Hal Clement Estrella brillante

I. DETENIDOS EN UN HOYO

Beetchermarlf percibió cómo se extinguían las vibraciones cuando su vehículo se detuvo, pero instintivamente miró hacia el exterior, antes de soltar el timón del Kwembly. Por supuesto, era un esfuerzo inútil. El sol, o mejor dicho, el cuerpo al que intentaba considerar como sol, se había puesto unas veinte horas antes. El cielo todavía estaba demasiado brillante como para que se viesen las estrellas, pero no era suficiente para poder mostrar detalles del polvoriento y monótono campo de nieve a su alrededor. A su espalda, la única dirección que no podía ver desde el puente del Kwembly, el rastro del vehículo podría haber proporcionado alguna referencia visual; pero desde su puesto en el timón no había ninguna pista de la velocidad.

El capitán, tendido sobre su plataforma, situada detrás del timonel, en un nivel superior, interpretó correctamente su cabeza levantada. Si esto le divirtió, no lo dejó traslucir. Habiendo pasado el equivalente de casi dos vidas humanas en los impredecibles océanos de Mesklin. Nunca había conseguido disfrutar de la incertidumbre; simplemente vivir con ella. Mandar una «nave» que no entendía completamente, viajar sobre la Tierra, en lugar de hacerlo sobre el mar, y saber que su mundo de origen estaba a más de tres parsecs de distancia no ayudaba a reforzar su seguridad en sí mismo; simpatizaba por completo con la desconfianza del joven.

—Nos hemos parado, timonel. Fija el timón y comienza la revisión de las cien horas. Nos quedaremos diez horas aquí.

—Sí, señor.

Beetchermarlf deslizó el timón en su muesca de soporte. Una ojeada al reloj le dijo que le quedaba una hora de guardia; por tanto, comenzó a examinar los cables que conectaban la barra del timón con los juegos de ruedas delanteras del Kwembly.

Los cables eran bastante visibles, puesto que no se había hecho ningún esfuerzo para ocultar la maquinaria esencial detrás de unas paredes. Los constructores del gigantesco vehículo y de las once «naves» hermanas no se habían preocupado de la apariencia externa. Sólo se necesitaban unos cuantos segundos para asegurarse de que las pocos centímetros de cable sobre la cubierta del puente todavía no se habían deteriorado. El timonel hizo un gesto al capitán significando: «Todo está bien». Golpeó la cubierta pidiendo entrada, esperó el acuse de recibo de los de abajo, abrió la trampilla de estribor y se esfumó por la rampa para continuar su inspección.

Dondragmer le vio marchar sin gran precaución. Le preocupaban otras cosas, y el timonel era un marinero de confianza. Por el momento apartó su mente del problema del timón y levantó la parte delantera de sus setenta centímetros, hasta que su cabeza estuvo al nivel de los micrófonos. Un sonido semejante al de una sirena, que podía oírse por encima de uno de los tifones de Mesklin —aunque en el silencio del campo de nieve de Dhrawn resultaba casi ridículo—, aseguró la atención del resto de la tripulación.

—Os habla el capitán. Parada de diez horas para revisión; que comiencen los turnos de vigilancia. El personal de investigación seguirá con sus ocupaciones habituales, asegurándose de verificar con puente antes de salir al exterior. No habrá vuelos hasta que los exploradores hayan sido examinados. ¡Distribución de energía, enterado!

—Energía en revisión.

La voz que salió del micrófono era algo más profunda que la de Dondragmer.

—¡Soporte vital, enterado!

—Soporte vital en revisión.

—¡Comunicación, enterado!

—En revisión.

—¡Kervenser, al puente para estar disponible! Voy a salir. ¡Investigación, condiciones exteriores!

—Un momento, capitán. —Hubo una breve pausa antes de que la voz continuase—. Temperatura, 77; presión, 26,1; viento a partir de 21, constante a 200 cables por hora; fracción de oxígeno estándar a 0,0122.

—Gracias. Eso no parece muy malo.

