A corta distancia al norte de Kalyazin, en un lugar donde el Volga fluye mansamente, formando un ancho y curvo remanso, con sus aguas contenidas por la elevada margen derecha, se encuentra situada una extensa isla cubierta de pinos silvestres. Las aguas del Volga bañan tres de sus orillas, mientras que la cuarta se abre sobre un recto canal formado naturalmente, como consecuencia de la elevación del nivel de las aguas al construirse la presa de Uglich. Más allá de la isla y el canal se extiende otra foresta de pinos. Desde el agua aparece oscura, densa e inacabable, aunque en realidad, no sea tan grande ni tan impenetrable, puesto que los caminos y senderos que la cruzan poseen basamentos de arena, por lo que se mantienen permanentemente secos, incluso después de una copiosa lluvia.
Uno de aquellos caminos contornea todo el borde del bosque, a lo largo de un campo de centeno, hasta alcanzar la orilla del agua, en la parte opuesta de la isla.
En los fines de semana, durante la época de verano, y los días agradables, ómnibus enteros de veraneantes se dirigen a todo lo largo del canal, en cuyas márgenes pueden detenerse a pescar o tomar baños de sol.
También son frecuentes los botes de motor y veleros de todo tipo que echan sus anclas cercanos al camino que recorre la costa, y desde el agua pueden distinguirse las lonas naranja y plata de las tiendas de campaña.
Sin embargo, la isla atrae más turistas que la tierra firme. Ilusionados con la idea de que la isla les brindará un mayor aislamiento, escudriñan, afanosamente, en busca de un pequeño espacio de tierra entre la densa maraña de carpas. Inmediatamente después de desembarcar, deben ocuparse de desembarazar de latas y otras basuras el lugar elegido para el campamento, convencidos de que esa actitud de descuido hacia la naturaleza no es más que un acto de barbarie, y maldiciendo profusamente la desidia de los anteriores ocupantes. Esto no impedirá, sin embargo, que ellos mismos, al levantar el campamento, dejen el sitio sembrado con sus propias latas, botellas y bolsas de basura.
Al atardecer, los turistas encienden sus fogatas de campamento, pero a diferencia de los mochileros, que limitan su equipo a la capacidad de sus mochilas, nunca cantan ni se divierten. Generalmente acampan en grupos familiares, con sus hijos y perros, y una enorme cantidad de comida que calientan por medio de sus correspondientes calentadores a gas.
El adusto guardabosques manco, que solía nadar en el río al extremo del camino, ha aprendido a soportar a los turistas. Sabía que, a pesar de todo, son gente responsable, que siempre apagan sus fogatas con agua o pisoteándolas, antes de alejarse.
Al disponerse a nadar, el guardia manco se desprendía de su chaqueta galonada con su insignia de hojas de roble, se sacaba rápidamente los pantalones y los zapatos, y entraba al agua cuidadosamente, tanteando el fondo con sus pies, en busca de cascos de botellas rotas o piedras cortantes. Cuando el agua le llegaba a la cintura, se detenía, inspirando profundamente, y se zambullía.
Nadaba con una brazada lateral, impulsándose de lado con su único brazo válido; generalmente Natasha y Olenka lo esperaban en la costa. Natasha acostumbraba a lavar la vajilla en el río, ya que la casa del guardabosques, situada en el extremo del camino, carecía de pozo de agua. Si ella finalizaba su lavado antes que el guardia emergiera del agua, se sentaba a esperarlo en una roca, contemplando la cadena de islas del otro lado del canal. Por alguna oculta razón, aquellas islas le recordaban una calle ciudadana por la noche, evocando en ella una profunda nostalgia y el deseo de huir hacia Moscú o Leningrado. Cuando veía que él ya había terminado, penetraba en el agua hasta las rodillas, alcanzándole los baldes vacíos, que él llenaba donde el agua era más profunda y transparente. Si aparecía algún turista en las proximidades, el guardabosques apretaba la chaqueta sobre su torso, dirigiéndose directamente hacia su campamento. Procuraba continuamente no atemorizar a la gente con su defecto, hablándoles siempre suave y gentilmente, y presentándoles su perfil izquierdo, a fin de ocultar la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha.
Durante el camino de vuelta se detenía repetidas veces a recoger basura, y toda clase de trastos desperdigados, arrojándolos luego en un agujero que excavaba todas las primaveras a un costado del camino. Si estaba apurado, o la temporada había terminado, y las costas estaban desiertas, el guardia no se demoraba cerca del agua, sino que llenaba rápidamente los baldes y se encaminaba directamente a su casa. Natasha venía sólo los sábados, y Olenka, aún muy pequeña, se atemorizaba si debía quedarse sola en la casa.
Para regresar, recorría un mullido sendero que serpenteaba entre los rosados troncos de los pinos, cuyo color se hacía más oscuro a medida que se aproximaba al suelo. Bajo sus pies, pequeños arbustos de arándanos y hongos hurgaban su camino hacia la superficie a través de las capas de grises agujas de pino.
El guardia no comía hongos; le disgustaban, y no los recogería para sí mismo. Sin embargo, a Olenka le agradaban, y para complacerla, él aprendió a encurtirlos, y luego de secarlos en el desván, se los entregaba a Natasha en sus días de visita.
Olenka era la sobrina del guardabosques, la hija de su hermano, un chofer muerto hacía ya tres años en un accidente. Tanto el guardia, Timofey Fyodorovich, como su hermano Nikolay eran nativos de la región. Timofey había vuelto manco de la guerra, tomando entonces ese trabajo como guardabosques; su hermano Nikolay no había tenido edad suficiente para combatir. El mayor, Timofey, había permanecido soltero, mientras que Nikolay se había casado con Natasha en el año 1948. Habían tenido una niña, y vivieron juntos placenteramente hasta el accidente que costó la vida de Nikolay. Antes de la muerte de su hermano, el guardabosques raramente veía a Nikolay y su familia; sin embargo, un año después de su muerte, en una ocasión en que se encontraba de paso por la ciudad, se detuvo a visitar a Natasha, invitándola con su hija a pasar unos días con él en el bosque. Sabía que su cuñada, empleada como enfermera en un hospital, vivía muy corta de dinero.
De allí en más, cada verano Natasha llevaba a Olenka a casa de tu tío Timofey durante un mes o más, mientras que ella los visitaba todos los sábados. Durante esos días ella se dedicaba a ordenar y asear la casa, barrer y baldear el piso, y trataba de ayudar en todo lo que podía, ya que sabía que Timofey jamás aceptaría dinero por Olenka. En lugar de descansar, Natasha se afanaba por la casa, realizando las tareas domésticas. Esta actitud enojaba a Timofey, pero a la vez lo conmovía profundamente.
Agosto ya llegaba a su fin; el tiempo se tornaba desapacible, y por las noches el aire se hacía frío y húmedo. Los turistas ya se habían marchado. Era el último sábado de la temporada de verano, y Timofey había prometido enviar a Olenka al colegio dentro de tres días, ya que había llegado el momento de que ingresara a primer grado; aquélla era la última noche que Natasha pasaría en casa de Timofey hasta la primavera siguiente. Tal vez el guardia pudiera visitarlas cuando fuera a Kalyazin para las vacaciones de noviembre, o quizá ya no volviera a verlas hasta el Año Nuevo. Natasha lavaba la vajilla en el río, teniendo a su lado un pan de jabón apoyado sobre la arena. Tomaba cada uno de los platos que se habían acumulado durante la cena y el almuerzo, y, mientras se mantenía con el agua a los tobillos, pasaba un trapo rejilla sobre el jabón, y frotaba los distintos utensilios, enjuagándolos luego cuidadosamente. Olenka había sentido frío, y se había alejado hacia los arbustos en busca de hongos, mientras el guardabosques esperaba sentado sobre una roca, con la chaqueta colgando sobre sus hombros. Ambos guardaban silencio.
Al enjuagar las copas, Natasha se inclinaba hacia adelante, y el guardabosques observaba sus piernas todavía jóvenes, fuertemente tostadas, sintiéndose incómodo consigo mismo al no poder reunir el coraje necesario para pedirle que se quedara con él permanentemente. Pensó en lo fácil que le habría resultado si Nikolay no hubiera existido nunca. Por ello, trató de apartar los ojos de Natasha, mirando más allá de ella, en dirección al lúgubre gris del agua, a la oscura pared de la foresta de la isla, y al solitario fuego de un campamento establecido en la margen opuesta; un fuego encendido no por turistas, sino por un grupo de pescadores locales.
Aquella tarde Natasha también se sentía incómoda, expectante. Cuando la mirada del guardia cayó nuevamente sobre ella, se enderezó, recogiendo un mechón de su lacio cabello rojizo bajo el pañuelo blanco con lunares rojos que cubría su cabeza. Su cabello, blanqueado por el sol del verano, se había tornado más claro que su piel tostada, que realzaba aún más el blanco de sus ojos y sus dientes.
Timofey desvió la mirada. Le pareció que Natasha lo miraba demasiado abiertamente, y se sintió más incómodo aún, porque se sentía feo, porque era un inválido, y sobre todo, porque era el hermano mayor de su marido muerto. Y además, porque deseaba que ella permaneciera allí para siempre.
Natasha se detuvo así, mirándolo. Incluso con sus ojos apartados de ella, no pudo evitar seguir viéndola. Tenía unos pechos pequeños, una cintura demasiado esbelta y largo cuello, pero sus piernas eran fuertes, y sus manos robustas; el blanco de sus ojos brillaba en el crepúsculo. Timofey enfrentó inadvertidamente su mirada, y un placentero estremecimiento corrió por sus hombros y su pecho, hasta ahogarse en su garganta, anticipando lo que podía y debería suceder ese día. No podía apartar sus ojos de ella, y cuando los labios de Natasha comenzaran a moverse, se atemorizó de las palabras que tomarían forma, y del sonido de su voz.
— Tim, vete a casa. Llévate a Olenka; está helada. Yo los seguiré pronto.
Timofey se levantó al instante, aliviado y agradecido a Natasha por haber encontrado las palabras adecuadas, afectuosas incluso dentro de su carencia de significado. Llamó a Olenka, y ambos se encaminaron a la casa; Natasha permaneció allí a terminar de enjuagar la vajilla.
Dag se ubicó más cómodamente en la gastada silla, y colocó la lista sobre la mesa, recorriendo los renglones con la uña. Al leer bizqueaba ligeramente, ya que su vista comenzaba a fallar, aunque él no lo notara, o, más probablemente, deseara sin reconocerlo ocultárselo a sí mismo.
—¿Tomaste un trasmisor-receptor de repuesto?
— Lo hice — contestó Pavlysh.
—¿Y una carpa extra?
— Aquí —señaló—. Lee esto primero… Sato, ¿te queda algo de hilo negro?
— No, se me ha acabado.
— Deberías llevar una tercera carpa — insistió Dag.
— No es necesario.
— Lleva un generador de más.
— Ya está en la lista. Número 22.
— Correcto ¿Cuántos cilindros de aire comprimido tomaste?
— Los suficientes.
—¿Leche condensada? ¿Dentífrico?
— Hombre, ¿acaso me estás preparando para una salida de camping?
— Llévate la compota. Nos arreglaremos sin ella.
— No se preocupen. Cuando la desee, me daré una vuelta por aquí para verlos.
— No va a ser tan fácil.
— Estaba bromeando — aclaró Pavlysh—. No tengo ninguna intención de hacerlo.
— Haz como quieras — dijo Dag, observando la pantalla. Los robots se arrastraban a lo largo de los cables de anclaje como pulgones sobre una brizna de césped.
—¿Te mudarás allí hoy mismo? — preguntó Dag. Estaba apurado por regresar a casa. Habían perdido ya dos días preparando el botín para su transporte de vuelta a la Tierra, y debían contar al menos con otras dos semanas para la desaceleración y maniobras.
Sato entró a la cabina de control y anunció que la chalupa estaba ya lista y cargada.
—¿De acuerdo con la lista? — preguntó Dag.
— Completamente, Pavlysh me dio una copia.
— Perfecto — aprobó Dag—. Agrega una tercera tienda.
— Ya lo hice — aclaró Sato—. Estamos algo escasos de carpas, pero no las necesitaremos.
— En tu lugar, me mudaría allí inmediatamente — aconsejó Dag.
— Estoy listo — dijo Pavlysh. Dag tenía razón. Sería mejor trasladarse de inmediato; en ese caso, si hubieran pasado algo por alto, siempre estaba a tiempo de regresar a la nave a conseguir lo que hubieran olvidado. Debería pasar varias semanas a bordo de una nave espacial abandonada, que había perdido sus medios de supervivencia al marcharse sus tripulantes en una época desconocida, y por alguna razón igualmente desconocida. Si no hubieran avistado a la nave siguiendo un curso errabundo, como una moderna versión del Holandés Errante, él mismo habría seguido vagando a través de la negra soledad del espacio hasta ser atraído a la órbita de alguna remota estrella o planeta, o hasta chocar con un meteoro que lo convirtiera en fragmentos.
El sector de la galaxia que atravesaban para regresar estaba desierto; se encontraba apartado de las rutas establecidas y los navíos raramente se aventuraban por él. Era un hallazgo único, casi increíble: una nave sin piloto, abandonada por su tripulación, pero aún intacta.
Dag calculaba que aún tomando su trofeo a remolque, tendrían suficiente combustible para alcanzar las bases más remotas. Eso, si arrojaban por la borda toda su carga, abandonando a la inmensidad del espacio casi todo lo que habían obtenido a lo largo de veintidós meses de arduo trabajo, tiempo durante el cual se habían negado a sí mismos hasta la vista de cualquier otro rostro humano que no fuera el de sus propios compañeros de tripulación.
Alguno de ellos debía abordar el trofeo, manteniendo contacto radial, a fin de controlar que la nave estuviera realmente fuera de acción. Ese alguien sería Pavlysh.
— Salgo para allí —anunció Pavlysh—. Instalaré la tienda y probaré el transmisor-receptor.
— Por el amor de Dios, ten cuidado — recomendó Dag, en un repentino despliegue de emoción—. Si algo…
— Simplemente, no la pierdan — replicó Pavlysh, echando una mirada a la cabina, para ver si había olvidado algo.
