Juan José Saer
Las nubes

a Alberto E. Díaz

Da espacio a tu deseo.

LA CELESTINA, Acto VI


Está viéndose ya en la esquina, bajo el sol, cerca del puesto del vendedor de helados protegido por el toldo a rayas rojas y blancas, anchas. De antemano ha sentido, al cruzar la calle desde la vereda de sombra a la del sol, el asfalto, blando a causa del calor, bajo la suela de sus mocasines marrones. Y ahora, sobre la vereda gris que arde y reverbera en la siesta de verano, su sombra se proyecta a sus pies, encogida a causa de la posición del sol que no hace mucho ha empezado a bajar, lento, desde el cenit.

El cucurucho doble de crema y chocolate que se apresta a tomar será su único almuerzo, y si ha esperado hasta tan tarde -son casi las dos y media- para salir de su oficina a comprarlo, es porque ha decidido que el helado debe servirle para tirar sin comer hasta la hora de la cena. El calor es sin duda la causa principal de su frugalidad, pero una especie de estoicismo que podría considerarse como deportivo, producto no de una regla que aplica a su vida entera, sino del capricho del día, le da a esa estrategia física una vaga coloración moral. De modo que se siente bien durante unos segundos, contento, leve, sano y, a pesar de no andar lejos ya de los cincuenta, cree poseer un porvenir -inmediato y lejano- claro, recto y vivaz, igual que una alfombra roja extendida desde la punta de sus pies hacia el infinito. Casi de inmediato, el rigor del verano, el tumulto de la calle, los gases negruzcos que despiden los coches y que envenenan el aire lo retrotraen a un poco más de realidad, a ese término medio del ánimo que equidista de la angustia y de la euforia y que los que creen conocerlo más o menos bien, y él mismo aun cuando por distracción se deja convencer por ellos, llaman con certidumbre injustificada su temperamento.

La ola de calor cocina a la ciudad desde hace por lo menos una semana. Del cielo azul, sin una sola nube, el sol manda una luz omnipresente y ardua, que achicharra los árboles, enturbia la percepción y embrutece el pensamiento. Únicamente de noche el calor afloja un poco, pero con la hora de verano, una decisión administrativa que, como le gusta ironizar, hasta las gallinas reprueban, a esta altura del año no termina nunca de anochecer, y un poco después de las tres de la mañana, cuando a causa del calor uno todavía no ha logrado dormirse, el alba rompe, lívida, por el este, y el sol intolerable reaparece. En las orillas del río la gente se tuesta esperando la noche, la lluvia, las vacaciones, alguna brisa improbable, pero los que trabajan, cuando los observan, sudorosos, desde los muelles, desde algún puente, desde el colectivo, desde el metro aéreo que atraviesa el Sena, los consideran más con escepticismo que con envidia.

Es el seis de julio. El año pasado, después de veinte de ausencia, con el pretexto de liquidar los últimos bienes familiares, Pichón ha visitado por algunas semanas su ciudad natal, de mediados de febrero a principios de abril A pesar de los años, de las decepciones y de la extrañeza, se ha traído, de vuelta a París, algunos buenos recuerdos, y la promesa de Tomatis de venir a visitarlo, pero pasó un año entero sin que Tomatis se decidiese a viajar. De tanto en tanto, los domingos, se llamaban por teléfono, aunque nunca tenían nada preciso que decirse, y como viven en hemisferios diferentes, de tal modo que cuando uno está en pleno verano el otro ve golpear los puñados de lluvia helada contra la ventana, y como a causa de la diferencia horaria cuando en la ciudad es de mañana en París es de tarde, y cuando en la ciudad es de tarde en París es ya de noche, el tiempo ocupaba una buena parte de sus conversaciones. Hasta que, menos de dos meses atrás, un domingo de mayo en que hablaron un poco más que de costumbre del tiempo porque, a pesar de la diferencia de estación, de país, de continente y de hemisferio, las condiciones climáticas eran idénticas (un día frío y lluvioso), Tomatis le anunció por fin la buena noticia de que a principios de julio pasaría unos días por París.

Pero eso no fue todo: Tomatis le adelantó también que Marcelo Soldi, ese muchacho de barba en la lancha de cuyo padre habían ido un día con los chicos a visitar a la hija de Washington, ¿se acordaba?, tenia la intención de escribirle para mandarle algo que estaba preparando desde hacía algunos meses, y, tal vez con el fin de avivar su interés, Tomatis dejó caer sin darle mayores explicaciones una frase enigmática: "Salió a buscar Troya y casi se topa con el Hades". Pero por cierto que no bromeaba porque, cosa de un mes más tarde, el envío llegó: era un sobre de tamaño mediano, protegido por un forro interior de burbujas de plástico, autoadhesivo, pero al que, por precaución, Soldi había sellado con cinta adhesiva transparente, y que contenía una carta bastante larga y una disquette de la computadora. Soldi masculinizaba la palabra y le ponía un acento grave, lo que por escrito daba como resultado "el disket". En un pasaje de la carta decía: "Aparte de las conversaciones con Tomatis, que a veces pueden exigir cierta dosis de paciencia, me distraen también los paseos en auto, al azar, por el campo, y hurgar viejos papeles que conservan, milagrosamente la mayor parte del tiempo, la memoria de este lugar, o de cualquier otro, si viviese en cualquier otro. Lo que es válido para un lugar es válido para el espacio entero, y ya sabemos que sí el todo contiene a la parte, la parte a su vez contiene al todo. No lo hago con veleidades de historiador porque no tengo ninguna fe en la historia. No creo ni que pueda servir de modelo para el presente, ni que podamos recuperar de ella otra cosa que unos pocos vestigios materiales, lápidas, imágenes, objetos y papeles en los que, lo reconozco, lo que aparece escrito puede ser un poco más que materia. Lo que percibimos como verdadero del pasado no es la historia, sino nuestro propio presente que se proyecta a sí mismo y se contempla en lo exterior".

Y en otra parte de la carta: "Tengo cierta ventaja sobre otros aficionados a los archivos: le caigo bien a las viejas. El texto que te mando en el dísket me lo confió una señora nonagenaria que, me parece, nunca lo leyó. Por suerte para ella, la pobre murió mientras yo lo estaba descifrando y pasando en limpio con total fidelidad, de modo que ya no estaré obligado a contarle vaguedades o a mentirle sobre el contenido de esos papeles, que, en razón de que su propietaria no tenía herederos, deposité en el Archivo Provincial, donde pueden ser consultados, apenas terminé de copiarlos. Nos interesa mucho tu opinión porque, contrariamente a lo que yo considero, Tomatis afirma que no se trata de un documento auténtico sino de un texto de ficción. Pero yo digo, pensándolo bien, ¿qué otra cosa son los Anales, la Memoria sobre el calor de Lavoisier, el Código Napoleón, las muchedumbres, las ciudades, los soles, el universo?". Y por último: "El manuscrito que me dio la anciana no tiene titulo, pero si entendí bien ciertos pasajes, creo que a su autor no le parecería inadecuado que le pusiéramos las nubes".

El sobre llegó en el mes de junio, el veintiuno pura ser exactos, en la puerta del verano. Desde entonces, como estaba terminando el ano universitario, entre las reuniones, los exámenes y los coloquios, a Pichón le ha faltado tiempo para enterarse del contenido del misterioso "dísket" que se ha estado cubriendo de polvo, abandonado entre libros, cuadernos y papeles sobre su escritorio. El dos de julio, su mujer y los chicos se fueron al mar y él se quedó en París a causa de un par de reuniones que lo demoraron y porque Tomatis le había anunciado su llegada desde Madrid para el siete a la noche. Decidieron de común acuerdo pasar dos o tres días solos en París para charlar a sus anchas, y viajar después a reunirse con Babette y los chicos en Bretaña.

Esta mañana, a eso de las nueve y media, ha asistido a una reunión en la facultad, y después se ha quedado trabajando hasta las dos y media en su oficina, ha bajado a tomar un helado, y se ha vuelto a su casa a dormir la siesta. Como muchos habitantes de la ciudad ya se han ido y los turistas por alguna razón todavía no han llegado -tal vez a causa del calor excesivo han preferido el mar o la montaña- la ciudad está vacía y como a causa del viaje de su familia también lo está su departamento, por momentos se establece entre el departamento y la ciudad una curiosa analogía, y como las ventanas están siempre abiertas para aprovechar las corrientes de aire, existe entre la ciudad y la casa una especie de continuidad; por momentos, no se sabe bien cuál de las dos contiene a la otra. Hay un silencio mayor que el de costumbre, y que crece todavía más cuando llega la noche ardiente y pegajosa después del día interminable. En short, con todas las luces apagadas, Pichón suele acodarse en la ventana del segundo piso que da a la calle callada y vacía, y mientras fuma cigarrillo tras cigarrillo, va auscultando, más que los detalles exteriores de la noche, las sensaciones que esos detalles despiertan en él, y que lo retrotraen al pasado, a su infancia sobre todo, por momentos de un modo tan intenso y claro que el tiempo parece abolido, a punto de inducirlo a pensar que muchas sensaciones que él ha creído siempre propias de un lugar, eran en realidad propias del verano.

A eso de las siete, un poco atontado por el calor y por la siesta demasiado larga, sale a hacer algunas compras por el barrio, pero después de pasar un rato en una vinería eligiendo algunas botellas de vino blanco para los días venideros, descansado, limpio y bastante feliz, atravesando el aire azul del anochecer, por las calles calientes, silenciosas y vacías, vuelve a la casa vacía. Apenas entra en ella se vuelve a duchar, se seca con suavidad, aplicando la toalla contra su piel y apretando un poco, casi sin frotar, como se aplica un secante sobre unos renglones de tinta fresca, y se pone, por toda vestimenta, un short limpio. Cena liviano -una tajada de jamón, unos tomates, un poco de queso, agua mineral-, pero cuando se sienta frente a la computadora, la pone en funcionamiento e introduce "el dísket" para leer su contenido en la pantalla, lo piensa mejor y se dirige a la heladera. Vuelve con una gran taza de loza blanca llena de cerezas que deposita en el escritorio, al alcance de su mano izquierda, entre biromes, lápices, encendedores, un par de paquetes de cigarrillos, y un pesado cenicero de vidrio verde oscuro, grueso. Cuando empieza a leer el texto haciéndolo desfilar en la pantalla de la computadora, y aunque va llevándose a la boca, una a una, sin mirarlas, las cerezas, el gusto, dulce y ácido a la vez, lo hace representarse las esferitas de un rojo vivo igual que si las sensaciones táctiles y gustativas que se van produciendo en el interior de la boca, diesen un rodeo por los ojos, o por la memoria, antes de llegar al cerebro. Grandes, carnosas, frías, gloriosamente firmes y rojas, que, una vez obtenida, y aunque tantos pretendan lo contrario, por casualidad la primera, la materia se puso porque sí a multiplicar, son sin embargo, porque corre el mes de julio, las últimas del verano. Y nada asegura que, con la misma liviandad caprichosa con que salieron de la nada a la luz del día, después del invierno interminable y negro, volverán a aparecer.


Ríos por demás crecidos, un verano inesperado, y esa carga tan singular: así podrían resumirse, con la perspectiva del tiempo y de la distancia, para explicar la dificultad paradójica de avanzar en lo llano, nuestras cien leguas de vicisitudes.

Ese viaje demasiado largo y dificultoso tuvo lugar -cómo podría olvidarlo- en agosto de mil ochocientos cuatro. El primero de ese mes salimos hacia Buenos Aires bajo una terrible helada, y los cascos de los caballos quebraban las láminas, de un rosa azulado, de la escarcha en el amanecer, pero a los pocos días ya estábamos enredados en un verano pegajoso y truculento. Yo había hecho el trayecto inverso de Buenos Aires a la ciudad, y aunque éramos apenas cuatro jinetes, y por lo tanto progresábamos, a pesar de los obstáculos innumerables, diez veces más rápido que a la vuelta, aún a la hora en que el sol estaba más alto, el frío nos atormentaba. Así que ese calor desmedido nos confundía doblemente, primero por su rigor, que era grande, y también por su aparición a destiempo, en contradicción con las leyes naturales y el advenir natural de las estaciones. Lo poco en cuenta que la naturaleza tiene nuestros planes y hasta las leyes que le atribuimos parecía demostrarlo con insolencia ese calor inusual en medio de uno de los inviernos más crudos que la región, según numerosos testimonios, había padecido. El verano intempestivo, que en la misma semana hizo florecer y aniquiló un simulacro de primavera, desencadenó en menos de un mes una sucesión anómala de estaciones que desfilaban precipitadas y en desorden. Pero Osuna, el baqueano que nos había guiado hasta la ciudad y nos llevaba, en convoy numeroso esta vez, de vuelta a Buenos Aires, decía que, de tanto en tanto, en pleno agosto llegaba un verano así que iba preparando, para el día treinta, la tormenta de Santa Rosa. Demás está decir que, como siempre, Osuna tenía razón, y que el treinta justo, unos días antes de llegar a destino, la tormenta prevista, si bien contribuyó a sacarnos de una situación más que delicada, coronó el desfile de adversidades.

Pero me adelanto a los hechos y tal vez, por consideración hacia el posible lector en cuyas manos caiga algún día, en las décadas venideras, esta memoria, será mejor que me presente: soy el doctor Real, especialista de las enfermedades que desquician no el cuerpo sino el alma. Oriundo de la Bajada Grande del Paraná, nací y crecí en las colinas delicadas que ven llegar, desde el norte, la corriente incesante y rojiza del gran río. Con los franciscanos aprendí las primeras letras, pero cuando llegó la edad de profundizar mis estudios, Madrid les pareció a mis padres más aceptable que cualquier otro lugar como capital del saber, lo que puede explicarse por el hecho de que ellos mismos eran castellanos, y porque esperaban que hasta Alcalá de Henares no llegaría el tumulto que, partiendo de Francia, desde hacía seis o siete años sacudía a Europa. A diferencia de mis padres, a mí era ese tumulto lo que me atraía, y como ya había empezado a interesarme por las enfermedades del alma, cuando llegó a mis oídos que habían liberado de sus cadenas a los locos en el hospital de la Salpetrière, supe que era en el fervor de París y no en los claustros soñolientos de Alcalá donde proseguiría mis estudios. Como todas las otras y en cualquier período de la historia, la última década del siglo pasado fue tumultuosa; como todos los padres, los míos trataron de educarme al margen del tumulto; y, como todos los jóvenes, era justamente en el tumulto donde a mí me parecía que empezaba la verdadera vida.

No me equivocaba. En los hospitales de París descubrí una ciencia nueva, y entre sus principales representantes, al doctor Weiss. Un puñado de médicos que eran a la vez pensadores afirmaban que, de ciertas enfermedades del alma, como algunos filósofos de la antigüedad lo habían entrevisto, y aun cuando factores corporales podían ser a veces determinantes, había que buscar la causa no en el cuerpo sino en el alma misma. El doctor Weiss había ido de Amsterdam a París con el fin de confirmar esa observación; yo, mucho más joven, a enterarme de que tanto el sabio holandés como esa observación existían, y hasta podría decirse que formaban una entidad. Al tiempo de llegar, la idea se volvió una evidencia apasionada, y el doctor Weiss mi amigo, mi maestro y mi mentor. De manera que cuando decidió instalarse en Buenos Aires para ejercer según sus principios la nueva disciplina, me convertí con toda naturalidad en su ayudante. Demás está decir que antes de tomar su decisión definitiva me interrogó a fondo sobre la región y sus habitantes, pero como mi intención en esta memoria es respetar la verdad en forma escrupulosa, debo reconocer que instalarse en América había sido su proyecto desde mucho antes de conocerme, y que su interés por mi insignificante persona se acrecentó cuando supo por terceros que yo era originario del Río de la Plata. Ya en aquel entonces, las colonias españolas de América atraían a científicos, comerciantes y aventureros; la empalizada con que la Metrópoli pretendía aislarlas estaba agujereada por todos lados, de modo que era de lo más fácil colarse por los huecos, y hasta los que habían sido nombrados por Madrid para impedirlo se beneficiaban con la situación. Pero el doctor Weiss no era hombre de actuar de contrabando. Antes de cruzar el océano y, debo decirlo, con más facilidad de lo que me costó unos años más tarde atravesar un mar de tierra firme, pasamos por la Corte y unos meses después ya habíamos obtenido la autorización necesaria. Así que en abril de mil ochocientos dos, la Casa de Salud del doctor Weiss se inauguró a dos o tres leguas al norte de Buenos Aires, en un lugar llamado Las tres acacias, no lejos del río, pero en terreno alto para prevenir las inundaciones, con el triple beneplácito, que no duró mucho, de los notables locales, de las autoridades del Río de la Plata y de la Corona. Los propósitos del doctor no eran filantrópicos, pero enriquecerse era para él más bien un medio, que le permitiría proseguir sus investigaciones y, de ser posible, recuperar una parte de su inversión inicial, que le insumió la totalidad de la herencia familiar, en libros, viajes, influencias para obtener las autorizaciones necesarias, y sobre todo, en la construcción y puesta en funcionamiento de la Casa de Salud propiamente dicha, un vasto edificio de varias alas, de espesas paredes blancas y techo de tejas, en las barrancas que dominan el río. La Casa se conformaba a un modelo que existía ya en Europa, y sobre todo en París, donde varias instituciones de ese tipo habían sido fundadas en los últimos años, pero la arquitectura se inspiraba en el convento, en el beguinage, en el retiro filosófico, con vagas reminiscencias de la Academia y del Jardín de Epicuro, rechazando las cadenas, la cárcel, las mazmorras; un hospital ideal para dar reposo y cuidado que, por sus características, no podrían por desgracia aprovechar más que los enfermos ricos. Pero la intención del doctor Weiss era la de ocuparse también, por otros medios y en algún otro lugar, de los pobres, que aun cuando le hubiesen resultado indiferentes, lo que por cierto no era el caso, sus intereses científicos se lo exigían, puesto que para él las enfermedades del alma, si la mayor parte tenía sus causas en el alma misma, podían deberse en algunos casos a causas concomitantes que provenían de diferentes partes del cuerpo, junto con otros motivos exteriores, originarios del mundo circundante, clima, familia, condición, raza, vicisitudes. Que únicamente los ricos pudiesen pagarse el tratamiento da una idea de su complejidad minuciosa: cada enfermo era considerado como un caso único, con pertinencia y dulzura, en una cura de larga duración que exigía, además de tiempo, espacio, ciencia y trabajo. La Casa de Salud sustituía el hogar que los enfermos habían perdido y, consciente de que las familias ricas no sabían qué hacer con sus locos, y que, por proteger su propia reputación, no se resignaban a dejarlos errar por las calles como hacen los pobres con los suyos, hubiesen deseado encontrar un lugar que pudiese acogerlos, el doctor tuvo la idea de abrir su Casa: fue tal vez la primera de ese género en todo el territorio americano,

Desde antes de su inauguración el número de familias postulantes fue asombrosamente elevado, y si bien todas eran de Buenos Aires, a los pocos meses de empezar a funcionar, comenzaron a llegar pedidos de las provincias, del Paraguay, del Perú y del Brasil, lo cual mostró la gran necesidad que existía en América de un lugar donde se trataran, con los últimos adelantos de la ciencia, la frenitis, la manía, la melancolía y otras dolencias del alma más o menos conocidas. A decir verdad, hasta que llegamos el doctor Weiss y yo a tratar de curarlas, esas enfermedades no parecían existir entre las clases superiores de América, que es lo que corresponde inferir del silencio que imperaba en todo el continente sobre el tema, a menos que, no existiendo la ciencia capaz de identificarlas, esas enfermedades hayan sido tomadas como rasgos normales del temperamento, lo que podría explicar quizás muchos hechos incomprensibles de nuestra historia. Lo cierto es que la Casa estuvo casi llena al poco tiempo de abrir y que al año siguiente nomás el doctor empezó a evocar la construcción de un ala suplementaria.

Esa buena acogida se explica con facilidad: para quien no sabe llevarlos, los locos, si rara vez se muestran peligrosos, son siempre cansadores. Aun cuando pongan buena voluntad y sobre todo mucha paciencia, al cabo de cierto tiempo las familias terminan exhaustas. Tratar de conseguir que un loco se comporte como todo el mundo, es como querer torcer el curso de un río: no digo que sea imposible, pero únicamente un buen ingeniero, sin poseer desde luego ninguna garantía anticipada de que lo logrará, puede intentar que el agua corra en otra dirección. Para el común de la gente, el comportamiento extravagante de los locos es pura y simplemente obstinación, cuando no mendacidad. Impermeables al sentido común y a la razón, los que insisten demasiado en querer redimirlos, terminan ellos mismos viendo sus propios juicios alterados. Hay que tener en cuenta también que cuanto más rígidos son los principios del ambiente en el que viven, más sobresale la rareza de los lunáticos, y más absurdos parecen sus dislates. Entre los pobres, obligados, para sobrevivir, a profesar principios más flexibles, la locura parece más natural, como si contrastara menos con la sinrazón de la miseria. Pero una de las pretensiones mayores de los poderosos, aquella que justamente quiere fundar la legitimidad de su poder, es la de encarnar la razón, de modo que, en su seno, la locura representa un verdadero problema para ellos. Un loco pone en peligro una casa de rango desde el techo hasta los cimientos, y hace perder respetabilidad a sus ocupantes, lo que explica que en general se escondan las enfermedades del alma como si fueran males oprobiosos. También allá debe haber muchas familias que no saben qué hacer con sus locos, me dijo un día en Madrid el doctor Weiss, en la época en que esperábamos las autorizaciones de la Corte para abrir nuestra casa en el Virreynato. Para la ciencia que ha hecho de ellos su objeto, los locos son un enigma, pero para las familias en el seno de las cuales viven, un problema. Es obvio que estas complicaciones surgen cuando los signos exteriores de demencia son demasiado evidentes, porque, en los casos en que pasa desapercibida, que son mucho más frecuentes de lo que se cree, la sinrazón misma puede erigirse en principio y manejar, con la conformidad de casi todos, los hilos del mundo.