—No. Con su permiso, saldré con usted para conseguir muestras de la superficie. ¿Podemos colocar el taladro? Podemos conseguir fragmentos rocosos a una buena profundidad en menos de diez horas.

—Perfectamente. Si tardáis tiempo en recoger el equipo del taladro, yo quizá esté fuera antes de que lleguéis a la salida; pero cuando estéis listos, podéis salir. Decidle a Kervenser cuántos vais en el grupo para el diario.

—Gracias, capitán. Estaremos allí enseguida.

En su puesto Dondragmer se relajó; por supuesto, él no dejaría el puente hasta que no apareciese su relevo, aun con los motores parados. Kervenser tardaría unos minutos en llegar, puesto que él también tendría que entregar sus obligaciones normales a su relevo. Sin embargo, la espera no era aburrida. Había mucho sobre qué pensar. Dondragmer no era el tipo aprensivo (el sistema nervioso de los mesklinitas no reacciona así ante la incertidumbre), pero le gustaba pensar las cosas antes de hacerlas.

El hecho de que el Kwembly, si estuviese averiado, se encontraba a 16.000 o 19.000 kilómetros de socorro, era simplemente el fondo del asunto, no un problema especial. No resultaba muy diferente de la situación a que se había enfrentado en los vastos mares de Mesklin durante la mayor parte de su vida. La principal sacudida de la seguridad en sí mismo, normalmente plácida, era causada por la máquina que gobernaba. No se parecía en absoluto al flexible conjunto de balsas que era su idea de un barco. Le habían asegurado que flotaría si se presentaba la ocasión; realmente lo había hecho así durante las pruebas en el lejano Mesklin, donde había sido construida. Sin embargo, desde entonces había sido desarmada, depositada en un carguero y puesta en órbita alrededor de su mundo de origen, transferida en el espacio a una nave interestelar, transportada a otro carguero muy diferente después del salto de los tres parsecs y llevada a la superficie de Dhrawn antes de ser armada. Dondragmer en persona había supervisado el desgüazamiento y la reconstrucción del Kwembly y las demás máquinas, pero no así los pasos intermedios. Esta era la razón principal por la que ahora quería salir al exterior; por alta que fuese su opinión de Beetchermarlf y el resto de su escogida tripulación, le gustaba tener conocimientos de primera mano.

Por supuesto, no le mencionó esto a Kervenser cuando llegó al puente. Era algo que se sobrentendía. Además, el primer oficial presumiblemente sentía lo mismo.

—Se están llevando a cabo las revisiones. Los investigadores van a salir a excavar un pozo y yo voy a ver cómo está todo —fue cuanto Dondragmer dijo cuando le dejó su puesto—. Puedes hacerme señales con las luces exteriores si es necesario. Es todo tuyo.

Kervenser chasqueó alegremente dos de sus pinzas.

—Yo lo llevaré, Don. Diviértete.

El capitán salió a través de la escotilla por la que había entrado su relevo, que estaba todavía abierta, diciéndose a sí mismo mientras salía que Kervenser no era tan despreocupado como parecía.

La principal compuerta neumática estaba a veinte metros por detrás del puente, cuatro cubiertas más abajo. Dondragmer se detuvo varias veces en el camino para hablar con miembros de su tripulación que trabajaban entre las cuerdas, vigas y tuberías del interior del Kwembly. Cuando llegó a la salida, cuatro científicos, con su maquinaria de taladrar, estaban ya allí y habían comenzado a ponerse los trajes especiales. El capitán observó críticamente cómo contorsionaban sus largos cuerpos y numerosas piernas dentro de los transparentes envoltorios, hizo las pruebas de la tensión y comprobó sus suministros de hidrógeno y argón. Satisfecho, les señaló la compuerta y comenzó a vestirse. Cuando salió, los otros ya casi habían colocado sus aparatos. Les dirigió una breve ojeada mientras se detenía en la parte superior de la rampa que llevaba de la compuerta al suelo. Sabía lo que estaban haciendo y podía darlo por hecho, pero nunca podía despreocuparse así del tiempo. Incluso mientras pasaba la aldaba de la compuerta externa detrás de él, miraba hacia el suelo tanto como se lo permitía el prominente casco de su nave.

