedó inmóvil como una estatua, mientras que la gente pasaba rozándole y farfullando palabras de molestia, en tanto Tavernor miraba sin pestañear el desnudo horizonte. El Centro, orillaba la bahía en una distancia de ocho millas y, por término medio, era menos de una mil a de ancho; por tanto, el bosque podía verse siempre al final de la vía pública. Sus variadas tonalidades de verde y azul recubrían como un manto la llanura de cinco mil as y, más allá, se elevaba en un verde oleaje que desaparecía al alcanzar la roca desnuda de la planicie continental. En los días cálidos, de los bosquecillos de gimnospermas de anchas hojas emanaban columnas de vapor de agua que se elevaban al cielo y, por la noche, las flores de los «buscadores de luna» enviaban un dulce y pesado perfume que se extendía por las quietas avenidas bajo el manto enjoyado de las mil lunas de Mnemosyne en su bóveda celeste.
Pero entonces ya no existía nada entre el borde occidental de la ciudad y los grises terraplenes de la planicie. Olvidando lo de encontrar un coche de alquiler, Tavernor caminó en dirección a los desaparecidos bosques, mientras que el resentimiento que había surgido en su interior, se convertía en una enorme y dolorosa consternación.
Aquello, pues, era la causa de la singular calidad de la luz que le había llamado antes la atención; su componente gris, procedente de los macizos de árboles, estaba ausente. Tavernor, al comenzar a salir del cinturón comercial de El Centro y pasar entre los bloques de apartamientos, vio delante de él una gran extensión de terrenos intactos que daban un aspecto de normalidad. Coches civiles lo cruzaban o yacían en el suelo como pétalos brillantes entre la hierba, mientras que grupos familiares pasaban un día de campo en las cercanías. Sintiendo que debería estar inmerso en un sueño, Tavernor continuó marchando hasta alcanzar gradualmente una pequeña cresta del terreno desde la cual podía obtener una mejor visión de la llanura.
Dos vallas separadas cercaban la llanura a corta distancia ante él. La más cercana era muy alta y dispuesta en el tope superior de forma que fuera imposible saltaría; la otra aparecía sembrada de postes rayados de blanco y rojo sugiriendo que estuviese electrificada o algo peor. Más allá de las vallas donde tenían que estar los bosques se encontraba una llanura brillante y suave como un espejo. De color de la miel y moteada de plata y verde pálido, era como un mar helado de fantasía, el piso de una sala de baile creada para las orgías de los reyes mitológicos.
Tavernor, que hubo visto antes tales cosas, se dejó caer de rodillas.
—¡Vosotros, bastardos! — murmuró angustiado. ¡Vosotros, piojosos y asesinos bastardos!
—¡Vamos, levántate! — le gritó el vendedor de helados.
En la puerta próxima, como en otro universo, una mujer sollozaba presa de pánico. El cielo comenzó a resquebrajarse y Mack pensó que los fragmentos de estrellas caerían en limpios jardines.
—Demasiado lento, demasiado lento — decía el vendedor de helados.
Le puso encima unas manos heladas. Los dedos eran como témpanos secos frotando contra las costillas de Mack a través de su pijama.
—No quiero ningún helado — gritó Mack —. He cambiado de opinión.
—Lo siento, hijo.
La cara del vendedor de helados desapareció y de repente, al salir de su sueño, Mack advirtió el rostro de su padre. Levantó a Mack de la cama y se lo echó al hombro. La carita de Mack se golpeó contra algo duro y el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. Había sido el cañón del rifle de su padre, el que tenía para la caza y que le colgaba del hombro. El sueño que tenía, procedente aún de la tibieza del lecho, desapareció de la mente de Mack. Comenzó a sentir la excitación y el sentido de la alarma;
—Estoy dispuesta — dijo la madre.
Vestía un traje puesto a toda prisa y a medio abrochar. Sus facciones estaban impregnadas de terror. Mack deseó protegerla; pero recordó con pesar que había roto su arco y perdido la mayor parte de las flechas.
—Entonces, corre, por el amor de Dios…
Su padre descendió las escaleras en cuatro saltos. Sintiendo la fuerza de su padre, Mack tuvo la sensación de hallarse seguro y orgulloso de su progenitor. Los pitsicanos iban a lamentar el haberse acercado a Masonia. Su padre era un buen combatiente, el mejor rifle que había en todo el establecimiento agrícola. En menos de un segundo, abrieron la puerta y se encontraron, expuestos al frío de la noche, corriendo hacia la zona de aparcamiento de los helicópteros. El ondulante aullido de una sirena y del que apenas se había dado cuenta en el interior de la casa, hirió los oídos de Mack. Otras familias del establecimiento agrícola corrían desesperadamente hacia sus propias máquinas. Los destellos y estampidos de pequeñas armas alertaron las conciencias de los que ocupaban los compartimentos, en donde Mack oyó gritos y chillidos quejumbrosos procedentes, al parecer, de los árboles del norte del poblado.
—¡Dave!
Era la voz de su madre, pero apenas reconocible.
—¡Por allí! ¡Ya están dispuestos los helicópteros! Mack intuyó más bien que oyó el quejido apagado de su padre. Se sintió tirado por el suelo y después arrastrado a más velocidad que si fuese corriendo. Su padre sostenía el rifle con la mano libre y comenzó a disparar sobre algo. El familiar estampido del arma dio ánimos a Mack, ya que había visto agujerear las planchas de acero de media pulgada de espesor; pero notó que su padre juraba amargamente entre disparo y disparo. Mack comenzó realmente a sentir miedo.
A lo lejos y ante ellos, cerca de los helicópteros, unas formas de gran altura parecidas a husos se movían en la oscuridad. Unos destellos verdes se escapaban de sus miembros y el suelo temblaba. Algo se aproximó a Mack. A la incierta luz del ambiente Mack vio a los pitsicanos e intentó taparse los ojos. Milagrosamente el helicóptero surgía frente a él. Corrió y echó mano rápidamente a la manecilla de la puerta, pero sus dedos resbalaron con la humedad del metal. Su padre venía tras él, empujó a Mack hacia el aparato y le subió al asiento de control.
—¡Ponlo en marcha, hijo, en la forma que te enseñé! — le gritó el padre con voz ronca —. Puedes hacerlo.
Mack manipuló con la palma de la mano en la consola de control y el aparato arrancó poniendo en movimiento las aspas. El aparato se estremecía expectante.
—¡Vamos, papá! — gritó el muchacho al ver que su padre estaba solo —. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde se ha quedado?
—Estaré con ella… Es todo lo que puedo hacer ahora. Tienes que alejarte de aquí.
Su padre se volvió y se encaminé hacia aquellas horribles figuras en forma de huso, con el pijama flameando por el aire de los rotores del helicóptero, y con el rifle dispuesto a combatir sin esperanza. Mack medio se incorporó en el asiento; pero una alargada figura apareció en la portezuela del aparato, maullando y haciendo unos espantosos ruidos. En la mortecina luz de los instrumentos Mack aprecié lo que parecía ser una horrible criatura mitad hecha de huesos y mitad de cieno y en parte también los intestinos expuestos al aire teñidos de azul. El horrible olor pestilente de aquel monstruo llenó la cabina instantáneamente.
Mack no tuvo un control real sobre lo que iba a ocurrir al momento siguiente; sus instintos y reacciones surgieron haciéndose cargo de la situación. Retorció salvajemente la palanca de arranque y el helicóptero salió disparado hacia el cielo. El guerrero de otro mundo cayó despeñado al suelo.
A los pocos segundos, el niño de ocho años Mack Tavernor había abandonado la batalla, dejando, junto a su niñez, aquel espantoso lugar lejos de sí.
Transcurrieron casi cuarenta años hasta que Tavernor volviera a visitar el planeta que había sido su hogar.
Como único superviviente de aquel sigiloso ataque de los pitsicanos sobre el Establecimiento Agrícola número 82 de Masonia, había sido —aunque era demasiado joven entonces para comprenderlo una especie de regalo para la propaganda del Departamento de Guerra. Los supervivientes de los ataques por sorpresa de los pitsicanos eran bastante raros, ya que éstos no perseguían otro discernible objetivo que matar a los humanos. No hacían el menor esfuerzo por capturar o destruir el material. Aún más extraño todavía resultaba el hecho de que las naves de línea de la Federación que habían caído en sus manos en gran número de ocasiones, habían sido dejadas tal y como fueron encontradas, sin desarmar, y, lo que era más importante desde el punto de vista de la Federación, con sus secretos técnicos sin explotar.
Los pitsicanos, llamados así arbitrariamente de acuerdo con el nombre del planeta en que habían sido encontrados, tenían una especial sicología que dejaba estupefacto al xenólogo terrestre a pesar de todos los esfuerzos que hacía para comprender algo de su extraña conducta; pero su fracaso en aprender cualquier cosa de las naves-mariposa era seguramente el mayor misterio que les rodeaba. A los pitsicanos les resultaba completamente familiar la taquiónica, la rama de la ciencia que era como un espejo de la física de Einstein, tratando con partículas que no podían desplazarse a menos velocidad que la de la luz. Habían dominado el incluso más difícil «método taquionico», la técnica de crear los microcontinuos dentro del cual una nave espacial compuesta de materia normal podía mostrar algunos de los atributos de los taquiones, y de esta forma, el viaje por el espacio en varios múltiplos superior a la velocidad de la luz. Pero — y en los primeros años la Federación apenas si había dado crédito a su buena suerte — los pitsicanos habían dado el paso próximo y lógico de los viajes espaciales.
Aquel paso había sido el desarrollo de la nave-mariposa, conocida en la Tierra por el estatorreactor interestelar Bussard. Una nave-mariposa podía pesar algo más de cien toneladas y tomó su nombre de los enormes campos magnéticos con los cuales se lanzaba a la utilización de los iones interestelares para utilizarlos como masa de reacción en vuelos de largo alcance. Extendidas a su alcance total de varios centenares de millas, las alas magnéticas capacitaban a la nave de peso ligero á dispararse por si mismas eficientemente al límite de velocidad por encima de 0.6C, en la cual el método taquionico se hacía viable. La nave-mariposa era rápida, económica de construir y de operar y altamente maniobrable y, con todo, los pitsicanos continuaban utilizando sus enormes navíos difíciles de manejar, que llevaban consigo su propia masa de reacción. Incluso con la ayuda de la física taquiónica y la eficaz conversión de la masa en energía propulsora, una nave pitsicana podía pesar sobre un mil ón de toneladas al comienzo del vuelo.
Lanzados al espacio en una ruta que era virtualmente inalterable, a causa de la energía cinética que tenía que malgastar, uno de aquellos navíos podía consumirse a sí mismo, sección por sección, hasta dejar exhausta su masa de reacción y quedar reducido a un simple depósito de combustible o convertirse en un armatoste inútil.
La guerra se había producido en el segundo año en que los padres de Tavernor habían muerto con sus convecinos colonizadores en Masonia. Entonces se hizo evidente para el COMSAC, el Alto Mando de la Federación, que, a despecho de la inferioridad de las naves pitsicanas, el dar buena cuenta de aquellos seres extraños sería un asunto largo y costoso. Existía el problema de que los planetas que sufrían los ataques de los pitsicanos se hallaban en los bardes de la Federación, mientras que el dinero y los recursos de la Federación para mantener la guerra se hallaban ligados a los sistemas propios, considerados como el hogar de la Federación.
Y así llegó el momento en que Tavernor, un muchacho de ocho años que había visto a sus padres asesinados por los pitsicanos, se convirtió en un único y extraordinario medio de propaganda. Su rostro y su voz quedaron grabados y difundidos por todos los medios taquiónicos, en una campaña de propaganda en la que se emplearon todos los recursos de los expertos en la materia. Para el propósito de mantener en la mente pública la imagen constante del brutal asalto, la huida en el helicóptero fue representada como su primer vuelo, aunque su padre le había permitido manejar anteriormente los controles varias veces. Más tarde hizo visitas personales a cada uno de los sistemas de la Federación. Por esas fechas, Tavernor tenía ya quince años y el potencial de su propaganda quedó agotado; pero en tal estado de cosas, ya no importaba; los pitsicanos habían comenzado a realizar incursiones más y más profundas en las regiones del espacio controladas por la Federación.
Tavernor ingresó en el ejército casi automáticamente. Durante su época de cadete y los años de joven oficial, los deseos de destruir a los pitsicanos empleando simplemente la inteligencia y una eficacia sin escrúpulos dominó su personalidad y todas sus acciones. Consiguió en diez años delimitar claramente lo que se conocía por «área de máxima interpenetración», alcanzando el grado de mayor en un viaje donde la simple capacidad de mantenerse con vida exigía verdadero genio. Entonces nació el MACRON.
La nueva computadora, tan grande como un satélite y, con todo, tan densa como se pudo hacer con la optoelectrónica, había estado coordinando el esfuerzo de guerra de la Federación por menos de una semana cuando Tavernor fue trasladado a la Tierra. Supo entonces que las fichas y expedientes de aptitud, que habían estado empolvadas y almacenadas en oscuras oficinas de una docena de mundos, habían sido repasadas y escrutadas por MACRON. Las tarjetas perforadas mostraron que Tavernor tenía una extraordinaria y alta categoría y graduación en materias tales como aptitud mecánica, cerebración divergente (ingeniería), cerebración convergente (ingeniería) y teoría de armamentos. MACRON había decidido que su mejor servicio lo prestaría en el Diseño de Armas del Departamento Experimental, un puesto magnífico aun teniendo en cuenta su brillante historial de guerra.
Después de un breve cursillo de adaptación en la Tierra, fue destinado a la División MacArthur del Departamento de Armas Ligeras (Proyectiles Inertes). Durante el corto viaje, Tavernor, todavía confuso y desplazado, había centrado su mente en el problema de cómo podría contribuir a convertirse en un especialista en aquellas materias.
A la mañana siguiente se despertó en su camastro sudando y con escalofríos al mismo tiempo. Una antigua pesadilla había vuelto con renovada fuerza. Era nuevamente un niño, corriendo en aquella infernal oscuridad, dando tumbos y arrastrándose conforme su padre tiraba de él con una mano. Unas figuras horribles, altas y en forma de huso, se movían delante suyo. El rifle de su padre disparaba; pero fallaba, fallaba una y otra vez. «Salva a mamá», gritaba desconsolado. «No me esperes a mí.» Pero su padre juraba amargamente y los estampidos del rifle continuaban como las voces de un dios castrado, impotente, inútil…
Tavernor se quedé descansando entre las sábanas durante largo tiempo con los ojos inmóviles en el camastro de arriba. Estaba preso por una idea, paralizado por el sentimiento de extrema fascinación que acompaña a toda verdadera inspiración.
Tavernor necesité un año de rutina, de diseños y de experiencia en los bancos de trabajo de las máquinas, antes de atreverse a poner en práctica su idea. Con gran sorpresa por parte suya, la idea fue acogida con simpatía. Ciertamente que se había desilusionado cuando, una vez pasado el entusiasmo inicial, la División estuvo demasiado ocupada en mil proyectos más avanzados y mejor formulados que sus ideas de aficionado. Pero un superintendente de sección escuchó su tímida presentación; se celebraron reuniones a distintos niveles y, antes de que se diese cuenta, Tavernor se encontró ascendido a la categoría de Jefe de Sección, contando no solamente con un soberbio taller a su disposición, sino con los servicios de un equipo de especialistas que estaban preparados para traducir cualquier borrosa visión en una realidad funcional.
La invención de Tavernor era un arma increíblemente fea de aspecto y que tenía algo de cruce entre un bazooka y una metralleta, y que difería de las otras armas en que solamente la culata, el gatillo y la panzuda estructura exterior estaban en contacto con el usuario de la misma.
Las restantes partes en funcionamiento, el cañón, la recámara, el cargador y el punto de mira, flotaban en un campo magnético especial que evitaba toda vibración. Otro componente no existente en cualquier otro rifle convencional era un giroscopio de estabilización y un computador analógico que analizaba la frecuencia y la intensidad de las vibraciones impuestas al sistema y que modificaba el campo magnético convenientemente. El giroscopio estabilizador no se usaba continuamente; pero estaba dispuesto en todo momento sin más que apretar un botón, cuando se había seleccionado un objetivo. Como una concesión extra en algunos modelos, se añadía un computador digital y una unidad de memoria inercial al arma para facilitar la movilidad del tirador. Aunque útiles en cierto número de aplicaciones, aquellos refinamientos fueron adaptados en su mayor parte como una concesión a Tavernor por un Departamento que, en realidad, no apreciaba la necesidad de un rifle con el cual un hombre pudiese disparar con una mano sobre un objetivo, mientras que con la otra tiraba de un niño…
El arma fue denominada oficialmente el Rifle Compensador Tavernor, una etiqueta de la cual sé derivaba una menguada satisfacción. Solo él comprendía qué era lo que tenía que compensar, e incluso Mack vio muy claro cómo todos los años empleados en aquello no menguaban la culpa, ni la convicción de que su madre había muerto porque su padre solo había sido capaz de salvar a una persona. Todo lo que pudo apreciar bien, por primera vez en su vida adulta, era que podía vivir, hablar y sonreír como cualquier otro ser humano. Y que podía respirar libremente, sin que la pestilencia despedida por un guerrero pitsicano ofendiese su sentido del olfato.
Una vez que el RCT Mk-1, estuvo en fase de producción, Tavernor volvió su atención a otros proyectos; pero su chispa inventiva parecía haberse apagado y el trabajo empezó a aburrirle mortalmente. Luchó contra sus inclinaciones durante tres años más y luego comenzó a hacer solicitudes para ser transferido a la zona de combate. En tal punto, incluso en tiempo de guerra, le habría sido posible retirarse, ya que no había escasez de combatientes; pero le resultó difícil imaginarse la vida fuera del ejército.
Eventualmente, y a la edad de cuarenta y dos años, el Coronel Mack H. Tavernor volvió al servicio activo, aun que no en las zonas de máxima interpenetración donde había aprendido su oficio guerrero. Descubrió con gran sorpresa que la Federación se hallaba comprometida en más de un conflicto. La guerra contra los pitsicanos se prolongaba desde hacía ya cuatro décadas, el tiempo suficiente para convertirse en un fondo permanente de los problemas internos de la Federación y de la vida política. Los problemas de otro tipo pronto comenzaron a surgir de nuevo. Algunos sistemas, particularmente aquellos bien alejados de la frontera humano-pitsicana, comenzaron a poner reparos a pagar los tributos de una lejana guerra. El sistema de impuestos reducidos pronto exhibió su capacidad de viejo truco político para sostener a los lideres políticos de cualquier partido y la Federación e vio obligada a llevar a cabo una serie de costosas operaciones de policía.
Tavernor tuvo que soportar que su RTC fuese utilizado contra los seres humanos durante cuatro años; pero el punto de ruptura fue su propio mundo, Masonia. La frontera se había constituido en aquel sector por tres veces. Cada vez, el planeta había sido ligeramente atacado, ya que de otra forma no habría quedado ningún problema político que considerar, pero con la suficiente dureza para convencer a la población de que era estúpida en permitir que su mundo fuese utilizado como centro de adiestramiento de suministros estratégicos. Un líder político-religioso llamado Chambers llegó al poder con la teoría, absurda aunque atractiva para el populacho, de que los pitsicanos no eran un azote para nadie, excepto para lo injusto. Y reforzó su idea de una neoconciliación con los argumentos bien calculados de que lo justo en su sentido de la palabra — no tenía que pagar impuestos de guerra.
Antes de que la Tierra pudiese hacer nada para evitarlo, Chambers estuvo en el poder y ordenó que se retirase todo el material de guerra de Masonia. Durante la acción de policía resultante, una población que había caído por los ataques ocasionales de los pitsicanos rehusó decididamente ser sometida a la Tierra Imperial.
Tavernor, que estaba por entonces en otra parte, conoció solamente los detalles más sobresalientes del asunto: el planeta había recibido de la Tierra la seguridad de un mínimo derramamiento de sangre. Tavernor se hallaba en el sector cuando llegó la oportunidad de una semana de permiso y aprovechó la ocasión para pasar unos cuantos días entre los escenarios de su infancia, en los bosques del Proyecto Agrario número 82.
Los bosques estaban allí todavía; pero de una forma totalmente distinta. Habían servido como escondite a los combatientes de las guerrillas de Masonia y se había hecho necesario aplicarles un castigo. Tavernor empleó un día caminando a través de los lagos de celulosa de color verde y plata. Hacia el atardecer, encontró una zona donde el flujo había pasado claro y transparente.
Debajo de la superficie de ámbar, la cara de una mujer muerta miraba hacia arriba, inmóvil.
Se arrodilló con respeto en la encristalada superficie, mirando fijamente el pálido y ahogado óvalo de su rostro. Los rizos negros de sus cabellos estaban helados, incorruptos, como en forma eterna, como la culpa que le atenazaba a él al pensar que la hubiera arrojado.
Aquella noche, ejerciendo su opción de los treinta años, dimitió del ejército y marchó a buscar un lugar en donde esconderse.
Tavernor caminó hacia el norte siguiendo la línea de las vallas. Mientras iba dando tumbos a través de la moñuda hierba, se protegió los ojos e intentó ver más allá del resplandor de la superficie de la llanura. La intensa luz acrecentó su dolor, de cabeza; pero pudo apreciar ciertos signos de actividad. Lejos y a través del lago de celulosa, resplandecían una serie de espejismos. Detrás y entre ellos, se estaban construyendo enormes edificios. Los helicópteros de trabajo, en forma de caballitos del diablo, grandes incluso a tal distancia, iban por los aires de un lado a otro, levantando muros enteros y colocándolos en su sitio, y los remolinos de sus rotores se agitaban entre los espejismos desparramando luz y colores en el cielo.
