Robert Silverberg He aquí el camino

Hoja, recostándose cómodamente junto a Sombra en un grueso fardo de pieles, en el abrigado castillo de pasa­jeros del aerovagón, oyó el primer clarinetazo de la llu­via y puso cara de vinagre: pronto tendría que levantar­se y ocuparse de la conducción del vagón si es que la llu­via era de la especie que se temía.

Era aquél el noveno día desde que los Dientes empe­zaron a asolar las provincias orientales. El aerovagón, que llevaba a cuatro que huían de los brutales apetitos de los invasores, se desplazaba flotando a lo largo de la Pista de la Araña, sita en cierto punto entre Theptis y la Cos­tilla del Normando, rumbo al oeste, rumbo al oeste y a todo trapo. Taco estaba con las tiendas dando órdenes oníricas al conjunto de seis yeguas de la noche que tira­ban del vagón; el fornido Corona se encontraba en mi­tad del vehículo, tramando seguramente alguna vengan­za contra los Dientes, ya que no sabía hacer otra cosa; lo que permitía que Hoja y Sombra se entregaran a lo suyo, aunque no por mucho tiempo. Escuchando el fu­rioso tamborileo de la lluvia contra la tensa cubierta de pellejo claveteado del vehículo, Hoja sabía que no se tra­taba de una lluvia corriente, sino de la temida lluvia pur­púrea que deja el aire apestado y lanza a la caza a las arañas ápodas. Taco nunca podría gobernar el vehículo en medio de una lluvia morada. Pues vaya lata, pensó Hoja, repantigándose mejor contra la forma azul y rodeada de cálidas pieles de Sombra. Al rato oyó el ingrato quejido de las yeguas y notó que el vagón daba saltos: sí, no ca­bía la menor duda: lluvia morada y arañas ápodas. Su tiempo de descanso estaba a punto de acabar.

No es que se quejara de tener que trabajar. Pero es que había terminado su turno de pilotaje hacía apenas media hora. Se había ganado el descanso. Si Taco era in­capaz de dominar el vagón en medio de aquel temporal —lo mismo pasaba con Sombra, que nunca se las había visto con una lluvia morada—, que se hiciera cargo Co­rona. Pero, por supuesto, Corona diría que naranjas y no se movería de su sitio.

—Siempre he tenido inferiores que conduzcan por mí—había dicho Corona diez días atrás, cuando se encon­traban en el gran fuerte de Ciudad Santa, con los pro­yectiles de los Dientes zumbando alrededor.

—Pues tus inferiores se han largado sin esperar al amo —hubo de recordarle Hoja.

—¿De veras? Otros habrá que conduzcan.

—¿Voy a convertirme entonces en inferior tuyo? —di­jo Hoja sin alterarse—. Recuerda, Corona, que yo soy un Pura Sangre.

—Ya se te ve en la cara, compañero. Pero ¿por qué meternos en disputas filosóficas? Éste es mi vehículo. Los invasores estarán aquí antes de que se haga de no­che. Si quieres venirte al oeste conmigo, ya sabes lo que tienes que hacer. Si te parece demasiado para tus pruri­tos, pues te quedas aquí y pruebas a ver si tu suerte te gana el perdón de los Dientes.

—Acepto tus condiciones —dijo Hoja.

Así, había subido a bordo —y también Taco, y Som­bra— con la condición de que él y estos dos se harían cargo del pilotaje. Hoja se sentía degradado por ello —se había alquilado como miembro de la raza inferior—, pe­ro ¿qué otra alternativa había tenido? Estaba solo y le­jos de su gente; con las hordas de los Dientes devastan­do el este, estaba arriesgando el pellejo. Aceptó pues las condiciones de Corona. Un aristócrata conoce el arte de la ductilidad mucho mejor que la mayoría. Soporta la humillación hasta que ya no puede soportar más, pero mientras tanto acepta, acepta, acepta los hechos. Doble­garse ante lo inevitable resulta vulgar y melodramático. Hoja pertenecía a la casta superior, los Pura Sangre, en­señada desde la infancia a ser flexible, sauce que se plie­ga al viento, abandonado libremente a la voluntad del Alma. El orgullo es un pecado peligroso; igual que la ter­quedad; el desenfreno también y mucho más que los otros. Por tanto, trabajaba mientras Corona dormía a pierna suelta. No obstante, había límites incluso para la capacidad de aceptación de Hoja, y sospechaba que estaba a punto de llegar a esos límites.

La primera noche, con sólo dos pequeños ríos entre ellos y los Dientes y las terribles explosiones de Ciudad Santa incendiando el cielo, los fugitivos hicieron un bre­ve alto para coger melones en un campo abandonado y, en tanto se deleitaban con aquello suculenta hortaliza, Hoja dijo a Corona:

—¿Dónde irás, una vez estés a salvo de los Dientes, del otro lado del Río Medio?

—Conozco a unos parientes lejanos que viven en los Llanos —dijo Corona—. Iré allí y les contare lo que ha ocurrido a la gente oriental del Lago Oscuro y los con­venceré para que empuñen las armas y obliguen a los Dientes a volver a la desolación glacial a que pertenecen.—El rostro oscuro de Corona brillaba embadurnado de pulpa. Se lo limpió—. ¿Qué planes tienes tú?

—No son tan grandiosos. También buscaré parientes, pero no para organizar un ejército. Quiero ir simplemen­te al Mar Cerrado, en busca de mi gente, para vivir con ella tranquilamente otra vez. He estado lejos demasiado tiempo. ¿Qué mejor ocasión que esta para regresar?—Hoja miró a Sombra—. ¿Y tú? —preguntó a la mu­chacha—. ¿Dónde quieres ir tú?

—Sólo donde tú vayas —dijo ella. Hoja sonrió.

—¿Y tú, Taco?

—Yo sólo quiero sobrevivir —dijo Taco—. Sobrevivir y nada más.

La humanidad había transformado el mundo y el mun­do transformado había hecho cambiar a la humanidad. Día tras día, el vagón llevaba a los viajeros a alguno que otro pueblo extraño que se proclamaba descendiente de la estirpe ancestral, aunque respiraran por branquias y tuvieran la piel corno cuero curtido o dispusieran de va­rios pares de brazos. Humanos, todos humanos, humanos, humanos. Por lo menos todos insistían en ello. Si uno se afirma humano, pensaba Hoja, entonces el interlocutor no tendrá más remedio que estar de acuerdo. Sin embargo, había diversas clases de humanidad. Hoja, como Pura Sangre, se consideraba más cerca de lo humano que cualquiera de las gentes con que topaban, más cer­ca de lo humano incluso que sus tres compañeros; cier­tamente, a veces tendía a considerar a Corona, Taco y Sombra como más extraños que humanos, pero no lo consideraba un estigma. Cualquier cosa que morase en el mundo no era estigma, siempre que procurase no ofen­der a los demás. A Hoja le habían enseñado a respetar los diversos tipos de educación humana, incluso la que mar­caba a los inferiores. Sus compañeros no eran de la cas­ta inferior, de eso no cabía la menor duda; eran de es­tirpe media y su categoría no estaba muy por debajo de la del mismo Hoja. Corona, el mayor, más fuerte y más violento de todos, era de la parentela del Lago Negro. Sombra, de las Estrellas Danzantes y resultaba el ele­mento más elegante y dócil del grupo. Era la única hem­bra del vehículo. Taco, que procedía de la estirpe del Cristal Blanco, era el más rápido en cuerpo e inteligen­cia, el más mercurial y volátil. Un conjunto extraño, pen­só Hoja. Pero en las ocasiones extremas se coge a los compañeros de viaje según vienen. No se quejaba. Le parecía posible continuar sin problemas con todos ellos, incluso con Corona. Incluso con Corona.

El vehículo se detuvo dando un tumbo. Se oía ruido de cascos en el suelo húmedo; a continuación sonó un es­calofriante alarido procedente de Taco y un furioso bra­mido procedente de Corona; por último, se escuchó una serie de leves explosiones silbantes. Hoja meneó la ca­beza con tristeza.

—Malgastar munición con las arañas ápodas...

—Quizás estuvieran atacando a los caballos —dijo Som­bra—. Corona es bruto pero no tonto.

Hoja le acarició las nalgas con ternura. Sombra trata­ba siempre de ser amable. Nunca se había acostado ante­riormente con una Estrella Danzante, aunque le parecían de aspecto agradable: eran entes delgados, de esqueleto de pájaro y pecho menudo, cubiertos desde los tobillos hasta el cráneo crestado con un espeso pellejo del color del crepúsculo invernal. La voz de Sombra era musical y sus movimientos sobremanera graciosos; era la antítesis de Corona.

Corona apareció en aquel momento, figura voluminosa que entró precipitadamente a través de las cortinas de cuentas que aislaban el castillo de pasajeros. Miró malé­volamente a Hoja. Aun en sus momentos más apacibles, Corona parecía irritado, efecto tal vez causado por sus ojos, de un tono rojo brillante allí donde en Hoja y en casi todos los humanos dominaba el blanco. El cuerpo de Corona era un saco de carne, dos veces más ancho que Hoja y medio cuerpo más alto, aunque Hoja no pro­cedía de una raza corta de estatura. La piel de Corona era de color verde purpúreo y brillante, acaso como bron­ce reluciente; era lampiño de pies a cabeza y parecía más la estatua descomunal de un gladiador aceitoso que un ser vivo. Los brazos le llegaban más abajo de la rodilla, tenía más articulaciones de lo normal y acababan en ma­nos que parecían palas de hornero; se dijeran perfec­tos instrumentos de matarife. Hoja le dedicó su mejor sonrisa. Sin devolverle el saludo, dijo Corona:

—Harías mejor en coger las riendas, Hoja. El camino se ha vuelto pantanoso. Los caballos se ponen nerviosos. Es la lluvia morada.

Durante aquellos nueve días Hoja se había acostum­brado a obedecer las bruscas órdenes de Corona. Iba a obedecer esta vez y a dejar sola a Sombra cuando, abrup­tamente, llegó al límite de la paciencia:

—Mi turno ha terminado hace un momento —dijo.

—Ya lo sé —dijo Corona—. Pero Taco no puede con­ducir el carromato en este terreno. Y yo acabo de car­garme un buen puñado de arañas. Si no nos damos pri­sa habrá muchas más.

—¿Y?

—¿Qué te propones, Hoja?

—No tengo ganas de ponerme delante otra vez tan pronto.

—¿Crees que Sombra va a poder dominar las rien­das en medio de esta tormenta? —preguntó fríamente Corona.

Hoja se tensó. Vio que la rabia subía al rostro de Co­rona. El gigante estaba conteniendo su violencia con bas­tante esfuerzo; si Hoja mantenía su actitud desafiante habría jaleo. La rebeldía iba contra todos los principios de Hoja, y sin embargo mantuvo.su oposición y hasta sintió cierta complacencia en ello. Decidió arriesgarse a un enfrentamiento y ver hasta dónde llegaba la firmeza de Corona. Dijo con tenacidad:

—Muchacho, puedes coger tú las riendas esta vez.

—¡Hoja! —susurró Sombra, pálida.

El rostro de Corona adquirió matices criminales. Sus oscuras y relucientes mejillas temblaron y se pusieron rígidas; sus ojos relampaguearon como pepitas fundidas; sus manos se abrieron y cerraron, se abrieron y cerra­ron atenazando el aire con furia.

—¿Qué bicho te ha picado? Hicimos un trato A me­nos que ahora pienses que un Pura Sangre no tiene ne­cesidad de cumplirlo...

—Ahórrame prejuicios de clase, Corona. No pongo mi condición como excusa para no trabajar. Estoy cansado y me he ganado un buen descanso.

—Nadie te niega el descanso. Hoja —dijo Sombra con suavidad—. Pero Corona tiene razón al decir que yo no puedo conducir bajo la lluvia morada. Lo haría si pu­diera. Tampoco puede hacerlo Taco. Sólo quedas tú.

—Y Corona —dijo Hoja con obstinación.

—Sólo tú —murmuró Sombra. Era propio de ella el no tomar partido, el servir siempre de mediador—. Va­mos, Hoja. Antes de que haya problemas serios. No es digno de ti crear este tipo de altercados.

Hoja quiso seguir lo iniciado, aunque resultase peli­groso. Negó con la cabeza.

—Tú, Corona. Conduce tú.

—Estás yendo demasiado lejos —dijo Corona con voz ahogada—. Hicimos un trato.

Todo el comedimiento del Pura Sangre había desapa­recido ya.

—¿Trato? Estuve de acuerdo en participar en la con­ducción, no en que se me fastidiara el descanso cuando...

Corona dio un puntapié a un asiento de mimbre y lo rompió. Su ira comenzaba a aflorar. Gruesas venas se le hincharon en el cuello. Dominándose todavía, dijo:

—Ve allí ahora mismo, Hoja, o por el Alma que te mando a donde Todo-es-Uno.

—Magnífico, Corona. Mátame si es que quieres hacerlo. Pero en ese caso, ¿quién conducirá tu podrido ca­rromato por ti?

—Me quejaré cuando llegue el momento.

Corona dio un paso adelante tragando aire y con los puños apretados.

Sombra codeó a Hoja en las costillas.

—Esto está fuera de toda lógica —le dijo.

Él estaba de acuerdo. Había probado a Corona y ha­bía obtenido una respuesta; Corona no iba a volverse atrás, de eso estaba casi seguro; pero por el momento era suficiente porque Corona era capaz de matarlo. El gigante del Lago Negro se alzó sobre él y levantó sus tre­mendos brazos como si fuera a machacar la cabeza de Ho­ja. Éste elevó las manos, más en son de sometimiento que de autodefensa.

—Espera —dijo—. Tranquilízate, Corona. Conduciré.

Los brazos de Corona descendieron. Detuvo el impul­so homicida en mitad del acceso, perdió el equilibrio y se arrojó contra un lado del carromato. Se enderezó pe­sadamente. Sacudió la cabeza con lentitud. Dijo con voz amenazadora:

—No vuelvas a hacer nada parecido, Hoja.

—Es la lluvia —dijo Sombra—. La lluvia morada. Todo el mundo hace cosas raras cuando cae la lluvia mo­rada.

—Aun así —dijo Corona, dejándose caer sobre la pila de pieles mientras Hoja se levantaba—. La próxima vez habrá jaleo del bueno. Ahora, andando. Conduce.

Asintiendo, dijo Hoja:

—Ven conmigo, Sombra.

Ella no respondió. En su rostro había una expresión de temor.

—El conductor conduce solo —dijo Corona—. Debe­rías saberlo, Hoja. ¿Me estás tentando todavía? Porque si lo estás haciendo, no tienes más que hacérmelo saber y verás lo que es bueno.

—Quiero estar acompañado mientras hago este tur­no extra.

—Sombra se queda aquí.

Hubo un momento de silencio. Sombra temblaba.

—Muy bien —dijo Hoja por último—. Sombra se queda.

—Te acompañaré —dijo Sombra mirando con timidez a Corona.

Corona puso mala cara pero nada dijo. Hoja salió del castillo de pasajeros, seguido de Sombra. Fuera, en el estrecho corredor que llevaba a la cabina, se detuvo, se estremeció, le recorrió un temblor y cogió a la hembra. Ella apretó contra él su cuerpo leve y se abrazaron con fuerza e intensidad. Cuando el hombre la soltó dijo ella:

—¿Por qué quisiste provocarlo? Fue algo muy extraño por tu parte.

—No tenía ganas de coger las riendas tan pronto.

—Ya lo sé.

—Quería estar contigo.

—Podrás estar conmigo un poco más tarde —dijo ella—. No tenía sentido que contradijeras a Corona. No había ninguna salida. Tenías que conducir.

—¿Por qué?

—Lo sabes bien. Taco no puede hacerlo. Tampoco yo.

—¿Y Corona?

Ella lo miró con extrañeza.

—¿Corona? ¿Por qué iba a coger las riendas él?

Desde el castillo de pasajeros surgió la voz irritada de Corona:

—¿Vas a estarte ahí todo el día, Hoja? ¡Vamos ya! ¡Y tú, ven aquí, Sombra!

—Ya voy —dijo ella.

Hoja la retuvo un instante.

—¿Por qué no? ¿Por qué no puede conducir él? Puede ser orgulloso, pero no tanto que...

—Pregúntamelo en otra ocasión —dijo Sombra ale­jándolo—. Anda, anda. Tienes que conducir. Si no nos movemos tendremos a las arañas encima.

Al tercer día de viaje, rumbo al oeste, llegaron al po­blado de los Mutantes. Gran parte del condado que ha­bían cruzado se encontraba desierta, aunque los Dien­tes no lo habían visitado todavía, pero los Mutantes se­guían su rutina acostumbrada como si nada hubiera ocu­rrido en las provincias vecinas. Era gente angulosa, de piernas largas, piel cetrina, de un tono casi verdoso, que por lo general podía clasificarse por debajo de la casta media, pero por encima de los inferiores. Estaban dotados del don de la metamorfosis, un lento reblandeci­miento de los huesos que efectuaban a voluntad y que podía, en el curso de una semana, alterar rápidamente la forma del cuerpo; Hoja no vio que hicieran nada de esto, excepción hecha de unos cuantos niños que pare­cían estar a mitad de transformaciones curiosas, el uno con brazos al parecer sin huesos, el otro con los hom­bros grotescamente distendidos, el de allá con piernas como zancos. Los adultos se acercaron al carromato ad­mirándose de su belleza con sonidos halagadores, y Co­rona se puso a hablar con ellos.

—Estoy organizando un ejército —dijo—. Volveré den­tro de un mes o dos al frente de mis parientes de los Llanos. ¿Queréis luchar en nuestras filas? Juntos arro­jaremos a los Dientes y liberaremos las provincias orien­tales.

Los Mutantes se rieron de buena gana.

—¿Cómo se va a poder expulsar a los Dientes? —pre­guntó un anciano con una sebosa mata de pelo blan­quiazul—. Fue deseo del Alma que vinieran como con­quistadores y nadie puede discutir los mandatos del Al­ma. Los Dientes permanecerán en estas tierras durante un millón de años.

