Robert Silverberg Hacia la tierra prometida

Vinieron a buscarme en pleno mediodía, a la hora de Apolo, cuando sólo a un loco se le ocurriría salir al desierto. Estaba muy concentrado en mi trabajo y no estaba de humor como para que me secuestraran. Pero hacer que aquellos individuos atendieran a razones era como pretender que el río Nilo fluyera hacia el sur. Sencillamente, no eran razonables. Sus ojos emitían un brillo metálico y tenían cerradas la boca y la mandíbula como un cepo, a la manera estreñida que tanto gusta a los fanáticos. Anduvieron pavoneándose en mi pequeño estudio atestado de cosas, husmeando en las pilas tambaleantes de libros y manoseando el manuscrito de mi relato casi acabado sobre la caída del Imperio. Eran como dos fuerzas inmensas e irresistibles tan remotas y terroríficas como dioses del viejo AEgyptus que renacieran. Me sentía indefenso ante ellos.

El mayor y más alto dijo llamarse Eleazar. Para mí era Horus, por su nariz aguileña. Parecía un egipcio y llevaba la túnica blanca de lino de un egipcio. El otro, bajo y de recia musculatura, con un rostro de babuino digno deTot, me dijo que era Leonardo di Filippo que es, claro, un nombre romano. Tenía también cierto aire empalagoso, propio de un romano. Pero yo sabía que él no era más romano que yo. Como tampoco el otro era egipcio. Los dos hablaban en hebreo, y con una soltura que ningún extranjero podría nunca adquirir. Eran dos israelitas, individuos de mi propia y desconocida tribu. Quizá el padre de Di Filippo no profesara la fe o quizá, simplemente, le gustara fingir que era uno de los dueños escogidos del mundo y no otro más del pueblo perdido de Dios. Nunca lo sabré.

Eleazar me examinó. Primero, en una foto mía que había en la sobrecubierta de mi relato de las Guerras de Reunificación y, después, dirigiendo la mirada hacia mí, como si intentara convencerse de que yo era realmente Nathan ben-Simeón. La fotografía estaba tomada hacía quince años. Entonces tenía la barba negra. A continuación golpeó ligeramente el libro, luego me señaló con un gesto inquisitivo. Yo asentí.

—Está bien —dijo. Me pidió que preparase una maleta, rápidamente, como si me fuera a marchar a Alejandría de fin de semana—. Moisés nos ha enviado a buscarte. Moisés te necesita.Tiene importantes trabajos para ti.

—¿Moisés?

—El líder —dijo Eleazar, en un tono que normalmente uno reservaría para un faraón o quizá para un Primer Cónsul—. Aún no sabes nada sobre él, pero pronto lo harás. Todo AEgyptus pronto le conocerá. El mundo entero.

—¿Qué es lo que quiere vuestro Moisés de mí?

—Vas a escribir la crónica del Éxodo para él —contestó Di Filippo.

—La historia antigua no es mi especialidad —le dije.

—No estamos hablando de historia antigua.

—El Éxodo tuvo lugar hace tres mil años, y ¿qué es lo que puede decirse de él a estas alturas, aparte de que fue una condenada vergüenza que no salió bien?

Di Filippo pareció perplejo por un momento. Entonces dijo:

—No estamos hablando sobre ese Éxodo. El Éxodo es ahora. Está a punto de suceder. El nuevo, el verdadero. El otro, el que ocurrió hace mucho tiempo fue un error, un paso en falso.

—¿Y este nuevo Moisés vuestro quiere repetirlo? ¿Por qué? ¿No se quedó satisfecho con el primer fracaso? ¿Necesitamos otro? ¿Dónde vamos a estar mejor que en AEgyptus?

—Ya lo verás. Lo que Moisés está haciendo será lo más grande desde lo de la zarza ardiente.

—Ya basta —dijo Eleazar—.Ya deberíamos habernos puesto en marcha. Coge tus cosas doctor Ben-Simeón.

De modo que realmente pretendían llevarme con ellos. Sentí miedo e incredulidad. ¿De verdad me estaba pasando a mí todo aquello? ¿Podía resistirme a ellos? No dejaría que ocurriera. Había llegado el momento de mostrar firmeza, pensé. Yo sería el sabio que se apoya en su autoridad. Seguramente no harían nada por la fuerza. Pese a cualquier otra cosa que pudieran ser, eran hebreos. Ellos respetarían a un sabio, al melamed, el hombre instruido. Brusca, seca, paternalmente me negué con un gesto de la cabeza.

—Me temo que no. Sencillamente, no es posible.

Eleazar describió un pequeño gesto con la mano. Di Filippo se acercó amenazante hacia mí y su fornida presencia pareció expandirse de manera aterradora.

—Vamos —dijo serenamente—. Tenemos un coche esperándole fuera. Es un viaje de cuatro horas y Moisés nos dijo que teníamos que estar allí antes de la puesta de sol.

Volví a sentirme indefenso.

—Por favor, tengo trabajo por hacer…

—A la mierda con su trabajo, profesor. Empiece a hacer su equipaje o nos lo llevaremos tal como está.


La calle estaba vacía y en silencio, con ese aspecto de desamparo que al mediodía hace que Menfis parezca una ciudad abandonada cuando el sol alcanza su cénit. Caminaba entre los dos. Era un prisionero que trataba de mantener la calma. Al volver la vista atrás, a las viejas y maltrechas fachadas grises del barrio hebreo donde yo había pasado toda mi vida, me preguntaba si alguna vez volvería a verlas, qué ocurriría con mis libros, quién guardaría mis documentos. Aquello era como un sueño.

Desde el oeste soplaba un viento fuerte y polvoriento, el cielo enrojecía de manera que parecía que el Delta entero estuviera en llamas y el calor de mediodía era tal que bastaría para purificar un cerdo. El aire olía a fritanga, a flores de azahar, a estiércol de camello, a humo. Habían aparcado en el otro extremo de la plaza Amenhotep, justo detrás de la enorme estatua en ruinas del faraón, probablemente con la esperanza de que le llegara algo de sombra, pero a esa hora no había sombra en ninguna parte, y el coche era un auténtico horno. Di Filippo condujo y Eleazar se sentó atrás, conmigo. Yo me quedé completamente quieto, sin apenas respirar, como si pudiera construir una esfera de invulnerabilidad a mi alrededor manteniéndome inmóvil. Pero cuando Eleazar me ofreció un cigarrillo se lo acepté con tal repentina ferocidad, que me miró lleno de asombro.

Rodeamos el hipódromo y la Gran Basílica, donde los magistrados de la República celebran los juicios, y nos unimos al escaso flujo de tráfico que entraba por la vía Sacra. De modo que nuestra ruta era en dirección este, saliendo de la ciudad, atravesando el río y hacia el desierto. No hice preguntas. Estaba aterrorizado, aturdido, enfadado y supongo que hasta cierto punto intrigado. Era una paralizante combinación de emociones. Así que me senté tranquilamente y recé para que aquellos hombres y su líder me dejaran tranquilo lo antes posible y me devolvieran a mi hogar y a mis estudios.

