Robert Silverberg El poder oculto

El puerto espacial de Mondarrán IV era pequeño, como podía esperarse de esa clase de mundo atrasado y rudimentario. Rygor Davison recogió su única maleta en el depósito de equipajes y salió al exterior, entre el viento y el calor de primeras horas de la tarde. El sol —de tipo G, muy caliente— estaba en lo alto del cielo todavía, y un camino polvoriento y retorcido llevaba desde aquel rústico puerto espacial hacia un pequeño pueblo gris, a un kilómetro poco más o menos de distancia.

No había nadie para recibirle. Impresionante bienvenida, se dijo. E inició el recorrido del sucio camino hacia el pueblo que sería su hogar durante los cinco años siguientes…, si sobrevivía.

Apenas había dado media docena de pasos, cuando oyó a alguien tras él. Se volvió y descubrió a un chiquillo muy moreno, que se acercaba corriendo por el camino. Tendría unos once años y llevaba un calzón de baño dorado, sin nada más. Parecía apresurado.

—¡Hola, muchacho! —le saludó Davison.

El chico alzó la vista inquisitivamente, menguó el paso y al fin se detuvo, respirando agitadamente.

—¿Acaba de llegar? ¡Vi bajar la nave!

—Sí, recién llegado —sonrió Davison—. ¿Por qué corres?

—Un brujo —explicó el chico jadeando—. Van a darle su merecido esta tarde. No quiero perdérmelo. ¡Vamos, corra!

Davison se puso rígido.

—¿Qué dices que va a pasar, muchacho?

—Van a quemar a un brujo —respondió este hablando lentamente, como si se dirigiera a un retrasado mental o a una criatura—. Dése prisa si quiere llegar a tiempo… ¡Y no me lo haga perder a mí!

Davison levantó la maleta y echó a andar rápidamente junto al chico, que le urgía impaciencia. Nubes de polvo se alzaban del camino y giraban en torno a ellos.

¿Conque la quema de un brujo, eh? Tembló a pesar de sí mismo y se preguntó si el Gremio de los Esper [1] le habría enviado a la muerte.

El Gremio de los Esper operaba en secreto, pero con toda eficiencia. Habían descubierto a Davison, le habían entrenado hasta desarrollar todo su enorme potencial de telequinesis y le habían enviado a los mundos exteriores para que aprendiera a no utilizarlo.

Lloyd Kechnie, el guía de Davison, se lo había explicado. Kechnie era un hombre delgado, de ojos brillantes, nariz de halcón y cejas de gorila. Había trabajado con Davison durante ocho años.

—Eres un telecinésico estupendo —le había dicho—. El gremio ya no puede hacer nada más por ti. Dentro de unos cuantos años, estarás preparado para actuar con toda libertad.

—¿Unos años? Pero yo creía…

—Eres el mejor de cuantos he visto —continuó Kechnie—. Tan bueno que utilizar tu poder supone para ti una segunda naturaleza. No sabes ocultarlo. Y algún día lo lamentarás. No has aprendido a dominarte. —Se inclinó hacia adelante sobre su mesa—. Ry, hemos decidido abandonarte a ti mismo, para que te salves o te pierdas… No eres el primero con el que procedemos así. Vamos a enviarte a un mundo en el que no existe la metapsíquica donde no se ha desarrollado ese poder. Te verás forzado a ocultar tu poder para la telecinesis o te matarán por un delito de brujería o algo semejante.

—¿No puedo quedarme en la Tierra y aprender? —preguntó Davison ansiosamente.

—No. Aquí es demasiado fácil pasar desapercibido. En los mundos exteriores, te enfrentarás a una situación de todo o nada. Así que irás a uno de ellos.

Davison se había embarcado en la nave siguiente. En Mondarrán IV tendría que aprender. De lo contrario…

—¿De dónde viene? —preguntó el chico tras unos minutos de silencio—. ¿Se establecerá aquí como colono?

—Por algún tiempo —respondió Davison—. Soy de Dariak III.

No iba a revelar su procedencia de la Tierra. Dariak era un mundo conocido y sin metapsíquica. Si sospechaban de su condición de Esper, su vida estaría en peligro.

—Dariak III —repitió el chico—. ¿Es bonito?

—No mucho. Llueve demasiado.

De pronto, hubo un estallido de llamas y fuego brillante en el pueblo, allá delante, que iluminó el cielo de la tarde como un rayo.

—¡Maldición! —exclamó el chico, disgustado—. Ya está ardiendo. Me perdí el espectáculo, después de todo. Supongo que debí de haber salido antes.

—Demasiado tarde, ¿eh? —Davison se sentía más que aliviado. Se humedeció los labios—. Supongo que nos hemos perdido toda la diversión.

—Es realmente apasionante —dijo el muchacho, con entusiasmo—. Especialmente cuando se trata de brujos muy buenos, que hacen toda clase de trucos antes de que los quememos. Debería ver las cosas que son capaces de hacer cuando ya están en la estaca.

«Me lo imagino», pensó Davison amargamente. Pero omitió todo comentario.

Siguieron avanzando, a un paso más lento ahora. El pueblo se acercaba a ellos. Ya distinguía bastante bien los edificios más próximos y la gente que deambulaba por las calles. En el firmamento, el sol parecía aún más fuerte.

Llegaban a la última curva del camino, cuando una figura lamentable, cubierta de harapos, apareció caminando en dirección a ellos.

—Hola, Joe el Tonto —saludó el chico alegremente al llegar el hombre a su lado.

Éste gruñó un monosílabo y siguió andando. Era alto y esquelético, con una barba descuidada, los zapatos sin cordones y una cazadora de piel muy gastada. Se detuvo al pasar junto a Davison, le miró curiosamente al rostro y sonrió, revelando unos dientes amarillentos.

—¿Le sobra una moneda, amigo? —preguntó con voz baja y ronca—. ¿Tiene algo para un pobre?

Davison se registró el bolsillo y sacó una moneda. El muchacho le miró con desaprobación, pero él la dejó caer en la palma abierta del mendigo.

—Buena suerte, señor —dijo éste, y siguió andando. Unos pasos más allá se volvió—. Lástima que se perdiera el asado, señor. Fue estupendo.

