Robert Silverberg Lo que oculta el dragón

Aquella mañana llegué al teatro a las nueve, media hora antes de la cita, ya que demasiado bien sabía lo inclemente que podía ser César Demetrio con la impuntualidad. Pero, por lo visto, César había llegado incluso antes que yo. Me encontré a Labieno, su guardia personal y compañero preferido de copas, holgazaneando por la entrada del teatro. Al aproximarme, me sonrió y dijo:

—¿Cómo es que has tardado tanto? César está esperándote.

—Llego con media hora de adelanto —le contesté agriamente. No había por qué mostrar tacto con gente como Labieno… o Polícrates, como debería llamarle ahora que el cesar nos ha dado a todos nombres griegos.

Labieno señaló más allá de la puerta, y luego apuntó hacia los cielos con el dedo corazón estirado, subiéndolo y bajándolo tres veces. Pasé cojeando a su lado sin hacerle ningún comentario y me dirigí hacia el interior.

Para mi consternación, vi a Demetrio César justo arriba de todo del teatro, en la fila más alta. Su delgada silueta se recortaba nítidamente contra el brillante azul del cielo matinal. Hacía menos de seis semanas que me había roto el tobillo cazando jabalíes con él en el interior de la isla. Todavía iba con muletas, y andar representaba un desafío para mí, conque para qué hablar de subir escaleras. Pero allí estaba él, en lo más alto.

—¡Así que por fin has aparecido, Pisandro! —exclamó—.Ya iba siendo hora. ¡Date prisa en subir! Tengo algo muy interesante que enseñarte.

Pisandro. Durante el último verano, de repente nos había puesto nombres griegos a todos. Julio, Lucio y Marco perdieron sus genuinos y bonitos nombres romanos y se convirtieron en Euristeo, Idomeneo y Diomedes.Yo, que fui Tiberio Ulpio Draco, era ahora Pisandro. Estos nombres griegos eran la última moda en la corte que el cesar mantenía, por insistencia de su padre imperial, en Sicilia. Todos suponíamos que, después, seguirían las cremas pringosas en el pelo, ropas ligeras al estilo griego y, finalmente, la introducción de unas imperativas bases de sodomía griega práctica. Bueno, los cesares se divierten como les place, y no me habría importado si me hubiera puesto algún nombre heroico, como Agamenón u Odiseo, o algo parecido. Pero ¿Pisandro? Pisandro de Laranda era el autor de ese maravilloso poema épico sobre la historia del mundo, Matrimonios heroicos de los dioses, y habría sido bastante razonable que César me llamara así en su honor, ya que yo también soy historiador. También hay un Pisandro anterior, Pisandro de Camiro, que escribió la epopeya más antigua conocida sobre las hazañas de Heracles. Pero aún hubo otro Pisandro, un gordo y corrupto político ateniense, que aparece como objeto de inmisericorde sátira en el Hyperbolos, de Aristófanes. Y da la casualidad de que yo sé que esa obra es una de las favoritas de César. Ya que los otros dos Pisandros son figuras de la antigüedad, desconocidas excepto para los especialistas como yo, no puedo evitar pensar que César tenía en la mente el personaje de Aristófanes cuando acuñó el nombre para mí. Yo no soy gordo ni corrupto, pero al cesar le produce gran placer vejar nuestros espíritus con semejantes bromitas.

Obligar a un lisiado a subir hasta lo más alto del teatro, por ejemplo. Subí renqueando los elevados escalones de piedra, un tramo después de otro y otro, hasta alcanzar, finalmente, la última fila. Demetrio miraba hacia un lado, estaba admirando el maravilloso espectáculo del monte Etna que se elevaba al oeste, coronado de nieve, manchado por cenizas en su cima y con una columna de humo negro ascendiendo en volutas desde sus fauces hirvientes.

Las vistas desde allí arriba, desde lo alto del gran teatro de Tauromenium son, verdaderamente, para dejar sin aliento, pero mi aliento ya había casi desaparecido por completo debido al esfuerzo del ascenso, y no estaba de humor para apreciar el esplendor de lo que se veía frente a nosotros.

César estaba apoyado en la mesa de piedra que había en el espacio libre de la última fila, donde los vendedores de vino exhiben sus mercancías durante el intermedio. Frente a él tenía un enorme pergamino desplegado.

—Éste es mi plan para la mejora de la isla, Pisandro. Ven a echarle un ojo y dime qué te parece.

Era un gran mapa de Sicilia que cubría toda la mesa. Dibujado prácticamente a escala natural, podría decirse. Pude ver grandes círculos rojos, quizá media docena de ellos, marcados en él de manera muy visible. Aquello no era para nada lo que yo esperaba, ya que el propósito aparente de mi reunión de esa mañana era la discusión del plan de César para la renovación del teatro deTauromenium. Entre mis diversos conocimientos, tengo ciertas nociones de arquitectura. Pero no, no. En la mente de Demetrio ese día no figuraba en absoluto la renovación del teatro.

—Ésta es una hermosa isla —dijo—, pero su economía ha estado deprimida durante décadas. Propongo despertarla acometiendo el programa de construcción más ambicioso que Sicilia haya conocido nunca, Pisandro. Por ejemplo, justo aquí, en nuestro pequeño y hermoso Tauromenium, existe una flagrante necesidad de un palacio real apropiado. La villa en la que he estado viviendo los pasados tres años está bien situada, sí, pero es demasiado modesta para ser la residencia del heredero al trono, ¿no te lo parece?

Sí, sí, modesta. Treinta o cuarenta habitaciones al borde del abrupto acantilado, desde donde se domina toda la ciudad con una vista perfecta sobre el mar y el volcán. Dio unos golpecitos sobre el círculo rojo situado en la esquina superior derecha del mapa que rodeaba el lugar donde se encuentra elTauromenium, al noreste de Sicilia.

—Imagínate que convertimos la villa en un palacio adecuado, ampliándolo un poco por el lado del acantilado, ¿eh? Ven conmigo y te explicaré lo que quiero decir.

Fui renqueando detrás de él. Me llevó alrededor de la mesa hasta una parte de mapa que representaba el litoral, y donde era visible el pórtico de su villa. Entonces procedió a describir una sucesión de ampliaciones en cascada, apoyadas sobre fantásticas terrazas sustentadas a su vez por enormes contrafuertes, que soportarían la estructura a lo largo de todo el acantilado, hasta llegar a la misma orilla del mar Jónico, muchos metros por debajo.

—Esto me facilitaría mucho las cosas para llegar hasta la playa, ¿no te parece? ¿Y si construyéramos una especie de trazado que descendiera por el lateral del edificio con un vehículo suspendido por cables? En lugar de tener que tomar la carretera principal hasta la playa, podría descender directamente desde el interior de mi palacio.

Los ojos se me abrieron como platos, de pura incredulidad. Semejante estructura, en caso de que pudiera construirse, requeriría cincuenta años para levantarla y mil millones de sestercios para costearla. Diez mil millones quizá.

Pero aquello no era todo. Ni de lejos.

—Después, Pisandro, en Panormus necesitamos hacer algo para acomodar a la realeza cuando viene de visita. —Deslizó el dedo hacia el oeste por la parte superior del mapa hasta el puerto grande situado en la costa norte—. Panormus es donde a mi padre le gusta quedarse cuando viene aquí, pero el palacio tiene seiscientos años de antigüedad y deja bastante que desear. Me gustaría derribarlo y construir en su lugar una réplica a escala natural del Palacio Imperial del monte Palatino, quizá con una réplica del Foro de Roma en la parte inferior. Eso le gustaría. Le haría sentirse como en casa cuando estuviera de visita en Sicilia. Y cuando vamos de caza por el interior de la isla, contamos con un refugio agradable, ese maravilloso y viejo palacio de Maximiano Hercúleo, cerca de Enna, pero prácticamente se está derrumbando. Podríamos erigir un palacio completamente nuevo sobre su emplazamiento, digamos… al estilo bizantino. Teniendo mucho cuidado de no dañar los mosaicos existentes, por supuesto.Y luego…

Mientras escuchaba, mi estupefacción iba creciendo por momentos. La idea de Demetrio de volver a despertar la economía siciliana implicaba la construcción por toda la isla de palacios reales inconcebiblemente caros. En Agrigento, en la costa sur, por ejemplo, donde a los soberanos les gustaba ir a visitar los magníficos templos griegos que se encuentran allí, y en la cercana Selinus, el cesar pensó que estaría bien construir un duplicado exacto de la famosa villa de Adriano enTibur, como una especie de alojamiento turístico para ellos. Pero la villa Adriana tiene el tamaño de una ciudad pequeña. Sería necesario un ejército de artesanos y al menos un siglo para construir su hermana gemela en Agrigento. Para el extremo occidental de la isla, tenía algunas ideas sobre la construcción de un castillo de primitivo y tosco estilo homérico (fuera cual fuese el estilo que él imaginara que debía de ser el homérico), aferrado románticamente a la cima de la ciudadela de Erice. Después, más abajo, en Siracusa… Bien, lo que él tenía pensado para Siracusa habría llevado al Imperio a la bancarrota. Un grandioso nuevo palacio, naturalmente, pero también un faro como el de Alejandría y un Partenon que doblara en tamaño al original y una docena más o menos de pirámides como las de AEgyptus, sólo que quizá un poco más grandes, y un Coloso de bronce en el puerto como el que hubo en Rodas y… soy incapaz de enumerar la lista entera sin echarme a llorar.

—Está bien, Pisandro ¿qué me dices? ¿Ha existido alguna vez un programa de construcción como éste en la historia del mundo?

Su rostro estaba radiante. Demetrio César era un hombre muy apuesto, y, en aquel momento, transfigurado por su propio plan megalomaníaco, parecía un auténtico Apolo, aunque un Apolo chiflado. ¿Qué podía decirle yo ante todo aquel torrente que acababa de liberar? ¿Que pensaba que era la locura más descomunal? ¿Que dudaba mucho de que hubiese oro suficiente en las arcas de su padre para financiar el coste de tamaña absurda empresa? ¿Que moriríamos todos mucho antes de que aquellos proyectos pudieran concluirse? Cuando el emperador Ludovico, su padre, me asignó al servicio del cesar Demetrio, ya me había alertado de su temperamento imprevisible. Un comentario inoportuno y podría verme lanzado como un trapo por los mismos escalones que acababa de i subir con tanta fatiga.