Tomando relación desde los grandes edificios de El Centro, Tavernor estuvo en condiciones de calcular que aquella actividad estaba teniendo lugar en un sitio próximo a donde se hallaba su casa dos días antes. Más tarde descubriría si había sido reducida a cadenas de polisacáridos disociados y pectinas de libre flujo junto con el resto del bosque o si había sido elevada y transportada fuera del camino en que estorbaba. La casa tenía poca importancia; pero mil ones de pequeñas criaturas habrían perecido con la operación. Su mente volvió hacia el rostro de la mujer que había encontrado en Masonia mirando fijamente hacia arriba desde su prisión de ámbar. «Una desgracia», batían dicho, «pero nosotros avisamos a las guerrillas que se marcharan de allí.»
Diez minutos bastaron para llevar a Tavernor hacia una amplia entrada en las vallas. Estaba completa con todos los distintivos militares, barreras, puntos de control y guardias armados. Una carretera recién hecha conducía desde la llanura y, cortando recta a través del terreno del parque, a una de las avenidas principales, de El Centro… Ya había comenzado a funcionar una doble fila de vehículos de tierra y sobre cojines de aire. La fabulosa cantidad del equipo asombró a Tavernor, teniendo en cuenta que había que haberlo bajado de la estación en órbita translunar y a través de la pantalla de fragmentos lunares, lo que, debía de haber costado muchos millones. Fuera lo que fuese lo que estaba pasando en Mnemosyne, era algo grande. Algo muy bien planeado previamente.
Tavernor pudo haber tenido razón cuando había supuesto que la guerra estaba llegando de aquella forma. El estallido de la estrella Neilson estaba saturando enteramente aquella zona con partículas cargadas, creando un volumen de espacio en donde las grandes naves podían alcanzar la máxima velocidad. La operación fantásticamente costosa de destruir la estrella, se había realizado tras siete años de previa preparación; por lo que estaba viendo como testigo ocular, podía ser la culminación de los planes de siete años de duración del COMSAC. … ¿qué interés podía tener el CQMSAC en Mnemosyne? ¿Por qué debía el ejército invadir un mundo remansado a trescientos años luz de distancia de la zona más próxima de combate?
Tavernor alcanzó el camino y se aproximó a la entrada.
—Oiga, amigo…
Un joven centinela salió de la garita más próxima. Sonreía protectoramente por debajo del casco.
—¿Está usted buscando algo?
—Información. ¿Qué diablos está sucediendo aquí?
La cara del centinela permaneció inalterable.
—Lárguese de aquí.
—¿No hay información?
—Ya me ha oído.
—Entonces voy a pasar; mi casa está por allí.
Tavernor apuntó a un lugar a través de la llanura, mientras que al propio tiempo comenzaba a caminar. El centinela deslizó el rifle del hombro; pero lo hizo demasiado lentamente. Tavernor agarró el rifle y le retorció cerrando como un dogal el portafusil alrededor de la muñeca del soldado. El guardia intentó coger a Tavernor con la otra mano; pero éste comenzó a realizar una serie de movimientos de un lado a otro con el arma.
—Con calma, amigo ¿O es que quiere que le convierta el codo en una junta universal?
La cara del centinela se volvió gris.
—Esto le costará caro.
—¿Lo hace usted por dinero? — le preguntó Tavernor, poniendo una nota de fingido asombro en su voz, mientras que sentía cómo la bilis se le removía en su interior. Empezaba. á gozar humil ando a los hombres, lo cual era un pobre sustituto para matar a los pitsicanos —. Tengo treinta años, joven, y soy especialista en armas. Poseo además cuatro estrellas Electrum.
El centinela no hizo el menor signo de reconocer aquellas palabras cómo una forma de excusa.
—¿Qué es lo que realmente desea?
Tavernor soltó el rifle.
—Quiero hablar con cualquiera que sea el Comandante de esto.
—Le dije que se largara de aquí — repuso el guardia.
Al mismo tiempo le golpeó con el rifle. Tavernor pudo amortiguar la fuerza del golpe; pero a pesar de ello se dañó la mano izquierda. Dirigió toda la fuerza de su hombro contra la axila del centinela, levantándole del suelo y arrojándole como un trapo al polvo. El centinela rodó rápidamente sobre sí mismo utilizando el rifle. Tavernor pudo haberle pateado, pero permaneció perfectamente en calma. «Vamos, adelante», pensó.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Un sargento y dos hombres más salieron fuera de la garita de guardia a la luz del sol. El casco del sargento estaba ladeado, mostrando que apenas acababa de ponérselo. Parecía un poco mayor para su graduación, ya barrigudo y con los pelos del bigote rojizos y encanecidos en la barbilla.
—Soy el propietario de una parcela de este terreno — dijo Tavernor rápidamente —. Y quiero llegar hasta ella como sea.
El sargento se le aproximó.
—¿Es usted Tanner?
—Tavernor.
—Bien, tengo noticias para usted, Tanner. Usted tenia una parcela de tierra allí. Su propiedad ha sido conferida por la Federación al 73º Ejército.
—¿Y qué ha sido de mi casa? ¿La han cambiado de lugar?
—No ha habido tiempo. Los muchachos lo aplanaron todo.
El sargento parecía divertido dando aquellas noticias. Tras él el centinela seguía en pie, pero el sargento le hizo señas de que se retirase atrás. Aquello iba a ser una lección para el personal civil que se creía valiente.
—Bien, ¿y del contenido?
—Ha desaparecido todo. Se hizo un inventario y fue enviado al oficial del servicio de compensación de la ciudad. Le pagarán a usted lo que valía.
Tavernor eligió el lugar al que iba a dirigirle un puñetazo con todas sus fuerzas. En principio le llamó la atención la empinada barbilla; pero la zona del cuarto botón de la camisa, allí donde le sobresalía más el vientre, tenía que ser más efectiva.
—¿Estaba usted allí, sargento, cuando registraron la casa?
—Sí, pues claro que estaba.
—¿Sabe usted si alguien dejó a mis alas de cuero afuera antes de que mi casa fuese destruida?
—¿Se refiere usted a esos condenados bichos que se parecen a los murciélagos? — repuso el sargento perplejo. Si los quiere tendrá que buscarlos entre la celulosa que quedó después de que el ejército lo destruyera todo. Allí tienen que estar todavía.
Los otros guardias sonrieron sarcásticamente.
El corazón de Tavernor comenzó a latirle con fuerza alimentado por una fuerte carga de adrenalina. Los alas de cuero, pensó Mack como si un resplandor rojo le envolviese, jamás habían consentido en ser enjaulados. Tres o cuatro veces diarias tenía que sentarse junto a ellos, proyectando telepáticamente sentimientos de ternura y de seguridad hasta que los movimientos nerviosos de aquellas criaturas cesaran. ¿Cómo podía explicarse a aquellos ojos plateados y expectantes que su facilidad telepática era muy rara y por consecuencia tenía que ser estudiada? ¿ Cómo habrían reaccionado cuando los soldados se, les hubieran aproximado, mirándoles con asco y repugnancia, rodeados por un aura de muerte? Los alas de cuero tuvieron que haber sufrido y sentido qué iba a ocurrirles y tal vez habrían estado en condiciones de haber comunicado su conocimiento anticipado a los mil ones de otras criaturas del bosque en donde también encontraron la muerte.
El golpe no fue nada más que una sencilla expresión de la angustia de Tavernor; en aquel instante hubiera sido capaz de golpear una pared de granito que tuviera frente a sí; pero, así y todo, el sargento cayó como un hombre muerto. Un silbato se oyó en las inmediaciones y los otros guardias cercaron a Tavernor. Sus caras tenían una expresión despiadada; pero Tavernor estaba comprometido en una lucha ritual. Tropezando con el hombre caído, sintió que su cuerpo era como una estatua de hierro sólido, cuyos miembros recibieran toda clase de culatazos, golpes y puntapiés. Veía y sentía la salvajada que estaban cometiendo con él; pero sin sufrir físicamente. Sólo apreciaba una obnubilación creciente y la sensación de ir cayendo en una oscuridad en cuyos límites las caras que le circundaban eran como unas máscaras de dos dimensiones, hostiles, pero insignificantes.
—¡Mack!
La voz le llegó a través de un golfo de luz amarilla. La asustada cara de Lissa le suplicaba desde la puerta abierta de su rojo vehículo sobre cojines de aire, que súbitamente comenzó a inclinarse, mientras esparcía una nube de polvo y pedruscos a su alrededor. Tavernor se subió a un asiento del vehículo, el motor rugió con fuerza y salió disparado como un caballo loco a poca altura sobre el suelo, por la gran pradera.
De pie en la ventana, Tavernor podía contemplar la bahía y ver un promontorio tras otro definirse hacia el distante sur. Un sol ya moribundo suavizaba la serie de escarpados con una luz rojo-dorada que le hizo pensar en la riqueza de los viejos cuadros de la pintura clásica. Los trozos de luna que formaban un cinturón alrededor del planeta eran demasiado finos para ser vistos a la luz del día; pero algunos de los fragmentos mayores aún resultaban visibles en la profunda bóveda azul de los cielos Tavernor, respondiendo a aquel casi palpable sentido de paz, llenó su pipa y la encendió. Se inclinaba ligeramente a cada movimiento de sus brazos arañados y heridos; pero la propia fragancia del tabaco parecía ser un lenitivo para el dolor y fumó con placer hasta que se abrió tras él la puerta, que en realidad, era todo un panel tan grande como el muro que tenía a la espalda.
Lissa y su padre entraron en la estancia. Howard Grenoble sólo tenía diez años más de edad que Tavernor; pero aparentemente era una de esas raras personas en quien los nutricios y cuidados cosméticos hacían poco efecto. El cabello aparecía teatralmente rayado con líneas grises y la piel de su largo y digno rostro, profundamente arrugada. Las solas facciones que habían retenido su juventud eran las de la boca, de labios carnosos y rojos, con una movilidad casi femenina. Con su esbelta estatura y su traje inmaculado, era el perfecto hombre de Estado, ya mayor; y, durante unos instantes, Tavernor se preguntó si Grenoble no emplearía los nutricios cosméticos deliberadamente.
Luciendo un vestido de color naranja llameante, Lissa tenía un aspecto casi infantil junto a su padre. Su rostro mostró inmediatamente una grave preocupación al ver a Tavernor puesto en pie, en lugar de seguir sentado en el sofá, muelle y cómodo, en que le había dejado.
—Bien, me las compuse para arreglarlo todo, joven — dijo Grenoble moviendo los labios en la misma forma que Lissa —. Debo añadir que no sin grandes dificultades.
—Muchas gracias, señor — repuso Tavernor, sintiendo una genuina gratitud al pensar en un retorno a la prisión clínica de la que había escapado. Creo que le he proporcionado muchas dificultades.
—Pues sí, así ha sido. No me dijo usted, querido joven, que fue coronel en el ejército…
Tavernor miró de reojo a Lissa. Ella tenía los ojos muy abiertos.
—Cuando me retiré, lo hice para siempre.
—Entonces, su negocio de reparaciones, ¿es sólo una afición, una forma de distraerse?
—Más o menos. Me gusta trabajar con las máquinas.
Tavernor se abstuvo de hacer mención de que había cobrado su pensión y que todo lo había fundido en dos años de francachelas interestelares, cosa que terminó sólo cuando oyó hablar de las leyendas de Mnemosyne, el planeta de los poetas. Se sintió tan nervioso como un pretendiente ante un futuro suegro preguntón.
—Interesante. Supongo que algún día extenderá su negocio, tomando una plantilla de hombres adecuados…
—Pues creo que así tendrá que hacerlo — repuso Tavernor complaciente.
Grenoble hizo un signo afirmativo.
—Bien, tengo que dejarle ahora, he de asistir esta noche a una cena en la Casa de la Federación con el nuevo Comandante General, el general Martínez. Tendrá usted que quedarse aquí hasta que encuentre un nuevo acomodo; mientras, mi secretaria está preocupándose de que le arreglen una habitación.
Tavernor intentó protestar; pero Grenoble desapareció por el umbral de entrada con una mano levantada suplicándole silencio. En la quietud que siguió, Tavernor decidió que debería haberse quedado en el sofá, después de todo. Se dirigió hacia él y se tumbo, recordando súbitamente una vieja lección aprendida en el pasado, que el descanso es más importante para la persona débil que el alimento; la bebida, el amor e incluso la libertad. Lissa se sentó a su lado y le subió la manta hasta la barbilla. Tavernor la miró, apreciando la gran belleza de su rostro, pareciéndole que de repente había de ser una jovencita.
—¡Oh, Mack! — murmuró la joven suspirando. Casi lo consigues…
—Conseguir, ¿qué?
—Matarte tú mismo… y me llevó demasiado el quitarte de en medio.
—¿Tú ya sabías lo de la ley marcial y demás cosas por anticipado? — preguntó Tavernor comenzando a sentirse amodorrado.
—Sí, papá me lo dijo.
—Por eso me pediste que hiciéramos aquel viaje…
—Sí, pero imaginé que tú te comportarías con toda moral respecto a mí, y así tuve que disponer… el otro método.
—Un poco drástico, ¿no te parece?
Los ojos grises de Lissa se llenaron de ansiedad.
—Yo no tenía idea, … Pero al menos estás vivo. ¿Acaso hubieras dejado tranquilamente tú casa cuando los ingenieros lo hubieran ordenado?
—Seguramente que no.
Sintió una sensación angustiosa que se removía en su interior.
—Pero ellos no me habrían matado.
—Eso es lo que tú piensas. Mataron a Jin Vejvoda.
—¡Cómo!
—Jin rehusó dejar su estudio, ya sabes que habían estado trabajando en un mural durante dos años. No sé exactamente qué fue lo que ocurrió; he oído que Jin les amenazó con una vieja pistola o algo parecido; pero está muerto. Resulta todo tan horrible…
Tavernor se apoyó sobre un codo.
—Pero, ¡ellos no pueden hacer eso! El ejército no puede comportase de esa forma en su propio suelo. ¡Habrá un consejo de Guerra!
—Papá dice que no lo habrá. El proyecto tiene diez puntos de prioridad.
—¡Diez! Eso es el…
—Lo sé. El máximum — Lissa hizo la afirmación con la seguridad de un nuevo conocimiento adquirido. Papá dice que cuando un proyecto tiene diez puntos de prioridad, cualquiera que se oponga a él, aunque sea solo un minuto, puede ser tiroteado.
Lissa aproximó el rostro a Tavernor. Este sintió la presión de sus pechos; pero de repente sintió también la impaciencia de su capacidad de mujer para provocar el desastre, derramar lágrimas sobre la muerte y al mismo tiempo retener todas sus propias certezas y sus universales ocupaciones típicas de una hembra.
—¿Te dijo tu padre de qué proyecto se trata?
Lissa sacudió la cabeza.
—El Presidente todavía no ha enviado nada en la valija diplomática y papá ha estado tan ocupado arreglando las funciones oficiales que ni siquiera ha tenido la menor oportunidad de investigar sobre el particular. Tal vez el general Martínez dirá algo durante la cena.
Tavernor dejó escapar un profundo suspiro y se echó de nuevo: Funciones oficiales. Cenas. Lissa había heredado más de su padre que unas cuantas expresiones faciales. Howard Grenoble jugaba a cosas infantiles, llamando comunicador taquiónico a la valija diplomática, ostentando sus cabellos grises y dirigiéndose a Tavernor como «joven» aunque ambas eran de la misma generación. Lissa jugaba igualmente de forma similar. Tenía que faltar algo en una persona, si la sola forma en que ella podía afrontar la riqueza era pretendiendo ser pobre y si no era capaz de mirar más allá de los muros de mármol de la residencia del Administrador y reconocer el final de su propio mundo.
—La guerra llega de esta forma, Lissa — dijo cansadamente —. ¿ No habéis descubierto ni tú ni tu padre el por qué? ¿De qué forma va a desaparecer Mnemosyne, de un golpe o de un estallido?
—Intenta dormir un poco — le susurró Lissa —. Te estás poniendo en una completa tensión por nada.
—¡Oh, Cristo…! — dijo Tavernor con desamparo.
Minutos más tarde, pareció que era despertado por una peculiar sensación en los pies. Tavernor se quedó quieto unos instantes antes de abrir los ojos, dudando si no habría estado soñando. Se hallaba en una cama, vistiendo un pijama oscuro, en lugar de la chaqueta. manchada de sangre y los pantalones. El segmento de cama que pudo ver estaba bañado con la luz de la mañana de color limón, y se encontraba descansando. Pero sus pies se hallaban todavía bajo una extraña impresión, como inmovilizados por una insistente y cálida presión.
Levantó el cuerpo y descubrió que los músculos que habían recibido tan doloroso castigo el día anterior, los tenía rígidos como una piel animal expuesta y secada al sol. Tavernor se dejó caer; después lo intentó de nuevo, con más precaución, y consiguió elevar la cabeza por encima del pecho.
—¡Hola! — le saludó la chiquilla.
—¡Hola! — repuso Tavernor, y desde una posición más baja de la almohada continuó. Tú tienes que ser Bethia.
Lissa raramente mencionaba a Bethia; pero él sabía que eran primas y que la criatura había vivido con Howard Grenoble siempre, desde que sus padres habían muerto en un accidente.
—¿Cómo lo has sabido? — expresó la vocecita simpática de Bethia un tanto decepcionada.
—Mueve mis pies y te lo diré.
Y esperó a que Bethia los hubiese movido hacia un lado, soportando estoicamente el dolor de sus piernas malheridas.
—¿Y bien?
—Lissa me lo dijo. Lo sé todo respecto a ti, Bethia. Tú eres prima de Lissa, vives aquí y tienes tres años.
—Tres y medio — repuso Bethia triunfalmente —. Eso demuestra todo lo que sabes.
—¡De veras que tienes tres años y medio! ¿Cómo pudo Lissa cometer semejante error?
—Lissa suele cometer muchos errores. Temo por ella.
Tanto la forma de expresarse como su contenido, dejaron asombrado a Tavernor. Incluso el timbre de su voz, era distinto al que pudiera esperarse de una niña de tres años, sutil pero inequívoca, como los ecos de un teatro difieren de los de una catedral. Decidió mirar a la chiquilla con más atención y luchó hasta ponerse en una posición sentada, quejándose conforme sus ateridos músculos entraban en función.
—Tú sientes dolor.
—Sí, siento dolor — convino Tavernor, mirando a la niña con verdadera curiosidad.
Era delgadita, pero con un saludable aspecto y con un cutis que resplandecía como una perla. Tenía unos grandes ojos grises, como Lissa, que le miraban fijamente desde una carita redonda, que ya anunciaba una perfección de formas en el futuro. Los cabellos eran del color del roble pulido. El conjunto era resaltado por una simple túnica verde.
—Deja que sienta el dolor — dijo Bethia acercándose a la cabecera de la cama y poniendo sus diminutos dedos sobre el brazo de Tavernor.
—El dolor no se siente de esa forma — dijo Tavernor riéndose —. Yo puedo sentirlo; pero tú no.
—Eso es lo que dice Lissa pero no tiene razón. Tú tienes daño aquí, y aquí, y aquí… — y los dedos rápidos de Bethia comenzaron a moverse por el dorso de Tavernor bajo las sábanas y hasta sus piernas laceradas.
—¡Eh! — Exclamó Mack, cogiéndola por las muñecas —. Las niñas bonitas como tú no se conducen así con hombres extraños.
Parte de su mente registró el curioso hecho de que aunque sus heridas superficiales estaban recubiertas por el pijama, a cada toque, los dedos de la chiquilla se habían situado en el lugar de mayor dolor, en su mismo centro.
—¡Bien! Pues quítatelo tú mismo.
Y Bethia disgustada, con una aparente ferocidad infantil, se alejó de la cama corriendo.
—¡Vuelve, Bethia!
Ella se volvió hacia Tavernor; pero se quedó en el lado opuesto de la habitación. Mirando a aquel diminuto pedacito de vida humana, frágil pero ya como una nave indómita, sin perturbar aún por la infinita vastedad del océano del espacio-tiempo que apenas si había comenzado a cruzar, sintió un raro anhelo por haber tenido un hijo propio. «Demasiado tarde ya para eso», pensó para sí mismo. «Ahora que tan obvio se hace que los pitsicanos van a venir.»
Tavernor le dirigió su mejor sonrisa.
—Lissa no me dijo que tuvieses mal genio.
—Lissa lo hace todo equivocado — dijo respirando tan fuerte con la nariz como se lo permitía su naricita respingona.
—¿Tú crees que a ella le gustaría oírte decir eso?
—No puede.
—Quiero decir que no deberías decirlo.
—¿Aunque sea verdad?
—No deberías decirlo, porque no es verdad — Tavernor sintió hundirse más profundamente en un gran agujero. Lissa es una mujer y tú eres todavía una niña.
Bethia adoptó un aire serio en forma acusatoria.
—¡Bah! Tú eres justo como todo el mundo.
Y desapareció de la habitación con pasos rápidos, dejando a Tavernor con una aplastante sensación de ineptitud.
«Te has chasqueado amiguito», pensó con cierto mal humor, saltando por fin de la cama.
Una ojeada por la estancia le reveló que sus propias ropas estaban colgadas en un armario. Su ropa interior había sido lavada y secada. Otra puerta daba acceso a un amplio y hermoso cuarto de baño. Tavernor abrió el grifo del agua caliente, la comprobó, se despojó del pijama y se introdujo con gusto bajo el cono del agua tibia. Estuvo enjabonándose bastante tiempo hasta comprobar que su brazo izquierdo, que era el que más le había hecho sufrir, había dejado de dolerle. Los negros puntos de las contusiones estaban allí; pero el dolor había desaparecido. A pesar de todo, ramalazos de dolor le sacudían todavía el cuerpo en algunas zonas.
