Samuel R. Delany El tiempo considerado como una helice de piedras semipreciosas

Día: ordenada y abscisa del siglo. Ahora márcame un cuadrante. Tercer cuadrante si me haces el favor. Nací en el cincuenta. Estamos en el setenta y cinco.

A los dieciséis me dejaron salir del orfanato. Llevando a la rastra el nombre que me habían colgado (Harold Clancy Everet, y yo un crío apenas… cuántos apodos he tenido desde entonces; pero no te preocupes, me reconocerás por mi humareda), sobre las colinas de East Vermont, tomé una decisión:

Yo y Pa Michaels, quien a regañadientes me había dado trabajo a pedido del Documento con facha de Oficial con que te largan del orfelinato, manejábamos el tambo de Pa Michaels, trece mil trescientas sesenta y dos Guernseys pías, dormidas todas en sus ataúdes inoxidables, alimentadas y drogadas por liquido rosado que fluía por venas de plástico transparente (la cosa es pegajosa y te embadurna las manos) ejercitadas por impulsores eléctricos que les hacen temblequear los músculos, ellas ni siquiera despiertas a medias, y la leche cayendo directamente en cisternas inoxidables, Como quiera que sea. La Decisión (una tarde cuando estaba allí en los campos como el Hombre de la Azada, exhausto al cabo de tres horas de trabajo físico, contemplando la maquinaria del universo a través de la niebla de la fatiga.): con toda. la Tierra, y Marte, y los Satélites de Más Allá repletos de gente y qué sé yo, tenia que haber algo más que esto. Decidí apropiarme de algo de todo eso.

Así que le robé a Pa un par de tarjetas de crédito, uno de sus helicópteros y una botella de combustible blanco que el viejo pillastre destilaba para su garguero, y alcé vuelo. ¿Probaste alguna. vez aterrizar en curda., con un helicóptero robado, en el techo del edificio de Pan Am? Cafúa. Ganzúas y unos cuantos golpes bravos por medio había alcanzado la sabiduría. Pero no olvides esto, oh mi gran amor: cuento en mi haber con tres horas de trabajo honrado en un tambo hace menos de diez años. Y nadie me ha vuelto a llamar Harold Clancy Everet.


* * *

Hank Culafroy Eckles (pelirrojo, más bien indefinido, un metro ochenta y cinco) salió muy ufano del deposito de equipajes del espacio-puerto, llevando en su maletín un montón de cosas que no eran suyas.

A su lado el Hombre de Negocios decía:

—Ustedes, los jóvenes de hoy en día, me inquietan. Vuélvete a Be1lona, digo yo. El solo hecho de haberte metido en líos con esa rubiecita que me contaste no es motivo para andar a los saltos de mundo a mundo, cariacontecido. ¡Hasta largar el trabajo!

Hank se detiene y sonríe débilmente:

—Bueno…

—Reconozco que ustedes los jóvenes tienen sus necesidades reales, que quizá nosotros los más viejos no comprendamos, pero tienes que mostrar cierta responsabilidad para con… —Advierte que Hank se ha detenido frente a una puerta que dice HOMBRES. —Oh. Bueno, Ehh.

—Sonríe abiertamente.—Fue un placer conocerte, Hank. Siempre es agradable encontrarse con alguien con quien vale la pena hablar en estas malditas travesías.

Hasta la vista.

Por la misma puerta, diez minutos después, sale Harmony C. Eventide, un metro ochenta justo (uno de los tacones falsos estaba rajado, así que metí los dos debajo de un montón de toallas de papel), pelo castaño (ni mi peluquero está seguro), oh tan acicalado y tan en onda, ataviado con ese mal gusto que es oh tan de buen gusto, un tipo de hombre con el cual ningún Hombre de Negocios entraría en conversación. Tomé el helicóptero regular desde el puerto hasta el edificio Pan Am (Aja… De veras. Borracho) salí de la Gran Terminal Central y caminé por la Cuarenta y Dos hacia la Octava Avenida, con un montón de cosas que no eran mías en un maletín.

La noche está tallada en luz.

Crucé el pavimento de plastiplex de la Gran Avenida Blanca —se me ocurre que le da a la gente un aire fantasmal, toda esa luz blanca bajo las barbillas— y esquivé los gentíos que subían en ascensores del subterráneo, el sub-subterráneo, y del sub-sub-sub (dieciocho y primera semana fuera de la cárcel rondé por ahí, bírlándole cosas a la gente… pero con delicadeza, con delicadeza, así que nunca se percataban de que habían sido birlados), me abrí paso muy orondo entre una multitud de colegialas que se reían sin ton ni son y mascaban chicle y con luces centelleantes en el pelo, todas muy vergonzosas de sus blusas de plástico transparente que acaban de ser legalizadas otra vez —tengo entendido que los senos han entrado y salido de escena (por oposición a obscena) muchas veces desde el siglo XVII— así que miré apreciativamente; ellas se rieron un poco más. Cristo, pensé, cuando yo tenía su edad estaba en ese tambo maldito, y no lo pensé más.

La cinta del noticiero luminoso que circundaba la estructura triangular de Comunicaciones S.A., explicaba en inglés básico cómo se preparaba la senadora Regina Abolafia para iniciar su investigación sobre el Crimen Organizado en la Ciudad. Algunos días me hace tan feliz el ser desorganizado que no sé ni cómo decirlo.

Cerca de la Novena Avenida llevé mi maletín a un bar largo y muy concurrido, No había estado en Nueva York desde hacía dos años pero en mi último viaje solía andar por aquí un hombre que tenía verdadero talento para deshacerse de cosas que no eran mías con provecho, seguridad y rapidez. Ninguna idea de qué posibilidades tenía de encontrarlo. Me abrí paso a empujones entre un montón de tipos que bebían cerveza. Aquí y allá había unos cuantos vejestorios bien acompañadas, vestidas al último grito del mes pasado. Cintas de humo se diluían en el ruido. No me gustan esos lugares. Los más jóvenes que yo eran todos farloperos o débiles mentales. Los más viejos sólo deseaban que llegaran más de los jóvenes. A empellones me acerqué al bar y traté de llamar la atención de uno de los hombrecitos de chaqueta blanca.

La ausencia de ruido a mis espaldas me hizo volver la cabeza…


* * *

Vestía una funda transparente ceñida en el cuello y las muñecas por grandes prendedores de bronce (oh tan exquisitamente al borde del buen gusto); tenía e1 brazo izquierdo desnudo, el derecho cubierto por una gasa que era como vino. Se desenvolvía mucho mejor que yo. Sin embargo, una demostración tan ostentosa de que uno reconocía a primera vista las cosas buenas estaba absolutamente fuera de lugar en este bar. La gente hacía gran alarde de no reparar en ella.

Ella señaló su muñeca, la uña rojo-sangre apuntando a un fragmento amarillo-naranja en la garra de bronce de su brazalete.

—¿Sabe usted lo que es esto, señor Eldrich? —preguntó, al mismo tiempo el velo que le cubría el rostro se aclaró, y sus ojos eran de hielo, sus cejas, negrísimas.

Tres pensamientos: (Uno) Era una dama elegante, porque al volver de Bellona había el artículo del Delta.sobre “telas evanescentes'' cuyos matices y opacidad eran controlados por medio de joyas ingeniosamente disimuladas en las muñecas. (Dos) Durante mi último viaje aquí, cuando era más joven y Harry Calamine Eldrich, no hice nada demasiado ilegal (aunque uno le pierde el rastro a estas cosas); de todos modos no creía que bajo ese nombre pudieran arrastrarme a un calabozo por más de treinta días. (Tres) La piedra que ella señalaba…


—…¿Jaspe? —pregunté.

Ella esperó que yo dijese algo más; yo espere que ella me diese motivos para soltar que yo sabía lo que ella estaba esperando (cuando yo estaba en la cárcel mi autor favorito era Henry James. De veras).

—Jaspe —confirmó.

—Jaspe…

Volví a instaurar la ambigüedad que tanto se esforzara ella por disipar.

—…Jaspe…

Pero ya empezaba a titubear, sospechando que yo sospechaba que su certeza era infundada.

—Bien, jaspe.

Pero por su cara supe que ella había visto en mi cara una expresión que le había revelado por fin que yo sabia que ella sabia que yo sabia.


—¿Con quién me ha confundido usted, señora?

—Jaspe, este mes, es la Palabra.

Jaspe es la consigna/clave/santo-y-seña que los Cantores de las Ciudades (quienes, el mes pasado, cantaban “Opalo'' por sus divinas heridas; y en Marte yo había oído la palabra y la había usado tres veces, junto con varias imitaciones tortuosas, para asegurarme la posesión de lo que no era legalmente mío; y aún aquí pondero los Cantores y sus heridas) transmiten de boca en boca por esa hermandad liberal y picaresca con la que he fraternizado (con distintos disfraces) estos nueve años. Se renueva cada treinta idas; y a las pocas horas todos los cofrades la saben, a través de los Mis mundos y mundillos. Por lo general es gruñida por algún bastardo empapado en sangre que le cae a uno de los brazos desde algún portal oscuro: cuchicheada al oído cuando uno pasa por un callejón en sombras; garabateada en un pedazo de papel que le mete a uno en la mano algún roñoso que se mueve con demasiada rapidez entre la multitud. Y este mes, era: Jaspe.

He aquí algunas traducciones posibles:

¡Socorro!

o

¡Necesito ayuda!

o

¡Te puedo ayudar!

o

¡Te están vigilando!

o

Ahora no te están vigilando, así que ¡vuela!

Ultimo detalle sintáctico: Si la palabra es utilizada correctamente, uno nunca tendrá que pensar dos veces lo que significa en una situación dada. Dato importante para el uso: No confiar nunca en quien la emplea incorrectamente.

Esperé a que ella terminara de esperar.

Ella me abrió una cartera a quemarropa.

—Jefa del Departamento de Servicios Especiales Maudline Hinkle —leyó sin mirar lo que decía debajo de la insignia plateada.


—Se lo sabe al dedillo, Maud —le dije. Luego fruncí el ceño—. ¿Hinkle?

—Yo.

—Sé que no lo va a creer, Maud. Me da la impresión de ser una mujer que no tiene paciencia con sus errores. Pero mi nombre es Eventide. No Eldrich. Harmony C. Eventide. ¿y no es una suerte para todos que la palabra cambie esta noche? —Tal como se la pasa, la Palabra no es ningún secreto para los tiras. Pero me he encontrado con policías que hasta una semana después del cambio aún no estaban en onda.

—Está bien, entonces: Harmony. Quiero hablar con usted.

Levanté una ceja.

Ella levantó otra, y dijo:

—Mire, si quiere llamarse Henrietta, a mí me da lo mismo. Pero ahora escúcheme.

—¿De qué quiere hablar?


—Crimen, ¿señor…?


—Eventide. Yo te voy a llamar Maud, así que será mejor que me llames Harmony. Es mi nombre verdadero.

Maud sonrió. No era una mujer joven. Hasta creo que tuvo unos añitos con el Hombre de Negocios. Pero usaba su maquillaje mejor que él.

—Probablemente yo sé de crímenes más que tú —dijo—. No me sorprendería en realidad que ni siquiera hubieses oído hablar de mi sección del departamento de policía. ¿Qué significa para ti Servicios Especiales?

—Eso es cierto. Nunca había oído hablar de ella.

—Durante los últimos siete años le has estado sacando el cuerpo con más o menos éxito al Servicio Regular.


—Oh, Maud, realmente…


—Los Servicios Especiales están destinados a aquellas personas cuya tasa de deshonestidad ha tomado de pronto un marcado incremento… lo bastante marcado con lo para hacer que nuestras lucecitas empiecen a parpadear.