Sato maniobró diestramente la chalupa, en dirección a la escotilla de carga del navío náufrago. Se notaba claramente que alguna vez había habido allí, una lancha de salvamento; ahora ya no estaba. Sólo quedaba una especie de dispositivo mecánico asomando por uno de los lados de la compuerta. Empujando delante de sí el fardo que contenía las tiendas y los cilindros de aire, Pavlysh recorrió un amplio corredor dirigiéndose hacia una cabina adjunta al cuarto de control, decidíendo establecerse en ella. A juzgar por la forma y dimensiones del lugar, sus habitantes originales habían sido de menor talla que los humanos aunque considerablemente más macizos; en caso de haber habido muebles, hubiese sido posible reconstruir una imagen más exacta de los ocupantes de la nave. Sin embargo, quizás el cuarto no fuera una cabina, sino sólo un compartimiento para almacenaje. No habían tenido tiempo aún para inspeccionar detenidamente la nave; ése sería ahora el trabajo de Pavlysh. Era un navío enorme, y un viaje a lo largo de él prometía resultar cualquier cosa menos aburrido.
Era necesario establecer un campamento base. Sato ayudó a montar la tienda de oxígeno, instalaron una cámara estanca cerca de la puerta, y verificaron luego que la carpa se llenara con la rapidez requerida. Todo estaba en orden. Ahora Pavlysh disponía de un cuartel general donde podría despojarse del traje espacial, aunque siempre dependería de él durante sus caminatas a lo largo de la nave. Mientras Pavlysh desempacaba el resto de su equipo dentro de la cabina, Sato preparó la iluminación y probó el transmisor. Cualquiera hubiese pensado que Sato mismo planeaba permanecer allí, pero una vez terminada su tarea, se reunió con Dag en la nave principal.
Aceleraron durante seis horas. Dag se encargaba de controlar la tensión de los cables de remolque. Cuando cesaron de acelerar, Pavlysh se dirigió a la cabina de control y observó los desechados cilindros plateados volando a su alrededor, retrasándose gradualmente, como amigos despidiéndose en la plataforma de una estación ferroviaria. Las fuerzas-G provocadas por la aceleración eran ahora tolerables, por lo que decidió comenzar su tarea.
El panel principal de control les proporcionó escasa información; sin embargo, presentaba un aspecto realmente insólito. En realidad, todo el cuarto de control era extraño. Parecía como si algún vándalo hubiera pasado por allí. Pero no se trataba de un vandalismo común, sino la obra de un radioaficionado novato a quien se le hubiera entregado una costosa y compleja pieza de equipo para desarmar. Empleando transistores como clavos había convertido el equipo en una exposición de gemas, utilizando los tableros de los circuitos impresos como anaqueles, y empapelando con láminas de platino las paredes del pequeño cuarto.
Presumiblemente, y Dag lo había comentado ya la primera vez que estuvieron allí, el comando de la nave había sido por completo automático; luego alguien, sin contemplación alguna, había arrancado brutalmente las envolturas y cubiertas de los paneles de instrumentos, conectando cables que no deberían ser conectados, y haciendo todo lo posible por convertir un preciso cronómetro en un primitivo reloj despertador. Esta vivisección había dejado tras de sí un rastro de tornillos sobrantes, muchas veces en cantidades realmente significativas. El duende responsable del desastre había diseminado todos aquellos restos por el piso del cuarto, como si se encontrara urgido por el tiempo para completar el desguace y esconderse antes del regreso de sus padres.
Sorpresivamente, el cuarto no contenía ningún elemento similar a una silla o sillón. Era posible que sus ocupantes ignoraran absolutamente lo que era una silla. Quizá se sentaban en el suelo. O rodaban. Pavlysh arrastraba consigo su cámara fotográfica, y trataba de registrar todo lo que le fuera posible… sólo por si acaso. Si algo llegara a suceder, al menos conservarían la película. Excepto por el casi inaudible murmullo del receptor de su casco, todo estaba sumido en un silencio mortal, tanto que Pavlysh imaginaba a veces escuchar a su alrededor pasos y sonidos deslizantes. Varias veces estuvo tentado de desconectar los auriculares de su interfono, pero lo pensó mejor; si realmente un ruido, un sonido o una voz rompía el silencio, él prefería oírlo. Sin embargo, el simple pensamiento de este hecho improbable le resultaba inquietante; Pavlysh se descubrió a sí mismo realizando un gesto absurdo: había llevado su mano a la culata de su detonador.
—¡La costumbre! — exclamó, pronunciando inadvertidamente las palabras en alta voz.
La contestación de Dag irrumpió por el intercomunicador:
—¿Qué sucede?
— Siempre me olvido que ustedes no están cerca. Todo es muy raro por aquí.
Pavlysh se consideró imparcialmente a sí mismo: un pequeño ser humano enfundado en un brillante traje espacial; un diminuto gorgojo dentro de una enorme vasija de heno.
El pasillo que partía de la cabina terminaba en un vacío cuarto circular. Impulsándose en el marco de la escotilla, lo cruzó en dos saltos. Más allá de él se extendía otro nuevo corredor. Todas sus paredes mostraban un pálido color azul, ligeramente blanquecino, como si hubieran sido blanqueadas por el sol. La luz de la lámpara de su casco, expandiéndose en un vasto círculo, se reflejaba en ellas. Más adelante, el corredor se curvaba hacia arriba. Pavlysh hizo la correspondiente anotación en el boceto que trazaba de la disposición del navío. Hasta ese momento, el esquema sugería que la nave era de forma oval; la sección de proa de la elipse contenía una bodega de carga y un hangar para una chalupa y cohete de salvamento; un panel de control, una galería que conectaba el panel con el cuarto circular; y tres corredores más ramificándose a partir de la consola de control. Aunque ya conocían la ubicación del cuarto de máquinas, no la habían incluido todavía en el boceto. Quedaba aún tiempo más que suficiente para una inspección detallada. Alrededor de cien pasos más adelante el corredor conducía a una compuerta parcialmente abierta; algo blanco y chato aparecía caído a su lado.
Pavlysh se aproximó lentamente, moviendo su cabeza para concentrar la luz de su casco sobre el objeto, y al fin pudo reconocer un trozo de género blanco, brillante en el vacío. Al levantar su pie para pasar sobre él, lo rozó accidentalmente, y el trozo se desmenuzó, transformándose en un diminuto montón de polvo.
— Lástima — murmuró.
—¿Qué sucedió? —inquirió Dag.
— Ocúpate de tus propios asuntos — contestó Pavlysh— o desconectaré el trasmisor.
— Ni lo intentes. Estaré tras tus pasos desde este mismo instante. No te olvides de las anotaciones en el boceto.
— No me he olvidado — dijo Pavlysh, haciendo una nueva anotación en el plano respecto de la escotilla.
A partir de ese lugar, el corredor se ensanchaba, bifurcándose, y Pavlysh eligió el principal, el más ancho, para proseguir su recorrido; el nuevo pasillo lo condujo a otra compuerta, herméticamente cerrada.
— Esto es todo, por hoy — Anunció Pavlysh.
La voz de Dag no respondió.
—¿Qué pasa que estás tan silencioso? — preguntó Pavlysh.
— No quiero impedirte hablar contigo mismo.
— Gracias. He llegado a una escotilla cerrada.
— No te apures por abrirla.
Pavlysh iluminó la pared alrededor de la compuerta; notó un relieve cuadrado en la pared, y pasó sobre él su enguantada mano.
Súbitamente tuvo la sensación de que alguien se encontraba parado a sus espaldas. Se volvió rápidamente, haciendo que su casco arrojara un rayo de luz a lo largo del corredor. Estaba completamente desierto. Sus nervios estaban en el límite. No comunicó nada a Dag, y atravesó el umbral.
Al hacerlo, Pavlysh se encontró en el centro de un espacioso cuarto con sus paredes cubiertas de anaqueles; varios de los cuales se hallaban ocupados por cajas. Miró dentro de una de ellas, pero le resultó imposible imaginarse su contenido original: un indefinido polvo llenaba una tercera parte de ella.
Su lámpara descubrió otro jirón de tela blanca en un lejano rincón del cuarto, pero ahora decidió mantenerse alejado hasta que pudiera fijarlo con alguna sustancia preservadora. Cuando retornaran a la tierra resultaría interesante analizarlo.
Sin embargo, enfocó el rayo de luz de su casco en el trozo de género, y pensó que distinguía algo escrito en él. Quizá se había equivocado. Dio un paso acercándose. Una inscripción negra se hizo claramente visible; Pavlysh se inclinó hacia adelante, agachándose luego.
— Mi nombre es Natasha — murmuró, leyendo los caracteres rusos impresos en el género.
En ese momento perdió ligeramente el equilibrio, y su mano rozó el jirón de tela. Este se desmoronó, convertido en polvo. Y con él la inscripción.
— Mi nombre es Natasha — repitió Pavlysh.
—¿Qué? —preguntó Dag.
— Era lo que decía aquí: «Mi nombre es Natasha».
—¿Dónde, por el amor de Dios?
— En ningún lado ahora. Lo toqué y se desvaneció.
— Slava — continuó Dag suavemente—, tranquilízate.
— Estoy completamente tranquilo — contestó Pavlysh.
Hasta ese momento, el navío no había sido más que un simple fantasma para Pavlysh, su realidad, una mera convención impuesta por las reglas del juego. Incluso a medida que bocetaba la red de corredores y compuertas en el plano, no podía desprenderse de una cierta percepción de la realidad impuesta artificialmente. Se sentía como un ratón inteligente en el laberinto de pruebas de un laboratorio, pero a diferencia del roedor real, Pavlysh sabía que el laberinto era finito, y que se desplazaba a través del espacio cósmico, en dirección al Sistema Solar.
Sin embargo, ahora las reglas acababan de ser invalidadas por la nota que él mismo había convertido en polvo. No existía ninguna razón valedera para que una nota tal hubiera llegado hasta allí; por lo tanto, sólo podía obtenerse una conclusión racional: la inscripción nunca había existido. Esa era precisamente la conclusión a que Dag había llegado. En su lugar Pavlysh hubiera estado de acuerdo, pero desgraciadamente no podía cambiar su lugar con él.
—¿Dijiste «Natasha»? — preguntó Dag.
— Sí, Natasha.
— Escucha, Slava. Tú eres un fisiólogo. Sabes lo que quiero decir. ¿Quizás debamos reemplazarte? ¿U olvidar la inspección de la nave?
— Todo está bien. No te preocupes. Ahora volveré en busca de algún fijador.
—¿Para qué?
— Si me encuentro con alguna otra inscripción, la preservaré para ustedes.
Mientras escudriñaba dentro de una caja de objetos varios empaquetados por el eficiente Sato, Pavlysh trató de visualizar nuevamente el trozo de papel o género con la inscripción, pero la imagen lo eludió. Cuando volvió a la cámara donde el pequeño montón de polvo blanco le dio su bienvenida la confianza de Pavlysh en la inscripción se tambaleaba.
—¿Qué estás haciendo? — inquirió Dag.
— Buscando una escotilla para poder seguir adelante.
—¿En qué idioma estaba escrito?
— En ruso.
—¿Qué tipo de escritura? ¿Qué clase de letras?
—¿Letras? De imprenta. Grandes.
Al fin encontró una compuerta. Se abrió fácilmente, dando paso al interior de unos extraños compartimentos divididos en secciones de distintas formas y tamaños. Algunos de ellos estaban cerrados con vidrio, mientras a otros sólo los separaban del corredor unas ligeras mamparas. En medio del pasillo se erguía una semiesfera, como de sesenta centímetros de diámetro, que recordaba la forma de una enorme tortuga. Pavlysh la tocó, y el objeto rodó a través del corredor con sorprendente facilidad, como apoyado sobre disimulados y bien lubricados rulemanes; al golpear contra la pared se detuvo, inmóvil.
La lámpara de su casco fue arrancando de la sombra diversos nichos y escondrijos, pero todos estaban vacíos. En un costado se veían varias piedras apiladas; en otro, astillas de madera. Bajo una observación más cuidadosa, estas astillas aparecieron como los restos de algún enorme insecto. Pavlysh avanzó lentamente, manteniendo a la nave madre constantemente informada de sus progresos.
— Tienes algo realmente grande allí —llegó la voz de Dag—. Apuesto a que esa nave fue abandonada hace más o menos cuarenta años.
—¿Tal vez treinta?
— Quizás incluso cincuenta. La computadora nos dará un informe preliminar.
— No se rompan demasiado la cabeza — dijo Pavlysh—. Incluso treinta años atrás todavía no nos habíamos aventurado fuera del Sistema Solar.
— Lo sé, pero igual verificaré el informe del Cerebro. Mientras no hayas sufrido una alucinación…
No había nada que verificar. Especialmente desde el momento en que ellos ya sabían que el rumbo original de la nave descubierta no provenía del Sistema Solar. En realidad, se había estado aproximando al sol durante muchos años, y luego había virado para apartarse de él.
Distaban sólo cuarenta o cincuenta años desde que la humanidad había colonizado Marte y aterrizado en Plutón. Más allá de la órbita del último planeta, yacía el espacio exterior, tan misterioso como fueron para los antiguos, las tierras de allende el océano. Y nadie, en ese desconocido sector del Universo, podía hablar o escribir ruso.
Pavlysh ascendió hasta el nivel siguiente, tratando de hallar su camino entre una maraña de corredores, cámaras y pequeños cuartos. Luego de media hora comentó:
— Eran recolectores de trastos viejos.
—¿Y qué hay de Natasha?
— Nada más, por el momento.
