Robert Silverberg La segunda invasión

Ellos eran la segunda oleada invasora. La primera había desaparecido como el agua en la arena. Pero ahora el emperador Saturnino había enviado otra flota al Nuevo Mundo, mucho más grande que la primera, y a ésta le seguirían otras más si así fuese necesario. «Golpearemos sus costas como lo hace el océano y, al final, venceremos.» Eso había declarado el emperador cinco años antes, el día en que las noticias del desastre llegaron a la capital. «Pues Roma misma es también un océano: inmensa, inagotable, inexorable. No podrán resistir nuestro poderío.»

Tito Livio Druso estaba al lado de su padre aquel día, cuando el emperador pronunció su discurso. Tenía entonces dieciocho años; un joven de alta alcurnia de Roma que aún no había encontrado su norte en la vida. Las palabras del emperador despertaron en él una profunda inquietud. Un remoto nuevo mundo a la espera de ser conquistado: ¡continentes enteros sin explorar mucho más allá de las columnas de Hércules, rebosantes de los tesoros de misteriosos pueblos de piel cobriza! Y allí, frente al Senado se erguía la imponente y resplandeciente figura del emperador, magnífico con su túnica de púrpura imperial, pidiendo a gritos con aquella voz suya extraordinariamente atronadora, hombres valerosos para llevar las águilas de las legiones de Roma a aquellos imperios extranjeros.

«Aquí estoy yo —pensaba el joven Druso, concentrando cada átomo de su voluntad en la despejada frente del emperador—. ¡Yo lo haré! ¡Yo soy el hombre! ¡Yo conquistaré México para ti!»

Pero ahora ya habían transcurrido cinco años y el emperador, fiel como siempre a su palabra, había enviado esa segunda expedición, a través de los océanos, hasta el Nuevo Mundo.Y a Druso, que ya no era el iluso muchacho que soñaba con extraños mundos por descubrir, sino un veterano soldado de veintitrés años que empezaba a pensar en el matrimonio y el retiro en una finca en el campo, se le había ofrecido un cometido en el ejército de invasión y había aceptado; con bastante menos entusiasmo del que pudiera haber mostrado antes. El destino de la primera expedición estaba muy presente en su mente. Mientras escrutaba la oscuridad de aquella enigmática orilla que se extendía justo enfrente de ellos, se preguntaba si también él, como tantos valientes romanos lo habían hecho antes, iba a dejar sus huesos en aquella tierra desconocida y muy probablemente hostil.

Faltaba poco para que rompiera el alba, aquel tercer día del nuevo año de 1861. En su tierra, el mes de enero era el más frío del año, de manera que aquella brisa seca y tórrida que soplaba hacia él desde el nuevo continente, se empeñaba en recordarle a Druso que estaba lejos de casa. En aquella época del año, ni siquiera el viento de África era tan cálido como aquél.

Rayos de rosa pálido procedentes de las primeras luces del día empezaban a aparecer por encima de su hombro. En la menguante oscuridad que tenía enfrente, distinguió los contornos umbríos de una orilla inhóspita y pedregosa coronada, en una cercana y pequeña colina, por una maciza construcción blanca de impresionante altura y una sólida y formidable apariencia. El territorio que se extendía hacia el oeste por detrás de ella parecía prácticamente llano y con una masa forestal tan densa que no podía verse signo alguno de asentamiento humano.

—¿Qué te parece esto, Tito? —le preguntó Marco Juniano, que, discretamente, se le había acercado por la cubierta. Era dos años mayor que Druso, un antiguo esclavo de la familia y ahora un liberto. Fuera o no libre, el caso es que había elegido seguir a Druso hasta el Nuevo Mundo. Habían crecido juntos. Aunque uno pertenecía a la antigua nobleza romana y el otro descendía de quinientos años de generaciones de esclavos, estaban tan unidos como hermanos. No es que nadie pudiera tomarlos por tales, ni de lejos, pues Druso era alto y blanco, con el cabello suave y lacio y los finos rasgos de un aristócrata, y poseía un elegante discurso, mientras que Marco Juniano era un individuo moreno, bajo y culón, de nariz chata y un espeso y ensortijado cabello, que hablaba con la entonación propia de su clase y actuaba en consonancia. Pero ellos nunca permitieron que estas diferencias constituyeran una barrera. Entre ambos siempre fueron Tito y Marco, Marco y Tito, amigos, compañeros, hermanos incluso, en todos los sentidos importantes, salvo en uno.

—Creo que se avecina la lucha, Marco. Se masca en el aire. —La verdad es que la misma atmósfera era desagradable: fuerte, acre, con una extraña mezcla especiada que no era grata en absoluto—. ¿Qué crees que es esa gran construcción? ¿Una fortaleza? ¿Un templo?

—Un templo, ¿no te parece? Los nórdicos decían que ésta era una tierra de grandes templos. ¿Y por qué iban a molestarse en fortificar su costa cuando ya está defendida por millares de millas de océano?

Druso asintió con un gesto.

—Buena observación. Sin embargo, no creo que fuera muy inteligente por nuestra parte tratar de desembarcar justo ahí debajo. Ve y dile al capitán que busque un puerto más seguro un par de millas al sur de aquí.

Marco se marchó a dar la orden, Druso se inclinó sobre la borda y se quedó observando la tierra a medida que ésta se iba haciendo más visible. Realmente parecía deshabitada. Grandes grupos de árboles de aspecto desconocido se apiñaban, en hilera, formando un sólido muro negro sin abertura alguna a la vista. Y además estaba aquel templo. Alguien había extraído aquellas rocas y erigido aquella imponente construcción sobre aquel cabo. Alguien, en efecto.

Habían pasado ocho semanas en el mar para llegar hasta allí, el viaje más largo de su vida…, o de la de cualquier otro hasta donde él sabía. En ocho semanas se podía navegar el Gran Mar, el mar Mediterráneo, de un extremo a otro las veces que hiciera falta, desde la costa siria hacia el oeste, hasta las columnas de Hércules en Hispania, y regresar de nuevo a Siria. ¡El Gran Mar! ¡Cuan equivocados estaban los antiguos al haber otorgado al Mediterráneo un nombre tan grandioso! El Gran Mar era un simple charco comparado con el que acababan de cruzar, el vasto mar Océano que separaba los mundos. Había sido un viaje bastante fácil, a través de aguas siempre cálidas, largo y aburrido, pero en ningún aspecto difícil. Izar las velas, dirigir la proa hacia el oeste, coger viento de popa y allá que se fueron; con bastante seguridad. Con el tiempo fueron a parar a un dulce mar azul-esmeralda, salpicado de islas tropicales en las que fue posible reponer provisiones y agua sin que los ingenuos indígenas desnudos ofrecieran ninguna resistencia. A continuación, siguiendo el rumbo, llegaron poco después a lo que era inequívocamente la costa de algún vasto continente, el cual, más allá de toda duda, debía de ser ese México del que les habían hablado los nórdicos.

Contemplándolo ahora, Druso no sintió temor, pues el temor era una emoción que no se consideraba permisible, sino una cierta intuición de…, ¿qué?, se preguntaba. ¿Inquietud? ¿La sensación de que aquella expedición podía no ser una idea especialmente inteligente?

La posibilidad de encontrarse con una fiera resistencia militar no le preocupaba. Hacía casi seiscientos años que los romanos no habían emprendido ninguna batalla importante; no desde que Maximiliano el Grande acabara con los godos y Justiniano aplastara a los rebeldes persas, pero cada una de las siguientes generaciones había anhelado la oportunidad de demostrar que la vieja tradición guerrera aún permanecía viva, y Druso se sentía feliz de que fuera la suya la que, finalmente, tuviera tal oportunidad. Así que lo que tuviera que venir, que viniera pues. Tampoco le preocupaba mucho morir en la batalla. En algún momento tendría que entregar su vida a los dioses y morir por el Imperio siempre se consideraba algo glorioso.

Pero tener una muerte estúpida… Ah, eso era otra cosa.Y había muchas personas en la capital que pensaban que el ansia del emperador Saturnino por convertir el Nuevo Mundo en una provincia romana era la más grande de todas las estupideces. Incluso el más poderoso de los imperios debía admitir sus límites. El emperador Adriano había considerado, hacía mil años, que el Imperio se estaba haciendo demasiado difícil de manejar y, dando la espalda a cualquier otra conquista al este de Mesopotamia, regresó a Roma. Persia, India, Catay y Cipango, más allá de Asia Ultima, donde vivía el pueblo de piel amarilla, habían sido dejados como territorios independientes, aunque vinculados a Roma por tratados comerciales.Y ahora, Saturnino se dirigía en sentido opuesto, hacia el remoto Occidente, con sueños de conquista. Había oído fábulas del oro de México y de otro territorio occidental llamado Perú, y el emperador ansiaba ese oro. Pero ¿podía conquistarse este Nuevo Mundo desde una distancia tan grande? Y ¿podría administrarse una vez conquistado? ¿No sería más inteligente establecer simplemente una alianza mercantil con el pueblo que lo habitaba, y venderles productos de Roma a cambio de su abundante oro? ¿No sería preferible crear nueva prosperidad que reafirmaría al Imperio Occidental frente a su boyante contrapartida oriental? ¿Quién se creía Saturnino que era? ¿Alejandro el Grande? Incluso Alejandro había regresado, finalmente, de la conquista de tierras lejanas, después de alcanzar las fronteras de la India.

Druso trató con todas sus fuerzas de quitarse de la cabeza aquellas dudas desleales. La grandeza de Roma no admitía obstáculo alguno, se dijo a sí mismo y, al contrario de lo que pensaba Adriano, tampoco límites. Los dioses habían otorgado el mundo a los romanos. Así había sido dicho en el primer libro del gran poema de Virgilio, que todos los muchachos estudiaban en la escuela: dominio sin fin. El emperador Saturnino había decretado que aquel lugar tenía que ser romano, Druso había sido enviado hasta allí para contribuir a su conquista en nombre de Roma, y así sería.


Había amanecido ya cuando la flota, bajando por la costa, se había desplazado lo suficiente como para quedar fuera de la vista de aquel templo en lo alto de la colina. A la potente luz de la mañana, Druso tuvo una visión más nítida de la irregular costa rocosa, las playas arenosas, los densos bosques. Vio entonces que los árboles eran palmeras de alguna clase, pero sus hojas curvas y recortadas las hacían diferentes de aquellas otras autóctonas de los países mediterráneos. No había indicio de ningún asentamiento humano.