—Seguramente no he hecho nada tan terrible como para.,.

—Nosotros no miramos lo que tú haces. Una computadora lo hace por nosotros. Nosotros no hacemos nada mas que controlar la primera derivación de la gráfica que lleva tu número. Tu curva está ascendiendo vertiginosamente.

—Ni siquiera la dignidad de un nombre…

—Somos el departamento más eficiente de la Organización Policial. Tómalo como una fanfarronada si quieres. O como simple información.

—Bueno, bueno, bueno, —dije—. ¿Tomas un trago?

El hombrecito de chaqueta blanca nos trajo dos, miró perplejo los lujos de Maud y luego se marchó a hacer otra cosa.

—Gracias. —Bajó de un sorbo la mitad como alguien mucho más robusto de lo que parecían indicar su muñecas.

—No es rentable perseguir a la mayoría de los criminales. Fíjate en los pistoleros de primera magnitud, Farnesworth, El Halcón, Blavatskia, Fíjate en los pequeños carteristas, los pasadores, escaladores, sub-empresarios. Los más encumbrados y los mas bajos de la escala, sus ingresos son muy estables. No son ellos realmente los que hacen zozobrar el bote,social. Los Servicios Regulares se encargan de unos y otros. Creen estar haciendo un buen trabajo. No vamos a discutirlo. Pero digamos que un pasador quiere convertirse en un señor rufián; un sub-empresario de medio pelo pone la mira en llegar a ser pistolero de primera magnitud; es entonces cuando tropiezas con problemas que tienen repercusiones sociales desagradables. Es entonces cuando le toca actuar a Servicios Especiales. Tenemos un par de técnicas que dan excelentes resultados.

—Que ahora me vas a describir, ¿verdad?

—Así consiguen mejores resultados —dijo ella-. Una de ellas es la información holográfica, los bancos de hologramas, ¿Sabes lo que sucede cuando cortas por la mitad una placa holográfica?

—¿La imagen tridimensional se… corta por la mitad?

Negó con la cabeza.

—Ves la imagen íntegra, sólo que más borrosa, un poco fuera de foco.

—Eso sí que no lo sabía.

—Y si vuelves a cortarla otra vez por la mitad, se pone más borrosa todavía. Pero si te queda al menos un centímetro cuadrado del holograma original, sigues viendo la imagen íntegra, irreconocible pero completa.

Yo mascullé algunos mmm admirativos.

—Cada puntito de emulsión fotográfica en una placa holográfica, a diferencia de lo que ocurre en la ortografía, te proporciona información acerca de toda la escena que ha sido holografiada. Por analogía, banco de información holográfica significa simplemente que cada fragmento de información que poseemos, sobre ti, digamos, se refiere a toda tu carrera, tu situación global, el conjunto completo de las tensiones que existen entre tú y tu medio. Los hechos específicos acerca de fechorías o felonías especificas los confiamos a Servicios Regulares. Tan pronto como contamos con datos de esta índole, nuestro método resulta muchísimo más eficiente para detectar, y hasta predecir, tu paradero e incluso lo que tienes entre manos.

—Fascinante —le dije—. Uno de los síndromes paranoides mas asombrosos que he encontrado jamás, Quiero decir, entablar simplemente conversación con alguien en un bar, A menudo, en hospitales, he conocido…

—En tu pasado —dijo ella sin vacilar— veo vacas y helicópteros. En tu no muy distante futuro hay helicópteros y halcones.


—Y dime, oh Bruja Buena del Oeste, cómo…

Y entonces se me revolvió todo por dentro. Porque se supone que nadie sabe lo de mi asunto con Pau Mochales excepto tú y yo. Ni siquiera el Servicio Regular que me rescató, perdida la chaveta, del pajarraco giratorio que avanzaba a los saltos hacia el borde del Pan AM consiguió sacarme nada. Me comí las tarjetas de crédito cuando los vi esperándome, y los números de serie habían sido limitados de todo cuanto pudiera haber tenido un número de serie por alguien más competente que yo:el buen señor Mochales se había jactado delante de mí, mi primera y solitaria noche de borrachera en el tambo, de cómo había conseguido la cosa en caliente en NW Hampshire.

—Pero ¿por qué —me espantan las frases hechas a que puede llevarnos la angustia— me dices todo esto?

Ella sonrió y su sonrisa se desvaneció detrás del velo.

—La información sólo es significativa cuando se la comparte —dijo una voz que era la suya desde el sitio donde estaba su cara.

—Epa, mira, yo…


—Es posible que muy pronto te caiga un buen taco de dinero. Si mis cálculos son correctos, haré que un helicóptero repleto de la flor y nata de la ciudad llegue para llevarte lejos cuando lo recibas en tus ávidas manitas. Esto es información…

Dio un paso atrás. Alguien se interpuso entre nosotros.

—¡He, Maui…!

—Puedes hacer lo que quieras con ella.


* * *

El bar estaba lo bastante atestado como para que el moverse con rapidez significara hacerse de enemigos. No sé.,, la perdí y me hice de enemigos, Algunos tipos estrafalarios allí: con pelo grasiento que les colgaba en chuzas, y tres de ellos tenían dragones tatuados en los hombros esqueléticos, otro más con un parche sobre un ojo, y todavía otro que me arañó la cara con las uñas negras de alquitrán (tuvimos dos minutos de una furiosa piedra libre para todos, por si te perdiste la transición. yo me la perdí) y algunas de las mujeres gritaban. Yo pegaba y esquivaba. y de pronto el tenor de la barahúnda cambió, Alguien cantó:

—¡Jaspe!

en la forma en que tiene que ser cantada. Y quería decir que la jauría (el Servicio Regular ordinario y chambón que yo había estado esquivando estos siete años) se venía al humo. La camorra se volcó a la calle. Yo quedé atrapado entre dos roñas que se hacían mutuamente lo que correspondía, pero logré zafarme del tumulto sin más heridas que las que uno puede hacerse al afeitarse. La pelea se había dividido en secciones. Salí de una y me metí en otra que, lo advertí un momento después, no era más que un círculo rodeando a alguien que al parecer estaba de veras hecho un estropicio.

Alguien estaba tratando de contener a la gente.

Otro le estaba dando vuelta.

Hecho un ovillo en un charco de sangre estaba el hombrecillo a quien no había visto en dos años, el que solía ser tan hábil para deshacerse de cosas que no eran mías.

Tratando de no golpear a la gente con mi maletín, me escurrí entre la sartén y el fuego. Cuando vi a mi primer policía ordinario me esforcé en poner cara de alguien que acababa de acercarse para ver a qué se debía el alboroto.

Me salió bien.

Doblé por la Novena Avenida y había dado tras pasos en una fuga disimulada, pero veloz…

—¡Epa, espera! Quédate allí…

—Reconocí la voz (después de dos años, aparecerse así, la reconocí) pero seguí andando.

—¡Espera! ¡Soy yo, Halcón!

Y me detuve.

Todavía no has oído su nombre en esta historia; Maud mencionó a el Halcón, que es un pistolero multimillonario con base de operaciones en una región de Marte en la que nunca estuve (aunque tiene las zarpas hundidas hasta los espolones en ilegalidades a todo lo largo y lo ancho del sistema) y que no tiene nada que ver con éste.

Retrocedí tres pasos hacia el portal.

Y allí una risa juvenil:

—Oh, viejo. Tienes cara de haber estado haciendo lo que no debes.

—¿Halcón? —le pregunté a la sombra.

Estaba todavía en la edad en que dos años de ausencia significan unos cuantos centímetros más de talla.

—¿Todavía andas por aquí? —le pregunte.

—A veces.

Era un chico sorprendente.

—Mira, Halcón, tengo que salir de aquí.—Volví la cabeza para echar una mirada a la trifulca.

—Vete. —Bajó la acera.—¿Puedo ir contigo?

Curioso.

—Claro.—Me hace sentir muy raro que me pregunte una cosa así—. Vamos.


* * *

A la luz del farol de la calle, media cuadra más allá, vi que su pelo era todavía pálido como virutas de pino. Se lo podía tomar por un roña: chaqueta de terciopelo negro, mugrienta; sin camisa; pantalones yin negros remaduros… hasta en la oscuridad se notaba. Estaba descalzo; y la única forma de saber en una calle oscura que alguien ha andado descalzo por Nueva York durante días y días es saberlo de antemano. Cuando llegábamos a la esquina, levantó la cabeza y me sonrió a la luz del farol y se ajustó la chaqueta por, sobre las costras y costurones que le surcaban el pecho y el estómago. Los ojos eran verdísimos. ¿Lo reconoces? Si por una de esas fallas de la red de información a través de los mundos y mundillos no lo has reconocido, te diré, caminando a mi lado a la orilla del Hudson iba Halcón el Cantor.

—Eh, ¿cuánto hace que estás de vuelta?

—Unas pocas horas —le dije.

—¿Qué has traído?

—¿De veras quieres saber?

Hundió las manos en los bolsillos y echó atrás la cabeza con insolencia.

—Seguro.

Yo bufé como un adulto irritado por un chiquillo.

—Está bien. —Habíamos caminado una cuadra por la ribera; no había nadie por allí.—Siéntate.

—Se sentó a horcajadas en la viga costanera, balanceando un pie sobre la reluciente negrura del Hudson, Me senté frente a él y pasé el pulgar por el borde del maletín.

Halcón encorvó los hombros y adelantó el torso.

—A la flauta… —Me acribilló a mudas preguntas verdísimas.— ¿Puedo tocar?

Me encogí de hombros.

—Date el gusto.

Toqueteó con dedos que eran puro nudillo y uña comida. Tomó dos, las volvió a dejar, tomó tres.

—¡A la flauta! —murmuró—. ¿Cuánto puede valer todo esto?

—Unas diez veces más de lo que espero conseguir, Tengo que sacármelas de encima cuanto antes.

—Miró el pie que se balanceaba sobre el agua.

—Siempre te queda el recurso de tirarlas al río.

—No seas pesado. Andaba buscando a un tipo que solía rondar por el bar. Era muy eficiente.—Y por el medio del Hudson una chata-aliscafo rozó la espuma. Sobre su cubierta estaban posados una docena de helicópteros, destinados a la Base Patrullera cercana al Verrazano, sin duda. Pero por algunos momentos miré ahora al muchacho, ahora al transporte, lleno de sentimientos paranoides a causa de Maud. Pero la barca se perdió con un zumbido en la oscuridad.—Esta noche me lo hicieron picadillo.

Halcón metió las puntas de los dedos en los bolsillos y cambió de posición.

—Lo cual me deja en la estacada. No pensé que se quedaría con todas pero al menos me hubiera mandado a otra gente que quizá sí.

—Esta noche voy a una fiesta —hizo una pausa para mordisquearse el resto de la uña del meñique— donde tal vez puedas venderlas. Alex Spinnel da una fiesta en honor de Regina Abolafia en la Cúpula.

—¿La Cúpula…?

Hacía tiempo que no parrandeaba con Halcón.

A las diez Caldera del Diablo; Cúpula a medianoche..

—Yo voy porque va a estar Edna Silem.

Edna Silem es la decana de las Cantoras neoyorkinas.

El nombre de la senadora Abolafia ya me habia pasado por los ojos esa noche en una cinta de luz. Y en alguna de las interminables revistas que me tragué cuando volvía de Marte, recuerdo el nombre de Alexis Spinnel asociado a un párrafo que hablaba de una cantidad fabulosa de dinero.