Como me doy cuenta de que en muchas de mis palabras trasunta aún hoy la influencia de mi venerado maestro, creo que es conveniente evocarlo en forma más detallada. De su físico, baste decir que delataba a primera vista al hombre de ciencia: alto, un poco grueso, las profundas entradas que dejaba en su frente rojiza un pelo rubio ceniciento, siempre revuelto, revelaban la constante actividad interior de la cabeza, un poco más grande que lo normal y bien asentada entre los hombros vigorosos. Detrás de unos quevedos enmarcados de oro que, cuando no estaban encaramados en su nariz, bailoteaban contra su pecho suspendidos de una cadenita de oro que colgaba alrededor del cuello, brillaban sus ojos de un azul clarísimo, móviles y perspicaces, ligeramente irónicos, y que, en los momentos de gran concentración, desaparecían detrás de los párpados que se entrecerraban delatando la ocupación máxima de la mente. Su cara rubicunda y franca se ensombrecía un poco cuando examinaba a un enfermo, pero a la hora de la cena, después de una jornada de intenso trabajo, el vino y la conversación eran sus placeres principales. A casi diez años de su muerte, no cometo ninguna infidencia escribiendo que su pasión por el sexo femenino, aun a una edad avanzada, era más que ordinaria y que, como ocurre a menudo en los pueblos septentrionales, las razas oscuras merecían su predilección. Los lupanares no lo amedrentaban, más aún, ejercían sobre él una fascinación desmedida, y de las mujeres casadas parecían emanar para su sensualidad incomprensibles atractivos suplementarios. Como yo era su interlocutor principal, su ayudante, su discípulo fiel, y me encontraba tan a menudo a su lado que hubiese podido confundírseme con su sombra, me convertí por razones obvias en su confidente, de modo que considero con toda tranquilidad de conciencia ser la persona que, por lo menos en el último tercio de su vida, mejor lo conoció. Después que la Casa de Salud dejó de existir y que, de regreso a Europa, por causas ajenas a nuestra voluntad, debimos separarnos, y él regresó a Amsterdam mientras que yo entraba como interno en el hospital de Rennes, del que en la actualidad soy subdirector, hasta el día de su muerte seguimos escribiéndonos y mezclando en nuestra correspondencia, con soltura y jovialidad, los tópicos científicos con los personales. Su higiene corporal era meticulosa y, si el tiempo era cálido, le gustaba vestirse impecablemente de blanco, de modo que cuando estaba en Buenos Aires, en las noches de verano, cuando después de 1a cena salía a ejercer su pasatiempo favorito, no era raro que, desde los umbrales oscuros, desde las habitaciones en penumbra, por las ventanas abiertas de par en par buscando crear una imaginaria corriente de aire, al verlo pasar, alguna voz masculina murmurara en la oscuridad, entre socarrona y comprensiva: ái va el doctor rubio a buscar putas. Creo que la mejor manera de describir al doctor Weiss tiene que ver con esa capacidad que poseía de practicar libremente sus vicios a la vista de todos sin perder respetabilidad. Probablemente la razón fuese que nunca mezclaba los placeres con el trabajo y que era hombre de palabra: jamás le oí decir una mentira ni prometer nada que no estuviese dispuesto a cumplir. Su gusto inmoderado y misterioso por las mujeres casadas lo obligaba a veces a no pocos malabarismos morales, y en dos o tres ocasiones, empujado por las circunstancias a una inevitable duplicidad, lo vi renunciar con resignación a goces que ya le estaban asegurados. De sus inclinaciones había hecho un estilo de vida, una disciplina del saber y del vivir, casi una metafísica. En una carta del último período me escribió: El instante, respetado amigo, es muerte, sólo muerte. El sexo, el vino y la filosofía, arrancándonos del instante, nos preservan, provisorios, de la muerte. Si bien no parecía establecer ninguna distinción entre sanos y enfermos, era a los enfermos a quienes trataba con mayor probidad; parecía considerar que les debía más respeto que a los sanos. Y en cierto sentido era exacto: abandonados por sus familias, que rara vez venían a verlos, los locos estaban enteramente en nuestras manos, de modo que para ellos representábamos el último puente con el mundo. Al inaugurar la Casa de Salud, el doctor Weiss nos había advertido, a mí y a los otros miembros del personal, que mentirles a los locos era un acto insensato, y que si lo hacíamos seríamos percibidos por los enfermos igual que las personas sanas perciben a esos locos que hacen todo lo posible por disimular su locura, sin darse cuenta de que son esos esfuerzos los que los traicionan. Según el doctor Weiss el engaño es superfluo porque la locura, por el solo hecho de existir, vuelve a la verdad problemática. Un detalle que me intrigaba cuando lo oía dialogar con los enfermos era que muchas veces, ante las afirmaciones más descabelladas de los locos, en sus ojos azules más que en sus labios, que se apretaban un poco, se encendía fugaz una sonrisa de aprobación.

Las enfermedades, y no únicamente las del alma sino también las del cuerpo, que aunque capaz de tratarlas con igual habilidad se abstenía de hacerlo para no malquistarse con los otros médicos de la ciudad, a los que no quería sacarles la clientela, no eran el único centro de interés de mi maestro: la naturaleza entera en sus más variadas manifestaciones, desde el giro periódico de los astros hasta las florcitas más insignificantes de la llanura, que coleccionaba en un herbario cuidadoso, despertaba en él la misma curiosidad, estimulando sus dones de observación y de razonamiento. Un insecto, la brisa benévola de octubre, el comportamiento de un caballo o las fases de la luna, tenían el mismo valor para él como objetos de reflexión, y más de una vez le oí decir que, a diferencia de lo que habían producido los hombres, no había jerarquías en la naturaleza, y que en cada fenómeno natural estaban implícitas las leyes que rigen al universo entero, de modo que explicando correctamente el salto de una pulga por ejemplo -le gustaba ejemplificar con lo nimio- se entendía el funcionamiento del sistema solar, pero que de todas maneras la interpretación correcta de un hecho natural era imposible, porque a medida que iba aumentando el conocimiento aumentaba también el lado oscuro de las cosas.

Era un hombre ameno y servicial, o tal vez más que ameno y servicial: proclive a la compasión. Ese rasgo de su carácter era mucho más meritorio en él que en ningún otro, si se tiene en cuenta que, en materia religiosa, nunca vi ateo más convencido. En una de sus cartas desde Amsterdam me decía: Como Dios no existe nos toca a nosotros los hombres corregir las imperfecciones del mundo. ¡Cómo me hubiera gustado dejarle la tarea -al fin de cuentas, si existiese, el mal sería su responsabilidad-y poder dedicar todo mi tiempo a la única cosa perfecta que ha sabido crear, el sexo femenino! Su ateísmo me dejaba a veces perplejo: daba la impresión de considerar la inexistencia de Dios como una circunstancia euforizante. Aunque yo compartía sus convicciones, debo confesar que no pocas veces, en la intimidad de mi pensamiento, la situación me parecía más bien desalentadora, menos por la nada infinita que acechaba a mi propio ser, que a causa del despilfarro increíble que suponía la existencia de un universo tan inmenso, variado y colorido, que había irrumpido un buen día porque sí para, en cualquier momento, fletado generosamente como estaba, brusco, derrumbarse y desaparecer. Al doctor Weiss esa eventualidad no lo impresionaba sino que, por el contrario, parecía estimularlo, y creo que si hubiese estado en la boca de un volcán en erupción -aventura que por otra parte creo que vivió en Nápoles unos años antes de conocerme-, en vez de emprender la fuga se hubiese frotado las manos preparándose a estudiar la materia ígnea que estaría a punto de abrasarlo. Para los catorce años que duró nuestra Casa de Salud, ese símil no es inadecuado. Por todas partes lava hirviendo nos amenazaba: indios, bandidos, ingleses, godos, en ese orden creciente de ferocidad, para no hablar de tormentas, inundaciones, sequías, langostas, denuncias, pleitos, guerras y revoluciones. Nuestro hospital-laboratorio, como lo llamaba el doctor, que habíamos concebido blanco y apacible, terminó siendo la ruina miserable que, según me ha informado un amigo, existe todavía hoy día entre la maleza. Al parecer, después de la dispersión trágica de nuestros pupilos -los buscamos sin resultado durante semanas- dos de ellos volvieron al año siguiente y se instalaron en las ruinas, sin que ninguna familia los reclamara. (Hasta su muerte, los indios los veneraban y les traían de comer todos los días. Después se supo que eran unos indios cristianizados de Areco que, en secreto, practicaban una especie de culto hacia los dos locos, a los que trataban bien para que los preservaran de las fuerzas del mal.)

La política y el dinero son sin duda útiles, pero distraen de lo esencial: así es como las guerras sucesivas y la avaricia de ciertas familias, que pagaban los costos del primer año para desembarazarse de sus enfermos, y una vez que los confiaban a la Casa se olvidaban de seguir pagando, terminaron con nuestra empresa. En cuanto a las autoridades, si bien algunas personas esclarecidas nos estimulaban, muchos gobernantes, en general hombres de negocios, leguleyos, hacendados, eclesiásticos y militares, casi todos ellos ávidos, oscurantistas y sin instrucción, nos vigilaban de un modo constante y ponían toda clase de obstáculos a nuestro desenvolvimiento. Únicamente aquéllos que tenían trato directo con el doctor Weiss nos eran incondicionales, por haber percibido a través de ese trato su bondad, su sinceridad y su eficacia. Y tal vez porque dependían de él y más de una vez él había sabido calmar sus sufrimientos, los enfermos lo idolatraban. Pretendiendo que los tenía prisioneros sin ninguna razón y que los torturaba, trato que ni siquiera a los locos furiosos era capaz de darles, aun los enfermos que lo consideraban como su enemigo y que no se abstenían de injuriarlo o de amenazarlo, le tenían a pesar de sí mismos un respeto evidente, del que tal vez ni se daban cuenta, y cuando simulaban estar convencidos de que el doctor era la causa de todos sus males se notaba en sus palabras y en sus actitudes que no creían mucho en lo que afirmaban. Con sus insultos calumniosos, que el doctor soportaba con su sonrisita impasible, llegando a veces a sacudir de un modo afirmativo la cabeza como si los aprobara, parecían querer obligarlo a darles, de un modo u otro, un signo de que estaban equivocados, o tal vez un suplemento de atenciones o un interés exclusivo. También las personas que trabajaban en la Casa, a las que él mismo fue formando, le eran devotas. En su mayor parte se trataba de personas sin mucha instrucción, pero el doctor pensaba que los atributos que requería su trabajo, inteligencia, dulzura, fuerza física y paciencia, no dependían de la instrucción. Algunas damas de la ciudad quisieron colaborar gratuitamente, por beneficencia, con el trabajo de la Casa, pero, con habilidad diplomática, el doctor las convenció de que era un trabajo peligroso, lo cual en algunos casos, rarísimos, podía ser cierto, y cuando logró desembarazarse de ellas, me comentó en forma confidencial, con su habitual sonrisita y el chispeo de sus ojos clarísimos: Gratuitamente, es otro tipo de servicios el que les pediría a las más jóvenes.

El mismo concibió y ejecutó los planos de la Casa. De una sola planta, de forma rectangular, consistía en una serie de galenas que encerraban tres patios. El frente daba hacia el río, como en la patria de Empédodes el templo de la Concordia hacia el mar, ironizaba el doctor. Las paredes de adobe espeso, siempre de un blanco inmaculado; el enrejado bajo de las ventanas imitaban las mansiones coloniales, pero las hileras de cuartos que se abrían hacia los patios cuidados, evocaban el convento, la cofradía, o una rústica Academia. Únicamente en la última galería del último patio las puertas tenían llave. En las otras, incluida la de mi maestro, esa protección era superflua. Vivíamos en comunidad con nuestros locos. En cuanto a las personas que trabajaban en la Casa, sólo se encerraban bajo llave las que lo deseaban, que eran escasísimas. Las habitaciones del fondo estaban destinadas a los enfermos que atravesaban períodos de excitación grave. A la febrilidad constante de ciertos locos los demás terminan por habituarse o resignarse, pero los ataques súbitos de algunos taciturnos suelen ser los más violentos. En esos casos, el encierro se hacía necesario, y los dejábamos a solas hasta que los ganara otra vez la melancolía. En rigor de verdad, con nuestro método, es decir el método del doctor Weiss, rara vez en catorce años tuvimos casos de locos furiosos, que hubiesen puesto en peligro a nuestra comunidad o a alguno de sus miembros. Cuando la violencia los tentaba, era más bien contra sí mismos que la empleaban. A veces, sin razón aparente, alguno, en forma repentina, corría a darse un cabezazo contra la pared, que lo dejaba sangrante y atontado. Otro, sin previo aviso, decidía tajearse el cuerpo entero con un cuchillo. Pero en catorce años, tuvimos que lamentar únicamente tres suicidios. Un muchacho brasileño constante e irresistiblemente atraído por el agua, terminó por tirarse al río; un viejo se colgó de un árbol en el segundo patio, una mañana de invierno, y una mujer se envenenó. (Se había dado a sí misma seis meses para sanar y, como lo explicaba en la carta que dejó, ya había llegado a la Casa con el veneno escondido y la determinación de usarlo si el tratamiento del doctor, que era su última tentativa de curarse, no daba resultado.)

El personal, mezclado con los enfermos, estaba distribuido en los tres grupos de galerías, que formaban en realidad tres cuadrados, con dos lados interiores comunes. Construidos en hilera, y en un solo cuerpo, los tres cuadrados formaban un rectángulo. El cuadrado del medio compartía los lados transversales con el cuadrado inferior de la entrada y el cuadrado del fondo: en materia de arquitectura, el doctor era afecto a la geometría. El primero de esos lados transversales del cuadrado del medio era un largo salón que servía de comedor y en uno de cuyos extremos estaba instalada la cocina. El cocinero era un empleado, pero sus ayudantes y los mozos que servían a la mesa, eran locos. Siguiendo instrucciones del doctor Weiss, si alguno de ellos deseaba cocinar, el cocinero ponía la cocina a su disposición. Al cabo de un tiempo, el cocinero se iba a visitar a su familia por dos o tres días, del otro lado de Buenos Aires, dejando la cocina a cargo de algún enfermo. En las galerías laterales opuestas del cuadrado inferior, inmediatamente después de la entrada, él a la izquierda y yo a la derecha, el doctor Weiss y yo teníamos cada uno nuestra habitación, que era al mismo tiempo nuestro lugar de trabajo.

En nuestra Casa de Salud, había a decir verdad muy pocos remedios. Según el doctor Weiss, de las causas variadas que podían explicar la locura, las que provenían del cuerpo eran las más improbables, y puesto que se trataba de enfermedades del alma, era en el alma donde había que buscar la causa. Pero esa mezcla de sentimientos, pasiones, imaginación y pensamiento, mentira y verdad, bien y mal, amor y odio, crimen y arrepentimiento, deseo y renunciamiento que es el alma, como me decía el doctor en una de las primeras cartas que me mandó desde Amsterdam, no facilita nuestro trabajo. En cierto sentido, el cuerpo es para los hombres una región remota de sí mismos, y si logran hacerlo responsable de todos sus males, adscriben estos últimos al dominio de la naturaleza, que es para ellos sinónimo de fatalidad. En cambio, en lo que llaman el alma, están ellos mismos íntimamente implicados. En la inmensa mayoría de los casos el comercio con los demás no se hace a través del cuerpo, sino del alma. El cuerpo es una tierra incógnita que unos pocos privilegiados pueden pisar o contemplar, mientras que el alma está en comercio constante en la plaza pública, y los que se jactan de conservar un alma virginal y secreta no saben hasta qué punto esa propiedad que ellos creen recóndita y etérea puede llegar a ser manoseada por los otros. Por eso es que casi todo el mundo prefiere encontrar la causa de todos los males en el cuerpo. Demás está decir que el método principal del doctor Weiss consistía en mantener con los enfermos relaciones idénticas a las que mantenía con las personas sanas y que sólo en los casos extremos se intentaba algún tipo de tratamiento, en general temporario, como la prescripción de ciertos medicamentos por ejemplo, el encierro, o los baños fríos o calientes. En muy escasas oportunidades nos vimos obligados a recurrir a la camisa de fuerza. En cuanto a los baños, formaban parte de nuestra rutina, y el lugar en el que los enfermos los tomaban era una construcción aparte, cercana al río, tan blanca y cuidada como el edificio principal. Las enfermedades del cuerpo, las tratábamos según los métodos habituales, y para los casos más o menos graves el doctor no vacilaba en hacer venir a algún colega de Buenos Aires con el fin de proceder a una consulta. Pero debo consignar, si quiero atenerme a la verdad más estricta, que en su inmensa mayoría los numerosos enfermos que estuvieron bajo nuestro cuidado parecían gozar de una salud excepcional desde el punto de vista físico. Instalados en un mundo propio, enteramente creado por su imaginación delirante, y a menudo incomprensible para los demás, parecían al abrigo de las contingencias naturales que deben soportar los que gozan de, como se dice, su entero discernimiento. En ese mundo propio enquistado en el de las apariencias, daban la impresión de echar raíces y sufrían, no la corrupción que espera a toda materia, sino un desecamiento interminable, una calcinación lenta cuyo tiempo de cocción no podría quizás medirse con instrumentos conocidos. Las porciones de sí mismos que se iban desprendiendo, cabellos, dientes, piel, a veces un ojo que parecía volatilizado detrás de un párpado incapaz de abrirse, algunos dedos seccionados en algún accidente, una pierna que se ponía rígida y se negaba a caminar obligándolos a arrastrarla todo el tiempo como a un mueble viejo, parecían las partes de un envoltorio que, a causa de los trajines de un viaje, se desgarran sin que sin embargo el objeto que protegen sufra el menor daño.

En los trabajos domésticos, cada uno colaboraba según sus necesidades y según su deseo, y las reparaciones, la pintura, la huerta y la jardinería, así como el mantenimiento del corral, que estaba fuera del edificio, más allá de las tres grandes acacias que dan nombre al lugar, y las tareas de la cocina, que ya he mencionado, se repartían, a medida que la necesidad se iba haciendo evidente, entre los voluntarios que se presentaban, y de los que no estaba excluido ni siquiera el doctor Weiss. Más de una vez lo vi atender a un enfermo mientras iba carpiendo la huerta, o mientras pintaba las paredes de adobe, la preservación de cuya blancura inmaculada, al mismo tiempo que la limpieza meticulosa de las galerías y de las habitaciones, así como el cuidado del corral y de los patios arbolados, ocupaba la mayor parte del trabajo cotidiano. En relación con estas tareas domésticas efectuadas en común, debo decir que no resultaban de la aplicación de una disciplina sino más bien, por parte de los enfermos, del capricho de los voluntarios, y este sistema de trabajo, razonado con cuidado especial por el doctor Weiss, demostró una vez más su proverbial realismo y su infalible perspicacia. Si la locura podría definirse por el delirio mismo que la pone en evidencia, y si el sufrimiento puede estar ausente de los enfermos en muchos casos, es evidente que su otro rasgo constante es la ingobernabilidad: la razón, que es capaz de imponer su disciplina hasta a los rayos que caen del cielo, es sin embargo inadecuada para domesticar el delirio. Cuando se pretende tratar con él, es más prudente apelar a su capricho que a su obediencia, y a menudo nuestros locos seguían no las normas que dicta lo exterior, sino las que les imponía su propio delirio, a veces con la previsible consecuencia de que lo exterior, hasta entonces supuestamente inapelable, terminaba plegándose a ellas. Recuerdo que en mil ochocientos once, un funcionario de la Revolución que tuvo a su cargo una inspección de nuestro establecimiento, y que hubiese podido contarse entre nuestros enemigos, si a los pocos días de su visita un tropezón imprevisto de su caballo no lo hubiese mandado al otro mundo como se dice, comentó al final de su visita, no sin alguna pertinencia, que durante su recorrido por la Casa le había costado todo el tiempo distinguir los locos de los que no lo eran, a lo cual mi venerado maestro respondió, con el chispeo habitual en sus ojos de un azul clarísimo, pero sin obtener del otro ni la más leve sonrisa de connivencia, que cuando él se paseaba por las calles o por los salones de Buenos Aires lo asaltaba con frecuencia la misma perplejidad.

El objeto de esta memoria no es relatar en detalle la vida en la Casa de Salud, sino nuestro viaje de mil ochocientos cuatro, cuyas escasas cien leguas fueron multiplicadas por los obstáculos, previsibles o inesperados, que demoraban nuestro avance, por los fenómenos naturales que desordenaban nuestros planes, y por ciertos episodios poco comunes que nos condujeron más de una vez al borde del desastre. Pero antes de referirlo, quisiera hacer algunas consideraciones sobre las circunstancias que motivaron la desaparición de la Casa.

La facilidad con que obtuvimos en Madrid las autorizaciones necesarias para instalarnos puede explicarse por el hecho de que la Corona consideraba que toda institución nueva que se fundara en las colonias contribuía a consolidar su presencia en ellas, y también por la ignorancia de casi todos los funcionarios de la Corte sobre la disciplina que profesábamos y el modo en que pensábamos ejercerla, aunque el doctor Weiss se haya inspirado en parte del ejemplo de algunos médicos de Valencia, que durante el siglo pasado practicaron un tratamiento más humano de la locura. A esto habría que agregar quizás la circunstancia de que debíamos pagar un impuesto, hecho que, teniendo en cuenta el estado de las finanzas de prácticamente todas las monarquías europeas, acelera siempre todos los trámites. Por otra parte, convencidos de que todo aquello de lo que no se ocupan no existe, los funcionarios pensaban que en América no había locos cuyas familias pudiesen pagar para que alguien se ocupase de ellos, de modo que en su fuero interno no dudaban de que el doctor Weiss y yo éramos dos ingenuos dispuestos a dilapidar su fortuna en una empresa descabellada destinada de antemano al fracaso. Pero cuando el largo rectángulo blanco abrió sus puertas al pie de las tres acacias, y los enfermos comenzaron a afluir, los funcionarios locales empezaron a tomarnos en serio, y cuando nuestros métodos novedosos se difundieron, la opinión pública se dividió en lo relativo a su seriedad, a su eficacia, y aún a su decencia. La Iglesia por ejemplo, que en las colonias se otorga atribuciones que ya no se atrevería a acordarse en la Metrópoli, pretendía opinar sobre el modo en que se debía tratar a los enfermos, lo que exigía del doctor Weiss una paciencia inagotable y una habilidad siempre lista para sortear las dificultades. Durante nuestras deliberaciones privadas, el doctor me decía que por el momento era infructuoso y no exento de peligro un enfrentamiento directo con el clero y que la mejor manera de combatirlo era proseguir sin concesiones nuestro trabajo científico, pero al mismo tiempo, aun cuando debíamos evitar las provocaciones, no estaba dispuesto a renegar de sus ideas. Cuando años más tarde la Revolución llegó, tuvimos la esperanza de que también llegaría para nosotros y que nuestro trabajo sería por fin reconocido, pero muchos de sus partidarios no diferían en casi nada de sus enemigos en cuanto a sus ideas políticas, científicas y religiosas se refiere. Las guerras que siguieron no hicieron más que agravar las cosas: en las guerras de independencia ya estaban en gestación las guerras civiles, y hasta podría decirse que los primeros enfrentamientos en las guerras de independencia fueron una suerte de guerra civil, porque los que se mataban mutuamente eran los mismos que cinco o seis años antes habían combatido juntos contra los ingleses. Durante los años de guerra, aunque a decir verdad la región nunca fue demasiado tranquila, veíamos pasar a menudo, por agua o por tierra, compañías de soldados que a veces se desviaban de su camino para venir a golpear a nuestra puerta, por curiosidad o en visita de reconocimiento, o a veces a pedir un poco de agua y hasta algo de comer. En general, cuando comprobaban que se trataba de un hospital, y sobre todo cuando descubrían la clase de enfermos que tratábamos, se apresuraban a dejarnos tranquilos: ya es sabido que la locura, cuando no hace reír, suele generar la incomodidad y más que nada el espanto.

