Robert Silverberg La fiesta de Baco

Despertad, durmientes. El sueño es separa­ción; la caverna de la soledad es la caverna de los sueños, la caverna del espectador pasivo. Estar despierto es participar en la fiesta, en la gran comunión, con la carne y no con la fantasía.

Norman O. Brown: Love’s Body


Éste es el amanecer del día de la Fiesta. Oxenshuer sa­be, aproximadamente, qué debe esperar, porque ha espiado alos niños en sus catecismos. Algunos de los adul­tos le han hecho indicaciones y ha hablado largamente con el sumo sacerdote de esta extraña y apocalíptica ciudad. Y, sin embargo, pese a todos los conocimientos paciente­mente reunidos, en realidad no sabe nada del aconteci­miento de hoy. ¿Qué sucederá? Vendrán a buscarle Matt, que ha sido designado hermano suyo, y Will y Nick, que son sus patrocinadores. Lo conducirán por el laberinto hasta el lugar del santo, hasta la casa del dios, en el cen­tro de la ciudad. Le darán vino hasta saciarlo, hasta que sus mejillas y su barbilla chorreen y su túnica esté man­chada de rojo. Y él y Matt lucharán, en una especie de contienda, de lucha libre, de enfrentamiento; aún no sabe si será real o simbólica. Lucharán ante toda la comuni­dad. ¿Qué más, qué más? Habrá himnos al santo, al dios... el dios y el santo son uno, Dionisos y Jesús, cada uno un aspecto del otro. Cada uno una manifestación de la divinidad que llevamos dentro de nosotros, ha dicho el Orador. Jesús y Dionisos, Dionisos y Jesús, dios y san­to, santo y dios, ¿qué importan las palabras? Ha oído a la gente cantar:

Éste es el dios que arde como el fuego,

éste es el dios cuyo nombre es música,

éste es el dios cuya alma es vino.

Fuego. Música. Vino. El fuego que cura, el fuego que une, en el que todas las cosas se volverán una sola. Jun­to a su resplandor irregular beberá, beberá y beberá; danzará, danzará y danzará. Quizás haya alguna clase de encuentro sexual — una orgía, quizá — porque el sexo y la religión están estrechamente unidos para estas gentes: una comunión de la carne abriendo el camino a la comu­nicación de los espíritus.

Voy a la casa del dios y su fuego me consume,

grito el nombre del dios y su trueno me ensordece,

tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

¿Y entonces? ¿Y entonces? ¿Acaso podría saber qué pasará antes de que haya pasado? «Entrarás en el océa­no de Cristo», le han dicho. ¿Un océano? ¿Aquí, en el de­sierto de Mojave? Bueno, un océano figurado, un océa­no metafórico. Aquí todo es metáfora. «Dionisos te lleva­rá hasta Jesús», le dicen. Ve, niño; nada hasta Dios. Je­sús aguarda. El santo, el santo loco, el viejo dios borra­cho que es su santo, el loco y santo dios que suprime los muros y hace que todas las cosas sean una, te conducirá a la bienaventuranza, querido John, querido y fatigado John. Entrega tu alma con alegría a Dionisos el Santo. Vuelve a ser uno en su bendito fuego. Has estado dividi­do mucho tiempo. ¿Cómo puedes yacer muerto en Mar­te y andar, vivo, por la Tierra?

Cúrate, John. Éste es el día.

Desde Los Ángeles, la antigua carretera de San Bernardino se dirige hacia el Este, atraviesa suburbios de plástico, atraviesa Alhambra y Azusa, pasa por la su­cursal de Covina Hills del cementerio de Forest Lawns, y roza San Bernardino, que crece como una colonia de hongos y se está transformando en un pequeño Los Án­geles, pero no tan pequeño. La carretera continúa y en­tra en el desierto como un cinturón gris y plano, sepa­rando las colinas secas y marrones. Ésta era la ruta que John Oxenshuer había elegido, finalmente, para huir. No estaba buscando ningún sitio en particular; sólo iba a la caza de un lugar seco, un lugar arenoso, un lugar don­de pudiera estar solo: necesitaba recrear, durante las que bien podían ser las últimas semanas de su vida, al­gunos aspectos del árido Marte. Después de considerar varias posibilidades, se fijó en aquella ruta, atraído por la forma en que la carretera parecía perderse en el de­sierto, al norte del mar de Saltón. Hasta en aquella época supercivilizada, un hombre podía desaparecer fá­cilmente allí.

A última hora de una tarde de noviembre, dos se­manas después de su cuadragésimo cumpleaños, cerró el departamento que había alquilado en el boulevard Holly­wood, y sin despedirse de nadie condujo sin prisa hasta la carretera. Allí, entregó el control a la red electrónica de carreteras, que se apoderó de su auto y lo metió en la corriente de tránsito. La red lo controló hasta Covina. Cuando vio que la colina cubierta de estatuas de Forest Lawn se acercaba a su derecha, se preparó para volver a conducir. Una milla más allá del vasto cemen­terio, una señal luminosa le avisó que debía hacerse cargo del volante. El coche continuó deslizándose a la velocidad de 140 kilómetros por hora. A cada momento, el pasado reciente se desprendía de él, poco a poco.

¿Es posible ahogarse en un desierto? Vamos a inten­tarlo, Dios. Haré un trato contigo. Tú dejas que me aho­gue aquí. ¿De acuerdo? Y yo me entregaré a ti. Deja que me hunda en la arena, deja que me bañe en ella, deja que lave el Marte que llevo en mi alma; deja que me ahogue, Dios, deja que me ahogue. Libérame de Marte y seré tuyo, Dios. ¿De acuerdo? Ahógame en el desierto y me rendiré, por fin. Me rendiré.

Al atardecer estaba en Banning. Súbitamente, algún gesto de despedida a la civilización le pareció apropia­do y se arriesgó a detenerse para cenar en un pequeño restaurante mexicano. Estaba lleno de familias que ha­bían salido a cenar y Oxenshuer temió que lo reconocie­ran. Mira, gritaría alguien, allí está el astronauta de Mar­te, ¡el que regresó! Pero, por supuesto, nadie lo descubrió. Se había dejado crecer unos bigotes espesos y rubios que casi borraban sus labios finos y tensos. Su cuerpo delgado, de hombros anchos, ya no tenía el porte erguido del astronauta. En los diecinueve meses que ha­bían pasado desde su retorno del planeta rojo había comenzado a encorvarse un poco, a cultivar una re­dondez en la parte alta de la espalda, como si algún peso colgado de su esternón tirara de él hacia delante y hacia abajo. Además, los hombres del espacio son olvidados con rapidez. ¿Cuánto tiempo habían sido recordados los nom­bres de los heroicos exploradores lunares de su niñez? Borman, Lovell y Anders. Armstrong, Aldrin y Collins. Scott, Irwing y Worden. Cada uno de ellos tuvo unas ruidosas semanas de fama y luego desapareció en las páginas borrosas de un almanaque; todos, quizás, excepto Arms­trong. Los niños lo estudiaban en la escuela. El paso que dio lo transformaría en una figura mítica, junto con Co­lón y Magallanes. Pero, ¿y los otros? Olvidados. Sí. Los hé­roes de ayer. Oxenshuer, Richardson y Vogel. ¿Quiénes? Oxenshuer, Richardson y Vogel. Ése que está allí, comien­do tamales y enchiladas y bebiendo una botella de Doble-X, es Oxenshuer, el que regresó. ¿Y los otros dos? Murie­ron. ¿Dónde murieron, papaíto? Murieron en Marte, pero Oxenshuer regresó. ¿Cómo se llamaban? Richardson y Vogel. Murieron. ¡Oh! En Marte. ¡Oh! Y Oxenshuer no. ¿Cómo se llamaban?

Sin ser reconocido, olvidado y a salvo, Oxenshuer ter­minó su cena y volvió a la carretera. Ya era de noche. La luna estaba casi llena. Las montañas, claramente delinea­das contra la oscuridad, relucían con un resplandor cobrizo. No hay luz de luna en Marte, excepto el débil y apresurado brillo de Fobos, eclipsándose y apareciendo en su nerviosa trayectoria de Oeste a Este. Fobos le pareció inquietante; tampoco le gustó el tembloroso Deimos, que parecía una estrella, un puntito de luz desplazándose como un cohete. Oxenshuer siguió conduciendo, dejando atrás las zonas cubiertas de urbanizaciones y entrando en el verdadero desierto, salpicado aquí y allá por ciudades balnearias: Palm Springs, Twentynine Palm, Desert Hot Springs. Enormes carteles lo invitaban a los aburridos placeres de baños y saunas, Ignoró esas tentaciones sin di­ficultad. Lo que buscaba era la sequedad.


Cuando sobrepasó Indio yendo hacia el Este, comenzó a buscar un sitio para abandonar el coche, pero aún es­taba demasiado cerca del límite sur del Monumento nacio­nal al Joshua Tree y no quiso acampar cerca de ninguna zona que pudiera estar vigilada por los guardias rurales. De modo que siguió conduciendo hasta que la luna estuvo alta. Se internó en la comarca de Chuckwalla, donde no lo separaban de la frontera de Arizona más que dunas, monta­ñas y lechos de lagos resecos. En una zona donde el terreno parecía relativamente plano disminuyó la velocidad casi hasta detenerse, apagó las luces y se salió con suavidad del camino, en dirección Noreste. Tuvo que aferrarse al volante con fuerza, al rebotar sobre el terreno irregular. A medio kilómetro de la carretera, Oxenshuer llegó a una cuenca inclinada y poco profunda, el lecho seco de un antiguo lago. Se metió dentro, hasta que no pudo ver las largas manchas amarillas de las luces en la carretera, y supo que estaba por debajo de la línea visual de los ve­hículos que pasaban. Apagó el motor, cerró con llave el coche —¡un extraño remilgo allí, en medio de la nada!—, sacó su mochila del maletero, se la colocó en la espalda y, sin mirar atrás, echó a andar hacia la vaciedad que había al Norte.

Mientras anda, compone una carta que no enviará ja­más.

Querida Claire: Ojalá hubiese podido despedirme de ti antes de marcharme de Los Angeles. Fue lo único que lamenté: dejar la ciudad sin decírtelo. Pero tenía miedo de ir a verte. Me mantuve alejado de ti. Dices que no me guardas rencor por la muerte de Dave, que no puede ha­ber sido culpa mía, y por supuesto tienes razón. Sin em­bargo, no me atrevo a enfrentarme contigo, Claire. ¿Por qué? ¿Por qué dejé el cuerpo de tu marido en Marte y el remordimiento me está ahogando? Pero un cuerpo es sólo una cáscara, Claire. El cuerpo de Dave no es Dave y yo no podía hacer nada por Dave. ¿Qué es, entonces, lo que se interpone entre nosotros? ¿Es mi amor, Claire, mi amor culpable por la viuda de mi amigo? ¿En? Ese amor es sal en mis heridas, ese amor es arena en mi garganta, Claire. Claire. Claire. Nunca podré decirte nada de esto, Claire. Nunca lo haré. Adiós, Reza por mí. ¿Rezarás'?


Sus años de agotador entrenamiento en la NASA para ir a Marte le fueron muy útiles ahora. Fortalecido por antiguas disciplinas se movía velozmente, sin esfuerzo, pese a los veinte kilos que llevaba a la espalda. La irre­gularidad del suelo no lo molestaba. El frío cortante del aire, tampoco, aunque vestía ropas ligeras: un pantalón, una camisa, una delgada chaqueta de algodón. La soledad, lejos de oprimirlo, era una fuente de energía para él: a un par de cientos de kilómetros de distancia, en Los Ángeles, podía vivirse en la novena década del siglo XX, pero aquél era un reino prehistórico, fuera del tiempo, no marcado por el hombre, y su espíritu se expandía en su voluntario aislamiento. Se podía pensar que cada marca de sus pisadas era el primer toque humano que había sen­tido aquella tierra. El sentido de culpabilidad, gris y per­sistente, que pesaba sobre él desde su regreso de Marte resultaba menos pesado allí, una vez franqueado el límite de la civilización.

Aquellas tierras áridas eran lo más semejante a Marte en la Tierra. No lo suficientemente parecidas, porque de­masiadas cosas quebraban la ilusión: la gran luna bri­llante, llena de cicatrices, la suculenta vegetación terres­tre, el tirón de la gravedad de la Tierra y el débil resplan­dor blanco a la izquierda del horizonte, que imaginaba emanado por las ciudades de la costa. Pero era la más parecida a Marte que tenía a su alcance. El altiplano pe­ruano hubiese sido mejor, pero no había manera de lle­gar al Perú.

Una aproximación. Sería suficiente.

Un recorrido de una docena de kilómetros, por lo me­nos, no llegó a fatigarlo, pero decidió, poco después de las doce, acampar el resto de la noche. El lugar que esco­gió era un pequeño llano rectangular limitado al Norte y al Sur por cactos ominosos y llenos de pinchos —chollas y chumberas—, y al Este por unos espesos matorrales. Ha­cia el Oeste, un amplio abanico de piedras de aluvión des­cendía de las colinas cercanas. La luz de la luna, rastri­llando el área con fuerza, subrayaba todos los contrastes y contornos: las sombras de los cactos eran oscuros pozos sin fondo, y las sendas de las alimañas —lagartijas y ratas canguro— formaban profundos cañones en la arena. Cuan­do dejó caer la mochila en el suelo, dos ratas sorprendidas, que estaban hurgando en el matorral, notaron finalmente su presencia y huyeron buscando refugio dando saltos alocados, frenéticas pero delicadas. Oxenshuer les sonrió.

En el vigésimo día de la misión, Richardson y Vogel sa­lieron, tal como estaba planeado, para la excursión más larga del programa, el viaje de noventa kilómetros hasta Gulliver. Ya era hora, murmuró Dave Vogel, cuando final­mente la autorización EVA les llegó flotando desde el lejano Control de Misión. Durante los ocho meses del via­je desde la Tierra, mientras la cara color ladrillo de Mar­te crecía pacientemente en sus escotillas, habían discuti­do acerca del momento elegido para la gran excursión mar­ciana. El debate había empezado seis meses antes del lan­zamiento. Vogel, insistiendo en que la expedición era el proyecto científico más importante de la misión, había querido hacerla antes de que algún accidente les obliga­ra a anularla. No importaba que la agenda la situara en el día número veinte. La agenda era demasiado conser­vadora. Podemos ignorar el Control de Misión, dijo Vogel. Si no les gusta, que nos regañen cuando volvamos a casa. Pero Bud Richardson no estaba de acuerdo. Houston sa­be lo que hace, repetía. Siempre se ponía del lado de la autoridad. Primero tendremos que acostumbrarnos a tra­bajar en Marte, Dave, efectuando tareas de rutina y tra­bajando cerca del lugar de aterrizaje, mientras nos aclima­tamos. ¿Qué prisa tenemos? De todos modos, deberemos quedarnos un mes aquí, hasta que se abran las ventanas para la vuelta. ¿Por qué desobedecer la agenda? Los científicos saben lo que hacen y quieren que sigamos el or­den establecido, dijo Richardson. Vogel, testarudo, an­sioso, indignado, pensó que encontraría un aliado en Oxenshuer. Vota conmigo, John. ¡ No me digas que te preocupa Control de Misión! Dos contra uno, y Bud hu­biese tenido que rendirse. Pero, curiosamente, Oxenshuer apoyó a Richardson. Prefería no apartarse de la agenda. En cualquier caso, él no participaría de la larga excur­sión; había sacado la paja más corta y se quedaría siem­pre en la nave. Entonces, ¿cómo podía votar la modifi­cación de una agenda cuidadosamente preparada y en­viar a Richardson contra su voluntad a una aventura arriesgada y quizá mal preparada? No, dijo Oxenshuer. Lo siento, Dave; no me corresponde decidir esas cosas. De todos modos, Vogel apeló a Control de Misión y Control de Misión dijo: Esperad hasta el día veinte, muchachos. El día veinte, Richardson y Vogel se pusieron sus trajes y salieron. Era la novena EVA de la misión, pero la primera que llevaría a alguien a más de dos kilómetros de la nave.

Oxenshuer siguió en el monitor a sus compañeros des­de su seguro nicho en la cabina de control. La pequeña pantalla del video le mostró las huellas de su tortuga, empequeñeciéndose en la oscura llanura roja. Eligieron bien tu nombre, viejo Marte. La sangre de soldados caídos mancha tu suelo. Tus colinas son del color de las llamas que tiñen las ciudades conquistadas. Sacudiéndose, mien­tras atravesaba el Lacus Solis en dirección al Oeste, Vogel hacía largos comentarios. Hay montones de nada muerta por aquí, Johnny. Es tan malo como la Luna. Pero el color resulta más bonito. ¿Me oyes? Te oigo, dijo Oxenshuer. La tortuga era como un submarino montado en unas ruedas absurdas y gigantescas. Trotando, trotando, trotando, evi­tando cráteres y barrancos, crestas y declives. Detenién­dose de vez en cuando, para que Richardson pudiera guar­dar un par de muestras geológicas en su saco. Después, adelante, hacia el Oeste, hacia el Oeste. Se dirigían torpe­mente hacia el lugar donde, casi diez años antes, la nave no tripulada Ares IV Mars Lander había rascado algu­nos microorganismos marcianos de la superficie con la máquina de tomar muestras Gulliver.


