Robert Silverberg Una avanzada del reino

Reconoces a tu enemigo en cuanto lo ves. Yo vi al mío una brillante mañana primaveral de hace casi un año, cuando me había bajado hasta el Gran Canal para disfrutar de la brisa, como solía hacerlo todas las mañanas. Una flotilla de adornadas gabarras romanas navegaba por las aguas, avanzando a empellones entre nuestras góndolas, como si éstas no fueran más que desechos flotantes. En la proa de la primera barcaza estaba apostado un joven procónsul imperial, robusto y de oscuras barbas, que sonreía al sol de la mañana y lo miraba todo como si fuera algún nuevo Alejandro tomando posesión de su último dominio conquistado.

Yo me hallaba observando desde los escalones del pequeño templo de Apolo, justo al lado del Rialto. La barcaza del procónsul llevaba tres grandes mástiles, en los que ondeaba el estandarte del águila. Eran demasiado altos para pasar por allí y, por alguna razón, el puente levadizo tardaba en abrirse. Al echar un vistazo con impaciencia a su alrededor, su mirada me alcanzó, y sus ojos brillantes e insolentes se encontraron con los míos. Allí se quedaron posados un momento, tranquila y presuntuosamente. A continuación, me hizo un guiño y, ahuecando las manos delante de su boca, me dijo algo que no pude entender.

—¿Qué? —pregunté yo, automáticamente hablando en griego.

—¡Falco! ¡Quinto Pompeyo Falco!

En ese momento, el puente se abrió, su barcaza pasó y desapareció rápidamente por el canal. Su destino, como pronto me enteraría, era el Palacio Ducal, en la Gran Plaza, adonde se dirigía para establecer su residencia en la casa donde antes viviera la princesa de Venecia.

Levanté la vista hacia Sofía, mi doncella.

—¿Le has oído? —pregunté—. ¿Qué es lo que ha dicho?

—Su nombre, señora. El es Pompeyo Falco, nuestro nuevo señor.

—Ya, claro. Nuestro nuevo señor.

¡Cómo le odié en aquel primer momento! Aquel muchacho italiano, de rostro velludo y aliento que huele a ajo, entrando arrogantemente en nuestra serena y encantadora ciudad para ser nuestro señor…, ¿cómo podía no odiarle? Algún soldado raso de Neápolis o Calabria aupado desde su mugriento entorno para convertirse en procónsul deVenecia como recompensa, sin duda, a su sed de sangre en el campo de batalla. Ahora sería él quien llenaría nuestros oídos con sus chirriantes groserías latinas y profanaría la elegancia de nuestros banquetes con sus bastos modales romanos… Lo odié a primera vista. Me sentí ensuciada por la mirada fría y despreocupada que posó en mí en aquel momento antes de que su barcaza pasara bajo el puente levadizo. ¡Quinto Pompeyo Falco! ¿Qué era lo que aquel feo nombre podía significar para mí? ¿Una dama de alta cuna de Venecia, bizantina hasta la médula, cuyos ancestros se remontaban hasta la princesa de Constantinopla y que se había mezclado desde su infancia con los grandes del mundo griego?

Que estuvieran allí los romanos no era ninguna sorpresa. Durante meses, yo había sentido cómo el Imperio se filtraba en nuestra ciudad, de la misma forma en que las mareas del implacable mar se deslizan en nuestra apacible laguna dejando atrás las defensas de nuestras islas. Así son las cosas en Venecia: nos protegemos lo mejor que podemos del mar, pero cuando llegan las tormentas, lo dominan todo, subiendo las mareas y anegándonos. No existe mar más poderoso en el mundo que el Imperio de Roma; y ahora, al fin, estaba a punto de barrernos.

Después de todo, éramos una estirpe derrotada. Cinco, ocho, diez años habían pasado ya desde que el basileo León XI y el emperador Flavio Rómulo firmaran el Tratado de Rávena, por el que los imperios Occidental y Oriental quedaban reunificados bajo gobierno romano, y todo quedara como hacía tantos siglos, en la época de los primeros cesares. El gran momento griego se había acabado. Tuvimos nuestra época de gloria, doscientos años de hecho, pero al fin, los romanos se habían impuesto. Una región después de otra, todo el mundo independiente bizantino había vuelto a manos romanas, y ahora llegaba nuestro turno de ser tragados. Venecia, la avanzadilla occidental del reino caído. Las barcazas romanas navegaban por nuestros canales. Un procónsul romano había llegado allí para vivir en el Palacio Ducal. Los soldados romanos se pavoneaban por nuestras calles. Cincuenta años de sangrienta guerra civil, doscientos de supremacía griega después, y ahora todo había pasado a la historia. Ni siquiera teníamos un emperador propio. Durante mil años, desde la época de Constantino, nosotros, los del este, lo habíamos tenido. Pero ahora debíamos doblegarnos ante los cesares como lo hicimos en épocas antiguas. ¿Hay que sorprenderse de que odiara a aquel hombre de César al primer golpe de vista cuando, arrogantemente, hizo su entrada en nuestra conquistada, pero no humillada ciudad?


Al principio casi nada cambió. No reconsagraron el templo de Zeus como templo de Júpiter. Nuestras bonitas monedas bizantinas, nuestros solidi y miliaresia, continuaron en circulación, aunque supongo que ahora convivirían áureos y sestercios entre ellos. Hablábamos la lengua que siempre habíamos hablado. Los documentos oficiales ahora llevaban fecha romana —era el año 2206—, en lugar de la numeración griega, que se iniciaba con la fundación de Constantinopla. Pero ¿quién de entre los nuestros prestaba atención a los documentos oficiales? En lo que a nosotros respectaba, aún estábamos en el año 1123.