¿Podía haber perdido algún rastro de Natasha, pasando a su lado sin advertirlo? Incluso en la Tierra, cuando uno se abstrae del mundo cotidiano de los aeropuertos y las grandes ciudades, pierde la habilidad, así como la ecuanimidad, para juzgar el real significado de los objetos y situaciones que encuentra a su paso. Cuánto mayor será la dificultad cuando se trata de los objetos y fenómenos que pueden tener lugar en una nave extraña; la semiesfera que rodaba tan suavemente, y se apartaba de sus pies; los nichos con sus objetos olvidados, y sus herramientas para fines absolutamente misteriosos; el enredado laberinto de cables y tuberías; la brillante tonalidad de las paredes; las barras fijas en el techo; las secciones resbaladizas del piso; las semitransparentes membranas rasgadas. ¿Qué clase de criaturas habían tripulado la nave? Aquí, por ejemplo, había un cuarto que parecía haber sido diseñado para gigantes; más allá uno que debían haberlo habitado gnomos; allí afuera, una congelada piscina con los que parecían unos cuerpos oblongos atrapados en el hielo turbio.
Llegó en esos momentos a una espaciosa habitación, una de cuyas paredes se veía enteramente cubierta por el frente de una enorme máquina, salpicado de apagadas pantallas e hileras de controles e interruptores que ocupaban desde el suelo hasta unos cinco metros de altura sobre su cabeza.
La total ausencia de lógica y homogeneidad de todo lo que observaba a su alrededor resultaba frustrante. La sensación lo imposibilitaba incluso de formular una hipótesis de trabajo, aunque fuera poco coherente, o de hilvanar los hechos en una secuencia lógica, y esto era precisamente lo que su cerebro le exigía, exhausto ya de moverse a ciegas entre, todo ese laberinto incomprensible.
Detrás de las barras, ampliamente separadas entre sí, yacía una negra masa contraída por el efecto del vacío. Parecían los restos de una criatura de tamaño similar al de un elefante. Quizás había sido uno de los astronautas. Sin embargo, la estructura en forma de celda lo aislaba del corredor. ¿Por qué había sido confinado detrás de aquellas barras? Se le ocurrió una explicación que le resultó desagradable: el astronauta había sido encerrado en la celda como castigo; este lugar debía haber sido el calabozo de la nave. Y cuando la emergencia obligó al resto de la tripulación a abandonar apresuradamente la nave, se habían marchado sin más, olvidando al prisionero. O dejándolo atrás deliberadamente.
Pavlysh repitió a Dag sus razonamientos, pero éste no coincidía con él:
— Esa chalupa de emergencia tenía poca capacidad. Tú viste el tamaño del hangar.
Dag estaba en lo cierto. Sobré el piso, junto a la masa oscura, había un recipiente circular, vacío, de unos cincuenta o sesenta centímetros de diámetro.
Alrededor de unos treinta minutos más tarde, al abrir una escotilla, cerrada pero sin bloquear, Pavlysh descubrió el compartimiento donde Natasha había vivido.
Deteniéndose en el umbral, contempló la litera, prolijamente cubierta con un cobertor; el gastado, pero limpio pañuelo a lunares rojos, tirado en el suelo; la taza, con un asa rota, colocada en un estante. En cada viaje subsiguiente a la habitación fue descubriendo nuevas pertenencias de Natasha, y encontrando rastros de su presencia en todo el resto de la nave. Sin embargo, los lunares rojos del pañuelo y la taza con el asa rota, fueron los que causaron en él la impresión más profunda, desde el momento mismo en que encontró su camarote. La presencia de estos dos objetos constituía un hallazgo mucho más inverosímil que cualquier máquina o dispositivo extraño que pudieran hallar jamás.
— Bueno… Aquí está —anunció Pavlysh.
Deseoso de preservar todos los objetos de la habitación en la misma forma en que los había encontrado, presionó el disparador del envase de fijador.
—¿Qué es lo que estás mascullando? — preguntó Dag.
— Encontré a Natasha.
—¿Qué hiciste… qué?
— Bueno, no a ella en persona, sino el lugar donde vivió.
—¿Estás hablando en serio?
— Mortalmente serio. Su taza está aquí, incluso olvidó su pañuelo de cabeza.
— Escucha — dijo Dag—, sé que no te has vuelto chiflado, pero aun así, no puedo creerlo.
— Yo tampoco puedo.
—¿Puedes imaginarte algo así? —continuó Dag—. Es como si desembarcáramos en la Luna y nos encontráramos allí con una chica, sentada y bordando, por ejemplo.
— Suena tan descabellado como esto — concordó Pavlysh—, pero aquí está su taza. Y con el asa rota.
—¿Pero dónde está Natasha? — preguntó Sato.
— No lo sé —respondió Pavlysh—. No ha estado aquí desde hace mucho tiempo.
— Bueno, ¿qué más? — inquirió Dag—. Dime algo acerca de ella. ¿Cómo era?
— Era bonita — afirmó Sato.
— Naturalmente — concordó Pavlysh—. Muy bonita.
Una pequeña caja, oculta detrás de la litera, y a medias llena de objetos, captó seguidamente su atención; parecía como si Natasha se hubiera estado preparando para un viaje, pero algo la hubiera forzado a abandonar todas sus pertenencias y partir con las manos vacías. Pavlysh roció los objetos con el fijador, y los expendió sobre la litera: una falda, cortada en tela plástica, y cosida con grueso hilo de nylon; una bolsa con cintas para el pelo y los brazos; un chal, o capa corta, tejida con cables de colores.
— Vivió aquí mucho tiempo — trasmitió Pavlysh.
En el fondo mismo de la caja descubrió un fajo de blancas hojas de papel, cuadradas, cubiertas de una escritura pareja, aunque fuertemente inclinada hacia la derecha. Haciendo un esfuerzo, se contuvo de comenzar su lectura hasta haberlas fijado convenientemente, de manera de asegurarse que no se desmenuzarían entre sus dedos.
— Léelas en voz alta — pidió Dag, pero Pavlysh se rehusó. Estaba demasiado cansado. Sin embargo, prometió trasmitir las partes más interesantes una vez que hubiera repasado todo el material para sí. Dag no discutió.
Descubrí este papel hace ya dos meses, pero no podía hallar algo con qué escribir en él. Ayer finalmente me di cuenta de la existencia de una pila de mineral similar al grafito, almacenada en el cuarto de al lado, y custodiada por uno de los Glupys.
Tomé uno de ellos y lo afilé, así que ahora ya puedo escribir. (Al día siguiente, Pavlysh descubriría largas columnas de pequeños rasguños en la pared de la cabina de Natasha, suponiendo que los había hecho con el objeto de llevar la cuenta de los días.)
Hacía ya mucho tiempo que estaba deseando llevar un diario, pues tengo la esperanza de que algún día, aunque yo no viva para verlo, alguien me encontrará. Uno no puede vivir sin conservar al menos una esperanza. Algunas veces lamento ser atea. Si fuera creyente podría poner la fe en Dios, y reconfortarme pensando que todos mis sufrimientos no son nada más que una prueba del cielo.
Con esto terminaba la primera página. Pavlysh comprendió que Natasha no realizaba diariamente las entradas de su diario, aunque las páginas estuvieran apiladas en orden. A veces se sucedían varias semanas sin que efectuara anotación alguna.
Las cosas están mal hoy. Se están poniendo cada vez peor. Estoy tosiendo de nuevo. El aire es mortal aquí. Supongo que el ser humano es capaz de adaptarse a cualquier situación. Incluso al cautiverio. Sin embargo, no hay nada peor que estar solo. He aprendido a hablar en voz alta conmigo misma. Al principio me sentía torpe y turbada, como si alguien pudiera estar escuchando. Ahora incluso canto en voz alta.
Debo poner por escrito cómo llegué a esta situación, sólo para el caso, Dios no lo quiera, que alguien más se encuentre en mi situación algún día. Hoy me siento muy mal. En el camino hacia la huerta me quedé sin aliento, y casi me desplomo contra la pared, y las glupys me arrastraron de vuelta medio muerta.
(Varios días más tarde, Pavlysh encontraría la huerta de Natasha).
Estoy escribiendo ahora, porque de cualquier modo, no puedo ir a ningún lado. Los glupys no me lo permitirían. Creo que estamos esperando una ampliación de nuestra familia. Sin embargo, no sé si podré ver…
La tercera página estaba escrita por una mano más prolija y pequeña. Natasha estaba tratando de ahorrar papel.
En el caso que alguien acierte a llegar hasta aquí, esto es lo que necesita saber de mí: mi nombre es Natasha Matveevna Sidorova. Nací en el año 1923 en el pueblo de Gorodishch, Yaroslavl Oblast. Completé la escuela secundaria en el pueblo, y me preparaba para entrar a la Universidad cuando murió mi padre, y a mi madre le resultaba muy difícil trabajar sola en la granja colectiva, cuidando además del mantenimiento del hogar. Por lo tanto, tuve que comenzar a trabajar en la granja, aunque nunca perdí la esperanza de continuar mis estudios. Cuando mis hermanas Vera y Valentina fueron un poco mayores, pude realizar mi sueño y entré al Instituto de Enfermeras de Yaroslavl, graduándome en el año 1942. Fui reclutada por el ejército, y pasé los años de guerra como enfermera en varios hospitales de campaña. Al terminar la guerra regresé a Gorodishch, aceptando un puesto de enfermera en el hospital local. Me casé en 1948 y nos mudamos a Kalyazin, donde al año siguiente di a luz a una niña, Olenka. Mi esposo, Nikolay Ivanov, que trabajaba como chofer, murió en el año 1953, como resultado de un accidente. Desde entonces, Olenka y yo permanecimos solas.
Pavlysh se encontraba sentado en un rincón de la habitación, dentro de la tienda blanca, leyendo en voz alta la autobiografía de Natasha. Su caligrafía era fácil de leer; escribía prolijamente, y su letra era redondeada e inclinada hacia la derecha. Sin embargo, aquí v allá el grafito se había desmenuzado, y Pavlysh tenía que ladear la página para poder descifrar las letras. Puso a un lado la hoja ya leída y tomó la siguiente esperando la continuación de la historia.
— Quiere decir que en 1953, ella tenía treinta años de edad — comentó Sato.
— Sigue leyendo — pidió Dag.
— Aquí escribió sobre algo diferente — anunció Pavlysh—. Se los leeré en un minuto.
—¡Léelo ahora! — Dag se había enojado.
Han atrapado nuevos cautivos hoy, y los encerraron en unas jaulas del piso inferior. No pude ver cuántos eran, pero creo que trajeron varios. Un glupy cerró las puertas de sus jaulas y no me permitió entrar a verlos. Repentinamente descubrí cuánto los envidio. Sí, envidio a esos infortunados, arrancados para siempre de sus hogares, y sus familias y aprisionados por crímenes que no han cometido. Y los envidio sólo porque son varios. Quizás tres, tal vez cuatro, pero están juntos, mientras que yo estoy completamente sola. El clima aquí es siempre igual. Si no estuviera acostumbrada a trabajar, hubiera muerto hace ya mucho tiempo. ¿Cuántos años he permanecido aquí? Más de cuatro, creo. Debo verificarlo, contar los rasguños de la pared, aunque creo que ya he perdido la cuenta. Bueno, debo volver al trabajo. Un glupy me ha traído algo de hilo y cable. Parecen entender ciertas cosas. Encontré una aguja en el tercer nivel, aunque un glupy intentó sacármela. Pobre cosa, estaba aterrorizada.
—¿Y bien? — preguntó Dag.
— No voy a poder leerles todo — replicó Pavlysh—. Esperen un poco. Aquí hay algo que parece una continuación.
Luego pondré estas páginas en orden. Sigo pensando que alguien llegará a leerlas. Yo ya no voy a estar viva; mis restos estarán diseminados entre las estrellas, pero estos fragmentos de papel sobrevivirán. Ruego a quienquiera que lea esto, que por favor trate de localizar a mi pequeña hija Olenka. Quizás ahora ya sea una mujer. Díganle lo que ha sucedido con su madre. Aunque nunca podrá encontrar mi tumba, me sentiré mejor sabiendo que ella conocerá mi destino. Si alguien me hubiera dicho alguna vez que me encerrarían en una terrible prisión y seguiría viviendo mientras todos me consideran muerta, hubiera perecido realmente de terror. Y sin embargo, estoy. ¡Oh, cómo deseo que Timofey no creyera que abandoné a mi pequeña hija en sus manos para correr en busca de una vida fácil! No; supongo que no lo pensaría. Lo más posible es que registrara el canal entero, y llegara luego a la conclusión de que había muerto ahogada. Aquella tarde fue tan extraordinaria que permanecerá grabada en mi memoria hasta el fin de mis días. No por la terrible calamidad que cayó sobre mí, sino todo lo contrario. Porque aquel día algo en mi vida debería haber cambiado, pero para mejorar. Por supuesto, nada resultó de esa forma.
— No — dijo Pavlysh, apartando la página—, es demasiado personal.
—¿Qué es demasiado personal?
— Esto: lo que escribió acerca de Timofey. Algún amigo de ella. Quizás del hospital. Esperen, déjenme ver más adelante.
—¿Y quién demonios eres tú para decidir lo que debe ser leído o no? — explotó Dag—. ¡Estás tan apurado que terminarás por saltearte alguna parte importante!
— Cálmate. No me perderé nada interesante, — replicó Pavlysh—. Estos fragmentos de papel son muy viejos. Ya no podemos encontrarla y salvarla. Para el caso, es lo mismo que si estuviéramos leyendo un texto cuneiforme. La misma diferencia.
Después de la muerte de Nikolay, permanecí muy sola con Olenka. Por supuesto estaban mis hermanas, pero ellas vivían demasiado lejos, y tenían sus propios problemas y preocupaciones familiares. Tampoco estábamos muy bien de dinero. Yo trabajaba en el hospital, y fui nombrada enfermera principal en la primavera de 1956. Se suponía que Olenka comenzaría la escuela al iniciarse el siguiente término. Tuve varias proposiciones de matrimonio, incluso una de parte de uno de los médicos de nuestro hospital, un hombre realmente encantador, de edad mediana, pero lo rehusé, pues sentía que mi juventud ya había pasado definitivamente. Me sentía satisfecha sólo con que estuviéramos juntas Olenka y yo. Timofey Ivanov, el hermano de mi marido, un veterano incapacitado que trabajaba como guardabosques no muy lejos de la ciudad, me ayudaba mucho. Me aconteció esta terrible desgracia el fin de agosto de 1956; no recuerdo la fecha exacta, pero sí que sucedió durante la tarde de un sábado. La situación era como sigue:
Estábamos sumamente ocupados en el hospital, pues muchos de los empleados habían tomado sus vacaciones de verano y yo debía llenar las guardias de otras compañeras. Afortunadamente Tim, como todos los años, se había llevado a Olenka por todo el verano. Yo iba a su casa todos los sábados con el ómnibus, y si disponía también del domingo libre, podía disfrutar de un hermoso descanso de fin de semana. Su casa estaba ubicada en medio de una foresta de pinos cerca del Volga.
