Poul Anderson Punto decisivo

—Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?

No eran exactamente las palabras que cabía esperar en el instante en que la Historia cambiaba de curso y el Universo no podía volver a ser nunca lo que era. La suerte está echada; éste es el signo de la conquista: no podemos quedarnos sentados aquí por más tiempo; tenemos a esas verdades como evidentes en sí mismas; el navegante italiano ha arribado al Nuevo Mundo; ¡Dios mío, la cosa funciona! Ningún hombre dotado de imaginación puede recordar esas o parecidas frases sin que un escalofrío recorra su espina dorsal. Pero las palabras que la pequeña Mierna nos dirigió, en aquella isla a medio millar de años-luz de la Tierra…

La estrella estaba catalogada AGC 4256836, una enana K2 de Casiopea. Nuestra nave efectuaba un rutinario reconocimiento preliminar de aquella región, y había surgido bastante misteriosamente —¡con cuánta facilidad olvidan los terrestres que cada planeta es un mundo completo!—, aunque el hecho no tenía nada de extraordinario en este fantástico cosmos. Los Comerciantes habían anotado los lugares que valía la pena investigar a fondo; lo mismo habían hecho los Federales; las listas no eran idénticas.

Al cabo de un año, la nave y los hombres estaban igualmente agotados. Necesitábamos un descanso, pasar unas cuantas semanas reponiéndonos y recuperándonos antes de emprender el largo vuelo de regreso. Encontrar un lugar apropiado es todo un arte. Hay que visitar los soles cercanos que parecen más adecuados. Si se llega a un planeta cuyas características físicas generales son terrestroides, se comprueban los detalles biológicos —muy cuidadosamente, aunque el hecho de que la operación sea casi enteramente automática la hace bastante rápida— y se establece contacto con los autóctonos, si existen. Los primitivos tienen preferencia. Y no porque se teman posibles peligros militares, como algunos creen. Los Federales insisten en que los nativos no se opongan a que los extranjeros acampen en su territorio, en tanto que los Comerciantes no comprenden que alguien, civilizado o no, que no haya descubierto la energía atómica, pueda ser una amenaza. Lo que ocurre es que los primitivos son menos dados a formular preguntas complicadas y a convertirse en una molestia. Las tripulaciones espaciales agradecen que no se les hable de civilizaciones mecánicas.

Bueno, Joril parecía ideal. El segundo planeta de aquel sol, con más agua que la Tierra, ofrecía un clima templado por doquier. El bioquímico estaba convencido de que podríamos comer alimentos indígenas, y no parecía haber más gérmenes de los que el UX-2 podía manejar. Mares, bosques, prados, nos hacían sentir como en casa, y las incontables diferencias con la Tierra añadían encanto a la cosa. Los indígenas eran salvajes, es decir, dependían de la caza, la pesca y la agricultura para procurarse las subsistencias. De modo que supusimos que existían millares de pequeñas culturas y escogimos la que nos pareció más avanzada: y no es que la observación aérea indicara mucha diferencia.

Aquella gente vivía en aldeas limpias y exquisitamente decoradas a lo largo del litoral occidental del mayor de los continentes, con bosques y colinas detrás de ellos. El contacto se estableció fácilmente. Nuestros semánticos tropezaron con muchas dificultades en lo que respecta a su idioma, pero los aldeanos no tardaron en entender el inglés. Su hospitalidad era de lo más cordial siempre que recurríamos a ella, pero permanecían alejados de nuestro campamento a menos que les invitáramos de un modo explícito. Nos instalamos con un profundo suspiro de felicidad.

Pero desde el primer momento hubo ciertos síntomas alarmantes. Aún admitiendo que tenían gargantas y paladares humanoides, no esperábamos que los indígenas hablaran un inglés sin acento en un par de semanas. Todos ellos. Y era evidente que lo hubieran aprendido con más rapidez, si se lo hubiésemos enseñado de un modo sistemático. De acuerdo con la costumbre, bautizamos al planeta con el nombre de Joril, después de averiguar que era la palabra local que correspondía a tierra… para descubrir más tarde que Joril significaba Tierra, con mayúscula, y que aquella gente poseía una excelente astronomía heliocéntrica. Aunque eran demasiado corteses para acosarnos a preguntas, no se limitaban a aceptarnos como algo inexplicable; la curiosidad ardía en ellos, y no tardarían en decidirse a interrogarnos.