El desembarco resultó una operación complicada. El mar era allí poco profundo y los barcos eran grandes, diseñados especialmente para grandes trayectos. No se podía echar el ancla muy cerca de la orilla, de manera que los hombres tuvieron que lanzarse al agua, que por lo menos estaba caliente, y esforzarse para llegar a la orilla en medio de las olas, muy cargados de armas y suministros. Tres de ellos fueron arrastrados por una corriente que les llevó hacia el sur y dos de ellos perecieron ahogados. Al verlo, algunos de los restantes se resistieron a abandonar el barco. El propio Druso saltó y alcanzó la orilla para animar a la tripulación. La arena era de una blancura sobrecogedora, como si estuviera hecha de diminutas partículas de huesos pulverizados. Se notaba dura al pisarla y crujía al caminar sobre ella. Druso se recreó en su extrañeza pisoteándola varias veces. Clavó profundamente en ella su bastón de mando, diciéndose a sí mismo que estaba tomando posesión de aquella tierra en nombre de la Roma Eterna.

La fase inicial del desembarco llevó más de una hora, hasta que los romanos se instalaron sobre aquella franja estrecha de arena entre el mar y las apretadas palmeras. Durante todo el proceso, Druso recordaba con desasosiego lo que contaban los supervivientes de la primera expedición, sobre las flechas mexicanas que, misteriosamente, aparecían de la nada y se dirigían a las zonas más vulnerables. Pero ese día no ocurrió nada parecido. Druso puso al grupo desembarcado a trabajar de inmediato en la tala de árboles y la construcción de balsas con las que pudieran transportar al resto de los hombres, equipo y provisiones hasta el campamento que allí iban a establecer. Los otros capitanes de fragata estaban haciendo lo mismo. Por toda la costa, la flota cabeceando con las anclas echadas era una visión estimulante: los cascos sólidos y pesados, los altos puentes de mando, las grandes velas cuadradas resplandeciendo con los colores imperiales.

Con la radiante luz del nuevo día, los temores de Druso se disiparon.

—Hemos llegado —dijo a Marco Juniano—. Pronto reconoceremos este lugar y después lo conquistaremos.

—Deberías anotar esas palabras —le contestó Marco—. Durante los siglos venideros, los muchachos las aprenderán de memoria en la escuela.

—Me temo que no son mías del todo —dijo Druso.


El escandinavo que había embarcado al emperador Saturnino en esas fantasías de conquista era un tal Haraldo, una descomunal montaña de hombre de cabellos rubios que se había acercado hasta el palacio de invierno del emperador en Narbona, en la Galia, con aquellos delirantes cuentos sobre reinos dorados más allá del mar. Pretendía haber visto al menos uno de ellos con sus propios ojos.

A estos nórdicos, pueblo salvaje y belicoso, podían vérselos normalmente en ambas mitades del Imperio. Un buen número de ellos se había marchado a Constantinopla, que en su lengua llamaban Miklagard, «la ciudad poderosa». Hacía cien años que el emperador oriental había formado una guardia de élite con estos hombres (se llamaban a sí mismos varangianos, «los Hombres de Honon›) y ésta constituía su escolta personal. Con bastante frecuencia, llegaban también a la capital occidental, a la que se referían igualmente como Miklagard. Debido a que a los romanos occidentales les recordaban a sus antiguos enemigos, los godos, con los que los nórdicos estaban estrechamente emparentados, los emperadores de Roma nunca habían deseado tener su propio cuerpo de guardias varangianos. Pero resultaba fascinante prestar oídos a los relatos que estos legendarios marinos contaban.

La patria de estos nórdicos se llamaba Scandinavia, y pertenecían a alguna de las tres tribus principales, dependiendo de si procedían de Suecia, Noruega o del territorio de los que a sí mismo se llamaban danios. Pero todos ellos hablaban más o menos la misma tosca lengua y todos ellos, tanto hombres como mujeres, eran de grandes proporciones, irascibles, hábiles, vengativos y despiadados; eran capaces de portar tres armas bien afiladas sobre sus cuerpos a todas horas y, rápidamente, echaban mano de su espada, su puñal o su hacha de guerra en el instante en que se sentían ofendidos. Sus pequeños y robustos navios navegaban con facilidad a través de los canales de agua medio congelada de su mundo glacial, conduciéndoles a remotos lugares en el norte, nunca visitados y apenas conocidos por los romanos. De aquellas tierras heladas, los mercaderes nórdicos volvían cargados de marfil, pieles, aceite de foca y de ballena y otros productos similares, muy cotizados en los mercados de Roma y Bizancio.

Este Haraldo era un sueco que decía que sus viajes le habían llevado hasta Islandia y Grenenlandia, que eran los nombres nórdicos de dos islas en la parte norte del océano donde ellos habían establecido asentamientos en los últimos doscientos años. Después, él había continuado más lejos incluso, hasta un lugar que ellos llamaban Vinlandia o Vineland, y que era la costa de una enorme masa de tierra (seguramente un continente) y luego, con un pequeño grupo de compañeros, había partido en viaje de exploración por toda la costa de aquel continente.

El viaje les había llevado dos o tres años, decía. De vez en cuando desembarcaban y, con frecuencia, encontraban pequeñas aldeas habitadas por gentes desnudas o medio desnudas y con una apariencia fuera de lo común: de cabello oscuro y brillante y piel también oscura, aunque no de la forma en que lo es la de los africanos. Tenían rostros de rasgos pronunciados, caracterizados por una prominente mandíbula y una nariz en forma de pico. Algunas de estas gentes eran amistosas y otras no, pero todos ellos estaban bastante atrasados; eran pueblos toscos, que vivían de la caza y la pesca y se refugiaban en pequeñas tiendas hechas con pieles de animales. Sus diminutos campamentos parecían tener muy poco que ofrecer en cuanto a posibilidades comerciales.

Pero cuando Haraldo y sus compañeros continuaron hacia el sur, las cosas se pusieron más interesantes. El aire allí era más suave y cálido y los asentamientos tenían un aspecto más próspero. Los errantes nórdicos encontraron aldeas de dimensiones considerables, construidas junto a montículos de tierra elevados y de cima plana, sobre los que se levantaban lo que parecían ser templos. La gente vestía elaboradas prendas tejidas y se adornaban con pendientes de cobre y collares hechos con dientes de oso. Era un pueblo que cultivaba la tierra y que recibió a los navegantes con simpatía y les ofreció comida hecha con cereales y carnes guisadas, servida en recipientes de arcilla decorados con extrañas imágenes de serpientes con alas y plumas.

Los nórdicos idearon un eficaz método de comunicación con este pueblo constructor de túmulos mediante el simple lenguaje de los signos, y así se enteraron de que existían territorios incluso más ricos hacia el sur; tierras donde los túmulos-templo estaban construidos no de tierra sino de piedra y donde las joyas no eran de cobre sino de oro. La distancia a la que se encontraban esos lugares era confusa. La información que recibieron los navegantes se limitó a numerosos y bruscos gestos con las manos, indicándoles que bajaran por la costa hasta llegar a su destino. Y eso fue lo que hicieron. Se dirigieron hacia el sur. La costa, que había estado a su derecha todo el camino desde Vinlandia, fue desapareciendo hasta el punto de que quedaron en mar abierto. El pueblo de los túmulos les había alertado ya de que aquello ocurriría. El instinto les dijo que giraran al oeste y más tarde, cuando detectaron signos de costa cercana, enfilaron de nuevo hacia el sur. Después de un tiempo, avistaron de nuevo la costa de ese continente occidental desconocido.

Entonces desembarcaron y se acercaron a la orilla. Y todo lo que el pueblo constructor de montículos les había dicho demostró ser cierto.

—Hay una gran nación allí —le contaba Haraldo al emperador—. Los ciudadanos, que son en extremo amistosos, llevan túnicas elegantemente tejidas y poseen oro en una abundancia pasmosa, y lo usan para cualquier cosa imaginable. No sólo los hombres y las mujeres llevan joyas de oro, sino que hasta los juguetes de los niños son de ese metal y los caciques comen en platos de oro.

Habló de colosales pirámides de piedra como las de AEgyptus, de relucientes templos de mármol, de inmensas estatuas representando a dioses extraños que parecían monstruos. Y, lo mejor de todo, ese rico territorio al que su pueblo llama Yucatán, era sólo el más próximo entre otros muchos ricos reinos de ese extraordinario nuevo mundo al otro lado del mar. Había otro territorio, mayor incluso, según se les había informado a los nórdicos, hacia el noroeste. Se llamaba México, o quizá México era el nombre de la totalidad del territorio, incluido Yucatán. Esto era incierto. El lenguaje de signos no era capaz de ser más específico. Y todavía más lejos, a alguna distancia indeterminable hacia el sur, había otra tierra llamada Perú, tan rica que, a su lado, México y Yucatán eran una nadería.

Después de oír esto, los nórdicos comprendieron que habían dado con algo demasiado grande como para explotarlo solos. Acordaron dividirse en dos grupos. Uno de ellos, dirigido por un tal Olao el danio, se quedaría en Yucatán y se informaría de todo lo que pudiera sobre aquellos reinos. El otro, bajo el mando de Haraldo de Svea, llevaría las noticias de su descubrimiento al emperador Saturnino y le ofrecería dirigir una expedición romana hasta el Nuevo Mundo en misión de conquista y saqueo, a cambio de un generoso reparto del botín.

Pero los nórdicos eran gente pendenciera. Cuando Haraldo y sus compañeros volvían sobre sus pasos por el trayecto costero de regreso a Vinlandia, en el lejano norte, las peleas por el mando a bordo del pequeño navio habían diezmado los miembros de la tripulación de once a cuatro. Uno de esos cuatro fue asesinado por un cuñado furioso en Vinlandia; otro pereció en una disputa por una mujer durante una escala en Islandia; Haraldo no dijo lo que le ocurrió al tercer hombre, pero hasta Europa sólo llegó él para contarle la historia del dorado México a Saturnino.

—Al instante, una fascinación abrumadora se apoderó del emperador —dijo el padre de Druso, el senador Lucio Livio Druso, quien se encontraba en la corte el día en que se le concedió audiencia a Haraldo—. Se veía venir. Era como si los nórdicos le hubieran lanzado un hechizo.

Aquel mismo día, el emperador bautizó el continente occidental con el nombre de Nova Roma, la nueva extensión exterior del Imperio —el Imperio Occidental—. Con una provincia de opulencia tan fantástica bajo su dominio, Occidente obtendría una superioridad definitiva en su rivalidad con su reino hermano, que cada vez ocasionaba más problemas, el Imperio Oriental. Saturnino ascendió a un veterano general llamado Valerio Gargilio Marcio al rango de procónsul de México y le otorgó el mando de tres legiones. Haraldo, pese a no ser ciudadano romano, fue nombrado duque del reino, un puesto superior al de Gargilio Marcio, y a los dos se les ordenó que cooperaran en la aventura. Para el viaje a través del océano, se construyó una flota de navios especialmente diseñados, que tenían el tamaño de barcos de carga, pero eran rápidos como buques de guerra. Disponían de velas, así como de remos, y eran lo suficientemente grandes como para llevar el equipamiento completo de un ejército invasor, incluidos caballos, catapultas, tiendas, fraguas y todo lo demás. «Los mexicanos no son una raza guerrera —le aseguró Haraldo al emperador—. Los conquistarás con facilidad.»