Pavlysh hizo una pausa.
— Bueno, ¿qué más? — lo urgió Dag.
— Un momento; estoy buscando la página que sigue.
Trataré de describir en detalle todo lo que sucedió, ya que como empleada en medicina, comprendo la importancia de un diagnóstico correcto, y para llevarlo a cabo, es imprescindible conocer todos los detalles. Si mi descripción cae en manos de un experto, tal vez lo ayude a resolver algún caso similar que pudiera presentarse.
Aquella tarde Timofey y Olenka me habían acompañado hasta el río a lavar la vajilla. El camino que conducía desde la casa hasta el Volga llega exactamente hasta el borde del agua. Timofey deseaba esperar a que yo terminara, pero temía que Olenka pudiera resfriarse, ya que era una tarde bastante fresca, por lo que pedí a Tim que la llevara de vuelta, aclarándole que no demoraría mucho más. No había oscurecido demasiado aún, y aproximadamente dos o tres minutos después de la partida de mis seres queridos, escuché un ruido similar a un zumbido sordo. Al principio no me preocupé, ya que pensé que se trataba de un bote a motor que se acercaba por el Volga. Pero entonces, repentinamente, me asaltó una extraña sensación de desastre inmediato. Observé el río, pero no pude divisar bote alguno…
Pavlysh buscó la página siguiente:
Volando en mi dirección, escasamente por sobre la altura de mi cabeza, descubrí un extraño aparato aéreo semejante a un submarino, aunque sin aletas, que parecía de plata. La nave aterrizó directamente frente a mí, cortándome el acceso al camino. Yo estaba intrigada; durante la guerra me había familiarizado con todo tipo de equipo militar, así que al principio pensé que se trataba de un nuevo modelo de ingenio aéreo realizando un aterrizaje de emergencia a causa de alguna falla de sus motores. Lo único que deseaba era huir de él y esconderme detrás del tronco de un pino, para el caso que pudiera estallar. Sin embargo, el navío desplegó unos arcos metálicos, y de ellos cayeron los glupys. Por supuesto yo no sabía en aquellos momentos qué eran realmente los glupys. A partir de aquel instante, todo se vuelve nebuloso, y probablemente me desmayé.
—¿Y luego qué? —apremió Dag, al ver que el silencio de Pavlysh se prolongaba.
— Y luego nada.
— Pero… ¿qué pasó?
— No dice nada más al respecto.
— Bueno, entonces, ¿qué es lo que dice?
Pavlysh permaneció silencioso, leyendo para sí.
Ya conozco el camino hacia el nivel inferior. Hay un pasillo que conduce hacia allí desde la huerta, y los glupys no lo custodian. Estaba muy ansiosa por ver a los recién llegados, pero todos mis vecinos eran criaturas inferiores. Así que comencé a visitar al dragón en su jaula. Al principio estaba atemorizada. Pero luego alcancé a ver con qué lo alimentaban los glupys; verduras procedentes de la huerta. Entonces comprendí que no me comería. Quizá hubiera esperado igual largo tiempo antes de comenzar a visitar al dragón, pero en una ocasión, al pasar frente a su celda, me di cuenta que estaba enfermo. Los glupys se afanaban a su alrededor, ofreciéndole comida y tomando medidas. El dragón yacía sobre su costado, respirando pesadamente. Me acerqué a los barrotes, para contemplarlo más de cerca. Después de todo, soy una enfermera, y es mi deber aliviar el sufrimiento ajeno. No podía atender a los glupys cuando enfermaban; ellos estaban hechos de metal. En cambio, sí pude arreglármelas para examinar al dragón a través de las barras. Estaba herido. Probablemente había tratado de abrirse paso a través de la jaula, y se había lacerado el costado contra los barrotes. Dios lo había dotado generosamente de músculos, pero no de cerebro. ¡Sentí una terrible sensación de desesperación! la vida es tan barata! Pensé para mis adentros: ya está acostumbrado a mí. Había llegado a la nave antes que yo, y me había visto miles de veces. Les dije a los glupys que no interfirieran con mi trabajo, y que trajeran agua caliente. Por supuesto, estaba corriendo un riesgo. Las pruebas de laboratorio estaban decididamente fuera de mi alcance, pero las heridas estaban comenzando a ulcerarse, así que las limpié y vendé lo mejor que pude. El dragón no se resistió a la cura, sino que, por el contrario, giró sobre sí mismo para facilitar mi tarea.
Aparentemente la página siguiente se había traspapelado desde el fondo de la pila; no seguía lógicamente el texto de lo precedente.
Hoy me senté a escribir, pero mis manos parecen no obedecerme. Un pájaro escapó de la jaula, así que los glupys lo persiguieron por el corredor, tratando de atraparlo con una red. Yo quise ayudar a cazarlo también, temiendo que se hiriera gravemente. Mis esfuerzos fueron en vano. El ave desembocó volando al enorme hall, y tropezó contra una de las tuberías, cayendo al suelo, muerto. Más tarde, cuando los glupys lo arrastraban hacia el museo, recogí una pluma, larga y delgada como una hoja de espolín. Sentí lástima por el ave, pero también envidia. Habiendo fracasado en su intento de abrirse camino hacia la libertad, había encontrado el coraje suficiente para morir. Un año antes, un ejemplo como ese podría haber tenido gran influencia en mí, pero ahora estoy demasiado ocupada; no puedo desperdiciar mi vida gratuitamente. Por muy irreal que parezca mi meta, existe.
De esta forma, sintiéndome tan perturbada y meditabunda, seguí a los glupys al museo. Olvidaron cerrar la puerta detrás de ellos, a pesar de lo cual no entré —no tiene ningún tipo de atmósfera— sino que espié a través del muro de cristal. Pude ver frascos, tubos y otros envases, dentro de los cuales los glupys preservan en formol, o algún fluido similar, a aquellas criaturas que no sobreviven al viaje. Igual a como se conservan los seres anormales en el Gabinete de Curiosidades de Leningrado. Comprendí que en unos pocos años más, cuando muriera, mi cadáver tampoco sería cremado ni enterrado, sino depositado en uno de los frascos de vidrio, para ser admirado por los glupys y sus amos. Estaba tan apenada que conté a Bal todo lo que pasaba; se estremeció, demostrando así que también él temía que su destino fuera el mismo. Mientras estoy sentada aquí, escribiendo estas líneas, me imagino a mí misma dentro de un frasco de vidrio, preservada en alcohol.
Algunos días más tarde, Pavlysh encontró el museo. La baja temperatura del espacio había congelado el líquido en que se preservaban los ejemplares. Pavlysh lo recorrió lentamente, pasando de vasija en vasija, espiando cuidadosamente a través del hielo de los frascos más grandes. Temía encontrar dentro de uno de ellos el cuerpo de Natasha. Las impacientes demandas de información de Dag y Sato resonaban constantemente en sus oídos. Pavlysh compartió con ellos los temores de Natasha. Cualquier destino sería preferible a un frasco de formol. Al cabo de un tiempo, encontró el frasco con el pájaro, una efímera criatura iridiscente con una larga cola, un enorme ojo, y una cabeza sin pico. También encontró un envase conteniendo a Bal; una descripción suya aparecía en las páginas siguientes.
Prosigo haciendo continuas digresiones de mi historia, pues los acontecimientos del presente son mucho más importantes que los hechos ocurridos en los años del pasado. Además, me resulta imposible describir en orden mis experiencias.
Recobré la conciencia en un pequeño cuarto pobremente iluminado. No el cuarto en que ahora vivo. Aquella pequeña habitación está ahora sembrada de unos bivalvos fósiles que los glupys recogieron hace ya un año atrás.
En poco más de cuatro años nos detuvimos 16 veces, y cada vez crecía más la excitación a medida que toda clase de objetos (incluyendo seres vivientes) eran arrastrados a la nave. Así, por ejemplo, aparte de mí misma, los glupys habían almacenado en aquel pequeño cuarto, la vajilla que había estado lavando cuando me atraparon, ramas de pino, césped, piedras y varios insectos. Sólo más adelante comprendí que estaban tratando de encontrar la manera de alimentarme. En ese momento, aún no me daba cuenta que los objetos habían sido colocados allí deliberadamente. Yo no comía; tenía cosas mucho más importantes en qué pensar. Me sentaba en el piso, golpeando la pared con los nudillos… era sólida, y continuamente oía un ruido chirriante a mi alrededor, similar al de las máquinas de un trasatlántico. También percibía una sensación de extrema ligereza; generalmente aquí todo es más liviano que en la Tierra. Una vez había leído que la atracción de la gravedad en la Luna era también menor, y si algún día, como Tsiolkovsky predijo, la humanidad vuela a las estrellas, no pesarán nada en absoluto.
En realidad, fue esa reducción de la gravedad lo que me indicó que ya no estaba en la Tierra, que había sido raptada, arrebatada de allí, y que mis captores eran incapaces de transportarme hasta su destino. Sinceramente espero que la gente, nuestra gente de la Tierra, aprenda algún día a viajar por el espacio. Sin embargo, temo que ese día esté aún muy lejano.
Pavlysh había leído las últimas líneas en voz alta. Dag comentó:
— Y pensar que murió sólo un año antes del Sputnik.
Sato lo corrigió:
— Estaba viva aún cuando Gagarin efectuó su vuelo.
— Puede ser. Pero eso no fue ningún consuelo para ella.
— Lo hubiera sido, si lo hubiese sabido — agregó Pavlysh.
— No estoy tan seguro — dijo Dag—. Entonces hubiera esperado que la rescataran. Y habría sido en vano.
— Ese no es el caso — alegó Pavlysh—. Hubiera significado mucho para ella saber que habíamos aprendido a viajar por el espacio. — Y continuó leyendo en voz alta hasta sentirse cansado:
Me trajeron algo para comer, y permanecieron en el quicio de la puerta, aguardando a ver si lo probaba. Lo hice, y resultó una pasta de gusto extraño, ligeramente salada. Una comida de lo menos apetecible. Pero yo estaba hambrienta, y aún muy aturdida. Me quedé mirando a los glupys parados allí como tortugas, y les pedí que llamaran a su jefe. Por aquel entonces, yo no sabía aún que su jefe era la Máquina, un dispositivo que abarcaba una pared entera de un lejano cuarto. Y aún desconozco completamente la identidad de los verdaderos amos de la Nave, tripulada sólo por robots.
Me pregunté entonces cómo habían llegado a imaginar cuál era la comida que no me haría daño. Esa pregunta atormentó mi cerebro hasta que descubrí el laboratorio, y conjeturé que me habían extraído sangre mientras estaba inconsciente y que habrían estudiado concienzudamente mi cuerpo. Comprendieron qué era lo que necesitaba y en qué proporciones, de manera que no muriera de inanición. Sin embargo, no tenían ni la menor noción de lo que significaba el gusto. Mi rabia hacia los glupys ha desaparecido hace largo tiempo ya; comprendí que sólo cumplen órdenes, como los soldados. Excepto que los soldados son capaces de pensar, mientras que los glupys no. Durante los primeros días de mi cautiverio lloré incesantemente, rogando en vano que me pusieran en libertad…
Repentinamente, he comenzado a sentirme extrañamente desasosegada. Probablemente porque ahora ya no estoy sola. Tengo la sensación de que sobrevendrá un cambio muy pronto, aunque no sé todavía si ese cambio mejorará las cosas. No obstante, las cosas no pueden ir peor. Hoy soñé con Olenka, y en mi sueño me sorprendía el hecho de que no hubiera crecido, que aún siguiera correteando como una chiquilla. Ya es tiempo de que haya crecido. Pero ella sólo reía. Cuando desperté, me sentí alarmada: ¿Quería decir eso que Olenka ya no pertenecía al mundo? Yo no era persona propensa a creer en premoniciones. Pero luego se me ocurrió que no tenía medios de estar segura de haber controlado correctamente el paso del tiempo. ¿Acaso no había efectuado una marca cada día, al despertarme por la mañana? Pero, ¿supongamos que no fuera la mañana? Tal vez yo estaba durmiendo más ahora. O menos. ¿Cómo podía saberlo? El tiempo resultaba siempre igual aquí. Entonces pensé que quizá habían pasado dos años en vez de cuatro. ¿O tal vez uno? ¿O incluso cinco, seis o siete? ¿Cuántos años tendría Olenka ahora? ¿Y yo? ¿Quizás ya era una mujer vieja? Me puse tan inquieta que corrí hacia los espejos. No eran espejos verdaderos, por supuesto. Eran circulares, y convexos, algo similares a una pantalla de televisión. Algunas veces, unas líneas azules y verdes zigzagueaban a través de su superficie, pero no poseía otros espejos. Observé mi reflejo por un largo rato; tanto que hasta los glupys que estaban de guardia comenzaron a hacerme señas, preguntándome qué necesitaba. Simplemente los alejé con un ademán; ya había pasado el tiempo en que los consideraba verdugos, torturadores y fascistas. Ya no los temía. Sólo temía a la Máquina. Al Jefe. Estudié mi rostro en los espejos por un largo rato, yendo de uno a otro, buscando el más brillante. No pude decidir nada. La imagen era igual a mí: la misma nariz, los ojos hundidos, y mi cara tenía un tinte azulado; probablemente por el espejo. Por supuesto, había bolsas bajo mis ojos. Retorné a mi habitación.
— Sumamente interesante — trasmitió Dag—. ¿Qué piensas, Pavlysh?
—¿Acerca de qué?
— Acerca de este problema. Aislar a una persona durante varios años, de forma tal que no tenga conciencia del paso del tiempo en el exterior. ¿Se modificaría su reloj biológico?
— Tengo otras cosas en qué pensar en este momento.