Entraron en el pueblo. Davison vio que consistía en un grupo de edificios de dos pisos, al parecer prefabricados, agrupados en torno a la plaza mayor, y en cuyo centro, observó Davison, había una estaca de acero con algo muy desagradable todavía humeando en la base. Sintió un estremecimiento y apartó la mirada.

—¿Qué le pasa, señor? —preguntó el chico, despectivamente—. ¿Es que no asan a los brujos en Dariak III?

—No con frecuencia —repuso Davison.

Descubrió que los dedos le temblaban y luchó por controlarse. Pensó en Kechnie, cómodamente instalado allá en la Tierra. Y mientras tanto, él se veía aquí, en este mundo asqueroso, polvoriento y lleno de moscas, condenado a pasarse los cinco años siguientes en un poblacho aburrido, y haciendo girar los pulgares. Aquello era como estar en la cárcel.

No… Peor todavía. En la cárcel no se tenían preocupaciones. Uno se adaptaba a la rutina diaria, tenía tres comidas al día y un lugar para dormir, por malo que fuese. Y no padecía ninguna angustia.

Esto era diferente. Davison se esforzó por no estallar en maldiciones. Tendría que mantenerse en vigilancia constante, reprimiendo su metapsíquica, ocultando su poder… o acabaría en aquella estaca de acero en la plaza central, divirtiendo a los pueblerinos antes de convertirse en cenizas. Luego sonrió.

«Kechnie sabe lo que hace —admitió a pesar suyo—. Si logro sobrevivir a esto, estaré preparado para la tarea que me confíen, sea la que sea.»

Cuadró los hombros, moldeó sus rasgos en una amplia sonrisa y entró en el pueblo.

Un hombre alto, de rostro muy curtido por el tiempo y de encendidos colores, se dirigió a él cojeando.

—Hola, forastero. Me llamo Domarke y soy el alcalde. ¿Es nuevo aquí?

Davison asintió.

—Recién llegado de Dariak III. He pensado en probar suerte en este mundo.

—Me alegro de tenerle entre nosotros, amigo —dijo Domarke amablemente—. Lástima que se perdiera el espectáculo. Probablemente vería el fuego desde el puerto espacial.

—También yo siento habérmelo perdido —se vio obligado a decir—. ¿Tienen muchos problemas con los brujos por aquí?

—Algunos —El rostro de Domarke se había oscurecido—. Aunque no demasiados. De vez en cuando, hay un tipo que nos viene con trucos de ese estilo. En cuanto lo descubrimos, le enviamos a reunirse con su Maestro. No queremos que esas gentes ronden por aquí, hermano.

—No me extraña —corroboró Davison—. Se supone que los hombres no han de hacer cosas extrañas.

—No, señor —dijo con énfasis el alcalde—. Pero si las hacen, acabamos con ellos. El año pasado, vino un tipo de Lanargón VII y se estableció aquí como apicultor. Un chico agradable. Joven, con una hermosa cabeza sobre los hombros. Salía mucho con mi hija. Todos le apreciábamos. Jamás sospechamos que fuera un malvado.

—Brujo, ¿eh?

—Ya lo creo-asintió Domarke—. Un día se le escaparon las abejas. Estaban furiosas. Se lanzaron contra él y comenzaron a picarle. Y lo primero que vimos fue que él las miraba muy divertido y empezaba a lanzar fuego por las puntas de los dedos —Agitó la cabeza ante el recuerdo—. Acabó quemando todas las abejas. Ni siquiera trató de luchar cuando le ahorcamos.

—¿Le ahorcaron? ¿Y por qué no le quemaron? —preguntó Davison con una curiosidad morbosa.

—Hubiera sido inútil —repuso el alcalde, encogiéndose de hombros—. Estos tipos están en connivencia con el fuego y resulta inútil tratar de quemarles. Le colgamos inmediatamente.

«Uno de los muchachos de Kechnie, probablemente —se dijo Davison—. Un pirético al que enviaron aquí para que aprendiera a controlar su poder. Sólo que no aprendió con la rapidez suficiente.»

Se mordió el labio inferior por un segundo y dijo:

—Supongo que ya es hora de que me ocupe de mis cosas. ¿A quién debo acudir para buscar una habitación en esta ciudad?

Le ayudaron a encontrar hospedaje en casa de una familia llamada Rinehart, que poseía una granja apenas a unos diez minutos de camino a pie desde el centro del pueblo. Habían puesto un aviso solicitando un obrero.

Se trasladó allí aquella misma tarde, deshizo la maleta, guardó sus escasas pertenencias y colgó la chaqueta en el armarito que le habían destinado. Al acabar bajó a conocer a sus anfitriones.

La familia se componía de cinco miembros. Rinehart era un hombre calvo, de unos cincuenta y cinco años, con el rostro muy curtido por las horas de trabajo al sol ardiente, rasgos firmes y aire jovial. Su esposa —Mamá— una mujer formidable, se cubría con un delantal sorprendentemente arcaico. Tenía voz melodiosa, de resonancias masculinas, e irradiaba un ambiente de sencillez campesina y tradicional. Davison pensó que mentalidades como la suya habían desaparecido hacía ya mucho tiempo de un planeta tan sofisticado como la Tierra.

Tenían tres hijos: Janey, una chica muy bien formada y de piernas largas, de unos dieciocho años; Bo, un muchacho de diecisiete, musculoso y sombrío, y Buster, un crío de once años. «Parecen la clásica familia feliz», se dijo Davison.

Salió de su habitación —abriendo y cerrando laboriosamente la puerta a mano— y empezó a bajar las escaleras. Al llegar al cuarto escalón, notó que resbalaba y, de manera automática, se transportó telequinésicamente de regreso al rellano, para afirmarse bien sobre los pies. Una vez recuperado el equilibrio, se enderezó. De pronto, al comprender lo que había hecho, quedó paralizado, sintiendo que gotas de sudor frío brotaban de su frente.

Nadie lo había visto. Nadie, por esta vez.

¿Cuántas veces cometería el mismo error?

Dejó que sus nervios se recuperaran de la impresión, aguardando a que la sangre volviera a sus mejillas, acabó de bajar la escalera y entró en la sala. Los Rinehart le aguardaban ya reunidos.