* * *

«Gulliver» es una cámara de cultivo que se inocula a sí misma una muestra del suelo. La muestra se obtiene mediante dos tiras de cor­del de barrilete de siete metros y medio de longitud, enrolladas sobre pequeños proyectiles. Cuando los proyectiles son disparados, los cor­deles se desenrollan y caen en tierra. Entonces, un pequeño motor que hay dentro de la cáma­ra los recoge, junto con las partículas de tie­rra adheridas. La cámara contiene un medio de cultivo cuyos elementos nutritivos orgánicos están clasificados con carbón radiactivo. Cuando ese medio es inoculado, los microorganis­mos que lo acompañan metabolizan los com­puestos orgánicos y liberan dióxido de carbo­no radiactivo. Éste llega a la entrada de un contador Geiger, que mide la radiactividad. El desarrollo de los microbios hace que la tasa de producción de dióxido de carbono aumente de forma exponencial, lo que constituye una indi­cación de que el gas se está formando biológicamente. También está prevista la inyección, du­rante el proceso, de una solución que contiene un veneno metabólico que puede ser usado pa­ra confirmar el origen biológico del dióxido de carbono, y para analizar la naturaleza de las reacciones metabólicas.


* * *

Durante toda la tarde, la tortuga atravesó la llanura, y el cielo pasó del púrpura oscuro al negro total. Las es­trellas, que en Marte no titilan, y son visibles hasta de día, se volvieron más brillantes a medida que pasaban las horas. Apareció Fobos, a toda velocidad, y después llegó rondando el pequeño Deimos, y Oxenshuer, paseán­dose por la nave, midió esto y aquello, vigiló la pantalla y escuchó la charla de Dave Vogel. Control de Misión ha­cía comentarios de tanto en tanto. Y durante esas horas, la temperatura marciana comenzó su diario descenso por la escala celsius. A mil kilómetros de distancia, se produ­jo, de forma inesperada, una inversión de gradientes ter­males, que originó fuertes corrientes en la tenue atmós­fera marciana, arrancando motas de arena roja de las co­linas y empujando salvajes nubes escarlata hacia el Este, hacia Gulliver. A medida que la tormenta de arena se vol­vía más intensa, los satélites de observación en órbita al­rededor de Marte la registraron y enviaron fotografías a la Tierra. Después de la demora normal en la transmisión, la tormenta fue debidamente anotada en Control de Mi­sión como un peligro potencial para los hombres que iban en la tortuga, pero por alguna razón —las investigaciones de la NASA no lograron encontrar el culpable de tan inex­plicable fallo en las comunicaciones—, nadie envió la necesaria advertencia a los tres astronautas en Marte. Dos horas después de haber terminado su solitaria cena a bordo de la nave, Oxenshuer oyó decir a Vogel:

—Bueno, Johnny, finalmente hemos llegado a Gulliver, y en cuanto instalemos las luces saldremos a ver qué de­monios hay aquí.

Después, la tormenta descargó con toda su furia. Oxenshuer no supo nada más de sus dos compañeros.

Cuando acampó para pasar la noche, sacó en primer término de su mochila su baliza de servicio, uno de sus recuerdos de la NASA. A la luz verde e inextinguible del lustroso instrumento, extendió su saco de dormir en el sitio más plano y desprovisto de guijarros que encon­tró; luego, descubriendo que no tenía sueño, se puso a armar su alambique solar. Aunque ignoraba cuánto tiem­po iba a pasar en el desierto —una semana, un mes, un año, siempre—, había llevado consigo alimentos concentrados para un mes, pero sólo una cantimplora de agua, con la que calmaría su sed durante la primera noche. No contaba con encontrar allí pozos ni arroyos, como no ha­bía contado con eso en Marte. A diferencia de las ratas canguro, capaces de vivir indefinidamente comiendo gra­no seco y produciendo agua metabólicamente, oxidando hidratos de carbono, Oxenshuer no podía prescindir por completo del agua. Pero el alambique solar lo sacaría de apuros.

Comenzó a cavar.

Metódicamente, formó un agujero cónico de un me­tro de diámetro y medio metro de profundidad, y colocó una jarra de cuello ancho en el punto más profundo. Jun­tó trozos de cactos y rompió palas de chumbera, igno­rando las chollas llenas de espinas, y los colocó en los costados del pozo. Luego, lo cubrió con una hoja de plásti­co transparente sujeta con piedras, de modo que el plástico estuviera en contacto con la tierra sólo en los bordes del pozo y colgara a pocos centímetros de los trozos de cactos y de la jarra. El trabajo le llevó veinte minutos. La energía solar haría el resto: cuando la luz del sol pa­sara a través del plástico y calentara la tierra y las plan­tas, se evaporaría agua, se condensaría en gotitas en la parte inferior del plástico y gotearía dentro del jarro. Con cactos tan jugosos como aquellos podía contar con un litro diario de agua dulce en cada pozo que excavara. El alambique era un equipo de emergencia, concebido para ser usado en Marte. Allá no había servido para nada, pero Oxenshuer no temía quedar en seco en aquel desierto, mu­cho más hospitalario.

Ya estaba bien. Se quitó los pantalones y se metió en el saco de dormir. Por lo menos, estaba donde quería estar: encerrado, protegido, pero al mismo tiempo solo, no rodeado, lejos de su pasado, en un mundo seco.

No podía dormir; su cerebro funcionaba activamente. Las imágenes de los últimos años flotaban con insisten­cia y debían ser purgadas, una por una. Para empezar, la cara de su esposa. (¿Esposa? No tengo esposa. Ahora no.) Le costaba recordar los rasgos de Lenore, la forma de su nariz y la curva de sus labios, pero todavía cargaba con la sensación de que existía. ¿Cuánto tiempo habían estado casados? Once años, ¿no? ¿Doce? ¿Cuál era la fecha del aniversario? ¿El 30 de marzo, el 31? Estaba seguro de que la había amado. ¿Qué sucedió? ¿Por qué rechazó el contacto con ella?

—No, por favor, no hagas eso. Todavía no puedo.

—Hace tres meses que has vuelto a casa, John.

Sus ojos verdes, tristes. Su sonrisa tierna. Ahora era una desconocida. La cara de su ex-esposa se transformó en bruma y la bruma se congeló, formando la cara de Claire Vogel. Una imagen más definida: ojos oscuros y brillantes, boca estrecha, mejillas delgadas, enmarcadas por mechones sueltos de cabello oscuro. La viuda de Vo­gel, llevando su pena con dignidad y tratando de consolarlo.

—Lo siento, Claire. Desaparecieron. Eso fue todo. No pude hacer nada.

—John, John, no fue culpa tuya. No te pongas así.

—Ni siquiera pude encontrar sus cuerpos. Quise bus­carlos, pero no había más que arena por todas partes; are­na, polvo, cráteres, confusión. Ni señales ni marcas; era imposible, Claire, era imposible.

—No importa, John. ¿Qué importan los cuerpos? Hicis­te lo que pudiste; lo sé.

Sus palabras lo reconfortaron, pero no lo absolvieron de su culpa. Su beso —ligero, casto— lo inquietó. La pre­sión de sus grandes pechos contra el suyo le hizo temblar. Recordó a Dave Vogel, a mitad de camino de Marte, ha­blando con amor de los pechos de Claire. Sus jarras, los llamaba. ¡Chico, si pudiera poner las manos sobre las ja­rras de mi mujer en este momento! Y Bud Richardson, más enfadado que divertido, le dijo que ya bastaba, que no conjurara fantasías que no podrían ser satisfechas has­ta que pasara un año.

Claire se desvaneció de su mente, empujada por el bri­llo de los flashes. Las cámaras flotantes, suspendidas en el aire, lo estudiaban desde todos los ángulos. Las caras tensas y serias de los periodistas trataban de desenterrar rasgos de humanidad. ¡Miren al solitario superviviente de la expedición a Marte! ¡Miren sus ojos torturados! ¡Miren sus mejillas chupadas! Allí está el Presidente en persona, muchachos, ¡deseando la bienvenida a John Oxenshuer! ¡Qué pensamientos deben atravesar la mente de este hom­bre, el único ser humano que anduvo por las arenas de un mundo extraño y volvió a nuestro planeta cotidiano! ¡Cuánto debe sentir la tragedia de los dos astronautas que dejó allí! Allá va, allá va John Oxenshuer, entrando en la cámara de información...

Sí, los interrogatorios. El coronel Schmidt, el doctor Harkness, el comandante Thompson, el doctor Burdette, el doctor Horowitz, ordenando datos. Sus voces cuida­dosamente suaves, sus modales informales, sus ojos, todos iguales, traicionando sus obsesiones.

—Otra vez, por favor, capitán Oxenshuer. Dejó de re­cibir la señal, ¿no? Y después la otra línea quedó muer­ta y dejó de recibir telemetría. ¿Y entonces?

—Entonces hice una medición direccional. Efectué una exploración térmica y tripliqué los infrarrojos. Fijé una cuerda salvavidas a la toma de muestras y salí a buscar­los. Pero el alcance de la toma era de sólo diez kilóme­tros y la tormenta de polvo, demasiado fuerte. La tor­menta de polvo. Era horrible. Me alejé quinientos me­tros y ustedes me ordenaron que volviera a la nave. Yo no quería volver, pero me lo ordenaron.

—No queríamos perderlo a usted también, John.

—Pero quizá no era demasiado tarde en aquel mo­mento. Quizá.

—No había forma de que llegara hasta ellos en un vehículo de corto alcance.

—Hubiera encontrado la forma de recargarlo. Si me hubieran dejado. Si la arena no se hubiese arremolinado a mi alrededor de esa forma. Sí. Sí.

—Creo que ya hemos cubierto este punto.

—Sí. ¿Podemos pasar a los datos topográficos, capitán Oxenshuer?

—Por favor. Por favor. En otro momento.

Pasaron tres días antes de que advirtieran su estado. Seguían pensando que era el antiguo John Oxenshuer, el que se divertía, durante el entrenamiento, invirtiendo los datos de su simulador de aterrizajes sólo por bromear; el que había conectado el micrófono del secretario de De­fensa antes de una conferencia de prensa en Houston; el que había cantado villancicos indecentes en una piadosa fiesta navideña para las familias de los astronautas de 1986. Ahora, viéndolo oscuro y metido en sí mismo, ter­minaron por llegar a la conclusión de que había sido transformado por Marte, y finalmente lo enviaron al equipo psiquiátrico principal, constituido por Mendelson y McChesney.

—¿Cuánto tiempo hace que se siente así, capitán?

—No lo sé. Desde que murieron. Desde que salí hacia la Tierra. Desde que penetré en la atmósfera terrestre. No lo sé. Quizás haya empezado antes. Quizá siempre es­tuve así.

—¿Cuáles son los síntomas habituales de la perturba­ción?

—No quiero ver a nadie. No quiero hablar con nadie. No quiero estar con nadie. Especialmente conmigo. Estoy harto de mi propia compañía.

—¿Cuáles son sus planes, ahora?

—Vivir tranquilamente y volver a la normalidad.

—¿Diría que lo que más le inquietó fue la duración del viaje, o la cantidad de tiempo que tuvo que pasar solo a la vuelta, o su pena por la muerte de...?

—Oiga, ¿cómo quiere que lo sepa?

—¿Quién podría saberlo mejor?

—Eh, yo no creo en ninguno de ustedes, ¿saben? Son quimeras. Váyanse. Desvanézcanse.

—Nos han dicho que ha solicitado la baja y la máxima pensión por invalidez, capitán.

—¿Quién les ha dicho eso? Es una sucia mentira. Es­taré bien dentro de poco. Volveré al servicio activo antes de Navidad, ¿se enteran?

—Claro, capitán.

—Váyanse. Desaparezcan. ¿Quién los necesita?

—John, John, no fue culpa tuya. No te pongas así.

—Ni siquiera pude encontrar sus cuerpos. Quise bus­carlos, pero no había más que arena por todas partes; are­na, polvo, cráteres, confusión. No había señales ni marcas; era imposible, Claire, era imposible.

Las imágenes se rompían, se desvanecían, se marchaban. Vio puntos luminosos sueltos girando sobre su cabe­za, el caleidoscopio de los cielos, todo el despliegue sicodélico de la astronomía, ondulando y girando, y luego el cie­lo se calmó y no quedó más que la cara de Claire y el di­minuto disco rojo de Marte. Los acontecimientos de dieci­nueve meses se contrajeron, concentrándose en un punto luminoso de tiempo, se volvieron nada, desaparecieron. El silencio y la oscuridad lo envolvieron. Yaciendo tenso y rí­gido en el desierto, miró con desafiante fijeza a Marte, ce­rró los ojos, borró el disco rojo de la pantalla de su men­te y lenta, gradualmente, a pesar suyo, se rindió al sueño.

Unas voces lo despertaron. Voces masculinas, bajas y profundas, que hablaban de él en un zumbido indistinto. Vaciló un momento en la frontera del sueño y la reali­dad, inseguro de sus percepciones, dudando de su capaci­dad de respuesta; luego, sus reflejos militares se hicie­ron cargo de él y despertó instantáneamente, abriendo los ojos, sentándose con un rápido movimiento, ponién­dose de pie en el siguiente y colocándose en posición de­fensiva.

Juzgó la situación. Faltaba una media hora para el amanecer. Las cimas de las montañas, hacia el Oeste, es­taban manchadas de rosa. Había tres hombres de pie, de­trás mismo del lugar donde había montado la baliza. El más bajo le igualaba en estatura, y todos estaban tos­tados por el desierto, eran fuertes y presentaban aspec­to decidido. Llevaban los cabellos y las barbas largos e iban vestidos de forma rara, como pastores, con túnicas sueltas de muselina o algodón verde. Aunque sus ex­presiones eran francas y amistosas y no parecían llevar armas, Oxenshuer se sintió turbado al comprender que era vulnerable en aquel desierto, y su presencia le pa­reció amenazante. Su intrusión en su aislamiento le irritaba. Los miró con desconfianza, balanceándose sobre la punta de los pies.

Uno, más alto que los otros, un hombre enorme de ojos azules y mejillas rellenas, dijo:

—Tranquilo. Vamos, tranquilo. Parece que quieres pelear.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

—Vinimos a ver si estaba bien. ¿Se perdió? — Oxenshuer señaló su ordenado campamento, su mochila, su saco de dormir.

—¿Tengo aspecto de haberme perdido?

—Está muy lejos de cualquier parte —dijo el que es­taba más cerca de Oxenshuer, un rubio despeinado que llevaba un parche en un ojo.

—¿Sí? Creía estar a poca distancia de la carretera. — Los tres hombres se echaron a reír.

—No tiene ni idea de dónde está, ¿verdad? —preguntó el tuerto.

Y el tercero, de barba oscura y nariz aguileña, le in­vitó:

—Mire hacia allá.

Señalaba detrás de Oxenshuer, hacia el Norte. Lenta­mente, sospechando un truco, Oxenshuer se volvió. La noche anterior, en la oscuridad iluminada por la luna, el terreno parecía llano y vacío en aquella dirección, pero ahora veía dos mesetas a pocos cientos de metros de dis­tancia, y entre ambas, una empalizada de madera. Detrás de ésta eran visibles los techos bajos de unos edificios, teñidos de rosa y naranja por el amanecer. ¿Un pobla­do allí? En el mapa no había nada, y por su aspecto era un pueblo de dos mil o tres mil habitantes. Se pre­guntó si habría sido transportado durante la noche, por arte de magia, a otra parte más alejada del desierto. Pe­ro no: allí estaba el alambique solar, allí estaban el ma­torral y los cactos. Frunciendo el ceño, Oxenshuer inquirió:

—¿Qué es ese sitio?

—La Ciudad de la Palabra de Dios —informó con cal­ma el de la nariz ganchuda.

—Tiene suerte —dijo el tuerto—. Ha llegado hasta no­sotros casi a tiempo para la fiesta de san Dionisos. Cuan­do todos los hombres se vuelven uno. Cuando todas las enfermedades se curan.

Oxenshuer comprendió. Fanáticos religiosos. Un re­tiro secreto en el desierto, En el Estado proliferaban los cultas apocalípticos en gran número, ahora que el fin del siglo estaba a sólo diez años de distancia y las fiestas del milenario se acercaban. Frunció el ceño. Sentía el desagrado innato de la gente del Este por la irracionalidad californiana.