Repentinamente recordé a la gatita. La había olvidado por completo. Hoy la recordé. Una gatita que había sido traída a bordo de alguna parte. De alguna parte de la Tierra, por supuesto. Los primeros días gemía y maullaba en un cuarto contiguo al mío y los glupys corrían continuamente hacia ella, totalmente incapaces de imaginar que necesitaba leche. Yo era muy tímida por aquellos tiempos, y ellos me llevaron hasta la gatita, pensando que podía hacer algo por ella. Sin embargo, no conseguí hacerles entender qué era la leche. Era obvio que algo faltaba en su alimentación sintética. Me afané alrededor de la gatita durante tres días. Diluí cereal en agua. En mi preocupación por ella olvidé por completo mis propios problemas. Pero la gatita murió. Es evidente que la gente pueda soportar más que los animales, aunque se diga que los gatos tienen nueve vidas. Sin embargo yo aún estoy viva, y la gatita probablemente figure en la colección del museo. Ahora podría haber encontrado una dieta sintética apropiada para ella, porque conozco el camino hacia el laboratorio. Y la actitud de los glupys hacia mí cambió. Se han acostumbrado a mí. Pero el dragón está muy mal; morirá pronto. Ayer me senté con él durante largo tiempo y limpié nuevamente sus heridas. Se ha puesto mucho más débil. Hice un descubrimiento sorprendente: parece que el dragón, de alguna manera desconocida, puede afectar mis pensamientos. No es que pueda entenderlo, pero cuando sufre, yo puedo sentir su dolor. Sé que está contento de verme. Ahora lamento no haberle prestado atención antes, pero estaba muy asustada. Quién sabe; podría incluso ser un prisionero como yo. Pero menos afortunado. Durante todos estos años ha vivido encerrado en su celda. Quizás el dragón era una enfermera en algún hospital de algún remoto planeta. Y como yo, había acudido a visitar a su pequeña hija, para caer prisionero en las garras de este zoológico, y pasar tantos años encerrado aquí, detrás de estos barrotes. Y seguir tratando que los glupys comprendan que no es más estúpido que ellos mismos. Sin embargo, morirá sin haber podido comunicarse con ellos. Al comienzo, cuando pensé en ello, me reí; ahora lloro. Y aquí estoy, sentada y llorando, aunque debo irme, porque ellos me esperan.
A pesar de todo, cuando pienso en el dragón, siento que mi destino es mejor que el suyo. Al menos yo poseo un cierto grado de libertad, y lo tuve casi desde el momento en que llegué a la nave. Desde la muerte de la gatita me pregunté a menudo por qué todos los otros prisioneros están encerrados, mientras que a mí se me permite vagabundear libremente entre las cubiertas. Por alguna razón decidieron que yo no representaba ningún peligro para ellos. Quizá sus amos sean parecidos a mí. Me confiaron a la gatita; me permitieron ingresar en la huerta, y me mostraron dónde se guardaban las semillas. Tuve acceso incluso al laboratorio. Hasta los glupys me obedecen. Cualquiera que lea estas páginas se preguntará qué son los glupys. Yo los llamo tortugas de hierro. Tan pronto como comprendí que eran máquinas, y que no podían asimilar las cosas más simples, comencé a llamarlos glupys. Para mí misma, claro.
A pesar de todo, cuando reflexiono acerca de mi situación aquí, creo que no estoy en mejores circunstancias que las demás criaturas, encerradas detrás de las barras, o confinadas en pequeños cuartos. La única ventaja de que dispongo, es que mi prisión es un poco más espaciosa que la de ellos. Y eso es todo. Por intermedio de los glupys traté de explicar a la Máquina, el Cerebro Principal, que era simplemente criminal raptar a una persona y retenerla de esta forma. Quería explicarle que sería más provechoso para ellos establecer contactos con nosotros, con la Tierra. Pero pronto me convencí que no había ninguno de Ellos aquí —sólo máquinas—. Y a ellas sólo se les había ordenado volar a través del Universo, recoger todo lo que encontraran a su paso, y luego informar sobre sus hallazgos a su base de origen. Pero el vuelo de retorno se hace demasiado largo. Todavía tengo esperanzas de poder sobrevivirlo, y si lo hago, me encontraré con Kilos, y les contaré todo. Quizás Ellos desconozcan totalmente la existencia de otro tipo de vida inteligente fuera de su propio planeta.
Cuando Pavlysh finalizó la lectura de la página en alta voz, Dag comentó:
— Yo diría que su razonamiento, en lo fundamental, es bastante lógico.
— Por supuesto que la Nave era un robot de investigación — dijo Pavlysh—, pero hay un elemento intrigante aquí, y Natasha lo descubrió.
—¿Cuál? — preguntó Sato.
— Pienso que es muy extraño que una nave de semejante tamaño, enviada a una misión tan distante, no mantenga un contacto de algún tipo con una base, o con su propio planeta de origen. Obviamente ha estado navegando durante muchos años, y de ese modo la información se torna obsoleta.
— No estoy de acuerdo — discrepó Dag—. Supongan que existen varios de estos navíos. Cada uno de ellos asignado a un sector de la Galaxia.
Y ahora imaginemos que navegan durante muchos años. No hay ninguna diferencia. Las naves encuentran (Dios no lo quiera) vida orgánica en uno de cada cien planetas; entonces remiten la información. ¿Qué significa un lapso de cien años para una civilización capaz de enviar tales naves de reconocimiento? Luego podrían examinar sus trofeos con todo detenimiento, y decidir dónde enviar sus expediciones.
—¿Y secuestrar todo lo que se cruza en su camino? — Sato no podía disimular su hostilidad hacia los amos de la Nave.
—¿Pero qué criterio podrían tener los robots para determinar si la criatura que han atrapado debe ser considerada inteligente?
— Bueno, Natasha, por ejemplo, estaba vestida. Ellos habrán visto nuestras ciudades.
— No puedo tragarme eso — contestó Pavlysh—. ¿Quién puede asegurar que la gente inteligente del Mundo X no sea nudista, y acostumbren a vestir a sus mascotas?
Dag sacudió la cabeza:
— Quizá sus medidas de seguridad tendientes a no atrapar criaturas inteligentes son tan complejas, que a veces las pasan por alto. En todo caso, tratan de conservar sus presas vivas.
— Están malgastando su aliento — señaló Pavlysh, pasando a la página siguiente—. Todavía no sabemos nada de los sujetos que fletaron esta nave. Ni conocemos lo que tenían en mente. No existe nada como ellos en ninguna parte de la Galaxia explorada por el hombre. Así que deben proceder de algún remoto rincón del Universo. Todo lo que sabemos es que visitaron nuestro planeta, y, por alguna razón, no regresaron a su hogar.
— Quizá sea preferible que no lo hicieran — observó Dag.
Sus compañeros guardaron silencio.
Más tarde, de alguna forma encontraré tiempo para referirme a mis primeros años de cautiverio. Por el momento todo me parece nebuloso y distante: mi terror y desesperación; mis vanos intentos de encontrar una salida; incluso he pensado en irrumpir en el cuarto de control y destrozar sus instrumentos. Total, ¿qué importa si perecemos todos? Estos fueron mis pensamientos durante el tiempo que temí que visitáramos nuevamente la Tierra, y sucediera algo terrible. Sin embargo, comprendí que no podía enfrentarme con la tecnología de la Nave. Ni siquiera un centenar de ingenieros podría. Pero ahora es tiempo que regrese a los sucesos ocurridos recientemente, hace pocas semanas o meses, después de haber encontrado el papel, y comenzar a llevar el diario.
Los nuevos prisioneros capturados en la última redada fueron ubicados en mi cubierta, probablemente porque respiran mi misma atmósfera. Al principio los mantuvieron en cuarentena en otro nivel, y luego los trasladaron a unos pequeños cubículos cercanos a mis propias habitaciones. Mis esperanzas crecieron: quizás ellos también fueran humanos, o al menos humanoides. Sin embargo, cuando los vi (noté que los glupys traían comida a sus celdas) comprendí que una vez más me decepcionaría terriblemente. Recuerdo haber visto una vez, en un mercado de Yaroslavl, una fuente de holoturias expuestas para su venta. Entonces me pregunté cómo la gente podía comer cosas tan repugnantes. Otros clientes del mercado reaccionaron de la misma forma que yo. Pues bien, los animales recientemente capturados se asemejaban mucho a aquellas holoturias. Tenían aproximadamente el tamaño de un perro, viscosas y repulsivas. Regresé a mi camarote tan trastornada que ni siquiera pude comenzar a escribir algo acerca de ellos en mi diario. Si mis esperanzas habían volado tan alto, no era justo que se me decepcionara de tal forma. A las holoturias no se les permite abandonar sus cuartos. Pronto descubrí que había cinco de ellas dos en un pequeño cuarto y tres en una celda, detrás de una puerta metálica. También tuve oportunidad muy pronto de ver su comida, pues los glupys restringieron el espacio de mi huerta para cultivar unas bateas llenas de una especie de humus orgánico, que se movía y olía espantosamente. Luego les llevaban esas bateas de humus a las holoturias.
El dragón ha experimentado otra recaída. Realicé algunas pruebas de laboratorio. Iván Abramovich, del personal de nuestro hospital, debería haberme visto en ese momento. Él siempre me apremiaba para que continuara mis estudios, decía que con mi aguzado sentido intuitivo me convertiría en un buen médico. Pero la vida me hizo a un lado, y continué siendo una ignorante, de lo que ahora me arrepiento enormemente. En realidad, en muchas ocasiones substituí a los técnicos de laboratorio, y sabía cómo efectuar las pruebas y asistir a las operaciones. Un hospital pequeño es un buen terreno de práctica, y aconsejo a todas las enfermeras pasar alguna temporada en uno de ellos. Sin embargo, ¿de qué me servirían aquí mis conocimientos?
—¿Por qué estás tan callado? — preguntó Dag—. ¿Te estás salteando algo?
— Luego lo leerás tú mismo. Estoy tratando de encontrar las partes importantes — replicó Pavlysh.
A pesar de que la apariencia de las holoturias era repugnante, reconozco que mi reacción fue injusta: ellas no me habían hecho ningún daño. Más aún: ya me había acostumbrado a vivir entre prodigios y monstruos que ninguna pesadilla podría igualar. Cuando recuento los días pasados aquí, la monótona e interminable cadena que forman es aterradora. Pero cuando pienso en ello, reconozco que cada día que transcurre aporta algo nuevo. ¡Qué criatura resistente es el ser humano! Estoy segura que los otros cautivos, y quizás mi dragón también, me contemplan como una monstruosidad.
Las holoturias son probablemente capaces de pensar. Se me ocurrió esto cuando noté que me seguían con la vista y se agitaban inquietas cuando pasaba frente a su jaula. Una vez, cuando volvía de la huerta con un puñado de rábanos — marchitos y raquíticos, pero aún una fuente de vitaminas— encontré a una de las holoturias manipulando con las rejas. Me fijé para ver si estaba tratando de romper el cerrojo. Bueno, pensé, eso es precisamente lo que se me ocurrió al principio, cuando estuve encerrada, y en las épocas en que me recluían en mi camarote porque nos aproximábamos a otros planetas. Medité acerca de ello, y me detuve por un instante. Me asombré del significado. Quizás podían pensar. Como yo. Tan pronto como la holoturia se dio cuenta de mi presencia comenzó a sisear, y reptó hacia atrás apartándose de las rejas. Pero no lo hizo a tiempo, pues uno de los glupys que merodeaban por las inmediaciones (yo me había acostumbrado tanto a ellos que ni siquiera lo había visto) la alcanzó con un shock eléctrico. Esa es la forma en que nos castigan. La holoturia se contrajo violentamente hacia atrás. Le grité al glupy y traté de continuar mi camino, pero entonces repitió su ataque conmigo. Me asestó un shock tan potente que me desplomé, desparramando los rábanos. Estaba tratando claramente de enseñarme a mantenerme apartada de las holoturias.
De alguna forma me las arreglé para ponerme de pie. Después de todo el tiempo que he pasado aquí, aún no he podido hacerme a la idea de que para ellos no soy más que un conejillo de Indias. Pueden matarme en cualquier momento, y mi existencia terminaría en un frasco de la colección del museo. Y a ellos no se los castigaría. Apreté los dientes y me dirigí a mis habitaciones.
Más tarde comprendí que mi castigo no había carecido de beneficios. Hasta ese momento las holoturias habían creído que yo era uno de los Amos; habían supuesto incluso que yo era el jefe aquí. De no haber sido por el castigo que me administraron los glupys, hubieran continuado considerándome su enemiga. Así, alrededor de tres días después, cuando me dirigía a curar al dragón nuevamente, descubrí a una de las holoturias agitándose inquieta cerca de los barrotes y siseando muy suavemente. Eché una mirada a mi alrededor; ningún glupy a la vista.
—¿Lo están pasando mal? — pregunté. Durante todos estos días me había ido acostumbrando a las holoturias, y ya no las consideraba monstruosas. El animal siguió siseando y emitiendo unos ruidos secos.
Súbitamente comprendí que estaba tratando de comunicarse conmigo.
— No entiendo — le dije. Estuve a punto de sonreír, pero luego lo pensé mejor: quizás mi sonrisa podría parecerle más aterradora que el gruñido de un lobo. La holoturia siseó nuevamente. Yo pregunté—: ¿Qué estás tratando de decirme? No tengo un diccionario de vuestra lengua. Si no eres venenosa, sin duda llegaremos a comprendernos. — Se quedó silenciosa, prestando atención a algo. Un enorme glupy, con brazos largos como los de un saltamontes, apareció repentinamente por el corredor. El carcelero. A pesar que sabía que ese tipo de glupy no castiga a sus cautivos con electroshocks, me apresuré a seguir mi camino; no deseaba que me vieran cerca de la jaula. Pero cuando regresé, me detuve un momento a charlar.
Más tarde se me ocurrió que debería ser más fácil para ellos comunicarse conmigo por medio de la palabra escrita. Por lo tanto, escribí mi nombre en una hoja de papel, lo entregué a la holoturia, y lo repetí en voz alta mientras se lo mostraba. Me temo que no entendió.