—Me gustaría volver a ver a Edna —dije con displicencia—. Pero ella no se va a acordar de mí— La gente como Spinnel y su clase tiene su jueguito, y yo lo descubrí durante la primera etapa de mi amistad con Halcón. El que puede reunir bajo un mismo techo la mayor cantidad de Cantores de la Ciudad, gana. Hay cinco Cantores en Nueva York (comparte el segundo puesto con Lux de Iapetus). Tokio va a la cabeza con siete —¿Es una fiesta de dos Cantores?

—Más bien de cuatro… si voy yo.

El baile inaugural del alcalde tiene cuatro.

Alcé la ceja correspondiente.

—Edna me tiene que pasar la Palabra. Cambia esta noche.

—Está bien —dije—. No sé lo que te propones, pero soy pierna.

Cerré el maletín.


* * *

Caminamos de regreso en díreccion a Times Square. Cuando llegamos a la Octava Avenida y al primero de los pavimentos de plastiplex, Halcón se detuvo.

—Espera un minuto —diio. Se abotonó la chaqueta haste el cuello—. Vamos.

Pasearse por las calles de Nueva York con un Cantor (dos años atrás había dedicado mucho tiempo a preguntarme si eso era prudente pare un hombre de mi profesión) es tal vez el mejor camuflaje posible para un hombre de mi profesión. Piensa en la última vez que viste a tu estrella favorita de trideo dar la vuelta a la esquina de la Cincuenta y Siete. Ahora di la verdad. ¿Reconocerías al hombrecito de chaqueta de tweed que la sigue a medio paso de distancia?

La mitad de la gente con que nos cruzábamos en Times Square lo reconoció. Con su juventud, su atuento funerario, pies negros y claro pelo ceniciento, era de lejos el más pintoresco de los Cantores. Sonrisas; miraditas de soslayo; en realidad, muy pocos señalaron o miraron sin disimulo.

—¿Quién exactamente va a estar allí que pueda sacarme de encima este fardo?

—Bueno, Alex mismo se jacta de ser una especie de aventurero. A lo mejor los otros le siguen la corriente. Y puede darte más de lo que podrías sacar malvendiéndolas por la calle.

—¿Les diras que queman?

—Eso probablemente le dará más sabor a la cosa. Es un buscador de emociones.

—Si tú lo dices, amigo.

Descendimos al sub-sub. El hombre de la ventanilla del cambio iba a tomar la moneda de Halcón, y entonces lo miró. Empezó a decir tres o cuatro palabras que resultaron ininteligibles a través de su sonrisa y luego nos hizo ademán de que pasáramos.

—Oh, gracias,—dijo Halcón—, con cándida sorpresa, como si fuese la primera vez que le sucedía algo tan maravilloso. (Dos años atrás me había dicho sabiamente: “Tan pronto como empiece a poner cara de esperar que suceda, dejará de suceder”. Todavia me impresionaba la forma en que vivía su notoriedad. La vez que conocí a Edna Silem y se lo mencioné, ella me dijo con idéntica candidez: “Pero si es por eso que nos eligen”.)

Entramos al coche iluminado y nos sentamos en el asiento largo; las manos de Halcón descansaban a sus costados, un pie apoyado sobre el otro. Frente a nosotros una barrita de masca-chicles de blusas claras contenía la risa y señalaba y trataba de que no se notara. Halcón ni se dignó mirarlas y yo, por mi parte, miré, tratando de que no se notara.

Formas oscuras pasaban veloces por la ventanilla.

Debajo del piso gris zumbaban cosas.

Una vez una sacudida.

Una salvada: afloramos a la superficie.

Afuera, la ciudad se vestia con sus mil lentejuelas, que luego arrojaba tras la arboleda del Fuerte Tryon. Repentinamente, a las ventanas del edificio de enfrente le salieron escamas brillantes. Detrás de ellas fulguraron los rieles de una estación. Llegamos a la plataforma bajo una ligera llovizna. El letrero decía: ESTACION DOCE TORRES.

Sin embargo, en el momento en que llegábamos a la calle, el chubasco habia pasado. Las hojas que asomaban por encima del muro chorreaban agua sobre los ladrillos.

—Si hubiera sabido que traía a un amigo habría hecho que Alex mandara un auto a buscarnos. Le dije que había cincuenta por ciento de probabilidades de que viniera.

—Entonces, ¿te parece que está bien que yo me cuele?

—¿Acaso no viniste aquí conmigo otra vez?

—También estuve aquí una vez antes de eso —dije— Sigues pensando que está.

Me fulminó con la mirada. Bueno, Spinnel estaría encantado de recibir a Halcón aunque llevase a la rastra toda una pandilla de verdaderas rocosas. Con un ladrón más o menos presentable, Spinnel la sacaba barata. A nuestra vera irrumpían las rocas, alejándose rumbo a la ciudad. Detrás del portón, a nuestra izquierda, los jardines ascendían hacia la primera de las torres Los doce inmensos y lujosos edificios de departamentos amenazaban a las nubes más bajas.

—Halcón el Cantor —dijo Halcón al micrófono que estaba al costado de la puerta. Clang y tictictic y Clang. Subimos por la rampa en dirección a puertas y puertas de crlstal.

Un grupo de hombres y mujeres vestidos de fiesta salían del edificio. Tres hileras de puertas más allá nos vieron. Los podías ver fruncir la nariz ante el desharrapado que de algún modo había logrado escurrirse en el vestíbulo (por un momento me pareció que uno de ellos era Maud, porque llevaba una funda de tela evanescente, pero se dio la vuelta; detrás del velo la cara era oscura como café tostado); uno de los hombres lo reconocio, le dijo algo a los otros. Cuando nos cruzamos con ellos estaban sonrientes. Halcón les prestó tanta atención como la que les había prestado a las chicas del subte. Pero cuando se hubieron alejado, me dijo:

—Uno de esos tipos te miraba a ti.

—Sí. Me di cuenta.

—¿Sabes por qué?

—Estaba tratando de recordar si nos habíamos visto antes.

—¿Lo conocías?

Asentí.

—En el mismo lugar en que te encontré a ti, sólo que justo cuando acababa de salir de la cárcel. Te dije que ya antes había estado aquí una vez.

—Oh.


* * *

Una alfombra azul cubría las tres cuartas partes del vestíbulo. Un gran estanque ocupaba el resto donde había una hilera de arriates de tres metros y media de altura, coronados por braseros llameantes. E1 techo del vestíbulo abovedado llegaba hasta el tercer piso y era un caleidoscopio de espejos.

Volutas de humo trepaban en espiral hasta la ornamentada reja. Las imágenes se quebraban y recomponian en las paredes.

La puerta del ascensor nos envolvió con sus pétalos laminados. Se tenía una extraña sensación de inmovilidad mientras setenta y cinco pisos se desplomaban a nuestro alrededor.

Salimos al paisaje de la terraza-jardín. Un hombre de tez moy tostada, muy rubio, que vestía una malla color albaricoque de cuyo cuello emergía una polera negra, bajó por las rocas (artificiales) entre los helechos (naturales) que crecían a la orilla del arroyuelo (agua verdadera; corriente falsa).

—¡Hola! ¡Hola! —Pausa.—Me alegra muchísimo que, después de todo, te hayas decidido a venir. —Pausa.—Por un momento pensé que no vendrias. —Las Pausas tenían por fin darle a Halcón la oportunidad de presentarme. Yo estaba vestido en forma tal que a Spinnel le era imposible saber si yo era un premio Nobel del montón con quien Halcón había estado cenando o un lacayo cuyos modales y principios dejaban aún mucho más que desear que los míos propios.

—¿Quieres darme la chaqueta?—sugirió Alexis.

Lo cual significaba que no conocía a Halcón tan bien como quería hacer creer. Pero sospecho que tenía la suficiente sensibilidad como para captar por las cositas heladas que pasaron por la cara del chico que debía olvidar su ofrecimiento.

Me saludó con una inclinación, sonriendo —casi lo único que podía hacer— y nos acercamos a los invitados.

Edna Silem estaba sentada en un transparente cojín inflable. El cuerpo inclinado hacia adelante, sosteniendo la copa con ambas manos, discutía sobre política con la gente que estaba sentada en el césped frente a ella. Fue la primera persona que reconocí (pelo de plata bruñida: voz de virutas de bronce). Emergiendo de los puños de su traje hombruno, las arrugadas manos que aferraban el copón, temblorosas por las vehemencia de sus argumentos, se hundían bajo el peso de gemas y plata. Al volver la mirada a Halcón, vi a una media docena cuyos nombres-caras vendían revistas, música, llevaban gente al teatro (el crítico teatral de Delta, qué tal), y hasta el matemático de Princeton que, según yo leyera unos meses atrás había encontrado la relación “quasar/quark”.

Había una mujer a la que mis ojos volvían constantemente. A la mirada número tres la reconocí como la candidata a presidente más promisoria de los Neofascistas, la senadora Abolafia. Estaba de brazos cruzados y escuchaba con apasionado interés la discusión ahora circunscripta a Edna y un joven demasiado gregario cuyos ojos estaban hinchados por lo que acaso fuese la adquisición reciente de lentes de contacto.

—Pero no le parece, señora Silem, que…

—Usted debe recordar cuando hace predicciones como esa…

—Señora Silem, he visto estadísticas que…

—Usted debe recordar —su voz se puso tensa y bajó de tono, hasta que el silencio entre las palabras fue tan expresivo como parca y metálica era la voz que si todo, todo, se supiese, las estimaciones estadísticas serían innecesarias. La ciencia de la probabilidad da expresión matemática a nuestra ignorancia, no a nuestra sabiduría— lo cual, estaba pensando yo, era una segunda cuota de la conferencia de Maud, cuando Edna levantó la cabeza y exclamo:

—¡Qué ven mis ojos, Halcón!

Todo el mundo se dio vuelta.

—Sí que me alegro de verte. Lewis, Ann —dijo ella: ya había allí otros dos Cantores (él moreno ella pálida, ambos esbeltos como juncos; sus rostros hacían pensar en esos estanques sin drenaje o tributarios con que uno tropieza en los bosques, limpidos y muy quietos; marido y mujer, habian sido designados Cantores al mismo tiempo el dia antes de su casamiento siete años atrás)—. ¡No nos ha abandonado después de todo! —Edna se puso de pie, extendió el brazo por encima de las cabezas de la gente sentada, y ladró a través de los nudillos como si su voz fuese un taco de billar.—Halcón, aquí hay gente que discute conmigo y que no sabe del tema ni la mitad de lo que sabes tú. Tú estarás de mi parte ahora, no…

—Señora Silem, yo no quise…—desde el suelo.

Entonces los brazos de Edna giraron seis grados, sus dedos, sus ojos y sú boca se abrieron.

—¡Tú! —Yo.— ¡Querido mío, a quien menos esperaba ver aquí! Bueno, si hace casi dos años ¿no? —Bendita Edna, el lugar donde ella, Halcón y yo habíamos pasado juntos una larga noche de copas se parecía más al bar aquél que a la Cúpula.— ¿Dónde te habías metido?

—En Marte, casi todo él tiempo —confesé. En realidad, hoy mismo acabo de llegar.—Es tan divertido poder decir cosas como ésta en un sitio como éste.

—Halcón… ustedes dos—(lo cual quería decir o que se había olvidado de mi nombre o que me recordaba lo bastante como para no abusar de él)—, vengan aqui y ayúdenme a liquidar el buen licor de Alexis.—Traté de no sonreír mientras nos acercábamos a ella. Si algo recordaba, debía recordar mi ramo de actividades y debía de estarla gozando tanto corno yo.