No todo era incomprensión y amenaza en el mundo que nos rodeaba, y debo reconocer que en los catorce años de existencia de la Casa de Salud del doctor Weiss, un grupo de amigos y de defensores, procedentes de todas las clases sociales y de todos los sectores políticos, incluyendo funcionarios de los gobiernos sucesivos, científicos y hasta miembros del clero, apoyaron por todos los medios nuestra experiencia. Una buena parte de las familias de nuestros locos, aunque más no fuese por no tener que verlos reaparecer un día de vuelta en sus casas si nuestra institución cerraba, pagaba con toda puntualidad, y como todos sin excepción formaban parte de las clases acomodadas que, cualquiera fuese la fracción a la que pertenecían, eran las únicas que se otorgaban el derecho de gobernar, utilizaban por todos los medios su influencia para que no se nos molestara. Pero no pocas veces rencores, rivalidades y conflictos de interés estuvieron a punto de perdernos. Cuando empezaron las guerras de independencia, los revolucionarios nos acusaban de realistas y los realistas de revolucionarios. Como nos habíamos instalado con una autorización de la Corona, los gobernantes criollos nos acusaban de espionaje, y algunos pretendían incluso que únicamente admitiéramos en la Casa a los enfermos provenientes de familias adeptas a la causa de la Revolución. Lo más absurdo de esa situación era que el doctor Weiss y yo habíamos sido desde siempre revolucionarios convencidos -él había estado en las calles de París en el noventa y tres-, pero como estuvimos obligados a disimularlo durante el virreynato para poder sobrevivir, los revolucionarios pretendían que fingíamos defender su causa por oportunismo o, peor todavía, con el fin de ejercer con mayor eficacia nuestro supuesto oficio de espías. Lo que sucedía en realidad era lo que sucede en todas las revoluciones, es decir que entre los dirigentes un pequeño grupo, que termina siempre por perder, se compone de revolucionarios convencidos, mientras que el resto está formado por una parte de hombres influyentes del gobierno anterior que cambian sobre la marcha y por la otra de individuos que no están ni con unos ni con otros y que se limitan a aprovecharse de las circunstancias inesperadas que los han llevado al poder. Aparte de las familias que nos habían confiado a alguno de sus miembros, y de algunos científicos que se interesaban sinceramente por nuestro trabajo, nadie entendía lo que hacíamos, de modo que padecíamos el eterno flagelo que amenaza a los que piensan, o sea soportar el recelo de aquellos para quienes todo lo que ellos no entienden es sospechoso.

Me han dicho que en la actualidad (1835 más o menos según mis cálculos. Nota de M. Soldi) se degüella fácil por esas tierras; en mi época, era el fusilamiento lo que parecía estar de moda. De ese final luctuoso y, en resumidas cuentas, bastante degradante, nos salvó un aliado imprevisto, el cónsul inglés, el cual pensaba de nosotros -se me perdonará que por hacer más fluido mi relato le atribuya a un diplomático, inglés por añadidura, la facultad de pensar- que éramos un par de charlatanes, aunque en realidad sospechaba, con justa razón por otra parte, que el doctor Weiss y yo, que solíamos cruzarlo a menudo en las reuniones mundanas, nos dábamos algunas panzadas de risa a su costa. Poco tiempo después de haberse instalado de nuevo en Amsterdam, el doctor me escribió: Hénos aquí sanos y salvos otra vez en Europa, y eso gracias a míster Dickson. El pobre, dividido como está entre su odio a España por razones comerciales y su odio a todo lo que es revolucionario por idiosincrasia nacional, se encuentra siempre sirviendo a dos amos a la vez sin tenerle simpatía a ninguno. Y sin embargo, su sentido del honor, sin ningún asidero en la realidad, nos salvó la vida. No creo ofender a nadie explicando, veinte años más tarde, las alusiones que contiene la carta del doctor.

Desde hacía unos meses, en la Casa se encontraba internado un joven chileno enfermo de melancolía, cuyo padre, por haber elegido la causa de España, había sido ejecutado bajo el cargo de alta traición en Valparaíso. Un espía del gobierno informó a un jefe militar de Buenos Aires sobre la presencia del joven chileno en Las tres acacias, y el jefe militar sostenía que el doctor y yo, pretextando su enfermedad, lo manteníamos en la Casa para protegerlo, que en realidad no estaba enfermo sino prófugo, lo cual probaba según ese militar que, como algunos lo sospechaban, éramos espías del rey de España. El joven, presa de la más honda melancolía, estaba enfermo grave y, como es natural, nos negamos a entregárselo. Pero cuando los emisarios del militar se retiraron, el doctor Weiss, con expresión preocupada, me explicó que tanto él como el militar sabían que el joven chileno no era más que un pretexto, y que las verdaderas razones eran las sospechas inconfesables del militar de que su mujer lo engañaba con el doctor: sospecha calumniosa, suspiró el doctor, porque Mercedes y yo ya hace seis meses que hemos dejado de vernos. En cierto sentido, fue la incomprensible inclinación de mi querido maestro por las mujeres casadas lo que estuvo a punto de llevarnos ante el pelotón de fusilamiento.

Dos o tres días más tarde nos arrestaron, amenazando al personal para obligarlo a volverse a sus casas. Dos hombres nobles que, preocupados por los enfermos, volvieron clandestinamente a la Casa, fueron azotados, estaqueados, y enrolados por fuerza en el ejército. Con saña y deliberación el edificio fue saqueado y destrozado mientras que, aterrados, los enfermos se dispersaron. El doctor y yo estuvimos presos en el campamento del jefe militar durante tres semanas hasta que un día, al alba, nos vinieron a buscar, y haciendo bromas y diciendo que nos iban a fusilar, nos llevaron al campo, y después de darnos unos golpes nos montaron semidesnudos en un solo caballo en pelo -yo llevaba las riendas- y nos liberaron.

En Buenos Aires, el doctor fue a pedir cuentas al gobierno por la conducta imperdonable de ese militar, y de esa manera nos enteramos del detalle más horrible de nuestra aventura: a pesar de su enfermedad, el joven chileno había sido arrestado por orden del militar, y fusilado al día siguiente bajo el cargo no menos ignominioso que falso de traición. La pena y la furia nos tironeaban, haciéndonos vacilar entre el agobio y la venganza, pero lo más urgente era salir en busca de los enfermos que la soldadesca había dispersado, de modo que, con el apoyo de nuestros protectores, formamos una partida y salimos a la inmensidad de la llanura para tratar de encontrarlos. El fiel Osuna, para quien los años no parecían pasar, nos guiaba por ese espacio uniforme y, como él, siempre idéntico a sí mismo, en el que él solo era capaz de distinguir los detalles y los matices. Pero durante las semanas en que los buscamos día y noche, ni un solo rastro descubrimos de los enfermos que los militares habían dispersado. Años más tarde, hasta el día de su muerte a decir verdad, el doctor y yo seguíamos especulando en nuestra correspondencia sobre las explicaciones posibles de esa desaparición total y repentina.

Por primera vez pude observar en las facciones del doctor el reflejo de una pasión hasta entonces desconocida en él, el odio, y un sentimiento que me entristecía todavía más: el remordimiento. Durante varios días, deambuló silencioso y sombrío por entre el desorden enconado que la soldadesca había dejado en la Casa, el huerto y los jardines pisoteados, las plantas arrancadas de cuajo, los vidrios rotos, los muebles hechos pedazos, los libros deshojados y chamuscados, los papeles dispersos. Los años más fecundos de nuestra vida acababan de ser destruidos sin razón alguna por la barbarie que, para disimular sus instintos inconfesables, pretendía erigirse en orden y en ley. Debo hacer notar también que de los pensionistas que acogía la Casa blanca del doctor Weiss, a pesar de que hasta sus propias familias los habían repudiado, ninguno hubiese, abandonados por la razón y todo como estaban, cometido esos actos incalificables, lo que podría probar -argumento que le escuché varias veces formular al doctor- que la razón no siempre expresa lo óptimo de la humanidad.

Esa noche dormimos en las ruinas, y al día siguiente nos instalamos en Buenos Aires con lo que logramos salvar del desastre; algunos libros, cinco o seis páginas de un herbario, el busto de Galeno que por milagro quedó intacto. Pero la pesadumbre sin fondo que parecía haberse apoderado del doctor duró poco, porque tres o cuatro días más tarde una determinación nueva, y tan intensa que me inspiraba un poco de pavor, apareció en su cara. Cuando estuvo convencido de que la pondría en práctica, una chispa de satisfacción grave, casi solemne, se instaló en su mirada. Una noche, de vuelta de una fonda, con la locuacidad que le daba el vino, me explicó su plan: retaría a duelo al militar. Esa idea insensata, que equivalía a un proyecto de suicidio, el doctor me la expuso con su claridad lógica acostumbrada, y tan satisfecho de su evidencia racional, que daba la impresión de haber olvidado sus numerosos años de práctica médica, durante los cuales su preocupación principal había sido la de desmantelar, con paciencia y penetración, las falacias alucinatorias de los enfermos de las que ellos, igual que el doctor ahora, eran incapaces de ver por sí mismos la concatenación descabellada. Según el doctor, el militar no dejaría de perseguirnos, lo cual era sin duda exacto, y no teníamos más alternativas que huir o enfrentarlo. Pero era evidente que no podíamos ir a buscarlo a su campamento, en el que la superioridad numérica de sus tropas era un obstáculo insalvable, ni asesinarlo en la vía pública, ni denunciarlo a las autoridades, de las que de todos modos formaba parte y sobre las que tenía una fuerte influencia. Tampoco podíamos tenderle una emboscada (no hago más que enumerar las opciones, a cual más absurda, que iba proponiendo el doctor). Según él, el ofenderlo delante de testigos, obligándolo a batirse a duelo, presentaba dos ventajas fundamentales: primero, el incidente contribuiría a difundir en la población, y quizás en todo el mundo civilizado, el vandalismo del militar, la destrucción de la Casa, el fusilamiento del joven chileno y la dispersión de los enfermos y, segundo, y esto lo expresó con el orgullo un poco pueril de quien acaba de construir un silogismo sin fallas, el duelo era la única opción que autorizaba una esperanza lejana de salir vivos de la aventura. Al mismo tiempo, la provocación haría recaer toda la responsabilidad sobre su persona, poniéndome al abrigo de represalias. (Este desvelo delicado por mi seguridad, era desde luego una confesión tácita del origen galante de todo el conflicto.)

Tan inatacable le pareció al doctor el programa suicida que acababa de exponerme que, frotándose las manos, me dijo con su habitual falta de hipocresía que una vuelta por el lupanar le refrescaría las ideas y me dejó en la calle oscura y fangosa, aterrado por lo que se avecinaba. La huida me parecía, sin ninguna duda posible, la más sensata de las soluciones. Es verdad que el doctor no era de aquéllos que, con el pretexto del estudio, descuidan el mantenimiento del cuerpo, pero ya no era un hombre joven, y además su adversario, en tanto que militar, era un verdadero profesional de la muerte. El desenlace de ese combate desigual era inequívoco. Pero el brillo satisfecho en la mirada del doctor Weiss me privaba de antemano de toda veleidad de disuadirlo.

Ideas tan descabelladas como las suyas empezaron a acosarme. Nada estimula más el desvarío que enfrentar una situación para la que no se estaba preparado; tan inmanejable como para el salvaje el minué, para el avaro el despilfarro, eran para nosotros, hombres de aulas y de bibliotecas, el poder arbitrario y la violencia. Se me ocurrió que podía adelantarme al doctor y provocar yo mismo un duelo con el militar, del que mi juventud me acordaría más posibilidades de salir victorioso, pero si por si acaso hubiese llegado a costarme la vida, hasta el día de hoy estoy seguro de que nadie hubiese podido disuadir a mi maestro de provocar a su vez al causante de todos nuestros problemas, de modo que mi sacrificio no hubiese servido de nada. Convencerlo de huir hubiese supuesto un esfuerzo agotador, pero sobre todo inútil: sólo alguien que como yo conociera la ductilidad elegante de su pensamiento podía ser capaz de distinguir su determinación de la mera testarudez. Una vez que tomaba una decisión era poco probable, por no decir imposible, que algo o alguien pudiese impedirle ponerla en práctica. Avanzando casi a tientas por las calles fangosas de Buenos Aires, muchas soluciones igualmente imposibles y fragmentarias me asaltaban en confusión y parecían eficaces durante algunos segundos hasta que, mostrando su carácter absurdo, con la misma febrilidad con que se habían erigido en el interior de mi cabeza, fugaces, se desmoronaban. Únicamente cuando recuperé la tranquilidad de mi cuarto y, sobre todo, la posición horizontal, y el cansancio del día empezó a disiparse, mis ideas fueron haciéndose más claras, permitiéndome concebir la solución que, no por ser la más novelesca, dejaba de ser la más sensata: ir a hablar con la esposa del militar.

Naturalmente, si lo hacía, no podía dejar traslucir que estaba al tanto de sus relaciones con el doctor, y debía hablar en nombre de la ciencia, de los enfermos martirizados, apelando a su caridad cristiana, etcétera. Por nada del mundo, el doctor Weiss debía enterarse de mi diligencia, porque eso impediría la realización de mi plan. Unos meses más tarde, desde Rennes le escribí a Amsterdarn contándole mi intervención (me faltó coraje para hacerlo durante nuestra travesía del Atlántico) pero, para mi sorpresa, él me respondió que estaba al tanto de todo, que una misiva reciente de Mercedes, llegada a sus manos nada menos que a través de los servicios secretos ingleses, contenía las explicaciones que yo le daba en mi carta, y algunas otras como se verá más adelante.

Después de efectuar las averiguaciones necesarias, le hice llegar a la esposa del militar un mensaje discreto. Durante dos días, como la respuesta se hacía esperar, temí que la soldadesca irrumpiera en nuestra pensión para arrastrarnos ante el pelotón de fusilamiento, pero a la mañana del tercero una sirvienta negra me trajo una invitación para un chocolate en una quinta de las afueras. Un esclavo negro vino a buscarme esa misma tarde a las cinco en punto, para guiarme hasta el lugar de la cita.

En un jardín, los dueños de casa, patriotas intachables como lo descubrí al llegar, me confirmaron lo que ya había adivinado durante los primeros minutos de conversación, a saber que eran parientes de uno de nuestros enfermos, extraviado y, en el minuto mismo en que conversábamos, quizás ya muerto en la llanura. Cuando llegó la esposa del militar, después de las presentaciones se demoraron un poco con nosotros para intercambiar algunas frases de cortesía, pero al cabo de unos minutos se retiraron con mucho tacto. Mientras le exponía la situación, como la señora Mercedes me escuchaba con los párpados entornados, no me abstuve de estudiarla, para comprobar hasta qué punto en su persona estaban reunidos muchos de los atributos femeninos que constituían las preferencias del doctor Weiss: formas generosas, calma y dominio de sí, pelo negro brillante, y sobre todo esa piel oscura y tensa que tantas veces le había hecho perder la cabeza, ese embrujo repetido que, apenas aparecía, con la insoportable y al mismo tiempo deliciosa peculiaridad de pertenecer a algún otro, era para mi maestro fuente de exaltación y al mismo tiempo de peligrosas complicaciones. Una y otra vez esos atributos, reunidos en una forma suave y caliente, por alguna insondable y arcaica afinidad, imantaban su energía y, con la regularidad férrea de las constelaciones, lo hacían girar en espiral hacia su centro. Cuando terminé de referirle los hechos sus párpados se alzaron y sus ojos, enormes y oscuros, se clavaron en los míos, mostrando de un modo tan elocuente los estremecimientos íntimos de una pasión intensa y orgullosa que, no sé si por delicadeza o por prudencia, tuve que desviar la mirada. La señora Mercedes me afirmó con vehemencia que la vida del doctor Weiss era para ella más preciosa que la suya propia, y me dijo que haría lo necesario para protegerla.

Por primera y única vez, en más de tres décadas que duró nuestra amistad, me vi en la triste obligación de mentirle a mi querido maestro, hallándome en la situación deplorable del médico que, para no revelarle la gravedad de su mal, debe ocultarle la verdad a un viejo y querido amigo. Por otro lado, el encuentro con la señora Mercedes, a pesar del aire decidido con que se comprometió a tomar las riendas del asunto, no logró tranquilizarme, ya que no volví a saber más nada de ella. El doctor, esperando la ocasión de ofender en público a nuestro enemigo para obligarlo a batirse a duelo, iba a ejercitar su puntería al campo todas las mañanas, y de tarde tomaba clases de esgrima, para perfeccionar sus dotes, inexistentes por otra parte, en esa actividad. Si la destrucción de la Casa y la dispersión de los enfermos, más la ejecución del joven chileno y nuestra inminente liquidación física en un futuro nada lejano no la hubiesen vuelto tan seria y trágica, hubiese podido reírme de una situación que presentaba más de un aspecto ridículo. Únicamente las horas de estudio lograban calmarnos un poco; encerrados en nuestras respectivas habitaciones, la luz de una vela, acompañándonos a veces con su claridad vacilante hasta el alba, formaba un aura exigua de cosas visibles que, por las horas que duraba nuestra lectura callada, parecía frenar la inmensa penumbra exterior en la que reptaban tantas emociones confusas y tantas amenazas desdichadamente ciertas.

Por fin el desenlace se produjo: nos invitaron a una fiesta a la que asistiría "todo Buenos Aires", es decir los miembros del gobierno revolucionario y otras autoridades, militares, eclesiásticas, etcétera; los ricos que, como dije antes, eran más o menos los mismos que las ya citadas autoridades, y los diplomáticos extranjeros, sobre todo franceses, ingleses y norteamericanos. A causa de las muchas fracciones que luchaban abierta o solapadamente para obtener el poder, también nosotros fuimos invitados a pesar de nuestra reciente desgracia. Algunos miembros del gobierno, comerciantes ricos, y varios intelectuales esclarecidos, estaban de nuestro lado por razones científicas y políticas, e incluso en ciertos casos por razones privadas, porque el doctor había atendido y curado, en la Casa de Salud, años antes, a algunos miembros de sus familias. (Por desgracia, en el momento de la destrucción de la Casa, ninguno de nuestros pensionistas provenía de familias de Buenos Aires; en dos o tres casos solamente, se trataba de parientes lejanos.)

Aun si como creo haberlo dicho el doctor Weiss era por naturaleza cuidadoso en el vestir, ese día sus cuidados se multiplicaron: se estuvo acicalando durante horas, como si se considerara el invitado de honor de esa reunión, o como si estuviese por asistir a su propio casamiento, a su propia apoteosis o incluso, pensaba yo con espanto, a su propio entierro. Durante todo ese tiempo, traté en vano de disuadirlo de ir a la fiesta, hasta que la reprobación bondadosa de sus miradas me indujeron a aceptar en silencio lo que se avecinaba.

Era a decir verdad una gran fiesta. Como hacía mucho calor, la casa estaba abierta de par en par, y había muchas mesas dispersas en el interior y en el jardín, donde habían instalado un gran toldo por si se levantaba tormenta. También en el jardín brillaban algunas luces, pero las habitaciones refulgían a causa de la iluminación excepcional que se derramaba hacia los patios a través de las puertas y de las ventanas abiertas. Una orquesta entonaba, o desentonaba más bien, una danza de moda, y muchas parejas bailaban en grupo sobre el pasto del jardín y en los salones iluminados. Como en Buenos Aires las casas de alto son escasísimas, todo está más o menos a ras del suelo, en el mismo nivel que la inmensa llanura en cuyo borde oriental, a la orilla del río ancho y cimarrón, la ciudad se encuentra agolpada. Entrando en la fiesta, atravesando el patio, tuve la impresión curiosa de que la casa con sus habitantes y sus invitados, más la ciudad en penumbras que la rodeaba, eran como un bocado diminuto entre las mandíbulas de una boca sin fin, el río y la llanura inmensos, húmedos y negros, el firmamento inacabable, un bocado asentado en una cavidad oscura y ávida, listo para ser devorado. Esa idea extraña me distrajo durante unos segundos de la situación crítica en la que nos encontrábamos, pero observando al doctor Weiss me di cuenta de que ninguna consideración, por romántica que fuese, podría desviarlo del objetivo que se había propuesto, y del que resultaba difícil decidir si se trataba de la venganza o del suicidio.

Nunca sucede nada importante -el nacimiento, la muerte, la vida de todos los días son incoloros y poco interesantes- pero cuando de verdad sobreviene algo fuera de lo común, parece todavía menos real que una alucinación, y transcurre con la delgadez y la lejanía de un sueño impreciso. Como no vio a nuestro enemigo en el jardín, a pesar de que su vivida mirada celeste escrutaba el rostro de cada uno de los presentes, el doctor se encaminó hacia la casa, con mi inquieta y modesta persona pisándole los talones. El militar no estaba en la antesala, pero cuando traspusimos la puerta del salón principal, lo descubrimos en la parte opuesta a la puerta de entrada, conversando en un grupito del que también formaba parte la señora Mercedes, bajo un gran espejo de marco dorado adosado a la pared. Nos detuvimos tan de golpe que dos o tres invitados que estaban cerca de la puerta nos miraron con curiosidad: los ojos celestes del doctor se clavaron en los del militar que, alertado por un instinto del que los hombres están privados pero que sin duda poseen los animales feroces, cuando entramos en el salón levantó la cabeza y nos reconoció de inmediato. A pesar de lo grave del momento, un detalle me maravilló: a su lado, la señora Mercedes siguió conversando como si tal cosa, sonriendo con volubilidad mundana, sin siquiera levantar la cabeza, aunque hasta el día de hoy estoy convencido de que de todas las personas presentes en la fiesta, ella fue la primera en percibir nuestra presencia. En la cara del militar, la sorpresa dio paso a una especie de alegría salvaje que se deleitaba de antemano por la maldad que, sin haberlo deseado expresamente, le íbamos a dar la oportunidad de cometer. Creo que en un segundo comprendió la situación y que, viéndonos caminar con paso resuelto en su dirección, se preparó para recibirnos como estaba convencido de que lo merecíamos. A medida que avanzábamos hacia él, yo iba adquiriendo la férrea convicción de que en el otro extremo del salón, en el que las parejas que bailaban se hacían a un lado con asombro e inquietud para dejarnos pasar, llegaban a su fin nuestras vidas azarosas cuando, de repente y, lo repito, con la inverosimilitud risible de los sueños, lo inesperado se produjo: Dickson, el cónsul inglés, interceptándonos y obligándonos a detenernos, murmuró que tenía algo importante y urgente que decirnos, de parte de la señora Mercedes, y como el doctor Weiss se negaba a escucharlo, Dickson se aferró a su chaqueta y le dijo en voz baja, pero con vehemencia inusitada, que el mensaje que traía contribuiría a una mejor realización del plan del doctor, y que si intentábamos llevarlo a cabo como estaba previsto estábamos condenados al fracaso porque se nos había tendido una emboscada. Yo sentía correr el sudor por mi cara, por mi cuello y por mi espalda, y viendo las gruesas gotas que brotaban en la frente de Dickson y que corrían por los pliegues de su cara rojiza prematuramente ajada, podía imaginar, comparándolo con la causa de mis propios sudores, cuál era su estado de ánimo en ese momento. Después de vacilar un momento, el doctor aceptó y se dejó llevar por Dickson y por mí al exterior de la casa. Antes de salir eché una mirada fugaz en dirección del militar y vi la decepción pintada en su cara, pero cuando observé con discreción a la señora Mercedes, antes de volver la cabeza, y la vi por última vez en mi vida, pude comprobar que ni un solo instante había interrumpido la conversación sonriente con sus interlocutores que, estoy seguro, no se habían dado cuenta de nada.