Dos días después, una de las holoturias tuvo un combate con los glupys. Creo que se las había ingeniado para abrir el cerrojo, y la atraparon en el corredor. Cayó en manos de los glupys y la golpearon de mala manera, secundados por otros que acudieron en su ayuda. El animal trató de resistirse. Yo estaba en el corredor, y al oír la conmoción corrí hacia el lugar, pero ya era demasiado tarde. La holoturia había sido recluida en otra pequeña habitación, provista de un nuevo cerrojo. Las otras holoturias estaban trastornadas e inquietas. Traté de entrar al cuarto de la holoturia aislada, pero los glupys me lo impidieron. Entonces decidí imponérmele. Me planté cerca de la puerta y permanecí allí. Esperé hasta que abrieron, y me ingenié para echar una mirada al interior. La holoturia yacía en el suelo, cubierta de heridas. Corrí hasta el laboratorio y, recogiendo mi equipo médico — no era la primera vez que debía prestar primeros auxilios— me dirigí directamente al pequeño cuarto. Cuando uno de los glupys trató de detenerme, le mostré el contenido de mí maletín. El glupy se inmovilizó en el lugar. Para ese entonces yo ya sabía que adoptaban esa postura cuando recababan el consejo de la Máquina. Esperé. Pasó un minuto. Repentinamente, el glupy se hizo a un lado. Permanecí con la holoturia durante tres horas. Traté a los glupys como a mis propios asistentes del hospital. Me trajeron agua, pero no pude convencerlos de traer a otra de las criaturas. Después de todo, uno de su propia raza debía saber mejor que yo lo que necesitaba el herido. Y entonces, en el exacto momento en que los glupys abandonaron el cuarto, sucedió lo más asombroso de todo: la holoturia comenzó a sisear nuevamente, y entre sus siseos pude distinguir claramente las palabras: —¿Qué estás tratando de hacer? Comprendí que había memorizado mi conversación anterior con ella, y estaba tratando de imitarme. Por primera vez en muchos meses, me sentí exultante. No estaba solamente imitándome; ¡realmente entendía lo que estaba diciendo!
La velocidad con que memorizaban mis palabras era sorprendente, y trataban arduamente de pronunciarlas, aunque sus bocas en forma de tubo y la falta de dientes les creaban dificultades casi insuperables. Durante todos esos días y semanas viví como en un sueño. Un sueño maravilloso. Advertí notables cambios en mí misma. Creía que no existía en el mundo una criatura más agradable que una holoturia. Me volví consciente de su belleza, y aprendí a distinguirlas individualmente. Pero debo advertir con toda honestidad que era absolutamente incapaz de descifrar sus propios sonidos siseantes y cucleantes. Y aún no puedo. Les enseñaba nuevas palabras cada vez que se presentaba una oportunidad. Yo solía pasar cerca de ellas, y pronunciar algunas palabras, llevando varios objetos para ilustrar su significado. Y ellas entendían al momento. Aprendieron mi nombre, y tan pronto como me veían (si no había glupys por los alrededores) siseaban: «¡Natasha! ¡Natasha!», como niños pequeños. Me explicaron qué era lo que les gustaba comer de la huerta, y trataba de alimentarlas de tiempo en tiempo, aunque su comida despedía un olor nauseabundo al que simplemente no pude acostumbrarme jamás. La Máquina había dado a los glupys instrucciones concretas respecto a las holoturias: debían permanecer encerradas, bajo constante vigilancia con guardias, y sin confiar en ellas. A causa de esas órdenes, yo tampoco podía reunirme abiertamente con ellas, so pena de que se me considerase igualmente sospechosa. Lo más sorprendente era que hasta ese momento yo nunca había representado una amenaza para los glupys. Pero era porque había estado siempre sola. Pero ahora, aliados, las holoturias y yo nos transformábamos en una fuerza que era preciso tener en cuenta. Y cuando las holoturias aprendieron a hablar el ruso, me dijeron que tenían la misma sensación que yo. Y así llegó el día en que al acercarme a su jaula me dijeron: —Natasha, debemos salir de aquí. —Pero, ¿adonde iremos al salir? — pregunté—. Sólo Dios sabe a dónde se dirige la Nave. Ni siquiera sabemos dónde estamos ahora. Además, ¿cómo podríamos pilotar la Nave?
Una de las criaturas, a quien yo llamaba Bal, replicó:
— Aún no. Una vez que hayamos aprendido más acerca de ellos. Y tú debes ayudarnos.
— Pero ¿cómo podré hacerlo?
Las dos comenzaron a sisear y chillar, tratando de persuadirme. Yo sólo sonreía. No podía decirles lo feliz que estaba. El hecho de que tuvieran éxito o no, en realidad no importaba. ¡Qué alianza: las holoturias y yo! Mi pequeña Olenka debería ver a su vieja mamá ahora, vagando a lo largo del corredor azul, más allá de las puertas cerradas y las celdas, cantando: «Venceremos, en la tierra y en el mar».
— Así fue que encontró aliados — replicó Pavlysh secamente ante las insistentes demandas de Dag de que leyera en voz alta—. Escucha Dag, puedo rastrear estas páginas diez veces más rápido si leo para mí mismo.
Antes que Dag tuviera oportunidad de agregar una palabra, Pavlysh había comenzado a leer la página siguiente.
No he escrito nada durante varios días. No tuve tiempo. No, no es que haya estado más ocupada que de costumbre; es sólo que mi mente estaba centrada en otras cosas. Incluso me he cortado el cabello; permanecí largo tiempo frente a los espejos oscuros, recortando mi pelo con un bisturí. Hubiera dado mi brazo derecho por una plancha. Aunque estoy segura que nadie me ve aquí; además, nadie, excepto yo, sabe lo que es una plancha, o siquiera qué son ropas. ¡Cuánto tiempo he pasado tratando de imaginarme qué materiales podría usar en reemplazo de géneros e hilos para poder coserme algunas ropas! Robinson Crusoe tuvo más posibilidades que yo. Cuando me detengo frente al espejo pienso que yo nunca tuve ocasión de vestirme a la moda. Si pudiera aparecer en la Tierra exactamente ahora, probablemente todo el mundo me contemplaría con asombro, pensando: ¿Qué clase de antigüedad es esa? De acuerdo a mis cálculos, en la tierra transcurre ahora el año 1960. ¿Qué tipo de ropa usarán las mujeres ahora? Supongo que dependerá del lugar donde uno se encuentre. Por supuesto, en Moscú estarán vistiéndose con los últimos gritos de la moda. Pero Kalyazin es una ciudad pequeña.
Oh, sí que estoy divagando. Pensando en trapos. Ridículo, ¿no es cierto? Especialmente a la luz del sacrificio de Bal. Mi holoturia favorita se hirió deliberadamente, de manera de poder aprender mejor mi idioma. Se cortó realmente de mala forma, y las restantes criaturas me requirieron para que las ayudara Ellas siempre me conocieron como el recurso de «primeros auxilios». Le di a Bal un buen lavado de cabeza, olvidándome del poder de retención de su memoria. Así que ahora ha memorizado todas mis palabras feas. Oh, no es que sean tan sucias:… papanatas, bobalicón, y otras similares. Ya que soy la única que puede moverse libremente por nuestra prisión, se me han encargado dos tareas: una mantener la comunicación entre las distintas celdas en que están confinadas las holoturias; la otra, efectuar reconocimientos más allá de las líneas enemigas, para conocer la ubicación de todos nuestros objetivos. Sí, recordé muy bien las lecciones de nuestros propios tiempos de guerra.
La página siguiente, escrita con gran apuro, resultaba muy corta.
Dola me ha hecho hacer ya tres viajes más allá de la mampara, hasta la cámara grande. Al regresar, le conté todo lo que había descubierto. Dola está a cargo de todo ahora. Aparentemente, las holoturias han decidido entre ellas que mi ayuda no es suficiente. Bal debe ir hasta el cuarto de control. Yo lo llevaré hasta la mampara. De allí en más, seguirá el mapa que le he dibujado. Yo lo esperaré en la mampara. Estoy preocupada por Bal. Los glupys son mucho más perspicaces que ella. Bal comenzará ahora, mientras los robots están ocupados en las otras cubiertas.
La anotación se interrumpía allí. La página siguiente parecía provenir de otra mano; la caligrafía era pequeña y austera.
Algo terrible ha sucedido. Estaba parada detrás de la mampara, esperando a Bal y contando para mis adentros. Pensaba que si ella volvía antes de que llegara a mil, todo saldría bien. Pero no regresó. Se había demorado. Las señales relampaguearon y zumbaron, como sucede generalmente cuando algo anda mal en la Nave. Los glupys pasaron rápidamente a mi lado. Traté de cerrar la puerta para mantenerlos fuera, pero uno de ellos me asestó un shock eléctrico que casi me desmaya. Mataron a Bal. Está en el museo ahora. Tuve que esconderme en mi cuarto hasta que todo se hubo calmado. Tenía miedo de que me encerraran, pero por alguna razón no me toman en serio. Alrededor de dos horas después, cuando salí al corredor para dirigirme a la huerta — era la hora de darle las vitaminas a mi dragón— encontré a los glupys detenidos junto a la puerta de la jaula de las holoturias. Tuve que pasar sin mirar en su dirección. En esos momentos aún no sabía que Bal había sido asesinada. No fue sino hasta la tarde que pude arreglármelas para cambiar unas pocas palabras con las criaturas. Dola fue la que me contó sobre la muerte de Bal. Aquella noche me sentí muy afectada; recordaba la cariñosa y hermosa criatura que había sido Bal. No estoy fingiendo. Estaba realmente apenada. Incluso pensé que ya todo estaba perdido, que ningún otro podía ingeniárselas para entrar al cuarto de control. Sin embargo, Dola me dijo hoy que no todo está perdido aún. Parece que las holoturias son capaces de comunicarse entre sí incluso fuera de la vista del otro interlocutor, y a grandes distancias, por medio de algún tipo de fenómeno ondulatorio de origen cerebral. Por eso Bal se había demorado dentro del cuarto de control: para poder trasmitir a sus camaradas la disposición completa de la cabina y sus conclusiones al respecto. Se había incluso aproximado a la Máquina misma. Sabía que ella probablemente moriría, pero sintió que debía trasmitirnos toda la información. Y la Máquina la mató. Bueno, quizás no la Máquina misma, después de todo es sólo eso, una máquina. Pero así fue cómo sucedió.
Me pregunto qué habrían pensado mis tatarabuelos del mundo que les rodeaba. Ellos eran esclavos analfabetos, que creían que la Tierra era el centro del Universo. No conocían los nombres de Giordano Bruno ni de Copérnico. Imaginen que pudieran estar aquí ahora. Sin embargo, meditándolo bien, ¿qué diferencia existía, realmente, entre ellos y yo? Aunque yo había leído en los periódicos acerca de la infinitud del Universo, eso nunca había causado efecto sobre mi vida. Yo todavía vivía en el centro del Universo… mi casa en la calle Zimmermanova, en Kalyazin. Parece que mi mundo fuera un lugar remoto, olvidado por Dios…
Dag comentó algo con Pavlysh, que sólo masculló unas pocas palabras incoherentes, como alguien que despierta de un profundo sueño.
Por primera vez en todos estos años, me despertó el frío. Parecía tener dificultades para respirar. Luego la sensación pasó, y volví a entrar en calor. Cuando me dirigí a visitar a las holoturias, me dijeron que la Nave había tenido dificultades. Pregunté si Bal tendría algo que ver con ello. No, me contestaron, pero debería apresurarme. Yo siempre había pensado que el navío duraría eternamente. Como el Sol. Dola me aclaró que ahora conocía mucho acerca del diseño de la Nave. Y sobre cómo funcionaba la Máquina. Me dijo que ellos tenían equipos mucho más complicados en su propio planeta. Sin embargo, era difícil luchar contra el Cerebro, pues, al igual que lo habían hecho conmigo, los glupys también habían tomado de sorpresa a las holoturias. Y sin mí, no podrían salir adelante. ¿Me sentía preparada para ayudarlos hasta el final? Por supuesto, les contesté.
Dola me explicó que correría graves riesgos. Si las criaturas tenían éxito al intentar cambiar el rumbo de la Nave, o al encontrar algún medio de escapar de ella, podrían alcanzar su planeta de origen. Pero no serían capaces de ayudarme a mí.
—¿Quiere decir que en la Nave no existen registros de la ruta hacia la Tierra? — pregunté. Dijeron que lo que sucedía era que no sabían dónde buscarlos, y que lo más probable era que estuvieran archivados en la memoria de la Máquina. Entonces les expliqué mi punto de vista. Si ellos me llevaban con ellos, yo estaría conforme con acompañarlos donde fuera. Sería mejor vivir y morir entre las holoturias, en su planeta natal, que el destino que me esperaba en esta prisión. Si fracasaba al tratar de escapar de allí por lo menos me reconfortaría el pensamiento de que había ayudado a otros a hacerlo. Entonces morir sería mucho más fácil. Las criaturas estuvieron de acuerdo conmigo.
La nave se tornó más y más fría. Toqué las tuberías de la cámara pequeña: escasamente tibias. Dos glupys estaban trabajando en ellas, reparando algo.
Debo irme ahora, y no tengo idea de cuándo podré regresar a mis notas. Me gustaría escribir más, no tanto para quienquiera que sea que llegue a leer estas líneas, sino para mí misma Si me hubiesen dicho que alguien podría ser encarcelado durante varios años sin ver jamás a otro ser humano, hubiera dicho que eso significaría una muerte segura. O que el individuo perdería por completo todas sus características humanas, junto con su cordura. Sin embargo, yo no lo hice. Me he desgastado físicamente, he envejecido, pero vivo, recapacitando sobre todos los años que he vivido aquí, recuerdo que rara vez estuve desocupada. Al igual que durante mi vida en la Tierra, mi habilidad para encontrar tareas significativas, para rodearme de algo o alguien que haga la vida digna de vivirse, ha sido probablemente la responsable de mi supervivencia. Al comienzo de todo esto, me aferré a la posibilidad de retornar junto a mi pequeña Olenka, a la Tierra. Luego, cuando esta esperanza se desvaneció, surgió la circunstancia de que podía ser útil incluso aquí.