Janey apareció en la puerta y le miró con aire indolente.

—La cena está lista —anunció.

Davison se sentó en la mesa. Rinehart, en la cabecera de la misma, pronunció una bendición, breve pero devota, y terminó con una plegaria por el obrero recién contratado que se hallaba entre ellos. Al fin, apareció Janey desde la cocina, en la parte trasera de la casa, con una bandeja llena de cuencos de sopa, humeante.

—Está muy caliente-anunció.

Bo y Buster se apartaron para permitirle servir. Dejó la bandeja y… entonces sucedió. Davison vio lo que se le venía encima y se mordió el labio, angustiado.

Uno de los cuencos de sopa ardiente resbalaba hacia el extremo de la bandeja. Lo miró mientras, como en cámara lenta, el cuenco caía por el borde de la bandeja, salpicaba parte del contenido y dejaba caer todo el resto sobre su brazo derecho y desnudo.

Lágrimas de dolor acudieron a sus ojos…, aunque no sabía qué le dolía más, si la quemadura de la sopa en el brazo o la auténtica conmoción sufrida al contenerse para que aquel cuenco no volara hasta el otro extremo del comedor.

Se mordió de nuevo el labio y siguió sentado, temblando por el esfuerzo mental que le había costado dominarse.

Janey dejó la bandeja y acudió muy apurada a su lado.

—¡Caray, Ry, no lo hice a propósito! ¡Señor! ¿Te he quemado?

—Sobreviviré —respondió—. No te preocupes.

Ayudó a recoger la sopa caída sobre la mesa, sintiendo que el dolor menguaba lentamente.

«¡Kechnie, Kechnie, no me enviaste precisamente a un viaje de placer!»

Rinehart le empleó como trabajador en el campo. La cosecha más importante de Mondarrán IV consistía en un producto que denominaban judías largas, una leguminosa que todo el mundo comía en grandes cantidades, que se mezclaba con el trigo y se utilizaba para muchas cosas más. Era una planta resistente, casi indestructible, que daba tres cosechas al año bajo el calor constante de Mondarrán IV.

Rinehart tenía una granja pequeña, de unas cuarenta y cinco áreas, que se extendía sobre una colina cerca de un lago fangoso. Había llegado el tiempo de la segunda cosecha del año, lo cual implicaba el laborioso proceso de arrancar de los tallos las vainas retorcidas que encerraban los granos.

—Te inclinas así y las arrancas —explicó Rinehart a Davison, demostrándole cómo debía hacerlo—. Luego, te vuelves un poco y echas las vainas en el cesto que llevas a la espalda.

Le ayudó a colocarse el arnés en los hombros, se colocó el suyo propio y juntos partieron hacia el campo. El sol estaba muy alto. Siempre parecía mediodía en este planeta, pensó Davison, que empezó a sudar de inmediato.

Moscas de alas púrpura zumbaban ruidosamente en torno a los tallos gruesos de las plantas. Cargado con el cesto, Davison avanzaba por el campo, luchando para mantenerse al paso de Rinehart. Éste, aunque más viejo, ya estaba tres metros por delante de él, en el surco inmediato, inclinándose, agarrando la vaina, dando un tirón y dejándola caer en el cesto mediante una sucesión de movimientos precisos.

Era un trabajo arduo. Las manos de Davison comenzaban a enrojecer el contacto con la superficie, tan rugosa como el papel de lija, de las hojas de la planta, y la espalda le dolía por la repetición constante de un esquema de movimientos absolutamente inhabitual para él. Abajo, arriba, la mano atrás. Abajo, arriba, la mano atrás.

Apretó los dientes y se esforzó a seguir adelante. El brazo le ardía por el uso excesivo de unos músculos que no había utilizado en años. El sudor le caía por la frente, se le metía por el cuello, le goteaba de las cejas. Las ropas estaban ya empapadas.

Por fin llegó al extremo del surco y alzó la vista. Rinehart le aguardaba allí, con los brazos en jarras, tan fresco y rozagante como cuando empezaran. Sonreía.

—Un trabajo duro, ¿eh, Ry?

Demasiado agotado para responder, Davison se limitó a asentir.

—No dejes que te venza. Un par de semanas aquí y te endurecerás. Sé cómo os sentís los tipos de la ciudad al principio.

Davison se secó la frente.

—Nunca hubiera creído que arrancar vainas de unos tallos fuera algo tan difícil —dijo.

—Es un trabajo duro, no lo niego —Rinehart le dio un golpecito amistoso en la espalda—. Te acostumbrarás. Volvamos a la casa y te obsequiaré con una cerveza.

Al día siguiente, ya tenía que trabajar la jornada completa. Hacía calor, como sin duda lo haría todos los días en el futuro.

La familia entera le acompañaba: el matrimonio, Janey, Bo y Buster. Cada uno llevaba su propio arnés con el cesto atrás para echar las vainas.

—Empezaremos por el extremo este —dijo Rinehart. Y sin más discusión, toda la tropa le siguió. Cada uno ocupó su surco. Davison se encontró entre Janey a la izquierda y Bo a la derecha. Allá, a lo lejos, vio a Dirk Rinehart abriéndose camino entre los tallos apretados.

Una cosechadora con dos piernas, simplemente. Estudió por un momento los movimientos del viejo, tan sencillos al parecer, hasta que, consciente de que Janey y Bo le habían adelantado ya unos pasos, se lanzó al trabajo.

El sol de la mañana seguía ascendiendo en el cielo y, aunque no había llegado aún la hora de más calor, Davison empezó a sudar apenas llevaba unos segundos inclinándose y recogiendo. Se detuvo para frotarse la frente con la manga y oyó una risa ligera y burlona delante de él.

Enrojeciendo violentamente, alzó la vista y advirtió que Janey se había detenido en el surco y le miraba sonriendo, con las manos en las caderas, en la misma postura que su padre adoptara el día anterior. Eso le irritó. Sin decir una palabra, bajó la cabeza y volvió a su tarea.

Un músculo se quejó en la parte inferior del brazo derecho, debido a aquel movimiento de echar el brazo atrás y dejar caer las vainas en el cesto, tensando los músculos del sobaco de un modo insólito para él, que jamás los había usado.