Pero como sé cómo deben manejarse las cosas cuando se habla í con la realeza, con tacto pero sin empalago, dije:

—Es un proyecto que me produce sobrecogimiento, César. No me resulta posible recordar nada equivalente.

—Exactamente. Nunca ha habido nada como esto, ¿verdad? ; Pasaré a la historia. Ni Alejandro ni Sardanápalo,[1] ni el mismo César Augusto acometieron nunca un programa de obras públicas tan ambicioso. Tú, por supuesto, serás el arquitecto jefe de todo el proyecto, Pisandro.

Si me hubiera propinado una patada en las tripas, no me habría desconcertado tanto.

Reprimí un grito y dije:

—¿Yo, César? Me honras demasiado. Mi campo fundamental en la actualidad es la historia, mi señor. He tenido algunos escarceos en arquitectura, pero no me considero precisamente cualificado para…

—Bien, yo sí. Ahórrame tu falsa modestia, ¿quieres Draco? De repente volvía a llamarme por mi verdadero nombre. Eso me pareció muy significativo.

—Todo el mundo conoce tu capacidad. Tú te escondes tras esa pose de erudición porque así te sientes más seguro, imagino, pero yo soy plenamente consciente de tus verdaderas habilidades y, cuando sea emperador, quiero sacar el máximo partido de ellas. Ésa es la consigna de un gran emperador ¿no te parece?, rodearse de grandes hombres e inspirarlos para que desarrollen todo su potencial. Yo espero ser un gran emperador, ¿sabes?, de aquí a diez años, veinte, cuando me llegue el turno. Pero ya estoy empezando a seleccionar mis hombres clave. Tú serás uno de ellos —me dijo mientras me guiñaba el ojo—. Trata de que esa pierna tuya sane rápido, Draco. Deseo iniciar estos proyectos con la construcción del palacio de Tauromenium, el cual quiero que diseñes para mí. Y eso significa que tú y yo vamos a trepar como cabras por la cara de ese acantilado en busca del mejor lugar posible. No te quiero ver con muletas cuando lo hagamos… ¿No está preciosa la montaña hoy, Pisandro?

En el intervalo de tres nuevas respiraciones ya había vuelto a ser Pisandro.

Enrolló su pergamino. Me preguntaba si por fin íbamos a empezar a discutir los trabajos de renovación del teatro. Pero entonces advertí que César (con la mente enardecida por la total magnificencia de su plan de transformación de todas las ciudades principales de la isla) tenía el mismo interés en hablar sobre una fruslería como el cambio del canal de desagüe en la ladera adyacente del teatro, que el que tendría un dios en escuchar los problemas de salud de alguien (su tobillo roto, por poner un caso), cuando su divino intelecto se halla absorto en la creación de alguna maravillosa nueva plaga con la que, un poco más entrado el mes, tratará de destruir a once millones de habitantes de piel amarilla del lejano Catay.

Por consiguiente, admiramos juntos la vista durante un rato. Después, cuando noté que mi presencia ya no era requerida, me marché sin haber sacado el tema del teatro y, lenta y fastidiosamente, bajé por los escalones. Justo cuando llegaba abajo, oí al cesar decir mi nombre. Por un instante atroz, temí que me estuviera llamando de nuevo y que tuviera que reptar hasta arriba del todo una segunda vez. Pero simplemente quería desearme que pasara un buen día. El cesar Demetrio desde luego está loco, pero no es malvado.


—El emperador nunca le permitirá llevarlo a cabo —dijo Espináculo cuando nos sentamos aquella noche a tomar una copa de vino.

—Sí lo hará. El emperador concede a su hijo todos sus pequeños caprichos.Y éste grande también.

Espináculo es mi mejor amigo; y este espinoso hombrecillo hace honor a su nombre. Los dos somos hispanos. Fuimos juntos a la escuela enTarraco. Cuando fijé mi residencia en Roma y entré al servicio del emperador, también lo hizo él. Cuando el emperador me transfirió al servicio de su hijo, Espináculo también me siguió lealmente a Sicilia. Confío en él como no confío en ningún otro hombre. Los seres humanos nos infligimos constantemente las más flagrantes traiciones unos a otros.

—Si lo empieza —dijo Espináculo—, no lo continuará. Ya sabes cómo es. Seis meses después de preparar el terreno para el palacio real aquí, decidirá que sería mejor empezar con el Partenón de Siracusa. Erigirá allí tres columnas y se marchará a Panormus.Y después de un mes a cualquier otro sitio.

—¿Y bien? —dije yo—. ¿Qué me importa a mí eso? Él es el único que parecerá estúpido si se comporta de ese modo, no yo. Yo soy sólo el arquitecto.

Sus ojos se abrieron.

—¿Qué? ¿Verdaderamente vas a implicarte en todo eso?

—El cesar ha solicitado mis servicios.

—¿Y tan poca voluntad tienes que, sencillamente, haces todo lo que él te diga, por estúpido que pueda ser? ¿Derrochar los próximos cinco o diez años de tu vida con los disparatados planes de un joven príncipe demente para sepultar toda esta isla dejada de la mano de Dios bajo montañas de mármol? ¿Quieres ver tu nombre vinculado para siempre al suyo como el ejecutor de esta lunática empresa?

Su voz adquirió un fuerte y sarcástico tono de soprano:

—«Tiberio Ulpio Draco, el mayor hombre de ciencia de la era, abandonó insensatamente todas sus valiosas investigaciones históricas con el objeto de consagrar los restantes años de su vida a esta serie desafortunada de grandiosos y ridículos proyectos, ninguno de los cuales se concluyó nunca. Finalmente, una mañana fue encontrado tendido a los pies de la Gran Pirámide de Siracusa, tras haberse quitado la vida él mismo…» ¡No Draco! ¡No lo hagas! ¡Simplemente dile que no y márchate!

—Hablas como si tuviera alternativa al respecto —le dije yo.

Me miró fijamente. Entonces se levantó y a continuación, con paso firme, atravesó el patio dirigiéndose hacia el balcón. Espináculo es tullido de nacimiento. Tiene la pierna izquierda torcida y el pie hacia fuera. Mi accidente de caza le irritó porque hizo que yo también cojeara, lo que suscita una atención añadida sobre la deformación de Espináculo cuando vamos renqueando juntos por las calles. Podría pensarse fácilmente que somos una pareja cómica y grotesca que nos dirigimos a una convención de indigentes.

Durante un largo momento se quedó de pie, mirándome con el ceño fruncido, sin decir una palabra. Era una noche con una brillante luz de luna que iluminaba rutilantemente las villas de la gente acaudalada, ubicadas en todas partes por las laderas de la colina de Tauromenium. Cuando el silencio se alargó y alargó, me encontré estudiando los contornos triangulares de la figura de Espináculo según quedaba perfilado desde detrás por la luz blanca y fría: los hombros anchos y musculosos, bajando en ángulo hacia la estrecha cintura, las piernas larguiruchas y todo el conjunto rematado por la grande y sobresaliente cabeza, plantada desafiantemente en la cumbre. Si hubiera llevado conmigo mi bloc, habría empezado a dibujarlo. Pero como es lógico ya lo había dibujado muchas otras veces.

Por fin, dijo con gran serenidad:

—Me dejas estupefacto, Draco. ¿Qué quieres decir con que no tienes alternativa? Simplemente renuncia al servicio y regresa a Roma. El emperador te necesita allí. Ya encontrará a otra niñera para este principito idiota. ¿No pensarás en serio que Demetrio va meterte en prisión si declinas el ofrecimiento, ¿verdad? ¿O ejecutarte o cualquier cosa?

—No lo entiendes —dije—.Yo quiero hacer ese trabajo.

—¿A pesar de que es la eyaculación nocturna de un loco? Draco, ¿te has vuelto loco tú también? ¿Es que la locura de César es contagiosa?

Sonreí.

—Por supuesto, sé cuan ridículo es todo eso que propone. Pero eso no quiere decir que no quiera darle una oportunidad.

—Ah —dijo Espináculo, captándolo, por fin—. ¡Ah! ¡De modo que es eso! ¡La tentación de lo inimaginable! ¡El ingeniero que hay en ti quiere poner el Pelion encima de la Ossa sólo para ver hasta dónde es capaz de llegar! Ay, Draco, Demetrio no está tan loco como parece ¿verdad? Te ha calado perfectamente. Sólo hay un hombre en todo el mundo con tan desmedido orgullo como para aceptar ese trabajo, y está justo aquí, enTauromenium.

—Se trata de poner a la Ossa sobre el Pelion y no al revés —dije yo—. Pero ¡sí, Espináculo! Por supuesto que me tienta la idea. ¿Y qué pasa, si todo es una locura? ¿Y qué pasa también si nunca se acaba ninguno de los proyectos? Por lo menos se empezarán. Se dibujarán los planos. Se excavarán los cimientos. ¿No crees que me gustaría ver cómo puede construirse una pirámide egipcia? ¿O hacer descender en voladizo un palacio centenares de metros por la cara de este acantilado? Es la oportunidad de mi vida.

—¿Y qué pasa con tu crónica de la vida deTrajano VII? Anteayer mismo no podías dejar de hablar sobre los documentos que estás esperando del archivo de Sevilla. Te pasaste media noche especulando acerca de las nuevas revelaciones maravillosas que ibas a descubrir en ellos. ¿Vas a abandonar todo eso así de fácilmente?

—Por supuesto que no. ¿Por qué un proyecto debería interferir con el otro? Soy perfectamente capaz de trabajar en un libro por la noche mientras diseño palacios por el día. Y, además, espero continuar también con mi pintura, mi poesía y mi música… Creo que me subestimas, viejo amigo.

—Bueno, no sería el único culpable de hacer algo así… —apuntó él irónicamente.

Dejé pasar el comentario.

—Te ofrezco una nueva consideración y dejemos ésta a un lado, ¿de acuerdo? Ludovico pasa ya de los sesenta, y no disfruta de una salud maravillosa. Cuando muera, Demetrio será emperador, tanto si la idea gusta como si no, y tú y yo regresaremos a Roma, donde yo seré una figura clave en su administración, y todos los recursos intelectuales y científicos de la capital estarán a mi disposición… A menos que, por supuesto, yo me aleje irrevocablemente de él mientras sea el único heredero, y le devuelva su proyecto lanzándoselo a la cara como, según parece, quieres verme hacer. Por eso haré el trabajo. Como una inversión con la esperanza de ganancias futuras, por así decir.