Una vez superado el ajetreo inicial y remansadas nuestras impresiones, llegamos a la conclusión de que habíamos caído en un sitio que valía la pena estudiar más a fondo. En primer lugar, necesitábamos examinar algunas otras zonas para asegurarnos de que aquella cultura Dannicar no era un fenómeno aislado. Después de todo, los Mayas neolíticos habían sido buenos astrónomos; y los hierroagrícolas griegos habían desarrollado una filosofía de alto nivel. Estudiando los mapas que habíamos trazado mientras estábamos en órbita, el capitán Barlow escogió una gran isla que se encontraba a unos 700 kilómetros al Oeste. Preparamos un bote espacial que debían tripular cinco hombres.

Piloto: Jacques Lejeune. Mecánico: yo. Representante militécnico federal: comandante Ernest Baldinger, de la Fuerza Espacial del Gobierno Solar. Representante civil del Gobierno: Walter Vaughan. Agente comercial: Don Haraszthy. Este último y Vaughan eran los jefes, en tanto que los demás debíamos ocuparnos de las múltiples tareas planetográficas.

Emprendimos el vuelo inmediatamente después de la salida del sol, de modo que teníamos ante nosotros dieciocho horas de luz diurna. Recuerdo lo bello que era el mar debajo de nosotros, semejante a una enorme bola de metal, plateada en los lugares bañados por el sol, cobalto y verde cobre más allá. Luego apareció la isla, cubierta de espesos bosques, con inmensas manchas de vegetación carmesí. Lejeune escogió como lugar de aterrizaje un claro del bosque, a unos dos kilómetros de una aldea que se alzaba junto a una amplia bahía. El aterrizaje fue perfecto. Lejeune es un piloto excelente.

—Bueno… —Haraszthy irguió sus dos metros de estatura y se desperezó hasta que todas sus articulaciones crujieron. Su peso era el que correspondía a su estatura, y su rostro aquilino conservaba las huellas de antiguas batallas. La mayoría de Comerciantes son rudos y pragmáticos extravertidos; tienen que serlo del mismo modo que los representantes civiles tienen que ser lo contrario. Aunque ello provoca conflictos—. Vamos para allá.

—No tan aprisa —dijo Vaughan: un joven delgado, con una mirada incisiva—. Esa tribu no ha oído hablar nunca de los seres de nuestra especie. Si se han dado cuenta de nuestro aterrizaje, pueden estar asustados.

—Razón de más para que vayamos a sacarles de su error —dijo Haraszthy, encogiéndose de hombros.

—¿Todos nosotros? ¿Habla usted en serio? —preguntó el comandante Baldinger. Reflexionó un poco—. Sí, supongo que sí. Pero el responsable soy yo, Lejeune y Cathcart se quedarán aquí. Los demás iremos a la aldea.

—¿Por qué tengo que quedarme? —protestó Vaughan.

—¿Conoce usted alguna solución mejor? —preguntó Haraszthy.

—En realidad…

Pero nadie le escuchó. El gobierno actúa de acuerdo con teorías preestablecidas, y Vaughan era demasiado novato en el Servicio de Reconocimiento para comprender cuán a menudo hay que prescindir de las teorías. Estábamos impacientes por salir al exterior, y yo lamentaba no formar parte de la expedición que iría a la aldea. Desde luego, alguien tenía que quedarse, dispuesto a reclamar ayuda si se presentaban dificultades graves.

El claro estaba cubierto por una hierba muy alta y la brisa olía exclusivamente a canela. Los árboles se erguían contra un cielo intensamente azul; la rojiza luz del sol se derramaba a través de flores silvestres de tonos púrpura y de insectos voladores de color bronce. Saboreé la perfumada brisa antes de unirme a Lejeune para comprobar que todos los aparatos del bote estaban en orden. Todos íbamos ligeramente vestidos; Baldinger llevaba un rifle desintegrador, y Haraszthy una emisora portátil con la potencia suficiente para establecer contacto con Dannicar, pero lo mismo el rifle que la emisora parecían ridículamente inadecuados.

—Envidio a los jorilanos —observé.

—Hasta cierto punto —admitió Lejeune—. Aunque quizá su medio vital sea demasiado bueno. ¿Qué estimulo tienen para progresar?

—¿Por qué tienen que desearlo?