Creyó oír las burlonas palabras de Kechnie: «No querrás que tus músculos se atrofien, hijo». Palabras pronunciadas a la ligera, en broma. Ahora comprendía Davison que encerraban una gran verdad.

Había confiado en la metapsíquica para las tareas corrientes de la vida, se había vanagloriado de su dominio de la telecinesis, poder que le aliviaba de la mayoría de las rutinas diarias. Cositas pequeñas…, como abrir las puertas, levantar las sillas, mover los muebles… Resultaba más sencillo hacer volar un objeto que arrastrarlo, se había dicho siempre. ¿Por qué no utilizar un poder si lo disfrutas a la perfección?

La respuesta era que no podía disfrutarlo a la perfección…, todavía. La perfección implicaba algo más que el pleno control de los objetos. También significaba aprender moderación, saber cuándo se debía utilizar y cuándo no.

En la Tierra, donde no importaba, había empleado ese poder casi de modo excesivo. Aquí no se atrevía… Y estos músculos doloridos eran el precio que debía pagar por su comodidad anterior. Kechnie sabía lo que hacía, por supuesto.

Llegaron finalmente al extremo del surco, Davison y Buster Rinehart los últimos, bajo un calor agobiante pero a Buster ni siquiera le faltaba el aliento. Davison creyó advertir, sin que pudiera asegurarlo, un gesto de desaprobación en el rostro de Rinehart, como si se sintiera a disgusto con la actuación del nuevo obrero. En cambio, la expresión de Janey era de patente desprecio. Los ojos, bajo los pesados párpados, le miraban casi de modo insultante.

Se volvió, pues, a mirar a Rinehart, que vaciaba su cesto en el camión que aguardaba en el campo.

—Descarguemos antes de empezar el surco siguiente —ordenó a Davison.

El campo se extendía interminablemente ante su vista. Davison alzó el cesto con unas manos insensibles y vio caer las vainas de un verde grisáceo en la parte trasera del camión. Volvió a colocárselo en el arnés y se sintió mucho más ligero, ahora que el peso ya no le agobiaba.

Tuvo un pensamiento fugaz al avanzar hacia el surco siguiente. ¡Que sencillo sería hacer volar las vainas hacia el cesto! Sin más inclinaciones ni giros de brazo, aquel brazo que parecía a punto de desprenderse.

Sencillo. Ya lo creo. Demasiado sencillo… Desdichadamente, si Janey, Bo o cualquiera de los demás se volvían por casualidad y veían cómo las vainas volaban misteriosamente hasta el cesto de Davison, éste sería quemado a la caída de la tarde.

«¡Maldito Kechnie!», pensó con rabia, secándose una gota de sudor en su brillante rostro.

La idea que le pareciera una broma absurda media hora antes se presentaba ahora a los ojos de Davison como una posibilidad auténtica y muy tentadora.

Iba retrasado casi un surco entero con respecto a los demás. Estaba quedando en ridículo. Y su cuerpo, nada atlético por falta de ejercicio, le dolía espantosamente.

Tenía el poder y no lo utilizaba. Lo reprimía en su interior y eso le hacía daño. Se repetía el caso del cuenco de la sopa caliente. No sabía qué le dolía más, si continuar inclinándose y echando atrás el brazo dolorido una y otra vez bajo el sol ardiente o reprimir su poder a costa de un esfuerzo insoportable, hasta el punto de que parecía que iba a desbordarse.

Se esforzó en concentrarse en lo que hacía, y en olvidar su poder. «Es el proceso de aprendizaje —se dijo secamente—. De maduración. Kechnie sabe lo que hace.»

Llegaron de nuevo al extremo del surco y, entre la niebla de la fatiga, oyó que Rinehart decía:

—De acuerdo, descansemos un rato. De todos modos, hace demasiado calor para trabajar.

Se quitó el arnés, lo dejó donde estaba y emprendió el camino de regreso a la casa. Con un suspiro reprimido de alivio, Davison se quitó también las correas de piel y se enderezó.

Avanzó a través del campo, observando que Janey se situaba a su lado.

—Pareces agotado, Ry —comentó.

—Lo estoy. Se necesita algún tiempo para acostumbrase a este tipo de trabajo, supongo.

—Eso creo yo también —dijo ella. Se inclinó para sacudirse un poco de tierra—. Uno se endurece —continuó— o acaba destrozado. El último obrero que tuvimos se desmoronó. Tú pareces más fuerte.

—Espero que tengas razón —dijo Davison.

Se preguntó quién habría sido aquel hombre y qué poder misterioso habría ocultado en sí mismo. Para algunos no sería tan malo. Un precognoscitivo no necesitaría una sesión de entrenamiento de este tipo…, pero los precognoscitivos eran uno en un cuatrillón. Quizá tampoco los telépatas, ya que cualquiera con el don de la telepatía tenía una mente tan superior que este ejercicio de jardín de infancia le sería innecesario.

—Sólo los Esper en proceso de desarrollo habían de viajar a los mundos no metapsíquicos, pensó Davison. Los telecinésicos, los piréticos y demás, cuyos poderes sencillos y no especializados llegaban a inspirarles una falsa seguridad.

Un nuevo pensamiento se abrió camino en su mente mientras cruzaba el campo, algo distraído por las hermosas piernas de Janey, que seguía a su lado. Un hombre corriente necesita cierto alivio sexual. La continencia prolongada requiere un tipo de mente especial, y la mayoría de los hombres caían sencillamente, vencidos por la tensión.

¿Y un Esper normal? ¿Conseguiría reprimir su poder durante cinco años? Ya sentía la tensión y apenas llevaba allí un par de días.

Sólo un par de días, pensó Davison. Sólo durante cuarenta y ocho horas había ocultado su poder metapsíquico. Se detuvo a calcular cuántos días había en cinco años y rompió a sudar de nuevo.

Dos días más en el campo le endurecieron hasta tal punto que cada sesión de recolección dejó de ser una pesadilla. Tenía un cuerpo muy sano, y sus músculos se adaptaron sin demasiadas protestas al nuevo régimen. Aguantaba mejor el trabajo y experimentaba un satisfactorio aumento de vigor y el endurecimiento de sus músculos. Un desarrollo de poder físico que, en cierto modo, le complacía enormemente.