—Bonito razonamiento, Draco.

—Gracias.

—Supon que, cuando Demetrio se convierta en emperador (lo que probablemente pase antes de que transcurra mucho tiempo, si no se opone alguna negra ironía de los dioses), él decide mantenerte aquí, en Sicilia, finalizando el gran trabajo de llenar esta isla con esplendores arquitectónicos, en lugar de transferirte a la corte en Roma. Así que aquí te quedas durante el resto de tu vida, recorriendo una y otra vez este páramo, supervisando la construcción completamente inútil e innecesaria de…

Ya no quería seguir hablando de ello.

—Mira, Espináculo, ése es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Demetrio ya me ha anunciado, explícitamente, que cuando sea emperador tiene previsto explotar mis cualidades más de lo que su padre nunca quiso hacer.

—¿Y tú le has creído?

—Parecía bastante sincero.

—¡Oh, Draco, Draco! ¡Empiezo a creer que estás incluso más loco que él!


Naturalmente era un riesgo. Yo lo sabía.

Y Espináculo bien podía estar en lo cierto cuando dijo que yo estaba más loco que el pobre Demetrio. El cesar, después de todo, no puede evitar ser como es. En su familia ha habido locura, locura de verdad durante cien años o más, una seria inestabilidad mental, algún trastorno cerebral que deriva en impredecibles arrebatos de frivolidad y capricho. Yo, por otra parte, me enfrento cada día a la cruda realidad. Trabajo duro, no tengo veleidades y dispongo de una inteligencia afinada capaz de salir adelante en cualquier empresa que me proponga. No estoy alardeando. La solidez de mis logros es un hecho fuera de toda duda. He construido templos y palacios, he pintado grandes cuadros y esculpido espléndidas estatuas, he escrito poemas épicos y libros de historia, incluso he diseñado una máquina voladora que algún día construiré y probaré con éxito. Y tengo pensados muchos más proyectos secretos, que tengo escritos y cifrados en mis cuadernos de notas de apretada escritura. Son cosas que transformarán el mundo. Algún día conseguiré que sean perfectas. Pero por el momento no estoy preparado para dejar que nadie las entrevea siquiera, y por eso empleo el cifrado. ¡Como si hubiera alguien que pudiera comprender estas ideas mías aunque consiguiera leer lo que está escrito en esos cuadernos!

Quizá se pudiera decir que debo toda esta agilidad mental a la especial gentileza de los dioses, y yo no quisiera contradecir ese pío pensamiento; pero también la herencia tiene algo que ver con ella. Mis capacidades superiores son el don que me han legado mis ancestros, como las taras mentales del cesar Demetrio son la herencia de los suyos. Por mis venas corre la sangre de uno de nuestros más grandes emperadores, el visionario Trajano VII, que bien pudiera haber llevado el título que le fue otorgado dieciséis siglos atrás al primer emperador de ese nombre: Optimus Princeps, «el mejor de los príncipes». ¿Quiénes son, sin embargo, los antepasados de Demetrio César? ¡Ludovico! ¡Mario Antonino! ¡Valiente Aquila! ¡Vaya! ¿No son éstos algunos de los hombres más débiles que han ocupado nunca el trono? ¿No han sido ellos los que han conducido al Imperio por el sendero de la decadencia y la degradación?

Naturalmente, es destino del Imperio atravesar períodos de decadencia de vez en cuando, como es su suprema buena fortuna encontrar, ahora y siempre, un manantial fresco de renacimiento y transformación cuando hace falta. Esa es la razón por la que Roma ha sido el poder predominante en todo el mundo durante más de dos mil años, y por la que seguirá siéndolo hasta el final de los tiempos; un mundo sin fin que regenera eternamente su vigor.

Es preciso hacer una consideración. Hubo una época problemática y caótica hace unos dieciocho siglos, y tras la que César Augusto nos concedió el gobierno imperial que tan útil nos ha sido desde entonces. Cuando la sangre de los primeros cesares era débil y hombres como Calígula y Nerón, desafortunadamente, llegaron al poder, la redención se presentó con rapidez en la persona del primer Trajano y, después de él, en la de Adriano, seguidos por los igualmente capaces Antonino Pío y Marco Aurelio.

Diocleciano corrigió un período ulterior de conflictos. Su trabajo fue completado por el gran Constantino.Y cuando, inevitablemente, volvimos a entrar en decadencia, setecientos años más tarde, cayendo en lo que los historiadores modernos denominan la Gran Decadencia y fuimos tan fácil y vergonzosamente conquistados por nuestros hermanos orientales helenoparlantes, surgió al fin de entre nosotros un Flavio Rómulo para devolvernos nuestra libertad una vez más. Y no mucho después, llegó Trajano VII, para llevar a nuestros exploradores por todo el mundo trayendo riquezas incalculables y activando el excitante período de expansión que conocemos con el nombre de Renacimiento. Y ahora, ¡ay!, estamos otra vez en decadencia, viviendo lo que supongo que algún día se bautizará con la expresión de Segunda Gran Decadencia. El ciclo parece inexorable.

Me gusta considerarme un hombre del Renacimiento, el último de mi especie, nacido por algún triste e injusto accidente del destino dos siglos después de su época natural, y obligado a vivir en esta era decadente e imbécil. Es una fantasía agradable, y existen muchas pruebas, a mi entender, de que es cierto.

Que ésta es una era decadente, es algo que no ofrece ninguna duda. Un síntoma que define esa degeneración es el gusto por las extravagancias sin mesura ni sentido y ¿qué mejor ejemplo de ello puede haber que el que nos facilita César con su estúpido e imprudente programa para reformar Sicilia como un monumento a su propia grandeza? El hecho de que las estructuras que él quiere que yo le construya sean, casi sin excepción, imitaciones de construcciones de eras pretéritas y menos fatuas, no hace sino reforzar la tesis.

Pero, además, estamos experimentando una crisis del gobierno central. No sólo las provincias distantes como Siria y Persia van alegremente a su aire la mayor parte del tiempo, sino que también la Galia, Hispania, Dalmacia y Panonia, que son prácticamente la propia patria del emperador, se están comportando casi como naciones independientes; y también están las nuevas lenguas. ¿Qué ha sido de nuestro puro y hermoso latín, columna vertebral de nuestro Imperio? Ha degenerado en un maremágnum de dialectos locales. Cada lugar tiene ahora su propio y chirriante idioma. Nosotros, los hispanos, hablamos hispano, los narigudos galos hablan ese graznido nasal que llaman galo, y en las provincias teutónicas han arrinconado el latín completamente para recuperar esa lengua primitiva y embarullada conocida como germánico, y así más y más. Incluso en la propia Italia puede verse cómo el latín cede paso a ese producto bastardo al que llaman romano. Éste, al menos, posee una dulce música para el oído, pero ha desaprovechado toda la profundidad y versatilidad gramatical que hace del latín la lengua madre del mundo entero. Si el latín se elimina completamente, lo que no ha sido el destino del griego en el este, ¿cómo se hará entender un hombre de Hispania por otro hombre de Britania o un teutón por un galo o un dálmata por otro cualquiera?

Seguramente, esto es decadencia: destructivos elementos centrífugos que echan por tierra nuestra sociedad.

Pero ¿es cierto realmente que soy un hombre del Renacimiento encallado en esta época miserable? No es tan fácil de decir. Coloquialmente, empleamos la expresión «un renacentista» para calificar a alguien de logros diversos y trascendentes. Es evidente que yo lo soy. Pero ¿me habría sentido realmente a gusto en la era de capa y espada de Trajano VII? Tengo la amplitud mental del humanista, pero ¿poseo también el temperamento exuberante del Renacimiento o, por el contrario, soy tan tímido, aburrido e insignificante como todos los que veo a mi alrededor? No debemos olvidar que ellos procedían de la Edad Media. ¿Podría yo haber llevado una espada por las calles y haberme peleado como un legionario ante la mínima provocación? ¿Habría tenido veinte amantes y cincuenta hijos bastardos? ¿Habría anhelado encaramarme a bordo de un diminuto y chirriante navio y navegar más allá del horizonte?

No, probablemente no me parezco mucho a ellos. Sus espíritus eran excepcionales. El mundo era más grande, más luminoso y mucho más misterioso para ellos de lo que lo es para nosotros, y ellos respondieron a sus misterios con un fervor romántico y una demostración brutal de energía con los que no es posible que ninguno de nosotros pueda reaccionar. He aceptado este encargo de César porque suscita en mí algo de ese fervor romántico y me hace sentir un renovado parentesco con mi gran y épico ancestro Trajano VII, Trajano el Dragón. Pero ¿qué es lo que voy a hacer en realidad? ¿Descubrir nuevos mundos como hizo él? No, no. Construiré pirámides y templos griegos y la villa de Adriano. Pero todo eso ya ha sido hecho de forma totalmente satisfactoria, y no hay necesidad de volver a hacerlo. En consecuencia ¿soy tan decadente como cualquiera de mis contemporáneos?

Me pregunto también qué habría pasado con el granTrajano si hubiera nacido en la era presente de Ludovico Augusto y su chiflado hijo, Demetrio. Los hombres de gran espíritu se hallan en gran peligro en una época en la que las almas mediocres gobiernan el mundo.Yo he descubierto astutas maneras de encajar en él para salvaguardar mi propia seguridad, pero ¿habría hecho él lo mismo? ¿O habría deambulado por ahí, entre gran alboroto y arrogancia, como el verdadero hombre del Renacimiento que era hasta que, finalmente, se hiciera necesario eliminarlo de forma discreta en algún oscuro callejón por suponer una amenaza para la casa real y para el reino en general? Quizá no. Quizá, como yo prefiero pensar, se habría elevado como una flecha incandescente desde la tenebrosa noche de esta época adocenada, como hizo él en su propio tiempo, y habría irradiado su esplendente luz sobre el orbe entero.