—¡Bien, me fastidiaré! — dijo en voz alta.
—Sí, te tendrás que fastidiar — gritó alegremente la voz de Bethia desde la entrada. Su cara redondita aparecía sonriente conforme miraba al cuarto de baño, con un pie dispuesto para salir corriendo.
—No te vayas, bonita — dijo Tavernor, determinado esta vez a no pisar terreno equivocado. ¿Hiciste tú esto? — dijo, mientras salía del cuarto de baño, flexionando el brazo izquierdo con toda soltura.
—Pues claro que sí.
—Es maravilloso. Eres un hada que cura los dolores, Bethia.
Ella le miró agradecida y se alejó un poco más en la habitación.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
—¿Cómo? — repuso la chiquilla aparentemente desconcertada —. No es ningún milagro.
Ella se aproximó, con expresión solemne. Tavernor se arrodilló y permitió que las manecitas de Bethia pasaran dulcemente por todo su cuerpo mojado, sin sentir embarazo alguno, incluso cuando sus dedos de muñeca rozaron brevemente sus genitales. Cuando se puso nuevamente en pie, le había desaparecido toda traza de dolor y su mente parecía repleta de un sentido de comunión diferente a cuanto hubiera sentido antes en su vida. Bethia le sonreía y de repente casi sintió miedo de ella. Se secó lo más rápidamente posible y se vistió. Bethia le seguía todos sus movimientos, observándole con ojos intencionados.
—¿Mack?
—Entonces, ¿conoces mi nombre?
—Pues claro que sí. ¿Eres soldado?
—No.
—Pero tú estuviste luchando.
—Si no te importa, Bethia, yo preferiría hablar de cualquier otra cosa.
—No me importa. ¿Mack?
—Sí.
—¿Es que los pitsicanos vendrán por aquí?
—No. Al menos penso hasta que seas mucho mayor.
—¿Estás seguro?
—Bethia…, ni siquiera saben dónde está este planeta. Estoy seguro.
—Supongo que eso lo explica.
—¿Explicar, qué?
Tavernor miró hacia abajo, a los luminosos ojos de la chiquilla con un singular sentido de premonición; pero Bethia sacudió la cabeza y se alejó de él. Sus ojos, brillantes sólo un segundo antes, se oscurecieron como dos discos de plomo. Se volvió y abandonó la habitación, lentamente, como el vilano de un cardo transportado por la ligera brisa de la mañana.
Tavernor la llamó; pero la chiquilla pareció no oírle. Tavernor decidió saber de ella cuanto pudiera durante el desayuno. Pero la comida había apenas comenzado, cuando supo, por Lisa, la increíble razón para la urgente invasión del ejército. Mnemosyne, el planeta de los poetas, iba a convertirse en el centro de operaciones y planes para la guerra contra los pitsicanos.
Las diminutas letras suspendidas en el aire a varios pies por encima del nivel del suelo se mostraban nítidas de un color rojo y topacio, exhibiendo un sencillo mensaje:
—Ahora, vamos a aumentarla de escala — dijo Jorg Bean, quien era uno de los destacados escultores de El Centro.
Hizo un ajuste oportuno en el proyector portátil que llevaba y la sólida imagen, repentinamente aumentada hasta llegar al techo, llenó todo el largo local del bar de Jamai con una luz deslumbradora. Las paredes de espejos multiplicaron las palabras en todas direcciones, encogiendo y retorciendo las letras conforme los escondidos y ocultos solenoides ejecutaban su azarosa danza electrónica. El local flameaba con un desacostumbrado fulgor.
—¿Qué os parece esto? — preguntó Bean mirando ansiosamente a todo el grupo de su alrededor.
Está perfectamente adecuado y es todo cuanto necesitamos — dijo Kris Shelby —. Tiene el significado de un mensaje, no una obra de arte.
Dijo esto con una enérgica actitud que sorprendió a Tavernor, que acababa de entrar en el bar. Tavernor tomó asiento en un taburete y observó al grupo de casi veinte artistas con cierta curiosidad. Estaban planeando una marcha de protesta. Su atención quedó distraída por un cierto barullo al fondo del local. El viejo Jamai en persona, grandullón y obeso, sudando a chorros dentro de un traje dorado, hacía una de sus raras apariciones.
—La luz — gritó —. ¡Apagad esa luz!
Se deslizó como un tornado por detrás del mostrador, barriendo fuera de su camino con su enorme corpulencia a los camareros vestidos de blanco.
Shelby se volvió hacia él.
—¿Qué es lo que ocurre, monsieur?
—Señor Shelby — repuso Jamai jadeando. Usted es un distinguido y antiguo cliente; pero mis clientes no quieren tanta luz mezclada en sus bebidas… y no quiero protestas en mi bar.
—¿Es malo para los negocios, monsieur?
—Lamentablemente, Mr. Shelby, la mayor parte de nosotros tiene que trabajar para vivir.
—Por supuesto. Lo lamento… ésta no es su lucha.
Shelby hizo un gesto de los suyos y Bean apagó el proyector. Las letras disminuyeron hasta parecer entrar en el proyector reducidas de perspectiva y tamaño. A la mención de la palabra «LUCHA», Tavernor había hecho un involuntario gesto que atrajo la atención de Shelby. Tan pronto como Jamai se hubo retirado a su refugio escondido de espejos, Shelby se volvió a Tavernor. Su alargada cara aristocrática aparecía ligeramente sonrojada por cierta excitación.
—¿De nuevo por aquí, Mack?
Tavernor hizo un gesto afirmativo, al par que asomaba en su rostro un gesto de automático sarcasmo.
—Mire, siento mucho la forma en que las cosas pasaron la otra noche. Ninguno de nosotros habíamos oído la proclamación de la ley marcial y no nos dimos cuenta de que se enfrentaba usted con un loco… Sólo quiero expresarle que lamentamos lo ocurrido.
—En gran parte fue culpa mía — aseguró Tavernor, sorprendido por la sinceridad de Shelby.
—A mí me tiraron también por el suelo, ¿sabe? — dijo señalándose una cicatriz en la mandíbula mientras sonreía.
—¡Usted! No, no lo sabía.
—Pues sí, intenté hacerme con el nombre y el número del que usted se enfrentó. No pude darme cuenta de quién me golpeó.
Tavernor miró a Shelby de una forma totalmente distinta hasta entonces.
—¿Un trago?
—Tengo uno aquí, gracias. ¿Puedo yo invitarle a un whisky?
—Creo que tomaré chispas, para variar.
Las noticias respecto a que el COMSAC se dirigía a Mnemosyne parecían haber paralizado la digestión de Tavernor y la comida que había tomado en casa de Lissa le pesaba como un fardo en el estómago. Sintió que las chispas, con su valor negativo de calorías, le entrarían mejor que el alcohol. Shelby hizo una señal a un camarero, quien en el acto mostró un fino vaso de un liquido verde pálido al que añadió una simple gota de glucosa. Al dispersarse el hidrato de carbono por el licor, unas cortinas de chispas doradas comenzaron a girar en torbellino dentro del vaso. Tavernor tomó un sencillo sorbo y tuvo la sensación de que un frío de hielo le corría hacia el estómago. El licor de los sueños siempre sabía a helado, porque era ávido de calor como de hidratos de carbono, convirtiéndolos en luminiscencia, que después era dejada suelta en el aire.
—Es maravilloso — opinó Shelby —. Sin él, creo que estaría gordo como un cerdo.
—Yo prefiero perder mi exceso de peso trabajando.
Shelby alzó una mano enjoyada.
—¿Es preciso que sea usted tan piadoso? Esperaba que pudiéramos dejar a un lado la guerra por un rato.
—Lo lamento — repuso Tavernor tomando otro sorbo — Es que se me escapan viejos resentimientos.
—¿Acaso no nos ocurre a todos? La cosa es… ¿Qué es lo que va usted a hacer con esta nueva marca de resentimiento que sentimos todos?
—Nada.
—¡Nada! Usted tiene que haber oído ya que la Federación está planeando traer sus Cuarteles Generales a Mnemosyne, para la guerra.
—Para ellos no es Mnemosyne… El ejército utiliza su nombre cartográfico.
—Así es como puede ser; pero es la Madre de las Musas para nosotros.
—Para usted — recalcó Tavernor —. Yo no soy un artista ni un escritor.
—Pero usted ya ha sufrido las consecuencias de la demostración. — insistió Shelby —. Por Dios, hombre, le han destrozado su casa.
—Bien, yo ya he sufrido una demostración privada al respecto y he tenido mis disgustos para probarlo. Tome mi consejo, Kris, procure tanto usted como sus amigos quitarse de en medio.
—No somos una pequeña banda, es realmente un grupo.
El temperamento de Tavernor comenzó a resurgir.
—¡Kris! Deje de jugar a la democracia y descienda al mundo real. Es lo único en que la guerra tendrá lugar. El COMSAC ha decidido venir hasta aquí, no sé por qué, y ya han hecho estallar una estrella con ese propósito. ¿Se figura usted que después de readaptar esta parte del Universo van a empaquetar sus cosas y a marcharse sólo porque ustedes les muestren unas cuantas pancartas de protesta?
—Creo que le conviene acostarse.
—Y a usted también, amigo — Tavernor apuró el vaso de chispas —: pero en el hospital.
Cuando Tavernor hubo buscado alojamiento en un pequeño hotel de la parte sur, se dio cuenta repentinamente de que no tenía dinero. Prácticamente había gastado hasta el último céntimo de cuanto tenía entre la casa y el taller mecánico. Luchó con su orgullo y después tomó un coche de alquiler dirigiéndose a los nuevos bloques militares. El trabajo de techar el perímetro del edificio se había completado y sobre la entrada principal rezaba un letrero con la leyenda: EJERCITO 73
Se dirigió hacia una puerta en la que se leía OFICIAL DE COMPENSACION CIVIL; se identificó y a los diez minutos volvía a salir con un cheque certificado que llevó al Banco Intersistema Primer Centro, valedero por casi treinta mil estelares. No hubo la menor disputa, pues Tavernor había estimado las pérdidas en unos veinte mil y estaba preparado a que se hubiera quedado en quince mil. Maravillado de la forma en que actuaba la burocracia y de su rapidez, tomó otro vehículo hacia su Banco e hizo un depósito en su cuenta quedándose con un millar de estelares en efectivo. Con el dinero bien guardado, sintió una especie de alegría infantil y pensó que se debía al efecto que las chispas le habían producido. Analizando sus sentimientos íntimos, descubrió que tenía las mismas sensaciones que en sus días de cadete del ejército, volviendo al campamento tras una carrera a campo traviesa entre los árboles llenos de vida y color, con la idea de tomarse una buena ducha, comer con apetito y un fin de semana en completa libertad. No había ni una sola cosa en la totalidad del universo que le hubiera deprimido. Decidió darle el visto bueno a las chispas después de todo; pero el otro Tavernor — él que siempre observaba desde un nivel más elevado — le daba instrucciones de que no volviera a tocar el licor helado de los sueños. Recordando que Lissa todavía no debería tener la menor idea de que se marchaba de su hogar por haber sido destruido, detuvo a otro coche de alquiler, y dio instrucciones al conductor de que le llevase a la Residencia del Administrador. El coche sobre su única rueda, Se dirigió hacia el norte, entre dos bloques de edificios, después tuvo que detenerse en una intersección en donde se apreciaba una tremenda congestión de tráfico y una gran multitud de personas. Mirando por encima de la cabeza del chófer, Tavernor vio que la larga masa de gente en lenta procesión se dirigía por el cruce de la avenida hacia el oeste en dirección al nuevo campo militar. Por el aire y sobre las cabezas de los manifestantes, flameaba una larga serie de pancartas con las más diversas leyendas. Las había de todos los estilos; pero una en especial había sido ejecutada artísticamente con un impresionante realismo con la mascarilla mortuoria del artista desaparecido, Jiri Vejvoda, completando el efecto con una gran mancha de sangre manándole de una comisura de la boca, la resplandeciente cabeza, traslúcida por el sol del atardecer, iba suspendida en el aire como un globo, magnificados sus movimientos por un proyector manual.
—Fíjese en eso — dijo el chófer con disgusto —. ¿Es que esos individuos no piensan en las mujeres que van de compras con sus hijos? ¿Qué pensará un niño cuando vea eso?
—No podría decirlo — repuso Tavernor, conservando todavía la calma.
—¿Le gustaría a usted que sus niños lo vieran?. — inquirió el chófer.
—Supongo que no.
—Pues ya ve. Esos individuos no piensan en nada de eso. Se meten en lo del esfuerzo para la guerra y después chillan si alguno de ellos resulta dañado. ¡Artistas piojosos! — y el cuello del chófer comenzó a ponerse rojo de rabia —. Espero que nuestros muchachos les den una buena bienvenida cuando lleguen al campo.
«Nuestros muchachos», se repetía Tavernor a sí mismo con sorpresa. Después recordó la violenta y desordenada reacción demostrada por Jamai horas antes. Y concibió lo que para su mente afectada en aquel momento por el influjo de las chispas parecía una astuta idea.
—¿Cómo han ido los negocios en estos últimos dos días? ¿Bien, verdad?
—¡Ah! En grande. Los soldados tiran el dinero que da gloria — respondió. El conductor volvió la cara hacia Tavernor con sospecha —. ¿Adónde quiere usted ir a parar, señor?
—¡Bah! No es nada — le aseguró Mack —. ¿Por qué no se aplica a conducir el coche?
Estaba interesado en el descubrimiento de que, aunque él se consideraba un hombre «práctico» sin ningún interés por ninguno de los aspectos del arte, identificó a Mnemosyne únicamente con su colonia de artistas, escritores, poetas y escultores. La leyenda y lo que se decía en un, centenar de mundos, en los lugares adecuados, consideraba al planeta como el «Planeta de los Poetas». Aquello lo había escuchado casi por accidente en sus dos años de amplia embriaguez a través de la Federación. Su primer recuerdo claro y preciso de haber oído el nombre dado a Mnemosyne fue en una ciudad situada en una llanura negra, en Parador, que también fue el primer lugar en que había intentado pintar algo. En sueños había percibido claramente una indistinta imagen de la noche en el cielo de Mnemosyne, lo que por asociación de ideas le recordó el poema de Shelley «Himno a la Belleza Intelectual»:
De pronto la sombra cayó sobre mí
y agité y crucé las manos en éxtasis…
La artista, una mujer con cabellos grisáceos y con un ojo tuerto de color lechoso, le había explicado a Mack su visión mientras apuraban una botella de bourbon de otro mundo. Sí, había una obra inmortal de arte en cada fragmento lunar de los que circundaban el cielo de Mnemosyne, aquel era el último reducto desde el cual el genio del Hombre había sacado áureos rayos de gloria por toda la Galaxia… Un mundo inmerso en una constante inspiración, dulce como un largo verano… Dándose cuenta de la insoportable vehemencia de aquella mujer, Tavernor le había ofrecido un billete para Mnemosyne. Ella le había acompañado sin una palabra, como si le hubieran golpeado dejándola sin conocimiento y no fue sino tras cierto tiempo, en que comprobó que realmente ella había tenido miedo de no poder ofrecerle nada a Mack en recompensa y que aquellos diamantes celestiales sólo fueran un polvo inútil.
Otros habían ido en peregrinación, para perderse en un mundo que estaba condenado a permanecer como un oscuro remanso, debido a que las naves-mariposa, los portadores de polen del comercio de la Federación, no pudieron apearse allí. A pesar de la distancia y la creciente sombra imborrable del guerrero pitsicano, había tratado de olvidar los nombres de muchos de aquellos peregrinos. Los sistemas de la Federación tenían noticias de ellos a través de los años luz. Incluso Tavernor había conocido los nombres de Samfli y Hugerford, poetas; de Delgado, que con una sola mano había realizado obras maestras de escultura; de Gaynor, cuyos muebles artísticos eran la ultima síntesis del arte y de lo funcional, y muchos más. Habían sido las huellas de aquellos hombres — razones que no pudo comprender, pero si sentir — lo que había motivado el viaje hacia Mnemosyne. En cierta forma, apenas si había concebido que allí pudieran existir sus políticos, sus negocios, sus industrias ligeras y gentes que eran felices al ver aquellos fragmentos que constituían el cinturón lunar del planeta en cuanto aquello significaba más dinero para sus bolsillos…
—Vaya, ya hemos llegado — le dijo el chófer por encima del hombro. La próxima vez que vea a esos tipos, les echo el vehículo encima.
El joven y casi inmaculado teniente coronel Farrell se quedó sorprendido de que llegase a la Residencia del Administrador un coche de alquiler. Mientras Tavernor pagaba al conductor, el joven oficial dio instrucciones al de un transporte militar que hasta allí le había conducido, y después se encaminó lentamente hacia los amplios escalones, echando la cabeza hacia atrás como un exigente rico que pensara en adquirir el inmenso edificio de la Residencia, al tiempo que examinaba con ojo crítico y admirativo el mármol verde y blanco de la fachada. En lo alto de la escalera se volvió para contemplar el paisaje, haciendo gestos de aprobación ante las terrazas llenas de césped y flores brillantes y las azuladas aguas de la bahía. Era un joven alto y esbelto, con cierto aspecto de raza latina, que se acentuaba con la prematura debilidad de sus negros cabellos. Algo en su rostro, quizás las ojeras, dio a Tavernor la impresión de que era un tipo versátil, inestable y probablemente peligroso. Además, encontró en los rasgos de su rostro algo que le resultaba familiar. Repentinamente consciente del hecho de que tenía que haber comprado nuevas ropas para reemplazar las destrozadas y sucias que llevaba, Tavernor subió la escalinata y se halló con la sorpresa de encontrar el camino bloqueado por el lustroso uniforme gris.
—¿Está usted seguro de que está entrando por la puerta que le corresponde?
—Completamente seguro, gracias — repuso Tavernor echándose hacia un lado y recordando su determinación de conducirse con maneras de hombre adulto en los encuentros con personas extrañas.
—No tan deprisa — dijo Farrell, volviendo a bloquearle el camino.
—Escuche, hijito — le advirtió Tavernor ya de mal humor —. Está usted estropeando ese uniforme de portero tan bonito que lleva.
Hizo otro esfuerzo para seguir su camino; pero el oficial le agarró el brazo con un movimiento tan rápido que le hizo el efecto de un golpe súbito. Ansioso de evitar una pelea en la puerta de la Residencia del Administrador Grenoble, Tavernor inclinó el brazo sujetando la mano de Farrell y presionando entonces fuertemente. Vio como la cara del oficial se ponía pálida por el dolor, la rabia, o ambas cosas. Los dos hombres permanecieron agarrados unos segundos, luego se abrió la gran puerta principal y Howard Grenoble salió a la luz del día, seguido por un grupo de secretarios y servidores civiles. Tavernor aflojó la presa.
—¡ Qué gusto volver a verle por aquí, Gervaise! clamó Grenoble, alargándole la mano.
—Es un placer volver a verle, señor — repuso Farrell, volviéndose hacia Tavernor con mala intención —. Pero antes…
—Permítanme presentarles, caballeros — le interrumpió Grenoble —. El teniente coronel Gervaise Farrell, el coronel Mack Tavernor. Mack es un amigo de mi hija y se quedará con nosotros unos días.
Si Grenoble se hallaba un tanto molesto por la presencia de Tavernor, no pareció darlo a entender en absoluto.
Farrell fue incapaz de disimular su sorpresa. Sus ojos parecieron atravesar las ropas no militares de Tavernor, antes de hablar.
—Bueno… Lamento si…
—Ya no soy coronel en activo — explicó Tavernor —. Me retiré del ejército hace años.
—Está bien. Mack se dedica a trabajos de ingeniería aquí en El Centro — dijo Grenoble sonriendo con agrado, y con un gesto en el que podía leerse algo así como:
«Me resultaría muy difícil presentarle a usted como un trabajador manual».
Produciendo un ligero gesto de aprobación, para mostrar que había comprendido, Tavernor se excusó cortésmente y se deslizó entre el grupo. Conforme atravesaba el vestíbulo de recepción hacia la escalera que conducía a sus habitaciones particulares, oyó a Grenoble hablar con Farrell con un marcado tono de amabilidad.
—Y bien, Gervaise, ¿cómo está su tío desde la ultima vez que le vi? Hace ya tanto tiempo que me parece toda una vida, y…
Tavernor traspasó el umbral y se hallaba ya a media escalera cuando su perezosa memoria resurgió ante el tono con que Grenoble pronunció la palabra «tío», identificando así a Farrell. Entonces cayó en la cuenta de que aquel jovencísimo teniente coronel era el sobrino de Berkeley H. Gough, Presidente Supremo de la Federación. Tavernor había visto su fotografía en las revistas militares y en ocasionales programas de televisión, en que se utilizaba la juventud de Farrell como propaganda. El historial y las circunstancias que rodeaban a Farrell ayudaban perfectamente a explicar su actitud casi posesoria hacia la Residencia del Administrador, sin perjuicio de que ciertas cualidades personales de Farrell tuvieran una determinada atracción, nada de lo cual impresionó a Tavernor en absoluto.
Encontró a Lissa en la terraza que dominaba las aguas turquesas de la piscina. Estaba inclinada sobre el trípode de una gran pantalla unida a un telescopio electrónico, dispuesto de cara al sudoeste hacia el dolorosamente brillante lago de plata del nuevo campo militar visible a través de un grupo de árboles nativos del planeta. Tavernor sintió durante unos momentos la voluptuosidad de contemplarla en aquella pose, con sus negros cabellos y su cutis moreno resplandeciendo en la luz vespertina y en contraste con la extraordinaria blancura de un sencillo vestido.
—Imagina que casi lo hice…
—¡Oh, Mack! — ella le miró entusiasmada y sonriendo.