—Mirad cómo come —observó Mamá Rinehart una noche durante la cena—. Lo devora todo como si fuera la última comida que hubiera de tomar en la vida.

Davison sonrió y se metió en la boca otra cucharada rebosante. Era cierto. Comía como nunca lo hiciera antes. Toda su vida en la Tierra le parecía extraordinariamente insípida y limitada comparada con estas labores manuales en Mondarrán IV. Físicamente, se hallaba en magnífica forma.

Mentalmente, en cambio… Su mente empezaba a preocuparle.

Mantenía bien controlada la telecinesis a pesar de las tentaciones constantes de utilizarla. Le costaba, pero seguía viviendo sin echar mano de sus poderes paranormales. Hasta que sufrió un retroceso.

En la quinta madrugada de su estancia en Mondarrán IV, se despertó bruscamente, sentándose en la cama y mirando en torno suyo. La mente le ardía. Parpadeó para enfocar la visión y saltó de la cama.

Por unos instantes, permaneció en pie, inquieto, preguntándose qué le había sucedido, escuchando el loco latir de su corazón. Recogió los pantalones que había dejado en una silla y se los puso. Se dirigió a la ventana y miró al exterior.

Aún faltaba mucho para el amanecer. El sol no asomaba en el horizonte y, allá arriba, las lunas gemelas avanzaban serenamente por el cielo. Lanzaban una luz brillante y helada sobre los campos, en el exterior, todo estaba terriblemente silencioso.

Davison comprendió lo sucedido. Era la reacción de su mente reprimida y torturada, que le arrancaba al sueño para gritarle su protesta por el trato que recibía. «No puedes olvidarte de la telequinesia así como así. Tienes que desahogarte. Eso es», se dijo Davison.

Bajó las escaleras reteniendo el aliento, atemorizado cada vez que crujía un escalón, y salió de la granja por la puerta lateral. Cruzó corriendo la extensión de tierra hasta el pequeño granero que se alzaba al borde de) campo, en el que se amontonaban las vainas ya recogidas.

Rápidamente, en el silencio de aquella primera hora, subió la escalerilla hasta la parte superior del granero. El olor cálido y ligeramente rancio del montón de vainas le acogió. Se dejó caer y aterrizó sobre ellas.

Entonces, con cautela, dejó sus poderes en libertad. Le inundó una oleada de alivio. Extendió la mano, señaló una vaina aislada, la hizo volar unos cuantos metros por el aire y la dejó caer. Después, otra; luego, dos a la vez. Siguió así durante casi quince minutos. Se gloriaba en la utilización de su poder, haciendo volar las vainas por todas partes.

Sin embargo, un detalle le alarmó. No encontraba tanta facilidad como antes. Necesitaba un esfuerzo manifiesto en su ejercicio de la telecinesis e incluso sentía algo de fatiga tras unos momentos de actividad. Esto no le había ocurrido nunca.

Le asaltó un pensamiento horrible. ¿Y si la abstinencia acababa por dañar su capacidad? ¿Y si cinco años seguidos de abstinencia (si lograba aguantar tanto tiempo) le robaban su poder para siempre?

No parecía probable. Después de todo, otros habían sufrido esos cinco años de exilio y regresado con su poder intacto. Se habían abstenido de usarlo… ¿O no? ¿Habrían tenido que acudir a un remedio semejante a éste, obligados a levantarse de madrugada y esconderse en cualquier granero para hacer volar los objetos o encender una hoguera?

Desconocía la respuesta. Con gesto hosco, hizo volar unas cuantas vainas más por el aire, sintiéndose refrescado, volvió a la ventana y bajó la larga escalera.

Buster Rinehart estaba en el suelo, con los ojos llenos de curiosidad alzados hacia él.

Por un segundo se quedó sin aliento, pero continuó descendiendo.

—Hola —dijo el pequeño—. ¿Qué haces ahí, Ry? ¿Por qué no estás durmiendo?

—Yo podría preguntarte lo mismo —respondió Davison, decidido a mantener el tipo. Le temblaban las manos. ¿Y si Buster le hubiera espiado, si le hubiera visto utilizando su poder? ¿Aceptarían la palabra de un niño en un asunto tan grave? Probablemente sí, en un mundo como aquél, histérico ante toda brujería—. ¿Qué haces levantado, Buster?, tu madre armaría un escándalo si supiera que estás de pie y paseando a estas horas.

—A ella no le importa —dijo el niño. Levantó un cubo que rebosaba de gusanos pálidos y grasientos—. Estaba recogiendo cebos. Es la única hora a la que se puede cavar, a medianoche, cuando brillan las lunas. —Sonrió a Davison con aire de conspirador—. ¿Y cuál es tu excusa?

—No podía dormir y salí a dar un paseo —respondió éste nerviosamente, odiando la necesidad de defenderse ante el chiquillo—. Eso es todo.

—Lo que me figuraba. Conque no puedes dormir, ¿eh? —dijo Buster—. Ya sé lo que te pasa, Ry. Estás enamorado de mi hermana. Te tiene tan loco que no puedes dormir. ¿No es cierto?

Asintió de inmediato.

—Pero tú no se lo dirás, ¿verdad? —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda, que dejó caer en la mano del chico. Los dedos gordezuelos se cerraron instantáneamente en torno a ella, y la moneda desapareció—. No quiero que sepa lo que siento hasta que lleve aquí un poco más de tiempo.

—Me callaré —prometió Buster.

Sus ojos brillaban a la luz de las lunas gemelas. Apretó nerviosamente el cubo de los gusanos para pescar. Estaba en posesión de un secreto precioso y eso le excitaba.

Davison dio la vuelta y se dirigió de regreso a la granja, sonriendo secamente. La red se apretaba más y más en torno a él, pensó. Había llegado al extremo de tener que inventar romances imaginarios con campesinas de piernas largas con objeto de salvar el pellejo.

Esta vez había funcionado. Pero no podía arriesgarse a subir allí por segunda vez. Imposible repetir aquella sesión privada de telecinesis en el granero. Había de hallar un desahogo en alguna otra parte.