De todos los millares de hombres que partieron con gran fanfarria del puerto galo de Masilia, sólo diecisiete regresaron, catorce meses después. Estaban muertos de sed, aturdidos y debilitados, al borde de la muerte tras un viaje oceánico de terribles penalidades a bordo de una pequeña balsa descubierta. Sólo tres tuvieron la fuerza suficiente para articular alguna palabra, y éstos, como todos los demás, murieron al cabo de unos pocos días de su llegada. Sus relatos eran casi incoherentes. Dieron complicadas explicaciones acerca de enemigos invisibles, flechas que surgían de la nada, terroríficos insectos venenosos, calor sofocante. La afabilidad de los ciudadanos de Yucatán había sido un tanto sobreestimada, según parecía. Por lo visto, de una forma u otra, la fuerza expedicionaria había perecido al completo, con la excepción de aquellos diecisiete. De la suerte del duque Haraldo el sueco y el procónsul Valerio Gargilio Marcio nada pudieron decir. Presumiblemente, también habían muerto. Lo único claro era que la expedición había sido un fracaso absoluto.

En la capital, la gente recordaba con solemnidad la historia de Quintilio Varo, el general a quien César Augusto había enviado a los bosques teutónicos con el fin de someter a los bárbaros del norte. También tuvo tres legiones bajo su mando y, debido a su estupidez e incompetencia, hasta el último de sus soldados fue prácticamente masacrado en una emboscada en los bosques. El anciano Augusto nunca se recuperó completamente de aquella catástrofe. «¡Devuélveme mis legiones, Quintilio Varo!», exclamaba una y otra vez. Y ya no volvió a decir una palabra más acerca de enviar ejércitos a conquistar a los salvajes teutones.

Sin embargo, Saturnino, joven y ambicioso sin límites, reaccionó de forma diferente ante la pérdida de su expedición. La construcción de una nueva y mayor flota invasora comenzó casi de inmediato. Esta vez serían siete las legiones que se enviarían. Los mejores hombres de armas del Imperio irían a su mando. Tito Livio Druso, que ya se había distinguido en alguna refriega fronteriza menor, donde incluso en esas fechas tardías las tribus salvajes del desierto provocaban ocasionalmente disturbios, era uno de los briliantes jóvenes oficiales elegidos para un alto puesto. «Es una locura irse allá», refunfuñaba su padre. Druso sabía que su padre se estaba haciendo mayor y conservador, pero todavía era un hombre con un profundo conocimiento de la realidad. No obstante, Druso también sabía que si rechazaba ese encargo que el emperador en persona le había hecho, se condenaría a una vida de servicio en algún puesto fronterizo tan deprimente que le haría añorar las como didades del desierto africano.

—Bien —dijo Marco Juniano cuando él y Druso estuvieron el uno junto al otro en la playa, supervisando la descarga de las provi siones—, pues ya estamos aquí, en Yucatán. ¡Vaya nombre extraño para un lugar! ¿Qué crees que querrá decir, Tito?

—No te entiendo.

—¿Cómo? Creí que estaba hablando muy claramente, Tito. He dicho: «¿Qué crees que querrá decir, Tito?». Me estaba refiriendo a Yucatán.

Druso soltó una risita.

—Te he oído. Y te he contestado. Tú me has hecho una pregunta y «no te entiendo» ha sido mi respuesta. Durante siglos y por todo el mundo, hemos ido de un lugar a otro y preguntado a los nativos de sitios remotos en un correctísimo y precioso latín cómo se llamaban los distintos lugares. Y como ellos no sabían una palabra de latín, nos han contestado «no te entiendo» en su propia lengua, y así hemos puesto nombre al lugar en cuestión. En este caso fue nórdico, supongo, lo que ellos no sabían hablar. Y así, cuando Haraldo o alguno de sus amigos preguntó a los nativos el nombre de su reino, ellos contestaron «Yucatán», que estoy casi seguro que no es en absoluto el nombre del lugar, sino que simplemente significa…

—Sí —dijo Marco Juniano—, ya te voy captando.


La tarea siguiente era establecer un campamento tan rápidamente como les fuera posible, antes de que su llegada atrajera la atención de los indígenas. Una vez estuvieran fortificados allí, al lado del agua, podrían empezar a enviar avanzadillas de reconocimiento hacia el interior para descubrir la ubicación de las ciudades indígenas y calcular los peligros que suponía conquistarlas.

Durante la mayor parte del viaje, los navios se habían mantenido cercanos unos a otros, pero al acercarse a la costa de Yucatán se habían abierto mucho en abanico, según se había concertado de antemano, de manera que la cabeza de playa inicial de los romanos cubriera veinticinco o treinta millas de línea de costa.Tres legiones, dieciocho mil hombres, integrarían el campamento central bajo el mando del cónsul Lucio Emilio Capito. Después se establecerían dos campamentos subsidiarios con dos legiones cada uno. Druso, que ostentaba el rango de legado legionario, estaría al mando del campamento más septentrional, y el más meridional sería comandado por Masurio Titano, un hombre de Panonia, y uno de los favoritos del emperador, aunque nadie en Roma pudiera alcanzar a entender la razón.

Druso se quedó en medio del bullicio, observando con placer la rapidez con la que se levantaba el campamento. Los trabajadores se concentraban por todas partes. La expedición estaba bien equipada. Saturnino se había gastado una fortuna en ella, una cantidad equivalente a los ingresos totales anuales de varias provincias, se decía. Fornidos leñadores talaron rápidamente docenas de palmeras que bordeaban la playa y los carpinteros se afanaron en preparar la madera para emplearla en la construcción de empalizadas.

Los agrimensores trazaron los límites del campamento a lo largo de la parte más ancha de la playa y marcaron las directrices del interior: la calle principal, la zona donde se instalaría la tienda del legado, las tiendas de los artesanos, de los legionarios, de los escribas y fedatarios, el lugar de los establos, los talleres, el granero y todo el resto. También había que llevar los caballos a tierra y ejercitarlos para que sus patas recuperaran la agilidad, tras el largo confinamiento a bordo de los buques.

Cuando se clavaron las estacas maestras, los soldados de infantería empezaron a levantar las hileras de tiendas de piel donde dormirían. Los exploradores, escoltados por una fuerza armada, hicieron sus primeras incursiones en el interior en busca de agua potable y alimentos.

Eran hombres con experiencia. Cada uno conocía bien su oficio. Al caer la noche, que fue sorprendentemente pronto (después de todo, era invierno, reflexionó Druso, aunque el clima fuese cálido), el perfil del campamento estaba nítidamente delineado y ya había comenzado a erigirse una muralla. No parecía haber ningún río o arroyo en las cercanías, pero, tal como Druso sospechaba por la presencia de un bosque tan denso, aun así el agua dulce podía obtenerse con facilidad: el terreno, que era sumamente pedregoso, bajo su delgada superficie de tierra constituía un enorme laberinto de pasadizos a través de los cuales corría el agua subterránea. Uno de esos pozos no estaba muy hondo y un equipo de ingenieros empezó a bosquejar el itinerario de un canal que transportara agua fresca y potable hasta el campamento. Los exploradores también habían descubierto abundante vida salvaje en el bosque colindante: una multitud de venados pequeños y aparentemente sin miedo alguno; manadas de lo que parecían ser una especie de cerdos más menudos con orejas rígidas y que carecían de cola; y enormes cantidades de aves grandes y de aspecto extraño, con un brillante plumaje verde rojizo y unas crecidas barbas carnosas en el cuello. Hasta el momento todo iba a pedir de boca. El nórdico dijo que no tendrían dificultades para encontrar provisiones y, por lo que parecía, había dicho la verdad a ese respecto.

Al mediodía, Druso envió a un corredor por la playa en dirección al campamento central para comunicar noticias de su desembarco. El hombre volvió un poco antes de la puesta de sol con un mensaje del cónsul Lucio Emilio Capito, informándole de que la mayor parte de sus hombres también habían desembarcado y que los trabajos de construcción del campamento ya se habían puesto en marcha. Hacia el sur, MasurioTitano también había efectuado su desembarco sin encontrar oposición por parte de los indígenas.

La primera noche en el campamento fue tensa, como siempre lo eran las primeras noches en que se acampaba en un lugar desconocido. La oscuridad cayó sobre ellos como una mortaja, sin apenas transición entre ella y el anochecer. No había luna. Las estrellas sobre el campamento eran inusualmente brillantes, dibujando las constelaciones extrañas e inquietantes de las latitudes meridionales. No disminuyó el calor del día y los soldados, en las tiendas, se quejaban de la atmósfera sofocante del interior. Alaridos estentóreos llegaban del bosque. ¿Eran pájaros? ¿Monos? ¿Quién podía decirlo? Por lo menos no parecían tigres. Surgieron nubes de mosquitos, bastante similares a los del Viejo Mundo, pero el zumbido que hacían cuando se lanzaban hacia uno era mucho más desagradable, casi exultante en su intensidad, y sus picaduras eran dolorosas hasta la exasperación. Por un momento, Druso pensó que había visto una bandada de murciélagos pasando casi, por encima de su cabeza. Aborrecía los murciélagos con un odio poderoso e inexplicable. Quizá no fueran murciélagos, pensó, sino sólo lechuzas. O alguna nueva especie de águila que volase por la noche.

Como el campamento aún no disponía de una muralla adecuada, Druso triplicó la vigilancia ordinaria y se pasó gran parte de la noche caminando entre los centinelas, los cuales se sentían inquietos y agradecían su presencia.También ellos habían oído las historias de flechas silbando desde la nada y les confortó tener a su capitán compartiendo sus peligros esa noche, la primera y la más insegura.

Pero las horas transcurrieron sin ningún incidente. Por la mañana, cuando los trabajos en la empalizada se reanudaron, Druso mandó llamar a Marco Juniano, quien desempeñaba las funciones de prefecto en el campamento, y le ordenó que empezara a reunir el equipo de exploradores que trataría de hallar la ubicación de la aldea mexicana más cercana. Juniano se despidió con rapidez y se apresuró a cumplir sus órdenes.

Más tarde, Druso le mandó llamar nuevamente por otro asunto. Transcurrió un buen rato. Entonces, el mensajero regresó con la noticia de que Marco ya no se encontraba en el campamento.