El alivio se esparció por la cara de Alexis: ahora sabía al menos que yo era alguien, aunque no qué alguien era.

Cuando pasamos junto a Lewis y Ann, Halcón obsequió a los dos Cantores con una de sus sonrisas luminosas. Ellos le devolvieron sonrisas apagadas. Lewis saludó con la cabeza. Ann amagó tocarle el brazo pero deló el gesto inconcluso, y a la concurrencia no le pasó inadvertido el entendimiento.

Habiendo averiguado lo que queríarnos beber, Alex nos lo estaba preparando en altos vasos con hielo molido, cuando el caballero de los ojos hinchados se acercó en busca de otro trago.

—Entonces, señora Silem, ¿qué es, en su opinión, lo que puede oponerse con validez a semejantes abusos políticos?

Regina Abolafia vestía un traje de seda blanca. Uñas, labios y pelo eran del mismo color; y sobre el pecho llevaba un alfiler de cobre labrado. Siempre me ha fascinado observar a personas acostumbradas a ser centro cuando alguien las desplaza. Hacía girar su copa y escuchaba.

—Yo me opongo a ellos —dijo Edna—. Halcon se opone. Lewis y Ann se les oponen. Y en última instancia, somos nosotros lo único que ustedes tienen.

Y su voz había adquirido esa resonancia autoritaria que sólo los Cantores pueden adoptar.

En ese momento la carcajada de Halcón se enredó en la trama de la conversación.

Nos volvimos.

Se había sentado cruzado de piernas cerca del seto.

—Miren… —dijo en un susurro.

Ahora las miradas siguieron la suya. Estaba mirando a Lewis y Ann. Ella alta y rubia, él moreno y más alto, de pie muy quietos, un poco nerviosos, con los ojos cerrados (los labios de Lewis estaban entreabiertos).

—Oh —murmuró algulen que hubiera tenldo que saber que era mejor callarse—, van a…

Yo miré a Halcón porque nunca había tenido la oportunidad de observar a un Cantor durante la actuación de otro. Juntó las plantas de los pies se tomó los dedos con las manos y adelantó el torso, las venas trazaban ríos azules en su cuello. El botón superior de la chaqueta se le había desprendido. Por encima de la clavicula le asomaban dos cicatrices. Quizá nadie lo notó excepto yo.

Vi a Edna que depositaba su copa con una mirada de radiante y expectante orgullo. Alex, que había apretado el botón del autobar (es curioso cómo la automatización se ha convertido en la forma en que la flor y nata hace ostentación del exceso de mano de obra) para obtener más hielo picado, levantó la vista, vio lo que estaba por suceder y apretó el interruptor. El zumbido del autobar se fue apagando. Sopló una brisa (artificial o natural, no sabría decírtelo) y los árboles nos dieron un shh final.

Uno por vez, luego a dúo, y otra vez en solo, Lewis y Ann cantaron.


* * *

Los Cantores son personas que miran las cosas, luego van y le dicen a la gente lo que han visto. Lo que los convierte en Cantores es la habilidad que tienen para hacer que la gente escuche. Esta es la esquematización mas magnífica que soy capaz de tracer. El Posado, de ochenta y seis años, en Río de Janeiro, vio derrumbarse una manzana de favelas, corrió a la Avenida del Sol y empezó a improvisar, en rima y métrica (no muy difícil en el portugués tan rico en consonancias), las lágrimas le surcaban las polvorientas mejillas, la voz restallaba contra el verdor de las palmeras en la calle soleada. Centenares de personas se paraban a escuchar; otras cien; y otras y otras. Y ellas contaban a otros centenares lo que habían oído. Tres horas después, centenares de las que se habían enterado llegaban al sitio de la catástrofe con mantas y provisiones, dinero, pales y, lo más increible, la voluntad y la habilidad de organizarse y trabajar comunitariamente. Jamás un noticiero de trideo sobre un desastre produjo una reacción parecida.

Posado está considerado históricamente como el primer Cantor. El segundo fue Miriamne, en la ciudad techada de Lux, quien durante treinta años recorrió las calles metálicas cantando las glorias de los anillos de Saturno… los colonos no pueden mirarlos sin la ayuda de filtros debido a los rayos ultravioleta que emiten los anillos. Pero Miriamne con sus extrañas cataratas, se encaminaba cada atardecer a los suburbios de la ciudad, miraba veía y regresaba pare cantar lo que había visto. Todo lo cual no habría tenido mayor significado a no ser que durante los días en que ella no cantaba —por estar enferma, o una vez que fue de visita a otra ciudad hasta la cual había llegado su fama— la Bolsa de Valores bajaba, el número de crímenes violentos se incrementaba. Nadie podía explicárselo. Todo cuanto pudieron hacer fue proclamarla Cantora. ¿Por qué surgió la institución de los Cantores, como brotó repentinamente en casi todos los centros urbanos a lo largo y a lo ancho del sistema? Algunos conjeturaban que fue una reacción espontánea contra los medios masivos de difusión que sofocan nuestras vidas. Porque si bien el trideo y la radio y las cintas noticiosas difunden informacion a través de los mundos, también propagan un sentimiento de alienación respecto de las vivencias personales. (¿Cuánta gente concurre todavía a los espectáculos deportivos o a los mítines políticos con pequeños receptores conectados a los oídos a fin de cerciorarse de que lo que están viendo es real?) Los primeros Cantores fueron proclamados por sus conciudadanos. Luego, hubo un periodo durante el cual cualquiera que lo deseara podía proclamarse Cantor, y la gente o bien lo seguía o lo hundía en el olvido a carcajadas. Pero para la época en que yo fui abandonado en el umbral de alguien que no me deseaba, la mayoría de las ciudades habia más o menos establecido una cuota extraoficial. Hoy en día, cuando queda una vacante, los demás Cantores eligen al que habrá de llenarla. Los requisitos son cierto talento poético y teatral, así como también cierto carisma generado por las tensiones entre la personalidad y la red publicitaria en la que un Cantor queda atrapado inmediatamente. Antes de llegar a Cantor, Halcón habia alcanzado cierta prodigiosa reputación con un libro de poemas publicado a los quince años. Recorría universidades y daba recitales, pero su fama era aún lo bastante exigua como pare que le sorprendiese el que yo lo Conociera de oídas esa noche que nos encontramos en Central Park (yo acababa de pasar treinta días de placer como huésped de la ciudad y es asombroso lo que uno encuentra en la Biblioteca de las Tumbas). Hacia pocas semanas que había cumplido los dieciséis. Iba a ser proclamado Cantor sólo dentro de cuatro días, pero él ya estaba enterado. Estuvimos sentados hasta el amanecer en la villa del lago, mientras él sopesaba con angustia los pros y los contras de su futura responsabilidad. Dos años después, sigue siendo, con una ventaja de media docena de años, el Cantor más joven de seis mundos. Para llegar a Cantor, no es imprescindib le ser poeta, pero la mayoria son poetas o actores. Sin embargo, en el elenco intermundial figuran un estibador. dos profesores universitarios, una heredera de los millones Silitach (fijelo con Silitachas), y por lo menos dos personas de antecedentes tan dudosos que el Aparato Publicitario, siempre tan hambriento de sensacionalismos, se ha puesto de acuerdo en no permitir que ninguno de ellos pase de corrector de pruebas. Pero, cualquiera sea su origen, estos surtidos y fulgurantes mitos vivientes, cantan las cosas del amor, de la muerte, del ir y venir de las estaciones, de las clases sociales, de los gobiernos, de la guardia palaciega. Cantan para grandes y pequeñas multitudes, para un trabajador que regresa a casa desde los muelles de la ciudad, en las esquinas de los barrios bajos, en los coches de lujo de los trenes suburbanos, en las elegantes terrazas-jardín de las Doce Torres, para la selecta soirée de Alex Spinnel. Pero desde que surgió la institución, se declaró ilegal el reproducir las “Canciones” de los Cantores por medios mecánicos (incluso publicar las letras), y yo respeto la ley, la respecto como sólo puede hacerlo un hombre de mi profesión. Ofrezco, pues, esta explicación en reemplazo de la canción de Lewis y Ann.


* * *

Terminaron, abrieron los ojos, miraron alrededor con expresiones que podían ser de turbación o de desprecio.

Halcón adelantaba el torso con una mirada de embelesada aprobación. Edna sonreía cortésmente. Yo tenía en el rostro esa clase de sonrisa que aparece cuando uno se ha sentido profundamente conmovido y complacido. Lewis y Ann habían cantado maravillosamente.

Alex recobró el aliento, echó una mirada alrededor pare ver en qué estado estaban todos los demás, vio, y apretó el botón del autobar que empezó a zumbar y a moler hielo. Nada de aplausos, pero empezaron los ruidos admirativos, la gente asentia, comentaba, murmuraba. Regina Abolafia se acercó a Lewis pare decirle algo. Yo traté de escuchar haste que Alex me empujó el codo con una copa.

Oh, perdone…

Transferi el maletín a la otra mano y, sonriéndole, tomé la copa. Cuando la senadora Abolafia se apartó de los dos Cantores, éstos estaban tomados de la mano y se miraban el uno al otro como avergonzados Se volvieron a sentar.

La concurrencia se dispersó en grupos por los jardines, por los bosquecillos. En lo alto, las nubes de color gamuza deslucida se plegaban y desplegaban a través de la luna.

Durante un rato permanecí a solas en un círculo de árboles escuchando la música, un canon en dos movimientos compuesto por de Lassus, programado para radio-generadores. Recordé: un articulo aparecido la semana anterior en una de las revistas literarias de mayor circulación diciendo que esa era la única forma de eliminar la sensación de las barras divisorias impuestas a los músicos modernos por cinco siglos de métrica. Durante dos semanas más este sería un pasatiempo aceptable. Los árboles circundaban un estanque de rocas, sin agua. Bajo la superficie de plástico, luces abstractas se tejían y entretejían en radiaciones cambiantes.

—¿Me permite…?

Me di vuelta par encontrar a Alexis, que ahora no tenia copa ni idea de qué hacer con las manos. Estaba nervioso.

—…pero nuestro joven amigo me ha dicho que usted tiene algo que podría interesarme.

Yo empecé a levantar mi maletín, pero la mano de Alex bajó de su oreja (ya había pasado del cinturón al pelo, del pelo al cuello) para detenerme. Nuevo rico.

—Está bien. No necesito verlas todavia. En realidad, prefiero no hacerlo. Tengo algo que proponerle Naturalmente, me interesaría lo que usted tiene si son, en verdad, como Halcón las describio. Pero tengo un invitado que tendría aún más curiosidad.

Eso me sonó raro.

—Sé que suena raro —reconoció Alexis— pero pensé que a usted podria interesarle sólo por lo que representa desde el punto de vista financiero. Yo soy un coleccionista excéntrico que podria ofrecerle un precio acorde con el uso que fuera a darles: excéntricos temas de conversación y, dada la naturaleza de la compra, tendria que limitar estrictamente el número de personas con quien tratarlo.

Yo hice un gesto de asentimiento.

—Mi invitado, en cambio, podría encontrarles una utilidad mucho mayor.

—¿Podria declrme quién es ese invitado?

—Le pregunté, por fin, a Halcón quién era usted y él me dio a entender que estaba a punto de cometer una grave indiscreción social. Revelarle a usted el nombre de mi invitado seria cometer una indiscreción semejante. —Sonrió.— Pero la discreción es el principal ingrediente del combustible que trace girar la maquina social, señor Harvey Cadwaliter-Erickson… —Sonrió con picardía.