De vez en cuando, veíamos funcionarios romanos en la plaza, en las tiendas del Rialto o desplazándose en góndolas oficiales a lo largo de los principales canales, pero eran pocos en número y parecían procurar no entrometerse en nuestras vidas. Los grandes hombres de la ciudad, los miembros de la antigua clase patricia cuyos rangos habían sido establecidos por los dux en su momento, se mostraban con su acostumbrada pompa y majestad. Naturalmente, no había dux, pero no lo había habido durante un largo período.

Mi propia existencia seguía como hasta entonces. Como hija de Alexios Phokas y viuda de Heraclio Cantacuzeno, yo tenía riqueza y privilegios. Mi palacio en el Gran Canal era lugar de encuentro para personas de abolengo y cultura. Mis propiedades al este, en la cálida y dorada Istria, producían con generosidad higos, aceitunas, avena y trigo, y constituían para mí un lugar de esparcimiento cuando me hastiaba de los húmedos encantos de Venecia. Por mucho que ame la ciudad, sus fríos y húmedos inviernos y los sofocantes y miasmáticos veranos, resultan una verdadera carga para mi espíritu y debo escapar de ellos cuando llegan estas estaciones.

Tenía mis amantes y mis pretendientes, que no eran necesariamente los mismos hombres. En general, se asumía que volvería a casarme: todavía estaba en los treinta, no tenía hijos, tenía fortuna, era muy aclamada por mi belleza y pertenecía a una noble familia con estrechos vínculos con la dinastía imperial bizantina. Sin embargo, aunque mi tiempo de luto había terminado, no tenía prisa por encontrar un nuevo marido. Era demasiado joven cuando me casé con Heraclio y tenía una experiencia insuficiente en el mundo. El accidente que me había privado de mi esposo tan pronto, me dio la oportunidad de subsanar mi inocencia pasada, y eso fue lo que hice. Al igual que Penélope, me rodeé de pretendientes que con gusto habrían tomado a una hija de los Phokas como esposa, por viuda que fuera. Mientras estos prohombres ambiciosos (la mayoría de ellos diez años mayores que yo o más), zumbaban a mi alrededor trayéndome regalos y murmurándome promesas, yo me divertía con una sucesión de caballeros menos distinguidos, pero con más bríos (gondoleros, mozos de cuadra, músicos, uno o dos soldados), con el objeto de ampliar mis conocimientos sobre la vida.

Supongo que, tarde o temprano, era inevitable que me encontrase con el procónsul romano. Venecia es una pequeña ciudad y le convenía congraciarse con la aristocracia local. Por nuestra parte, estábamos obligados a ser corteses con él. Entre los romanos, todos los provechos y favores fluían hacia abajo desde lo alto y él era el hombre del emperador en Venecia. Cuando las tierras, los rangos militares y los cargos municipales lucrativos estuvieran disponibles, era Quinto Pompeyo Falco quien los asignaría y él podía, si ése fuera su deseo, ignorar a los que antes fueron poderosos en la ciudad y elegir a otros nuevos hombres a los que favorecer. Por eso correspondía, a todos aquellos que fueron poderosos bajo el gobierno caído, lisonjearle si es que querían mantener su elevada posición. Falco tenía sus pretendientes como yo tenía los míos. En las festividades, podía vérsele en el templo de Zeus, rodeado por señores venecianos que le adulaban como si fuera el mismo Zeus de visita. Ocupaba el lugar de honor en muchos banquetes; se le invitaba a ir de cacería a las haciendas de los grandes nobles. A menudo, cuando las barcazas de los hombres acaudalados navegaban por nuestros canales, Pompeyo Falco estaba entre ellos, en cubierta, riendo, bebiendo vino y aceptando los halagos de sus anfitriones.

Como digo, no podía evitar encontrarme con él en algún momento. De vez en cuando lo sorprendía observándome desde lejos en alguna señalada ocasión de Estado. Pero nunca le di la satisfacción de devolverle la mirada. Pero entonces llegó una noche en la que ya no pude rehuir el contacto directo con él.

Fue con ocasión de un banquete en la villa del hermano menor de mi padre, Demetrio. Al morir mi padre, Demetrio se convirtió en el cabeza de familia, y su invitación tenía el carácter de una orden. Lo que yo no sabía era que Demetrio, a pesar de sus sacas de oro y de sus muchas propiedades en el interior, andaba en busca de un puesto político en la nueva administración de Roma. Deseaba convertirse en Señor de la Caballería. No se trataba de una posición militar en absoluto (ya que ¿qué clase de caballería podría tener Venecia, rodeada de agua como estaba?) sino, sencillamente, de una bicoca que le daría derechos sobre una parte de los ingresos públicos de aduanas. Así pues, estaba cultivando la amistad de Pompeyo Falco y le había invitado al banquete. Y, para mi horror, me había sentado a mí a la derecha del procónsul en la mesa del banquete. ¿Acaso iba mi tío a desempeñar el papel de proxeneta con tal de hacerse con algunos ducados extra al año? Pues eso es lo que parecía. Yo ardía de furia. Pero ya no había nada que pudiera hacer excepto desempeñar mi papel. No deseaba provocar un escándalo en la casa de mi tío.

Falco me dijo:

—Según parece, somos compañeros esta noche. ¿Puedo acompañarla a su asiento, lady Eudoxia?

Hablaba en griego, un griego excelente, a decir verdad, aunque con un cierto y leve acento bárbaro. Le cogí del brazo. Era más alto de lo que suponía y muy ancho de hombros. Sus ojos eran despiertos y penetrantes y su sonrisa fácil y convincente. A cierta distancia, su aspecto era juvenil, pero ahora comprobé que era mayor de lo que había pensado: treinta y cinco por lo menos, quizá incluso más. Lo detesté por sus modales espontáneos y confiados, por sus aires de amo y señor, por su dominio de nuestra lengua. Incluso por su barba, negra y espesa; las barbas ya no estaban de moda en el mundo griego desde hacía varias generaciones. La suya era un fleco corto y tupido, la barba de un soldado, que le daba el aspecto de uno de los emperadores de las antiguas monedas romanas. Muy probablemente, ése era su propósito.