Cuando salimos al jardín no soplaba ninguna brisa en la noche bochornosa, pero una sensación de frescura, probablemente imaginaria, me invadió. Dickson nos pidió que lo acompañáramos hacia el puerto, donde el esclavo de la señora Mercedes nos esperaba con un mensaje de su ama. A tientas en la ciudad oscura, entre nubes de mosquitos que zumbaban a nuestro alrededor, hostigándonos, atravesamos las calles desiertas. En una ventana iluminada, detrás de una reja, un hombre, desnudo hasta la cintura, comía un pedazo de sandía en forma de medialuna. Alzando la vista nos reconoció, y, con sorna tranquila y familiar, preguntó: ¿Va de putas, doctor?, ante lo cual, con su venerable bonhomía, mi querido maestro se paró y, echándose a reír, lo que pareció fastidiar a Dickson, le lanzó esta respuesta inolvidable: No necesariamente. El hombre sacudió la cabeza mientras le daba un mordisco a la sandía, como si hubiésemos dejado de interesarle, y cuando reanudamos la marcha, a pesar de lo grave de la situación, la risita ahogada del doctor seguía resonando en la oscuridad, irresistiblemente contagiosa, de modo que cuando llegamos al puerto, nuestras galeras se sacudían contra la claridad ligera de la noche que parecía difundir el gran espacio abierto del río, del que el olor inconfundible, el chapoteo rítmico de la orilla y una real frescura de la atmósfera delataban la proximidad. Dickson, que no había perdido su seriedad a pesar de nuestro buen humor por cierto injustificado, nos ordenó que nos detuviéramos y que hiciésemos silencio, y cuando le obedecimos, empezó a silbar para advertir a alguien de nuestra presencia. De pronto, a unos treinta metros de nosotros, una luz empezó a mandar señales, de manera que nos encaminamos en su dirección. Cuando llegamos, seis o siete hombres comenzaron a discutir susurrando en inglés con Dickson; estábamos todos apretujados alrededor del farol, estudiándonos con desconfianza y curiosidad unos a otros hasta que el cónsul, señalándonos al doctor y a mí, se alejó unos pasos y se borró en la noche. De golpe, la oscuridad total me invadió, pero tardé apenas una fracción de segundo en darme cuenta de que me habían echado un paño en la cabeza -una bolsa quizás- y que entre dos o tres hombres me estaban maniatando. Las protestas ahogadas y los jadeos del doctor me revelaron, en esa oscuridad total en la que estaba sumido, que a él le estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Traté de forcejear pero fue inútil. Dos poderosos brazos escoceses -detalle del que me enteré más tarde-, me alzaron en vilo, y fue en ese preciso momento que mis pies dejaron de pisar para siempre, o en todo caso hasta el día de hoy, el suelo de mi patria.

En la carta que me mandó tiempo más tarde desde Amsterdam, el doctor me dio algunas explicaciones suplementarias, puesto que las principales las obtuvimos ya en alta mar, acerca de lo sucedido, aclarándome los motivos exactos de la intervención del cónsul inglés: Por el desenlace de nuestra aventura, puede juzgar, estimado doctor Real, de la discreción y de la sutileza de la señora Mercedes, dos atributos que tenemos que agregar a los encantos innegables que posee y que usted, creo, ha tenido alguna ocasión de admirar de visu. La explicación de la conducta de Dickson, a quien siempre le fuimos tan antipáticos, es la siguiente: tiempo después de nuestra ruptura Mercedes, para intentar, según ella vanamente, olvidarme, empezó a frecuentar, sin pasar a mayores a estar con lo que ella afirma en su carta, al cónsul inglés, que, desde luego, nunca estuvo al tanto de nuestras relaciones. Mercedes convenció a Dickson de que su marido, que se creía engañado, se había equivocado de blanco, y se había vengado en nosotros creyendo que yo era el amante de su mujer. Dickson se vio entonces obligado a intervenir. Así es como nos salvaron la vida el servicio diplomático, los agentes secretos y la marina de guerra de la gran nación insular que posee la hegemonía indiscutida de los mares y que, como otros la peste negra, propaga el libre comercio por donde pasa.

Sofocados por las bolsas con las que nos habían encapuchado y con los brazos inmovilizados contra el cuerpo por las sogas que nos maniataban, fuimos depositados en una embarcación, el ruido periódico de cuyos remos nos acompañó durante unos veinte minutos, y más tarde izados como fardos a la cubierta de un barco, y por fin, habiéndonos retirado las bolsas, pero volviendo a maniatarnos por las muñecas, con los brazos en la espalda, y por los tobillos, tratamiento vejatorio que, reconozco, fue efectuado con firmeza pero sin brutalidad, abandonados en un camarote silencioso y envuelto en la más densa oscuridad. Voces y ruidos lejanos llegaban hasta nosotros, y al fin nos dimos cuenta de que el barco en el que yacíamos secuestrados había levado anclas y navegaba a velocidad regular, hacia un destino que ignorábamos. En las horas que duró nuestro encierro el doctor, que no perdía ni el hábito ni la capacidad de razonar con paciencia metódica, elaboró una serie de hipótesis sobre los hechos extraordinarios que acababan de producirse, de modo que cuando oímos la puerta que se abría y la voz calma de un hombre bien educado empezó a disculparse en inglés por el trato que se habían visto obligados a darnos, el doctor, detalle revelador si se tiene en cuenta que estaba atado de pies y manos y tirado en alguna parte en la oscuridad, le respondió con perfecta tranquilidad en un inglés perfecto que comprendíamos (también perfectamente) lo que había sucedido, y que estábamos agradecidos por la prontitud con que el gobierno inglés había actuado para salvarnos la vida. Cuando las luces se encendieron comprobamos que estábamos en el elegante camarote para huéspedes de una fragata de guerra inglesa cuyo capitán, un escocés tostado y afable, esperó que los dos marineros que lo acompañaban desataran nuestras ligaduras y nos ayudaran a ponernos de pie antes de darnos, jovial, la bienvenida. Un mes más tarde, arruinados y todavía un poco sacudidos más por los acontecimientos de los últimos tiempos que por la inestabilidad gris y rugosa del océano, y sin que el capitán haya podido ganarle al doctor Weiss una sola de las muchas partidas de ajedrez que jugaron durante la travesía, una mañana triste y lluviosa desembarcamos en Liverpool.

Me he extendido refiriendo la creación de la Casa de Salud y, de un modo sumario, he dado cuenta de los métodos de tratamiento del doctor Weiss, de su carácter y de su filosofía, así como del embate de la barbarie que en unas pocas horas dejó en ruinas el trabajo no ya de años, sino de la vida entera de mi maestro. Crear una institución de la nada, sobre todo en tiempos revueltos, fue obra superior, a la cual mí única contribución original fue ese viaje de un mes largo por la llanura, en condiciones demasiado difíciles, y que constituye el tema principal de esta memoria. (En todo caso, ese viaje fue para mí una experiencia única, de la que, como se verá más adelante, también soy deudor al doctor Weiss, y espero que mi lector, disculpando el egoísmo que supone presentarme como protagonista de mi relato, tenga a bien considerar que se trata para mi de la aventura más singular de mi vida.)

Los enfermos que debimos trasladar desde esa ciudad, situada frente al lugar de mi nacimiento, pero en la orilla opuesta del gran río, a unas cien leguas más o menos al norte de Las tres acacias, esas personas perturbadas en la intimidad de su ser por los estragos de la demencia, requerían un cuidado especial porque el viaje a través de la llanura desierta suponía para ellas una circunstancia agravante de su estado, pero a la vez, su alienación era en sí misma perturbadora, y con su presencia singular contribuía a romper el equilibrio de las antiguas leyes no escritas del desierto. Enfermos, indios, mujeres de mala vida, gauchos, soldados y hasta animales domésticos y de los otros, debimos convivir durante muchos días en el desierto que, si ya por definición es hostil, vio su hostilidad acrecentada por una acumulación imprevista de calamidades.

Pero es mejor que empiece por el principio. Por lo común, cuando alguna de las familias del por aquel entonces Virreynato deseaba colocar en la Casa de Salud a alguno de sus miembros, el traslado del enfermo corría por su cuenta, y los acuerdos necesarios se llevaban a cabo a través de mensajeros: en un par de meses, todos los detalles quedaban arreglados, y el paciente nos era entregado en, por decirlo así, la puerta de nuestro establecimiento, que una vez franqueada por él lo ponía en nuestras manos y bajo nuestra entera responsabilidad. Tal era la norma invariable que regía su hospitalización. A principios de mil ochocientos cuatro sin embargo, cuatro pedidos simultáneos de internación nos llegaron de regiones diferentes, y después de negociaciones laboriosas, menos de orden financiero que práctico, aceptamos la concentración de los enfermos en esa ciudad a la que yo, habiéndolo decidido así el doctor Weiss, iría a buscarlos, por hallarse dicha ciudad más o menos a mitad de camino entre los lugares de donde provenían esos enfermos y Las tres acacias. Nada parece demasiado caro y ningún esfuerzo excesivo cuando se trata de desembarazarse de un loco, ya que es difícil encontrar algo en este mundo que genere más incomodidad, de manera que con los esfuerzos reunidos de las cuatro familias, una de las cuales era para ser más precisos una comunidad religiosa, pudo organizarse un hospital ambulante del que yo sería una especie de director por lo que durase la travesía del desierto. (Desierto relativo por otra parte, ya que, instaladas a cada diez o quince leguas más o menos, una serie de postas, aunque miserables en su mayoría, aliviaban un poco el trayecto. Por desgracia, las circunstancias nos privaron de ellas.)

Ese convoy singular que constituíamos, y los episodios que se fueron produciendo a lo largo de nuestra ruta, merecen a mi juicio un relato detallado, y si me abstengo por ahora de publicarla, esta memoria presentará, espero, para algún lector futuro, no únicamente un atractivo pintoresco, sino también un genuino interés científico. Es este último aspecto por otra parte el que me impide la publicación inmediata de estas páginas, ya que mi descripción del comportamiento de los alienados y de otros miembros de la caravana, y la transcripción de su lenguaje exento de vana retórica, obedece a una preocupación escrupulosa de exactitud, lo cual podría chocar a ciertas almas sensibles, pero no así al espíritu científico familiarizado con la realidad de la demencia, con los verdaderos motivos de los actos humanos y animales, y con la falsedad más que relativa de ciertas nociones que se pretenden racionales, y que sólo imperan en los salones mundanos. Esas descripciones fieles, cuya ausencia me sería reprochada en un tratado científico, pueden parecer ofensivas en una memoria en la que intervienen también experiencias personales, pero en esta fidelidad a lo verdadero, indiferente a los prejuicios y a la reprobación de la mayoría, no hago más que seguir el ejemplo del doctor Weiss, que hizo en todo momento de esa fidelidad un principio de ciencia y de vida.

Salimos entonces una madrugada de junio: Osuna, que era nuestro guía, dos soldados que nos escoltaban, y yo que, todavía enredado en el sueño de la noche impaciente que acababa de transcurrir, castañeteando los dientes a causa del frío, como en ciertas madrugadas de mi infancia, no lograba afirmar el galope de mi caballo para ponerme a la par de mil compañeros de viaje. Siempre adelantándosenos un poco, envuelto en su poncho a rayas verdes y coloradas Osuna, rígido sobre su silla, mantenía el galope regular de su caballo sin que ninguna actitud visible desde el exterior denotara su dominio sobre el animal. De las vicisitudes variadísimas que constituyeron nuestro viaje, esa imagen sin contenido particular, neutra por decirlo así, treinta años más tarde, es la que con más frecuencia, nítida, me visita: Osuna galopando paralelo al sol naciente que, al subir desde el lado del río, nimbaba de rojo el costado derecho del jinete y del caballo mientras el perfil izquierdo permanecía todavía borroneado en la sombra. Esa imagen es más y menos que un recuerdo ya que, independiente de mi voluntad, vuelve con su nitidez primera en las situaciones más diferentes y en los momentos más inesperados del día, y si algunas noches, cuando yazgo en la oscuridad con la cabeza apoyada en la almohada, la cortina negra del sueño, antes de cerrarse del todo, es lo último que deja entrever, ciertas mañanas, cuando después de tanto tiempo de haber desertado de mí ya la tenía casi olvidada, es lo primero que aparece, con tanta fuerza renovada que podría decirse que es ella la que arrastra consigo al universo entero, haciéndolo bailotear, por lo que dure el día, en el teatro de la vigilia. (La constancia de esa imagen primordial -lo primero que vi en la luz del día al comienzo de mi viaje- se explica por el estado de exaltación en que me encontraba, causado por la confianza que el doctor Weiss había depositado en mí al poner en mis manos la suerte de esos enfermos. Más tarde me enteraría de que el doctor obró en ese sentido con sabia deliberación. Las tribulaciones del viaje no desmintieron la exaltación de la partida, pero al regreso, en no pocas oportunidades, mi entusiasmo fue mitigado por la circunspección.)

A veces, desviándonos un poco hacia el este, nos acercábamos al río, y a veces era el río el que se acercaba a nosotros. La crecida de invierno era visible en la anchura inusitada del lecho y en la corriente que bajaba hacia el sur, arrastrando islas de camalotes, troncos, ramas, animales ahogados. De tanto en tanto alguna embarcación avanzaba a duras penas río arriba, y alguna balsa cargada de mercaderías, alejándose de la orilla donde había sido amarrada para pasar la noche, era dirigida por sus tripulantes hacia el centro del río para dejarla arrastrar por la corriente. Aún con el sol alto, el frío no disminuía, y hasta media mañana podíamos sentir los cascos de los caballos quebrar la escarcha y las briznas de pasto grisáceo vitrificadas por el frío. Hacia el oeste, cada mañana, incluso cuando ya habíamos llegado, al cabo de varios días, cerca de nuestro destino cien leguas al norte, casi hasta mediodía los campos vacíos seguían espolvoreados de una capa blanca de helada. Dos veces dormimos a la intemperie o, mejor dicho, intentamos dormir; apretujados alrededor de un fuego insignificante que el sereno helado daba la impresión de asfixiar, al cabo de algunas horas, cuando nos parecía que los caballos habían descansado lo suficiente, ateridos y soñolientos, nos pusimos en marcha otra vez. En la oscuridad de la noche, el firmamento gélido en el que las estrellas coaguladas por el frío ni siquiera titilaban, nos envolvía por todos lados, tan inmediato y aplastante, que una noche tuve la impresión inequívoca de que estábamos en uno de sus rincones más remotos, insignificantes y efímeros. Apenas despuntaba el alba, el aire de un rosa azulado parecía inmovilizarnos en el interior de una semipenumbra glacial, sensación que contribuía a acrecentar la monotonía adormecedora del paisaje, pero el sol ya alto lo volvía cristalino, y todo era preciso, brillante y un poco irreal hasta el horizonte que, por mucho que galopáramos, parecía siempre el mismo, fijo en el mismo lugar, ese horizonte que tantos consideran como el paradigma de lo exterior, y no es más que una ilusión cambiante de nuestros sentidos.

Una sola perspectiva me martirizaba aunque, desde luego, traté por todos los medios, para no perder autoridad, de que no transparentara hacia el exterior: que alguno de los balseros, que en los pequeños ríos que afluyen desde el oeste al Paraná transportan a los viajeros de orilla a orilla, estuviese ausente, porque en ese caso me vería obligado a cruzar a nado o en una de esas inmanejables pelotas de cuero que se dan vuelta al menor movimiento. Pero si no había balseros en todos los ríos, las balsas estaban en su lugar, y de las postas en las que pernoctamos, dos no estaban lejos del agua. De esas postas, una sola era un verdadero albergue, poco confortable por cierto, pero por lo menos instalado en un rancho limpio, grande y sólido, porque los otros eran no más estables que una ruina y sin duda más sucios y destartalados. En uno de ellos el puestero estaba enfermo de borracho y tuvimos que sacudirlo varias veces para que se enterara de nuestra presencia, que al parecer lo estimuló un poco y le dio suficiente energía como para ponerse de pie. El alcohol, que ya lo había quemado por dentro, estaba también carcomiéndolo por fuera, de modo que pensé que vivía en un estado de terror corriente en esa clase de borrachos, porque se pasaba todo el tiempo mirando hacia la puerta y cualquier ruido lo hacía sobresaltar, e incluso tres o cuatro veces en menos de una hora salió del rancho y se puso a escrutar el horizonte, pero después, con los primeros tragos de aguardiente que volvían al parco Osuna conversador y a veces hasta charlatán, el guía me explicó que el puestero, que estaba totalmente solo en medio del campo, tenía miedo de que los indios lo atacaran.

Al día siguiente en la posta grande, comiendo un buen asado que el puestero preparó en el patio, además del frío y de la crecida de invierno, que ya estaba amenazando todas las postas instaladas a lo largo del río, la conversación versó en especial sobre el cacique Josesito, un indio mocobí que se había alzado tiempo atrás con un grupo de guerreros y andaba atacando los puestos, las poblaciones y las caravanas. La gente de la posta y los viajeros que pernoctaban en ella conocían muchas historias del cacique, de las que era difícil saber si habían ocurrido de verdad o eran meras leyendas que se le atribuían. Después de oír varias anécdotas, uno de los soldados que nos escoltaban declaró, con una especie de orgullo estimulado por el aguardiente, que él había conocido a Josesito en las Barrancas, cuando el cacique era todavía manso, y que tres años antes, cuando una compañía de soldados había escoltado a unos frailes y a varias familias hasta Córdoba, Josesito, que por aquel tiempo era un cristiano ferviente, y vivía en una reducción al sur de San Javier, formaba parte de la escolta. Según el soldado, cuyo lenguaje áspero y un poco confuso traduzco a un idioma más claro y coherente, era a causa de una especie de querella religiosa que Josesito había desertado de la civilización declarándole la guerra a los cristianos. Osuna, que cuando había tomado y se ponía a hablar y a contar historias no veía con buenos ojos que alguien lo interrumpiera y, sobre todo, que se convirtiera a sus expensas en el centro de la reunión, se empecinó en contradecirlo, negando con la cabeza mientras el otro hablaba, y cuando por fin recuperó la palabra, afirmó que Josesito, con el que se había cruzado varias veces, tenía la costumbre de aliarse por interés y después disputarse por las mismas razones con los cristianos, y que él, Osuna, aparte de los caballos, de las mujeres blancas y del aguardiente no le conocía otra religión. Terciando mientras hacía pasar con los dientes de una comisura de los labios a la otra el cigarro que emergía de una barba blanca y bien recortada, bastante limpia si se tienen en cuenta los hábitos de la región, el puestero dijo que el cacique era valiente y, por lo que creí entender de lo que contaba, muy desconfiado y susceptible, que desde criatura había sido muy sensible a la arrogancia de los cristianos, de los que el más mínimo gesto o palabra que él consideraba fuera de lugar lo ofendía. Según se desprendía de las palabras del puestero, el hecho mismo de que esos cristianos existiesen ya le parecía humillante al cacique: con su mero existir, los blancos instalaban, para todos los que no fuesen ellos, a estar con Josesito, el desprecio. El, el puestero, lo conocía casi desde que había nacido, porque el padre, el cacique Cristóbal, que sí era manso y quería que a Josesito lo educaran los curas, solía venir seguido al puesto de compras y lo traía con él. Pero desde chico nomás Josesito no quería saber nada con los blancos. Ya a los trece o catorce años, si cuando venía al negocio algún blanco hacía alguna alusión a su persona o lo abordaba de un modo que a él le parecía incorrecto, le dirigía una mirada asesina. No toleraba ninguna familiaridad y, desde luego, no le tenía miedo a nadie ni a nada. Ya de grande -el puestero hacía como treinta años que lo conocía-, se había vuelto irritable, hosco y, cuando, según las propias palabras del puestero, se le iba la mano con el aguardiente, brutal y pendenciero. Pero era inteligente y, con la gente que apreciaba, pacífico. Como se había puesto de un modo voluntario al margen de la sociedad, y como su mal carácter era legendario, la gente le atribuía todas las crueldades que cometían los indios alzados, los desertores y los matreros. Con los curas había aprendido a tocar el violín, y a pesar de que a los quince o dieciséis años, a la muerte de su padre, desapareció de la reducción y se volvió al desierto por primera vez para vivir a la usanza india, aunque después volvió con los blancos y se volvió a ir, y así varias veces, nunca se separaba de su instrumento, para el que había hecho una agarradera de cuero a un costado de la silla, y cuando montaba en pelo lo llevaba terciado en la espalda. Después del asado, el porrón de aguardiente pasaba de mano en mano mientras conversábamos, sentados en el rancho alrededor de un enorme brasero, tapados con dos o tres ponchos de entre cuyos pliegues de tanto en tanto salían pares de manos rugosas de callos y sabañones y se estiraban con las palmas hacia abajo por encima de las brasas. Cuando el puestero dejó de hablar, durante unos segundos nadie, ni siquiera Osuna, lo siguió en el uso de la palabra, y ese silencio prolongado y un poco molesto parecía tener una explicación que se me escapaba, pero cuando por fin alguien lo rompió, comprendí que, salvo yo, todos los que acababan de oírlo consideraban que el puestero había hecho de Josesito, quien sabe por qué razón, una pintura demasiado favorable. Cuando se lo comenté al día siguiente, apenas nos pusimos en camino, Osuna, que se había vuelto otra vez lacónico gracias a tres o cuatro horas de sueño que le habían hecho pasar el efecto del aguardiente, sugirió en forma de lo más elíptica y sibilina que el puestero debía comerciar con el cacique y que por eso lo defendía. La noche antes, cuando el puestero había hecho silencio, y nos quedamos todos un poco cohibidos en la luz insuficiente y triste de los faroles, el desacuerdo de la asistencia con lo que acabábamos de escuchar se puso de manifiesto cuando tomó la palabra uno de los presentes, un viajero arropado en su poncho gris y cuyos ojos llameaban, tal vez por el reflejo de las brasas, bajo el ala del sombrero negro encajado hasta la mitad de la frente. Instalado inmóvil junto al fuego, como si su cuerpo excesivamente abultado por las prendas superpuestas que lo cubrían para protegerlo del frío fuese una porción más densa de la penumbra que los faroles no lograban disipar, únicamente la boca y el espeso bigote negro que le cubría el labio superior flanqueando curvo las comisuras se estremecían mientras sin contradecir de un modo explícito al puestero, quizás por cortesía ya que después de todo, y aunque a cambio de dinero, el puestero le estaba dando hospitalidad, o por pura timidez quizás, como si estuviese refiriéndose a otra persona y no al mismo indio que el puestero acababa de evocar, empezó a contar sucesos relativos al cacique Josesito que, si bien confirmaban de un modo general lo que el puestero había dicho de su temperamento, echaban por tierra en cambio su pretendido comportamiento pacífico. Es verdad que existían ciertas estancias, ciertas caravanas y ciertos puestos que las bandas del cacique no atacaban, dijo el hombre, pero no había que ver en eso ninguna prueba de buena voluntad o de compasión, sino un cálculo puramente táctico que estaba en relación con sus movimientos de ataque y de retirada, con sus planes de ilusión destinados a engañar a las autoridades, y con sus necesidades de abastecimiento. Si no incendiaba ciertas estancias y ciertos puestos era porque le servían para abastecerse en pequeña escala en sus correrías, y al mismo tiempo podía utilizarlos para mostrarse en ellos y dar de ese modo una imagen pacífica de su persona. Pero los tres o cuatro afortunados que habían escapado por milagro y que eran los únicos sobrevivientes de sus masacres, incontables y particularmente odiosas, lo habían visto dirigir los ataques, reconociéndolo justamente por el estuche de violín terciado en la espalda. Uno de los sobrevivientes, que era músico, circunstancia que le salvó la vida pero que le valió un cautiverio de ocho meses, del que se libró por pura casualidad, contó a las autoridades que después de alguna matanza Josesito acostumbraba pasearse entre las ruinas humeantes y los cadáveres mutilados y todavía calientes, tocando el violín. Según el músico, dijo el hombre, Josesito tocaba muy bien y tenía un repertorio de lo más variado, que había aprendido con los curas de la reducción, y junto con el violín conservaba con mucho cuidado una buena cantidad de partituras. Según el hombre, el relato del músico confirmaba lo que había dicho el puestero, a saber que era un indio hosco, susceptible, atormentado. Rara vez se lo oía reír, y aun con sus guerreros, que sin embargo lo idolatraban y se encaminaban sin vacilar a la muerte por él, era receloso y distante. Según el hombre el cacique era por demás extraño, y el músico había contado que una noche, borracho, Josesito había empezado a amenazarlo y a referirse con desprecio a la música de los cristianos, simulando que iba a tirar las partituras al fuego y que iba a hacer pedazos el violín. El hombre dijo que según el músico, al indio parecía ponerlo furioso no que la música de los cristianos fuera tan mala como él pretendía, y que gozara de una reputación inmerecida, sino más bien que fuese buena y que a él, Josesito, le gustara tanto, poniéndolo en una situación humillante, como un vicio o una debilidad.