—¡Podemos derrotarlos! —exclamó Corona.

—Destrozarán cuanto encuentren en su camino y na­die puede detenerlos.

—Si pensáis eso, ¿por qué no huís? —preguntó Hoja.

—Tenemos tiempo de sobra. Pero estaremos bien lejos para cuando volváis con vuestro ejército de salvación. —Se oyeron risas ahogadas—. Nos mantendremos a sal­vo de los Dientes. Sabemos cómo hacerlo. Nos transfor­maremos y nos iremos.

Corona insistió.

—Podéis sernos útiles en nuestra guerra contra ellos. Poseéis dotes valiosas. Si no queréis ser soldados nues­tros, por lo menos haced de espías. Os enviaremos a los campamentos de los Dientes disfrazados de...

—No estaremos aquí —dijo el anciano Mutante— y nadie podrá encontrarnos —y con esto terminó la con­versación.

Mientras el carromato salía del poblado Mutante con Sombra en las riendas, Hoja dijo a Corona:

—¿Crees realmente que vas a poder derrotar a los Dientes?

—No me queda otro remedio.

—Ya has oído al viejo Mutante. La invasión de los Dientes fue voluntad del Alma. ¿Crees de veras que pue­des ir contra esa voluntad?

—También la tormenta es voluntad del Alma —dijo Corona con serenidad—. De todos modos, hago aquello de que soy capaz. Y nunca he sabido si el Alma se dis­gusta o no.

—No es lo mismo. Una tormenta es un acto que se da entre el cielo y la tierra. Nada tenemos que ver en ello; si queremos cubrirnos la cabeza, eso no altera lo que tiene lugar. Pero la invasión de los Dientes es un acto entre una y otra tribu, una reordenación de las pau­tas sociales. En el gran plan de las cosas, Corona, puede ser un proceso necesario, preordenando para alcanzar ciertos fines que sobrepasan nuestro entendimiento. To­dos los sucesos forman parte de un todo mayor, y todo está en equilibrio, todas las cosas se compensan entre sí. Ora estamos en paz, ora llegan los invasores; ¿no lo com­prendes? Si ha de ser así, es inútil oponerse.

—Los Dientes han irrumpido en las tierras del este —dijo Corona— y han asesinado a miles del Lago Negro. Mi interés en el proceso necesario comienza y acaba en ese hecho. Mi tribu casi ha sido barrida del mapa. La tuya está a salvo, allá, junto a sus playas abundantes en helechos. Buscaré ayuda y me vengaré.

—Los Mutantes se rieron de ti. Otros lo harán tam­bién. Nadie querrá luchar contra los Dientes.

—Tengo primos en los Llanos. Si nadie más quiere, los movilizaré a ellos. Estarán de acuerdo en que hay que pagar a los Dientes con la misma moneda por lo que hicieron a los del Lago Negro.

—Corona, tus primos del oeste pueden decirte que pre­fieren quedarse donde están seguros. ¿Por qué habrían de ir al este para vengarse? ¿Acaso devolverá la vida a tus parientes muertos la venganza, por muy sangrienta que sea?

—Lucharán —dijo Corona.

—Prepárate pues por si no quieren.

—Si no aceptan —dijo Corona—, entonces volveré al este por mi cuenta y haré la guerra solo hasta que cai­ga. Pero no temas por mí, Hoja. Estoy seguro de que en­contraré muchos voluntarios.

—Que tozudo eres. Corona, Tienes poderosas razo­nes para odiar a los Dientes, corno todos nosotros. Pero ¿por qué dejar que ese odio te cueste la vida? ¿Por qué no aceptar la desgracia que ha caído sobre nosotros y comenzar una nueva vida al otro lado del Río Medio, y olvidar este sueño de dar la vuelta a lo irreversible?

—Eso es cosa mía — dijo Corona.

Hoja caminaba por el vehículo con la cabeza gacha, los hombro encogidos, los pies deseando dar de punta­piés a los objetos. Se sentía irritado, lleno de turbio resentimiento. Había dejado que su rabia aflorase ante Corona, lo que no estaba nada bien; pero aun peor resultaba que hubiera permitido que la ira lo dominara y envenenara. Ni siquiera la belleza del carromato alcanzaba a calmarlo; por lo común, su construcción soberbia y su adornos elegantes le alegraban, los paramentos de piel modelados de manera retorcida, las panoplias de lustrosos tejidos, las incrustaciones de intrincada talla, los graciosos cordones de semillas secas y borlas que pendían del techo curvo; pero semejantes maravillas nada significaban para él en aquel momento. Aquello no po­día ser.

El aerovagón tenía una longitud mayor que diez hom­bres de Pura Sangre tendidos y en hilera, y una anchu­ra que ocupaba casi toda la pista. En su factura habían participado los más delicados artesanos: menestrales Donantes de Flores, sin duda; solo los Donantes de Flores podían haberlo construido tan bien, Hoja imaginó docenas de frágiles personillas trabajando con premura durante meses, todo sonrisas y silencio, dedos largos y escuálidos, ojos rápidos y brillantes, dando forma al inmenso vehículo como quien forja un poema. La estructura general era de largas arboladuras de madera ligera, elegantemente labrada con anchas bandas torcidas de fragante e incoloro mucílago, y estaba sujeto con juncos elásticos cogidos en los marjales del sur. Sobre esta elaborada armadura se habían ajustado tiras curtidas de piel con gruesas fibras amarillas procedentes de los mismos cuerpos de las criaturas que habían suministrado el pellejo. El suelo era de troncos de plantas nocturnas, negros y relucientes, pulidos con gran tacto y juntados con enorme habilidad. No se había utilizado ningún me­tal en la construcción del carromato, ni tampoco ninguna sustancia artificial: la naturaleza lo había dado todo. A pesar de su amplitud y majestad, era ligero, tan lige­ro que flotaba sobre una columna vertical de aire ca­liente generado por propulsores magnéticos que giraban en su panza; mientras la tierra giraba, giraban los pro­pulsores y cuando éstos giraban el carromato se alza­ba a unos palmos del suelo y podía ser tirado con faci­lidad por una partida de yeguas de la noche.

Más que un carromato parecía un palacio y allí donde iba despertaba la curiosidad: amor de Corona, placer de Corona, hacienda de Corona, juguete monstruoso. Para pagar su fabricación había tenido que enviar muchas al­mas allí donde Todo-es-Uno, pues no de otra forma se había ganado el sustento Corona en los viejos días: de soldado mercenario, asesino a sueldo, duelista contra­tado por los ricos orientales que eran demasiado esmirria­dos o zánganos para defender el propio honor. Nunca ha­bía recibido ni un rasguño y sus honorarios habían sido elevados; pero ahora que los Dientes se habían desparra­mado por las tierras del este había terminado todo aquello.

Hoja no podía soportar que su irritación durase tan­to. Se detuvo para tranquilizarse, cerró los ojos y aten­dió al tono diáfano que sonaba siempre en el fondo de su ser. Lo encontró al cabo de unos minutos, se sintió tonificado y se dejó purificar. La mala fe de Corona de­jó de tener importancia. Hoja volvió a ser el de siem­pre, alerta y condescendiente, consciente y responsable.

Sonriendo y silbando penetró con rapidez en la cabi­na media, amplia, agradable, brillantemente iluminada, decorada con armas de Corona y otros hoscos recuerdos de peleas, y penetró en el pasillo frontal que llevaba a la cabina del conductor.

Taco estaba sentado ante las riendas. Los de Cristal Blanco, como Taco, parecían vibrar de energía; pero por lo que respectaba a Taco, parecía cansado, vacío, medio muerto de fatiga. Era pequeño y canijo, estrecho de hombros y caderas, con piel incolora, de textura cerúlea y cór­nea, manchada aquí y allá de puntos pilosos. Sus múscu­los eran largos y planos; su rostro, cavernoso, de nariz picuda y mandíbula afilada y malévolos ojos oscuros hun­didos en huesudas cuencas. Hoja tocó su hombro.

—Vale ya —dijo—. Corona me ha enviado a relevarte.

Taco asintió con debilidad pero no se movió. El hom­brecillo temblaba como una rana. Hoja había pensado siempre que era indestructible, pero ante aquel desalien­to consideró que parecía más frágil que Sombra.

—Vamos —murmuró Hoja—. Tienes unas cuantas ho­ras para descansar. Sombra te cuidará.

Taco se encogió de hombros. Estaba inclinado hacia delante, mirando con ojos muertos por el postigo curvo, sucio a la sazón de goterones de agua mugrienta.

—Las puercas arañas —dijo. Su voz fue ronca y gas­tada—. La cochina lluvia. El barro. Mira los caballos, Hoja. Están muertos de miedo y yo también. Nos mo­riremos todos en esta carretera, Hoja, si no a causa de las arañas, de la lluvia venenosa; si no a causa de la llu­via, de los Dientes, y si no por éstos por alguna otra cosa. No hay otra carretera más que ésta, ¿te has dado cuenta? Éste es el camino y estamos encadenados a él como inferiores desvalidos, y en él moriremos.

—Moriremos cuando nos llegue la hora, como todo lo demás. Taco, ni antes ni después.

—Pues a nosotros nos va a llegar la hora enseguida. Muy pronto. Demasiado pronto. Puedo tocar al fantas­ma de la muerte con la mano.

—Taco...

—Me siento atrapado en este carromato.

Taco hizo un extraño ruido con la garganta, una es­pecie de sollozo a medias. Hoja tiró de él y lo apartó del asiento del conductor, llevándolo seguidamente al pasillo. Como si no pesara en absoluto. Quizá fuera cier­to en aquel instante mismo. Taco tenía muchas cualida­des.

—Anda —dijo Hoja—. Descansa mientras puedas.

—Eres muy amable.

—Y deja de hablar de muertes.

—Tienes razón —dijo Taco. Hoja lo vio forcejear con el miedo, la desesperación y el cansancio. Pareció reanimarse, bordear su antigua vitalidad; pero la ligera recu­peración decreció y entonces, esbozando una leve son­risa, susurró gracias y se alejó.

Hoja ocupó su puesto en el asiento del conductor.

Por la ventana del carromato —delgadísimas y tensas láminas de piel de la mejor calidad, cuidadosamente ad­heridas, perfectamente transparentes— podía ver un pai­saje desapacible. Una lluvia oscura como la sangre caía horadando el suelo esponjoso y elevando efímeros sur­tidores de tierra. Del terreno brotaba una densa pesti­lencia miasmática, ráfagas de niebla oscura y caliente, cuyo olor acre comenzaba a penetrar en el vehículo. Hoja suspiró y cogió las riendas. Fantasma de la muerte, pen­só. Atrapado. Pobre Taco, había llegado al límite de la razón.

Y sin embargo, y sin embargo, mientras consideraba lo que había dicho Taco, Hoja advirtió que había estado experimentando cosas parecidas durante los últimos días; tenso, impelido, apresado. Apresado, Como si acecharan por allí cerca presencias invisibles, burlonas, hostiles. ¿Fantasmas? Sin duda se trataba de la tensión provocada por todo lo que había pasado desde la primera ola car­nicera de los Dientes. Había vivido el colapso de una civilización rica y compleja. Avanzaba ahora por un mun­do extraño, todo él algas y cenizas, Era acosado, acaso, por el peso del pasado todavía insepulto, por el recuer­do de todo lo que había perdido.

Se dijera que era necesario un exorcismo.

Dijo en voz alta:

—Si hay aquí algún fantasma, que me escuche: Sal de esta cabina. Es una orden. Tengo cosas que hacer.

Se rió. Cogió las riendas y se aprestó a gobernar el tronco de yeguas.

Seguía dominando la sensación de una presencia invisible.

Algo al tiempo palpable e intangible hacía presión sobre él de manera imperiosa. Se sintió envuelto y ab­sorbido. Es la niebla, se dijo. Niebla azul oscuro que presiona la ventana y sella el carromato en el interior de una jaula de vapor. ¿Era aquello? Hoja quedo inmóvil un instante, escuchando. Silencio. Dejó las riendas, se vol­vió en el asiento e inspeccionó la cabina con atención. Nadie. Era absurdo preocuparse por tales cosas. Sin em­bargo, persistía la intranquilidad. No se trataba ya de una broma. El nerviosismo de Taco se le había contagia­do y la enfermedad seguía creciendo, volviéndose más in­tensa a cada momento que pasaba, volviéndolo vulnera­ble a cualquier terror que se le insinuase. Sólo con una mente tranquila podría alcanzar el estado de trance que requiere un conductor de yeguas nocturnas; pero el tran­ce parecía estar fuera de sus posibilidades mientras ex­perimentase el aguijón de la mirada de algún invisible observador en su nuca. Esta lluvia, pensó, esta maldita lluvia. Vuelve loco a todo el mundo. Con voz clara y fir­me, dijo:

—Hablo en serio. Manifiéstate y sal de la cabina.

Silencio.

Volvió a hacerse cargo de las riendas. Inútil por otro lado. Era imposible concentrarse. Conocía muchas técni­cas de concentración, de dirigir su conciencia a un pun­to de serenidad imperturbable. Sin embargo, ¿podría ha­cerlo, distraído y alterado como se encontraba? Lo pro­curaría al menos. Tenía que lograrlo. El carromato había permanecido demasiado en aquel sitio. Hoja echó mano de todos sus recursos interiores; una a una fue expulsan­do de sí todas las discordancias; se obligó a caer en trance.

Al parecer daba resultado. Las tinieblas lo llamaban. Se encontraba en el umbral. Daba ya el primer paso en el interior.

—Qué tontería, qué tontería más tonta —dijo una voz bruscamente seca que no procedía de ninguna parte y que taladró sus oídos como ratón de dientes afilados del De­sierto Blanco.

Quebróse el trance. Hoja se estremeció como si hubie­ra recibido una cuchillada y se puso en pie, brillantes los ojos, el rostro enrojecido de excitación.

—¿Quién ha hablado?

—Deja en paz las riendas, compadre. Seguir por este camino es un derroche de energía.

—Luego no estoy loco ni lo estaba Taco. ¡Hay alguien aquí!

—Un fantasma, exactamente, un fantasma, un fantas­ma, un fantasma —dijo el fantasma entre risas.

Cesó la tensión de Hoja. Era mejor contender con un fantasma real que con la fantasía de la propia mente perturbada. Temía a la locura más que a lo invisible. Además, creía conocer la naturaleza de la criatura.

—¿Dónde estás?

—No muy lejos de ti. Aquí. Aquí. Aquí. —La voz bro­tó de tres puntos distintos, una vez detrás de otra. El ente invisible comenzó a cantar. Su canto era alto de tono, como un gemido, y tenía la cualidad de cuartear la paciencia de Hoja. Aún no había visto éste a nadie, aun­que había aguzado la vista y mirado a todas partes. Le pareció descubrir una delgadísima pátina de luz rosada que flotaba ante la pared de la cabina, una niebla ahu­mada que se desplazaba de un lugar a otro, una pelícu­la mínima como de aceite sobre agua, pero en cuanto en­focaba correctamente la mirada parecía evaporarse la pre­sencia.

—¿Cuánto tiempo llevas en el carromato? —dijo Hoja.

—Mucho.

—¿Subiste en Theptis?

—¿Se llamaba así aquel sitio? —preguntó el fantasma sin la menor ironía—. Lo he olvidado. Es tan difícil re­cordar cosas...

—Theptis. Hace cuatro días.

—Quizá fuera Theptis —dijo el fantasma—. ¡Estúpi­do! ¡Soñador!

—¿Por qué me dices eso?

—Estás metido en un callejón sin salida, estúpido, del que nada vas a sacar. —El invisible rió—. Dime, Pura Sangre, ¿eres que soy un fantasma?

—Sé lo que eres.

—¡Qué listo te has vuelto!

—Espectro lamentable, estantigua miserable y a mer­ced de los vientos. Manifiéstate, fantasma.

La risa vibró en las cuatro esquinas de la estancia. Cer­ca del oído derecho de Hoja, dijo la voz:

—El camino que has elegido está cortado más adelante. Te lo dijimos cuando os acercasteis a nosotros y sin embar­go continuasteis y todavía proseguís. ¿Por qué tanta teme­ridad?

—¿Por qué no te manifiestas? Un caballero se siente in­cómodo cuando habla con el aire.

El fantasma se dejó ver un tanto tras una breve pausa. Una mancha vaporosa y carmesí apareció ante Hoja, que vio en el interior de la misma ciertos rasgos pálidos e in­sustanciales, como proyecciones de una pantalla de espesa niebla. Creyó distinguir una barba blanca, ojos chisporroteantes, labios curvados; un rostro repugnante, un esque­leto sin carne. La mancha volvióse más intensa, hasta al­canzar por momentos el escarlata y Hoja pudo ver la fi­gura entera del extraño: hombre de cuerpo estrecho, en­juto y marchito, que le sonreía con sorna feroz. Los bordes de la silueta aparecían confusos y deshechos en niebla. En­tonces, súbitamente, Hoja no vio más que vapor y por último la pura nada.

—Te recuerdo, en Theptis —dijo Hoja—. En la tienda de los Invisibles.

—¿Qué haréis cuando lleguéis al punto cortado del ca­mino? —preguntó el invisible—. ¿Echar a volar? ¿Cavar un túnel?

—Me preguntaste lo mismo en Theptis —replicó Ho­ja—. Te respondo lo mismo que te respondió el del Lago Negro. Seguiremos, con puntos cortados o sin ellos. Es el único camino que tenemos.

Habían llegado a Theptis en el quinto día de fuga: ciu­dad inmensa, espléndido emporio mercantil cuya puerta mayor daba el este, abriéndose a un punto en que se unían dos grandes ríos y convergían muchas carreteras. En los buenos tiempos podían encontrarse en Theptis to­das las razas. Los Pura Sangre y los Cristales Blancos, los Donantes de Flores y los Formadores de Arena, y una docena más, se apiñaban en sus calles, comprando y ven­diendo, vendiendo y comprando; sin embargo, Theptis era sobre todo la ciudad de los Dedos, la casta comercian­te, tipos gordos e industriosos, que se concentraban a millares en aquella urbe única.