—¿Se ha marchado? —preguntó Druso, desconcertado.

—Sí, señor. Me han dicho que usted lo envió en una misión de reconocimiento esta mañana, señor.

Druso clavó en él la mirada. La furia bullía en su interior como un manantial y a duras penas pudo reprimirse de golpear a aquel hombre. Pero sabía que eso sería encauzar equivocadamente su cólera. Marco era el único que se había equivocado, no el mensajero. En ningún momento le había dado la orden de salir a explorar; sólo le había dicho que reuniera al equipo de exploradores. Con la muralla a medio acabar, era demasiado pronto para enviar una patrulla de reconocimiento; lo último que Druso quería era alertar de su presencia a los indígenas antes de tiempo, lo cual podría ocurrir fácilmente si los exploradores se movían sin cautela cerca de alguna de sus aldeas. Y en cualquier caso, él nunca había tenido la intención de enviar al propio Marco con aquellos exploradores. Los exploradores eran prescindibles; Marco, no.

Pero Druso se dio cuenta de que era algo que debía haber previsto. Marco, ahora liberto, en todo momento trataba de demostrar su valor cívico. En más de una ocasión se había puesto en peligro innecesariamente cuando juntos patrullaban la frontera en África. Algunas veces, había que asumir riesgos deliberados, sí. Eso era lo que había hecho el propio Druso, haciendo guardia con sus hombres la noche pasada. Pero había riesgos necesarios y riesgos estúpidos. La idea de Marco, malentendiéndolo alegremente a propósito, de manera que él mismo pudiera encabezar la expedición de reconocimiento, le resultaba exasperante.

Sin embargo, no había nada que hacer por el momento al respecto. Tendría que vérselas con él cuando regresara de la expedición, y prohibirle ponerse en peligro otra vez.

El problema fue que el día pasó, el sol se puso, hundiéndose con rapidez entre las tinieblas, y los exploradores no regresaron.

Druso no había hablado con Marco del tiempo que la patrulla de reconocimiento tendría que estar ausente. Desde luego, nunca se le había ocurrido pedir a los exploradores que pasaran la noche fuera del campamento, no la primera noche. Pero lo que Marco tenía en mente, sólo Júpiter lo sabía. Quizá pensaba continuar hasta encontrar algo que valiera la pena.

Llegó la mañana, pero no Juniano. Al mediodía, profundamente exasperado y no poco atemorizado, Druso envió un segundo equipo de exploradores para buscar al primero, diciéndoles que bajo ninguna circunstancia se quedaran en el bosque al hacerse de noche. Sin embargo volvieron en menos de tres horas, y en cuanto Druso vio el semblante de su capitán, un tracio llamado Rufo Trogo, supo que había problemas.

—Han sido capturados, señor —dijo Trogo sin preámbulo alguno.

Druso se esforzó mucho para disimular su consternación.

—¿Dónde? ¿Por quiénes?

El tracio contó el relato rápida y concisamente. Mil pasos hacia el interior en dirección oeste y doscientos pasos hacia el norte, signos de lucha, ramas rotas, señales en el suelo, la funda de una espada, una jabalina, una sandalia. Pudieron seguir una pista de maleza revuelta en dirección oeste durante otro centenar de pasos más o menos y entonces el bosque se cerró sobre sí mismo y desapareció todo signo de presencia humana, ni siquiera ni una ramita torcida. Era como si los atacantes, tras sorprender y reducir muy rápidamente a los exploradores, se hubieran desvanecido en el aire junto con sus prisioneros.

—¿No viste ningún cadáver?

—No, señor. Ni tampoco signos de derramamiento de sangre.

—Supongo que deberíamos sentirnos agradecidos por ello —dijo Druso.

Pero era una situación lamentable. Dos días en tierra y ya había perdido casi media docena de hombres; entre ellos a su mejor amigo. En aquellos momentos, los indígenas podían estar sometiéndolos a tortura o algo peor. Y también, involuntariamente, había comunicado a las gentes de aquel lugar que un ejército invasor había vuelto a desembarcar en sus costas. Naturalmente, lo habrían descubierto tarde o temprano, pero Druso hubiera querido tener primero alguna noción sobre dónde estaba él situado con relación a su enemigo. Por no mencionar el tener el campamento completamente amurallado y su maquinaria defensiva y otros ingenios bélicos a punto; los caballos desentumecidos y acostumbrados a galopar por tierra firme, y todo lo demás.

En cambio, ahora, era posible que sufrieran un ataque en cualquier momento, sin estar preparados para ello. ¡Qué maravilla ser recordado a través de los tiempos como Tito Livio Druso, aquel que consiguió con tanta diligencia que la segunda expedición al Nuevo Mundo corriera la misma suerte catastrófica que se había abatido sobre la primera!

Druso sabía que lo más apropiado era comunicar lo que había ocurrido a Lucio Emilio Capito, que debía de estar en su campamento, hacia el sur por la playa. Se suponía que uno debía mantener informado a su oficial superior de cosas como aquélla. Odiaba la idea de tener que confesar tamaña estupidez, a pesar de que ésta se debiera a Marco Juniano y no a él. Pero sabía que la responsabilidad última era suya. Druso garabateó una nota informando de que había enviado un comando de exploración hacia el interior y, según parecía, había sido capturado por el enemigo. Nada más que eso. Sin añadir ninguna excusa por haber permitido que los exploradores partieran sin que los defensas del campamento se hallaran terminadas.Ya era suficientemente malo que el episodio hubiera tenido lugar; no había necesidad de señalar además a Capito la gravedad de aquella brecha en la táctica habitual.

Al caer la noche, llegó un glacial memorando de Capito en el que solicitaba ser informado del desarrollo de los acontecimientos. Allí estaba la consecuencia, no tanto en lo que decía como en lo que callaba. Es decir: que si los indígenas atacaban el campamento de Druso al día siguiente o al otro, Druso debería apañárselas solo.

No se produjo ningún ataque. Durante todo el día siguiente, Druso estuvo yendo con inquietud de un lado a otro del campamento, apremiando a sus ingenieros para que finalizaran los trabajos de construcción de la empalizada. Cuando se enviaron nuevos equipos de batidores en busca de venados, cerdos y aquellos grandes pájaros, Druso decidió multiplicar por tres el número de soldados de escolta que se hubiera considerado necesario que les acompañaran, y permaneció abrumado de preocupación hasta que regresaron. También envió otro equipo de expedicionarios, encabezados porTrogo, para inspeccionar la zona contigua al lugar donde Marco y los suyos habían sido capturados, en busca de alguna pista de su desaparición. Pero una vez más, Trogo regresó sin ninguna información útil.

Druso durmió mal aquella noche, asediado por los mosquitos y los interminables alaridos y bramidos de las bestias de la jungla, y i por aquel calor húmedo que lo envolvía todo con una densidad casi palpable. Un pájaro que debía de estar en un árbol no muy lejano de su tienda, empezó a entonar un canto profundo y vibrante, tan lastimero que a Druso le pareció un canto fúnebre. Hizo innumerables conjeturas sobre la suerte de Marco. «No lo han matado —se decía con fervor—, porque si hubieran querido hacerlo, lo habrían hecho allí mismo, en la emboscada en el bosque. No, se lo han llevado para interrogarlo. Están tratando de obtener información sobre cuántos somos, cuáles son nuestras intenciones o qué armas tenemos.» Después pensó que no conseguirían tal información de Marco sin torturarlo.Y luego…

Por fin llegó la mañana. Druso salió de su tienda y vio centinelas de guardia acercándose por la playa en su dirección.

Marco Juniano les acompañaba. Su aspecto era andrajoso y de fatiga.Tas él, había media docena más de harapientos romanos que debían ser los exploradores que Marco se había llavado a su aventura en el bosque.

Druso reprimió su cólera. Ya habría tiempo después para reprender a Juniano. El inmenso alivio que le inundó pesó más que cualquier otra cosa.

Abrazó a Juniano cálidamente y retrocedió para buscarle signos de heridas. No vio ninguna. Por fin, dijo:

—Bueno, Marco, no creía que os quedarais fuera del campamento toda la noche, ¿sabes?

—Ni yo tampoco, Tito. Sólo unas horas husmeando por aquí y por allá y regresar poco después, eso era lo que yo pensaba. Apenas habíamos andado unos pasos cuando cayeron sobre nosotros desde lo alto de los árboles. Luchamos, pero debían de ser un centenar. Todo acabó en unos instantes. Nos ataron con una cuerda sedosa, por lo menos parecía seda, pero quizá fuera alguna clase de soga suave, y nos llevaron a hombros por el bosque. Su ciudad se encuentra a menos de una hora de marcha.

—¿Su ciudad, has dicho? ¿Una ciudad en medio de esta jungla?

—Una ciudad, sí. Es la única palabra que le cuadra. No sabría decirte qué dimensiones tiene, pero cualquier persona cuerda vería claro que se trata de una ciudad, de una muy grande. Es del tamaño de Neápolis por lo menos. Quizá tenga incluso el tamaño de Roma.

Habían despejado una enorme área de bosque para hacerla, dijo, gesticulando con ambos brazos. Habló de anchas plazas rodeando relucientes templos y de palacios de piedra blanca de dimensiones mayores que las del Capitolio, en Roma; de pirámides imponentes, con centenares de escalones que conducían a los santuarios de sus cimas, de avenidas en la misma piedra, finamente labrada, que se extendían hasta perderse en la jungla, con enormes estatuas de dioses aterradores y bestias monstruosas flanqueándolas en toda su longitud. La población de la ciudad, dijo Juniano, era incalculablemente enorme, y su riqueza había de ser extraordinaria. Las gentes llanas, aunque llevaran poco más que sencillas túnicas de algodón, parecían prósperas. Los majestuosos sacerdotes y nobles que andaban tranquilamente entre ellas tenían un porte más magnífico de lo que pueda imaginarse. Juniano luchaba por encontrar las palabras adecuadas para describirlos. Vestían pieles de tigre con capas verdes y rojas de brillantes plumas sobre los hombros, y tocados de plumas resplandecientes en la cabeza, que alcanzaban alturas extravagantes, increíbles. De los lóbulos de las orejas les colgaban pendientes de pulidas piedras verdes, en el cuello llevaban grandes collares de la misma piedra y lucían brazaletes de brillante oro alrededor del cuello, la cintura, las muñecas y los tobillos. Había oro por todas partes, contaba Juniano. Para aquella gente era como el cobre o el estaño para los romanos. Uno no podía dejar de verlo: oro, oro, oro.