Al rato nos tiramos a dormir lo más cerca posible del brasero, en camas improvisadas en el suelo bien barrido del rancho, contra la tierra que el frío intenso y seco endurecía y, como pude comprobarlo a la mañana, volvía lustrosa y azulada. Antes de acostarme, para desembarazarme de los efectos del aguardiente que, por cortesía, hubiese sido impensable rechazar, salí a refrescarme un poco en el aire de la noche. Había una luna redonda y clara que, blanqueando la llanura, creaba una ilusión perfecta de continuidad entre el cielo y la tierra; la luz abundante y pálida producía una penumbra al mismo tiempo grisácea y brillante y las pocas cosas que, puestas en su lugar por manos humanas -un árbol, un aljibe, los troncos horizontales, irregulares y paralelos del corral-, interferían el espacio vacío parecían cobrar en esa ilusión de continuidad una consistencia diferente de la habitual, igual que si los átomos, que según el ilustre sabio griego y el meticuloso poeta latino, maestros de mi maestro y por lo tanto míos, las componen, hubiesen perdido cohesión, delatando el carácter contingente no únicamente de sus propiedades, sino sobre todo de mis nociones sobre ellas y quizás de todo mi ser. De nítidos que podían presentarse a la luz del día, bien perfilados y constantes en el aire transparente, sus contornos se volvían inestables y porosos, agitados por un hormigueo blancuzco que parecía poner en evidencia la fuerza irresistible que inducía a la materia a dispersarse para irse a mezclar, reducida a su más mínima expresión, con ese flujo impalpable y grisáceo en el que se confundían la tierra y el cielo. Un tumulto me sacó de mi ensueño: en el corral, los caballos se movían, alarmados quizás por mi presencia, pero cuando avancé unos pasos cortando el aire frío en su dirección pude comprobar que mi persona les era indiferente, porque el breve rumor que habían creado unos segundos antes, no sólo no creció, sino que pareció calmarse con mi proximidad. Me quedé un rato inmóvil, cerca de ellos, tratando de no hacer ningún ruido para no alarmarlos, escrutando la penumbra plateada a la que mis ojos se habituaron poco a poco, y pude comprender que lo que de tanto en tanto los hacía removerse, resoplar con levedad y producir un rumor apagado de cascos indecisos, era el intento que hacían de apretujarse un poco más unos contra otros para protegerse mutuamente del frío, formando una masa oscura y anónima de aliento, carne y palpitaciones, no tan distinta al fin de cuentas de la que habíamos formado los jinetes un rato antes alrededor del brasero, solidarios en la misma sinrazón que nos había hecho existir porque sí, frágiles y perecederos, bajo la luna inexplicable y helada.

Al día siguiente al atardecer, llegamos por fin a la ciudad. Ni una nube, en el azul palidísimo del cielo, nos acompañó en nuestro último día de viaje, pero cuando íbamos llegando, hacia el oeste unos celajes finos, inmóviles contra el disco enorme y rojo del sol que se hundía en el horizonte, fueron cambiando de color, amarillos primero, anaranjados, rojos, violetas y azules hasta que, cuando alcanzamos, después de cruzar los dos brazos en que se divide el río Salado cuando va a volcarse en el Paraná, los primeros ranchos miserables de las afueras, el aire estaba negro porque todavía no había subido la luna y en los aleros o en el interior de los ranchos empezaban a brillar los primeros faroles. Después de acompañarme a la casa en la que me alojaría, que encontramos sin dificultad por ser sus propietarios una de las principales familias de la ciudad, Osuna y los soldados se dirigieron al cuartel donde estaba previsto que les darían cama y comida por lo que durase nuestra estadía. La familia Parra me esperaba sin saber el día exacto en que llegaría, y debo reconocer que la acogida que sus miembros me brindaron, aun sabiendo que debería permanecer en su casa varias semanas, fue de lo más agradable, a lo que contribuía quizás el alivio de saber que venía a llevarme al primogénito, caído en estado de estupor desde hacía meses, para internarlo en Las tres acacias. Como llegué cuando ya era de noche, el joven estaba durmiendo, de modo que pospuse el examen para el día siguiente, y después de la cena y de un interrogatorio exhaustivo por parte de los demás miembros de la familia acerca de las novedades eventuales que podía traer de Buenos Aires e incluso de la Corte, me condujeron por fin a una habitación limpia y ordenada donde me habían preparado una cama confortable. Meditando antes de dormirme sobre la hospitalidad casi indiscreta de tan efusiva que me brindaban, y que durante toda mi estadía resultó de lo más agradable, me di cuenta de que el tedio de la vida monótona que llevaban en ese caserío que parecía perdido en el fin del mundo debía ser una de las causas principales.

A la mañana siguiente, me levanté bastante temprano, feliz de saber que ese día no me esperaban horas de cabalgata y, como los dueños de casa al parecer seguían durmiendo, me fui a pasear por la ciudad. Cruzando el gran río en varias horas de navegación, ya la había visitado tres o cuatro veces en compañía de mi padre, diez o quince años antes, viniendo desde la Bajada Grande del Paraná, más allá de la red atormentada de islas y riachos que separan, a algunas leguas de distancia, las dos orillas principales. Como mi lugar natal era un caserío exiguo amontonado en la cima de la barranca que dominaba el río, a cada visita la ciudad me parecía grande, agitada y colorida, y sus habitantes personas distinguidas, bien instaladas en el mundo y entregadas todo el tiempo a ocupaciones importantes, pero ahora que volvía después de tantos años, habiendo hecho un rodeo por Madrid, Londres, París y aun Buenos Aires, mi mirada, ante la que tantas verdaderas ciudades habían desfilado, la reducían a sus justas proporciones; y como suele ocurrir con casi todo, la ciudad de la que me había quedado una imagen invariable en la memoria, había ido achicándose en la realidad, como si las cosas exteriores viviesen a la vez en varias dimensiones diferentes. La ciudad real eran unas cuantas manzanas tendidas alrededor de la plaza, formando calles rectas de arena, la mayoría sin veredas, que corrían paralelas o perpendiculares al río; un par de iglesias, un cabildo, un edificio largo que era a la vez aduana, cárcel, hospital y destacamento de policía, casas de una planta con techo de tejas y ventanas con rejas tan bajas que parecían salir del suelo mismo y también árboles frutales, naranjos, mandarinos y limoneros cargados de frutos, higueras y durazneros pelados por el frío, nísperos, campitos de tunas, acacias enormes, jacarandáes, lapachos, palos borrachos, ceibos, y muchos sauces llorones que delataban la omnipresencia del agua. Huertos y corrales se abrían en los patios traseros. En las afueras, las casas de ladrillo o adobe y tejas eran más escasas, y los ranchos más espaciados, más sucios y más miserables, pero en el centro, en las inmediaciones de la plaza, se abrían varios comercios, y las calles que formaban el perímetro de la plaza estaban empedradas. En la vieja iglesia de San Francisco, que indios convertidos habían contribuido a levantar y a decorar, había un convento, y cinco o seis cuadras atrás del cabildo, una casa que albergaba algunas monjas. De los cinco o seis mil habitantes, muy pocos parecían haber salido de sus casas esa mañana, a causa del frío quizás, pero como sabía que toda la riqueza de que disponía la ciudad, ganado, madera, algodón, tabaco, pieles, provenía del campo, era evidente que a esa hora temprana había poco y nada que hacer en las calles heladas y desiertas. Alrededor de la plaza, todos los comercios estaban todavía cerrados. Fui a pasear por el lado del río, y vi unos hombres que pescaban a caballo, entrando en el agua con una red extendida por dos jinetes que la arrastraban contra el fondo y después, plegándola con un movimiento vigoroso, la tiraban hasta la orilla, donde dejaban caer los pescados que se retorcían en la arena. Uno de los pescados efectuó una contorsión tan violenta y desesperada que, elevándose hasta una altura considerable, cayó otra vez en el agua y no volvió a aparecer, lo que le pareció a los pescadores un hecho de lo más cómico que celebraron con carcajadas interminables y ruidosas.

Mi paseo había sido demasiado matinal, porque cuando volví a casa de los Parra apenas si eran las ocho y media, y la familia recién se estaba levantando. Nos instalamos, el señor Parra y yo, en una habitación grande, contigua a la cocina, que servía sin duda de comedor para los días ordinarios, y una joven negra nos cebaba mate y nos iba trayendo pasteles tibios desde la cocina. La noche anterior habíamos cenado en un comedor un poco más lujoso, que debía servir para las grandes ocasiones, pero en la habitación más modesta en que estábamos desayunando, la proximidad de la cocina hacía que la atmósfera fuese más caldeada y agradable, a causa de los fogones contiguos que en invierno debían estar casi siempre prendidos. Apenas abordamos el tema de su hijo Prudencio, el señor Parra se prestó con franqueza y docilidad a mi interrogatorio.

El joven Prudencio Parra, que acababa de cumplir los veintitrés años, había caído desde hacía algunos meses en un estado de estupor intenso que a decir verdad era el punto culminante de una serie de ataques que con el tiempo fueron volviéndose cada vez más graves. El joven Prudencio había empezado a comportarse de manera singular a partir de la pubertad, pero sólo en los últimos dos o tres años su conducta podía ser considerada como un estado de alienación. Lo que al principio habían sido simplemente rarezas fueron degenerando poco a poco en locura. A los trece o catorce años se encerraba días enteros en su cuarto y llenaba cuadernos y cuadernos de reflexiones morales como él las llamaba, para, unos meses más tarde, hacer con ellos y otros papeles ennegrecidos por su escritura casi ilegible una enorme fogata en el fondo de la casa y declarar que a partir de ese día iba a dedicarse con todo su ser a las obras de beneficencia, pero esas alteraciones de humor no habían inquietado a la familia, que las atribuía a los excesos súbitos pero efímeros de pasión que son propios de la juventud. La propensión a los saltos de humor parecía por otra parte inherente a su temperamento, ya que desde la primera infancia, sus cambios repentinos, que nadie tomaba en serio, habían sido observados no únicamente por la familia, sino también por los criados -que, esclavos o no, estaban prácticamente incorporados a la familia- a tal punto que la inestabilidad del joven había pasado a formar parte de la tradición de anécdotas humorísticas de la casa. Pero a partir de los dieciocho años más o menos, las cosas se habían vuelto más serias, y la gravedad de su estado se hizo evidente. Sus accesos de melancolía fueron volviéndose cada vez más frecuentes y más agudos. Varios médicos, instalados en la ciudad o de paso por la misma, lo habían examinado y puesto en tratamiento, sin obtener ningún resultado visible. El señor Parra era un hombre demasiado sensato como para creer en los rumores de posesión diabólica o de brujería que corrían por la ciudad, y no precisamente entre las capas menos acomodadas de la población, pero fue lo bastante escrupuloso como para no ocultármelos e incluso comunicarme todos sus pormenores, lo que me permitió comprobar una vez más cómo con los esfuerzos de la ciencia por sacar a los hombres del dolor y de la ignorancia, conviven todavía, no únicamente en las regiones apartadas del planeta, sino también hasta en los reinos supuestamente esclarecidos de Europa, la superstición y el oscurantismo que, en el caso del joven Prudencio, como si no bastara con su penosa enfermedad, añadían la difamación y la calumnia. Según el señor Parra un frenesí de estudios filosóficos se apoderó de Prudencio, de modo que se lo pasaba leyendo noche y día, y cuando hubo agotado las bibliotecas locales, que no eran ni muchas ni muy variadas, encargaba libros de Córdoba, de Buenos Aires o de Europa, con tales deseos de recibirlos que cuando estaba esperando algunos iba todos los días al puerto a preguntar en los barcos que llegaban si no estaban sus libros. Pero al cabo de cierto tiempo, una especie de desaliento se apoderó de él, y lo que antes había sido puro entusiasmo, energía y exclamaciones, se transformó en desgano, en abatimiento, en suspiros. Empezó a quejarse de que la naturaleza no le había otorgado las facultades que requiere el estudio de la ciencia y la filosofía, y que únicamente un orgullo insensato y desmedido lo había hecho incurrir en el error de compararse con los grandes genios benefactores de la humanidad como Platón y Aristóteles, Santo Tomás y Voltaire. Según pude deducir del relato del señor Parra, el tema de su ineptitud para el estudio atormentó a Prudencio durante varios meses, y poco a poco atribuyó a esa supuesta ineptitud una serie de faltas irreparables que imaginaba haber cometido, de modo tal que al cabo de un tiempo empezó a sentirse responsable de las desgracias o meros contratiempos que ocurrían en la ciudad, así como también de aquellos de los que se enteraba por las gacetas que llegaban de Buenos Aires o de la Corte. Cuando ese sentido excesivo del deber no lo agobiaba hasta el punto de llevarlo a un estado de postración que duraba semanas enteras, y durante el cual no había forma de sacarlo de su habitación y algunas veces hasta de la cama, le daban verdaderos ataques de febrilidad, en los que por todos los medios le parecía necesario actuar de inmediato para impedir que ciertas catástrofes, sobre las que era imposible obtener de él más explicaciones, se produjeran. Varias veces, según el señor Parra, había buscado prendas harapientas y sucias, de preferencia aquéllas que habían pertenecido a los esclavos pero que se encontraban en tal estado que los esclavos mismos habían dejado de usarlas, y, descalzo y con la cabeza descubierta, se iba por las calles a leer en las esquinas algún escrito supuestamente filosófico que él mismo había redactado en términos incomprensibles; según el señor Parra, la escritura de Prudencio había cambiado por completo y su caligrafía diminuta y aplicada, y aun así ilegible, de la adolescencia, se había transformado en una letra enorme, inconexa, tan suelta, inflada y temblorosa que no más de veinte o treinta palabras entraban en un folio. En general la gente se apiadaba de él y lo traía de vuelta a la casa, pero una vez unos sujetos mal entretenidos que no tenían domicilio fijo y vagabundeaban por las afueras, lo habían llevado con ellos para divertirse a su costa, y lo abandonaron después en medio del campo, donde había errado toda la noche, porque la partida que salió a buscarlo recién logró dar con él al día siguiente. Me dijo el señor Parra que cuando lo encontraron, Prudencio no parecía de ningún modo contrariado por los vejámenes a que lo habían sometido, sino que más bien era la suerte de los vagabundos lo que lo inquietaba e insistía mucho, emocionándose casi hasta las lágrimas, sobre la miseria que los había obligado a ponerse al margen de la sociedad. Cuando una semana más tarde la policía atrapó a dos miembros de la banda que habían vuelto a la ciudad como si nada pero que unos vecinos reconocieron, y que después de recibir unos buenos latigazos fueron estaqueados en un campito de los arrabales, Prudencio fue a visitarlos y a implorar a las autoridades para que los largaran. Con el tiempo, esos accesos fueron pasando, y una tristeza cada vez más honda se apoderó de él. (El señor Parra me precisó que durante ese período su caligrafía volvió a cambiar, empequeñeciéndose otra vez, pero de un modo tan exagerado que se volvió ilegible. Desde ese momento por otra parte dejó de escribir por completo, me informó el señor Parra.)

No se lavaba, no se vestía, y a veces ni siquiera salía de la cama, y una especie de indiferencia lo fue ganando; a pesar de sus rarezas, de chico había sido muy afectuoso, no únicamente con los miembros de su familia, sino también con los vecinos, los esclavos y hasta los desconocidos, a tal punto que a veces sus demostraciones resultaban exageradas e incluso molestas para ciertas personas que sólo estaban de paso en la casa, pero esa afectuosidad había ido desapareciendo, como si el mundo real en el que había vivido hasta ese momento hubiese sido sustituido por otro en el que todo le resultaba ajeno y gris. Los problemas, las enfermedades e incluso la muerte de personas que antes le habían sido muy queridas no le producían ningún sentimiento o emoción, y si de tanto en tanto sus suspiros, y a veces sus gemidos delataban en él un sufrimiento inequívoco, era imposible saber lo que lo causaba, aunque se adivinaba que los motivos no estaban en ningún acontecimiento exterior sino más bien en unos pocos pensamientos dolorosos que parecían ser siempre los mismos, y que rumiaba de manera constante. Hubo que empezar a obligarlo a salir de la cama, a vestirse, a comer, a dar algún paseo o por lo menos a salir a la galería o al patio, sobre todo cuando hacía buen tiempo, y si al principio protestaba al final, dócil, se dejaba llevar. Su facundia, que en períodos de febrilidad utilizaba para tratar de convencer a sus semejantes de que una catástrofe confusa pero inminente los amenazaba, empezó a perder fuerza y sus discursos vehementes fueron haciéndose cada vez más deshilvanados y carentes de convicción, y si al principio los acompañaban ademanes y gestos que los subrayaban y, sobre todo, que daban por sobreentendido el secreto que su vehemencia pretendía transmitir a sus semejantes sin revelárselo del todo, poco a poco al desmembramiento de sus peroratas, en las que las exclamaciones habían dado paso a frases incompletas y dubitativas, se sumaba la rigidez de sus expresiones y la inmovilidad blanda de sus miembros. Al final sólo abría la boca para responder, únicamente con monosílabos, alguna pregunta que se le dirigía. Si de tanto en tanto hacía un esfuerzo para dar una respuesta un poco más circunstanciada, formaba dos o tres frases entrecortadas y confusas que profería débilmente como si toda energía lo hubiese abandonado. Y, en los últimos meses, su postración había sido total, pero un detalle curioso había venido a sumarse a su conducta ya por demás extraña: había cerrado la mano izquierda, y desde entonces mantenía el puño fuertemente apretado. Cuando se le preguntaba la razón de su gesto volvía la cabeza y apretaba también los labios para dar a entender que no estaba dispuesto a contestar, y dos o tres veces en que para ver qué pasaba, e incluso en ciertas ocasiones únicamente por bromear, algunos miembros de la familia habían intentado obligarlo a abrir el puño, él se había resistido con tanta desesperación que, compadecidos, sus familiares habían terminado por dejarlo en paz. Un día, alguien advirtió que la mano sangraba, cayendo en la cuenta de que en todo ese tiempo las uñas habían seguido creciendo, clavándose en la carne blanda de la palma, de modo que hubo que obligarlo en serio a abrir el puño para cortarle las uñas y curarle las heridas. Según el señor Parra el joven Prudencio empezó a aullar y a revolcarse en el suelo tratando de impedir que le abrieran el puño, y armando tal escándalo que los vecinos llegaron corriendo, creyendo que en la casa se había cometido algún crimen, y a pesar del estado de debilidad extrema en que a causa de su postración y de su inapetencia el joven Prudencio se encontraba, fue tan grande su resistencia que se necesitaron tres o cuatro hombres vigorosos para inmovilizarlo, abrirle el puño y mantener abierta la mano mientras le cortaban las uñas y le curaban las heridas que ya estaban infectadas. Mientras duró toda esa operación, Prudencio aullaba o gimoteaba con tal expresión de terror que la gente se compadecía de él, pero varios de los presentes observaron que Prudencio miraba con aprensión el techo y las paredes de la habitación como si temiese que se le vinieran encima. Al señor Parra toda la escena le había recordado una vez en que siendo él mismo (el señor Parra) niño, había despertado de una espantosa pesadilla llorando a los gritos, y ante los rostros de sus familiares que se inclinaban solícitos hacia él, y que trataban de calmarlo con palabras, caricias y ademanes incomprensibles e inútiles, él había tenido la sensación de que, a pesar de la contigüidad aparente de los cuerpos, estaban en dos mundos diferentes, ellos en el irreal de las apariencias y él en el bien real que la pesadilla acababa de revelarle. Según el señor Parra, por fin su hijo pareció calmarse un poco y aunque los sollozos se fueron haciendo cada vez más espaciados el gimoteo continuó, entrecortado de vez en cuando por algún suspiro. Echado en la cama, sólidamente aferrado por su padre y dos esclavos, mientras el médico le curaba las heridas, pidió por señas que le liberaran la mano derecha, y cuando obtuvo lo que deseaba la acercó, un poco encogida, a la mano llagada que le estaban curando, de tal manera que cuando estuvo tan cerca que ya casi le impedía al médico trabajar, hizo un gesto sobre la palma herida con la mano sana, como cuando se recoge una mosca al vuelo, y cerró el puño de la mano derecha, lo que pareció calmarlo del todo. Mientras le conservaron las vendas en la mano izquierda, según el señor Parra, Prudencio mantuvo cerrado el puño derecho, pero cuando unos días más tarde se las retiraron, volvió a cambiar de mano. Desde entonces aceptaba abrir el puño cada diez o quince días para dejarse cortar las uñas, pero antes de abrirlo, realizaba la extraña operación de recoger al vuelo con la otra mano algo que al parecer por nada del mundo debía dejarse escapar. El señor Parra me aclaró que esa curiosa manipulación era llevada a cabo por su hijo con seriedad absoluta y extremo cuidado, y todas las veces que él pudo observarla comprobó que era realizada con la exactitud minuciosa de un ritual.

Antes de conducirme a la habitación de su hijo, el señor Parra, contestando a una pregunta mía, me informó acerca de los tratamientos que los sucesivos médicos que lo fueron examinando le prescribieron, sin obtener el menor resultado. Los dos médicos autorizados por el Cabildo a ejercer de modo permanente en la ciudad lo habían tratado de manera regular, pero ya casi no venían a verlo durante sus visitas y afirmaban estar ante un caso incurable. También dos o tres médicos que habían estado de paso en la ciudad fueron consultados, y uno de ellos había recomendado baños en el río Salado, afirmando que por la calidad de sus aguas y sobre todo de su barro eran muy recomendables en el tratamiento de la alienación. El señor Parra me comunicó que aunque a Prudencio lo aterrorizaba la inmersión en el río aceptaba de buena gana ser recubierto enteramente con el barro rojizo de la orilla y dejarse extender al sol para que el barro se resecase sobre su cuerpo, a tal punto que casi siempre había que forcejear un buen rato con él para poder retirar la capa de barro seco que lo cubría. El último verano sin embargo, su estado de estupor había alcanzado tal gravedad que había sido imposible sacarlo de su cuarto para llevarlo hasta la orilla del río.