El día en que el carromato de Corona llegó a Theptis, casi toda la ciudad estaba en llamas, e hicieron alto en una amplia llanura sita fuera del área metropolitana. Se había levantado allí de manera improvisada un campo de refugiados, y en la pradera veíanse relucir tiendas negras, doradas y verdes como hierbas recién brotadas. Hoja y Corona fueron en busca de noticias. ¿Habían saqueado los Dientes Theptis también? No, les dijo un viejo Formador de Arena. Por lo que sabía, los Dientes estaban todavía en el este, enzarzándose con las ciudades coste­ras. Entonces, ¿a qué se debían los fuegos? El anciano sacudió la cabeza. Su energía se había agotado; o su pa­ciencia; o su cortesía. Dijo: si queréis saber más, pre­guntadles a ellos.Ellos lo saben todo. Y señaló con el dedo la tienda de enfrente.

Hoja miró dentro de la tienda y vio que estaba va­cía; pero al volver a mirar descubrió ante sí ciertas som­bras móviles, tenues siluetas que existían en los mismí­simos confines de la visibilidad y que sólo podían per­cibirse merced a ciertos juegos de la luz cuando se des­plazaban. Le pidieron que entrara y también entró Co­rona. Eran más visibles junto a la luz humeante del fue­go de campaña: siete u ocho de los Invisibles, nómadas, misteriosos siempre, dotados de ciertas proyecciones lu­minosas que les permitían moverse alrededor o a través de sus cuerpos de tal manera que podían escapar a la mirada de los ojos normales. Hoja, al igual que todos aquellos que no eran de su especie, se sentía intranquilo entre los Invisibles. Nadie confiaba en ellos; nadie era capaz de predecir sus actos, ya que eran criaturas anto­jadizas y caprichosas, o bien obedecían códigos cuya ló­gica resultaba incomprensible a los demás. Recibieron a Hoja y a Corona después de acomodarse en sus carna­duras, y ofrecieron vino y fruta a los visitantes. Corona señaló la ciudad. ¿Quién la había incendiado? Un Invisi­ble de barba roja y voz quebrada dijo que durante la segunda noche después de la invasión los Dedos más ri­cos habían tenido miedo y habían emprendido la fuga con sus pertenencias más valiosas, y mientras sus carro­matos cruzaban los portones de la ciudad, las castas in­feriores habían comenzado a saquear las casas de los Dedos, y también sus bodegas; el fuego se había decla­rado de manera espontánea sin que pudiera hacerse responsable a nadie, ya que los causantes habían sido los inferiores, pero los amos habían huido. La ciudad ardió, pues, de esta manera y todavía seguía ardiendo; y los supervivientes se encontraban en aquella llanura, espe­rando a que se aplacaran las llamas para recuperar al­gunas cosas y deseando que los Dientes no cayeran sobre ellos antes de emprender la fuga. En cuanto a los Dedos, dijo el Invisible. se habían marchado ya de Theptis.

¿Qué camino habían tomado? La mayor parte el del noroeste, por la Pista del Ocaso, al principio; pero la en­trada en la pista se había visto cebada por la cantidad de vehículos que: habían sufrido colisión, de manera que la única vía de acceso tenía que alcanzarse dando un ro­deo por la parte arenosa del norte de la ciudad; cuando estas noticias se divulgaron, los Dedos dieron la vuelta y pusieron rumbo al sur. Corona preguntó por qué nadie al parecer había tomado la Pista de la Araña, que iba hacia el oeste. Un segundo Invisible, de barba blan­ca, tomó parte en la charla. La Pista de la Araña, dijo, está muerta a unas cuantas jornadas de viaje; una ca­rretera muerta, una carretera inútil. Todos lo saben, dijo el Invisible de barba blanca.

— Ese es nuestro camino —dijo Corona.

—Os deseo suerte —dijo el Invisible—. Pero no llegaréis muy lejos.

—Quiero llegar a los Llanos,

—Prueba por la parte arenosa —le aconsejó el de bar­ba roja-—, y ve por la del Ocaso.

—Eso nos haría perder dos o tres semanas ---replicó Corona—. La Pista de la Araña es la única que podemos tener en cuenta. —Hoja y Corona intercambiaron mira­das de prudencia. Hoja preguntó la naturaleza del im­pedimento de la carretera, pero los Invisibles se limita­ron a decir que el camino había sido «asesinado», y no se explayaron—. Seguiremos adelante, con puntos cortados o sin ellos —dijo Corona.

—Como queráis —dijo el Invisible más anciano, sirviendo más vino,

Ambos Invisibles se habían desvanecido ya; el frasco parecía suspendido en la niebla. Igualmente, la conver­sación se hizo real, como de sueño, pues las respuestas dejaron de guardar relación con las preguntas y las pa­labras de los Invisibles llegaban hasta Hoja y Corona como envueltas en gruesa lana. Hubo un largo silencio y cuando al cabo alargó Hoja su vaso vacío, el frasco per­maneció inmóvil y se dio cuenta de que él y Corona estaban solos en la tienda. Salieron y preguntaron en las otras tiendas por el bloqueo de la Pista de la Araña, pero nadie sabía nada, como tampoco lo sabían las jóvenes Estrellas Danzantes ni las tres mujeres de Aliento de Agua, de rostro chato, ni siquiera una familia de Donan­tes de Flores. ¿Eran de fiar los Invisibles? ¿A qué se ha­bían referido al hablar de una carretera «asesinada»? Se­guramente se referían a que el camino era impuro por alguna razón sólo conocida de los Invisibles. ¿Qué valor podían tener sus advertencias para quienes no participa­ban de sus supersticiones? ¿Quién se atrevería a decir lo que significan las palabras de un Invisible? Aquella noche, los cuatro ocupantes del carromato divagaron en torno del sentido del camino «asesinado», pero ni las per­cepciones intuitivas de Sombra, ni el amplio conocimien­to de los dialectos y costumbres de las tribus que Taco poseía arrojaron mucha luz. Por último, Corona reafir­mó su decisión de adentrarse en la carretera previamen­te elegida, y así fue como salieron de Theptis por la Pis­ta de la Araña. Mientras viajaban hacia el oeste no se toparon con nadie que marchara en sentido contrario, aunque podía darse que estos carriles estuvieran llenos de viajeros que habían dado la vuelta al tropezar con el antedicho impedimento. Corona tomó buena nota de esto; pero Hoja observó por su cuenta que el carromato de los cuatro parecía ser el único vehículo en la carretera que seguía no sólo la dirección oeste sino también cua­lesquiera otras, como si nadie más se hubiera tomado la molestia de seguir aquel camino. Así, en medio de aquella siniestra soledad, viajaron durante cuatro días en direc­ción oeste hasta que los alcanzó la lluvia morada.

Dijo el Invisible:

—Vuelve a tu trance y dirige los caballos. Yo dormiré junto a ti hasta que llegue el momento de despertar.

—Preferiría estar solo.

—No te molestaré.

—Vete, por favor.

—Eres poco amable con tus huéspedes.

—¿Eres mi huésped? —preguntó Hoja—. No recuer­do haberte invitado.

—Bebiste nuestro vino en nuestra tienda. Este gesto te creó la obligación de devolvernos la hospitalidad. —El Invisible aumentó la intensidad corporal hasta que pare­ció tan sólido como Corona; pero mientras Hoja lo obser­vaba, el otro comenzó a desvanecerse otra vez en cor­púsculos dispersos. La pared opuesta de la cabina se veía a través del pecho del Invisible, como si éste fuera un ente hueco. Sus brazos habían desaparecido, pero no así sus manos de largos dedos. Sonreía, mostrando una dentadura torcida y fuerte. En la cabina dominaba un ex­traño olor, fuerte y almizclado, como vinagre mezclado con miel. Dijo el Invisible—: Permaneceré contigo un rato más —y desapareció del todo.

Hoja se movió por la cabina, sabiendo que un Invisi­ble podía sentirse aun si permanecía oculto a la mira­da. Sus manos no encontraron nada. Desaparecido, de­saparecido, desaparecido, de vuelta al lugar en que on­dulan las llamas, ¿no? Hasta el olor a vinagre y miel ha­bía disminuido.

—¿Dónde estás? —dijo Hoja—. ¿Te has metido por aquí cerca? —Silencio. Hoja se encogió de hombros.

El olor que dominaba a la sazón era el de la lluvia morada. Era tiempo de moverse, con polizones o no. La lluvia golpeaba el ventanuco con grumos fangosos movi­dos por el viento. Hoja volvió a coger las riendas. Alejó al Invisible de su mente.

Las lluvias moradas procedían de masas gaseosas condensadas en la atmósfera superior: nubes de residuos químicos que emergían de los lugares más pútridos, más sofocantes y rodeaban el planeta como tempestades ma­lignas. Después del choque con una masa de aire frío, semejante nube venenosa soltaba su carga de aceites y ácidos bajo la forma de chaparrón; y la podredumbre que caía podía resultar mortal para las plantas, los ani­males menores y, a veces, para el hombre mismo.

La lluvia morada era el pretexto de ciertas criaturas sombrías para arribar a la tierra procedentes de oscu­ras regiones: escurridizos animales que se alimentaban de carroña, que se deslizaban entre los muertos y los agonizantes, y otros seres mayores y más peligrosos que se lanzaban sobre los desmayados y los heridos. Las arañas ápodas se encontraban entre los más desagradables.

Eran éstas siniestras bestias esféricas del tamaño de perros crecidos, voraces y despiadadas en la caza. Tenían el cuerpo grueso y cubierto de pelambre espesa y oscura; poseían ocho ojos resplandecientes encima de diversas bocas dotadas de agudos colmillos. Ciertamente carecían de patas, pero no se quedaban inmóviles, pues del bajo vientre les crecía un grueso pie de carne, parecido al del caracol, que les permitía avanzar a velocidad lenta pero inexorable. Eran malos cazadores y fácilmente se veían impedidos por animales más fuertes; pero eran mortales para las victimas aturdidas por la lluvia morada, ya que se les acercaban hasta hundir las púas venenosas que les brotaba de la espalda. ¿Eran realmente arañas? Ho­ja no tenía ni idea. Como casi todas las demás alimañas, eran de una especie reciente, resultado de la mutación que sobrevino por causas que sólo el Alma sabía durante las alteraciones biológicas que siguieron a la caída de la antigua civilización industrial sin que nadie las hubiera estudiado de cerca ni se hubiera ocupado de ello.

Corona había llegado a matar cuatro. Sus cuerpos yacían boca arriba al borde del camino, mustios y con­sumidos como setas venenosas arrancadas. De los pe­queños cerros que vadeaban la autopista habían surgido unas doce más y se aproximaban lentamente hacia el ca­rromato atascado; algunas habían alcanzado ya a sus compañeras muertas y se disponían a devorarlas, mien­tras las restantes habían echado el ojo a los caballos.

Las seis yeguas de la noche prisioneras de sus arneses, se removían intranquilas en su pequeño espacio; pa­teando con nerviosismo el terreno embarrado con sus pe­zuñas. Eran bestias grandes, robustas, negras como la muerte, con largas orejas plúmbeas y cráneos de frente elevada que albergaban mentes tan inteligentes como las de muchos humanos y más agudas que las de algunos. La lluvia aturdía a los caballos pero no los dañaba seria­mente, mientras que las arañas, si bien podían ser aleja­das a coces, acababan por causarles grandes molestias.

Hoja quería alejarse de allí a la máxima velocidad.

Una capa de cieno cubría todo lo que la lluvia había tocado, y la carretera era un pantano misérrimo, resba­ladizo como el hielo. En esto corrían peligro todos. Si un caballo resbalaba y caía, podía romperse una pata y con ello causaría tal desastre que el tronco entero corría peligro de venirse abajo; y mientras las yeguas heridas se mantuvieran patinando en el barro, las hambrientas arañas se lanzarían sobre ellas, alzando sus aguijones venenosos, clavándolos, inyectando una pócima que atur­día, dejando a los caballos paralizados, desvalidos, vul­nerables a los dientes ávidos y las mandíbulas de hierro. Mientras el carromato se desplazaba por aquella pantano­sa zona empapada por la lluvia, Hoja tenía que tranqui­lizar una y otra vez a las yeguas nocturnas, volcando su energía sobre ellas para tranquilizarlas, tarea extenuante que había dejado agotado al pobre Taco.

Hoja deslizó las riendas sobre su frente. Fue percatán­dose de la conciencia de los seis asustados caballos.

Puesto que estaba todavía despierto, el contacto fue débil e inseguro. Una mente despierta era incapaz de co­municarse con los animales de la manera acostumbra­da. Para guiar el tronco tenía que caer en trance, en un estado onírico; los animales no respondían a nada tan denso como una inteligencia consciente. Hoja miró a su alrededor buscando manifestaciones del Invisible. No, no había ni rastro de él. Mejor. Hoja se concentró en un punto muerto.

Cerró los ojos. La técnica del trance le resultaba fácil cuando nada lo distraía.

Imaginó un túnel, oscuro y de boca estrecha, que se adentraba en la tierra. Se dirigió hacia la boca.

Vaciló un momento.

Penetró en él.

Flotando, flotando y descendiendo, llevado por ondas y suaves corrientes; se hunde en una suave espiral que desciende, hoja de otoño en brisa primaveral. Las paredes del túnel son circulares, cristalinas, luminosas por dentro, iluminación que aumenta su brillo a medida que se desliza hacia el corazón del inundo. Flores de ra­diante escarlata y azules, quebradizas como la hierba, brotan de las estrías a intervalos meticulosamente re­gulares.

Profundiza, no toca nada. Abajo.

Entrando en un lugar en el que el túnel se ensancha hasta formar una cámara de muros lisos, sellada al fon­do. Se tiende longitudinalmente en el suelo. El suelo es de piedra negra, húmedo, resbaladizo; lo sueña blando y acogedor como el seno materno. Los colores son mudos, sordos los sonidos. Oye música lejana, percutiente y apa­gada: rat-a-tat, rat-a-tat, bllluuum, bllluuum.

Ahora se siente capaz de entrar en contacto pleno con la mente de las yeguas.

Su espíritu se expande en su dirección; las envuelve, las toma e introduce en sí. Siente la identidad distinta de cada una, discierne el juego móvil de sus emociones, sus fantasías cabriolantes, sus temores. Cada yegua res­ponde de manera distinta y propia a la lluvia, a las ara­ñas, a la carretera cubierta de césped. Una es inquieta, otra tímida, otra furiosa, otra hosca, otra tensa, otra tor­pe. Hoja las nutre de energía. Las conjunta. Adelante, unid vuestras fuerzas, adelante. Este es el camino y por él he­mos de continuar.

Las yeguas nocturnas se remueven.

Reaccionan perfectamente a su toque. Cree que lo pre­fieren como conductor a Sombra y Taco; Taco es dema­siado desequilibrado. Sombra demasiado complaciente. Hoja las mantiene juntas, las dirige con facilidad, por supuesto, porque tienen personalidad, objetivos, ideales, pero también son bestias de carga y Hoja nunca lo ol­vida.

Vamos. Adelante.

El estado de la carretera es espantoso. Las yeguas ga­nan terreno y sus cascos provocan ruidos de absorción en el barro. Se quejan al hombre. Tenemos frío, estamos mo­jadas, estamos cansadas. El hombre imagina alas para ellas y así les facilita el avance. Para secarlas imagina rayos de sol, calidez amable, una carretera seca, un trote cómodo. Sueña laderas verdes, cascadas de flores ama­rillas, rumor de alas de colibrí, zumbido de abejas. Da a las yeguas un verano dulce y ellas se calman; sacuden la testa; agitan sus alas oníricas y limpian sus plumas; están ya listas para continuar el viaje. Caminan como si fueran un solo animal. Los propulsores zumban conten­tos. El carromato avanza con movimiento suave.

Hoja, sumido en trance, no puede ver el camino, pero es algo que carece de importancia; los caballos lo ven por él y le envían imágenes; imágenes fluidas, móviles, polarizadas, reflejadas y distorsionadas por la extrañeza de la visión caballar y la comunicación onírica; seis óp­ticas simultáneas e individuales. He aquí pues el camino, bordeado por abedules blancos agitados por un viento irri­tado. He aquí el camino, sendero de tierra que se sumerge en un bosque de altísimos pinos curvados por la nieve blanca. He aquí el camino, franja de fertilidad, de la que se elevan rojos hongos doquiera que golpee un casco. Peces azules de carne suculenta se adelantan manteniéndose a los lados de la carretera. Ricos bur­gueses de la tribu de los Dedos despliegan con opulen­cia manteles limpios en las cunetas pobladas de hier­ba y comen ostras espantadas y de ojos saltones. Si­luetas enmascaradas se deslizan por entre las patas de los caballos. La carretera forma una curva, otra curva, dobla sobre su eje, se cruza en lazo plácido. Hoja permanece dentro de este confuso cúmulo de datos, se­parando lo real de lo irreal, atento a la entrada de infor­mación y utilizando ésta como guía para sí y para los mismos caballos. Coordina con serenidad los movimien­tos de los animales con rápidos impulsos mentales de confianza para que cada bestia tire con fuerza equiva­lente. El carromato se balancea sobre su columna de aire y un tirón desigual bien pudiera volcarlo y hundirlo en la cuneta de la izquierda. Envía mensajes rápidos por el férreo conducto que va de su mente a la de ellos. Tran­quilos, tranquilos, atentos a aquel barrizal que se acer­ca... ¡Ah! ¡Ah, yegua maravillosa! ¡Cuidado, arañas a la izquierda! ¡Bravo! Así, así, así. Y acaricia sus flancos du­ros con un mensaje mental. Recompensa su agilidad con imágenes de establo, de forraje tierno, de sementales que esperan al final del viaje.