Echando mano a sus reservas de lejano catolicismo, ob­servó con ligereza:

—¿No querrá decir san Dionisio? ¿Con i? Dionisos era el dios griego del vino.

—Dionisos —confirmó el de los grandes ojos azules—. Dionisio es otro, un francés; hemos oído hablar de él. Queremos decir Dionisos.

Extendió la mano.

—Me llamo Matt, señor Oxenshuer. Si se queda para la fiesta, yo seré su hermano. ¿Qué le parece? — El sonido de su nombre lo sobresaltó.

—¿Han oído hablar de mí?

—¿Hablar de usted? Bueno, en realidad no. Miramos en su cartera.

—Venga con nosotros —propuso el tuerto—. No quie­ro perderme el desayuno.

—Gracias, pero creo que no aceptaré la invitación. Vine aquí para alejarme de la gente por un tiempo.

—Nosotros también —dijo Matt.

—Ha sido llamado —aclaró el tuerto con voz ronca—. ¿No lo entiende, hombre? Ha sido llamado a nuestra ciu­dad. No vino aquí por accidente.

—¿No?

—No hay accidentes —manifestó Nariz Ganchuda—. Nunca. En el regazo de Jesús, ni uno. Lo que está es­crito, está escrito. Usted fue llamado, señor Oxenshuer. ¿Puede afirmar lo contrario?

Apoyó ligeramente la mano en el brazo de Oxenshuer.

—Venga a nuestra ciudad. Venga a la Fiesta. Oiga, ¿por qué quiere sentir miedo?

—No tengo miedo. Sólo busco la soledad.

—Bueno. Lo dejaremos solo, si eso es lo que quie­re. ¿Verdad, Matt? ¿Verdad, Will? Pero no puede decir que no a nuestra ciudad. A nuestro santo. A Jesús. Venga, vamos. Will, lleva su mochila. Que llegue a la ciudad sin ninguna carga.

Los rasgos acusados y severos de Nariz Ganchuda es­taban suavizados por el brillo de su fervor. Sus ojos os­curos resplandecían. Una extraña y persuasiva calidez pasó de él a Oxenshuer.

—No dirá que no. No lo hará. Venga a cantar con nosotros. Venga a la Fiesta. ¿Y bien?

—¿Y bien? —preguntó Matt.

—Para dejar su carga —dijo el tuerto Will—. Para unirse a los cánticos. ¿Y bien?

—Iré con ustedes —dijo finalmente Oxenshuer—. Pero mi mochila la llevaré yo.

Se hicieron a un lado y aguardaron en silencio mien­tras reunía sus cosas. En diez minutos, todo estuvo en orden. El sol iluminaba de lleno la ciudad, ahora, y los tejados brillaban con un resplandor encendido por aquel flujo luminoso.

—Muy bien —dijo Oxenshuer, levantándose y cargan­do la mochila a la espalda—. Vamos.

Pero se quedó donde estaba, mirando fijamente ade­lante. Sentía la luminosidad dorada de la ciudad como una fuerza fieramente tangible en sus mejillas, como el calor que brota de un crisol de metal derretido. Enca­bezados por Matt, los tres hombres echaron a andar, en fila india, moviéndose con rapidez. Will, el tuerto, que iba atrás, se detuvo para mirar interrogativamente a Oxenshuer, que seguía inmóvil, en trance ante la visión de aquel brillo sobrenatural.

—Ya voy —murmuró Oxenshuer.

Siguiendo el ritmo que marcaban los demás, fue tras ellos ágilmente sobre el terreno árido y quemado, hacia la Ciudad de la Palabra de Dios.

En el desierto costero del Perú hay lugares donde nunca se ha registrado lluvia. En la península de Paracas, a menos de veinte kilómetros al sur del puerto de Pisco, la arena roja carece de vegetación: ni una hoja, ni una cosa viva, ningún arroyo pasa por allí. El núcleo hu­mano más próximo está a varios kilómetros de distan­cia, donde hay pozos que aprovechan las aguas subte­rráneas y crecen algunos juncos. No hay ninguna zona más árida en el hemisferio occidental; es el epítome de la soledad y la desolación. El paisaje psicológico de Pa­racas es muy parecido al de Marte. John Oxenshuer, Dave Vogel y Bud Richardson pasaron tres semanas acampa­dos allí, en el invierno de 1987, probando sus equipos de emergencia y familiarizándose con la textura emocional del ambiente marciano. Bajo las arenas de la penínsu­la se hallan los cuerpos resecos de un pueblo antiguo, desconocido para la historia, junto con algunos de los más maravillosos tejidos que haya visto el mundo. Los nativos, buscando objetos vendibles han saqueado las necrópolis de Paracas, y ahora los huesos de sus ocupantes yacen esparcidos en la superficie. El viento cubre y descubre alternativamente fragmentos de las telas más toscas, abandonadas por los excavadores, todavía fuer­tes y flexibles, después de casi dos milenios.

Los cuervos vuelan muy alto sobre el Mojave. Cogerían los huesos de cualquiera que muriese allí. No hay cuervos en Marte. Los muertos se transforman en mo­mias, no en esqueletos, porque nada se pudre en Marte. Lo que muere en Marte queda enterrado en la arena, in­vulnerable al tiempo, imperecedero, eterno. Quizás al­gún arqueólogo, empeñado en una búsqueda, fútil pero inevitable, de los restos de las razas perdidas del anti­guo Marte, encuentre los cuerpos resecos de Dave Vogel y Bud Richardson, bajo una duna de arena roja, dentro de diez mil años.

Vista de cerca, la ciudad parecía menos mágica. Su planta era redondeada y sus calles curvas formaban ani­llos concéntricos detrás de la pequeña empalizada, cuyo propósito era, evidentemente, simbólico: marcaba su con­torno entre las mesetas. Los edificios eran casas bajas y estucadas de cinco o seis habitaciones, sin pretensio­nes ni distinción, todas similares sino idénticas en su estilo: estructuras en tonos pastel, como se encuentran por todas partes en el sur de California. Parecían tener unos veinte o treinta años y su aspecto era poco elegante; estaban muy juntas y llegaban hasta la calle. No tenían jardines ni garajes. Amplias avenidas que se dirigían al centro del círculo cortaban los anillos de edificios cada pocos cientos de metros. Aquél parecía un distrito resi­dencial, pero no se veía gente en las ventanas ni en las calles. Tampoco había coches aparcados; era como un plato cinematográfico, limpio, vacío y artificial. Los pa­sos de Oxenshuer resonaban con fuerza. El silencio y el surreal vacío lo inquietaban. Sólo algún que otro triciclo abandonado descuidadamente ante una casa daba prue­bas de una presencia humana reciente.

A medida que se acercaban al núcleo de la ciudad, Oxenshuer vio que las avenidas se estrechaban y luego dejaban lugar a un laberíntico enredo de calles más pe­queñas, tan intrincadas como las de cualquier antigua ciudad europea. Su enloquecedor trazado parecía deli­berado y cuidadosamente diseñado, quizá con el propósi­to de proteger la zona central, separándola de la antisép­tica y prosaica zona de casas de los anillos exteriores. Los edificios que bordeaban las calles del laberinto eran de carácter institucional: tenían tres o cuatro pisos y eran de ladrillo, con escasas ventanas y entradas estrechas y poco acogedoras. Parecían hoteles del siglo XIX; quizá fueran almacenes, lugares de reunión u oficinas munici­pales. Todos estaban desiertos. No había establecimien­tos comerciales a la vista, ni tiendas, ni restaurantes, ni bancos, ni compañías de seguros, ni teatros, ni puestos de periódicos. Quizás esas cosas estaban prohibidas en una teocracia. Oxenshuer sospechaba que eso era aquel lugar. Evidentemente, la ciudad no había evolucionado al azar de la libre empresa, sino que fue planeada, hasta el último callejón, para el uso exclusivo de un orden comunal cuyos miembros habían superado las necesida­des burguesas de una ciudad corriente.

Matt los guió con paso seguro por el laberinto, eligiendo sin equivocarse las conexiones que los llevaban cada vez más cerca del centro. Giraba y doblaba abrupta­mente en cada cruce, sin volver nunca sobre sus pasos. Finalmente, se encaminaron por un pasaje apenas más ancho que la mochila de Oxenshuer y se encontró en una plaza inesperadamente amplia y grandiosa. Era un vasto espacio abierto, donde había lugar para varios miles de personas, pavimentado con guijarros que brillaban a la cegadora luz del desierto. A la derecha había un edifi­cio colosal de dos plantas, que abarcaba un lado entero de la plaza: trescientos metros, por lo menos. Era tan triste como un cuartel; una construcción deprimente y utilitaria de contra chapado y aluminio, pintada de color verde oscuro, pero en toda la pared que daba a la plaza había ventanas altas con vidrios de colores, tan incon­gruentes como gardenias rosadas floreciendo en un roble seco. Una imponente cruz de metal que se levantaba so­bre el centro del techo a dos aguas lo sacó de dudas: era la iglesia de la ciudad. Enfrente, al otro lado de la plaza, había otro edificio igualmente enorme y construi­do según los mismos planos, pero evidentemente secu­lar, ya que sus ventanas eran normales y no tenía cruz. En el lado más alejado de la plaza, frente al punto por donde habían entrado, se elevaba una estructura más pequeña, de piedra oscura, de un estilo gótico imposible, llena de bóvedas, torrecillas y arcos. Señalando por tur­no los edificios, Matt dijo:

—Allí está la casa del dios. Éste es el comedor. Aquel pequeño edificio de enfrente es la casa del Orador. Lo conocerás cuando desayunemos. Vayamos a comer.

...El capitán Oxenshuer y el comandante Vogel, que pasarán juntos el próximo año y me­dio, en el ambiente de lata de sardinas de su nave espacial, durante su viaje de ida y vuel­ta a Marte, no son precisamente extraños. Naci­dos el mismo día —el 4 de noviembre de 1949— en Reading, Pennsylvania, crecieron juntos, fue­ron a la misma escuela y compartieron un dor­mitorio en Princeton. Salían con las mismas chi­cas, y fue el capitán Oxenshuer quien presentó al mandante Vogel a su futura esposa, Claire Barnes, en 1973. «En realidad, él me la birló», sue­le decir el alto y delgado astronauta a los periodistas, sonriendo para demostrar que no guarda rencor a su amigo. En cierto sentido, el comandante Vogel le devolvió el favor, ya que el capitán Oxenshuer se casó el 30 de marzo de 1978 con Lenore Reiser, prima hermana de su amigo, a quien conoció en la boda de éste. Después de obtener importantes títulos científicos —el capitán Oxenshuer se licenció en meteorología y mecánica celeste, el coman­dante Vogel en geología y navegación espacial—, ingresaron juntos en el programa espacial, en la primavera de 1979; poco tiempo después fue­ron elegidos como miembros del grupo primiti­vo de treinta y seis hombres que se entrenaban para el primer vuelo tripulado al planeta rojo. Según sus compañeros astronautas, se distin­guieron rápidamente por sus veloces e imagina­tivas respuestas a situaciones de tensión, por su brillante trabajo de equipo y también por sus compartidas preferencias por las travesuras y las bromas, que más de una vez les causaron problemas con jefes más convencionales de la NASA. Pese a alguna que otra reprimenda, eran considerados como la elección obvia para el pri­mer viaje a Marte; su designación fue anuncia­da el 18 de mayo de 1985. El coronel Walter (Bud) Richardson, que fue nombrado coman­dante de la misión a Marte el mismo día, no comparte los antiguos vínculos que unen al ca­pitán Oxenshuer y al comandante Vogel, pero ha estado estrechamente vinculado con ellos en el programa de astronavegación de los últi­mos diez años, y hace mucho que es su más íntimo amigo. El coronel Richardson, el ter­cero de los tres mosqueteros interplanetarios de este país, nació en Omaha, Nebraska, el 5 de junio de 1948. Desde la infancia deseó ser as­tronauta y...

Cruzaron la plaza, dirigiéndose al comedor. Después de cruzar la puerta se encontraron en un vestíbulo de paredes oscuras y techo bajo. Unas puertas de vaivén lo comunica­ban con los salones. Por los cristales de las puertas, Oxenshuer pudo ver un amplio espacio, poco iluminado, a derecha e izquierda, en el que mucha gente de as­pecto solemne, vestida con las mismas túnicas que lle­vaban sus tres compañeros, se sentaba ante largas mesas de madera desnuda, pasándose fuentes de comida. Nick dijo a Oxenshuer que se quitara la mochila y la dejara en el vestíbulo; nadie la tocaría, aseguró. Cuando iban a entrar, un chico de diez años se coló como un rayo por la puerta de la izquierda, chocando casi con Oxenshuer. El chico se detuvo a tiempo, retrocedió dos pasos, obser­vó con desvergonzada curiosidad la cara de Oxenshuer y, sonriendo, señaló la barbilla afeitada de Oxens­huer, acariciando la suya propia, como indicando que era raro ver a un hombre sin barba. Matt lo cogió por los hombros y lo estrechó contra su pecho; Oxenshuer pensó que iba a propinarle un azote como castigo por su falta de respeto, pero no; Matt lo abrazó con ternura, lo balanceó en el aire y volvió a dejarlo cariñosamente en el suelo. El chico estrechó con rapidez los poderosos antebrazos de Matt y salió corriendo por la puerta de la derecha.

—¿Su hijo? —preguntó Oxenshuer.

—Mi sobrino. Tengo doscientos sobrinos. Todos los hombres de esta ciudad son hermanos míos, ¿no? Así que todos los niños son mis sobrinos.

—¿Podría concederme unos minutos para hacerle una o dos preguntas, capitán?

—Si son realmente unos minutos. Tengo que estar en Control de Misión a las 08:30, y...

—Entonces me limitaré a un tema de gran impor­tancia para nuestros lectores. ¿Cuáles son sus sentimien­tos ante la divinidad, capitán? Usted, como astronauta que pronto saldrá rumbo a Marte, ¿cree en la existencia de Dios?

—Según mi resumen biográfico, se sabe que voy a misa de vez en cuando.

—Sí, claro; sabemos que usted es católico practican­te. Pero... Bueno, capitán, hay mucha gente que cree que para algunos astronautas la práctica religiosa es más un problema de relaciones públicas que de necesida­des espirituales auténticas. No quiero ofenderlo, capitán, pero estamos tratando de averiguar la verdadera naturaleza de su relación, si es que la tiene, con la presencia di­vina, más bien que...

—De acuerdo. Me ha hecho una pregunta complicada y no veo ninguna respuesta sencilla. Si me está pregun­tando si creo literalmente en el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo, si pienso que Jesús bajó para salvarnos y fue crucificado por nosotros y al tercer día resucitó y subió al cielo, tengo que decir que no. Salvo en un sentido vago y metafórico. Pero sí creo en... ¡Ah...! Supongamos que creo en la existencia de una fuerza que organiza el universo, un poder de sublime sabiduría que mantiene la unidad, un principio de justicia subyacente al que lla­mamos Dios a falta de un nombre mejor. Y al que trato de acercarme, cuando siento la necesidad de hacerlo, por medio de la Iglesia católica, porque así lo aprendí en mi infancia.

—Ésa es una filosofía muy abstracta, capitán.

—Sí; abstracta.

—Su punto de vista es muy racionalista. ¿Usted di­ría que su frío racionalismo es característico de todo el grupo de astronautas?

—No puedo hablar por todo el grupo. No salimos del mismo molde. Tenemos algunos chicos cien por cien americanos, que van todos los domingos a la iglesia y piensan que el mismo Dios escucha personalmente cada una de sus palabras; tenemos un par de ateos, aunque no le diré quiénes son, y no nos faltan otros muchachos a quienes tanto les da. Puedo decirle que también tene­mos unos pocos místicos, algunos auténticos gurús. No se deje engañar por los uniformes y el pelo corto. Vaya, hay momentos en que yo mismo he sentido la atracción del misticismo.

—¿De qué modo?

—No estoy seguro. Es como una sensación de estar al borde de alguna clase de oportunidad cósmica. La conciencia de que puedan existir fuerzas reales fuera quede mi alcance; no abstracciones, sino entidades rea­les que funcionan con dinamismo, con las que podría sintonizar si pudiera encontrar la clave. Se sienten cosas así cuando se sale al espacio, por mucho que pienses que eres racionalista. Lo he sentido cuatro o cinco ve­ces, en vuelos de entrenamiento, en misiones orbitales. Quiero sentirlo de nuevo. Quiero pasar. Quiero llegar a Dios, ¿me entiende? Quiero llegar a Dios.

—Pero acaba de decirme, literalmente, que no cree en Él, capitán. Eso suena contradictorio.

—¿Realmente?

—Sí, señor.