—Esta asquerosa ciudad… —masculló Eleazar—. Esta Menfis. ¡Cómo me asquea!

La verdad es que a mí siempre me había parecido magnífica y hermosa. Una prueba de mi asimilación podría decir alguien, aunque íntimamente yo me sentía muy israelita, en lo más mínimo egipcio. Incluso un hebreo debía admitir que Menfis era una de las grandes ciudades del mundo. Es la ciudad más majestuosa a este lado de Roma, como dice todo el mundo y yo estoy dispuesto a creerlo, aunque nunca haya traspasado las fronteras de la provincia de AEgyptus en mi vida.

Los espléndidos viejos templos de la vía Sacra desfilaban a lado y lado del coche: el templo de Isis, el templo de Serapis, el templo de Júpiter Amón y todo el resto, unos cincuenta o cien, a lo largo de la gran avenida, cuyas aceras están flanqueadas con esfinges y toros. El templo de Dagon, el de Mitra y el de Cibeles, el de Baal, el de Marduk, el de Zoroastro, un templo para cada dios y cada diosa que alguien se imaginó alguna vez, excepto, naturalmente, para el Único Dios Verdadero, al que unos pocos hebreos preferíamos rendir culto a nuestro modo privado, tras los muros de nuestro propio barrio. Los dioses de toda la Tierra habían ido a parar allí, a Menfis, como el lodo del Nilo. Por supuesto, casi nadie se los tomaba ya muy en serio, ni siquiera los supuestos fieles. Sería una estupidez fingir que ésta es una época religiosa. El santuario de Mitra aún acoge a algunos fieles y, naturalmente, el de Júpiter Amón. La gente va a sus templos a hacer negocios, a ver a los amigos y quizá, a solicitar favores a los cielos. El resto de los templos bien podrían ser museos. Nadie entra en ellos excepto los turistas romanos y japoneses. No obstante ahí siguen, muchos de ellos tienen miles de años de antigüedad. En esta tierra nunca se tira nada.

—Míralos —dijo con desprecio Eleazar cuando pasamos al lado de las enormes ruinas del templo de Serapis—. Detesto verlos. ¿Cuánta estupidez! ¡Cuánta basura! Y todos ellos construidos con el sudor de nuestros antepasados.

Lo cierto es que no había mucha verdad en tal aseveración. Quizá en la época del primer Moisés, los hebreos trabajaran para construir las grandes pirámides para el faraón, como se afirma en las Escrituras, pero nunca fuimos los suficientes para constituir una gran fuerza de trabajo. Incluso ahora, después de habitar en el Nilo durante cuatro mil años, sólo somos unos veinte mil. Perdidos entre diez millones de egipcios.Y los propios egipcios, perdidos en un mar de romanos y réplicas de romanos, de modo que no somos sino una minoría entre una minoría; una curiosidad etnográfica, una gota en el vasto océano de la humanidad, una secta extraña y trivial, insignificante excepto para nosotros mismos.

El distrito de los templos se iba quedando atrás y salimos de él atravesando el largo y delgado arco del puente de Augusto César, adentrándonos en el ingente barrio periférico de Hikuptah, en la ribera oriental del río, con sus bazares de pieles y oro, sus innumerables cafeterías, su maraña de callejones medievales. Después, Hikuptah se disolvió en una jungla de higueras y cañas de azúcar y entramos en una zona de transición de olivares y palmeras datileras para, abruptamente, llegar a un lugar donde la tierra cambia del negro al rojo y en la que no crece nada. En seguida, la terrible aridez y soledad del lugar me golpean como una fuerza tangible. Es una tierra espantosa, inhóspita y vacía. Un lugar muerto, lleno de terribles fantasmas. El sol es un azote por encima de nosotros. Pensé que nos íbamos a asar y cuando, en una o dos ocasiones, el coche empezó a calarse y a petardear, supe por la expresión sombría de Eleazar que si sufríamos una avería, seguramente podríamos morir allí. Di Filippo conducía encorvado, tenso, sin abrir la boca, sujetando la palanca de cambios con una rigidez permanente, lo que indicaba su gran intranquilidad. Eleazar también estaba callado. Ninguno de los dos había hablado mucho desde que salimos de Menfis. Tampoco yo. En aquella tierra tórrida y áspera, el silencio resultaba abrumador, pero ninguno de nosotros dijo una palabra ni se movió. El coche parecía haberse convertido en nuestra tumba. Continuamos penosa, lentamente, sin confianza en el motor, con la arena levantada por el viento que soplaba del oeste silbando a nuestro alrededor. Con aquel inmenso calor, cada respiración era un jadeo. Tenía la ropa adherida a la piel. La carretera fue buena durante un rato, ancha, recta y bien pavimentada, pero después se estrechó y, finalmente, ya no era más que una cinta blanca llena de baches y curvas. Las carreteras se mantenían mejor durante la Roma imperial, pero eso fue hace mucho tiempo. Esta es la era de los cónsules, y en las zonas del interior, las cosas se van al infierno y a nadie le importa.

—¿Conoce la ruta que estamos siguiendo, doctor? —me preguntó Eleazar, rompiendo por fin el tenso silencio, cuando ya llevábamos más o menos una hora en aquel desierto deprimente y miserable.

Tenía la garganta seca como tiras de piel que llevaran tendidas al sol un millar de años, y me costaba pronunciar las palabras.

—Creo que nos dirigimos hacia el este —dije al final.

—Al este, sí. Da la casualidad de que estamos viajando por la misma ruta que siguió el primer Moisés cuando intentó liberar a nuestro pueblo de su cautiverio. Hacia los lagos Amargos y el mar Rojo, donde el ejército del faraón nos alcanzó y murieron ahogadas diez mil personas inocentes.

Había un tono de furia en su voz, como si eso fuera algo que hubiera ocurrido justo el otro día, como si él no se hubiera enterado de ello por el libro de Aarón, sino por el periódico de aquella mañana. Me dirigió una mirada encendida como si yo, de algún modo, fuera cómplice del largo cautiverio de nuestro pueblo entre los egipcios y tuviera alguna responsabilidad en el espantoso fracaso de aquel antiguo intento de escapar. Me estremecí ante la fiereza de aquella mirada y desvié la mía a otra parte.

—¿No le importa, doctor ben-Simeón? ¿No le importa que ellos nos siguieran y nos empujaran al mar? ¿Que la mitad o más de nuestro pueblo muriera en un solo día en medio de un miedo y un pánico horribles? ¿Qué las ruedas de los carros del faraón aplastaran a las jóvenes madres con niños en sus brazos?

—Fue hace mucho tiempo —dije sin convicción.