Nunca en mi vida fui Harvey Cadwaliter-Erickson, pero hay que reconocer que Halcón fue siempre un chico muy imaginativo. De pronto, una idea me vino a la mente: los magnates del tungsteno, los Cadwaliter-Erickson de Tythis en Tritón. Halcón no era solamente imaginativo, era tan brillante como siempre lo están diciendo las revistas y periódicos.

—¿Supongo que su segunda indiscreción será el decirme quién es ese misterioso invitado?

—Bueno —dijo Alex con la sonrisa del gato engordado a canario—. Halcón estuvo de acuerdo conmigo en que el Halcón bien podria tener curiosidad por ver lo que usted tiene allí (señaló), como en verdad la tiene.

Yo arrugué el ceño. Luego pensé montones de pensamientos pequeños y rápidos que iré expresan. do a su debido tiempo.

—¿El Halcón?

Alex asintió.

No creo haber estado realmente enojado.

—¿Me mandaria un momento aquí a nuestro joven amigo?

—Como usted quiera.

Alex me hizo una reverencia y dio media vuelta Apenas un minuto después Halcón trepó por las rocas y entre los árboles, con una ancha sonrisa. Al ver que yo no le sonreía, se detuvo.

—Mmm…—empecé a decir.

Echó hacia atrás la cabeza con desparpajo.

Yo me rasqué la barbilla con un nudillo.

—…Halcón —le dije— ¿conoces un departa mento de la policia llamado Servicios Especiales?

—He oído hablar.

—De pronto han empezado a interesarse mucho por mí.

—Diantre —dijo con genuina sorpresa—. Se supone que son muy eficientes.

—Mmmm —reiteré.

—Oye —anunció Halcón— ¿Qué me dices de ésta? ¿Sabías que mi tocayo está aquí, esta noche?

—Alex no se pierde una. ¿Tienes alguna idea de por qué está aquí?

—Probablemente tratando de hacer algún trato con Abolafia. Su investigación comienza mañana.

—Oh—. Volví a pensar algunas de las cosas que había pensado antes.—¿Conoces a una tal Maud Hinkle?

Su mirada perpleja decía “no” en forma bastante convincente. —Dice ser uno de los eslabones superiores de la arcana organización que te nombré.

—No me digas.

—Esta noche, un poco más temprano, puso fin a nuestra entrevista con una pequeña homilía a propósito de halcones y helicópteros. Yo tomé nuestro encuentro subsiguiente como una mera coincidencia. Pero ahora descubro que la noche ha confirmado su intimación de pluralidad. —Sacudí la cabeza.—Halcón, me siento repentinamente catapultado a un mundo paranoide donde las paredes no sólo tienen oídos, sino probablemente ojos y largos dedos provistos de garras. Cualquiera de los que me rodean, sí, hasta tú mismo, podría ser un espía. Sospecho que cada rejilla de desagüe, cada ventana de segundo piso oculta binoculares ametralladoras, o algo peor. Lo que no puedo imaginar es de qué modo esas fuerzas insidiosas, por ubícuas y omnipresentes que sean, te indujeron a ti a atraerme a esta trampa intrincada y diabó…

—¡Oh, acaba! —Con un brusco movimiento de cabeza echó el pelo hacia atrás. —Yo no te atraje…

—Tal vez no concientemente, pero los Servicios Especiales tienen un Banco de Información Holográfica, y sus métodos son insidiosos y crueles…

—Te dije que terminaras de una vez.—Y otra vez le pasaron por la cara toda clase de cositas duras.—Te imaginas que yo… —Entonces, supongo, se dio cuenta de lo asustado que estaba yo. —Mira, el Halcón no es un ratero ocasional. Vive en un mundo tan paranoide como éste en el que tú te encuentras ahora, sólo que siempre. Si está aquí, puedes tener la seguridad de que hay tantos de sus hombres (ojos, oídos y dedos) como de Maud Hickenlooper.

—Hinkle.

—Da igual. Ningún Cantor va a… Oye, crees de veras que yo

Y aunque yo sabía que todas esas muequitas duras eran costras para enmascarar el dolor, dije:

—Sí.

—En una oportunidad hiciste algo por mí y…

—Yo te di algunos costurones más, eso es todo. Todas las costras cayeron.

—Halcón —dije— Muéstrame.


* * *

Respiró hondo. Luego empezó a desabrocharse los botones de bronce. Las solapas de la chaqueta se abrieron. Los rayos de luz le tiñeron el pecho de cambiantes tonos pastel.

Sentí que se me arrugaba la cara. No quise apartar la mirada. En cambio, respiré entre dientes, con un siseo, lo cual no fue mejor.

Levantó la cabeza.

—Hay muchas más que la ultima vez que estuviste aqui, ¿no?

—Te vas a matar, Halcón.

Se encogió de hombros.

—Ya ni siquiera puedo reconocer las que puse yo.

Se las miró para señalármelas.

—Oh, vamos —dije, con excesiva brusquedad. Y por espacio de tres inspiraciones, se fue poniendo cada vez más tenso, hasta que lo vi extender la mano para alcanzar el último botón.—. Muchacho —dije, tratando de reprlmir en mi voz la desesperación— ¿por qué lo haces? —y terminé por reprimir todo. No hay nada más desesperante que una voz en blanco.

Se encogió de hombros, comprendió que yo no quería eso y por un instante la furia centelleó en sus ojos verdes. Yo tampoco queria eso. Entonces dijo:

—Mira… uno toca a una persona con suavidad con dulzura, y quizá hasta con amor. Y. bueno, supongo que entonces el cerebro recibe un mensaje y algo, allí, lo interpreta como placer. Quizás algo allá arriba en mi cabeza hace una interpretación totalmente equivocada del mensaje…

Yo sacudi la cabeza.

—Tú eres un Cantor. Se sabe que los Cantores son excéntricos, es claro, pero…

Ahora él sacudía la cabeza. Entonces la furia se despejó. Y vi que una expresión pasaba de uno a otro de todos aquellos puntos que habían transmitido dolor al resto de sus facciones, y se desvanecía sin siquiera manifestarse en una palabra. Una vez más se miró las heridas que se entretejían como una red sobre el cuerpo esbelto.

—Abróchate, muchacho. Me arrepiento de haber hablado.

A mitad de la solapa sus manos se detuvieron.

—¿De veras piensas que sería capaz de entregarte?

—Abróchate.

Lo hizo. Luego dijo:

—Oh. —Y a continuación: —Es medianoche ¿sabes?

—¿Y?

—Edna acaba de pasarme la Palabra.

—¿Cuál es?

—Agata.

Asentí.

Terminó de abrocharse el cuello.

—¿En qué estás pensando?

—Vacas.

—¿Vacas?—preguntó Halcón—. ¿Por qué vacas?

—¿Has estado alguna vez en un tambo?

Negó en silencio.

—Para extraer el máximo de leche se debe mantener a las vacas en un estado de, por asi decir,vida latente. Se las alimenta por via intravenosa desde un gran tanque que bombea nutrientes por medio de tubos que se ramifican en conductos cada vez más pequeños hasta que llega a todos esos semlcadáveres de alto rendimiento.

—Lo he visto en peliculas.

—Gente.

—…y las vacas?

—Tú me has pasado la Palabra. Y ahora empieza a propagarse, a ramificarse, yo se la digo a otros, y ellos se la dicen a otros, hasta que mañana a medianoche…

—Voy a buscar…

—¡Halcón!

Se volvió.

—¿Qué?

—Tú dices que no crees que voy a ser victima de las maquinaciones de las fuerzas misteriosas que saben más que nosotros… Bueno, esa es tu opinion. Pero tan pronto como consiga deshacerme de este fardo voy a ahuecar el ala en la forma más espectacular que has visto en tu vida.

Dos arruguitas verticales surcaron la frente de Halcón.

—¿Estás seguro de que esto no lo he visto antes?

—A decir verdad me parece que si.—Ahora yo sonreí.

—Oh —dijo Halcón. E hizo un ruido que tenia toda la estructura de una carcajada pero no era mas que aire—. Iré en busca del Halcón.

Desapareció entre los árboles.


* * *

Levanté la cabeza y contemplé las pinceladas de luz de luna en el follaje.

La bajé para mirar mi maletin.

Arriba, por entre las rocas, esquivando los pastos altos venia el Halcón. Vestía traje de etiqueta gris; polera de seda gris. Por encima de la cara escabrosa, el cráneo estaba totalmente afeitado.

—¿El señor Cadwaliter-Erickson? —me tendió la mano.

Yo se la estreché: huesecitos puntiagudos envueltos en piel fofa.

—¿Cómo debo llamarlo a usted señor…?

—Arty.

—Arty el Halcon.

Yo traté de hacer ver que su elegancia gris me dejaba indiferente.

Me sonrió.

—Arty el Halcón. Eso es. Elegí ese nombre cuando era más joven que nuestro común amigo. Alex dice que usted tiene… bueno, algunas cosas que no son precisamente suyas. Que no le pertenecen.

Asentí.

—Muéstremelas.

—Le dijeron que…

Aventó con un gesto el final de mi frase.

—Vamos, déjeme ver.

Extendió la mano, sonriendo con tanta afabilidad como un cajero de banco. Pasé el pulgar por el cierre de presión. La tapa hizo tsk.

—Dígame —le dire, mirando su cabeza todavía Inclinada pare ver lo que yo tenía— ¿qué hace uno con los Servicios Especiales? Parece que me siguen los pasos.

La cabeza se levantó. La sorpresa se transformó lentamente en una mueca escabrosa.

—¡Qué me dice, señor Cadwaliter-Erickson!—Me miró abiertamente de arriba abajo.—Mantenga sus ingresos a un nivel parejo. Manténgalos a un nivel parejo, eso es algo que puede hacer.

—Si usted me compra éstas por un valor cercano al que tienen, me va a ser un poquito difícil.

—Me lo imagino. Siempre queda el recurso de darle menos…

La tapa volvio a tracer tsk.

—O, a falta de eso, podria tratar de usar la cabeza y ganarles la mano.

—Usted ha de haberles ganado la mano alguna que otra vez. Ahora está a flote, pero no siempre habrá sido asi.

El gesto de asentimiento de Arty el Halcón fue abiertamente astuto.

—Parece que usted tuvo un encontronazo con Maud. Bueno, supongo que las felicitaciones son de rigor. Y las condolencias. A mi siempre me gusta hacer lo que es de rigor.

—Me da la impresión de que usted sabe cómo cuidarse. Qulero decir que me he dado cuenta que usted no se mezcla con los invitados.

—Hay dos fiestas aqui esta noche —diio Arty—. ¿Dónde supone que desaparece Alex cada cinco minutos?

Arrugué el ceño.

—Ese juego de luces entre las rocas —señaló a mis pies— es un mandala de matices cambiantes en nuestro cielorraso. Alex se rió entre dientes —se escurre bajo las rocas donde hay un pabellón de un lujo asiático…

—¿Y otra lista de invitados en la puerta?

—Regina figure en las dos. Y yo también. Y también el chico, Edna, Lewis, Ann…

—¿Se supone que yo debo enterarme de todo esto?

—Bueno, usted vino con una persona que está en ambas listas. Pensé…

Hizo una pausa.

Yo andaba en la mala. Bueno. Un bululú aprende con rapidez que el factor de verosimilitud al imitar a alguien de las altas esferas estriba en la confianza que uno tiene en su inalienable derecho de equivocarse.

—Le propongo una cosa —le dije—: ¿Qué le parece si me cambia éstas —levanté el maletin— por información?

