Robert Silverberg Vía Roma

Un coche concertado de antemano me espera cuando desembarco en el puerto de Neápolis, después de seis días de viaje en un barco de vapor desde Britania. Mi padre, con su habitual eficiencia, se ha ocupado por mí de detalles como éste. El chófer me ve en seguida (soy reconocible de inmediato: un robusto bárbaro de cabellos rubios, una enorme columna nórdica sobresaliendo entre esta muchedumbre de individuos del sur, pequeños y morenos, que corren de un lado a otro),y me grita: «Signore! Signore! ¡Venga qua, signore!».

Pero yo me siento inmovilizado en medio de este calor luminoso de octubre, mirando a mi alrededor maravillado, aturdido por la avalancha de visiones y olores desconocidos. Mi viaje desde el frío lluvioso y otoñal de mi Britania natal a esta gloriosa tierra de Italia de verano incesante no me ha trasladado simplemente a otro país, sino a otro mundo, por lo que parece. Me siento abrumado por la intensa luz, la atmósfera radiante y reluciente, la abundancia de árboles desconocidos de aspecto tropical; abrumado por la vasta ciudad en rápido crecimiento que se extiende ante mí a orillas de la bahía de Neápolis; por las colinas de verde exuberante, un poco más allá, salpicadas con las villas invernales de la aristocracia imperial. Y luego, también, la gran montaña oscura, lejos a mi derecha, el poderoso volcán, el mismo Vesubio, dominando la ciudad como un dios dormido. Me parece distinguir una leve columna de humo pálido ascendiendo ensortijadamente desde su cumbre. Quizá mientras yo esté aquí, el dios despertará y enviará abrasadores ríos de lava roja por sus laderas, como lo ha hecho tantas veces desde tiempos inmemoriales.

No, eso no va a pasar. Pero habrá fuego, sí: un fuego que consumirá completamente el Imperio. Y mi destino es permanecer en el borde de la conflagración y, al mismo tiempo, no ser consciente de todo lo que ocurra a mi alrededor: pobre idiota, pobre idiota inocente de una tierra remota.

«Signore! Perfavore!» Mi chófer se abre camino hasta llegar junto a mí y tira impacientemente de la manga de mi túnica, una asombrosa e impropia transgresión. En Britania, seguramente ya habría golpeado a cualquier cochero que hiciera eso; pero no estamos en Britania y, evidentemente, las costumbres son muy diferentes aquí. Levanta la mirada, suplicante. Lo doblo en tamaño. En un cómico británico dice:

—¿No hablar romano, signore} Debemos marcharnos de este sitio en seguida. Es abarrotado, toda la gente, el equipaje, el todo. No puedo quedar en el muelle cuando pasajero mío está encontrado. Es la ley. Capisce, signore? Capisce?

Si, si capisco —le contesto. Por supuesto que hablo romano. Pasé tres semanas estudiándolo, preparándome para este viaje, y no tuve ningún problema en aprenderlo. Después de todo, ¿qué es sino una forma híbrida y truncada de latín bastardo? Y todos, en el mundo civilizado, sabemos latín—. Andiamo, si.

Él sonríe y asiente.

Allora. Andiamo!

Todo a nuestro alrededor es caos… pasajeros recién llegados tratando de encontrar transporte hacia sus hoteles, familias luchando para no ser separadas por la aglomeración, vendedores ambulantes vendiendo relojes baratos de bolsillo y paquetes de postales groseramente coloreadas, perros sarnosos ladrando, niños harapientos moviéndose entre nosotros a la búsqueda de monederos que agarrar. El griterío es ensordecedor. Pero mi chófer y yo estamos en una isla de tranquilidad en medio de todo eso. Me hace señas para que entre en el carruaje: asientos de felpa, interior forrado de piel, accesorios de refulgente latón, aunque también un ineludible olor a ajo. Dos nobles caballos de color caoba llevan pacientemente sus arneses. Llega un mozo corriendo con mi equipaje y oigo cómo lo coloca encima del carruaje. Y desde allí nos marchamos, dando tumbos por el muelle, hacia el bullicio de la ciudad, pasando por los palacios de mármol de los oficiales de aduanas y las miles de otras agencias del gobierno imperial; por los templos de Minerva, Neptuno, Apolo y Júpiter Óptimo Máximo; y vamos subiendo por las sinuosas avenidas hacia el distrito de los hoteles de moda, sobre las laderas que hay a medio camino entre el mar y las colinas. Me quedaré en el Tiberio, en vía Roma, una avenida que según me han dicho es el gran paseo de la parte alta de la ciudad, el lugar para ver y ser vistos.

Atravesamos calles que deben de tener dos mil años. Me entretengo pensando que el mismo César Augusto pudo haber pasado a caballo por esas mismas calles hace mucho tiempo, o Nerón, o quizá Claudio, el antiguo conquistador de mi patria. Una vez nos hemos alejado del puerto, las construcciones son altas y estrechas, sombríos y apretados bloques de viviendas de seis o siete plantas, construidas unas al lado de otras sin apenas un respiro entre ellas. Sus ventanas impenetrables y misteriosas tienen los postigos cerrados para protegerse del calor de mediodía. Entre ellas, por aquí y por allá, hay otras construcciones más bajas y anchas con pequeños jardines, enormes estructuras achaparradas, grises y voluminosas, diseñadas con el recargado estilo barroco de hace doscientos años. Son casas palaciegas, sin duda, de las clases mercantiles, los poderosos importadores y exportadores, los responsables de la auténtica prosperidad de Neápolis. Si mi familia viviera aquí, supongo que viviríamos en una de ellas.

Pero somos británicos, y nuestra hermosa y espaciosa casa se halla en una franja de praderas onduladas en la agradable campiña de Corinea y aquí no soy más que un turista que viene de mi remota e insignificante provincia en su primera visita a la gran Italia, ahora que, por fin, la Segunda Guerra de Reunificación ha finalizado y es posible otra vez viajar por los sectores lejanos del Imperio.

Lo contemplo todo con una absoluta fascinación, observando con tal intensidad que hasta los ojos empiezan a resentírseme. Las macetas con deslumbrantes flores rojas y naranja sujetas a los muros de los edificios, los chillones estandartes en largos postes sobre los comercios, los puestos de los mercados, con desconocidas frutas y verduras apiladas en montículos verde y púrpura. Por los lados de algunas casas, cuelgan largos y borrosos carteles con el adusto retrato litografiado del viejo emperador Laureólo o de su joven nieto y sucesor, el recientemente entronizado Magencio Augusto, con inscripciones patrióticas y encomiásticas por arriba y por abajo. Éste es un territorio leal: se dice que los napolitanos aman al Imperio más incondicionalmente que los ciudadanos de la propia ciudad de Roma.

Hemos llegado a la vía Roma. Una gran avenida, de hecho más grandiosa, diría yo, que cualquier otra en Londinium o Lutecia, una amplia calzada discurre por el medio, orillada con arbustos y árboles artificialmente lustrosos que se desarrollan bien en este clima templado, y a ambos lados de la calle, las deslumbrantes fachadas de mármol de rosa y blanco de los grandes hoteles, las tiendas de primera calidad, los edificios de apartamentos de los ricos. Hay cafés en las aceras por todas partes, todos ellos abarrotados de gente. Me llegan oleadas de alegre parloteo y estallidos de divertidas carcajadas cuando paso por su lado, y también el tintineo de las copas. Las marquesinas de los hoteles, dispuestas una al lado de otra prácticamente sin transición, proclaman la historia del Imperio. Son una lista de nombres imperiales: el Adriano, el Marco Aurelio, el Augusto, el Maximiliano, el Lucio Agripa. Y, al final, el Tiberio, ni el más grande ni el menos imponente de todo el lote. Un edificio revestido de blanco al estilo del Renacimiento Clásico, bien situado en un distrito de comercios y restaurantes elegantes.

El recepcionista habla un británico impecable:

—¿Me permite su pasaporte, señor?

Lo escruta con altivez. Inspecciona mis rizos dorados y mis largos bigotes caídos, los compara con la pequeña fotografía del documento y concluye que soy yo, efectivamente: Cimbelino Vetruvio Escapulano de Londinium, de la Casa de los Carataco en Cornualles. Llama con un silbido a un facchino para que suba mi equipaje. La suite es espléndida, dos salones de techos altos en la esquina del edificio, con una vista a la distante bahía por un lado y al volcán por el otro. El mozo me enseña cómo funciona el baño, me señala mi lamparilla de noche y mi mueble bar, arregla distraídamente mi cubrecama. Le doy al muchacho un sólido de oro de propina (que no se diga que un Escapulano de la Casa de los Carataco no es generoso), pero se lo mete fríamente en el bolsillo como si le hubiera echado una perra chica.

Cuando se marcha, miro un largo rato por las ventanas antes de deshacer el equipaje, bebiéndome con los ojos la ciudad y la centelleante bahía. Nunca he contemplado nada tan magnífico: las anchas avenidas, los templos, los anfiteatros, las deslumbrantes torres palaciegas, los mercados abarrotados de gente. Y esto sólo es Neápolis, ¡la segunda ciudad de Italia! A su lado, nuestra querida Londinium es un simple pueblucho de provincias lleno de fango. ¿Cómo será de grandiosa Roma si esto es Neápolis?

Experimento una sensación extrañamente desconcertante e inusual y sospecho que puede tratarse de un arrebato de humildad. Soy hijo de un hombre rico, mi linaje puede remontarse más o menos legítimamente hasta los monarcas de la antigua Bretaña, he disfrutado de una buena educación obteniendo honores en Cantabrigia en historia y arquitectura. Pero ¿qué importa eso aquí? Ahora estoy en Italia, el corazón del Imperio imperecedero y no soy más que un fornido y engreído celta de uno de los límites exteriores del mundo civilizado. Esta gente debe de creer que en casa llevo kilts de piel y me unto el cabello con manteca de cerdo. Creo que no voy a encontrarme en mi salsa. Lo cual será una nueva experiencia para mí. ¿Y no es eso precisamente para lo que he venido a Italia, a la madre Roma, para abrirme a nuevas experiencias?


Las tiendas de vía Roma están cerradas cuando salgo a dar un paseo por la tarde y no hay nadie por ninguna parte excepto en los cafés y restaurantes, llenos de gente. Debido al calor de este lugar, los negocios de todo tipo cierran al mediodía y vuelven a abrir con el fresco, ya entrada la tarde. En los escaparates hay un asombroso despliegue de mercancías de todas partes del Imperio, África, India, la Galia, Hispania, Britania, incluso el Próximo Oriente y los misteriosos lugares más allá de él, Catay y Cipango, donde habita el pueblo de ojos pequeños y extraños. Hay ropa de última moda, joyas antiguas, magnífico calzado, mobiliario de cocina, costosos objetos de todas clases. Éste es el cuerno de la abundancia del Imperio. Después de que, finalmente, haya acabado la guerra, cargamentos de lujosas mercancías no cesan de llegar a Italia desde todas las provincias que han vuelto a ser sometidas.

Camino y sigo caminando. La vía Roma parece no tener fin, extendiéndose hasta el infinito por delante de mí, hasta perderse en el horizonte. Pero por supuesto, debe acabar en algún sitio. El propio nombre de la calle anuncia su punto terminal, la propia Ciudad de Roma, la gran capital. No es cierto eso que dicen en Italia de que todos los caminos conducen a Roma, pero éste sí lo hace. No tendría más que seguir dirigiéndome hacia el norte para que esta avenida acabase llevándome hasta la ciudad de las Siete Colinas. Sin embargo, no tengo tiempo para eso. Debo iniciar mi conquista de Italia de manera racionalmente escalonada. Primero, Neápolis y sus pintorescos alrededores; después, un avance gradual hacia el norte hasta alcanzar el formidable desafío de la ciudad de los cesares.

La gente está saliendo ahora de los cafés. Algunos de ellos se dan la vuelta y me observan descaradamente, de la misma manera que yo podría mirar a una jirafa o un elefante que se pasearan por las calles de Londinium. ¿Es que no han visto nunca a un britano? ¿Les resultan tan extraños los cabellos rubios? Quizá sea mi altura y mis\anchos hombros lo que atrae su curiosidad, mi pendiente de oro o elpesado brazalete neocéltico que me gusta llevar. Se dan codazos, susurran, sonríen.

Les devuelvo gentilmente la sonrisa cuando paso a su lado.

«Buenas tardes, amigos romanos», estoy tentado de decirles. Pero probablemente se burlarían del acento britano de mi latín o de mis tanteos en su lengua romana coloquial.

Hay un mensaje para mí en el hotel. Mi padre, bendito sea, envió cartas de presentación a una serie de miembros distinguidos de la aristocracia napolitana en las que pedía que me recibieran y me facilitasen la entrada en la sociedad romana. Antes de salir del hotel para dar mi paseo, envié un mensaje anunciando mi llegada a las personas que se suponía debía visitar aquí, y ya había recibido una contestación. Estoy invitado en los términos más cordiales, a cenar esta misma noche en la villa de Marcelo Domiciano Frontino, quien, según mi padre, posee la mitad de los viñedos que hay entre Neapólis y Pompeya y cuyo hermano Casio es uno de los grandes héroes de la guerra recientemente concluida. Un carruaje me recogerá a la hora decimoctava.

Me inunda una extraña alegría. Tienen ganaste dar la bienvenida al bárbaro visitante en su primera noche en la patria madre. Por supuesto, Frontino recibe un pedido anual de mi padre para sus bodegas de Londinium de diez mil cajas de sus dulces vinos blancos y esto está lejos de ser una fruslería. No es que los asuntos de negocios vayan a mencionarse esta noche pues, por una parte, sé muy poco sobre los acuerdos comerciales de mi padre, pero por otra, está también el hecho de que Frontino y yo somos patricios, y debemos comportarnos como tales. Pertenece a la antigua clase senatorial y desciende de hombres que auparon y derrocaron cesares hace mil años. Y yo llevo sangre de reyes britanos en mis venas o, al menos, eso es lo que dice mi padre, y mi propio nombre (Cimbelino) lo proclama. Carataco, Casevelauno, Tincomio, Togodumno, Prasutago: en uno u otro momento he oído a mi padre reivindicar su descendencia de todos estos antiguos caudillos celtas, y también, por añadidura, de la reina Cartamandua de los brigantes.

Bien, pues Cartamandua firmó oportunamente un tratado con los romanos invasores de su país y envió encadenado a Roma a su homólogo, el monarca Carataco. Pero todo eso fue hace mucho tiempo, y nosotros, los britanos, hemos sido pacificados y repacificados en muchas ocasiones desde entonces, y todo el mundo asume que el poder y la gloria residirá, ahora y siempre en la gran ciudad que se encuentra al otro extremo de la vía Roma. Frontino será cortés conmigo, lo sé. Si no lo es en honor a los heroicos, aunque derrotados guerreros que son mis ancestros putativos, sí lo será por las diez mil cajas de vino que se supone ha de enviar a Londinium el año próximo. Cenaré bien esta noche; conoceré a gente relevante y me serán abiertas las puertas de las grandes casas de Neápolis y también de la capital, cuando me disponga a visitarla.

Me doy un baño. Me afeito. Abrillanto mis rizos, y no con manteca de cerdo. Escojo mis ropas con esmero, una túnica corta bizantina de seda y un pañuelo a juego, unos magníficos leotardos rojo escarlata de lino egipcio, sandalias del mejor artesano sirio. Y, por supuesto, mi pendiente de oro y mi enorme brazalete que me confieren ese atractivo toque bárbaro por el que suscito más curiosidad en ellos.

El carruaje está esperando cuando salgo del hotel. El chófer es nubio y viste de rojo y turquesa. Blancos corceles de Arabia. El carruaje es de ébano con incrustaciones de marfil. Sería digno de un emperador. Pero Frontino es solamente un rico patricio, un simple sureño. ¿Dónde se montarán los cesares, me pregunto, si ésta es la clase de vehículo que un Frontino envía para recoger a un joven visitante procedente de las atrasadas provincias?

La carretera se adentra en las colinas. Una nube se ha posado sobre la ciudad y los rayos solares del final de la tarde se entreveran en ella como una lluvia dorada. La luz resplandece en la superficie de la bahía. En la distancia pueden verse islas grises y misteriosas.

La villa de Marcelo Domiciano Frontino está emplazada en unos jardines tan grandes que se tarda quince minutos en llegar a la casa una vez se ha franqueado la colosal puerta de hierro. Es un pabellón luminoso y elegante, situado en el mismo extremo de una elevada pendiente, y cuyo enorme tamaño queda cuidadosamente camuflado por la elegancia de su diseño. Está rodeado de un aura de engañosa fragilidad, como si pudiera acusar los movimientos más ligeros de la atmósfera. La vista desde su pórtico abarca desde el Vesubio, al este, hasta algún cabo sobresaliente muy lejos, en la otra orilla de la bahía. Alrededor hay maravillosos arbustos y árboles en floración y la fragancia que exhalan es la de una increíble opulencia. Empiezo a preguntarme el interés real que puedan tener diez mil cajas de vino para este hombre.

Con todo, Frontino es desenfadado y amistoso. Un individuo bajo, fornido y calvo de sonrisa fácil y maneras agradables.

Está allí para recibirme al bajar del carruaje.

—Soy Marcelo Domiciano —me dice hablando romano, sonriendo ampliamente mientras me alarga la mano—. ¡Bienvenido a mi casa, querido amigo Cimbelino!

