Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos

Primera parte VIAJE AL FIN DEL MUNDO

Capítulo Primero «OPERACIÓN ARCA DE NOÉ»

El inmenso avión comenzó a descender, de los helados nueve mil metros al calor de Maiquetia. Y desde el aire, contempló largamente el mar y el sucio puerto de La Guaira, mientras el avión giraba para enfilar el comienzo de la pista.

Poco más de media hora después, un taxista que conducía a velocidad suicida me depositaba a las puertas del hotel. Había insistido en llevarme al nuevo «Caracas-Hilton», pero preferí el «Tamanaco», cuya piscina, en los mediodías, es, sin duda, el lugar más agradable de la ciudad.

Me bañé y me asomé al amplio ventanal que dominaba la piscina, los jardines y la ciudad, con el monte Ávila en el fondo. Comenzaba a oscurecer, y no creo que exista en el mundo una capital cuyas puestas de sol puedan compararse a las de Caracas. Constituyen un espectáculo único e inolvidable que jamás me canso de contemplar.

Luego, en unos minutos, me planté en casa de mi hermano que no tenía ni idea de mi llegada, aunque la imaginaba, porque le había puesto previamente al corriente de mi proyectada «Operación Arca de Noé».

Esta idea había nacido tiempo atrás en la misma Venezuela, pero tenía como origen otro continente, África. Los muchos años que había vivido en ella me permitieron darme cuenta de hasta qué punto resultaba cierto el temor — tan extendido — de que, poco a poco, la maravillosa fauna africana acabaría por desaparecer de la faz de la Tierra.

En menos de un siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro. En las regiones en que aún subsisten, su número se ha reducido en ese tiempo a menos de la cuarta parte.

En el simple transcurso de la mitad de mi vida, todo ha cambiado, y recuerdo que siendo un muchacho, a comienzos de la década de los cincuenta, los rebaños de gacelas, antílopes y avestruces corrían libremente por las inmensas llanuras del Sáhara. Ahora, durante mi último viaje a ese mismo Sáhara, no encontré, durante días y días de marcha, una sola gacela, ni un antílope, ni huella alguna que recordase que allí existieron avestruces en un tiempo.

Y lo más triste es que el desierto sigue siendo el mismo, sin que haya empeorado un ápice el «hábitat» de los animales. Su desaparición se debe, pura y simplemente, a la inmensa pasión de los hombres por disparar un arma sobre todo lo que tenga vida.

Mientras España mantuvo un protectorado sobre Marruecos y el Sáhara, la mayoría de los militares y funcionarios que vivían en este último eran, por lo general, gente que amaba el desierto y a sus criaturas. Se encontraban a gusto en aquellas desoladas regiones, y, aunque muchos de ellos eran cazadores sabían también respetar las reglas de la Naturaleza y sabían cómo y cuándo había que disparar sobre un animal.

Abandonado, sin embargo, Marruecos, el Sáhara se vio invadido por militares y funcionarios que llegaba casi obligados; que no sentían el menor amor a aquellas tierras, y que no encontraron mejor forma de matar su tedio que abatir todo bicho viviente que pusiera a su alcance.

El día en que Marruecos alcanzó su independen el viejo Sáhara romántico de los «meharis», de las caravanas y de las noches de campamento murió, con él murieron también los grandes rebaños de las arenas.

Pero ésa no fue sino una más entre las muchas circunstancias que a lo largo de estos cien años ha contribuido a que los animales vayan desapareciendo lentamente de África.

Primero, fue en el Norte, donde el número de pequeños y resistentes elefantes de la antigüedad, que el hombre conseguía domesticar a diferencia de sus congéneres del resto del continente, comenzó a disminuir, hasta que el último murió, poco antes de comenzar el siglo XX, en una aldea de Túnez.

Más tarde, sobre 1930 moría también el último león de Berbería, incomparablemente más hermoso e impresionante que su hermano del Sur, dotado de una increíble arrogancia y de una enorme y majestuosa melena negra que le bajaba hasta la mitad del pecho. Se diezmaron, luego, las gacelas egipcias de las que apenas quedan ya un centenar; el «ñu de cola blanca» conservado tan sólo en cautividad; «la cebra de Burchell» y el «antílope azul», extinguidos por completo. El «antílope lira» — el bontebok — desapareció junto con su pariente, el «blesbok». Sólo quedan ejemplares disecados, pese a que hace doscientos años cubrían inmensos territorios del sur de África.

Resultaría tan y tan tedioso continuar la enumeración de especies que ya han desaparecido para siempre, y que nunca — por mucho que lo intentásemos — conseguiríamos hacer revivir. Cuarenta dicen unos; muchas más, aseguran los pesimistas y otras tantas desaparecerán irremisiblemente en el transcurso de la próxima generación.

Y esa desaparición está motivada no sólo por las matanzas de los aficionados a la caza, sino también por culpa de los nativos poco respetuosos para con la Naturaleza, o a causa, por último, de los tiempos modernos. El progreso la ineludible necesidad del hombre de medirse cada vez más, de ganarle terreno a la selva o a las praderas, de ir empujando hacia las tierras más inhóspitas a los grandes rebaños de animales libres que reinaron durante siglos en el Continente Negro.

Aunque parezca una aseveración absurda y aventurada, África se ha quedado pequeña. Y será cada día más y más pequeña hasta que llegue un momento en que hombres y animales no puedan convivir.

Fuera de las grandes Reservas o Parques Nacionales, como el de Serengueti, en Kenia, o el Krüger, en La República Sudafricana, pocos rincones quedan ya en los que las cebras, jirafas, ñus, elefantes y gacelas merodeen a su antojo, y difícilmente podrán sobrevivir al año 2000.

Asistí a esta tragedia. Vi cómo se asesinaban cada año miles de elefantes con el fin de aprovechar sus patas para hacer papeleras, y cómo se liquidaban manadas de cebras con el único fin de convertirlas en alfombras. Presencié, también, el crecimiento de las ciudades; el trazado de las carreteras; la extensión de las grandes plantaciones; el nacimiento de las primeras industrias; todo cuanto, en fin, va contra la posibilidad de subsistencia de las bestias salvajes.

Y creía que contra eso nada podía hacerse, y que al igual que los bisontes dejaron de corretear por Norteamérica, llegaría un momento en que los elefantes dejarían de corretear por África.

Pero un día, buscando diamantes en los ríos de la Guayana venezolana — tan ricos en ellos — me eché la escopeta al hombro dispuesto a conseguir algo de comer en la inmensidad de aquella Gran Sabana. Cuál no sería mi asombro, al advertir que había que caminar horas y horas y buscar mucho, para encontrar, al fin, algo sobre lo que disparar.

Me detuve a considerar, entonces, que en todos los años pasados en Sudamérica (Guayanas, Amazonas, Llanos o Andes había comprobado idéntica escasez de vida animal, y había allí praderas, selvas, montañas y ríos tan desiertos como el Sáhara mismo, pese a que, aparentemente, sus condiciones de habitabilidad resultaban óptimas.

Comencé a estudiar con detenimiento ese «hábitat» y, a lo largo de cuatro años de comparaciones, llegué a la conclusión de que por clima, tierra, forraje, abundancia de agua, e incluso semejanza de paisaje, no había ninguna diferencia básica entre la Gran Sabana venezolana y las praderas africanas; del mismo modo que no eran fundamentales las diferencias entre la guineana, o entre los Llanos y selva amazónica y algunas zonas del desierto.

Existen, pues, en Sudamérica millones de hectáreas de tierras vacías; tierras por las que el hombre siente ningún interés y que podrían convertirse perfectamente en «hábitat» de todas esas especies de animales, que ya no tienen en su continente esperanza alguna de subsistencia.

Llegado a esta conclusión, dediqué mi tiempo a estudiar las posibilidades de aclimatación que existían para el caso de que pudiese llevarse a cabo un transplante de animales. Comprobé que todas las especies que, por una u otra razón, se han llevado a Sudamérica han conseguido aclimatarse perfectamente. No se trata ya de la vaca, el caballo, la gallina o cualquier animal doméstico. Otros, como el búfalo o la «capra hispánica», se han desarrollado y reproducido en libertad sin el menor problema.

Hace más de un siglo, un ganadero llevó a la isla de Marahó, en la desembocadura del Amazonas, dos Parejas de búfalos africanos, y hoy abundan de tal forma, que su cacería constituye uno de los principales atractivos de la isla. En otra ocasión, un barco cargado de «capra hispánicas» naufragó contra una pequeña isla situada frente a las costas venezolanas, y actualmente constituye un auténtico hervidero de ellas. Convencido, por tanto, de que existía una posibilidad de salvación para los animales de África, me trasladé a la República Sudafricana, donde tomé contacto con las autoridades responsables de los Parques Nacionales. Aunque sorprendidas en un principio por mi idea, acabaron por admitir que, en efecto, en su opinión no existía ningún impedimento para llevar a cabo ese trasplante. Si llegaba a hacerse, estaban dispuestas a colaborar en él, puesto que tenían en sus Parques problemas de espacio, agua y alimentos para sus animales.

En aquellos días, en el Krüger estaban sacrificando tres mil elefantes, que no podían alimentar sin poner en peligro a la restante población del Parque.

— Si pudiera llevarme esos tres mil elefantes a la Amazonia — comenté—, tardarían un millón de años en comérsela.

Esa matanza necesaria, pero dolorosa, me reafirmó en mi idea de seguir adelante con la «operación Arca de Noé»; «Operación» en la que sueño con ver las vacías tierras americanas surcadas por inmensos rebaños de elefantes, jirafas, gacelas, ñus, avestruces, impalas y tantas especies que embellecieron durante siglos las verdes colinas de África.

Ésa era, pues, la razón de mi llegada a Venezuela: buscar ayuda para mi proyecto.

Tenía, además, en mi poder, una baza que juzgaba importante: había logrado interesar en la «Operación» a una gran compañía aérea, que unía Sudáfrica con Europa y Europa con Sudamérica, y que estaba dispuesta a trasladar gratuitamente a los animales a través de los tres continentes.

Mi hermano, conocedor y copartícipe de mis ilusiones, había decidido — en unión de José Antonio Rial, destacado escritor y periodista afincado en Venezuela — que la entidad que mejor podría colaborar con mis intenciones era la Corporación Venezolana de la Guayana, organismo de increíble poderío económico, que tiene a su cargo el desarrollo de una de las regiones más ricas del mundo: la Guayana de Venezuela.

Habían puesto, por tanto, en antecedentes a su presidente: el general Rafael Alfonso Ravart, un hombre de tan extraordinaria capacidad de trabajo que aun habiendo cambiado tres veces el Gobierno venezolano, y habiendo subido al poder en la última ocasión los que pudieran considerarse sus enemigos políticos — los «Demócratas-cristianos» del presidente Rafael Caldera—, ha permanecido en su puesto, sin que nadie se atreva a removerle. Venezuela es uno de los pocos países que reconocen que, cuando un hombre le es útil, continúa siendo útil, sea cual sea su forma de pensar.

El general me recibió en el despacho que ocupa en el inmenso edificio de la «Shell», apenas a un tiro de piedra del hotel, y durante horas discutimos sobre la posibilidad de convertir la Gran Sabana — hoy tierra de buscadores de oro y diamantes — en un inmenso Parque de Aclimatación. Con los años, las manadas serán allí tan comunes como en Serengueti, y acudirán turistas de todo el mundo, especialmente norteamericanos, que, a dos horas de vuelo de Miami, podrán disfrutar de un espectáculo maravilloso.

Los animales atraerán turistas, esos turistas atraerán, a su vez, a hombres de negocios que darán vida a un inmenso territorio que hoy en día se encuentra casi vacío.

El general tenía decidido el lugar en que se establecerían los primeros animales: un antiguo rancho, el «Hato Masobrio», enclavado entre los ríos Orinoco y Caroni, junto a la recién inaugurada presa del Hurí.

Sobre un gran mapa, señaló el punto elegido y preguntó:

— ¿Le gustaría verlo? — Conozco la zona — repliqué—. Pero me agradaría echarle un nuevo vistazo.

— Mañana, a las ocho, uno de nuestros aviones, estará esperando.

Capítulo II EL SALTO ÁNGEL

En efecto, a las ocho de la mañana del día siguiente, un avión nos esperaba para llevarnos, en poco más de una hora, a Puerto Ordaz, sobre la orilla del río Orinoco, exactamente en su confluencia con el Caroní.

José Antonio Ríal había decidido acompañarme. Sentía curiosidad por conocer una ciudad a la que puede considerarse como un milagro del esfuerzo humano.

Puerto Ordaz es, hoy por hoy, la ciudad más moderna del mundo. Más incluso, que Brasilia — la artificial capital brasileña—, y cuando hace diez años recorrí esta región, no existía aquí más que un conjunto de casuchas — San Félix — que se alzaban sin, orden ni concierto, y no tenían interés ni vida propia. En la actualidad, Ciudad Guayana, nombre por el que se conoce también a Puerto Ordaz, cuenta con 250.000 habitantes y tiene calles asfaltadas, puentes, parques, jardines y edificios públicos de audaz arquitectura.

La proximidad de la presa de del Guri, de las minas hierro de Cerro Bolívar y de yacimientos de bauxita — quizá los más ricos del mundo — auguran a la ciudad un prometedor futuro. Por otra parte, su emplazamiento entre dos ríos, junto a las cataratas y rápidos de la «Llovizna» y «Cahamay», es privilegiado, mientras que la temperatura, aunque elevada, no resulta sofocante.

La visita a los terrenos de «Hato Masobrío» estaba prevista para el día siguiente, pero yo deseaba aprovechar el tiempo recorriendo de nuevo el gran lago y las obras de la presa del Guri, que durante mi última estancia, un año antes, había dejado a medio concluir.

A una hora de camino de Puerto Ordaz, río arriba, las negras aguas del Caroní se estrellan contra el grueso muro de 110 m de altura con que los ingenieros han cerrado el antiguo cañón de Necüima, y se extienden en un gigantesco embalse cuya superficie de 800 km2. forma un dédalo de islas y ensenadas que transforman por completo aquel paisaje que conocí muy distinto.

Dicen que Guri será, en su día, la mayor presa del mundo — superando incluso la de Asuán, en Egipto —; pero, particularmente, más que su prodigio técnico, me había llamado siempre la atención el tremendo esfuerzo humano que se requirió para salvar de la inundación a los animales salvajes que habitaban en las regiones que habían de quedar inundadas.

El año anterior, había rodado un documental sobre esta apasionante «Operación Rescate» y me agradaba volver a conocer sus resultados y encontrarme de nuevo con uno de sus principales dirigentes, el doctor Alberto Bruzual, especialista en fauna guayanesa y con, el que había mantenido largas conversaciones sobre mi proyectado traslado de especies africanas.

Cuando le pregunté cuántos animales lograron salvar de perecer ahogados, se mostró satisfecho de la labor de su equipo.