—Nos dieron de comer y nos condujeron hasta el rey —prosiguió contándole Juniano a Druso—. Con sus propias manos nos sirvió de beber en pulidos cuencos de la misma piedra verde y tersa que ellos emplean para sus joyas. Era un licor fuerte y dulce, preparado con miel, creo, y con las hierbas de estas tierras. Era extraño al paladar pero agradable. Cuando acabamos de refrescarnos, nos preguntó nuestros nombres y el propósito de nuestra llegada, y…

—¿Te preguntó, Marco? ¿Y entendiste lo que te estaba diciendo? Pero ¿cómo es posible?

—Hablaba en latín —contestó Juniano, como si fuera lo más natural del mundo—, no en muy buen latín por supuesto, pero tampoco se puede esperar mucho más de un nórdico ¿verdad? En realidad, era un latín bastante pobre, aunque lo hablaba suficientemente bien como para que entendiéramos lo que estaba diciendo, a su manera. Por supuesto, yo no le conté en absoluto que era un explorador de un ejército invasor, sin embargo estaba bastante claro que él…

—Espera un momento —le cortó Druso. La cabeza empezaba a darle vueltas—. Seguramente no estoy oyendo bien. ¿El rey de este pueblo es un nórdico?

—¿Es que no te lo acabo de decir, Tito? —se rió Juniano—. ¡Un nórdico, sí! Ha estado aquí durante años y años. Se llama Olao el danio; uno de los que llegaron desde Vinlandia con Haraldo de Svea en aquel primer viaje hace mucho tiempo, cuando los nórdicos descubrieron este lugar. Desde entonces, ha vivido aquí. Lo tratan casi como a un dios. Se sienta en un trono refulgente, con un cetro de piedra verde en la mano y un montón de collares dorados alrededor del cuello, y con una corona de plumas tan alta como la mitad de mi estatura. Los nativos esparcen pétalos ante él cuando se levanta y camina, y se inclinan a su paso, y se tapan los ojos con las manos para que él no les ciegue con su esplendor, y…

—Su rey es un nórdico —dijo Druso, completamente estupefacto.

—Un nórdico gigantesco, descomunal, de negras barbas y ojos como los de un demonio —dijo Juniano—, que quiere verte en seguida. «Envíame a tu general, me dijo. Debo hablar con él. Tráemelo mañana por la mañana. No deberá acompañarle ningún soldado. El general tiene que venir solo.» Me dijo que podría acompañarte hasta donde fuimos atacados en el bosque y que luego debería dejarte solo esperando a que sus hombres fueran a por ti. Fue muy claro en este punto.


Aquello sobrepasaba en mucho el alcance de la autoridad oficial de Druso. No vio otra opción que dirigirse en persona al cónsul Lucio Emilio Capito e informarle de todo el asunto.

A Druso le alegró comprobar que el campamento de Capito no estaba ni de lejos tan avanzado como el suyo propio. Pero por lo menos, el cónsul tenía ya su tienda instalada (no fue ninguna sorpresa que fuera la más grande) y, flanqueado por lo que parecía un ejército de escribanos y actuarios, se encontraba en su despacho, examinando una gruesa pila de inventarios e informes de ingenieros.

Levantó la vista, dirigiendo a Druso una biliosa mirada, como si considerara que la visita del legado legionario del campamento norte era una irritante intrusión en su examen de los inventarios. Nunca hubo mucha cordialidad entre ellos. Al parecer, Capito, un individuo de unos cincuenta años, expresión dura y prominente quijada, había tenido algunos altercados serios con el padre de Druso en el Senado hacía mucho tiempo acerca de la cuantía de las asignaciones militares (Druso no conocía bien los detalles y tampoco quería conocerlos), y nunca se había molestado en ocultar su fastidio porque le hubieran endosado al joven Druso con una posición de mando elevada.

—¿Algún problema? —preguntó Capito.

—Podría ser, cónsul.

Druso expuso la situación con el menor número posible de frases: el regreso de los exploradores capturados, sanos y salvos; el descubrimiento de la sorprendente proximidad de una ciudad principal con su inexplicable rey nórdico; y la petición de que el propio Druso acudiera allí, solo y como un embajador ante aquel rey.

Capito parecía haber olvidado todo lo referente a la partida de exploradores perdidos. Druso pudo verlo hurgar en su memoria como si esa desaparición fuera algún episodio acaecido durante el reinado de Lucio Agripa. Entonces, clavó por fin su fría mirada en Druso y le dijo:

—¿Y bien? ¿Qué piensas hacer?

—Supongo que ir a verlo.

—¿Supones? ¿Qué otra opción queda? Por algún milagro, ese hombre se ha coronado a sí mismo rey de estos bárbaros de piel cobriza, sólo los dioses saben cómo lo habrá conseguido. Ahora manda llamar a un oficial romano para celebrar una reunión con él, posiblemente con el propósito de establecer un tratado que traspase toda esta nación bajo la autoridad de su majestad imperial, lo que era el objetivo inicial de esos nórdicos, según creo recordar… ¿y el oficial duda?

—Bien, pero si los nórdicos tienen alguna otra intención más oscura, cónsul…, te recuerdo que voy a ir a verlo sin escolta…

—Vas a ir como embajador. Ni siquiera un nórdico osaría acabar con la vida de un embajador. Pero si así fuese, Druso, me aseguraré de que seas oportunamente vengado. Cuentas con mi promesa. Correrán ríos de su sangre por cada gota de la tuya que se derrame.

Y regalándole a Druso una sonrisa de basilisco, el cónsul Lucio Emilio Capito volvió a fijar su atención en los inventarios e informes.

Ya hacía rato que había anochecido cuando Druso llegó a su campamento. Las habituales bestias estaban aullando desesperadamente en la jungla y las criaturas voladoras revoloteando por encima de ellos; los mosquitos habían despertado y se preparaban para su festín nocturno. Pero Druso ya llevaba allí cuatro noches y se estaba empezando a acostumbrar. Para su propia sorpresa, pasó una buena noche de sueño y por la mañana se preparó para su viaje a la ciudad del pueblo de piel cobriza.

—No te harán daño —le dijo Marco Juniano apenado mientras se acercaban al lugar pisoteado del bosque donde se suponía que debían separarse—. Estoy absolutamente seguro de ello. —Su tono no era de gran convicción—. Los nórdicos son salvajes entre sí, pero nunca alzarían la mano contra un oficial romano.

—No creo que lo haga —contestó Druso—, pero gracias por tranquilizarme. ¿Es éste el sitio?

—Éste es el sitio.Tito…

Druso le señaló la dirección del campamento.

—Vete, Marco. No hagamos un drama de esto. Hablaré con ese Olao, averiguaremos cómo están aquí las cosas y al anochecer estaré de regreso con alguna idea sobre la estrategia a seguir. Vete. Deja que me vaya.

Juniano le dio un breve abrazo y, con una sonrisa triste, se marchó receloso. Druso se apoyó contra el basto tronco de una palmera y esperó la llegada de sus guías bárbaros.

Quizá pasó una hora. Aunque sólo había transcurrido un rato desde que el sol saliera, ya empezaba a molestar. «Si así es el invierno aquí —pensó él—, me pregunto cómo sobreviviremos un verano.» Druso había optado por vestirse formalmente, con grebas y coraza corta, el yelmo con el crespón, su capa oficial de legado y su espada corta de ceremonia. Había querido presentarse con tanta majestuosidad romana como pudiera ante el bárbaro rey de aquel pueblo bárbaro, pero todo ello era demasiado para el calor del lugar, y estaba sudando como si estuviera en los baños. Por si fuera poco, un insecto o dos se habían colado en el interior de su armadura y estaba notando el molesto cosquilleo por la espalda. Empezaba a sentirse un poco mareado cuando avistó una fila de hombres que emergieron de los matorrales frente a él, avanzando sin hacer el más mínimo ruido.

Eran seis, desnudos de cintura para arriba, de piel morena; con los labios apretados, la expresión adusta, las narices como el filo de un hacha y extrañas frentes oblicuas. Eran sorprendentemente bajos, no más altos que una mujer pequeña, pero la gravedad y dignidad de su porte les hacía parecer más altos de lo que eran. También llevaban prominentes tocados de plumas verdes y rojas que se alzaban hasta una altura pasmosa. Tres iban armados con lanzas y los otros tres con inquietantes espadas hechas con alguna piedra oscura y vidriosa y de filo dentado como el de una sierra.

¿Eran aquéllos sus guías o sus verdugos?

Druso permaneció inmóvil mientras se acercaban. Fue un momento difícil para él. No es que temiera por su persona. Como siempre, asumía que debía entregar su vida a los dioses tarde o temprano, pero también como siempre, no quería que tener una muerte vergonzosa o absurda…, cayendo sin saber muy bien cómo en las garras de un enemigo mortífero, por ejemplo. En momentos de peligro, siempre rezaba para que, si su muerte estaba próxima, que ésta sirviera al menos a un propósito útil para el Imperio. Y no podía haber propósito alguno en una muerte estúpida.

Pero aquellos hombres no habían ido allí a matarlo. Llegaron hasta donde estaba y tomaron posiciones, tres delante y tres detrás de él; lo estudiaron durante un momento con sus ojos oscuros como la noche y totalmente inexpresivos. A continuación uno de ellos hizo una señal con dos dedos y lo condujeron hacia el bosque.

Poco después de mediodía llegaron a la ciudad. Juniano no había exagerado su esplendor. Sí acaso subestimó su grandeza, al no dominar el lenguaje que le hubiera permitido describir el lugar en toda su majestad. Druso había crecido en la ciudad de Roma y ése era su modelo de grandeza de una ciudad, la Roma eterna a la que nadie podía disputar tal honor; ni siquiera, así lo había oído decir, la Constantinopla del este. Pero aquella ciudad parecía tan imponente como Roma, si bien de una manera muy diferente. Y advirtió que era posible que ni siquiera fuese la capital de este reino. Una vez más, Druso empezó a preguntarse si de verdad la conquista de aquel Nuevo Mundo iba a resultar tan sencilla.

Se encontraba en una plaza de dimensiones titánicas, bordeada por enormes construcciones de piedra, algunas rectangulares, otras piramidales, todas ellas de extraños estilos pero innegablemente grandiosas. Había algo extraño en ellas y, después de un momento, Druso se dio cuenta de lo que era: carecían de arcos. Aquella gente no parecía hacer uso del arco en sus construcciones. Y sin embargo, las edificaciones eran muy grandes, y con aspecto muy sólido. Las fachadas estaban talladas minuciosamente con diseños geométricos y pintadas de colores brillantes. Ante ellas se alzaban largas hileras de columnas de piedra, labradas con figuras salvajes y bárbaras, con sus indumentarias de ceremonia; no había dos iguales. También las columnas estaban pintadas de rojo, azul, verde, amarillo, marrón. Justo en el centro de la plaza, había un altar de piedra presidido por la estatua de un tigre bicéfalo; a cada lado de éste había curiosas figuras representando unos hombres yacentes, boca arriba, con las piernas encogidas y la cabeza mirando a un lado. Algunos dioses, sin duda, ya que sobre sus estómagos había un disco plano de piedra lleno de ofrendas de frutas y cereales.