Contra la tez morena de su bello rostro, sus dientes tenían una blancura increíble. Tavernor sintió la profunda emoción que ya le era familiar y que calaba hasta lo más profundo de su ser; pero se esforzó en suprimirla. Se concentró en las palabras que iba a pronunciar su boca de hombre de cuarenta y nueve años para los oídos de una joven de diecinueve. Le describió el incidente de la escalinata.
—Gervaise Farrell — dijo ella —. No creo que lo haya conocido nunca a menos que haga tiempo que lo haya olvidado. Papá quiere que se quede aquí.
—¿Aquí? — Tavernor se hallaba molesto por la intensidad de la punzada de celos que le golpeó en aquel momento. — Resulta esto necesario?
—¿Necesario? No, pero parece una buena idea.
Lissa habló despreocupadamente, conforme ajustaba el trípode del telescopio, mientras que Tavernor hubiera querido saber si ella había percibido sus celos y estaba pensando en hacérselo pagar, por haber rehusado reiteradamente el regio don de su cuerpo. Tras varios meses, Tavernor ya sabía lo bastante de Lissa para sospechar que cuanto más grandes fuesen sus motivos para no irse a la cama con ella, más grandes serían los resentimientos de la joven. Estudió sus facciones, mientras le anunciaba que había encontrado otro lugar donde quedarse y que iba a trasladarse a él.
—Llamé a Kris por teléfono esta mañana — dijo ella sin darse cuenta aparentemente de que Tavernor había estado hablando —. Le rogué que no siguiera adelante con su marcha de protesta; pero pareció que no me estaba escuchando.
—¿Importa eso mucho?
Lissa le miró con los mismos ojos confusos de su padre.
—Lo cambia todo. Papá representa al Presidente supremo en Cerulea.
Era la primera vez que había oído a la joven referirse a Mnemosyne por su nombre oficial cartográfico.
—¿De veras?
—Así es, nunca le traicionaré al identificarme con cualquier movimiento contrario a la Federación. Es extraño, Mack, yo había imaginado que tú serías aun más rebelde en este aspecto de la protesta que Kris.
—Yo ya he visto muchas cosas en el tiempo que vivo aquí; pero ninguna tan demostrablemente incierta como esa de que «Jin Vejvoda no ha muerto».
—No es nada divertido.
Lissa le volvió la espalda al telescopio electrónico y activó la pantalla. El fol aje de los distantes árboles aparecía nítido y perfecto contra el cristal aumentado, con las suaves ondulaciones del viento.
—Me gustaría decirle adiós a Bethia — dijo Tavernor, sintiendo que había sido tratado con cierta aspereza.
—Está haciendo su siesta de la tarde. Mira en su dormitorio.
—Está bien.
Herido por la indiferencia en la voz de Lissa, dejó la terraza y deambuló entre las habitaciones de la gran Residencia, hasta dar con el dormitorio de la niña. Era grande, amueblada y dispuesta con el mismo estilo de las otras habitaciones, desprovista de instalaciones infantiles y sin el menor signo de la existencia de juguetes. La diminuta figura yacía inmóvil en la gran cama. De nuevo sintió el deseo de haber tenido un hijo propio. Entró dentro de la luz polarizada de la habitación y se aproximó a la cama, tratando de reconciliar la carita infantil con el aura de algo misterioso y extraño de la criatura, con su precocidad y un cierto toque de santidad bíblica. Los ojos de Bethia estaban cerrados; pero de repente, Tavernor percibió la clara impresión de que no estaba dormida. Mack susurró su nombre. No hubo respuesta y Tavernor se retiró alejándose de la cama con la extraña sensación de haber cometido un enorme sacrilegio.
Volviendo a la terraza oyó la voz de Lissa en conversación y el contrapunto de una voz masculina. Se aproximó y se encontró con Gervaise Farrell de pie junto al telescopio y a Lissa.
—Aquí viene — exclamó Farrell entusiasmado. Sus morenas facciones aparecían excitadas —. ¿Dónde ha estado usted, Mack? Howard acaba de presentarme a su bella hija y estaba diciéndole lo cerca que estuve de arrojarlo de la casa.
Tavernor parpadeó.
—Es singular. Yo por mi parte también le estuve contando lo cerca que estuve de arrojarle a usted.
—¡Estupendo! — rió Farrell divertido, como si Tavernor hubiera dicho algo fabuloso, mientras no le quitaba ojo de encima a Lissa, invitándola a unirse a él.
Tavernor se quedó sorprendido ante la respuesta de Lissa; pero aún más ante la conducta de Farrell, sintiéndose realmente intrigado por su cambio al recordar la mirada fría y obstinada que había visto en los ojos del joven oficial en el incidente de la escalera, antes de intervenir Grenoble.
—Estoy despidiéndome — dijo Tavernor. Miró a Lissa y continuó: Gracias por la hospitalidad. Tal vez…
—Pero esto es ridículo — le interrumpió Farrell —. Siento como si se tuviera usted que marchar por el simple hecho de haber venido yo…
—Puede usted tranquilizar completamente su mente — le aseguró Mack.
—En serio, amigo, acabo de llegar a Cerulea tras dos semanas de viajar por el vacío del espacio y me gustaría tener alguna amable compañía. ¡Y ahora la tengo! Ustedes dos serán mis invitados en la inauguración del nuevo comedor de oficiales. Será una noche para recordarla, se lo aseguro.
—Lo siento. Yo no soy persona grata en la Base y en cualquier caso tengo que ir a una cita a la que no puedo faltar.
—Es una lástima — repuso Farrell con una inmediata aquiescencia —. Se volvió a Lissa con un gesto casi infantil —. Pero tú vendrás, ¿no es verdad? Los otros hombres serán…
Se detuvo al comprobar la atención de Lissa captada por la escena que estaba desarrollándose en la pantalla del telescopio. A una distancia de un par de millas de la entrada principal de la Base, pero en la pantalla aumentada por las magnificas lentes del telescopio, se había formado una imagen en la que podían advertirse hasta los botones de los uniformes militares, y en ella aparecía una enorme masa de gente con el barullo y el desorden propio de una algarada civil de rabiosa protesta. Por lo que Tavernor interpretaba, la columna de protesta había alcanzado el punto de control y en aquel momento intentaba forzar el paso hacia adelante. Vehículos militares y soldados a pie convergían sobre la oscura marea de humanidad apilada al exterior de la puerta, por encima de cuyas cabezas ondeaban las pancartas en las que se leían las más disparatadas frases, creando un aire lleno de colorido y de tremenda confusión.
Mientras Tavernor observaba la escena, la ola humana retrocedió. Las gentes alejadas de la puerta, sintiendo el cambio de dirección, se volvieron y echaron a correr, dejando a sus infortunados compañeros de protesta. Los que quedaron atrás crearon una enorme masa desconcertada sobre la que cargaba a toda velocidad un enorme vehículo suspendido en sus cojines de aire. Tras el vehículo llegaban las figuras de los soldados comportándose, bajo órdenes, como robots implacables. Llevaban dispuestas toda clase de armas para oponerse a lo que fuese y utilizarlas salvajemente como mazas para golpear. Mantenían los rifles cogidos con ambas manos, moviéndolos de un lado a otro, como si estuvieran entre un rebaño de fieras hambrientas.
—¡Es un ataque! — exclamó Farrell incrédulamente y casi contento —. ¿De dónde puede venir esa muchedumbre?
—Es una parte de la famosa colonia de artistas del planeta — repuso Lissa sombríamente, cubriéndose la boca con las manos sin quitar los ojos de la pantalla.
—Pero toda esta zona está bajo la ley marcial… Esos pobres estúpidos van a pagar caro por eso.
—De eso se trata — observó Lissa —. Uno de ellos, un hombre que gozaba de todo respeto, ya ha sido muerto. Rehusó dejar su hogar antes de que el bosque fuese derretido y licuado.
Los ojos de Farrell se dispararon como flechas hacia el rostro de Lissa, notando su estado emocional en aquel asunto.
—¿Conocías a ese hombre? — le dijo poniéndole la mano en el brazo con un gesto de simpatía —. Lo siento. Sé que ya es demasiado tarde para ayudar a ese hombre que ha muerto; pero haré que se investigue el asunto. Si existe alguna culpabilidad, los hombres que estén implicados pagarán su culpa.
—¡Bravo! — exclamó Tavernor irónicamente, mientras se marchaba.
Había visto los ojos de Farrell como bebiéndose con placer las lejanas escenas de violencia con una singular excitación y algo le dijo en su interior que los plácidos tiempos de Mnemosyne tocaban a su fin.
En una sola semana se produjeron grandes cambios. Tierra adentro a partir de El Centro, donde los bosques estuvieron una vez, se construía una nueva ciudad a una fantástica velocidad. Gigantescos helicópteros de carga se cernían continuamente con sus rotores a marcha lenta, colocando juntos bloques de veinte pisos en cuestión de horas, mientras otros iban de un lado a otro acarreando piezas sueltas ya prefabricadas. El cielo de la parte sur de la región del campo espacial, antes tranquilo y turbado sólo por la llegada de las naves semanales y sus chorros de fuego en los reactores, se convirtió en un suburbio del propio infierno. Estaba constantemente castigado por la aparición de bolas de fuego de los cargueros nucleares que rivalizaban con el propio sol durante el día, y pintaban en las nubes nocturnas todo un aquelarre de horribles figuras ardientes, borrando la inmensa belleza del cinturón enjoyado de los fragmentos lunares que rodeaba al planeta.
Conforme se iba completando cada nuevo edificio militar, era inmediatamente ocupado por personal militar y civil. La carretera que enlazaba la Base con El Centro, tronaba con el ruido del tránsito, mientras que a su vez los almacenes, tiendas, salas nocturnas y bares realizaban negocios fabulosos, sin precedentes.
Al principio Tavernor tuvo la sensación de que estaba viviendo en el vacío. Sus viejos rincones de placer y diversión se habían convertido en lugares hostiles, propios de gente extraña que hablaba a voces. La televisión y la radio continuaban como siempre, sin la menor referencia a la invasión. Tavernor cayó en la cuenta con cierto miedo de que el dinero que había recibido de su propiedad, no era todo suyo; en el taller había varios motores y aparatos para ser reparados incluyendo una turbina costosa. Pasó todo un día en contacto con sus propietarios haciendo los adecuados arreglos y finalmente volvió a encontrarse casi en un callejón sin salida.
Las pocas personas que reconoció como supervivientes de la marcha de protesta tan desastrosa, se mostraban extrañamente evasivas cuando les preguntaba respecto al asunto, aunque finalmente halló algunos nuevos hechos y datos, de los cuales el más sorprendente fue que en la revuelta resultó muerto uno de los centinelas. Nadie estaba seguro de cómo pudo haber ocurrido; pero el rumor más digno de crédito era el que Pete Troyanos, un diseñador de cerámica artística, le había retorcido la cabeza hasta desprendérsela del tronco. Tampoco le aclaró nadie cuántos resultaron heridos en la marcha de protesta, porque todos aquellos que no habían podido escapar rápidamente del tumulto fueron arrestados e introducidos en la Base. Igualmente le resultó imposible saber cuántas bajas se habían producido en la algarada. Quedaba la sospecha de que se hallaban en la cárcel, en los hospitales o en los depósitos de cadáveres, según su estado.
Casi al mismo tiempo, Tavernor comenzó a notar la presencia de grupos de policías especiales con gorras rojas por todo El Centro, comprobando identidades y repentinamente comprendió por qué los de la marcha de protesta habían mostrado tal resistencia a hablarle del asunto. Algunos de sus miembros, posiblemente un gran grupo, había huido.
Como si vinieran a confirmar sus sospechas, los canales de difusión de los medios informativos hicieron la primera mención del cambio de la situación en El Centro. Tomó la forma de repetidas advertencias en el sentido de un anuncio especial que haría públicamente un oficial en Jefe de la seguridad externa en la «Base de Cerulea n.01». Pendiente del asunto, Tavernor pudo ver en la televisión, no sin cierta sorpresa, las facciones leonardescas de Farrell, apenas más luminosas que con su uniforme marrón de campaña, hacer la declaración pública anunciada en la televisión:
«Ciudadanos de Cerulea — comenzó Farrell —. Como todos ustedes saben, la Federación ha establecido una importante Base Militar cerca de esta ciudad, la mayor del planeta. El Centro. No es un secreto para nadie que esta Base está siendo preparada para convertirse en un centro de planificación de importantes operaciones, para seguir la pauta adecuada en la guerra contra una especie extraña a este mundo que habitamos y que por todas las evidencias de que disponemos, se ha dedicado exclusivamente a la completa aniquilación de la raza humana.»
Farrell hizo una pausa buscando el efecto deseado y Tavernor vio que los matices de su voz, de confianza y optimismo — una característica invariable de las declaraciones públicas respecto a la guerra —, se hal aban ausentes de la realidad. También supo de primera mano por propia experiencia, que todo el discurso, con la colocación de sus pausas, puntos y comas, había sido redactado por algún experto semántico. La conclusión era que la situación de la guerra había empeorado. La mente de Tavernor volvió al gran misterio que yacía tras los acontecimientos de los pocos días anteriores… el por qué el COMSAC habría transferido su centro de operaciones al más inconveniente, costoso e improbable lugar de la totalidad de la Federación.
… y quien no ofrezca su total e incondicional cooperación, será un traidor, no sólo como un concepto político o ideal nacional, sino aplicable directamente a cada hombre, mujer o niño de la raza humana. Es mi penoso deber informar a ustedes que un soldado del 73º Ejército de la Federación ha sido muerto, no en la batalla contra los pitsicanos, sino precisamente aquí en Cerulea, por los mismísimos traidores a quienes me he referido, por hombres y personas cuyas vidas estaba destinado a proteger.»
«Muchos de los responsables de semejante ultraje ya han recibido la sanción que les corresponde; pero un pequeño grupo no ha sido aprehendido todavía. Sé que todos ustedes están tan ansiosos como yo de ver que se haya hecho la justicia correspondiente; pero faltaría a mi deber si no dejase aclarada de una vez por todas una cosa: a quien se encuentre prestando ayuda de cualquier forma a este pequeño grupo de sediciosos, se le tratará exactamente igual como si fuese culpable del crimen original.»
La declaración de Farrell cesó de repente con la tremebunda nota de advertencia final, y la imagen tridimensional del joven teniente coronel desapareció del foco del aparato. A Tavernor le pareció que la imagen de Farrell había quedado suspendida en el espacio, cuando el resto de su figura hubo desaparecido, recordándole una escena clásica de una de las historias infantiles. Encendió su pipa pensativamente. El grupo de hombres perseguidos no habrían permanecido en el Centro a menos que fueran más simples en esta clase de asuntos de lo que Tavernor pudiera sospechar. Sólo quedaba una franja de terreno, la de los bosques, que permanecía entre la Base del ejército y los muros casi verticales de la altiplanicie. Hacia el norte de El Centro, la llanura del litoral se ensanchaba por una distancia de unas treinta mil as, antes de que el océano y la altiplanicie volvieran a juntarse de nuevo. Aquella zona triangular estaba espesamente recubierta de árboles y entrecruzada por docenas de arroyos, que hacían de ella un excelente escondite para un grupo que deseara escapar de una fuerza militar bien equipada. Si Tavernor hubiese tenido que huir, se habría encaminado hacia el norte. Afortunadamente, se recordó a sí mismo, aquella no era su lucha, y con todo, cuando se fue a la cama aquella noche, un fétido olor que le era familiar, comenzó a llegar a su olfato.
En la mañana, el olor estaba allí todavía y la curiosidad le instó a emplear una o dos horas observando si podía notarse alguna actividad militar en el norte. «Después de todo», razonó, «no tengo nada que hacer ahora.» Desayunó temprano y después llamó a una empresa de alquiler de coches solicitándoles una máquina todo terreno, para que se la llevaran al hotel. Antes de tomar asiento al volante, adquirió un par de prismáticos ligeros, y algunos bocadillos y cerveza. Le llevó más tiempo del usual salir de la zona de El Centro, a causa del denso tránsito por las calles de gentes y vehículos por carretera, pues pensó que si viajaba por un lugar más abierto sería demasiado visible. Si los que habían huido, principiantes en la difícil situación de hallarse fuera de la ley, estaban donde él deducía, sería normal que todo el tráfico hacia el norte estuviese rigurosamente controlado. Una vez fuera de la ciudad, se apartó del camino hacia el norte, y dando un rodeo condujo a lo largo de la orilla del mar, con el motor del vehículo a la máxima velocidad.
Era una de esas mañanas diáfanas y claras como un diamante, comunes y corrientes en Mnemosyne. El bosque silencioso a su izquierda y el inmenso y azul océano desierto a su derecha, le proporcionaron motivos de relajamiento y comenzó a pensar más profundamente en la dirección en que estaba conduciendo su vida. Sus primeros ocho años fueron algo perfecto; pero parecían no tener relación de continuidad con otros recuerdos. ¿Qué es lo que le había ido mal en los restantes cuarenta y un años? Otras personas habían perdido a sus padres bajo circunstancias igualmente horribles y, aún así, no parecía que hubiera influido ello en la felicidad de sus vidas. ¿Era que se sentía de algún modo responsable? Había sido el único superviviente del ataque por sorpresa de los pitsicanos, pero gracias a los esfuerzos de su padre; esfuerzos que de no haber sido por su propia presencia podían haberles conducido a la posibilidad de escapar. ¿Estaría sufriendo desde entonces un constante remordimiento? Servir en el ejército y matar pitsicanos le ayudó al principio; pero incluso aquello puede que inconscientemente le hubiera llevado a morir en la misma forma que su padre y su madre… Las Estrellas Electrum, como condecoraciones del más alto honor, eran sólo concedidas a hombres que exponían su vida de una forma suicida en las áreas de interpenetración. Y él había ganado cuatro, dos veces más que cualquier otro combatiente, vivo o muerto, que jamás se hubiera conocido.
Y cuando su carrera militar había cesado por su retiro, casi tan imperceptiblemente, que apenas si se había dado cuenta, en la destrucción de seres vivientes, ¿no sería que, su sentido de la culpabilidad volvía a atacarle con redoblada fuerza? La teoría parecía encajar bien, ya que desde entonces las cosas habían comenzado a ir de mal en peor. Malgastando deliberadamente su pensión del ejército, que le habría proporcionado una seguridad económica para toda su vida, no había conseguido más que realizar un gesto de pura futilidad. Enterrar la cabeza en las arenas de Mnemosyne tampoco le había ayudado, ya que entonces se encontraba — y su realidad le produjo un helado efecto en el estómago — considerando el alistarse en la más absurda insurrección de la historia humana.
Tavernor detuvo el vehículo brutalmente, con un frenazo tal que dejó una profunda huella en la superficie de la carretera.
«No, no puedes hacerlo — murmuró para sí —. Tiene que haber formas más fáciles de suicidarse.»
Dio la vuelta al coche con la intención de conducir de regreso a El Centro a una velocidad más moderada; pero algo enorme y oscuro apareció cerca, por encima de su cabeza y, con una aterradora prontitud, sus. pensamientos fueron dispersados por un ensordecedor ruido. El aire se llenó casi en el acto de nubes de polvo que olían a carburante quemado. Al echar de nuevo el freno de urgencia, sus sentidos momentáneamente insensibilizados le advirtieron que había sido localizado y cazado por un helicóptero patrullero, el cual había descendido para observarle en una caída libre, detenida solamente en los últimos metros por poderosos retrocohetes. La técnica era corriente en acciones de guerra, pero muy escasamente justificable en aquellas especiales circunstancias. Cerró el parabrisas cuando el helicóptero aterrizó a escasa distancia delante de él sobre sus patas retráctiles. Un joven teniente armado hasta los dientes, saltó del helicóptero apuntándole con una pistola.
—¿Le ha divertido mucho, verdad? — dijo primero Tavernor.
—¿A dónde se dirige? — le preguntó el teniente con una mirada muy poco amistosa.
—Hasta que usted ha estado a punto de echar mi coche fuera de la carretera, me dirigía a la ciudad.
—Antes de eso se dirigía usted hacia el norte. Y con demasiada prisa. Entonces dio la vuelta.
—No estaba pensando en emigrar, ya sabe — repuso Tavernor con un razonable acento irónico. El detenerme y volver atrás es un pequeño truco que he descubierto para volver a casa de nuevo.
Los ojos del teniente se estrecharon.
—¿Se volvió usted porque ha visto la patrulla?
Tavernor negó con un gesto de la cabeza. Estaba a punto de inventar otro sarcasmo, pero sus ojos se dirigieron a los soldados que ocupaban el helicóptero. Las armas que portaban estaban especialmente diseñadas para disparar desde plataformas vibrátiles. A su olfato llegó el olor sintético de los guerreros pitsicanos y ante la contemplación de su propia invención del rifle RCT, volvió a sentir la misma sensación de culpabilidad que siempre le había atormentado. Y llegó a la conclusión de que semejante peso de culpabilidad sería algo que solo desaparecería con su propia muerte.
El perfume del cuerpo de Lissa aún permanecía en él, al dejar atrás las tierras del parque, y comenzó a abrirse paso a través de los bosques.
Solo a unos cuantos cientos de yardas detrás de donde se hallaba, y extendiéndose al oeste hacia la negra pared de la altiplanicie, estaba el límite norte de la Base Militar. Unas ocasionales ráfagas de luz rojiza, procedentes de la valía interior, llegaban hasta él en la oscuridad; pero conforme se introducía más en el bosque, los caminos de entre los árboles iban cerrándose como evidencia de que desaparecería la civilización. Siguió moviéndose con cuidado, sin utilizar otra luz que la ambiental producida por el cinturón de fragmentos lunares que circundaban a Mnemosyne y el brillo, ya desvaneciéndose progresivamente, de la estrella Neilson. Era muy verosímil que se hubieran instalado estaciones de escucha en el perímetro de la Base, y Tavernor no tenía el menor deseo de que alguien viniese tras él rastreándole con dispositivos de rayos infrarrojos.