La oscuridad se acentuaba muy lentamente, mientras la rotación bimensual de Dhrawn alejaba más el débil sol bajo el horizonte. Como en su planeta nativo, éste parecía estar algo por encima del nivel de la vista a su alrededor. La atmósfera comprimida por la gravedad y responsable de este efecto haría también que las estrellas, cuando se hiciesen visibles, temblasen con violencia. Dondragmer miró hacia la proa, pero las estrellas gemelas que vigilaban el polo sur del firmamento, Fomalhaut y Sol, eran todavía invisibles.

Se veían unos pocos cirros moviéndose rápidamente hacia el oeste. Evidentemente, los vientos a trecientos o seiscientos metros de altura eran contrarios a los de la superficie, como era usual durante el día. Esto podría cambiar pronto, y Dondragmer lo sabía; a unos cuantos miles de kilómetros al oeste, la puesta del sol provocaría un cambio de temperatura mayor que aquí. En las próximas doce horas podría haber cambios en el clima. Exactamente qué clases de cambios era más de lo que su formación de marino mesklinita le permitía adivinar, aunque estuviese fortalecida por la meteorología y física alienígenas.

Sin embargo, por el momento todo parecía bien. Bajó por la rampa hasta la nieve, y noventa metros al este se acercó a la compuerta que estaba en el lado de estribor, en parte para asegurarse del estado del resto del cielo y en parte para conseguir una vista general de la máquina antes de comenzar una inspección detallada.

El cielo occidental no era más amenazador que el resto, y le dedicó sólo una breve ojeada.

El Kwembly tenía el aspecto de costumbre. Probablemente a un ser humano le hubiese sugerido un puro de pasta descansando sobre una mesa llana. Medía algo más de treinta metros de largo, seis metros por encima de la nieve. En realidad, había dos; la curva superior del casco a un tercio de la popa y el propio puente. Este último formaba una cruz de seis metros, cuyos perfiles casi cuadrados estropeaban algo las suaves curvas del cuerpo principal. Estaba próximo a la proa para permitir al timonel, comandante y oficial de derrota observar el terreno cuando viajaban a casi hasta el punto donde lo cubrían las ruedas delanteras.

El fondo plano del vehículo se encontraba casi a un metro de la nieve, sostenido por un conjunto casi continuo de ruedas portadoras de cadenas. Estaban fundidas individualmente y conectadas por un embrollado aparejo de finos cables que permitían al Kwembly girar en radio bastante corto, en un control de su tracción razonablemente completo. Las ruedas estaban separadas del casco propiamente dicho por algo que equivalía a un colchón neumático, el cual distribuía la tracción y se adaptaba a las pequeñas irregularidades del terreno.

Una figura semejante a una oruga progresaba lentamente a lo largo de un costado del vehículo. Probablemente Beetchermarlf continuaba su inspección del aparejo. Veinte metros más cerca del capitán había sido erigida la pequeña torre del taladro. Por encima, colgándose de los estribos que jalonaban el casco, aunque apenas podían verse desde la distancia del capitán, trepaban otros miembros de la tripulación, que inspeccionaban los orificios comprobando su tensión. Para un mesklinita, éste era un trabajo enervante. Para un ser criado en un mundo donde la gravedad polar era más de seiscientas veces la de la Tierra y donde incluso la gravedad bajo techo era un tercio de la misma, la aerofobia era un estado mental normal y saludable. La presión de Dhrawn, débil en comparación, pues era escasamente de cuatrocientos metros por segundo cuadrado, hacía que trepar fuese algo más llevadero, pero la inspección del casco era todavía la tarea menos popular. Dondragmer retrocedió reptando sobre la mezcla, fuertemente apretada, de cristales blancos y polvo castaño, interrumpida por arbustos bajos ocasionalmente, y subió por un costado para ayudar.