— Más de dieciocho mil — replicó—, y aún quedan algunos. En conjunto, la «Operación» ha sido un éxito, si se tiene en cuenta que sólo ha habido trescientos muertes, lo que arroja un índice de pérdidas realmente bajo. El mayor número de estas muertes se cifró, en principio, entre caimanes y anacondas, animales que, en nuestros cálculos iniciales, no creíamos precisaran de nuestra ayuda.

Resultaba extraño que estos animales — eminentemente acuáticos — necesitasen que se les salvara, ante mi incredulidad, el doctor me indicó:

— Ha de tener en cuenta que ni unos ni o son totalmente acuáticos. Son animales de respiración pulmonar, que se sumergen o nadan para cazar, pero que no tardan en regresar a la orilla. Sin embargo, fue tal la cantidad de agua que encontraron de pronto a su alrededor cuando se cerraron las compuertas, que muchos perecieron de miedo, enloquecidos por la presencia de una masa líquida a la que no estaban acostumbrados. A menudo, la distancia hasta tierra firme era de cinco kilómetros, y eso es demasiado para una anaconda o un caimán. Cuando comenzamos a encontrarlos muertos, tuvimos que reemplazar todo nuestro plan de acción.

Éste — al que yo había asistido — era por demás interesante. Muy de mañana, apenas amanecía, las piraguas y las lanchas motoras se lanzaban al lago a la busca de animales en apuros, o iban a sacarlos — contra su voluntad — de pequeñas islas en las que, momentáneamente, se encontraban a salvo, pero que estaban condenadas a ser inundadas también. Allí era necesario echar a tierra a los perros rastreadores para que empujaran a los animales al agua, donde resultaba más fácil su captura. A los monos, los perezosos e incluso los puerco espínes y felinos había que hacerlos bajar de los árboles y era raro el cazador que no presenta, en alguna parte su cuerpo las marcas de los dientes de un mono indignado.

Más peligroso resultaba el trato con las serpientes de las que se salvaron casi mil aunque entre ellas no había más que unas cien auténticamente venenosas. Se salvaron también unas cinco mil tortugas de tierra a las que en Venezuela llaman morrocoyes, y unos quinientos puercoespines. Resulta instructivo destacar que se respeto a todas las especies, beneficiosas o no, porque de lo que se trataba era de conservar la fauna aborigen en toda su pureza, sin discriminaciones sobre su conveniencia.

El destino de estos animales fue muy variado. La mayoría fueron a parar — después de un breve descanso para que se les pasase el susto — a la gran isla Coroima, que con sus 1500 Ha ofrece terreno y alimento más que suficientes. Otros marcharon a Parques Zoológicos, y las serpientes venenosas se dedicaron a la producción de sueros antiofídicos.

La «Operación Rescate» — según mis informaciones — bastante cara, ya que se emplearon en ella todos los medios necesarios, desde una flotilla de embarcaciones hasta helicópteros. El resultado mereció la pena y, por una vez el hombre demostró que también es capaz de respetar a la Naturaleza.

Por lo que a mí se refiere, me alegró comprobar que los venezolanos no escatimaban su dinero a la hora de emprender una «Operación» que tenía muchos puntos de contacto con la que estábamos proyectando,

Al día siguiente, una avioneta monomotor, pilotada por un veterano de las Guayanas, Pedro Valverde, nos trasladó en veinte minutos de vuelo al «Hato Masobrio», antiguas tierras ganaderas que la Corporación de la Guayana compró porque parte de ellas habían de quedar sumergidas por las aguas de la presa del Guri.

Los animales que se traigan de África tienen asegurados aquí, agua y pastos, en esta Gran Sabana que — a una altitud de entre 1.200 y 1.500 m — se extiende a todo lo largo de la orilla derecha del Orinoco.

Estos paisajes son de extraordinaria paz y belleza y aparecen salpicados de continuo por la presencia de altas palmeras moriche que le dan un aspecto paradisíaco; están surcados por innumerables ríos, muchos de los cuales arrastran oro y diamantes. Son tierras semidesiertas, pues no albergan más de un 3 % de la población total de Venezuela, formada en su mayor parte por caucheros, aventureros, buscadores de oro y diamantes, y algunas familias de indios nómadas, en su mayoría pacíficos, que viven de la pesca y de la caza.

Las aguas de estos ríos — que fueron en su tiempo extraordinariamente ricas en vida — se encuentran hoy despobladas debido a la costumbre de los indios emplear un veneno llamado «barbasco», extraído del jugo de ciertas plantas y que tiene la propiedad de atontar a los peces haciéndolos subir a la superficie, donde son fácilmente capturados.

Pese a ello, abundan las feroces pirañas, las anguilas eléctricas, las temibles rayas de dolorosa picadura y un curioso pez, privativo de estas regiones, llamado «cuatro ojos», cuyo único pariente, la blenia, encontraría más tarde en las Galápagos. El «cuatro ojos» debe su nombre a que, tanto su córnea como su retina, se encuentran divididas en dos: una parte superior y otra inferior, lo que le permite nadar en la superficie, de modo que puede ver perfectamente fuera del agua mientras capta lo que ocurre bajo ella. Busca su alimento en el fondo, y está atento a la presencia enemigos: garzas y patos que puedan llegar de aire.

Otra característica del «cuatro ojos» es que su reproducción es vivípara y la hembra da a luz crías totalmente desarrolladas. La aleta anal del macho se ha transformado de forma que pueda depositar el semen en la hembra y resulta curioso advertir que esta aleta anal de los machos se inclina en el 50 % de los casos hacia la izquierda y en los restantes hacia la derecha, mientras que en las otras lo hace hacia la izquierda. Eso quiere decir que un «cuatro ojos», para llevar a cabo su apareamiento, ha de encontrar una pareja cuyas características sean semejantes a las suyas.

En lo que se refiere a la fauna de estas tierras, podría decirse que es casi tan escasa como la presencia humana. Las aves abundan, especialmente loros y colibríes, junto a algunos tucanes, carpinteros, tangaras y oropéndolas, pero lo cierto es que pueden transcurrir días sin que se encuentre un solo animal — y menos aún animal comestible — en esta Gran Sabana que constituiría. Sin embargo, un magnifico «hábitat» para cientos de especies.

Puede ser que, de tanto en tanto, un puercoespín o un armadillo se cruce en nuestro camino; incluso que nos tropecemos con un oso hormiguero de enorme cola, una anaconda o un solitario jaguar. Más difícil resultará ver algún venado, danta, zorro o báquiro. Junto a los ríos viven chiguires e iguanas, antes muy abundantes, pero que se ven implacablemente perseguidas por los indígenas, que las consideran un bocado exquisito. También en los altos árboles viven colonias de onos, especialmente araguatos, «carablanca», o «viuda negra», pero no son, desde luego, tan abundantes como en la Amazonía.

Ésta es pues, la región a la que espero un día poder trasladar a los animales que hoy se encuentran en peligro de extinción en África, y tal vez no sea ése más que un primer paso en la tarea de repoblar Sudamérica con unas especies que, si bien nunca existieron antes aquí, no hay razón alguna para que no puedan habitarla en un futuro.

Si deseamos que, a mediados del siglo próximo, nuestros descendientes admiren un elefante, una jirafa o un hipopótamo, sólo podrán hacerlos trasladándose a las selvas amazónicas o a la Gran Sabana. De otro modo, al paso que vamos, no tendrán más conocimientos de tales animales que el que tenemos ahora nosotros de un dodo o de un mamut.

Concluida la visita al «Hato Masobrio», concluida también, por tanto, la razón de mi estancia en Puerto Ordaz, no pude, pese a ello, resistir a la tentación de recorrer nuevamente aquellos ríos, aquellos campamentos y aquellas selvas por las que había vagabundeado ocho años atrás aquejado por la fiebre del diamante, con el deseo de encontrar otra vez a cuantos amigos había dejado allí, cuando me marché.

Pedro Valverde, el piloto, se mostró encantado con la idea. Aseguró que la avioneta estaba a mi entera disposición para ir a cualquier rincón a que fuera capaz de llevamos, y como en el mundo de la Guayana no hay tiempo, prisas ni distancias, decidió iniciar la búsqueda.

— Podrá encontrarlos en Paúl — me indicó—. Allí acaba de descubrirse el mayor yacimiento de los últimos años.

Así fue como, sin pensarlo, nos encontramos volando hacia el Sur para dejar bajo nosotros la Presa y el gran lago de Guri, y tropezamos, una hora después — siempre siguiendo el cauce del Caroní—, con los escarpados farallones de los Tepuis, mesetas rocosas que surgen como gigantescos castillos en la llanura de la Gran Sabana. De uno de ellos, el Auyantepuí, cae, impresionante, la más alta catarata conocida: el Salto Ángel, increíble con sus mil metros de altitud.

A mitad de camino en el aire, el chorro desaparece., se evapora, convertido en una nube de minúsculas gotas de agua que, más tarde, vuelven a condensarse abajo, dando nacimiento al Carrao, uno de los muchos afluentes del Caroní, rico también en diamantes.

Conan Doyle situó en esos Tepuis su famosa novela El mundo perdido y, en realidad, no resultaría extraño que algún pequeño animal desconocido en el resto del mundo subsistiera allí, aislado desde que, en la Era Terciaria, los Tepuis se alzaron bruscamente sobre llanura.

Jimmy Ángel, el piloto norteamericano que, en 1936 descubrió el Salto que lleva su nombre, intentó, años más tarde, aterrizar con su avioneta en la cumbre Auyantepuí, y lo consiguió, aun a costa de clavar ruedas en el fango y capotar, dejando allí su avión. Logró descender a pie, pero, poco después murió y fue enterrado muy cerca de su querida catarata. Más tarde, una pareja de aventureros norteamericanos, convencidos de que Jimmy había dejado arriba una auténtica fortuna en diamantes — leyenda que aún corre por la región—, intento también el aterrizaje y también se estrellaron. Los restos de ambos aviones seguían en la cumbre del Tepui y era posible verlos bajo nosotros.

Valverde dio entonces una lección de lo que es pilotar, y tras sobrevolar a muy baja altura el Auyantepuí, se lanzó con su endeble aparato por entre las altas paredes del cañón que se forma en su parte sur, en uno de los vuelos más impresionantes y majestuosos a que he asistido en mi vida. Apenas cien metros separan las paredes, cortadas a cuchillo; y a mil bajo las ruedas, la selva parecía subir hacia nosotros a velocidad de vértigo. Valverde tuvo que reducir el régimen del motor, y éste tosió cuatro o cinco veces como si amenazara pararse. Si un hombre tiene derecho a confesar, a veces, que siente miedo, tengo que admitir que en esos instantes me pareció como si una mano de hierro me atenazara el cuello, el corazón y el estómago.

Nuestra avioneta parecía una hoja de papel sacudida por las fuertes corrientes que circulan Por aquellos precipicios, y no creí que tuviéramos esperanza alguna de salir de allí. Sin embargo, ya muy cerca del suelo, Valverde dio nueva fuerza al motor, enderezó el morro y, al girar a la izquierda y doblar la esquina del farallón, el Salto Ángel apareció frente a nosotros tan cerca y tan alto, que se diría que gotas de agua salpicaban el parabrisas del aparato. Aún ignoro cómo pudimos ascender nuevamente para salir de allí, y lo único que recuerdo fue la sensación de terror — y, al mismo tiempo, de placer — que me produjo aquella especie de gigantesca montaña rusa.

Cuando nos alejábamos, Pedro Valverde sonreía, aunque se le advertía ligeramente pálido. Más tarde confesó que también él sentía ese extraño miedo y atracción por el Cañón del Auyantepuí y que habiéndolo atravesado ya en cuatro ocasiones, estaba convencido de que algún día se estrellaría a sus pies. Luego, señaló, a unos dos kilómetros de distancia, una pequeña planicie sobre la que destacaba el esqueleto de un avión.

— A ésos también les atraía el Cañón — comentó — y allí, fueron a matarse.

Resulta sintomático advertir que, en esas tierras en las que el avión es casi el único medio de transporte, rara es la cabecera o el final de pista en el que no aparece algún resto de aparato, y los dejan allí abandonados, no sé si por pereza, o como advertencia a los pilotos de que algún día acabarán de igual modo.

El Auyantepuí comenzaba a quedar a nuestras espaldas, cuando Valverde señaló un punto en el horizonte, hacia el Sudoeste.

— Allí hay una Misión de franciscanos españoles — dijo—. ¿Le gustaría hacerles una visita?

La idea me pareció simpática, y veinte minutos después aterrizábamos en una altiplanicie de clima fresco, frente a un gran edificio de piedra y un poblado indígena de no más de treinta casas: Kabanayen.

Al bajar, dos frailes acudieron a saludarnos: fray Quintiliano de Zurita, superior de la Misión, y el padre Martín de Armellana.

El primero, un anciano de barba blanca y rostro bondadoso, lleva treinta y dos años en Venezuela, en estas soledades de la Gran Sabana, y nos confesó que su nombre en el mundo era Julio Solorzano Pérez, natural de Zurita, una aldea de Santander cercana a Torrelavega. Del segundo, no recuerdo el lugar de origen; sólo que me pareció muy aficionado a la lectura. Había recogido en un libro una serie de cuentos y leyendas que le habían ido refiriendo los indios de la Misión.

Estos indios que se autodenominan «pemones» son también conocidos por el toponímico de aringotos, kamarakotos y alekuna, aunque ellos prefieren e denominación de «pemones». Son gente pacífica que viven al amparo de la Misión, plantando arroz, criando ganado y cazando lo poco que de caza hay por aquellas latitudes. Cuando pregunté al padre Armellana de que vivían en la Misión, respondió, sin pestañear:

— De puro milagro, hijo mío.

No pude por menos que reírle la salida, aunque, realidad, exageraba. La Misión cuenta con unas quinientas cabezas de ganado, y las plantaciones de arroz son importantes. Su problema estriba en que no existe comunicación por tierra con el resto del mundo, y todo cuanto les llega ha de hacerlo por avión, desde los alimentos más imprescindibles (el azúcar, el aceite, la harina o el café), hasta el cemento con el han levantado la Misión y las viviendas de los indios.

El lugar habitado más cercano es el tristemente célebre penal venezolano de El Dorado, de que últimamente, se ha hablado mucho gracias a la descripción que de él hace Henri Charrière en su obra Papillon.

El Dorado se encuentra a una media hora de vuelo hacia el Norte. Hacia el Sur, sólo existe la inaccesible y desconocida Sierra de Paracaima y las inquietantes cumbres de Roraíma; cumbres y sierra en las que jamás ningún hombre blanco ha puesto el pie, y de las que se asegura son el último refugio de aquellas tribus de mujeres guerreras, «las amazonas», que dieran nombre al gran río que descubrió Orellana.