Sirvieron bandejas de pescado a la parrilla acompañadas de vino frío.

—Me encanta su vino veneciano —dijo—. Es mucho más delicado que esos caldos fuertes del sur. ¿Desea que le sirva?

Había sirvientes alrededor para escanciarlo. Pero el procónsul de Venecia me sirvió el vino, y todo el mundo en la sala se percató del detalle.

Yo era la sobrina consciente de sus deberes. Charlamos amigablemente como si Pompeyo Falco fuera un simple invitado y no el representante de nuestro conquistador. Fingí haber aceptado completamente la caída de Bizancio y la presencia de funcionarios romanos entre nosotros. ¿De dónde era? DeTarraco, dijo él, una lejana ciudad hacia el oeste, explicó, en Hispania. El emperador Flavio Rómulo también era de Tarraco. Ah, entonces ¿estaba emparentado con el emperador? No, contestó Falco, en absoluto, pero era un amigo próximo del hijo menor del emperador, Marco Quintilio. Los dos habían luchado juntos en la campaña de Capadocia.

—¿Y está contento de que le hayan destinado a Venecia? —le pregunté, mientras fluía el vino.

—Oh, sí, señora, mucho. ¡Qué ciudad tan hermosa! Tan extraordinaria: con todos estos canales, todos estos puentes, y qué civilizado es todo aquí, después del frenesí y el clamor de Roma.

—Así es, somos muy civilizados —le contesté.

Sin embargo, por dentro me hervía la sangre, pues yo sabía lo que él quería decir en realidad: ¡Qué pintoresca es su Venecia, qué dulce, qué preciosa chuchería de ciudad! Y qué inteligentes fueron al construirla en el mar, de manera que las calles sean canales y se deba ir en góndola en lugar de en carruaje.Y qué alivio supone para mí pasar algún tiempo en este plácido remanso de provincias, bebiendo buen vino con hermosas damas, mientras todos los prohombres locales corretean a mi alrededor desesperadamente tratando de ganarse mi favor, en lugar de tener que abrirme paso en la jungla asesina de la corte imperial en Roma. Y a medida que él fue alabando las bellezas de la ciudad, yo fui odiándolo más y más. Una cosa es ser conquistada y otra que te traten con condescendencia.

Sabía que intentaba seducirme. No se necesitaba mucha sabiduría para darse cuenta de eso. Entonces me propuse seducirle yo primero, allí mismo: hacerme con el control sobre aquel romano mientras pudiera para humillarlo y, de ese modo, derrotarlo. Falco era un animal bastante atractivo. A un nivel estrictamente animal, seguramente podría obtenerse de él algún placer. Y también estaba el otro placer, el del conquistador conquistado, el cazador transformado en presa: sí. Sí. Lo ansiaba. Yo ya no era la inocente muchacha de diecisiete años que había sido entregada como novia al radiante Heraclio Cantacuzeno. Ahora tenía mis artimañas. Era una mujer, no una niña.

Dirigí la conversación hacia las artes, la literatura, la filosofía, la historia. Quería mostrarle cuan bárbaro era; pero resultó ser inesperadamente educado, y cuando le pregunté si había ido al teatro a ver la obra que estaban representando, la Nausica de Sófocles, me dijo que sí había ido a verla, aunque su obra favorita de Sófocles era el Filoctetes, porque definía de manera sobresaliente el conflicto entre el honor y el patriotismo.

—Pero aún así, lady Eudoxia, puedo comprender la razón de su debilidad por Nausica, pues seguramente esa amable princesa debe de ser una mujer próxima a usted en espíritu.

Más halagos, y más odio por mi parte. Pero lo cierto es que lloré en el teatro cuando Nausica y Odiseo se aman y se separan, y quizá sí vi algo de ella en mí misma o algo mío en ella.

Al final de la velada me invitó a comer con él en su palacio al cabo de dos días. Lo había previsto y, fríamente, alegué un compromiso anterior. Entonces, él me propuso cenar el primer día de la semana siguiente. De nuevo me inventé una excusa para declinar su invitación. El entendió la naturaleza del juego que habíamos empezado.

—Quizás en otra ocasión, entonces —dijo, y dignamente, cambió mi compañía por la de mi tío.


Yo quería volver a verlo, naturalmente, pero cuando y donde yo quisiera. Y pronto encontré el momento. Cuando a Venecia llegan grupos de músicos, siempre son bienvenidos en mi casa. Yo iba a celebrar un concierto e invité al procónsul. Vino. Acompañado por un impasible séquito romano. Le asigné el lugar de honor, por supuesto. Falco habló conmigo después de la actuación para elogiar la calidad de las flautas y la conmovedora voz de la cantante, pero no dijo nada acerca de invitarme a cenar. Bueno, había abdicado en mi favor. A partir de ese momento, sería yo quien definiera la naturaleza de la caza. Tampoco yo le invité, pero lo acompañé en un breve recorrido por los salones inferiores de mi palacio antes de que se marchara, y él admiró las pinturas, las esculturas, la vitrina de las antigüedades, todos los hermosos objetos que yo había heredado de mi padre y de mi abuelo.

Al día siguiente, llegó un soldado con un regalo para mí del procónsul: una pequeña estatuilla de piedra negra muy pulida que representaba una mujer con cabeza de gato. La nota de Falco que la acompañaba explicaba que la había conseguido cuando había servido en la provincia de AEgyptus hacía algunos años: era una imagen de uno de los dioses egipcios, que había comprado en un templo de Menfis, pensando que podía haber cierta belleza en ella. De hecho era hermosa a su manera. Pero también era extraña y aterradora. En ese sentido, se parecía mucho a Quinto Pompeyo Falco, me encontré pensando para mi propia sorpresa. Coloqué la estatuilla en un estante de mi vitrina, en la cual no había nada parecido. Nunca había visto nada similar, así que resolví pedirle que me contara algo de AEgyptus la próxima vez que le viera, que me hablara de sus pirámides, de sus extraños dioses, de sus tórridas inmensidades de arena.