El señor Parra me condujo a la habitación de su hijo. Un olor a encierro, a sustancias extrañas, mezcladas y maceradas, a abandono, flotaba, a pesar del orden que reinaba en ella, en la pieza amueblada con sobriedad y demasiado caldeada por un brasero, instalado cerca de la ventana, y que debía haber ardido toda la noche. El joven Prudencio se hallaba instalado en la cama, hundido hasta los hombros bajo las frazadas y la cabeza, recubierta por un gorro blanco de dormir, apoyada sobre una pila de almohadas. La cama parecía recién hecha, aunque su ocupante tenía los ojos cerrados, pero el señor Parra me explicó que la inmovilidad total del joven no se modificaba durante el sueño, de modo que la cama daba siempre a la mañana la impresión de estar recién hecha. La cara de Prudencio tenía una palidez amarillenta que resaltaba todavía más bajo la barbita rala que le cubría las mandíbulas y el mentón, y a causa también de la extrema delgadez de sus rasgos. Una especie de hendidura vertical que iba desde el pómulo hasta casi la mandíbula le cortaba en dos la mejilla izquierda, en tanto que la derecha se hundía en un hoyuelo desmesurado que la ocupaba entera, semejante a un territorio derrumbado y chupado hacia el interior de la tierra por alguna catástrofe geológica. A pesar de su juventud, la piel amarillenta estaba ajada como un cuero usado y, pegándose a los pómulos, hacía resaltar sus contornos adquiriendo un brillo cartilaginoso. Pero sobre todo llamaba la atención su frente, atravesada por profundas arrugas horizontales, y el entrecejo, en el que una arruga curva en forma de herradura, como si una pequeña marca se hubiese incrustado en su carne, unía las dos cejas con un surco profundo. Contra la almohada, por debajo del gorro de dormir, salían unos manojos de pelo largo y rígido que acentuaban todavía más la delgadez de su cara. Por alguna razón misteriosa de sus orejas emergían las puntas de dos trapitos blancos metidos en los orificios. A pesar de los ojos cerrados una expresión doliente se mostraba en su cara, a causa de las arrugas profundas desde luego, pero también de la boca entreabierta y de los párpados entornados. Ese dolor insondable y, a decir verdad, un poco teatral, como si sus expresiones lo exageraran para hacerlo más evidente, parecía agregarle a sus recientes veintitrés años décadas de desaliento, de adversidad y de aflicción. A pesar de los párpados entornados, era difícil saber si dormía o si simulaba dormir, pero su inmovilidad era tan grande que no parecía fingida y, sumada a la palidez amarillenta, lo hacía parecerse a un cadáver. Pero cuando me incliné para retirar las frazadas y examinar el resto de su cuerpo, plegó los párpados con lentitud, como quien diría en varias etapas, y, dejando resbalar su mirada sobre mí con indiferencia, la posó en algún punto impreciso del vacío entre la cama y la puerta. Me asombró descubrir que era menos flaco de lo que podía esperarse, a menos que el camisón blanco que le llegaba hasta las rodillas no me indujera a formarme una impresión engañosa, pero su cuerpo parecía más espeso que su cara y sus pantorrillas, que terminaban en unos pies enormes, apoyados apaciblemente uno junto al otro, con los dedos de yemas carnosas muy separados entre sí, no parecían delgadas ni frágiles. El brazo derecho, con la mano abierta, reposaba a lo largo del cuerpo, pero el puño izquierdo, apoyado contra el abdomen, estaba tan fuertemente cerrado que el esfuerzo empalidecía todavía más la piel amarillenta en la protuberancia de los nudillos. Con la blandura general de su cuerpo, los estragos de la cara, el abandono algodonoso de sus miembros, la pasividad de sus grandes pies inertes, la mirada perdida y la expresión doliente, contrastaba la determinación del puño cerrado, en el que parecían concentrarse todas las energías de su persona, de modo que era fácil adivinar, en ese gesto que para muchos no representaba más que una obstinación irrazonable y quimérica, una cuestión de vida o muerte que hubiese sido de mi parte, ahí sí, locura ignorar. Yo sé también que únicamente la locura se atreve a representarse aquellos límites del pensamiento que a menudo la cordura, para seguir justamente siendo cordura, prefiere ignorar, lo que vuelve a los locos distantes, empecinados, irrecuperables. Algo espantosamente grave parecía depender de ese puño, y la determinación dolorosa de su gesto inducía a creer que si por si acaso la concentración disminuía y la tensión aflojaba permitiendo a la mano, blanda otra vez, ir entreabriéndose de a poco, comenzaría a soplar, arrastrando al universo entero a su paso, un viento de apocalipsis. Lo estudié durante unos segundos sin percibir en todo su cuerpo el menor movimiento; una vez replegados, los párpados no volvieron a bajar, demostrando una vez más la observación frecuente de mi maestro, a saber que los alienados son capaces de hacer con su cuerpo cosas que a las personas sanas les están vedadas y, para verificar más a fondo esa máxima, me concentré con el fin de descubrir los signos exteriores de la actividad respiratoria, tales como el murmullo de la expiración y de la inspiración, o la expansión y la contracción del tórax, pero al cabo de varios segundos tuve que admitir que en la habitación reinaba un silencio total y el cuerpo mantenía una perfecta inmovilidad. De un modo paradójico, de esa inmovilidad emanaba, no una sensación de muerte, sino por el contrario una impresión de lucha, de fuerzas antagónicas que estaban en conflicto perpetuo, y que habían elegido el cuerpo y el alma de ese joven como campo de batalla. Los ojos demasiado abiertos y fijos, la inmovilidad total del cuerpo y el puño apretado contra el abdomen daban la impresión de que todo su interés se concentraba en alguna región remota de su interior, donde el combate decisivo tenía lugar, para captar hasta los más mínimos detalles de ese tumulto lejano.

Cuando salimos de la habitación el señor Parra me interrogó con la mirada para conocer mi opinión sobre el estado de su hijo, y con toda sinceridad le respondí que como la experiencia había demostrado que los estados de estupor no se prolongaban demasiado, y que como a primera vista las condiciones físicas del joven Prudencio no parecían demasiado deterioradas, tal vez se podía esperar en los meses venideros alguna mejoría. (A decir verdad, esa mejoría se verificó apenas emprendimos el viaje hacia la Casa de Salud, ya que, casi en el momento mismo en que abandonamos la ciudad, nuestro paciente salió del estado estuporoso. Más adelante consignaré en detalle su extraña evolución.)

El señor Parra me mostró su casa, ya que no había podido hacerlo la noche anterior por la hora tardía de mi llegada y yo, por discreción, me había abstenido de recorrerla esa mañana mientras los dueños dormían. Las clásicas hileras de habitaciones abriéndose sobre galerías que formaban patios cuadrados -en las habitaciones de atrás dormían los esclavos- no me reservaban ninguna sorpresa, pero en los fondos había una quinta bien cuidada aunque asolada por el frío excesivo y un buen plantel de árboles frutales, del que sobresalían mandarinos, naranjos y limoneros cargados de fruta. Conversando, comimos unas mandarinas dulces y heladas al pie del árbol, y cuando volvimos al interior, la sorpresa que no había podido darme la construcción convencional de la casa, la recibí entrando en una de las habitaciones, contigua al comedor, amueblada con bastante gusto y dotada de una abundante biblioteca. Algunos paisajes locales, ejecutados por una mano hábil pero sin genio, adornaban las paredes, y un busto de Voltaire nos observaba desde una repisa. Comprendí de pronto que había tenido la suerte de hospedarme en casa de una familia ilustrada y moderna, situación rarísima en esas provincias apartadas y en aquella época. (La situación no ha mejorado actualmente. Nota de M. Soldi.) La discreción, por no decir la timidez del señor Parra, lo inducía a no mostrarlo demasiado, y acaso también mi reputación en tanto que colaborador del doctor Weiss y mis estudios en Europa, pero durante las semanas en las que las circunstancias me obligaron a parar en su casa, pude descubrir la vivacidad y la sensatez de sus ideas y el clima agradable que reinaba en el seno de su familia, a la que la enfermedad del joven Prudencio había causado una sincera tristeza. Los cuadros de la biblioteca eran de mano del propio señor Parra lo cual, cuando lo supe, me hizo juzgarlos de manera más favorable, y no sé si me parecieron mejores porque habían sido ejecutados por un aficionado que nunca había realizado estudios de pintura, o por la simpatía que me merecían el autor y su familia. Las múltiples actividades comerciales del señor Parra, que le habían permitido adquirir una fortuna considerable, no le impedían cultivarse a sí mismo al mismo tiempo que su huerto y su jardín, y su modestia genuina era injustificada si se tiene en cuenta el acierto de sus opiniones generales, rasgo rarísimo en un hombre de fortuna, ya que me ha sido posible observar más de una vez, por haberlos frecuentado en dos continentes, que los ricos sustentan una alta opinión de sí mismos y que, por una inexplicable transposición, están convencidos de que su habilidad para ganar dinero los autoriza a pontificar tantos temas que desconocen, ya sean artísticos, políticos o filosóficos.

Mientras el señor Parra se iba a cumplir con sus obligaciones, me dirigí al cuartel para averiguar si mis compañeros de viaje estaban bien instalados. Los dos soldados, habituados a la vida militar, ya se habían fundido con el resto de la tropa -nombre quizás demasiado pretencioso para el puñado de hombres mal armados y casi en harapos que la constituían- pero Osuna estaba de mal humor y pretendía no haber dormido en toda la noche, a causa del ruido y del ajetreo constante que reinaban en la cuadra. Lo que llamaban la cuadra era un antiguo edificio de adobe y tejas, en bastante mal estado pero lo suficientemente amplio como para permitir que durante las noches unos cuarenta hombres pudiesen extender sus pertrechos rotosos en el suelo apisonado y echarse a dormir ya que, como lo sabría más tarde, los casos especiales, como los enfermos o los desertores, eran expedidos al hospital o a la cárcel, instalados en un edificio un poco más grande que se encontraba a cien metros del primero. El descontento de Osuna parecía justificado, porque las condiciones de alojamiento eran de lo más precarias pero, por venir frecuentándolo desde tiempo atrás, yo sabía que el carácter un poco especial de nuestro guía podía inducirlo, sin que él mismo se diese cuenta, a exagerar los motivos de sus protestas. Debe quedar claro para mis futuros lectores, si los tengo alguna vez, que esta observación no rebaja en nada las muchas y excelentes cualidades de Osuna, de quien la lealtad, la eficiencia sin par, la inteligencia, el sentido práctico y la abnegación sobresalen entre tantas otras, pero que, no sé si por deformación profesional o por alguna otra cosa, me es imposible no conjeturar sobre los rasgos de carácter que motivan, más allá de las razones verídicas que ellas mismas aducen, las opiniones y los modos de actuar de las personas con las que trato. El innegable saber de Osuna en todo lo relativo a la inmensa llanura, que a los treinta y cinco años más a menos que tenía para esa época ya conocía al detalle hasta en sus rincones más apartados, lo ponía en una situación ventajosa pero incómoda, que el sabio o el artista quizás puedan comprender ya que, semejante a la ciencia del desierto que practicaban Osuna u otros como él, el sabio y el artista deben tratar la mayor parte del tiempo con gente que, si bien saca provecho de su actividad, es incapaz de estimarla en forma correcta. Dejando de lado el hecho de que los otros no se detenían a pensar en los sacrificios que había costado su adquisición, ese saber, que en Osuna constituía una verdadera ciencia de lo invisible, lo ponía a veces en situaciones bastante forzadas, tales como tratar con superiores que, o bien no le acordaban el respeto que merecía y se limitaban a aprovecharse de su saber, o bien por el contrario le tenían una consideración excesiva, dándole un trato especial que lo aislaba entre los soldados y la gente de su medio. A causa de las muchas incomodidades que le acarreaban sus conocimientos, Osuna se había formado un carácter especial, que lo hacía sentirse oscuramente distinto de los demás, induciéndolo a separarse de ellos y a concentrarse, como si fuera un ideal ascético, en los mil detalles de lo exterior. Por haberlo tratado durante años, he podido notar que únicamente en el desierto se encontraba a gusto. Lo que me asombraba de él era ver, cuando hacíamos noche en algún puesto y se dejaba tentar por el aguardiente, cómo la fachada de impasibilidad iba resquebrajándose en su cara oscura y filosa, mientras sus ojitos achinados emitían unos destellos rápidos y cambiantes que delataban las pasiones que durante el día disimulaba tan bien, la vanidad, la arrogancia incluso en lo relativo a su oficio, los celos que le impedían reconocer que algún otro guía de calidad, aparte de él, existiese en la llanura, sus esfuerzos, bastante torpes por otra parte, por ser todo el tiempo el centro de la reunión, los aires de superioridad con que escuchaba y observaba a los otros gauchos, soldados, etcétera, que podían compartir un pedazo de carne asada con los viajeros en las noches vacías de la llanura. Pero mucho más me asombraba, a la mañana siguiente, verlo montar, fresco y bien dispuesto, con decisión su caballo; lacónico, enérgico, sin dejar transparentar en su cara, a diferencia de unas horas antes, ninguna emoción, ningún sentimiento, como no sea la voluntad de retomar el camino, avanzando gracias a los mil mensajes, únicamente legibles para él, que le mandaba a cada paso lo real. Igual que cada vez que se quejaba de algo ante mí, Osuna me respondió que no valía la pena cuando le propuse remediar la situación: al parecer, con que yo escuchara sus quejas le bastaba.

La duración de nuestra estadía en la ciudad dependía de la llegada de dos enfermos, uno que venía de Asunción del Paraguay y el otro de Córdoba, que se sumarían a los dos de la ciudad, el joven Prudencio Parra y una religiosa que, según nos informó por carta la madre superiora, había caído en la demencia después de haber sido violentada por el jardinero del convento. El hombre estaba en la cárcel y la hermana seguía en el convento, pero su estado de agitación constante convenció a las autoridades religiosas locales de que debían recurrir al doctor Weiss para resolver el problema. En los últimos meses, una correspondencia abundante había sido intercambiada entre Las tres acacias y las familias de los cuatro enfermos, para llegar a un acuerdo definitivo sobre las condiciones de traslado, internación, tratamiento, honorarios, etcétera, y esas largas negociaciones habían motivado nuestra venida a la ciudad de donde, una vez reunidos los cuatro pacientes, más la escolta y todo lo necesario para el viaje, partiría la caravana. Al principio se había proyectado realizar el viaje por agua, pero el cargamento especial que debíamos transportar disuadió a los pocos marinos italianos cuyos barcos disponían de algunas comodidades para hacerlo. También nosotros éramos reticentes al traslado de los locos por vía fluvial porque, a menos que los mantuviésemos encerrados todo el tiempo en la bodega, ese río imprevisible podía ser peligroso para los enfermos. Finalmente, con el acuerdo explícito de las familias, y como resultado de negociaciones llevadas personalmente por el doctor Weiss, se adoptó la solución del viaje por tierra, sin dudar ni un instante de que, creciendo durante semanas hora tras hora, el río, cuya compañía habíamos rechazado, saliendo de su lecho, vendría a buscarnos por propia iniciativa para imponernos sus leyes rigurosas.

Para comodidad de los enfermos, habíamos alquilado cinco carretones de ésos que utilizan los viajantes que recorren los espantosos caminos de ese inmenso territorio, para ir a comerciar desde Buenos Aires hasta Chile, del otro lado de la cordillera. Esos carretones, tirados no por un par de bueyes como las carretas de carga sino por caballos, dotados hasta de puerta y ventanas, están arreglados en su interior como pequeños recintos que son a la vez dormitorio y sala de estar, de lo más estrechos y elementales por supuesto, pero con las comodidades necesarias para soportar las travesías sin término del desierto, y sobre todo permitir un descanso más o menos razonable en cada alto del camino. Cuatro de esos carretones estaban destinados a los enfermos y el quinto me correspondía, aunque me hubiese conformado con una tienda de campaña para compartir la suerte de la tropa que nos acompañaría. Esos carretones pertenecían todos al mismo propietario, un hombre de negocios de Buenos Aires que comerciaba con el Tucumán, Córdoba y Mendoza, con varias ciudades chilenas, y con todas las del litoral, donde debía competir con el transporte fluvial, hasta Asunción del Paraguay, de donde su familia era originaria. Las condiciones de alquiler fueron muy favorables, porque uno de los enfermos pertenecía a la familia del propietario. Una parte de la escolta partiría de la ciudad, que se encontraba a mitad de camino entre Asunción y Buenos Aires, y como también el camino de Córdoba pasaba muy cerca, esa ciudad era el punto obligado de reunión. Calculamos que el viaje hasta la Casa de Salud duraría unos quince días, ya que trataríamos de no forzar demasiado la marcha para no fatigar más de lo razonable a nuestros pacientes, pero los distintos obstáculos que se fueron presentando, y las graves vicisitudes que nos desviaron de nuestro camino, que nos inmovilizaron y que hasta nos hicieron retroceder, multiplicaron casi por tres esa duración.

Esa misma tarde mandé un mensaje al convento anunciando mi llegada para el día siguiente. La madre superiora, una cincuentona de expresión severa, me recibió a las once de la mañana en una habitación limpia y helada, y con las primeras frases que intercambiamos comprendí que mi profesión le inspiraba una profunda desconfianza, pero que el caso de sor Teresita, la monja de la que debía ocuparse el doctor Weiss, aparentaba ser más grave de lo previsto, y sin duda les traía no pocos inconvenientes, ya que de otro modo no se hubiesen resignado a recurrir a nosotros. En el transcurso de la conversación sin embargo, creí entender que la orden de contratar los servicios del doctor Weiss había venido desde Buenos Aires. Durante mi entrevista con la madre superiora, no pude abstenerme de sonreír en mi fuero interno, ante esa nueva prueba de que la locura, con su sola presencia, trastoca e incluso desbarata los proyectos, las jerarquías y los principios de la gente llamada cuerda. La madre quería obtener de mi parte una absurda promesa explícita de discreción, y ante su insistencia tan poco pertinente, que involucraba casi una ofensa, debí responderle con frialdad que una promesa explícita en ese caso particular resultaba superflua, ya que la discreción, desde Hipócrates, era el principio mismo de nuestra ciencia. Sin reaccionar ante la firmeza de mi respuesta, pero entornando los párpados para que nuestras miradas no se encontraran mientras durase su relato, la madre superiora me refirió, con muchos sobreentendidos y circunloquios, luchando a duras penas contra un pudor en ella más que comprensible por el carácter penoso de los hechos que me refería, la historia de sor Teresita. Esa monja, que había venido de España al Perú primero, y que por disposición de su orden, las Esclavas del Santísimo Sacramento, había sido transferida a la ciudad, era según la madre superiora una persona bastante ingenua y muy devota, incluso proclive a ciertos excesos místicos que le habían valido algunas amonestaciones y llamadas al orden. De origen humilde, y a pesar de no haber recibido más educación que la indispensable que requería su formación religiosa, tenía una fuerte propensión literaria con la que expresaba, según la madre superiora, su devoción a Cristo y al Santísimo Sacramento. Una de las principales tareas de la orden era ocuparse de las mujeres de mala vida que, por desgracia según la madre superiora y, pensaba yo para mis adentros, para beneplácito de mi maestro, abundaban en América, apostolado al que la hermanita se había dedicado, igual que con todo lo que emprendía, con un ardor excesivo, llegando a frecuentarlas con demasiada asiduidad y familiaridad, lo que dio lugar a ciertos malentendidos. El temperamento vehemente de la hermanita, que se manifestaba siempre de manera demasiado espontánea, había alimentado las comidillas de la ciudad, donde el ocio casi permanente de los habitantes, según la madre superiora, originaba de un modo fatal esa propensión a ocuparse de la vida ajena. Pero todo eso según la madre superiora no era grave en comparación con el verdadero drama que había tenido lugar a fines del año anterior. Un hombre que habían conchabado para ocuparse del jardín, del huerto y del corral, ya que había tantos desocupados en la ciudad según la madre superiora que era más seguro emplearlos en algo porque de otra manera se transformaban en vagabundos y delincuentes, y que venía trabajando para el convento desde hacía varios meses, empezó a abusar en secreto de la hermana, sometiéndola a toda clase de vejámenes bestiales, y amenazándola de muerte si se atrevía a contárselo a alguien. Como es natural, la madre superiora suprimió los detalles demasiado penosos, pero no me costó mucho comprender, por las manchas rojas que se encendieron en sus mejillas, que el recuerdo de esos detalles despertaba en ella una viva emoción. Un día, a la hora de la siesta, ella misma, la madre superiora, los había sorprendido en la capillita, tirados en el suelo al pie del altar, sumando según ella a la satisfacción bestial de los instintos carnales el sacrilegio. El jardinero fue arrestado de inmediato, y seguía todavía en la cárcel, pero en sor Teresita las consecuencias habían sido devastadoras, hasta hacerle perder la razón. La hermanita era frágil por naturaleza, y en los meses previos a lo sucedido, ella, la madre superiora, había podido observar en sor Teresita los signos de una perturbación más fuerte que de costumbre, sin sin embargo llegar a imaginar en ningún momento que esos leves estados de agitación, esa inestabilidad atenuada pero constante, esos pasajes súbitos de la risa a las lágrimas y esa devoción excesiva al Crucificado, exacerbados por el drama sórdido que le tocaría vivir, terminarían precipitándola en la demencia. Si bien en medio de su agitación surgían períodos de calma, y si la mayor parte del tiempo su aspecto exterior no revelaba en nada la presencia de la locura, siguió explicándome la madre superiora, eran tales y tan inesperados sus cambios bruscos de conducta, la alteración en los modales y en el lenguaje, que al principio algunos miembros de la Iglesia habían creído hallarse ante un caso de posesión diabólica, debatiendo la posibilidad de referirla a la Inquisición, pero el cura exorcista de la ciudad, teniendo en cuenta los vejámenes de que la hermanita había sido víctima, consideró que había una causa conocida precisa en su manera de actuar y que las cosas debían ponerse en manos de la justicia y de la medicina. Las autoridades eclesiásticas de Buenos Aires se habían expedido sobre el caso de la misma manera. Entre las personas que la madre superiora citó reconocí dos que, contra la opinión bastante generalizada entre los miembros influyentes del clero, eran favorables a la institución y a los métodos terapéuticos del doctor Weiss. A mi modo de ver, la opción por la interpretación nosológica del caso a expensas de la interpretación demonológica, era menos una prueba de sentido común por parte de las autoridades eclesiásticas, que de una voluntad de discreción, ya que muchas veces habíamos conversado con el doctor Weiss acerca de un hecho innegable, a saber que en Europa, en los últimos dos siglos, muchas mazmorras en los hospitales de alienados habían sido ocupadas con discreción por desdichados que hubiese sido demasiado ruidoso mandar a la hoguera. Pero de ese triste papel de cárcel vergonzante que muchas familias pensaban que era nuestro designio interpretar, nos ponían al abrigo nuestra formación en los hospitales de París, y la reflexión constante que se hacía en la Casa, bajo la dirección esclarecida de mi maestro, sobre la evolución necesaria de nuestra disciplina. Para nosotros, el ejercicio riguroso de la ciencia médica era la única forma posible de caridad.