Las grandes placas curvas eran de fibra de boro, unidas por polímeros cargados de oxígeno y fluorina. Habían sido fabricadas en un mundo que ninguno de los mesklinitas había visto nunca, aunque la mayor parte de la tripulación había tenido tratos con sus nativos. Los ingenieros químicos humanos habían diseñado aquellas partes del casco para que soportasen todos los agentes corrosivos en que pudieron pensar. Comprendían muy bien que Dhrawn era uno de los pocos lugares del universo que probablemente sería más perjudicial a este respecto que su propio mundo de oxígeno y agua. Se mostraron completamente conscientes de su gravedad. Cuando sintetizaron las partes del casco y los adhesivos que las mantenían unidas —tanto los cementos temporales utilizados durante las pruebas en Mesklin como los presuntamente permanentes empleados al rearmar los vehículos en Dhrawn—, tuvieron en cuenta todos estos factores. Dondragmer confiaba plenamente en la habilidad de aquellos hombres, pero no podía olvidar que ellos no se habían enfrentado, ni esperaban hacerlo nunca, a las condiciones contra las que sus productos luchaban. Aquellos particulares fabricantes de paracaídas nunca tendrían que saltar, aunque un mesklinita no habría entendido la paradoja.

Aunque el capitán respetaba la teoría, conocía muy bien la diferencia entre ésta y la práctica; por tanto, dedicó toda su atención a los ajustes entre las secciones del enorme casco.

Cuando se convenció de que continuaban sólidas y ajustadas, el cielo estaba mucho más oscuro. Kervenser había encendido algunas de las luces exteriores, en respuesta a un repiqueteo en el exterior del puente y a unos cuantos gestos. Con esta ayuda, los escaladores terminaron su trabajo y regresaron a la nieve.

Beetchermarlf salió de debajo del gran casco e informó que no había ninguna novedad en los cables de guardín. Los que trabajaban en el taladro habían conseguido unos cuantos metros de fragmentos rocosos. Cada segmento, en cuanto era obtenido, se trasladaba al laboratorio para estudiarse la temperatura ambiental. En realidad, la «nieve» local parecía ser en su mayor parte agua en la superficie; por tanto, muy por debajo de su punto de fusión, pero nadie podía estar seguro de lo que ocurriría más abajo.

La luz artificial enmascaraba algo el cielo. El primer aviso de que el tiempo cambiaba fue una repentina ráfaga de aire. El Kwembly se balanceó ligeramente sobre sus cadenas y los cables de guardín vibraron al ser zarandeados por el denso aire. Los mesklinitas no tuvieron problemas. Para hacerles volar, con la gravedad existente en Dhrawn, se habría necesitado un tornado arrollador. Pesaban casi tanto como pesaría en la Tierra una estatua de oro de tamaño natural. Dondragmer, enterrando reflexivamente sus garras en la polvorienta nieve, no se sintió preocupado por el viento, aunque sí muy molesto ante su propio fallo al no haber advertido con anterioridad las nubes que lo acompañaban. Estas habían pasado de ser aborregados cirros, casi a trescientos metros de altura, a rotos celajes de tipo estrato, situados a la mitad de aquella altura. Todavía no había ninguna precipitación, pero ninguno de los marineros dudaba que pronto la habría. Sin embargo, no podían adivinar ni su forma ni su violencia. Según las medidas humanas, llevaban en Dhrawn un año y medio, pero esto no era suficiente tiempo, ni siquiera aproximadamente, para aprender todos los fenómenos de un mundo mucho mayor que el suyo. Incluso si ese mundo hubiese completado una de sus revoluciones, en lugar de menos de la cuarta parte, no habría sido suficiente para la tripulación de Dondragmer.

La voz del capitán se elevó sobre la canción del viento.