Daba la coincidencia de Que yo acababa de pasar tres meses recorriendo la selva amazónica desde Guayaquil, en el Pacífico, hasta Belén de Para en el Atlántico, siguiendo paso a paso las huellas de Orellana e intentando averiguar todo lo posible sobre el destino de esas mujeres guerreras. Mis investigaciones me llevaban a la conclusión de que, dos siglos atrás, las últimas amazonas fueron a refugiarse en algún escondido valle de esa Sierra de Paracaima, y quise saber que pensaban de ello los misioneros[1].

— Poca cosa — replicaron—. Llegar hasta la Sierra resulta imposible y, desde luego, no sabemos de nadie que haya logrado explorarla. Las tribus de los alrededores, preferentemente waicas y guaharibos, suelen ser hostiles, y más al interior dicen que hay otras muy peligrosas que no permiten que nadie se aproxime. No podemos asegurar que alguna de ellas está limitada a mujeres, pero resulta improbable, pues alguna noticia habría trascendido hasta nosotros.

— Sin embargo — señalé—, algunos pilotos que han sobrevolado la región, afirman haber entrevisto desde el aire puentes y ciudades de piedra. Al menos, ruinas. Y ustedes saben que, según la tradición, las amazonas eran las únicas que edificaban con piedra.

— Se habla mucho de eso — admitieron mientras alguien no sea capaz de ir allí a comprobarlo pero todo quedará en fantasías. Desgraciadamente, es una región inaccesible y, hoy por hoy no creemos que nadie emprenda esa aventura.

Pasamos el resto de la mañana con los misioneros de Kabanayen, que nos atendieron de un modo encantador; emprendimos el vuelo para cruzar de nuevo junto al Auyantepuí y el Salto Ángel, que ya aparecía cubierto por la bruma, y aterrizar en uno de los más bellos rincones del mundo: Canaima.

Las cataratas y la laguna de Canaima constituyen, en mi opinión, lo más parecido al paraíso que pueda hallarse sobre la faz de la Tierra.

Arena blanca, aguas limpias y ni rastro de animales peligrosos; clima agradable y altas palmeras moriche que se inclinan sobre el agua como para dar sombra al bañista. Es, sin duda, el lugar del mundo en el que un día me gustaría hacerme una casa para quedarme a vivir en ella para siempre.

A lo lejos, más allá de los dos saltos, el «Hacha» y el «Sapo», se distingue, apenas recortada, la silueta de Auyantepuí; y aseguran que, en días muy claros, puede verse la espuma del Salto Ángel. Alrededor, praderas, algunos árboles, interminables hileras de palmeras, y una soledad y un silencio majestuosos.

No me gusta recorrer la Guayana sin detenerme al menos unas horas en Canaima, y cuando tengo que marcharme, siento algo semejante a lo que debió de sentir Adán cuando lo expulsaron del paraíso.

Reemprendimos el vuelo, y al poco rato alcanzamos el hidroavión de unos buscadores de diamantes que se dirigían, como nosotros, a San Salvador de Paúl. Un cuarto de hora después, aterrizábamos en la magnífica pista de tierra que cinco mil mineros, trabajando desinteresadamente, habían construido en un solo día. No les quedó otro remedio; el aire es el único camino que puede unir San Salvador de Paúl con e resto del mundo y por él llega, a base de un puente aéreo de veinticinco aviones diarios, todo cuanto la ciudad necesita, desde el pan y la carne, a los picos, las palas y la sal.

Apenas detenida la avioneta en la cabecera de pista, nos rodeó la Guardia Nacional. Querían asegura de que ni una sola gota de licor, ni la más inocente cerveza, entrara en el campamento minero. El alcohol está rigurosamente prohibido en Paúl; por experiencia se sabe que es la bebida la que provoca los grandes conflictos en estos lugares.

En menos de dos semanas, Paúl — apenas tres cabañas perdidas en la Gran Sabana — se había convertido en una ciudad de más de diez mil habitantes enloquecidos por la fiebre del oro y del diamante; infestada de aventureros, buscadores, mujerzuelas, contrabandistas y joyeros: un mundo en el que el alcohol no podía hacer más que aumentar los muchos conflictos que ya surgían de por sí. La Policía y el Ejército procuraban, por tanto, que en la ciudad — que contaba en el momento de nuestra llegada con casi quince mil habitantes — no pudiera encontrarse más que refrescos o café. Las escasas bebidas alcohólicas que los contrabandistas conseguían introducir de matute alcanzaban precios tan astronómicos que resultaba imposible emborracharse, a no ser que se estuviese dispuesto a consumir en un día el trabajo de una semana.

Convencidos de que no llevábamos licor a bordo, nos preguntaron si veníamos como buscadores, para proporcionarnos el correspondiente permiso que nos daba derecho a diez cuadrados de la zona del yacimiento, al sur del pueblo. En estos yacimientos libres o de «libre aprovechamiento», tales permisos no pueden negársele a nadie, venezolano o extranjero, hombre o mujer, y cada minero elige su parcela por orden de llegada.

Al responder que nuestra visita se debía a simple curiosidad y a deseos de volver a ver a viejos amigos, el teniente de la Guardia Nacional, un acho joven, José Alí Hernández, se brindó a prestarnos su ayuda, y mandó llamar a un sargento que parecía conocer a la mayor parte de los buscadores profesionales.

Cuando pregunté al sargento por el Catire Sebastián, o Tomás el Negro, agitó la cabeza negativamente. Al Catire nunca lo había conocido ni sabía de él, y en cuanto a Tomás, hacía un año que había aparecido muerto, flotando en las aguas del río La Paragua.

Pese a que hacía muchos años que nada sabía de él e imaginaba que cualquier día tendría que acabar así, me impresionó el final de Tomás el Negro. Siempre me pareció un personaje extraordinario al que me había unido una gran amistad y al que admiraba en cierto modo, pese a que muchos podrían pensar que era un pobre vagabundo analfabeto.

Para cualquier ser humano, adentrarse en la más inhóspita de las selvas, desafiar los rápidos, padecer mil plagas enfrentarse a los jaguares y a las grandes serpientes, estar siempre a merced de las pequeñas y venenosas víboras, o al alcance de la «araña-mona» y de la «hormiga-veinticuatro» constituiría la más portentosa de las aventuras, la más increíble de las pesadillas, la menos envidiable de las vidas y un tormento que tan sólo podría afrontarse ante la seguridad de una fortuna. Pero, para Tomás el Negro, todo eso no era más que una forma de existencia, la única que conocía, y a la que estaba acostumbrado desde siempre, sin sentirse capaz de cambiarla por otra. Había nacido en un campamento diamantífero, a orillas de ese río, La Paragua, en el que encontró la muerte, y jamás conoció otra actividad que no fuera «ir a la busca» y regresar rico para una larga temporada o más pobre que nunca. Su madre había sido rondadora de campamentos, y su padre, cualquiera de los mineros que le habían precedido por los caminos del bosque o del río; pero él no se sentía ofendido ni molesto por ello.

La mayoría de los que habían sido niños con él pertenecían a la misma clase. Cuando fue mayor, los mineros que crecieron con él seguían siendo los mismos, y los que llegaban de fuera sólo eran aventureros a los que casi siempre se podía acusar de algo bastante más serio que no tener padre conocido.

Por otra parte, para ofender a Tomás el Negro había otros métodos; pero, fueran cuales fueran, los que le conocían procuraban no ponerlos en práctica, pues era cosa sabida en la Guayana que Tomás tenía el «machete alegre», y que con él en la mano, era capaz de auténticas diabluras.

El machete de Tomás aparecía siempre limpio, pulido y afilado, como sí se dispusiera a emple1arlo para comer. Y contaban las historias — ¡tantas historias corren por los campamentos! — que esa arma había desempeñado un papel importante en alguna que otra muerte, y que también era culpable de que al ruso Cantalejo le faltasen tres dedos, aunque el ruso jamás se pronunció en uno u otro sentido.

Esa historia se remontaba a años atrás cuando siendo todavía un muchacho, Tomás se fuera con ruso el ruso a «la busca», regresando a los tres días, malhumorado y sin diamantes, y el otro, con tres dedos menos. Malas lenguas aseguraban que, por aquel tiempo el Cantalejo tenía extraños gustos y aficiones desde entonces, se le pasaron.

Fuera como fuese, lo cierto es que Tomás el Negro estaba considerado como poco amigo de bromas y merecedor de un prudente respeto, lo cual no es raro, puesto que, en el mundo de los diamanteros, el que no logra hacerse respetar tiene que buscar rápidamente otros horizontes.

Desde que nació, Tomás no había sabido de otra ley que la de cada cual, ni otra forma de hacerla cumplir que la fuerza, y a eso se atenía. Los hombres libres de policía la Guayana, los mineros de la selva, no quieren saber nada de la Policía, Ejército o Justicia como la entendemos las demás mortales. Por su parte, la Policía, el Ejército y la Justicia se muestran más que satisfechos de no tener que tratar con semejante clase de individuos, la mayoría de los cuales suele tener el «machete alegre» o el revólver pronto.

San Salvador de Paúl constituye un caso aparte, ya que la importancia del yacimiento lo convirtió en una auténtica ciudad en poco tiempo; pero, normalmente, cuchillo, revólver y rifle constituyen una parte muy importante en la vida de los buscadores. En los primeros tiempos que pasé con ellos años atrás, raras veces me separé de mi automática, aunque en mi caso no resultaba necesario, ya que mi amistad con Tomás el Negro alejaba cualquier peligro y hacía desistir a quien tuviera intención de buscar camorra.[2]

La razón de que Tomás el Negro se interesara por mi amistad es lo que le convertía en un personaje curioso que habré de recordar por mucho tiempo que pase. Le gustaban los sonidos y para él eran la parte más importante de su existencia, y su gran desgracia estribaba, al parecer en que habiendo nacido y crecido en la selva, llegó un momento en que conocía uno por uno y hasta el hastío cuantos sonidos eran capaces de producir la espesura y sus oradores.

Al decirle yo que la selva siempre reservaba sorpresas, me respondió:

— Eso te lo parece a ti y a todos los que vienen de fuera. Pero, para los que hemos nacido aquí, no las tiene, y resulta monótona.

De aquí que a Tomás el Negro le gustara estar conmigo y oírme hablar. Los demás mineros, los habitantes del campamento, tenían, según él, un vocabulario muy reducido — semejante al suyo — y ya lo conocía. Le interesaban palabras nuevas que le parecieran hermosas por sí mismas aunque le tuviera sin cuidado lo que pudieran significar.

Porque, eso sí, para Tomás, las palabras eran buenas o malas no por lo que representaban, sino por lo que a él le pareciese. «Albóndiga» y «autónoma» le hacían cerrar el puño y soltar un «¡Caray!» entusiasmado, mientras que «patria», «progreso» y «civilización» le dejaban indiferente.

Ese amor a las palabras, a los sonidos e incluso a los ruidos de toda clase, era lo que hacía que no se separase nunca de su radio, un transistor que resultaba del todo incongruente en aquel extraño mundo de la selva y de la busca.

El día en que Tomás el Negro vio y oyó una radio por primera vez, quedó maravillado, y me contaba que, desde ese momento, todo su esfuerzo se centró en conseguir una; y no paró hasta que se la trajeron — por un precio astronómico — desde Caracas. A menudo, cuando trabajaba en el lecho del río paleando el cascajo en el cual buscaban los diamantes, la radio colgaba de una rama próxima lanzando al aire más chillidos y carraspeos que sonidos articulados. A cientos de kilómetros del punto civilizado más próximo, en el confín de la Guayana y bajo los inmensos árboles de la selva, pocas veces lograba captarse con claridad una emisora, pero eso parecía traerle sin cuidado al Negro. Él escuchaba con atención y, de tanto en tanto, alzaba la cabeza y sonreía:

— ¿No lo has oído? Estoy seguro de que ha dicho, «Copacabana». ¡Caray!

Había pasado mucho tiempo en la selva con Tomás el Negro. Él me enseñó a buscar los diamantes en los recodos de los ríos, a distinguir los principales ruidos de la espesura y a cazar con trampa. Y yo, en compensación, le hablaba y le hablaba, tratando de recordar altisonantes palabras que nunca empleé antes y que a menudo, carecían, de significado. Ahora, al enterarme de que había muerto, intenté hacer un esfuerzo y recordar cuáles eran las palabras que más desataban su entusiasmo.

¡Albóndiga!

¡Caray!

Capítulo III DIAMANTES

La calle principal o Calle Mayor de Paúl estaba formada por casuchas de madera y cinc en las que se sucedían los almacenes, las tabernas que ofrecían comidas y bebidas no alcohólicas las casas sospechosas ante cuyas puertas se lucían las «buscadoras de buscadores de diamantes» las tiendas de compradores que se disputaban las piedras encontradas cada día, y por último, los cines. Cines, sí, porque aunque parezca mentira en aquella ciudad que no tenía más que Cinco meses de vida y estaba condenada a desaparecer, existían ya diez salas de cine que no eran, en realidad, más que simples barracones al aire libre.

Y por aquella calle, con sus grandes «surucas», sus palas y sus cubos al hombro, cruzaban los mineros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos y los compradores les llamaban al pasar, intentando quedarse cada uno de ellos con el fruto que hubiese dado la mina en el transcurso de la jornada.

En sus tres primeras semanas de existencia, San Salvador rindió unos setenta millones de pesetas en diamantes, y aunque cuando yo llegué la producción había descendido mucho, aún le resultaba fácil a un buen minero obtener un jornal de diez mil pesetas diarias. Se calculaba que si continuaba la avalancha de gente, el yacimiento quedaría agotado rápidamente.

Las piedras que se encontraban no solían ser ni demasiado grandes, ni de excesiva calidad, pese a lo cual, a menudo aparecían buenos diamantes de más de doce quilates. El precio normal del quilate en la mina o en las tiendas de la Calle Mayor variaba entre las cinco o las seis mil pesetas, aunque debía tenerse en cuenta que esas piedras necesitaban luego ser talladas.

Al final de la calle comenzaba el «yacimiento», que no era, en realidad, más que una llanura de arena blanca y fangosa, en la que resultaba fácil hundirse hasta la pantorrilla. Los «cortes» en que los mineros trabajaban extrayendo el cascajo sucedían a los montículos de material de desecho y con su color blanco intenso, el conjunto resultaba extraño y se diría que semejante a las fotos de la Luna.

Los buscadores se afanaban incansablemente y, por lo general, trabajaban en grupos. Mientras unos llenaban los cubos de cascajo, otros los transportaban y el último los lavaba en pequeñas piscinas que habían construido al efecto. Utilizaban para ese lavado grandes cedazos redondos llamados «surucas», superpuestos entre sí en número que variaba de tres a cinco, y que iban del más ancho, que dejaba pasar las piedras del tamaño de un garbanzo, al más fino, que tan solo podía atravesar la arena.