De ellas —que lo aman, él sabe que lo aman— obtie­ne apacibles imágenes de la pista, placer y belleza, imá­genes todas que convergen en una visión única e idealiza­da, majestuosos bosques de árboles y vastos prados por los que discurren claros torrentes. Sueñan para él su vida pasada, retrotrayéndole fragmentos de autobiografías su­midos en las grutas de su ser. Cuanto transmiten se fil­tra y transforma mediante su sensibilidad ajena, se co­lorea con destellos alucinantes y revierte en formas de otra dimensión, que, pese a todo, resultan fáciles de cap­tar en su significado esencial: su infancia entre los par­ques y jardines del enclave de los Pura Raza, en el Mar Cerrado, sus años de peregrinación entre los innumera­bles ribereños, extraños y no del todo humanos, su breve y feliz permanencia en el país occidental, humedecido por las nieblas, su viaje hacia el este en su temprana madu­rez, siguiendo siempre la voluntad del Alma, siempre plegándose a las brisas, aceptando lo que el destino qui­so depararle, hacia el este después, entre amigos más que hermanos en su provincia oriental de adopción, sus hoga­reñas playas lacustres rodeadas de bosques y pabellones de tiendas, su colección de reliquias de los humanos pri­mitivos —fragmentos de maquinaria, elegantes bobinas metálicas, monedas oxidadas, estatuillas grotescas, piezas de plástico irrompible— guardada en sus estancias par­ticulares con su cuidador propio. Perdido en tales ensoña­ciones olvida que su hogar junto al lago ha quedado re­ducido a cenizas por los Dientes, que sus amigos de días mejores están muertos, sus propiedades derruidas, sus hermosas pertenencias esparcidas entre los montones de basura arqueológica.

Poco a poco, imperceptiblemente, lo que imagina se torna triste.

Arañas, lluvia y fango crepitan en su interior. Ha re­cordado, merced a algún ensombrecimiento de tono en la imaginería que permanece en su ensoñación, que se ha quedado sin nada y que se ha convertido, ahora que ha emprendido la fuga, en un simple conductor a sueldo de un mercenario bestial del Lago Negro que es a su vez un fugitivo.

Hoja brega duramente por gobernar el tiro. Los caba­llos parecen haber perdido seguridad y su velocidad se reduce; se sienten inquietos por algo, y un nerviosismo tristón y quejumbroso forma parte de los mensajes que le envían. Advierte este cambio de humor. Se ve a sí mis­mo enjaezado al carromato junto con las yeguas noc­turnas y Corona en las riendas. Corona blande un látigo terrible, conduce el carromato con frenesí, busca aliados que los ayuden en su fantástica empresa de liberar las tierras que los Dientes han capturado. No hay escape po­sible de Corona. Se erige sobre el paisaje como un monstruo de humo congelado, creciendo e hinchándose hasta oscurecer el cielo. Hoja se pregunta cómo podrá desha­cerse de Corona. Sombra corre junto a él, acaricia sus mejillas, le murmura cosas y él le pide que le quite los arneses, pero ella dice que no puede, que el deber de am­bos es servir a Corona, y Hoja se vuelve a Taco, que está enjaezado al otro lado, y le pide ayuda, pero Taco tose y resbala en el barro mientras el látigo de Corona cruza su espinazo. No hay escape. El carromato se tambalea y sufre sacudidas. El caballo de la derecha resbala, está a punto de caer, se recupera. Hoja considera que debe de estar cansado. Ha conducido mucho hoy y el esfuerzo clama por sus derechos. Pero la lluvia sigue cayendo —atraviesa el velo de las ilusiones, brevemente, deja atrás las escenas de primavera, verano y otoño, y contempla el agua negro azulada que cae a cántaros espeluznantes de los cielos, y no hay nadie más para conducir, de ma­nera que ha de continuar.

Quiere sumergirse en un trance más profundo, en que no resulte tan fácil apartarlo del dominio general.

Pero no, algo falla, algo golpea su conciencia, tira de él hacia el estado de vigilia. Los caballos lo instan a des­pertar con escenas espantosas. Una bestia le muestra el carromato a punto de introducirse en un muro de fuego. Otro lo sitúa al borde de un cráter sin cruce posible. Un tercero le emite la imagen de una roca gigantesca entorpeciendo el camino; un cuarto, una montaña de hie­lo que bloquea el paso; un quinto, una manada de lobos aulladores; el último, una hilera de guerreros armados, hombro con hombro, las picas dispuestas. No hay duda ya. Tribulación. Tribulación. Tribulación. Acaso hayan llegado al lugar muerto del camino. No hay ni que pregun­tar por el Invisible que sin duda merodea por los alre­dedores. Hoja se fuerza a despertar.

No hay muralla de fuego. Ni guerrero, ni lobo, nada de nada. Sólo una empalizada de estacas recién caídas a unos cien pasos más allá, en plena carretera; estacas tan altas como Corona, con puntas en ambos extremos, hun­didas en la tierra, la una pegada a la contigua y atadas fuertemente con enredadera recién cortada. La barrica­da cruzaba la carretera por completo de extremo a extremo; su parte derecha estaba flanqueada por una ma­raña de espinos enredados; por la izquierda se prolon­gaba hasta el borde de un barranco escarpado.

Estaban bloqueados.

Tal bloqueo en plena carretera pública resultaba in­concebible. Hoja parpadeó, carraspeó y se frotó la fren­te dolorida. Los últimos minutos de sueño incongruente le habían dejado una corteza de melancolía en el cerebro. La muralla de árboles parecía pertenecer también a al­gún sueño, un sueño malo. Hoja creyó oír en algún pun­to cercano la risa helada del Invisible. La lluvia, por lo menos, parecía haberse alejado y no había arañas por los alrededores. Pequeño consuelo, pero el mejor de que disponía.

Frustrado, Hoja se deshizo de las riendas y aguardó a que sucediera algo. Al cabo de un instante experimen­tó el rítmico traqueteo que le habló de la plúmbea apro­ximación de Corona por el pasillo que conducía a la cabina. El gigante hizo su aparición.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no nos movemos?

—Camino muerto.

—¿De qué estás hablando?

—Míralo tú mismo —dijo Hoja con cansancio, seña­lando el ventanuco.

Corona se inclinó sobre Hoja para mirar. Contempló la escena durante momentos interminables, reaccionan­do lentamente.

—¿Qué es eso? ¿Una muralla?

—Sí, una muralla.

—¿Una muralla en medio de una autopista? Nunca oí nada parecido.

—Acaso fuera a esto a lo que se referían los Invisi­bles.

—Una muralla. Una muralla. —Corona sacudió la ca­beza con rabia perpleja—. Esto viola todas las conven­ciones. Por el Alma, Hoja, una carretera pública es...

—Sagrada e inviolable. Sí. Lo que los Dientes han ve­nido haciendo en el este viola también buena parte de las convenciones —dijo Hoja— También las convenciones particulares. Estos tiempos nada tienen que ver con la costumbre. —Se preguntó si debía decir algo del Invisi­ble que subiera al carromato. Se dijo que podía considerarlo más tarde—. Acaso sea una manera de detener a los Dientes en este país. Corona.

—Pero bloquear una carretera pública...

—Nos avisaron.

—¿Quién confía en la palabra de un Invisible?

—Pues ahí está la muralla —dijo Hoja—. Ahora sa­bemos por qué no nos encontramos con nadie más en el trayecto. Sin duda la levantaron nada más saber que los Dientes se aproximaban y la provincia entera sabe lo su­ficiente para evitar la Pista de la Araña. Toda la provin­cia salvo nosotros.

—¿Qué gente habita aquí?

—No lo sé. Taco es el único que podría saberlo.

—Sí, Taco pudiera saberlo —dijo la clara y aguda voz de Taco desde el pasillo. Metió la cabeza en la cabina. Hoja vio a Sombra detrás de él—. Ésta es la tierra de los Hermanos del Árbol —dijo Taco—. ¿Habéis oído ha­blar de ellos?

Corona negó con la cabeza.

—Yo no —dijo Hoja.

—Habitan en los bosques —dijo Taco—. Adoran a los árboles. De cabeza pequeña, cerebro lento. Peligrosos en el combate; usan dardos envenenados. En esta región creo que hay nueve tribus bajo un jefe único. En otro tiempo pagaban tributo a mi gente, pero creo que a la sazón ha terminado todo eso.

—¿Adoran a los árboles? —dijo Sombra con gracia—. ¿Ya cuántos dioses han talado entonces para hacer esta barrera?

Taco rió.

—Si hay dioses, ¿por qué no hacer que den beneficios?

Corona se quedó mirando la muralla que cruzaba la pista como en otro tiempo podía haber mirado a un opo­nente en un combate de boxeo. Agitado, dio unos pasos por la cabina.

—No podemos perder más tiempo. Los Dientes estarán aquí dentro de unos días. Tenemos que alcanzar el río antes de que les pase algo a los puentes.

—La muralla —dijo Hoja.

—Hay muchos matojos por los alrededores —dijo Ta­co—. Podríamos hacer una hoguera y quemarla.

—Es leña verde —dijo Hoja—. Imposible.

—Tenernos hachas —observó Sombra—. ¿Cuánto nos costaría talar algunos troncos? Taco suspiró.

—Necesitaríamos una semana para eso. Los Herma­nos del Árbol nos llenarían de dardos antes de que pasa­ra una hora.

—¿Se te ocurre algo? —dijo Sombra a Hoja.

—Podríamos volver hacia Theptis y buscar un camino que llevara a la Pista del Ocaso por el país de la arena. Sólo hay dos carreteras que conduzcan al río, ésta y la del Ocaso. Si volvemos a Theptis habremos perdido cin­co días, además de arriesgarnos a quedar envueltos en el caos que acaso haya caído sobre esta ciudad; aunque también podemos quedar estancados en el desierto mien­tras intentamos dar con la autopista. La otra salida que veo es abandonar el carromato y buscar algún paso, al­guna forma de atravesar a pie la muralla, pero dudo mu­cho que Corona quiera...

—Corona no quiere —dijo Corona, que había estado mordiéndose el labio en silencio tenso—. Sin embargo, veo otras posibilidades.

—Adelante.

—Una es dar con esos Hermanos del Árbol y obligar­les a que quiten esta porquería de la carretera. Con dar­dos o sin ellos, un Lago Negro y un Pura Sangre tienen que aterrorizar a veinte tribus de chorlitos forestales.

—¿Y si no podemos? —preguntó Hoja.

—Eso nos lleva a la otra posibilidad, que supone que esta muralla no está levantada expresamente para prote­gerse de los Dientes, sino para aprovecharse de la confu­sión general. En ese caso, si no podemos forzarlos a que nos abran paso, podemos encontrar la forma de conven­cerlos mediante el pago que nos pidan por ello.

—¿Es Corona quien habla? —preguntó Taco—. ¡Pagar un peaje a los inferiores del bosque! ¡Increíble!

—No me gusta la idea de pagar peaje a nadie —dijo Corona—. Pero puede ser lo más sencillo y rápido para largarnos de aquí. ¿Crees que estoy hecho sólo de orgullo, Taco?

Hoja se puso en pie.

—Si es cierto que quieren cobrar un peaje, habría al­guna puerta en la muralla. Iré allí e investigaré.

—No —dijo Corona, empujándolo para que se senta­ra de nuevo—. Sería un peligro. Esta parte de la faena me toca a mí. —Se encaminó hacia la cabina media y permaneció allí unos minutos. Cuando regresó estaba ar­mado de punta en blanco: corazas, casco, visera, grebas, todo ello convenientemente pulimentado. Eran pocos los lugares en que mostraba la piel desnuda y aun éstos pa­recían formar parte de la armadura. Corona parecía una máquina. Su maza le colgaba de la cintura y el corto mango de su espada plegable se encontraba cómodamen­te dispuesto en el interior de su muñeca derecha, listo para extenderse en toda su longitud al menor movimien­to. Corona miró a Taco y dijo—: Necesitaré tus rápidas piernas. ¿Vienes?

——Como quieras.

—Ábrenos la escotilla de la cabina media, Hoja.

Hoja manipuló un mando del tablero que había bajo la ventanilla delantera. Con un chasquido suave se abrió una puerta de goznes de la sección media del carromato y una escalera descendió hasta el suelo. Corona realizó una salida triunfal. Taco, despreciando la escalerilla, ba­jó de un salto: don especial de las gentes de Cristal Blan­co era poder desplazarse de mil maneras extraordinarias a través de distancias cortas.

Taco y Corona echaron a andar hacia la muralla. Hoja, mientras los contemplaba por la ventana, pasó el bra­zo por la cintura de Sombra y acarició su piel lisa. La lluvia había terminado; todavía se veía en el cielo una nu­be gris y el brillo de la armadura de Corona quedó miti­gado por finas gotitas de humedad. Muy cerca ya de la empalizada, Corona no hacía más que mirar atentamen­te los matorrales de los alrededores como si esperase la aparición repentina de una horda de Hermanos del Árbol. Taco, dando saltitos junto a él, semejaba una ligera bes­tia bípeda cuya cabeza apenas llegaba a la cadera de Co­rona.

Alcanzaron la empalizada. La mortecina luz del cre­púsculo ribeteaba su punto superior. De rodillas, Taco inspeccionaba la base de la muralla, tentando el suelo con los dedos. Al cabo dijo algo a Corona, que asintió y señaló hacia arriba. Taco retrocedió, emprendió una bre­ve carrera, se espoleó a sí mismo y se elevó como si estuviera dotado de alas. Su salto lo llevó por encima de la cima de la muralla con rápido vuelo. Pareció vacilar un momento en el aire mientras elegía un sitio en que aterrizar. Por fin se colocó en posición precaria e incó­moda, sujetándose en lo alto de la muralla con el cuerpo arqueado para evitar las afiladas puntas de los maderos, cogiendo con las manos dos de las estacas y con los pies otras dos. Taco permaneció en aquella ingrata posi­ción durante un buen rato, contemplando lo que hubiera del otro lado de la barricada; luego abandonó el equilibrio, saltó hacia delante y flotó hasta el suelo, alcanzan­do una distancia que era tres veces la de su propia al­tura. Aterrizó de pie, sin ningún titubeo. Hubo un breve cambio de impresiones con Corona y enseguida regre­saron al carromato.

—Es algo previsto para el peaje —murmuró Corona—. Los maderos centrales no están hundidos en tierra. Aca­ban justamente al nivel del suelo y forman una especie de puerta con bisagras, sujeta por dos pesados cerro­jos a ambos lados.

—Vi por lo menos cien Hermanos del Árbol del otro lado de la muralla —dijo Taco—. Armados con dardos. Vendrán a visitarnos dentro de un momento.

—Deberíamos armarnos también nosotros —dijo Hoja. Corona se encogió de hombros.

—No podemos luchar contra tantos. Son veinticinco contra uno y es imposible. El mejor luchador del mun­do se vería desvalido ante estos renacuajos y sus dardos envenenados. Si no podemos obligarles a que nos dejen pasar, tendremos que pagar el paso de alguna manera. Pero no sé cómo. La puerta no es tan ancha que deje pasar el carromato.

Tenía razón en aquello. Se escuchó entonces el seco roce de madera contra madera —los cerrojos que eran descorridos— y la puerta quedó abierta. Una vez abier­ta del todo, quedó un espacio suficiente para pasar un carromato de dimensiones normales, pero insuficiente para el magnífico vehículo de Corona. Para que pasara habría que quitarse cinco o seis estacas de cada lado del portón.

Los Hermanos del Árbol se aproximaron con lentitud hacia el carromato: gente pequeña, desnuda, con miembros flacos y piel lisa de color verdiazul. Parecían esta­tuillas animadas de arcilla, casualmente moldeadas en forma humana: sus cabezas lampiñas eran estrechas y alargadas, de frente chata y cuello de aspecto muy frá­gil. Su pecho era delgado, como marco al que faltara el relleno de la carne. Todos, tanto hombres como muje­res, llevaban cerbatanas en la cintura. Mientras danzaban y merodeaban en torno al carromato, entonaron un can­to irregular, agreste, desentonado y atonal, como esas can­ciones infantiles que los niños improvisan cuando jue­gan frenéticamente.

—Hemos de salir a recibirlos —dijo Corona—. Estad tranquilos, nada de movimientos bruscos. Recordad que son inferiores. Mientras nos consideremos hombres y a ellos monos, y les hagamos saber que pensamos de este modo, los mantendremos a raya.

—Son hombres —dijo Sombra con calma—. Lo mis­mo que nosotros. No son monos.

—Piensa que son monos —dijo Corona—. De otro mo­do estaremos perdidos. Andando ahora.

Salieron del vagón, primero Corona, luego Hoja, Ta­co, Sombra. Los Hermanos del Árbol hicieron un alto mo­mentáneo en su deporte mientras salían los cuatro via­jeros; alzaron la mirada, sonrieron, señalaron, chapurrea­ron, alzaron las manos, con las cabezas inmóviles. No parecían sentir temor ni reverencia. ¿Nada significaba para ellos un Pura Sangre? ¿No tenían miedo de un La­go Negro?

Ceñudo, dijo Corona a Taco:

—¿Conoces su idioma?

—Unas cuantas palabras.

—Habla con ellos. Diles que me traigan a su jefe.

Taco se colocó ante Corona, se llevó las manos a la boca y dijo algo en un idioma chillón, percutiente y can­tarín. Habló con claridad exagerada y trabajosa, como hace el que se dirige a un ciego o a un extranjero. Los Hermanos del Árbol se miraron e intercambiaron peque­ños grititos. Uno se adelantó bailando, colocó su cara a un palmo de la de Taco e imitó con gestos las palabras de éste, dando a su entonación un trasfondo cómico. Ta­co puso cara de susto y retrocedió un paso, tropezando con el pecho de Corona. Los Hermanos del Árbol soltaron un chorro de palabras y cuando acabaron repitió Taco su frase inicial con tono menos altisonante.

—¿Qué pasa? —preguntó Corona—. ¿Entiendes algo?

—Un poco. Muy poco.

—¿Van a traer al jefe?

—No lo sé. Ignoro si nos hemos referido a las mismas cosas.

—Dijiste antes que éstos pagan tributo a los Crista­les Blancos.

—Pagaban —dijo Taco—. No sé si siguen rindiéndo­les pleitesía. Se me ocurre que se están burlando a costa nuestra. Y que lo que dijo el que habló es insultante, pero no estoy seguro. No estoy seguro. Eso es todo.