—Todo el mundo dentro. Berjendee, Reffel y Stakendee, ayudadme con el equipo del taladro. El primero que entre debe decirle a Kervenser que ponga a punto los motores y que esté preparado para poner la proa al viento en cuanto todos nosotros estemos a bordo.

Cuando daba esta orden, Dondragmer sabía que quizá no sería posible obedecerla. Era muy probable que la revisión estuviese en un punto que impidiese poner en marcha los motores. Pero después de haber dado la orden, no pensó más en ello. Si era posible sería cumplida. Otros asuntos reclamaban su atención. El equipamiento del taladro tenía prioridad absoluta. Era maquinaria de investigación, la única razón de que los mesklinitas se encontrasen en Dhrawn. Hasta Dondragmer, relativamente libre de las sospechas que muchos mesklinitas alimentaban sobre las intenciones y motivos de los humanos, sospechaba que el científico humano medio valoraría mucho más el equipamiento del taladro que las vidas de un marinero o dos.

Los investigadores ya habían retirado la broca, y estaban comenzando a entrar cuando él les alcanzó. Siguieron la biela y la caja de cambios del artificio manual, dejando únicamente lo que constituía el soporte y las torres guía. Esto era menos importante, puesto que podían ser reemplazadas sin la ayuda humana, pero ya que el viento no empeoraba, el capitán y sus ayudantes se quedaron para rescatarlos también. Cuando terminaron, los demás ya se habían desvanecido en el interior. Evidentemente, Kervenser da muestras de impaciencia en el puente…

Con un suspiro de alivio, Dondragmer condujo su grupo por la rampa y la compuerta, que cerró a sus espaldas. Se encontraban ahora sobre un reborde de un metro de ancho, que rodeaba la compuerta delante de un estanque de amoníaco líquido del mismo ancho, el cual formaba la parte interior del compartimiento. El más pesadamente cargado del grupo descendió dentro del líquido, agarrándose a estribos similares a los que se encontraban en la parte exterior del casco; otros sencillamente se zambulleron, como el capitán. La pared interna de la compuerta estaba a un metro por debajo de la superficie. Entre su borde inferior y el fondo de la cisterna había una ranura de un metro. Pasando bajo ésta y trepando hacia el otro lado, llegaron a un saliente similar al de la entrada. Otra puerta les dio acceso a la sección media del Kwembly. A su alrededor había un ligero olor a oxígeno —generalmente unas cuantas burbujas del aire exterior acompañaban a cualquier cosa que penetrase por la compuerta—, pero el omnipresente vapor del amoníaco y las superficies catalizadoras colocadas en muchos sitios dentro del casco habían demostrado hacía tiempo ser capaces de controlar esta molestia. La mayor parte de los mesklinitas habían aprendido a soportar bastante bien el olor, puesto que como todo el mundo sabía, el gas era inofensivo en pequeñas cantidades.

Los investigadores se quitaron los trajes y se marcharon con sus aparatos y con los estuches que habían protegido sus muestras del amoníaco líquido. Dondragmer mandó a los demás a cumplir con sus obligaciones normales y se dirigió hacia el puente. Kervenser se preparaba para abandonar el puesto de mando, cuando el capitán entró por la escotilla y le hizo señas de que volviese, mientras se dirigía al lado de estribor de la superestructura. Algunas porciones del suelo eran transparentes. Al principio, los diseñadores humanos habían pretendido que todo fuese así, pero no contaron con la psicología mesklinita. Arrastrarse por el campo ya era bastante malo, pero pisar sobre un suelo transparente encima de cuatro metros o más de aire vacío era completamente irrazonable. El capitán se detuvo al borde de una de las hojas de cristal del suelo y miró cautelosamente hacia abajo.

Alrededor del gigantesco vehículo, la grisácea superficie no había cambiado; el viento que sacudía el casco aparentemente no había afectado a la nieve, comprimida por aquellas gravedades durante tiempo indefinido. Incluso los remolinos alrededor del Kwembfy no mostraban señales de su presencia, aunque Dondragmer hubiese esperado más bien que excavasen agujeros alrededor de sus cadenas. Más allá, hasta el límite alcanzado por las luces, no se veía nada, excepto los orificios de donde habían sido extraídas las muestras rocosas y las zarandeadas ramas de algún arbusto de vez en cuando. Las observó atentamente durante varios minutos, esperando que el viento dejase alguna huella allí, pero finalmente dedicó su atención al cielo.