Mientras pronunciaba aquellas palabras tuve conciencia de lo estúpidas que eran. No había sido mi intención minimizar la debacle del Éxodo. Tan sólo había querido decir que el gran desastre que sufrió nuestro pueblo había tenido tiempo de cerrarse y cicatrizar a lo largo de miles de años. Que, aunque aplastados y abatidos y horriblemente mermados en número, conseguimos continuar después de aquello. Habíamos sobrevivido, habíamos aguantado. Los supervivientes de la catástrofe habían reconstruido sus vidas a lo largo del Nilo bajo el gobierno del faraón, y luego bajo los griegos, que sometieron al faraón, y después bajo los romanos, que conquistaron a los griegos. ¿Es que acaso no seguimos sobreviviendo ahora, aquí, sumidos en la larga y soñolienta decadencia del Imperio, en la Pax Romana, cuando incluso el sempiterno Imperio se derrumbó y la absurda y patética Segunda República se hizo con el gobierno del mundo?

Pero para Eleazar fue como si hubiera escupido en los manuscritos de la Ley.

—«Fue hace mucho tiempo» —repitió mofándose brutalmente de mí—. Entonces, qué, ¿deberíamos olvidarlo? ¿También deberíamos olvidarnos de los patriarcas? ¿Deberíamos olvidarnos de la Alianza? ¿Es AEgyptus la tierra que el Señor quería que pobláramos? ¿Fuimos elegidos por El para estar por encima de los pueblos de la Tierra o para ser los esclavos eternos del Faraón?

—Sólo quería decir…

Lo que yo había querido decir no le interesaba. Los ojos le brillaban, tenía el rostro enrojecido y en la frente se le marcaba asombrosamente una vena.

—Estamos llamados a la grandeza. El Señor Nuestro Dios dio Su bendición a Abraham y dijo que El multiplicaría su semilla como las estrellas del cielo y la arena de las playas. Y la semilla de Abraham echará abajo las puertas de sus enemigos.Y en su semilla, todas las naciones de la Tierra serán bendecidas. ¿Has oído antes estas palabras, doctor ben-Simeón? ¿Crees que tenían algún significado o que no eran más que las fanfarronadas de algunos alborotadores y pequeños caciques del desierto? Yo te aseguro que nuestro destino es la grandeza, que estamos llamados a despertar al mundo y que hemos estado demasiado tiempo recuperándonos de la catástrofe del mar Rojo. Una o dos horas más tarde y toda la Historia habría sido diferente. Habríamos cruzado hasta el Sinaí y las tierras fértiles que hay más allá. Habríamos construido nuestro reino en aquel lugar, tal como decretaba la Alianza. Habríamos hecho que todos escucharan el trueno de la voz de nuestro Dios y actualmente, el mundo entero nos miraría como ha mirado a los romanos durante los últimos veinte siglos. Pero ni siquiera ahora es demasiado tarde. Un nuevo Moisés ha llegado y él triunfará allá donde el primero fracasó. Y nosotros saldremos de AEgyptus, doctor ben-Simeón, y tendremos lo que es nuestro por derecho. Por fin, doctor ben-Simeón. Por fin.

Se recostó en el asiento. Estaba sudando, tembloroso, lívido, aparentemente extenuado por su elocuencia. No intenté contestarle. Contra una fuerza tal de convicción no hay victoria posible, y ¿qué es lo que yo podría haber ganado en cualquier caso, ofreciéndole mi opinión sobre su visión de Israel triunfante? Mejor dejarlo con su fe, con su sueño de la victoriosa Israel. Yo, por mi parte, tenía mi particular visión, menos romántica, más cínica. Fácilmente podía imaginarme a los niños israelitas escapando del yugo del faraón siglos atrás, llegando hasta el Sinaí e incluso más allá, hacia la dulce y fértil Palestina. Pero ¿y entonces qué? ¿El dominio global? ¿Qué había en nuestra historia, en nuestro carácter, en nuestro temperamento nacional que pudiera conducirnos a él? ¿Predicando la palabra de Jehová a los gentiles? Sí, pero ¿escucharían? ¿La entenderían? No. No. Nosotros hemos sido siempre un pueblo especial (sospecho yo), una tribu pequeña y contumaz, aferrada a nuestro conocimiento de un Dios Único en medio de las hordas que necesitaban creer en muchos. Podríamos haber conquistado Palestina, podríamos habernos apoderado también de Siria, incluso expandirnos un poco más alrededor del perímetro del Gran Mar. Pero aún hubiéramos tenido que lidiar con los asirios, los babilonios y los persas, y con los griegos de Alejandro, y los romanos, especialmente los tercos e invencibles romanos, cuyo destino era engullirse todos los rincones del planeta para convertirlos en provincias romanas llenas de carreteras romanas y puentes romanos y burdeles romanos. En lugar de vivir en AEgyptus bajo el actual faraón (que es la marioneta del Primer Cónsul que ha sustituido al emperador de Roma), estaríamos viviendo en Palastina, gobernados por algún procurador o prefecto o procónsul y nos dirigiríamos a nuestros señores en alguna clase de griego o latín en lugar de en egipcio. Todo lo demás sería lo mismo. Pero no dije nada de esto a Eleazar. Él y yo pertenecíamos a clases diferentes de hombres. Su alma y su visión eran mayores y más grandiosas que las mías. También su fuerza era superior, y perdía los estribos más fácilmente que yo. Yo podía discrepar de sus teorías acerca de la historia y él podía golpearme con toda su rabia. Y ¿cuál de los dos sería el más sabio?


El sol se iba escondiendo a nuestras espaldas y el viento cambió lanzándonos ahora la arena de frente en vez de por detrás. Vi sombras oscuras de montañas al sur y por delante, lejos, al otro lado del estrecho que separa AEgyptus del desierto del Sinaí. La tarde estaba entrada, era casi de noche. De repente, una aldea pareció haber brotado de la nada delante de nosotros.

En realidad era más un campamento que una aldea. Vi algunas docenas de cabanas desiguales hechas con planchas metálicas y algunas otras construcciones más modestas si cabe, ensambladas con un entramado de juncos. Lámparas de carburo brillaban por aquí y por allá. Había cuatro camiones destartalados y un puñado de viejos coches abollados diseminados aquí y allí. Habían abierto un pozo en el centro de todo aquello y una caótica red de conductos exteriores se extendía en todas direcciones. A espaldas de la zona central advertí una construcción mucho mayor que las demás, una gran nave o cobertizo de techo metálico y con otros camiones aparcados enfrente.

Había llegado al cuartel general secreto de algún movimiento, aunque no habían intentado camuflarlo ni defenderlo. Su emplazamiento, en aquella área tan abandonada, ya constituía suficiente defensa: nadie en su sano juicio llegaría hasta allí sin una buena raón. La policía faraónica no patrullaba en el exterior de las ciudades, y los funcionarios civiles de la República no tenían ningún motivo para andar husmeando por aquellos lugares remotos y agrestes. Vivimos en una era decadente pero, al menos, es una era plácida y confiada.

Eleazar, saliendo del coche de un salto, me hizo señas y yo salí renqueando. Después de horas en el reducido espacio del coche sin un solo descanso, me sentía entumecido y débil. El hedor a gasolina me había dejado con náuseas. Mis ropas tenían un olor acre y estaban acartonadas por mi propio sudor, que ya se había secado. El frescor de la noche aún no había llegado al desierto y la atmósfera era bochornosa. A mi olfato le resultaba extraña la ausencia de las miles de distintas emanaciones propias de la ciudad. Había algo casi aterrador en todo aquello. Era la clase de atmósfera que podría tener la Luna, si es que la Luna tuviera atmósfera.