—No lo desean de un modo consciente, amigo mío. Pero todas las razas inteligentes descienden de otras que en pasadas épocas tuvieron que luchar duramente para sobrevivir. Incluso en los herbívoros más pacíficos hay el instinto de la aventura, y tarde o temprano tiene que encontrar explosión…

—¡Recaramba!

La exclamación de Haraszthy nos llevó rápidamente, a Lejeune y a mí, al otro lado de la nave. Durante unos instantes, mi razón se tambaleó. Luego decidí que el espectáculo no resultaba tan sorprendente como todo eso… aquí.

Del bosque había surgido una niña. El equivalente de una terrestre de cinco años, calculé. Su estatura no llegaba al metro (los jorilanos son más bajos y más delgados que nosotros), y tenía la enorme cabeza de los de su especie, lo cual le daba un aspecto todavía más raro. El pelo rubio y muy largo, las orejas redondeadas, y unos rasgos delicados que eran completamente humanoides, a excepción de la frente, muy alta, y de los inmensos ojos color violeta. Su moreno cuerpo estaba cubierto por un simple taparrabo. Agitó alegremente hacia nosotros una mano de cuatro dedos. En la otra sostenía una cuerda. Y al extremo de aquella cuerda había un saltamontes del tamaño de un hipopótamo.

No, no era un saltamontes, comprobé mientras la niña danzaba hacia nosotros. La cabeza era muy parecida, pero las cuatro patas que utilizaba para andar eran cortas y robustas, y las otras eran simples apéndices desprovistos de huesos. Me di cuenta también de que su respiración era pulmonar. A pesar de todo, era un monstruo impresionante; y babeaba.

—Género insular —dijo Vaughan—. Indudablemente inofensivo, ya que de no ser as! no lo… ¡Pero una niña, apareciendo de un modo tan casual…!

Baldinger sonrió y bajó el rifle.

—Creo que hemos estado de suerte —dijo.— Para un chiquillo, todas las cosas son igualmente maravillosas. Podrá recomendarnos favorablemente a sus mayores.

La niña (tengo que darle este nombre) se dirigió en línea recta hacia Haraszthy, alzó aquellos inmensos ojos hasta posarlos en el rostro de pirata de nuestro agente comercial y trinó, con una irresistible sonrisa:

—Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?


No recuerdo exactamente los instantes que siguieron. Fueron muy confusos. Eventualmente nos encontramos, los cinco, andando a lo largo de un sendero que cruzaba el bosque y que estaba bañado por el sol. La chiquilla triscaba a nuestro lado, parloteando como un xilofón. El monstruo avanzaba pesadamente detrás, masticando golosamente lo que le habíamos dado.

—Me llamo Mierna —dijo la chiquilla—, y mi padre hace cosas de madera, no sé cómo se llama en inglés, díganmelo, por favor, ¡oh! Carpintero. Gracias, es usted un hombre muy amable. Mi padre piensa mucho. Mi madre hace canciones. Son unas canciones muy bonitas. Me envió a buscar un poco de hierba dulce para la cama de un recién nacido, porque su esposa ayudante va a tener un niño muy pronto, pero cuando les vi a ustedes bajar del modo que dijo Pengwil, supe que tenía que venir a saludarles y acompañarles a Taori. Es nuestra aldea. Tenemos veinticinco casas. Y cobertizos, y una Sala de Pensar que es mayor que la de Riru. Pengwil dice que las galletas tienen un gusto espantoso. ¿Puedo probar una?

Haraszthy la complació, con una expresión que revelaba su desconcierto. Vaughan sacudió la cabeza y casi gritó:

—¿Cómo es que conoces nuestro idioma?

—En Taori todo el mundo lo conoce. Desde que llegó Pengwil y nos lo enseñó. Eso fue hace tres días. Hemos estado esperando y esperando que llegaran ustedes. ¡Los de Riru se morirán de envidia! Pero no les permitiremos verles, si no nos lo piden como es debido.

—Pengwil…, un nombre dannicariano, desde luego —murmuró Baldinger—. Pero no habían oído hablar de esta isla hasta que se la mostré en nuestro mapa. ¡Y no pueden haber cruzado el océano en aquellas balsas! Los vientos son contrarios, y las velas cuadradas…

—¡Oh! El bote de Pengwil puede navegar perfectamente contra el viento —rió Mierna—. Yo le vi con mis propios ojos, llevó a todo el mundo a dar un paseo, y ahora mi padre está haciendo un bote como aquél, pero mejor.