Marcello Domiziano. Emplea la forma romana de su nombre, no la latina. Naturalmente, en las provincias empleamos pretenciosamente nombres latinos, mezclándolos en algún grado con localismos britanos, galos o teutónicos, sin embargo, aquí en Italia, los únicos que emplean los nombres según el antiguo modo latino son los miembros de las familias senatoriales e imperiales y altos mandos militares; el resto debe emplear la moderna forma romana. Frontino se siente por encima de su privilegio de rango. Yo puedo llamarle Marcelo, que es la manera como yo llamaría a uno de sus peones. Y él me llamará Cimbelino. Muy rápidamente nos convertimos en buenos amigos o, al menos, así pretende que yo me sienta, y eso que acabo de llegar.


La reunión ya ha comenzado. Se celebra en un patio abierto con el suelo de terrazo en el que corre la brisa, con vistas al centro de la ciudad que se extiende por debajo a lo lejos. Quince, quizá veinte personas, hombres apuestos, deslumbrantes mujeres, todos ríen y conversan como hace la gente en los cafés de las aceras.

—Mi hija Adriana —dice Frontino—.Y ésta es su amiga Lucila, que es de Roma y está de visita.

Son extraordinariamente hermosas. Las dos me rodean y yo me siento mareado. Recuerdo que una vez, en la Galia, en una gran villa cerca de Nemausus, mi anfitrión me llevó al centro de un laberinto de espejos que había hecho construir para su entretenimiento y, al instante sentí que me caía mareado hacia adelante, desvaneciéndome entre las imágenes multiplicadas hasta el infinito y, con esfuerzo, tuve que echarme hacia atrás para mantenerme erguido, mientras me latía aceleradamente el corazón y la cabeza me daba vueltas.

Lo mismo me ocurre ahora entre estas dos muchachas. Su belleza me aturde, su perfume me marea. Frontino se ha retirado y no tengo la certeza de quién es la hija y cuál la amiga. Miro de una a otra confundido.

La muchacha de mi derecha es fuerte y robusta, de rasgos marcados, piel pálida y un cabello rojo encendido recogido en un moño apretado sobre su cabeza, un estilo que bien podría haber copiado de algún mural antiguo. La otra, más alta, es morena y delgada, casi frágil, lleva un vistoso collar de cuentas azules de cerámica y círculos pintados con sombra por debajo de sus ojos. Es muy elegante dada su ligereza. Tiene la piel muy tersa y posee un aura de deslumbrante aire egipcio. Decido que la pelirroja debe de ser la hija de Frontino, al comparar su robusto tórax con el de mi anfitrión; pero no, no es así. Ella es la que está de visita y es de Roma, pues la más alta y morena, hablando latín y no romano, dice con una voz tan dulce como la miel griega:

—Honra usted nuestra casa, distinguido señor. Mi padre dice que es de estirpe real.

Me pregunto si se están mofando de mí. No obstante, advierto la manera en que me está midiendo con sus ojos, recorriendo mi altura y mi anchura como si fuera una estatua del salón de reyes de algún museo. La otra está haciendo lo mismo.

—En todo caso, llevo un nombre real —digo—. Cimbelino, es posible que lo conozcan como Cunobelino por los libros de historia. Su hijo fue el rey guerrero Carataco, capturado y perdonado por el primer emperador Claudio. Mi padre ha hecho grandes esfuerzos para remontar nuestra genealogía hasta su linaje.

Sonrío con franqueza y compruebo que ellas captan perfectamente el sentido preciso de mis palabras. No hago otra cosa que describir las absurdas pretensiones de un rico mercader de provincias.

—¿Cuánto tiempo hace de ello? —inquiere Lucila, la pelirroja.

—¿Del estudio genealógico?

—De la captura y el perdón de su gran ancestro.

—¿Por qué…? —Vacilo. ¿No acabo de decir que fue en la época de Claudio el Primero? Pero ella hace parpadear sus ojillos como si fuera, en su inocencia, ajena a toda información histórica—. Hace unos dieciocho siglos —le digo—. Cuando aún el Imperio era joven. Claudio el Primero fue el cuarto de los cesares. El quinto, si se cuenta como emperador a Julio César, que creo que es lo correcto.

—Vaya precisión tiene usted en esta materia… —dice riéndose Adriana Frontina.

—Sí, en asuntos históricos, sí. Pero me temo que no en muchas otras cosas.

—¿Va a viajar mucho por Italia? —pregunta Lucila.

—Quiero visitar los alrededores de Neápolis, naturalmente. Pompeya y el resto de ruinas antiguas. También quiero pasar algunos días en la isla de Capri. Después subiré a Roma, por supuesto, y quizá algo más al norte: Etruria, Venecia… incluso hasta Mediolanum. La verdad es que quiero verlo todo.

—Quizá podamos viajar juntos —dice Lucila. Así de claro, lisa y llanamente.Y ahora sí que no hay para nada parpadeos inocentes en sus ojos, inteligentes y bien abiertos, sólo una expresión de diablura inequívoca.

Naturalmente he oído decir que las mujeres de Roma son así, de todas maneras, me quedo sobresaltado por su franqueza y, por un momento, no sé qué decir; entonces todos los demás vienen en bandada a mi alrededor. Marcelo Frontino me bombardea con presentaciones, recitando un nombre tras otro con tal rapidez que me resulta imposible asociar los nombres con sus correspondientes rostros.

—Enrico Giunio, conde de Pausylipon y la condesa Emilia. Mi hijo, Druso Tiberio y su amigo Ezio; Quintilo Fabio Puteolano;Vitelio de Portofino, su esposa, Claudia, su hija, Crispina; Trajano GordianoTertulo, de Capri… Marco Ulpio Africano… Sabina Métela Arboria… —Un mar de nombres que no acaba nunca. Sólo uno de entre todos ellos me causa un auténtico impacto—: Mi hermano Casio —dice Frontino.

Es un individuo delgado, de tez aceitunada, con ojos como dos trozos de carbón bruñido: ¡el gran héroe de guerra, Casio Lucio Frontino! Me dispongo a saludarle pero Frontino me ametralla con cuatro presentaciones más antes de que pueda hacerlo. La gente parece materializarse de la nada. Le susurro a Adriana:

—¿Ha invitado tu padre a todo Neápolis esta noche?

—Sólo a los que merecen la pena —dice ella—. No todos los días nos visita un rey britano —me dice entre risitas.

Nubes de sirvientes (¿esclavos?) se mueven entre nosotros, trayéndonos cosas para beber y comer. Soy cauteloso con las primeras rondas y me recuerdo a mí mismo que solamente es mi primer día aquí, y que el cansancio que arrastro del viaje me puede conducir a situaciones embarazosas; pero para no parecer descortés, tomo una copa de vino y un pastelito de carne y los sostengo sin probarios, acercándomelos de vez en cuando a los labios y retirándolos otra vez sin tocarlos.

Los destacados caballeros y damas de la sociedad napolitana me rodean como un remolino, acribillándome a preguntas para las que no parecen esperar respuestas. Algunos hablan en romano, otros en latín. ¿Cuánto tiempo estaré aquí? ¿Pasaré todo mi tiempo en Neápolis? ¿Qué es lo que ha despertado mi curiosidad para visitar Italia? ¿Pasa por un buen momento la economía britana? ¿Se habla solamente britano allí o está muy extendido el latín? ¿Hay algo en Britania que pueda interesarle especialmente a un italiano? ¿Cómo es la comida britana en comparación con la italiana? ¿Creo que se mantendrá el actual Tratado de Unificación? ¿He estado ya en Pompeya? ¿Y en los templos griegos de Paestum?Y así más y más. Es un auténtico bombardeo. Doy tantas respuestas como puedo, pero las preguntas se encabalgan a mis respuestas de forma terriblemente agotadora. Doy gracias por mi constitución resistente. Incluso así, después de un rato me siento tan cansado que empiezo a tener problemas para entender sus rápidos modismos romanos y regreso del todo a la más antigua y pura lengua latina con la confianza de que eso les estimule a hacer lo mismo. Algunos lo hacen, otros no.

Lucila y Adriana permanecen a mi lado a lo largo de toda la ordalía, y me siento agradecido por ello.

Me doy cuenta de que esta gente me considera una especie de juguete nuevo. La novedad del momento, que se examina con fascinación durante un rato y después se desecha.


El viento que sopla de la bahía se ha vuelto fresco con la llegada del anochecer y, de manera casi imperceptible, la reunión se ha ido desplazando al interior, hacia arriba, a un enorme salón que da al atrio que será nuestra sala para el banquete.

—Venga —me dice Adriana—. Tienes que conocer al tío Casio.

El famoso general está al otro extremo del salón, con los brazos cruzados y escuchando sin ningún atisbo de emoción lo que parece ser una intensa discusión entre su hermano y otro individuo. Viste un ceñido uniforme caqui y en su pecho luce medallas y galones. El otro individuo, lo recuerdo pasado un instante, es el conde de Pausylipon, al que Frontino se había referido informalmente como «Enrico Junio». Es delgado, alto (casi tan alto como yo), de rostro aguileno, está exaltado. Parece estar a punto de enfurecerse. Marcello Domiziano está igualmente excitado, tiene el cuello tenso, está acercando su rostro, amenazante, al otro, agita los brazos con gesticulaciones enfáticas. Tengo la impresión de que esos dos están, desde hace años, enfrascados en discusiones sobre algún importante asunto político.

Hablan, deduzco, nada menos que del destino de la misma Roma. Parece que el conde de Pausylipon sostiene que, para sobrevivir, el Imperio debe continuar como una entidad política indivisible (algo que no creo que nadie dude seriamente), ahora que se acaba de conseguir la Reunificación.

—Existe una razón por la que Roma ha perdurado tanto tiempo —dice el conde—. No se trata del poder…, el poder de una ciudad sobre todo un continente, sino de estabilidad, de coherencia, de la supremacía de un sistema que valora la lógica, la eficiencia, la soberbia ingeniería, la planificación. El mundo es mejor porque lo hemos gobernado tanto tiempo. Hemos llevado la luz donde, de otra manera, sólo habrían existido las tinieblas de la barbarie.

No me parecían argumentos polémicos, pero pude advertir (por la expresión del rostro colorado de Marcello Domiziano y su obvia impaciencia en responder), que debía de haber alguna área de poderoso desacuerdo entre los dos hombres que se me escapaba. Y Adriana, acercándose a mí mientras me conduce a través de la sala, me susurra algo que, con todo ese ruido, soy incapaz de entender con claridad y que, además, no me deja escuchar lo que Marcello Domiziano acaba de replicarle al conde.

A pesar de la furia que se estaba desatando a su vera, cabría pensar que el famoso general se hubiera quedado dormido de pie (una argucia que debía de serle útil durante los momentos de tregua en las batallas), de no ser por el hecho de que, de vez en cuando, supongo que en respuesta a algún comentario que un contendiente le hacía al otro, sus ojos de carbón fulgente emitían un destello torvo, alzando apenas los párpados. Vacilé antes de sumarme a ese peculiar grupito, pero Adriana me condujo sin vacilar hasta ellos.

Frontino exclamó:

—¡Sí, sí, Cimbelino! ¡Ven a conocer a mi hermano!

También él parecía haberse percatado de mi titubeo. Sin embargo, quizá recibiera de buen grado un cese de las hostilidades.

Que fue ni más ni menos lo que mi presencia provocó. La riña, la discusión o lo que fuera, se evaporó en el instante de mi llegada, transformándose en cortés y etérea chachara. El conde, calmado por completo (una muestra de autocontrol patricio) me ofrece un gesto altivo y distante de reconocimiento, a Adriana y a Lucila les da una palmadita en el hombro a cada una y se excusa para ir a buscar una bebida fresca. Frontino, con el rostro un poco enrojecido aún, pero jovial como siempre, me presenta teatralmente a su hermano con la palma de la mano hacia arriba:

—Nuestro amigo britano —dice.

—Me siento honrado, excelencia —digo inclinándome ligeramente ante Casio Lucio Frontino.

—Oh, no, nada de eso ahora —responde el tío Casio—. No estamos en el ejército. —Habla latín. Su tono de voz es débil pero tajante como el filo de un cuchillo, sin embargo me doy cuenta de que está tratando de ser agradable.

Por un momento, me siento aturdido y sobrecogido al estar en su presencia. Pienso en ese hombrecillo (y eso es lo que es, tan bajo como su hermano) yendo y viniendo incansablemente desde Dacia hasta la Galia y viceversa con sus botas de siete leguas, sofocando los fuegos de la secesión por todas partes. El indomable general. El salvador del Imperio.

Pronto estallará un fuego de distinta clase en el Imperio, y yo me encuentro muy cerca de su origen, pero por el momento no tengo conciencia de ello.

Casio Frontino me inspecciona como si estuviera tomándome medidas para un uniforme.

Dígame, ¿son todos los britanos tan altos?

—Soy un poco más alto que la media, la verdad.

—Menos mal. Como sabrá, estuvimos a punto de invadirles al principio de la guerra. Enfrentarse a todo un ejército de hombres de su tamaño no habría sido como ir de picnic.

—¿Invadir Britania, señor? —pregunta Lucila.

—En efecto —dice, sonriendo fugaz y fríamente a la muchacha—. Un ataque preventivo, cuando creímos que Britania podía coquetear con la idea de unirse a la rebelión.

Pestañeo con sorpresa y cierta irritación. Éste es un tema espinoso para nosotros, ¿por qué lo habrá sacado?

Le digo con firmeza:

—Eso nunca habría ocurrido, señor. Sabe que somos leales al régimen. Somos britanos.

—Sí, sí, por supuesto que lo son. Pero el riesgo existía, pese a todo. En aquel entonces, calculamos que había una probabilidad de riesgo del cincuenta por ciento. Era un momento delicado. Y el Alto Mando pensó: vamos a enviar algunas legiones allí sólo para mantenerlos a raya. Sería usted demasiado joven, supongo.

Todavía sostengo mi copa de vino, aún sin catar. Ahora, con nerviosismo, doy un gran trago.

Contra todo decoro, me siento empujado a defender mi estirpe. Con absurda rigidez, le digo:

—Permítame asegurarle, mi general, que no soy tan joven como puede pensar, y puedo decirle que nunca existió la más leve posibilidad de que Britania se uniera a los rebeldes. Ninguna.

En aquellos terribles ojos asomaba una chispa de ¿divertimento?… ¿irritación?

—Seguramente es así considerado a posteriori. Pero la impresión que tuvimos entonces en los inicios, fue muy diferente durante algún tiempo. ¿Qué edad tenía usted cuando estalló la guerra, muchacho?

Odio verme tratado con condescendencia y le dejo ver mi irritación.

—Diecisiete, señor. Serví en la Duodécima Legión Britana, bajo Helio Ticiano Rigisamo. Entré en acción en la Galia y en Lusitania. En los Cuerpos de Globos Aerostáticos.

—¡Ah! —Él no había esperado aquello—. Bueno, entonces le he juzgado mal.

—A mi nación entera, me atrevería a decir. Cualquier rumor de deslealtad britana que les pudiera haber llegado en aquella época tan confusa no fue más que pura invención del enemigo.

—Desde luego —dice el general—, desde luego. —Su tono es benévolo, pero sus ojos brillan con más frialdad que nunca, y sus mandíbulas apenas se mueven al pronunciar las palabras.

Adriana Frontina, parece horrorizada ante el ardor creciente de nuestra conversación y me hace desesperadas señas con los ojos para que cambie de tema. Sin embargo, a su amiga pelirroja, Lucila, el pequeño altercado sólo parece divertirle. Marcelo Frontino se ha dado la vuelta, probablemente no por casualidad; está dando instrucciones a algunos criados para que empiece el banquete.

No obstante, insensatamente, yo me zambullo de lleno en las aguas pantanosas.

—Señor, nosotros los britanos somos tan romanos como cualquier otro en el Imperio. ¿O acaso cree que guardamos una secreta afrenta nacional desde la época de Claudio?

Casio Frontino permanece en silencio por un instante, estudiándome con alguna atención.

—Sí —dice finalmente—. Sí, sí lo creo, pero eso no viene al caso. Todos los que fueron barridos hacia el Imperio en algún momento de la Historia y no hallaron la manera de salir de él, esconden un agravio sepultado en algún sitio, no importa lo romanos que se reivindiquen ahora. Los teutones, los britanos, los hispanos, los franchutes, todos.Y ésa es la razón por la que hemos sufrido dos peligrosos desmembramientos del sistema en menos de un siglo, ¿no le parece? Pero no, muchacho, en ningún momento he querido poner en entredicho la lealtad de su pueblo, ni de lejos. Todo esto ha sido muy desafortunado. Mil perdones, amigo mío.

Observa mi copa, que en algún momento he vaciado sin saber cómo.

—Necesita otra copa, ¿verdad que sí? Y yo también. —Chasquea sus dedos a un criado que pasa—. ¡Chico, chico! ¡Más vino, aquí!

Tengo la ligera impresión de que mi conversación con Casio Lucio Frontino, el gran héroe de guerra, no ha sido un éxito, y que ése podría ser un buen momento para la retirada. Lanzo una mirada indefensa a Adriana, quien la entiende en seguida y dice:

—Pero tío, Cimbelino ya te ha robado mucho tiempo. Y mira, el prefecto de la ciudad ha llegado; debemos presentarle a nuestro invitado.