Le envié una escueta nota de agradecimiento. Después esperé siete días tras los cuales le invité a pasar conmigo unos días de asueto en mi propiedad de Istria, a la semana siguiente.

Desafortunadamente, me contestó él, el primo del cesar pasaría porVenecia y habría que mantenerlo entretenido. ¿Podía visitar mi finca en otra ocasión?

El rechazo me cogió desprevenida. Él era mejor jugador de lo que yo suponía; estallé en lágrimas de rabia. Pero tuve bastante juicio como para no responderle inmediatamente. Al cabo de tres días, volví a escribirle, diciéndole que lamentaba no poder ofrecerle una fecha alternativa en aquellos momentos, pero que quizá yo estuviese libre para entretenerlo a él más adelante. Era una estratagema arriesgada. Lo cierto es que ponía en peligro las ambiciones de mi tío, pero, al parecer, Falco no se ofendió. Cuando nuestras góndolas se cruzaron en el canal dos días más tarde, me hizo una elegante reverencia y sonrió.

Yo aguardé lo que creía que era un período de tiempo apropiado y volví a invitarle; esta vez aceptó. Una guardia personal de diez hombres vino con él. ¿Pensaba que quería asesinarlo? Pero claro está que el Imperio debe aprovechar la menor ocasión para proclamar su poderío. Me habían avisado de que traería un séquito y tomé mis propias medidas. Acomodé a sus soldados en dependencias i alejadas del edificio principal y mandé buscar muchachas de las aldeas para que los tuvieran entretenidos y contentos. A Falco lo instalé en la suite de huéspedes de mi propia residencia.

Tenía otro regalo para mí. Era un collar hecho con cuentas de alguna extraña piedra verde, tallada con curiosos diseños, y que tenía en el centro un trozo de piedra roja como la sangre.

—¡Qué preciosidad! —dije, aunque pensé que era espantoso y estridente.

—Procede de las tierras de México —me dijo él—, que es un gran reino de Nova Roma, al otro lado de la mar Océana. Allí adoran a misteriosos dioses. Celebran ritos en lo alto de una gran pirámide, y en ellos, los sacerdotes extraen los corazones de víctimas propiciatorías hasta que ríos de sangre corren por las calles de la ciudad.

—¿Ha estado allí?

—Sí, sí. Hace seis años. En México y en otra tierra llamada Perú. Entonces servía al embajador del cesar en los reinos de Nova Roma. Me dejó pasmada pensar que aquel hombre había estado en Nova Roma. Esos dos grandes continentes al otro lado del océano… a mí me parecían tan lejanos como la luna. Pero claro, en esta gloriosa época del Imperio, bajo Flavio Rómulo, los romanos han llevado sus estandartes a los lugares más remotos del mundo.

Acaricié las cuentas de piedra —la piedra verde era tan suave como la seda y parecía arder con un fuego interior— y me puse el collar.

—¿AEgyptus… Nova Roma… —Sacudí la cabeza—. ¿Así que ha estado en todas partes?

—Sí, prácticamente sí —dijo riéndose—. Los hombres que servimos a Flavio César estamos cada vez más acostumbrados a los grandes viajes. Mi hermano ha estado en Catay y las islas de Cipango. Mi tío se adentró mucho en África, muy al sur, más allá de AEgyptus, hasta las tierras donde moran los hombres vellosos. Es una edad de oro, mi señora. El Imperio extiende vigorosamente su dominio a todos los rincones del mundo. —Entonces sonrió, se inclinó, acercándoseme, y preguntó—: ¿Y usted? ¿Ha viajado usted mucho?

—He estado en Constantinopla —dije.

—Ah, la gran capital, sí. Me detuve allí, de camino a AEgyptus. Las carreras en el hipódromo… no hay nada igual, ¡ni siquiera en la ciudad de Roma! Vi el palacio real. Desde fuera, naturalmente. Se dice que tiene muros de oro. No creo que ni siquiera la morada de César pueda igualarlo.

—Yo estuve una vez dentro, cuando era una muchacha. Quiero decir, cuando el basileo todavía gobernaba. Vi los salones dorados, y vi los leones de oro que están sentados junto al trono y agitan sus colas. En el salón del trono vi unas aves, adornadas con piedras preciosas sobre los árboles de oro y plata, que abren el pico y cantan. El basileo me dio un anillo. Mi padre era un pariente lejano suyo, ¿sabe? Pertenezco a la familia de los Phokas. Más tarde me casé con un Cantacuzeno. Mi marido también estaba emparentado con la familia real.

—Ah —dijo él, como si estuviera muy impresionado, como si esos nombres de la aristocracia bizantina tuvieran realmente algún significado para él.

Pero yo sabía bien que seguía tratándome con condescendencia. Un emperador destronado ya no es un emperador, y los méritos de una aristocracia caída son poco deslumbrantes.

Y ¿qué podía importarle que yo hubiera estado en Constantinopla a él, que también había estado allí, de paso hacia el fabuloso AEgyptus? El único gran viaje que yo había hecho en mi vida era una simple escala para él. Su cosmopolitismo me humillaba. De eso se trataba, ¿no? Él había estado en otros continentes, otros mundos, ¡AEgyptus! ¡Nova Roma! Él podía elogiar cosas de nuestra capital, sí, pero su tono daba a entender que en realidad la consideraba inferior a la ciudad de Roma e inferior también, quizá, a las ciudades de México y Perú, y otros lugares exóticos que hubiera visitado en nombre de César. El número y el alcance de sus viajes me dejaron anonadada. Allí estábamos nosotros, los griegos, encerrados en un reino en constante mengua y que, ahora, se había derrumbado completamente. Y allí estaba yo, la hija de una ciudad menor en la periferia de ese reino caído, patéticamente orgullosa de mi única visita a nuestra antes poderosa capital. Él en cambio era un romano; todo el mundo le abría las puertas. Si la poderosa Constantinopla de muros dorados era, simplemente, una ciudad más para él, ¿qué sería nuestra pequeña Venecia? ¿Qué era yo?