—¿Por qué vino Pengwil aquí? —preguntó Vaughan.

—Para ver lo que había. Es de un lugar llamado Folat. En Dannicar tienen unos nombres muy raros, y visten de un modo muy raro, también. ¿No es verdad, mister?

—Folat… sí, lo recuerdo, una comunidad situada al norte de nuestro campamento —dijo Baldinger.

—Pero los salvajes no se arriesgan a navegar a través de un océano desconocido por… por simple curiosidad —tartamudeé.

—Pengwil lo ha hecho —gruñó Haraszthy.

Casi pude ver los relés latiendo en el interior de su maciza cabeza. Aquí existían inmensas posibilidades comerciales, alimentos, materias textiles y especialmente la deslumbrante artesanía. A cambio…

—¡No! —exclamó Vaughan—. Sé lo que está pensando, Comerciante Haraszthy, y no va usted a traer máquinas aquí.

Haraszthy enarcó las cejas.

—¿Quién dice eso?

—Lo digo yo, en virtud de la autoridad que poseo. Y estoy seguro de que el Consejo ratificará mi decisión. —A pesar de la agradable temperatura, Vaughan estaba sudando—. ¡No nos atreveremos a tanto!

—¿Qué es un Consejo? —preguntó Mierna. Una sombra de preocupación cruzó por su rostro. Se arrimó más a la masa de su animal.

A pesar de todo, tuve que acariciar su cabeza y murmurar.

—Nada que deba preocuparse, querida. —Y para alejar de su mente, y de la mía, vagos temores—: ¿Por qué llamas camelloterio a tu compañero? ¡Ese no puede ser su verdadero nombre!

—¡Oh, no! —La niña olvidó inmediatamente sus preocupaciones—. Es un yao, y su verdadero nombre es, bueno, significa Pies-Grandes-Ojos-Abultados-Lleva-Hombre-Encima. Ese es el nombre que le puse. Es mío y es muy bonito… —Acarició una antena del monstruo, el cual ronroneó de placer—. Pero Pengwil nos contó que ustedes tenían algo llamado un camello en su país, que es peludo y asustadizo y lleva cosas y babea como un yao, de modo que pensé que sería un bonito nombre inglés. ¿No lo es?

—Mucho —asentí débilmente.

—¿Qué significa ese asunto del camello? —inquirió Vaughan.

Haraszthy se pasó una mano por el pelo.

—Bueno —dijo—, ya sabe que a mí me gusta Kipling, y una noche, en una reunión, les leí algunos de sus poemas a unos indígenas. Supongo que entre ellos estaría el del camello. Seguramente les gustó Kipling.

—Y recuerdan el poema a la perfección después de una sola lectura, y lo hacen circular a lo largo de la costa, y ahora ha cruzado el mar —dijo Vaughan, en tono de asombro.— ¿Quién les ha explicado que la desinencia terio significa «mamífero»? —pregunté.

Nadie lo sabía, pero era indudable que uno de nuestros naturalistas lo había mencionado de un modo casual. Y la pequeña Mierna había captado la desinencia de labios de un marinero vagabundo y la había aplicado con absoluta corrección: a pesar de sus antenas y de sus ojos insectoides, el yao era un verdadero mamífero.

Al cabo de un rato llegamos a una faja de terreno despejado enfrente mismo de la bahía. Allí estaba la aldea, con sus casas de madera de tejados puntiagudos, muy diferentes en estilo de las de Dannicar, pero igualmente agradables a la vista. Unas canoas eran arrastradas hasta la playa, donde estaban puestas a secar unas redes de pesca. Anclada un poco más allá había otra embarcación. Desde luego, en nuestra supermecanizada Tierra no teníamos nada parecido; pero su esbelta silueta sugería una capacidad de navegación rápida y segura.

Los habitantes de la aldea, que no nos habían visto descender, interrumpieron sus tareas —cocinar, limpiar, tejer, los incontables trabajos de los primitivos— para correr a nuestro encuentro. Iban vestidos con tanta sencillez como Mierna. A pesar de sus grandes cabezas, que no eran grotescamente grandes, de sus extrañas manos y orejas, y de las proporciones corporales ligeramente distintas, las mujeres tenían muy buen aspecto: demasiado bueno. Los hombres, imberbes y de cabellos muy largos, eran guapos, a su manera, y ambos sexos poseían la gracia flexible de los felinos.