Comenzaban a aparecer unas cuantas estrellas brillantes entre los parches de celaje, pero los guardianes del Polo no se veían. Estaban sólo a unos cuantos grados sobre el horizonte meridional, en gran parte a causa de la refracción, y las nubes bloqueaban todavía más la vista oblicua. Aún no había señales de lluvia ni de nieve, ni forma de descifrar cuál era de esperar, si es que había que esperar algo. La temperatura en el exterior estaba todavía justo por debajo del amoníaco puro y muy por debajo del correspondiente al agua, pero una precipitación mixta era más que probable. Lo que aquello produciría en el granizado casi puro depositado sobre el suelo, Dondragmer no podía adivinarlo; conocía la mutua solubilidad del agua y el amoníaco, pero nunca había intentado memorizar los diagramas con las fases o las tablas del punto de congelación de las diversas mezclas posibles. Si la nieve se disolvía, el Kwembly quizá tuviese una oportunidad para demostrar su capacidad de flotación. No sentía ganas de hacer la prueba.

Kervenser interrumpió sus pensamientos.

—Capitán, estaremos listos para movernos dentro de cuatro o cinco minutos. ¿Quiere energía de tracción?

—Todavía no. Temía que el viento podría llevarse la nieve que está debajo de nosotros y nos haría volcar como los movimientos del agua sobre una nave en la playa, y quería ponerle proa por si sucedía eso; mas hasta ahora no parece haber peligro. Que los exámenes de revisión continúen, excepto aquellos que interfieran con un preaviso de cinco minutos de energía de tracción.

—Eso es lo que estamos haciendo, capitán. Lo dispuse así hace unos cinco minutos cuando llegó su orden.

—Bien. Entonces conservaremos encendidas las luces exteriores y vigilaremos el terreno a nuestro alrededor hasta que estemos preparados para continuar o hasta que cese el viento.

—Es molesto no poder predecir cuándo será eso.

—Lo es. En Mesklin una tormenta pocas veces dura más de un día y nunca menos de una hora aproximadamente. Este mundo gira tan lentamente, que los núcleos tormentosos pueden llegar a ser tan grandes como un continente y podrían necesitar cientos de horas para pasar. Tendremos que esperar a que éstos lo hagan.

—¿Quiere decir que no podremos viajar hasta que cese el viento?

—No estoy seguro. La exploración aérea sería peligrosa, y sin ella no podríamos ir lo suficientemente rápidos; por lo menos eso pensaría la cuadrilla de humanos.

—De todas formas, no me gusta ir tan rápido. No se puede examinar realmente un lugar, a menos que uno se detenga un rato. Debemos estar perdiéndonos un montón de cosas que hasta esos chocantes humanos encontrarían interesantes.

—Parecen saber lo que quieren, algo relacionado con decidir si Dhrawn es un planeta o una estrella…, y ellos pagan. Admito que se hace aburrido para la gente que solamente tiene que ocuparse del trabajo rutinario.

Kervenser dejó pasar la observación sin comentarios, aunque no sin advertirla. Sabía que su comandante nunca habría sido insultante deliberadamente, aun después de las desdeñosas palabras de su colega sobre los seres humanos. Este era un punto en el que Dondragmer se diferenciaba muy profundamente de muchos de sus compatriotas, quienes daban por supuesto que los alienígenas se quedarían con todo cuanto tuviesen, como cualquier buen mercader. El comandante había pasado más tiempo en contacto íntimo con científicos humanos como Paneshk y Drommian, más que ningún otro mesklinita, teniendo desde siempre una personalidad bastante tolerante y acomodaticia. Había llegado a ser lo que muchos otros mesklinitas consideraban como blando, en relación a los alienígenas.