Le odié con más violencia que nunca. Deseé no haberlo invitado nunca.

Pero era mi huésped. Yo había hecho preparar un maravilloso banquete con los mejores vinos y exquisiteces que era posible que incluso un romano muy viajado no hubiera probado en su vida. Obviamente, fue de su agrado. Bebió y bebió y bebió. Le subieron los colores, pero en ningún momento perdió el control, y hablamos hasta muy entrada la noche.

Debo confesar que me dejó estupefacta con la amplitud de miras de su mente.

No era un simple bárbaro. Había tenido un tutor griego, como lo habían tenido todos los romanos de buena familia durante más de mil años. Un sabio anciano ateniense llamado Euclides fue quien llenó la cabeza del joven Falco con poesía, teatro y filosofía, lo había iniciado en los matices más sutiles de nuestra lengua y le había enseñado las ciencias abstractas en las que siempre hemos sobresalido nosotros, los griegos. Así que ese procónsul estaba familiarizado no sólo con disciplinas romanas como la ciencia, la ingeniería y el arte de la guerra, sino también con Platón, Aristóteles, con los dramaturgos y los poetas, y con la historia de mi estirpe desde el tiempo de Agamenón…, de hecho era capaz de disertar sobre todo tipo de cosas, sobre algunas de las cuales yo sólo tenía referencias pero no conocía en profundidad.

Habló y habló hasta que yo ya no pude seguir escuchándole, y aún entonces continuó. Y por fin —estábamos en mitad de la noche y los buhos ululaban en la oscuridad—, le tomé de la mano y lo conduje a mi cama, aunque sólo fuera para silenciar aquel flujo de palabras que brotaba de él como los torrentes del mismo Nilo de AEgyptus.

Encendió una vela en el dormitorio. Nuestras ropas cayeron perdiéndose en la penumbra.

Me tomó y me tendió sobre la cama.

Nunca antes me había amado un romano. En el instante previo a que me abrazara tuve un nuevo arrebato de feroz desprecio hacia él y toda su estirpe, pues estaba convencida de que en ese momento afloraría toda su innata brutalidad, que toda su elocuencia filosófica había sido una pose y que ahora iba a poseerme de la forma en que los romanos habían tomado posesión de cualquier cosa que les hubiera salido al paso a lo largo de quince siglos. Él me sojuzgaría, me colonizaría. Él iba a ser ordinario, violento, torpe; pero haría lo que le viniera en gana, como siempre habían hecho los romanos, y después de eso, se levantaría y se marcharía sin una palabra.

Estaba equivocada, como lo había estado en todo lo demás respecto a aquel hombre.

Es cierto que su estilo era romano, no griego. Es decir, en lugar de insinuarse de alguna forma artera, ingeniosa, sutil, fue sencillo y directo, pero de ninguna manera torpe. Sabía lo que había que hacer y lo hizo. Y las cosas que tenía que aprender, como las hay para cualquier hombre que está por primera vez con una nueva mujer, sabía identificarlas y sabía cómo aprenderlas. Entonces comprendí lo que querían decir las mujeres al afirmar que los griegos hacían el amor como poetas y los romanos como ingenieros. Y de lo que me di cuenta en ese momento, es de que los ingenieros tienen muchas virtudes de las que carecen la mayor parte de los poetas, y de que, así como un ingeniero puede ser capaz de escribir hermosos versos, ¿no te lo pensarías dos veces antes de cruzar un puente que hubiera sido diseñado o construido por un poeta?

Nos quedamos en la cama hasta el amanecer. Reímos y hablamos cuando no estábamos abrazándonos.Y después de no dormir, nos levantamos desnudos, nos fuimos a los baños y nos lavamos en medio de un gran júbilo. Y, todavía desnudos, salimos a recibir el dulce y rosado amanecer. Permanecimos de pie, uno al lado del otro, sin decir una palabra, observando el sol salir de Bizancio e iniciar su periplo diurno hasta Roma, hacia los territorios que bordean el mar Occidental, hacia Nova Roma, hacia la remota Catay.


Nos vestimos y desayunamos vino, queso e higos. Luego mandé ensillar unos caballos y lo llevé a hacer un recorrido por la finca. Le mostré los olivares, los campos de trigo, el molino con su arroyo y las higueras cargadas de fruta. El día era cálido y hermoso. Las aves cantaban y el cielo estaba despejado.

Más tarde, cuando comimos en el patio contemplando el jardín, dijo:

—Éste es un lugar maravilloso. Espero, cuando sea viejo, poder retirarme a una propiedad en el campo como ésta.

—Seguramente habrá más de una en tu familia —dije yo.

—Varias. Pero creo que ninguna tan plácida. Nosotros, los romanos, nos hemos olvidado de vivir apaciblemente.

—Mientras que nosotros, al ser una estirpe en decadencia, podemos permitirnos el lujo de un poco de tranquilidad, ¿no es así?

Me miró con extrañeza.

—¿Os consideráis una estirpe en decadencia?

—No seas falso, Quinto Pompeyo. No tienes por qué adularme ahora. Por supuesto que lo somos.

—¿Porque ya no tenéis el poder imperial?