No gritaron ni se reunieron en tumulto. En la playa sonó un exuberante cuerno. Mierna corrió hacia uno de los hombres, le cogió de la mano y le arrastró hacia nosotros.

—Este es mi padre —cacareó—. ¿No es maravilloso? Y piensa mucho. El nombre que utiliza ahora es el de Sarato. Me gustaba más el que usaba antes.

—Uno llega a cansarse de la misma palabra —rió Sarato—. Bienvenidos, terrestres. Nos hacéis un gran… lula… perdón, desconozco la palabra inglesa adecuada. Esta visita nos eleva mucho.

Su apretón de manos —Pengwil debió de hablarle de esa costumbre— fue vigoroso, y sus ojos se encontraron con los nuestros con respeto, pero sin temor.

Las comunidades dannicarianas confiaban el poco gobierno que necesitaban a especialistas, escogidos a base de algunas pruebas que aún no hemos comprendido. Pero no establecían ni siquiera aquella diferencia de clase. Fuimos presentados a todo el mundo por su ocupación: cazador, pescador, músico, profeta (creo que es lo que significa nonalo), etcétera. En Taori había la misma ausencia de tabúes que habíamos observado en Dannicar, pero un código igualmente elaborado de modales y costumbres… que no esperaban que nosotros observáramos.

Pengwil, un joven robusto que llevaba la túnica de su propia civilización, nos acogió cordialmente. No era simple casualidad el hecho de que hubiera llegado al mismo lugar que nosotros. Ardía en deseos de mostrarnos su embarcación. Le complací, nadando hasta ella y trepando a bordo.

—Un excelente trabajo —dije, con absoluta sinceridad—. Aunque me gustaría hacer una sugerencia. Para navegar a lo largo de la costa, no necesitas una quilla fija. —Describí una orza de deriva—. De ese modo podrías arrimarla a la playa.

—Sí, Sarato ha pensado en ello después de haber visto mi embarcación. Ha empezado ya a construir una así. También piensa colocar un trozo de madera plana, giratoria, en la pared de atrás. ¿Irá bien?

—Si —murmuré, asombrado.

—Lo mismo creo yo —sonrió Pengwil—. La corriente de agua puede ser partida en dos, como la corriente de aire. Su mister Ishihara me habló de la aerodinámica. Aquello fue lo que me dio la idea para construir una embarcación como ésta.

Regresamos nadando a la playa y volvimos a vestirnos. La aldea bullía de animación, preparando un festín en nuestro honor. Pengwil se unió a ellos. Yo me quedé detrás, paseando por la playa, demasiado excitado para sentarme. Mirando fijamente a través de las aguas y respirando un olor a mar que era casi como el de la Tierra, tuve unos extraños pensamientos. Fueron interrumpidos por Mierna. Avanzaba hacia mí, arrastrando un pequeño carretón.

—¡Hola, Mister Cathcart! —exclamó—. Tengo que recoger algas para dar sabor a la comida. ¿Quiere ayudarme?

—Desde luego —dije.

Mierna hizo una mueca.

—Me alegro de estar aquí. Mi padre, y Kuaya, y otros hombres, le están preguntando a Mister Lejeune cosas de matemáticas. Yo soy demasiado pequeña para que me gusten. Lo que me gustaría sería oír contar cosas de la Tierra a Mister Haraszthy, pero está hablando solo en una casa con sus amigos. ¿Me contará usted cosas de la Tierra? ¿Podré ir allí algún día?

Murmuré algo. Mierna empezó a recoger algas filamentosas que el mar había arrojado a la playa.

—Antes no me gustaba este trabajo —continuó—. Tenía que ir y venir demasiadas veces. No me permitían utilizar mi camelloterio, porque cuando se le mojan los pies se pone malo. Les dije que podían hacerle unos zapatos, pero me dijeron que no. Pero ahora es muy divertido con este… este… ¿qué nombre le dais?

—Un carretón. ¿No habías tenido ninguno antes?

—No, nunca. Pengwil nos habló de las ruedas. Vio que los terrestres las utilizaban. El carpintero Huanna empezó a construir carretones con ruedas. Sólo tenemos unos cuantos.

El carretón estaba construido de madera y hueso, y tenía grabadas unas figuras profesionales.