Entrar en el bosque tan cerca del campo, había sido un riesgo, pero él lo había elegido para no ser visto de nuevo viajando hacia el norte por la carretera de la costa. El teniente que le había localizado con el helicóptero aquella mañana le había dejado ir de muy mala gana, y solo después de una exhaustiva comprobación de sus documentos y del vehículo, que nada mostraron de sospechoso. «Creo que estarán formando todo un expediente sobre mí», pensó. «Y pronto se irá engrosando.» Rechazando cualquier consideración de su inmediato futuro, sus pensamientos volvieron a las tres horas que había pasado con Lissa…
La sola intención de Tavernor, consciente, habla sido la de decirle adiós.
Lissa pareció sorprendida y ligeramente distante cuando la llamó a la Residencia; pero solamente fue una ligera vacilación la que dejó adivinar cuando Tavernor le sugirió un encuentro con ella. Lissa fue a su hotel a buscarle y pusieron la proa de su coche flotador rumbo al este el lugar en donde la sombra 4e las pequeñas lunas de Mnemosyne como joyas prismáticas estaban comenzando su lenta jornada cielo arriba. Mack no le había dicho adónde iba solo que dejaba El Centro, pero ella percibió en él la resignación y pareció intuirlo correctamente. Las lágrimas de la joven le sorprendieron. Puso el vehículo en vuelo automático, la tomó por los hombros e intentó encontrar las palabras apropiadas para poner fin a un amor que nunca había existido. Pero, en cierta forma, todo lo que hizo Tavernor fue confirmar su existencia, independiente de cualquier otra palabra que hubiera podido seguir.
Más tarde, mientras se ayudaban el uno al otro a vestirse con dedos torpes por la emoción, Lissa volvió a llorar, pero esta vez sus lágrimas fluyeron libremente y sin amargura…
La aurora comenzaba a superponerse sobre la escasa luz de los fragmentos lunares, cuando Tavernor se detuvo a comer y descansar. Abrió la mochila de campaña que compró la tarde anterior, sacó unos bocadillos y un termo de café y fue a sentarse sobre las grandes raíces de un viejo árbol recubierto de musgo. Cuanto más, habría cubierto una distancia de cinco mil as; pero ya era una distancia respetable para la clase de terreno que atravesaba. El fol aje verde azulado que se extendía sobre su cabeza, le proveía de un perfecto camuflaje para los aviones, y aún no se había inventado ningún vehículo capaz de internarse por entre una intrincada arboleda. Cansado como estaba, después de haber comido algo intentó dormir, pero la idea le pareció ridícula. Comenzó a caminar de nuevo y al cabo de una hora llegó al primero de los ríos secos que atravesaban la llanura. Allí se le planteó el problema de marchar adelante y hacia el oeste siguiendo su lecho, o cruzar y continuar en dirección hacia el norte durante varias millas más.
De algunas previas excursiones que había realizado por aquella zona, recordó que uno de aquellos antiguos ríos todavía llevaba una corriente de agua clara, que provenía de la altiplanicie. Era muy bien conocido por los pintores de la comunidad de artistas, porque en la última parte de su descenso desde las tierras altas, el agua formaba una cascada de doscientos pies, en una depresión en forma de cuchara, produciendo un bello aspecto con sus espumosas nubecillas que cambiaban de aspecto a cada instante bajo la influencia del viento. La corriente era la fuente principal de agua potable en la totalidad del triángulo de treinta mil as que así se formaba y Tavernor tuvo la certeza de que encontraría a los perseguidos en alguna parte de su curso. Una vez que Gervaise Farrell se hubiera familiarizado con aquellos detalles geográficos, se hallaría en condiciones de obtener la misma deducción, lo cual era el motivo por el que Tavernor deseaba encontrar a los fugitivos sin la menor pérdida de tiempo.
No había forma de saber a cuanta distancia tierra adentro se habrían retirado, y así Tavernor decidió ir hacia el norte y cruzar la corriente tan cerca de la costa como fuese posible. Seleccionando un lugar donde no hubiese tallos secos o raíces afiladas en que pudieran interceptar su paso, se tiró a la corriente, la cruzó y saltó a la otra orilla. El calor del largo día de Mnemosyne iba creciendo de intensidad, incluso bajo la sombra de los árboles, comenzando el aire a vibrar con verdaderas nubes de insectos. Mnemosyne no tenía apenas insectos que fueran venenosos, pero muchos, de los de gran tamaño, comenzaron a pasar por el rostro de Tavernor con una especie de vuelo acariciante que le resultó más desconcertante que un ataque de avispas.
Mientras continuaba el camino, sudando, por el suave piso del bosque, volvió a aprender de nuevo una verdad descubierta miles de veces en el pasado: que un planeta no se convertía en otra Tierra simplemente porque hubiese sido explorado y cartografiado, medido y colonizado.
En un hospitalario globo como Mnemosyne, el hombre podía vivir una vida al estilo de la Tierra, desarrollar una sociedad parecida a la terrestre, hacer crecer alimentos terrestres; pero sólo bastaba caminar alguna distancia de la puerta de la casa, dar la vuelta a una roca o mirar a cualquier criatura reptar por el suelo, para comprobar que la madre Tierra quedaba lejos, muy lejos. El misterioso impacto de lo irrazonable y de lo que no se podía controlar por ser extraño, llenó con sus temores la mente de Tavernor, advirtiéndole de que el espacio es demasiado grande y que se hallaba a años luz de distancia de su verdadero hogar, encarándose con algo que sus antepasados no vieron jamás. Incluso en la Tierra, la vista de una criatura familiar, como por ejemplo una gran araña, podía llenar a ciertas personas de un pánico tan violento como son capaces de sugerir tales artrópodos y otras criaturas relacionadas con ellos como si tuviesen un origen extraterrestre. ¿Cómo reaccionarían esas mismas personas si al mover una piedra viesen bajo ella una criatura todavía mucho más extraña? El haber viajado guerreando en una docena de mundos había endurecido a Tavernor y le había deparado una serie de aventuras y sorpresas, algunas de ellas verdaderas bromas pesadas. Una vez se despertó por la presencia de una gruesa, blanca y pastosa mano que reptaba por su pecho dejando tras de sí un rastro de espuma, como un enorme gusano. Y eso era realmente, un gran gusano que había olido la saliva de su boca y se dirigía a beberla. Los insectos que ahora le rodeaban y chocaban contra su cara, hacían el ruido de abejorros; pero no le gustó mirarlos de cerca, porque sabía que realmente no se trataba de tales abejorros y que su contacto podía resultar insoportable.
Era casi mediodía cuando llegó a la corriente y giró hacia el oeste a lo largo de la orilla llena de espesa vegetación del barranco por donde discurría. Conforme el sol llegaba al cenit el calor se hizo más pesado y el bosque parecía haberse dormido en una completa quietud, como consecuencia del reposo de sus habitantes. Aquí y allá, se formaban columnas de vapor de agua que ascendían de los árboles empapados por la humedad, con sus enormes hojas exudando la captada durante la noche. El caminar se hizo una penosa tarea, sin significado y sin fin. Ocupó su mente, intentando imaginarse qué clase de recepción tendría de los fugitivos en el caso de encontrarlos. Podría darse el caso de que se hubieran cansado de tal forma que hubiesen preferido entregarse… O dirigirse hacia el sur, o hacia arriba…
Sus especulaciones fueron interrumpidas por el monótono ruido de los rotores de un helicóptero que cruzaba sobre su cabeza. Tavernor dio media vuelta y divisó brevemente el aparato, mientras se ocultaba en una oquedad del barranco. El aparato surgía procedente de la costa. Sacó los prismáticos de su mochila y los enfocó al dentado horizonte, La máquina apareció de nuevo en su campo de visión con los rotores girando lentamente, y la imagen aumentada de la máquina confirmó sus temores. Proyectadas fuera de ella aparecían instaladas las unidades termopilas, como los brazos de una araña, a los costados del fuselaje. Aquella versión militar Je tales dispositivos, como ya sabía Tavernor, podía detectar el calor de un cuerpo humano desde una altura de trescientos pies, aunque dependiendo de ciertas condiciones. Además servia como control de fuego para cualquier arma, desde un nido de ametralladoras hasta una batería de morteros.
El helicóptero se hallaba a una mil a de distancia, lo que significaba que tardaría tal vez unos treinta segundos en hallarse en su vertical. Instantáneamente rebuscó un hueco cualquiera en el barranco en donde poder esconderse. A los lados, todo aparecía liso y sin huecos y el agua solo tenía unas cuantas pulgadas de hondura, descartando cualquier posibilidad de sumergirse en ella. El cansado ruido del helicóptero cambió de tono al cruzar en diagonal en su paso por encima de la hondonada.
La mirada de Tavernor se dio prisa fijándose con inmediata atención en las inmóviles columnas de vapor que surgían de un gran árbol situado a unas cincuenta yardas. Corrió hacia él, zigzagueando frenéticamente entre los demás árboles pequeños.
El sonido del helicóptero se había convertido en un rítmico trueno conforme llegaba a la base del árbol. Se echó detrás del tronco y se acurrucó allí, mirando hacia arriba, a través del espeso fol aje que como una enorme sombrilla le recubría en aquel momento. Las ramas se estremecieron al pasar el aparato por encima, dando la impresión de que rozaba la copa del árbol, y a Tavernor se le detuvo la respiración. Contaba con que el efecto refrigerante producido por el escape del vapor acuoso del árbol evitase su localización por el dispositivo de las termopilas del helicóptero, atenuando así el calor emanado por su propio cuerpo. Pero, ¿qué sucedería si…?
El sonido de la máquina se alteró de repente, mostrando que los rotores habían cambiado de dirección para maniobrar. Tavernor dio la vuelta al árbol y pasó al lado opuesto. De nuevo el terreno vibró y se dio cuenta de que el helicóptero estaba rastreando algo. Y repentinamente el zumbido monorrítmico de los rotores dio paso al martilleante ruido de las ametralladoras. A Tavernor se le puso el cuerpo rígido esperando de un momento a otro quedar inmerso en una nube de trozos de tierra y pedruscos arrancados del suelo por el fuego del aparato.
Milagrosamente, el fuego cesó antes de que el helicóptero pasara por su vertical, dándose cuenta de que maniobraba para ganar altura. Su confuso cerebro obtuvo la conclusión de que el helicóptero tuvo que haber disparado a otra cosa diferente. Se puso en pie e intentó ver qué había mas arriba en el barranco, en donde parecía haber estado el objetivo del fuego del helicóptero. Su visión estaba oscurecida; pero aquello solo pudo haber sido la respuesta. Tras él, el helicóptero había dibujado la figura de un ocho y estaba dando la vuelta para volar barranco abajo. Tavernor se disparó a través de los árboles en una serie de saltos de gamo, arriesgando vaciarse un ojo con aquella maraña de tallos secos y cañas. Cruzó una baja prominencia del terreno para llegar a un claro exactamente al mismo tiempo que el helicóptero. Tardó un segundo en cruzar aquel trozo de cielo abierto; pero en aquel solo segundo, las ametralladoras del aparato barrieron el suelo del bosque, como si fuese una rociada líquida, por sobre el cual corrían una serie de figuras humanas en un pánico animal. El ruido del aparato se fue perdiendo y quedó enmascarado por el crujir de las ramas, metódica, casi suavemente, conforme iban cayendo hacia el suelo.
—¡Por aquí! — gritó Tavernor —. ¡Diríjanse hacia los árboles!
Siguió gritando mientras corría por el claro, haciendo señales con los brazos e intentando servir de pastor a aquel rebaño enloquecido de fugitivos para conducirlos a lugar seguro. Algunos siguieron la dirección indicada, otros le miraban fijamente con ojos de sorpresa.
—¡Dense prisa todos ustedes! — grito otra voz —. ¡ Hagan lo que les dice!
Tavernor se volvió y vio a Kris Shelby. Incluso en aquellas circunstancias, su alta figura conservaba una cierta elegancia estudiada, pero el brazo izquierdo le colgaba como un guiñapo junto al cuerpo y la sangre corría entre sus dedos.
—¡Dejen de gritar y corramos! — exclamó Tavernor cogiendo a Shelby por el brazo sano y llevándolo hacia el árbol más próximo.
—Es usted un tonto, Mack — le dijo Shelby haciendo gesto de dolor cuando comenzó a correr —. Usted ni siquiera pertenece a Mnemosyne.
—Algún día será.
Y mientras así hablaba, Tavernor echó un vistazo hacia la bóveda de los grandes árboles donde los rotores del helicóptero brillaron brevemente en el sol de la tarde, conforme se preparaba para otra pasada sobre el claro. Mack comenzó a creer que no tendría escape posible de aquella trampa que había comenzado a cerrarse en su entorno desde el mismo día en que abrió los ojos por primera vez.
Los alas de cuero chillaron temerosos al abrir Tavernor la jaula de mimbre en que estaban encerrados.
Proyectó mentalmente sentimientos de seguridad y de buenos deseos sobre el más inmediato y la criatura con su cuerpo compacto pareció relajarse, con sus ojos plateados brillando y mirándole dulcemente en la precaria luz de la caverna. «Así, amiguito, así, tranquilo.» Tavernor llevó el alas de cuero hasta el colchón de hierba seca que formaba su cama. Sobre el suelo y junto a la cama, había una enorme flecha de seis pies de largo. El asta tendría aproximadamente una pulgada de espesor y estaba hecha de un tallo, duro como el acero, de los que crecían profusamente en la mayor parte de aquellos barrancales. Aparte de su tamaño, la cosa más singular de aquella flecha era la punta, desproporcionadamente grande, bulbosa y tallada, de una madera granulosa y dura. La punta había sido parcialmente ahuecada, creando una especie de nicho donde Tavernor podía encajar el cuerpo del animal. Lo hizo con suavidad y después comprobó que la cabeza redondeada del alas de cuero no estaba constreñida y que sus satinadas alas podían moverse libremente. Satisfecho, volvió a la criatura a su jaula en donde quedó encerrada.
—¿Cuándo piensas que vendrán otra vez detrás de nosotros, Mack? — preguntó Shelby, apenas visible en la boca de la cueva, como una mancha oscura en la luz plateada y sin sombras del cinturón lunar del planeta.
—Mañana, tenlo por seguro.
—¿No crees que se arriesguen a un ataque nocturno? Quiero decir disponiendo, como disponen, de dispositivos de rayos infrarrojos y que nosotros no tenemos.
—No, no lo creo — afirmó Tavernor enfáticamente —. No hemos visto ese helicóptero con estrellas azules de Farrell en todo el día y no se moverán a menos que él esté ahí.
—Pareces muy convencido.
—Lo estoy. Esto es una baza de juego con Farrell, ya sabes. ¿Cuánto hace que están tras nosotros disparándonos a placer?
—Dos meses.
—¿Y cuántos hombres hemos perdido?
—Ocho.
—¿Ves a lo que me refiero? Si realmente estuviese Farrell ansioso de liquidarnos, lo habría hecho en cuestión de minutos. Ha podido pulverizar la totalidad de la zona, o quemar el bosque o fundirlo alrededor de nosotros. Ha podido incluso poner ingenios atómicos en los helicópteros, en cuyo caso todos habríamos salido volando el primer día.
—Eso sería un mal efecto de relaciones públicas, ¿no crees? Al personal de la Base le gusta relajarse en la ciudad.
—Malas relaciones privadas también.
Tavernor pensó en Lissa y en la forma en que Farrell dispuesto las cosas para dominar a la muchacha desde el momento en que se encontraron. Conociendo su actitud hacia la colonia de artistas, Farrell debió haber hecho todo lo posible para evitar que Lissa tuviera conocimiento exacto de lo que estaba sucediendo en el triángulo del bosque.
—Además — continuó Tavernor —, se vería con malos ojos el expediente militar de un hombre como Farrell, si tuviera que utilizar proyectiles atómicos contra un puñado de desgraciados insurrectos. Incluso así, sigo creyendo quo esto es como una partida de caza. Esto es como su coto de caza particular, con sus ciervos y jabalíes, y el matarlos tiene que ser a la luz del día, con él a la cabeza ordenando la cacería.
—Eso suena a tipo encantador — repuso Shelby entrando en la cueva —. Toma un trago, Mack.
—No, gracias — repuso Mack poniendo la gran flecha junto a cinco más —. ¿Cuánta bebida trajiste contigo, Shelby?
Shelby emitió una risita entre dientes.
—Pues… solo esta botella; pero he ido conservándola y quizás, si no bebo esta noche, no tenga ya más oportunidad…
—La gente ha sido capaz de escapar de peores sitios que éste.
—Tal vez; pero si es que hemos de escapar de aquí y a través de esa línea, no creo que vayamos a vivir mucho en el archipiélago. Nada parece tener objeto.
Tavernor sabía a lo que se refería Shelby. La caverna estaba en la base de los acantilados y a lo largo del borde occidental del bosque, escondida profundamente en la fisura hecha por un pasaje de agua del mar, seco desde hacía ya mucho tiempo. El ejército aún no conocía muy bien su localización exacta; pero habían ido estrechando el cerco hasta una franja de dos mil as de distancia alrededor de los acantilados, acordonando la zona. El plan de Tavernor, tal y como lo había concebido, era el de romper el cordón y dirigirse hacia el norte, adentrándose en la parte más salvaje e inhabitada del continente. Mantenía la débil esperanza de que si conseguían escapar del inmediato alcance del ejército, serian olvidados gradualmente; pero pudo darse cuenta de que para un hombre como Shelby, aquello era apenas la sustitución de una muerte rápida por una más lenta.
—Recuerda a Gauguin.
—¿Gauguin? — repuso Shelby incorporándose de su camastro de hierbas —. ¡Ah! Ya comprendo a lo que te refieres. Este no es el caso. Yo puedo vivir sin pintar. Soy bueno en la pintura; pero eso es todo, un buen pintor y nada más. Es un alivio estar en condiciones de conocer la verdad y rendirse realmente a la evidencia.
La voz de Shelby tenía un acento peculiar que le recordó a Tavernor la mujer de ojos lechosos que no se atrevió a venir a Mnemosyne.
—¿A qué te refieres, entonces? — preguntó Mack, con una sensación de alivio por no haber sentido nunca tendencias artísticas.
—Pues quiero decir que… nada de lo que hagamos ninguno de nosotros tiene objeto en los días que vivimos. ¿Cuánto tiempo tardarán los pitsicanos en venir, Mack?
—Puede que no vengan nunca.
—Vamos, no gastes bromas conmigo. La guerra ya existía antes de que hubiéramos nacido y la hemos estado perdiendo siempre.
—¿De veras crees eso?
—Lo sé; a despecho de los trucos que emplea habitualmente el Departamento de Guerra. Ya sabes, Mack, Mnemosyne es un mundo extraño. Tiene la más alta proporción de artistas, poetas y músicos que cualquiera de colonias humanas esparcidas por la Federación. Nadie tiene la certeza de por qué vienen aquí, pero lo hacen, sencillamente como los lemings. ¿Sabes tú lo que traen con ellos?
—Adelante. Te escucho. — Tavernor echó mano de la pipa y con trabajo rebuscó las últimas hebras de tabaco que le quedaban en la bolsa.
—Pues traen el alma humana, o lo que queda de ella. Te parece una locura, ¿verdad?
—Pues no del todo — le aseguró Tavernor, reservándose con cuidado el asombro que le producía la imaginación de una mente artista.
—Esta vez has exagerado tu seriedad, amigo mío — cont1nuó Shelby destapando la botella —. En estos dos meses, ha ido creciendo mi afecto hacia ti, Mack; pero tú, en realidad, eres solo un artesano. Las cosas que te estoy diciendo son tan verdad como tu preciosa Segunda Ley de la Termodinámica; pero en otro plano de la realidad. ¿Te ofende eso? ¿Vas a acusarme de nuevo de homosexualidad?
—No tras haberte oído al fondo de la cueva con Joan Mwahi.
—En tiempos de peligro, la fuerza de la vida se acrecienta en límites insospechados; es la forma lógica en que se comporta la Naturaleza.
—La mayor parte de las noches, lo vuestro suena a una confrontación a vida o muerte, a lucha total.
—Así es, teniendo en cuenta que he sido el más duramente reprendido de todo el grupo. Pero estaba hablando de otras cosas. El arte, tanto si aceptas la idea, como si no, sirve de espejo al alma humana. El artista no es nada sin la inspiración y cuando ésta llega, el artista es meramente un instrumento, lo que hace que el arte sea tan valioso. Una verdadera obra de arte, te dice cómo son las cosas, dando por supuesto que sepas cómo mirarlas. Un ser dotado de una suprema inteligencia que la mire, pongamos por caso el mural del pobre Vejvoda, habría estado en condiciones de leer en él la totalidad de la experiencia humana, incluso en el caso de que el propio Jin, solo un instrumento, hubiese sido incapaz de tal interpretación.
—¿Para qué sirve pintar, si la pintura no puede ser comprendida?
El interés de Tavernor estaba comenzando a excitarse. Las palabras de Shelby despertaban unos lejanos ecos en su mente, medio formando la idea de la omnipresencia de la vida, que le había alcanzado durante el fantasmal silencio que siguió a la transformación de la estrel a Neilson.
—Pero es que siempre puede ser parcialmente comprendida, y el único camino con significado que puede seguir la vida de un hombre es el que acreciente su grado de comprensión. Una pintura clásica abstracta, como «Emitir luz sin dolor», contiene exactamente la misma información, infinitamente multiplicada, que la que nos proporciona la tabla de Van Hoerner de valores arbitrarios para el curso de las vidas y probabilidades de destrucción de las civilizaciones técnicas.