—Por supuesto. Hace tiempo venían a nosotros embajadores desde lugares como Nova Roma, Bagdad, Menfis, Catay. No a Venecia, quiero decir a Constantinopla. Ahora los embajadores sólo van a Roma. Los únicos que visitan las ciudades griegas son los turistas. Y los procónsules romanos.

—Qué extraña es tu manera de ver el mundo, Eudoxia.

—¿Qué quieres decir?

—Equiparas la pérdida del Imperio con la decadencia.

—¿No lo harías tú?

—Si le ocurriera a Roma, sí. Pero Bizancio no es Roma. —Ahora me miraba con gravedad—. El Imperio Oriental fue una locura, una distracción, un gran error que, por alguna razón, se prolongó mil años. Nunca debería haber ocurrido. La responsabilidad de gobernar el mundo fue otorgada a Roma: nosotros la aceptamos como nuestra obligación. En primer lugar nunca hubo ninguna necesidad de un Imperio Oriental.

—¿Quieres decir que todo fue un terrible error de Constantino?

—Exactamente. Entonces Roma atravesaba una mala época. Incluso los imperios tienen fluctuaciones. También el nuestro. Habíamos contraído demasiadas obligaciones financieras y todo estaba tambaleándose. Constantino tenía problemas políticos en su patria y demasiados hijos problemáticos. Creyó que el Imperio era poco flexible e imposible de mantener unido, así que construyó la capital oriental y dejó que las dos mitades se distanciaran. El sistema funcionó durante un tiempo. Está bien, lo admito, durante cientos de años. Pero cuando el este se olvidó del hecho de que su sistema político había sido fundado por romanos y empezó a recordar lo que de verdad fue Grecia, su muerte se hizo inevitable. Un Imperio griego es una anomalía que no puede sostenerse en el mundo moderno. Ni siquiera pudo sostenerse mucho tiempo en el mundo antiguo. La misma expresión es una contradicción en los términos: imperio griego. Agamenón no tuvo ningún imperio, tan sólo era un jefe tribal que a duras penas consiguió hacer sentir su poder a veinte kilómetros de Micenas. ¿Y cuánto duró el imperio ateniense? ¿Cuánto tiempo se mantuvo unido el reino de Alejandro después de su muerte? No, no, no, Eudoxia. Los griegos son un pueblo maravilloso. El mundo entero está en deuda con ellos por sus numerosos y grandes logros, pero la construcción y el mantenimiento de gobiernos a gran escala no es una de sus habilidades. Y nunca lo ha sido.

—¿De verdad lo crees? —dije yo con regocijo en la voz—. Entonces, ¿por qué fuimos capaces de derrotaros en la guerra civil? Fue César Maximiliano quien se rindió al basileo Andrónico. Fue así como ocurrió, fue Occidente el que capituló ante Oriente y no al revés. Durante doscientos años, el poder del este fue hegemónico, si me permites recordártelo.

Falco se encogió de hombros.

—Los dioses quisieron dar una lección a Roma. Eso es todo. Fue otra fluctuación. Recibimos nuestro castigo por haber permitido que el Imperio se desmembrara en un principio. Era necesario que nos humillaran un poco para que nunca volviéramos a incurrir en el mismo error. Por eso vosotros los griegos nos vencisteis estrepitosamente en la época de Maximiliano, y disfrutasteis de una posición, como tú dices, hegemónica, mientras nosotros descubríamos lo que es sentirse como un poder mediocre. Pero aquélla era una situación que no podía durar. Los dioses quieren que Roma gobierne el mundo. No hay la más mínima duda de eso. Fue así en la época de Cartago y lo es actualmente.Y por eso el imperio griego se desmoronó sin que ni siquiera fuera necesaria una segunda guerra civil.Y aquí estamos. Un procurador romano se sienta en el palacio real de Constantinopla. Y un procónsul romano enVenecia. Aunque en este momento se encuentra en el campo, en la finca de una encantadora dama veneciana.

—¿Hablas en serio? —dije yo—. ¿De verdad crees que sois un pueblo elegido? ¿Que Roma gobierna el Imperio por deseo de los dioses?

—Completamente.

Era totalmente sincero.

—¿La Pax Romana es el regalo de Zeus a la humanidad? O el regalo de Júpiter, debería decir.

—Sí —contestó—. De lo contrario, el mundo se sumiría en el caos. Por el amor de Dios, mujer, ¿es que acaso crees que a nosotros nos gusta pasar nuestras vidas siendo administradores y burócratas? ¿No crees que yo no preferiría retirarme a una finca como ésta y pasar el tiempo cazando, pescando y dedicándome al campo? Pero somos la estirpe destinada a gobernar. Y, en consecuencia, tenemos la obligación de hacerlo. Oh, Eudoxia, Eudoxia, ¿crees que no somos más que simples y brutales bestias que van por ahí conquistando territorios por el puro goce de la conquista? ¿Acaso no te das cuenta de que es nuestra misión, nuestra responsabilidad, nuestro trabajo?

—Lloraré por vosotros, entonces.

Sonrió.

—¿Soy una simple y brutal bestia?

—Por supuesto que lo eres. Todos los romanos lo sois.


Se quedó conmigo cinco días. Creo que quizá en todo ese tiempo en total dormimos diez horas. Después me suplicó que le dejara marchar, diciéndome que era necesario que regresara a sus tareas en Venecia, y se marchó.

Yo me quedé allí, con muchas cosas en que pensar.