Cuando al fin llegó la mañana, Davison bajó a enfrentarse con el viejo Rinehart.

—¿Puede darme permiso hoy, señor? Me gustaría disponer de un día libre, si le parece bien.

El granjero frunció el ceño y se rascó la oreja.

—¿Un día libre? ¿En plena recolección? ¿Tan preciso es, muchacho? Nos gustaría tenerlo todo recogido antes de que acabe la temporada. Pronto será tiempo de plantar de nuevo, lo sabes bien.

—Lo sé —respondió Davison—. De todas formas me gustaría tener libre la mañana. He de resolver unas cosas.

—De acuerdo, Ry. No soy un explotador. Tómate la mañana si quieres. Compensarás esas horas el domingo.

El calor era ya pesado cuando se alejó de la granja Rinehart y se dirigió al lago fangoso, al extremo de sus tierras. Lo bordeó y se introdujo en el espeso bosque que separaba la propiedad de la de su vecino, el acaudalado Lord Gabrielson.

Entró en el bosque, deliciosamente fresco. Gruesos árboles de hojas rojas se alzaban tan unidos que parecían formar una selva virgen. Gran profusión de arbustos salvajes cubrían el suelo, oscuro y fértil. Sobre su cabeza, resonaban los gritos de los pájaros, de muchos colores. De vez en cuando, una curiosa criatura con alas de murciélago saltaba de una rama a otra de los árboles gigantes.

Sabía por qué estaba en Mondarrán IV. Para aprender moderación. Para aprender a manejar su poder. Eso estaba claro: ¿Pero cómo lograría sobrevivir?

El ambiente religioso era aquí de una ortodoxia inflexible, al parecer, y el código moral no permitía la menor desviación. La paranormalidad equivalía a brujería, una ecuación común en estos mundos atrasados y carentes de ella. Los granjeros de este mundo tenían poco contacto con los planetas más sofisticados de los que vinieran hacía diez o veinte siglos y, por la razón que fuera, habían alcanzado un punto en su equilibrio cultural que no dejaba lugar para la metapsíquica.

Lo cual significaba que Davison tenía que reprimir su poder. Sólo que… no podía reprimirlo. Cinco días de un autocontrol estricto y se sentía medio loco por la tensión. ¿Y si se veía en la situación de elegir entre recurrir a la telecinesis o morir? Supongamos qué ese árbol fuera a caer directamente sobre él. Podía enderezarlo de nuevo a voluntad, pero, ¿de qué le serviría si alguien estaba observando? Alguien que gritaría de inmediato: ¡Brujo!

Sin embargo, otros habían venido a Mondarrán IV y habían sobrevivido. Y habían regresado. Lo cual significaba que hallaron el modo conveniente. Davison se introdujo más aún en el bosque, tratando de ordenar coherentemente sus pensamientos.

Miró a lo lejos. Un río lleno de meandros corría pausadamente entre los árboles. Creyó ver allá delante una nube de humo azul que se alzaba de los arbustos. Alguien había encendido fuego.

Avanzó con cautela y de puntillas, maldiciéndose cada vez que sus pies rompían una ramita. Tras unos momentos de tensión, dio la vuelta a una curva del sendero y descubrió de dónde procedía él humo.

Sentado en el borde del río, con una sartén en la mano, estaba Joe el Tonto, el mendigo con quien se cruzaron al venir del puerto espacial. Seguía vestido de harapos, con la vieja cazadora de cuero. Por lo visto, estaba asando un par de peces en una pequeña hoguera.

Sonriendo de alivio, Davison se aproximó más. De pronto, se desvaneció su sonrisa y se quedó con la boca abierta de asombro.

Joe el Tonto asaba los peces, desde luego. Pero no había fuego…, a no ser la radiación que surgía de las puntas de sus dedos.

Joe el Tonto era un pirético.

Davison se quedó con un pie en el aire, helado de asombro. Joe el Tonto, un ignorante medio imbécil, un mendigo, tranquilamente sentado en el refugio del bosque, cocinaba piréticamente un par de peces para el desayuno. Un poco más arriba, junto a la orilla, vio una cabaña de tosca construcción, evidentemente el hogar de Joe.

La respuesta al enigma se le hizo obvia de pronto. Tenía lógica.

Era imposible vivir en la sociedad de Mondarrán IV con un poder metapsíquico y sobrevivir durante cinco años, demasiado duro reprimir la utilización casual del poder. Y la tensión que implicaba esa empresa, demasiado difícil de soportar para la mayoría de los hombres.

Pero uno podía vivir fuera de la sociedad, como un vagabundo que prepara sus comidas en el bosque… Nadie lo advertiría, no habría nadie cerca que observara las prácticas ocasionales del poder. Nadie sospecharía que un vagabundo comido por las pulgas fuera un brujo. ¡Claro que no!

Davison adelantó un paso más y empezó a decir algo a Joe el Tonto. Éste alzó la vista al oírle. Descubrió a Davison a unos siete metros de distancia, le miró furioso y dejó la sartén en el suelo. Llevándose la mano a la cadera, sacó un cuchillo de caza y, sin la menor vacilación, lo lanzó silbando contra él.

En el brevísimo instante en que el cuchillo salió disparado de la mano de Joe, una idea penetró en la mente de Davison. Joe el Tonto tenía que ser un terrestre como él que cumplía su estancia de cinco años en Mondarrán. Por lo tanto, no necesitaba ocultarle su propio poder metapsíquico, no era preciso dejar que la hoja le atravesara…

Davison desvió el cuchillo, haciéndolo caer limpiamente hasta que quedó clavado en la tierra blanda a sus pies. Se inclinó, lo recogió y miró a Joe el Tonto.

—Lo… lo hiciste volar —exclamó el mendigo con aire incrédulo—. ¡No eres un espía!

—No, soy un telecinésico —sonrió Davison—. Y tú, un pirético.

Una lenta sonrisa cubrió a su vez el rostro barbudo de Joe el Tonto. Cruzó el terreno hasta donde Davison permanecía en pie y le tendió la mano.

—Eres un terrestre. ¡Un auténtico terrestre! —dijo gozoso, hablando en un susurro.