Sí, deben hacerlo antes de que meta la pata hasta el fondo. Me inclino de nuevo y me excuso mientras Adriana me coge de un brazo y Lucila me agarra del otro, arrastrándome hasta el otro extremo de la gran sala.

—He estado horrible, ¿verdad? —pregunto.

—A mi tío le gustan los hombres que muestran coraje —dice Adriana—. En el ejército nadie se atreve a responderle lo más mínimo.

—Pero mostrarme tan rudo… Él, que es un gran hombre, y yo simplemente un visitante de provincias…

—El único que se ha mostrado rudo ha sido él —dice Lucila acaloradamente—. ¡Llamar a tu pueblo traidores al Imperio! ¡Cómo puede haber dicho una cosa semejante! —Y después, en voz baja, acercándoseme al oído—:Te llevaré a Pompeya mañana. Verás como allí no te aburres lo más mínimo.


Pasa a recogerme por el hotel después de almorzar, en una cuadriga espléndida, con adornos de caoba, borlas de seda y dorados por todas partes, y tirada por dos magníficos corceles blancos y otros dos gigantescos caballos pardos. Al lado de ésta, la que me envió Marcelo Frontino la noche pasada me parece casi miserable. Entonces creí que era el carruaje de un emperador. Pero no, me equivocaba. Seguramente, éste se aproxima más.

—¿Has venido en este carro desde Roma? —le pregunto.

—Oh, no. He venido en tren. Le he pedido prestada la cuadriga de Druso Tiberio. Le gustan este tipo de cosas.

En la fiesta, sólo tuve con el joven Frontino el más breve de los encuentros, y no me causó la más mínima impresión: un hombre blando, embadurnado de ungüentos y perfumado, tres o cuatro anillos dorados en cada mano, movimientos lánguidos y delicados bostezos, un perfecto príncipe. Con total desvergüenza, estuvo toda la noche intercambiando enternecedoras miradas con su apuesto amigo Ezio, que parecía tan estúpido como un gladiador, y probablemente era uno de ellos.

—¿Cuánto puede costar una cuadriga como ésta? —pregunto—. ¿Cinco millones de sestercios? ¿Diez millones?

—Muy probablemente incluso más.

—Y él sencillamente te la presta para todo el día.

—Oh sí. Tiene otra aún mejor, ¿sabes? Después de todo, Druso es el hijo malcriado de un hombre rico. Marcelo no le niega absolutamente nada. Por supuesto, creo que eso es algo terrible.

—Sí —digo yo—. Espantoso.

Si Lucila capta el tono irónico de mi voz, no lo manifiesta.

—Pero si él está deseoso de prestar uno de sus bonitos carruajes a la amiga de su hermana durante un día o dos…

—Pues por qué no aceptarlo, ¿no?

—Eso, ¿por qué no? —digo yo.

De manera que esta desconocida pelirroja romana, encantadora y voluptuosa, y yo nos vamos juntos por la carretera de la costa, en dirección a Pompeya, sobre una cuadriga que habría hecho enrojecer a un cesar. El tráfico nos cede paso en la carretera como si se tratara del carruaje de un emperador y los caballos galopan como centellas, primero hacia el este y después hacia el sur, con la misma rapidez que los corceles de Apolo, marcando con sus cascos un ritmo endiablado sobre la carretera hermosamente pavimentada.

Lucila y yo nos sentamos castamente separados y hablamos en un tono agradable pero impersonal sobre la fiesta.

—¿De qué iba todo aquellos —me pregunta ella—. Me refiero a la pelea que mantuvisteis anoche tú y el tío de Adriana.

—No fue una pelea. Fue sólo… una situación desagradable.

—Lo que sea. Algo acerca de un ejército romano invadiendo Britania para asegurarse de que tu pueblo está de nuestra parte en la guerra. Sé tan poco sobre estas cosas. No ibais de verdad a segregaros, ¿no?

Hemos estado hablando romano, pero si vamos a tener esa conversación deberé emplear una lengua en la que me sienta más cómodo. Así que cambio al latín y le digo:

—De hecho, creo que se trató de algo más que de una posibilidad, aunque fue cruel decirlo por su parte. O zafio, simplemente.

—Militares. ¡No tienen maneras!

—De todas formas me sorprendió. ¡Echármelo en cara de ese modo…!

—¿Así que era cierto?

—Sólo era un muchacho cuando ocurrió, entiéndelo. Pero sí, sé que existió una considerable facción antiimperialista en Londinium hace quince o veinte años.

—¿Que quería restaurar la República?

—Que quería separarse del Imperio —le contesto—.Y elegir un rey de nuestra propia sangre. Si es que puede hablarse de algo como «nuestra propia sangre», después de dieciocho siglos siendo ciudadanos romanos.

—Ya entiendo. De manera que querían una Britania independiente.

—Vieron que había una oportunidad. Eso ocurrió sólo unos veinte años después de que el Imperio eliminara todas las consecuencias de su primer desmembramiento, ya sabes. Y entonces, de repente parecía probable que fuera a empezara una segunda guerra civil.

—Eso sucedió en el este, ¿no es cierto?

Me pregunto cuánto sabe ella realmente sobre estos asuntos. Sospecho que más de lo que deja ver. Pero yo me he licenciado con honores en Historia por la Universidad de Cantabrigia, y después de todo, supongo que ella me está dando una oportunidad de lucirme.

—En Siria y Persia, sí, y en la franja oriental de India. Sólo una pequeña rebelión fronteriza, ni siquiera era gente blanca la que provocó el alboroto. Con diez legiones se hubiera podido sofocar todo el asunto. Pero el emperador Laureólo estaba ya viejo y enfermo (senil, de hecho), no había nadie en la administración que prestara mucha atención a las provincias más alejadas y no se enviaron legiones hasta que fue demasiado tarde; y entonces sí que hubo que lidiar con un auténtico desastre, todo eso de golpe y porrazo. Y justo en medio de todo eso, Hispania, la Galia e incluso la pequeña y ridicula Lusitania, decidieron también volver a separarse del Imperio. Así que en 2563 todo volvió a empezar, una segunda crisis más seria incluso que la primera.

—Y esta vez también Britania iba a separarse.

—Eso era lo que la plebe reclamaba, en todo caso. Se produjeron algunos brotes ruidosos en Londinium y se pusieron carteles en el exterior del palacio del procónsul diciéndole que se marchara a Roma y cosas como «¡Britania para los britanos!». La gente vociferaba que se echara a los romanos y que se restaurara la vieja monarquía celta. Bien, naturalmente nosotros no podíamos permitirlo, y los hicimos callar muy pronto. De hecho, cuando empezó la guerra y llegó nuestro momento, luchamos tan valientemente como cualquier romano en cualquier parte.

—¿Nosotros? —pregunta ella.

—La gente decente de Britania. La gente inteligente.

—¿Quieres decir la gente con propiedades?

—Bueno, claro. Nosotros comprendimos cuánto se podía perder, no sólo nosotros, sino todo el pueblo de Britania… si el Imperio caía. ¿Cuál es nuestro mejor mercado? ¡Italia! Y si Britania, la Galia, Hispania y Lusitania consiguieran segregarse, Italia perdería su acceso al mar. Se quedaría encerrada en medio de Europa con una serie de enemigos bloqueando la ruta terrestre hacia Oriente y otra serie cerrándole el paso hacia Occidente por el océano. El corazón del Imperio se debilitaría. Los britanos no tendríamos a quién vender nuestras mercancías, a no ser que empezáramos a embarcarlas para Nova Roma e intentáramos ofrecérselas a los pieles rojas. El desmembramiento del Imperio provocaría una depresión mundial: hambrunas, conflictos, el horror absoluto en todas partes. Y la peor parte se la habrían llevado aquellos que reclamaban más fuerte la secesión.

Ella me dirige una extraña mirada.

—Tu propia familia dice ser de sangre real celta y tú tienes un bonito nombre celta. Se diría que a tu pueblo le gusta mirar atrás con nostalgia, a los días dorados de la libertad britana antes de la conquista romana. Pero incluso así, tú contribuíste a sofocar el movimiento secesionista en vuestra provincia.

«¿También ella está burlándose de mí? No puedo relajarme con estos romanos.»

Con leve rigidez, le contesto:

—Yo personalmente no. Yo era tan sólo un muchacho cuando se produjeron las primeras manifestaciones antiimperialistas. Pero sí, a pesar de todo su amor por las tradiciones celtas, mi padre siempre ha creído que nosotros tuvimos que poner los intereses de la civilización romana en general por delante de nuestro mezquino orgullo nacionalista. Cuando la guerra nos alcanzó, Britania estuvo del lado de los partidarios del régimen, gracias en buena medida a él. Y tan pronto como fui lo suficientemente adulto, me uní a las legiones e hice mi contribución al Imperio.

—Así pues, ¿amas al emperador?

—Amo el Imperio. Creo que el Imperio es una necesidad. Y en cuanto al emperador concreto que ahora tenemos… —Vacilo. Debería andarme con tiento aquí—. Supongo que los hemos tenido más competentes.

Lucila se ríe.

—¡Mi padre piensa que Magencio es un completo idiota!

—Sí, de hecho también a mí me lo parece. Pero bueno, los emperadores vienen y van y algunos son mejores que otros. Lo que de verdad importa es la supervivencia del Imperio. Y por cada Nerón, tarde o temprano hay un Vespasiano. Por cada Caracalla, hay un Tito Galio.Y por cada débil y estúpido Magencio…

—¡Chitón! —dice Lucila, señalando a nuestro cochero y después a sus oídos—. Debemos ser más cautos. Quizá estemos siendo demasiado indiscretos, encanto. Y nosotros no queremos decir indiscreciones.

—No, por supuesto que no.

—Hacerlas es otra cosa…

—Ah. Eso es diferente.

—Muy diferente —dice ella y los dos nos reímos.

Casi estamos pasando bajo la sombra del gran Vesubio. Imperceptiblemente nos hemos ido acercando el uno al otro mientras hablábamos y, poco a poco, he acabado sintiendo la presión de su cálido muslo contra el mío.

Ahora, cuando la cuadriga toma una curva cerrada por la carretera, ella acaba lanzada contra mí. Supuestamente para sujetarla, deslizo mi brazo alrededor de sus hombros y ella acurruca la cabeza en el hueco de mi cuello. Mi mano acaba posándose en la firme esfera de su pecho. Ella deja que se quede allí.

Llegamos a las ruinas de Pompeya a tiempo para un tardío almuerzo en un lujoso mesón, justo al borde de la zona de las excavaciones. Frente a una comida de pescado asado y vino blanco espumoso no disimulamos el ansia que tenemos el uno del otro. Estoy tentado de sugerir que soslayemos la arqueología y nos vayamos directamente a nuestra habitación.

Pero no se presenta la oportunidad. Un guía que ella ha contratado nos está esperando después del almuerzo, un excitable grieguecito calvo que rebosa entusiasmo por conducirnos al reino de la antigüedad. De modo que allá vamos, en plena tórrida tarde pompeyana, llenos de vino y lujuria, mientras él nos hace trotar sobre una y otra árida calle pedregosa, mostrándonos las grandiosas vistas que el volcán se engulló hace dieciocho siglos, en el segundo mes del reinado del emperador Tito.

La verdad es que es enormemente fascinante. Nosotros, los modernos romanos, tenemos la ilusión de que aún continuamos diseñando nuestras ciudades y casas según el estilo de las antiguas. Pero la verdad es que los cambios, por muy sutiles que puedan haber sido de un siglo a otro, han sido enormes, y Pompeya, sepultada bajo restos volcánicos hace dieciocho siglos e intacta hasta su redescubrimiento hace tan sólo unas décadas, parece antigua de verdad.

Nuestro burbujeante griego nos muestra las casas de los hombres ricos con sus suntuosas pinturas y esculturas, los baños, el anfiteatro, el foro. Nos introduce en el pequeño y húmedo burdel, donde contemplamos vividos murales con prostitutas de contundentes muslos dando, briosas, placer a sus clientes, y Lucila se ríe en mi oído y me hace ligeramente cosquillas en la palma de la mano con la punta del dedo. Estoy dispuesto a acabar el tour allí mismo y en aquel preciso instante; pero por supuesto, no es posible. Aún nos queda mucho por ver, nos asegura nuestro implacable guía.

En el exterior del templo de Júpiter, Lucila me pregunta, toda inocencia:

—¿A qué dioses rinde culto tu pueblo? ¿A los mismos que nosotros?

—Exactamente a los mismos, sí. Júpiter, Juno, Apolo, Mitra, Cibeles, los habituales, los que tenéis aquí.

—¿No tenéis dioses paganos prehistóricos propios?

—¿Qué te imaginas que somos? ¿Salvajes?

—¡Por supuesto, querido! ¡Por supuesto! Grandes y encantadores salvajes de cabellos dorados.

Hay un brillo en su mirada. Se está burlando pero también es sincera. Sé que lo es.

Y ha tocado además un punto sensible, ya que, pese a todos nuestros aires romanos, nosotros, los britanos, no nos parecemos tanto a esta gente como nos gustaría pensar y sí es cierto que conservamos nuestras pequeñas fidelidades atávicas. No hablo de mí en particular, ya que para las necesidades religiosas que pueda tener, me basto y me sobro con Júpiter y Mercurio. Pero tengo amigos en mi tierra, amigos bastante próximos, que hacen sacrificios a Branwen, Velauno, Rhiannon y Brígida, a Ancasta y a las Matres. E incluso yo he acudido al menos una vez al ritual de Lugnasad, donde adoran a Mercurio bajo su antiguo nombre celta de Lug.

Pero todo eso es demasiado absurdo, demasiado vergonzoso; idolatrar a esos dioses rudimentarios, antiguos e inexpresivos en sus nidales de paja. No es que a mí me parezcan menos absurdos Mercurio o Mitra o cualquier otro entre las docenas de extraños dioses orientales (Baal, Marduk, Jehová y todos los demás), que tan pronto se han puesto de moda como han dejado de estarlo en Roma durante siglos. Carecen por igual de significado para mí. Y, sin embargo, hay momentos en los que siento un gran vacío en mi interior, cuando miro las estrellas y me pregunto cómo y por qué fueron hechas; y no lo sé, no tengo la más mínima idea.

No quiero hablar de estas cosas con ella. Son asuntos privados.

Pero su traviesa pregunta sobre nuestros dioses locales me ha herido. Me siento abochornado. He enrojecido de vergüenza ante mi propia condición de britano. Y tengo la impresión que éste es uno de mis rasgos (quizá el más importante) por el que le resulto atractivo.

Finalmente, abandonamos las ruinas.

Regresamos a nuestro hotel. Vamos a nuestra habitación. Nuestra suite tiene una terraza con vistas a las excavaciones, un dormitorio pintado con murales al estilo pompeyano y un baño de mármol suficientemente grande como para seis. Nos desvestimos el uno al otro con una deliberada lentitud. El cuerpo de Lucila tiene una complexión fuerte, con caderas y hombros anchos, de pechos y nalgas voluptuosos. A mí me parece un cuerpo extremadamente hermoso aunque quizá ella, para sus adentros, tema carecer de elegancia. Su piel es maravillosa, pálida como una seda espléndida, salpicada muy ligeramente de encantadoras pecas rosadas en el pecho y la parte superior de los hombros, y una singularidad que encuentro muy divertida: su vello púbico es negro como la noche, en absoluto contraste con el rojo intenso de su cabello.

Ella advierte la dirección de mi mirada.

—No me lo tino —me informa—. Es así y no sé por qué.

—¿Y esto? —pregunto, colocando suavemente mi dedo sobre el tatuaje de un pino situado en la parte interna de su muslo derecho—. ¿Una marca de nacimiento?

—Los sacerdotes de Atis me lo pusieron cuando me inicié.

—¿El dios frigio?

—Voy a su templo, sí. De vez en cuando. Normalmente en primavera.

Así que, de hecho, ha estado jugando un poco conmigo.

—¡Atis! ¡Una devota de Atis de Frigia! ¡Oh, Lucila, Lucila! Has tenido el descaro de decirme que los britanos somos unos salvajes porque algunos de nosotros rinden culto a dioses paganos, mientras que tú, todo este tiempo, llevabas la marca de Atis en tu propia piel, justo al lado de tu… tu…

—¿Mi qué… amor mío? Anda, di su nombre.

Y yo se lo digo en britano. Ella lo repite, saboreando la palabra tan ajena a sus oídos, tan bárbara.

—Y ahora, bésalo, me dice.

—Con mucho gusto —le digo. Y me arrodillo y eso hago; después la levanto con mis brazos bárbaros y la llevo al baño, la introduzco en él con delicadeza y entro yo a continuación. Nos quedamos un rato dentro el agua y después nos lavamos el uno al otro, riéndonos. A continuación, todavía húmedos, salimos de la bañera de un salto y corremos hacia la cama. Ella está esperando el salvaje ataque y yo le doy toda la barbarie que desea; unas vigorosas caricias bárbaras que la dejan, entre jadeos, farfullando palabras en obsceno romano, sin duda. Lo que ella me devuelve a cambio es la sutil y sofisticada manera romana de hacer el amor: artimañas que se remontan a la época de César, maliciosas carantoñas por el interior de los muslos y traviesos movimientos con las puntas de los dedos que me arrastran hasta el mismo borde de la locura, y aún falta para que hayamos terminado de hacer el uno con el otro lo que pronto empezaremos a hacer de nuevo. —Mi salvaje —murmura—. ¡Mi celta!