—He estado pensando y pensando —dijo Mierna—. Si hiciéramos un carretón más grande, un camelloterio podría tirar de él, ¿no es cierto? Sólo tendríamos que encontrar un buen sistema para atarlo, de modo que no se hiciera daño y pudiéramos guiarlo. He pensado en un sistema que me parece bueno.

Trazó unas líneas en la arena: un arnés en pleno funcionamiento.

Con una carga completa, regresamos hacia las casas. Me quedé absorto admirando las columnas labradas a mano. Sarato me enseñó sus herramientas con filo de obsidiana. Dijo que los moradores de las zonas costeras iban tierra adentro en busca de material, y habló de obtener acero de nosotros.

¿O seríamos tan increíblemente amables que les explicáramos cómo extraíamos el metal de la tierra?

El banquete, la música, las danzas, las pantomimas, la conversación, todo fue tan espléndido como habíamos imaginado, o más. Pero decepcionamos a nuestros anfitriones al no aceptar su invitación para que pasáramos allí la noche. Nos acompañaron al regreso, a la luz de numerosas antorchas, y cantaron durante todo el trayecto, hasta que llegamos a nuestra nave. Entonces dieron media vuelta y se marcharon. Mierna iba en la cola de la procesión. Permaneció largo rato inmóvil, agitando en dirección a nosotros su mano de cuatro dedos.


Baldinger sacó vasos y una botella de whisky.

—Es lo único que he encontrado a faltar —dijo—. Un trago de whisky.

—¡Desde luego! —exclamó Haraszthy, apoderándose de la botella.

—Me pregunto cómo será su vino, en el momento que lo inventen —murmuró Lejeune.

—¡No hay cuidado! —dijo Vaughan—. No van a inventarlo.

Todos nos quedamos mirándole. Vaughan se sentó, muy rígido, en la pequeña cabina.

—¿Qué diablos quiere usted decir? —preguntó finalmente Haraszthy—. Si hacen vino la mitad de bien de lo que hacen las otras cosas, se pagará a diez créditos el litro en la Tierra.

—¿Es que no lo comprende? —gritó Vaughan—. No podemos tratar con ellos. Tenemos que marcharnos de este planeta y… ¡Oh! ¿Por qué les habremos encontrado?

—Bueno —suspiré—, los que nos hemos molestado en pensar en la cuestión, siempre hemos sabido que algún día íbamos a encontrar una raza como ésta.

—Ésta es una estrella probablemente más vieja que el Sol —dijo Baldinger—. Menos maciza, de modo que puede permanecer más tiempo en la secuencia principal.

—No es necesaria mucha diferencia en la edad planetaria —dije—. Un millón de años, medio millón…, eso no significa nada en astronomía ni en geología. Sin embargo, en el desarrollo de una raza inteligente…

—¡Pero, ellos son salvajes! —protestó Haraszthy.

—La mayoría de las razas que hemos encontrado lo son —le recordé—. El hombre también lo fue, durante la mayor parte de su existencia. La civilización es un espejismo. No llega de un modo lógico. En la Tierra empezó, según me han enseñado, porque el Oriente Medio se secó cuando los glaciares retrocedieron, y algo había que hacer para seguir viviendo cuando la caza empezó a escasear, Y la civilización científica, mecánica, es un accidente todavía más anormal. ¿Por qué tenían que pasar los jorilianos más allá de la tecnología del Paleolítico Superior? Nunca han tenido necesidad de hacerlo.

—¿Por qué poseen unos cerebros tan desarrollados, si continúan en la Edad de Piedra? —arguyó Haraszthy.

—¿Por qué los teníamos nosotros, en nuestra propia Edad de Piedra? —repliqué—. No era necesario para la supervivencia. El hombre de Java, el hombre de Pekin y el resto de razas inferiores, poseían cerebros muy desarrollados. Pero hay que tener en cuenta que éste es un medio vital que no plantea dificultades, al menos en la actual época geológica. Los indígenas ni siquiera parecen tener guerras, las cuales podrían estimular el progreso técnico. En consecuencia, tienen pocas ocasiones de utilizar sus poderosas mentes para algo que no sea arte, filosofía y experimentación. social.

—¿Cuál es el promedio de su cociente de inteligencia? —susurró Lejeune.