Por supuesto, yo no podía aceptar su tesis de que los griegos éramos incapaces de gobernar y de que sobre Roma había recaído un mandato divino para administrar el mundo. El Imperio Oriental se había extendido sobre grandes regiones del mundo conocido durante sus primeros siglos (Siria, Arabia, AEgyptus, gran parte de Europa oriental hasta lugares tan alejados como Venecia, que está a poco más de un tiro de piedra de la propia ciudad de Roma) y habíamos crecido y prosperado, como atestigua la riqueza de las grandes ciudades bizantinas.Y en posteriores años, cuando los romanos empezaron a percatarse de que sus primos griegos se estaban haciendo incómodamente poderosos y trataban de reafirmar la supremacía del oeste, libramos una guerra civil de cincuenta años y los derrotamos con bastante facilidad. Lo cual condujo a una hegemonía bizantina de dos siglos. Malos tiempos para el oeste mientras los navios mercantes de Bizancio navegaban hacia las ricas ciudades de Asia y África. Supongo que al final fuimos demasiado ambiciosos, como siempre les ocurre a todos los imperios. O quizá, sencillamente, nos ablandamos con tanta prosperidad y, por eso, los romanos despertaron de su sueño centenario y se sacudieron de encima nuestro Imperio. Quizá sean la gran excepción: quizá su Imperio siga y perviva a través de las eras venideras como ha hecho a lo largo de los últimos quince siglos, con tan sólo pequeños períodos de lo que Falco llama «fluctuaciones» que perturban su mandato inquebrantable. Ahora, nuestros territorios han sido reducidos, por la fuerza inexorable del destino imperial de Roma, otra vez al estatus de provincias romanas, como lo fueron en la época de César Augusto. Sin embargo, nosotros tuvimos nuestra época de grandeza. Gobernamos el mundo tan bien como lo hicieron los romanos.

O eso me decía yo a mí misma. Pero incluso mientras lo pensaba, sabía que no era así.

Nosotros, los griegos, pudimos asumir la grandeza, sí. Asumimos el esplendor y la pompa imperial. Pero los romanos saben cómo llevar a cabo el trabajo cotidiano de gobierno. Quizá Falco tuviera razón después de todo. Quizá nuestros irrisoriamente escasos siglos de Imperio, interrumpiendo el largo dominio romano, habían sido tan sólo una anomalía de la historia.Ya que ahora el Imperio Oriental era sólo un recuerdo y la Pax Romana estaba en vigor a lo largo de miles de kilómetros y, desde su trono en Roma, el gran César Flavio Rómulo presidía un reino como el mundo nunca antes había conocido. Había romanos en lo más remoto de Asia, romanos en la India, navios romanos que llegaban incluso hasta los asombrosos nuevos continentes del lejano hemisferio occidental. Había nuevos y extraños inventos (libros impresos, armas que lanzaban pesados proyectiles a grandes distancias y todo tipo de milagros), mientras que nosotros, los griegos, nos veíamos reducidos a la contemplación de glorias pasadas cuando nos sentábamos en nuestras ciudades conquistadas tomándonos una copa de vino y leyendo a Homero y a Sófocles. Por primera vez en mi vida, vi a mi pueblo como una raza menor, elegante, encantadora, cultivada y sin importancia.

¡Cuánto había despreciado a mi apuesto procónsul! ¡Y cómo se había vengado él de mí por ello!

Permanecí en Istria dos días más y después regresé a la ciudad. Había un regalo de Falco esperándome: una estilizada pieza de marfil tallado que representaba una casa de extraño diseño y una mujer de delicados rasgos, sentada pensativamente a orillas de un lago, bajo un sauce llorón. La nota que lo acompañaba decía que procedía de Catay y que se había hecho con ella en Bactriana, en las fronteras de la India. No me había dicho que también había estado en Bactriana. Pensar en sus viajes en nombre de Roma me mareaba. Tantos viajes, tantos periplos agotadores. Yo lo imaginaba reuniendo pequeños tesoros como éste allá donde hubiera ido y llevándolos consigo para obsequiar con ellos a sus damas en otras tierras. Aquella idea me irritó tanto que a punto estuve de lanzar al suelo la pieza de marfil. Sin embargo recapacité y la guardé en mi vitrina de curiosidades, al lado de la diosa de piedra de AEgyptus.

Ahora era su turno de invitarme a cenar con él en el palacio de los dux y —suponía yo—, pasar la noche en la misma cama donde una vez durmieron éstos y sus consortes. Aguardé una semana y después otra, y la invitación no llegaba. Eso parecía entrar en contradicción con la nueva idea que yo me había formado de él como un hombre de grandes virtudes. Sin embargo, quizá lo había sobreestimado. Después de todo, era un romano. Había conseguido de mí lo que quería; ahora debía de estar a la búsqueda de otras aventuras, otras conquistas.

Estaba equivocada. De nuevo.

Cuando mi impaciencia se transformó nuevamente en irritación hacia el procónsul, y mi furia por haber dejado que me llevara a tal estado había borrado toda la consideración que yo hubiera desarrollado hacia él durante su visita a mi finca, acudí a ver a mi tío Demetrio y le dije:

—¿Has visto últimamente a ese romano, procónsul nuestro? ¿Crees que está enfermo?

—¿Por qué? ¿Tienes algún interés en él, Eudoxia?

Le fulminé con la mirada. Después de haberme empujado a los brazos de Falco para satisfacer sus propios propósitos, Demetrio no tenía derecho a mofarse ahora de mí. Abruptamente le contesté:

—Me debe la cortesía de una invitación a palacio, tío. No es que pensara en aceptarla… no ahora. Pero debería saber que su actitud es ofensiva.

—¿Se supone que debo decirle eso?

—No le digas nada. ¡Nada!

Demetrio me dedicó una sonrisita taimada. Pero estaba segura de que mantendría silencio. No tenía nada que ganar humillándome a los ojos de Pompeyo Falco.

Pasaron los días. Y al final llegó una nota de Falco escrita con una elegante caligrafía griega, como todas las suyas, preguntándome si podía pasar a visitarme. Mi primer impulso fue rechazarlo.

Pero no se pueden rechazar tales peticiones de un procónsul. Y, de todas maneras, me di cuenta de que yo quería volver a verlo. Deseaba mucho volver a verlo.

—Espero que me perdones por haber sido tan poco atento —me dijo—, pero he tenido grandes quebraderos de cabeza estas últimas semanas.

