Andrea Camilleri
La Paciencia de la araña

1

Se despertó de golpe bañado en sudor y respirando afanosamente. Durante unos segundos no supo dónde estaba, hasta que la respiración ligera y regular de Livia, que dormía a su lado, lo devolvió al mundo conocido y tranquilizador. Se encontraba en su habitación de Marinella. Lo había arrancado del sueño un pinchazo gélido como el filo de una navaja en la herida del hombro izquierdo. No tuvo necesidad de consultar el reloj de la mesilla de noche para saber que eran las tres y media de la madrugada, más concretamente las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos. Le sucedía lo mismo desde hacía veinte días, los transcurridos desde aquella mala noche en que Jamil Zarzis, traficante de niños extracomunitarios, lo había herido de un disparo y él había reaccionado matándolo; veinte días, pero el tiempo parecía haberse detenido en aquel preciso momento. «Clac», había hecho un engranaje de la parte de su cabeza donde se medía el paso de las horas y los días, «clac», y desde entonces, si dormía se despertaba, y si por el contrario estaba despierto, percibía una especie de misteriosa e inapreciable parálisis de las cosas que lo rodeaban. Sabía que en el transcurso de aquel fulminante duelo ni siquiera le había pasado por la imaginación la idea de mirar qué hora era, y, sin embargo, eso lo recordaba muy bien, en el instante en que la bala disparada por Jamil Zarzis le penetraba en el cuerpo, una impersonal voz interior, una voz de mujer un tanto metálica, como las que se oyen en las estaciones y los supermercados, había dicho: «Son las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos.»

– ¿Estaba usted con el comisario Montalbano?

– Sí, doctor.

– ¿Se llama usted…?

– Fazio, doctor.

– ¿Cuándo lo han herido?

– Pues mire, el enfrentamiento ha tenido lugar sobre las tres y media. Por consiguiente, hace algo más de media hora. Doctor…

– ¿Es grave?

Montalbano estaba tumbado, inmóvil y con los ojos cerrados, y por eso ellos pensaban que había perdido el conocimiento y podían hablar con entera libertad. Pero ello oía y comprendía todo; estaba sorprendido y lúcido al mismo tiempo, sólo que no le apetecía abrirla boca y responder a las preguntas del médico. Por lo visto, las inyecciones que le habían administrado para calmarle el dolor le habían hecho efecto en todas las partes del cuerpo.

– ¡No diga bobadas! Sólo hay que extraerle la bala que ha quedado alojada en el interior.

– ¡Oh, Virgen santísima!

– ¡No hay por qué alterarse! ¡Es una tontería! Con unos cuantos ejercicios de rehabilitación, recuperará al cien por cien la movilidad del brazo. Disculpe, pero ¿por qué está tan preocupado?

– Verá, doctor, hace unos días el comisario fue solo a realizar una inspección…

También ahora, como entonces, mantiene los ojos cerrados. Pero ya no oye las palabras amortiguadas por el fuerte rumor del oleaje. Debe de hacer viento, pues la persiana se estremece bajo los aleros y emite una especie de quejido. Menos mal que aún está convaleciente y puede quedarse todo el tiempo que quiera bajo las mantas. Ese pensamiento lo alivia y decide abrir los ojos un poco.

¿Por qué ya no oía a Fazio? Abrió los ojos un poco. Los dos hombres se habían apartado de la cama y se encontraban junto a la ventana. Fazio hablaba, y el doctor de bata blanca lo escuchaba con la cara muy seria. De pronto comprendió que no necesitaba oír las palabras para saber lo que Fazio estaba diciendo. Su amigo, su hombre de confianza, estaba traicionándolo como Judas, estaba contándole al médico lo ocurrido cuando él se quedó sin fuerzas en la playa, después de aquel intenso dolor en el pecho que sintió en el mar… ¡Ya verás cuando los médicos se enteren de la noticia! Antes de extraerle la maldita bala le harán pasar las mil y una, lo examinarán por dentro y por fuera, lo agujerearán, le arrancarán la piel a tiras para ver lo que hay debajo…