Desde Pompeya descendemos por la costa hasta Sorrento, una bonita ciudad de la costa entre naranjos y limoneros. Le decimos a nuestro chófer que nos espere allí un par de días y tomamos el ferry hasta la romántica isla de Capri, lugar de diversión de los emperadores. Lucila ha mandado un telegrama para reservar una habitación para nosotros en uno de los mejores hoteles, un lugar en lo alto de una colina llamado Punta Tragara que tiene, dice ella, una vista magnífica sobre el puerto. Ella ya ha estado antes en Capri. Me pregunto con quién y cuántas veces.

Lucila y yo nos tendemos desnudos en la terraza de nuestra habitación, sobre acolchadas pieles de cordero, disfrutando de la tibia noche otoñal. El cielo y el mar tienen el mismo tono gris azulado. Resulta difícil decir dónde se encuentra la frontera entre uno y otro. Precipicios arbolados se elevan en vertical desde el agua hasta donde estamos nosotros. Pájaros de grandes alas se lanzan en picado a través de la oscuridad. En la ciudad, por debajo, a lo lejos, empiezan a encenderse las primeras luces de la noche.

—Ni siquiera sé tu nombre —digo después de un rato.

—Lucila Junia Escévola —dice ella.

—¿Escévola? ¿Emparentada con el famoso cónsul Escévola por un casual?

Sólo hablo por hablar. Escévola, naturalmente, no es un nombre romano muy raro.

—Es mi tío Cayo —dice ella—. Le conocerás cuando vayamos a Roma. Adriana le adora y también lo harás tú.

Sus palabras despreocupadas me dejan atónito. ¿La sobrina del cónsul Escévola tendida aquí, desnuda, a mi lado?

¡Santos dioses! ¡Caramba con estas muchachas y sus tíos famosos! Tío Cayo, tío Casio.Tengo una compañía emocionante.Todo el mundo romano conoce a Cayo Junio Escévola, elegido cónsul una y otra vez. Tres mandatos, quizá cuatro. La última vez hace tan sólo un par de años. Por lo que se dice, es el segundo hombre más poderoso del reino, la gran figura fuerte que hay detrás del joven y blando emperador Magencio, sosteniéndole. «Mi tío Cayo», dice mi amiga, tan sencilla y dulcemente. Voy a tener muchas cosas que contarle a mi padre cuando regrese a Corinea.

La sobrina del cónsul Escévola se alza por encima de mí y hace oscilar sus pechos en mi cara. Beso sus rosados pezones patricios como uno de esos fieros pájaros que se lanzan en picado sobre su presa.

Con el fresco de la mañana, damos una larga caminata por una de las colinas que hay detrás de la ciudad, hasta villa Jovis, el Palacio Imperial que ha estado allí desde el tiempo de Tiberio. Éste solía hacer que arrojaran a sus enemigos desde el borde del acantilado.

Naturalmente, no podemos acercarnos mucho a él, ya que aún se utiliza y lo ocupan los miembros de la familia real cuando están de visita en Capri. No parece haber nadie en estos momentos, pero en cualquier caso, el acceso está fuertemente vigilado. Podemos verlo elevarse grandioso desde la cumbre de la colina, una mole enorme de mampostería, rodeada de intrincadas fortificaciones.

—Me pregunto cómo será por dentro —digo—. Pero supongo que nunca lo sabremos.

—Yo he estado en el interior —me dice Lucila.

—¿En serio?

—Dicen que algunas de las salas y el mobiliario se remontan a la época de Tiberio. Hay una piscina interior rodeada por los mosaicos más increíblemente obscenos, y allí es donde se supone que a él le gustaba engatusar a muchachitos y muchachitas. Pero yo creo que en su mayor parte es una imitación hecha en épocas medievales o incluso más tardías. Todo el lugar fue saqueado, ya lo sabes, cuando los bizantinos invadieron el Imperio, hace seiscientos años; y es casi seguro que se llevaron los tesoros de los primeros emperadores a Constantinopla, ¿no te parece?

—¿Cómo es que has conseguido verlo? —pregunto—. Estarías acompañando a tu tío, supongo.

—A Flavio Rufo, de hecho.

—¿Flavio Rufo?

—Flavio César. El tercer hermano del emperador Magencio. A él le encanta el sur de Italia. Viene aquí a todas horas.

—¿Contigo?

—De vez en cuando. ¡Ay, qué bobo eres! Yo tenía dieciséis años. ¡Sólo éramos amigos!

—¿Y qué edad tienes ahora?

—Veintiuno —dice—. Así pues, era seis años más joven que ahora.

—Supongo que erais amigos muy íntimos.

—¡No seas idiota, Cimbelino! — Había risa en sus ojos—.También le conocerás. Cuando estemos en Roma.

—¿A un príncipe?

—¡Por supuesto! Conocerás a todo el mundo. A los hermanos del emperador, a las hermanas del emperador, al mismo emperador, si es que está en la ciudad. Yo crecí en la corte, ¿no te das cuenta? En casa de mi tío. Mi padre murió en la guerra.

—Lo siento.

—Estuvo al mando de la legión augusta en Siria, AEgyptus, Palestina. Allí fue donde murió, en Palestina. ¿Has oído hablar del sitio de Aelia Capitolina? Allí es donde le mataron, justo en el exterior del templo de la Gran Madre, en el mismo momento en que la ciudad se nos estaba rindiendo. El se encontraba cerca de un viejo muro de piedra en ruinas que aún quedaba en pie del templo que allí había habido antes del actual y un francotirador le alcanzó. El mismo Casio Frontino pronunció la oración fúnebre.Y después de eso, mi tío Cayo me adoptó, porque también mi madre había muerto, se había suicidado el año antes. Pero ésa es una larga historia, un escándalo en la corte del viejo emperador…

La cabeza me da vueltas.

—Sea como sea, Flavio es como un hermano para mí. Ya lo verás. Vinimos aquí y pasé la noche en la villa Jovis. Vi todos los mosaicos obscenos de la piscina de Tiberio, nadé en ella…, incluso después se celebró una gigantesca fiesta, con jabalí de las montañas de la zona, montañas de fresas y plátanos y no te puedes imaginar qué cantidad de vino… oh, venga, ¡anímate, Cimbelino! No creerías que era virgen ¿verdad?

—No es eso. En absoluto.

—Entonces, ¿qué sucede?

—Es la idea de que de verdad conoces a la realeza. Aún eres tan joven y ya has vivido tantas cosas asombrosas. Y también el hecho de que el hombre con el que discutí fuera Casio Lucio Frontino, el famoso general, y que seas la sobrina de Cayo Junio Escévola, el cónsul y que hayas sido la amante del hermano del emperador, y… ¿es que no ves, Lucila, lo difícil que es todo esto para mí? ¿Lo desconcertante que es?

—¡Mi pobre y confundido bárbaro!

—Me gustaría que no me llamaras así. Aunque sea más o menos cierto.

—Mi maravilloso celta, pues. Mi guapo britano de cabellos dorados. Eso está mucho mejor, ¿verdad?


Hemos alquilado un carruaje de un solo caballo, que es el único tipo de vehículo que se permite en Capri, y nos vamos a la playa, donde pasamos la tarde bañándonos desnudos en las caudas aguas y tomando el sol sobre la orilla rocosa. Aunque no falta mucho para que venza el día y estamos a finales de año, la impecable piel de Lucila se sonrosa pronto y al llegar a la habitación ya tiene un rojo vivo.

Dos días, dos inolvidables noches en Capri. Después regresamos a Sorrento, donde nuestro auriga nos aguarda obediente en la zona de desembarco del ferry y nos vamos para Neápolis de nuevo, un trayecto de un día entero. Me disgusta separarme de ella en mi hotel, y trato de convencerla para que pase la noche allí conmigo, pero insiste en que debe regresar a la villa de Frontino.

—¿Y yo? —digo—. ¿Qué hago yo? ¿Tendré que cenar solo, tendré que irme solo a la cama?

Ella me roza ligeramente los labios con los suyos y se ríe.

—¿He dicho yo tal cosa? Naturalmente, te vas a venir conmigo a casa de Frontino. ¡Por supuesto!

—Pero él no me ha invitado a volver.

—¡Qué bobo puedes ser a veces, Cimbelino! Te invito yo.Yo soy la huésped de Adriana. Y tú eres el mío. Ve arriba, empaqueta el resto de tus cosas y di a la gente del hotel que te prepare la factura. ¡Vamos, date prisa!

Y así lo hago. En la absurdamente espléndida cuadriga de Druso Tiberio, subimos por la colina hasta la villa de Marcelo Domiciano Frontino, donde nuestro jovial anfitrión me recibe con una sincera calidez, y sin signo alguno de sorpresa, y me aloja en una magnífica suite con vistas a la bahía. El tío Casio se ha ido, como también lo han hecho los demás invitados que estaban en la fiesta, y a mí se me dispensa una acogida más que buena.

La casualidad quiere que mis habitaciones sean contiguas a las de Lucila. Esa noche, después de una fiesta de agotadores excesos en la que Druso Tiberio y su amiguito gladiador Ezio se comportan de una manera realmente vergonzosa, mientras el anciano Frontino dirige deliberadamente su atención a cualquier otra parte, oigo que llaman suavemente a mi puerta cuando me estoy preparando para ir a la cama.

—¿Sí?

—Soy yo.

—Lucila. ¡Adorados sean los dioses! ¡Entra!

Viste una túnica de seda tan transparente que casi parece que vaya desnuda. En una mano lleva un pequeño candelabro y en la otra un frasco de lo que parece ser vino. Aún está contenta de la cena, por lo que veo. Cojo el candelabro antes de que se prenda fuego, y luego el frasco.

—Podríamos invitar también a Adriana —dice ella fríamente.

—¿Estás loca?

—Yo no ¿y tú?

—¿Con vosotras dos…?

—Es mi mejor amiga. Lo compartimos todo.

—No —digo yo—. Esto no.

—Eres un provinciano, Cimbelino.

—Sí, lo soy. Y una mujer a la vez es bastante para mí.

Parece decepcionada. Me doy cuenta de que le ha prometido a Adriana entregarme a ella esta noche. Bien, ésta es la Italia imperial, donde las viejas tradiciones de libertinaje descarado están, evidentemente, muy vivas. Sin embargo, aunque me considero un romano, supongo que no soy tan romano. Adriana Frontina es extraordinariamente hermosa, sí, pero también lo es Lucila, y Lucila es todo lo que quiero ahora. Y ya está. Sencillos gustos provincianos. No tengo ninguna duda de que viviré para arrepentirme de esto, pero esta noche mi tozuda simplicidad es inquebrantable.

Lucila, decepcionada o no, demuestra tener suficiente pasión como para dos. La noche transcurre como una bruma insomne. Nos acometemos salvajemente, febrilmente. Me enseña una o dos cosas nuevas y ella misma aplaude su propia astucia erótica. No hay mujeres así en Britania. Por lo menos, ninguna que yo conozca.

Al amanecer estamos juntos en la terraza de mi dormitorio, cansados con el mejor de todos los posibles cansancios, saboreando la dulce brisa que sube de la bahía.

—¿Cuándo quieres que vayamos al norte? —me pregunta ella.

—Cuando tú quieras.

—¿Qué te parece mañana?

—¿Por qué no?

—Te advierto que es posible que te impresionen algunas cosas que veas en Roma.

—Entonces, supongo que me impresionarán.

—¿Eres muy fácilmente impresionable, verdad, Cimbelino?

—No exactamente. Sólo que algunas cosas son nuevas para mí.

Lucila se ríe entre dientes.

—No temas, te enseñaré nuestras costumbres. Todo resulta menos temible cuando te habitúas. Mi pobre y querido bárbaro…

—Sabes que te pedí que no…

—Quiero decir: mi pobrecito y querido celta —dice Lucila—. Ven conmigo a Roma, mi amor. Pero recuerda: en Roma, es preferible hacer lo que hacen los romanos. —Lo intentaré —le prometo.


Y otro carruaje se pone a nuestra disposición para el viaje. Éste es el de Ezio, que lo condujo solo hasta aquí desde Roma. Él regresará la próxima semana con Druso Tiberio e irán en uno de este último, pero de alguna manera también hay que llevar el de Ezio a la capital. De modo que lo conduciremos nosotros. No es ni con mucho tan grande como el que hemos estado usando Lucila y yo, pero es mucho más impresionante que el que se esperaría que poseyera alguien como Ezio. Sin duda es un regalo de Druso Tiberio.

Toda la gente de la casa sale a despedirnos. Marcelo Domiciano me invita a considerar su casa como la mía propia cuando me encuentre en Neápolis y yo le invito a ser huésped de mi familia en Britania. Adriana le da a Lucila algo más que un abrazo amistoso (me empiezo a hacer preguntas sobre ellas), y me besa levemente en la mejilla. Pero al darme la vuelta, alcanzo a atisbar una expresión desafiante en sus ojos que es una mezcla de ira y pesar. Sospecho que he hecho un enemigo aquí. Aunque quizá el daño pueda repararse en un momento futuro. Sería una tarea bastante agradable intentarlo.

Nuestra ruta hacia el norte es por la vía Roma y debemos bajar a la ciudad para tomarla. Como no tenemos conductor, yo seré el auriga. Lucila se sienta a mi lado en el banquillo. Nuestros caballos, un par de corceles árabes, briosos y artéticos, están bien emparejados y necesitan poca guía por mi parte. El día es templado y agradable con brisa suave. Otro día más radiante, soleado, estival, durante el octavo mes del año. Pienso en mi patria. Qué oscura y húmeda debe de estar ahora.

—¿Es que no tenéis nunca invierno aquí en Italia? —pregunto—. ¿O es que los emperadores han hecho algún pacto especial con los dioses?

—Hace bastante frío y humedad —me asegura Lucila—.Ya lo comprobarás. No tanto aquí abajo, pero sí en Roma. Allí los inviernos pueden ser horribles de verdad. Estarás todavía aquí para las Saturnales, ¿verdad?

Faltan todavía dos meses para eso.

—Aún no lo he pensado mucho. Supongo que sí.

—Entonces tú mismo verás cuánto frío puede hacer. Normalmente, me voy a algún lugar como Sicilia o AEgyptus durante los meses de invierno, pero este año me quedaré en Roma. —Se me acurruca mimosa—. Cuando lleguen las lluvias, nos daremos calor mutuamente. ¿No será bonito, Cimbelino?

—Encantador. Por otra parte, no me importaría visitar AEgyptus, ¿sabes? Podríamos ir allí juntos a finales de año. Las pirámides, los grandes templos en Menfis…

—Este invierno tengo que quedarme en Italia. En Roma o cerca de ella.

—¿Ah sí? ¿Y por qué?

—Un asunto de familia —dice ella—. Tiene que ver con mi tío. Pero no debo hablar sobre ello.

Entiendo de inmediato sus palabras.

—Va ser nombrado cónsul otra vez ¿verdad que sí?, ¿verdad que sí?

Ella se pone tensa y contiene bruscamente el aliento y yo sé que acabo de dar en el clavo.

—No debo hablar de ello —me repite tras un instante.

—Pero es eso. Tiene que ser eso. Los cónsules del nuevo año toman posesión de su cargo el primero de enero y por eso tú quieres estar presente en la ceremonia, por supuesto. ¿Cuál es esta vez? ¿El cuarto mandato? ¿El quinto quizá?

—Por favor, Cimbelino.

—Prométeme esto al menos: nos quedaremos en Roma hasta que lo haya jurado y después nos iremos a AEgyptus. A mediados de enero, ¿de acuerdo? Ya puedo vernos surcando el Nilo desde Alejandría en una barcaza para dos…

—Todavía falta mucho tiempo para eso. No puedo prometerte nada con tanta antelación. —Me pone la mano suavemente en la muñeca y la deja allí—. Pero nos divertiremos tanto como podamos, aunque llueva y haga frío, ¿verdad, amor mío?

Veo que no hay manera de enterarme de nada más. Quizá ella ya tenga todo el mes de enero organizado y sus planes no me incluyan a mí. Quizá tenga programado un viaje a África con uno de sus amigos imperiales, quizá el joven Flavio César o algún otro miembro de la familia real. Los celos irracionales me traspasan momentáneamente el alma, y después me saco de la cabeza cualquier idea sobre enero. Estamos en octubre y la gloriosamente bella Lucila Junia Escevola compartirá la cama conmigo esta noche, y así uno y otro día, por lo menos hasta las Saturnales, si así lo deseo.Y está claro que lo deseo y eso debería ser todo lo que ahora me importase.

Estamos pasando junto a los grandes hoteles de vía Roma, sus fachadas resplandecientes brillan con el sol de la mañana y, a continuación, iniciamos el ascenso para salir de la ciudad, adentrándonos en la alta periferia, una sucesión de villas menores por aquí y por allá, una colina aislada con algunas propiedades venerables de la familia imperial extendiéndose alrededor de su cima. Al cabo de un rato, descendemos por la otra parte de las montañas, hacia el llano abierto que allí se explaya, atravesando las fértiles llanuras de la Campania Félix hacia la capital, lejos, en el distante norte.