El buscador hacía descender — con ayuda del agua — al cascajo de uno a otro cedazo, y a cada nuevo pase, sus experimentados ojos advertían de inmediato si lo que quedaba en la «suruca» era una piedra buena o una simple material de desecho. De tanto en tanto, su atención aumentaba, rebuscaba con los dedos, y acababa alzándose con un pequeño diamante que mostraba a sus compañeros.

En realidad, era una tarea agotadora; trabajaban desde que amanecía hasta el anochecer bajo un sol implacable; un sol tan sólo concebible para quien conozca a fondo esta Guayana de Venezuela.

¿Merecía la pena?

Resulta difícil dar una opinión. Conocí en Paúl a mineros que, en cinco meses, habían ganado más un millón de pesetas; pero también es cierto que muchos de ellos yacían bajo tierra, y bajaron a ella sin un centavo.

Las fiebres, la fatiga, los insectos y las serpientes solían acabar pronto con las más fuertes constituciones; t si a ello se une una pésima alimentación y una vida desordenada, se comprenderá por qué nunca se haya sabido de ningún buscador que haya salido de la Guayana con dinero en el bolsillo.

En realidad a San Salvador de Paúl no podía considerársela un típico campamento de buscadores de diamantes. Lo era, en efecto, pero demasiado grande, demasiado espectacular. La importancia de la «bomba» o yacimiento corrió de tal forma por el país alcanzó tal notoriedad, que acudieron a aquellas tierras gentes que antes nunca habían soñado siquiera con dedicar su vida a la persecución de una fortuna en diamantes.

Estudiantes obreros, oficinistas, incluso amas de casa, habían dejado su Caracas de origen para tomar un avión y lanzarse, sin más experiencia ni más bagaje que su entusiasmo, a la hipotética aventura de encontrar en Paúl un diamante que les hiciera ricos para siempre.

Por ello, su crecimiento fue monstruoso, todo se desorbitó y llegó un momento en Ejército de la Guardia Nacional tuvo necesidad de intervenir. Era imposible que allí imperara, como en otros campamentos, la Ley de «los hombres libres».

Normalmente los buscadores suelen ser nativos de la región, hijos de otros buscadores a aventureros llegados desde los más lejanos rincones del mundo. Durante los tiempos de mi primera estancia, abundaban en la Guayana nazis fugitivos que intentaban esconderse de nadie sabía qué persecuciones, así como evadidos del penal francés de Cayena, pues Venezuela había adoptado la actitud de permitir a tales evadidos vivir en libertad en su territorio, siempre que no atravesaran el río Oricono hacia el Norte.

Todo eso hasta, quizá, para indicar qué clase de gente se encontraba en los pequeños yacimientos de las orillas de los ríos y qué recuerdos me habían quedado de ellos.

Ahora, sin embargo, me encontraba con un Paúl sin borrachos, sin aventureros, sin asesinos o ex convictos, en el que pululaban estudiantes de Medicina, empleados de Banco u obreros de la construcción. Era, en verdad, un campamento de buscadores un tanto especial.

Esto no quiere decir que en Paúl no estuvieran también todos los aventureros, nazis o evadidos propios de la Guayana. La importancia de yacimiento les había atraído también, pero su presencia era menos notoria, puesto que se esforzaban por pasar inadvertidos a las fuerzas del Ejército y de la Policía.

Dediqué parte del tiempo que pasé en San Salvador a intentar localizar a el Catire Sebastián y, al final, di con una mujeruca que le conocía.

— Se quedó allá abajo, en El Merey. No quiso venir. Dijo que esto era mucho «relajo» para él.

Conociendo como conocía a el Catire, no me sorprendió, pues aunque era uno de esos seres que han nacido para rodar eternamente, para no encontrar su lugar en la vida y contemplarlo todo con aire escéptico, la gente, en especial las aglomeraciones, le molestaban. Para él, las quince mil personas de Paúl constituirían tanta aglomeración como los diez millones de Nueva York o los tres de Madrid.

Nunca pude llegar a saber dónde había nacido ni cuándo. Podía ser español, aunque el cabello rubio que le daba su apodo de Catire era demasiado rubio, y sus ojos azules, que siempre estaban ausentes, demasiado azules. Hablaba castellano correctamente, con un ligero acento criollo que le venía dado, sin duda, por los años pasados en Venezuela, pero, como también su francés y su inglés eran correctos, no sabia uno a qué atenerse.

El Catire era residuo de alguna guerra, y eso es algo que ni él negaba, ni hubiera podido hacerlo, porque se adivinaba con sólo verle. Su antebrazo izquierdo presentaba una enorme cicatriz y le costaba cierto esfuerzo mover esa mano, que en los días que amenazaba lluvia le dolía intensamente. Sin embargo, cuando hablaba de la guerra — cosa que no solía hacer con frecuencia — nunca se refería a nada concreto, y no daba el menor detalle del frente en que estuvo ni de en qué lado. Tan sólo decía, los «nuestros» o «los otros», para relatar algún episodio, y como nadie le preguntaba quiénes eran los «nuestros» y quiénes los «otros». Tampoco lo hice yo. Me pareció que existía un tácito entendimiento de que si él no lo decía, no debía preguntárselo y, posiblemente, tampoco hubiera obtenido respuesta.

Lo importante en el Catire era lo que decía y cómo lo decía. Tumbado en su hamaca, a la puerta cabaña y con el sombrero puesto sobre los ojo que atenuase el brillo del sol, casi siempre era el centro de las tertulias de los mineros estaban dedicados a la busca, no tenían más entretenimiento que emborracharse, jugar a las cartas o ir a dar conversación a Sebastián.

De él, nunca supe cuándo iba a «la busca», cuando bajaba al río, o se adentraba en la selva, pues parecía dividir su vida en tres etapas: dormitar con el sombrero totalmente echado sobre la cara; levantarlo un poco para observar — a veces con un solo ojo — a los que le hablaban; y bajar la mano hasta la botella de ron que descansaba a su lado, para llevársela a los labios.

Algunos días, con una fusta, intentaba inútilmente alcanzar a un chucho callejero que tenía la fea costumbre de venir a lamer el cuello de la botella y nunca pude averiguar si lo que le gustaba al perro era el ron o el deporte de esquivar la fusta cosa no muy difícil, porque el Catire no se esforzaba gran cosa, y, desde luego, no cambiaba nunca de posición.

Por todo esto se podía pensar que el Catire Sebastián era un vago. Tal vez sí, pero no llegué a convencerme de ello parecía más bien un hombre que había perdido el interés por todo; que no esperaba nada de nadie, y que se había dejado vencer por la modorra del trópico, por el clima, incapaz siquiera del esfuerzo que significaría ir a buscar su revólver para pegarse un tiro.

Además, tenía su vida. Una vida que no debería ser, probablemente, más que recuerdos de otra que pasó; pero, al fin y al cabo, existen seres para los que los recuerdos siempre son mucho más importantes mucho más hermosos, mucho más dignos de ser vividos que la realidad.

Pasó tiempo antes de que pudiera saber algo de Sebastián y lo que supe llegó a sorprenderme. Casi increíble en un hombre como él, resultó en extremo religioso, y eso era lo último que podía esperarse de quien andaba mezclado con toda aquella ralea de buscadores, aventureros, ladrones mujerzuelas, tramposos y fugitivos de la justicia.

Debe quedar bien sentado, sin embargo, que la clase de religiosidad de el Catire distaba mucho de parecer la de un beato, aunque se hallaba, eso sí, firmemente asentada.

Había algo en esa fe que llamaba la atención y probablemente se debía a los extraños razonamientos que hacía sobre ella y las conclusiones a que llegaba.

Un día en que nos encontrábamos solos — él, inevitablemente tumbado a la puerta de su cabaña—, me confesó:

— ¿Sabes? Tan sólo hay una cosa, un atributo del que me gustaría que Dios careciera, el que no se le ha que negado nunca: la Eternidad. Creo que un Dios que supiese que algún día iba a morir, comprendería mejor a los hombres.

Le miré, estupefacto. No supe qué responder, y prosiguió:

— No hablo de un Ser Supremo que pueda ser Completamente destruido, sino de uno que evolucionara hacia una especie de fin, que fuera, en realidad, una transformación, del mismo modo que nosotros nos transformaremos para pasar a ser sólo espíritu. La eterna inmovilidad, el ser siempre lo mismo durante siglos y siglos, es algo que me aterroriza. En mí, y en Dios.

Capítulo IV VENEZUELA

Al único que encontré en Paúl fue a un minero medio loco llamado el Ruso — que no tenía nada que ver con el Ruso Cantalejo al que Tomás el Negro había cortado los dedos años atrás. Éste era ahora dueño de un tabernucho de refrescos y comidas, sito junto al yacimiento. De los primeros en llegar, había escogido su parcela de modo que pudiera trabajarla y atender a su negocio al mismo tiempo. No más de cincuenta metros separaban una de otro y, en una ocasión, unos buscadores peor situados habían querido comprarle la taberna con el único fin de buscar diamantes bajo ella.

A el Ruso lo recordaba bien, pues había intentado venderme una espada española del siglo XVI que aseguraba haber encontrado aguas arriba del Caroní, cerca ya de la Sierra de Paracaima. Eso significaba que, allá por el mil quinientos, hubo un español que perdió su espada en una región a la que ahora apenas se llega con la ayuda de avionetas.

Encontré a el Ruso cansado y envejecido. Se había pasado los cuatro últimos años en el penal de El Dorado, y eso acaba con cualquiera. Se le acusó de haber matado a un comprador de diamantes y de haberle robado luego sus piedras, y le cayó una condena como para no soñar en salir nunca del presidio. por fortuna, se descubrió después que, si bien era cierto que mató a aquel hombre en una discusión, no fue él quien le robó, y gracias a eso le pusieron en libertad.

Le pregunté cómo tenía ánimos para continuar en la Guayana después de tantos problemas y de lo agotado que se veía, y se encogió de hombros —

— ¿Dónde quieres que vaya — dijo — Fui de los que primeros en llegar aquí, a Paúl, cuando comenzó a «sonar», que había «música» de diamantes. En estos cinco meses he ganado setenta mil bolívares… En ningún lugar sacaría tanto.

— ¿De qué te sirve si te lo gastas como los ganas? — repliqué — Te vas a matar en la mina y nunca tendrás nada.

— Ahora, sí — aseguró, convencido — Tengo el «botiquín» — el tabernucho — y estoy ahorrando. Si continuo con la «buena» podré comprarme una avioneta.

— ¿Una avioneta? — pregunté, asombrado — ¿Y para qué quieres tú una avioneta?

— Para montar una empresa de transportes, aquí, en la Gran Sabana. Conozco esta región y sé que su futuro está en los aviones.

— ¿Sabes pilotar?

— No, pero aprenderé.

— ¿A tu edad?

— Tengo cuarenta y un años.

Le miré, sorprendido. A quien le preguntasen, juraría que pasaba de los sesenta. Aun así, me constaba que no se quitaba años; la selva, la mina y El Dorado podían transformar a un joven en un anciano.

Le pedí que me contase cosas sobre El Dorado, pero negó con un movimiento de cabeza y comentó:

— Aquello es un infierno, muchacho. Prefiero olvidarlo.

No insistí, resultaba inútil, Y me limité a pasar el resto del día con él, en su parcela del yacimiento, en la que, por cierto, no encontró nada en toda la tarde.

— Esto empieza a agotarse — comentó de regreso al tabernucho, que, además, era su vivienda—. Si hay alguien que me lo compre bien todo, me largo hacia el Sur.

— Al Sur ya no queda más que Paracaima — dije — ¿Entrarás en ella?

— No estoy tan loco — respondió—. Los salvaje esos montes son mala gente. Pero, cerca, corre un riachuelo que siempre lleva alguna piedra… Tengo que reunir dinero para comprar la avioneta.

Le dejé con esa ilusión. A estas alturas, tal vez la tenga ya, porque en la Guayana se puede ganar el dinero con rapidez. O tal vez esté muerto, porque también se muere con rapidez.

En cuanto a mí, regresé a Caracas, vía puerto Ordaz, tras despedirme de Pedro Valverde. Sentí no acercarme hasta Tucupita, donde tenía un buen amigo, Frank García-Sucre, compañero de juergas en los años juveniles de Madrid.

En Caracas, el general Ravart se alegró de que me gustara el lugar escogido y me prometió que, la semana siguiente, presentaría el proyecto de la «Operación Arca de Noé» al presidente Rafael Caldera.

Me hubiera quedado hasta entonces, pero en aquellos días hubo, una vez más, agitación en la Universidad Central de Caracas, el Ejército tuvo que intervenir, y el presidente estaba demasiado ocupado para preocuparse de los animales africanos.

En realidad, el problema estudiantil no llegó a adquirir importancia, y el general Ravart pudo — pocos días después de mi marcha — mantener su entrevista con el presidente y obtener su aprobación para el proyecto.

Afortunadamente, y pese a esas esporádicas algaradas estudiantiles, Venezuela constituye hoy, con sus doce años de ininterrumpida democracia, un claro ejemplo de que los países hispánicos pueden, pese a todas las opiniones en contra, gobernarse dentro de los límites de la justicia y de la democracia, e incluso pueden cambiar de ideas políticas sin que ello origine un problema.

En unos tiempos en los que la mayoría de sus vecinos — Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú y Panamá — han caído, una vez más, bajo los totalitarios sistemas militaristas que parecían desterrados, al fin, del continente, el país del petróleo — tanto más en peligro cuanto más rico — se esfuerza, y en ese esfuerzo interviene la voluntad de todos sus habitantes por conservar los sistemas de Gobierno elegidos por votación popular.

Nadie, ni el más optimista observador, podía creer, años atrás, que un país del hemisferio sobreviviese a doce años democráticos, máximo, cuando en el ínterin había de darse un traspaso de poderes entre enemigos políticos y, no obstante, en Venezuela ocurrió. Y no debemos olvidar que Venezuela sufrió con anterioridad las peores dictaduras conocidas — Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez-Jiménez — y conserva, por tanto, una honda tradición dictatorial, así como un número una nada despreciable de «ultras» que aún recuerdan con nostalgia «los dorados años del querido general».

«Ser venezolano es una profesión» se decía en un tiempo; pero aquellos tiempos ya pasaron. Eran los años de la inmigración en masa, cuando Venezuela adquirió una tasa de desarrollo casi increíble; cuando a ella acudieron gentes de todo el mundo a las que las guerras o la desgracia habían dejado sin patria, sin fortuna o sin esperanzas.

Se convirtió en la Tierra prometida para millones de seres humanos, y lo cierto es que la promesa se cumplió para bastantes, pese a la oposición de los mismos venezolanos.