Su dormitorio es el mismo de siempre. No, no es verdad. Sigue siendo el mismo, pero es distinto. Distinto porque ahora están encima de la consola las cosas de Livia: el bolso, las horquillas para el cabello, dos frasquitos. Y encima de la silla del otro lado de la cama hay una blusa y una falda. Y, aunque no las vea, sabe que en algún lugar cercano al lecho hay un par de zapatillas de color rosa. Se conmueve. Se derrite, se reblandece por dentro, se licua. Desde hace veinte días experimenta esa nueva sensación, que no logra controlar. Cualquier nimiedad basta para llevarlo al borde de la conmoción. Y se avergüenza de esa fragilidad emocional, se irrita y se ve obligado a elaborar complejos mecanismos de defensa para que los demás no se den cuenta. Pero con Livia no, con ella no lo ha conseguido. Y Livia ha decidido ayudarlo, tenderle la mano, aunque lo trata con cierta dureza, pues no quiere brindarle pretextos para que se deje vencer. Sin embargo, todo es inútil porque la amorosa actitud de Livia también lo aboca a una mezcla de emoción y felicidad. Porque se alegra de que ella haya hipotecado sus vacaciones para cuidarlo y sabe que la casa de Marinella también se alegra de su presencia. Desde que está ella y contemplado a la luz del día, es como si su dormitorio hubiera recuperado el color, como si las paredes se hubiesen pintado de un blanco resplandeciente. Puesto que nadie lo mira, se enjuga una lágrima con la punta de la sábana.

Todo es blanco, y en ese blanco sólo el marrón (¿antes era rosa?, ¿cuántos siglos hace de eso?) de su piel desnuda. Blanca la sala donde están haciéndole el electrocardiograma. El médico examina la larga tira de papel y mueve la cabeza con gesto dubitativo. Aterrorizado, Montalbano se imagina que el gráfico que el doctor sostiene es idéntico al que dibujó el sismógrafo durante el terremoto de Mesina de 1908 y que tuvo ocasión de ver reproducido en una revista de historia: un ovillo desesperado e insensato, como trazado por una mano enloquecida por el miedo.

«¡Me han descubierto! -piensa-. ¡Se han dado cuenta de que mi corazón funciona con corriente alterna, a la buena de Dios, y de que he sufrido por lo menos tres infartos!»

Después entra otro médico en la habitación, también con bata blanca. Mira la tira de papel, mira a Montalbano, mira a su compañero.

– Vamos a repetirlo -dice.

A lo mejor no dan crédito a sus ojos, no comprenden cómo un hombre con semejante electrocardiograma puede estar todavía en una cama de hospital, en lugar de sobre una mesa de mármol en un depósito de cadáveres. Estudian la nueva tira, esta vez con las cabezas muy juntas.

– Hagámosle la ecografía cardíaca -deciden, más perplejos que convencidos.

Montalbano querría decirles que, tal como están las cosas, sería mejor que no se molestaran ni en extraerle la bala. Que lo dejen morir en paz. Pero, maldita sea, no ha pensado en hacer testamento. La casa de Marinella, por ejemplo, tiene que ir aparar a Livia, antes de que aparezca cualquier primo de cuarto grado a reclamarla.

Pues sí, porque desde hace unos años la casa de Marinella es suya. Creía que jamás conseguiría comprarla, pues era demasiado cara y su sueldo no le permitía ahorrar mucho. Pero un día el socio de su padre le escribió diciéndole que estaba dispuesto a liquidar la parte que le correspondía a su padre de la empresa vinícola, una suma considerable. Y de esa manera, no sólo tuvo dinero para comprar la casa, sino que le sobró para ingresar cierta cantidad en el banco. Para la vejez. Y por consiguiente debía hacer testamento, pues sin proponérselo se había convertido en propietario. Sin embargo, cuando salió del hospital no fue al notario. De todos modos, en caso de que finalmente decidiera ir, la casa le correspondería a Livia, eso estaba fuera de duda. A François… a aquel hijo suyo que no era su hijo pero que habría podido serlo, sabía muy bien qué dejarle. Dinero para comprarse un buen coche. Ya veía el rostro indignado de Livia. ¡Pero cómo! ¡Eso es malcriarlo! Sí, señora. A un hijo que no es un hijo pero que habría podido (¿debido?) serlo, hay que malcriarlo mucho más que a un hijo que es un hijo. Un argumento un poco cogido por los pelos, cierto, pero argumento al fin. ¿Y a Catarella? Porque estaba claro que Catarella tendría que figurar en su última voluntad. ¿Qué le legaba a él? Libros por supuesto que no. Trató de recordar una vieja canción de soldados, El testamento del capitán o algo así, pero no lo consiguió. ¡El reloj! Ya está, a Catarella le dejaría el reloj de su padre que el socio le había enviado. Así se sentiría como uno de la familia. El reloj, y listo.