—¿Acaso es que el mural de Vejvoda contiene un informe hasta el momento presente respecto a la situación de la guerra?
—Lo creas o no… sí. Te habría dicho que el Hombre casi ha perdido su alma, que su genio se ha marchitado, que está perdiendo la guerra contra los pitsicanos, porque ha perdido el derecho a ganarla.
Tienes razón respecto a mí — concedió Tavernor —. Yo sólo soy un artesano.
—Tú eres un ser humano como el resto de nosotros; pero una simple copa de chispas puede hacer la condición soportable.
Shelby tomó un trocito de azúcar del bolsillo y lo dejó caer en el frasco. El verde líquido comenzó a rebullir con motas de luz dorada, como un microcosmos en creación. Alguna de aquellas mágicas chispas, salieron al exterior por el cuello de la botella; pero Shelby las atrapó en el aire inhalándolas por la boca.
—El Olimpo esperó mil años para esto y nunca llegó — susurró como para sí mismo — Una porción de hielo verde, perfumes de loto, la luz del sol y los sueños… No te lo ofreceré de nuevo.
—Bueno, dejémonos de todo esto — indicó seriamente Tavernor —. Hay trabajo que hacer.
El cordón de vigilancia tenía una forma vagamente semicircular y poco más o menos tres millas de longitud. Consistía en seis barreras de rayos láser enlazadas entre sí a media milla de distancia de intervalo. Cada barrera era todo un derroche de rayos láser refractados entre dos estaciones proyectoras; rayos de baja energía que incluso resultaban invisibles en plena noche. Pero si un cuerpo en movimiento interrumpía alguno de los rayos automáticamente se producía una descarga súbita en el proyector y los laceres asaeteaban con sus cegadoras lanzas de muerte. Los niveles de energía alcanzados podían ser calibrados por el hecho de que cuando se establecieron las estaciones de proyección, no había sido necesario derribar ningún árbol para establecer una línea recta de conexión. Todo lo que precisaron los técnicos encargados de su montaje fue taladrar con agujeros en los mismos troncos de los árboles la trayectoria a seguir.
Tavernor sabía por experiencia que los únicos puntos débiles de aquella instalación eran las estaciones proyectoras, donde las dos unidades láser se hallaban de espaldas una con otra. La técnica a seguir era o bien colocar una barrera física entre las unidades, o dejar una tentadora «puerta» de paso con un escuadrón de vigilancia al exterior de cada estación, con instrucciones de dirigir un fuego convergente sobre cualquier cosa que intentara pasar por ella. Fue a este respecto, en la estimación de Tavernor, donde Farrell y sus hombres se habían mostrado ligeramente faltos del cuidado suficiente. Habían dejado dos puertas de paso, cada una guardada por cuatro hombres y dos ametralladoras, con la presunción hecha de que seria imposible para aquellos fugitivos, virtualmente desarmados, intentar forzar tales pasos.
Tavernor se puso en pie y golpeó su pipa contra la rocosa pared de la caverna. Se había fumado las últimas hebras de tabaco que había guardado, como Shelby el licor, para sus últimas horas en la cueva. Estaba demasiado oscuro para ver algo; pero oyó los movimientos expectantes entre los veintitrés hombres y cuatro mujeres con quienes había vivido durante los pasados dos meses.
—¡Un discurso! — pidió alguien irónicamente.
Mack identificó la voz de Pete Troyanos.
Tavernor vaciló, aclarándose la garganta. Deseaba decir a aquella gente una serie de cosas importantes, cuánto había admirado su valor y adaptabilidad, con cuánta amargura lamentaba las muertes que se habían producido, cuánto sentía las frustraciones que padecían por el hecho de que, estando desarmados, se habían convertido en guerrilleros y cuánto les había agradecido el verse rodeado del afecto y del respeto de todo el grupo, cuando se había sentido él mismo incapaz de sostener relaciones humanas normales. Pero se dio cuenta de que las palabras sobraban, casi, en aquella ocasión.
—Creo que no es el momento de pronunciar discursos — dijo —. Todos vosotros sabéis exactamente qué es lo que tenéis que hacer y lo que hay que hacer ahora es marcharnos de aquí.
Sus palabras fueron acogidas con un silencio total, en el cual advirtió una decepción por parte de sus compañeros de desventuras, dándose cuenta de que tenía que responder a su demanda y de que tenía que pagar su contribución natural como miembro de la raza humana.
—Escuchad… — Tavernor parpadeó desesperadamente en aquella oscuridad, librando toda una batalla contra la marea estéril y fría del pasado. Tenéis que cuidaros de vosotros mismos, porque… porque…
—Es suficiente, Mack — dijo una voz calmosa —. Estamos ya dispuestos para ir.
Salieron uno tras otro a la fría noche. El cinturón lunar pasaba por encima de sus cabezas, como un helado curso de diamantes rotos, una vez atravesado por la sombra del planeta, alrededor de la cual parecía que se hubiera hecho una siembra de anillos concéntricos de amatistas, esmeraldas, topacios y rubíes. Las estrellas brillaban débilmente al otro lado de la brillante cortina celestial, dando al cielo la impresión de una infinita profundidad que faltaba en otros mundos. Tavernor respiró profundamente, forzándose a sí mismo a relajarse, mientras que los otros comenzaron a ganar el selvático cinturón de matorrales que separaba el bosque propiamente dicho de la base de los acantilados.
A una mil a de distancia y en línea recta atravesando la maleza, estaba la estación central del cordón, a la que había que dar el asalto. El primer paso del plan concebido implicaba que el grupo se aproximase a unas cuatrocientas yardas de la estación y que allí esperasen la señal de Tavernor para avanzar. Mack hubiese preferido acercarse aún más; pero el riesgo de ser detectado por cualquier dispositivo de escucha hubiera sido demasiado grande. Cuando la última persona de la silenciosa fila india estaba desapareciendo entre los matorrales, Tavernor y Shelby reunieron y cargaron con las seis enormes flechas y las seis jaulas de los alas de cuero. Siguieron al grupo principal durante algún tiempo y después se desviaron ligeramente hacia el sur, dirigiéndose a un pequeño cerro desnudo de vegetación que Tavernor había seleccionado previamente.
Mientras caminaba, Tavernor pudo advertir el nervioso rebullir de los alas de cuero enjaulados e imaginó que aquellas extrañas criaturas olfateaban la muerte, sintiéndose desgraciadas. Sintió una oleada de afecto por aquellos mamíferos, cuya instintiva moralidad era superior a los grandes edificios éticos construidos por la humanidad. Al ala de cuero no le resultaba extraño el tener que matar; pero tomando solo la exacta proporción de la mesa del banquete ecológico, como había descubierto cuando intentó entrenarlos en una partida de caza. Eran sus métodos de despachar la presa lo que proporcionó a Mack la idea de incorporarlos a la guerrilla como una nueva especie de arma.
La primera vez que vio a un ala de cuero en acción pensó que se hallaba observando un espectacular suicidio. Se había lanzado como un rayo descolgándose del ambiente rojizo del crepúsculo, aplastándose como una bomba en el interior de una colonia de seudolagartos anidados en un saliente rocoso. El brutal impacto se oyó en un centenar de yardas. Tavernor, cuya curiosidad se había despertado a límites insospechados, fue saltando a duras penas por las rocas y llegó con el tiempo justo para ver como el ala de cuero se disparaba hacia arriba con un reptil muerto entre sus garras. Aparentemente una fuerza de deceleración o tal vez la fuerza de cien gravedades había dejado al ala de cuero como si tal cosa.
Tavernor continuó observando a los alas de cuero durante varios meses antes de descubrir que estaba equivocado en una de sus más básicas apreciaciones respecto a ellos. Sus hábito nocturnos y su apariencia general de murciélago le habían engañado al pensar que utilizaban alguna especie de radar para su navegación aérea en la oscuridad, como le sucede al murciélago terrestre; pero lo cierto es que disponían de una determinada forma de telepatía. Los depredadores que tenían la facultad de influir en la mente de sus presas no eran desconocidos en los variados dominios de la Federación; pero Tavernor sospechó que los alas de cuero tenían la facilidad de poseer tal facultad en un alto grado. Realizó experimentos para probar que los animales podían hacer algo más que detectar las radiaciones cerebrales. Una serie de experimentos consistió en que Tavernor fijase sus pensamientos en un objeto componente de un grupo, dejando después a un ala de cuero libre e inculcándole tales pensamientos con toda su fuerza. Tan pronto como aprendió bien la artimaña de proyectar la imagen claramente, la proporción de éxitos directos en forma de impactos seguros sobre el objetó elegido, subió a un cien por cien.
La idea de utilizarlos como una enorme flecha guiada por control biológico le llegó poco después, entre la misma paralizante sensación de revelación que había experimentado últimamente en la nave de tránsito hacia MacArthur. Había trabajado sobre aquella idea solo intermitentemente; pero aquello ofrecía un positivo aspecto, a pesar de una cierta repugnancia en moldear con sus manos los instintos de aquellas criaturas, respecto a lo que los alas de cuero podían hacer. Unas pruebas preliminares le habían mostrado que un ala de cuero podría ser entrenado en aceptar el rápido viaje de una flecha acurrucado en el hueco de su extremo, controlar el punto de impacto dentro de las limitaciones de la masa del proyectil y del alcance de las alas del animal y escapar libre momentos antes del impacto. Tavernor apenas había comenzado a construir en su taller un adecuado dispositivo de lanzamiento, cuando la casa, el taller y el bosque circundante habían sido reducidos a sus componentes químicos por el ejército sin ningún respeto… Desde la cresta del pequeño altozano era posible ver un ligero resplandor de luz procedente de la estación proyectora.
—Creo que nos están poniendo las cosas fáciles — dijo Shelby despectivamente.
—No importa la luz — repuso Tavernor dejando caer la carga —. He arreglado los arcos aprovechando la luz del día. Mi única preocupación es no poder disparar juntos a un par de nuestros amigos; creo que es pedir demasiado a estas criaturas.
—Pues a mi, no. Ya te he visto disparando a esos animales.
—Si, pero solo durante el día. Unos arcos como éstos, hechos de madera y cuerdas de fibra, cambian sus características con la temperatura y la humedad. Hay también un límite para la dispersión de los alas de cuero.
—Como tú creas, Mack.
—Vamos a encargarles un buen trabajo, pues. Tú comprueba el físmel, mientras que yo tenso los arcos.
—¿ Comprobar qué?
—El físmel es la distancia entre el dorso de la flecha y la cuerda del arco. Es como un indicador manual de tensión.
Tavernor dio a Shelby una varilla con una entalladura cerca de un extremo.
—Pon este extremo sobre el sitio en que descansa la flecha a ver si la cuerda cruza la entalladura. Si no llega, es que el arco está flojo y tendremos que tensar la cuerda para acortarlo.
—¿Es necesario hacer todo esto?
—Soy un artesano, recuerda. Tienes mi palabra de que es así.
Tavernor comenzó a templar la encorvadura de los seis macizos arcos, gruñendo furiosamente por el esfuerzo requerido para conquistar y dominar su implacable resistencia. Dos de los físmeles resultaron demasiado pequeños y los respectivos arcos tuvieron que ser reencordados. Para cuando hubo terminado, Tavernor estaba bañado en sudor y el corazón le latía pesadamente, recordándole que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Aseguró los arcos en sus lugares de disparo, proporcionándole una nueva y renovada fatiga el montarlos en sus rampas de funcionamiento, colocar las flechas y tirar de las cuerdas tensadas con ambas manos, para ser disparadas con los pies. Cuando los seis arcos estuvieron dispuestos, respiró profundamente hasta que los fuertes latidos de su corazón se templaron.
—Me gustaría poder ayudarte — dijo Shelby, mirando con pena su brazo inútil, ya que el tríceps estaba partido en dos por el balazo que recibió.
—Guárdate tus fuerzas para salir corriendo.
Tavernor se puso en pie, comprobó que las rampas de los arcos estaban bien dispuestas y en los lugares que previamente había marcado. Abrió las jaulas una por una y puso a los alas de cuero en los hoyos tallados en la cabeza de la gran flecha de cada arco, acariciando las cabezas de los animales, murmurándoles palabras de dulzura y de confianza. Los plateados ojos de los animales le miraban en la oscuridad, diciéndole cosas que hubiera podido comprobar muy bien de no hallarse agobiado por la armazón humana. Se arrodilló tras el primer arco y reunió sus pensamientos, dándoles forma y clarificándolos, creando una imagen mental de lo que tendría que ser el objetivo de los animales. Mientras pensaba en las cuatro caras desconocidas de los soldados cuyas vidas tenía que cobrar, se puso en estrecha comunión con una mente que nunca había conocido la maldad ni la culpa, tratando de alejar el concepto de destruir una vida para conservar las demás, a despecho de su sombría certeza de que la comprensión a semejante nivel sería imposible.
—¿Está todo dispuesto, mon ami? — repuso Shelby en un susurro ansioso.
—¡No hables!
Tavernor soltó el primer disparador y la gran flecha surcó los aires en la negrura del cielo nocturno y en busca de su objetivo, con la confianza de que todo estaba bien calculado. Sin perder más tiempo, Tavernor siguió e hizo lo mismo con la fila de arcos enviando las flechas a recorrer la distancia de aquellas quinientas yardas. Era preciso moverse rápidamente para evitar que los soldados pusieran en funcionamiento cualquier tipo de alarma cuando se encontraran bajo el imprevisto ataque. Al disparar la quinta y la sexta flecha, miró con fijeza al resplandor de la luz de la estación proyectora. La luz continuaba igual, sin ninguna indicación de si estaba iluminando la vida o la muerte.
—Da la señal — indicó Tavernor —. Todo está ya decidido.
Shelby hizo sonar su silbato de madera y comenzaron a correr. Moverse entre los matorrales a una velocidad superior a una marcha normal, resultaba peligroso; pero Tavernor solo pensaba en la posibilidad de que el p1esto de mando hiciese alguna señal de rutina con la radio de las estaciones y descubriese algo fuera de lo normal. Corrió delante de Shelby tan rápido como le fue posible, utilizando su mayor peso corporal para abrirle paso a su compañero entre la maleza. Unos crujidos procedentes de la parte norte le advirtieron de que iba adelantado del grupo principal. Alargó sus pasos. Si las flechas habían fal ado en realizar su cometido iba directo a sentir el primero las consecuencias. La luz de la estación comenzó a hacerse visible ante él y estimó que se encontraba todavía a unas doscientas yardas.
En aquel instante el cielo pareció encenderse con resplandores de aviso. Tavernor se detuvo un instante y Shelby se le echó encima a muy pocos segundos. Su primer impulso fue dar la señal para volver a refugiarse en la caverna, pero en el acto comprobó que las luces se habían enviado como bengalas hacia el norte y sur, aunque no hacia ellos. Parecía que las flechas habían alcanzado sus objetivos marcados. No había tiempo que perder en imaginarse de qué forma habían sido alertados los hombres de las otras estaciones.
—¡Sigue corriendo! — gritó a Shelby, forzándole a seguir adelante —. ¡Vamos, continúa!
—¿Correr? ¡Fíjate como vuelo! — repuso Shelby lanzado hacia delante de Tavernor y corriendo ambos a través de la oscuridad, con los músculos sobrecargados por el miedo. Una prolongada explosión y una porción de fuego color naranja arrojado al aire hacia el sur, advirtieron a Mack que dos helicópteros habían despegado del suelo. Intentó correr más deprisa; pero era algo ya superior a sus fuérzas.
Unos puntos brillantes de luz se arqueaban en el cielo, lo que demostraba que las tripulaciones de los helicópteros estaban poniendo en funcionamiento sus armas de a bordo.
Tavernor alcanzó la estación delante de los más avanzados del grupo principal. Se lanzó como un tromba entre el estrecho pasadizo existente entre las dos estaciones e hizo un esfuerzo final en las cincuenta yardas que le separaban de la luz todavía resplandeciente y que era una lámpara de campaña puesta a la entrada de una tienda en ángulo agudo. De uno de los lados de la tienda sobresalían las puntas de las dos flechas allí caídas. Tavernor se puso de rodillas, miró al interior y vio a dos cuerpos caldos al suelo y que parecían haberse dirigido hacia la puerta cuando les llegó el fin. Lo que había sido la cabeza no era más que una masa sanguinolenta.
Se puso en pie y miró a su alrededor. Otros miembros del grupo ya entraban por la puerta entre las dos estaciones, pasándole y adentrándose en el bosque. Shelby estaba en pie junto al pasadizo, empujando a los hombres por el camino a seguir. El ruido de los helicópteros comenzó a llenar el ambiente circundante, mientras que nuevos resplandores comenzaban a entrecruzarse por el cielo. Tavernor buscó agudizando la vista entre la línea de árboles y vio el ligero brillo de una ametralladora y corrió hacia ella. Otro cuerpo estaba deshecho en el suelo junto al arma y en una de las manos sin vida del soldado, una radio de campaña, con la luz roja de transmisión aun encendida. Se situó detrás de la ametralladora y dio vuelta hacia el sur. El flujo de los fugitivos había cesado, pero Shelby seguía todavía de pie en el pasadizo.
—¡Vamos, Kris, lárgate al infierno fuera de aquí! — le gritó —. Vamos a ser cazados desde el aire en cualquier momento.
—Todavía no, aun quedan algunos que no han llegado.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
—Ya pasarán por su cuenta. ¡Fuera!
—Joan es uno de ellos. Voy a esperarla.
—¡Por amor de Dios, Shelby! No es más que una…
Pero la voz de Tavernor se perdió entre el tremendo rugido de un helicóptero que picaba en aquel momento directamente por encima de la tienda de campaña. La tienda quedó destruida bajo aquella tormenta de polvo y hojas y la luz de la linterna comenzó a danzar. Tavernor levantó la ametralladora, apretando el gatillo con todas sus fuerzas. Controlando el arma por instinto, roció un costado del fuselaje con una granizada de balas. Una llamarada terrible de color naranja comenzó a envolver al aparato. El desequilibrio producido hizo que se inclinase de costado, estrellándose contra el suelo a poca distancia de Shelby, paralizado por lo que había sucedido en tan pocos segundos. La barrera de rayos láser golpeó con furia, como si fuera con dardos forjados en el interior de una nova, a la máquina, que explotó con sus tanques de combustible y sus municiones. Tavernor sintió el suelo rocoso como un barco en el mar, al desintegrarse el helicóptero en mil ruidos, esparciéndose en fragmentos, algunos de los cuales fueron a cortar otra vez el cordón establecido, además de haberlo hecho ya en varias partes el láser.
Unas llamaradas más pequeñas mostraron que Shelby ya había dejado de permanecer en pie. Tavernor corrió hacia él. De pronto se detuvo y se cubrió los ojos con sus manos. Shelby había sido alcanzado por un trozo de metal y era obvio, incluso a cincuenta pasos de distancia, que estaba muerto. Tavernor miró entonces el estrecho pasadizo existente entre las dos unidades de láser. Shelby había advertido que faltaban por llegar cuatro personas. Vaciló y el suelo pareció surgir hacia el cielo mientras un segundo helicóptero tronaba sobre su cabeza con las armas de costado a pleno fuego. La tierra pareció volver de nuevo a su sitio, dejándole milagrosamente intacto, excepto por un agujero perfectamente redondo en la bota izquierda. Se volvió y corrió de nuevo hacia la ametralladora. El arma aparecía de costado con sus mecanismos deshechos.
El segundo helicóptero volvió a dar una pasada sobre el lugar en que se hallaba y esta vez Tavernor advirtió las estrellas azules blasonando en sus costados. Llegó al tiempo justo en que Joan Mwabi y los otros tres que faltaban aparecieron por la puerta de salida. Todas las armas abrieron fuego al mismo tiempo y su fuego, canalizado por las unidades láser a prueba de balas, pareció arrastrar a aquellos seres humanos como hojas secas por un fuerte vendaval.
Andando lentamente y con cuidado, como lo habría hecho un hombre anciano, Tavernor se internó en la negrura de los bosques.
Cuando Tavernor se aproximó a la carretera de la costa, se encontró extrañamente débil y con vértigos. Al principio procuró dejar de lado el choque nervioso sufrido. Hacía ya tantos años desde que le ocurrió aquello, endurecido después por la batalla contra los pitsicanos… Lo de aquella noche era suficiente como para hacer estremecer a cualquier hombre. Pero cuando sus rodillas comenzaron a temblarle a pesar de sus esfuerzos en controlarlo, le llegó a la mente la sospecha justificada de que el agujero de su bota izquierda era algo más que un simple inconveniente.
Se sentó y se sacó la bota. Al quitársela sintió un desagradable ruido de succión y las primeras luces del amanecer le mostraron que todo el pie lo tenía empapado de sangre negruzca. Cuando se quitó el calcetín, el segundo dedo del pie salió con la prenda.
Aturdido, miró al pie dañado con ojos de reproche. El espacio vacío, en donde faltaba el dedo recién perdido, sangraba con abundancia. Y tuvo que haber sangrado todo el camino recorrido a través del bosque. La comprobación de que estaba herido, pareció desatar el bloqueo neural de su cerebro y comenzó a sentir fuertes dolores en el pie y la pierna y, con el dolor, la alarma por el hecho de que la herida estaba en malas condiciones de higiene. Durante los dos meses de escondite, apenas si habían tenido agua para beber y cubrir las más elementales necesidades con el precioso líquido, por lo que no habían podido pensar en lavarse. Por añadidura, era lógico que se hubiese introducido en la herida la más diversa variedad de polvo y suciedad mientras duró la larga caminata nocturna.