Hay muchas clases de venezolanos, con muy diferentes formas de pensar, y poco tiene en común un llanero con un negro margariteño, pero más quizá en cualquier otro lugar de Hispanoamérica, más quizá que en cualquier rincón del mundo, el venezolano es casi por exclusividad el capitalino. Caracas absorbe y anula el resto de la nación, y ninguna otra ciudad le hace sombra, ni existe nada comparable a ella.

Los llaneros son hombres duros cetrinos, pensativos apegados a su tierra — seca o empantanada según la época del año—, que viven por y para ella y su ganado; hablan poco y permanecen al margen de la vida representativa de la nación. Están en el llano, y el llano está en Venezuela; aman al llano y, por lo tanto, aman a Venezuela. Pero tal vez, si su llano perteneciese a la zona brasileña o colombiana, también amarían a cualquiera de esos dos países.

Estos llaneros constituyen una pincelada de austeridad y firmeza en el carácter venezolano, del mismo modo que los negros de la costa ponen una nota de colorido y los indios de la selva guayanesa, de exotismo o primitivismo. Pero, en el fondo, todo ello más que un complemento a la personalidad de los habitantes de Venezuela; personalidad que, como digo, se ve centrada, absorbida por completo, por de ser de los caraqueños.

Éstos, por su parte, son, ante todo, rabiosamente nacionalistas, y aunque el nacionalismo a ultranza, por lo general, un distintivo común a todos los hispanoamericanos, en los venezolanos se puede advertir que lo tienen, más que como un orgullo, como una diferenciación.

Para el venezolano, ser venezolano no es tan sólo poseer una nacionalidad determinada, sino, sobre todo, distinguirse de cuantos en su país son extraños, advenedizos, «musiús». En eso, la inmigración influyó de forma decisiva en el carácter del criollo. Este, acostumbrado a una vida plácida y casi provinciana, se vio invadido de pronto por una masa de gentes desesperadas que llegaban de sus tierras, deseosos de abrirse camino — un camino lo más amplio posible — y, por tanto, el criollo se encontró súbitamente arrollado y casi desplazado por aquellos que, no teniendo nada, deseaban mucho.

Italianos, portugueses, españoles, alemanes, eslavos, incluso árabes, judíos y turcos acudieron con las manos vacías, dispuestos a trabajar por nada; a veces, tan sólo por la comida; dispuestos a quitarles el puesto a los que lo tenían, y a hacer el mismo trabajo por la mitad, por la décima parte del precio.

Oleada tras oleada, llegaron los hombres arrojados por la Europa en guerra; pero los criollos no estaban preparados para semejante invasión y fueron sintiéndose, primero, desconcertados, más tarde, irritados, y, al fin, furiosos de tal modo, que para protegerse a sí mismos, para hacer frente a los que eran más fuertes, tuvieron que crear su «venezolanismo», esa mezcla de desprecio, rencor y miedo que durante años fue un arma o un sistema, y que después, al retirarse la marea humana, quedó como una costumbre.

Son muchos los que le acusan de haber hecho eso por incapacidad o por no sentirse lo suficientemente firmes como para mantener sus puestos ante los extraños — más laboriosos o astutos—, pero, en el fondo, no se les puede cargar con la responsabilidad. No era culpa suya que el mundo estuviera en guerra; de que hubiese millones de hambrientos y de que éstos quisieran aprovechar, fuera como fuera, la oportunidad que se les brindaba.

Todo acabó, sin embargo, bruscamente. El fenómeno de la inmigración, del desarrollo monstruoso, murió el 23 de enero de 1958, con la caída del dictador Pérez-Jiménez. A partir de ese momento, la masa venezolana de más baja extracción, que odiaba a los extraños y les culpaba — erróneamente — de mantener el régimen de fuerza, se ensañó, casi impunemente, con los que consideraba intrusos.

Fueron tiempos difíciles en los que por todas partes se escuchaban insultos a los «musiús» e incluso se les perseguía, dándose casos de asaltos y asesinatos, sin que la Policía interviniera. Se creó una extraña psicosis que fue rápidamente aprovechada por hampones y políticos, sin que el Gobierno que siguió a Pérez- Jiménez, la Junta Militar de Larrazábal, hiciese nada por evitarlo. Esta Junta se consideraba, ante todo, popular aunque fuera, en realidad, «populachera», y convirtió el «pan y circo» en «pan y emigrantes», y consiguiendo que, al fin, éstos se sintieran demasiado en peligro e iniciasen el regreso a sus lugares de origen. Fue el más desesperado y tétrico éxodo de que se tiene noticia, y muchos perdieron de golpe su nueva patria, su hogar y sus años de esfuerzo.

Más tarde, una ley cerró definitivamente las puertas de Venezuela a la inmigración, y ése fue, sin duda, el mayor error que se haya cometido nunca en este país. Está demostrado, y se demostrará hasta la saciedad, que las naciones americanas — incluso Estados Unidos — necesitan la inmigración para llevar a cabo su desarrollo, y que sin ella, están perdidas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estas Repúblicas son más extensas que cualquier país europeo, y se encuentran poco y mal pobladas. Pero, mucho más importe que la densidad, es el hecho de que carecen de una población adulta preparada. Se calcula que Hisponamérica cuenta con casi un 60 % de población «no hábil», y ponerla en condiciones cuesta muy caro. No hay técnicos, ni artesanos, ni nadie capaz de enseñar, hasta el punto de ser necesario importar obreros especializados para que hagan de maestros. Han tenido que traerlos pagando un precio muy alto, cuando, antes, esa misma gente venía por su cuenta, enseñaba a cuantos estaban a su alrededor, y creaban puestos trabajo, ya que montaban talleres, pequeñas fábricas e incluso grandes empresas.

La masa popular criolla, mal aconsejada, y con la falta de sentido común de los semianalfabetos, estaba convencida de que, cuando los emigrantes se fueran, todo lo que les pertenecía pasaría a sus manos; pero se encontraron que, aunque así fuera, no sabían qué hacer con ello. Les faltaba espíritu, preparación: es decir, todo lo que el inmigrante desplazado de su país había traído consigo. El venezolano que servía estaba colocado — y bien — con o sin extraños. Las leyes les protegían en tiempos de Pérez-Jiménez, e incluso se exigía un tanto por ciento de naturales del país en las nóminas; así, pues, todo el que sabía hacer algo tenía su puesto.

Quedaban sin trabajo los que no eran capaces de hacer ni aprender nada. Éstos continúan exactamente igual, y lo que ahora ocurre es que — al cesar muchas empresas de los que regresaron a sus países — gran parte de los que tenían trabajo se quedaron sin él. Eso ha dado lugar a que el paro haya aumentado notablemente en el país, a la par que ha descendido el nivel de vida.

Sin embargo, y eso resulta sintomático, existe al mismo tiempo una increíble demanda de mano de obra especializada, y un buen técnico, un mecánico o un contable recibe sumas que parecen fabulosas desde nuestro punto de vista. No hace mucho, la empresa constructora de Guri se vio en la necesidad de importar de Italia a trescientos carpinteros encofradores, pagándoles a precio de oro. Muchos de ellos eran emigrantes que se habían tenido que ir en 1958.

Capítulo V EL PARAISO DE LAS DROGAS

En poco menos de una hora, el avión me llevó desde el aeropuerto Maiquetia al de Isla Verde, en San Juan de puerto Rico. Allí, tuve que soportar las siempre fastidiosas preguntas y los minuciosos registros de las autoridades norteamericanas, que se ocupan — la mayoría de ellas sin hablar una palabra de español — de atender el servicio de Aduanas puertorriqueño.

Como se sabe, la isla tiene un extraño régimen, llamado de «Estado Libre Asociado», con derecho a elegir su propio gobernador y a que sus ciudadanos tengan pasaporte americano, pero con la obligación — entre muchas otras — de permitir que los norteamericanos se ocupen de su Ejército, de su política Exterior y de sus Aduanas.

Era ya de noche cuando llegué al hotel: el pequeño «Da Vinci», discreto y acogedor, aunque se encuentre situado en pleno Condado, incrustado entre esos otros inmensos hoteles para turistas americanos, en los que alguna vez me había hospedado ya, y que aborrezco. Éste, que había descubierto años atrás, tiene la ventaja de ofrecer una aceptable cocina italiana y no contar con sala de juego. Además, su precio se encuentra bastante alejado de esos 35 ó 40 dólares diarios que se paga en los hoteles grandes sólo por dormir.

Puerto Rico es, hoy por hoy, uno de los lugares más caros del mundo, y ello se debe a la invasión de turistas norteamericanos, que, sin dinero suficiente para viajar a Europa o descender hasta Sudamérica, buscan aquí exotismo, playas y mujeres distintas, a la par que buscan, sobre todo, el juego, las drogas y la prostitución.

Porque, desgraciadamente, San Juan de Puerto Rico se ha convertido en la actualidad en una de las ciudades más corrompidas del mundo, peor, quizá, de lo que fuera La Habana anterior a Fidel Castro.

Cuando con la caída de Fulgencio Batista, La Habana dejó de ser el burdel de Norteamérica, los mismos cubanos que la habían convertido en eso y los norteamericanos que les apoyaban, fijaron sus ojos en Puerto Rico. Se puede asegurar que, en diez años, han logrado sus objetivos a la perfección.

En los grandes hoteles del Condado, las prostitutas ejercen su comercio en el mismo hall o en el bar, y muchas se encuentran hospedadas en habitaciones que los conserjes y botones se apresuran a indicar a los clientes. También en cada uno de esos hoteles abre sus puertas una sala de juego con ruleta, «black-jack» y dados, que constituye el auténtico negocio del hotel, pues no existe ninguno de los grandes que pueda subsistir sin juego.

Recuerdo que, hace unos siete años, un grupo de gángsters norteamericanos montaron el precioso «Hotel Ponce de León», pero sus negocios sucios en el juego fueron tan escandalosos que se les obligó a cerrar la sala. Eso hizo que, automáticamente el hotel se convirtiera en un negocio ruinoso, hasta el punto de que tuvieron que venderlo a la cadena Hilton, que, cambiándole el nombre, lo convirtió en «San Jerónimo» y pudo abrirlo de nuevo con sala de juego.

Tener una ruleta o una mesa de «black-jack» en la propia casa es una tentación difícil de vencer, y por más que en mis anteriores viajes me esforzara por jugar, recuerdo que, cuando regresaba al hotel — fuera la hora que fuese—, siempre me sentía atraído por probar la suerte una sola vez antes de irme a la cama. Y ese tentar la suerte acababa siempre en una perdida de cien dólares. De ahí que, entre otras razones, hubiera optado por mudarme al pequeño «Da Vinci».

Pero, más que en ese ambiente de juego o de prostitución, es en el de las drogas donde se advierte el proceso de desmoralización por el que está pasando la sociedad puertorriqueña. Recientes estadísticas han demostrado, que así como existe un adicto a las drogas entre cada 3.500 habitantes de los Estados Unidos, y uno por cada 700 en la ciudad de Nueva York, existe, al menos, uno por cada 250 en Puerto Rico, lo que le convierte en el primer consumidor de drogas mundial.

Hay más de 15.000 drogadictos fichados en la isla, aunque se calcula que, en total, pasarán de los 25.000, de los cuales, unos 10.000 se encuentran en la capital, San Juan. Puede asegurarse que, en conjunto, Puerto Rico consume por sí sola la cuarta parte de las drogas que entran en Estados Unidos, con un gasto anual de unos 70 millones de dólares.

Las cifras resultan aterradoras y las autoridades se confiesan impotentes para luchar contra semejante ola de vicio. Según los maestros y profesores universitarios, casi el 65 % de sus alumnos fuma marihuana y muchos de ellos consumen cocaína, heroína o LSD.

La Policía, por su parte, calcula que los narcómanos efectúan unos 35.000 robos o atracos anuales, y que una mayoría de los asesinatos, violaciones y delitos de todo tipo que se cometen en la isla son consecuencia directa o indirecta de la droga.

El mayor grado de actividad de su comercio se encuentra en las calles de San Juan, en los alrededores de las salas de juego y hoteles del Condado, e incluso en los jardines de la Universidad de Río-Piedras.

Cuando pregunté a Carlos, un viejo amigo, cómo podría arreglármelas para obtener más información sobre el tráfico de drogas en la isla, no pareció encontrar ninguna dificultad. Aquella noche, me acompañó al «pelícano», un club frecuentado por gente joven, y me presentó a un cubano que no tuvo el menor reparo en contestar que podía proporcionarme cualquier clase de estupefacientes, desde un pitillo de marihuana a un terrón de azúcar con LSD.

— Pero no te aconsejo el LSD — me indicó—, no es más que un juego de intelectuales o seudointelectuales que creen que «viajando» van a descubrir las fuentes de la vida. No es una droga de evasión, como la morfina o la heroína, ni está hecha para nosotros, los latinos. No es para los que quieren «evadirse», sino para los que quieren «encontrarse».

Comprendí que estaba dispuesto a contar más cosas y le invité a unas copas; quería saber todo lo relacionado con el LSD en Puerto Rico.

— Químicamente, no es más que el ácido dietilamido-lisérgico — continuó—, pero, para muchos, es una especie de néctar salvador, con el que los hombres podrán, al fin, comprenderse a sí mismos. Lo más gracioso es que a su alrededor se ha creado un ambiente esnob que hace que sus adictos no se avergüencen, sino que se sientan orgullosos, lo que no ocurre, por ejemplo, con los marihuaneros o cocainómanos. Ahora mis clientes son gente bien: abogados, médicos industriales y, sobre todo estudiantes. Es posible que el año que viene me matricule en la Universidad — añadió cínicamente — Allí, tendré la clientela más a mano.

Luego, quiso ceñirse al negocio y me pidió ocho dólares por una dosis de LSD. Se los entregué y salimos juntos a la calle. Después de andar dos manzanas, se detuvo en una esquina y me señaló el iluminado escaparate de una zapatería de la acera opuesta.

— Bajo aquel escaparate, en el reborde, en el extremo izquierdo, encontrarás lo que buscas — dijo.

Y, dando media vuelta, desapareció.

Crucé la calle y, en efecto, pegado con chicle bajo el reborde del escaparate, había un pequeño terrón de chicle envuelto en plástico.

Nunca llegué a saber si contenía o no LSD, porque, inmediatamente, lo arrojé a la primera alcantarilla que encontré; pero estoy convencido de que sí lo contenía, pues esta clase de gente no se arriesga a cobrar una mercancía que no piensa entregar. En eso, los drogadictos no admiten bromas.

Entre las drogas, la prostitución, el desempleo, el hambre y la más alta tasa de crecimiento demográfico del mundo, Puerto Rico — una hermosa y paradisíaca isla — se ha convertido, sin embargo, en uno de los lugares más llenos de problemas de la Tierra.

Y todo ello se lo debe, aunque no quieran reconocerlo y a menudo piensen lo contrario, a la presencia norteamericana en la isla.