Había muchedumbres de personas por todas partes, como había dicho Marco, plebeyos con túnicas sencillas, nobles con sus tocados e indumentarias exuberantes. Todos ellos a pie, como si allí no se conocieran el carro ni la litera. Tampoco se veía un solo caballo. Los hombres llevaban cualquier cosa que hubiera que cargar, por pesada que fuera. «No debe de haber bestias de carga en este Nuevo Mundo», pensó Druso.

Nadie pareció advertir su presencia mientras caminaba entre la gente.

Sus guardianes lo condujeron hasta una pirámide de cima plana, en el otro extremo de la plaza, y ascendieron por una interminable escalera de piedra hasta la columnata sagrada de la parte superior.

Olao el nórdico estaba aguardándole allí, en su trono regio, con el cetro de piedra verde en la mano. A su lado había dos indígenas con suntuosa indumentaria, quizá sumos sacerdotes. Se alzó cuando apareció Druso y extendió el cetro hacia él en un gesto de máxima solemnidad.

Su aspecto era tan soberbio que el propio Druso experimentó una debilidad repentina y transitoria en las rodillas. Ni siquiera el emperador de Roma, el mismo Augusto Saturnino César Imperator le había suscitado nunca un sobrecogimiento semejante. Saturnino, que había recibido a Druso en audiencia personal en más de una ocasión, tenía una figura alta, de aspecto autoritario, majestuoso, inequívocamente regio. Sin embargo y a pesar de todo, uno sabía que sólo se trataba de un hombre en una túnica púrpura. Pero aquel Olao, aquel rey nórdico del Yucatán parecía algo así como… ¿qué?, ¿un dios?, ¿un demonio? Algo prodigioso y aterrador, un ser fantástico y casi irreal.

Hasta sus vestiduras eran aterradoras: una piel de tigre alrededor de la cintura, un collar y colgantes de dientes de oso y de enormes piedras verdes sobre su pecho descubierto, largos brazaletes dorados, pesados pendientes, una trabajada corona de plumas chillonas y gemas centelleantes. Pero este atuendo espectacular, por muy adecuado que fuera para una pesadilla, sólo era una parte del efecto demoníaco del conjunto. Era el propio individuo el que agregaba el resto. Druso nunca había visto a nadie tan alto como Olao, le sacaba casi una cabeza al mismo Druso, ya alto de por sí. Su cuerpo era una columna descomunal, ancho de hombros, un tórax enorme… Y el rostro…

¡Qué rostro! Mandíbula cuadrada de gran barbilla prominente, ojos oscuros y centelleantes, distantes el uno del otro y encajados en profundas y perturbadoras cuencas, y por boca unas fauces enormes y feroces. Aunque la mayor parte de sus compatriotas eran rubios y pelirrojos, el cabello de Olao era negro. Tenía una sensacional melena y una barba densa y erizada le cubría las mejillas y gran parte del cuello. Era el rostro de una bestia con forma humana, una bestia cruel, implacable, despiadada, imperecedera.

La descripción de Marco no lo había preparado para aquel hombre. Druso se preguntó si debía saludarlo con algún tipo de postración, arrodillándose, haciendo una genuflexión o algo así. Daba igual: él no iba a hacerlo. Pero parecía casi la única cosa apropiada ante un hombre semejante.

Olao se adelantó hasta que estuvo a una distancia inquietante y, en un latín malo pero comprensible, dijo:

—¿Tú eres el general? ¿Cuál es tu nombre? ¿Tu puesto?

—Me llamo Tito Livio Druso, hijo del senador Lucio Livio Druso. La mano de Saturnino Augusto me ha nombrado legado legionario.

El nórdico emitió un sonido grave y sordo, algo parecido a un gruñido blando, como indicando que había oído pero no se sentía impresionado.

—Yo soy Olao el danio, quien se ha convertido en rey de esta tierra. —Y señalando al hombre que estaba a su izquierda, un individuo de ceño fruncido y nariz aguileña, vestido casi tan suntuosamente como él, dijo—: Y él es Na Poot Uuc, el sacerdote del dios Chac-Mool. Este otro es Hunac Ceel Cauich, el dueño del fuego sagrado.

Druso los saludó con la cabeza. «Na Poot Uuc —pensó—. Hunac Ceel Cauich. El dios Chac-Mool. Eso no son nombres. No son más que ruidos.»

A otra señal del nórdico, el sacerdote de Chac-Mool sacó un cuenco hecho de aquella piedra verde brillante que a ellos parecía gustarles tanto, y el señor del fuego sagrado lo llenó del mismo licor dulce que Marco le había dicho que le ofrecieron. Druso lo bebió con cautela. Era dulce y picante al mismo tiempo y sospechó que si tomaba mucho, la cabeza empezaría a darle vueltas. Unos pocos sorbos diplomáticos y levantó la vista, como si estuviera saciado. El sacerdote de Chac-Mool le indicó que debía beber más. Druso simuló hacerlo y le devolvió el cuenco.

A continuación, el nórdico volvió a su trono. Hizo señas para que le sirvieran a él un poco de aquel vino dulce. Se bebió un cuenco entero de un solo trago y, clavando en Druso aquellos fieros y terribles ojos suyos, se lanzó abruptamente a hacer un intrincado relato de sus aventuras en el Nuevo Mundo. La historia resultaba difícil de seguir ya que, para empezar, los conocimientos de latín que poseía Olao indicaban que nunca había sido su fuerte y, luego, que no lo hablaba desde hacía muchos años. La gramática brillaba por su ausencia y sus frases estaban permanentemente salpicadas por otras de su fuerte lengua materna del norte y, según creyó Druso, también de la jerigonza local. Pero el legado romano pudo reconstruir al menos lo esencial de la historia.

Olao, después de que Haraldo y sus amigos le dejaran aquí, en Yucatán, y se dirigieran navegando hacia Europa a llevar las noticias del Nuevo Mundo al emperador, había adquirido muy rápidamente gran importancia entre las gentes del lugar, a las cuales él se refería como los mayas. Si era su propio nombre o una invención de Olao, Druso no lo supo. Dudaba que la palabra tuviera alguna relación con el mes romano del mismo nombre. Tampoco sacó mucho en claro de la suerte que corrieron los otros nórdicos que se quedaron en el Nuevo Mundo con Olao, y fue lo bastante astuto como para no preguntar. Conocía de sobra lo pendenciera y peligrosa que era su raza. Pon a siete de ellos en una habitación; por la mañana no quedarán más de cuatro vivos, y uno de ellos prenderá fuego al edificio, donde abandonará a los otros tres mientras se escabulle. A estas alturas, lo más probable era que todos los compañeros de Olao estuvieran muertos.

Sin embargo, Olao, con su tamaño, su fuerza y su seguridad inquebrantable en sí mismo, se las había arreglado, primero para convertirse en el líder militar de aquella gente, después en su rey y, en aquellos momentos, prácticamente en su dios. Todo ocurrió porque, no mucho después de la llegada de Olao, una ciudad vecina decidió declarar la guerra a ésta. Allí no existía autoridad soberana, dedujo Druso. Cada ciudad era independiente, aunque ocasionalmente se aliaban en confederaciones flexibles contra sus enemigos. Los mayas eran todos bravos luchadores, pero al estallar la guerra, Olao adiestró a los guerreros de la ciudad en la que vivía con unos métodos militares que los otros nunca habían imaginado siquiera; una combinación de disciplina romana y brutalidad nórdica. Bajo su liderazgo, se hicieron invencibles. Una ciudad tras otra fueron cayendo bajo el ejército de Olao. Por vez primera en la historia maya, una especie de Imperio se había formado allí, en Yucatán.

Druso entendió que Olao también había establecido contacto con otros reinos del Nuevo Mundo, uno hacia el oeste, en México, y otro hacia el sur, llamado Perú. ¿Había ido él en persona a esos lugares o se había limitado a enviar emisarios? No resultaba fácil saberlo. El relato discurría a mucha velocidad y la forma de hablar del nórdico era demasiado confusa para que Druso pudiera estar seguro de lo que estaba diciendo. Pero al parecer los pueblos de todas esas tierras sabían del extranjero de piel pálida y negras barbas, que había venido de lejos y que había unificado a todas las ciudades guerreras del Yucatán en un Imperio.

Fueron las tropas de dicho Imperio las que habían aniquilado tan fácilmente a las tres legiones de la primera expedición de Saturnino.

Los ejércitos mayas habían empleado el conocimiento de los métodos romanos de guerra que Olao les había enseñado para protegerse contra el ataque de las legiones. Y cuando los romanos reaccionaron ya habían caído en una emboscada, revelándose inútiles sus técnicas militares que, sin embargo, habían demostrado ser enormemente eficaces en el resto del mundo.

—De manera que murieron todos —concluyó Olao— excepto unos pocos, a los que permití escapar para que contaran la historia. Lo mismo os ocurrirá a vosotros y a todas vuestras tropas. Así que recoge tus cosas y márchate, romano. Regresad a casa mientras podáis.

Aquellos ojos, aquellos aterradores ojos, brillaban con desprecio.

—Salvaos —dijo Olao—. Marchaos.

—Eso es imposible —dijo Druso—. Somos romanos.

—Entonces habrá guerra. Y seréis destruidos.

—Yo sirvo al emperador Saturnino y él reclama estos territorios.

Olao dejó escapar una diabólica risotada.

—¡Deja que tu emperador reclame la luna, amigo mío! Lo tendrá más fácil para conquistarla. Te lo aseguro. Esta tierra es mía.

—¿Tuya?

—Mía. Ganada con mi sudor y con mi sangre. Aquí soy el señor. Soy su rey y soy incluso su dios. Ellos me consideran Odín, Thor y Frey, todos juntos. —Y después, en vista de la expresión de incomprensión de Druso, añadió—: Júpiter, Marte y Apolo, supongo que diríais vosotros. Todos los dioses son lo mismo. Yo soy Olao. Yo reino aquí. ¡Coged vuestro ejército y marchaos! —Escupió—. ¡Romanos!


Lucio Emilio Capito dijo:

—Y así pues, ¿qué clase de ejército tienen?

—Yo no vi ningún ejército. Vi una ciudad, campesinos, picapedreros, orfebres, sacerdotes, nobles —dijo Druso—.Y al danio.