La última página aparecía en medio de un fajo de hojas en blanco que Natasha había preparado, pero que nunca alcanzó a utilizar.
¡Querido Timofey Fyodorovich!
Mis más cálidos saludos. Quiero expresarte toda mi gratitud por lo que has hecho por mí y por mi hija Olenka. ¿Cómo estás? ¿Te sientes solo? ¿Piensas en mí algunas veces? ¿Cómo estás de salud? Te echo mucho de menos. Y por favor, no pienses que tu incapacidad pudo cambiar mis sentimientos hacia ti…
Seguían dos líneas gruesamente tachadas, y el dibujo de un pino. O un abeto, pobremente dibujado.
Transcurrieron varios días. Pavlysh comía y dormía debajo de su tienda estanca, y continuaba su exploración de los interminables corredores de la Nave. Raramente usaba el transmisor, y guardaba silencio cuando Dag comenzaba a refunfuñar, pues sus camaradas sólo percibían a Natasha como un fenómeno excepcional, como una paradoja asombrosa. Para ellos constituía un descubrimiento extraordinario. No existían palabras para describir acabadamente el rango completo de sus emociones; todas ellas desafiaban cualquier identificación.
Todas las horas de vigilia de Pavlysh transcurrían junto a Natasha; caminaba sobre sus huellas, contemplaba la Nave y sus pasillos, bodegas, recovecos y hendiduras, precisamente en la misma forma en que ella los había mirado. Absorbía el ambiente de la prisión, que probablemente no hubiera sido diseñada con esa función, función que había introducido en la vida de la enfermera de Kalyazin una sensación de fatalismo que ella misma reconocía, pero que en su fuero íntimo no podía aceptar.
Ahora, conociendo cada palabra de las notas de Natasha, habiendo descifrado la secuencia de sus movimientos a través de la Nave, habiendo comprendido su significado, y habiendo explorado áreas a las que Natasha no sólo no tenía acceso, sino que ni siquiera sospechaba su existencia, Pavlysh podía tratar de deducir la sucesión de los acontecimientos finales.
Fragmentos de cables; un robot-glupy volcado, una mancha oscura en una pared blanca; la devastación definitiva del cuarto de control; las huellas dejadas en la computadora…, todas esas piezas encajaban perfectamente para formar una imagen de los últimos días de la Nave, acontecimientos en los cuales Natasha había desempeñado su propio papel preponderante.
Natasha se había apresurado a finalizar la última página. Ahora se lamentaba de haber registrado en su diario tan pocos de los momentos vividos durante las últimas semanas. Nunca le había gustado escribir. Incluso sus hermanas le habían recriminado ser una corresponsal tan poco asidua. Sólo ahora lo comprendía; en caso de lograr huir con las holoturias, la nave podía ser descubierta por seres inteligentes, que quizás enviaran sus notas a la Tierra. Y allí la maldecirían por no haber descrito en detalle su propia vida a bordo, así como la de las holoturias, y tantas otras criaturas con las que había tenido contacto. Algunas habían ya desaparecido, otras terminaron sus días en el museo, y el resto fue condenado a muerte. Las holoturias, incluso más avanzadas que Natasha en sus conocimientos técnicos, sabían una cosa: que la razón por la cual el navío había permanecido vagabundeando por el espacio durante tanto tiempo, incapaz de regresar a su mundo de origen, era que algo vital se había destruido en él. Si la condición persistía, la Nave continuaría su errante camino a través del Universo, desintegrándose lentamente como un moribundo.
Los últimos días habían sido frenéticos para Natasha. Tenía tantas cosas para hacer, que, aun que no siempre conociera su significado, comprendía que eran importantes y necesarias para algún propósito que las holoturias conocerían. Carecía de sentido preguntárselo.
En todos aquellos años, Natasha había aprendido que no podía escudriñar en las mentes ni aun de los habitantes menos racionales de la Nave, para no mencionar siquiera a las holoturias. A pesar de las horas que había pasado cuidando al dragón, y viviendo a su lado, no había podido saber absolutamente nada de él. Ni acerca de las burbujas, que vivían en aquel cubo de vidrio. Había aproximadamente dos docenas de ellas. Al ver a Natasha cambiaron rápidamente de color, y rodaban por el fondo del cubo como grandes bolitas, formando figuras y círculos, como si trataran de comunicarse con ella. Natasha había hablado a las holoturias de las burbujas, pero ellas las olvidaron inmediatamente, o no tuvieron tiempo para verlas. Cuando se hizo obvio para Natasha que el viaje tocaba a su fin, tejió una bolsa con cables, de manera de poder llevarse a las burbujas con ella.
Incluso ahora, en el momento de escribir sus últimas líneas y empacar sus pertenencias, debía interrumpir su trabajo para correr a franquear tres puertas-trampa que las holoturias habían marcado en el mapa para ella. Las escotillas estaban demasiado altas para que las criaturas pudieran alcanzarlas.
Natasha descubrió que planeaban escapar en la misma lancha auxiliar que había sido utilizada para raptarla a ella. Pero antes deberían inutilizar al Cerebro de la Nave; de lo contrario, no podían alcanzar la chalupa, y la Máquina no la liberaría de la nave. La ayuda de Natasha también era necesaria allí.
Había pasado ya dos noches sin dormir. No sólo a causa de su excitación, sino también por las llamadas de las holoturias, que jamás dormían; no podían entender las razones por las que ella se ausentaba periódicamente para acostarse. Tan pronto como se relajaba, comenzaba a experimentar una sensación de estremecimiento en su mente: las holoturias la estaban llamando.
En el momento de empezar a empacar su diario, Natasha se preguntó si debería dejarlo allí. Quizás estaría más seguro con ella. ¿Quién puede predecir lo que sucedería durante un viaje? Por supuesto, si sobrevivía, ella podría contar su propia historia. Mejor sería dejarlo, o no subsistiría en la Nave ningún rastro de su paso por ella. Una nueva sacudida en su cerebro. Debía apresurarse. Repentinamente se le ocurrió que jamás volvería por allí. El lento y monótono «tempo» de su vida se había acelerado abruptamente. Ahora, podía terminar en cualquier momento.
— Trataremos de virar la nave en dirección a nuestro planeta — le anunciaron las holoturias— pero será muy peligroso. Debemos hacer que el Cerebro de la Nave nos obedezca. En caso que no podamos hacerlo, intentaremos desactivarlo, de forma de poder usar la chalupa de salvamento. Pero no estamos seguros de poder pilotearla y dirigirla hasta donde queremos ir. Por lo tanto, es posible que todos perezcamos. Pensamos que deberías saberlo.
— Lo sé —contestó Natasha—. He sobrevivido a una guerra.
Las holoturias no perdieron el tiempo. Transformaron unas barras en armas apropiadas para inhabilitar a los glupys, de las cuales se le facilitó una a Natasha, y le dieron instrucciones de marchar a la vanguardia de las holoturias, con el fin de abrirles las puertas. Dos de ellas la siguieron. Otras dos se apresuraron escaleras arriba hacia un compartimiento similar a un puente de mando, que contenía cierto tipo de instrumental.
— Hay tres puertas — le informó una de las holoturias— pero posiblemente no haya atmósfera detrás de la última. O quizá sea diferente de la de nuestro compartimiento. No entren inmediatamente. Esperen hasta que se llene de aire respirable. ¿Está claro?
Natasha ya se había aventurado una vez, más allá de la primera puerta; recordaba el ancho pasaje y los glupys de reserva paralizados contra las paredes: Igual que criaturas muertas. Las holoturias le aseguraron que los robots descansaban y eran recargados en ese recinto.
— No te tocarán — la tranquilizó Dola.
— No estés tan seguro — replicó ella.
— Por favor, no corras ningún riesgo innecesario. Sin ti no podríamos salir nunca de aquí. Recuérdalo.
— No te preocupes. No me olvidaré.
Natasha pasó la palma de su mano frente al recuadro de la pared: la puerta se abrió al instante. Un extraño aroma se extendió por el corredor, un aroma dulzón y el olor de algo quemándose.
— Deben recargarse durante un período mayor ahora — dijo Dola, reptando detrás de ella—. Ya viste que hay menos de ellos en nuestros compartimientos.
— Sí lo noté —replicó Natasha—. No te olvidarás de llevar a las burbujas.
— Ya te dije que no.
—¡Cuidado!
Un glupy saltó desde una hendidura en la pared y cargó sobre ellos, preparándose para bloquear su paso y, quizás, obligarlos a regresar.
— Rápido — gritó Dola—. ¡Rápido! Natasha se lanzó hacia adelante, y trató de saltar sobre el glupy, que se había arrojado a sus pies. Sin embargo el robot —¿cómo pudo olvidar esto? — rebotó sobre el piso y la azotó con una descarga eléctrica. Afortunadamente fue una descarga débil; probablemente el glupy no había tenido tiempo de ser recargado completamente.
Al caer sobre sus rodillas, Natasha se vio obligada a soltar su barra. Se golpeó con fuerza, y gimió dolorida; sus piernas ya no eran las que acostumbraban ser. Y pensar que una vez había jugado volleyball en el equipo de los «Médicos» que obtuvo el segundo puesto en Yaroslavl. Claro que eso había sido hacía ya mucho tiempo… El glupy detuvo a Dola, quien también enarbolaba una barra similar a la de Natasha, sólo que mucho más corta.
—¿Qué sucede? — preguntó Dola.
— Nada — replicó Natasha, levantándose y obligándose a sí misma a olvidar el dolor—. Sigamos.
Treinta pasos los separaban de la siguiente puerta. Otro glupy comenzó a acercarse, aunque se movía muy lentamente.
— La Máquina ya recibió la alarma — informó Dola—. Los glupys están conectados con ella.
Rengueando, Natasha se apresuró hacia la puerta, pero no pudo hallar el recuadro en su esperada posición en la pared.
— No sé cómo abrirla — indicó, pero sin obtener respuesta. Al mirar a su alrededor, observó que Dola estaba inmóvil, mientras que la segunda holoturia luchaba contra tres glupys con su bastón.
—¡Rápido! — la urgió Dola nuevamente.
—¿Quizás haya otra manera de entrar? — preguntó Natasha, sintiendo congelarse sus manos—. No podemos abrir esta puerta.
— No hay otro medio — siseó Dola. La puerta seguía herméticamente cerrada.
Más glupys, flojos y lentos, salieron arrastrándose de sus nichos y se dirigieron hacia las holoturias. En ese mismo instante, la puerta se abrió tan repentinamente que Natasha apenas consiguió saltar a un lado. Desde detrás de la puerta surgió violentamente un glupy de un tipo que Natasha jamás había visto anteriormente. Era casi tan alto como ella, y a diferencia de los otros, se asemejaba más a una esfera que a una tortuga. Poseía tres brazos articulados, y zumbaba amenazadoramente, como si quisiera amedrentar a los invasores.
Imprevistamente, una enorme llamarada surgió de algún lugar desconocido, asolando el corredor, luego de rozar a Natasha con su hálito abrasador. Ocupada en frotar sus ojos, no pudo ver a Dola detener al extraño glupy con su barra, obligándolo a inmovilizarse en el lugar. Pero era demasiado tarde.
Las tortugas amontonadas al otro extremo del corredor, se habían ennegrecido, como achicharradas, y de la segunda holoturia, que había contenido a los robots en el corredor, pero no había conseguido ponerse a salvo a tiempo, sólo quedaba un pequeño montoncito de cenizas sobre el suelo del pasillo.
Natasha observó toda la escena como en un sueño; como si hubiera olvidado por completo que corría peligro de muerte. Comprendió que debía atravesar la segunda puerta; si ésta se cerraba, Bal y la otra holoturia habrían muerto en vano. La segunda puerta conducía a un enorme cuarto circular cuya forma semejaba la parte superior de una esfera. Entraron justo a tiempo. Un segundo glupy gigante comenzaba a rodar hacia la puerta. Dola consiguió alcanzarlo y desactivarlo antes que pudiera ponerse en acción.
Varias puertas, todas idénticas se presentaron frente a Natasha, que giró hacia Dola en busca de instrucciones. La criatura ya se había lanzado hacia adelante, y como una oruga aterrorizada arqueaba la espalda todo lo posible, reptando de una puerta a otra, deteniéndose un instante delante de cada una de ellas como husmeando lo que pudiera haber detrás.
— Aquí está —dijo finalmente—, busca la manera de entrar.
Natasha ya se encontraba junto a ella. Esta puerta también estaba sin cerrojo. La empujó con su mano y la mampara cedió, como si hubiera estado esperando que la tocara.
Se detuvieron delante mismo de la Máquina. Delante del Amo de la Nave. Delante del Cerebro que cursaba las órdenes para descender en los planetas extraños y secuestrar todo lo que encontraran a su paso. Delante de la Mente que mantenía el orden dentro de la Nave, que alimentaba, castigaba y vigilaba sus cautivos y su botín.
En realidad, la Máquina no era más que una pared cubierta totalmente de numerosos orificios, paneles grises y celestes, teclas y luces indicadoras. Su aspecto aturdió a Natasha, o más exactamente, la decepcionó. Durante muchos años había tratado de imaginarse al Amo de la Nave, y siempre lo había dotado de rasgos aterradores. Nunca se le había ocurrido que la Máquina carecía de una personalidad definida.
Un glupy pequeño, ubicado en un lugar elevado sobre la Máquina bajó deslizándose y rodó hacia ellos. Dola reptó hacia él y lo detuvo con su barra.
—¿Y ahora qué? —preguntó Natasha, recuperando ku aliento. Su falda, cosida con un retazo de hule que había recogido en la Nave, se había rasgado a la altura de las rodillas, manchándose de sangre; aparentemente se había herido seriamente al saltar por sobre el primer glupy.
Dola ignoró su pregunta. Se había detenido ahora frente a la Máquina, torciendo su pequeña cabeza vermiforme, y la estudiaba. Como respondiendo a la mirada de Dola, algo chasqueó, y un sonido siseante, fuerte e intermitente llenó la habitación. Natasha retrocedió, hasta que dedujo que se trataba de la voz de otra de las holoturias.
— Todo está bien — anunció Dola—. Colócame allí para que pueda girar aquella perilla.