—¿Quiere saber cómo escapar de las garras de Maud? —En seguida meneó la cabeza.— Seria muy estúpido de mi parte decirselo, aun cuando pudiera. Además, usted tiene la fortuna de su familia en la que respaldarse. —Se golpeó la pechera con el pulgar.—Créame, muchacho. Arty el Halcón no tuvo eso. Yo no tuve nada parecido a eso. —Sus manos se hundieron en los bolsillos.—Déjeme ver lo que tiene.

Yo volvi a abrir el maletin.

El Halcón miró durante un rato. Al cabo de unos minutos levantó un par, las hizo girar, las volvió a dejar en el maletin y se metió las manos en los bolsillos.

—Le daré sesenta mil, en tabletas de crédito aprobadas.

—¿Y qué me dice de la información que le pedi?

—No le diré una sola palabra. —Sonrió.— A usted no le diria ni la hora.

Hay muy pocos ladrones exitosos en este mundo. Y todavia menos en los otros cinco. El deseo de robar es un impulso hacia lo absurdo y el mal gusto. (Los dones son poéticos, teatrales y cierto carisma a la inversa…) Pero es una ambición, como la ambición de mando, de poder, de amor.

—Está bien —le dije.

En alguna parte, por sobre nuestras cabezas oi un leve zumbido.

Arty me mlró con simpatía. Metió la mano bajo la solapa de su chaqueta y saco un puñado de tabletas de crédito…las tabletas orladas de escarlata cuyos talones valen diez mil cada uno. Arrancó uno. Dos. Tres. Cuatro.

—¿Puede depositar todo esto sln problema…?

—¿Por qué supone que Maud me anda siguiendo?

Cinco. Seis.

—Está bien —le dije.

—¿Qué le parece si incluye el maletín? —preguntó Arty.

—Pídale a Alex una bolsa de papel. Si usted quiere, se las puedo mandar.

—Traiga para acá.

El zumbido se oía cada vez más cerca.

Levanté el maletín abierto Arty se metió con ambas manos. Las guardó apresuradamente en los bolsillos de la chaqueta del pantalón, bultos angulosos distendían la tela gris. Miró a derecha e izquierda.

—Gracias —dijo—. Gracias.

Dio media vuelta y bajó de prisa la cuesta con los bolsillos llenos de cosas que ahora no eran de él.

Levanté la vista para buscar a través del follaje la causa del ruido pero no pude ver nada.

Me agaché y abrí mi maletín. Di un tirón al cierre del compartimiento secreto donde guardaba las cosas que si me pertenecían y hurgué entre ellas apresuradamente.


* * *

Alex le estaba ofreciendo otro whisky a ojos-hinchados, mientras el caballero decía:

—¿Alguien ha visto a la señora Silem? ¿Qué es ese zumbido allá arriba…? —cuando una mujer voluminosa envuelta en un velo de tela evanescente avanzó a los tropezones por entre las rocas, gritando a voz en cuello.

Con manos como zarpas se arañaba la cara velada.

Alex se derramó soda en la manga y el hombre dijo:

—¡Oh, Dios mío! ¿Quién es ésa?

—¡No! —chilló la mujer—. ¡Oh, no! ¡Auxilio!—agitando los dedos arrugados brillantes de anillos.

—¿No la reconoce? —Este era Halcón hablando en un susurro al oído de alguien.—Es Henrietta, condesa de Effingham.

Y Alex, el oído siempre alerta, se apresuró en acudir en su ayuda. La condesa, mientras tanto, se agachaba entre dos cactus, y desaparecía entre los pastos altos. Pero toda la concurrencia fue tras ella. Estaban removiendo la maleza cuando un caballero de calva incipiente, vestido de frac, con corbata y moño y faja, tosió y dijo, con una voz muy angustiada.

—Discúlpeme. ¿El señor Spinnel?

Alex giró sobre sus talones.

—Señor Spinnel, mi madre.

—¿Quien es usted?

La interrupción trastornó terriblemente a Alex.

El caballero se irguió para anunciar:

—El Honorable Clement Effingham —y las perneras de sus pantalones se sacudieron como un terremoto en el momento en que se disponía a entrechocar los talones. Pero la articulación falló La expresión se diluyó en su cara.

—Oh, yo… mi madre, señor Spinnel. Estábamos abajo en la otra mitad de su reunión, cuando se puso muy nerviosa. Corrió aquí, escaleras arriba… ¡oh, le pedí que no lo hiciera! Sabía que a usted le molestaría. ¡Pero usted debe ayudarme! —y entonces miró para arriba.

Los otros también miraron.

El helicoptero oscurecia la luna, meciéndose entre sus dos parasoles gemelos.

—Oh, se lo suplico —dijo el caballero—. Usted busque por alli. Tal vez haya vuelto a bajar. Tengo que —miró rápidamente a ambos lados— encontrarla.

Corrió en una dirección mientras todos los demás corrían en otras.

Un estallido sincopó repentinamente el zumbido. Ahora en un rugido, mientras los fragmentos de plástico del techo transparente caían por entre las ramas con un castañeteo, chocaban contra las rocas.


* * *

Pude meterme en el ascensor y ya había presionado el borde del cierre del maletín, cuando Halcón se zambulló por entre los pétalos. El ojo eléctrico empezó a desplegarlos. Di un puñetazo al botón de CERRAR PUERTA.

El muchacho se tambaleó, rebotó de hombros en dos paredes, luego recuperó el aliento y el equilibrio.

—Ojo, hay policías bajando de ese helicóptero.

—Elegidos uno a uno por Maud Hinkle en persona sin duda.

Me arranqué de la sien el otro mechón de pelo blanco. Lo metí en el maletín arriba de los guantes de plastiderm (arrugas, gruesas venas azules, largas uñas de cornalina) que habían sido las manos de Henrietta, y que ahora descansaban entre los pliegues de gasa de su sari.

Luego, el tirón hacia abajo del ascensor al detenerse. El Honorable Clement estaba todavía a medias en mi cara cuando se abrió la puerta.

Gris sobre gis, con una expresión de profundo desaliento en el rostro, el Halcón se escurrió entre las puertas. A sus espaldas, la gente bailaba en un primoroso pabellón decorado con lujo asiático (y mandala de tonalidades cambiantes en el cielo raso). Arty me ganó en llegar al CERRAR PUERTA. Entonces me dirigió una mirada extraña.

Yo me limité a suspirar y terminé de sacarme a Clem.

—¿La policía está allá arriba? —reiteró el Halcón.

—Arty —le dije, alustándome la hebilla del pantalón—, así parece. —El vehículo ganó velocidad.— Pareces casi tan nervioso como Alex. —Me encogí de hombros pare sacarme la chaqueta del frac, di la vuelta las mangas. saqué una muñeca y me arranqué la pechera almidonada con la corbata de moño negra, y la metí en el maletin junto con todas mis otras pecheras; di vuelta la chaqueta y me enfundé en el buen traje gris espigado de Howard Calvin Evingston. Howard (como Hank) es pelirrojo (pero no tan crespo).

El Halcón arqueó las cejas que no tenia cuando me saqué la peluca de Clem y sacudí mi propia cabellera.

—Veo que ya no anda por ahí con todas esas cosas abultadas en los bolsillos.

—Oh, ésas ya están a buen recaudo —dijo malhumorado—. Están a salvo.

—Arty —le dije adecuando mi voz al ingenuo registro de barítono inspirador de confianza de Howard— ha de haber sido mi vanidad descocada la que me hizo suponer que toda esa policía de Servicio Regular venía aquí sólo por mí…

El Halcón graznó literalmente.

—No se sentirían demasiado infelices si también me echaran el guante a mí.

Y desde su rincón, Halcón preguntó:

—Te has venido aquí con tu aparato de seguridad, ¿verdad, Arty?

—¿Y qué?

—Hay una forma en que puedes salir de ésta —me siseó Halcón. La chaqueta se le había abierto a medias sobre el estropeado pecho—. Y es que Arty te saque con él.

—Idea brillante —decidí—. ¿Quieres que te devuelva un par de miles por el servicio?

La idea no le causó ninguna gracia.

—No quiero nada de ti. —Se volvió a Halcón.— De ti necesito algo, chiquito. No de él. Mira, no estaba preparado para Maud. Si quieres que saque a tu amigo, tendrás que hacer algo por mí.

El muchacho parecia confundido.

Creí ver cierta presunción en la cara de Arty, pero se diluyó en una mueca de preocupación.

—Tienes que inventar alguna forma de llenar el vestíbulo de gente, y rápido.

Yo iba a preguntar por qué pero desconocía la magnitud del aparato de seguridad de Arty. Iba a preguntar cómo, pero el piso me empujó los pies y las puertas se abrieron de par en par.

—Si no lo puedes hacer —le gruñó el Halcón a Halcón— ninguno de nosotros saldrá de aqui. ¡Ninguno!

Yo no tenia idea de lo que iba a hacer el chico, Pero cuando me disponía a seguirlo al vestíbulo, el Halcón me asió por el brazo y siseó:

—¡¡Quédate aquí, pedazo de idiota!!

Di un paso atrás. Arty se apoyaba con todo su Peso en ABRIR PUERTA.

Halcón voló en dirección al estanque. Y se zambulló en él.

Llegó a los trípodes de tres metros y medio y empezó a escalar.

—¡Se va a lastimar! —murmuró el Halcón.

—No me digas —le dije, pero no creo que captara mi cinismo.

Por debajo del gran fuentón de fuego, Halcón hacia piruetas. De pronto algo se desprendió allí. Algo más sonó: ¡Clang! Y algo más cayó al agua con un chapoteo. El fuego se propagó veloz por el reguero y llegó al estanque, con llamaradas rugientes e infernales.

Una flecha negra con una cabeza dorada: Halcón se zambulló.

Me mordi el carrillo por dentro cuando sonó la alarma. Cuatro personas uniformadas avanzaban por la alfombra azul. Otro grupo que venia en dirección contraria, vio las llamas y una de las mujeres gritó. Yo solté el aire de los pulmones, pensando que la alfombra, las paredes y el cielo raso tenían que ser a prueba de incendio. Pero la idea se me perdió de vista ante los casi dieciocho metros de infierno.

Halcón salió a la superficie junto al borde del estanque en el único lugar libre de llamas, rodó sobre la alfombra, tapándose la cara con las manos. Y rodó, y rodó. Entonces se puso de pie.

Otro ascensor volcó su carga de pasajeros boquiabiertos y boqueantes. Una dotación franqueaba ahora las puertas con equipos extintores La alarma seguía sonando.

Halcón se dio vuelta para mirar a la docena de personas reunidas en el vestibulo. El agua formaba charcos sobre la alfombra alrededor de las perneras de su pantalón empapado y brillante. Las llamas convertian las gotas que le resbalaban por el pelo y las mejillas en cobre y sangre centelleantes.

Se golpeó con los puños los muslos mojados, inspiró profundamente, y en medio del rugido y las campanas y los murmullos, Cantó.

Dos personas volvieron a meterse en dos ascensores. Por una de las partes emergió media docena más. Los ascensores regresaron medio minuto después con una docena cada uno. Comprendí que el mensaje se estaba difundiendo en todo el edificio: habia un Cantor Cantando en el vestíbulo.

El vestíbulo se llenó. Las llamas rugian, los bomberos se revolvían inquietos en sus puestos, y Halcón junto al estanque en llamas, los pies separados sobre la alfombra azul, Cantaba, y Cantó acerca de un bar próximo a Times Square lleno de ladrones farloperos, camorristas, borrachos, mujeres demasiado viejas para mercar con lo que todavia ofertaban y otros trueques un poco rufianescos por lo demás donde, en las primeras horas de la noche se había armado una trifulca, y un viejo había salido de la riña malherido.