El asunto se discutía raras veces, y ésta lo impidió la llegada de Beetchermarlf. Informó que la revisión había sido terminada. Dondragmer le relevó, ordenándole que enviase el nuevo timonel al puente, y permaneció silencioso hasta la llegada de este último. Takoorch, sin embargo, no era un tipo silencioso. Cuando alcanzó el puente, perdió poco tiempo en comenzar lo que sin duda consideraba una conversación. Kervenser le daba cuerda, divertido como siempre por la imaginación y desfachatez del individuo; Dondragmer, sin embargo, lo ignoraba todo, excepto ráfagas ocasionales de la conversación. Estaba más interesado en lo que sucedía en el exterior, por poco llamativo que fuese en el momento.

Apagó las luces del puente y todas las exteriores, excepto las más bajas, consiguiendo así una vista mejor del cielo sin perder completamente contacto con la superficie. Las nubes eran pocas y más pequeñas, aunque parecían moverse tan rápidamente como antes. El sonido del viento resultaba también el mismo. Poco a poco iban apareciendo más estrellas. Una vez divisó uno de los Guardianes (así los habían bautizado rápidamente los marineros mesklinitas) hacia el sur. No podía decir cuál era; desde Dhrawn, Sol y Fomalhaut brillaban lo mismo, y su violento parpadeo a través de la atmósfera del gigantesco mundo hacía que un juicio por el color no fuese de fiar. De todas formas la visión fue breve, puesto que las nubes no habían desaparecido por completo.

«…El grupo de balsas a estribor se desencuadernó; excepto yo, todo el mundo estaba en el cuerpo central…»

Ni lluvia ni nieve todavía, y los cielos despejados hacían que ahora pareciesen menos probables para alivio del capitán. Una comprobación con el laboratorio a través de uno de los micrófonos le informó que la temperatura estaba bajando; ahora era de 75 grados, tres grados por debajo del punto de fusión del amoníaco. Todavía lo suficientemente cerca para que hubiese problemas con las combinaciones, pero yendo en la dirección adecuada.

«…de las islas al sur y al oeste del Dingbar. Habíamos sido conducidos a la costa por un golpe de tormenta, y estábamos en seco con la mitad de la cubierta rota. Yo…»

Arriba las estrellas apenas tenían ya interrupciones; el celaje casi se había desvanecido.

Por supuesto, las constelaciones resultaban familiares. La mayoría de las estrellas más brillantes de los alrededores no eran muy afectadas por un cambio de perspectiva de tres parsecs. Dondragmer, de todas formas, había tenido el tiempo suficiente para acostumbrarse a los pequeños cambios, y ya no los advertía. Una vez más intentó sin éxito encontrar los Guardianes. Quizá todavía había nubes en el sur. Estaba ahora demasiado oscuro para saberlo. Incluso el suprimir las luces restantes durante un momento no ayudó. Sin embargo, sí atrajo la atención de los otros dos, y el flujo de la anécdota se detuvo un momento.

—¿Algo nuevo, capitán?

La jovial actitud de Kervenser desapareció ante la posibilidad de acción.

—Posiblemente. Las estrellas brillan arriba, pero no hacia el sur. De hecho, no se ven en ningún punto cercano al horizonte. Prueba con un foco.

El primer oficial obedeció. Un rayo de luz saltó hacia arriba desde un punto situado detrás del puente, después de tocar él uno de los pocos controles eléctricos. Dondragmer manipuló un par de cables, y el foco se balanceó hacia el horizonte occidental. Un alarido, groseramente equivalente a una exclamación de sorpresa humana, salió de Kervenser cuando el foco en descenso se colocó paralelamente al suelo.

—¡Niebla! —exclamó el timonel—. Es fina, pero está bloqueando el horizonte.

Dondragmer hizo un gesto de asentimiento, mientras alcanzaba un micrófono.