Pasamos la primera noche en Capua, donde Lucila quiere que visite los frescos del Mithraeum. Trato de hacer uso de mi carta de crédito para pagar la factura del hotel, pero descubro que no hay cargo alguno por nuestra suite: el nombre mágico de Escévola obra milagros. Los frescos son exquisitos: el dios matando a un toro blanco con una serpiente bajo sus pies. También hay un enorme anfiteatro (aquél desde el que Espartaco alentó la revuelta de los gladiadores), pero Lucila me cuenta, para mi embobamiento provinciano, que el de Roma es, de lejos, mucho más impresionante. Nos llevan la cena a nuestra habitación: pechuga de faisán acompañada de un vino fuerte y almizclado. Después de eso, nos damos un largo baño y nos adentramos en la algarabía nocturna de las pasiones. Creo que puedo soportar este tipo de vida hasta finales de año e incluso un poco más.

Ya por la mañana, continuamos avanzando hacia el norte y hacia el oeste por la vía Roma que ahora se ha convertido en la vía Apia, la antigua ruta militar por la que marcharon los romanos cuando se dirigieron a conquistar a sus vecinos en el sur de Italia. Es una campiña agrícola llena de sosiego, interrumpida por aquí y por allá por las oscuras y ciclópeas ruinas de ciudades muertas que se remontan a épocas prerromanas y por ciudades más recientes en lo alto de algunas colinas, aunque ellas mismas tengan ya mil años o más de antigüedad. Siento aquí el tremendo peso de la Historia.

Lucila hace más llevaderas las largas y soñolientas horas del viaje con su chachara acerca de sus innumerables amigos patricios en la capital, Claudio, Trajano, Alejandro, Marco Aureliano y Valeriano y algunas docenas más, casi todos ellos varones, aunque también deja caer algunos nombres femeninos, entre ellos, Domitila, Severina, Julia, Paulina, Tranquilina. Damas y caballeros de alcurnia, supongo. Aderezado todo ello con cotilleos y referencias desenfadadas a los miembros de la familia imperial a los que parece conocer muy bien, amigos próximos de hecho, no sólo el joven emperador, sino sus cuatro hermanos y tres hermanas y toda una colección de primos imperiales y parientes más lejanos.

Advierto con más claridad que nunca qué grupo tan vasto es la familia de nuestros cesares, cuántos ociosos príncipes y princesas, cada uno de ellos con su respectivo gran despliegue de palacios, criados, amantes y moscones. No se trata de una única familia sino del racimo regio que está aposentado en lo alto de nuestro mundo. Hemos tenido innumerables dinastías que han ocupado el trono durante los nueve siglos del Imperio. La mayoría de ellas se han extinguido hace tiempo pero hay muchas otras de los últimos quinientos años que todavía sobreviven, al menos en alguna línea colateral, completamente desvinculadas unas de otras pero todas ellas, sin embargo, llevando el gran nombre de César y, por supuesto, todas ellas reivindicando su parte del tesoro público. Una dinastía puede destronarse, pero de alguna forma, los sobrinos nietos de los sobrinos nietos… o lo que sea, de alguien cuyo hermano fue emperador hace mucho tiempo, según parece aún pueden tener derecho a reclamar una pensión de los fondos públicos a lo largo de todas las épocas siguientes.

Parece claro por la manera en que habla Lucila que ha sido la amante de Flavio César y, muy probablemente también, de su hermano mayor, Camilo César, quien está en posesión del título de príncipe de Constantinopla, aunque vive en Roma. También habla muy bien de cierto conde romano que tiene el gran nombre de Nerón Rómulo Claudio Paladio. Su voz adquiere un tono especial cuando me habla de él; y yo sé que es el que tienen las mujeres cuando hablan de alguien con quien han hecho el amor.

Celos hacia hombres a los que no conozco brotan en mi interior. ¿Cómo puede haber hecho tantas cosas si tan sólo tiene veintiún años? Trato de controlar mis sentimientos. Estoy en Roma. Aquí no existe la moralidad, al menos tal como yo la entiendo. De hecho, he de esforzarme en comportarme como los romanos.

Aunque trato de reprimirme, me dispongo a preguntarle algo de ese tal Nerón Rómulo Claudio Paladio, pero ya ha cambiado de tema y ahora me está hablando de una hermana del emperador a quien Lucila está segura que acabaré adorando. Se llama Severina Floriana.

—Fuimos a la escuela juntas. Es mi amiga del alma, junto a Adriana. Es preciosa como no hay otra: morena, sensual, con un aspecto casi oriental. Podrías pensar que es árabe. Y no te equivocarías, porque su abuela por parte de madre procede de Siria. Una bailarina en su momento, según cuentan algunos…

Y así más y más… Me pregunto si también me ofrecerá a Severina Floriana.

Estamos ya en nuestro tercer día de viaje. A medida que la vía Apia se aproxima a la capital, empezamos a encontrarnos mausoleos imperiales flanqueando la carretera a ambos lados. Lucila parece conocerlos todos y me hace de guía.

—Ésa es la tumba de Flavio Rómulo, la grande a la izquierda… y aquella otra es la de Claudio IX… y allí está la de Cayo Marzo…, ésa es la de Cecilia Métela, que vivió en la época de César Augusto…, Tito Galio…, Constantino V…, las de Lucio y Arcadio Agripa…, Heraclio III…, Cayo Pablo…, Marco Anastasio…

El peso de la antigüedad cae sobre mí con más fuerza que nunca.

—¿Y dónde están las de los primeros? —pregunto—. Augusto… Tiberio… Claudio…

—Podrás ver la tumba de Augusto en la ciudad. ¿Tiberio? Nadie parece saber dónde está enterrado. Hay muchos en la tumba de Adriano, mirando el río, quizá diez, Antonino Pío, Marco Aurelio, allí hay toda una multitud de emperadores muertos. Y el mismo Julio César tiene una gran tumba justo en medio del Foro, aunque los arqueólogos afirman que no es realmente la suya, sino que fue construida seiscientos años después. ¡Oh, mira, Cimbelino! ¿No ves allí? ¿Las murallas de la ciudad justo delante de nosotros! ¡Roma! ¡Roma!


Y así es, la ciudad de Roma, la madre de todas las ciudades, la capital del mundo, la metrópolis imperial, con sus murallas revestidas de mármol blanco, construidas y reconstruidas tantas veces, se alza súbitamente delante de mí. ¡Roma! El muchacho del país lejano se sobrecoge con humildad ante toda su grandeza. Un escalofrío de asombro me atraviesa con una intensidad tal que acabo transmitiéndoselo por las riendas a los caballos, uno de los cuales echa la vista atrás en lo que yo imagino una mezcla de desdén y desconcierto.

La ciudad de Roma es como un palimpsesto, un pergamino que ha sido escrito, borrado y rescrito una y otra vez y otra más y todos los viejos textos asoman entre el nuevo. Dos mil años de historia asaltan de golpe la mirada deslumbrada del recién llegado. Nada se derriba nunca aquí, excepto ocasionalmente, para construir alguna otra cosa aún más grande en su lugar. Por aquí y por allá, de vez en cuando, aún se pueden ver los últimos y pintorescos restos de la Roma de la República, la primera República, supongo que debería decir actualmente… empezando por la Roma de mármol de César Augusto la primera de todas y, después, las Romas de los cesares posteriores, la Roma de Adriano, la Roma de Septimio Severo y la Roma de Flavio Rómulo, que vivió y gobernó mil años después de Severo, y la del famoso emperador en todo el mundo Trajano VII, erigida sobre todo el resto durante los gloriosos años que siguieron a la reunificación flaviana de los imperios Occidental y Oriental. Todas estas Romas están amalgamadas en el centro histórico de la ciudad.Y después, en un espantoso círculo que las rodea a todas, se yerguen los descomunales y horrorosos edificios de los tiempos modernos, los deprimentes edificios administrativos y de viviendas de la Roma de nuestros días.

Pero incluso estos edificios, feos como son, son feos a la manera formidablemente grandiosa de Roma. En Roma todo es grande: es excelsa en todo, incluso en la fealdad.

Lucila me va guiando, señalándome uno por uno los lugares más famosos cuando pasamos a su lado: las Termas de Caracalla, el Circo Máximo, el templo del Divino Claudio, la torre de Emilio Magno, incluso el pesado y desproporcionado Arco del Triunfo que el emperador bizantino Andrónico hizo construir en el año 1952 para conmemorar la efímera victoria griega en la Guerra Civil y que los romanos han respetado como un visible recordatorio para todos de una gran derrota en su historia. Pero justo en el extremo opuesto de la avenida, se encuentra también el Arco de Flavio Rómulo, cinco veces más grande que el de Andrónico, para celebrar la derrota final de los griegos después de dos siglos de dominación imperial.

El tráfico es pasmoso y caótico. Hay carruajes por todas partes, tranvías tirados por caballos, bicicletas, y algo que Lucila dice que es muy novedoso: pequeños trenes accionados por vapor que se desplazan libremente sobre ruedas en lugar de raíles. No parece que existan reglas. Cada vehículo va donde le place, nadie hace ninguna señal, cada conductor trata de intimidar a los que le rodean con gesticulaciones y maldiciones. Al principio tengo problemas con esto, no porque me amilane con facilidad, sino porque a los britanos nos han educado para ser corteses los unos con los otros en la carretera; pero rápidamente comprendo que no me queda más elección que comportarme como lo hacen ellos. «Allá donde fueres…», la vieja máxima debe aplicarse a todos los aspectos de la vida en la capital.

—Por aquí a la izquierda. Ahora a la derecha. ¿Ves allí el Coliseo? ¿A que es más grande de lo que pensabas, eh? ¡Gira a la derecha! ¡A la derecha! Allí está el Foro y el Capitolio sobre aquella colina. Pero nosotros queremos ir en sentido opuesto, hacia el Palatino… es aquella colina de allí arriba ¿la ves? La que está cubierta de palacios.

Sí. Enormes residencias imperiales. Dos veintenas de ellas o incluso más, la una junto a la otra, sin orden ni concierto. Montañas enteras de mármol debían de haber sido arrasadas para construir aquel incomprensible laberinto de esplendor.

Y nosotros nos dirigimos justo hacia allí. La entrada al Palatino se halla bien vigilada, hay patrullas de pretorianos por todas partes, pero parecen conocer a Lucila de vista y nos hacen señas para que sigamos. Ella trata de explicarme de quién es cada palacio, pero todo es un confuso revoltijo, ni siquiera ella está totalmente segura. Por debajo de los que vemos, me dice, están los palacios originales de los primeros días imperiales, los de Augusto, Tiberio, los Flavios, aunque, por supuesto, todos los emperadores desde entonces han querido hacer sus propias aportaciones y mejoras. El resultado ha sido que la colina entera ha quedado convertida en un mosaico de magnificencia y grandiosidad imperiales de veinte estilos diferentes, incluidas algunas estructuras muy extrañas, orientales y seudobizantinas, incorporadas a la mezcla durante el siglo vigésimo cuarto por algunos de los monarcas más raros de la Decadencia. Torres, arcadas, pabellones, glorietas, columnatas, cúpulas, basílicas, fuentes y singulares y pronunciadas bóvedas sobresaliendo por todas partes.

—¿Y el emperador? ¿Dónde vive exactamente?

Lucila hace un gesto distraído con la mano señalando el centro del batiburrillo.

—Ah, él se traslada mucho, ya sabes. Nunca se queda en el mismo lugar dos noches seguidas.

—¿Cómo es eso? ¿Tan inquieto es?

—En absoluto. Actinio Varro es el responsable.

—¿Quién?

—Varro. El Prefecto pretoriano. Está muy preocupado con los complots de asesinato.

Me río.

—Pero cuando se asesina a un emperador, ¿no es precisamente su prefecto pretoriano quien lo hace?

—Normalmente, sí. Pero el emperador siempre piensa que su prefecto es el más leal de todos, justo hasta que le hunde el cuchillo en el vientre. No es que nadie quiera asesinar a un estúpido lechuguino como nuestro Magencio —añade ella.

—Si él es un incompetente como dice todo el mundo, ¿no sería ésa una buena razón para eliminarlo?

—¿Cómo? ¿Y convertir a uno de sus incluso más inútiles hermanos en emperador? Oh, no, Cimbelino. Los conozco a todos y, créeme, Magencio es el mejor del lote. Le deseo larga vida.

—Pues larga vida al emperador Magencio —digo yo a modo de coro, y ambos nos reímos a gusto.

El palacio concreto hacia el que nos dirigimos es uno de los más nuevos de la colina: un ornamentado pabellón de invitados con numerosas alas, adornado con mosaicos deslumbrantes, con brillantes y exuberantes manchas de amarillos estridentes y rojos desbordantes. Fue erigido hace unos cincuenta años, me dice ella, a principios del reino del lunático emperador Demetrio, el último cesar de la Decadencia. Lucila tiene un pequeño apartamento en él, cortesía de su buen amigo el príncipe Flavio Rufo. Según parece, son muchos los miembros no reales pertenecientes a la élite romana imperial que viven aquí, en el Palatino. A todos les resulta mucho más cómodo, habida cuenta de cómo está el tráfico en Roma y de las numerosas fiestas que se celebran.

El inicio de mi estancia en la capital es nuevamente como el de Neápolis. He de asistir a una recepción relumbrante en mi primera noche. El anfitrión, me dice Lucila, no es otro que el famoso conde Nerón Rómulo Claudio Paladio, que se muere de ganas de conocerme.

—¿Y quién es él exactamente? —pregunto.

—El hermano de su abuelo era el conde Valeriano Apolinar, ¿sabes quién era?

No hace falta haber ido a Cantabrigia para reconocer el nombre del arquitecto del Imperio moderno, el gran cónsul de la primera Guerra de Reunificación que ejerció cinco mandatos y sacó al crispado y desmembrado Imperio de la lamentable era conocida como la Decadencia. Fue él quien puso fin a las insurrecciones en las provincias, que habían convulsionado el Imperio durante el conflictivo siglo vigésimo cuarto. Fue Apolinar quien (actuando en nombre de Laureólo, como un cesar extraoficial detrás del verdadero), había instaurado el Reinado del Terror, una época de brutal disciplina que, para bien o para mal, había devuelto al Imperio cierto parecido con la grandeza que había conocido en el pasado, en las épocas de Flavio Rómulo y el séptimo Trajano. Finalmente, murió en el mismo Terror junto a tantos otros.

No sé nada de este sobrino-nieto suyo, este Nerón Rómulo Claudio Paladio, excepto lo que Lucila me ha contado de él. Pero solamente por la manera en que pronuncia su nombre, siempre su nombre completo, da a entender que ha seguido el sendero de su antepasado; que él también es un hombre de gran poder en el reino.

Y efectivamente, cuando Lucila y yo llegamos al palacio del conde Nerón Rómulo, en la colina Palatina, me resulta obvio que mi suposición es correcta.

El palacio en sí es relativamente modesto, un precioso edificio pequeño en la ladera inferior de la colina, cerca del Foro y que, según se me informa, data de la época del Renacimiento y se construyó originalmente para una de las amantes deTrajanoVII. De la misma manera que el conde Nerón Rómulo nunca se ha molestado en alcanzar el consulado o alguno de los otros altos puestos del reino, tampoco ha necesitado un gran edificio para proclamar su importancia. Sin embargo, la lista de invitados de su fiesta lo dice todo.

Está el cónsul actual, Aulo Galerio Basanio. También dos de los hermanos del emperador y una de sus hermanas, así como el tío de Lucila, el distinguido y celebrado Cayo Junio Escevola, según opinión general, el hombre más poderoso del Imperio junto al mismo emperador Magencio. Muchos creen que más poderoso que el emperador.

Primero Lucila me presenta a Escevola.

—Mi amigo Cimbelino Vetruvio Escapulano, de Britania —dice ella con gran prosopopeya—. Nos conocimos en casa de Marcelo Domiciano y desde entonces hemos sido inseparables. ¿No te parece un hombre espléndido, tío Cayo?

¿Qué es lo que uno puede decir cuando no es más que un ingenuo y tosco provinciano durante su primera noche en la capital y, de repente, se encuentra en presencia del subdito más poderoso del Imperio?

Pero consigo no tartamudear, ni tambalearme ni soltar ninguna inconveniencia. De hecho, con razonable soltura, le digo:

—Nunca podía haber imaginado cuando salí de Britania para visitar la patria del Imperio, cónsul Escevola, ¡que tendría el honor de conocer al mismísimo padre de la patria!

Ante lo cual, él sonríe afablemente y dice:

—Creo que me sitúas demasiado alto, amigo mío. Es el emperador quien es el padre de la patria, como sabes. Lo dice aquí mismo. —Y entonces se saca un radiante nuevo sestercio de su monedero y lo alza para que pueda apreciar las inscripciones en el canto, la críptica cadena de títulos imperiales abreviados que todas las monedas han llevado desde tiempos inmemoriales—. ¿Lo ves? —me dice señalando las letras del borde de la moneda, justo por encima de las cejas de César Magencio—. P. P. significa «Pater patriae», ahí está. Él, no yo. El padre del país. —A continuación, con un guiño que palia su reprimenda, que es en parte lo que ha sido, me dice—: Pero aprecio los elogios como todo el mundo, quizá incluso un poco más. Así que gracias, joven. No te supondrá Lucila muchos problemas, ¿verdad?

No estoy seguro de lo que quiere decir. Quizá nada.

—Apenas —contesto yo.