Asintió Davison.

—¿Tú también?

—Sí. Llevó aquí tres años y eres el primero con el que he hablado. Todos los que he visto fueron quemados en la hoguera.

—¿Todos? —preguntó Davison.

—Bueno, no he querido decir eso —respondió Joe—. En realidad, sólo algunos murieron en la hoguera. El Gremio no pierde tantos hombres. Pero todos los que yo he conocido fueron quemados. Y nunca me atreví a hablar con ellos. Tú eres el primero…, y eso porque me viste. No debería haber sido tan descuidado, pero nadie viene por aquí excepto yo.

—U otro loco terrestre —añadió Davison.

No se atrevió a pasar mucho tiempo con Joe el Tonto, cuyo verdadero nombre, según averiguó, era Joseph Flanagan, de la Tierra.

En una conversación apresurada, allá en el bosque, Flanagan le explicó todo el asunto. Una solución perfectamente lógica. Al parecer, la mayoría de los terrestres enviados a tales planetas adoptaban el aspecto de un vagabundo e iban de un pueblo a otro, con, gestos extraños y ojos de loco, sin permanecer demasiado tiempo en ninguna parte, sin entregarse libremente al poder que poseían.

Les quedaba el recurso de internarse en un bosque y desahogarse en privado, para aliviar la tensión de la abstinencia. No importaba. Nadie les observaba, nadie iba a pensar que fueran brujos. El camuflaje perfecto.

—Será mejor que nos vayamos —dijo al fin Flanagan—. Ni siquiera aquí estamos seguros. Y quiero vivir los dos años que me quedan. ¡Señor, qué bueno será bañarme con regularidad otra vez!

—La verdad es que estás bien organizado —sonrió Davison.

—Es lo más sencillo. No puedes andar siempre dándote de cabezazos contra un muro. Yo intenté vivir en el pueblo, como tú. Casi me volví loco en un mes, tal vez menos. No puedes ponerte a su nivel y confiar en sobrevivir; tienes que estar por debajo de su nivel, donde ellos no esperan encontrar brujos. Entonces te dejan en paz.

Davison asintió de nuevo, completamente de acuerdo.

—Tiene lógica.

—Ahora he de irme.

Flanagan dejó que sus músculos se relajaran, adoptó otra vez el aire encogido y el gesto de Joe el Tonto y, sin decir adiós, echó a andar con paso vacilante por el bosque. Davison se quedó algún tiempo observándole. Después, se volvió y retrocedió por donde había venido.

Ahora tenía la respuesta, pensó.

No obstante, cuando salió del bosque y recibió plenamente el azote del sol de mediodía, ya no estaba tan seguro. Kechnie le había dicho en una ocasión: No huyas, pero no le había explicado sus palabras… Davison comprendía ahora lo que pretendía decirle. Joe Flanagan, el Tonto, pasaría cinco años con un mínimo de esfuerzos y, cuando volviera, obtendría su permiso y se convertiría en miembro del Gremio. Ahora bien, ¿habría cumplido realmente su meta hasta el fin? En verdad, no. No le sería posible ocultarse siempre bajo el disfraz de mendigo. En algún momento, en alguna parte, le sería preciso actuar como miembro de la sociedad. Entonces, los cinco años de andar vacilante y sus gestos de loco no le servirían de nada.

Tenía que haber otro modo, pensó Davison con rabia. Algún modo de pasar los cinco años sin enterrar la cabeza como el avestruz. Un sistema que le mantuviera en forma hasta volver a la sociedad y le capacitara para vivir en una sociedad carente de metapsíquica conservando sus poderes bien controlados.

Cruzó los campos ardientes bajo el sol. A lo lejos, vio a la familia Rinehart que ahora llegaba al otro extremo. Era mediodía y se aproximaba la hora del descanso. Mientras les miraba, Dirk Rinehart terminó un surco y vació las vainas en el camión allí dispuesto. Antes de haberse acercado lo suficiente para oírles, los demás habían terminado también y se habían incorporado, relajándose tras una ruda mañana de trabajo.

—Bien, bien… Mirad quién ha vuelto —exclamó Janey al acercarse Davison—. ¿Has descansado bien esta mañana?

—He pensado en muchas cosas, Janey —respondió suavemente—. Compensaré estas horas el domingo, mientras vosotros descansáis. Así quedaremos en paz.

El viejo Rinehart se acercó sonriendo.

—¿Todo resuelto, jovencito? Espero que sí, porque esta tarde nos aguarda un trabajo muy duro.

—Me tendrán con ustedes —dijo Davison.

Apretó los labios sin escuchar lo que le decían, pensando tan sólo en cuál sería la mejor salida.

—¡Eh miradme! —exclamó una voz aguda tras él.

—¡Deja eso! —ordenó firmemente Dirk Rinehart—. ¡Baja de ahí antes de que te rompas el cuello!

Davison se volvió y vio a Buster Rinehart de pie sobre la cabina del camión. Tenía unas vainas en las manos y las arrojaba al aire, jugueteando con ellas.

—¡Miradme! —chilló el chiquillo de nuevo, orgulloso de su habilidad para las acrobacias—. ¡Soy un malabarista!

Un momento después, perdió el control de las vainas. Estas cayeron, esparciéndose por el suelo. Y un momento más tarde, el chiquillo aullaba de dolor mientras su padre le administraba un buen castigo en las posaderas.

Davison soltó una risita, que se convirtió en una carcajada al comprender lo que había sucedido.

Al fin había encontrado la respuesta.

Se despidió al terminar la semana, después de trabajar con toda intensidad en el campo. Se sentía algo culpable por abandonarles. Había llegado a apreciar bastante a los Rinehart, pero era necesario romper todos los lazos y seguir adelante.

Anunció, pues, a Dirk Rinehart que se iría al término de otros ocho días. Indudablemente, al granjero no le satisfizo la noticia, pero no protestó. Transcurrida la semana, se marchó Davison, llevándose todas sus cosas en una maleta y saliendo a pie.