No puede ver el reloj de la sala donde están haciéndole la ecografía cardíaca porque tiene una especie de velo grisáceo delante de los ojos. Los médicos están ocupados contemplando atentamente una especie de televisor; de vez en cuando desplazan un ratón.

Uno de ellos, el que debía operarlo, se llama Strazzera, Amedeo Strazzera. Esta vez del aparato no sale una tirita de papel, sino una serie de fotografías o algo por el estilo. Los dos hombres miran y remiran, y al final suspiran como agotados por una larguísima caminata. Strazzera se acerca a él mientras su compañero se acomoda en una silla, naturalmente blanca, y lo observa muy serio. Después se inclina hacia delante. Montalbano cree que le dirá: «¡Deje de fingir que está vivo! ¡Vergüenza debería darle!»

¿Cómo era aquella poesía?

«El pobre hombre que muerto había seguía combatiendo y no lo sabía.»

Pero el doctor no dice nada y empieza a auscultarlo con el estetoscopio. ¡Como si no lo hubiera hecho veinte veces ya! Al final endereza la espalda, mira a su compañero y pregunta:

– ¿ Qué hacemos?

– Yo haría que lo examinara Di Bartolo.

¡Di Bartolo! Una leyenda. Montalbano lo había conocido tiempo atrás. Ya era un anciano de setenta y tantos años, enjuto, con una barbita blanca que le confería aspecto de cabra e incapaz de adaptarse a la convivencia civilizada y las buenas maneras. Al parecer, en cierta ocasión le dijo a un tipo con fama de usurero que no podía hacerle nada porque no había conseguido localizarle el corazón.

Y otra vez, a uno que estaba tomando un café en el bar y a quien jamás había visto, le soltó de pronto: «¿Sabe usted que está apunto de sufrir un infarto?» Y lo bueno es que al hombre le dio inmediatamente el infarto, tal vez porque acababa de decírselo una lumbrera como Di Bartolo. Pero ¿por qué aquellos dos querían llamarlo si ya no había nada que hacer? Quizá porque deseaban enseñarle al viejo maestro aquel fenómeno que tenían delante, alguien que inexplicablemente seguía viviendo con un corazón que parecía la ciudad de Dresde en 1945.

Mientras tanto, deciden llevarlo de nuevo a su habitación. Cuando abren la puerta, él oye la voz de Livia que lo llama, desesperada:

– ¡Salvo! ¡Salvo!

No le apetece contestar. ¡Pobrecilla! Había ido a Vigàta para pasar unos días con él, y se encuentra con esa bonita sorpresa.

– ¡Menuda sorpresa! -le había dicho Livia la víspera cuando, a su regreso del hospital de Montelusa para una visita de control, él entró en casa con un gran ramo de rosas. E inmediatamente se echó a llorar.

– ¡Vamos, no te pongas así! -la consoló, reprimiéndose también a duras penas.

– ¿Y por qué no?

– Jamás lo habías hecho…

– Y tú, ¿cuándo me has regalado un ramo de rosas?

Le apoyó con suavidad la mano en el costado para no alterarla.

Había olvidado, o cuando lo conoció no reparó en ello, que el profesor Di Bartolo, aparte del aspecto, también tenía voz de cabra.

– Buenos días a todos -bala el doctor entrando con un séquito de médicos rigurosamente enfundados en batas blancas.

– Buenos días -contestan todos menos Montalbano, que hasta la aparición del profesor en el umbral estaba solo en la habitación.

El anciano se acerca a la cama y lo mira con interés.

– Veo con sumo placer que, a pesar de mis colegas, todavía disfruta usted del pleno uso de sus facultades mentales.