—Bueno, si es así, no pediré excusas. No tengo que pensar siempre de forma coherente; tengo derecho a al­gunas contradicciones. Soy capaz de creer en cosas diametralmente opuestas. Oiga, si quiero coquetear un po­co con la locura, a usted ¿qué le importa?

—¿Con la locura, capitán?

—Locura. Sí. Es exactamente eso, amigo. Hay momen­tos en que Johnny Oxenshuer se cansa de ser tan jodidamente sensato. Puede ponerlo así mismo. ¿Entendió bien? Hay momentos en que Johnny Oxenshuer se cansa de ser tan jodidamente sensato. Pero no lo publique has­ta que haya despegado hacia Marte, ¿eh? No quiero que me separen de esta misión por esquizofrenia incipiente. Quiero ir. Quizás esta vez encuentre a Dios allá arriba, ¿sabe? Quizá no. Pero quiero ir.

—Creo que comprendo lo que quiere decir, señor. Dios lo bendiga, capitán Oxenshuer. Que tenga un buen viaje.

—Seguro. Gracias. ¿Le he servido para algo?

Casi nadie lo miró —sólo algunos niños— mientras Matt lo conducía por el largo pasillo hacia la mesa que había en la plataforma, en el fondo del salón. La gente parecía extremadamente reservada, como si estuviera en posesión de algún maravilloso secreto del que Oxens­huer se hallara excluido para siempre, y como si pasarse las fuentes de comida le pareciera mucho más interesante que el forastero. Un olor a huevos revueltos dominaba el gran salón. Ese olor grasiento y pesado parecía crecer y expandirse hasta expulsar todo el aire. Oxenshuer des­cubrió que le faltaba la respiración y se apoderaron de él las náuseas. Sintió pánico. Nunca había imaginado que el olor de unos huevos revueltos pudiera inspirarle te­rror.

—Por aquí —dijo Matt—. Cálmate, hombre. ¿Te sien­tes bien?

Por último, llegaron a la mesa elevada. En ella se sentaban sólo hombres de aspecto digno y sereno, proba­blemente los ancianos de la comunidad. La cabecera de la mesa la ocupaba uno que tenía el aspecto inconfundi­ble de un sumo sacerdote. Tenía bastante más de setenta años —u ochenta o noventa—, y su rostro curtido, de rasgos acusados, estaba lleno de surcos y arrugas. Sus ojos eran inteligentes e intensos y transmitían, al mismo tiempo, una fiera perseverancia y una cálida y generosa humanidad. De cuerpo pequeño, ágil, con un peso de cua­renta y cinco kilos como máximo, se sentaba muy ergui­do. Era un hombrecillo que imponía mucho. Un adorno metálico en el cuello de su túnica era, quizás, el distinti­vo de su rango. Inclinándose sobre el anciano, Matt dijo en tono exageradamente claro y fuerte:

—Éste es John. Me gustaría ser su hermano cuando llegue la Fiesta, si puedo. John, éste es nuestro Orador.

Oxenshuer había conocido a papas y presidentes y se­cretarios generales y, protegido por su propia celebri­dad, nunca se sintió torpe y cohibido. Pero allí no era una celebridad; no era nadie: un forastero, un desconocido, y se sintió perdido ante el Orador. Mudo, aguardó auxi­lio. El anciano dijo con una voz tan melodiosa y sonora como el sonido de un violonchelo:

—¿Te unirás a nuestra comida, John? Bienvenido a nuestra ciudad.

Dos de los ancianos le hicieron un sitio en el banco. Oxenshuer se sentó a la izquierda del Orador; Matt, a su lado. Dos chicas de unos catorce años trajeron un cubierto: un plato de plástico, un cuchillo, un tenedor, una cuchara, un vaso. Matt le sirvió huevos revueltos, tosta­das y salchichas. A su alrededor continuaba el clamor de la comida. El plato del Orador estaba vacío. Oxenshuer luchó contra las náuseas y se obligó a atacar los huevos.

—Tomamos todas las comidas juntos —dijo el Ora­dor—. Ésta es una comunidad muy unida, a diferencia de todas las comunidades que conozco en la Tierra.

Una de las chicas que servían dijo amablemente:

—Con permiso, hermano —y estirándose sobre el hom­bro de Oxenshuer llenó su vaso de vino tinto.

¿Vino con el desayuno? Aquí se adora a Dionisos, re­cordó Oxenshuer.

El Orador dijo:

—Te alojaremos. Te alimentaremos. Te amaremos. Te conduciremos a Dios. Por eso llegaste aquí, ¿verdad? Pa­ra estar más cerca de Él, ¿no? Para entrar en el océano de Cristo.

—¿Qué quieres ser de mayor, Johnny?

—Astronauta, señora. Quiero ser el primer hombre que vuele a Marte.

No. Nunca había dicho semejante cosa.

Aquella mañana, más tarde, se instaló en casa de Matt, en el perímetro de la ciudad, con vistas a una de las me­setas. La casa era apenas una cajita verde, de tablas por fuera y delgados tabiques de contra chapado por dentro: un saloncito, tres dormitorios, un baño. Ni cocina ni co­medor. («Tomamos todas las comidas juntos.») Las pa­redes estaban desnudas: ni iconos, ni crucifijos, ni objetos personales en ninguna parte: había una escopeta, una docena de libros y revistas viejos, algunas túnicas y un par de botas en un armario; nada más. La esposa de Matt era una mujercita de treinta años largos, ojos dul­ces, sumisa y empequeñecida por su robusto marido. Se llamaba Jean. Había tres niños: un chico de doce y dos chicas de nueve y siete. El varón había tenido una habitación propia; sin quejarse, se mudó con sus hermanas, que compartieron una cama, cediéndole la otra, y Oxenshuer ocupó el cuarto del niño. Matt les dijo el nombre de su huésped, pero no parecieron reconocerlo. Era obvio que nunca lo habían escuchado. ¿Se habrían enterado de que, últimamente, una nave espacial terrestre había via­jado a Marte? Probablemente, no. Eso le pareció inte­resante. Durante años, Oxenshuer había tenido que so­portar niños paralizados de asombro al encontrarse en presencia de un astronauta genuino. Aquí podía despren­derse del peso de la fama.

Se dio cuenta de que no sabía el apellido de su anfi­trión. Le pareció que ya era tarde para preguntárselo di­rectamente a Matt. Cuando una de las niñitas entró en su cuarto, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Toby —respondió, enseñando una boca donde falta­ban dientes.

—¿Toby qué?

—Toby. Sólo Toby.

¿No habría apellidos en la comunidad? Muy bien. ¿Pa­ra qué preocuparse por apellidos en un sitio donde to­dos conocen a todos? Viajad ligeros, hermanos, viajad ligeros; liberaos del exceso de equipaje.

Matt entró y dijo:

—Esta noche, en el consejo, solicitaré oficialmente ser tu hermano. Es sólo una formalidad. Nunca han re­chazado una solicitud.

—¿Qué significa, en realidad?

—Es difícil de explicar; todavía no conoces bien nues­tras costumbres. Quiere decir... Bueno, que yo seré tu portavoz, tu guía en nuestros rituales.

—¿Una especie de patrocinador?

—Bueno, no. Will y Nick serán tus patrocinadores. Ése es otro nivel de hermandad, inferior, no tan cercano. Yo seré una especie de padrino tuyo, supongo; no puedo explicártelo mejor. A menos que no quieras. No te he consultado. ¿Quieres que sea tu hermano, John?

Era una pregunta imposible. Oxenshuer no podía va­lorar nada de aquello. Sintiéndose deshonesto, dijo:

—Será un gran honor, Matt.

Matt preguntó:

—¿Tienes verdaderos hermanos? ¿Hermanos de san­gre?

—No. Una hermana en Ohio —Oxenshuer pensó un momento—. Hubo un hombre que era como un hermano para mí. Nos conocíamos desde pequeños. Estábamos muy unidos; sí, era un hermano.

—¿Qué le pasó?

—Murió. En un accidente. Muy lejos de aquí.

—Lo siento muchísimo —dijo Matt—. Yo tengo cin­co hermanos. Tres fuera de aquí; hace años que no sé nada de ellos. Y dos en la ciudad; ya los conocerás. Te aceptarán como pariente. Todos lo harán. ¿Qué te pare­ció el Orador?

—Un anciano maravilloso. Me gustaría volver a hablar con él.

—Hablarás mucho con él. Es mi padre, ¿sabes? —Oxenshuer trató de imaginar a aquel hombretón surgiendo de la semilla del menudo Orador, y no lo consi­guió. Supuso que Matt estaba hablando de nuevo me­tafóricamente.

—¿Quieres decir como ese chico que es sobrino tuyo?

—Es mi verdadero padre —dijo Matt—. Soy carne de su carne.

Fue hasta la ventana. Estaba abierta unos diez cen­tímetros.

—¿Demasiado frío para ti, John?

—Está estupendo.

—A veces hace frío, en estas noche de invierno.

Matt guardaba silencio, tratando de medir a Oxenshuer. Luego dijo:

—Oye, ¿has luchado alguna vez?

—Un poco. En la universidad.

—Qué suerte.

—¿Por qué lo preguntas?

—Es una de las cosas que hacen los hermanos aquí; forma parte del ritual. Luchamos un poco. Especialmente el día de la Fiesta. Es importante para el culto. No querría lastimarte cuando lo hagamos. Tú y yo, John, lucharemos un poco estos días a fin de entrenarnos para la Fiesta. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?

Lo dejaban ir a todas partes. Vagabundeaba solo por el laberinto de la ciudad, aquella red increíble de calle­juelas, a primera hora de la tarde. El laberinto estaba tan astutamente construido, una calle ondulaba hacia la otra de una forma tan maravillosa, que los edificios quedaban muy juntos y el brillante sol del desierto apenas penetraba; Oxenshuer andaba a la sombra la mayor parte del tiempo. Los retorcidos pasajes del laberinto lo desconcertaban. Los fines de aquella parte de la ciudad pa­recían claramente simbólicos. Todos los que vivían allí se veían obligados a pasar por las calles sinuosas e in­tercomunicadas para llegar desde el vulgar barrio resi­dencial, donde la gente vivía aislada en grupos familia­res, hasta el comedor, donde toda la comunidad tomaba el sacramento de la comida, y a la iglesia, donde se en­contraban la redención y la salvación. Sólo cuando se habían purgado del error y la duda, sólo cuando se habían familiarizado con el verdadero camino (¿o habría más de un camino, en el laberinto?, se preguntó Oxenshuer) podían alcanzar la armonía de la comunidad. Él aún no había sido iniciado; era un forastero. Por mucho que anduviera, danzando incansablemente por las calle­juelas secretas, nunca llegaría si no lo ayudaban.

Pensó que sería menos difícil de lo que le había parecido al principio encontrar el camino desde la casa de Matt hasta la plaza interior, pero se equivocaba: las calles estrechas, llenas de meandros, lo engañaban de tal modo que, a veces, se alejaba de la plaza cuando creía estar acercándose a ella, y después de recorrer una se­rie de corredores e intersecciones durante un cuarto de hora se daba cuenta de que había vuelto a una de las calles residenciales en el exterior del laberinto. Atenta­mente, lo intentaba de nuevo. Un astronauta, entrenado para desplazarse con seguridad por los desiertos mar­cianos, tenía que poder orientarse en una pequeña ciu­dad. Recuerda los puntos destacados, Johnny. Sigue los dibujos de las sombras. Apretó los labios, se concentró y trazó una ruta. Mientras paseaba, veía ocasionalmente caras que lo espiaban desde las ventanas altas de los austeros edificios con aspecto de almacenes que flan­queaban las calles. ¿Estarían sonriendo? Llegó a un gru­po de calles que le pareció familiar y siguió, y siguió, has­ta que entró en un callejón cerrado en ambos extremos, del que sólo se podía salir por una hendidura en la que apenas pasaba un hombre si contenía la respiración y se deslizaba de lado. Atrás, la cruz metálica de la igle­sia se recortaba contra el cielo, alentándole; se había acercado al centro del laberinto. Pasó por la hendidu­ra y se encontró en un callejón sin salida; cinco minutos de cuidadosa inspección no revelaron ninguna. Volvió sobre sus pasos y buscó otra ruta.

Uno de los edificios más grandes del laberinto era, evidentemente, una escuela. Oía las voces agudas y cla­ras de los niños cantando misteriosos himnos. Las me­lodías tenían la cadencia convencional de los cánticos piadosos, pero la letra era rara:

Reúnenos. Llévanos al océano.

Ayúdanos a nadar. Danos de beber.

Vino en mi corazón hoy,

sangre en mi garganta hoy,

fuego en mi alma hoy.

Te alabamos, oh, Señor.

Voces dulces y temblorosas hacían parecer aún más grotescas las extrañas palabras. Sangre en mi garganta hoy. Ciudad irreal. ¿Cómo puede existir? ¿De dónde vie­ne el vino? ¿Qué clase de dinero usan? ¿Qué hace la gen­te todo el día? Tienen electricidad: ¿qué combustible ali­menta el generador? Tienen agua corriente. ¿Están co­nectados a las tuberías de suministro de algún distrito? Si es así, ¿por qué esta ciudad no estaba en mi mapa? Fuego en mi alma hoy. Vino en mi corazón hoy. ¿Qué son estas fiestas, quiénes son estos santos? Éste es el dios que arde como el fuego. Éste es el dios cuyo nombre es música. Usted fue llamado, señor Oxenshuer. ¿Puede de­cir que no? No puede decir no a nuestra ciudad. A nues­tro santo. A Jesús. ¿Vamos?

¿Cómo se sale de aquí?

Tres veces por día toda la población iba andando des­de sus casas hasta el comedor, por el laberinto. Aparen­temente, había por lo menos media docena de maneras de llegar a la plaza central, pero aunque cada vez estu­diaba con el mayor cuidado la ruta, Oxenshuer no podía recordarla bien. Los alimentos eran simples, nutritivos y abundantes. El vino corría con generosidad en todas las comidas. Chicos y chicas servían, cargando alegre­mente con enormes fuentes desde la cocina. Oxenshuer no sabía quién cocinaba, pero suponía que la tarea corres­pondería, de forma rotativa, a las mujeres de la comu­nidad. (Los hombres tenían otras tareas. La ciudad, supo Oxenshuer, se había levantado gracias al trabajo gratui­to de sus habitantes. Ahora mismo, había varias casas en construcción. Y campos en regadío entre las mesetas.) En el comedor, la gente se sentaba al azar en las largas mesas pero, generalmente, parecía llegar en grupos fa­miliares. Oxenshuer conoció a los dos hermanos de Matt, Jim y Ernie, ambos más bajos que Matt, pero muy fuer­tes. Ernie abrazó a Oxenshuer. Fue un gesto impulsivo.

—¡ Hermano! ¡ Hermano! ¡ Hermano!

El Orador recibió a Oxenshuer en el estudio de su re­sidencia en la plaza, una habitación oscura en la planta baja cuyas paredes estaban cubiertas hasta el techo con estanterías de libros. Allí, la mayoría de la gente afecta­ba modales rústicos, y hablaba con un acento campesino que implicaba poco interés por los problemas intelectua­les, pero los libros del Orador tendían a tratar de abstrusos temas filosóficos y teológicos, y parecían haber sido leídos muchas veces. Los libros confirmaron su pri­mera impresión fragmentaria del Orador: éste era un hombre de mente flexible y rica, refinada y compleja. El Orador le ofreció una copa de vino fresco y áspero. Be­bieron en silencio. Cuando casi había vaciado su copa, el anciano arrojó tranquilamente el resto al piso de pizarra lustrada.

—Una ofrenda a Dionisos —explicó.

—Pero ustedes son cristianos —objetó Oxenshuer.

—Sí; ¡claro que somos cristianos! Pero tenemos nues­tro propio santoral. Adoramos a Jesús disfrazado de Dio­nisos y a Dionisos disfrazado de Jesús. Supongo que al­gunos nos llamarían paganos. Pero donde está Cristo, ¿no hay cristiandad? —El Orador rió—. ¿Eres cristiano?

—Supongo que sí. Me bautizaron. Me confirmaron. He comulgado. De vez en cuando, me confieso.

—¿Eres católico?

—Más que cualquier otra cosa.

—¿Crees en Dios?

—De forma abstracta.

—¿Y en Jesucristo?

—No lo sé —admitió Oxenshuer, sintiéndose incómo­do—. En un sentido literal, no. Quiero decir... Supongo que en Palestina hubo un profeta llamado Jesús y que los romanos lo crucificaron, pero nunca tomé muy en se­rio el resto de la historia. Sin embargo, puedo aceptar a Jesús como un símbolo. Como una metáfora del amor. Del amor de Dios.