—Este lugar se llama Beth Israel —dijo Eleazar—. Es la capital de nuestra nación.

No sólo me encontraba entre fanáticos; estaba rodeado de dementes que padecían delirios de grandeza. ¿O es que una cualidad lleva inevitablemente a otra?

Una mujer con ropas de hombre se acercó hasta nosotros al trote. Era joven y muy alta, de anchos hombros y con una gran y espesa cabellera oscura que caía sobre ellos. Tenía los ojos tan brillantes como los de Eleazar, así como también la misma nariz aguileña pero por alguna razón, eso hacía que su aspecto fuera de lo más atractivo.

—Mi hermana Miriam —dijo él—. Ella le ayudará a acomodarse. Por la mañana le mostraré los alrededores y le explicaré sus obligaciones.

Y se marchó dejándome con ella.

Era una mujer impresionante. Yo habría llevado mi bolsa, pero ella insistió y recorrió cargándole el perímetro del campamento a un paso tan ligero que no me resultó fácil seguirle el ritmo. Ya tenían preparada una cabana para mí; estaba un tanto apartada de todo lo demás y había en ella un catre, un escritorio, una máquina de escribir, una jofaina y una lámpara.Tenía un armario para mis cosas. Miriam me deshizo el equipaje, colocando mi escasa provisión de ropa limpia en las estanterías y dejando los libros sobre el catre. Después, llenó la jofaina con agua y me pidió que me desvistiera. Yo la miré, confundido.

—No puede ir así. Mientras se da un baño, haré que le laven la ropa.

Ella podía aguardar afuera, pero no, se quedó allí, con los brazos cruzados y mirando impaciente. Yo me encogí de hombros y le di mi camisa, pero ella quería también todo el resto. Eso era nuevo para mí. Su franqueza, su absoluta falta de pudor. Había habido pocas mujeres en mi vida y ninguna desde la muerte de mi esposa. ¿Cómo iba yo a desnudarme delante de aquella que era lo bastante joven como para ser mi hija? Al final me quedé completamente en cueros (mi desnudez no parecía importarle lo más mínimo), y cuando se fue me lavé con una esponja y me puse ropa limpia a toda prisa para que no volviera a verme desnudo. Pero tardó en regresar. Cuando lo hizo, en una bandeja me trajo la cena: un cuenco con avena, un poco de carne de cordero guisada y un frasco pequeño de pálido vino tinto. Después me dejó solo. Ya se había hecho de noche, la noche del desierto, sorprendentemente negra y con estrellas que brillaban como faros. Cuando acabé de comer salí al exterior de mi cabana. Estaba completamente oscuro. Todo aquello apenas me parecía real: haber sido raptado de aquella forma, estar en aquel lugar extraño y no en mi familiar y pequeño apartamento, atestado de cosas, en el barrio hebreo de Menfis. Pero aquél era un sitio tranquilo. Las luces brillaban en la distancia. Oí carcajadas, el agradable sonido de una cítara y a alguien que cantaba una vieja canción hebrea con una voz grave y fuerte. Incluso en mi desconcertante cautividad, sentí que una extraña tranquilidad me envolvía. Sabía que me encontraba en medio de una auténtica comunidad, si bien es cierto que estaba consagrada a algún peregrino objetivo que se me escapaba. Si me hubiera atrevido, me habría acercado a ellos y me habría presentado; pero yo era un desconocido, y temeroso además. Durante un largo rato, permanecí en la oscuridad, escuchando, haciéndome preguntas. Cuando la noche se hizo más fría, me metí en la cabana. Estuve acostado despierto hasta el amanecer, o eso me pareció, atenazado por ese clarividente desvelo que no admite el sueño. Y sin embargo, debí de quedarme dormido al menos un rato, ya que por la mañana se amontonaban en mi cabeza fragmentos de sueños, imágenes de jinetes y cuadrigas, de hombres con lanzas, de un gran Moisés irritado, de barbas negras, levantando en alto las tablas de la Ley.


Una pequeña muchacha me trajo tímidamente el desayuno. Después vino a verme Eleazar. Con la confusión del día anterior, no recordaba cuan impresionante resultaba su presencia física. Me había parecido sólo grande, pero ahora me daba cuenta de que era un gigante, más alto que yo, incluso un palmo o más y probablemente sesenta minas más pesado. Tenía la tez rubicunda y una gran maraña de espesos rizos oscuros que le caía por los hombros. Había dejado a un lado su túnica egipcia y vestía al estilo romano, con una camisa blanca abierta por el cuello y unos pantalones caqui.

—¿Sabe? —dijo él—, nunca tuvimos ninguna duda de que usted era el hombre adecuado para este trabajo. Moisés y yo hemos comentado sus libros muchas veces y coincidimos en que nadie tiene una comprensión más sólida de la lógica de la historia, de la inexorabilidad del proceso que fluye de la naturaleza de los seres humanos.

Ante aquello no supe qué decir.

—Imagino lo irritado que debe de estar por haberlo traído aquí de esta forma. Pero usted resulta esencial para nosotros y sabíamos que nunca habría venido por propia voluntad.

—¿Esencial?

—Las grandes gestas necesitan grandes cronistas.

—Y la naturaleza de vuestra gesta…

—Venga —me dijo.

Me condujo a través de la aldea. Sin embargo, fue un paseo notablemente poco instructivo. Su actitud era mecánica y distante, como si estuviera siguiendo una ruta programada, y cuando le planteé una pregunta directa, se mostró vago e incluso evasivo. La gran construcción con techumbre metálica que se encontraba en el centro del campamento era la fábrica donde se estaban llevando a cabo los trabajos del Éxodo, me dijo, pero mi petición de más explicaciones fue desoída por completo. Me mostró la casa de Moisés, una choza rudimentaria, como todas las demás. A Moisés no llegué a verlo.

—Se encontrará con él más tarde —dijo Eleazar. Señaló una choza que era la sinagoga, otra que era la biblioteca y otra que alojaba el generador eléctrico. Cuando le pregunté si podíamos hacer una visita a la biblioteca, se encogió de hombros y continuó caminando. En el otro extremo vi un segundo grupo de burdas casas en la parte inferior de la ladera de una colina considerable que no había advertido la noche anterior.

—Tenemos una población de quinientas personas —me dijo Eleazar. Más de lo que yo había imaginado.

—¿Todos hebreos? —pregunté.

—¿Usted qué cree?