En cualquier caso aquí estaba yo, innegablemente inteligente y supuestamente cuerdo, vinculándome por voluntad propia al proyecto de nuestro trastornado César, sólo porque era incapaz de sustraerme al maravilloso desafío técnico que representaba. ¿Un gran gesto romántico o simplemente excéntrico? Era muy probable que Espináculo tuviera razón al decir que, aceptando el trabajo, yo demostraba estar más chiflado que Demetrio. Cualquier hombre en su sano juicio habría huido entre gritos de espanto.


No hacía falta ser la Sibila de Cumas para prever que pasaría un largo tiempo antes de que Demetrio me mencionara de nuevo el proyecto. El cesar siempre está revoloteando de una cosa a otra. Es un síntoma de su enfermedad. Dos días después de nuestra conversación en el teatro, partió de Tauromenium para pasar unos días de descanso en las dunas de África, y permaneció más de un mes ausente. Como todavía no habíamos ni siquiera elegido una ubicación para el palacio colgante del acantilado (y para qué hablar de los aspectos relativos al diseño y el presupuesto de construcción), dejé de pensar en el asunto a la espera de su regreso. Supongo que mi esperanza era que se hubiera olvidado de todo por completo una vez estuviera de vuelta en Sicilia.

Aproveché su ausencia para reanudar lo que había sido mi labor prioritaria de la temporada: mi estudio sobre la vida deTrajano VII.

Eso era algo que me había estado ocupando intermitentemente durante los pasados siete u ocho años. Dos cosas me habían hecho volver a ello ahora. Una era el descubrimiento, en las polvorientas profundidades de los archivos marítimos de Sevilla, de un paquete de diarios desde hacía mucho sepultados, que, según parecía, era el propio relato de Trajano alrededor del mundo. La otra, era el percance a caballo mientras cazábamos jabalíes, que me había dejado con muletas: un período de obligada inactividad que me proporcionó, a falta de cualquier otra opción, una buena razón para asumir el papel de historiador una vez más.

Aún no había sido escrita una crónica aceptable de la extraordinaria carrera de Trajano. Esto puede parecer extraño si tenemos en cuenta nuestra larga tradición nacional de grandes investigadores históricos, que se remonta a las neblinosas figuras de Naevio y Ennio en la época de la República y, por supuesto, a Salustio, Livio, Tácito y Suetonio más tarde. Continúa con Amiano Marcelino después de ellos, Drusilo de Alejandría, Marco Andrónico… y al llegar a los tiempos modernos, Lucio Helio Antípatro, el gran cronista de la conquista de Roma por los bizantinos en la época de Maximiliano VI.

Pero algo se había torcido en la historiografía desde que Flavio Rómulo volvió a juntar las dos mitades divididas de la Roma Imperial en el año 2198 después de la fundación de la ciudad. Quizá sea que en las épocas de grandes hombres (e indudablemente la era de Flavio Rómulo y sus dos inmediatos sucesores lo fue), todo el mundo está demasiado ocupado haciendo historia como para tener tiempo de escribirla. En todo caso, eso era lo que yo solía creer. Pero entonces me rompí el tobillo, y entendí que en todas las eras, por muy vertiginosas que pudieran ser, siempre hay alguien que, obligado por circunstancias especiales, sean las heridas, la enfermedad o el exilio, se encuentra con el tiempo libre suficiente para que su mano se dedique a la escritura.

Lo que me empezaba a parecer más probable es que en la época de Flavio Rómulo, Cayo Flavilo y Trajano el Dragón, hacer público cualquier clase de relato de estos poderosos emperadores pudiera no haber sido del todo un pasatiempo saludable. De la misma manera que la mejor crónica de las vidas de los primeros doce cesares (estoy hablando del mordaz y escabroso libro de Suetonio), se escribió durante el reino relativamente benigno del primer Trajano y no cuando monstruos tales como Calígula, Nerón o Domiciano aún respiraban fuego en la tierra, así también pudo parecerles una imprudencia a los eruditos de la época de los tres monarcas hispanos escribir otra cosa que no fuera un estricto registro de los acontecimientos públicos y las cuestiones legislativas más importantes. Analizar a César es criticarlo. Haciéndolo, uno nunca está a salvo.

Sea cual sea la razón, ningún libro contemporáneo que valga la pena sobre el destacable Flavio Rómulo ha llegado a nosotros, tan sólo meros informes de hechos y algunos panegíricos lisonjeros. De la naturaleza íntima de su sucesor, el sombrío Cayo Julio Flavilo, no sabemos prácticamente nada, tan sólo datos tan áridos como su lugar de nacimiento (al igual que Flavio Rómulo, procedía de Tarraco, mi propia ciudad natal en Hispania), y los cargos gubernamentales que ocupó durante su larga carrera antes de acceder al trono imperial. Y del tercero de los tres grandes hispanos, Trajano VII (cuyo apellido, Draco, fue una coincidencia proverbial, pues fue por méritos propios por lo que en todo el mundo fue conocido por el sobrenombre de Trajano el Dragón), disponemos, una vez más, sólo de los anales más básicos de su glorioso reinado.

Que nadie haya abordado el trabajo de escribir su vida en los dos siglos que han transcurrido desde su muerte no debería ser una sorpresa. Uno puede escribir sin temor acerca de un cesar muerto, pero ¿quién había para hacer el trabajo? El resplandeciente período del Renacimiento cedió paso con demasiada rapidez a la era naciente del desarrollo industrial, y durante esa época monótona y cargada de humos, hacer dinero tenía prioridad sobre todo lo demás, incluidos el arte y la historia. Ahora atravesamos una nueva era de decadencia en la que un pelele detrás de otro ciñe la corona imperial y el mismo Imperio parece irse desmembrando poco a poco en un conglomerado de entidades separadas que tienen apenas sentido de lealtad hacia la autoridad central. Las únicas gestas que nuestros señores parecen poder llevar a cabo, tienen que ver con empresas inanes, como la construcción de tumbas gigantescas de puntiagudas cumbres al estilo faraónico en esta isla de Sicilia. ¿Quién, en semejante época, puede soportar la confrontación con la grandeza de un Trajano VII?

Bien, yo puedo.

Y para ello cuento con un grueso fajo de páginas manuscritas. He aprovechado mi posición como funcionario imperial para hurgar en los subsótanos del Capitolio en Roma, abriendo armarios que han permanecido sellados durante veinte siglos, y sacar documentos a la luz cuya misma existencia había sido olvidada. También he consultado las actas privadas de las deliberaciones del Senado. Nadie se ha molestado o se ha preocupado por ello. He leído memorias que han dejado los altos dirigentes de la corte. He estudiado los informes de los recaudadores de impuestos internos en las provincias y de los inspectores tributarios de los mercados públicos, los que, aunque puedan parecer áridos y anodinos, son los verdaderos ladrillos con los que se construye la historia. Con todo ello, he resucitado aTrajano el Dragón y su época…, al menos en mis propios pensamientos, y en las páginas de mi libro inacabado.

¡Y qué gran personaje fue! A través de los muchos años de su longeva vida, fue la absoluta personificación de la fortaleza, la visión, la voluntad y la energía implacables. Está a la altura de los emperadores más grandes. A la de César Augusto, que fundó el Imperio; deTrajano I y de Adriano, quienes llevaron sus fronteras hasta los límites de la tierra; de Constantino, que estableció un gobierno eficaz sobre ese dominio remoto; de Maximiliano III, que conquistó a los bárbaros por fin y para siempre; y de su propio compatriota y predecesor, Flavio Rómulo. A lo largo de estos años ¡he llegado a conocer al Dragón!, y el contacto con su gran espíritu, del que he disfrutado todo este tiempo de investigación sobre su vida, ha ennoblecido e iluminado la mía.


Bien, así pues, ¿qué es lo que sé de él, de este gran emperador, este Dragón de Roma, este lejano antepasado mío. He rastreado atentamente las actas de nacimiento en Tarraco y las regiones de alrededor en Hispania durante todo el período que va desde 2215 hasta 2227 a. u. c, lo que debería haber sido más que suficiente, y, aunque he hallado una serie de Dracos en las listas de impuestos de esos años (Décimo Draco, Numerio Draco y Salvio Draco), ninguno de ellos parece haberse casado de alguna forma oficial o haber tenido hijos inscritos en el registro de nacimientos. Así que el nombre de sus padres seguirá siendo desconocido. Todo lo que puedo consignar es que un Trajano Draco, oriundo de Tarraco, aparece inscrito en el servicio militar en la Tercera Región Hispánica en el año 2241, por lo que puedo inferir que nació aproximadamente entre 2200 y 2225 a. u. c. En aquel período, lo más normal era entrar en el ejército a la edad de dieciocho años, lo que fijaría la fecha de su nacimiento en 2223, pero conociendo aTrajano Draco, me atrevería a aventurar que entró incluso más joven, quizá cuando tenía dieciséis o tan sólo quince años.

El Imperio estaba todavía, técnicamente, bajo gobierno griego en aquella época; pero Hispania, como la mayoría de las provincias occidentales, era prácticamente independiente. El emperador de Constantinopla era León XI, un hombre mucho más preocupado por llenar su palacio con tesoros artísticos de la antigua Grecia que por lo que pudiera estar ocurriendo en los territorios europeos. En cualquier caso, dichos territorios se hallaban nominalmente bajo control del emperador occidental, su primo lejano Nicéforo Cantacuzeno. Pero los emperadores occidentales durante la época de la dominación griega fueron, invariablemente, unos inútiles y unos peleles, y Nicéforo, el último de todos ellos, era incluso más inútil que los anteriores. Se decía que nunca había sido visto en Roma y que pasaba todo el tiempo en un cómodo retiro en el sur, cerca de Neápolis.


La rebelión de Occidente (me siento orgulloso de decirlo), se inició en Hispania, en mi propia ciudad natal, Tarraco. El valeroso y diligente Flavio Rómulo, hijo de un pastor y que bien pudo haber sido analfabeto, reclutó un ejército de hombres tan desharrapados como él, derrocó el gobierno provincial y se autoproclamó emperador. Esto fue en el año 2193. Tenía veinticinco o treinta años de edad.