—Insensato —dijo Vaughan hoscamente—. Más allá de 180, la escala se rompe. ¿Cómo podemos medir una inteligencia muy superior a la nuestra?

Se produjo un breve silencio. Oí el rumor nocturno del bosque a nuestro alrededor.

—Sí —rumió Baldinger—. Siempre imaginé que tenía que existir alguien superior a nosotros. Sin embargo, no esperaba encontrarlo en este microscópico rincón de la galaxia que hemos explorado… Y… bueno, siempre imaginé que tendrían máquinas, ciencias, viajes espaciales…

—Los tendrán —dije.

—Si nos marchamos… —empezó a decir Lejeune.

—Demasiado tarde —le interrumpí—. Les hemos dado ya un nuevo juguete, la ciencia. Si les abandonamos, vendrán a buscarnos dentro de un par de centenares de años. Como máximo.

Haraszthy pegó un puñetazo sobre la mesa.

—¿Por qué hemos de dejarlos? —rugió—. ¿De qué diablos están asustados? Dudo que la población de este planeta llegue a los diez millones de personas. ¡Y en el Sistema Solar y las colonias hay quince mil millones de seres humanos! De modo que no me importa que un joriliano sea más inteligente que yo. ¿Y qué? Hay otros muchos que lo son, y no me molesta, mientras pueda hacer negocio.

Baldinger sacudió la cabeza. Su rostro parecía tallado en hierro.

—El asunto no es tan sencillo. El problema estriba en saber qué raza dominará este brazo de la galaxia.

—¿Sería tan horrible que lo hicieran los jorilianos? —preguntó Lejeune suavemente.

—Quizá no. Parecen bastante decentes. Pero… —Baldinger se removió en su silla—. No voy a ser el animal doméstico de nadie. Quiero mi planeta para decidir su propio destino.

Aquél era el hecho inalterable. Permanecimos sentados y en silencio, sopesándolo durante un largo rato.

Los hipotéticos superseres habían estado siempre cómodamente lejos. No les habíamos encontrado, ni ellos a nosotros. Por lo tanto, lo más probable era que no se mezclaran nunca en los asuntos de la remota franja galáctica donde morábamos. Pero un planeta a sólo meses de distancia de la Tierra; una especie cuyos miembros eran genios, y cuyas genialidades resultaban incomprensibles para nosotros: surgiendo de su mundo, irrumpiendo en el espacio, vigorosos, ávidos, realizando en una década lo que a nosotros nos llevaría un siglo —si conseguíamos realizarlo—, destruirían irremediablemente nuestra civilización, tan penosamente edificada. Y lo mismo les sucedería a todas las otras especies pensantes, a menos que los jorilianos fueran lo bastante misericordiosos como para dejarlas solas.

Y los jorilianos, probablemente, serían misericordiosos. Pero, ¿quién desea esa clase de misericordia?

Alcé la mirada con horror, únicamente Vaughan tuvo el coraje de expresar lo que pensaba:

—Existen planetas sometidos a un bloqueo tecnológico. Culturas demasiado peligrosas para permitirles tener armas modernas, naves espaciales… Joril puede ser sometida a uno de esos bloqueos.

—Ahora que tienen la idea, inventarán todas sus derivaciones sin ayuda de nadie —dijo Baldinger.

—No, si las dos únicas regiones que nos han visto fueran destruidas —replicó hoscamente Vaughan.

Haraszthy se puso en pie de un salto.

—¡Dios mío! —exclamó.

—¡Siéntese! —aulló Baldinger.

Haraszthy profirió una palabrota. Su rostro ardía de indignación. Los demás permanecimos sentados, inundados por un sudor frío.

—Usted me ha llamado a mí desaprensivo —gritó el Comerciante—. Retire inmediatamente esa sugerencia diabólica, Vaughan, o le aplastaré los sesos.

Pensé en el cañón nuclear vomitando sobre Joril, pensé en la pequeña Mierna, y dije:

—¡No!

—La alternativa —dijo Vaughan— es no hacer nada hasta que se haga necesaria la esterilización de todo el planeta.

Lejeune sacudió la cabeza con expresión de angustia.

—Error, error, error. Sería un precio demasiado elevado para sobrevivir.

—¿Y qué me dice de la supervivencia de nuestros hijos? ¿De su libertad? ¿De su orgullo y…?