—El danio, sí. Un salvaje, un bárbaro. Vamos a llevarnos su pellejo a casa y lo clavaremos en un poste enfrente del Capitolio de la misma manera que se colgaría la piel de una bestia. Pero ¿dónde crees que tendrán el ejército? ¿No viste barracones?, ¿campos de instrucción?

—Yo estuve en el centro de una bulliciosa ciudad —contestó Druso al cónsul—. Vi templos y palacios, y lo que creo que eran tiendas. En Roma, ¿puede alguien ver un barracón en el centro del Foro?

—Son sólo salvajes desnudos que luchan con arcos y jabalinas —dijo Capito—. Ni siquiera tienen caballería, por lo que parece. O ballestas, o catapultas. Los liquidaremos en tres días.

—Sí, quizá lo hagamos.

Druso vio que no conseguiría nada discutiendo. El otro, mayor que él, cargaba con la responsabilidad de dirigir aquella invasión. El sólo era un comandante auxiliar. Y los ejércitos de Roma habían marchado a la vanguardia del mundo desde hacía trece siglos, sin que un solo rival se les pudiera resistir. Aníbal y los cartagineses. Los feroces guerreros galos, los salvajes britanos, los godos, los hunos, los vándalos, los persas, los fastidiosos teutones. Todos ellos habían osado desafiar a Roma y habían sido machacados por esto.

Sí, todo habían sido derrotas para ellos. Aníbal había representado un verdadero incordio, descendiendo de las montañas con aquellos elefantes y provocando toda clase de trastornos en las provincias. Varo había perdido aquellas tres legiones en los bosques teutónicos. Los ejércitos invasores bajo Valerio Marcio habían sido totalmente destruidos allí mismo, en Yucatán, hacía poco más de cinco años. Pero perder alguna batalla de vez en cuando era lo que cabía esperar. A la larga, el destino de Roma era el dominio del mundo. ¿Cómo lo había dicho Virgilio? «No pongo a los romanos ni frontera ni límite de tiempo.»

Sin embargo,Virgilio no había mirado a los ojos a Olao el danio, ni tampoco lo había hecho el cónsul Lucio Emilio Capito. Druso, que sí lo había hecho, se encontró preguntándose cómo quedarían las siete legiones de la segunda expedición tras la contienda contra los ejércitos del barbado dios blanco de los mayas. Siete legiones, ¿cuánto era eso? ¿Cuarenta mil hombres? Contra un número desconocido de guerreros mayas, millones de ellos quizá, luchando en su terreno, en defensa de sus campos, sus esposas, sus dioses. Los romanos habían luchado antes contra semejantes adversidades y habían ganado, reflexionaba Druso. Pero no tan lejos de casa, y no contra Olao el danio.

Los planes de Capito implicaban un asalto inmediato a la ciudad cercana. Las catapultas y arietes romanos destrozarían con facilidad sus murallas, que no parecían, ni de lejos, tan resistentes como las de las ciudades romanas. Era extraño que aquel pueblo no rodeara sus ciudades con murallas macizas, cuando los enemigos podían presentarse por todas partes. Pero esos enemigos no debían de conocer el uso de la catapulta ni del ariete.

Cuando se abriera una brecha en sus defensas, la caballería se precipitaría en la plaza provocando el terror en el corazón de la ciudadanía, que nunca antes habría visto caballos, y pensarían que eran monstruos de alguna clase. Entonces se produciría el asalto de la infantería desde todos los flancos, el saqueo de los templos, se masacraría a los sacerdotes y, sobre todo, se capturaría y daría muerte a Olao el danio. Nada de hacerlo prisionero y llevarlo a Roma como triunfo, había dicho Capito.

—Encontradlo, matadlo, descabezad de un solo golpe el imperio que él ha construido entre estos mayas. Cuando haya muerto ese bárbaro, toda la estructura política se disolverá. Sin Olao, también se desbaratará la coalición de ciudades, y ellos volverán a ser débiles salvajes luchando a su modo inútil y caótico contra las tropas formidablemente disciplinadas de las legiones romanas.

El funesto destino de la primera oleada invasora no aportaba ninguna enseñanza que la segunda oleada necesitara tomar en consideración. Gargilio Marcio no había entendido el tipo de general al que se enfrentaba con Olao. Capito sí, gracias a Druso; y al hacer de Olao su prioridad, aplastaría el origen del poder de su enemigo en los primeros días de campaña. De modo que Druso se dijo a sí mismo: ¿quién era él, con tan sólo veintitrés años y no siendo más que un comandante auxiliar, para pensar que las cosas no ocurrirían así?

En seguida se iniciaron los preparativos intensivos para la batalla en los tres campamentos romanos. La maquinaria de asedio ya había sido colocada en posición al borde del bosque y comenzaron los trabajos de tala para abrir senderos. La caballería ya tenía sus corceles listos para la batalla, los centuriones no paraban de entrenar a las tropas de infantería, los exploradores se habían escabullido sigilosamente al abrigo de la noche para descubrir los puntos más vulnerables de la ciudad maya.

Era un duro trabajo tenerlo todo dispuesto en medio de aquel terrible calor tropical que se adhería como una húmeda manta de lana. Los zahirientes insectos eran inmisericordes en sus ataques, noche y día; no sólo los mosquitos y las hormigas, sino también los escorpiones y otras criaturas para las que los romanos no tenían nombre. Ahora habían aparecido incluso serpientes en los campamentos: unas verdes, rápidas y delgadas con luminosos ojos amarillos; un buen número de hombres sufrieron mordeduras y media docena de ellos murieron. Pero aun así, los trabajos continuaron. Tradiciones de muchos siglos estaban allí en juego y había que defenderlas. El mismo Julio César los contemplaba desde las alturas, así como el invencible Marco Aurelio y el gran Augusto, el fundador del Imperio. Ni los escorpiones ni las serpientes podrían frenar el avance de las legiones romanas, y mucho menos los pequeños mosquitos zumbantes. La tarde del día anterior en que tenían previsto atacar, de repente empezaron a espesarse las nubes y el cielo se ennegreció. El viento, que todo el día había sido fuerte, ahora se había convertido en algo extraordinario, tórrido como un horno, y rugía sobre ellos desde el este con tal cantidad de truenos y relámpagos que parecía que el mundo fuera a resquebrajarse. Entonces, inmediatamente después, llegaron las torrenciales lluvias de una descomunal tormenta, una tempestad como ningún hombre de Roma había visto u oído hablar de ella jamás, y que amenazaba con levantarlos del suelo como si estuvieran en la palma de la mano de un gigante y lanzarlos lejos, tierra adentro.

Las tiendas fueron arrancadas de sus estacas y arrastradas lejos. Druso, refugiándose con sus hombres bajo los carros, observaba con asombro cómo la primera hilera de árboles a lo largo de la playa se cimbreaba hacia atrás bajo la fuerza del vendaval, hasta el punto de que sus copas casi tocaban el suelo, desplomándose cuando sus raíces dejaban de sujetarlos. Algunos describían una violenta cabriola en el aire antes de caer derribados. Hasta los carros eran zarandeados, arrastrados, alzados, y se estrellaban al caer de nuevo. Los caballos empezaron a dar increíbles alaridos de terror. Alguien gritó que los navios estaban volcando y, de hecho, Druso alcanzó a ver cómo muchos de ellos lo hacían, igual que si hubieran sido golpeados por la mano de un titán.

El poder de la tormenta parecía casi sobre natural. ¿Es que Olao el danio estaba aliado con los dioses de aquella tierra? Era como si no se hubiera dignado siquiera valerse de sus guerreros contra los invasores y, en vez de ello, hubiera enviado aquella terrible tempestad.

No había forma alguna de escapar de ella. Lo único que podían hacer era echarse en tierra, en medio de aquella oscuridad en pleno día, y permanecer inmóviles a lo largo de aquella estrecha franja de playa mientras el torbellino silbaba por encima de ellos. Los relámpagos cortaban el cielo como el destello de poderosas espadas. El estruendo de los truenos se mezclaba con el horrendo aullido de los desgarradores vientos.

Tras algunas horas, la lluvia pareció amainar y, entonces, cesó abruptamente. Una fantasmagórica quietud descendió sobre ellos. Había algo extraño, que casi crujía en el aire sereno. Druso se irguió, atónito, y empezó a inspeccionar la devastación: murallas derruidas, tiendas desaparecidas, carros volcados, armamento desparramado. Pero casi en seguida el viento y la lluvia regresaron, como si la tormenta tan sólo hubiera estado mofándose de ellos con aquel interludio de paz, y el renovado y arrasador azote continuó durante toda la noche.

Al llegar la mañana, el campamento era un verdadero caos. Nada de lo que habían construido se mantenía en pie. Los muros habían desaparecido. Como también lo habían hecho los árboles de una amplia franja frente a la playa. Había charcas profundas por todas partes y centenares de hombres ahogados y despatarrados en ellas. Habían desaparecido muchos navios y los otros estaban volcados en el agua.

El día trajo un calor asfixiante, una atmósfera tan cargada de humedad que era casi imposible respirar, y continuas oleadas de criaturas nocivas (serpientes, arañas, avalanchas de hormigas mordeduras, legiones de escorpiones y todas las formas posibles de desagradables alimañas) que la tormenta parecía haber hecho salir del bosque y llevado a la playa.

Era como una pesadilla que no acabara con el alba. Consternado, Druso reunió a sus hombres y los puso a trabajar limpiando la zona, aunque resultaba difícil saber por dónde empezar, y todos se movían como si aún estuvieran desorientados.

Durante dos días lucharon contra el caos que la tormenta había dejado. A la segunda mañana, Druso envió un mensajero al campamento de Capito para averiguar cómo habían ido las cosas por allí, pero el hombre regresó al cabo de poco más de una hora informando de que un gran segmento de playa había sido arrasado no muy lejos de allí, cortando la línea de costa de cabo a rabo, y que el bosque que la flanqueaba era tal laberinto de árboles caídos que hacía el acceso impracticable; de manera que se había visto obligado a regresar.

Al tercer día se produjo la primera ofensiva maya: una lluvia de flechas que descendieron del cielo sin previo aviso. No había arqueros a la vista, por lo que tenían que estar muy adentro, en el bosque, enviando sus saetas a lo alto sin apuntar, usando arcos de una potencia extraordinaria. Desde el cielo, las flechas caían a centenares, a millares incluso, alcanzando al azar el campamento romano. En unos instantes, murieron cincuenta hombres. Druso ordenó que cinco escuadrones blindados de infantería penetraran en el bosque bajo el mando de Marco Juniano en busca de los agresores, pero no hallaron indicios de nadie.