—¡Monos de mierda!

—Cuidado, Corona —murmuró Sombra—. Acaso noso­tros no hablemos su idioma, pero ellos pueden hablar el nuestro.

—Prueba de nuevo —dijo Corona—. Habla más des­pacio. Di al mono que hable más despacio. El jefe, Taco, queremos ver al jefe. ¿No hay otra forma de establecer comunicación?

—Puedo entrar en trance —dijo Taco—. Sombra po­dría ayudarme con los significados. Pero necesitaría tiem­po para prepararme. Me siento con poco aplomo en este momento, demasiado tenso.

Como para ilustrar esto último ejecutó un leve bailo­teo a base de saltitos que lo desplazó un tanto a la iz­quierda. Una nueva serie de botes y estaba de nuevo en su sitio. Los Hermanos del Árbol se deshicieron en carca­jadas, palmotearon e imitaron los gestos de Taco. En aquel momento llegaron nuevos miembros de la tribu; eran unos diez o doce ya, todos apiñados junto a la en­trada del vagón. Taco saltó de nuevo; era como un tic. Se puso a temblar. Sombra se le acercó y le rodeó el pe­cho con sus delgados brazos, como si quisiera servirle de ancla. Los Hermanos del Árbol se agitaron todavía más; a la sazón había una cualidad empecinada e inten­sa en su jugueteo. Parecía que de un momento a otro fuera a estallar la crisis. Hoja, que se encontraba a un costado de Corona, algo alejado, sintió una ligera con­tracción en los músculos de la base del estómago. Algo quería llamar su atención, algo situado a la derecha de los Hermanos del Árbol; miró en aquella dirección y vio un brillo azul, prolongado y estrecho, una especie de hombre de niebla y vapor que se desplazaba entre los hombres del bosque. ¿Era el Invisible? ¿Osólo un jue­go luminoso del ocaso, producido por los restos de la lluvia pasada? Aguzó la vista, pero la figura eludía su mirada, se deslizaba por entre los rayos de luz a medida que Hoja la seguía. En aquel momento oyó que Corona lanzaba una exclamación y se volvió a tiempo de ver que un escurridizo Hermano del Árbol se deslizaba bajo el codo del gigante y se lanzaba derecho al carromato.

—¡Alto! —gritó Corona—. ¡Vuelve! —Y, como si se hubiera dado una señal, siete u ocho pequeños hombres de los bosques se lanzaron al carromato.

Brilló la muerte en los ojos de Corona. Hizo una se­ña a Hoja y se lanzó a su vez a la entrada. Hoja lo siguió. Taco, sollozando, en pie junto a la puerta, nada hacía por detener el paso de los Hermanos del Árbol que se cola­ban en el vagón. Hoja los vio saltar por encima de todos los objetos, examinándolos, inspeccionándolos, haciendo comentarios. Sí, como monos. En el pasillo delantero, Co­rona forcejeaba con cuatro de ellos, uno en cada mano, haciendo por sacudirse a los otros dos que se habían encaramado a sus piernas armadas. Hoja se enfrentó con una mujer en miniatura, una criatura de ojos brillantes de gnomo cuyo cuerpo delgado y desnudo relampagueaba cubierto de feo sudor; mientras se acercaba a ella, la hembra echó mano, no de la cerbatana, sino de una es­trecha y alargada espada que sacó del tubo que pendía de su cintura y dio un golpe a Hoja en pleno antebrazo. Brotó enseguida la sangre y al cabo de unos segundos sintió la mordedura del dolor. ¿Un cuchillo envenenado? Bueno, en ese caso, que el Alma cargue contigo, Hoja. Pero si había veneno no sintió sus efectos; de un mano­tazo arrebató el cuchillo de la mujer y lo tiró a la pared opuesta, cogió en volandas a la hembra y la arrojó por la escotilla abierta. Habían dejado de entrar Hermanos del Árbol. Hoja se topó con otros dos, los sacó al exte­rior, expulsó a un tercero y persiguió a un cuarto, en busca de los restantes. Sombra estaba junto a la escoti­lla y la bloqueaba con los frágiles brazos abiertos. ¿Y Co­rona? Ah. Ahí está. En la sala de los trofeos.

—Cógelos y llévalos a la escotilla —exclamó Hoja—. Vamos a echarlos de aquí.

—Monos de mierda —exclamó Corona.

Gesticuló con rabia. Los Hermanos del Árbol habían cogido algunos objetos valiosos del tesoro de Corona, en particular una vieja cota de malla, que, con inquietud infantil, habían despojado de sus frágiles broches. Coro­na, irritado, se lanzó sobre ellos, dejando caer la mano sobre sus cráneos.

—¡No! —exclamó Hoja, temiendo la venganza en for­ma de dardos.

Corona, empero, siguió golpeando y aplastándolos co­mo nueces. Apartó los cadáveres y manipuló su trofeo en un esfuerzo inútil por reparar lo roto.

—Buena la has hecho —dijo Hoja—. No hacían más que curiosear. Ahora tendremos guerra y nos matarán antes de que caiga la noche.

—Jamás —gruñó Corona.

Dejó caer la malla, miró a los Hermanos del Árbol muertos, los arrastró fuera del vagón y los tiró al campo abierto como si fueran basura. Permaneció entonces en la escotilla en actitud desafiante, invitando a los dardos. No se vio ninguno. Los Hermanos del Árbol que aún quedaban en el carromato, unos cinco o seis, fueron salien­do con las manos vacías, en silencio, y pasaron junto al inmenso miembro del Lago Negro. Hoja se reunió con éste. De su herida manaba todavía sangre; no quiso ven­dársela ni que se cerrase antes de limpiarla de cualquier veneno que pudiera contener. Del codo a la muñeca co­rría la brecha, delgada, profunda y dolorosa. Cuando la vio Sombra no pudo evitar un ligero grito y en el acto le cogió la mano. Su aliento cálido acarició los bordes.

—¿Es peligrosa? —susurró.

—No creo. Pero hay que saber si el cuchillo estaba envenenado.

—Sólo envenenan las flechas —dijo Taco—. Pero ha­brá que tener cuidado con la infección. Lo mejor será que Sombra cuide de ti.

—Sí —dijo Hoja.

Miró al claro. Los Hermanos del Árbol, como aturdi­dos por la violencia desplegada tras su invasión del ca­rromato, permanecían en la carretera, inmóviles, en grupos de nueve o diez, guardando cierta distancia. Los dos muertos yacían intocados donde los había arrojado Co­rona. La inconfundible silueta del Invisible, transparente pero claramente siluetada por un perímetro oscuro, po­día verse a la derecha, junto a la espesura: sus ojos bri­llaban con ferocidad y sus labios permanecían curvados en una extraña sonrisa. Corona lo miraba con aturdi­miento. Todo parecía estar en suspenso, flotando inmó­vil en el crisol del tiempo. La escena era para Hoja un cuadro fantástico en que sólo la sensación del suceder quedaba sustituida por el palpitar de su brazo herido. Permanecía en el centro de todo, esperando, esperando, incapaz de hacer nada, atrapado como todos los demás en aquella ausencia de tiempo. Mientras duraba la pausa eterna advirtió que había aparecido otra figura que a la sazón permanecía tranquilamente a unos diez pasos apro­ximadamente a la izquierda del sonriente Invisible: era un Hermano del Árbol, más alto que los demás, afecta­do también por muecas y carantoñas pero innegablemen­te lleno de prestancia y majestad.

—Ha llegado el jefe —dijo Taco con voz ronca.

Rompióse la inmovilidad. Hoja respiró y relajó su cuerpo mantenido en rigidez. Sombra le dijo:

—Deja que te limpie la herida.

El jefe de los Hermanos del Árbol sacudió en el aire tres dedos estirados, señaló el carromato y pronunció cin­co sílabas cortantes y jubilosas; con lentitud comenzó a caminar derecho al vagón. En aquel mismo momento, el Invisible relampagueó brillantemente, como sol a punto de ponerse, y desapareció por completo. Corona, volvién­dose a Hoja, dijo con voz espesa:

—El mundo se ha vuelto loco en este lugar. Me pareció ver hace un instante a uno de los Invisibles de Theptis merodeando por entre los matorrales.

—No te pareció ver nada —le dijo Hoja— Lo viste realmente. Ha venido viajando secretamente con nosotros desde Theptis. Esperando a ver qué ocurría cuando lle­gáramos a la muralla de los Hermanos del Árbol.

Corona pareció irritarse.

—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó.

—Déjalo en paz, Corona —dijo Sombra—. Ve y habla con el jefe. Voy a limpiar la herida de Hoja, de lo con­trario. ..

—Un momento. Necesito saber la verdad. Dime pues: ¿cuándo supiste lo del Invisible?

—Cuando fui a relevar a Taco. Estaba en la cabina del conductor. Riéndose de mí, a su manera.

—No me lo comunicaste. ¿Por qué?

—No hubo ocasión. Me estuvo dando la lata un rato y luego desapareció; luego estuve ocupado en la conduc­ción, llegamos al muro enseguida, y a continuación los Hermanos del Árbol...

—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Corona con aspereza, cercano su rostro al de Hoja.

Hoja advirtió que le subía la fiebre. Se tambaleó y se apoyó en Sombra. El cuerpo rígido y menudo de ésta lo sujetó con sorprendente firmeza. Hoja dijo con cansan­cio:

—No lo sé. ¿Sabe alguien lo que puede querer un In­visible?

Mientras tanto, el jefe de los Hermanos del Árbol se había acercado a ellos y había pasado varias veces la palma de la mano por el lateral del carromato, como si estuviera tomando posesión del mismo. Corona se vol­vió. El jefe habló con frialdad, con entonación e inflexio­nes estudiadas. Corona negó con la cabeza.

—¿Qué dice? —ladró—. Taco. ¡Taco!

—Ven —dijo Sombra a Hoja—. Por favor.

La hembra lo condujo al castillo de pasajeros. El hom­bre se tendió en las pieles mientras ella buscaba afano­samente su botiquín; se acercó luego con un frasco alar­gado y verde en la mano y dijo:

—Voy a hacerte daño.

—Espera.

Se centró en sí mismo y, lo mejor que pudo, rompió toda comunicación con la red del aparato sensitivo que transmitía los mensajes dolorosos del brazo al cerebro. Notó en el acto que su piel se volvía más fría y, por pri­mera vez desde el altercado, que la herida le dolía mu­chísimo: tanto que había perdido la capacidad de pre­venirse al respecto. Libre de emociones observó que Som­bra, toda eficiencia, tocaba su herida, abríalos labios de ésta sin remilgos y limpiaba el interior rojizo. Todo cuan­to sintió fue una leve presión, muy desagradable, pero en modo alguno dolorosa. La hembra alzó la mirada al cabo del rato y dijo:

—No habrá infección. Deja que la herida se cierre ahora.

Para hacer esto Hoja tenía que restablecer las cone­xiones nerviosas hasta cierto grado, y a medida que des­bloqueaba el flujo de sensaciones fue experimentando fuertes punzadas de dolor, procedentes tanto de la herida como de los medicamentos de Sombra. Pero sin perder un instante se encontró sumido en los ejercicios que ace­leraban el proceso de cauterización. La herida comenzó a cerrarse. Sombra limpiaba la sangre del brazo y pre­paró una compresa; cuando terminó comprobó que la he­rida se había reducido a una fina raya.

—Vivirás —dijo Sombra—. Tuviste suerte de que no hubieran envenenado sus cuchillos. —El hombre le besó la punta de la nariz y ambos volvieron a la zona de la escotilla.

Taco y el jefe de los Hermanos del Árbol discutían en una especie de pantomima. Los movimientos de Taco eran rotundos y generales, los del jefe apenas limitados a los dedos, mientras que Corona permanecía inmóvil como una impasible columna de oscuridad, cruzado de brazos y con expresión sombría. Cuando Hoja y Sombra apare­cieron, dijo Corona:

—Taco no adelanta nada. O entra en trance o no hay comunicación. Ayúdale, Sombra.

Ella asintió. Corona dijo a Hoja:

—¿Qué tal el brazo?

—Bien

—¿Cuándo estará repuesto?

—De aquí a un día. Dos, quizá. El dolor durará una semana.

—Podemos tener pelea cuando salga el sol.

—Tú mismo dijiste que no sobreviviríamos en caso de un enfrentamiento con esta gente.

—Aun así —dijo Corona—. Puede darse el caso. De todos modos, si hay que luchar, lucharemos.

—¿Y morir?

—Y morir —dijo Corona.

Hoja se alejó con lentitud. Había llegado el crepúscu­lo. Todo vestigio de lluvia se había desvanecido, y el aire era claro, limpio, casi frío, agitado por un ligero viento del norte que aumentaba su ímpetu gradualmente. Del otro lado de la espesura, las copas de los altos árboles se balanceaban. Veíanse ya los fragmentos de la luna, es­tiletes obscenos de blancura que danzaban sobre sí mis­mos en un cielo que se oscurecía. Pobre luna, vieja y des­trozada, recuerdo de una era tiempo ha desaparecida; se dijera espejo rayado del atormentado planeta a que per­tenecía, de la raza de razas que era la humanidad. Hoja fue hasta las yeguas de la noche, que aguardaban pacien­temente enjaezadas, y se deslizó entre ellas, acariciando sus orejas y sus romas narices. Sus ojos, líquidos, inteli­gentes, vigilantes, lo miraban casi con reproche. Nos pro­metiste un establo, parecían decirle. Sementales, calor, heno tierno. Hoja se encogió de hombros. En el mundo, se dijo sin palabras, no se podían mantener las prome­sas. Se hace lo que se puede y basta.

Taco permanece sentado con las piernas cruzadas jun­to al carromato. Sombra está junto a él; el jefe, siem­pre conservando dignidad, se mantiene delante de am­bos, muy tieso, aunque Sombra le hace gestos para que se siente con ellos. Los ojos de Taco están cerrados y su cabeza echada hacia delante. Está ya en trance. Su mano izquierda atenaza el muslo musculoso de Sombra; extiende la derecha con la palma hacia arriba, y al cabo de un momento encuentra la palma del jefe. Contacto: el circuito está cerrado.

Hoja ignora qué clase de mensajes pasan de uno a otro, pero, extrañamente, no se siente excluido de la co­municación. Brota de Taco y de Sombra, incluso del Her­mano del Árbol, tal calidez y sensación de amor que se siente arrastrado, engullido, absorbido por la comunión tripartita. También Corona se siente sumergido en el aura del grupo; su postura rígida y marcial se afloja, su rostro crispado se torna extrañamente pacífico. Por su­puesto, Taco y Sombra son los mejor engarzados; Som­bra se encuentra más cerca de Taco que nunca lo estu­viera de Hoja, pero a éste no le importa. Los celos y la competencia han dejado de tener sentido. Él es Taco, Taco es Hoja, ambos son Sombra y Corona, no hay fronte­ras ni separación, como no las habrá allí donde Todo-es-Uno, que aguarda a toda criatura viviente, a Taco y a Co­rona, a Sombra y a Hoja, a los Hermanos del Árbol, a los Invisibles, a las yeguas de la noche, a las arañas ápo­das.

A la sazón se ocupan del caso. Hoja tiene noción de las fuerzas opuestas y de los conflictos que se ponen de manifiesto en la intrincada negociación que tiene lugar. Aunque carece de pista oportuna que le informe del con­tenido del intercambio, Hoja entiende que el jefe de los Hermanos del Árbol mantiene una postura de demanda tranquila, inconmovible y que Taco y Sombra le expli­can que Corona no está dispuesto a ceder. Hoja no puede captar más allá, aun cuando esté sumergido en ello con mayor interés que los tres seres enlazados por el tran­ce. Tampoco sabe cuánto tiempo ha pasado. El intercam­bio sinfónico —exposición, respuesta, desarrollo, conclu­sión— continúa una y otra vez, de manera indefinida, sin llegar a ninguna solución.

Experimenta al cabo un descenso, una atenuación de la experiencia. Comienza a alejarse del campo de contac­to, o bien es éste el que se aleja de él. Telarañas de sen­sibilidad lo mantienen en relación con los otros, aun cuan­do Taco, Sombra y el jefe se levanten y se separen, pero se trata de hilos que menguan con rapidez y se debilitan, rom­piéndose enseguida.

El contacto termina.

La conferencia llegó a su final. Mientras duraba el tran­ce había caído la noche, una noche de negrura extraordina­ria, en la que las estrellas parecían brillar de manera anti­natural. Los pedazos de luna se habían alejado en el cielo. Había durado mucho la comunicación; no obstante, en la inmediata vecindad del vagón nada se había alterado. Co­rona seguía como una estatua junto a la entrada del carro­mato; los Hermanos del Árbol continuaban en el claro abierto entre el vagón y la empalizada. Una vez más se­mejó aquello un cuadro: qué fácil resultaba deslizarse en la inmovilidad, pensó Hoja, en tiempos tan misérri­mos. Permanecer y esperar, permanecer y esperar; pero el movimiento había regresado. El Hermano del Árbol giró sobre sí y se alejó sin decir una palabra, haciendo se­ñas a su gente, que cogió a sus muertos y lo siguió a través de la puerta. Cerraron ésta una vez la hubieron cruzado; oyóse el crujiente ruido de los cerrojos. Taco, al parecer en éxtasis, susurró algo a Sombra, que asintió y le tocó el brazo con suavidad. Ambos se encaminaron hasta el carromato.

—¿Bien? —preguntó Corona.

—Nos dejarán pasar —dijo Taco.

—Cuánta cortesía.

—...pero exigen a cambio el carromato y todo cuanto contiene.

—¿Con qué derecho? —boqueó Corona.

—Derecho de profecía —dijo Sombra—. Hay una vi­dente entre ellos, una anciana de estirpe mezclada, un poco Cristal Blanco, otro poco Hermana del Árbol, el resto de Invisible. Les ha dicho que todo lo que ha ve­nido ocurriendo de un tiempo a esta parte ha sido pro­vocado por el Alma para beneficiar a los Hermanos del Árbol.