Hace un gesto y Strazzera se acerca y le entrega los resultados de las pruebas. El profesor estudia por encima la primera, la arroja sobre la cama, y lo mismo hace con la segunda, la tercera y la cuarta, hasta que la cabeza y el tronco de Montalbano desaparecen bajo los papeles. A continuación, el comisario oye la voz del doctor, a quien no puede ver porque las fotografías de la ecografía cardíaca que le ha lanzado han ido aparar sobre sus ojos.

– ¿Puedo saber por qué me han llamado? -El balido suena más bien irritado; es evidente que la cabra está empezando a cabrearse.

– Verá, profesor -dice la vacilante voz de Strazzera-, es que uno de los ayudantes del comisario nos ha revelado que hace unos días sufrió un grave episodio de…

¿De qué? Montalbano no consigue oír a Strazzera. A lo mejor está resumiéndole el capítulo al oído. ¿Capítulo? ¿A qué viene eso de «capítulo»? Esto no es un culebrón. Strazzera ha dicho «episodio». Pero ¿acaso el capítulo de un culebrón no se llama también episodio?

– Incorpórenlo -ordena el profesor. Le quitan los papeles de encima y lo levantan con cuidado. Un círculo de médicos vestidos de blanco rodea la cama en religioso silencio. Di Bartolo le apoya el estetoscopio sobre el pecho, después lo desplaza unos centímetros, vuelve a desplazarlo y se detiene. Al verle la cara tan de cerca, el comisario se da cuenta de que el profesor hace un constante movimiento con las mandíbulas, como si mascara chicle. Pero enseguida lo comprende: está rumiando. Di Bartolo es una auténtica cabra. Inmóvil, se limita a escuchar. «¿ Qué oye de lo que ocurre en el interior de mi corazón?», se pregunta Montalbano. ¿Derrumbamientos de edificios? ¿Grietas que se abren repentinamente? ¿Bramidos subterráneos? Di Bartolo continúa auscultando sin desplazarse ni un milímetro del punto que ha identificado. Pero ¿no le duele la espalda de tanto permanecer inclinado? El comisario empieza a sudar de miedo y el profesor se incorpora. -Ya basta.

Vuelven a tender al herido.

– En mi opinión -concluye la lumbrera-, pueden pegarle tres o cuatro tiros más y después extraerle las balas sin anestesia. Con toda seguridad, su corazón lo resistiría. Y se va sin despedirse de nadie. Diez minutos después Montalbano está en el quirófano, donde brilla una luz blanca muy intensa. Un individuo se cubre el rostro con una especie de mascarilla que sostiene con la mano.

– Inspire hondo -le dice.

El obedece. Y ya no se acuerda de nada.

«¿Cómo es posible -se pregunta- que aún no hayan inventado un espray que, cuando no hay manera de conciliar el sueño, te lo introduzcas en la nariz y aprietes, salga el gas o lo que sea, y te quedes dormido de golpe?»

Sería muy práctico, una anestesia contra el insomnio. Le entran ganas de beber. Se levanta despacio para no despertar a Livia, se dirige a la cocina y se sirve un vaso de agua mineral de una botella abierta. ¿Y ahora? Decide ejercitar un poco el brazo, tal como le ha enseñado una enfermera especializada. Uno, dos, tres y cuatro. Uno, dos, tres y cuatro. El brazo funciona bien, hasta el punto de que puede conducir tranquilamente el coche.

Strazzera ha acertado de lleno. Sólo que algunas veces se le duerme, como ocurre con las piernas cuando uno permanece demasiado rato en la misma posición y nota pinchazos. O bien hormigueos. Bebe otro vaso de agua y vuelve a acostarse. Al notar que él se desliza bajo las mantas, Livia emite un murmullo y se da media vuelta.

– Agua -suplica, abriendo los ojos.

Livia llena un vaso y lo ayuda a beber colocándole una mano en la nuca. Después deja el vaso sobre la mesilla de noche y desaparece del campo visual del comisario, que consigue incorporarse un poco. Livia está ante la ventana, al lado del doctor Strazzera, que le habla en susurros. De pronto Montalbano oye la leve risita de Livia. («¡Pero qué gracioso es usted!») ¿Por qué se pega tanto a ella el médico? ¿Y por qué Livia no siente el deber de apartarse un poco? «Ahora veréis.»

– ¡Agua! -grita, enfurecido.

Livia se sobresalta.

– ¿Por qué bebe tanto, doctor? -pregunta.