Cuando, a finales del siglo pasado, concretamente en 1898, los Estados Unidos arrojaron de la isla españoles para tomar posesión de ella, se encontraron con que la población, aunque no rica, vivía no obstante holgadamente o, al menos, muy lejos del hambre, de la miseria y de la degradación actual.

Las tres cuartas partes de las tierras cultivables de la isla se encontraban divididas en pequeñas haciendas, en las que se cultivaban preferentemente productos de subsistencia: patatas, maíz, judías y ñames, lo que permitía llevar una vida cómoda a la población rural. Sin embargo, casi inmediatamente, los norteamericanos absorbieron a los pequeños propietarios, creando grandes plantaciones con una producción centralizada y limitada a la industria azucarera o al tabaco. Hubo, y hay, Compañías que poseen plantaciones de más de 50.000 acres en las zonas más fértiles de la isla. Eso ha dado lugar a que, hoy, el 60 % de las exportaciones de la isla están limitadas al azúcar, que sólo enriquece a unos cuantos propietarios, por lo general norteamericanos residentes en el continente. Mientras, los dos millones restantes de puertorriqueños se ven abocados a la triste suerte de tener que importar los productos alimenticios que les son más imprescindibles. Como esos productos han de llegar también — por razones aduaneras — de los Estados Unidos, uno de los países más caros del mundo, se comprenderá por qué en Puerto Rico la vida alcanza costes astronómicos, fuera de las posibilidades de la inmensa mayoría de la población.

Se podría asegurar que la dicta de los puertorriqueños está limitada a judías y arroz con algo de bacalao, y si en la actualidad el problema del hambre es importante, habrá que pensar en lo que será en el año 2000, cuando esta isla cuente — según se calcula — con casi cinco millones de habitantes.

Para enfrentarse a ese problema, las autoridades no han encontrado otra fórmula que una intensa campaña de planificación familiar. Durante los días que duró mi estancia en San Juan, el gobernador, Luis Antonio Ferrá, acababa de declarar:

— Nos hemos lanzado a una gran empresa: preparar a nuestra juventud para un mundo mejor, más rico, más fecundo, más justo. Pero, para ello, necesitamos superar el más peligroso de los obstáculos: nuestro crecimiento demográfico. Si no conseguimos reducir su ritmo actual, nunca podremos solucionar nuestros problemas fundamentales. Nunca habrá suficientes empleos, bastantes créditos para la educación o la salud de todos. Nunca tendremos suficiente número de alojamientos, zonas urbanizadas, hospitales, ni carreteras, La «gran tarea» se convertirá en imposible. Nuestra responsabilidad, por tanto, es clara: debemos emprender un amplio y riguroso programa de planificación familiar.

Como primer paso para realizar esta «gran tarea» una Asociación llamada del «Bienestar de la Familia» comenzó a ensayar el uso de la píldora en hospitales y aldeas de la isla, y más tarde, el Departamento de Sanidad puertorriqueño tomó parte activa en esta campaña. El primer resultado registrado indica que los índices de natalidad han disminuido sensiblemente y tienden a continuar disminuyendo. Del 34,5 por 1000 de nacimientos de 1956, se ha pasado al 24,9 por 1000, en 1970.

Contra esta campaña se alzó pronto el clero en un movimiento llamado «Acción Cristiana», cuyo principal objetivo era hacer fracasar a los partidarios de la planificación familiar. No parece haber tenido éxito, hasta el punto de que, en la actualidad, las altas jerarquías de la Iglesia en la isla tienden a suavizar su intransigente posición con respecto a la citada campaña. Sea como sea, lo cierto es que del millón y medio de dólares que esta campaña tiene actualmente de presupuesto, se pasará pronto a los diez millones, si — como se espera — el Gobierno Federal contribuye. En este caso, dentro de tres o cuatro años se reducirá casi a la cuarta parte el número de nacimientos en la isla.

Me hubiera apetecido quedarme algunos días más en San Juan — pese a los altos precios imperantes, capaces de desnivelar cualquier presupuesto—, pero no disponía de mucho tiempo antes de la cita que tenía concertada en Quito, Ecuador. Tampoco deseaba dejar pasar la ocasión de hacer una visita a la República Dominicana; visita que, aunque sólo fuera por razones sentimentales, me interesaba particularmente.

Ese interés venía de tiempo atrás; de cuando, siendo corresponsal en Hispanoamérica de un importante diario catalán, estalló en Santo Domingo la sonada revolución del 24 de abril de 1965, que derrocó el régimen de Ronald Reid-Cabral y su triunvirato.

Los revolucionarios eran partidarios del, ex presidente Juan Bosch, derribado a su vez por Reid-Cabral y, por aquellas fechas, Santo Domingo se debatía en una auténtica guerra civil; guerra que los norteamericanos vinieron a complicar, cometiendo la estupidez de desembarcar con sus tropas en la isla, e intervenir en un conflicto que no les atañía.

En aquel tiempo, Juan Bosch se encontraba exiliado en Puerto Rico, y se murmuraba que, en realidad, estaba secuestrado por los norteamericanos, rumor que se extendía más, debido al hecho de que el ex presidente se negaba, sistemáticamente, a conceder declaraciones a la prensa.

Existía, sin embargo, una vieja amistad entre Bosch y mi familia, y contando con que me permitiría visitarle, volé desde Río de Janeiro a San Juan. Cuando le dije por teléfono quién era, me invitó a ir a su casa, y pasé dos largas mañanas con él.

Le pregunté si era cierto que se encontraba secuestrado y lo negó:

— No, no lo estoy — dijo—. Se me vigila hasta en el pensamiento, pero no creo que eso sea un secuestro, aunque los norteamericanos no me han permitido trasladarme a Santo Domingo, como es mi deseo.

— ¿Cree que su presencia allí complicaría las cosas? — quise saber.

Sonrió con tristeza.

— ¿Qué puede complicarlas aún más? Ya es imposible. Aquello ha escapado a todo control, y nadie podrá dominarlo. Los que desean mi regreso se han encerrado en un sector de la ciudad y están dispuestos a defenderse a sangre y fuego. Las tropas norteamericanas, ayudadas por las de la OEA, se han situado en medio, y los soldados de ese Gobierno que ha montado Imbert con ayuda de los yanquis domina el resto. Todo es muerte, asesinato, violencia y caos. A Santo Domingo nada puede complicarlo más. Ni mi presencia.

— Pero, ¿cree usted que es necesaria? — inquirí — ¿Cree que Caamaño, Aristy y cuantos defienden la vuelta a la Constitución no pueden valerse por sí solos?

— Sí, creo que sí — admitió—. Ellos se bastan, y yo he transferido el poder nominal que tengo al coronel Caamaño. Él es el presidente ahora, y yo soy tan sólo un civil más, Mi deseo sería no regresar nunca, no tener jamás nada que ver con la política y con tantas amarguras como trae consigo.

— ¿Y no le importa verse así, relegado, apartado a un rincón, cuando era usted el hombre más querido del país?

— Lo importante — me respondió — es hacer frente a la vida con auténtica virilidad. Ser hombre es de las cosas más difíciles de este mundo. Un hombre en todos los sentidos.

Me agradó esa respuesta. Me agradó, aunque hubiese, sin embargo, en Bosch, algo que hiciese recelar, como si tuviera que estar siempre prevenido, como si su actitud fuese fingida y su posición, estudiada. No era político, bastaba hablar un rato con él para comprenderlo; no era hombre de acción, capaz de dirigir un país con lo que eso requiere de firmeza, de violencia, a veces, casi de brutalidad. Su puesto no estaba en la presidencia de un país; su puesto tenía que estar allí, en un despacho, tras una mesa, escribiendo, escribiendo sobre cosas utópicas y democracias perfectas que nunca llegan a convertirse en realidad. Era un intelectual, un intelectual puro, lleno de hermosos ideales, de maravillosos deseos para su pueblo y su país pero, a la hora de llevarlos a la práctica, tendría que encontrarse con la muralla de un mundo hecho de realidades, de ambiciones, de miles de problemas a que él no podía enfrentarse sin más armas que su inteligencia y su voluntad.

Quizá lo que le había faltado siempre era un brazo; un brazo fuerte, una mano que supiera medir y llevar a la práctica lo que él había imaginado. Al no tenerlo había fracasado en su empeño.

Gobernar un país no es cosa de intelectuales, menos, de intelectuales puros. Juan Bosch se olvidó de que la razón está siempre del lado de los ganan. Teniendo la razón y la justicia de su parte las perdió desde el momento en que, para defender la democracia y la paz, permitió que los militares la depositaran en San Juan de Puerto Rico.

De mi entrevista con Juan Bosch no saqué demasiadas cosas en claro, pero sirvió para convencer a mi periódico de que me permitieran ir a la República Dominicana. La aceptación llegó en mala hora, pues, día anterior, el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional del «General» Imbert Barrera — en cuyo poder se encontraba el aeropuerto — había ordenado que no se permitiera la entrada al país a quien no tuviera un permiso especial. Esa orden iba destinada, preferentemente, a los periodistas extranjeros.

Ello se debía a que habían sido precisamente periodistas quienes descubrieran que dicho Gobierno dedicaba a la tarea de librarse de sus enemigos políticos por el procedimiento del tiro en la nuca y de arrojarlos a un río. A la vista del escándalo internacional que ello provocó, los militares no querían que nuevos corresponsales vinieran a meter las narices en sus asuntos.

Pese a ello, un día de mayo puse el pie en la República Dominicana, a tiempo de asistir a la gran batalla en la que los constitucionalistas del coronel Caamaño tuvieron que enfrentarse al poderío de las tropa yanquis. Perdieron parte de su reducto — la llamada Ciudad Alta — y quedaron circunscritos a veinte manzanas del centro de la capital — Ciudad Nueva—, la más importante porque en ella se encontraban los Bancos, las oficinas y casi todo el comercio, por lo que aún les quedaba en las manos el corazón y la vida del país.

Asistir a la batalla, ver los muertos en la calle y observar a aquellos muchachos — casi niños — que con su inexperiencia se enfrentaban a la más experta de las Divisiones norteamericanas, me impresionó.

Desde el primer momento — y aunque como periodista debería haberme conservado neutral—, todas mis simpatías estuvieron con ellos, con los constitucionalistas considerados «de izquierdas»; con los que daban sus jóvenes vidas por que la legalidad volviera a su país.

Capítulo VI REGRESO A SANTO DOMINGO

Aquellas simpatías de 1965 marcaron posteriormente mi vida y me proporcionaron muchos disgustos. Entre ellos, tener que abandonar un magnífico puesto periodístico y verme condenado al olvido durante tres largos años.

¿Valió la pena? Si he de ser sincero, debo confesar que no. Absolutamente nada de lo que ocurrió en la República Dominicana en aquellos tiempos lo valió. A la larga, todo quedó como en un principio, excepción hecha de los muertos, que nunca resucitaron, ni de todo cuanto fue destruido, que nunca se repuso.

Pese a ella, la experiencia fue interesante, ya que me sirvió para conocer de cerca unos hechos y tratar a unas personas que se convertirían en históricas.

Santo Domingo era entonces un caos; un auténtico campo de batalla, y raro era el edificio que no mostrara las huellas de la metralla, mientras cables y postes aparecían caídos, sin que nadie se preocupara de ponerlos nuevamente en pie.

Por la calle, la gente, armada hasta los dientes, constituía un espectáculo abigarrado y estrafalario. En su mayoría, eran muchachos menores de veinticinco años, que se vestían como les venía en gana, con improvisados uniformes o detalles que creían que les proporcionaría un porte militar: un casco, un quepis, una gorra de oficial o una guerrera de cazador.

La mayor variedad estaba, sin embargo, en las armas: decenas, cientos de armas; desde el corto revólver policíaco, hasta el largo «45» que algunos llevaban al estilo del oeste, amarrado a la pierna. Sin olvidar los fusiles, metralletas, escopetas de caza, pesadas ametralladoras e, incluso, cortos cuchillos que ignoro para qué debían de servir en una guerra como aquélla.

En su mayor parte, daban la impresión de que vivían días inolvidables, su gran aventura, la que les permitiría sentirse hombres para siempre y tener al que contar cuando fuesen viejos. No se separaban d sus armas ni un instante, pese a que todo estuviese en calma y el calor invitase a dejar tan pesada carga en casa. No podían hacerlo, ni lo harían nunca, pues las armas lo eran todo; el juguete que no habían tenido y con el que siempre soñaron, y también el símbolo de la revolución, de que estaban en guerra, que defendían algo.

En cuanto abandonasen esas armas, aunque tan sólo fuese un instante, perderían toda razón de seguir allí, porque, sin el arma, ignoraban qué estaban defendiendo. Tal vez fuese eso mismo, esas armas: defendían el derecho a tener un arma con que defenderse. ¿Defenderse de qué? Quizá de las injusticias sufridas durante años y años de Dictadura, aunque la mayoría no parecían saberlo con exactitud.

En aquellos días de revolución, el lugar más interesante de toda la República era el «Hotel Embajador», el único que continuaba funcionando y que por esa razón y por estar algo apartado del centro ciudad, se había convertido en refugio de periodistas, diplomáticos, miembros de las comisiones pacificadoras y altos cargos del Ejército. Por ello, toda la política, de guerra o de paz, y todas las noticias y rumores nacían en su bar, en su comedor y en sus habitaciones.

Esa vida oficial había atraído, sin embargo, otra mucho más abigarrada, pero que venía en busca del único dinero que por aquel entonces corría libremente por el país: el de los extranjeros.

Por las noches, el quinto piso — por casualidad vivía yo en él — se convertía en un espectáculo, y bastaba abrir la puerta de improviso y salir al pasillo para advertir un «corre-corre» de gentes que buscaban refugios a miradas indiscretas.

El dueño de un parque do atracciones había alquilado tres habitaciones contiguas, y trayéndose a varias muchachas, había convertido un rincón del piso en prostíbulo, del que entraban y salían constantemente soldados norteamericanos.

Se daba el caso curioso de que, perteneciendo las tropas de ocupación del llamado «Ejército de la Organización de los Estados Americanos» a cinco países — Norteamérica, Brasil, Paraguay, Honduras y Nicaragua — no todos los soldados, como sería lógico suponerlo, recibían igual trato, ni cobraban el mismo sueldo por exponer la vida de idéntica manera.

Mientras a los norteamericanos se les podía ver constantemente en el hotel y se pasaban la vida en el bar y en el restaurante, los de los demás países no podían ir a ninguna parte y jamás tenían un céntimo.

Debían contentarse con el rancho y pasear en los ratos libres, mientras veían cómo sus compañeros yanquis comían y bebían en los pocos sitios que permanecían abiertos.

A la mayoría, esa discriminación nos resultaba odiosa, y aun partiendo de la base de que desaprobáramos la intervención de la OEA, considerábamos que lo justo era que todos fueran tratados por igual, cobrasen lo mismo y tuviesen idénticos derechos y deberes.