Me sorprendió que tantos de nosotros pudieran haberse trasladado a aquel asentamiento en el desierto sin que me llegara ninguna noticia. Es ciero que he llevado una vida recluida, dedicada al estudio, pero aun así, quinientos israelitas es uno de cada cuarenta de nosotros. Esto es un movimiento muy importante de población para los que somos. ¿Y no conozco a ninguno de ellos? ¿Ni siquiera al amigo de un amigo? Al parecer, no. Bueno, quizá la mayoría de los colonos de Beth Israel habían venido de la comunidad hebrea de Alejandría, la cual tiene relativamente poco contacto con aquellos de nosotros que vivimos en Menfis. Lo cierto es que no reconocí a nadie en nuestro paseo por la aldea.

De vez en cuando, Eleazar me hacía veladas referencias al Éxodo que se avecinaba, pero no había ninguna información en sus palabras. Era como si el Éxodo fuera un reluciente juguete que le gustara guardar en sus manos y a mí me permitiera, de tanto en tanto, contemplar su brillo pero no su forma. Preguntarle no servía de nada. Se limitaba a seguir andando con su imponente altura, diciéndome sólo lo que deseaba decirme. Había una grandiosidad muda en todo aquel proyecto misterioso que me desconcertaba a la vez que me irritaba. Si querían abandonar AEgyptus, ¿por qué no se marchaban simplemente? Las fronteras no estaban vigiladas. Habíamos dejado de ser esclavos del faraón hacía dos mil años. Eleazar y sus amigos podrían asentarse en Palestina o Siria o en cualquier otro sitio que les gustara, incluida la Galia, Hispania o Nova Roma, en el otro extremo del océano, donde podían tratar de convertir al pueblo de piel roja a la fe de Israel. A la República no le importaría que algunos exaltados hebreos quisieran marcharse allí. De manera que ¿a cuento de qué toda aquella pompa y misterio con semejante aura de secretismo conspiratorio? ¿Estaba aquella gente metida en algo realmente extraordinario? ¿O estaban locos, sencillamente?


Aquella tarde, Miriam me trajo mi ropa lavada y planchada, y se ofreció a presentarme a algunos de sus amigos. Fuimos a la aldea, que se veía muy tranquila. Casi todos estaban trabajando, me explicó Miriam, pero había algunos hombres y mujeres jóvenes en el porche de uno de los edificios.

—Ésta es Deborah —dijo ella—, y ésta es Ruth, y Reuben, e Isaac yjosephy Saúl.

—Todos me saludaron con gran respeto, incluso reverencia, pero casi inmediatamente regresaron a su animada conversación como si se hubieran olvidado de que estaba allí. Joseph, que era moreno, pulcro y delgado, trataba a Miriam con una familiaridad que rozaba la intimidad, acabando las frases por ella, tocándole ligeramente el brazo en una o dos ocasiones para subrayar algún matiz de lo que estuviera diciendo. Aquello, inesperadamente, me afectó.

¿Era su marido? ¿Su amante? ¿Por qué me importaba? Los dos eran lo bastante jóvenes como para ser mis hijos. Oh, Dios mío, ¿por qué tenía que importarme?


Inesperadamente y con asombrosa rapidez, mi actitud hacia mis captores empezó a cambiar. Lo cierto es que los inicios de mi relación con ellos fueron un tanto problemáticos (la altiva pomposidad de Eleazar, la brutal franqueza de Di Filippo, las malas maneras con que me secuestraron y me trajeron hasta aquí), pero cuando conocí a los demás, en general los encontré encantadores, elegantes, corteses, atractivos. Aunque puede que fuera un prisionero, en seguida empecé a tenerles simpatía.

Durante los primeros dos días no se me permitió saber nada, excepto que aquélla era una gente ocupada y resuelta, jóvenes la mayoría de ellos y todos, evidentemente, inteligentes, que trabajaban con un celo tremendo en alguna tarea colosal que estaban convencidos de que iba a sacudir el mundo. Eran apasionados de la manera en que yo imaginaba que lo habrían sido los primeros hebreos de aquel primer y desventurado Éxodo: despectivos hacia la sociedad estéril y ajena en la que habían sido confinados, luchando por la libertad y la luz, empeñados en la creación de un nuevo mundo. Pero ¿cómo? ¿Con qué medios? Estaba seguro de que ellos me contarían más cosas cuando lo creyeran oportuno, y también sabía que ese momento aún no había llegado. Me estaban observando, poniendo a prueba, asegurándose de que podían confiarme su secreto.

Cualquiera que fuera aquella sorpresa con la que ellos pretendían sacudir la República, yo esperaba que estuviera fundamentada y les deseaba éxito. Soy viejo y quizá tímido, pero estoy lejos de ser conservador. El cambio es la única manera de crecer, y el Imperio, en el que yo incluía a la República que tan ostensiblemente lo había reemplazado, es enemigo del cambio. Durante veinte siglos, Roma ha estrangulado a la humanidad con sus garras benignas, la civilización que ha construido está vacía, la vida que llevamos la mayoría de nosotros es un errar sin sentido que carece de valor o propósito. Mediante la astuta aceptación y absorción de los dioses desconocidos y de las formas de vida de los pueblos que ha conquistado, Roma lo ha homogeneizado todo, convirtiéndolo en una masa amorfa. Los grandes e inútiles templos de la vía Sacra donde todos los dioses eran aceptados e igualmente insignificantes, eran el mejor símbolo de ello. Al rendir culto a todos indiscriminadamente, los administradores del Imperio habían convertido lo sagrado en un simple instrumento de gobierno. Y, últimamente, su cinismo había llegado a pervertirlo todo: la relación entre el hombre y la divinidad se había destruido, no quedaba nada que venerar excepto el propio statu quo, la sagrada estabilidad del gobierno mundial. Yo tenía el convencimiento de que hacía ya mucho tiempo que tendría que haber habido alguna gran revolución, mediante la cual todas las relaciones anquilosadas, fosilizadas con su colección de opiniones y prejuicios antiguos y venerables, hubieran sido barridas; una revolución en la que todo lo que es sólido se disipara en el aire, en la que todo lo sagrado se profanara y, por fin, el hombre se viera obligado a enfrentarse, con todas sus facultades despejadas, a sus auténticas condiciones de vida. ¿Era eso lo que de alguna manera provocaría el Éxodo? Mi deseo profundo era que así fuera. Pues el Imperio había muerto y ni él mismo lo sabía. Como una bestia inmensa, el Imperio yacía sobre el alma de la humanidad asfixiándola con su peso. Una bestia tan enorme que a sus miembros aún no les había llegado la noticia de su propia muerte.


Al tercer día, Di Filippo llamó a mi puerta y dijo:

—El líder se reunirá con usted ahora.

El interior de la casa de Moisés no era muy diferente del mío: un sencillo catre, una bombilla desnuda, un lavamanos, un armario. Pero él tenía un montón de estanterías llenas de libros. Moisés era más bajo de lo que lo había imaginado, un individuo menudo y compacto que, sin embargo irradiaba una fuerza tremenda, invencible incluso. No era necesario que me dijeran que era el hermano mayor de Eleazar. Tenía su misma mata de pelo rizado, sus ojos feroces y su nariz en forma de pico salvaje, pero debido a que su estatura era mucho menor que la de Eleazar, su poder estaba mucho más concentrado, amenazando con la fuerza expansiva propia de un volcán. Su figura tenía aplomo, control y austeridad, y resultaba aterradora.