—Una metáfora de todo el amor —subrayó el Ora­dor—. El amor de Dios por la humanidad. El amor de la humanidad por Dios. El amor de hombre y mujer, el amor de padre e hijo, el amor fraterno; todos los amores que existen. Jesús es el espíritu del amor. Dios es amor. Eso es lo que creemos aquí. Por medio del éxtasis en común recordamos el nuevo mandamiento que É1 nos dio: amaos los unos a los otros, Y como se dice en Romanos, el Amor es el cumplimiento de la ley. Seguimos Sus en­señanzas; por lo tanto, somos cristianos.

—¿Aun cuando adoran a Dionisos como santo?

—Especialmente por eso. Creemos que, en la divina locura de Dionisos, nos acercamos más a Él que otros cristianos. A través de las orgías, del canto, de los pla­ceres de la carne, del éxtasis, de la mutua unión en cuer­po y alma..., a través de todo eso rompemos nuestro aislamiento y nos unimos con Él. En la próxima vida to­dos seremos uno. Pero primero debemos vivir ésta y compartir la creación del amor que es Jesús, que es Dios. Nuestra finalidad es que todos se unan con Jesús, de mo­do que nos transformemos en gotitas del océano del amor, que es Dios, renunciando a nuestras personas individuales.

—Eso me suena casi a hindú. O budista.

—Jesús es Buda. Buda es Jesús.

—Ninguno de ellos predicó una religión orgiástica.

—Dionisos sí. Hacemos nuestra propia síntesis de los mandamientos espirituales. De modo que no vemos vir­tud en la abnegación, porque contradice el amor. Lo que es virtud para otros cristianos es pecado para nosotros. Y viceversa, supongo.

—¿Y la doctrina de la virginidad de María? ¿Y la vir­ginidad del mismo Cristo? ¿Y toda la idea de la pureza por medio de la represión y el ascetismo?

—Esos conceptos no forman parte de nuestras creen­cias, amigo John.

—Pero ¿reconocen el concepto del pecado?

—Los pecados que deploramos son cosas como la frialdad, el egoísmo, la altanería, la envidia, la malicia, todas esas cosas que separan a los hombres. Castigamos a los pecadores sumergiéndolos en amor. Pero no reco­nocemos pecados que surjan del amor mismo o de los excesos del amor. Como el mundo, especialmente el mun­do cristiano, considera odiosos y peligrosos nuestros principios, hemos decidido retirarnos del mundo.

—¿Cuánto hace que están aquí? —preguntó Oxenshuer.

—Muchos años. Nadie nos molesta. Pocos forasteros llegan hasta aquí. Eres el primero en muchísimo tiempo.

—¿Por qué hizo que me trajeran a la ciudad?

—Sabíamos que nos habías sido enviado —dijo el Orador.

Por la noche había reuniones desenfrenadas en algu­nos edificios altos y sin ventanas, en lo más profundo del laberinto. No le permitían tomar parte en ellas. Las danzas, las canciones, la bebida, cualquier otra cosa que sucediera allí, aún no era para él. Aguarda a la Fiesta, le dijeron, aguarda a la Fiesta; después podrás venir con nosotros. De modo que pasaba la velada solo. Algunas noches se quedaba en casa con los niños. En la ciudad las babysitters no eran necesarias, pero de todos modos se dedicó a serlo, jugando a los dados con las niñas y al balón con el niño, contándoles cuentos mientras se dor­mían. Les contó su vuelo a Marte, habló de cómo el mun­do rojo se agrandaba cada día, describió el aterrizaje, lo diferente que era todo, las arenas de color óxido rojo, las pequeñas lunas resplandecientes. Lo escuchaban en si­lencio, quizá fascinados, acaso sin ningún interés. Sos­pechó que pensaban que se trataba de invenciones su­yas. Nunca dijo nada acerca del destino de sus compa­ñeros.

Algunas noches paseaba por la ciudad, recorriendo una calle silenciosa tras otra, encaminándose, supuesta­mente al azar, hacia el centro del laberinto. De pie cer­ca del perímetro del laberinto —aun ahora no podía orien­tarse por la noche y temía perderse si se internaba—, oía los sonidos distantes de la fiesta, los tambores, los cán­ticos, los himnos simples y repetitivos.

Éste es el dios que arde como el fuego,

éste es el dios cuyo nombre es música,

éste es el dios cuya alma es vino.

Y también les oía cantar:

Dile al santo que caliente mi corazón,

dile al santo que me dé aliento,

dile al santo que sacie mi sed.

Y en otra ocasión:

Saltando, gritando, cantando, golpeando,

levantando, trepando, volando, remontándose,

disolviéndose, uniéndose, amando, brillando,

cantando, remontándose, uniéndose, amando.

Algunas noches caminaba hasta el borde del desier­to, metiéndose unos cientos de metros en él, extrayendo un oscuro placer de su soledad, del crujido de la arena bajo sus botas, del filo frío del viento, de los cactos so­litarios y rotos, de las tímidas ratas canguro y hasta de los ocasionales escorpiones. Acurrucado en un monte de arena, mirando hacia arriba, entre las estrellas frías y brillantes hacia Marte, pensaba en Dave Vogel, en Bud Richardson, en Claire y en él mismo, en quién había sido, en lo que había perdido. Antes, recordaba, era un hom­bre optimista, que reía con facilidad y expresaba sus sentimientos abierta y rápidamente. Le gustaba bromear, correr, nadar, beber; todas las cosas activas y extrover­tidas. Saltando, gritando, cantando, golpeando. Levantan­do, trepando, volando, remontándose. Y luego aquella in­diferencia había caído sobre él, aquella ausencia de respuesta, aquella cáscara helada. Marte lo había robado a sí mismo. ¿Por qué? ¿La culpa? La culpa, la culpa, la culpa... Se había perdido a sí mismo en la culpa. Y aho­ra estaba perdido en el desierto, en aquella ciudad im­posible. Aquellos ritos, aquel culto. Vino y gritos. No te­nía idea de cuánto tiempo había estado allí. ¿Se acerca­ba la Navidad? Posiblemente faltarían pocos días. Árbo­les de Navidad de plástico azul brotarían frente a los grandes almacenes del bulevar Wilshire. Alegres san Ni­colás recorrerían las aceras. Oropeles y brillos. La Navi­dad era un momento apropiado para la Fiesta de san Dionisos. Las saturnalias revivían. ¿Faltaría poco para la Fiesta? La esperaba con ansia y temor.

A última hora de la noche, cuando el último vino se acababa y terminaban los cantos, Matt y Jean volvían sonrojados, empapados en vino y felices. A través del es­trecho tabique que separaba la habitación de Oxenshuer de la suya, llegaban los sonidos del amor, las titánicas resonancias de sus abrazos hasta que amanecía.

—Se supone que los astronautas son sensatos, Dave.

—¿Son sensatos? ¿Lo son, Johnny?

—Claro que sí.

—¿Tú eres sensato?

—Condenadamente sensato, Dave.

—Sí, sí. Supongo que te lo crees.

—¿Tú no lo crees?

—Sí, claro que sí, Johnny. Más sensato de lo necesa­rio. Si alguien me pidiera que nombrara a un hombre sensato, citaría a John Oxenshuer. Pero no es así. En po­tencia, estás loco de remate.

—Gracias.

—Era un cumplido.

—¿Y tú? ¿No eres sensato?

—Yo estoy loco, Johnny. Y cada vez más.

—¿Y si la NASA descubre que Dave Vogel está loco?

—No lo harán, amigo. Saben que soy un astronauta es­tupendo, así que, por definición, no estoy loco. No sa­ben qué hay dentro de mí. No pueden saberlo. Por defi­nición no podrían ser burócratas de la NASA si supieran qué hay dentro de un hombre.

—¿Saben que no estás loco porque eres astronauta?

—Claro, Johnny. ¿Qué sabe un astronauta de lo irra­cional? Además, ¿qué clase de capacidad para el éxtasis posee? Se entrena durante diez años, corre dentro de una centrifugadora, hace ejercicios con un ordenador, sopor­ta cien simulacros antes de atreverse a estornudar, pien­sa en la jerga del espacio, va a la iglesia los domingos y no reza. Se transforma en una máquina para poder con­ducir las máquinas más complejas que se han inventado. Y para los de afuera está más muerto que un banquero, más muerto que un agente de bolsa, más muerto que un gerente de ventas. Míralo, con su corte de pelo de 1975 y su uniforme de 1965. ¿Acaso un hombre así puede saber qué es una experiencia mística? Bueno, algunos de noso­tros somos realmente así. Nos adaptamos a la imagen oficial del astronauta. A veces pienso que tú lo haces, Johnny, o que, al menos, quieres hacerlo. Pero yo no. Mi­ra, yo soy yogui. Los yoguis se entrenan durante déca­das para poder entrever el Todo. Sujetan sus cuerpos a disciplinas absurdas. Aprenden técnicas muy especiali­zadas. Un yogui y un astronauta no están tan alejados, hombre. Lo que hago no es tan diferente de lo que hace un yogui, y nos mueve la misma razón. Es para poder ver la Luz blanca. ¡Claro, te ríes! Pero lo digo en serio, Johnny. Cuando ese gran puño me envía de un golpe a la órbita, cuando veo el mundo entero colgando allí, es un momento increíble para mí; es el éxtasis, el nirvana. Vivo para esos momentos. Hacen que valga la pena so­portar todas las idioteces de la NASA. Son los momen­tos de ruptura, cuando entro en un reino totalmente nuevo. Ésa es la única razón de que esté en esto. ¿Y sa­bes una cosa? Creo que a ti te pasa lo mismo, lo sepas o no. Es una cosa mística, Johnny, una cosa loca la que nos da fuerzas, la que nos empuja. El yoga del espacio. Un día lo descubrirás. Un día te verás como el loco que eres en realidad. Te abrirás a todas las fuerzas salvajes que hay dentro de ti, a los impulsos lunáticos que te enviaron a la NASA. Descubrirás que, después de todo, no eras sólo una máquina, no eras un agente de bolsa disfrazado; descubrirás que eres un yogui, un santón, un extático. Y verás qué viaje, verás que la locura controla­da es el único secreto verdadero y que siempre has sa­bido cuál es el Camino. Dejarás de lado todo lo que que­de de tu antigua personalidad sensata. Te entregarás completamente a fuerzas que no puedes y no quieres en­tender. Y te gustará, Johnny, te gustará.

Cuando hacía tres semanas que estaba en la ciudad —le parecía que habían sido unas tres semanas, aunque quizá fueran dos o cuatro— decidió marcharse. Esta de­cisión no fue súbita; siempre había sentido, en lo más profundo de su cabeza, que no quería estar allí y, gradual­mente, la sensación llegó a dominarlo. Nick le había pro­metido soledad mientras estuviera en la ciudad si así lo deseaba, y ciertamente había disfrutado de ella. Nadie lo había molestado, nadie le había exigido nada; la ciudad funcionaba perfectamente bien sin su colaboración. Pero no era la soledad adecuada. Estar solo en medio de va­rios miles de personas era peor que acampar en solita­rio en el desierto. Es verdad que Matt le había prometi­do que después de la Fiesta ya no estaría solo. Pero Oxenshuer se preguntaba si realmente quería quedarse allí el tiempo necesario para experimentar los misterios de la

Fiesta y la unidad que, presumiblemente, seguiría a ella. El Orador había hablado de entregar todo el dolor al entrar en el cuerpo ecuménico de Jesús. Pero ¿qué en­tregaría? ¿Su dolor o su identidad? ¿Podría perder el uno sin perder la otra? Quizá fuera mejor evitar todo esto y volver a su plan original de internarse él solo en el desierto.

Una noche, después que Matt y Jean se marcharon a la fiesta, Oxenshuer cogió silenciosamente su mochila del armario, comprobó su equipo, llenó su cantimplora y se despidió de los niños. Lo miraron con extrañeza, como si se preguntaran por qué tomaba la mochila para dar un paseo, pero no dijeron nada. Fue por la amplia avenida hasta la empalizada, pasó por el portón abierto y, en diez minutos, estuvo en el desierto, alejándose a paso regular de la Ciudad de la Palabra de Dios.

Era una noche fría y clara, muy oscura; el brillo de las estrellas resultaba casi doloroso, y Marte destacaba particularmente. Anduvo en dirección Este por un terre­no accidentado, cortado por barrancos, y pronto las me­setas que flanqueaban la ciudad se perdieron de vista. Había esperado cubrir ocho o diez kilómetros antes de acampar, pero los barrancos dificultaban su marcha; al cabo de una hora, una de las botas comenzó a hacerle daño, y en un músculo de la pierna izquierda le dio un calambre. Decidió que sería mejor detenerse. Eligió para acampar un sitio cercano a un grupo de yucas, erguidas como grotescos centinelas, con sus brazos rígidos y eriza­dos, al borde, de una profunda zanja. Súbitamente, se levantó un viento que barrió la llanura desértica, agitan­do con violencia las ramas angulosas de las yucas. A Oxenshuer le parecía que las ráfagas le llevaban el sonido de los cánticos de la cercana ciudad:

Voy a casa del dios y su fuego me consume.

Grito el nombre del dios y su trueno me ensordece.

Tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

Pensó en Matt y Jean; en Ernie, que lo había llamado hermano; en el Orador, que le había ofrecido amor y pro­tección; en Nick y Will, sus patrocinadores. Reprodujo en su mente las curvas del laberinto hasta que se sintió mareado. Era imposible, se dijo, escuchar los cantos des­de allí. Estaba a tres o cuatro kilómetros de distancia, por lo menos. Preparó el campamento y desenrolló su saco de dormir. Pero era demasiado temprano. Se acostó y, totalmente despierto, escuchó el viento, contó estrellas y se repitió los cánticos de la ciudad dentro de la ca­beza. Ocasionalmente dormitaba, pero sólo unos momen­tos. Mañana, pensó, haría veinticinco o treinta kilóme­tros, llegaría casi hasta las primeras estribaciones de las montañas del Este y armaría media docena de alambi­ques solares. Después se instalaría, para reflexionar con tiempo sobre todo lo que le había sucedido.

Las horas pasaron lentamente. A eso de las tres de la madrugada decidió que no podría dormir. Se levantó, se vistió y se paseó por el borde de la zanja. Un sonido llegó hasta él, suave, casi como un ronroneo. Vio una luz en la distancia. Una segunda luz. El sonido se duplicó, cuando un segundo ronroneo se sumó al otro. Después, una tercera luz, más lejana. Las tres luces se movían. Re­conoció el ruido: eran motores de motocicletas de arena. ¿Viajeros atravesando el desierto en medio de la noche? Los faros de las motos trazaban amplias órbitas circula­res delante de él. ¿Una partida de rescate de la ciudad? ¿Qué otra razón había para que condujeran así, cortando arcos de desierto de forma sistemática?

Sí. Voces.

—¿John? ¡John ¡Eh, John!

Lo estaban buscando. Pero el desierto era inmenso y los buscadores estaban lejos. Sólo tenía que juntar sus cosas y meterse en la zanja; pasarían sin verlo.

—¿John? ¡John! ¡ Eh, John!

Era la voz de Matt.

Oxenshuer bajó a la zanja, se detuvo un momento en la parte más profunda y, sorprendido, empezó a trepar por el otro lado. Allí se quedó unos minutos en silencio, mirando las motos que trazaban círculos y oyendo los gritos. Aún le parecía que el viento arrastraba los cantos de la gente de la ciudad. Éste es el dios que arde como fuego. Éste es el dios cuyo nombre es música. Jesús aguar­da. El santo te conducirá a la bienaventuranza, querido y fatigado John. Sí, sí. Finalmente, acercó las manos a la boca y gritó:

—¡Eh! ¡Aquí estoy! ¡Eh!

Dos de las motos se detuvieron inmediatamente. La tercera, girando hacia la izquierda, se detuvo un instante después. Oxenshuer aguardó una respuesta que no llegó.

—¡ Eh! —gritó nuevamente—. ¡Aquí, Matt, aquí!

Oyó que se reanudaba el ronroneo. Las luces se vol­vieron a poner en movimiento, y sus rayos atravesaron el desierto y llegaron hasta él. Las motos se acercaron. Oxenshuer volvió a cruzar la zanja, juntó su equipo y estaba aguardando en el lado más próximo a la ciudad cuando los buscadores llegaron hasta él: Matt, Nick y Will.

—¿Pasando la noche fuera? —preguntó Matt. Su aliento olía a vino.

—Supongo.

—Nos preocupamos un poco cuando no volviste a me­dianoche. Pensamos que podías haber tropezado en un lago seco y haberte hecho daño. Pero, por tu aspecto, veo que no había razones para alarmarse.

Lanzó una mirada a la mochila de Oxenshuer, pero no dijo nada.

—Ya que estás bien, supongo que podemos dejar que termines lo que estás haciendo. Nos veremos mañana, ¿no?

Se alejó. Oxenshuer miró cómo subían a las motos.

—Aguarda —dijo. Matt lo miró.

—Ya he terminado, aquí. Os agradecería que me lle­varais hasta la ciudad.