No era así, y resultaba normal que un soldado norteamericano se sentara a nuestro lado tras despojarse de su ametralladora, cartucheras pistola y hasta bombas de mano que dejaba sobre el mostrador.

Y eran esos americanos los principales clientes de las muchachas del quinto piso, que con sus idas y venidas y su trapicheo hubieran dado tema para escribir una escabrosa novela. En el extremo más alejado del corredor, no lejos de las prostitutas, vivían miembros de la Comisión de la Organización de Estados Americanos, que debían imponer la paz en el país; y muchas noches tuvieron que reunirse a discutir acontecimientos de los que dependían la vida de millones de personas a escasos metros de donde se organizaba una bacanal.

Y fue en ese mismo quinto piso donde se eligió al que más tarde debía ser presidente provisional de la República — Héctor García Godoy—, que, antes de ser nombrado tuvo que subir allí infinidad de veces a discutir con los miembros de la OEA, si aceptaba o no el cargo. Quizá le extrañaría cruzarse por los pasillos con tantos soldados a los que probablemente consideró encargados de defender a los miembros de la Comisión.

Ahora, mientras volaba entre ambas islas, y San Juan iba quedando a mis espaldas, confiaba en encontrar a mi llegada, un Santo Domingo muy distinto de aquel que dejé por última vez, a mediados de 1966, cuando el actual presidente, Joaquín Balaguer, acababa de ganar las elecciones.

Recordaba claramente las palabras que me dijeron ese día en el aeropuerto:

— No te hagas ilusiones. Volverás porque aún no ha sonado el último disparo de la revolución…, y tardará años en sonar.

Debía admitir que conocían mejor que yo a su gente y sabían qué era lo que podía o no esperarse de los dominicanos y de los muchos rencores que habían quedado latentes. Continúa sin sonar el último disparo de la revolución. Cada semana, casi cada día un militar cae asesinado a la puerta de su casa, o un líder político de la izquierda desaparece para siempre en el azul Caribe, cuyos tiburones borran toda huella.

Al aterrizar, me alegró encontrar en el aeropuerto a un viejo conocido: un taxista cuyo nombre recordaba perfectamente, puesto que se llamaba como yo — Vázquez — y que, a menudo, había sido mi conductor durante los difíciles tiempos de la revolución. Padre de ocho hijas, negro de piel, propietario de un achacoso vehículo que parecía andar por puro milagro, era un hombre de pueblo, que, tal vez por eso mismo, me había sido muy útil y me había servido para llegar a conocer lo que en realidad pensaban los dominicanos.

Mientras nos dirigíamos hacia el «Hotel Embajador», le pregunté qué opinaba sobre la situación actual y sobre la reelección de Balaguer.

Me miró a través del espejo, sin descuidar un momento la carretera.

— Si el doctor no decide marcharse por las buenas, sólo lo echarán a tiros. y aun así, resultará difícil.

— ¿Habrá una nueva guerra civil?

Hizo un gesto que no quería decir nada en concreto, pero aclaró:

— Si hay revolución, la guerra será a muerte. Esta vez, nadie nos detendrá.

— ¿A quién no detendrá? — pregunté—. Usted nunca fue constitucionalista ni revolucionario.

— Las cosas han cambiado replicó — Nos han engañado cuatro años más y ya son demasiados. Si ahora la revolución estalla otra vez, le aseguro que muchos de los que entonces nos estuvimos quietos nos echaremos también a la calle fusil en mano, aunque no tenga idea de cómo se maneja uno de esos chismes.

Cruzamos el puente Duarte y entramos en la en la ciudad. En apariencia, el aspecto de la capital era tranquilo, nada hacía pensar en un próximo futuro inquieto; pero, al alzar la vista no pude evitar tropezarme con las huellas que balas y obuses dejaron años atrás en muchas fachadas y que continuaban allí como indicando que todo podía volver. Recordaba esos mismos edificios protegidos por sacos de tierra, y los cruces de calles con nidos de ametralladoras en cada esquina. Recordaba, también, los parques en lo que ahora jugaban los niños y que antaño servían de escondite a tanques y cañones, y sentí pena. Pena porque todo aquello renaciera y porque esas mismas esquinas, esas calles, esos parques podían llenarse de nuevo con el ruido de disparos y con manchas de sangre.

Murieron demasiados y demasiado jóvenes. ¿Por qué? Nadie parecía saberlo ya en la República Dominicana. Años atrás, fue algo sublime, que merecía el sacrificio, y ahora, a muchos movía a risa o provocaba amargura. Recordaban a los líderes por los que expusieron su vida y por los que sus compañeros cayeron, y no tenían para ellos más que palabras de desprecio. La mayoría estaban en el extranjero — no en el exilio—, viviendo cómodamente de pensiones que el mismo Gobierno les pasaba para que no volviesen a molestar. Muchos, que no eran nada al comienzo de la revolución se hicieron un nombre y amasaron una fortuna que estaban disfrutando alegremente en Paris, Londres o Miami.

Tan sólo se habían quedado los tontos y los auténticamente idealistas, y fue para que sus enemigos vengaran en ellos sus rencores y los asesinaran cualquier noche oscura. Era triste trasmitirlo, pero de la que fuera una de las sinceras revoluciones del hemisferio, sólo quedaba lo sórdido y lo sucio.

Al llegar al hotel, tomé un baño y bajé al bar. El primer conocido a quien encontré fue a Jesús García Frómeta, un revolucionario de los que nunca empuñaron fusil o ametralladora, pero que, en los días malos de 1965, se había distinguido por sus feroces ataque dialécticos contra los militares; ataques que nadie se explicaba por qué no le habían producido más de un disgusto. Por lo que pude advertir, Jesús continuaba agitador y parlanchín, cómodamente instalado en la barra, ante un whisky, casi en la misma posición en que le había dejado años atrás, como si el tiempo no hubiera pasado para él. Me saludó alborozado; le alegraba tener un nuevo auditor, o quizá creyera que, al igual que en otros tiempos, la llegada de los periodistas a la isla era sinónimo de jaleo.

Se lo dije, rió e hizo un amplio gesto afirmativo:

— ¡Ojalá, mi hermano! ¡Ojalá! Esto está a punto de estallar.

Cuando comenté que no comprendía por qué tantos dominicanos siempre estaban deseando que todo aquello estallase de nuevo, su respuesta me pareció, curiosa:

— Somos un pueblo que tiene complejo de frustración revolucionaria — dijo—. Durante treinta años, soportamos la más cruel Dictadura de la historia de la Humanidad, y aunque en el ánimo de todos estaba aplastar al tirano y arrastrarle con nuestras propias manos por toda la ciudad, lo mataron de improviso una noche, burlando nuestras ansias de venganza. Luego, cuando, años más tarde, iniciamos una auténtica revolución contra cuanto quedaba del trujillismo, llegaron los norteamericanos y la hicieron abortar. Por eso tenemos dentro esa revolución y no pararemos hasta llevarla a cabo.

Me pareció que, hasta cierto punto, tenia razón. Los dominicanos se dan cuenta de que no han conseguido nada por sí mismos; nunca han intervenido sus destinos, y cada vez que han estado a punto conseguirlo, han venido a interrumpirles.

Durante tres décadas, tres millones de seres humanos han asistido, impotentes, al hecho de que oscuro miembro del «clan» Trujillo — Joaquín Balaguer — les continúe humillando, mientras la familia Trujillo vive cómodamente en el extranjero, disfrutando de los catorce mil millones de pesetas que se llevaron de la isla. Parece lógico, pues, que tengan complejo de frustración revolucionaria y que ansiosos por tomarse la revancha.

Durante mi larga estancia del año 65, conocí a una muchacha que vivía con tres hermanas en la pequeña ciudad de Puerto-Plata, al otro lado de la isla. Cada vez que un miembro de la familia Trujillo visitaba Puerto-Plata, las cuatro hermanas, todas jóvenes y bonitas, se veían obligadas a caer en cama con gripe y a no salir fuera de la casa durante el tiempo que durara la visita. Si, por casualidad, se las hubiera visto, habrían corrido el riesgo de pasar a formar parte del harén trujillista.

En los días de la revolución, me había ocurrido una anécdota claramente indicadora de hasta qué punto se odia la memoria de los Trujillo en la isla.

Para mis constantes desplazamientos al interior de la zona revolucionaria, y como Vázquez — el chofer de taxi — prefería no entrar en ella, había alquilado un viejo «Volkswagen». Cierto día, vino a verme al hotel el propietario de «Radio Tropical», cuyo nombre siento no recordar, que me señaló que por el mismo dinero, ocho dólares, que pagaba por el «Volkswagen», estaba dispuesto a alquilarme un magnífico «Thunderbird» deportivo que tenía encerrado en un garaje.

Me pareció que el cambio resultaba interesante y, al día siguiente, apareció con un magnífico automóvil rojo y negro que pasaba de los 200 kilómetros por hora e incluso tenía aire acondicionado.

La razón que me dio para alquilarme semejante coche por ese precio era que todo su dinero se encontraba en los Bancos, y los Bancos seguían cerrados por culpa de la guerra civil.

Con mi nuevo automóvil salí a pasear por la ciudad, y advertí que todo el mundo me miraba sorprendido. Lo achaqué a la admiración que producía mi reciente adquisición. Sin embargo, apenas penetré en la zona revolucionaria, un «jeep» con cuatro o cinco muchachos armados me detuvo y, obligándome a descender, se dispusieron a prenderle fuego al coche. Ni mis protestas, ni mi credencial de periodista acreditado ante la organización de Estados Americanos y ante el Gobierno revolucionario podían disuadirles. Cuanto obtuve de ellos fueron denuestos y la declaración de que aquél era el coche de la «oligarquía» y el símbolo de la tiranía en el país.

Pronto se apelotonaron en la esquina más de cien personas y yo estaba viendo que mi flamante «Thunderbird» iba a quedar reducido a chatarra. Dio la casualidad de que acertó a pasar por allí Héctor Aristy, a la sazón vicepresidente del Gobierno revolucionario, con el que me unía cierta amistad. Le llamé a gritos, y le expuse mi problema.

Cuando logró abrirse paso y llegar hasta el coche, lanzó una exclamación de asombro. Luego, se volvió hacia mí:

— ¿De dónde lo has sacado? — me preguntó.

Se lo expliqué, y se llevó las manos a la cabeza.

— ¡Estás loco! — exclamó—. Éste era el coche preferido de Ramfis Trujillo, el hijo del dictador. En él se paseaba por la ciudad, e iba señalando a los de su escolta a las mujeres que tenían que llevarle, o a las gentes que habían de liquidar. Es el coche más odiado del país, y su actual propietario — el que te lo ha alquilado — lo tenía encerrado, porque cada vez que lo sacaba querían quemárselo.

De todos modos, yo me había encaprichado ya con él y no estaba dispuesto a perderlo. Conseguí que Aristy me diera un permiso especial para poder circular y lo pintarraje‚ por todas partes de letreros que decían «Prensa», «España», «Recién comprado», «Déjenme en paz», «ya lo sé», etc., pese a lo cual, en más de una ocasión, me tiraron piedras y, con frecuencia le escupían.

Cuando, al fin, optaron por desinflarme las ruedas cada vez que lo dejaba aparcado, me di por vencido y se lo devolví a su dueño, acudiendo de nuevo a los servicios de mi asmático, pero fiel, «Volkswagen».

Para dar una idea de la rapacidad de que era capaz el «Benefactor» Rafael Leónidas Trujillo baste con decir que, habiendo empezado como hijo de un modesto funcionario de Correos, y con el sueldo de policía, un estudio estadístico declaraba que, en el último año de su vida, era dueño absoluto del 70 % del azúcar, el 75 % del papel, del 70 % de la industria del tabaco, del 67 % del cemento y del 22 % de todos los de depósitos bancarios del país. Es decir, que en conjunto más de la mitad de la República Dominicana le pertenecía, así como la vida y la libertad de todos sus habitantes.

Capítulo VII EL VALLE DE LAS PIRÁMIDES

Mi estancia en la República Dominicana duró menos de lo que imaginaba. Al cuarto día, recibí un telegrama: Llegaremos sábado Quito Stop.

Venía firmado por Michel, Gonzalo y Joaquín, y aunque lo esperaba, siempre había creído que tardarían diez días más en estar listos. Al parecer, se habían apresurado y esa misma semana podríamos iniciar la aventura en la que veníamos soñando desde hacía tanto tiempo: la búsqueda del Valle de las Pirámides, en los Andes ecuatorianos.

La historia había comenzado hacía más de un año, cuando en mi viaje por el Amazonas, siguiendo las huellas del descubridor del río, Francisco de Orellana, conocí el capitán Joaquín Galindo, por aquel tiempo piloto de la avioneta de los misioneros españoles de la Alta Amazonia ecuatoriana. Con una pequeña «Cesna» de color rojo y blanco, atendía a las necesidades de las misiones, volando sobre la selva: del Napo al Coca, de Nuevo Rocafuerte a Tiputini. Monseñor Labaca había puesto a mi disposición la avioneta para que visitara con ella las inaccesibles cataratas del río Coca; y así fue como trabé amistad con Joaquín, que me pareció un magnífico piloto y un gran conocedor de aquella agreste geografía de la vertiente amazónica de los Andes.

Realizamos varios vuelos juntos, e incluso anduvimos buscando las escondidas chozas de los feroces «aucas», la tribu más salvaje y sanguinaria de Sudamérica. Luego, dejamos de vernos, y grande fue mi sorpresa cuando, una mañana, Joaquín apareció de improviso en mi casa de Madrid.

La razón de su visita aún era más sorprendente. Me mostró una fotografía aérea que había tomado cuando sobrevolaba un perdido valle de los Andes, en una remota y poco frecuentada región.

En ella se distinguía claramente hasta cuarenta y ocho pirámides, algunas, unidas entre sí por lo que parecían caminos.

— ¿Dónde está esto? — pregunté.

— Es lo que pretendo averiguar — replicó, recuerdo dónde hice la foto y tengo una idea de cómo podríamos intentar llegar hasta allí.

— ¿Y has venido de Ecuador para decírmelo? ¿por qué no lo buscaste?

— Nadie quiso acompañarme. Ya sabes cómo son: no les gusta revolver en las cosas de los «antiguos», los muertos. Y lo que ahí se ve puede ser una ciudad perdida o un valle funerario. Hace meses que intento organizar una expedición, pero no he conseguido encontrar un solo compañero de viaje. Luego, me acorde ti y vine a buscarte. ¿Quieres venir?

— Seguro. Necesitamos dinero y más gente.

— ¿Cuántos?

— Uno, quizá dos. No más. Guardo mal recuerdo de los grupos numerosos.

Nos pusimos de acuerdo. Necesitábamos dos compañeros y dinero para organizar la expedición.