—¿Todo? ¿Interpretan las devastaciones de los Dien­tes como señal de favor divino?

—Todo —dijo Taco— Toda la catástrofe. Y todo en su favor. Tanto que las migraciones empezarían y los re­fugiados acudirían a este lugar llevando consigo objetos de valor, que tendrían que entregarse a aquellos que el Alma quiere que sean sus propietarios, es decir, los Her­manos del Árbol.

Corona se echó a reír.

—Si quieren robar, ¿por qué no hacerlo abiertamen­te, en nombre propio, y dejar en paz las invocaciones al Alma?

—No se consideran ladrones —dijo Sombra—. La sin­ceridad del jefe es innegable. Él y su pueblo creen de veras que el Alma ha decretado estas cosas para su bien, que ha llegado el tiempo de...

—¡Sinceridad!

—...que los Hermanos del Árbol se conviertan en pro­pietarios. Por ello han levantado esta muralla en medio de la pista; a los refugiados que van al oeste les quitan las posesiones bajo bendición del Alma.

—Me gustaría ver a la profetisa —murmuró Corona.

—Tenía entendido —dijo Hoja— que los Invisibles no tratan con otras razas.

—Informamos sólo de lo que hemos sabido por el je­fe —dijo Taco encogiéndose de hombros—. Dijo que la bruja es en parte Invisible. Acaso esté equivocado, pero no parecía mentir. De esto estoy seguro.

—Yo también —dijo Sombra.

—¿Qué les pasa a quienes se niegan a pagar el tribu­to? —preguntó Corona.

—Los Hermanos del Árbol los consideran malbarata­dores de los designios del Alma —dijo Taco— y los con­denan a muerte. Luego se quedan con sus bienes.

Corona se movió en círculo frente al carromato, dan­do puntapiés a fragmentos de tierra y levantándolos. Al cabo de un rato dijo:

—Se columpian en lianas. Chapurrean como monos idiotas. ¿Para qué quieren las propiedades de la gente ci­vilizada? ¿Nuestras pieles, nuestras estatuillas, nuestras tallas, nuestras ropas, nuestras flautas?

—Al tener esas cosas quedarán al mismo nivel que las castas superiores; al menos ésa es su idea —dijo Taco—. Lo que les interesa no son las cosas en sí, sino su pose­sión; ¿comprendes?

—Pues no tendrán las mías.

—¿Qué haremos entonces? —preguntó Hoja—. ¿Sen­tarnos y esperar sus dardos?

Corona cogió a Taco por el hombro con energía.

—¿Nos pusieron algún límite de tiempo? ¿Cuánto nos queda antes de que se muestren hostiles?

—No nos dieron ningún ultimátum. El jefe no parecía muy dispuesto a presentarnos batalla.

—¡Porque tiene miedo de sus superiores!

—Porque piensa que la violencia degrada el decreto del Alma —dijo a su vez Taco—. Su intención es esperar a que entreguemos nuestras pertenencias de grado.

—¡Pues esperará cien años!

—Esperará unos cuantos días —dijo Sombra—. Si no accedemos, tendrá lugar el ataque. ¿Qué piensas hacer, Corona? Supón que están dispuestos a esperar cien años. ¿Tú también lo estás? ¿Podemos quedarnos aquí eterna­mente?

—¿Sugieres que les demos lo que piden?

—Sólo quiero saber qué se te ha ocurrido —dijo ella—. Has admitido que no podremos derrotarlos en caso de enfrentamiento. No nos ha salido nada bien la empresa de atemorizarlos. También has reconocido que cualquier intento de derribar el muro no nos acarreará otra cosa que sus flechas. Te niegas a dar la vuelta y buscar otra ruta hacia el oeste. Rechazas la alternativa de rendirte, Pues bien, Corona: ¿qué te propones?

—Esperaremos unos cuantos días —dijo Corona,

—Los Dientes están en camino —exclamó Taco—. ¿Va­mos a quedarnos aquí y dejar que nos cojan?

Corona negó con la cabeza.

—Mucho antes de que lleguen los Dientes, Taco, este lugar estará lleno de refugiados, muchos refugiados, que se negarán a su vez a entregar sus bienes a esta gente, igual que nosotros. Puedo intuirlos ya en camino, a unos días de marcha, quizá menos. Nos aliaremos con ellos. Nosotros cuatro somos pocos contra una horda de monos venenosos, pero con cincuenta o cien guerreros fuertes los obligaríamos a retirar sus palos.

—Nadie vendrá por este camino —dijo Hoja—. Nadie sino los tontos. Todo el que pasa por Theptis sabe lo que hay en esta pista. ¿Qué ayuda podemos esperar de los tontos?

—Pues nosotros vinimos por aquí —dijo Corona—. ¿Somos tontos nosotros?

—Me temo que sí. Se nos advirtió que no tomáramos la Pista de la Araña y la tomamos de todas formas.

—Porque no quisimos confiar en la palabra de los In­visibles.

—Bueno, pues ocurre que los Invisibles nos dijeron la verdad en esta ocasión —dijo Hoja—. Y las noticias han tenido que llegar a Theptis. Nadie en su sano juicio se aventurará a seguir este camino.

—Los oigo, sin embargo; oigo a cientos de viajeros que se acercan —dijo Corona—. A veces puedo experi­mentar cosas así. ¿Y tú, Taco? Tú puedes predecir al­gunas cosas, ¿no? ¿Verdad que se acercan? No temas, Hoja: tendremos aliados de aquí a un par de días y en­tonces nos las veremos con estos ladrones. —Corona hizo un gesto—. Hoja, suelta a las yeguas de la noche para que pasten. Y los demás, al carromato. Lo sellaremos y haremos turnos durante la noche. Vivimos tiempos de vigilancia y valor.

—Vivimos tiempos de cavar tumbas —murmuró Taco con aire sombrío mientras subía con los demás al ca­rromato.

Corona y Sombra hicieron el primer turno de guardia mientras Hoja y Taco dormitaban en el fondo. Hoja se durmió enseguida y soñó que vivía en una inmensa y brutal ciudad del este —sus calles y edificios le eran des­conocidos pero la arquitectura era definidamente orien­tal en lo que al estilo respectaba, pesada y gris, llena de cornisas y parapetos— que sufría el ataque de los Dientes.

Veía todas las cosas desde un balcón con muchas venta­nas, en lo alto de una enorme torre cuadrada de ladri­llo que parecía superviviente de alguna remota época his­tórica. De la parte norte venía el sonido de las canciones guerreras de los invasores, zumbido sordo e intolerable, penetrante e intenso, semejante al chirrido de ruedas pu­lidas que girasen a toda velocidad sobre láminas metá­licas. Aquella odiosa música obligaba a los habitantes de la ciudad a salir y desperdigarse por las calles: y veían­se allí todas las razas, Dadores de Flores, Formadores de Arena, Cristales Blancos, Estrellas Danzarinas y has­ta Hermanos del Árbol, todas ellas absurdamente embu­tidas en ropas de comerciante, como si se tratase de gor­dos Dedos; sin embargo, nadie podía escapar, pues eran tantos, tropezando y cayendo, empujándose y molestan­do, que bloqueaban todas las avenidas y callejones.

En medio de aquel caos se adentró la vanguardia de los Dientes; arrastrándose hacia delante en su peculiar posición acuclillada, atropellando a los que habían caí­do. Parecían mitad bestias, mitad demonios: criaturas acurrucadas, de gran fortaleza y cabeza aplastada, de morro alargado, desnudos, peludos, de piel de color de arena, los ojos relampagueando con apetitos insaciables. La mente de Hoja agrandaba y distorsionaba a estos se­res con sutileza tal que se adentraban saltando en la ciudad como una partida de gigantescas ranas dotadas de dientes, rompiendo, rompiendo, pies carnosos y des­nudos sacudiendo el pavimento entre ecos siniestros, brazos poderosos y cortos agitándose casi cómicamente tras cada serie de saltos. La humanidad no significa nada para aquella estirpe carnívora. Habían permanecido en­cerrados demasiado tiempo en la fría y montañosa tie­rra del norte lejano, viviendo en guaridas semejantes a las de los animales de los bosques, y consideraban a los humanos mero alimento que el Alma había puesto a su disposición aquel día de venganza. Comenzaban ya con eficacia a cercar la ciudad recién conquistada, abalan­zándose sobre todo aquel que se ponía a tiro, amonto­nando a los prisioneros aturdidos en zahúrdas diferentes: a éstos nos los comeremos esta noche en el banquete de la victoria; a éstos los dejamos para la cena de mañana; estos otros los pondremos en conserva para que nos ali­menten durante el viaje; a éstos los matamos por deporte; a éstos los dejamos vivos para que sean esclavos. Hoja les veía alzar sus inmensas parrillas y preparar sus feroces fogones. Equipos investigadores se apresuraban a copar los arrabales. Nadie iba a escapar. Hoja se remo­vía y gruñía, cruzaba los umbrales del despertar, volvía a caer en el sueño. ¿Acabarían por encontrarlo en su to­rre? Humo grisáceo y grasiento brotaba de cien puntos de la ciudad. Llamas que se agitaban. Por las calles co­rrían riachuelos de sangre. Estaba anonadado. Sueño te­rrible. Pero ¿era sólo un sueño? ¿Era esto lo que había ocurrido realmente en Ciudad Santa horas después de que Corona, Sombra, Taco y él emprendieran la fuga? De cualquier modo, no cabía la menor duda de que se trataba de lo ocurrido en todas las ciudades sembradas a lo largo de la zona costera y muy probablemente era lo que estaba a punto de ocurrir en... ¿dónde? ¿En Puerto del Hueso? ¿En Ved-uru? ¿En Alsandar? Hasta él llega­ba el penetrante olor de la carne asada. Podía oír el pe­sado ruido de una patrulla de los Dientes subiendo las escaleras de su torre. Iban por él. Sí, allí, en aquel mo­mento, en aquel momento mismo, una docena de Dientes penetraba repentinamente en su escondrijo, sonriendo con saña: Pura Sangre, ¡Habían cogido a un Pura San­gre! ¡Qué bocado! Bestias. Bestias. Pinchándole; proban­do su carne. No es bastante regordete, ¿eh? Está más bien flaco. De todas maneras lo coceremos. La carne de un Pura Sangre engrandece el alma, hace que uno se sienta de manera distinta. Venga, bajadlo de una vez. ¡A la parrilla! A la parrilla, a la parrilla, a la...

—¿Hoja?

—Te lo digo... no te gustará, su sabor...

—Hoja, despierta.

—El fuego... oh, ese olor...

—¡Hoja!

Era Sombra. Lo zarandeó con delicadeza cogiéndolo por el hombro. El hombre parpadeó y se incorporó con lentitud. Su brazo herido volvía a latirle; se sentía con fiebre. Efecto del sueño. Un sueño, sólo un sueño. Se estremeció y procuró centrarse en lo que hacía, pugnan­do por liberarse de la fiebre, de los restos de lóbrega fantasía que todavía orbitaban en su cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—He soñado con los Dientes —dijo él. Sacudió la ca­beza para aclarársela—. ¿Me toca ya?

La mujer asintió.

—En la delantera. En la cabina del conductor.

—¿No ha ocurrido nada?

—Nada. —Pasó la punta de los dedos por la mandíbu­la del hombre con delicadeza. Sus ojos eran amables y brillantes y su sonrisa estaba llena de cariño—. Los Dien­tes están muy lejos.

—Quizá de nosotros, pero no de los demás.

—Vinieron por voluntad del Alma.

—Lo sé, lo sé.

¡Cuántas veces había tenido que aceptarlo! Así lo qui­so, y nos inclinamos ante ello. He aquí vuestro camino, y por él hemos de viajar sin la menor queja. Sin embar­go, sin embargo... se estremeció. El estado de ánimo pro­vocado por el sueño continuaba. Estaba totalmente deso­rientado. Dientes oníricos mordisqueaban su carne. Las cámaras internas de su espíritu retumbaban con los gri­tos de aquellos que yacían en las parrillas, con los ruidos de desgarraduras y violencias, los crujidos insoportables de las ciudades en llamas. En diez días medio mundo ha­bía sido borrado del mapa. Tanto dolor, tanta muerte, tanto cuanto había sido hermoso destruido por salvajes sin freno que no se detendrían hasta que colmaran la medida de su venganza; y sólo el Alma sabría cuándo ocurriría esto. La voluntad del Alma los envía sobre nosotros. De acuerdo. Aceptémoslo. No podía dar con su centro. Sombra lo sujetaba, rodeándole el cuerpo con sus brazos. Al cabo de unos instantes comenzó a sentirse me­nos apenado, pero aun así quedó todavía confuso, pre­sente sólo en parte, con cierta porción de su mente cla­vada quizá por escarpines en aquellos monstruosos cúmu­los de ceniza en que los Dientes habían convertido las bellas y fértiles provincias del este.

La muchacha le tranquilizó.

—Ve, anda —le susurró—. Se está bien allí. Podrás concentrarte en otra ocasión.

El hombre ocupó el puesto de Sombra en la cabina del conductor, pasando en silencio junto a Taco, que ha­bía relevado a Corona en la guardia del punto medio del carromato. Era más de medianoche. En los alrededores todo estaba en calma; la gran puerta de la muralla per­manecía cerrada y nadie había a la vista. A la luz de las estrellas vio Hoja a las yeguas de la noche pastando con­fiadas en el borde de la maleza. Magníficos caballos, casi humanos. Si han de asaltarme pesadillas, pensó, que sean de este tipo[1].

Sombra había estado en lo cierto. En la quietud cre­ció su calma y recuperó la medida de las cosas. Los la­mentos no restaurarían el oriente devastado, ni las ex­clamaciones de horror y consternación transformarían a los Dientes en píos agricultores. El Alma había decreta­do caos; sea pues. He aquí el camino en que hemos de mantenernos: ¿quién se atreverá a preguntar por qué? En otro tiempo el mundo fue un todo y a la sazón se encuentra descompuesto; y ello es así porque es como tiene que ser. Su tensión amainó. La angustia fue ale­jándose de su ánimo. Era Hoja otra vez.

Cercana ya la aurora, el mundo abandonó sus perfi­les provocados por la luz de las estrellas; una blanda nie­bla se posó sobre el carromato y llovió durante un rato; ligera, pura lluvia, audible nada más, en todo diferente de la viciada tormenta del día anterior. Bajo la extraña luz que precede al oro, el mundo parecía quedar cu­bierto por una colcha de tono perlado; entre la delicadeza de este tono se materializó una presencia. Hoja vio atravesar la puerta cerrada —atravesar la puerta— una silueta incorpórea y fantasmal. Pensó que podía tratar­se del Invisible que había estado acechando cerca del vagón desde que partieran de Theptis, pero no, se trata­ba de una mujer, vieja y débil, una mujer mínima, más pequeña incluso que Sombra, más delgada también. Hoja supo quién podía ser: la hembra de sangre mixta. La profetisa, la vidente, aquella que había movido a los Her­manos del Árbol a bloquear la autopista. Su piel poseía la textura cerúlea y los brotes pilosos de los Cristales Blancos; la forma de su cuerpo era esencialmente propia de un Hermano del Árbol, enjuta y de brazos largos; al parecer, de su ancestro Invisible había heredado la intangibilidad, aquella forma de existir que se encontra­ba en la frontera entre la alucinación y la realidad, en­tre la niebla y la carne. No eran corrientes los mestizos; Hoja había visto muy pocos y jamás había topado con ninguno que contuviera tantas razas distintas. Se decía que los mestizos poseían dones extraños. Aquella mujer los poseía sin duda. ¿Cómo si no había cruzado la mu­ralla? Ni siquiera los Invisibles podían traspasar la ma­dera sólida. Acaso lo que veía no era más que un sueño o quizá poseyera aquella mujer alguna manera de pro­yectar una imagen propia en la mente del hombre des­de cualquier punto del poblado de los Hermanos del Ár­bol. No lo entendía.

La observó largo rato. Parecía muy real. Se detuvo a unos veinte pasos de la proa del vehículo y observó el ho­rizonte con detenimiento y sus ojos acabaron por posar­se en la ventana de la cabina del piloto. Se había dado cuenta de que era observada y le estaba devolviendo la mirada, ojo contra ojo, observándole sin vacilación nin­guna. Se estuvieron contemplando de aquella manera du­rante algunos minutos. La expresión de la mujer era opa­ca y displicente, pero su rostro se iluminó de pronto y le sonrió con intensidad; una sonrisa que sabía,una sonri­sa tal que Hoja se sintió aterrorizado ante aquella vieja bruja y apartó su mirada avergonzado y vencido.

Cuando volvió a mirar, la bruja había desaparecido. Se pegó a la ventana con el cuello torcido y la descubrió a la altura del centro del carromato. Inspeccionaba su obra exterior, tocando y apreciando la carrocería. Luego se alejó hacia el lugar en que Taco, Sombra y el jefe ha­bían conferenciado y allí se sentó con las piernas cruza­das. Quedóse extraordinariamente inmóvil, como si se hubiera dormido o caído en trance. Justo cuando Hoja comenzaba a creer que no iba a moverse nunca más, la vieja sacó una pipa de hueso tallado de una faltriquera que llevaba a la cintura, la llenó con cierto polvillo gris-azulado y la encendió. Auscultó su rostro buscando hue­llas de revelación, pero nada en él las manifestaba; era más impasible e indescifrable que antes, si cabe. Cuando consumió la pipa, volvió a llenarla y fumó otra mien­tras Hoja seguía observándola con el rostro pegado de manera molesta contra la ventana, el cuerpo cada vez más entumecido. Despuntaban ya los primeros rayos del sol, de un rosado que enseguida se hizo de oro. A medi­da que la luz iluminaba a la bruja, ésta íbase haciendo cada vez menos opaca; estaba desvaneciéndose por mo­mentos y al poco dejó Hoja de ver nada que no fuera la pipa y el pañuelo de la mujer; luego, el espacio quedó vacío. Las largas sombras de las seis yeguas de la noche se proyectaban sobre la empalizada de madera. Hoja sa­cudió la cabeza. Me he dormido, pensó. Ya es de día y todo está bien. Fue a despertar a Corona.