—¿Qué clase de orgullo podrían sentir, cuando conocieran la verdad? —interrumpió Haraszthy. Agarró a Vaughan por la pechera de la camisa, y le atrajo hacia sí hasta que las facciones del federal quedaron a tres centímetros de sus ojos—. Le diré a usted lo que vamos a hacer —continuó—. Vamos a comerciar, y a enseñar, y a confraternizar, lo mismo que con los otros pueblos cuya sal hemos comido. ¡Y a aceptar nuestros riesgos como hombres!

—¡Suéltele! —ordenó Baldinger. Haraszthy levantó un puño—. Si le golpea, haré que le juzguen por insubordinación… ¡He dicho que le suelte!

Haraszthy soltó a Vaughan, el cual se desplomó sobre su silla. A continuación, Haraszthy se sentó, ocultó la cabeza entre sus manos y no trató de disimular sus sollozos.

Baldinger volvió a llenar nuestros vasos.

—Bueno, caballeros —dijo—, esto parece un callejón sin salida. Mal si lo hacemos, y mal si no lo hacemos…

—Que decida el Consejo —sugirió Lejeune.


¡Bendito sea el whisky! Me permitió dormir unas horas antes de que amaneciera. Entonces, la claridad del día, penetrando a través de los ventanucos de la nave, me despertó, y no pude quedarme dormido otra vez. Al final me levanté y salí al exterior.

El paisaje estaba completamente inmóvil. Las estrellas palidecían, y por oriente avanzaba una luz rosada. A través del fresco aire matinal oí los primeros trinos de los pájaros en el bosque que me rodeaba por todas partes. Me quité los zapatos y paseé descalzo por la húmeda hierba.

No me extrañó en absoluto ver aparecer a Mierna con su camelloterio. Soltó la cuerda y corrió hacia mí.

—¡Hola, Mister Cathcart! Tenía la esperanza de que alguien de ustedes se hubiera levantado. No he desayunado aún.

—Tendremos que arreglar eso. —La columpié en el aire, hasta que chilló de placer—. Y luego tal vez podamos llevarte a dar un pequeño paseo en este bote. ¿Te gustaría?

—¡Ooooh! —Sus ojos inmensos reflejaron su alegre sorpresa. Pasó un buen rato antes de que se atreviera a preguntar—: ¿Iremos a la Tierra?

—No, tan lejos, no. La tierra se encuentra a una distancia considerable.

—¿Algún día, quizás? ¡Por favor!

—Desde luego, querida, algún día.

—¡Voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra! —exclamó Mierna, acariciando al camelloterio—. ¿Me echarás de menos, Pies-Grandes-Ojos-Salientes-Lleva-Hombre-Encima? No estés tan triste. Tal vez puedas venir también tú. ¿Podrá, Mister Cathcart? Es un camelloterio muy bueno, palabra, y le gustan mucho las galletas.

—Bueno, quizá sí, quizá no —dije—. Pero tú irás, si lo deseas. Te lo prometo. Cualquiera de este planeta que lo desee, irá a la Tierra.

La mayoría de ellos querrán. Estoy convencido de que nuestra idea será aceptada por el Consejo. La única posible. Si no puedes vencerles… deja que se unan a ti.

Acaricié el pelo de Mierna.

En cierto sentido, querida, ¡qué mala pasada vamos a jugarte! Trasladarte directamente de la sencillez de tu existencia actual a una enorme y complicada civilización. Asombrarte con todas las máquinas y con todos los artilugios que poseemos, no porque seamos mejores, sino sencillamente porque los hemos necesitado antes que tú. Esparcir vuestros diez millones entre nuestros quince mil millones. Y no te darás cuenta de lo que sucede. Ni creo que llegues siquiera a lamentarlo.

Quedarás asimilada, Mierna. Te convertirás en una muchacha de la Tierra. Naturalmente, al crecer te convertirás en uno de nuestros jefes. Aportarás grandes cosas a nuestra civilización, y serás recompensada adecuadamente. Pero el caso es que será nuestra civilización. Mía… y vuestra.

Me pregunto si echarás de menos el bosque, y las casitas junto a la bahía, y las embarcaciones, y los cantos, y las historias antiguas, muy antiguas, y a tu querido camelloterio. Sé que el planeta vacío te echará de menos a ti, Mierna. Lo mismo que yo.

—Vamos —dije—. Nos ocuparemos de ese desayuno.


FIN
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