Sin embargo, él me recibió con calidez y se disculpó por la rudeza de mi captura. Entonces señaló una hilera con mis libros, desgastados, en sus estanterías.

—Comprende usted mejor que nadie la República, doctor ben Simeón —dijo—. Cuánta corrupción y debilidad se esconde tras su fachada de amor y fraternidad universales. Qué nociva ha sido su influencia. Qué débil su poder. El mundo espera ahora algo completamente nuevo, pero ¿qué será? ¿No es esa la cuestión, doctor ben-Simeón? ¿Qué será?

Aquello formaba parte obviamente de un discurso preconcebido que sin duda alguna había construido con el objetivo de impresionarme y ganarme para su causa, cualquiera que ésta fuese. Aun así, me impresionó con su pasión y su convicción. Habló durante un rato, tocando temas y argumentos que me eran familiares desde hacía mucho. Veía el Imperio romano de la misma forma que yo: como algo muerto y sin posibilidad de reanimación, aunque sin embargo, avanzando con un ímpetu inquietante. Llámese Imperio o República, todavía seguía siendo un Estado mundial y ése era un concepto insostenible en la edad moderna. No era posible ignorar la reactivación de los nacionalismos locales que se creía extinguidos desde hace miles de años. La tolerancia romana hacia las costumbres, lenguas, religiones y gobernantes locales había sido una astuta política a lo largo de siglos, pero portaba en su seno la semilla de la destrucción del Imperio. La mayoría de la gente tenía el conocimiento más pobre de las dos lenguas oficiales, el latín y el griego, y para sus transacciones comerciales empleaba un batiburrillo de otras lenguas. En el corazón mismo del Imperio se había permitido que el latín se descompusiera en dialectos regionales que, de hecho, eran lenguas autónomas: el galo, el hispano, el lusitano y todas las demás. Ni siquiera los romanos de Roma hablaban latín genuino, señalaba Moisés, sino otra cosa que llamaban romano, más sencillo, melódico y lánguido, que podría ser adecuado para cantar ópera pero que carecía de la precisión necesaria para el gobierno. Y en cuanto a la diversidad religiosa que los romanos habían estimulado con su laxitud, no había conducido a la perpetuación de los credos sino a su erosión. Y una sociedad sin fe es una sociedad sin timón, sin rumbo siquiera.

Moisés consideraba estos aspectos, al igual que yo, no como síntomas de vitalidad y diversidad sino como una confirmación del inminente final. En esta ocasión, no habría Reunificación. Cuando cayó el Imperio, las fuerzas conservadoras fueron capaces de levantar la República en su lugar, pero aquello fue una estratagema que no volvería a funcionar. En breve, sin duda, sobrevendría un período de destrucción sin parangón alguno en la historia; cuando los segmentos desmembrados del viejo Imperio se levantaran en armas el uno contra el otro.

—¿Y ese Éxodo suyo? —dije por fin, cuando me atreví a interrumpir su discurso—. ¿En qué consiste y qué tiene que ver con todo esto de lo que estamos hablando?

—El final está cerca —dijo Moisés—, y no podemos permitirnos ser destruidos en el caos que seguirá a la caída de la República, ya que somos los instrumentos del gran plan de Dios y es esencial que sobrevivamos. Venga, le voy a mostrar algo.

Salimos fuera. Inmediatamente se acercó un coche desvencijado, con aspecto poco fiable, conducido por Joseph, el muchacho moreno y delgado. Moisés me hizo señas para que subiera, salimos a un sendero que bordeaba la aldea y nos adentramos en pleno desierto, justo por detrás de la colina que dividía el asentamiento en dos. Durante unos diez minutos nos dirigimos hacia el norte a través de una zona de pequeñas dunas pedregosas. A continuación, rodeamos otra escarpada colina y continuamos por su otro lado, donde el terreno se allanaba hasta convertirse en una gran llanura. Me quedé estupefacto al ver una extraña cosa tubular de brillante metal plateado que se erguía sobre media docena de frágiles patas, similares a las de las arañas; se levantaba hasta una altura de unos treinta codos, en medio de todo un galimatías de maquinaria, cables y ajetreados operarios.

La primera idea que me asaltó fue que se trataba de algún tipo de ídolo, un Moloch o un Baal, y de repente tuve una visión del pueblo de Beth Israel untándose grasa de cerdo en el cuerpo, y bailando desnudos alrededor del artefacto al sonido de tambores y panderetas.

—¿Qué es eso? —pregunté yo—. ¿Una escultura de algún tipo?

Moisés pareció indignarse.

—¿Es eso lo que cree? Se trata de una nave. Una arca sagrada.

Me quedé observándole.

—Es el prototipo de nuestra nave estelar —dijo Moisés, y el tono de su voz adquirió una intensidad que me cortó como el filo de un cuchillo—. Surcaremos los cielos en naves como ésta, hacia Dios, hacia su fulgor, y allí nos estableceremos, en el nuevo Edén que nos espera en otro mundo; hasta que llegue el momento de regresar a la Tierra.

—El nuevo Edén… en otro mundo. —En mi voz podía percibirse escepticismo. ¿Una nave que surcara los cielos como viajan las naves romanas entre continentes? ¿Era eso posible? ¿Es que los romanos (sus ingenieros más competentes) no habían debatido ya hacía años la cuestión de los viajes espaciales y habían concluido que no eran posibles en la práctica y que no había ningún provecho que sacar de todo aquello en caso de que sí lo fueran? El espacio era inhóspito e inalcanzable. Todo el mundo lo sabía. Sacudí la cabeza—. ¿Qué otro mundo? ¿Dónde?

Ignoró mi pregunta ostentosamente.

—Nuestros mejores cerebros han estado trabajando durante cinco años en lo que ve usted aquí. Ya ha llegado el momento de probarlo. Primero haremos un viaje corto, sólo hasta la Luna y volver. Más tarde, nos adentraremos en los cielos, hasta el nuevo mundo que el Señor ha prometido revelarme, para que los pioneros puedan establecer su asentamiento. Después de eso… una nave tras otra, una deslumbrante arca tras otra, hasta que todos los israelitas que hay en AEgyptus hayan alcanzado la Tierra Prometida… —Sus ojos resplandecían—. ¡Por fin éste es nuestro Éxodo! ¿Qué le parece, doctor ben-Simeón?