Desayunaron algo ligero. Hoja y Sombra llevaron a los caballos a abrevar a un pequeño y claro torrente a unos cinco minutos de camino en la dirección de Theptis. Taco se introdujo en la espesura en busca de nueces y bayas y, una vez llenó dos recipientes, se echó a dormir en las pieles. Corona permaneció en la sección de los tro­feos y no dijo una palabra a ninguno. En las copas de los árboles de hojas rojizas de la ladera que había detrás de la muralla podían verse algunos Hermanos del Árbol ocupados en vigilar los movimientos del vagón. Nada ocu­rrió hasta media mañana. Entonces, con los cuatro via­jeros ya en el carromato, hizo acto de presencia una do­cena de desconocidos, vanguardia de la tribu de refugia­dos que las intuiciones de Corona habían predicho correctamente. Avanzaban lentamente por la pista, a pie, llenos de polvo y con aspecto cansado, moviéndose rítmi­camente bajo el peso de fardos en que portaban sus perte­nencias y víveres. Eran individuos musculosos, de cabe­za cuadrada, tan altos o más que Hoja, con aspecto de guerreros; llevaban cortas espadas al cinto y tanto hom­bres como mujeres lucían no pocas cicatrices. Su piel era de un gris salpicado de verde pálido y poseían más dedos en manos y pies que lo acostumbrado entre los humanos.

Hoja nunca había visto antes a aquella especie.

—¿Los conoces? —preguntó a Taco.

—Buscadores de Nieve —dijo Taco— Estrechamente emparentados con los Formadores de Arena, según creo. Casta de tipo medio y se dice que son hostiles para con los extraños. Viven al sur de Theptis, en la zona mon­tañosa.

—Es extraño que no hayan estado a salvo allí —dijo Sombra.

Taco se encogió de hombros.

—Nadie está a salvo de los Dientes. Ni siquiera en las colinas más altas. Ni en las junglas más densas.

Los Buscadores de Nieve dejaron caer sus equipajes y miraron a su alrededor. Lo primero que los atrajo fue el carromato; parecían impresionados por su opulencia. Lo observaron maravillados, tocándolo como había he­cho la bruja y estudiándolo punto por punto. Cuando descubrieron las caras que los observaban desde el inte­rior, se hicieron señas entre sí, señalaron y se cuchichea­ron, pero no sonrieron ni saludaron. Al cabo de un rato siguieron hasta alcanzar la muralla, que observaron con la misma curiosidad infantil. Pareció que frustraba sus propósitos. La recorrieron de punta a punta, la empu­jaron con las manos, con los hombros, probaron a rom­per los maderos, tiraron de las burdas ligaduras de en­redadera. Por entonces habían llegado otros doce y tam­bién éstos se arracimaron en torno del vagón e hicieron lo que los primeros hasta detenerse ante la muralla. A medida que pasaban los minutos iban llegando más y más Buscadores de Nieve en grupos de tres o cuatro. Tres de ellos que se mantenían aparte daban la impre­sión de formar la jefatura de la tribu; se consultaron, asintieron y congregaron a los demás miembros de la tribu con gestos elocuentes.

—Salgamos y parlamentemos —dijo Corona. Se puso su mejor armadura y seleccionó sus armas de paseo más elegantes. Dio a Taco un delgado estilete. Sombra no re­cibió ninguna y Hoja prefirió armarse tan sólo del pres­tigio de un Pura Sangre. Su condición de miembro de una raza ancestral, consideró, le servía tan bien como una espada en casi todos los encuentros con extraños.

Los Buscadores de Nieve —unos cien a la sazón y otros tantos que iban acudiendo— parecieron manifestar cierta aprensión cuando Corona y sus compañeros salie­ron del carromato. El tamaño de Corona y su fanfarria de gladiador parecieron asustarles más de lo que habían asustado a los Hermanos del Árbol, y también la pre­sencia de Hoja les impresionó. Lentamente fueron con­formando un semicírculo en torno de sus tres jefes; per­manecían muy juntos y se murmuraban cosas con nerviosismo mientras sus manos quedaban cerca de las em­puñaduras de las espadas.

Corona avanzó hacia ellos.

—Cuidado —dijo Hoja en voz baja—. Están muy ner­viosos. No hagas que se precipiten.

Pero Corona con un despliegue de florituras diplomá­ticas poco frecuentes en él, tranquilizó enseguida a los Buscadores de Nieve con un cordial gesto de bienvenida —las manos apretadas contra los hombros, las palmas hacia fuera, los dedos bien abiertos— y unas cuantas pa­labras a modo de saludo. Intercambiaron presentaciones. El portavoz de la tribu, un hombre de rostro férreo con ojos indiferentes y pómulos endurecidos, resultó llamar­se Firmamento; los nombres de los otros capitanes eran Espada y Escudo. Firmamento hablaba con voz tranqui­la, uniforme. Parecía vacío de toda energía, como si hubiera penetrado en un reino de cansancio total, mucho más allá de la simple fatiga. Habían caminado durante tres días y tres noches casi sin parar, explicó Firmamen­to. La semana última, un nutrido grupo de Dientes ha­bía partido hacia el oeste por las tierras costeras que rodeaban Theptis y una de las bandas, unos cuantos cen­tenares de soldados, se había perdido dirigiéndose hacia el sur y penetrando en el país de las colinas. Como merodeadores, sin rumbo fijo, los Dientes cayeron sobre el retirado pueblo de los Buscadores de Nieve, originán­dose una terrible batalla en la que había perecido más de la mitad de la gente de Firmamento. Los supervivien­tes, que habían huido hasta el bosque, pusieron rumbo a la Pista de la Araña por caminos vecinales y, aturdi­dos por la conmoción y el dolor, se habían puesto en ca­mino igual que máquinas en dirección del Río Medio, esperando encontrar nuevas laderas en los territorios de población dispersa del lejano noroeste. Ya no podrían regresar a su antiguo hogar, afirmó Escudo, pues había sido profanado por las orgías de los Dientes.

—Pero, ¿qué ocurre con esta muralla? —preguntó Fir­mamento.

Corona se lo explicó, hablando a los Buscadores de Nieve de los Hermanos del Árbol y su profetisa y de la promesa que les había hecho respecto de la obligación que todos los refugiados tenían de entregar sus perte­nencias.

—Nos están esperando con los dardos dispuestos —di­jo Corona— Nosotros cuatro nada podíamos contra ellos. Pero ahora no se atreverán a enfrentarse a tanta gente. ¡Antes de que llegue la noche habremos destrozado la muralla!

—Se dice que los Hermanos del Árbol son enemigos muy feroces —observó Firmamento con calma.

—No son más que monos —dijo Corona—. Nada más desnudemos la espada se subirán corriendo a los árboles.

—Y nos rociarán con una lluvia de flechas envenena­das —murmuró Escudo—. Amigo, tenemos poco ánimo para afrontar más contiendas. Han muerto muchos de los nuestros durante esta última semana.

—¿Qué haréis entonces? —exclamó Corona—. ¿Entre­garles las espadas, las túnicas, los anillos de vuestras mu­jeres, las sandalias con que calzáis los pies?

Firmamento permaneció inmóvil, cerró los ojos y guar­dó silencio durante un buen rato. Al cabo, sin abrir los ojos, dijo con voz que surgía del centro de un hueco in­menso :

—Hablaremos con vosotros más tarde —y dio la vuel­ta—. Descansaremos ahora y esperaremos a que vengan los Hermanos del Árbol.

Los Buscadores de Nieve se retiraron, esparciéndose junto a la maleza debajo mismo de la muralla. Quedaron formando filas con los ojos fijos en tierra, aguardando. Corona gruñó, farfulló y sacudió la cabeza.

—Tienen pinta de guerreros —dijo volviéndose a Ho­ja—. Hay algo que señala a un guerrero y lo hace distin­to de los demás hombres; sé qué es ese algo y puedo de­cirte que los Buscadores de Nieve lo tienen. Tienen ente­reza; tienen poder; albergan en ellos el espíritu de la batalla. Y sin embargo, míralos. Acurrucados igual que gordos Dedos cuando tienen miedo.

—Han recibido golpes graves —dijo Hoja—. Han sido expulsados de su tierra. Saben lo que es mirar por en­cima del hombro y ver las hogueras en que se cuece la carne de la propia estirpe. Esto abate el ánimo belicoso de cualquiera Corona.

—No. Las pérdidas hacen que el fuego brille con mayor intensidad. Hace que hiervas de deseo de venganza.

—¿De veras? ¿Qué sabes tú de pérdidas? Jamás fuiste derrotado por ningún enemigo.

Corona lo miró fijamente.

—No me refiero a los duelos. ¿Crees que no me ha afectado la invasión de los Dientes? ¿Qué estoy hacien­do entonces en esta sucia carretera con todas mis pro­piedades metidas en un solo carromato? Pero no soy un muerto que anda como estos Buscadores de Nieve. No estoy huyendo. Voy a formar un ejército. Cuando lo ten­ga volveré al este y me vengaré. Mientras que éstos... que tienen miedo de los monos...

—Han caminado día y noche —dijo Sombra—. La llu­via morada tuvo que cogerles de lleno. Se han agotado mientras nosotros hemos marchado en tu vagón. Una vez hayan descansado, acaso...

—¡Tienen miedo a los monos!

Corona cabeceó con rabia. Se paseó arriba y abajo de­lante del carromato golpeándose los muslos con los pu­ños. Hoja temió que corriera hasta los Buscadores de Nieve y los forzara a aliarse con él. Comprendía el estado de ánimo de aquella gente: por muy agotados que estu­vieran, podían irritarse peligrosamente si Corona los tra­taba con excesiva dureza. Quizá después de algunas ho­ras, como Sombra había sugerido, se sintieran más dispuestos a ayudar a Corona a pasar por la muralla de los Hermanos del Árbol. Pero no todavía. No todavía.

Se abrió el portón de la muralla. Salieron por ella unos veinte hombres, entre los que se contaba el jefe de la tribu así como —Hoja contuvo el aliento al verla— la anciana vidente que mirara en su dirección, que le dedi­có otra de sus penetrantes e intranquilizadoras son­risas.

—¿Qué clase de criatura es ésa? —preguntó Corona.

—La bruja mestiza —dijo Hoja—. La vi al amanecer mientras estaba de guardia.

—¡Mirad! —exclamó Sombra—. Se desvanece igual que un Invisible. Pero su piel es como la tuya, Taco, y su forma la de...

—Me da miedo —dijo Taco con voz ronca. Tembla­ba— Significa muerte para nosotros. Nos queda poco tiempo de vida, amigos. Es la diosa de la muerte. —Se asió al codo de Corona, exento de toda armadura—. ¡Va­yámonos! Retrocedamos por la Pista de la Araña. Es me­jor arriesgarnos en el desierto que quedarnos aquí y mo­rir.

—Tranquilo —dijo Corona—. Nada de retroceder. Los Dientes están ya en Theptis. De aquí a un par de días se pondrán en camino por esta carretera. No tenemos más que una dirección.

—Pero está la muralla —dijo Taco.

—Antes de que caiga la noche, la muralla quedará re­ducida a escombros —dijo Corona.

El jefe de los Hermanos del Árbol conferenciaba con Firmamento, Espada y Escudo. Con toda evidencia, los Buscadores de Nieve conocían un tanto del idioma de los Hermanos del Árbol, pues Hoja pudo oír intercambios vocales, acompañados de pantomimas y habla cantarina. El jefe se señalaba a sí mismo, luego a la muralla, des­pués a la profetisa; señaló los equipajes de los Buscado­res de Nieve; indicó con irritado pulgar el carromato de Corona. La conversación duró cerca de media hora y pa­reció acabar en conclusión amistosa. Los Hermanos del Árbol se fueron, dejando la puerta abierta en aquella oca­sión. Firmamento, Espada y Escudo se deslizaron entre su gente dando instrucciones. Los Buscadores de Nieve saca­ron comida de sus equipajes —raíces secas, semillas, carne ahumada— y comieron en silencio. Luego, los que trans­portaban los recipientes del agua, fabricados con pellejos cosidos, fueron hasta el arroyo para abastecerse y el res­to de los Buscadores de Nieve se levantó, formó filas y caminó en estrechos círculos como si se dispusiera a reanudar la marcha. Corona ardía de impaciencia.

—¿Qué van a hacer? —preguntó—. ¿Qué trato habrán hecho?

—Creo que han aceptado las condiciones —dijo Hoja.

—¡No! ¡No! Necesito su ayuda —Corona, lleno de an­gustia, se golpeó con los puños—. He de hablar con ellos —murmuró.

—Espera. No te precipites, Corona.

—¿Qué más da? ¿Qué más da?

Los Buscadores de Nieve cargaban ya con los equi­pajes. No cabía ninguna duda; se iban. Corona echó a correr hacia ellos. Firmamento, ocupado en dirigir la mar­cha, se volvió hacia él.

—¿A dónde vais? —preguntó Corona.

—Hacia el oeste.

—¿Y nosotros?

—Venid con nosotros, si queréis.

—¿Y mi carromato?

—No cabe por la puerta, ¿no lo ves?

Corona retrocedió como si fuera a lanzarse sobre el Buscador de Nieve.

—Si nos ayudarais, derribaríamos la muralla. ¿Cómo voy a abandonar mi carromato? Lo necesito para llegar hasta mis parientes de los Llanos. Quiero reunir un ejér­cito; y volveré al este para devolver a los Dientes a las montañas a que pertenecen. He perdido ya demasiado tiem­po. Tengo que pasar. ¿No quieres ver destruidos a los Dientes?

—No es asunto nuestro —dijo Firmamento con sua­vidad—. Hemos perdido nuestras tierras para siempre. La venganza no tiene sentido. Mil excusas. Mi gente necesita guía.

Más de la mitad de los Buscadores de Nieve había cruzado ya la puerta. Hoja se unió a la comitiva. Descu­brió que del otro lado de la muralla se había aclarado un trecho considerable de la densa maleza que seguía la parte norte de la autopista y que en ella se levantaban edificios, posadas o almacenes, junto al camino. Veinte o treinta pasos más allá se veía un sendero secundario que se internaba en el bosque en dirección norte; era evi­dentemente la ruta que llevaba al pueblo de los Herma­nos del Árbol. Había un agitado trasiego en este sendero. Centenares de hombres se dirigían del pueblo a la auto­pista, donde tenía lugar una extraña y repulsiva escena. A medida que les llegaba el turno, los Buscadores de Nie­ve descargaban el equipaje y lo abrían. Tres o cuatro Hermanos del Árbol se lanzaban sobre éste, cogían de él lo que veían de valor —un cuchillo, un peine, una pieza de joyería, una capa delicada— y se alejaban triunfalmente con el despojo. Una vez terminado el saqueo, los Buscadores de Nieve ataban nuevamente el fardo, se lo ponían en el hombro y proseguían el camino, la cabeza gacha, el cuerpo inclinado. Tributo. Hoja sintió escalo­fríos. Aquellos orgullosos soldados, ya sin hogar, entrega­ban voluntariamente lo que les quedaba a —quiso evi­tar la palabra pero no pudo— una tribu de monos. Y pro­seguían la marcha sin ninguna queja. Era lo más triste que había visto desde que los Dientes habían fracciona­do el mundo.

Hoja se dirigió al carromato. Vio a Firmamento, Es­cudo y Espada en retaguardia. Sus rostros eran cenicien­tos; no se atrevieron a mirarlo cara a cara. Firmamento se las arregló para murmurar una especie de saludo asus­tado cuando pasó junto a ellos.

—Os deseo buena suerte en vuestro viaje —dijo Hoja.

—Os deseo mejor suerte que la nuestra —dijo Firmamento con voz hueca y siguió adelante.

Hoja se encontró con Corona plantado en mitad de la carretera, con las manos en las caderas.

—¡Cobardes! —exclamó con tono amargo—. ¡Saban­dijas!

—Ahora nos toca a nosotros —dijo Hoja.

—¿Qué quieres decir?

—Que ha llegado la hora de afrontar las verdades. Hay que entregarles el carromato.

—Nunca.

—Estamos de acuerdo en que no podemos dar la vuel­ta. Y no podemos continuar mientras esté la muralla donde está. Si nos quedamos, los Hermanos del Árbol acabarán liquidándonos, si es que no lo hacen antes los Dientes. Escucha lo que te digo, Corona. No vamos a darles todo lo que tenemos. El carromato, algunas ropas, algunas chucherías, los muebles del vagón, y quedarán satisfechos. Podemos cargar el resto en los animales y cruzar la puerta con seguridad como peregrinos que ca­minan a pie.

—No quiero hacerte caso, Hoja.

—Ya lo sé. Y sé también lo que el carromato signi­fica para ti. Me gustaría que lo conservaras. Me gustaría incluso quedármelo yo. ¿Acaso no es mejor caminar en medio de comodidades que patear el barro entre la llu­via y el frío? Pero no podemos conservarlo. No podemos, Corona, ése es el meollo de la cuestión. Podemos volver al este en él y perdernos en el desierto; podemos que­darnos aquí y esperar a que los Hermanos del Árbol pierdan la paciencia y nos maten, o bien podemos darles el carromato y salir de aquí sanos y salvos. ¿Se puede elegir? No se puede. Te lo vengo diciendo hace dos días. Sé razonable, Corona.

Corona miró con frialdad a Taco y Sombra.

—Buscad al jefe y entrad en trance con él otra vez. Decidle que le daré espadas, armaduras, lo que escoja del interior del carromato. Siempre que desmonte parte de la empalizada y permita pasar el vehículo.

—Ya le hicimos ayer esa oferta —dijo Taco.

—¿Y?

—Insiste en el carromato. La vieja bruja se lo ha pro­metido para un palacio.