Al cabo de esa larga conversación, para nada cómoda por otra parte, ya que en su transcurso se hicieron patentes nuestras mutuas reticencias, comprendí que no podría hacerme una idea precisa del estado de sor Teresita mientras no se presentase la ocasión de estimarlo por mí mismo, de modo que expliqué a la madre superiora que mi deber profesional me ordenaba realizar una visita inmediata a la enferma, a lo que terminó por acceder no sin visibles dudas y vacilaciones. La enferma estaba en una habitación del fondo de la casa, encerrada bajo llave. Lo primero que noté de ese cuarto estrecho era que la ventana, protegida por una reja, daba a la galería y al patio, pero no a la calle. Como los postigos estaban entornados, la habitación se encontraba en penumbras en ese momento, y como veníamos encandilados por la luz del mediodía claro de invierno, durante unos segundos no vi gran cosa a no ser una mancha gris que emergió vivaz de un rincón y avanzó hacia nosotros, deteniéndose en medio de la habitación. Yo seguía parpadeando en el umbral, pero la madre superiora entró y, dirigiéndose a la ventana, entreabrió con prudencia los postigos. Un rayo de luz entró a través de la abertura e iluminó a la muchacha con la intensidad de un farol de teatro. Era más bien menuda y tenía el cabello muy corto, y no llevaba los hábitos de la orden sino una especie de camisón gris que la cubría desde el cuello, donde se abotonaba, ciñéndolo, hasta los tobillos. A pesar de que la habitación estaba helada, vi que los pies que se apoyaban en los ladrillos del piso estaban descalzos, pero que el frío no parecía incomodarla. Notando mi mirada de desaprobación, la madre superiora se apresuró a explicarme que la hermana no soportaba los braseros, ya que tenía violentos accesos de calor y afirmaba que el frío no le hacía ningún efecto. Busqué la mirada de sor Teresita para obtener una confirmación de lo que acababa de oír, pero me fue imposible encontrarla, ya que se había inmovilizado con los ojos bajos y una sonrisa tímida en los labios, las manos que emergían de los puños grises del camisón apoyadas blandas una sobre la otra a la altura del vientre. Esa timidez demasiado evidente no me era desconocida: no me fue difícil identificar en ella una actitud de simulación frecuente en ciertos enfermos mentales, que cuando se encuentran por primera vez ante un médico intentan persuadirlo, adoptando una pose teatral, de que sería una pérdida de tiempo injustificada ocuparse de personas tan a simple vista normales como ellos. Había también en esa presentación de su persona tan plácida y recatada, una tentativa de seducción, muy eficaz por otra parte, y al fin de cuentas innecesaria, porque debo confesar que su presencia enérgica y vivida, sin permitirme olvidar las fuertes posibilidades que existían de que se tratase de una enferma, supo captar de inmediato mi simpatía. No demoré en comprender que sor Teresita trataba de establecer conmigo algún vínculo privado, no sólo al margen de la madre superiora sino quizás también del convento e incluso del mundo entero, tal vez con el fin de probarles, y también de probarse a sí misma, que su persona y su manera de actuar podían ser de una vez por todas interpretadas en su justo sentido.

Cuando me acerqué a ella, desplegó los párpados y me miró: tenía unos ojitos grises y redondos, demasiado movedizos entre una frente amplia y convexa y una nariz diminuta, un botoncito esférico, casi sin tabique, y también blanco, única protuberancia carnosa sobresaliendo por encima de los labios finos, todo eso encerrado en una carita blanca y diminuta que dibujaba un círculo desde el nacimiento de los cabellos en lo alto de la frente comba, formando la línea exterior de las mejillas espolvoreadas de rosa y cerrándose en el mentón blando y casi inexistente. Era difícil no quererla de inmediato, con el mismo amor con que se quiere por ejemplo a un conejito, sabiendo que su existencia caliente y nerviosa en cuyos móviles, tan diferentes de los nuestros, los nuestros no cuentan para nada, nos traerá más complicaciones que alegrías apenas lo adoptemos. Me pareció percibir, cuando nuestras miradas se encontraron, unas chispas fugaces de burla en la suya, esa especie de burla tácita que, en presencia de terceros, nos conceden ciertas personas que creen compartir con nosotros un mismo punto de vista sobre las cosas, y que en realidad es una búsqueda, casi siempre sin esperanza, de complicidad. La madre superiora no tardó en advertirlo y, más preocupada por la moralidad que por la salud de su pupila, se acercó a sor Teresita y le rodeó la espalda con un brazo que la manga ancha del hábito negro disimulaba, no dejando exponer a este mundo de pecado y de corrupción más que una mano blanca y un poco ajada que se posó sin violencia pero con decisión sobre el hombro izquierdo. Un detalle que atrajo casi de inmediato mi atención, aunque el comercio frecuente con la locura me había acostumbrado a ese tipo de incongruencias, era el contraste que podía observarse en la monjita, entre los terribles vejámenes que había soportado durante meses, y el buen humor, el aire saludable y la energía decidida que trasuntaba su persona. Cuando empecé a interrogarla del modo más afable posible, comprendí que, adoptando una actitud infantil y modosa, se acurrucaba contra el pecho de la madre superiora, para incitarla a responder en su lugar a mis preguntas, echándome de tanto en tanto unas miradas de reojo, entre provocativas y burlonas. Como las respuestas de la madre superiora no añadían ninguna novedad a lo que ya me había comunicado al recibirme, preferí diferir la entrevista para los días siguientes, dedicándome unos segundos a echar una ojeada por la habitación, para comprobar que un orden meticuloso reinaba en ella: la cama estaba arreglada sin una sola arruga, con una especie de capa negra desplegada con cuidado a los pies, y había también una mesa con un candelabro triple del que ni una sola gota de cera había caído fuera del pedestal, dos libros del mismo tamaño puestos uno encima del otro, un tintero de metal labrado con dos o tres plumas acostadas en la muesca horizontal de la base, un montoncito rectangular de hojas blancas bien alineadas del que ninguna sobresalía, y una silla de madera cruda cuyo asiento de paja estaba metido bajo la mesa. Incluso el almohadón del sillón de mimbre del que se había levantado al vernos entrar no parecía tener ninguna arruga, ningún hueco, como si el cuerpo de la muchachita que unos instantes antes había estado apoyado en él hubiese sido ingrávido y sin materia.

Cuando expresé el deseo de retirarme, anunciando que vendría unos días más tarde para ultimar los preparativos de la partida, la madre superiora, tal vez aliviada, retiró el brazo de los hombros de sor Teresita y se acercó a mí con la intención de acompañarme hasta la puerta de calle. La monjita no se movió de donde estaba pero, abandonando la actitud vulnerable que había adoptado un momento antes, se irguió de tal modo en el rayo de sol que entraba por la ventana que de pronto pareció más grande y más fuerte. Un ruido que al principio no logré identificar empezó a oírse en la habitación, hasta que me di cuenta de que, apretando los dientes e inflando un poco las mejillas, la monjita estaba acumulando y haciendo chirriar saliva en el interior de la boca, y todavía estaba preguntándome la razón, cuando vi que retorcía de un modo obsceno la lengua, moviéndola en todas direcciones, lamiéndose los labios, entrándola y sacándola rítmica y rígida de la boca, y que había estado juntando saliva a propósito para, al mismo tiempo que efectuaba esos movimientos, hacerla chorrear y chirriar ruidosamente. Una expresión exagerada de éxtasis apareció en su cara, ya que entrecerró otra vez los ojos y, al mismo tiempo que echaba el bajo vientre hacia adelante y hacia atrás, sacudía despacio y con arrobo la cabeza mientras, a los costados del cuerpo, las manos hacían unos extraños movimientos lentos. Toda esa actividad súbita, excepción hecha quizás de los retorcimientos de lengua, me recordaron ciertas danzas colectivas que había visto algunas veces bailar a los esclavos africanos en el puerto de Buenos Aires, y tardé unos segundos en comprender que la sensación de extrañeza que causaban las contorsiones de la monjita, asimilables de algún modo a una danza, provenía de que, aparte del chirrido entrecortado de la saliva, las realizaba en medio del más completo silencio. El rosa de sus mejillas se encendió más todavía y, a causa del esfuerzo que le costaba producir saliva se propagó por toda su cara, pero cuando me volví hacia la madre superiora, que había abandonado todas sus reticencias respecto de mi persona y me miraba con una expresión de impotencia y de súplica, me fue fácil comprobar que el tinte rojizo, de vergüenza y de confusión quizás en el caso suyo, había ganado también su cara. El exabrupto de sor Teresita me fue de todas maneras de gran utilidad, ya que me permitió mostrar ante la madre superiora una gran calma, que no me abstuve de exagerar, para sugerirle lo corriente que parecía, ante los ojos de la ciencia, la conducta de la monjita. Cuando vi que a pesar de su pretendido éxtasis la hermanita de cuando en cuando nos observaba con disimulo para ver el efecto que su manera de comportarse producía en nosotros, me eché a reír, lo que desconcertó a la madre superiora pero no así a la monjita que abandonó su extraña actitud y después de contemplarnos durante unos instantes satisfecha y jovial, avanzó hacia nosotros. Han pasado treinta años desde aquella mañana, pero todavía hoy veo patente en mi recuerdo su manera curiosa de desplazarse, arqueándose de un modo imperceptible, echando el torso hacia adelante y las nalgas ligeramente hacia atrás, los brazos plegados con los codos hacia afuera y las manos que se cruzaban rítmicas a la altura del ombligo, contoneándose un poco, y a pesar de la fragilidad aparente de sus formas, adoptando, a causa de sus movimientos, de su expresión y de su agilidad, el aire viril de un muchachito. Se plantó con desparpajo a un metro de nosotros y, sacudiendo el índice de la mano izquierda encogido hacia adentro para significarme que me acercara, tratando con firmeza afable de convencerme, como cuando se le habla con paciencia a un niño que no parece dispuesto a obedecer, me dijo: Ven que te la chupe. Con una exclamación, entre excedida y horrorizada, y aunque ya debía haber asistido a escenas semejantes muchas veces, la madre superiora se precipitó fuera de la habitación, pero con los locos yo había conocido situaciones mucho peores, y debo confesar que había algo cómico en el contraste entre la crudeza de la monjita y el recato excesivo de la madre superiora, incapacitada para ver las cosas desde un ángulo médico de modo que, sin inmutarme en lo más mínimo, y tratando de no mostrarme para nada escandalizado, encaré a la monjita con mi mejor sonrisa, explicándole que no había venido para eso, sino para ocuparme de ella en tanto que médico, y que como íbamos a vivir juntos de ahora en adelante era mejor que mantuviéramos buenas relaciones. Echándose a reír, sacó otra vez la lengua y, golpeteándosela un poquito con un dedo, me dijo después de hacerla desaparecer en la boca: ¿Así que no…? Le prometí que pasaría a verla esa semana y salí de la habitación. Mientras la madre superiora cerraba con llave, sor Teresita fue a colocarse en la ventana, detrás de la reja y, con tono alegre y juguetón, como si se tratase de un secreto que compartíamos los tres, empezó a decir en voz baja una serie espantosa de obscenidades, describiendo actos voluptuosos que supuestamente la madre superiora y yo nos disponíamos a cometer y de los que, sin haberlo merecido, ella estaba excluida. Cuando llegamos a su habitación, vi que la madre superiora tenía los ojos llenos de lágrimas y, apiadándome de ella, traté de consolarla explicándole que la demencia no debía ser juzgada por la moral ni considerada con nuestras categorías habituales de pensamiento. Al cabo de un momento, la madre superiora pareció sosegarse y al despedirme de ella noté que su actitud hacia mí había cambiado, ya que daba la impresión de haber depuesto su desconfianza. Sin embargo, cuando nos separamos, persistió en mí la sensación desagradable de que la madre superiora no me había dicho toda la verdad acerca de la monjita.

Un testimonio inesperado me lo confirmaría unos días más tarde. Enterado de mi presencia en la ciudad, el doctor López, un médico local amigo de la familia Parra, me invitó a visitarlo, por cortesía por cierto, pero también para debatir conmigo algunos temas importantes para el ejercicio correcto de nuestra profesión, y con el fin de efectuar una consulta sobre un par de casos difíciles que él venía tratando desde tiempo atrás en el hospital. Ese hospital, que había sido de los jesuítas, y que desde su regreso a América, si mis informaciones son exactas, les fue restituido, estaba en aquellos años a cargo de los franciscanos, que lo habían por decir así anexado al convento vecino. Si algo puede dar una idea de la pobreza general que reinaba en esa ciudad, y de la que sólo unas pocas familias estaban al abrigo, es el hecho de que el Cabildo, el hospital y la cárcel funcionaban en el mismo edificio, un largo chorizo, como suele llamar la ironía idiomática local a toda construcción de una planta que, paralela o vertical a la vereda, se prolonga en una interminable fila de habitaciones, o en dos, separadas por un patio y unidas al frente por el cuerpo principal del edificio. En este edificio, en forma entonces de U recta, la fachada, en la que estaban instalados el gobierno, la administración y un pequeño destacamento de policía, ocupaba una cuadra entera sobre la plaza principal, y de las dos alas que se extendían en los fondos hacia el río, una alojaba el hospital y la otra, que era como su reflejo más sombrío del otro lado de patio, la cárcel y la aduana.

Una vez que terminamos de examinar, entre una quincena de enfermos con los cuales no había problemas porque a simple vista se advertía que no habría de todos modos solución, los dos o tres casos espinosos que habían requerido una consulta, mi colega, un hombre ya mayor que me impresionó por su evidente experiencia y por su perspicacia, mirando a su alrededor como si temiese cometer una indiscreción, me dijo que había otro caso que quería someterme, pero que lo examinaríamos en una habitación contigua a la sala común, donde tenía el consultorio. Dicho esto, le hizo una seña a un enfermero de quien caí en la cuenta que, mientras efectuábamos la visita a la sala común, había estado rondándonos con insistencia. El enfermero salió de inmediato del consultorio y, a través de una ventana, lo vi cruzar rápido el patio en dirección a la cárcel. Apenas estuvimos instalados en su consultorio, mi colega me explicó las razones de tanto misterio: como ya todo el inundo sabía que yo había venido a la ciudad a buscar a sor Teresita para internarla en Las tres acacias, el enfermero, que era primo del supuesto violador de la monja, había suplicado al doctor que escuchara la versión, muy diferente de la que habían difundido las autoridades eclesiásticas, que daba de los hechos el jardinero del convento. Únicamente esas versiones contradictorias habían aplazado el fusilamiento del jardinero, pero los que lo defendían no habían logrado alejar de un modo definitivo esa amenaza. El doctor López estaba convencido de que el jardinero decía la verdad, y tenía total confianza en el primo, que era su colaborador principal desde hacía años. Una pequeña fracción del clero, sobre todo entre los franciscanos, lo sostenía, pero la Iglesia se negaba a admitir que la conducta de la monjita, puesto que la hipótesis de una intervención del demonio había sido rechazada, se debiese a causas por decir así naturales aunque inexplicables y prefería, tal vez con el fin de que el pecado de alguien exterior a la Iglesia explicara los hechos, sostener la culpabilidad del jardinero. El médico me dijo que el jardinero reconocía haber tenido relaciones carnales con la monjita, pero negaba del modo más enérgico, por no decir con horror, haberla violentado y, sobre todo, insistía en que, si se había encontrado en circunstancias que podían considerarse sacrílegas, había sido en forma inesperada y contra su voluntad.

A los pocos minutos pude escuchar, con mayores detalles, esa versión de los hechos de la boca misma del jardinero. A pesar de los meses de cárcel que llevaba padeciendo, su aspecto era el de un hombre vigoroso y sus maneras las de un individuo honrado, y debía ser más joven de lo que su aire agobiado por la situación lo hacía aparentar. Su relato me resultó bastante verosímil, sobre todo en su descripción del modo de actuar de la monjita, ya que coincidía mucho con varios casos similares que habíamos tratado con el doctor Weiss, y el jardinero no podía haber inventado por sí mismo ciertos detalles característicos de ese tipo de alienación. En la transcripción que haré de sus palabras me veré en la obligación, como creo haberlo ya advertido más arriba, de emplear algunos términos y giros que pueden sonar demasiado crudos a ciertos oídos que, con no poca indulgencia hacia sí mismos, se consideran respetables, pero es necesario tener en cuenta que, en las enfermedades del alma, el vocabulario y la conducta de los sujetos que las padecen difieren por completo de los de las personas sanas. (El uso del latín, apropiado para un tratado científico, me parece inapto en el caso de esta memoria personal, que se dirige a lectores hipotéticos de los que no puedo prejuzgar si serán o no hombres de ciencia, detalle por otra parte secundario en lo relativo al presente manuscrito. Pero como reflexión más general: ¿cuál puede ser el objeto de poner en latín ciertas partes del cuerpo y ciertos actos que, al margen no sólo del latín sino de todo lenguaje, humanos y animales utilizan y realizan todos los días?)

El jardinero, desde el principio mismo de su relato, dio varias pruebas de sinceridad, al reconocer por ejemplo sus relaciones carnales con sor Teresita y también al referirse siempre a la monja sin la menor animosidad, como si a pesar de todo lo que había pasado y de la delicada situación en la que se encontraba, conservara hacia ella los más vivos sentimientos de simpatía. Para el jardinero, era la madre superiora la que se negaba a ver los hechos de frente, tal como habían ocurrido. Y otro detalle importante que parecía confirmar la sinceridad del jardinero, era la justificación que daba de su conducta: según él, le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la monjita actuaba de manera extraña, y que las cosas que decía o que hacía, si él las había atribuido en un principio a una lubricidad exagerada, había en realidad que atribuírselas a la locura. El jardinero afirmaba que, durante todo el tiempo, era él quien se había sentido bajo la influencia de la monjita y que a veces incluso había tenido la sensación de que ella lo sometía a una especie de violencia. Esa incapacidad de reconocer la locura, no es de ningún modo algo poco corriente, y hasta me atrevería a afirmar que constituye más bien la norma, y que no se trata de un fenómeno que concierne a individuos aislados, sino a naciones enteras que, como la historia lo ha mostrado ya repetidas veces, bajo un influjo semejante al que invocaba el jardinero, se dejaron conducir al abismo por la extraña capacidad de persuasión que posee la lógica en apariencia sin defectos del delirio, aunque toda ella sea en sí defección.

El jardinero dijo que llevaba ya unos meses trabajando en el convento sin siquiera haber reparado en la monjita que, excepción hecha de la juventud, no poseía ningún atractivo especial, y que las cosas hubiesen continuado sin duda de esa manera si las miradas insistentes de ella, que se volvían de lo más sugestivas cuando estaban solos, según nos lo dijo el jardinero en un lenguaje un poco más tosco que el que empleo treinta años más tarde para escribirlo, no hubiesen atraído su atención, intrigándolo bastante primero, sin pensar para nada en lo que ocurriría un poco más tarde, pero atrayéndolo después en esa dirección. Cuando le hizo algunas confidencias al primo que trabajaba en el hospital, hecho que el primo, que se hallaba presente, confirmó de inmediato, el primo le dijo lo poco que sabía de sor Teresita, a saber que si las Esclavas del Santísimo Sacramento tenían entre sus principales misiones la de ocuparse de las mujeres de mala vida, algunas personas murmuraban en la ciudad, en la que, como en todas las ciudades chicas si no todo se sabe todo cree saberse, que la hermanita, por una familiaridad excesiva con las mujeres de mala vida, y por ciertas extravagancias en el lenguaje y en el modo de actuar, tenía una tendencia a extralimitarse en el ejercicio de su misión. Pero todo el mundo reconocía en ella una práctica auténtica de la caridad, y era muy popular entre los pobres, sobre todo aquellos que se habían entregado a la mala vida, no únicamente rameras que ejercían su comercio en los ranchos de las afueras o acompañaban a los soldados en sus expediciones, sino también desertores, cuatreros, ladrones, vagabundos, asesinos. Algunos afirmaban haberla visto fumando un cigarro, sentada a la puerta de un rancho, conversando y riendo con dos o tres rameras. Otros decían que no se negaba a tomar una caña si a alguien se le ocurría invitarla, e incluso había dos o tres que pretendían haberla visto una vez, con las mangas del hábito arremangadas, jugando a la taba con algunos gauchos y soldados, en el patio de una pulpería. Pero no eran más que rumores. De todos los que los hacían circular, ni uno solo había que, si lo apuraban, hubiese podido afirmar que había sido testigo de lo que contaba. El jardinero dijo que, al principio, la monjita le era sólo simpática; pero que un día, entrando de improviso en la capilla, la había visto trepada en el altar, pasando la mano por el paño del Cristo crucificado, a la altura de la entrepierna. Al ver la escena, en la penumbra de la capilla, a la que había entrado estando todavía un poco deslumbrado por la claridad exterior, pensó que la monjita había estado limpiando la estatua, pero después vio que irguiéndose en puntas de pie sobre la silla en la que se había encaramado para llegar mejor a la altura que quería alcanzar, la monjita se puso a lamer el paño en el mismo lugar por el que acababa de pasar la mano. Sin querer, el jardinero hizo un ruidito que la incitó a darse vuelta, escrutando un poco la penumbra hasta que lo descubrió en el fondo de la capilla. Dijo el jardinero que él esperaba que la monjita, al verse sorprendida, iba a pasar un mal rato o a enojarse con el intruso que la estaba espiando, pero que, para su sorpresa, le sonrió sin mostrar el menor signo de turbación, y encaramada y todo en la silla como estaba, le hizo señas para que se acercara lo cual, cuando el jardinero me lo contó, me recordó el índice encogido y la sonrisa llena de sobrentendidos con los que, unos días antes, la hermanita me había incitado a dar unos pasos en su dirección.

Con la sinceridad precipitada y llena de detalles probatorios de quien, abogando por sí mismo, juega su última carta, el jardinero nos relató, con el apoyo de repetidos cabeceos de aprobación por parte de su primo y del doctor López, sus relaciones con sor Teresita, que habían comenzado a los cinco minutos del primer encuentro, en el suelo mismo de la capillita, al pie del altar. Según el jardinero, él se había resistido en un primer momento, a causa justamente del lugar en el que se encontraban, pero la monjita lo había convencido diciéndole que en ninguna parte del Evangelio o de las doctrinas de la Iglesia, el acto que iban a realizar y sobre todo el hecho de realizarlo donde se disponían a hacerlo, estaban condenados por algún texto, lo cual podía quizás ser cierto, aunque es necesario agregar que, a causa de su enormidad misma, hasta a los más puntillosos Padres de la Iglesia, a los que pocas circunstancias posibles del pecado se les escapaban, debe haberles parecido superfluo condenarlos de un modo explícito. Más aun: según la monjita, Cristo le había ordenado varias veces consumar la unión carnal con la criatura humana, y la unión divina con el Espíritu Santo, para alcanzar de esa manera la perfecta unión con Dios, ya que después de la resurrección y la subida al reino de los cielos, el principio divino y el elemento humano de Cristo, que se habían reunido en la Reencarnación, estaban de nuevo separados, y mientras que el primero se había instalado a la diestra de Dios, el segundo se hallaba disperso entre los hombres.