Arty me tironeó de la manga.

—¿Qué…?

—Sígueme —siseó.

La puerta del ascensor se cerró a nuestras espaldas.

Caminamos lentamente entre los oyentes embelesados, deteniéndonos pare observar, deteniéndonos para escuchar. A decir verdad, yo no estaba en condiciones de hacerle justicia a Halcón. Buena parte de ese deambular lo dediqué a preguntarme qué clase de protección tendría Arty.

Parado detrás de una pareja en salida de baño que guiñaba los ojos por el calor, decidí que todo era muy simple. Arty quería sencillamente escabullirse en medio de un gentío, asi que habia inducido a Halcón a que fabricara uno.

Para llegar a la puerta teníamos que atravesar prácticamente todo un cordón policial del Servicio Regular, que no creo tuviera nada que ver con lo que pudiese estar pasando en la terraza-jardín; se habian reunido alli con el solo objeto de ver el incendio y se habian quedado para escuchar el Canto. Cuando Arty palmeó a uno en el hombro, “Disculpe”, para poder pasar, el policia lo miró, lo dejó de mirar y luego tuvo una brusca reacción de sorpresa al estilo Mack Sennet. Pero otro polizonte captó toda la escena, y tocó al primero en el brazo y con un frenético y disimulado movimiento de cabeza lo disuadió. Luego los dos, deliberadamente, se pusieron de espaldas para escuchar al Cantor. Mientras se calmaba el terremoto de mi pecho, decidí que el aparato de seguridad del Halcón, los agentes y contraagentes, las maniobras y maquinaciones que se estaban desplegando en el vestíbulo en llamas, debía ser tan sutil e intrincado que intentar comprenderlo era condenarse a la paranoia total.

Arty abrió la puerta de calle.

De la última bocanada de aire climatizado salí a plena noche.

Bajamos a buen paso por la rampa.

—¿Eh, Arty?

—Tú tomas ese camino. —Señaló calle abajo— Yo voy por éste.

—Eh… ¿qué camino es ése?—Señalé en mi direccion.

—La estación Doce Torres del sub-sub-subterráneo. Mira, te saqué de allí. Créeme, por el momento estás a salvo. Ahora toma un tren a algún lugar interesante. Adiós. Vete ahora.

Entonces Arty se metió los puños en los bolsillos y marchó de prisa calle arriba.

Empecé a bajar, pegado al muro, temiendo que alguien desde un auto, al pasar, me acertase con un dardo o con un rayo de la muerte desde la espesura.

Llegué al sub.

Y todavía no había pasado nada.


* * *

AGATA fue reemplazada por MALAQUITA:

TURMALINA:

BERILO (en ese mes cumplí los veintiséis):

PORFIRITA:

ZAFIRO (durante ese mes saque los diez mil que no había pellizcado y los invertí en El Glaciar, un palacio del helado perfectamente legal en Tritón —el primero y único palacio del helado de Tritón— que prendió como la yesca, todos los inversores recibieron dividendos del ochocientos por ciento, fuera de broma. Dos semanas después había perdido la mitad de las ganancias en una serie de ilegalidades disparatadas, y me sentia muy deprimido, pero El Glaciar seguía rindiendo a manos llenas. Llegó la nueva Palabra):

CINABRIO:

TURQUESA:

OJO DE GATO: Héctor Calhoun Eisenhower se detuvo por fin y dedicó esos tres meses a aprender cómo convertirse en un miembro respetable de la clase media alta del bajo fondo. Este episodio da para una novela larga. Altas finanzas; grandes asesorias legales; selección de personal: ¡Ufff! Pero las complejIdades de la vida siempre me intrigaron Salí a flote. La regla básica es siempre la misma: observar con atención, imitar con eficiencia.

GRANATE:

TOPACIO (Murmuré esa palabra en la terraza de la Estación de Energía Trans-Satélite, y eso indujo a mis agentes a cometer dos asesinatos. Y ¿quieres que te diga una cosa? No se me movió un pelo):

AGUAMARINA:


Nos acercábamos al final de Aguamarina. Yo había regresado a Tritón exclusivamente por asuntos de El Glaciar. Era una mañana clara y hermosa: los negocios andaban sobre ruedas. Decidí tomarme la tarde libre e ir a hacer turismo a los Torrentes.

—…doscientos treinta metros de altura —anunció el guía, y todo el mundo a mi alrededor se apoyó en la barandilla y contempló allá arriba, a través del corredor de plástico, los acantilados de metano cubiertos de escarcha que se cernían sobre nosotros desde el frío resplandor verde de Neptuno.

—Avanzando unos pocos metros por la pasarela, damas y caballeros, captarán una primera imagen del Pozo de Este Mundo, donde, hace más de un millon de años, una fuerza misteriosa que la ciencia aun no ha podido explicar hizo que veinticinco miilas cuadradas de metano congelado se licuefactaran por espacio de sólo unas pocas horas durante las cuales un remolino dos veces más profundo que el Gran Cañón de la Tierra quedó inmovilizado por los siglos de los siglos cuando la temperatura descendió una vez más a…

La gente avanzaba por el corredor cuando la vi, sonriente. Ese día mi pelo era negro e hirsuto, y mi tez, castaño oscura.

Sospecho que me senti demasiado seguro de mi Y no me tomé el trabajo de alejarme. Hasta contemplé la posibilidad de un avance. De pronto ella lo echó todo a perder volviéndose bruscamente a mi y dlciendome con cara de piedra:

—¡Caramba, nada menos que Hamlet Caliban Enobarbus!

Los antiguos reflejos reacomodaron mis facciones para conciliar el gesto de confusión con la sonrisa de indulgencia. Perdon, pero me parece que usted se equivoca… No, no lo dije.

—Maud —le dije—, ¿has venido hasta aquí pare decirme que me ha llegado la hora?

La cubrían varios matices de azul, con un gran broche azul en el hombro, evidentemente de cristal. Sin embargo, noté al mirar a los otros turistas que ella pasaba más inadvertida que yo en medio de toda esa finura.

—No —dijo—. En realidad estoy de vacaciones. Lo mismo que tú.

—¿Fuera de broma? —Nos habíamos quedado atrás.—Me estás tomando el pelo.

—Los Servicios Especiales de la Tierra, aunque cooperarnos con los Servicios Especiales de otros mundos, no tienen jurisdicción oficial en Tritón. Y puesto que has venido aquí con dinero y que la mayoría de tus ingresos declarados provienen de El Glaciar, si bien los Servicios Regulares de Tritón podrían tener interés en echarte el guante, los Servicios Especiales todavía no te siguen el rastro. —Sonrió.—Aún no he ido al Glaciar. Sería realmente divertido poder contar que me llevó allí uno de los dueños. ¿Te parece que podriamos ir a tomar algo?

La arremolinada corona del Pozo de Este Mundo se alejó en su opalescente magnificencia. Los turistas contemplaban y el guía seguía hablando de indices de refracción, ángulos de declive.

—Me parece que no confías en mí —dijo Maud.

Mi mirada decía que estaba en lo cierto.

—¿Has tenido alguna vez algo que ver con drogas? —preguntó de pronto.

Fruncí el ceño.

—No, hablo en serio. Quiero tratar de explicarte algo… un detalle que quizá haría más fácil la vida para ambos.

—Periféricamente —dije—. Estoy seguro de que toda la información consta en tus prontuarios.

—Durante varios años yo estuve envuelta en eso mucho más que periféricamente —dijo Maud—. Antes de entrar en los Servicios Especiales estuve en la División Estupefacientes de la policía regular—. Y la gente con quien tratábamos durante las veinticuatro horas del día eran drogadictos o traficantes. Para agarrar a los grandes teníamos que hacernos amigos de los pequeños. Para agarrar a los más grandes teniamos que hacernos amigos de los grandes. Teniamos que vivir según sus horarios, hablar su misma jerga, durante meses y meses y meses vivir en las mismas calles, en el mismo edificio.—Se apartó de la barandilla para dejar pasar a un jovenzuelo.— Dos veces me tuvieron que dar licencia pare hacer curas de desintoxicación de morfina mientras estuve en el escuadrón. Y mi hoja era más limpia que la de la mayoria.

—¿A dónde quieres llegar?

—A ésto. Tú y yo navegamos ahora en las mismas aguas, aunque sólo sea por las profesiones que uno y otro hemos elegido. Te sorprendería saber la cantidad de conocidos comunes que ya tenemos. No te asombre que nos encontremos un día cruzando la Plaza Soberana de Bellona, y luego, dos semanas más tarde, caigamos al mismo restaurante en Lux de Iapetus a la hora de la comida. Aunque los círculos en que nos movemos abarcan mundos, son los mismos, y no tan grandes.

—Vamos —No creo que mi voz sonara feliz.— Permiteme que te ofrezca ese helado.

Emprendimos el regreso por el sendero para peatones.

—¿Sabes una cosa? —dijo Maud—. Si consigues no caer en manos de los Servicios Especiales de aqui y de la Tierra durante un tiempo suficiente, tarde o temprano estarás en la cima con enormes ingresos que crecerán como bola de nieve en una pendiente. Puede que te lleve unos cuantos años, pero es posible. Ahora no hay ningún motivo para que seamos enemigos personales. Quizás algún día llegues a ese punto en que los Servicios Especiales pierdan interes en ti como presa. Oh, pero nos seguiremos viendo, encontrándonos. Mucho de nuestro material informativo lo conseguimos de la gente de arriba. Y también nosotros estamos en condiciones de ayudarte a ti, ¿te das cuenta?

—Has estado despachando hologramas otra vez.

Ella se encogió de hombros. Su rostro era decididamente espectral bajo el pálido planeta. Cuando llegamos a las luces artificiales de la ciudad, dijo:

—Oh, conocí a dos amigos tuyos hace poco, Lewis y Ann.

—¿Los Cantores?

Asintió.

—Oh, en realidad yo no los conozco mucho.

—Ellos parecen saber muchas cosas sobre ti. Quizá por intermedio del otro Cantor, Halcón.

—Oh —volví a decir—. ¿Te dijeron como estaba?

—Hace un par de meses leí que se estaba recuperando. Pero desde entonces, nada.

—Eso es más o menos lo que yo también sé —dije.

—La única vez que lo vi fue cuando lo saqué —dijo Maud.

Arty y yo habíamos salido del vestíbulo antes de que Halcón terminase. Al día siguiente, me enteré por las cintas noticiosas que, cuando hubo terminado de Cantar, había largado la chaqueta con un movimiento de hombros, dejado caer los pantalones y se habia vuelto a meter en el estanque.

La dotación de bomberos se había despertado bruscamente, la gente empezó a correr de acá para allá y a gritar: lo habían rescatado, con el setenta por ciento del cuerpo cubierto de quemaduras de segundo y tercer grado. Yo me había dedicado con ahínco a no pensar en eso.

—¿Tú lo sacaste?

—Sí. Yo estaba en el helicóptero que aterrizó en el techo —dijo Maud—. Pensé que a ti te impresionaría verme.

—Oh —dije—. ¿Cómo llegaste a sacarlo?

—Cuando ustedes emprendieron la retirada, la guardia de seguridad de Arty se las ingenió para trabar los ascensores más arriba del piso setenta y uno, así que nosotros no llegamos al vestíbulo hasta después que ustedes salieran del edificio. Fue entonces cuando Halcón trató de…

—¿Pero en realidad fuiste tú quien lo salvó?