Al día siguiente, un navio, enarbolando el estandarte de Lucio Emilio Capito, apareció en la bahía con otros tres tras él. El mismo Druso fue remando a recibir al cónsul. Capito, trasluciendo el cansancio, le dijo que la tormenta había destrozado todo su campamento, que había perdido cerca de la mitad de sus hombres y todo su equipamiento y que el lugar había quedado por completo inutilizado por la inundación. Aquéllos eran los únicos buques que habían quedado. Incapaz de establecer contacto con el campamento sur de Masurio Titanio, había ido navegando por la costa con la esperanza de hallar el campamento de Druso razonablemente intacto.

A Druso no le quedaba otra alternativa que entregar el mando del campamento a Capito, aunque el consumido militar parecía aturullado y confundido por todo lo que le había caído encima. «Ya no sirve para nada», dijo Marco Juniano vehementemente, pero Druso se encogió de hombros ante las objeciones de su amigo. Capito era el oficial de mayor rango y eso era todo.

Al día siguiente se produjo otro ataque de arqueros y otro más al siguiente a ése. Las flechas llegaban en nubes incluso más densas que antes, cayendo en aluviones letales desde el cielo. Druso comprendió entonces que no había límite para los arqueros mayas. Se los imaginó a millares, miles de millares, tranquilamente dispuestos en una hilera tras otra a lo largo de kilómetros, cada una de ellas aguardando a dar un paso al frente y disparar su descarga de flechas cuando la anterior a la suya hubiera acabado su turno. Aquella tierra estaba llena de gente y todos ellos eran enemigos de Roma.Y hete aquí a la fuerza invasora, aguardando en el asolado campamento, incapaz de desplazarse quince metros en aquella humeante y hostil jungla, expuestos a nuevas tormentas, a las criaturas venenosas que se arrastraban, al hambre, a la enfermedad, a los mosquitos, a las flechas. Flechas. Era una situación intolerable. Las cosas no pudieron ser peores para Quintilio Varo, que había perdido tres legiones de César Augusto. Pero allí había siete legiones en peligro.

Después de la consulta de rigor con el renqueante Capito, Druso colocó una fila de sus propios arqueros a lo largo de la playa, que respondieron al ataque maya con sus propias flechas enviadas a ciegas hacia la maleza. Esto tuvo algún pequeño efecto: una docena de mayas muertos fueron encontrados después de la batalla. Llevaban una especie de armadura, hecha de algodón enguatado, pero los romanos habían perdido veinte soldados más con las flechas que cayeron del cielo en el segundo ataque y quince en el tercero. El campamento estaba lleno de serpientes y ellas también iban haciendo su trabajo mortífero. Por si fuera poco, hubo hombres que se hincharon hasta morir por las picaduras de insectos, nadie sabía cuáles.

La fiebre fue el siguiente enemigo. Los hombres empezaron a enfermar a docenas y los alimentos comenzaron a escasear, pues la tormenta había vaciado el cercano bosque de sus cerdos y venados. Marco Juniano llevó a Druso aparte y le dijo:

—Nos han derrotado, como a la primera expedición. Deberíamos subir a bordo y marcharnos a casa.

Druso negó con la cabeza, aunque sabía que su amigo tenía razón. Cualquier orden de retirada debía partir de Capito y el cónsul estaba ensimismado, en alguna febril y borrosa alucinación.

Los días transcurrieron y a cada uno se producían nuevas bajas debido a la enfermedad, el hambre o al simple agotamiento, además de a los esporádicos ataques de los arqueros mayas. «Derribaremos los muros de su ciudad», dijo Capito en uno de sus escasos momentos de lucidez, pero Druso sabía que no había posibilidad de hacer tal cosa. Lo único que podían hacer era resistir en el campamento, buscar alimentos y agua y repeler las interminables oleadas de arqueros.

Al vigésimo tercer día un pequeño grupo de hombres, quizá unos cincuenta, débiles y demacrados, llegó tambaleándose hasta la playa desde el sur. Eran los únicos supervivientes del campamento de Masurio Titano, que se habían abierto paso a través del bosque en busca de los romanos restantes. Titano había muerto y la tormenta se había llevado todos sus barcos.

—Tenemos que abandonar este lugar —le dijo Druso a Capito, que tenía la mirada vidriosa—. Aquí no tenemos ninguna esperanza. Los arqueros irán liquidándonos a puñados todos los días y si el resto de nosotros no acaba muriendo de fiebre, Olao el danio enviará aquí un ejército para rematar el trabajo.

—El emperador nos ha enviado aquí para conquistar esta tierra —dijo Capito, tratando de alzarse hasta quedar sentado y lanzando fulminante una mirada alrededor con algún desesperado rastro de vitalidad—. ¿No somos romanos? ¿Osaremos regresar ante su majestad imperial con el lastimero relato de nuestro fracaso? —Y cayó hacia atrás exhausto, mascullando indistinguibles susurros; pero Druso sabía que aún debía considerarlo como su comandante.

Al vigésimo octavo día, varios centenares de soldados mayas aparecieron en la playa armados con lanzas; hombrecillos morenos prácticamente desnudos excepto por los tocados de plumas y la coraza de algodón enguatado. Druso en persona dirigió el contraataque, aunque le resultó muy difícil encontrar suficientes hombres capaces de soportar los rigores de la lucha. Los mayas aguantaron sorprendentemente bien frente a las espadas y los escudos romanos, pero al final fueron rechazados a costa de treinta vidas romanas. «Unas cuantas batallas más como ésta —pensaba Druso—, y estamos acabados.»

Capito murió a causa de las fiebres al día siguiente.

Druso se encargó de que tuviera un buen funeral, como correspondía a un cónsul que había muerto al servicio del Imperio en tierra extranjera. Cuando se cantaron los últimos salmos y se echó la última palada de arena sobre la tumba, Druso respiró hondo, se volvió a sus lugartenientes y dijo:

—Bien, ya hemos acabado con esto. ¡Todo el mundo a los barcos! ¡A los barcos!


En esta ocasión, de los más de cuarenta mil hombres que habían partido a ese segundo intento de Roma de conquistar el Nuevo Mundo, regresaron seiscientos. Centenares se perdieron en el mar, en el viaje de vuelta, incluidos los que iban a bordo del navio que Druso puso bajo el mando de Marco Juniano. Para Druso, ése fue el golpe más duro de todos: la pérdida de Marco en aquella insensata y estúpida aventura. Como pudo, trató de ver la muerte de Marco con la conciencia desapasionada de un romano de la antigüedad, pero se vio incapaz de sustraerse al dolor de la profunda pena. Él debía a los dioses una muerte, sí, pero no la de Marco, y sabía que la pena de esa pérdida, así como el sentimiento de culpa, lo acompañarían hasta la tumba.

El arduo viaje a casa lo debilitó profundamente. Necesitó dos semanas de descanso en la heredad familiar, en el Lacio, antes de encontrarse en condiciones de presentar su informe al emperador en la regia villa milenaria de Tibur.

Saturnino parecía haber envejecido mucho desde la última vez que Druso lo vio. No era tan alto como lo recordaba. Quizá había empezado a encorvarse un poco, y su lustroso cabello negro mostraba las primeras canas. «En fin, todo el mundo se hace viejo», pensó Druso. Pero algo más había desaparecido del emperador junto con su fulgor juvenil. Aquella aura de incontenible y regia vitalidad que hacía de él un personaje formidable parecía, asimismo, haberlo abandonado. Quizá fuera el paso del tiempo, pensó Druso, o puede que sus propios recuerdos de Olao el danio, aquel hombre de fuerza y ferocidad realmente ilimitadas y que, por comparación, menguaban al emperador ante sus ojos.

El emperador pidió a Druso, de una manera distante y un tanto vaga, que le contara la suerte que había corrido la segunda expedición. Druso respondió con un tono ponderado, desprovisto de emoción. Describió primero la tierra, el clima, el esplendor de la única ciudad maya que habían visto. Después continuó con el relato del desastre: se habían encontrado con graves problemas, dijo él, el calor, las serpientes, los escorpiones y las hormigas mordeduras, las enfermedades, la hostilidad de los indígenas y, sobre, todo, una terrible tormenta. No mencionó a Olao el danio. No le pareció prudente sugerir al emperador que un salvaje nórdico había construido un Imperio en aquella tierra remota y que había sido capaz de mantener a raya a la misma Roma. Eso sólo espolearía su deseo de llevar a Roma encadenado a semejante individuo.

Saturnino escuchaba el relato con actitud ausente; de vez en cuando formulaba una pregunta o dos, pero mostrando en todo momento una auténtica falta de interés. Ahora Druso se acercaba a la parte más difícil de su informe: la de sus propias reflexiones acerca de su misión en el Nuevo Mundo.

Había que proceder con sumo tacto. Druso sabía que nadie alecciona a un emperador. Simplemente se le sugiere, se le guía hacia las conclusiones que se espera que extraiga. Hay que ser especialmente prudente cuando uno de los proyectos favoritos del emperador se ha demostrado desatinado e imposible.

Por ello, al principio Druso habló con cautela sobre las dificultades que habían encontrado, el desafío que supondría mantener líneas de abastecimiento a tan gran distancia, la probablemente enorme población nativa del Nuevo Mundo y las dificultades especiales debidas al clima y la enfermedad. Saturnino parecía estar prestando atención, pero desde muy lejos.

Entonces Druso fue más temerario. Recordó al emperador a su venerado predecesor, el emperador Adriano, quien había levantado la misma villa en la que ahora ellos se encontraban; cómo Adriano, al final de sus días, acabó comprendiendo que Roma no podía enviar sus legiones a todas las naciones del mundo, que existían límites para su expansión, que algunas remotas fronteras debían per manecer sin conquistar. Aunque al principio no estaba de acuerdo con Adriano, Druso le confesó a su emperador que sus experiencias en Yucatán le habían hecho cambiar de idea al respecto.

Sin embargo, el emperador ya no parecía estar escuchando, y Druso advirtió que, muy probablemente, llevara ya un buen rato sin hacerlo. En un repentino deseo de quebrar aquella glacial ausencia se encontró a punto de afirmar rotundamente: «Es imposible, César, nunca lo conseguiremos, deberíamos darlo por imposible. Ya que si continuamos, miles de nuestros mejores hombres perecerán, se consumirá el erario público, nuestro espíritu se verá abatido».

Pero antes de que ninguna de estas palabras saliera de su boca, oyó al emperador murmurar, como si se tratara de un oráculo hablando en trance:

—Roma es el océano, Druso, inmenso e inagotable. Golpearemos sus costas como lo hace el mar.

Y Druso se dio cuenta, con perplejidad y horror, de que el emperador ya había empezado a planear la expedición siguiente.

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