Nicéforo, el emperador occidental, optó por considerar el alzamiento hispánico como un insignificante tumulto local y es dudoso que llegaran las más mínimas noticias de él hasta el basileo León XI en Constantinopla. Pero muy poco después, la provincia cercana de Lusitania juró lealtad al rebelde. Y también la isla de Britania, y luego la Galia.Y así, uno a uno, todos los territorios occidentales retiraron su fidelidad al irresponsable gobierno de Roma hasta que, finalmente, Flavio Rómulo marchó hasta la capital, ocupó el Palacio Imperial y envió tropas al sur para arrestar a Nicéforo y conducirlo al exilio en AEgyptus. El Imperio Oriental también cayó, en el año 2198. León XI hizo su famoso y triste peregrinaje desde Constantinopla hasta Rávena para firmar un tratado por el que reconocía a Flavio Rómulo no sólo como el emperador occidental, sino también como monarca de los territorios orientales.

Flavio gobernó otros treinta años. No contento con haber reunificado el Imperio, se distinguió por una segunda y asombrosa hazaña: un viaje alrededor de África que lo llevó hasta las orillas de la India y, posiblemente, incluso a las tierras desconocidas de más allá. Fue el primero de los emperadores marítimos, y dejó un noble ejemplo para Trajano VII, un viajero incluso más extraordinario, dos generaciones después.

Los romanos hemos realizado viajes por tierra hasta el Lejano Oriente, Persia e incluso la India desde tiempos tan remotos como los del primer Augusto. Y en la época del Imperio Oriental, los bizantinos navegaban frecuentemente a la costa occidental de África para mantener relaciones comerciales con los reinos negros de aquel continente, lo que estimuló a algunos de los más audaces emperadores de Occidente a enviar sus propias expediciones a rodear toda África en dirección a Arabia y, desde allí, de vez en cuando, hasta la India. Pero ésas habían sido aventuras esporádicas. Flavio Rómulo quiso establecer relaciones permanentes con los territorios asiáticos. En su gran periplo, se llevó a miles de romanos hacia la India por la ruta africana y los dejó allí para que fundaran colonias mercantiles. A partir de entonces, estuvimos en contacto comercial permanente con los pueblos de piel oscura de aquellas tierras remotas. No sólo eso. Él o uno de sus capitanes (eso no está claro), rebasaron la India y navegaron hasta los reinos incluso más lejanos de Catay y Cipango, donde habita el pueblo de piel amarilla. Así se iniciaron las relaciones comerciales que nos proporcionarían la seda y el incienso, las gemas y las especias, el jade y el marfil de aquellas tierras misteriosas, su ruibarbo y sus esmeraldas, sus rubíes, pimienta, zafiros, canela, tintes y perfumes.

La ambición de Flavio Rómulo no tenía límites. Soñó también con nuevos viajes hacia el oeste hasta los dos continentes de Nova Roma, al otro extremo de la mar Océana. Cientos de años antes de su época, el temerario emperador Saturnino había acometido el insensato intento de conquistar México y Perú, los dos grandes imperios del Nuevo Mundo, gastando una enorme suma y sufriendo una derrota abrumadora. El fracaso de esta empresa nos debilitó en tal medida militar y económicamente que, para los griegos, fue luego fácil hacerse con el control del Imperio antes de que transcurrieran cincuenta años. Flavio sabía por aquel penoso precedente, que nunca lograríamos conquistar aquellas fieras naciones del Nuevo Mundo, pero al menos confiaba en iniciar contactos comerciales con ellos; y desde los primeros años de su reinado, hizo esfuerzos con ese propósito.

Su sucesor (él sobrevivió a sus hijos), fue otro hispano deTarraco, Cayo Julio Flavilo, un hombre de nacimiento más noble que Flavio cuya fortuna familiar bien pudo haber financiado la original revuelta flaviana. Cayo Flavilo era un hombre con carácter por méritos propios y un admirable emperador, pero al reinar entre dos figuras tan poderosas como Flavio Rómulo y Trajano Draco, da la impresión de ser más un continuador que otra cosa. Durante su reinado, que abarcó el período comprendido de 2238 hasta 2253, prolongó la política marítima de su antecesor, aunque poniendo más énfasis en los viajes al Nuevo Mundo que hacia África y Asia, al tiempo que luchó por crear una mayor cohesión entre las mitades latina y griega del Imperio, algo a lo que Flavio Rómulo había prestado relativamente poca atención.

Fue durante el reinado de Cayo Flavilo que Trajano Draco empezó a ser conocido. Según parece, sus primeros encargos militares fueron en África, donde ascendió por su heroísmo al sofocar una rebelión en Alejandría y, más tarde, por acabar con los saqueos de los bandidos en el desierto al sur de Cartago. No está claro cómo captó la atención del emperador Cayo, aunque es posible que sus orígenes hispánicos tuvieran algo que ver con ello. Sin embargo, en 2248, lo encontramos al mando de la Guardia Pretoriana. Él contaba entonces con solamente unos veinticinco años de edad. Pronto adquirió el título adicional de Primer Tribuno y, poco después, el de cónsul, y en 2252, el año antes de la muerte de Cayo, éste lo adoptó como hijo y lo proclamó su heredero.

Cuando Trajano Draco recibió la púrpura de los emperadores bajo el nombre de Trajano VII fue como si Flavio Rómulo hubiera resucitado. En lugar del distante patricio Cayo Flavilo llegó al trono un segundo hispano de orígenes campesinos, lleno de la misma embravecida energía que catapultó a Flavio a la grandeza. A todos los rincones del mundo llegó el sonido estentóreo de su poderosa carcajada.

De hecho, Trajano era como el mismo Flavio pero a una escala mayor. Los dos eran de grandes proporciones, pero Trajano era un gigante. (Yo mismo, su remoto descendiente, soy bastante alto). Su oscura melena le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su frente era amplia y noble. Su mirada brillaba como la de un águila; podía oírse su voz desde el monte Capitolino hasta el Janículo. Podía beberse un barril de vino de una sentada y no sufrir ninguna molesta consecuencia. Durante los ochenta años de su vida, tuvo cinco esposas (he de apresurarme a añadir que también innumerables amantes). Engendró veinte hijos legítimos, el décimo de los cuales fue mi propio antepasado, y una cantidad tal de bastardos que hoy día no resulta nada raro ver algún semblante con el rostro aguileno de Trajano Draco sosteniéndote la mirada en cualquier calle de cualquier rincón del mundo.

Era un amante no sólo de las mujeres, sino también de las artes, especialmente de la escultura, la música y las ciencias. Disciplinas como las matemáticas y la astronomía y la ingeniería habían estado desatendidas durante los doscientos años de sumisión occidental a los griegos, blandos y entregados al lujo. Reconstruyó la antigua capital de Roma de un extremo a otro, llenándola de palacios, universidades y teatros, como si allí tales cosas no hubiesen existido nunca antes; y quizá por temor a que eso pudiese parecer insuficiente, se trasladó hacia el este, a la provincia de Panonia, a la pequeña ciudad de Vindobona, sobre el río Danubio, y él mismo construyó allí lo que en esencia fue una segunda capital, con su propia gran universidad, gran cantidad de teatros, un gran edificio para el Senado y un palacio real que es una de las maravillas del mundo. Su argumento fue que Vindobona, aunque más sombría y lluviosa que la soleada Roma, se hallaba más próxima al corazón del Imperio. No volvería a consentir la partición de éste en los reinos occidental y oriental, por inmensa que fuera la tarea de gobernarlo todo a un tiempo. El situar la capital en una ubicación central como Vindobona le permitía observar mejor el oeste (Galia y Britania), el norte (los territorios teutónicos y los de los godos) y el este (el mundo griego), al tiempo que mantenía las riendas del poder completamente en sus manos.

Sin embargo, Trajano, no pasaba mucho tiempo en la nueva capital, ni tampoco en Roma, en realidad. Estaba constantemente de viaje, presentándose en Constantinopla para recordar a los griegos de Asia que tenían un emperador, visitando Siria, AEgyptus o Persia o apareciéndose, de repente, en el lejano norte para cazar las bestias greñudas que pueblan aquellos territorios hiperbóreos, o volviéndose a visitar su Hispania natal, donde transformó la antigua ciudad de Sevilla en el principal puerto de embarque con destino al Nuevo Mundo. Era un hombre infatigable.

En el vigésimo quinto año de su reinado (2278 a. u. c.) inició el que sería el más grande de todos sus viajes, la soberbia proeza por la que su nombre será recordado siempre: su viaje alrededor del mundo entero, empezando y finalizando en Sevilla, y abarcando casi todas las naciones, tanto civilizadas como bárbaras, que contiene este globo.


¿Había existido alguien antes que él que concibiera siquiera semejante audacia? Yo no he encontrado nada parecido en ningún libro de historia.

Naturalmente, nadie puso nunca en duda que el mundo es una esfera y, en consecuencia, permitiría su circunnavegación. Sólo el sentido común ya nos muestra la curvatura de la Tierra cuando miramos el horizonte en la distancia, y la idea de que hay un borde en alguna parte por el que los imprudentes marineros se precipitan es un cuento de niños, nada más. Tampoco hay razón para temer la existencia de una zona infranqueable de llamas en algún sitio de los mares del sur, como algunos pueblos ingenuos suelen creer. Hace 25 siglos que el primer navio rebasara el extremo de África, y nadie ha visto aún ninguna pared de fuego.

Pero ni siquiera al más bravo de nuestros marineros se le llegó a ocurrir circunnavegar el globo (y mucho menos intentarlo), antes de que Trajano Draco zarpara de Sevilla para hacerlo. Viajes a Arabia y la India e incluso Catay a través de la ruta africana, sí, y viajes al Nuevo Mundo también. Primero se llegó a México y después, por la costa occidental de éste a lo largo de la franja estrecha de tierra que conecta los dos continentes que forman el Nuevo Mundo hasta el gran Imperio de Perú. Por eso supimos de la existencia de una segunda mar Océana, una que era quizá incluso mayor que la que separaba Europa del Nuevo Mundo. En la parte oriental de este vasto océano se encontraban México y Perú; en la parte occidental, Catay y Cipango, y la India más allá. Pero ¿qué había en medio? ¿Había otros imperios, quizá, en medio del mar occidental… imperios más poderosas que Catay, Cipango y la India juntos? ¿Qué ocurriría si existiera un imperio en alguna parte de allí que pudiera hacer sombra incluso al Imperio romano?