Yo pensé que todo aquello era una locura de la más peligrosa clase, y Moisés un lunático que estaba conduciendo a su pueblo —y a mí—, a un desastre de proporciones cataclísmicas. Aquello era un sueño, una desenfrenada y febril fantasía. Habría preferido que hubiera dicho que íbamos a rendir culto a aquella cosa con címbalos e incienso que lo de subirnos a ella para marcharnos hacia las tinieblas del espacio. Pero Moisés estaba tan eufórico, con tan encendido fervor, que resultaba impensable ponerle ninguna objeción. Me cogió del brazo y me llevó (prácticamente me arrastró), hacia la ladera, hacia la mismísima área de trabajo. De cerca, la nave espacial era enorme y, sin embargo, al mismo tiempo, de una endeblez que daba pena. Él golpeó su flanco y sonó hueco, Había gruesos cables grises por todas partes y maquinaria cuya naturaleza yo no podía siquiera atisbar a comprender. Hombres y mujeres jóvenes de mirada ensimismada corrían de un lado a otro, transportando piezas y gritándose instrucciones los unos a los otros como si estuvieran tratando de superarse en la dedicación a su tarea. Moisés levantó una estrecha escalera y me hizo gestos para que le siguiera. Entramos en una especie de cabina, en el estrecho morro de la nave interestelar. En aquel espacio mínimo y falto de aire vi pantallas, cuadrantes, más cables y otras cosas que escapaban a mi comprensión. Por debajo de la cabina, una escalera en espiral conducía a una cámara destinada a que la tripulación pudiera dormir, y más abajo aún, se encontraban los cohetes que enviarían el Arca del Éxodo hacia los cielos.

—¿Y funcionará? —conseguí decir finalmente.

—No cabe ninguna duda —me respondió Moisés—. Nuestras mejores mentes han creado todo lo que aquí ve.

Me presentó a algunas de aquellas lumbreras. Curiosamente, nadie tenía el radiante semblante que a Moisés le daba su celo fanático. Se trataba de individuos sosegados, serios incluso, imbuidos de una profunda y serena confianza.Tres o cuatro de ellos se turnaron para explicarme la teoría de la nave, su mecanismo de propulsión, su sistema de dirección, su método para escapar de la fuerza de atracción terrestre. La cabeza empezó a darme vueltas. Sin embargo, me sentí arrollado por su poder de convicción. Me hablaban de «combustión», de «aceleración», de «neutralización de la fuerza gravitatoria». Hablaban de «masa», «propulsión» y «velocidad de escape». Apenas entendía una décima o una centésima parte de lo que decían, pero me formé una imagen de un coloso rompiendo sus cadenas y remontando el vuelo, jubiloso, de un salto triunfal desde el suelo hasta los reinos desconocidos. ¿Por qué no? ¿Por qué no? Todo lo que hacía falta era el combustible adecuado y una explosión controlada, me decían ellos. Si golpeas la Tierra con la fuerza suficiente, debes ascender con la misma fuerza. Sí. ¿Por qué no? En unos minutos comencé a creer que aquella locura de la nave interestelar muy bien podría ser capaz de ascender entre una explosión de llamas y salir disparada hacia las tinieblas del espacio. Cuando Moisés me sacó de la nave, casi una hora después, no lo cuestionaba en absoluto.

Joseph me llevó de regreso al asentamiento a mí solo. Cuando me marché, Moisés estaba de pie en la escotilla de su nave espacial, mirando impaciente el fiero sol de mediodía.

Aunque ya sabía cuál era mi misión, Eleazar me la volvió a explicar más tarde, en aquel deslumbrante y asombroso día. Debía escribir una crónica de todo lo que se había conquistado hasta el momento en aquel secreto emplazamiento de Israel y de todo lo que iba a conquistarse durante los apocalípticos días que se avecinaban. Protesté tibiamente, aduciendo que quizá fuera mejor encontrar algún periodista, de preferencia con alguna formación científica. Pero no, ellos no querían a un periodista, querían a alguien con unos profundos conocimientos de Historia. Lo que querían de mí, advertí, era un trabajo que no fuera sólo periodístico, ni exclusivamente histórico, sino uno que poseyera la fuerza profunda e imperecedera de las Escrituras. Lo que querían de mí era el Libro del Éxodo, es decir el Libro del segundo Moisés.


Me proporcionaron un pequeño despacho en el edificio destinado a biblioteca y abrieron sus archivos para mí. Me mostraron los primeros ensayos visionarios de Moisés, su correspondencia con íntimos amigos, sus borradores y manifiestos insistiendo en la necesidad de un Éxodo mucho más ambicioso que cualquier otro que su antiguo homónimo pudiera haber imaginado. Me enteré de cómo reunió a su equipo de jóvenes científicos revolucionarios. Lo hizo en secreto y con cierta inquietud, pues él sabía que lo que estaba haciendo era extremadamente subversivo, y que atraería sobre él la ira más profunda de la República si llegaba a ser descubierto. Leí una furibunda carta de Eleazar discrepando del fantástico proyecto de su hermano mayor y después cómo, gradualmente, iba convirtiéndose a la causa, carta tras carta, hasta superar en fanatismo al mismo Moisés. Estudié documentación técnica hasta que mi vista se nubló; no sólo la relativa a Moisés y sus acólitos, sino también otra romana de hacía casi un siglo, incluso un estudio de un teutón sosteniendo la necesidad histórica de la exploración espacial y su viabilidad técnica. Aprendí algo más sobre el diseño y funcionamiento de la nave espacial.

Mi guía en toda esta documentación fue Miriam. Trabajamos codo con codo, juntos en una pequeña sala. Su juventud, su belleza y el oscuro destello de sus ojos, me hacían temblar. A menudo deseaba acercarme a ella, tocarle el brazo, el hombro, la mejilla. Pero yo era demasiado tímido. Temía que reaccionara con carcajadas, furia, desdén, incluso con repugnancia. El miedo al rechazo de un hombre entrado en años era lo que verdaderamente me inspiraba cautela. Pero también me recordaba a mí mismo que se trataba de la hermana de aquellos dos feroces iluminados, y que la sangre que corría por sus venas debía de ser tan ardiente como la de ellos. Lo que me daba miedo era quemarme con su contacto.


El día que Moisés eligió para el vuelo de la nave espacial fue el veintitrés deTishri, la alegre festividad de SimchatTorah del año 5730 de nuestro calendario, es decir, 2723, según el romano. Era un brillante día de principios de otoño, muy seco. No había nubes en el cielo y el sol todavía en su punto álgido de calor. Durante tres días con sus respectivas noches se habían llevado a cabo los preparativos en la zona de lanzamiento, que permaneció cerrada a todos excepto al círculo más próximo de científicos. Pero ahora, al amanecer, toda la aldea estaba allí. Se habían desplazado en camión, coche o incluso a pie para asistir al gran acontecimiento.

Los cables y la maquinaria de apoyo se habían retirado. Sólo quedaba la nave espacial, solitaria y con un aspecto un tanto vulnerable, en el centro del claro de arena; una brillante aguja erguida, estilizada, frágil. La zona había sido acordonada. Nuestro puesto de observación estaría situado a cierta distancia para que las llamas abrasadoras no nos alcanzaran.

Se había seleccionado un equipo de tres hombres y dos mujeres: Judith, una de las expertas en cohetes, Leonardo di Filippo, Joseph, el amigo de Miriam, y una mujer llamada Sarah, a quien nunca había visto antes. El quinto, por supuesto, era Moisés. Aquélla era su cuadriga. Aquélla era su aventura, su sueño. Seguramente sería él quien estuviera al mando del Éxodo cuando éste diera su primer salto hacia las estrellas.