—Es un problema de integridad —proclamó el Ora­dor—. Al principio, el género humano era todo uno. Es­tábamos en contacto. La comunión de alma con alma. Pero, luego, todo se derrumbó. En la caída de Adán pe­camos todos, ¿recuerdas? Y esa Caída, ese pecado ori­ginal, John, fue una separación, un distanciamiento, un precipitarse en la maldad de las enemistades. Cuando es­tábamos en el Edén éramos más que una sola familia; éramos un ser, una entidad universal, y salimos del Edén como individuos: Adán y Eva, Caín y Abel. El ser univer­sal originario, roto en pedazos. Aquí, John, tratamos de volver a unir los pedazos. ¿Me sigues?

—Pero, ¿cómo se logra? —preguntó Oxenshuer.

—Permitiendo a Dionisos que nos conduzca hasta Je­sús. Y el sagrado frenesí del santo crea la unidad de los opuestos. Unimos a las tribus hostiles. Unimos a los her­manos distanciados. Unimos al hombre y la mujer.

Oxenshuer se encogió de hombros.

—Habla en metáforas y parábolas.

—No hay otro modo.

—¿Cuál es su método? ¿En qué principios suele apo­yarse?

—El principio en que nos apoyamos es el éxtasis mís­tico. Nuestro método es compartir la carne y la sangre del dios.

—Suena muy familiar. Toma, come. Éste es mi cuer­po, ésta es mi sangre. ¿Su fiesta es una misa mayor? — El Orador sonrió.

—En cierto sentido. Hemos hecho nuestra síntesis en­tre el paganismo y el cristianismo ortodoxo, y hemos tra­tado de retroceder desde el ritual simbólico al acto lite­ral. ¿Sabes dónde se perdió el cristianismo? En el mis­mo lugar donde descarrilaron todas las otras religiones: en el punto en que la experiencia espiritual fue reem­plazada por el culto mecánico. Mira a los lamas, hacien­do girar sus molinos de oraciones. Mira a los judíos, murmurando cosas del faraón en un lenguaje que han olvidado. Mira a los cristianos, haciendo fila para co­mulgar, ¡tomando un trocito de pan y un sorbo de vino y no sintiendo nunca el terror y el esplendor de saber que están comiendo a su dios! Las religiones se transfor­man demasiado pronto en doctrina. Se transforman en profesiones de fe, fórmulas, talismanes, vaciedad. «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, que fue concebido por obra del Espíritu santo. Nació de santa María, virgen...» Palabras, sólo palabras. Nosotros, John, no cree­mos que el culto religioso consista en recitar narraciones de antiguas historias. Queremos que sea inmediato, real. Deseamos ver a nuestro Dios, saborear a nuestro Dios, transformarnos en nuestro Dios.

—¿Cómo?

—¿Sabes algo acerca de los antiguos cultos de Dio­nisos?

—Sólo que eran salvajes y sangrientos, con mucha be­bida, orgías y quizá sacrificios humanos.

—Sí, sacrificios humanos. Pero antes de los sacrifi­cios humanos vinieron los sacrificios divinos, el dios que da su vida por su pueblo. En los cultos dionisíacos pre­históricos el mismo dios era desgarrado y devorado; era la figura central en un rito místico de destrucción en el que sus extáticos adoradores se saciaban con su carne cruda, una comida sacramental que les permitía llenarse del dios y adquirir bienaventuranza, mientras el dios muerto se transformaba en el chivo expiatorio de los pe­cados humanos. Y luego el dios renacía y todas las cosas se transformaban en una, gracias a su renacimiento. Por eso, en Grecia y en Asia Menor, los sacerdotes de Dionisos eran desgarrados en trozos como representantes del dios, y sus adoradores compartían sangre y carne en fies­tas caníbales de amor. En tiempos más civilizados se sa­crificaron animales en lugar de hombres, y aun después, cuando la religión de Jesús reemplazó las diversas reli­giones dionisíacas, el pan y el vino se transformaron en las especies de la comunión, en metáforas de la carne y la sangre del dios. En el nivel simbólico, todo era lo mis­mo: devorar al dios, lograr contacto con el dios de la manera más directa, experimentar el rapto del éxtasis cuando uno está poseído por el dios, unir lo que la so­ciedad ha separado, romper todas las fronteras y todos los grilletes, entregarnos a nuestro santo, nuestro santo loco, el dios borracho que es nuestro santo, el loco dios santo que abate muros y une todas las cosas. ¿Sí, John? Nos integramos a través de la desintegración. Nos disol­vemos en el gran océano. Ardemos en el gran fuego. ¿Sí, John? Entrega tu alma alegremente a Dionisos el santo, John. Recupera tu integridad en su bendito fuego. Has estado dividido demasiado tiempo.

Los ojos del Orador habían adquirido un brillo terro­rífico.

—¿Sí, John? ¿Sí? ¿Sí?

Una noche, en el comedor, Oxenshuer bebe demasia­do vino. La sed lo asalta gradual e inesperadamente; al principio sólo bebe unos sorbos mientras come, según su costumbre, pero cuanto más bebe, más se le seca la garganta, hasta que, cuando la carne llega a la mesa, se sien­te impelido a echar mano de la jarra cada pocos minu­tos, llenando su copa, vaciándola, llenándola, vaciándola, llenándola, vaciándola. Está mareado y se pone bullicio­so; en la mesa, alguien empieza a cantar un himno, y Oxenshuer se une a él, aunque no sabe bien la letra y desentona. Los que lo rodean ríen, palmean su espalda, cantan aún más fuerte haciéndole señas, alentándolo a que cante con ellos. Ernie y Matt beben tanto como él, y ahora, cada vez que su copa se vacía, la llenan antes de que él pueda hacerlo. Una de las chicas de servicio trae una garrafa llena. Siente un escozor en los lóbulos de las orejas y en la punta de la nariz, siente una franja cálida en el pecho y los hombros y comprende que se está em­borrachando, pero deja que suceda. Aquí reina Dionisos. Ya ha estado bastante tiempo sobrio. Y se le ha ocurrido que su ebriedad quizás haga que lo admitan en los feste­jos nocturnos. Pero eso no sucede. La cena termina. El Orador y los otros ancianos que se sientan a su mesa se van del salón. Es la señal para que los demás se retiren. Oxenshuer se pone de pie. Vacila. Se balancea. Se recupera. Ríe. Coge del brazo a Matt y Ernie.

—Hermanos —dice—. Hermanos.

Salen juntos del comedor, pero fuera, en la gran pla­za, Matt le dice:

—Será mejor que esta noche no vayas a vagabundear por el desierto, porque te romperás el cuello.

De modo que siguen excluyéndolo. Vuelve por el la­berinto con Matt y Jean hasta su casa, lo llevan hasta su cuarto, le dan una jarra de vino, por si aún siente sed, y se marchan. Oxenshuer se tira en la cama. Su cabeza da vueltas. El hijo de Matt se asoma y pregunta si se siente bien.

—Sí —le dice Oxenshuer—. Sólo necesito quedarme un rato acostado.

Siente vergüenza de estar tan borracho, pero se recuerda a sí mismo que en esta ciudad de Dionisos nadie tiene que pedir disculpas por beber demasiado vino. Cie­rra los ojos y aguarda el retorno de la estabilidad. En la oscuridad, una visión llega hasta él: la muerte de Dave Vogel. Con una extraña y brillante claridad, Oxenshuer ve el paisaje de Marte desplegándose en la pantalla de su mente, pequeñas colinas cuyas laderas descienden hasta amplias llanuras picadas de cráteres, peñascos roídos y desolados, cielo purpúreo, partículas rojas y ásperas lle­vadas por el viento. La tortuga ha iniciado hace rato su viaje hacia el Oeste, en dirección a Gulliver. Richardson conduce y Vogel se ocupa de tomar fotografías, controlar los miles de sensores e inclinarse hacia el micrófono para relatar lo que ve. Ahora están en Gulliver, preparándose a salir de la tortuga, cuando los sorprende el súbito comienzo de la tormenta de arena. Sin previo aviso, el cie­lo se vuelve rojo a causa de las capas ondulantes de are­na que se precipitan sobre ellos como copos de nieve en una ventisca. El vehículo queda cubierto durante los pri­meros momentos de la tormenta. Pocos minutos después, hay un metro de arena sobre el techo curvo y transpa­rente de la tortuga. Sus ocupantes no ven nada, y la arena cae cada vez con mayor rapidez a medida que aumenta la intensidad de la tormenta. Richardson aferra los con­troles, pero las ruedas de la tortuga no se mueven.

—Nunca he visto una cosa así —murmura Vogel.

El vehículo tiene antenas extensibles, pero cuando Vogel las estira al máximo descubre que, aun así, quedan cubiertas por la arena. Los ojos de la tortuga están cie­gos; sus antenas, enterradas. Se están ahogando en arena. Dunas enteras se están amontonando encima de ellos.

—Nunca he visto una cosa así —repite Vogel—. No puedes imaginarlo, Johnny. No ha durado cinco minutos y ya debemos de tener encima tres o cuatro metros de arena.

El motor de la tortuga se esfuerza por liberarlos.

—Johnny, no te oigo. Johnny. Responde, Johnny. No hay más que silencio en la banda de comunicación tortuga-nave.

—Eh, Houston —dice Vogel—. Estamos en medio de esta maldita tormenta y parece que he perdido contacto con la nave. ¿Podrían alertarla?

Houston no responde.

—Control de Misión, ¿me oyen? —pregunta Vogel.

Todavía piensa que se podría establecer un relé tortuga-Tierra-nave, pero lentamente comprende que también ha perdido contacto con la Tierra. Todas las transmisiones se han interrumpido. Sudando dentro de su traje espacial, Vogel grita al micrófono, mueve los controles, conecta los bancos de comunicación a prueba de fallos sólo para descubrir que todo ha fallado: la arena ha invadi­do la tortuga y los envuelve como una mortífera manta.

—Imposible —dice Richardson—. ¿Desde cuándo la arena interfiere en las ondas radiales?

Vogel se encoge de hombros.

—No es un problema de interferencias, tonto. Esun problema de fallo total de los sistemas. No sé por qué.

Ahora deben de estar a diez metros de la superficie. Enterrados. Vogel golpea la escotilla, pensando que si pudieran salir de la tortuga, quizá lograran llegar hasta la superficie, a través de la arena floja, y después... Después, ¿qué? ¿Volver andando hasta la nave, a noventa kilómetros de distancia? Sus trajes tienen suministro de oxígeno para treinta y seis horas. Deberían avanzar a dos kilómetros y medio a la hora por un terreno accidentado y lleno de cráteres, a fin de llegar a tiempo, y con la tor­menta sus posibilidades de sobrevivir para avanzar un kilómetro son desalentadoras. Oxenshuer no tiene una tortuga de reserva en la que ir a buscarlos, si conociera su situación; sólo dispone del pequeño vehículo uniper­sonal que usan para las exploraciones geológicas a cor­ta distancia, en las cercanías de la nave.

—¿Sabes una cosa? —dice Vogel—. Somos hombres muertos, Bud.

Richardson menea la cabeza con vehemencia.

—¡No digas idioteces! Aguardaremos a que termine la tormenta y después saldremos de aquí. Mientras tanto, será mejor rezar.

Pero su voz no es convincente. ¿Cómo se enterarán de que la tormenta ha terminado? Ya están muy por debajo de la nueva superficie de la llanura marciana, y donde se hallan todo está tranquilo y abrigado. Toneladas de arena mantienen cerrada la escotilla de la tortuga. No hay escape. Vogel tiene razón: son hombres muertos. La única cuestión pendiente es el tiempo: son hombres muertos. ¿Deben aguardar a que se agoten las reservas de aire de la tortuga o deben tomar alguna medida inmediata para apresurar el inevitable final, haciendo un mutis hono­rable, rápido y sin dolor? Aquí, la visión de Oxenshuer vacila. No sabe cómo habrían montado la coreografía de su muerte. Sólo sabe que, cualquiera que fuese su de­cisión, llegarían a ella sin amargura ni pánico, y que par­tirían con serenidad. La visión se desvanece. Yace solo en la oscuridad. El final de la borrachera ha desaparecido de su mente.

—Ven —dijo Matt—. Luchemos un poco.

Era una seca mañana invernal, no muy fría; un día cuya luz era clara y deslumbrante. Matt lo llevó al centro y, por primera vez, Oxenshuer entró en uno de los altos edificios de ladrillo que daban a las calles del la­berinto. Dentro había un gimnasio amplio y desnudo, sin calefacción, con tristes paredes amarillas y unas delga­das colchonetas púrpura en el suelo. Will y Nick ya estaban allí. Sus voces resonaban en la cavernosa habitación. Rápidamente, Matt se desvistió, quedando en calzoncillos. Desnudo parecía aun más corpulento que ves­tido. Sus músculos eran gruesos, su pecho prominente, y sus muslos, como columnas. Estaba cubierto de vello ru­bio y rizado, que le llegaba hasta la espalda y los hom­bros. Medía dos metros, por lo menos, y debía pesar cer­ca de 110 kilos. Oxenshuer, alto, pero no tanto como Matt, fornido, pero veinte kilos más ligero por lo menos, se sintió superado. En todo caso, era hábil y rápido; quizás esas cualidades le serían útiles. Tiró sus ropas a un lado.

Matt lo observó atentamente.

—No está mal —dijo—. Te vendría bien un poco más de carne sobre los huesos.

—Supongo que habrá que engordarlo un poco para la fiesta —dijo Will.

Sonrió amistosamente. Los tres hombres rieron, pero la observación pareció menos graciosa a Oxenshuer.

Matt hizo una señal a Nick, que sacó una botella de vino de un armario y se la dio. Después de destaparla, Matt bebió un buen trago y pasó la botella a Oxenshuer. Era el frente del que bebían en las comidas: más espeso, más dulce, como vino de consagrar. Oxenshuer lo tragó. Luego fueron hasta la colchoneta central.

Se agacharon, estiraron los brazos y giraron uno alre­dedor del otro, explorando, con los brazos buscando una brecha. Oxenshuer hizo el primer movimiento. Se acercó velozmente, descubriendo que Matt era terriblemente lento para ponerse en guardia, y su técnica defensiva esta­ba poco perfeccionada. Sin embargo, el hombretón pudo romper la llave de Oxenshuer con un fiero impulso de su cuerpo, sacudiéndolo con facilidad y haciéndolo caer de espaldas. Nuevamente giraron uno alrededor del otro. Matt parecía dispuesto a ceder a la iniciativa a Oxens­huer, quien avanzó con cautela e hizo una finta a los hombros de Matt, cogiéndolo luego por el brazo, pero Matt ignoró plácidamente la presa y, de algún modo, giró de forma tal que Oxenshuer, llevado por su propio impulso, perdió el equilibrio y quedó vulnerable al abra­zo de oso. Matt lo tiró al suelo. Durante unos treinta se­gundos, Oxenshuer se resistió tercamente, arqueando su cuerpo; después, Matt lo atrapó. Se pararon y Nick volvió a ofrecerles vino. Oxenshuer bebió, jadeando entre sorbo y sorbo.

—Tienes buenos movimientos —le dijo Matt — Pero la segunda caída llegó enseguida, y la tercera no exigió grandes esfuerzos.

—No te preocupes —murmuró Will a Oxenshuer cuan­do salían del gimnasio—. El día de la Fiesta, el santo te guiará contra él.

Ahora bebe mucho todas las noches, hasta que su cara enrojece y su mente se nubla. Matt, Will y Nick es­tán siempre muy cerca, vigilando que su copa no quede mucho tiempo vacía. El vino lo marea, lo aturde y, con frecuencia, ve visiones mientras yace atontado en la ca­ma, recuperándose. Ve la cara de Claire Vogel resplandeciente en la oscuridad, y la visión hace que su corazón sufra la congoja del amor. Mantiene largos diálogos imaginarios con el Orador acerca de la naturaleza de la comunión extática. Se ve a sí mismo danzando en la casa del dios, con la gente de la ciudad; danzando hasta el agotamiento y el éxtasis. Hasta recibe la visita de san Dionisos. El santo tiene un aspecto juvenil y—es curioso— inocente, con su gran barriga, sus muslos gordos, sus cabellos rubios rizados y una barba dorada y flotante; parece un san Nicolás rejuvenecido. «Ven —le dice en voz baja—, vamos al océano.» Toma la mano de Oxens­huer y ambos avanzan sin tocar el suelo por las calles oscuras y silenciosas hacia el desierto, por encima de las dunas arremolinadas, flotando en la noche hasta que llegan a un amplio mar que refleja la luz de la luna como si se tratara de un frío y blanco fuego. ¿Qué mar es éste? El santo dice: «Éste es el mar que te trajo al mundo, el mar inmortal que trae a la vida a todos los mortales. ¿Por qué abandonaste al mar? Mira. Entra conmigo en él». Oxenshuer entra. El agua es tibia, reconfortante, cu­riosamente viscosa. Se entrega a ella hasta el tobillo, has­ta la pantorrilla, hasta el muslo; siente el murmullo de una canción alzándose desde las dulces ondas y nota que lo abandonan las penas, el dolor y la sensación de que está separado de los demás. Hay bañistas balanceán­dose en las crestas de las olas. Mira: Dave Vogel está aquí, y Claire, sus padres y sus abuelos, y miles de per­sonas a las que no conoce; millones, una horda que llega hasta muy lejos de la costa; toda la progenie de Adán, hasta el mismo Adán, sí, y la Madre Eva, con su suave cuerpo rosa brillando en el agua. «Descansa —susurra el santo—, abandónate, flota. Ríndete. Duerme. Entréga­te al océano, querido John.» Oxenshuer pregunta si en­contrará a Dios en este océano. El santo replica: «Dios es el océano. Y Dios está dentro de ti. Siempre ha es­tado allí. El océano es Dios. Tú eres Dios. Dios está en todas partes, John, y nosotros somos Sus átomos indi­visibles. Dios está en todas partes. Pero, ante todo, Dios está dentro de ti».