Para la gloria imperecedera de Trajano VII Draco, él se había propuesto averiguarlo aunque perdiera la vida en el empeño. Debía de sentirse totalmente seguro en el trono si iba a abandonar la capital en manos de sus subordinados durante un período de tiempo tan largo. O era esto o le importaba un bledo el riesgo de la usurpación de poder ante las enormes ansias que tenía de hacer el viaje. Su expedición de cinco años alrededor del mundo fue —creo yo—, una de las más importantes conquistas de toda la historia, rivalizando quizá con la creación del Imperio llevada a cabo por César Augusto, y su expansión por la casi totalidad del mundo conocido, que acometieron Trajano I y Adriano. Es lo que, por encima de todas sus conquistas, me llevó a emprender mi investigación sobre su vida. No encontró imperios que pudieran desafiar a Roma en aquel viaje, pero sí descubrió la miríada de reinos insulares del mar de Occidente, cuyos productos han enriquecido tanto nuestras vidas; y lo que es más, la ruta que él abrió a través de la estrecha franja inferior del continente sur del Nuevo Mundo nos ha dado acceso permanente por mar a los territorios de Asia desde la dirección contraria, pese a alguna oposición que encontramos de los siempre conflictivos mexicanos y peruanos por una parte, y, por la otra, de los belicosos cipangos y los increíblemente multitudinarios catayanos. Sin embargo, aunque estamos familiarizados con las líneas generales del viaje de Trajano, el diario que escribió, abundante en detalles muy concretos, ha permanecido perdido durante siglos. Razón por la cual sentí tanta dicha cuando uno de mis investigadores, husmeando en un rincón olvidado de la Oficina de Asuntos Marítimos en Sevilla, me informó a principios de año de que se había tropezado casi accidentalmente con ese diario. Durante todo este tiempo, había permanecido almacenado entre los documentos de un reinado ulterior, enterrado discretamente bajo una pila de albaranes y documentos de pago. Hice que me lo enviaran aquí, a Tauromenium, con un emisario imperial, en un viaje que duró seis semanas, ya que el paquete hizo por tierra todo el recorrido desde Hispania hasta Italia (no arriesgaría tan preciosa cosa en un viaje por mar) y después hacia abajo, recorriendo toda la longitud del país hasta el extremo de Bruttium, atravesando el estrecho con ferry hasta Messina, y de allí hasta mí.

No obstante… ¿sería aquello el relato pródigo en detalles que yo ansiaba o simplemente se limitaría a una lista árida de señales náuticas, longitudes, latitudes, ascensiones y lecturas de brújula?

Bien, no lo sabría hasta que lo tuviera en mis manos. Y la suerte quiso que el día en que llegó el paquete fuera el mismo día en que César Demetrio volvió de su estancia de un mes en África. Apenas tuve tiempo de desprecintar el voluminoso paquete y deslizar mi «pulgar por el borde del grueso fajo de páginas de vitela ennegrecidas por el tiempo que contenía, cuando llegó un mensajero informándome de que era requerido de inmediato ante la presencia de César.

El cesar, como ya he dicho, es un hombre impaciente. Me de moré sólo lo justo para mirar más allá de la página del título, al principio del texto, y sentí un profundo estremecimiento al reconocer la caligrafía inclinada hacia atrás deTrajano Draco ante mis asombra dos ojos. Me permití una mirada fugaz a la página cien, más o me nos, y hallé un pasaje en el que hablaba de un encuentro con el rey de alguna isla. ¡Sí! ¡Sí! ¡Era el auténtico diario de viaje!

Confié el paquete al mayordomo de mi villa, un liberto siciliano bastante honrado de nombre Pantaleón, y le dije exactamente lo que le sucedería si una sola página del libro sufría el más mínimo daño.

A continuación me marché al palacio del cesar, situado en lo alto de una colina, y lo encontré en el jardín, inspeccionando un par de camellos que había traído con él desde África. Llevaba una especie de túnica del desierto con capucha y ceñía una espléndida cimitarra curva. En las cinco semanas de su ausencia, el sol le había ennegrecido tanto la piel del rostro y las manos que, fácilmente, podría haber pasado por un árabe. «¡Pisandro!», gritó en seguida. Ya me había olvidado de aquel estúpido nombre durante su ausencia. Me sonrió y sus dientes brillaron como faros en contraste con aquel rostro recién oscurecido.

Le hice los cumplidos de rigor, que si había tenido un viaje agradable y todo eso, pero me indicó que me ahorrara las palabras con un gesto de su mano.

—¿Sabes en qué he estado pensando durante todo mi viaje? ¡En nuestro gran proyecto! ¡En nuestra gloriosa empresa! ¿Y sabes qué? Creo que no hemos ido suficientemente lejos. Me parece que voy a hacer de Sicilia mi capital cuando sea emperador. No tengo necesidad de vivir en el norte frío y tempestuoso cuando aquí tengo África tan cerca, un lugar que, ahora me doy cuenta, me gusta enormemente. De manera que deberemos construir una cámara del Senado aquí también, en Panormus, y grandes villas para todos los dirigentes de mi corte, y una biblioteca. ¿Sabes, Pisandro, que no hay una sola biblioteca digna de ese nombre en toda la isla? Podríamos dividir los fondos de Alejandría y traer la mitad aquí cuando haya un edificio digno de albergarlos.Y después…

Me ahorraré el resto. Baste decir que su locura había entrado en una nueva fase de grandiosidad desbordante. Y yo era la primera \ víctima de ella, ya que me informó de que íbamos a partir aquella misma noche de viaje de un extremo a otro de Sicilia en busca de nuevos sitios para todas las milagrosas estructuras nuevas que tenía en mente. Iba a hacer con Sicilia lo que César Augusto había hecho con la ciudad de Roma: transformarla en la maravilla de la época. Ya había quedado olvidado el plan de acometer el programa constructivo del nuevo palacio de Tauromenium. Primero debíamos caminar desde Tauromenium hasta Lilybaeum en la costa opuesta y regresar pasando por Erice y Siracusa, deteniéndonos en cada lugar del camino.

Y eso fue lo que hicimos. Sicilia es una isla grande; el viaje nos llevó dos meses y medio. El cesar era un compañero de viaje bastante alegre. Después de todo es ingenioso, inteligente y simpático y que esté loco, sólo en ocasiones supuso un estorbo. Viajamos rodeados de lujos y el hecho de que yo aún tuviera mi tobillo en vías de recuperación hizo que me desplazara la mayor parte del tiempo en litera, lo cual me hizo sentir como todo un personaje mimado de la antigüedad, un faraón quizá, o Darío de Persia. Pero una consecuencia de esta impuesta y repentina interrupción en mis estudios fue que se me hizo imposible examinar el diario deTrajanoVII durante muchas semanas, lo que era exasperante. Llevarlo conmigo de viaje y estudiarlo subrepticiamente en mi habitación resultaba demasiado arriesgado; el cesar puede tener arrebatos de celos y, si se le ocurría llegar sin anunciarse y me encontraba ocupando mis energías en algo que no estuviera relacionado con su proyecto, sería perfectamente capaz de quitarme el diario de las manos y arrojarlo a las llamas. Así que dejé el libro, y se lo entregué a Espináculo pidiéndole que lo custodiara con su vida. Durante muchas noches, mientras íbamos de aquí para allá por la isla con un clima cada vez más tórrido (pues ya había llegado el verano a Sicilia, acompañado, como suele, de su inclemente sol del sur), mientras yo estaba acostado agitándome con inquietud, mi mente enfebrecida me hacía imaginar los contenidos del diario, y concebir yo mismo una serie de aventuras que sustituyeran a las auténticas que el cesar Demetrio, con su egoísmo despreocupado, me había impedido leer del diario recién hallado. Sin embargo, yo sabía incluso entonces que la realidad, cuando tuviera la oportunidad de descubrirla, rebasaría con mucho cualquier cosa que yo pudiera imaginar.


Y cuando por fin regresé a Tauromenium y le pedí el libro a Espináculo y leí cada una de sus palabras en tres asombrosos días con sus noches, sin apenas dormir un momento… hallé en él, junto con numerosos relatos hermosos, maravillosos y extraños, muchas otras cosas que, de hecho, no había imaginado, y que no era tan agradable descubrir.

Aunque estaba escrito en el rudo latín de épocas medievales, el texto no me presentó problemas. El emperador Trajano VII era un escritor admirable, cuyo estilo directo, llano y enormemente fluido me recordaba, más que el de ningún otro, al de Julio César, otro gran líder que era capaz de manejar una pluma tan bien como una espada. Según parecía, había llevado el diario como un registro privado de su circunnavegación, sin intención de que viera nunca la luz pública, y probablemente su supervivencia en los archivos había sido por completo fortuita.

Su relato se iniciaba en los astilleros de Sevilla. Allí se prepararon cinco navios para el viaje, ninguno de ellos grande, siendo el mayor de ellos de tan sólo 120 toneladas. Proporcionaba información detallada sobre sus provisiones. Armas, naturalmente: sesenta ballestas, cincuenta arcabuces (esta arma acababa de ser inventada), piezas de artillería pesada, jabalinas, lanzas, picas, escudos. Yunques, piedras de afilar, fraguas, fuelles, faroles, instrumentos con los que los albañiles y los picapedreros de su tripulación podían construir una fortaleza en las islas recién descubiertas, fármacos y medicinas, bálsamos, seis cuadrantes de madera, seis astrolabios de metal, treinta y siete brújula de agujas, seis pares de compases de medición, etcétera. Como moneda de cambio para negociar con los príncipes de los reinos recién descubiertos: un cargamento de frascos de azogue y barras de cobre, balas de algodón, terciopelo, satén y brocados, miles de pequeños cascabeles, anzuelos de pesca, cuchillos, abalorios, peines, brazaletes de latón y de cobre y cosas similares. Todo estaba inventariado con un cuidado escrupuloso, propio de un actuario. La lectura de todo esto me mostró una faceta del carácter de Trajano Draco que yo no había sospechado.

Por fin llegó el día de zarpar. Por el río Betis, desde Sevilla a la mar Océana. Pronto llegaron a las Islas de Canaria, en las que, sin embargo, no vieron ninguno de los enormes perros por los que reciben su nombre. Pero encontraron el admirable Árbol de la Lluvia, cuyo gigantesco tronco hinchado producía todo el suministro de agua que una isla necesitaba. Creo que este árbol debe de haber muerto, pues nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.