—No —dijo Corona—. ¡No! —Su brutal alarido halló eco en las colinas. Al cabo de un momento, ya más calma­do, dijo—: Se me ocurre otra idea. Hoja, Taco, venid conmigo. La puerta está abierta. Iremos al pueblo y nos haremos con la bruja. La raptaremos con rapidez, antes de que nadie se entere de lo que pasa. No se atreverán a tocarnos mientras esté en nuestras manos. Entonces, Ta­co, dirás al jefe que si no nos abre una puerta adecua­da, mataremos a la vieja. —Corona rió brevemente—. Una vez se dé cuenta ella de que hablamos en serio, les ordenará que lo hagan. Todos los viejos quieren vivir eternamente. Y la obedecerán. Podéis apostar a que sí. ¡La obedecerán! Andando. —Corona echó a andar con paso vigoroso hacia la puerta. Dio una docena de zanca­das, se detuvo y se volvió. Ni Hoja ni Taco se habían mo­vido.

—¿Bien? ¿Por qué no venís?

—No quiero hacerlo —dijo Hoja con voz cansada—. Es absurdo. Es una bruja, una parte suya es Invisible... a estas horas conocerá ya tus planes. Probablemente los supo antes que tú. ¿Cómo vamos a cogerla?

—Deja que me ocupe yo de eso.

—Aun si lo hiciéramos... No. No. No quiero tomar parte en eso. Es imposible. Aun si pudiéramos hacernos con ella. Nos mantendríamos con una espada puesta en su garganta, el jefe haría una seña y cientos de flechas caerían sobre nosotros antes de que pudiéramos mover un músculo. Es una locura.

—Te pido que vengas conmigo.

—Ya te he respondido.

—Entonces iré sin ti.

—Como quieras —dijo Hoja con calma—. Pero no volverás a verme.

—¿Eh?

—Voy a coger lo que me pertenece y dejaré que los Hermanos del Árbol cojan lo que les guste; con un poco de buena marcha podré alcanzar a los Buscadores de Nieve. En una semana aproximadamente habré llegado al Río Medio. Sombra, ¿quieres venir conmigo o pre­fieres quedarte y morir con Corona?

La Estrella Danzarina contempló fijamente el suelo em­barrado.

—No lo sé —dijo—. Déjame pensarlo.

—¿Taco?

—Me voy contigo.

Hoja se volvió a Corona.

—Por favor. Sé razonable. Por última vez: dales el carromato y larguémonos todos juntos.

—Me estás ofendiendo.

—Entonces nos despedimos aquí mismo —dijo Hoja—. Te deseo buena suerte. Taco, vamos por lo nuestro. ¿Som­bra? ¿Te vienes con nosotros?

—Tenemos un compromiso con Corona —dijo ella.

—Sí, ayudarle a conducir el carromato. Pero no mo­rir por él. Lo admita o no, Corona ha perdido ya su carromato. Si el vehículo deja de ser suyo, el contrato que­da anulado. Espero que vengas con nosotros.

Entró en el vehículo y fue hasta la cabina del centro, en uno de cuyos armarios guardaba las pocas posesio­nes que había podido llevar consigo. Un par de botas re­lucientes de cuero, dos antiguas monedas de cobre, tres medallones de marfil, una camisa de seda rojo oscuro, un cinturón ancho y ricamente labrado... no mucho, no demasiado, el salvamento de una vida. Lo empaquetó con celeridad. Cogió un pedazo de carne seca y algo de pan; le duraría un par de días y cuando se le acabara apren­dería de Taco y de los Buscadores de Nieve a buscarse el sustento en medio de la penuria.

—¿Listo?

—Listo como siempre —dijo Taco. Su paquete era muy pequeño: una muda, un hacha, un cuchillo, algo de pescado ahumado y nada más.

—Andando, pues.

Mientras se dirigían hacia la compuerta de salida, en­tró Sombra en el carromato. Parecía grave y circunspec­ta; tenía las aletas de la nariz brillantes, los ojos con­tristados. Sin decir una palabra pasó junto a los dos hom­bres y comenzó a hacer su equipaje. Hoja la esperó. Al cabo de unos minutos reapareció y le hizo una señal con la cabeza.

—Pobre Corona —susurró la muchacha—. No hay forma...

—Ya lo oíste —dijo Hoja.

Salieron del carromato. Corona no se había movido. Estaba como si hubiera echado raíces, a medio camino entre el vagón y la muralla. Hoja le lanzó una mirada in­quisidora, como preguntándole si había cambiado de idea, pero Corona no la advirtió. Encogiéndose de hombros, Hoja pasó por su lado, hacia la maleza, en cuyo borde se encontraban pastando las yeguas de la noche. Con afecto levantaba ya las manos para acariciar el cuello de la más cercana cuando Corona volvió a la vida súbita­mente y gritó:

—¡Son mis animales! ¡No les pongas las manos en­cima!

—Sólo les iba a decir adiós.

—¿Crees que voy a permitir que os llevéis alguno? ¿Crees que me he vuelto loco?

Hoja lo miró con tristeza.

—Vamos a hacer el viaje a pie. Sólo iba a decirles adiós. Las yeguas eran amigas mías. Pero no puedes en­tenderlo.

—Aléjate de los animales, ¡ aléjate!

—Como quieras.

Sombra, como de costumbre, tenía razón. Pobre Co­rona. Hoja se echó el hato al hombro y caminó hacia la puerta, Sombra a su lado, Taco un poco rezagado. Cuan­do él y Sombra alcanzaron el portón, volvió la vista y vio a Corona inmóvil todavía, vio a Taco que se detenía, de­jaba en el suelo su envoltorio y se arrodillaba.

—¿Te ocurre algo? —dijo Hoja.

—Se me ha desatado la bota —dijo Taco—. Seguid vosotros. Enseguida os alcanzo.

—Te esperamos.

Hoja y Sombra permanecían bajo el dintel de la puer­ta mientras Taco se ataba los cordones. Al cabo de unos segundos se incorporó, recogió su envoltorio y dijo:

—Tiene que durarme hasta la noche, ya veré luego si...

—¡Mira! —gritó Hoja.

Corona había salido de su quietud y, lanzando un gri­to de furia, corría velozmente hacia Taco. No tuvo éste oportunidad de dar uno de sus saltos: Corona lo atrapó, lo alzó por sobre su cabeza como un niño y, aullando de rabia, arrojó al hombrecillo al barranco. Agitando brazos y piernas, Taco surcó los aires trazando un elevado arco por encima del borde; pareció bailar en mitad de su tra­yecto y desapareció. Hubo al rato un crujido amortigua­do y enseguida el silencio. Silencio.

—Aprisa —dijo Sombra—. ¡Corona viene hacia aquí!

Corona había dado la vuelta y se lanzaba como una máquina de muerte hacia Hoja y Sombra. Sus salvajes ojos rojizos relampagueaban con ferocidad. Hoja no se movió; Sombra lo sacudió con premura y acabó por em­pujarlo y conseguir que se moviera. Entre los dos em­pujaron la pesada puerta y la cerraron en el instante mismo en que Corona se arrojaba contra ella. Hoja corrió los resistentes cerrojos. Corona gritó y golpeó la puerta, pero no pudo forzarla.

Sombra temblaba y sudaba. Hoja la atrajo hacia sí y la sostuvo un instante. Luego dijo:

—Será mejor que nos vayamos. Los Buscadores de Nieve nos llevan buena delantera.

—Taco...

—Lo sé. Lo sé. Vamos, anda.

Media docena de Hermanos del Árbol les aguardaban junto a las casas de madera. Sonreían, farfullaban y se­ñalaban los envoltorios.

—De acuerdo —dijo Hoja—. Adelante. Coged lo que queráis. Tomadlo todo si os parece.

Dedos afanosos deshicieron los hatos de ambos. Del de Sombra cogieron una cinta de brocado y una piedra llana, lisa y verde. Del de Hoja uno de los medallones de marfil, las dos monedas de cobre y una de sus botas. Tributo. Día tras día, los despojos del pasado se le iban escapando de las manos. Sacó la otra bota del saco y la alargó a los Hermanos del Árbol, pero éstos se limitaron a reír y a negar con la cabeza.

—Con una no hago nada —dijo. Pero no la cogieron. Arrojó la bota a los matorrales de la cuneta.

La carretera se curvaba hacia el norte y formaba una suave cuesta, siguiendo el flanco de las colinas bosqueñas en que los Hermanos del Árbol tenían sus casas. Ho­ja y Sombra caminaban mecánicamente sin hablar mu­cho. Las huellas de los Buscadores de Nieve podían ver­se en el suelo, pero estaban todavía muy lejos. Caía ya la tarde y el día se había vuelto luminoso, inesperada­mente cálido. Al cabo de una hora dijo Sombra:

—Tengo que descansar.

Le castañeteaban los dientes. Se tendió en la cuneta y se pasó los brazos alrededor del pecho. Por lo general, las Estrellas Danzarinas, gracias a su gruesa piel, no lle­vaban ropa salvo en los más crudos inviernos; pero la piel no parecía beneficiar mucho a Sombra en aquel mo­mento.

—¿Estás enferma?

—Ya se me pasará. Es la impresión. Taco...

—Sí.

—Y Corona. Me siento muy triste por Corona.

—Un loco —dijo Hoja—. Un asesino.

—No lo juzgues tan a la ligera. Es un hombre senten­ciado a muerte, y él no lo ignora; sufre por ello; cuando el miedo y el dolor se le hicieron demasiado insoporta­bles, descargó en Taco. No sabía lo que hacía. Necesita­ba desahogarse con algo, aliviar su tortura, eso es todo.

—Todos moriremos tarde o temprano —dijo Hoja—. Pero ésta no es razón para matar a los amigos.

—No hablo de tarde o temprano. Sino de que Corona morirá esta misma noche, tal vez mañana.

—¿Por qué?

—¿Qué puede hacer para salvarse?

—Puede ceder y cruzar la puerta a pie, tal como he­mos hecho nosotros.

—Sabes que nunca abandonará el carromato.

—En ese caso, puede enjaezar a las yeguas y volver hacia Theptis. Por lo menos tendrá una oportunidad de salir a la Pista del Ocaso de esa forma.

—Tampoco puede hacer eso —dijo Sombra.

—¿Por qué no?

—No puede conducir el carromato

—Ya no tiene a nadie que lo haga por él. Está cogido. Por una vez tendrá que tragarse su orgullo y...

—No he dicho que no quiera, sino que no puede. Es incapaz de hacerlo. No puede entrar en contacto mental con las yeguas. ¿Por qué crees que alquila siempre conductores? ¿Por qué insistió tanto en que condujeras tú durante la lluvia morada? Carece de fuerza mental. ¿Has visto alguna vez a un Lago Negro conduciendo yeguas?

Hoja la miró.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde el comienzo.

—¿Por eso dudaste en dejarlo en el portón? ¿Cuándo hablaste del compromiso que teníamos con él?

Ella asintió.

—Si los tres lo abandonábamos, lo condenábamos a muerte. No podrá escapar de los Hermanos del Árbol a menos que se obligue a sí mismo a dejar el carromato y no querrá hacerlo. Caerán sobre él y lo matarán, hoy mismo, mañana, de un momento a otro.

Hoja cerró los ojos, cabeceó.

—Me siento un tanto avergonzado. Ahora que sé que lo hemos dejado inerme. Podía habérnoslo dicho.

—Es demasiado orgulloso.

—Sí. Sí. Tampoco él dijo nada. Todos tenemos respon­sabilidades para con los demás, pero hay límites. Tú, yo y Taco no teníamos ninguna obligación de morir sólo porque Corona no quisiera deshacerse de su bonito ve­hículo. Aun así... aun así... —cerró las manos prieta­mente—. ¿Por qué decidiste dejarlo entonces?

—Por la misma razón que acabas de dar. No quería que Corona muriera, pero tampoco creía que le pertene­ciera mi vida. Además, tú dijiste que te ibas y lo demás no importaba.

—Pobre Corona, pobre e idiota.

—Y cuando mató a Taco... vida por vida, Hoja. Todas las deudas están saldadas. No me siento culpable.

—Yo tampoco.

—Creo que me está bajando la fiebre.

—Descansa unos minutos más.

Pasó una hora antes de que Hoja considerase que Sombra se encontraba con fuerzas para proseguir. La carretera ascendía a la sazón en cuesta constante, no muy empinada pero sí lo bastante para obligarles a un gasto continuo de energías, por lo que se desplazaban con mu­cha lentitud. Cuando lo tórrido del día empezó a men­guar, alcanzaron la cresta de la cuesta y se detuvieron otra vez para descansar en un punto desde el que podían ver la carretera que seguía trazando curvas a lo largo de un valle agradable y verde. A lo lejos se veía a los Bus­cadores de Nieve, detenidos también junto a la ribera de un torrente de tamaño regular.

—Humo —dijo Sombra—. ¿No hueles?

—Habrán encendido fuego, supongo.

—No lo creo. Además, no veo ninguno.

—Se tratará entonces de los Hermanos del Árbol.

—Tiene que ser un fuego muy grande.

—Es igual —dijo Hoja—. ¿Puedes continuar ya?

—Oigo un ruido...

De sus espaldas, en la ladera, surgió una voz que dijo:

—Y así termina como de costumbre, en locura y muer­te, y aquello en que Todo-es-Uno se llena de inmensidad.

Hoja se volvió y se puso en pie de un salto. Oyó ri­sas en la ladera y vio ciertos movimientos en los matorrales; al cabo de unos instantes pudo ver una silue­ta apenas definida y se dio cuenta de que se le acerca­ba un Invisible, el mismo, sin duda, que había viajado con ellos desde Theptis.

—¿Qué quieres? —exclamó Hoja.

—¿Querer? ¿Querer? Nada quiero. Pasaba por aquí, nada más. —El Invisible señaló por encima del hom­bro—. Podéis verlo todo desde la cima de este cerro. Vues­tro amigo el gigante ha peleado como un valiente, ha ma­tado a muchos, pero los dardos, los dardos... —El Invi­sible rió—. Está agonizando, pero así y todo no quiere que le quiten el carromato. Qué hombre tan tozudo. Qué loco. Bueno, feliz viaje.

—No te vayas todavía —exclamó Hoja.

Pero la silueta del Invisible desaparecía ya. Sólo quedó la risa y también ésta acabó por desaparecer. Hoja hizo preguntas al aire y, al no recibir respuesta, dio la vuelta y emprendió el ascenso del cerro, sujetándose a los ma­torrales más gruesos. Diez minutos más tarde se encon­traba en la cima y permaneció boqueando, aguzando la vista en dirección del profundo valle que acababan de dejar. ¡Desde el lugar en que se encontraba podía verlo todo con mucha claridad: el pueblo de los Hermanos del Árbol en medio del bosque, la carretera, las cabañas jun­to a ésta, la muralla, el claro más allá de la muralla. Y el vagón. El techo había desaparecido y las paredes esta­ban volcadas. Brillantes lenguas de fuego ascendían a lo alto y una negra y densa nube de humo teñía el aire. Ho­ja contempló la pira de Corona durante largo rato antes de regresar junto a Sombra.

Descendieron hacia el lugar en que los Buscadores de Nieve habían acampado. Rompiendo un largo silencio, dijo Sombra:

—Tuvo que haber un tiempo en que el mundo fuera diferente, cuando todas las personas fueran de la misma especie, y todos vivieran en paz. Una edad de oro, muy remota. ¿Por qué cambió todo, Hoja? ¿Cómo ocurrió to­do esto?

—Nada ha cambiado —dijo Hoja—, salvo el aspecto de nuestros cuerpos. Por dentro todo sigue igual. Nunca hubo edad de oro.

—Hubo un tiempo en que no había Dientes.

—Siempre hubo Dientes, se llamaran como se llama­ran. La paz verdadera nunca dura mucho tiempo. Siem­pre han existido el odio y la codicia.

—¿De veras crees eso?

—Por supuesto. Creo que la humanidad es la huma­nidad, que somos siempre iguales tengamos la forma que tengamos, y que los cambios que sobrevienen son una nadería; y que lo mejor que podemos hacer es buscar nuestro contento por nuestra cuenta siempre que poda­mos, sean como fueren los tiempos.

—Esta época es peor que las demás.

—Quizá.

—Son tiempos muy malos. Y se aproxima el fin de las cosas.

Hoja sonrió.

—Pues que venga el fin. Son los tiempos en que he­mos de vivir, sin preguntar por qué, sin desear otros más holgados. El dolor termina cuando comienza la condes­cendencia. Eso es lo que ahora nos ocurre. Aproveché­moslo al máximo. Éste es el camino en que andamos. Día a día vamos perdiendo aquello que nunca fue nues­tro, día a día nos acercamos a aquello en que Todo-es-Uno, y nada importa, Sombra, nada, salvo aprender a aceptar lo que ocurre. ¿No crees?

—Sí —dijo ella—. ¿A cuánto estamos del Río Medio?

—A unos cuantos días.

—¿Y cuánto hay desde allí hasta tus parientes del Mar Cerrado?

—No lo sé. No importa lo lejos que queda; ¿estás muy cansada?

—No tanto como tendría que sentirme.

—No queda mucho hasta el campamento de los Bus­cadores de Nieve. Dormiremos bien esta noche.

—Corona —dijo ella—. Taco.

—¿Qué ocurre con ellos?

—También ellos duermen.

—Donde Todo-es-Uno —dijo Hoja—. Más allá de las tribulaciones. Más allá de todo dolor.

—Y aquel hermoso vehículo destrozado.

—Si Corona hubiera cedido y lo hubiese entregado voluntariamente nada más saber que iba a morir... Pero entonces no habría sido Corona, ¿no te parece? Pobre Corona. Pobre y loco Corona. —Ante ellos hubo un lige­ro rumor—. Mira. Los Buscadores de Nieve nos han vis­to. Allí está Firmamento. Espada. —Hoja agitó la mano y los saludó. Firmamento saludó a su vez, y también Espada, y asimismo otros—. ¿Podemos acampar con voso­tros esta noche? —gritó Hoja. Firmamento dijo algo, pero el viento alejó las palabras. Lo que dijo empero había sonado de manera amable, pensó Hoja. De manera ama­ble—. Vamos —dijo Hoja, y él y Sombra bajaron por la pendiente.

Загрузка...