Me doy cuenta de que tengo clavados los ojos en él. Escévola es un individuo adusto y enjuto de altura media, de unos cincuenta años, calvo, con las delgadas hebras de cabello que le quedan (rojo, como el de Lucila) bien estiradas a lo largo de todo su cráneo. Tiene unos pómulos pronunciados, su nariz es afilada y la barbilla, marcada y recia. Los ojos son muy pálidos, de un azul gris glacial, el azul de un zafiro de tono lechoso. Se parece asombrosamente a Julio César, el famoso retrato que aparece en el sello de correos de diez denarios: la misma expresión de determinación absolutamente irrefrenable que brota de los infinitos recursos del poder interior.

Me hace algunas preguntas sobre mis viajes y sobre mi patria, escucha con aparente interés mis respuestas, me desea que me vaya bien y me despide con desenvoltura.

Las rodillas me tiemblan. Tengo la garganta seca.

Ahora debo conocer a mi anfitrión, el conde, y tampoco él es plato fácil. Nerón Rómulo Claudio Paladio es exactamente tan imponente como yo esperaba: un individuo de aspecto radiante y engolado de unos cuarenta años, alto para ser romano, y de complexión recia, con una barba espesa e impecablemente cuidada; su piel es intensamente morena, los ojos son oscuros y penetrantes. Irradia un aura de riqueza, poder, seguridad en sí mismo y (incluso yo soy capaz de detectarlo), una sensualidad casi irresistible.

—Cimbelino —dice inmediatamente—. Un gran nombre, un nombre romántico, el nombre de un rey. Bienvenido a mi casa, Cimbelino de Britania. —Su voz retumba. Es la de un bajo, perfectamente modulada, la voz de un actor, la de un cantante de ópera—. Esperamos verte aquí a menudo durante tu estancia en Roma.

Lucila, a su lado, le contempla con la máxima veneración. Eso debería desencadenar mis celos, pero he de confesar que hasta yo siento por él el mismo sobrecogimiento, y a duras penas puedo reprocharle a ella que se halle bajo su hechizo.

Él apoya ligeramente la mano sobre mi hombro.

—Ven. Tienes que conocer a algunos amigos míos. —Y me conduce por el salón. Me presenta al cónsul, Galerio Basanio, que es más joven y va vestido con más frivolidad de la que yo habría pensado que un cónsul se permitiría. También a algunos actores que parecen esperar que yo sepa sus nombres, pero no es asi, y he de disimularlo un poco; a un gladiador que sí reconozco (¿y quién no, considerando que se trata del celebrado Marco Sempronio Diodoro, Marco «el matador de leones»?); y, después, a algunas llamativas damas con las que coqueteo un poco, como corresponde, aunque Lucila posee más belleza sólo en su codo izquierdo que cualquiera de ellas en todo su cuerpo.

Pasamos ahora por un atrio donde un malabarista está actuando y continuamos hasta una segunda sala, tan abarrotada como la primera, donde la conversación general tiene un extraño tono agudo y todos adoptan posturas afectadas. Tras unos instantes comprendo la razón.

Ahí hay personajes regios. Todo el mundo exhibe sus mejores maneras cortesanas.

Dos príncipes reales, nada menos. Lucila me presenta a ambos.

El primero es Camilo César, el príncipe de Constantinopla, el mayor de los cuatro hermanos del emperador. Es rechoncho, de aspecto holgazán, con la piel grasa y una manera lánguida, mustia, de mantenerse erguido. Si Cayo Junio Escévola es un Julio César, este hombre es un Nerón. Pero a pesar de su muelle carnosidad, puedo apreciar algunos de los rasgos característicos que distinguen a la familia real: la nariz afilada, frágil e imperiosa, la heroica barbilla y, sobre todo, los ojos fríos, azules como hielo ártico, medio escondidos detrás de unos anteojos de lechuza. Es como si el rostro adusto del viejo emperador Laureólo se hubiera incrustado de alguna manera en la mole rolliza del gandul de su nieto.

Camilo está demasiado borracho, incluso a horas tan tempranas de la noche, para decirme muchas cosas. Me hace un descuidado gesto con su mano rechoncha y pierde inmediatamente todo interés en mí. Seguimos hasta encontrarnos con el mayor de los personajes reales, Flavio Rufo César. Me preparo para encontrarme con alguien que no va a gustarme, consciente de que ha tenido el privilegio de ser el amante de Lucila cuando ella tan sólo tenía dieciséis años, pero lo cierto es que es un hombre encantador, afable y muy seductor. Tiene aproximadamente unos veinticinco años, supongo. Posee también el rostro de la familia, pero es delgado, de aspecto ágil, de mirada rápida y, probablemente, también vivo de ingenio. Como lo que he oído de su hermano Magencio es que no es más que un bufón disoluto, se me ocurre que es una pena que el trono no haya recaído en Flavio Rufo en lugar del otro cuando su anciano abuelo salió de escena con los pies por delante. Pero es el mayor quien tiene el derecho de sucesión, según la vieja ley. Habiendo muerto el príncipe Floro tres años antes que su padre, Laureólo, el trono había ido a parar al hijo mayor de Floro, Magencio. El mundo podía haber sido muy distinto si eso no hubiera ocurrido. O quizá estoy sobrestimando al joven príncipe. ¿No fue Lucila quien me dijo que Magencio era el mejor del lote?

Flavio Rufo (que sabe perfectamente que soy el nuevo pasatiempo de Lucila, lo que parece no importarle en absoluto), me ruega que le visite a finales de año en la gran villa imperial, en Tibur, a un día de viaje en las afueras de Roma, donde celebrará las Saturnales con algunos centenares de amigos íntimos.

—Ah, y tráete también a la pelirroja —me dice jovialmente Flavio Rufo—. ¿No te la olvidarás, verdad?

A ella le lanza un beso al aire, a mí me da un amistoso manotazo en la palma de la mano y regresa a la adulación de su séquito. Me encanta y alivia que nuestro encuentro haya ido tan bien.

Sin embargo, Lucila se ha reservado lo mejor de la familia para el final.

Su amiga más querida de la infancia, su compañera de escuela, su pariente honoraria: la princesa Severina Floriana, la hermana del emperador. Ante su presencia, lo único que deseo hacer es arrojarme al suelo de inmediato en señal de devoción extrema; tan insoportable es su belleza.

Tal como me había dicho Lucila, es morena, muy oscura, exótica. No hay trazas de los rasgos familiares en ella. Sus ojos son negro brillante. Su nariz es graciosa y respingona, su barbilla está elegantemente redondeada y, en seguida, se aprecia que no puede ser hermana de padre y madre del emperador. Ella debe de ser hija de alguna esposa secundaria del padre de Magencio. Los miembros de la realeza sólo pueden tener una sola esposa a la vez, como todos nosotros, pero es bien sabido que a menudo intercambian una esposa por otra y, en ocasiones, recuperan más tarde la primera y ¡a ver quién se atreve a decirles algo! Si la madre de Severina se parecía en algo a ésta, puedo entender por qué al difunto príncipe Floro le tentó estar con ella.

Mi discurso ha sido bastante insustancial cuando he hablado con Junio Escévola y Nerón Rómulo Claudio Paladio pero, ante Severina Floriana, no puedo articular palabra. Lucila y ella llevan todo el peso de la conversación y yo me quedo a un lado, como un bulto incómodo, en silencio; como un cabestro que a Lucila se le hubiera ocurrido traerse a la fiesta. Charlan sobre la élite social de Neápolis, de Adriana, de Druso Tiberio, de un montón de gente cuyos nombres no me dicen nada, también hablan de mí, pero lo hacen en el romano trepidante de la capital, tan salpicado de argot y pronunciaciones que no me son familiares, que apenas puedo entender nada. Una y otra vez, Severina Floriana dirige su mirada hacia mí, quizá evaluándome, quizá sólo por curiosidad hacia la nueva adquisición de Lucila. No puedo decir por qué. Yo trato de indicarle con los ojos que me gustaría tener la oportunidad de conocerla mejor, pero la situación es muy complicada y sé que estoy siendo imprudente… ¡Cómo me atrevo siquiera a pensar en un romance con una princesa real! ¡Y qué temerario, además, provocar la furia de Lucila Escevola haciéndole insinuaciones a su mejor amiga justo en sus propias narices!

En cualquier caso, no obtengo respuesta alguna de Severina a mis desafiantes miradas.

Finalmente, Lucila me lleva con ella de regreso a la otra sala. Me siento paralizado.

—Ya veo que te ha dejado hipnotizado —me dice Lucila—. ¿O no?

Balbuceo alguna cosa.

—Oh, puedes enamorarte de ella si quieres —me dice con displicencia—. ¡No me importa, tonto! Todo el mundo se enamora de ella. ¿Por qué ibas a ser tú la excepción? Es asombrosamente hermosa, lo sé. Yo misma me la llevaría a la cama, si me interesaran un poco más ese tipo de cosas.

—Lucila… yo…

—¡Esto es Roma, Cimbelino! ¡Deja de actuar como un simplón!

—Estoy aquí contigo. Tú eres la mujer a la que acompaño. Estoy absolutamente loco por ti.

—Claro que lo estás. Pero ahora te vas a obsesionar un tiempo con Severina Floriana. No es sorprendente en lo más mínimo. Tú no creo que le hayas causado una primera gran impresión, sospecho, quedándote allí como un pasmarote, sin decir una sola palabra. De todas formas, ella nunca se pregunta lo que un hombre tiene en la cabeza si tiene un cuerpo lo suficientemente bonito. Así que creo que le has interesado. Tendrás una oportunidad durante las Saturnales, te lo prometo. —Y me lanza una mirada de alegre maldad que hace que mi cabeza dé vueltas ante la desvergüenza de todo el asunto.

¡Roma! ¡Roma! No hay lugar en la Tierra como Roma.

Me juro en silencio que algún día, pronto, tendré a Severina Floriana entre mis brazos. Sin embargo es un juramento que no estaba destinado a cumplirse. Ahora que está muerta, pienso en ella a menudo con la mayor de las tristezas; rememorando su exótica belleza en mi mente e imaginándome que la acaricio, de la misma manera que podría imaginar que visito el palacio de la Emperatriz de la Luna.

Lucila me da un ligero empujón hacia el medio de la fiesta y voy solo, tambaleándome, de un grupo a otro, simulando una confianza en mí mismo y una sofisticación de la que, ciertamente, carezco en estos momentos.

Allí está Nerón Rómulo en la esquina, conversando plácidamente con Cayo Junio Escévola. Ellos son los verdaderos monarcas de Roma, los hombres que detentan el auténtico poder imperial. Pero de qué manera se lo reparten entre ellos es algo que no puedo barruntar ni de lejos.

Allá va el cónsul Basanio, sonriendo y pavoneándose entre dos actores muy maquillados. ¿Qué estará tratando de hacer? ¿Evocar los antiguos tiempos de Nerón y Calígula?

El gladiador Diodoro acaricia a tres o cuatro muchachas al mismo tiempo.

Un hombre, que hasta entonces me había pasado desapercibido, de unos sesenta o setenta años incluso, con la cara chupada y la piel del color de las nueces está rodeado de gente cerca de la fuente. Sus ropas, sus joyas, su porte, su mirada penetrante, todo en él le proclamaba como un hombre de peso.

—¿Quién es? —le pregunto a un joven que pasa, y recibo una mirada de hiriente desdén. Con un tono que indica su asombro ante mi ignorancia, me contesta que es Leontes Ático, un nombre que no me dice nada, de manera que he de hacerle una segunda pregunta; mi informante me comunica, con una actitud si cabe más despectiva, que Leontes Ático es, sencillamente, el hombre más rico del Imperio. Ese griego de mirada fiera y aspecto agostado es un magnate del transporte que controla más de la mitad del comercio marítimo con Nova Roma. El se embolsa su abultado porcentaje de la mayoría de los ricos cargamentos que nos llegan del salvaje y extraño Nuevo Mundo, al otro lado del mar.

Y así van apareciendo más y más invitados todo el rato. Una reunión deslumbrante de los prohombres de la capital abarrota el salón. Son poderosos, ricos, o jóvenes. Y, si es posible, las tres cosas a un tiempo.

Esta noche, el fuego está a punto de prenderse. Sólo hace falta acercar una tea. Pronto ocurrirá. Pero ¿quién podía saber eso entonces? Yo no, yo no. Está claro que yo no.

Lucila se pasa lo que me parece casi una hora conversando con el conde Nerón Rómulo, para gran disgusto mío. Una fluida intimidad en la forma en que ambos se hablan me indica cosas que no deseo saber. Temo que esté invitándola a pasar con él la noche aquí una vez se haya acabado la fiesta. Pero estoy equivocado. Al final, Lucila regresa a mi lado y no me abandona durante el resto de la velada.

Cenamos aromáticas exquisiteces desconocidas para mí. Bebemos vinos de colores extraordinarios y extraños y acusados sabores. Hay baile. Y una actuación teatral con mimos, malabaristas y contorsionistas. Algunos de los invitados más jóvenes se quitan la ropa sin ninguna vergüenza y se zambullen alocadamente en la piscina del palacio. Veo parejas que se escabullen por el jardín y alguna que otra entregándose a los abrazos a la vista de todos.

—Ven —me dice Lucila por fin—. Estoy empezando a aburrirme con todo esto. Vamonos a casa y divirtámonos tú y yo en privado, Cimbelino.

Casi está amaneciendo cuando llegamos a su apartamento. Hacemos el amor hasta el mediodía y después nos vence un sueño profundo del que no despertamos hasta bien entrada la tarde, de manera que ya está oscuro cuando nos levantamos.


Y así, una semana tras otra, llega para mí el otoño en Roma; la estación del placer. Lucila y yo vamos a todas partes juntos: a la ópera, al teatro, a las competiciones de gladiadores. Somos bien recibidos en los mejores restaurantes y nos ofrecen las mejores mesas. Lucila me lleva de recorrido monumental por la capital: el Senado, los famosos templos, las antiguas tumbas imperiales. Es una época de vértigo para mí, una época que va mucho más allá de mis más desenfrenadas fantasías.

De vez en cuando, veo fugazmente a Severina Floriana en algún restaurante o me la encuentro en una fiesta. Lucila se marcha entonces discretamente para darnos una oportunidad de hablar el uno con el otro y, en un par de esas ocasiones, Severina y yo mantenemos conversaciones que parecen conducir a alguna parte. Siente curiosidad por mi vida en Britania, quiere conocer mi opinión sobre Roma, me cuenta pequeños chismes sobre la gente que hay en la otra punta de la sala.

Su cobriza hermosura me deja atónito. Los britanos, rubios como somos, muy raramente vemos mujeres de esta clase. Ella es una criatura de otro mundo. Reflejos azules en sus ojos negro azabache, ojos misteriosos como lagos de noche, la piel de una tonalidad intensa, todo lo contrario que la de mi pueblo; no se trata simplemente del tono oliváceo que tienen muchos ciudadanos del mundo romano oriental, sino de otro más oscuro, más suntuoso, con un brillo y una textura satinados. También su voz es hechizadora, grave pero sin la más leve aspereza, un sonido dulce, ondulado, musical y espléndidamente controlado.

Ella sabe que la deseo. Pero, aviesamente, mantiene nuestros encuentros más allá de la zona donde tales cosas pueden comunicarse, a escasa distancia de donde se sueltan de sopetón. No obstante, de alguna forma, yo empiezo a confiar en que tarde o temprano seremos amantes. Lo que quizá hubiera ocurrido de haber habido tiempo suficiente.

En dos ocasiones también veo a su hermano el emperador.

Una vez, en la ópera, en su palco. Va formalmente vestido con el atuendo tradicional imperial, la toga púrpura. Él agradece el saludo del público con una sonrisa y un negligente movimiento de la mano. Después, una semana o dos más tarde, en una de las fiestas de la colina Palatina, esta vez vestido moderna e informalmente, con una simple tira de púrpura a lo largo del chaleco para indicar su alto rango.

Más de cerca, soy capaz de entender por qué la gente habla tan despectivamente de él. Aunque posee el porte y los rasgos imperiales, la mirada autoritaria, la nariz, la barbilla y todo lo demás, hay algo en la sonrisa ansiosa y vacilante de César Magencio que niega todas sus pretensiones imperiales. Se podrá llamar César, se podrá llamar Augusto, e incluso el Pater Patriae, el Pontífice Máximo y todo lo demás, pero al mirarlo, descubro, para mi sorpresa y consternación, que su sonrisa es anodina y que no es capaz de devolver la mirada de un modo firme y seguro. Nunca debería haber accedido al trono. Su hermano Flavio Rufo habría sido mucho más regio.

Aun así, me he encontrado con el emperador. Y no todos los britanos pueden decir lo mismo; y van a ser menos los que puedan decirlo a partir de ahora.

Envío algún telegrama a casa de vez en cuando. «Un tiempo increíblemente bueno. Podría quedarme aquí para siempre aunque es probable que no lo haga.» No doy detalles. En un telegrama no se puede decir que estás viviendo en un pequeño palacio a tiro de piedra de la residencia oficial del emperador, ni que duermes con la sobrina de Cayo Junio Escévola y asistes a fiestas con gente cuyos nombres se conocen a todo lo largo y ancho del Imperio y, para rematar el tema, que te codeas con su majestad imperial de vez en cuando.