Después vino el salto al otro lado del mar hasta el Nuevo Mundo, un viaje que se vio dificultado por los flojos vientos. Cruzaron el Ecuador y dejó de verse la Estrella Polar. El calor derretía la brea de las junturas de los navios, convirtiendo sus puentes en auténticos hornos. Pero después pudieron navegar con comodidad y, rápidamente, alcanzaron el litoral occidental del continente meridional, por donde sobresale apuntando hacia África. El imperio de Perú no ejercía su dominio en ese lugar, que estaba habitado por gentes desnudas y alegres que practicaban el canibalismo, «pero sólo», advierte el emperador, «con sus enemigos».

La intención de Trajano era navegar rebasando totalmente el extremo inferior del continente, una meta asombrosa teniendo en cuenta que nadie sabía lo lejos que estaba ese sur y con qué condiciones climáticas se encontrarían allí. En realidad, podía no acabar en un extremo, de forma que no existiera ninguna ruta hacia el oeste, sino tan sólo una masa de tierra que llegara hasta el mismo Polo Sur, impidiendo todo avance por mar. Y siempre cabía la posibilidad de encontrarse con alguna interferencia de tropas peruanas en alguna parte a lo largo de la ruta. No obstante, se dirigieron en dirección al Polo Sur, inspeccionando cada ensenada con la esperanza de que pudiera indicar la terminación del continente y una conexión con el mar que había al otro lado.

Varias de estas ensenadas resultaron ser desembocaduras de caudalosos ríos, cuyas riberas estaban habitadas por tribus salvajes y hostiles, lo que hizo peligrosa la exploración. Trajano temía también que estos ríos únicamente los condujeran hacia el interior, hasta el territorio bajo dominio del Perú, sin llevarles hasta el mar, en el lado occidental del continente. Y así siguieron y siguieron, siempre hacia el sur a lo largo de la costa. El tiempo, que había sido caluroso, empeoró rápidamente a medida que bajaban. Los cielos se oscurecieron y los vientos eran gélidos. Pero ellos ya sabían que las estaciones son inversas a las nuestras por debajo del Ecuador, y que el invierno llega allí en nuestro verano, de modo que no se sorprendieron por el cambio.

A lo largo de la costa se encontraron con unos singulares pájaros blancos y negros que podían nadar pero no volar. Eran rollizos, y resultaron ser un buen alimento. De momento, no había indicio alguno de una ruta abierta hacia el oeste. La costa, yerma ahora, parecía no tener fin. El granizo y la aguanieve les asaltaron, montañas de hielo flotaban en el mar picado, la lluvia fría se congelaba en sus barbas. Los alimentos y el agua comenzaron a escasear. La tripulación empezó a protestar. Aunque tenían a un emperador entre ellos, empezaron a hablar abiertamente de regresar. Trajano se preguntó si su vida podría verse en peligro.

Poco después de aquello, cuando las condiciones invernales llegaron a extremos que ningún hombre había visto nunca antes, se produjo un auténtico motín. Los capitanes de dos navios anunciaron que se iban a retirar de la expedición. «Me invitaron a reunirme con ellos para discutir la situación», escribía Trajano. «Sencillamente, yo iba a ser asesinado. Envié cinco hombres de confianza al primer buque rebelde con un mensaje mío y mandé secretamente veinte hombres más en otro bote. Cuando el primer grupo subió a bordo y el capitán rebelde les recibió sobre cubierta, mis embajadores lo mataron de inmediato y, a continuación, los hombres del segundo bote subieron a bordo.» El motín fue sofocado. Los tres cabecillas fueron ejecutados en seguida y otros once hombres fueron desembarcados en la orilla de un islote frígido que carecía de una mínima brizna de hierba. No esperaba de Trajano Draco que tratara a los conspiradores con tibieza, pero las palabras serenas con las que relataba el abandono de aquellos hombres a una terrible muerte eran verdaderamente escalofriantes.

Los viajeros continuaron. En los inhóspitos territorios meridionales descubrieron una raza de gigantes desnudos (de ocho pies de altura, dice Trajano), y capturaron dos de ellos para llevarlos a Roma como curiosidades. «Bramaban como toros y gritaban a los demonios a los que rendían culto. Los encadenamos y los pusimos en barcos distintos. Pero no probaron bocado de lo que les ofrecíamos y murieron poco después.»

A través de las tormentas y la oscuridad invernal, continuaron en dirección hacia el polo sin hallar aún una ruta hacia el oeste, e incluso Trajano empezaba ya a pensar que quizá debieran abandonar la búsqueda. El mar era prácticamente infranqueable a causa del hielo. Sin embargo, encontraron otro grupo de aquellos pájaros rollizos que no volaban y establecieron el campamento de invierno en la orilla. Permanecieron allí tres meses, lo que redujo mucho sus provisiones de alimentos. Pero cuando el tiempo mejoró, aunque seguía siendo bastante desapacible, y finalmente decidieron continuar, llegaron casi en seguida a lo que ahora se conoce como el estrecho deTrajano, cerca del punto más meridional del continente. Trajano envió a uno de sus capitanes a inspeccionar y comprobó i que era estrecho pero profundo, con un fuerte régimen de mareas y I agua completamente salada. ¡No era un río, era un paso hacia el mar de Occidente!

El viaje a través del estrecho fue angustioso, pasando por rocas afiladas como agujas, a través de nieblas impenetrables, sobre unas aguas que se elevaban sorprendentemente entre las paredes del canal. Pero ya se veían árboles verdes y también la luz de las hogueras de los indígenas, y no pasó mucho antes de que arribaran al otro mar: «El cielo era extraordinariamente azul, las nubes eran algodonosas y las olas del mar no eran más que unas ondas rizadas, bruñidas por el sol brillante». La escena era tan plácida que Trajano dio al nuevo mar el nombre de Pacífico, en honor a su tranquilidad.

Su plan ahora era navegar hacia el oeste, pues a él le parecía probable que, de penetrar en este mar sin cartografiar, se encontraran con Cipango y Catay a una distancia corta en aquella dirección. Tampoco quería aventurarse hacia el norte a lo largo del litoral del continente, porque eso le conduciría al territorio de los belicosos peruanos y sus cinco navios no estarían a la altura de un imperio entero.

No obstante, una ruta inmediata en dirección al oeste demostró ser impracticable debido a los vientos en contra y las corrientes hacia el este. De modo que acabó dirigiéndose hacia el norte durante un tiempo, navegando próximo a la orilla y vigilando de cerca el territorio peruano. El sol brillaba severamente en el cielo sin nubes. No había lluvia. Cuando por fin pudieron desviarse hacia el oeste de nuevo, el mar se mostró por completo despejado de islas y vasto más allá de todo lo imaginable. Por la noche, aparecieron extrañas estrellas, sobresaliendo cinco en forma de cruz entre todas las demás. Los suministros de alimentos que quedaban menguaron rápidamente; las tentativas de pesca fueron vanas y los hombres llegaron a comer astillas de madera y puñados de serrín, y cazaron las ratas que infestaban las bodegas. El agua quedó racionada a un solo sorbo al día. El riesgo, ahora, ya no era un motín sino la inanición más absoluta.

Por fin llegaron a unas pequeñas islas, pobres, en las que no crecía otra cosa que arbustos raquíticos y retorcidos. Pero también estaban pobladas: quince o veinte individuos de gentes ingenuas y desnudas, pintados con rayas. «Nos dieron la bienvenida con una salva de piedras y flechas. Dos de nuestros hombres cayeron y no nos quedó otro remedio que acabar con todos ellos. Y después, en vista de que no había nada de comida en la isla excepto algunos tristes peces y cangrejos que esta gente había capturado aquella mañana y ninguna otra cosa de tamaño y sustancia considerables, asamos los cadáveres de los muertos y nos los comimos; de otra manera habríamos muerto de hambre.»

No sabría decir cuántas veces he leído y releído estas líneas esperando que me dijeran algo distinto de lo que me decían. Pero siempre repetían lo mismo.

Al cuarto mes de viaje a través del Pacífico, aparecieron otras islas, fértiles esta vez, y cuyos pobladores cultivaban algún tipo de dátiles con los que hacían pan, vino y aceite. También disponían de ñames, bananas, cocos y otros alimentos tropicales con los que ahora estamos familiarizados. Algunos de estos isleños se mostraron amistosos con los marineros, pero no la mayoría. El diario de Trajano se convierte aquí en un inventario de atrocidades. «Los matamos a todos; incendiamos sus aldeas como un ejemplo para sus vecinos, y cargamos nuestros navios con sus productos.» Las mismas frases se repetían sin cesar. No existe ni una expresión de disculpa o arrepentimiento. Era como si después de haber probado carne humana se hubieran transformado en monstruos ellos mismos.

Más allá de estas islas se extendía más vacío todavía. Trajano advertía ahora que el Pacífico era un océano cuyo tamaño estaba más allá de toda comprensión, en comparación con el cual incluso la mar Océana era un simple lago. Y después, tras otra sucesión descorazonadora de muchas semanas, llegó el descubrimiento del gran grupo de islas que nosotros llamamos las Augustinas: siete mil islas grandes y pequeñas que se extendían formando un vasto arco de casi dos mil kilómetros del Pacífico. «Se acercó a nosotros un cacique, una figura de porte majestuoso con marcas en el rostro y una camisa de algodón con flecos de seda. Llevaba una jabalina, una daga de bronce con incrustaciones de oro y un escudo que centelleaba también por el dorado metal. Asimismo llevaba pendientes, pulseras y brazaletes de oro.» Su pueblo le ofreció especias —canela, jengibre, clavo, nuez moscada y macis—, y también rubíes, diamantes, pepitas de oro, a cambio de las chucherías que los romanos habían llevado a tal efecto. «Mi propósito se había cumplido», escribió Trajano. «Habíamos descubierto un nuevo y fabuloso imperio en medio de la inmensidad de este mar.»

Y ellos procedieron a conquistarlo de la manera más brutal. Aunque al principio los romanos mantuvieron pacíficas relaciones con los indígenas de las Augustinas mostrándoles el funcionamiento de los relojes de arena y las brújulas, impresionándolos haciendo disparar los cañones de los buques, representando parodias de combates entre gladiadores en los que luchaban hombres con armaduras contra otros con tridentes y redes, las cosas rápidamente adoptaron un funesto cariz. Algunos de los hombres de Trajano que habían bebido demasiado vino de dátiles, se abalanzaron sobre las mujeres de la isla y las violaron con todo el ardor que suelen mostrar los hombres que no han tocado los pechos de una mujer durante casi un año. Las mujeres, cuenta Trajano, parecían mostrarse bastante dispuestas en un principio, pero la tripulación las trató con tal vergonzosa violencia y crueldad que se resistieron, y entonces estallaron las reyertas cuando llegaron los isleños para protegerlas (algunas de ellas apenas habían cumplido los diez años); al final se produjo una sangrienta masacre que culminó con el asesinato del cacique de la isla.