– Seguramente por el efecto de la anestesia -dice Strazzera. Y añade-: De todos modos, Livia, la operación ha sido una tontería. Lo he hecho de tal manera que le quedará una cicatriz prácticamente invisible.

Ella lo mira con una sonrisa de gratitud que enfurece todavía más al comisario. ¡Una cicatriz invisible! O sea que podrá presentarse sin ningún problema al próximo concurso de Mr. Músculo.

A propósito de músculo, o lo que sea. Se desplaza sin hacer ruido hasta pegar el cuerpo a la espalda de Livia. Ella parece notar el contacto, a juzgar por la especie de maullido que emite en sueños.

Montalbano alarga una mano ahuecada y se la coloca sobre un pecho. Livia, como obedeciendo a un reflejo condicionado, apoya su mano sobre la de él. Y la actuación se detiene ahí. Porque él sabe de sobra que si sigue adelante, Livia lo parará en seco. Ya ocurrió la primera noche que regresaron a Marinella.

– No, Salvo, de eso ni hablar. Temo que te duela.

– Vamos, Livia, me han herido en el hombro, no en la…

– No seas vulgar. ¿Es que no lo entiendes? No me sentiría a gusto, tendría miedo de que…

Pero el músculo, o lo que sea, no comprende ese tipo de miedos. Carece de cerebro, no está acostumbrado a la meditación. No atiende a razones. Y allí se queda, hinchado de rabia y deseo.

Miedo. Temor. Eso experimenta al segundo día de la operación cuando, hacia las nueve de la mañana, la herida empieza a dolerle intensamente. ¿Por qué duele tanto? ¿Se habrían dejado, como ocurría a menudo, un trozo de gasa dentro? Y tal vez no fuera una gasa, sino un bisturí de treinta centímetros. Livia lo nota de inmediato y llama a Strazzera, que acude enseguida, quizá dejando a medias una operación a corazón abierto. Pero las cosas habían llegado a ese punto: en cuanto Livia lo llamaba, Strazzera acudía corriendo. El médico dice que es algo normal, que no hay razón para que se alarme. Y le pone una inyección a Montalbano. Antes de que transcurran diez minutos, suceden dos cosas. La primera es que el dolor comienza a remitir y la segunda, que Livia dice:

– Ha llegado el jefe superior de policía.

Y se retira. Entran en la habitación Bonetti-Alderighi y su jefe de gabinete, el dottor Lattes, que junta las manos en gesto de oración como si se encontrara ante el lecho de un moribundo.

– ¿ Qué tal va eso, qué tal? -pregunta el jefe superior.

– ¿ Qué tal va, qué tal? -repite Lattes con entonación de letanía.

Habla el jefe superior, pero Montalbano lo oye sólo a ráfagas, como si un fuerte viento le arrebatara las palabras.

– … y por consiguiente, lo he propuesto para una mención solemne.

– Solemne -repite Lattes.

«Paraptin chimpún», dice una voz en la cabeza de Montalbano.

Viento.

– A la espera de su reincorporación, el dottor Augello…

«¡Oh, qué bello, oh, qué bello!», dice la consabida voz interior.

Viento.

Ojos de cordero degollado que se cierran inexorablemente

Le pesan los párpados. A lo mejor logra dormirse así, pegado al cuerpo caliente de Livia. Pero ahí está el latazo de la persiana que sigue quejándose a cada ráfaga de viento.

¿Qué hacer? ¿Abrir la ventana y cerrar mejor la persiana? Ni pensarlo, seguro que Livia se despertaría. Puede que haya algún sistema. No cuesta nada probarlo. No intentar oponerse al gemido de la persiana, sino secundarlo, incorporarlo al ritmo de la respiración.

– ¡Iiiih! -dice la persiana.

– ¡Iiiih! -replica él con los labios medio cerrados.

– ¡Eeeeh! -dice la persiana.

– ¡Eeeeh! -responde él como un eco.

Pero esta vez no ha controlado el volumen de la voz. En un visto y no visto, Livia abre los ojos y se incorpora a medias.

– Salvo, ¿te encuentras mal?

– ¿Por qué?

– ¡Te estabas quejando!

– Habrá sido en sueños, perdona. Duerme.

¡Maldita ventana!

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