El año se acerca ya a su fin. El tiempo ha cambiado, justo como lo anunció Lucila. Los días son más oscuros y, naturalmente, más cortos. El aire es fresco, llueve con frecuencia. No he traído mucha ropa de invierno y el hermano menor de Lucila, un tipo apuesto llamado Aquila, me lleva a su sastre para vestirme para la nueva estación. La última moda romana me resulta extraña, incluso tosca, pero ¿qué sé yo de moda romana? Me fío de las alabanzas que Aquila hace de mi nueva indumentaria, así como también de las de Lucila, y espero que no me estén tomando el pelo lisa y llanamente.

La invitación que Flavio Rufo nos hizo a Lucila y a mí, aquella primera noche en que lo conocí, de celebrar las Saturnales en la villa imperial deTibur, descubro que fue auténtica. Cuando llega diciembre, yo ya la he olvidado, pero no así Lucila, y una noche me dice que salimos para Praeneste por la mañana. Se trata de un lugar no lejos de Roma, donde en épocas antiguas y medievales, una sibila profetizaba en la Cueva del Destino, hasta que Trajano VII puso fin a ese privilegio. Nos quedaremos allí durante una semana más o menos, en la finca de un mercader hispano enormemente rico llamado Escipión Lúculo, y después continuaremos hasta el vecino Tibur para la semana de las Saturnales.

La finca en la campiña de Escipión Lúculo, incluso en estos días deprimentes de principios de invierno, tiene un aspecto grandioso más allá de mi comprensión. Los salones de mármol, las piletas y fuentes, los delicados pabellones exteriores, las jaulas para los animales, en las que hay leones, cebras y jirafas, las colecciones de esculturas y pinturas y otros objetos artísticos, los baños, todo a escala imperial. Pero esto no es patrimonio imperial. El palacio de Lúculo, me apunta alguien, se construyó hace tan sólo cinco años, con los beneficios obtenidos de sus minas de oro en Nova Roma, cuya propiedad obtuvo mediante escandalosos sobornos a funcionarios de la corte durante los últimos y desastrosos días del reino de César Laureólo. Me doy cuenta de que sus propios huéspedes, aunque no desdeñan su hospitalidad sin límites, consideran esta residencia de mal gusto y ramplona.

—Pues a mí no me importaría vivir en un sitio así de chabacano —le digo a Lucila—. ¿Te parece muy provinciano lo que acabo de decir?

Ella se limita a reírse.

—Espera a ver Tibur —me dice.

Y la verdad es que, cuando nos trasladamos a la villa imperial, justo cuando la semana de las Saturnales está a punto de empezar, comprendo la diferencia entre la extravagancia y la verdadera magnificencia.

Este es el lugar que el gran Adriano construyó en el campo para sus placeres hace diecisiete siglos. No cabe duda de que en su época era una de las maravillas del mundo, con sus pórticos, fuentes y estanques que devolvían hermosas imágenes, con sus termas grandes y sus termas pequeñas, su biblioteca griega y su biblioteca romana, su nymphaeum y triclinium, sus templos a todos los dioses bajo cuyo influjo cayó Adriano al viajar a todo lo largo y ancho del mundo romano.

Pero eso fue hace diecisiete siglos; y diecisiete siglos de emperadores han sumado sus aportaciones a este lugar, de manera que la villa original de Adriano, a pesar de todo su esplendor, sólo es una mera parte del todo y el conjunto debe de constituir, sin ninguna duda, el palacio más grande del mundo; una residencia digna de Júpiter o Apolo.

—Puedes ir todo el día a caballo y no acabar de verla —me dice Lucila—. No la mantienen toda abierta, como es lógico. Nosotros nos quedaremos en el ala más antigua, en lo que ellos todavía llaman villa Adriana. Pero cerca podremos contemplar las partes que añadieron Trajano VII y Flavio Rómulo, y los pabellones Catay que Lucio Agripa construyó para la pequeña concubina de piel amarilla que se trajo de Asia Última.Y si hay tiempo… oh, pero no creo que haya tiempo.

—¿Por qué no?

Ella elude mi mirada. Es la primera pista que tengo de lo que se avecina.

Durante todo el día, los grandes de Roma llegan a la villa imperial, a la fiesta de las Saturnales de Flavio Rufo. Ya no necesito que me susurren sus nombres al oído. Reconozco a Ático, el magnate naviero, al conde Nerón Rómulo, a Marco Tulio Garofalo, el Presidente del Banco del Imperio, a Diodoro el gladiador, al cónsul Basanio, al rechoncho y petulante príncipe Camilo y a docenas más. Los carruajes hacen cola a lo largo de toda la carretera a la espera de soltar a su deslumbrante pasaje.

Uno de los que no llega es Cayo Junio Escévola. Es impensable que no haya sido invitado. En consecuencia, deduzco que es certera mi suposición de que está a punto de ser nombrado cónsul una vez más para el próximo año y que se ha quedado en Roma para preparar la toma de posesión. Pregunto a Lucila la razón por la que se ha quedado su tío en Roma y ella me contesta simplemente:

—Siempre está muy atareado durante la temporada de vacaciones. No le ha sido posible escaparse.

Volverá a ser cónsul. ¡Estoy seguro!

Pero me equivoco. Al día siguiente de nuestra llegada, echo una ojeada a los periódicos de la mañana, donde aparecen los nombres de los cónsules del año próximo. Su majestad imperial ha tenido a bien designar a Publio Lucio Galieno y a Cayo Acacio Aufidio como cónsules del reino. Jurarán el cargo a mediodía del día primero de enero, si el tiempo lo permite, en la escalinata del Capitolio.

No ha sido pues, Escévola. Han de ser importantes asuntos de otra naturaleza los que lo retienen en Roma durante los últimos días del año.

¿Y quiénes son estos cónsules: Galieno y Aufidio? Para ambos será su primer mandato en los cargos gubernamentales más altos, inmediatamente después del emperador.

«Amigos de infancia de Magencio», me dice alguien. Compañeros de colegio.

Y alguien más apunta: «No solamente no disponemos de un auténtico emperador; ya ni siquiera vamos a tener cónsules de verdad. Un hatajo de muchachos holgazanes fingiendo administrar el gobierno».

A mí esto me parece que raya en la traición…, en especial si consideramos que nos hallamos en el mismo Palacio Imperial, y que todos los que aquí estamos somos huéspedes del hermano del emperador. Sin embargo, me he dado cuenta de que estos patricios no tienen tapujos de ninguna clase para hacer críticas a la familia imperial, aun cuando estén aceptando su hospitalidad.

Y ésta es pródiga. Hay fiesta y representaciones teatrales todas las noches y, durante el día, podemos disponer a voluntad de todas las comodidades y entretenimientos de la villa: piscinas termales, baños, bibliotecas, pabellones de juegos, senderos para cabalgar.Vago por todas partes con aire soñador, como si me hubiera queda do atrapado en un cuento de hadas, que es, precisamente, lo que me está pasando.

Durante la fiesta de la tercera noche, finalmente hago acopio de valor para llevar a cabo un acercamiento a Severina Floriana. Lucila me ha dicho que mañana le gustaría pasarse el día descansando, pues aún están por llegar algunos de los acontecimientos más importantes de la semana. De manera que invito a Severina a dar un paseo a caballo, mañana después del almuerzo. Una vez que estemos solos, en algún rincón remoto de la propiedad, quizá me atreva sugerirle algún tipo de encuentro más íntimo. Quizá. Lo que estoy tratando de tramar, al fin y al cabo, no es más que un devaneo con la hermana del emperador. Lo cual es una idea tan pasmosa que apenas puedo creer que de verdad esté planteándomelo.

La sugerencia parece gustarle y creo que se siente tentada.

Pero entonces me dice que no estará aquí mañana. Ha surgido un imprevisto, me explica, una nimiedad que, no obstante, exige su atención inmediata y debe ir brevemente a la ciudad de Roma mañana por la mañana.

—¿Regresará, no es cierto? —le pregunto ansioso.

—Oh, sí, naturalmente. Estaré fuera un día o dos a los sumo. Volveré para la gran fiesta de la noche final. ¡Puede estar seguro de ello! —Me lanza una fugaz y picara mirada, como si me estuviera prometiendo algún placer especial para esa velada, a modo de consolación por acabar de rechazarme. Y acercándome, me toca la mano por un instante. Una descarga eléctrica pasa de ella a mí. Es todo lo que tendré de ella. Nunca lo he olvidado.

Lucila se queda en nuestra suite al día siguiente, dejándome vagar en solitario por los jardines de la villa. Holgazaneo en los baños, nado, examino las colecciones de escultura y pintura, me paso por el pabellón de juegos y pierdo algunos sólidos jugando a las cartas con un par de lánguidos noblezuelos.

Advierto una cosa extraña ese día. No veo a ninguno de los personajes que me he encontrado en las fiestas del Palatino en Roma. El conde Nerón Rómulo, Leontes Ático, el príncipe Flavio Rufo, el príncipe Camilo, Basanio, Diodoro… ninguno de ellos parece estar por aquí. El lugar está hoy lleno de desconocidos.

Y sin Lucila cerca, cuando paso al lado de estos desconocidos, me siento cada vez más incómodo y ajeno a todo de lo que realmente soy. Como no llevo ninguna insignia que me proclame como huésped de la sobrina de Escévola, en su ausencia me convierto simplemente en un extranjero apenas civilizado que, de alguna forma, se las ha ingeniado para colarse en la villa y que está tratando, sólo con cierto éxito, de hacerse pasar por un romano distinguido. Imagino que se ríen de mí a mis espaldas, que se mofan de mi manera de vestir e imitan mi acento britano.

Tampoco Lucila me resulta de mucho consuelo al llegar a nuestras habitaciones. La veo distante, abstraída, taciturna. Se limita a hacerme las preguntas de rigor sobre cómo he pasado el día y a continuación vuelve a sumirse en el letargo y en sus cavilaciones.

—¿No te encuentras bien? —le pregunto.

—No es nada grave, Cimbelino.

—¿He hecho algo que te haya molestado?

—En absoluto. Sólo es algo pasajero —dice ella—. Son estos días sombríos de invierno…

Sin embargo hoy no ha sido un día sombrío ni de lejos. Fresco, sí. Pero el sol ha estado glorioso, iluminando el cielo de diciembre con un brillante resplandor que hace que se encoja mi corazón británico. No es el mal tiempo. Me desconcierta la lúgubre lejanía de Lucila. No acierto a entender qué le sucede. Lo único que puedo hacer es esperar a que cambie su estado de ánimo.

En la fiesta de la noche tampoco se muestra más animada. Flota como un espectro, saluda con indiferencia a personas que apenas parecen resultarle más familiares que a mí.

—Me pregunto dónde está todo el mundo —digo—. Severina me dijo que tenía que regresar a Roma para ocuparse de algo hoy mismo. Pero ¿dónde está el príncipe Camilo? ¿Y el conde Nerón Rómulo? ¿También se han vuelto a Roma? Y el príncipe Flavio Rufo… no parece estar, y es su propia fiesta.

Lucila se encoge de hombros.

—Bueno, deben de estar por aquí o por allá. Acompáñame de vuelta a la habitación ¿quieres, Cimbelino? No me siento con ganas de fiesta esta noche. No te lo tomes a mal. Siento aguarte así la diversión.

—¿No quieres decirme lo que ocurre, Lucila?

—Nada. No pasa nada.Tan sólo es… no sé, me siento un poco cansada. Quizá un poco abatida. Por favor. Quiero volver a la habitación.

Ella se desviste y se mete en la cama. Enfrentarme a aquella fiesta, llena de desconocidos, sin ella se me hace demasiado duro, de modo que me meto también en la cama, a su lado. Después de un instante, me doy cuenta de que está sollozando sin hacer ruido.

—Abrázame, Cimbelino —me susurra.

La rodeo con mis brazos. Su cercanía, su desnudez me espolea, como siempre y, tímidamente empiezo a hacerle el amor, pero ella me pide que me detenga. Así que nos quedamos allí acostados, tratando de quedarnos dormidos a unas horas tan extrañamente tempranas, mientras los lejanos sonidos de las carcajadas y la música llegan hasta nosotros a través del aire helado de la noche.

Al día siguiente las cosas han empeorado. Ella no quiere salir de nuestra habitación para nada. Pero me dice que salga yo sin ella; de hecho, me está dejando bastante claro que desea quedarse a solas.

¡En qué extraña semana de Saturnales se está convirtiendo esto! ¡Qué poca alegría, cuánta misteriosa tensión!

Pero falta muy poco para que lleguen las explicaciones.

A mediodía, tras un desalentador paseo por los jardines, regreso a la habitación para ver si Lucila ha cambiado de humor.

Lucila se ha marchado.

No hay ni rastro de ella. Sus armarios están vacíos. Ha hecho el equipaje y se ha esfumado sin decirme una palabra, sin aviso de ninguna clase, sin dejarme ningún mensaje ni la más mínima pista. Me encuentro solo en la villa imperial, entre desconocidos.


Ese día suceden cosas en la capital. Trascendentales acontecimientos. Una convulsión de las más colosales y de la que los que estamos en la villa permanecemos ignorantes durante todo el día; y sin embargo, mientras inocentemente nadamos, jugamos y paseamos por los jardines de la residencia imperial más espléndida de todas, el mundo se ha transformado por completo.

De hecho, las cosas se iniciaron hace un par de días, cuando algunos de los huéspedes de la villa abandonaron Tibur por separado y regresaron a la capital, pese a que las Saturnales se estaban celebrando y las fiestas culminantes aún no habían tenido lugar. Regresaron a Roma uno a uno, no sólo Severina Floriana, también otros cuyas ausencias yo había advertido.

Las razones que se esgrimieran para inducir al príncipe Flavio Rufo, al príncipe Camilo y a su hermana, la princesa Severina, a marcharse de la villa, puede que nunca se conozcan. Los dos cónsules recientemente designados, según se me dijo, habían recibido instrucciones de mano del emperador, convocándoles a una reunión en la que se les otorgarían determinados privilegios y competencias de su nuevo rango. Por lo que parece, cuando se encontró el cadáver del cónsul saliente, Basanio, éste aún llevaba una nota del Prefecto Pretoriano, Actinio Varro, comunicándole que se había detectado una conspiración contra la vida del emperador y que se requería urgentemente su presencia en Roma. La nota era falsa. De modo que así, con una u otra mentira, los principitos y noblezuelos fueron apartados por un día de los placeres de las Saturnales en Tibur.

Algunos otros invitados a la fiesta que regresaron a Roma aquel mismo día y al siguiente, no hubo necesidad de reclamarlos. Ellos sabían perfectamente lo que estaba a punto de ocurrir y quisieron estar presentes durante los acontecimientos. Ese grupo incluía al conde Nerón Rómulo, a Ático, al armador, al banquero Garofalo, al comerciante de Hispania, Escipión Lúculo, a Diodoro el gladiador, y a otra media docena de patricios y hombres acaudalados que participaron en la conspiración. Para ellos, la excursión a Tibur había sido una manera de provocar una relajación de la vigilancia en la capital, pues ¿qué había que temer con la mayoría de los personajes poderosos del reino fuera, en la cúpula del placer, dedicados a una semana de puro divertimento? Pero luego, estas figuras clave se las arreglaron para regresar rápida y discretamente a Roma cuando llegó el momento del golpe.

Como todo el mundo sabría poco después, en aquella mañana fatídica se sucedieron los siguientes acontecimientos:

Un escuadrón de gladiadores de Marco Sempronio Diodoro irrumpió en la mansión de Varro, el Prefecto Pretoriano, y lo asesinaron antes del amanecer. A la Guardia Pretoriana se le dijo que el emperador había descubierto que Varro estaba conspirando contra él y que Diodoro era ahora el nuevo prefecto. El cuento coló sin problemas. Varro nunca había sido popular entre sus hombres, y los pretorianos siempre recibían bien cualquier cambio en la jefatura, pues usualmente comportaba un reparto de primas con el fin de asegurar su lealtad al nuevo jefe.

Con los pretorianos neutralizados resultaba fácil para un equipo de hombres armados penetrar en el palacio donde el emperador Magencio pasaba aquella noche (esta vez era el del Vaticano, en la otra orilla del río, cerca del mausoleo de Adriano), y penetrar en las dependencias reales. El emperador, su esposa y sus hijos huyeron presas del pánico por los pasillos, pero fueron capturados y se les dio muerte justo en el exterior de los baños imperiales.

El príncipe Camilo, que había llegado de madrugada a la capital, aún no se había ido a la cama cuando los conspiradores llegaron a su palacio, junto al Foro del Palatino. Al oír que mataban a su guardia, el pobre gordo idiota huyó por la puerta de la bodega y corrió para salvar su vida hacia el templo de Castor y Pólux, donde esperaba encontrar refugio; pero sus perseguidores se le adelantaron y lo interceptaron en la escalera del templo.

En cuanto al príncipe Flavio Rufo, se despertó con el sonido de los disparos y reaccionó instantáneamente, corriendo como una flecha hasta una bodega que tenía detrás de su palacio. Sus trabajadores aún no habían pisado las uvas de la cosecha de otoño. Saltó a una carreta de madera y les dio instrucciones para que amontonasen racimos y racimos de uva encima de él y que lo sacaran de la ciudad, oculto de tal guisa. De hecho, consiguió llegar a salvo a Neápolis un par de días después y allí se autoproclamó emperador, pero al poco tiempo fue capturado y muerto con alguna ayuda, según he oído, de Marcelo Domiciano Frontino.