Salieron uno a uno de la garita que constituía el centro de control del vuelo. Moisés fue el último. Todos observamos en silencio. No se oía ni un murmullo. Apenas nos atrevíamos a respirar. Los cinco llevaban uniformes de raso blanco, cuyo brillo era realzado por el sol matinal, y curiosos cascos de cristal, como las esferas que llevan los buceadores en el rostro. Caminaron hacia la nave, se dispusieron a subir la escalera, se volvieron uno tras otro para dirigirnos una última mirada, y ascendieron hacia el interior. Moisés vaciló un instante antes de entrar, como si estuviera rezando o, simplemente, saboreando la plenitud de su júbilo.

Entonces siguió una larga espera, interminable, insoportable. Puede que fueran veinte minutos, puede que fueran sesenta. Quizá hubo que hacer alguna verificación de última hora o tal vez había surgido alguna complicación técnica. No obstante, permanecimos en silencio. Eramos estatuas. Al cabo de un rato, vi cómo Eleazar se volvía hacia Miriam con gesto preocupado y hablaban entre susurros. Pero no ocurrió nada. Continuamos esperando.

De repente se oyó un estruendo semejante al que hace un trueno, y luego el bramido ensordecedor de mil toros, y empezaron a verse nubes de humo negro por la tierra, alrededor de la nave, y fogonazos de relumbrantes llamas rojas. El Éxodo ascendió algunos metros desde el suelo y allí se quedó, sostenido en el aire, como si estuviera mágicamente suspendido, durante lo que pareció ser una eternidad.

A continuación subió, al principio a sacudidas, después con más suavidad, y se elevó con una rapidez asombrosa hacia la deslumbrante bóveda celeste. Me faltaba el aliento. Estaba resoplando como si me hubieran vapuleado. En ese momento empecé a aplaudir. Por mis mejillas corrían lágrimas de asombro y excitación. A mi alrededor, la gente también aplaudía, vitoreaba, lloraba y agitaba los brazos, y el cohete ascendía y ascendía rugiendo, tan alto estaba ya que apenas podíamos verlo contra el fulgor del cielo.

Aún estábamos aplaudiendo cuando en la atmósfera, muy por encima de nosotros, se produjo un destello de luz insoportable, como un segundo sol, más brillante todavía que el primero, y nos sacudió con una fuerza abrumadora haciéndonos caer de rodillas con dolor y terror, llorando, cubriéndonos el rostro con las manos.

Cuando por fin me atreví a mirar de nuevo, aquel feroz centro terrible de fulgor había desaparecido y en su lugar había una espantosa estela de humo negro que se extendía por todo el cielo, disipándose en un rastro agonizante hacia el norte. No podía ver el cohete. No podía oírlo.

—¡Se ha ido! —gritó alguien.

—¡Moisés! ¡Moisés!

—¡Ha explotado! ¡Yo lo he visto!

—¡Moisés!

—Judith… —dijo una voz más serena a mi espalda.

Estaba demasiado aturdido para gritar, pero a mi alrededor todo era un ruido uniformemente ascendente de horror y desesperación que se inició como un gemido ahogado hasta convertirse en un alarido atroz surgiendo de centenares de gargantas al unísono. Había un pánico tremendo, una histeria generalizada. La gente corría sin rumbo como si se hubiera vuelto loca. Unos se revolcaban en el suelo, otros golpeaban la arena con los puños. «¡Moisés!», gritaban, «¡Moisés! ¡Moisés! ¡Moisés!».

Me volví hacia Eleazar. Estaba pálido y los ojos parecían salírsele de las órbitas. Sin embargo, mientras le contemplaba, vi como respiraba hondo y alzaba las manos dando un paso al frente solicitando atención. Inmediatamente todas las miradas se volvieron hacia él. De alguna manera pareció crecer hasta cinco codos de altura.

—¿Dónde está la nave? —gritó alguien—. ¿Dónde está Moisés?

Y Eleazar, con una voz que sonaba como las trompetas del Señor, dijo:

—¡Él era el Hijo de Dios! ¡Y Dios le ha llamado a su lado!

Alaridos. Gemidos. Gritos histéricos.

—¡Muerto! —gritó alguien—. ¡Moisés está muerto!

—¡Él vivirá eternamente! —tronó Eleazar.

—¡El Hijo de Dios! —gritó uno, luego fueron tres, después una docena—. ¡El Hijo de Dios!

Yo sabía que Miriam estaba a mi lado. Notaba su calidez, su brazo apretándose contra el mío, su dulce pecho contra mis costillas, sus labios en mi oído:

—Debes escribir el libro —me susurró y su voz contenía un apremio terrible—. Su libro. Debes escribirlo. Para que nunca se olvide este día. Para que él viva para siempre.

—Sí —me oí responderle—. Sí.

En aquel momento de frenesí y terror, me sentía como un junco que se balanceaba a la orilla del Nilo, sorprendido por su desbordamiento. Y yo había sido arrancado de raíz e iba a la deriva. La bola de fuego del Éxodo me explosionó nuevamente en el alma como un segundo sol, con un esplendor que nunca podría desvanecerse. Y yo sabía que había sido engullido, que yo había sido conquistado, que me quedaría allí para escribir y para rezar, que yo forjaría el evangelio del nuevo Moisés en la herrería de mi espíritu y divulgaría su mensaje por todas partes. Después de aquellas cinco muertes llegaría la resurrección. Nosotros llevaríamos a los pueblos de la República el mensaje que habían estado esperando tanto tiempo, sumidos en la esterilidad y la confusión. Cuando ese mensaje les llegue, se liberarán de los grilletes de sus señores. Y de la muerte del Imperio emergerá un nuevo orden de cosas. ¿Existirían otros mundos? ¿Serían habitables? ¿Quién sabe? Pero había una nueva verdad que podíamos predicar, y ésa era la verdad del segundo Moisés, que había entregado su vida para que nosotros pudiéramos alcanzar las estrellas. Y yo no permitiría que esa nueva verdad muriera. Yo escribiría y mi pueblo llevaría el mensaje escrito por mí por todo el mundo. Y todo el mundo cambiaría.

Quizá me equivoque al afirmar que la República está sentenciada. Sospecho que lo más probable es que este mundo esté destinado a ser de Roma. Así ha sido durante miles de años, y lo seguirá siendo, según parece, incluso por toda la eternidad. Muy bien. Dejemos que así sea. No desafiaremos el destino eterno de Roma. Simplemente, nos situaremos fuera de su alcance. Nosotros tenemos nuestro propio destino. Algún día (¿quién sabe lo lejos que estará?), construiremos una nueva nave, y otra, y otra, y finalmente nos llevarán lejos de este mundo de aflicción. Dios ha enviado a Su Hijo. Y Dios lo ha llamado a Su lado. Y llegará el día en que todos nosotros dejaremos atrás el férreo yugo de esta Roma eterna y lo seguiremos con alas de fuego, lejos de esta tierra de esclavitud, hasta los cielos, donde Él vive eternamente.

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