Recogió el calcetín y lo arrojó entre los árboles, después buscó en el bolsillo el trozo de tela que constituía la bolsa que había usado para el tabaco de pipa. Con aquella elemental compresa puesta en el hueco de los dedos, se puso la bota y comenzó a caminar de nuevo. Los otros se habían dirigido hacia el norte hasta salir corriendo fuera del bosque para seguir después caminando toda la noche y pasar los límites de la civilización; pero Tavernor estimó que no disponía de más de una hora para poder echarse en cualquier parte y recuperarse de la pérdida de sangre.
La idea de dormir comenzó a hacerle bostezar; pero el bosque no era lugar para el descanso, a menos de que se quisiese exponer al riesgo de quedar embutido en la celulosa. Acudió a su mente el recuerdo de aquellos negros cabellos helados y revueltos. La pérdida de doce o más hombres y de un helicóptero de ultimo modelo iba a cambiar totalmente la naturaleza de la operación, por lo que al ejército concernía. Farrell debía aparecer como un estúpido y su historial debería quedar nuevamente brillante, sin pérdida de tiempo. Tavernor emprendió una carrera cojeando.
El sol aparecía entre suaves nubes de niebla que aclararon el ambiente. Ante él, el suelo se inclinaba suavemente por varios cientos de yardas hacia abajo hasta la carretera general que conectaba El Centro con una cadena de pequeñas comunidades a lo largo de la costa. Más allá de la carretera, se encontraba una ancha faja de tierra herbosa que, con la característica circunstancia de un planeta sin luna y por tanto sin mareas, terminaba en el mar. Mnemosyne estaba dotado fabulosamente de satélites; pero su escaso tamaño y la disposición en forma de cinturón lejano y envolvente cancelaba el tirón propio de la fuerza de la gravedad. Esparcidos a lo largo de aquella faja de verdor entre la carretera y el océano, se veían edificios de los más diversos tamaños y de los más variados estilos arquitectónicos. Tavernor estaba razonablemente seguro de que podría encontrar un médico en alguna parte a lo largo de la franja costera si podía atravesar la carretera sin ser visto. No había tránsito en aquella temprana hora del amanecer, aunque algo en el cielo por encima del bosque sugería la existencia de una patrulla aérea. Cualquiera que pensara en atravesar la blanca cinta de la carretera procedente del bosque, se encontraría atrapado como una araña en una bañera.
Caminó hacia el sur en una corta distancia, ocultándose entre los matorrales y las hierbas más altas y buscó el desagüe mas cercano. Varias veces, durante su marcha reptando a través del túnel de desagüe, criaturas a quienes no podía ver se despertaban bajo sus manos y salían disparadas hacia delante o se le enroscaban entre las piernas. «Cerulea está casi completamente libre de formas de vida venenosa», siguió repitiéndose para sí, lo que le sirvió de algún alivio. El enorme gusano en forma de mano humana que encontró reptando por su pecho era una criatura no venenosa e incluso casi amigable.
Cuando pudo incorporarse al otro extremo, junto a la orilla del mar, todo su cuerpo estaba recubierto de suciedad e inmundicias y el pie le latía ardoroso y con fuerza. Se desplazó a lo largo de la línea de árboles jóvenes que flanqueaban la valla de la carretera general. Las casas, sumidas en el sueño y la calma, todavía aparecían bañadas por la luz del nuevo día, con sus diversos colores y, a los ojos de Tavernor, como algo irreal. ¿Seria él lo que constituía algo irreal? El era el que no pertenecía a aquella o a otra sociedad, el helado fantasma de un hombre que pudo haber sido, desprovisto de casi todas las cálidas y positivas emociones humanas y como una negación de la humanidad, orientado hacia la culpabilidad mientras otros hombres lo estaban hacia la alegría, a odiar como los otros a amar. Los pocos momentos de contacto con personas como Lissa, Shelby e incluso la pequeña Bethia, sirvieron solo para recordarle sus propias deficiencias; porque ellos habían estado dando, mientras que todo lo que él pudo hacer fue tomar, con los torpes dedos de un chiquillo que roba los huevos de un nido…
El suave movimiento de un letrero le captó la atención a una distancia de varios cientos de yardas. Se aproximó y vio en él el nombre de un médico, sintiendo una inmensa gratitud hacia el nostálgico tradicionalismo que invariablemente lleva a la gente en mundos extraños a poner buzones y verdes contraventanas en sus tranquilas casas. Aquel hombre, NORMAN R. PARSONS, Doctor en Medicina, tenía probablemente un piso moderno en El Centro y en el imponente edificio del Centro Médico; pero, aun así, había clavado el letrero en la puerta principal de su residencia de campo. Tavernor esperó y confió en que la conducta sentimental del Dr. Parsons no le ocasionara en aquellos momentos mayor número de dificultades de las que ya había tenido que soportar.
La casa de una sola planta era pequeña y acogedora y su entrada principal llevaba a un bonito porche. Decidió no hacer más ruido del necesario para despertar al médico, sin que los vecinos se apercibieran de lo que estaba ocurriendo. Mientras que con una mano sostenía un cuchillo, con la otra presionó el timbre, el cual sonó musicalmente, lo que le produjo aún una mayor nostalgia. Pasaron cinco largos minutos sin que obtuviera ninguna respuesta, hasta que comenzó a aceptar su buena suerte. El Dr. Parsons podía estar muerto, borracho como una cuba o fuera de casa. Se apresuro a dar un rodeo a la casa y miró en el garaje. Estaba vacío.
Tavernor reunió sus escasas fuerzas y rogando interiormente porque no existiesen dispositivos de alarma contra los ladrones, arrimó el hombro a la puerta trasera. El cerrojo saltó y penetró inmediatamente para hacer una rápida inspección de las habitaciones contiguas y convencerse de que todo aquello estaba a su entera disposición. Estaba vacío; pero allí aparecían objetos, ropas y pertenencias de un hombre y una mujer, sugiriendo que los dueños no estarían fuera por mucho tiempo.
Una de las habitaciones aparecía amueblada como un estudio y oficina al propio tiempo. Tavernor abrió una caja pintada de blanco y extrajo instrumentos quirúrgicos, un tubo de carne artificial y una Variedad de antibióticos. En el armario de un dormitorio halló toda una fila de trajes, que daban la impresión de ser bastante estrechos de hombros y largos de piernas; sin embargo, con cualquiera de ellos habría estado infinitamente más presentable que los harapos que le cubrían. Otro armario dé cajones le mostró toda una gran abundancia de camisas, ropa interior y calcetines, además de zapatos que resultaron ser solo una fracción más grandes que los de su número.
Reuniendo aquel tesoro, se fue al cuarto de baño, se desnudó, y se limpió el pie herido. El dedo había sido amputado limpiamente por su base. Al quitar la suciedad que envolvía la carne, comprobó que no quedaban astillas de hueso. Aquello le resultó una tarea nauseabunda, aun con su gran tolerancia para el dolor físico. Continuó su tarea, imaginando que otras manos que no eran, las suyas estaban realizando la cura. «Es este dedo del pie, Dr. Parsons; no sé la correcta designación médica que le corresponde Vamos, Dr. Parsons, por amor de Dios… deje de lamentarse y observe lo que está haciendo… Ese cerdito se quedó en casa… Me temo que no sea ésta la expresión más adecuada…»
Con la herida limpia, rociada con polvos antibióticos, precintada con carne artificial y vendada con una envoltura impermeable, abrió el grifo de la ducha y casi gritó de alegría al comprobar que disponía de un gran espacio en el fondo. Llenó el baño de agua caliente, la dejó correr; se lavó cuidadosamente y después cambió el agua. La segunda vez, el agua estaba más caliente que la primera. Puso en marcha el termostato fijándolo a aquella temperatura y se sumergió en el baño, relajándose, flotando en él. Algo le advirtió que no debería permitirse el gastar demasiado tiempo en darse aquel gusto; pero la idea le pareció carente de significado.
«El sueño es lo mejor», pensó. «El comer algo sería estupendo; pero ya comeré más tarde. El sueño lo es todo. Dormir… dormir…»
Se despertó súbitamente al ambiente de una difusa luz del atardecer. Perdido, desorientado, permaneció en el agua hasta que su memoria funcionó para aclarar sus ideas. El sueño, la pequeña muerte, le había realmente reclamado. Salió del baño, se restregó 4e prisa y se vistió con la mayor urgencia posible. Resultaba evidente que los propietarios de la casa aún no habían vuelto; pero todo era una pura suerte, pues en tales circunstancias confiar en ella era de lo más estúpido. Sí, se había comportado como un tonto o como cualquiera que subconscientemente quiere fracasar.
Recogió sus viejas ropas, el cuchillo y su baqueteada pipa, además del abultado tollo de billetes de banco, cuyo exterior estaba completamente negro por el polvo y la grasa. Sus brazos y piernas temblaban por la debilidad a causa de la pérdida de sangre y la larga inmersión en agua caliente. Su principal necesidad entonces era el alimento. Echó las ropas viejas por el conducto que las llevaría al horno para quedar reducidas a cenizas, intentando borrar la evidencia de su presencia en aquella casa y posible identificación. En el frigorífico encontró filetes de carne, pescado y huevos sintéticos. Tomó dos buenos filetes y seis huevos sintéticos. Los puso en la parrilla de la cocina eléctrica y a poco los filetes olían de forma deliciosa, al tiempo que freía aparte los huevos. Mientras esperaba que estuvieran a punto, se bebió dos botellas de leche. La leche, elaborada artificialmente a base de hierba nativa del planeta, tenía un sabor peculiar a levadura; pero Tavernor se la bebió con delicia. Cuando los filetes y los huevos estuvieron a punto, se sentó.
En la mesa de la cocina había una radio. Tavernor la encendió y escuchó complacido la música mientras comía, creando en su entorno una atmósfera de seguridad doméstica. Se puso en pie, sacó del rollo de billetes uno de cien estelares y lo puso sobre la mesa. Con el descanso, ropas limpias y el estómago lleno, se sintió pronto listo para emprender la caminata hacia el norte que le llevaría a encontrarse con los demás fugitivos, que se encaminaban al punto de cita, en las orillas del lejano lago Bruce. Después de todo, el confiar en su buena suerte había sido una buena idea. Los sufrimientos, el cansancio y la suciedad habían quedado atrás y todo lo que entonces tenía que hacer era salir a la carretera y seguir andando.
Al ir a coger la manecilla de la puerta, oyó en la radio una señal de cambio de programa y de una nueva emisión. Tavernor se detuvo, por si podía oír algo relacionado con la reacción del ejército en las pasadas actividades nocturnas.
… las grandes noticias del día, están relacionadas con el hecho importantísimo, en sociedad, de la boda del año, que tendrá lugar muy en breve aquí en El Centro, entre la señorita Lissa Grenoble, hija del Administrador Planetario, y el teniente coronel Gervaise R. Farrell, actualmente agregado a Cerulea número 1 y que, como ustedes saben, es el sobrino del Supremo Presidente Berkeley H. Gough.»
La voz profesional del locutor se detuvo un instante para respirar.
«El compromiso ha sido anunciado personalmente esta mañana por el Administrador Grenoble, quien ha manifestado haber recibido un taquigrama de felicitación y enhorabuena del Presidente Gough. Proporcionaremos mas detalles en sucesivos programas…»
Tavernor apagó la radio, sacudiendo la cabeza con énfasis y casi estúpidamente. ¡Lissa y Gervaise Farrell! Aquello era imposible. Su mente volvió hacia la última noche con Lissa a bordo del aparato volador de la joven. Lissa había sido suya. Y ahora lo sería de Farrell… La idea rebotó furiosa en su cabeza, resultándole imposible aceptarla. Salió al exterior, quedándose por un momento fijo en la contemplación de la calma del azul océano que se extendía más allá de los árboles. «No puedo reprochárselo», razonó mentalmente. «¿Qué alternativa le quedaba?» De una parte estaba Farrell, joven, apuesto, rico, famoso, de su misma categoría social, un¿ de los mejores partidos entre los solteros de toda la Federación, y de la otra, él, Tavernor… un hombre ya maduro, fugitivo, con las venas llenas de agua helada y un espíritu trastornado por el odio y la autocompasión.
«No, no puedo reprochárselo», repitió en voz alta, cerrando los ojos y apoyándose en el quicio de la puerta, mientras sentía un agudo dolor y una tremenda angustia. Y, con aquel dolor, le llegó a la mente una nueva apreciación interior de sí mismo. Sus frecuentes autoanálisis habían sido un fraude, una ficción; no eran sino una forma desviada de erigir otra pantalla alrededor del verdadero Tavernor, ya que la verdad auténtica era que sí se lo reprochaba a Lissa. Desde luego que era demasiado viejo para ella y que el matrimonio con Lissa estaba fuera de toda cuestión; pero Tavernor deseaba que la joven pasara el resto de su vida en una especie de luto solitario por él, como una princesa encarcelada en una alta torre, inalcanzable para otro hombre. Era una ridícula visión de la época del rey Arturo; pero era exactamente lo que estaba demandando el espíritu hinchado e incierto de Mack Tavernor, su ego descarriado. Mack se alejó lentamente de la casa.
Algún tiempo después comprobó que caminaba en dirección contraria, dirigiéndose al sur, hacia El Centro y hacia Lissa Grenoble, pero le fue imposible volver sobre sus pasos…
La Residencia del Administrador era un enorme edificio hexagonal impresionante y majestuoso, con toda la fachada de mármol y que ocupaba la cima de una colina redonda, como la capa de azúcar en una tarta. Tavernor menospreció su aspecto a la luz del día por la patente relación que ostentaba con la arquitectura colonial terrestre en el pasado; pero por la noche cobró una vista más sugestiva.
Saltó el muro que circundaba la colina, sintiendo un agudo dolor en la herida del pie y se dirigió hacia arriba atravesando grandes extensiones de arbustos y plantas de jardín. El edificio, inundado de luz que se expandía por las ventanas y balcones, muchos de ellos abiertos, se alzaba imponente frente a él. Suponiendo que Grenoble estuviera enfrascado en alguna de las recepciones o cenas de gala que tanto le gustaban, Tavernor fue dando la vuelta por la colina, hacia la puerta trasera del gran edificio. La corriente enjoyada del cinturón lunar del cielo de Mnemosyne se extendía sobre su cabeza.
Intentó de nuevo decidir qué iba a decirle a Lissa, en el caso de que pudiera ponerse en contacto con ella y de no ser capturado. ¿Qué iba a decirle? ¿Que sabía instintivamente que Farrell no era el hombre indicado para ella, a pesar de joven, rico, guapo y famoso? ¿Que él, Tavernor, había considerado generosamente sus anteriores decisiones y que ella podía casarse con él, siendo la esposa de un hombre fugitivo, huyendo probablemente de una sentencia de muerte? ¿O seria simplemente para decirle adiós? Fuese lo que fuese, había que decirlo con palabras.
La suite residencial, situada detrás del edificio, se hallaba en la oscuridad, excepto por la luz difusa procedente de otras habitaciones. Tavernor rodeó la piscina, cruzó un jardín y un patio. Intentó abrir todas las puertas y las ventanas que fue hallando a su paso; las encontró cerradas y acabó subiendo por una columna metálica hacia la galería. Uno de los dormitorios de la primera planta pertenecía a Lissa. Desde el exterior, sin embargo, no podía decir cuál era y, en cualquier caso, ella no podría hallarse allí, si estaba asistiendo a una fiesta en la planta baja. El mejor plan era esconderse en alguna parte hasta que todo el mundo se fuera a la cama y después entrar y encontrar la habitación de Lissa. Allí había una serie de cómodos sillones y de plataformas que giraban lentamente siguiendo el cinturón lunar del cielo de Mnemosyne, próximas a la balaustrada; pero daban la impresión de ser un mal escondrijo.
—Nunca viene nadie a mi habitación — dijo entonces una voz diminuta y familiar —. ¿ Por qué no te escondes allí?
—¡Bethia! — exclamó Tavernor, ocultando su sorpresa al volverse —. ¿ Qué te hace pensar que quiero esconderme?
La figurita de Bethia, vistiendo un largo camisón de dormir que le llegaba hasta los tobillos, le estaba observando desde el umbral de una arcada al final de la galería; por un momento Tavernor sintió rabia contra las circunstancias que forzaban a la niña a crecer siempre en la soledad.
—Ven por aquí — le advirtió Bethia.
Tavernor había notado la forma en que la niña había dejado de lado su contrapregunta y sonrió. Para una criatura de tres años de edad, no había nada de extraño en tener que esconderse con frecuencia en sus juegos. Siguió sonriendo divertido y la siguió por la arcada. Ella iba delante con el apagado ruido de sus zapatillas, asegurándose de que nadie hubiera en el corredor, y acabó por hacerle un gesto de conspiración con la mano.
La habitación de la niña era la primera a la derecha. Estaba iluminada sólo por la lamparita de la cama. Tavernor quedó de nuevo sorprendido por el hecho de que ningún objeto de la estancia proporcionaba evidencia de que su ocupante era una niña.
—¿Dónde guardas tus juguetes, Bethia?
—En un armario, por supuesto.
—¿Y por qué no te llevas alguno a la cama? Una muñeca, o algo así…
—No estaría ordenada y limpia.
—Pero te proporcionaría compañía.
Bethia hizo un gesto de impaciencia y después se ocultó la nariz con la mano.
—¡Una muñeca de compañía!
Bethia se movió de un lado a otro de la estancia profiriendo una silenciosa carcajada y Tavernor se sintió embarazado por una emoción que era incapaz de identificar. Amor, tal vez, pero pesadamente recubierto con — y encontró la palabra — respeto. Aquel diminuto fragmento de humanidad, tenía, con sus tres cortos años, desarrollada ya la inteligencia, el humor, la sabiduría y la autosuficiencia. Bethia, sintió Tavernor súbitamente, era el principal derecho del Hombre para sentirse orgulloso de pertenecer a la raza humana y la ascendencia sobre los pitsicanos. Excepto que algo había ido mal en alguna parte y que, a cada instante, cientos de Bethias como aquella, cada hora que pasaba, estaban siendo destruidas por los guerreros pitsicanos en las lejanas fronteras, cada vez más contraídas, de la Federación.
Tavernor arrugó la frente al creer que olía de nuevo la pestilencia de los pitsicanos. ¿Cuántos años tendría aquella Bethia que entonces tenía frente a sí, antes de que aquellos seres monstruosos y extraños llegaran a Mnemosyne. ¿Veinte? Quizá menos. Ninguna comunicación, ninguna idea, ni una sola palabra se había entrecruzado jamás entre los humanos y los extraterrestres pitsicanos; pero el traslado del Cuartel General del COMSAC a Mnemosyne podría ser observado por los pitsicanos, en cuyo caso el planeta se convertiría en el objetivo número uno.
—¿Has venido para llevarte a Lissa?
—No. Me gustaría hacerlo, pero ahora es imposible. Sólo quiero hablar con ella.
—¿Por qué no te la llevas lejos de aquí?
—No puedo — dijo Tavernor vacilante —. Además, ¿no va a casarse con el coronel Farrell?
—Sí, pero…
—Pero, ¿qué?
—Es un hombre oscuro.
—¿Oscuro?
Tavernor detectó un extraño énfasis en la palabra y decidió comprobarlo.
—Lissa también es oscura.
Una mirada que pudo haber sido de decepción apareció en la carita de muñeca de Bethia.
—Es un hombre oscuro — repitió despacio, pero tú y Lissa tenéis… como una luz. Es algo extraño.
—¿Qué quieres decir, Bethia?
—Ahora me voy a la cama — dijo ella con determinación, arreglándose la camisa de dormir.
Tavernor la ayudó a subirse al enorme lecho y la recubrió con las ropas, tapándola completamente. La niña descansaba en el centro, con los bracitos a ambos lados y una mirada de pacífica contemplación en su rostro.
—Buenas noches, preciosa — le dijo Tavernor, sin que obtuviera respuesta.
Estudió aquella miniatura por un momento, fijándose en el resplandor de perla de su cutis suave, con un creciente sentimiento de tristeza. Después apagó la luz. La inutilidad de su propia vida parecía rodearle más de cerca con los muros de la oscuridad. Se aproximó a la ventana pensando no solamente en la futilidad de su vida, sino en la de toda la vida humana y apartó los pesados cortinajes. Los fragmentos lunares resplandecían en la quieta superficie de la piscina, parpadeando con un brillo argentino. Más allá de los árboles, las luces de El Centro y el resplandor de la nueva ciudad proclamaba la presencia del Hombre en aquella parte de la Galaxia, pero… ¿por cuanto tiempo? Incluso sin la amenaza de los pitsicanos, ¿por cuánto tiempo podría la larga caravana de la humanidad seguir sus pasos entre la infinitud de los tesoros que constituían el Universo? ¿Cuántos siglos? El espíritu exigía que la respuesta fuese por un número infinito, ya que otra cosa no le dejaría satisfecho; pero la mente tenía otra convicción diferente. Resultaba extraño pensar cómo un hecho insignificante, cual la detección de una partícula nuclear elemental, en un pequeño laboratorio de la Tierra, hubiese tenido el poder de barrer todas las esperanzas del Hombre en su colectiva inmortalidad.
El taquión, incapaz de existir a velocidades inferiores a la de la luz, ganaba en velocidad mientras disminuía su energía, acelerándose hasta poder cruzar la gran espiral galáctica en una fracción de segundo. Había abierto el espacio al género humano, pero, al propio tiempo, le había cerrado las puertas del futuro. El continuo espacio-tiempo estaba vacío. Con el comunicador taquiónico, la civilización humana podía haber hablado a otras civilizaciones existentes a distancias que era preciso medir en años luz por miles, con la sola limitación de la disminución de su energía en función del incremento de velocidad. Pero en lugar de un éter burbujeante de voces inteligentes, el indagador taquiónico no había encontrado nada.