Esta parte de los diarios es de una lectura insufrible. Por un lado, está llena de detalles fascinantes sobre las costumbres de los isleños: cómo las mujeres ancianas sacrificaban a los cerdos y bailaban tocando una especie de corneta y embadurnaban la frente de los hombres con la sangre de la bestia sacrificada, y cómo los varones de todas las edades tenían perforados sus órganos sexuales de un lado a otro con un perno de oro o estaño tan grande como una pluma de oca, y así innumerables detalles que parecían proceder de otro mundo. Pero intercalado con todo esto aparece la carnicería de los isleños, su destrucción implacable bajo un pretexto u otro. En su viaje de isla en isla, los romanos siempre eran recibidos pacíficamente, pero las cosas degeneraban pronto en violaciones, asesinatos y saqueos.

Sin embargo, Trajano, no parece ver nada malo en ello. Página tras página, con el mismo tono sereno y uniforme, describe estos horrores como si fueran la consecuencia natural e inevitable de la colisión de culturas extrañas entre sí. Mientras leía, mis propias reacciones de asombro y consternación me hicieron comprender con sorprendente claridad qué diferente es nuestra era de la suya, y qué poco digno soy en verdad yo de llamarme hombre del Renacimiento. Trajano entendió los crímenes de sus hombres como necesidades desafortunadas en las peores circunstancias; yo los veo como monstruosos. Y he acabado concluyendo que un profundo y complejo aspecto de la decadencia de nuestra civilización es nuestro desprecio hacia esta clase de violencia.Y sin embargo, somos romanos. Detestamos el desorden y no hemos perdido el dominio de las artes de la guerra; pero cuando Trajano Draco habla con tanta indiferencia de responder con cañones a un ataque con flechas o del incendio de aldeas enteras en castigo por un nimio hurto en uno de sus navios o de cómo saciaban nuestros hombres su lujuria con niñas pequeñas porque no querían tomarse siquiera la molestia de buscar a sus hermanas mayores, no puedo evitar sentir que algo tenemos que decir en favor de nuestra decadencia.

Durante estos tres días y noches de continua lectura del diario no vi a nadie: ni a Espináculo ni a César ni a ninguna de las mujeres con las que aplaco el aburrimiento de mis años en Sicilia. Seguí y seguí leyendo hasta que mi cabeza daba vueltas.Y no podía parar, por horrorizado que me sintiera a menudo.

Ahora que la parte desierta del Pacífico quedaba a sus espaldas, aparecían una isla detrás de otra, no sólo la miríada de las Augustinas, sino otras más lejos, hacia el oeste y el sur, multitud de ellas. Y aunque no hay ningún continente en ese océano, hay largas cadenas de islas, muchas de ellas mucho más grandes que nuestras Britania y Sicilia. Una y otra vez leía sobre botes adornados con oro y plumas de gallo que transportaban a los caciques isleños, quienes ofrecían hermosos presentes, o acerca de peces astados u ostras del tamaño de una oveja y árboles cuyas hojas, al caer al suelo, se aupaban sobre patitas y se marchaban arrastrándose, y reyes que se llamaban rajas, a los que no se podía hablar mirando a la cara, sino sólo a través de tubos parlantes que había en las paredes de sus palacios. Islas de especias, islas de oro, islas de perlas… maravilla tras maravilla… y todas ellas tomadas y reclamadas por el invencible emperador romano en nombre de la eterna Roma.

Después, finalmente, esos extraños reinos insulares cedieron paso a territorio familiar. Asia estaba a la vista, la costa de Catay. Trajano desembarcó allí, intercambió presentes con el soberano de Catay y consiguió de él algunos maestros catayanos en las artes de la impresión, la elaboración de pólvora y la manufactura de porcelana fina, cuyos conocimientos, una vez de vuelta en Roma, confirieron un ímpetu sobresaliente a aquella nueva era de prosperidad y desarrollo que ahora llamamos Renacimiento.

Trajano continuó hasta la India, y después hasta Arabia, cargando de tesoros sus navios allí por donde pasaba. Y descendió por un lado de África y subió por el otro. Por la misma ruta que nuestros viajes anteriores de larga distancia, pero esta vez recorrida a la inversa.

Trajano, una vez franqueado el cabo más meridional de África, supo que la circunnavegación del mundo había sido llevada a término y se apresuró hacia Europa, llegando primero al extremo sudoccidental de Lusitania y luego, siguiendo la costa, hasta el sur de Hispania, hasta que regresó con sus cinco navios y su tripulación superviviente hasta la desembocadura del río Betis y poco después, hasta el punto de partida en Sevilla. «Éstos son marineros que con toda seguridad merecen fama eterna», concluye, «con más justicia que los argonautas de antaño que navegaron junto a Jasón en busca del vellocino de oro. Con estos maravillosos navios nuestros, navegamos hacia el sur a través de la mar Océana en dirección al polo Antartico y, después, pusimos rumbo hacia el oeste, siguiendo durante tanto tiempo esa misma ruta que vinimos a dar, dando la vuelta, al este y, de aquí, nuevamente continuamos hacia el oeste, pero no navegando hacia atrás, sino yendo siempre hacia adelante, dando la vuelta entera al globo del mundo, hasta que prodigiosamente arribamos a nuestra tierra patria, Hispania, y el puerto del que partimos, Sevilla».

Había un curioso colofón. Trajano había escrito una anotación cada día del viaje. Según sus cálculos, la fecha de su regreso a Sevilla fue el nueve de enero de 2282. Pero cuando desembarcó, le informaron de que era diez de enero. Al navegar continuamente hacia el oeste alrededor del mundo, perdieron un día en algún momento. Esto quedó como un misterio, hasta que el astrónomo Macrobio de Alejandría señaló que la hora de amanecer varía en cuatro minutos cada grado de longitud; de manera que la variación de un circuito completo global de trescientos sesenta grados sería de 1.440 minutos, es decir, un día entero. Si alguien hubiera osado dudar de la palabra de Trajano, ésta era la prueba más firme de que la flota había dado una vuelta entera alrededor del mundo y había llegado a aquellas extrañas nuevas islas de ese mar desconocido. Y al hacer eso había abierto un arcón lleno de maravillas que el gran emperador explotó a conciencia durante las dos décadas de poder absoluto que le quedaban, antes de su muerte, a la edad de ochenta años.


¿Y yo qué hice? Habiendo accedido finalmente al documento clave del reino deTrajano VII, ¿me puse de inmediato a acabar la tarea de acabar mi relato de su vida extraordinaria?

No. Y ésta es la razón.

En el transcurso de los cuatro días en los que acabé de leer el diario, y mientras la cabeza aún me daba vueltas con todo lo que allí había descubierto, llegó un emisario de Italia con la noticia de la muerte del emperador Ludovico en Roma, a causa de una apoplejía, y de que su hijo el cesar Demetrio le sucedería en el trono como Demetrio II Augusto.

Dio la casualidad de que yo estaba con el cesar cuando llegó el mensaje. No mostró ni pena por el fallecimiento de su padre ni alegría por su propia ascensión al poder máximo. Simplemente esbozó una tenue sonrisa con un mínimo fruncimiento de la comisura de los labios y me dijo:

—Bueno, Draco, parece que debemos preparar nuestro equipaje para otro viaje. Qué poco tiempo ha pasado desde el último.

Ni yo ni ninguno de nosotros quisimos creer que llegaría el día en que Demetrio se convirtiera en emperador. Todos confiábamos en que Ludovico encontrara algún medio que no lo hiciera necesario: quizá descubriera algún hijo ilegítimo hasta la fecha, que hubiera vivido en Babilonia o Londinium todos esos años, y pudiera sacarlo del anonimato y darle preferencia. Después de todo, Ludovico se había interesado tan poco por las payasadas de su hijo y heredero, que lo había mandado a Sicilia aquellos tres años, prohibiéndole poner el pie en el continente, aunque consintiéndole cualquier cosa que se le ocurriera en su exilio en aquella isla.

Pero ahora ese exilio había llegado a su fin. Y en aquel mismo instante, también habían finalizado todos los planes del cesar para embellecer Sicilia.

Fue como si esos planes nunca hubieran existido.

—Te sentarás entre mis principales ministros, Draco —me dijo el nuevo emperador—. Creo que te nombraré cónsul durante mi primer año. Yo mismo detentaré el otro consulado. Y también ocuparás la cartera de Obras Públicas ya que, fuera de toda duda, la capital necesita a todas luces que la embellezcan. Ya tengo en mente un plan para mi nuevo palacio, y quizá después podamos hacer algo para mejorar la vieja y raída capital, y también creo que hay algunos interesantes dioses extraños que agradecerían que se erigieran templos en su honor, y después…

Si yo hubiera sidoTrajano Draco, quizá habría asesinado a nuestro loco Demetrio en aquel mismo momento y habría ocupado yo el trono, por el bien del Imperio y el mío propio. Pero sólo soy Tiberio Ulpio Draco, y noTrajano con su mismo apellido. Así que Demetrio se convirtió en emperador, y el resto es conocido por todos.

En cuanto a mi libro sobreTrajano el Dragón, bien… quizá lo acabe algún día, cuando el emperador ande falto de proyectos para que se los diseñe. Pero dudo que llegue ese día, y si así es, no estoy seguro de que sea un libro que aún quiera hacer público, ahora que he leído el diario de la circunnavegación deTrajano.Y si contara el relato de las imponentes conquistas de mi antepasado, ¿me atrevería a contarlo todo? Creo que no. De modo que sólo es alivio lo que siento al dejar que el borrador incompleto de mi libro acumule polvo en su caja. En esta investigación que llevé a término, mi intención era descubrir la naturaleza íntima de mi gran pariente real, el Dragón. Pero, según parece, ahondé demasiado y acabé conociéndole demasiado bien.

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