Los dos príncipes más jóvenes de la casa real habían sobrevivido: el príncipe Augusto César, que tenía dieciséis años y se encontraba fuera, en la Universidad de Lutecia, y el príncipe Quinto Fabio, un muchacho de diez años, creo, que vivía en una de las residencias imperiales de Roma. Aunque el príncipe Augusto vivió lo suficiente para proclamarse él mismo emperador y atravesó, de hecho, la Galia, con la intención de marchar sobre Roma, fue capturado y muerto al tercer día de su reinado. Supongo que esos tres días hicieron entrar en la Historia a este joven y prácticamente desconocido Augusto, como el último de todos los emperadores de Roma.

Nadie sabe con seguridad qué fue lo que le sucedió al joven Quinto Fabio. Fue el único miembro de la familia real cuyo cadáver no fue encontrado. Algunos afirman que desapareció de Roma el día de los asesinatos llevando ropas de campesino, y que todavía vive en alguna remota provincia, pero nunca se ha presentado para reclamar el trono, de manera que si aún está vivo en nuestros días, vive con tranquilidad y mucho secreto dondequiera que esté.

Durante todo el día se sucedieron las muertes. Los asesinatos de emperadores no eran nada nuevo en Roma, pero en esta ocasión el trabajo se había llevado a cabo más a conciencia que nunca antes; había sido una extirpación total, desde las raíces hasta las ramas más altas.

Aquel día corrieron ríos de sangre real. No sólo fue exterminada la familia próxima del emperador, sino que también se ejecutó a la mayoría de los descendientes de las antiguas familias imperiales. Supongo que para que no se les ocurriera postularse a sí mismos como emperadores ahora que el linaje de Laureólo estaba prácticamente extinguido. Asimismo, numerosos antiguos cónsules, ciertos miembros de las jerarquías eclesiásticas y otros sospechosos de excesiva lealtad al viejo régimen, incluidas dos o tres docenas de senadores elegidos, encontraron la muerte ese día.

Al caer la noche, los nuevos líderes de Roma se reunieron en el Capitolio para proclamar el nacimiento de la Segunda República. Cayo Junio Escévola ostentaría el cargo de nueva creación de Primer Cónsul Vitalicio (que es como decir emperador, pero con distintas palabras), y gobernaría la vasta entidad a la que ya no seguiríamos llamando Imperio, mediante un Consejo del Senado, constituido por el pequeño círculo de amigos suyos ricos y poderosos: Ático, Garofalo, el conde Nerón Rómulo, el general Casio Frontino y otra media docena de similar pelaje.

Así pues, tras diecinueve siglos, el trabajo del gran César Augusto quedaba desbaratado.

El mismo Augusto pretendió que Roma era todavía una República, incluso mientras estaba unificando todos los altos cargos en uno solo y tomando posesión de el, convirtiéndose asi en monarca absoluto. Esa pretensión se había prolongado a través de los tiempos. «No soy un rey —insistía Augusto—; sencillamente soy el Primer Ciudadano del reino que lucha, humildemente, bajo la guía del Senado, para atender las necesidades del pueblo romano.» Y así había sido durante todos aquellos años, aunque el hecho fue que muchos de los Primeros Ciudadanos se las compusieron para nombrar a sus propios hijos como sus sucesores o si no, elegir a algún pariente o amigo, a pesar de que, en principio, la capacidad real de nombrar al nuevo emperador recaía en el Senado. Pero a partir de ahora sería diferente. Nadie podría reclamar el poder supremo en Roma simplemente porque fuera el hijo o el sobrino de alguien que había estado en posesión de tal poder. Ya no habría más Calígulas locos, Nerones viles, salvajes Caracallas, absurdos Demetrios, débiles y petimetres Magencios. Nuestro gobernador sería ahora de verdad un Primer Ciudadano (un cónsul, como en los antiguos días antes del primer Augusto), y la pompa de la monarquía desaparecería por fin.

Todo en un solo día, un día de sangre y fuego. Mientras yo holgazaneaba enTibur, en la villa de los emperadores, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo.


La mañana siguiente al día de la revolución, llegan a la villa las noticias de lo que ha sucedido en Roma. Da la casualidad de que me fui a dormir tarde anoche, después de haberme emborrachado a conciencia para consolarme de la ausencia de Lucila. La villa está prácticamente desierta cuando me levanto y salgo de la habitación.

Ya eso resulta extraño y desconcertante. ¿Adonde se han ido todos? Encuentro un mayordomo, que me comunica las noticias. «Roma está ardiendo —me dice—, y el emperador ha muerto junto a toda su familia.»

—¿Toda su familia? ¿También sus hermanos y hermanas?

—Hermanos y hermanas también. Todos.

—¿Y la princesa Severina?

El mayordomo me mira sin simpatía. Está muy tranquilo. Podría estar hablando del tiempo o de las carreras de cuadrigas de la semana próxima. Lo mismo daría: frío como la niebla invernal.

—El lote entero, es lo que he oído y ¡que se pudran! Escévola es el nuevo emperador. Ahora todo será muy diferente. Puede estar seguro de ello.

Todo esto me está mareando. Tengo que inclinarme, me falta el aliento. Respiro entrecortadamente seis o siete veces antes de recuperar la calma. Durante la noche, todo nuestro mundo ha muerto y ha nacido uno nuevo.

Me lavo, me visto, como apresuradamente y trato de buscar un carruaje que me lleve a Roma. Incluso en este momento de inestabilidad y locura una bolsa llena de oro te permite hacer lo que quieras. No hay conductores disponibles, así que tendré que arreglármelas yo solo, pero no importa. Uno no demuestra estar en sus cabales pretendiendo entrar en la capital en este día de caos, pero Roma me atrae como un imán. Si su tío se ha hecho con el trono, Lucila debe de encontrarse a salvo, pero he de saber la suerte que ha corrido Severina.

Cuando aún estoy a una hora de camino de la capital, ya pueden verse las llamas en el horizonte. Ráfagas de aire caliente del oeste me traen el olor a humo y parece estar cayendo polvo fino de ceniza. ¿O acaso me lo estoy imaginando? No. Alargo el brazo y observo cómo una capa negra empieza a cubrirlo.

Es una absoluta locura acercarse a Roma en estos momentos.

¿No debería darme la vuelta, rodear Roma, dirigirme hacia la costa y comprarme un pasaje para Britania mientras aún pueda hacerlo? No, no. Tengo que ir allá, sean cuales sean los riesgos. Si Escevola es el emperador, Lucila me protegerá. Decido continuar hacia Roma. Allá voy.

Todo el lugar parece un manicomio. El fuego llega hasta el cielo. Los antiguos palacios arden sobre las grandes colinas de los poderosos. Sus muros de mármol carbonizados se desploman como montañas. La colosal estatua de algún antiguo emperador yace en fragmentos por la carretera. La gente corre despavorida por las calles, gritando, llorando. Escuadrones de soldados con los ojos desorbitados se precipitan entre ellos, gritando furiosa e incoherentemente mientras tratan de restablecer el orden sin tener idea alguna de cuáles son las órdenes que hay que obedecer. Alcanzo a ver un riachuelo rojo por la alcantarilla y, por un terrible instante, pienso que se trata de sangre; pero no, sólo es vino que fluye de una bodega destrozada. Los hombres se tiran de bruces para bebérselo a lengüetazos entre los adoquines.

Abandono mi cuadriga, pues las calles están demasiado alborotadas para conducir por ellas, y sigo a pie. El centro de la ciudad aún está bastante entero. Pero ¿adonde iré? me pregunto ¿Al Palatino? No, todo está en llamas allí. ¿Al Capitolio? Escevola estará allí, razono, y (¡qué ridículo me resulta oír esto ahora!) él podrá decirme dónde está Lucila y qué ha sido de Severina Floriana.

Naturalmente, no consigo llegar a las cercanías del Capitolio. Todo el distrito gubernamental está acordonado por el ejército. Por las calles hay edictos y me detengo a leer uno y es entonces cuando me doy cuenta del terremoto que se ha producido esta noche: el Imperio se ha acabado, ha vuelto la República de los antiguos tiempos. Ahora gobierna Escévola, pero no tiene el título de emperador, sino de Primer Cónsul.

Me encuentro en la calle que pasa por el Foro, boquiabierto, perplejo. De pronto, a punto estoy de ser arrollado por un carruaje que va a toda prisa. Grito una maldición y, ante mi asombro, el carruaje se detiene y un rubicundo rostro que me es familiar clava los ojos en mí.

—¡Cimbelino! ¡Por los santos dioses! ¿Eres tú? ¡No puedes quedarte aquí afuera!

Se trata de mi fornido y jovial anfitrión en Neápolis, el amigo de mi padre, Marcelo Domiciano Frontino. «¡Qué mala suerte ha tenido! —pienso yo—. Encontrarse en Roma de visita en un momento como éste.» Pero para variar, estoy completamente equivocado, y Marcelo Domiciano me lo explica todo rápidamente con detalle.

Él ha estado implicado en el complot desde el principio. De hecho, él y su hermano el general, junto a Junio Escévola y el conde Nerón Rómulo, han sido los cabecillas. Estaban convencidos de que era necesario destruir el Imperio con el fin de salvarlo. El actual emperador era un pobre idiota, al anterior se le había permitido mantenerse en el trono demasiado tiempo. La idea misma de una monarquía hereditaria había demostrado ser desastrosa una y otra vez a lo largo de los siglos y había llegado el momento de deshacerse de ella de una vez por todas. Volvía a haber inquietud en las provincias y se hablaba de nuevo de secesión. Después de haber combatido y vencido en una Segunda Guerra de Reunificación, el general Casio Frontino no albergaba ningún deseo de lanzarse a una tercera, y había convencido sin demasiadas dificultades a su hermano y a Escévola de que los cesares debían desaparecer. Debían, mejor dicho, ir a donde nunca más tuvieran oportunidad de reclamar el trono.

Despiadado y sangriento, sí. Pero habría que eliminar a la incompetente y disoluta familia real, había que acabar con la vacía y costosa pompa de la grandeza imperial, había que restituir la República, por fin, después de tanto tiempo. De nuevo se gobernaría en función del mérito y no del nacimiento. Escévola era respetado en todas partes; él sabría lo que había que hacer para que las cosas no se desbarataran.

—¡Pero matarlos… asesinar a una familia entera!

—Una completa depuración, eso era lo que necesitábamos —me explica Frontino—. Un ruptura total con el pasado. No podemos tener monarcas hereditarios en esta era moderna.

—Entonces ¿han muerto todos los príncipes y princesas?

—Eso he oído. Es posible que uno o dos hayan conseguido huir, pero pronto serán capturados, no te quepa duda de eso.

—¿Y la princesa Severina Floriana?

—No lo sé —responde Frontino—. ¿Por qué? ¿La conociste?

Enrojezco.

—La verdad es que no muy bien, pero me preguntaba…

Lucila podrá explicarte lo que le ha ocurrido. Tú mismo puedes preguntárselo.

—No sé dónde está Lucila ahora. Estuvimos juntos en Tibur esta semana, en la villa imperial… cuando todo empezó a desencadenarse…

—¡Vaya, pues verás a Lucila en cinco minutos! Se encuentra en el palacio del conde Nerón Rómulo, ¿sabes dónde está, no?, y allí es exactamente adonde nos dirigimos.

Señalo el Palatino, detrás de nosotros, envuelto en llamas y humo negro:

—¿Allí?

Frontino se ríe.

—No seas tonto. En el Palatino todo está destrozado. Me refiero a su palacio en el río. —Ya hemos pasado el área del Foro. Distingo la lúgubre mole del mausoleo de Adriano por delante de nosotros, al otro lado del Tíber. Nos detenemos justo antes de alcanzar el puente—.Ya hemos llegado —dice Frontino.


Entonces veo a Lucila por última vez; tras haber atravesado el loco frenesí de las calles hasta la seguridad del palacio bien custodiado de Nerón Rómulo a orillas del río. Me cuesta reconocerla. No lleva maquillaje y su vestido es austero, sencillo… son ropas de campesina. Tiene los ojos tristes y enrojecidos. Muchos de sus amigos patricios han muerto esta noche en aras del renacimiento de Roma.

—Así que ya lo sabes —me dice—. Está claro que no podía decirte nada de lo que se estaba planeando.

Me resulta duro creer que esta mujer y yo hemos sido amantes durante meses, que conozco cada centímetro de su cuerpo como nadie. Su voz es fría e impersonal y ni siquiera me ha besado o sonreído.

—¿Durante todo este tiempo sabías lo que iba a ocurrir?

—Por supuesto. Desde el principio. Por lo menos pude mantenerte fuera de la ciudad mientras todo estaba sucediendo.

—También llevaste a Severina a un lugar seguro. Sin embargo, parece que no pudiste retenerla allí.

Por su mirada puedo advertir la furia, también el dolor.

—Intenté salvarla, pero no era posible.Tenían que morir todos, Cimbelino.

—Era tu amiga desde la infancia, y ni siquiera trataste de avisarla.

—Somos romanos, Cimbelino. Se había hecho necesario el restablecimiento de la República. La familia real tenía que morir.

—¿Incluso las mujeres?

—Todos. ¿Es que no crees que he pedido, que he suplicado por su vida? «No, decía Nerón Rómulo. Ella debe morir con ellos. No hay elección», dijo. Acudí a mi tío. No sabes cómo me enfrenté a él. Pero no hay nadie que pueda alterar su voluntad. Nadie en absoluto. No había manera de salvarla. —Lucila hace un rápido y tajante movimiento con la mano—. No quiero hablar más de esto. Márchate, Cimbelino. Ni siquiera entiendo por qué Marcelo te ha traído aquí.

—Estaba vagando por las calles sin saber adonde ir para encontrarte.

—¿A mí? ¿Por qué querías encontrarme?

Es como una patada en el estómago.

—Porque… porque… —tartamudeo, me quedo sin voz.

—Has sido una agradable compañía—dice ella—. Pero el tiempo de las distracciones se ha acabado.

—¡Distracciones!

Su expresión es pétrea.

—Márchate, Cimbelino. Vuelve a Britania tan pronto como puedas. El derramamiento de sangre aún no se ha acabado aquí. El Primer Cónsul aún no sabe quién es leal y quién no.

—Entonces ¿habrá otro Reinado del Terror?

—Esperamos que no. Pero, sea como sea, no va a ser agradable. No obstante, el Primer Cónsul quiere que la Segunda República arranque de la manera más pacífica posible…

—El Primer Cónsul —digo con tono furioso—. La Segunda República.

—¿No te gustan estas palabras?

—Matar al emperador…

—Ya ha ocurrido antes, más veces de las que puedas contar.

Esta vez hemos acabado con el sistema entero y por fin se sustituirá por algo más honesto y razonable.

—Quizá sí.

—Márchate, Cimbelino. Ahora estamos muy ocupados.

Se da la vuelta y abandona la sala como si yo no fuera para ella más que un curioso y molesto desconocido. Todo se me aparece muy claro ahora: me ha tratado como a un mero y circunstancial juguete, un entretenido bárbaro con el que mantenerse distraída durante la estación de otoño. Ahora ha llegado el invierno, y ella debe consagrarse a asuntos más serios.


De modo que me marcho. El último emperador había muerto y la República había renacido. Y mientras esto ocurría, yo dormía en medio de las lujosas comodidades de la villa imperial. Pero siempre ha sido así, ¿no es cierto? De noche, mientras la mayoría de nosotros dormimos, hay unos cuantos individuos ágiles que hacen la Historia.

Ahora todo era nuevo y extraño. El mundo que yo había conocido se había transformado completamente de maneras que podían no ser totalmente visibles durante años. Los acontecimientos de las pasadas horas serían examinados, debatidos y evaluados por los historiadores mucho después de que yo envejezca y muera. Tampoco el caos en el corazón del Imperio terminaría en un único día. Así que lo mejor que podíamos hacer los muchachos de provincias como yo era regresar al lugar de donde procedíamos.

De todas formas, tampoco tenía ningún sitio donde quedarme allí en Roma. Había perdido a Lucila (ella se casaría con el conde Nerón Rómulo para sellar su alianza con su tío), y cualquier fantasía atolondrada que pudiera haber alimentado respecto a la princesa Severina Floriana, sería mejor olvidarla cuanto antes, o el dolor no me abandonaría el alma. Todo había acabado ya y atrás quedaba. El turismo se había terminado para mí aquel año; no habría aventuras en Etruria ni en Venecia ni en otras regiones septentrionales de Italia. Sabía que debía dejar Roma a los romanos y batirme en retirada hacia a mi isla lejana y lluviosa, en el oeste. Las llamas que habían consumido la Roma de los emperadores se habían acercado demasiado a todas partes. Hasta yo mismo, de alguna manera, había salido chamuscado.

De no haber sido por la ayuda que me brindó Frontino, supongo que podría haberlo pasado mal. Pero él me facilitó un salvoconducto para que pudiera salir de la capital y me prestó un carro y un auriga; de modo que en la mañana del segundo día de la República, me encontraba nuevamente en la vía Apia, dirigiéndome hacia el sur. Por delante de mí tenía la vía Roma, Neápolis y un barco que me llevaría de regreso a casa.

Sólo una vez miré hacia atrás: el cielo estaba emborronado con nubarrones negros mientras las llamas se extinguían sobre la colina Palatina.

Загрузка...