La extensión del tiempo era demasiado grande. Las civilizaciones podían surgir, florecer y morir en profusión, pero los momentos culminantes del tiempo galáctico, cuando tales civilizaciones vecinas se hallaban en el cenit de su vida tecnológica, raramente coincidían.
Sólo un puñado de pulsares[1] — unos faros cósmicos operantes artificialmente señalaban con su luz crepitante y paciente, el susurro de culturas que ya habían gozado la breve hora de su vida y se habían desvanecido en el inimaginable pasado. Y la nueva información significaba que los valores utilizados en la impresionante tabla de von Hoerner para los tiempos de duración y probabilidades de destrucción de las civilizaciones técnicas tenían que ser drásticamente revisados. La civilización de la Tierra estaba entrando en la fase de desarrollo descrita como del tipo II, capaz de utilizar y canalizar la totalidad de la entrada de radiaciones de su estrella, centro del sistema solar, en la cual, de acuerdo con la tabla original de von Hoerner, su duración vital podría ser de unos 65.000 anos.
Pero la revisión post-taquión había reducido la cifra a sólo unos 2.000 años. Y la absurda broma cósmica que había colocado a los humanos y pitsicanos tan cerca juntos en el tiempo y el espacio parecía haber reducido más aún tan pobre duración hacia el punto final.
Las cifras, las matemáticas y los cálculos rebullían en la cabeza de Tavernor como hojas muertas en un torbellino, cuando oyó la voz de Gervaise Farrell al exterior de la ventana.
Miró hacia la derecha, a través de los cortinajes separados y vio que la balaustrada terminaba sólo a pocos pies de la ventana de Bethia. Farrell se hallaba inclinado sobre la baranda mirando fijamente hacia el sur de la nueva ciudad. Un cigarrillo brillaba en sus labios.
… confesarle que me ha sorprendido, hijo mío — era la voz de Howard Grenoble, clara y precisa, aunque se hallaba fuera de la línea de visión de Tavernor —. Encuentro la totalidad del asunto muy difícil de aceptar.
—¿De veras? — preguntó Farrell fríamente —. No estoy acostumbrado a que se dude de mi palabra.
—No, no, no quería implicarle. Es solo que no podía suponer que el COMSAC tuviera tal confianza en las decisiones del MACRON.
—El MACRON es un máquina lógica que tiene a su disposición la totalidad del conocimiento humano. Y no toma decisiones. Es un instrumento de incalculable utilidad para obtener valores sobre probabilidades; pero nunca toma decisiones — en la voz de Farrell se advertía un matiz de irritación —. ¿Me explico con claridad?
—Perfectamente claro, gracias — repuso Grenoble hablando con precisión —. Pero… ¿por qué aquí, en Cerulea? ¿Cuáles han sido los factores que influenciaron al MACRON en hacer su… digamos recomendación?
Farrell tomó un trago de un frasquito de chispas.
—En toda la Federación no hay más de seis hombres que sepan cómo responder a esa pregunta.
—Comprendo.
—¿Comprende usted la necesidad?
—Por supuesto… tal conocimiento tiene que ser restringido. Perdóneme por haberle hecho esa pregunta — Grenoble comenzaba a mostrase sombrío y disgustado —. La guerra pareció estar siempre tan lejos de Cerulea, que el haber visto como la totalidad del Cuartel General ha descendido sobre nosotros…
—Sobre usted. Eso me hace pensar en la plaga de la langosta…
—En absoluto. Me siento honrado. Todo mi personal lo está igualmente. Es solo que ese MACRON parece tener…
Farrell dejó escapar una carcajada sarcástica.
—¿Es que el MACRON se le ha atravesado y le pica en la garganta? ¿No es así, Howard? Yo le diré qué es lo que le molesta a usted en todo este asunto. Es el hecho de que la decisión de planear la instalación del Cuartel General aquí, no ha venido a través de mi tío, diciéndome algo parecido a: «Conozco cuál es el planeta ideal, caballeros. Gozarán ustedes de una feliz estancia en Cerulea. El viejo Howard Grenoble tiene una excelente mesa y una bodega de primera clase…»
—Creo que está usted yendo demasiado lejos, Gervaise.
—Estoy intentado sencillamente presentarle a usted la realidad. Nosotros, en el ejército, estamos llevando una guerra contra un enemigo poderoso, e inimaginablemente peligroso…
—Sí, claro — interrumpió Grenoble —. He oído que la pasada noche le derribaron un helicóptero.
Durante el denso silencio que siguió, Tavernor sonrió, apreciando la sutileza con que el anciano Administrador Planetario sabía hacer uso del estilete político. Tenía que saber que Farrell seria vulnerable al recordarle que nunca había estado dentro de una distancia de diez años luz como máxima área de interpenetración.
—Su amigo Tavernor fue el responsable — repuso aún más irritado Farrell —. No tengo autorización para utilizar armas pesadas; pero vi que cinco de sus asaltantes no volverán a molestarnos de nuevo, y pronto me haré con el resto.
—¿Va usted a destruir a los demás? Pues según me había comentado el general Martínez, usted estaba destinado a otros servicios.
—Destruiremos el resto… eso es cosa de poca monta. El cigarrillo de Farrell se encendió con furia, como apoyando el odio de sus palabras.
Tavernor respiró con alivio. Los cinco «asaltantes» que Farrell había mencionado tenían que haber sido Shelby y los otros cuatro, incluyendo a Joan Mwabi, quienes fueron aniquilados mientras intentaron pasar por el pasadizo de las estaciones láser. El recordar sus muertos fue doloroso; pero al menos supo que ninguno de los otros había sido cazado. Parecía que, aparentemente, los dos meses de entrenamiento que él les había dedicado habíales servido de mucho. Todos deberían hallarse en camino hacia la cita convenida en el lago Bruce y una vez pasado aquel punto, quedarían libres al norte del archipiélago.
—Bien, creo que ya hemos respirado bastante aire fresco para una sola noche — dijo Farrell.
—Pensé que íbamos a discutir los detalles de la boda. No queda mucho tiempo, ya sabe.
—Le dejaré en sus manos todos los detalles, Howard — repuso Farrell acabando con la bebida —. Esta es la clase de asuntos en que usted puede lucirse. Ahora nuestros invitados estarán imaginando dónde estamos…
Los dos hombres abandonaron la balaustrada. Tavernor permaneció de pie en la ventana por unos cuantos minutos y después volvió a correr el cortinaje. Tal vez pasarían horas enteras antes de que pudiese tener la oportunidad de deslizarse hasta la habitación de Lissa, y un ligero temblor en las rodillas le avisó de que todavía no estaba repuesto de la abundante pérdida de sangre. Se aproximó a la cama y escuchó la respiración de Bethia. Satisfecho al comprobar que estaba dormida, se tumbo en el suelo en la parte más alejada de la puerta y se esforzó a sí mismo a relajarse.
Despertó con la sensación de que la totalidad del edificio se hallaba sumido en una completa calma. Su reloj le indicó que eran las dos de la madrugada en la noche de Mnemosyne. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la abrió Con facilidad. Las luces nocturnas del corredor estaban encendidas; pero la completa serenidad del silencio reinante le convenció de que era el momento seguro para salir del escondite. Dedicando una última mirada al cuerpecito de Bethia, cerró el dormitorio y se dirigió hacia la escalera. El dormitorio de Lissa estaba en el mismo piso, pero en el ala opuesta; y para alcanzarlo tenía que pasar alrededor de tres lados de una gran caja de escaleras hexagonal. Vaciló allí donde el corredor empalmaba con la caja, preocupado por la forma en que todo aquello estaba iluminado. Alguien habría, olvidado apagar la gran luz del techo y su agorafobia, cuidadosamente reprimida durante los pasados dos meses anteriores, le hizo ver que el rellano era decididamente inseguro.
Al detenerse, notó la presencia de dos interruptores en la pared del corredor a varias pulgadas del rincón. El de la parte de adentró debería ser, sin duda, para las luces del corredor, pero, ¿ sería el otro el control de la iluminación de la luz en la caja de la escalera? Esperando que el apagar las luces no llamase 4emasiado la atención, oprimió el interruptor de afuera. La luz de la caja de la escalera parpadeó; pero quedó encendida.
Tavernor se quedó mirando al interruptor atónito, intentando ver por alguna parte algún circuito eléctrico que hubiese podido disminuir las luces momentáneamente y después haberlas encendido con toda su potencia. Tal vez el interruptor exterior accionaba algún dispositivo que causaba una disminución de la corriente cuando entraba en acción, en cuyo caso debería tenerlo muy en cuenta. Entonces apretó nuevamente el botón para dejarlo en su posición original. Esta vez la luz del techo se apagó durante un segundo antes de volver a su máxima intensidad.
La alarma se despertó en su subconsciente. «Esto es ridículo», pensó. «Un fallo en…»
La respuesta le llegó de repente.
Existía un circuito eléctrico muy común que era el causante del fenómeno del que acababa de ser testigo. Lo habría producido un interruptor de doble dirección en el caso de haber otra persona al otro extremo del circuito, presionando el interruptor en una fracción de tiempo después de Tavernor. Y aquella otra persona debía encontrarse en el corredor opuesto a solamente unas cuantas yardas de distancia, tapado a su vista ¡ solo por el ángulo de la pared!
—¿Quién anda por ahí? — preguntó en voz alta un hombre.
Tavernor se volvió y corrió silenciosamente a lo largo del corredor, pasando el dormitorio de Bethia y las puertas entonces cerradas que conducían a la balconada, hasta que hubo rodeado otro de los ángulos obtusos del edificio. Se aplastó contra la pared y esperó. Unos segundos más tarde oyó el murmullo de unas pisadas que se aproximaban por la pesada alfombra. Corrió entonces a lo largo del nuevo tramo del corredor, abrió una puerta del final, se puso a descender por la escalera y se encontró cara a cara con un centinela armado. Llevaba el rifle al hombro y en las manos dos tazas de café.
—A su puesto, soldado — dijo Tavernor sacando su mejor voz de antiguo jefe del ejército.
Pasó junto al guardia y se encontró en el principio de la escalera. Su mente discurría locamente. ¿Guardias armados en la Residencia del Administrador? Los invitados a que se había referido Farrell debían ser miembros de la policía secreta militar. Había elegido, por lo visto, la gran noche para ir en busca de Lissa. Comenzó a bajar las escaleras, en dirección a la entrada principal y al amplio recibidor, que parecía desierto. El guardia del descansillo le estaba mirando fijamente con incertidumbre. Tavernor resistió la idea de echar a correr. Estaba todavía cerca de lo alto del tramo de escalera final, cuando se abrió la puerta del corredor y un sargento con cuerpo de toro apareció repentinamente en el rellano. Era el mismo veterano de pelo rojizo que Tavernor había tumbado en la puerta de entrada de la Base.
—¡Detened a ese hombre! — gritó el sargento como una fiera.
Tavernor se tiró literalmente de cabeza por el largo tramo de escalera en una caída controlada, tocando los escalones casi al fondo del tramo. Una larga zancada le colocó en el centro del vestíbulo, en el preciso momento en que apareció otro guardia procedente del exterior. Chocaron uno contra otro, y la carrera de Tavernor le desvió hasta dar contra una columna de mármol. Dio un paso atrás, aparentemente sin haber sufrido mayor daño, para desplomarse al cabo de unos instantes igual que un árbol truncado.
La habitación de la portería era larga y estrecha. Estaba iluminada por una simple luz que proporcionaba al ambiente una fría media luminiscencia sobre la escasa 4e-coración y mobiliario. Tavernor estaba sentado en una dura silla con las manos atadas a la espalda tratando de dominar el dolor que le torturaba el cuerpo a cada movimiento respiratorio. «Mis costillas», pensó desesperado. «Tengo que habérmelas roto.» Enfocó los ojos con dificultad. El sargento pelirrojo estaba de pie en la puerta con una pistola en la mano. Levantando los ojos Vio a Gervaise Farrell sentado en el filo de una mesa. Los cabellos de Farrell caían desordenados por su frente y la túnica que vestía se hallaba a medio abotonar en el pecho. Los ojos le brillaban de excitación.
—Está bien, sargento — Puede dejarnos solos ahora. No creo que proporcione ningún problema.
—Si, señor.
El sargento se marchó de la puerta.
—¡Ah, sargento!
—¿Señor?
—Vuelva de nuevo cuando llegue la caja.
—Sí, señor.
El sargento desapareció.
—No me gusta usted, Tavernor — le dijo Farrell cuando estuvieron solos —. ¿Y sabe por qué me fastidia usted?
—Podría ser porque usted se está quedando calvo y yo no.
—Muy bueno, coronel, chistecitos cuando está en las últimas — Farrell movió las piernas con despreocupación —. La razón de por qué me disgusta tanto, aparte del hecho de que usted es, si puedo utilizar un arcaísmo, un palurdo, es que se interfiere en mi camino.
—¿Va a tirarme otra vez por la escalera?
—Continúe así, coronel. Como estaba diciendo, se está usted interfiriendo en mi camino y no puedo permitirme el lujo de que haya alguien que quiera echarme la zancadilla, cuando el sendero es ya bastante pedregoso para un pariente del Presidente que quiere hacerse una carrera militar por sus propios esfuerzos.
Tavernor intentó hacer un gesto de burlona simpatía; pero algo le barbotó en la garganta. Sospechó que era sangre.
—Ese pequeño asunto del helicóptero de la pasada noche ha sido forjado contra mí. El general Martínez lo está utilizando como una excusa para trasladarme a otros deberes.
—¡Ah! Eso es muy duro.
—Una cosa como esa podría perjudicar mi historial. Pero ahora que usted mismo ha tenido la bondad de colocarse bajo mi custodia, el historial va a tener otro aspecto.
—¿De veras?
—Sí, porque usted va a decirme ahora mismo dónde puedo cazar a sus amigos, y sin más complicaciones.
—Lo lamento… Ignoro dónde puedan estar.
Tavernor se dio cuenta repentinamente de que podía fácilmente olvidarse del dolor que sufría en el pecho. El haber venido al hogar de Lissa bajo tales circunstancias había sido realmente una locura, una indulgente broma con la muerte, pero también había sido un imperdonable egoísmo. Sabía exactamente dónde planeaban la cita los otros. Ya habían pasado los días en que un hombre determinado podía negarse a facilitar información a los inquisidores.
—¿Conque no sabe usted dónde están? — inquirió Farrell sin alterarse, sacando un cigarrillo del bolsillo de la túnica —. Entonces no tiene por qué preocuparse al respecto, de ningún modo.
Encendió el cigarrillo, soltando una bocanada al aire y afectando la mayor serenidad. Su aspecto le recordó a Tavernor el personaje de una ópera y su mente comenzó a rebuscar el título entre sus recuerdos.
Se oyó como llamaban a la puerta y ésta se abrió. Tavernor vio entrar unas figuras uniformadas. El sargento Se situó delante, portando una pequeña caja negra en la mano. Cerró la puerta rápidamente.
—Bien, sargento, ¿ha llegado ya el pelotón del jefe de la policía?
—No, señor, aunque viene de camino.
—Muy bien, esto no nos llevará mucho tiempo. ¿Sabe usted cómo utilizar una aguja?
—No, señor.
El sargento pareció sentirse confuso.
—Es algo sencillo. No hay más que pinchar en el cuello y empujar. Vamos, démela.
Farrell apuntó hacia la pistola del sargento hasta que la hubo sacado de la funda y se la entregó en la mano.
—Ahora, adelante.
El sargento abrió la pequeña caja negra y con cierta tribulación sacó de ella una jeringa. Sus ojos, fijos en Tavernor, parecían pedirle perdón. A Tavernor le latía el corazón alocadamente. No estaba seguro de lo que contenía la jeringa; pero tenía la certeza de que a los pocos segundos recibiría en su torrente circulatorio alguna droga que le haría decir todo lo que Farrell quería saber. Luchó con las ataduras de la espalda, mientras que sus nervios temblaban enloquecidos con un mensaje de desesperación una y otra vez: «Padre, madre, mujer de cara pálida y negros cabellos, perdonadme, perdonadme…» La silenciosa estridencia se desvaneció conforme halló la puerta de escape, bostezando en una misericordiosa noche sin estrellas.
Con la cabeza baja, permitió que el sargento le hundiera la aguja en el cuello. No sintió dolor, sólo una sensación de cálido hormigueo. Esperó hasta que la aguja le fue retirada y las manos del sargento se hubieron relajado, y entonces se lanzó de cabeza desde la silla con toda la fuerza de sus piernas.
Farrell, que todavía seguía sentado en el borde de la mesa, se quedó demasiado asombrado para quitarse a tiempo de enfrente. Tavernor le empujó hacia atrás, descubriendo la garganta de su enemigo y, antes de que pudieran apartarle, sus dientes se cerraron sobre su tráquea. Mientras hincaba profundamente los dientes como una fiera, oyó el espantado sollozo de Farrell y sintió que una pistola se apoyaba en su costado. La pistola explotó una, dos veces. Conforme las balas le atravesaban el pecho, la muerte floreció ante los ojos de Tavernor como una rosa negra, desplegando los pétalos de la noche.
Y cayó en ella, entregando agradecido una vida que sintió que nunca le había pertenecido realmente.
Melissa Grenoble no tuvo idea de cuanto tiempo había permanecido de pie en la alta ventana con la frente pegada al frío cristal.
La aurora había bosquejado sus primeros trazos grises fantasmales en el cielo, cuando les vio llevarse el ataúd metálico dentro del cual yacía el cuerpo de Mack Tavernor. Fue sólo cuando el coche militar arrancó llevándose el féretro, que sus lágrimas comenzaron a fluir a torrentes por sus mejillas. Desde entonces, la joven había vuelto a vivir todos los momentos de su vida con él, multiplicándolos una y otra vez, soportando lo que parecían siglos de amargura y sufrimiento, y, con todo, el mundo exterior no había cambiado en nada. Seguía siendo el amanecer de un nuevo día. Una luminosa neblina plateada se extendía por el mundo, destrozando en cierta forma la perspectiva de manera tal, que los edificios de El Centro aparecían como unas extrañas siluetas medio recortadas y borrosas.
El cristal de la ventana parecía haberle succionado todo el calor de su cuerpo; se sentía incapaz de moverse de donde estaba. Una simple palabra reverberaba en el frío que le agarrotaba la mente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿En qué había consistido la totalidad de la vida de Mack, la finalidad de su existencia?
Por debajo de su dolor moral, yacía una sombría sensación de perplejidad. Cuando se encontró por primera vez con Mack, Lissa había quedado impresionada por su potencia física y su arrogante autosuficiencia y, como la mayor parte de otras personas, repelida por su exagerada cautela en las complicaciones emocionales y la aparente determinación de apartarse de cualquiera a quien conociese. Pero ella había sentido a otro Mack Tavernor oculto, un hombre diferente, que miraba a cualquier aspecto de la vida con una compasión sin limites. Lissa había luchado por descubrir a ese otro hombre y había encontrado un nuevo nivel de satisfacción en la creciente esperanza que ella sentía en tal última forma de arte creativo. La última noche que pasaron juntos había sido toda la prueba que ella necesitaba.
Entonces, en aquel amanecer gris en que parecía que el tiempo se hubiese detenido, tenía que aceptar la idea de que Mack orientado hacia la muerte había ganado la última baza, que había surgido del bosque como un lobo sediento de sangre para ser matado a tiros en aquel bestial acto de asesinato. Gervaise le había mostrado la garganta mordida y desgarrada; pero así y todo Lissa recordaba la calma de Mack, sus ojos torturados y había sacudido la cabeza, instintivamente, huyendo a esconderse en su habitación.
A nivel intelectual, había otro factor: su conocimiento de la fantástica competencia de Mack. De haber venido durante la noche como un asesino habría logrado su objetivo, rápida, silenciosa y eficientemente. Pero, ¿qué alternativa pudo tener? La respuesta le llegó como un murmullo que surgía de lo más intimo de su cuerpo, trémula, estremecedora, triste, persuasiva. ¿Le habría llegado la noticia de su compromiso matrimonial con Farrell, provocando que lo echara todo por la borda, incluso su instinto de supervivencia? ¿Había Mack perdido su vida por amor a ella? Si este era el caso, no debería casarse con Gervaise, ni con ningún otro, nunca…
—¿Lissa? — la vocecita le llegó suavemente tras ella.
Se volvió para ver a Bethia con sus ojos grises tan profundos llenos de lágrimas, recordando entonces que la chiquilla parecía haber sentido una singular afinidad con Mack.
—¿Qué ocurre, Bethia? — Lissa se arrodilló hasta situar su cara al nivel de la niña para echarse inmediatamente una en brazos de la otra.
—No llores, Lissa. Te oí llorar. No llores…
Lissa sintió como su autocontrol se, deslizaba conforme la presión emocional hacía presa en ella.
—Pienso que Mack vino a verme la pasada noche. Y me siento responsable… ¡Oh, Bethia, no puedo quedarme aquí por más tiempo!
—Pero… ¿a dónde irás?
—No sé…, tal vez a la Tierra. Tengo que marcharme lejos.
—¿Quiere decir eso que no vas a casarte con el coronel Farrell?
—Sí. Yo… Lissa sintió la rigidez del cuerpecito, de Bethia al echarse la niña hacia atrás.
—Mack estuvo en mi habitación la pasada noche.
—¡En tu habitación! — exc1amó Lissa con un temor irrefrenable.
—Se escondió allí. Llevaba un cuchillo. Dijo que me golpearía si hacía cualquier ruido.
Súbitamente Bethia pareció más alta. Sus ojos miraban el vacío y su voz hablaba de forma inexorable.
—Llevaba un cuchillo. Me dijo que tenía que matar al coronel Farrell.