—¡Los bomberos de ese barrio no habían tenido un solo incendio en doce años! No creo que supieran siquiera cómo se manejaba el equipo. Hice que mis muchachos cubrieran el estanque de espuma, entonces me meti y lo saqué…

—Oh —volví a decir. Había hecho todo lo posible, casi lo había logrado, en estos once meses. No estaba alli cuando sucedió. No era asunto mio. Maud estaba diciendo:

—Pensamos que quizás él nos diera una pista para llegar a ti. Pero cuando lo llevé a la villa estaba totalmente inconciente, no era nada más que un horrible montón de heridas abiertas, chorreando…

—Debi imaginarme que los Servicios Especiales también usan a los Cantores —dije—. Todos lo hacen. La Palabra cambia hoy, ¿no? ¿Lewis y Ann no te dijeron cuál es la nueva?

—Los vi ayer y la Palabra no cambia hasta dentro de ocho horas. Además, no me la dirían a mi, en todo caso.—Me miró de soslayo y frunció el ceño.—Claro que no.

—Vamos a tomar unos helados —le dije—. Vamos a charlar de naderías y a escucharnos el uno al otro con atención, mientras adoptamos un aire displicente; tú tratarás de pescar al vuelo cosas que te ayudarán a agarrarme y yo trataré de pescar al vuelo lo que dejes escapar que pueda ayudarme a darte el esquinazo.

—Um-hm —asintió.

—En todo caso, ¿por qué te acercaste a mi en aquel bar?

Ojos de hielo:

—Ya te lo dije, simplemente porque navegamos en las mismas aguas. No es nada raro que ambos estemos en el mismo bar la misma noche.

—Sospecho que esta es justamente una de las cosas que yo no tengo que comprender ¿mmm?

Su sonrisa fue oportunamente ambigua. No insistí.


* * *

Fue una tarde muy aburrida. No podría repetir ni una sola de las tonterias que intercambiamos mientras parloteamos por sobre las montafías de crema batida coronada de cerezas. Empeñábamos ambos tanta energia en mantener la apariencia de estar divirtiéndonos, que dudo que ninguno de los dos pudiera encontrar la forma de pescar algo significativo; si es que se dljo algo significativo.

Se marchó. Durante un rato mis melancólicos pensamientos giraron en torno del ennegrecido y chamuscado fénix.

El mayordomo de El Glaciar me llamó a la cocina pare preguntarme por un embarque de leche de contrabando (El Glaciar elabora todos sus helados) que yo había logrado escamotear en mi último viaje a la Tierra (es asombroso lo poco que ha progresado la explotación lechera en los últimos diez años: me deprime pensar lo fácil que fue engatusar a ese vermontés fanfarrón) y bajo las luces blancas y entre las grandes batidoras de plástico, mientras yo trataba de aclarar las cosas hizo algún comentario acerca del Emperador de las Cremas Heladas Heist; que no me cayó nada bien.

Hacia la hora en que empezó a caer la clientela nocturna, y la maquinita a tararear, y las paredes de cristal a centellear; y la troupe —una novedad de esa semana— a dejarse convencer de salir a escena a pesar de todo (un baúl de disfraces se había perdido en tránsito [o había sido escamoteado, pero eso yo no se lo iba a decir]), y yo, yendo de mesa en mesa, personalmente, habia pescado a una Jovencita muy mugrienta, evidentemente idiotizada por la farlopa, tratando de robarle la cartera a un cliente por detrás de una silla —no hice más que tomarla por la muñeca, hacer que la soltara y acompañarla haste la puerta delicada, delicadamente mientras ella me miraba parpadeando con ojos dilatados y el cliente nunca se enteró —y la troupe, habiendo decidido qué demoníos, estaba actuando au naturel, y todo el mundo se estaba divirtiendo a lo grande, yo me sentia realmente mal.

Salí al aire libre, me senté en los anchos escalones y gruñía cada vez que tenía que correrme pare dejar salir o entrar a la gente. Cuando andaba por el gruñido número setenta y cinco, la persona contra quien gruñia se detuvo a mi lado y me retumbó en la cabeza.

—Estaba seguro de que terminaría por encontrarte si te buscaba con bastante empeño. Quiero decir si realmente buscaba.

Miré la mano que aleteaba sobre mi hombro. segui el brazo haste el cuello de la polera negra, donde habia una cabeza carnosa, calva, sonriente.

—Arty —dlje—. ¿Qué estás…?

Pero él seguía palmoteándome y riéndose con imperturbable gamutlicheit.

—No te imaginas el tiempo que me llevó conseguir una foto tuya, muchacho. Tuve que sobornar a uno del Departamento de Servicios Especiales de Tritón. Ese truco de los cambios súbitos. Tu gran treta. ¡Grandiosa! —El Halcón se me sentó al lado y dejó caer la mano sobre mi rodilla.—Flor de negocio tienes aquí. Me gusta, me gusta mucho.— Huesecillos en buñuelo venoso.— Pero todavía no lo bastante como pare hacerte una oferta. A pesar de todo, estás aprendiendo rápido. Yo te puedo asegurar que estás aprendiendo rápido. Voy a sentirme orgulloso de poder decir que yo fui el que te dio la primer gran oportunidad.—Retiró la mano y empezó a amasársela con la otra.—Si tienes intenciones de mudarte entre los grandes, tienes que tener por lo menos un pie bien plantado en la margen derecha de la ley. La cuestión es que te hagas indispensable a la gente que vale la pena, una vez hecho eso, un rufián que se precie tiene las llaves de todas las cajas fuertes del sistema. Pero no te estoy diciendo nada que tú ya no sepas.

—Arty —le dije— ¿te parece conveniente que nos vean a los dos, aquí, juntos…?

El Halcón se puso la mano sobre la solapa y la sacudió con aire de desaprobación.

—Nadie nos puede sacar una foto. Mi escolta anda por aquí. Nunca salgo a la calle sin mi aparato de seguridad. He oído decir que tú también anduviste metiendo mano en este negocio de la seguridad —lo cual era cierto—. Buena idea. Excelente. Me gusta la forma en que te estás manejando.

—Gracias, Arty, esta noche no estoy muy en vena. Salí aquí a tomar un poco de aire…

La mano de Arty volvió a revolotear.

—No te aflijas. No me quedaré mucho Tienes razón. No nos deben ver. Sólo que pasaba por aquí y quise saludarte. Nada más que saludarte.— Se puso de pie.—Eso es todo.

Empezó a bajar los peldaños.

—¿Arty?

Volvió la cabeza.

—En algún momento, pronto, regresarás; y entonces querrás comprarme mi parte en El Glaciar, porque yo habré crecldo demasiado; y yo no querré vender porque pensaré que soy lo bastante grande como para pelearte. Así que por un tlempo seremos enemigos. Tú tratarás de matarme. Yo trataré de matarte a tí.

En su cara, primero la mueca de confusión; luego la sonrisa indulgente.

—Veo que has captado la idea de la información holográlfica. Muy bien. Bien. Es la única forma de ganarle la mano a Maud. Asegúrate de que toda la información que tienes te dé un panorama total de la situación. Es la única forma de ganarme la mano también a mí.—Sonrió, empezó a dar media vuelta pero se le ocurrió otra idea.—Si puedes resistirme el tiempo suficiente, y seguir creciendo, mantén tu sistema de seguridad al pelo, podría llegar el momento en que a ambos nos convenga trabajar otra vez juntos. Si puedes aguantar, volveremos a ser amigos. Algún dia. Mantente alerta. Espera.

—Gracias por decirmelo.

El Halcón miró su reloj.

—Bueno. Adiós.—Pensé que por fin iba a marcharse. Pero volvió a mirarme.— ¿Tienes la nueva Palabra?

—Es cierto —dije—. Salía esta noche. ¿Cual es?

El Halcón esperó a que la gente que bajaba se alejara. Miró presuroso alrededor, luego se inclinó hacia mí y haciendo bocina con las manos, dijo roncamente:

—Pirita —y me hizo una gran guiñada—. Me la acaba de pasar una fulana que la consiguió directamente de Colette (una de los tres Cantores de Tritón).—Entonces se dio la vuelta, bajó, meneándose, los escalones, y se abrió paso a fuerza de hombro entre el gentío que pasaba por la rambla.


* * *

Yo me quedé allí, sentado, rumiando la mufa del año, haste que tuve que levantarme y caminar. Todo cuanto el caminar hace por mis estados depresivos es redoblar el ritmo de mi paranoia. Cuando regresaba habia elaborado ya la trama de todo un sistema alucinatorio: El Halcón habia empezado a tejer a mi alrededor una verdadera red de seguridad que concluía cuando todos quedábamos atrapados en un callejón sin salida, y yo, tratando de conseguir ayuda, gritaba “¡ Pirita!”, que resultaba no ser para nada la Palabra, sino que servía para identificarme al hombre de los guantes negros con el revolver/la granada/el gas.

Habia una cafetería en la esquina. A la luz de la ventana, apiñados en el cordón de la acera sobre las ruinas, había un grupo de roñosos (a la Tritón: cadenas alrededor de las muñecas, abejorros tatuados en las mejillas, botas de tacones altos los que podían pagárselas). A horcajadas sobre los faros delanteros hechos añicos estaba la pequeña morfinómana que horas antes echara de El Glaciar.

En un impulso me acerqué a ella.

—¡Eh, tú!

Me miró por debajo del pelo que parecía heno pisoteado, los ojos pura pupila.

—¿Tienes ya la nueva Palabra?

Se frotó la nariz, ya enrojecida de tanto rascarla.

—Pirita —dijo—. Llegó hace alrededor de una hora.

—¿Quien te la pasó?

Consideró mi pregunta.

—La conseguí de un tipo que dice que la consiguió de un fulano que llegó esta noche de Nueva York a quien se la pasó un Cantor llamado Halcón.

Los tres roñas que estaban más cerca se esforzaban por no mirarme. Los que estaban más lejos se permitieron una ojeada.

—Oh —dije—. Oh. Gracias.

La navaja de Occam junto con cualquier información verídica sobre la forma en que actúan los equipos de seguridad, lima en gran parte las asperezas de esa paranoia. PIRITA. En un determinado nivel de mi línea de trabajo, la paranoia no es más que una enfermedad profesional. Al menos tenia la certeza de que Arty (y Maud) la padecían probablemente tanto como yo.


* * *

Las luces estaban apagadas en la marquesina de El Glaciar. Entonces recordé y corrí escaleras arriba.

Pero la puerta estaba cerrada con llave. Golpee un par de veces con los puños sobre el cristal, pero ya todos se habian ido a casa. Y lo peor era que lo podia ver alli. sobre el mostrador del vestuario, bajo la lamparilla anaranjada. Probablemente el Mayordomo lo había puesto allí, pensando que tal vez yo regresaría antes de que todos se marchasen. Mañana a mediodia Ho Chi Eng tenia que ir a buscar su reserve para la Suite Marigold de la Nave Inteplanetaria El Cisne platinado que partia a las trece y treinta con destino a Bellona. Y allí, detrás de las puertas de cristal de El Glaciar, esperaban la peluca correspondiente, junto con los párpados epicánticos que dividirían por la mitad los endrinos ojos de azabache del señor Eng.

Hasta pensé en entrar como un ladrón. Pero la solución más práctica era hacer que los del hotel me despertasen a las nueve y entrar con el hombre de la limpieza. Di media vuelta y empecé a bajar los escalones; y la idea que se me ocurrió me entristeció terriblemente, asi que parpadeé y sonreí sólo por reflejo: quizá fuese mejor dejarlo allí hasta la mañana, porque de todos modos no habia en él nada que no era mío.

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