—Estoy segura de que así habrá sido —le respondí con sequedad.

Los colores le subieron al rostro.

—Tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo, Eudoxia, pero han sido unos días de circunstancias extraordinarias. Ha habido grandes agitaciones en Roma, ¿lo sabes? El emperador ha remodelado su gabinete. Han caído importantes hombres y otros, súbitamente, han ascendido a la gloria.

—¿Y eso en qué te afecta? —le pregunté—. ¿Eres uno de los que ha caído o de los que han ascendido a la gloria? ¿O no debería preguntarte nada de esto?

—Uno de los que ha ascendido —dijo—, es Cayo Julio Flavilo.

El nombre no me decía nada.

—Cayo Julio Flavilo, mi señora, ha ocupado el puesto de Tercer Flamen. Ahora él es Primer Tribuno. Lo que supone un considerable ascenso, como puedes imaginar. Sucede que Cayo Flavilo es un hombre de Tarraco, como el emperador y como yo mismo. Es primo de mi padre y ha sido mi protector a lo largo de toda mi carrera. Los mensajeros han estado durante estas semanas de aquí para allá, entre Venecia y Roma, y yo también he sido ascendido, según parece, por gracia especial del nuevo tribuno.

—Ascendido —repetí sardónicamente.

—Así es. He sido transferido a Constantinopla, donde seré el nuevo procurador. Es el puesto administrativo más alto en el anterior Imperio Oriental. —Sus ojos emitían destellos de autosuficiencia. Pero entonces cambió su expresión. Vi en él una especie de tristeza, de ternura.

—Señora, debes creerme cuando te digo que he recibido las noticias con una mezcla de sentimientos, y no todos ellos placenteros. Es un gran honor para mí, y sin embargo, no habría abandonado Venecia tan rápidamente por decisión propia. Apenas hemos empezado a conocernos el uno al otro y ahora, lamentándolo inmensamente, hemos de separarnos.

Tomó mis manos. Parecía estar casi al borde de las lágrimas. Su sinceridad parecía real; si no era así, era mejor actor de lo que yo sospechaba.

Algo parecido a la consternación me invadió.

—¿Cuándo partes? —le pregunté.

—En tres días, señora.

—Vaya, tres días.

—Tres días muy ajetreados.

«Siempre me puedes llevar contigo a Constantinopla —me sorprendí pensando—. Seguramente habría espacio para mí en alguna parte del enorme palacio del antiguo basileo, el que ahora será tu hogar.»

Pero, naturalmente, eso nunca sería posible. Un romano que medraba tan rápidamente como él lo estaba haciendo nunca querría cargar con una esposa bizantina. Una amante bizantina, quizá. Pero él ya no necesitaba amantes de ninguna clase. Ahora le había llegado el momento de contraer un buen matrimonio y acometer el próximo escalafón de su ascenso. El sillón de procurador en Constantinopla no le duraría mucho más tiempo que su proconsulado en Venecia. Su destino lo conduciría de regreso a Roma antes de que pasara mucho tiempo. Sería un flamen, un tribuno, quizá Pontífice Máximo. Si jugaba bien sus cartas, algún día podría ser emperador. Entonces, yo quizá sería llamada a Roma para revivir viejos tiempos. Pero no volvería a verle antes de eso.

—¿Puedo quedarme esta noche contigo? —preguntó, con un extraño nuevo matiz de duda en su voz; como si pensara que yo podía rechazarlo.


Naturalmente no lo rechacé. Habría sido grosero y mezquino. De todas formas yo lo deseaba. Sabía que aquélla sería la última oportunidad. Fue una noche de vino y poesía, de lágrimas y risas, de éxtasis y extenuación.

Y después se marchó, dejándome sumida en mi mezquina pequeña vida provinciana, mientras partía hacia Constantinopla y la gloria. Una gran procesión de góndolas lo siguió por el canal cuando se dirigió hacia el mar. Un nuevo procónsul romano, decían, llegaría a Venecia en cualquier momento.

Falco me hizo un regalo de despedida: las obras de Esquilo en un volumen bellamente encuadernado hecho con la imprenta, uno de esos inventos de los que en Roma se sienten tan orgullosos. Mi primera reacción fue de desdén por darme algo hecho a máquina en lugar de un manuscrito. Pero después, como me había ocurrido tantas veces durante los días de mi relación con ese complicado individuo, me vi obligada a reconsiderar mi reacción, a admirar lo que a primera vista me había parecido basto y vulgar. El libro era hermoso a su manera. Más que eso: era el signo de una nueva era. Negar esa nueva era o darle la espalda sería una estupidez.

De manera que he aprendido de primera mano lo que es el poder de Roma y la insignificancia de la antigua grandeza. Nuestra encantadora Venecia fue sólo un apeadero para él. Como lo será la Constantinopla de grandeza imperial. Había sido una poderosa lección. Mediante mi propia experiencia, había comprendido lo que eran Roma y los romanos; y ahora veo, como nunca antes podía haberlo visto, que ellos lo son todo, y nosotros, refinados y elegantes como puede que seamos, no somos nada en absoluto.

Subestimé a Quinto Pompeyo Falco en todo momento; de la misma manera había subestimado su raza. Como todos nosotros lo hicimos, gracias a lo cual ellos recuperaron el poder sobre el mundo, o la mayor parte de él, y nosotros en cambio sonreímos y nos inclinamos y esperamos su gracia.

Me ha escrito en varias ocasiones, de manera que debo de haberle causado una fuerte impresión. Habla con cariño, si bien con cautela, sobre nuestros momentos juntos. Sin embargo, no dice nada acerca de que le haga una visita en Constantinopla.

Pero a pesar de ello, quizá se la haga uno de estos días. O quizá no. Todo depende de cómo sea el nuevo procónsul.

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