Necesitaba recorrer una gran distancia, alejarse lo suficiente del pueblo para que nadie le siguiera. Pagó a uno de los hijos del granjero vecino para que le llevara en coche a la ciudad más próxima, dándole una de las pocas monedas que le quedaban. En el bolsillo del pantalón, llevaba los billetes arrugados que le dieran como salario por su trabajo en casa de los Rinehart, aparte la habitación y las comidas. De momento, no quería utilizar ese dinero en absoluto.

El chico le condujo a través de la campiña llana y monótona de Mondarrán hasta otra ciudad, apenas más grande que la primera y casi idéntica por lo demás.

—Gracias —se limitó a decir Davison, bajando del vehículo y echando a andar.

Entró en la ciudad —adornada con su correspondiente estaca para los brujos— y empezó a mirar en torno suyo, buscando un lugar donde vivir. Había de hacer muchos preparativos antes de estar dispuesto.

Seis meses más tarde, comenzaron a aparecer los anuncios en los alrededores de la localidad. Eran llamativos, impresos en tres colores, brillantes y atractivos. Decían tan sólo:


LLEGA EL PRESTIDIGITADOR


Causó sensación. Cuando Davison llego en su carro, adornado y pintado con purpurina, al primer punto de su itinerario, un pequeño pueblo situado en el extremo más lejano de los dominios de Lord Gabrielson, una muchedumbre rodeó el carro y le precedió por la calle principal, gritando y aplaudiendo. La llegada de un mago ambulante no era cosa que se viese todos los días.

Siguió lentamente a la multitud con su carro por una calle bastante amplia, le dio la vuelta y lo aparcó casi delante de la estaca de los brujos. Echó el freno, bajó la pequeña plataforma sobre la que iba a actuar y se adelantó, resplandeciente en su traje rojo y dorado, con su capa flotante, para enfrentarse a la multitud. Comprobó que la emoción se apoderaba del público.

Un tipo alto gritó desde la primera fila:

—¿Es usted el preti…, prestig…, lo que sea?

—Soy Marius, el Prestidigitador, desde luego —contestó Davison con voz sepulcral. Se estaba divirtiendo.

—Bien. ¿Y qué sabe hacer, señor Marius? —insistió el paleto.

Sonrió. Esto era mejor que tener a alguien pagado entre la gente para que le hiciera preguntas.

—Jovencito, soy capaz de hacer cosas que motiven la imaginación, que asombren a la mente, que sobrepasen la realidad. —Agitó los brazos sobre la cabeza en un gesto teatral y grandioso—. ¡Puedo hacer venir a los espíritus de las vastas profundidades! —gritó—. ¡Poseo los secretos de la vida y de la muerte!

—Eso es lo que dicen todos los magos —comentó alguien con aire aburrido, allá en las últimas filas—. Haga algo bueno antes de que tengamos que pagar.

—¡Muy bien, incrédulos! —gritó Davison. Rebuscó a sus espaldas y sacó un par de velas. Encendió una cerilla y las prendió con ella—. Miren cómo las manejo —dijo con voz sonora—. Observen cómo juego con las llamas sin sufrir el menor daño.

Lanzó las velas al aire con suavidad y empezó a hacerlas girar con su poder telecinésico, de modo que, cuando caían, las cogía por el extremo contrario a la llama. Jugueteó con las dos por un momento, luego sacó una tercera y la introdujo en el acto. Continuó así por un rato. La multitud se iba sintiendo impresionada, mientras Davison seguía lanzando las velas al aire y simulando tropezar con todo tipo de dificultades. Finalmente, cuando la cera estuvo demasiado caliente para manejarla con comodidad, las hizo bajar lentamente, una por una, y las recogió. Saludó con gesto altivo. La multitud respondió con un diluvio de monedas.

—Gracias, gracias —dijo.

Sacó una caja llena de bolas de colores y se puso a jugar con ellas sin más prólogo. A los pocos minutos, manejaba cinco a la vez. En realidad, las manipulaba mediante la telecinesis, agitando las manos bajo ellas de modo impresionante aunque totalmente inútil. Introdujo en el acto una sexta bola, luego la séptima…

Sonreía satisfecho mientras realizaba estos juegos de manos. Probablemente, todas aquellas personas habían tropezado antes con otros Esper y los habían quemado por brujería. Pero se trataba de telecinésicos auténticos. Él no era más que un prestidigitador vulgar, un hombre de coordinación excepcional, un charlatán vagabundo…, un fraude. Todos sabían que los magos eran unos embusteros y que sólo mediante la habilidad de sus manos mantenían tantas bolas en el aire.

Cuando se detuvo la lluvia de monedas, recogió las bolas y las devolvió a su caja. Inició un nuevo truco, sin parar de hablar volublemente, mientras iba colocando una columna de objetos en precario equilibrio. Fue apilando sillas sobre sillas, añadiendo muebles del fondo del carro para hacer el montón más impresionante, hasta formar, en difícil equilibrio, una columna de objetos de unos cuatro metros de altura. Corrió en torno a ella rápidamente, afirmándola al parecer con las manos, en realidad controlándola mediante la telecinesis.

Al fin, aparentó quedar satisfecho. Empezó a trepar lentamente. Cuando llegó a la silla superior —absurdamente apoyada en una de sus patas—, se subió a ella, se sentó y, alzándose con su poder telecinésico, se mantuvo allí en equilibrio con una sola mano. Luego, dio la vuelta, saltó ligeramente a tierra y levantó las manos en gesto de triunfo. Cayó otra lluvia de monedas.

He aquí el modo de sobrevivir, pensó, mientras la muchedumbre rugió su aprobación. Jamás sospecharían que utilizaba una especie de magia auténtica. Podía practicar el control de la telecinesis en la vida ordinaria, pero estas actuaciones le facilitarían el desahogo necesario. Cuando volviera a la Tierra estaría en buena forma, mucho más que los otros, mucho más que Joe el Tonto, por ejemplo. Porque él había seguido viviendo en sociedad, en lugar de huir de ella.

En la primera fila, un niño se puso en pie.

—¡Ah, ya sé cómo lo hizo! —gritó burlonamente—. Sólo fue un truco. Lo sostenía todo con…

—No me descubras, hijito —le interrumpió Davison, con un susurro exagerado y teatral—. Hay que guardar estas cosas en secreto… Entre nosotros, los magos, ¿eh?

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