¿Qué dice el Orador? Él Orador habla de sabiduría freudiana. Dentro de nosotros, afirma, habita una fuer­za, una entidad —llámala subconsciente; es un nombre tan bueno como cualquier otro— que desde su escondite domina y controla nuestras vidas, aunque su funciona­miento es misterioso e incomprensible para nosotros. Un dios dentro de nuestro cráneo. Hemos perdido contacto con ese dios, dice el Orador; no somos capaces de llegar a él ni de comprender su poder, y así estamos separados de nosotros mismos, de nuestra principal fuente de fuer­zas, y también de los demás. El dios que está dentro de mí ya no puede llegar al dios que está dentro de ti, aun­que tanto tú como yo procedamos del mismo océano pri­mordial, de ese mar de inconsciencia divina en el que todos los seres son uno. Si pudiéramos llegar hasta esa fuerza, dice el Orador, si lográsemos establecer contacto con ese dios oculto, si consiguiéramos elevarlo hasta la conciencia o sumergirnos en el reino del inconsciente, la separación de nuestras almas quedaría curada y, por úl­timo, tendríamos acceso pleno a nuestra divinidad. ¿Quién puede saber en qué clase de criaturas nos transformaría­mos entonces? Hablaríamos de mente a mente. Viajaría­mos por el espacio y el tiempo con sólo desearlo. Obraríamos milagros. Los errores del pasado podrían corre­girse, y la urdimbre de las antiguas penas se tejería de otro modo. Nos sería dado hacer cualquier cosa, dice el Orador, si llegáramos al dios oculto y nos transformára­mos en los dioses que deberíamos ser. Cualquier cosa. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

Éste es el amanecer del día de la Fiesta. Durante toda la noche, los tambores y los conjuros han resonado por la ciudad. Ha estado solo en la casa, porque ni siquiera los niños se han quedado en ella; todos bailaban en la plaza y sólo él, no iniciado, ha quedado excluido de la di­versión. Durante buena parte de la noche no ha podido dormir. Pensó en usar del vino para calmarse, pero se abstuvo de tocar la botella por miedo a tener visiones. Ahora es por mañana, temprano, y debe haber dormido, porque se descubre emergiendo de un sueño profundo, pero no recuerda haber entrado en él. Se sienta. Oye pa­sos; alguien anda por la casa.

—¿John? ¿Estás despierto, John? — Es la voz de Matt.

—¡ Estoy aquí! —grita Oxenshuer.

Entran en su cuarto Matt, Nick y Will. Tienen las tú­nicas manchadas de vino tinto, las caras demacradas y los ojos enrojecidos y demasiado brillantes; es evidente que no han dormido en toda la noche. Sin embargo, de­trás de su fatiga, Oxenshuer percibe la euforia. Están ex­citados, muy excitados, casi en estado extático, y apenas es el amanecer del día de la Fiesta. Ve que los dedos de sus amigos tiemblan. Sus cuerpos están tensos y expec­tantes.

—Hemos venido a buscarte —dice Matt—. Toma, pon­te esto.

Le tira a Oxenshuer una túnica similar a la que llevan ellos. Durante todo este tiempo, Oxenshuer ha seguido usando sus ropas mundanas, que lo señalaban, lo con­vertían en un forastero notorio. Desnudo, sale de la cama y coge sus calzoncillos, pero Matt menea la cabeza. Hoy, dice, sólo se lleva túnica. Oxenshuer asiente y se viste con la túnica el cuerpo desnudo. Después se adelanta: Matt lo abraza solemnemente, con un abrazo fuerte y cá­lido, y luego Will y Nick hacen lo mismo. Los cuatro hombres dejan la casa. Las sombras largas del amanecer se estiran en la avenida que lleva al laberinto; las montañas que hay detrás de la ciudad tienen las cimas manchadas de rojo. Allá adelante, donde la avenida deja paso a las calles estrechas, se ve una lengua de humo negro que lame el cielo. La reverberación de la música golpea los muros de los edificios. Oxenshuer siente una extraña sensación de confianza y está seguro de que podría franquear el laberinto sin ayuda esta mañana; cuando llegan a su borde exterior anda delante de los otros, pero una súbita confusión lo asalta, una imposibilidad de distinguir una calle de otra, y se queda atrás en silen­cio, dejando que Matt lo guíe.

Diez minutos después llegan a la plaza.

Tiene un aspecto abigarrado y caótico. Todos los habi­tantes de la ciudad están allí, unos bailando, otros can­tando, golpeando tambores, soplando trompetas o yacien­do exhaustos. Pese a la frialdad del aire, muchas túnicas están abiertas y algunos ciudadanos han prescindido com­pletamente de ellas. Los niños corren, gritando y jugan­do a perseguirse. A lo largo del frente del comedor se han instalado barricas de vino, que brota libremente de las canillas, empapando a quienes acercan su copa o, simplemente, arriman los labios al chorro. Más atrás, frente a la casa del Orador, ha surgido una plataforma de ma­dera y el Orador con los ancianos de la ciudad se sienta, entronizado, sobre ella. Una gigantesca hoguera, que ocu­pa unos veinte metros cuadrados, ha sido encendida en el centro de la plaza,alimentada por leños dispuestos en una inmensa pirámide, acarreada, sin duda, desde algún depósito en el laberinto. El calor que despide es enorme, y el humo que desprende es el que vio Oxenshuer desde el borde de la ciudad.

Su llegada a la plaza sirve de señal. En pocos instantes, se hace el silencio. La música muere, la danza se de­tiene y nadie se mueve. Oxenshuer, flanqueado por sus patrocinadores Nick y Will, y precedido por su herma­no Matt, avanzainquieto hacia el trono del Orador. El anciano se pone de pie y hace un gesto, evidentemente una bendición.

—Que Dionisos te reciba en su seno —dice el Orador, y su voz sonora llega a toda la plaza—. Bebe y deja que el santo cure tu alma; bebe y deja que el océano bendito te sumerja. Bebe. Bebe.

—Bebe —dice Matt, y lo guía hacia las barricas.

Una chica de unos catorce años, desnuda, con el cuer­po brillante de sudor, le da una copa. Oxenshuer la llena y se la lleva a los labios. Es el vino dulce y espeso, el vino sacramental que bebió el día que luchó con Matt. Se desliza fácilmente por su garganta. Bebe más y se sirve una y otra vez, a medida que se le termina.

El Orador hace un gesto y la música se reanuda. Se reemprenden los frenéticos bailes. Tres hombres desnu­dos arrojan más leños al fuego y éste arde con furia, en­viando chispas hasta lo alto de la cruz que remata la iglesia. Nick, Will y Matt conducen a Oxenshuer hasta un grupo de bailarines que giran a toda velocidad alrede­dor del fuego gritando, cantando, golpeando los pies con­tra el pavimento y alzando los brazos al cielo. Al princi­pio, Oxenshuer se siente desconcertado por sus coribánticos movimientos y siente vergüenza de imitarlos, pero cuando el vino llega a su cerebro deja de lado su timidez y salta con tantas ganas como los demás; deja de ser un espectador de sí mismo y participa plenamente. Gira. Golpea. Salta. Grita. Gira. Golpea. Salta. Grita. La danza centrifuga su mente: lagos de sangre se forman en las pa­redes de su cráneo y, mientras gira, invaden las circun­voluciones de su cerebelo. El calor del fuego hace brillar su piel. Canta:

Dile al santo que caliente mi corazón,

dile al santo que me dé aliento,

dile al santo que sacie mi sed.

Sed. Cuando ha danzado tanto que su aliento es fue­go en la garganta, sale vacilante del círculo y se sirve generosamente de una canilla. Su ansia porel vino espeso lo asombra. Es como si estuviera sediento desde hace siglos, como si cada una de sus células se hallara reseca y marchita, y sólo el vino pudiera restaurarlo.

Regresa al círculo. Su cabeza late, sus pies descalzos golpean los guijarros, sus brazos quieren abrazar el cie­lo. Éste es el dios cuyo nombre es música. Éste es el dios cuya alma es vino. Hay noventa o cien personas en el círculo central de bailarines, ahora, y se han formado otros círculos en las esquinas de la plaza, de modo que todo el inmenso espacio es un nido de cegadores vórti­ces de movimiento. Esos vórtices le atraen, le absorben fuera de sí mismo; está perdiendo todo sentido de su persona como entidad individual.

Saltando, gritando, cantando, golpeando,

levantando, trepando, volando, remontándose,

disolviéndose, uniéndose, amando, brillando,

cantando, remontándose, uniéndose, amando.

—Ven —murmura Matt—. Ahora tenemos que luchar un poco.

Descubre que han construido un foso para la lucha en la esquina más lejana de la plaza, frente a la iglesia. Es cuadrado y tiene listones bajos de madera, de unos diez metros de longitud por cada lado, que limitan el espacio lleno de arena del desierto. El Orador ha girado su majestuoso asiento, de modo que ahora mira hacia el foso; todos los demás se amontonan alrededor del lu­gar donde lucharán. La multitud abre paso a Matt y Oxenshuer. No lejos del foso, Matt se quita la túnica; su fornido cuerpo desnudo está brillante de sudor. Oxens­huer también se desnuda, después de vacilar un instan­te. Avanzan hacia la entrada del foso. Antes de entrar, un chico les da una botella de vino a cada uno. Oxens­huer, que ya se siente flojo y mareado a causa de la bebida, se pregunta qué efecto tendrá ese vino en su coordinación física, pero coge la botella y bebe varios sorbos. Un momento después, está vacía. Una jovencita le ofrece otra.

—Bebe unos pocos sorbos —le aconseja Matt—. En honor del dios.

Oxenshuer hace lo que le dicen. También Matt está bebiendo de la segunda botella. Luego sonríe, y de repente arroja el vino sobrante a Oxenshuer, que no vacila en tomar su desquite. Se oyen gritos de alegría. Ambos hombres están empapados en vino dulce y pegajoso. Matt ríe a carcajadas y le da una palmada en la espalda a Oxenshuer. Entran en el foso.

Vino en mi corazón hoy,

sangre en mi garganta hoy,

fuego en mi alma hoy,

te alabamos, oh, Señor.

Giran uno alrededor del otro, cautelosamente. Her­mano contra hermano. Rómulo y Remo, Caín y Abel, Osiris y Set; el antiguo ritual, el conflicto eterno. Ninguno de los dos ataca. Oxenshuer se siente pesado por el vino y su cerebro está obtuso, pero se siente poseído por una extraña liviandad; cada vez que sus pies tocan la arena, el contacto le provoca un sobresalto de placer. Está muy consciente de hallarse vivo, móvil, vigoroso. La sensa­ción crece y lo posee. Se lanza de súbito hacia delante, agarra a Matt y trata de derribarlo. Forcejean rígidos y casi inmóviles. Matt no cae, pero su contraataque no puede con Oxenshuer. Están de pie, enlazados, cuerpo contra cuerpo sudado y manchado de vino, y después de unos dos minutos de intensa tensión se sueltan, como si se hubieran puesto de acuerdo, y retroceden temblo­rosos, alejándose. Giran nuevamente. Hermano. Herma­no. Abel. Caín. Oxenshuer se agazapa. Extiende las ma­nos, tratando de agarrar algo. Nuevamente saltan el uno hacia el otro, se aferran y quedan inmóviles. Esta vez los brazos de Matt pasan como garfios alrededor de Oxenshuer y tratan de levantarlo del suelo para derri­barlo. Oxenshuer no se mueve. En la frente de Matt las venas están hinchadas, y Oxenshuer sospecha que en la suya también. Sus caras aparecen amoratadas. Los múscu­los laten a causa del esfuerzo continuado. Matt jadea, pierde apoyo y trata de retroceder; instantáneamente, Oxenshuer se hace a un lado, le coge el brazo y se lo acerca. Una vez más, se abrazan. Por turno, se balancean, pero no caen. El vino y el esfuerzo nublan la visión de Oxenshuer, que está borracho de fatiga. Empu­jando, apretando, retorciendo, tirando, recorre el foso con Matt hasta que, bruscamente, sus percepciones dis­minuyen, tiene un momento de oscuridad total y cuan­do recupera los sentidos queda atónito al descubrir que está luchando no con Matt, sino con Dave Vogel. Amigo de infancia, rival en el amor, compañero en el espacio. Vogel, más próximo a él que cualquier hermano de san­gre, ahora aquí, en el foso, con él. Delgado, cabellos rubios, nariz respingada, cejas gruesas, hombros mus­culosos.

—¡Dave! —grita Oxenshuer—. ¡Oh, Dios mío, Dave, Dave!

Lo abraza. Vogel le sonríe y se derrumba en el suelo del foso.

—¡Dave! —grita Oxenshuer cayendo encima de él—. ¿Cómo llegaste aquí, Dave?

Cubre el cuerpo de Dave con el suyo. Lo abraza con una terrible llave. Murmura el nombre de Vogel, susu­rrando maravillado, y deja escapar mil preguntas. ¿Vogel le responde? Oxenshuer no está seguro. Piensa que oye respuestas, pero no corresponden a las preguntas. Des­pués, Oxenshuer siente unos dedos que le golpean la es­palda.

—Muy bien, John —está diciendo Will—. Lo derrotas­te sin discusión. Ya terminó. Ponte en pie, hombre.

—Ven, Coge mi mano —dice Nick.

Confuso, Oxenshuer se levanta. Matt está tirado en la arena, tratando de recuperar el aliento y masajeándo­se el cuello, pero sonríe.

—Oye, esa llave es estupenda —dice—. ¿La aprendiste en la universidad?

—¿Disputamos otra caída? —pregunta Oxenshuer.

—No hace falta. Ahora vamos a la casa del dios —le propone Will.

Ayudan a Matt a levantarse. Les traen vino, que Oxens­huer traga con avidez. Los cuatro se alejan del foso, pa­san a través de la multitud que se separa y se dirigen hacia la iglesia.

Oxenshuer nunca había estado allí. A excepción de una especie de altar en el otro extremo, el enorme edificio se encuentra totalmente vacío: no hay púlpitos, bancos, sillas, capillas ni coro. Una luz misteriosa se filtra por las vidrieras de colores e impregna el vasto espacio in­terior. El Orador ya ha llegado; está de pie ante el altar. Oxenshuer se arrodilla ante él, como le indica Matt en un susurro. Matt se arrodilla a la izquierda de Oxenshuer; Nick y Will detrás de ellos. Una música de órgano fantas­mal y etérea comienza a filtrarse por una reja oculta. La congregación se está reuniendo. Oxenshuer escucha los ruidos de la gente detrás: toses y algunos murmullos. Pronto, los himnos familiares resuenan en la iglesia.

Voy a casa del dios y su fuego me consume.

Grito el nombre de dios y su trueno me ensordece.

Tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

Vino. El Orador ofrece un cáliz dorado a Oxenshuer, que bebe. Un vino distinto: frío, transparente. A su es­palda comienza un himno, que nunca había oído, en un lenguaje que no entiende. ¿Griego? Los ritmos son fie­ros y marcados; es la música de las bacantes, una can­ción órfica, extraña y aterradora al principio, y después, extrañamente reconfortante. Oxenshuer apenas conserva la conciencia. No comprende nada. Le están ofrecien­do la comunión. Una hostia en una bandeja de plata: pan moreno, crujiente, marcado con un signo desconocido. Come, bebe. Éste es mi cuerpo. Está es mi sangre. Más vino. Hay figuras moviéndose a su lado, y otros se ade­lantan para comulgar. Está perdiendo el sentido del es­pacio y del tiempo. Se aleja de la dimensión física y de­riva por un océano, un vasto mar cálido, un mar de sua­ves ondulaciones que lo sostiene fácil y alegremente. Percibe luz, calor, tamaño y ausencia de peso, pero no percibe nada tangible. El vino. La hostia. ¿Una droga en el vino, quizá? Se desliza del mundo y cae en el universo. Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre. Ésta es la expe­riencia de unidad y totalidad. Tomo la copa del dios y su vino me disuelve. Qué calma hay aquí. Qué vacío. No hay nadie aquí; ni siquiera estoy yo. Y todo irradia una luz tibia y pura. Floto. Avanzo. Yo, yo, yo. John Oxenshuer. John Oxenshuer no existe. John Oxenshuer es el univer­so. El universo es John Oxenshuer. Éste es el dios cuya alma es vino. Éste es el dios cuyo nombre es música. Éste es el dios que arde como el fuego. Dulce llama del olvido. El cosmos se está expandiendo como un globo. Creciendo. Creciendo. Ve, hijo; nada hacia Dios. Jesús aguarda. El santo, el santo loco, el viejo dios borracho que es un santo te conducirá a la bienaventuranza, querido John. Recupera tu integridad. Recupera tu nada. Voy a casa del dios y su fuego me consume. Ve. Ve. Ve. Grito el nombre del dios y su trueno me ensordece. ¡Dionisos! ¡Dionisos!

Todas las cosas se disuelven. Todas las cosas se vuel­ven una.

Esto es Marte. Oxenshuer, utilizando los controles ma­nuales, deja que su nave se deslice livianamente los últi­mos quinientos metros antes de tocar tierra, controlando el cabeceo, moviéndose serenamente entre las nubes rojas que giran a causa del escape de sus cohetes. Luz de contacto. Motor detenido.

—Muy bien, Houston. He aterrizado en la base de Gulliver.

Su mensaje viaja velozmente por el espacio. Con pa­ciencia, aguarda a que llegue y, al fin, recibe la respues­ta de Control de Misión.

—De acuerdo. ¿Está listo para controlar todos los sis­temas antes del EVA?

—Empezaré el control ahora mismo, Houston.

Realiza velozmente la revisión de rutina, con la segu­ridad que nace de la total familiaridad. Todo está bien en la nave, cuyo elegante cerebro mecánico funciona ma­ravillosamente, sin un fallo. Ahora Oxenshuer se retuer­ce mientras se coloca el equipo en la espalda, grande e incómodo. Ponérselo sin la ayuda de otro astronauta es más difícil de lo que esperaba, aun con la baja gravedad marciana. Revisa su provisión básica de oxígeno, su sis­tema de ventilación, su circuito de agua, su sistema de comunicaciones. Con el casco, los guantes y el traje sellado, habita un universo de bolsillo totalmente autónomo. Desmontando la pala mecánica comprueba su provisión de aire comprimido. Todo está en orden.

—¿Tengo autorización para quitar la presión en la ca­bina, Houston?

—Tiene autorización, John. Usted manda. Quite la pre­sión en la cabina.

Da la señal y aguarda que la presión se desangre. Los indicadores tiemblan. Finalmente, puede abrir la escotilla. Tiene autorización para salir de la nave, John. Se echa al hombro la pala y baja cuidadosamente por la escalerilla. Las botas muerden la arena roja. En esta lon­gitud es mediodía en Marte, y el cielo púrpura tiene un cálido resplandor dorado. Oxenshuer se acerca al túmu­lo. Se alegra al descubrir que tendrá que excavar relati­vamente poco: la fuerza de sus cohetes, durante el des­censo, ha desalojado buena parte de la arena que cubría la tumba de sus amigos. Ágilmente, coloca la pala en su lugar y empieza a retirar el resto de la arena. Pocos mi­nutos después, la brillante cúpula de la tortuga es visi­ble en varios lugares. Oxenshuer trabaja con más deli­cadeza, rascando con cuidado, hasta que toda la cúpula queda al descubierto. Enfoca su linterna hacia ella y ve los cuerpos de Vogel y Richardson. No llevan casco, y sus trajes están abiertos: vestimenta informal; la mejor para morir. Vogel está sentado ante los controles de la tortuga. Richardson yace detrás de él, en el suelo del vehículo. Sus caras están resecas, casi desprovistas de carne, pero sus rasgos conservan la expresión y Oxenshuer se da cuenta de que tuvieron una muerte pacífica, aceptando el final con tranquilidad. Pacientemente, trabaja para levantar la cúpula de la tortuga. Por fin, el cierre cede y la cúpula se abre. Metiéndose dentro, des­liza sus brazos bajo el cuerpo de Dave Vogel y lo saca del traje espacial. Es muy ligero: una momia, una efigie. Vogel parece no pesar nada. Oxenshuer lleva el cadáver reseco hasta la nave con facilidad. Sube la escalerilla con Vogel en sus brazos. Dentro, rompe el contenedor de plástico adornado con la bandera que le ha proporciona­do la NASA, y envuelve tiernamente el cuerpo con él. Estiba a Vogel en la bodega de la nave. Luego vuelve a la tortuga para sacar a Bud Richardson. En una hora, termina el trabajo.

—Misión cumplida, Houston.

La cápsula de aterrizaje se precipita con toda preci­sión en el Pacífico. El barco de salvamento, a sólo tres kilómetros de distancia, se acerca al lugar mientras los helicópteros se colocan en posición sobre la nave espa­cial que se balancea. Los hombres rana acuden a colocar el cinturón de flotación: la vieja, vieja rutina. Inmediatamente, se abre la escotilla. Oxenshuer emerge. El helicóptero más próximo baja su barquilla de rescate. Oxenshuer desaparece dentro de la nave y vuelve un momento después con el cuerpo amortajado de Vogel, que entrega a los nadadores. Lo ponen en la barquilla y ésta sube hasta el helicóptero. Después, el cuerpo de Richardson y el mismo Oxenshuer.

El Presidente aguarda en la cubierta del barco de salvamento. Con él están las dos viudas, vestidas de ne­gro, con los ojos secos, de pie, firmes y rígidas. El Pre­sidente sonríe cálidamente a Oxenshuer y le estrecha la mano.

—Un trabajo estupendo, capitán Oxenshuer. Todo el mundo le está agradecido.

—Gracias, señor.

Oxenshuer besa a las viudas. A la mujer de Richardson primero; un abrazo y unos suaves murmullos de con­suelo. Después se acerca a Claire, consciente de la pre­sencia de las cámaras de televisión. La estrecha casta­mente. Castamente, aprieta su mejilla contra la de Claire.

—Tenía que traerlo, Claire. No podía descansar hasta recuperar esos cuerpos.

—No tenías por qué hacerlo, John.

—Lo hice por ti.

Le sonríe. Los ojos de Claire son brillantes y cariño­sos.

Hay una ceremonia en cubierta. El Presidente con­cede condecoraciones póstumas a Richardson y Vogel. Oxenshuer se pregunta si sujetarán las medallas a los cuerpos, como las etiquetas que colocan a los cadáveres en el depósito, pero no; se las entregan a las viudas. Después, Oxenshuer recibe a su vez una medalla por su dramático retorno a Marte. El Presidente pronuncia un pequeño discurso. Oxenshuer finge escuchar, pero casi todo el tiempo sus ojos están fijos en Claire.

Con Claire sentada a su lado, una vez más se aleja de Los Ángeles por la carretera de San Bernardino, en dirección Este, cruzando los suburbios de plástico, atrave­sando Alhambra y Azusa, pasando por Covina Hills, Forest Lawn, San Bernardino, Banning e Indio, hasta lle­gar al desierto. Es un hermoso día de finales de invierno y las lluvias recientes han reverdecido las colinas y he­cho florecer los cactos. Él vigila cuidadosamente los pun­tos de referencia: llanuras, lagos secos.

—Creo que es aquí. En realidad, estoy seguro.

Deja la carretera y conduce el auto en dirección No­reste. Sí, no hay duda: allí está el lecho seco del lago y su coche abandonado, con aspecto antiguo, oxidado y corroído, con la capota levantada, las ruedas y el motor saqueados por los rateros hace mucho tiempo. Aparca su auto al lado, sale, se coloca la mochila. Hace señas a Claire.

—Vamos. Tendremos que andar bastante.

Ella sonríe tímidamente. Baja del coche y se apoya apenas contra John, rozando sus labios con los suyos. Él empieza a temblar.

—Claire. ¡Oh, Dios, Claire!

—¿Cuánto tendremos que andar?

—Horas.

Él adapta sus pasos a los de la muchacha. Si es nece­sario, acamparán durante la noche y llegarán a la ciudad al otro día, pero confía en estar allí antes del amanecer. Claire es fuerte, por lo que cree en la posibilidad de cu­brir el trayecto en cinco o seis horas, pero existe la posibilidad de que él no pueda encontrar las mesetas gemelas. No tiene brújula, no tiene mapas; sólo cuenta con su intuición para guiarlo hasta la ciudad. Se encaminan hacia el Norte. Ninguno de los dos habla mucho. Cada media hora se detienen para descansar; él se quita la mochila y ella le da la cantimplora. El aire es suave y fra­gante. Unas liebres audaces los acompañan. Hay pimpollos por todas partes. Oxenshuer, transfigurado por el amor, siente deseos de saltar y elevarse.

—Pronto veremos las mesetas.

—Espero que sí. Estoy empezando a cansarme, John.

—Si quieres, podemos detenernos y acampar.

—No. No. Sigamos. No puede estar muy lejos, ¿ver­dad?

Siguen. Oxenshuer calcula que ya han recorrido doce o trece kilómetros. Y aunque se hayan desviado un poco, tendrían que entrever las mesetas; le preocupa no ver­las. Si no las encuentra en la media hora siguiente acam­pará, porque no quiere andar después de la puesta del sol..

Súbitamente, suben a una pequeña colina y las me­setas aparecen: dos enormes rocas escarpadas de color gris oscuro que se recortan contra la arena. Las sombras del anochecer las oscurecen parcialmente, pero son in­confundibles.

—Allí están, Claire. Allá.

—¿Ves la ciudad?

—Desde aquí es imposible. No sé por qué, nos he­mos acercado desde un costado. Pero llegaremos pronto.

A un paso más rápido, ahora, bajan por la suave pen­diente hacia la llanura. Las mesetas dominan la escena. El corazón de Oxenshuer late con fuerza, y no es sólo por el esfuerzo de llevar su mochila. Allá aguardan Matt y Jean, Will y Nick, el Orador, la casa del dios, el laberin­to. Darán la bienvenida a Claire, su mujer; le asignarán una casita en el borde de la ciudad, iniciarán a Claire en sus ritos. Pronto. Pronto. Las mesetas se acercan.

—John, ¿dónde está la ciudad?

—Entre las mesetas.

—No la veo.

—Desde aquí es imposible. Lo único visible es la em­palizada, y cuando te acercas ves algunos tejados.

—Pero ni siquiera veo la empalizada, John. Sólo un espacio abierto entre las mesetas.

—Son las sombras. El ojo se engaña con facilidad.

Pero a él también le parece raro. Ciertamente, a la hora del crepúsculo es posible engañarse, pero tiene la impresión de que no hay nada entre las mesetas. ¿Acaso no serán las mismas mesetas? Resultaría difícil. A cau­sa de su forma original y única, nunca podría confundirlas con otras formaciones. ¿Y la ciudad, entonces? ¿Dónde se ha ido la ciudad? A cada paso se siente más inquieto. Tra­ta de esconder su nerviosismo a Claire, pero ella está tensa, irritable, casi aterrada. Le pregunta repetidas ve­ces qué ha sucedido, si se han extraviado. Él la tranqui­liza lo mejor posible. Éste es el lugar, le dice. Quizá la ciudad es invisible a causa de una ilusión óptica, o tal vez por otra clase de ilusión, obra de la gente de la ciudad.

—¿Significa que no nos quieren, John? ¿Que nos es­tán ocultando la ciudad?

—No lo sé, Claire.

—Estoy asustada.

—No tengas miedo. Dentro de unos minutos sabremos la respuesta.

Cuando están a unos quinientos metros de las mese­tas, Claire pierde el control. Solloza y sale corriendo ha­cia delante, entre los cactos, hacia la separación de las mesetas. John la llama, le dice que lo aguarde, pero ella sigue corriendo, desvaneciéndose entre las profundas som­bras. Incomodado por su enorme mochila, corre tras ella tropezando, jadeante. La ve desaparecer entre las mese­tas. Débil y mareado la sigue, y pocos momentos después llega a la entrada del cañón.

No hay ciudad.

No ve a Claire.

La llama. Sólo le responden unos ecos burlones. Desconcertado, entra en el cañón, mirando las escarpadas la­deras de las mesetas, recordando calles, avenidas, casas.

—¿Claire?

Nadie. Nada. Y llega la noche. Se abre camino por el terreno disparejo y rocoso hasta que llega al otro extre­mo del cañón; mira las mesetas, mira el desierto y no ve a nadie. La ciudad la ha devorado y la ciudad ha de­saparecido.

—¡Claire! ¡Claire!

Silencio.

Fatigado, deja caer la mochila y se sienta durante un largo rato. Finalmente, extiende el saco de dormir. Se mete en él, pero no duerme. Espera que pase la noche y, cuando llega el amanecer, busca nuevamente a Claire, pero no hay rastros de ella. Muy bien. Muy bien. Se rin­de. No hará preguntas. Carga con la mochila y comienza el largo camino de vuelta a la carretera.

A media mañana, llega al coche. Se vuelve y mira el desierto, resplandeciente a la luz del mediodía. Luego se mete en el auto y se aleja.

Entra en su apartamento del bulevar Hollywood. Des­de aquí emprendió el camino hacia el desierto, hace muchos meses; ahora ha vuelto al punto de partida. Una gruesa capa de polvo cubre los muebles baratos y utili­tarios. El aire huele a cerrado. Todas las cortinas están corridas. Vagabundea entre el vestíbulo y el saloncito, entre el saloncito y el dormitorio, entre el dormitorio y la cocina, entre la cocina y el vestíbulo. Se quita las botas y se acuesta en la gastada alfombra del saloncito, boca abajo, con los ojos cerrados. Tan cansado. Tan vacío. Descansaré un poco.

—¿John?

Es la voz del Orador.

—Déjeme en paz —dice Oxenshuer—. La he perdido. Lo he perdido a usted. Creo que me he perdido a mí mismo.

—Te equivocas. Ven con nosotros, John.

—Lo hice. No estaban allí.

—Ven ahora. ¿No sientes la llamada de la ciudad? La Fiesta ha terminado. Ya va siendo hora de que te instales aquí.

—No pude encontrarlos.

—En aquel momento seguías perdido en tus sueños. Ven ahora. Ven. El santo te llama. Jesús te llama. Claire te llama.

—¿Claire?

—Claire.

Lentamente, Oxenshuer se pone de pie. Cruza la habi­tación y abre las cortinas. La ventana da al bulevar Ho­llywood, pero mirando hacia fuera ve solamente las ro­jas llanuras de Marte, erosionadas y llenas de cráteres, brillando con la luz roja del mediodía. Vogel y Richardson están allí, saludándolo con los brazos. Sonriendo. Lla­mándolo. Las láminas delanteras de sus cascos brillan a la fría luz de las estrellas. Ven, le gritan. Te estamos aguardando. Oxenshuer responde a su saludo y va hacia otra ventana. Allí también ve un desierto deshabitado. ¿Será Marte, también, o el desierto de Mojave? Es inca­paz de decirlo. Todo es seco, inhóspito y bello, con la se­rena y trascendente belleza de la desolación. Ve a Claire a cierta distancia. Ella le da la espalda. Se dirige con paso firme y confiado hacia las mesetas gemelas. Entre éstas se alza la Ciudad de la Palabra de Dios, dorada y radiante bajo la cálida luz del sol. Oxenshuer asiente. Es el momento. Irá hacia ella. Irá hacia la ciudad. La Fiesta de san Dionisos ha terminado y la ciudad lo llama.

Reúnenos. Llévanos al océano.

Ayúdanos a nadar. Danos de beber.

Vino en mi corazón hoy,

sangre en mi garganta hoy,

fuego en mi alma hoy.

Te alabamos, oh Señor.

Oxenshuer corre, estirando el paso. Ve las mesetas; ve la empalizada. El sonido de lejanos cánticos resuena en sus oídos. «¡Por aquí, hermano!», grita Matt. «De pri­sa, John», grita Claire. Corre. Tropieza, y se recupera y vuelve a correr. Vino en mi corazón hoy. Fuego en mi alma hoy. «Dios está en todas partes —le dice el santo—. Pero, ante todo, Dios está dentro de ti.» El desierto es un mar, el gran océano tibio que acuna, la inmortal ma­dre marina de todas las cosas, y Oxenshuer se interna alegremente en él, deriva, flota y deja que se apodere de él y lo lleve donde quiera.

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