Es obvio que el jardinero hubiese sido incapaz de expresar lo que antecede en tales términos, de modo que debo aclarar que, para redactar estos detalles, me baso en los escritos de la propia sor Teresita, un rollo de papeles atados con una cinta celeste que la monja le confió en secreto al jardinero cuando estalló el escándalo y que el jardinero, que no sabía leer, le entregó a su primo el enfermero, el cual lo depositó finalmente en el consultorio del doctor López. El manuscrito de la monjita, titulado Manual de amores, consigna con muchos detalles un período de delirio místico, anterior en algunos meses a los episodios que nos narraba el jardinero, y es una mezcla de prosa y poesía en la que sor Teresita describe la pasión mutua que vivieron ella y Jesucristo desde que él se le apareció por primera vez en el Alto Perú. Vale la pena hacer notar que los enfermos mentales, cuando poseen cierta educación, tienen casi siempre la tendencia irresistible a expresarse por escrito, intentando disciplinar sus divagaciones en el molde de un tratado filosófico o de una composición literaria. Sería erróneo tomarlos a la ligera, porque esos escritos pueden ser una fuente inapreciable de datos significativos para el hombre de ciencia, que en la palabra escrita tiene a su disposición, al abrigo de la fugacidad del delirio oral y de las acciones fugitivas, una serie de pensamientos disecados, semejantes a los insectos inmovilizados por un alfiler o a la flora seca de un herbario en los que concentra su atención el naturalista. Nada le pareció más normal a mi colega por lo tanto que confiarme en forma definitiva los escritos de sor Teresita. (La consideración de la mística, aun partiendo de la hipótesis de la inexistencia del objeto que la provoca, justifica de todos modos su estudio, porque si bien el objeto es imaginario, el estado que suscita la creencia en su realidad es indiscutiblemente auténtico. En el miedo a los fantasmas por ejemplo, los fantasmas son desde luego inexistentes, pero el miedo es bien real, y merece un estudio detenido, al igual que los fenómenos ópticos o la posición de los astros.)

Resumida, la doctrina del Manual de amores es una especie de dualismo, que se basa en la separación de lo divino y de lo humano después de la resurrección de Cristo, y en la creencia de que el amor, en la constitución de cuya esencia participan los dos elementos, es la única fuerza capaz de ponerlos en contacto y realizar de nuevo la unidad. Sor Teresita pretendía que su doctrina le había sido revelada por el propio Cristo en el Alto Perú, y como sus tentativas de unión carnal con el Crucificado estaban imposibilitadas por la separación metafísica de los dos mundos, practicando el amor físico con la mayor cantidad posible de seres humanos, y puesto que el amor participa de la doble esencia, se podía realizar la unidad. Cada ser humano que practicaba el amor, espiritual y físico, era durante el acto una reencarnación de Cristo. A decir verdad, toda la primera parte del Manual difiere poco y nada de la mayor parte de los escritos místicos cristianos, e incluso diría que sor Teresita los imita demasiado, lo que explica cierto arcaísmo en su estilo, pero a medida que se avanza en la lectura, se tiene la penosa impresión de que la autora del tratado se detiene demasiado explicando las similitudes del amor espiritual y del amor carnal con el solo fin de regodearse en la descripción del amor físico en todas sus variantes, y hacia el final, en las últimas páginas (el texto está inacabado), las ideas son cada vez más incoherentes, las descripciones más procaces, y las oraciones se transforman en meras listas repetitivas de vocablos obscenos. No son por cierto las especulaciones teológicas de sor Teresita, puesto que la superstición oficial difunde todos los días sofismas mucho más descabellados, las que la pusieron en manos del doctor Weiss, sino el vocabulario rebuscadamente salaz de la última parte, y la frenética traducción en actos de su teología. Unos meses después de haber ingresado en la Casa de Salud, empezó a producirse en sor Teresita una curiosa evolución, que la llevó a tener una conducta en todo opuesta a la que había requerido su internación: su pasión por Cristo se fue transformando poco a poco en un odio desmedido, y no podía ver un crucifijo o una efigie representándolo, sin entrar en un acceso de furor que la inducía a cubrirlos de injurias y a pisotearlos hasta hacerlos pedazos. Al mismo tiempo, su inclinación frenética por la obscenidad, la fornicación, etcétera, se fue transformando en un rechazo violento, y su energía jovial, que tanto me había llamado la atención la primera vez que la vi, se transformó en una especie de pasividad bovina, aumentada por el hecho de que una voracidad enfermiza se apoderó de ella. Al cabo de tres años, la Iglesia, que mandaba regularmente visitantes a la Casa para seguir la evolución de su enfermedad, decidió que estaba curada, y la criatura que retiraron para mandar de vuelta a España era una especie de bola de carne cubierta por el hábito negro, una mujer de edad incierta, silenciosa, que se movía con la lentitud y la torpeza de una vaca, de ojos remotos y apagados, y en la que el único signo exterior de vida eran las mejillas rojas, lisas y brillantes, en un rostro redondo tan inflado que parecía a punto de reventar.

Pero el orden de mi relato se pervierte. El caso del jardinero prueba con claridad un hecho muchas veces observado: nada puede llegar a ser más contagioso que el delirio. Del relato de ese hombre simple, más perplejo que aterrado por la situación en la que se encontraba, podía inferirse sin demasiado esfuerzo que, si se había dejado arrastrar con pasividad incomprensible por esa pendiente de lujuria y sacrilegio, era menos a causa de su temperamento voluptuoso que de su credulidad. Agustín -era el nombre del jardinero-, encandilado por los argumentos teológicos, el entusiasmo místico y, como he podido comprobarlo tantas veces, la simpatía comunicativa de sor Teresita, había creído sinceramente en la necesidad religiosa de sus actos y, durante meses, se había prestado a todos los caprichos voluptuosos de la monjita. Si se tiene en cuenta que el primer acto lo habían realizado al pie del altar, y según el jardinero la hermanita acostumbraba hablar con Cristo por encima de su hombro mientras lo realizaban, es fácil suponer que, a partir de ese primer sacrilegio, lo que vino después no podía ser sino mucho más frenético y descabellado. Por curioso que parezca, todavía en el momento en que Agustín nos detallaba esas increíbles aberraciones que estaban llevándolo ante el pelotón de fusilamiento, daba la impresión de seguir creyendo en el valor religioso de todos sus actos, y no parecía dudar ni de la sinceridad ni de la necesidad que habían llevado a sor Teresita a empujarlo a su realización. También ella parecía conservar, hasta que dejó la Casa de Salud y se fue a España, un afecto particular por el jardinero, y cuando se refería a él lo hacía siempre con deferencia amistosa. Durante el viaje a la Casa de Salud, la hermanita me dijo un día, bajando la voz y adoptando un tono confidencial, que a Agustín lo habían metido preso y lo querían fusilar porque la tenía así de grande, y acompañó su declaración realizando un ademán obsceno, consistente en poner las palmas de las manos a unos treinta centímetros una frente a la otra y a sacudirlas verticalmente y las dos al mismo tiempo de un modo significativo. Era evidente que, después de ese trato íntimo que se prolongó durante meses, cada uno se había convencido de la inocencia del otro, y trataban de convencer de eso a los demás. El jardinero, con su argumentación circunstanciada, abogaba a la vez por su propia persona y por sor Teresita, y si la monja parecía tener una certidumbre inquebrantable en cuanto a la fuente de la que emanaba la legitimidad de su misión, lo cual la eximía de disculparse o al menos explicarse sobre su conducta, haciéndola adoptar una actitud de total indiferencia, más aún de jovial lubricidad ante sus acusadores, en cada uno de sus gestos y palabras mostraba su evidente confianza en Agustín, del que hablaba siempre no como de un amante, sino más bien de un amigo, lo que tal vez exponía todavía más al jardinero a la animosidad de sus acusadores, pero que para cualquier observador imparcial arrojaba una luz nueva sobre sus relaciones. Después de tanto ejercer mi profesión en varios hospitales de Europa, mi contacto con religiosas y otros miembros del clero ha sido más que frecuente, y si he encontrado a menudo entre ellos personas abnegadas, inteligentes, serviciales y de buena fe, debo consignar aquí que si tuviese que encontrar un rasgo común en todas ellas, ese rasgo es la evidente carencia de todo elemento religioso en su manera de pensar y de actuar, lo cual dicho sea de paso facilitó mucho nuestras relaciones. Esas personas compasivas, eficaces y sensatas, gracias a la constitución resistente que les había otorgado la naturaleza, estaban al abrigo de todo lo que los sentimientos y las ideas religiosas tienen de disolvente y de devastador y, en vez de lamentarlo, tendríamos que estar agradecidos de que el temperamento religioso sea un fenómeno rarísimo. Así como el mundo está lleno de buenos y de malos poetas, de pensadores obvios y pertinentes, de científicos inoperantes, de falsos profetas y de pretendidos hombres providenciales, así también ha sabido ser avaro en religiosos auténticos, y debo declarar que, a mi juicio, la única persona verdaderamente religiosa que conocí en mi vida fue sor Teresita, y lo fue sólo durante un tiempo limitado, porque cuando dejó la Casa de Salud, apagada y gordinflona, con el botoncito rojo de la nariz perdido entre los cachetes carmín ya no lo era. El amor que sentía por Cristo era intenso y sincero, y especular sobre si lo manifestaba en forma adecuada es ocioso, porque a mi modo de ver si ese objeto tan alto de adoración existe de verdad, aunque yo pondría más bien al azar en el trono que se le tiene asignado, sería difícil determinar cuál es la correcta entre las tantas formas diferentes de adorarlo que sus fieles han imaginado.

La historia que el jardinero nos contaba en el consultorio del doctor López anunciaba, como desenlace, la catástrofe que no tardó en producirse: un día los sorprendieron en pleno acto de sacrilegio en el suelo de la capillita, frente al altar, de modo que la aventura, cuando el tribunal del Santo Oficio tomó cartas en el asunto, terminó en el mismo lugar en el que había comenzado. Después de muchas deliberaciones y ante la obstinación de sor Teresita en afirmar que todos los actos cometidos le habían sido ordenados por el propio Cristo en el Alto Perú con el fin de restablecer la unidad del amor divino y del amor humano que habían sido separados después de la resurrección, las autoridades religiosas dictaminaron que sor Teresita había perdido la razón como consecuencia de las violaciones y otros vejámenes reiterados a los que la había sometido el jardinero, al que habían metido en la cárcel, donde esperaba desde hacía varios meses el proceso que lo condenaría con toda seguridad a la pena capital. (Un tiempo más tarde, una carta del doctor López me informó que, unos días antes de que el juicio tuviese lugar, el jardinero logró evadirse de la cárcel, y como tantos otros que tenían, debidas o no, cuentas que arreglar con la Justicia, desapareció en la llanura. Recibí la noticia con alivio y me apresuré a transmitírsela a la monjita que, como único comentario, me hundió repetidas veces el índice diminuto de la mano derecha en el estómago, a modo de felicitación o de reconocimiento, como si la evasión de Agustín hubiese sido obra mía, y aprobó con lentas sacudidas de cabeza.)

Un proyecto íntimo durante ese viaje profesional había sido, si mis ocupaciones me lo permitían, cruzar un día a la Bajada Grande para visitar los lugares en que había transcurrido mi infancia. Ningún vínculo afectivo, como no fuesen los recuerdos todavía frescos de mis primeros años, me ligaba a la orilla opuesta, porque, al retirarse mi padre de los negocios, mi familia se había vuelto a España el año anterior a la instalación de Las tres acacias, pero la idea de cruzar el gran río, y divisar desde el agua al ir llegando, como lo había hecho tantas veces con mi padre cuando navegábamos entre las islas, las barrancas que caen a pique en el agua rojiza, templaba por anticipado mi exaltación. Por desgracia, la misma causa que me demoró más de lo debido en la ciudad, dilatando hasta el hartazgo el ocio requerido para realizarla, desbarató mi proyecto de excursión: la habitual crecida de invierno de esos ríos que bajan hacia el sur, en general muy grande, vino ese año insidiosa, bárbara y desmesurada. Insidiosa porque de hora en hora, de minuto en minuto, durante meses, sus aguas iban subiendo de nivel y cubriendo poco a poco, de un modo imperceptible, cada vez más lejos de las orillas habituales, las tierras costeras; bárbara porque, a pesar de su crecimiento subrepticio, alguna subida brusca, desbordando los límites de las tierras anegadas, sumergía de golpe, arrasando todo a su paso, un vasto territorio, y también porque, modificando la vida originaria de las tierras generalmente secas, y desplazando hasta la exageración las orillas, trastocaba las costumbres, el arraigo y el vivir entero de hombres, animales y plantas, arrancándolos con violencia de su lugar habitual y dispersándolos hasta depositarlos, con anacronismo salvaje, en los rincones más inesperados de la región; y desmesurada porque, en razón de ese crecimiento largo y constante, el agua enturbiada por los nuevos suelos que irrigaba a su paso, adquiriendo un color incierto que según los lugares podía ser amarillo sulfuroso, marrón rojizo o negruzco atravesado de filamentos verdosos, fue ganando las tierras en dirección oeste hasta cubrir la llanura, por mucho que un observador se desplazara en ella a pie o a caballo, en todo el horizonte visible.

La inundación retrasaba a los enfermos que esperábamos, provenientes de Córdoba y del Paraguay, y al mismo tiempo nos confinaba en la ciudad. Todo estaba trastocado: los correos, los coches de posta, el transporte de mercaderías. Las horas y los días de partida y de llegada, en general inciertos, se volvieron caprichosos, por no decir extravagantes. Ciertas mercancías que no se producían en las inmediaciones, como el azúcar, la yerba y el vino por ejemplo, empezaron a escasear. Previsor, el señor Parra había acumulado de todo un poco en un cuarto que hacía las veces de depósito y de despensa, y cuya llave estaba en manos de una esclava que tenía a su cargo todo lo relativo a las cuestiones de víveres y de cocina. El señor Parra me explicó que habiendo tantas personas que dependían de él, familiares, empleados y esclavos, era su obligación prever con mucha anticipación hasta los detalles más insignificantes para ir evitando las contrariedades a medida que se presentaban. En aquellos años, el aislamiento de esos poblados, a muchas leguas de distancia unos de otros, dispersos en esos desiertos inacabables y salvajes, obligaba a sus habitantes a estar todo el tiempo alertas para enfrentar los peligros más variados, a los que ese lugar poco civil los exponía a cada momento. (Hoy, según me han informado algunos amigos, las amenazas no vienen del desierto y los terrores no los dispensan los elementos desencadenados, sino el gobierno.)

En ese ocio forzado no me quedaban, fuera de las obligaciones mundanas, de lo más sencillas por otra parte, y de las visitas regulares a mis dos enfermos, otras ocupaciones que la observación, la reflexión y la lectura. Para permitirme ejercer esta última actividad, el señor Parra puso a mi disposición su biblioteca que, como creo haberlo dicho, era de lo más variada y abundante a pesar del aislamiento de la ciudad, y, como si eso no bastase, confirmando la delicadeza de su temperamento, me regaló los seis volúmenes de una traducción francesa de Virgilio, poeta por el que descubrimos nuestra común admiración, de modo que su lectura, mientras mi tiempo me lo permitía, se prolongó hasta que divisamos por fin el edificio chato y blanco de Las tres acacias. Cada una de las vicisitudes de nuestro viaje está relacionada para mí con algún verso de Virgilio, y aún hasta el día de hoy las sensaciones ásperas de la travesía y la música delicada y sabia de los versos se penetran mutuamente en mi memoria y se confunden en un sabor único, que pertenece de un modo exclusivo a mi propio ser, y que desaparecerá del mundo conmigo cuando yo desaparezca. Más de una vez me vi a mí mismo atravesando la llanura como Eneas el mar adverso y desconocido, y una emoción honda me asaltaba al vislumbrar para mí, en medio del desierto, un destino semejante al de Palinuro, el piloto que, dejándose sorprender por el sueño, cae al mar y se pierde para morir abandonado y desnudo en una arena ignorada. Más de una vez vi, con más nitidez que las cosas espesas y compactas que me rodeaban, el montoncito anticipado de mis huesos blancos espejear al sol en algún rincón remoto de la llanura. Pero sigue siendo la cuarta Bucólica la que, entre los poemas breves, tiene todavía hoy mi preferencia: el anuncio de una edad de oro cuando tantas catástrofes desmienten su improbable advenimiento, no depende de la voluntad armada de los héroes, sino de la sonrisa del niño a la madre que lo soportó en sus entrañas durante nueve pesados meses; a ese reconocimiento risueño de la vida, el poeta promete la mesa de Júpiter y la intimidad de la diosa. Y ninguna esperanza irrazonable motiva la visión: la nueva edad de oro no será un premio o una conquista, sino un don injustificado del destino y advendrá, no porque los hombres se la hayan ganado, sino porque las Parcas, un día cualquiera, por puro capricho, dirán que sí.

El que no ha visto como yo en un anochecer lluvioso de invierno una de esas ciudades perdidas de la llanura, cuando las primeras luces vacilantes comienzan a encenderse, y todo lo visible se iguala enterrado bajo la doble capa de la noche y de la intemperie, quizás cree haberla experimentado alguna vez, pero no conoce de verdad la tristeza. Acorralados por la inundación como estábamos, también la prisión del mundo, reforzada por ese cerco de agua, férrea, se duplicaba. De no ser por la simpatía de la familia Parra, por las conversaciones apasionantes con el doctor López, y sobre todo con el señor Parra, aparte de las frases banales y de los saludos banales intercambiados al pasar con la gente de la ciudad que ya se estaba acostumbrando a mis paseos cotidianos, ningún afecto verdadero me ligaba con nadie. Ese sentimiento de soledad se hacía más fuerte todavía cuando en las mañanas claras podía distinguir, más allá de las leguas de islas y agua que me separaban de ellas, las colinas de Entre Ríos, en las que había jugado toda mi infancia. Pero por sobre todo extrañaba la compañía estimulante y vivaz del doctor Weiss, las largas conversaciones de sobremesa atravesadas por los chispazos constantes de su genio y de su ironía; él constituía mi verdadera familia, no porque yo renegase de los de mi sangre, sino porque a través de él descubrí un nuevo parentesco, el que une a todos aquellos que, diferenciados por rasgos propios del nivelamiento sin brillo que imponen a veces los lazos de sangre, buscan al margen de esos lazos nuevas afinidades que comprendan y fecunden esas diferencias. Y puedo decir que las únicas dos amables alegrías personales que experimenté durante mi estadía en la ciudad, fueron las dos largas cartas del doctor que los rodeos laboriosos de un correo más que irregular trajeron hasta mí. En la primera de ellas sobre todo, el doctor me explicaba que el traslado de los enfermos hubiese podido organizarse de otra manera, sin requerir mi participación en el viaje, pero que él prefirió mandarme para alejarme un tiempo de su lado, porque según el doctor yo estaba demasiado acurrucado bajo su sombra, y él deseaba que, llevando a bien la tarea riesgosa y difícil que me encomendaba, yo fuese capaz de volar con mis propias alas. Al leer esas líneas generosas, me llené de orgullo y de alegría, y supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y obedecido, sino aquél que es capaz de encomendar a su discípulo, que la ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita.

Aparte de esas dos cartas que aún hoy me acompañan, las pocas novedades que lograban penetrar en la ciudad tenían un rasgo común: eran todas malas. El norte y el oeste, por donde debían aparecer por fin, si alguna vez aparecían, mis enfermos, sólo soportaban dos o tres males, la lluvia, el frío y la inundación, pero en el sur, es decir en la dirección que debíamos tomar apenas estuviésemos listos, una calamidad suplementaria se agregaba: el cacique Josesito. Con cada nuevo mensajero, nuevos desmanes de su banda, en los que nunca faltaba el inevitable concierto de violín sobre ruinas humeantes y cadáveres martirizados, nos eran referidos con todos sus insoportables pormenores. Cuando Osuna oía estos relatos, arrugaba la frente y chupaba más hondo y con más frecuencia, mordiéndolo más fuerte que de costumbre, su cigarro. Tardó unos días en explicarme, ante mi insistencia desde luego, el motivo de su inquietud: a causa de la inundación, toda la línea de postas entre el Paraguay y Buenos Aires había desaparecido, y no únicamente el Paraná sino todos sus afluentes venían crecidos, de modo que las tierras estaban inundadas bien adentro hacia el oeste, lo que nos obligaría a hacer un largo rodeo en campo abierto por el noroeste antes de dirigirnos hacia el sur, o sea que deberíamos viajar en pleno desierto donde no había ni postas ni caminos, y donde justamente señoreaban el cacique Josésito y su banda de indios alzados. A Osuna le sobraban ciencia y valor para conducirnos por campo abierto, de manera que no era el miedo lo que le hacía arrugar la frente, sino la preocupación profesional que calculaba de antemano, estimando al mismo tiempo las posibilidades de sortearlos, los obstáculos que el camino nos interpondría y de los cuales el cacique Josesito parecía ser el principal. De modo que una mañana, dos o tres días después de nuestra conversación, me anunció que salía a explorar los alrededores para ver cómo se presentaban las cosas, y desapareció durante una semana. Cuando volvió, las perspectivas no eran por cierto más tranquilizadoras, pero sí más precisas que antes de su partida.

Había galopado primero hacia el norte hasta encontrar los carromatos que bajaban del Paraguay. Venían retrasados pero llegarían, según los cálculos de Osuna, si ningún accidente los demoraba, unos cinco días más tarde. Osuna me entregó una carta en la que un colega de Asunción me informaba de la presencia de un enfermo suplementario en la caravana. El jefe de la misma debía entregarme una suma de dinero que cubría los gastos de internación en la Casa de Salud durante un año. Osuna me informó también acerca de los carromatos destinados a los otros enfermos; los había en número suficiente y todo parecía en orden. También había ido al encuentro de la gente que venía de Córdoba. Avanzaban mucho más rápido porque viajaban a caballo, pero habían salido con demasiado atraso de la ciudad, aunque Osuna ignoraba cuáles eran las razones. En cambio, no parecía haber ningún enfermo entre ellos. Es verdad que los había cruzado rápido, cuando bajaba hacia el sur para saber cosas más precisas sobre Josesito, de modo que no había podido entrar en más detalles con ellos, pero se encontró ante un pequeño grupo de jinetes que galopaban con mucha animación, despreocupación y libertad por el desierto y cuyo jefe, que parecía un hombre rico y autoritario, pero que le había hecho un par de bromas que fueron acogidas con risotadas por los otros jinetes, le había querido dar unas monedas por las molestias que según él suponía el hecho de haber ido a su encuentro, pero él, Osuna, las había rechazado y había seguido galopando hacia el sur. No me costó mucho adivinar que a pesar del aire displicente que adoptaba al contármelo, Osuna se había sentido molesto y hasta un poco humillado por la falta de tacto desconcertante de ese grupo de jinetes. Y por último, internándose en dirección al sur, había hecho algunas indagaciones sobre las correrías del cacique y de su banda, y no sólo había escuchado diversos testimonios, sino que alcanzó a ver incluso los signos de una masacre reciente: un par de carros carbonizados y varias osamentas limpiadas no hacía mucho por tigres, caranchos y hormigas. Tales fueron las novedades que Osuna me trajo de vuelta de sus siete días de cabalgata.

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