Natasha la ubicó lo más alto que pudo, y Dola manipuló algo en la Máquina.
—¡Escucha! ¿Puedes oírlos? ¡Son los nuestros! ¡Nuestros compañeros se han apoderado de la consola principal! — exclamó Dola, ya de vuelta en el suelo, y reptando junto a la Máquina—. Si todo funciona correctamente, podremos pilotar la Nave. Dola escuchaba atentamente los siseos provenientes de un círculo negro — evidentemente algún tipo de intercomunicador— e instruía a Natasha sobre lo que debía hacer en los casos en que no podía alcanzar personalmente alguno de los controles de la Máquina. Natasha se sentó en el suelo a descansar.
— Están tratando de colocar la Nave en control manual — explicó Dola luego de una larga pausa. Repentinamente, Dola lanzó un grito. Natasha nunca había oído gritar a una de las holoturias; algo le debía haber aterrorizado terriblemente. Las luces en la cara de la Máquina comenzaron a apagarse una tras otra, parpadeando más y más débilmente, como despidiéndose unas a otras. El siseo proveniente del altavoz se transformó en un débil chillido.
—¡Apúrate! ¡Rápido! ¡A la lancha! — gritó Dola. Habían pasado por alto un elemento clave. Aunque todas las apariencias externas indicaban que la Máquina se había rendido a la voluntad de los cautivos rebeldes, había conservado, sin embargo, un grupo de células dentro de su memoria que le ordenaban cesar completamente su funcionamiento en el caso en que fuerzas exteriores intentaran controlarla.
Los empujones y gestos urgentes de Dola obligaron a Natasha a ponerse en pie, aunque sentía una extraña sensación de calma, al aferrarse con toda su alma a un pensamiento salvador.
— Este es el final. Todo está bien. Ahora iremos a casa.
Incluso mientras corría detrás de Dola a través del corredor, pasando junto a los glupys chamuscados, incluso mientras saltaban sobre la cubierta, y Dola le ordenaba cargar rápidamente el bote con provisiones, continuaba arrullándose a sí misma con el pensamiento de que todo saldría bien. Después de todo, ¿no habían sojuzgado a la Máquina?
Natasha dejó caer las provisiones a través de la escotilla del bote y volvió corriendo en busca de agua y tanques de aire comprimido adicionales. Dola, olvidando el vocabulario aprendido, y confundiéndose desesperadamente, trató en vano de explicarle que la Máquina había dejado de generar aire y calor, que la Nave moriría pronto, y que todo estaría perdido a menos que aprovisionaran el bote y lo alistaran para despegar. Las otras dos holoturias se precipitaron desde el puente de mando, arrastrando con ellas algunos instrumentos, y comenzaron a afanarse alrededor de la lancha.
Natasha no podría decir cuánto tiempo había durado el ajetreo y la confusión, pero luego de su décimo o duodécimo viaje hasta el invernadero, comprendió que la Nave se había enfriado notablemente, y que la respiración se tornaba dificultosa. Se sorprendió que las predicciones de Dola se concretaran tan rápidamente. La Nave agonizaba lentamente.
Natasha estaba a punto de regresar hasta su cabina en busca de sus pertenencias, cuando Dola le avisó que deberían partir en escasos minutos. Por lo tanto, en vez de dirigirse a recoger sus posesiones, decidió cargar un tanque de aire extra. Todos necesitarían el aire, y ella podría pasarse sin su falda, su pañuelo y sus tazas.
Mientras arrastraba el tanque hacia la lancha, divisó por el rabillo del ojo la bolsa que había tejido con cables coloreados.
¡Mi Dios! — pensó—. ¡Casi me olvido!
Corrió hacia el bote y dejó caer el tanque de aire a través de la escotilla.
—¡Rápido! Sube a bordo — llamó Dola desde la lancha, rodando el pesado tanque dentro de ella.
—¡Un momento! — contestó Natasha—. Estaré de vuelta enseguida.
—¡Ahora! — aulló Dola.
Demasiado tarde. Natasha ya había comenzado a correr a través del pasillo a recoger la bolsa, y luego en dirección al cubo de. vidrio donde aguardaban las burbujas.
A la vista de Natasha, las burbujas se dispersaron del centro del cubo, como pétalos de flores.
—¡Pronto — las urgió ella— o se quedarán aquí! La lancha está por despegar.
Para su sorpresa, las burbujas rodaron obedientemente dentro de la bolsa, que resultaba así más pesada aún que los tanques de aire. Natasha la arrastró a lo largo del corredor; a pesar del frío riguroso, traspiraba y jadeaba en busca de aire.
Si no hubiera estado tan concentrada en el intento de alcanzar el bote, hubiera notado con tiempo suficiente la repentina aparición de uno de los glupys gigantes. Generalmente, el robot vigilaba otro sector de la Nave, pero al captar sus sensores una interrupción producida en uno de los sistemas (mientras la Nave moría), rodó a lo largo de los pasillos, tratando de localizar la causa de la avería.
Sólo unos pocos pasos separaban a Natasha del bote cuando el glupy la descubrió. Mientras tanto, el robot ya había avistado la lancha y apuntado su rayo ígneo directamente hacia la escotilla.
El rayo giró rápidamente hacia ella; Natasha sólo tuvo tiempo de arrojar a un lado el saco con las burbujas. Ese breve segundo de demora proporcionó a Dola el tiempo necesario para cerrar violentamente la escotilla. El siguiente disparo del glupy sólo consiguió ennegrecer el costado del bote. Habiendo agotado su carga, el glupy se inmovilizó sobre la pequeña pila de cenizas. Había cesado de funcionar. Las burbujas se derramaron fuera de la bolsa, rodaron por la cubierta.
Dola abrió la compuerta y comprendió al instante lo sucedido. Pero era imposible demorar la partida un solo instante más. Quizás, de haber sido humano, Dola hubiera recogido las cenizas, únicos restos de Natasha, para enterrarlos en su tierra natal. Sin embargo, las holoturias ignoran tales costumbres.
Dola aseguró la escotilla. El bote salvavidas se separó de la Nave moribunda y se disparó hacia las estrellas, en dirección a su propio sistema solar.
Pavlysh recogió del suelo un chamuscado trozo de género, todo lo que quedaba de Natasha. Luego reunió las burbujas, formando con ellas una pila. La historia había finalizado trágicamente, aunque aún quedara una esperanza de haberse equivocado. Quizás, de alguna forma, Natasha se había ingeniado para huir en la lancha.
Se levantó y cruzó por sobre el frío e inerte robot que hasta último momento había cumplido lo que se le ordenara, que había permanecido allí durante, todos esos años, apuntando hacia el vacío. El robot había cumplido con su cometido, custodiando la nave contra todo daño posible.
— No has dicho una palabra en dos horas — dijo Dag—. ¿Algo anda mal?
— Te lo contaré después — respondió Pavlysh—. Más tarde.
Se encontraban sentados en una mesa cercana a la ventana. Sofía Petrovna bebía limonada; Pavlysh, cerveza. Era una buena cerveza, oscura. Saber que uno puede bebería, que no se está en servicio activo, y que el próximo examen físico está a tres meses de distancia, incrementa el delicioso placer de cometer una falta menor, perdonable.
—¿Les está permitido tomar cerveza? — preguntó Sofía Petrovna.
— Sí —contestó Pavlysh, secamente.
Convencida de que los astronautas no beben cerveza, Sofía Petrovna sacudió su cabeza con escepticismo. Y estaba en lo cierto. Apartó la vista de Pavlysh y recorrió el interminable campo de aterrizaje sólo interrumpido por la prístina belleza de las siluetas de las naves espaciales destacándose contra un ocaso naranja.
— Parece tomar bastante tiempo — comentó ella.
Sofía Petrovna impresionaba a Pavlysh como una mujer algo insulsa, demasiado formal. Estudiando su agudo perfil, y su pelo gris, tersamente peinado hacia atrás, Pavlysh llegó a la conclusión que probablemente fuera una competente profesora de ruso, pero dudó que sus alumnos la apreciaran.
— Parece estar estudiándome — insinuó Sofía Petrovna, sin volver la cabeza.
— Me atrapó, ¿no es así? ¿Reflejo profesional?
—¿Qué quiere decir?
— Una maestra debe estar consciente de todo lo que sucede en el aula, incluso cuando está de espaldas.
Sofía Petrovna sonrió débilmente:
— Y estoy segura que usted estaba buscando una semejanza.
Pavlysh no replicó. Lo que ella había dicho era cierto, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.
— Parece que están bastante retrasados — repitió ella.
Pavlysh echó una mirada a su reloj:
— No. Recuerde que le aconsejé esperar en su casa.
— No hubiera podido. Estaba demasiado inquieta. Tenía la sensación de que alguien iba a entrar de golpe y preguntarme: Bueno, ¿por qué no está en camino?
El lenguaje de Sofía Petrovna era demasiado correcto, levemente literario, como si sus frases fueran escritas mentalmente y corregidas con lápiz rojo antes de ser pronunciadas.
— Todos estos años estuve esperando este día, — continuo ella, levantando su vaso de limonada, y estudiando las burbujas adheridas a los lados del vaso—. Usted puede pensar que es extraño que yo diga esto, en vista de mis esfuerzos por suprimir toda demostración emocional de mi constante impaciencia. Esperé hasta que fue descifrado el contenido de las unidades de memoria de la Nave. Esperé el día en que enviarían una expedición al planeta habitado por esas criaturas que mi abuela llamó holoturias. Esperé su vuelta. Y ahora ha llegado el día.
— Eso suena extraño — comentó Pavlysh.
— Sé lo decepcionados que estaban ustedes durante nuestro primer encuentro, cuando no reaccioné emocionalmente como ustedes esperaban. Pero, ¿de qué otra manera podía haber reaccionado? Sólo conocí a la Abuela a través de algunas instantáneas, las historias de mi madre y las cuatro medallas que Abuela había ganado en el frente. Para mí era solamente una abstracción. Mi madre ha muerto, y ella era la última persona para quien el nombre de Natasha Sidorova significaba algo más que una serie de instantáneas.
«Han pasado casi cien años desde la desaparición de Abuela, y no fue sino hasta que ustedes llegaron que comencé a desarrollar algún sentimiento acerca de ella. No, no puedo culpar a la prensa por todas esas historias respecto al primer ser humano en el espacio. La razón reside en el diario de la Abuela. Comencé a comparar mi propio comportamiento con su paciencia, su soledad».
Pavlysh inclinó su cabeza comprensivamente.
— Y le aclaro, jovencito, ¡que no soy la vieja embalsamada que usted cree! — la voz de Sofía Petrovna había cobrado repentinamente un tono totalmente distinto—. Soy una actriz. En nuestro teatro interpreto el papel de una anciana avinagrada. Y mis alumnos me adoran.
— Nunca lo dudé —mintió Pavlysh.
Levantando los ojos, encontró la sonrisa de Sofía Petrovna. Sus tersas mejillas se colorearon levemente. Levantó su vaso de limonada.
— Brindemos por recibir buenas noticias.
Viendo desde lejos a Pavlysh y Sofía Petrovna, Dag apresuró su camino entre las mesas.
— Están en camino — anunció—. El control ya recibió confirmación.
Parados frente a la vidriera, contemplaron en el horizonte el cohete-lanzadera que descendía hacia la Tierra. Entonces se apresuraron a bajar, pues Dag conocía a Klapach, jefe de la expedición, y esperaba hablar con él antes que los periodistas lo acapararan.
Klapach fue el primero en emerger del cohete. Se detuvo, buscando a alguien entre la multitud que los vitoreaba. Una pequeña de nariz respingada, con el pelo rubio como Klapach corrió hacia él, arrojándose en sus brazos. Sin embargo, sus ojos continuaban registrando la muchedumbre. Al acercarse a la puerta divisó a Sofía Petrovna, acompañada de Dag y Pavlysh, y depositó en el suelo a su pequeña hija.
— Hola — saludó a la mujer—. Temía que no hubiera venido.
La mujer frunció el ceño. Se sentía incómoda sabiéndose blanco de los fotógrafos y las cámaras de TV.
Un micrófono se balanceó delante de la cara de Klapach, quien lo apartó con un ademán.
—¿Lo hizo? — preguntó Sofía Petrovna.
— No — replicó Klapach—. Murió en la nave. Pavlysh tenía razón.
—¿Y eso es todo?
— No demoré mucho en encontrar algo acerca de ella. Mire esto.
Con el resto de su tripulación parada detrás de él, Klapach desabotonó la chaqueta de su uniforme. Todo estaba quieto y silencioso en la plaza del espacio-puerto.
Klapach sacó una fotografía. Las cámaras de TV enfocaron sus manos, y la imagen llenó las pantallas de los televisores de todas partes del mundo. Los teleespectadores pudieron apreciar la vista de una ciudad de redondeadas cúpulas y estructuras alargadas, que semejaban cilindros y cadenas de esferas. En primer plano se erguía una estatua, colocada sobre un bajo pedestal circular. Una mujer delgada, prolijamente arreglada, con un vestido de arpillera, y un asombroso parecido a Sofía Petrovna. sostenía sobre sus rodillas una extraña criatura, similar a una holoturia.
— Papá —dijo la pequeña—, déjame ver la foto.
— Toma — accedió Klapach, tendiéndosela.
—¡Bah, es sólo un gusano gordo! — exclamó la niña, decepcionada.
Sofía Petrovna inclinó la cabeza y caminó hacia la sala de espera del espacio-puerto con pasos pequeños pero firmes. Nadie la detuvo ni la llamó. Un periodista intentó correr tras ella, pero Pavlysh lo detuvo por un brazo.
Dag tomó la fotografía de las manos de la niña. Mirándola, pudo ver un navío muerto desvaneciéndose en el espacio infinito.
Un instante más tarde, la plaza del espacio-puerto resonaba con las acostumbradas voces y risas, con la usual confusión alegre que saluda a las espacionaves de pasajeros que arriban, o a los astronautas que regresan a la Tierra.
FIN
Publicado en: Media vida en el espacio, EMECE editores, Buenos Aires, 1979.
Edición digital: Sadrac.
Revisión: nln.