—¡Investigación! —gritó—. Posible precipitación. Comprobad lo que es y lo que podría provocar esta aguanieve que nos rodea.

—Nos llevará un rato conseguir una muestra, señor —llegó la respuesta—. Seremos todo lo rápidos que podamos. ¿Estaremos en condiciones de salir o tendremos que trabajar a través del casco?

El capitán se detuvo un momento, escuchando el viento y recordando lo que había sentido.

—Podéis salir. Apresuraos todo lo que podáis. —Estamos en marcha, capitán. A un gesto de Dondragmer, el primer oficial apagó el foco. Los tres se dirigieron a la banda de estribor del puente para observar al grupo de fuera.

Se movían rápidamente, pero cuando la compuerta se abrió, la bruma se había hecho más evidente. Dos formas, parecidas a las orugas, aparecieron llevando entre ellas un paquete cilíndrico. Caminaron hasta un punto casi bajo los observadores y colocaron su equipo, que esencialmente consistía en un embudo de cara al viento alimentando un filtro. Les llevó varios minutos convencerse de que tenían una muestra bastante amplia, pero al fin desmantelaron el equipo, encerraron el filtro en un recipiente para preservarlo del fluido de la compuerta y volvieron atrás.

—Supongo que ahora necesitarán un día para decidir lo que es —gruñó Kervenser.

—Lo dudo —replicó el capitán—. Han estado jugando con pruebas rápidas para soluciones de agua y amoníaco. Creo que Borndender dijo algo así como que la densidad era suficiente, si tenía una muestra de un tamaño apropiado.

—En ese caso, ¿por qué están tardando tanto?

—Todavía no han tenido tiempo de quitarse sus trajes —señaló pacientemente el capitán.

—¿Por qué tienen que quitárselos antes de entregar las muestras al laboratorio? ¿No pueden…?

Un grito del micrófono le interrumpió. Dondragmer dio el enterado.

—Casi todo es amoníaco puro, señor. Creo que eran gotitas líquidas muy enfriadas; en el filtro se helaron formando una espuma, y al derretirse aquí dentro desprendieron una buena cantidad de aire exterior. Si durante los próximos minutos huele a oxígeno, es a causa de esto. Quizá comience a helarse sobre el casco, y si recubre el puente, como hizo con el filtro, interferirá con la visión, pero ese es todo el problema en que puedo pensar ahora mismo.

Eso no era todo lo que Dondragmer podía imaginar, pero recibió la información sin más comentarios.

—Este tipo de suceso no ha tenido lugar desde que estamos aquí —observó—. Me pregunto si hay algún tipo de cambio estacional aproximándose. Nos estamos acercando más al sol de este cuerpo. Me gustaría que los humanos hubiesen observado este mundo durante más tiempo, antes de embarcarnos en la idea de explorarlo para ellos. Sería muy agradable conocer lo que viene a continuación. Kervenser, pon en marcha los motores. Cuando estés listo, pon la proa al viento y sigue adelante muy despacio, si todavía se puede ver. Si no gira a babor tan ceñido como sea posible para quedarnos sobre superficie conocida. Mantén un ojo en las cadenas —por supuesto, en sentido figurado; no podemos verlas sin salir al exterior— y hazme saber si hay evidencia de que se les está pegando algo. Coloca un hombre en el portillo de popa; nuestra estela quizá muestre algo. ¿Entendido?

—Las órdenes sí, señor. Lo que teme, no.

—Quizá esté equivocado. Si tengo razón, probablemente no hay nada que hacer. No me gusta la idea de salir a limpiar las cadenas manualmente. Esperemos.

—Sí, señor.

Kervenser volvió a sus obligaciones, y mientras los motores de fusión en las ruedas del Kwembly se despertaron, el capitán se volvió hacia un bloque de plástico de unos diez centímetros de alto y ancho y de treinta centímetros de longitud, que estaba al lado de su puesto. Insertó una de sus piezas en un pequeño agujero, a uno de los costados del bloque, manipuló un control y comenzó a hablar.

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