Aquella misma mañana, comenzamos a movernos. Lógicamente, y como realizador de Televisión Española que era yo en aquellos momentos, le propuse ésta idea. Les gustó desde un principio y se mostraron dispuestos a llevarla a cabo, pero — como ocurrir demasiado a menudo — las arcas estaban vacías. Con todo, me pidieron que fuera preparando detalles por si se presentaba la ocasión.

Era cuestión, por tanto, de buscar a los compañeros. Nos hacía falta, en primer lugar, un camereman que rodara la película que yo dirigiría sobre el descubrimiento, si es que lo había. Para mí, la elección no resultaba difícil: Michel Bibin, un sueco afincado hacía años en España. Me constaba, por haber trabajado con él, que era el mejor profesional del momento y un excelente compañero y amigo en cualquier hora y situación.

Faltaba, pues, el último del grupo, y no parecía sencillo encontrarlo; no ya porque no hubiera gente dispuesta a lanzarse a la aventura — que podía encontrarse—, sino por el hecho de que necesitábamos conocerlos a fondo. Planear una expedición sobre papel y mapas, cómodamente sentados en un sofá de Madrid, es una cosa muy bonita. Llevarla a cabo, otra muy distinta. En cualquier expedición, sea a la selva, sea a los Andes, sea al fondo del mar, lo peor no reside en las dificultades, la fatiga o los peligros que se puedan sufrir. Lo malo suele estar en las incomprensiones, los disgustos y el fastidio que proporcionan los miembros del equipo.

Eso era algo que yo sabía muy bien. por ello casi siempre prefería viajar solo.

Empezamos a barajar nombres y a descartarlos. Al fin, un día, apareció de improviso el personaje ideal: Gonzalo Manglano.

Gonzalo, su hermano Vicente y yo habíamos formado el trío de profesores de Inmersión Autónoma de buque-escuela Cruz del Sur, hacía ya la friolera de trece o catorce años.

Luego, volvimos a encontramos rescatando los cadáveres de la catástrofe del lago de Sanabria. Una presa cedió, arrastrando a todo un pueblo al fondo del lago, y los Manglano y yo acudimos con otros submarinistas a buscar los cadáveres. Eso sucedió en el mes de enero, en Zamora, con un agua helada, en unos tiempos en que aún no existían los actuales trajes de inmersión. Fue una aventura espeluznante y desagradable de la que aún guardo un pésimo recuerdo.

Años más tarde, me tropecé con los Manglano en México. Formaban parte de la tripulación del Olatrane San Miguel, la nave de los tiempos de la conquista con que el capitán Etayo pensaba dar la vuelta al mundo, utilizando únicamente los medios de que se disponía en el siglo XVI.

El Olatrane había naufragado en Acapulco, y Etayo y su grupo trataban de ponerlo nuevamente a flote, yo acababa de llegar a México, de paso hacia Guatemala, donde iba el visitar a los guerrilleros para escribir una serie de reportajes.

En México, pasamos una noche divertida. Al día siguiente, la Policía mexicana, que tenía intervenido mi teléfono, se enteró de que yo intentaba entrevistar a unos exiliados guatemaltecos, y sin tener en cuenta que presumen de país amante de la libertad de palabra y de prensa, me llevaron a la cárcel. Me tuvieron encerrado en ella todo un día y, luego, me expulsaron del país, metiéndome en un avión rumbo a Houston, Estados Unidos.

Ahora, esos mismos hermanos Manglano acababan de aparecer por Madrid como caídos del cielo y, a mi entender, eran los tipos idóneos para acompañamos. Vicente se lamentó de no poder hacerlo: se marchaba a Groenlandia. Gonzalo se entusiasmó de inmediato con la idea, pero estaba preparando su boda y le resultaba imposible venir. La que ya es su esposa, Silvia, al ver su desconsuelo, le animó a que nos acompañara, asegurándole que en su ausencia ella se ocuparía de todo. Aceptó, al fin, señalando que además, él mismo se pagaría sus gastos, lo que significaba un gran alivio para nuestra precaria economía.

Estábamos, pues, completos, pero faltaba lo más importante: el dinero.

Durante algún tiempo, pareció que nunca lo conseguiríamos. Al fin, Galindo recordó que, en la Academia del Aire, había sido compañero de promoción de príncipe Juan Carlos, y que tal vez éste se interesaría por la empresa.

Fuimos a verle y, como ocurría con cuantos veía la foto, se enamoró del proyecto. Nos ofreció su apoyo, y se puso en contacto con el Director General Televisión, Adolfo Suárez. Desde el momento en hablamos con él, todo fue más sencillo y Televisión Española consiguió el dinero necesario para financiar la aventura. Me nombraron jefe de la expedición y, como ya tenía mis cosas preparadas, fui por delante.

Sin embargo, daba la impresión de que los demás habían logrado resolver sus asuntos mucho antes lo previsto. A poco que me descuidara, serían ellos quienes tuvieran que esperarme a mí.

Llegamos a Quito con tres horas de diferencia.

Ellos, primero.

El lugar de reunión era el «Hotel Quito Intercontinental», uno de esos sitios a los que me gusta llegar un par de veces al año, porque es como si volviera a mi propia casa. Desde los recepcionistas a los croupiers del Casino, todo el mundo me conoce. Para mi gusto, estos últimos quizá demasiado, pues buenos sucres he dejado en sus ruletas.

El lunes emprendimos la marcha tras agenciarnos un buen vehículo «todo terreno» y el material que necesitábamos. Vestidos de «aventureros». — como jocosamente decía Gonzalo—, estábamos dispuestos a descubrir una nueva Machu-Picchu, sí se presentaba la oportunidad.

Decidimos establecer nuestra base a orillas del lago Otavalo, junto al pueblo del mismo nombre, en un diminuto hotel que se adentra en las aguas. A tres mil metros de altitud, el lago se encuentra casi en las faldas del inmenso Cayambe, un monte nevado de seis mil metros de altura por cuya cumbre pasa la línea equinoccial. Según Joaquín, en sus cercanías debía encontrarse el valle que buscábamos.

El lago es en sí mismo, un lugar precioso y acogedor. Tranquilo, rodeado de montañas, eternamente silencioso, invita al descanso a la meditación, a los largos paseos y a olvidar la agitación de las grandes ciudades. Algún día, cuando la carretera panamericana sea una realidad, Quito se encontrará relativamente cerca, y éste será uno de los lugares de esparcimiento de los quiteños.

Sin embargo, en aquella época de lluvias y frío éramos los únicos clientes del hotel. En realidad, no parábamos mucho en él. A las seis en punto de la mañana ya estábamos en marcha por los caminos de los alrededores, trepando montañas y descendiendo barrancos en busca de nuestro anhelado Valle.

La orografía era difícil. La cordillera andina se alzaba ante nosotros, majestuosa y a menudo, inaccesible, ascendiendo desde la cercana costa hasta los seis mil metros del Cayambe para caer de nuevo al otro lado, con igual rapidez, hacia las tierras calientes de la cuenca amazónica.

Como está situada en plena línea del ecuador, el calor es allí insoportable en un momento dado — cuando luce el sol — para pasar a un frío intenso un minuto más tarde, en cuanto una nube cubre el cielo.

A cuatro mil metros de altitud y con el sol cayendo de plano sobre la cabeza, bastan apenas unos minutos para que la piel comience a caerse a tiras y para que los labios revienten.

El gran enemigo aquí es la fatiga. A tres mil metros de altura de Quito o del lago, todo cansa, incluso subir una escalera o caminar un poco aprisa; pero luego, a los cuatro mil a que solíamos encontrarnos apenas dejábamos atrás Otavalo, las cosas se ponían difíciles de verdad. Cargar una mochila, subir una pendiente, avivar algo el paso, se convertían en esfuerzos que nos dejaban agotados.

En contraste con nuestra fatiga, la vitalidad de los niños indígenas que corrían y saltaban como si habitar a cuatro mil metros de altitud fuera lo más normal del mundo nos hacía quedar un poco en ridículo.

Resultaba humillante caminar detrás de una vieja india que nos mostraba el camino, y ver cómo, poco a poco se iba alejando irremisiblemente, sin que nosotros, jóvenes y en la plenitud de nuestras facultades pudiéramos acoplar nuestro paso al suyo.

Toda esta región de los Andes ecuatorianos se encuentra poblada preferentemente por la tribu de los otavaleños, que tienen fama de ser los indios más limpios e inteligentes del continente americano. Magníficos artesanos, sus telas son de una belleza difícilmente imitable, y he llegado a encontrarme a individuos de esta tribu en Río de Janeiro y Caracas, vendiendo sus ponchos, blusas y mantas. Desde el hilado, que realizan en rudimentarias ruecas, al tejido teñido, o confección de la prenda, todo lo hacen según antiquísimos sistemas tradicionales que no permiten que cambien con el transcurso del tiempo. Para ellos constituye una especie de orgullo certificar que cuanto venden lo han hecho con sus propias manos.

Podíamos dar testimonio de la limpieza de los otavaleños, ya que, desde mucho antes de amanecer, con un frío insoportable, comenzaban a llegar al lago, bañarse en un agua helada con la ayuda de abundante jabón y un estropajo. Personalmente, consideraba aquel agua insoportable, incluso para lavarme las manos; y, sin embargo, los indios — hombres, mujeres y niños — eran capaces de pasarse media hora con ella hasta la cintura mientras se enjabonaban. Luego, las mujeres lavaban la ropa que tendían a secar sobre las piedras o en la hierba de la orilla.

El resultado es que los otavaleños aparecen siempre relucientes, impecablemente vestidos de blanco y con el pelo recogido en una pequeña trenza, de modo que resulta difícil distinguir al hombre de la mujer. La actual moda «unisex» ha sido inventada por otavaleños hace cientos de años.

Esta tribu — que hace muchísimo tiempo habita en la zona, y cuyos orígenes se desconocen — fue, antaño, poderosa y guerrera, y opuso una fuerte resistencia a la invasión incaica. Cuenta la tradición que, murieron tantos otavaleños, en la batalla en la que fueron definitivamente derrotados, que el inca ordenó que se lanzaran sus cadáveres a un lago cercano, que se tiñó de rojo. Desde aquel día, se le llamó «Llaguarcocha» («lago de la sangre»).

Nuestras correrías por los valles y las montañas andinos nos llevaron, al fin, a la «Hacienda Zuleta», propiedad del actual secretario general de la organización de Estados Americanos, Galo Plaza, y dirigido en esos días por su hijo, ya que él se encontraba en Washington por razones del cargo.

Con los Plaza me unía una larga amistad, y en más de una ocasión había pasado fines de semana en Zuleta, dedicado a la caza de la perdiz, a la pesca de la trucha, o a dar largos paseos a caballo. El hijo de Galo nos recibió con su habitual hospitalidad, aunque, a decir verdad, no se encontraba en condiciones de comportarse como el perfecto anfitrión. Hacía unos meses, había sufrido un accidente de automóvil que estuvo a punto de costarle la vida, y tras una larga estancia en un hospital norteamericano acababa de regresar a la «Hacienda Zuleta».

Pese a ello, nos atendió lo mejor que pudo y puso a nuestra disposición caballos, guías y peones. Cuando le explicamos lo que andábamos buscando, admitió que en las tierras altas existía un valle en el que abundaban las «tolas» o pirámides precolombinas. Pero jamás les había prestado especial atención, ya que ignoraba su número e importancia y nadie había intentado nunca un estudio detallado de sus posibilidades arqueológicas. En realidad, la alta sierra de las proximidades era por completo tierra de «tolas», como lo es, en conjunto, todo Ecuador.

Así como el Perú — asentamiento básico del Imperio incaico — ha sido minuciosamente estudiado por arqueólogos aficionados y aventureros, en busca de ha huellas que, muy abundantemente, dejaron las culturas precolombinas, Ecuador está por explorar. Los hallazgos fueron siempre fortuitos, y nadie se ha preocupado de llevar a cabo un detallado análisis de su pasado. En Quito estuvo la segunda capital del Imperio incaico, y en ella residió Huayna Capac durante mucho tiempo. Allá nació Atahualpa, fruto de la unión de Huayna Capac con una princesa indígena, y durante los años que su padre mantuvo la sede del Imperio en Quito, todo el reino del Norte cobró un notable esplendor. Incluso antes de que tuvieran lugar estos hechos, habitaban el Ecuador pueblos de una destacada cultura autóctona que, a mi entender, nunca han sido suficientemente analizados.

Cuando un arqueólogo pretende impregnarse de conocimientos incaicos vuela directamente al Perú, sube al Cuzco y se dedica a realizar excavaciones en las proximidades del Machu-Picchu, Sacsahuamán o Tiahuanaco. Nadie piensa en el reino del Norte; en el hecho de que en San Agustín existe una hacienda construida aprovechando los muros de una fortaleza incaica; o en que en el río Santiago basta cavar un metro para extraer toda clase de objetos de incalculable valor, histórico.

Recuerdo a un cubano que decía llamarse Ray Pérez, pero cuyo nombre era falso, que, al cabo de dos horas de buscar en una «tola» del río Santiago, extrajo una máscara de oro preincaica, por la que obtuvo, al contado, quince mil dólares. Pesaba cerca de dos kilos, y era una obra maestra de orfebrería que hoy puede admirarse en el museo del Banco Central de Quito. Me contaba Ray Pérez que, en el transcurso de sus excavaciones, encontró tantos objetos de cerámica, que tuvieron que abandonarlos ante la imposibilidad material de cargar con ellos. Los indígenas del río Santiago desentierran en sus campos tantos de esos objetos, que acaban dándoselos como juguetes a los niños, o utilizan las ollas y los recipientes que aún encuentran en buenas condiciones. En cuanto a las piezas de oro y plata, suelen fundirlas y venderlas al peso, para librarse así de investigaciones y molestias.

El tesoro artístico que se está destruyendo de ese modo es incalculable, y no resulta aventurado asegurar que, en el terreno arqueológico, Ecuador es un país virgen.

Por ello, no resultaba extraño que los Plaza nunca hubieran sentido especial curiosidad por lo que pudiera ocultarse en aquel valle sembrado de «tolas» pese a que, de tanto en tanto, apareciese algún peón con una vasija de barro o una figurita humana finamente tallada.

Para los indios de la Hacienda, que preferían no revolver demasiado en las propiedades de los muertos, aquellos objetos eran cosa de «los antiguos». Un día, un tractor partió en dos una diminuta «tola» y salió al aire el cuerpo momificado de una mujer de cuyas orejas colgaban largos pendientes de oro. Los pendientes fueron a parar a un museo; en cuanto a la momia, volvieron a enterrarla en el mismo lugar. El hecho de que cerca de aquella diminuta sepultura existiese otra de idénticas características, pero de proporciones diez veces mayores, no despertó el interés arqueológico, ni la codicia de nadie. Allí continúa, intacta.

Meses atrás, el gran pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin, había adquirido, por casualidad, dos piezas de cerámica que resultaron de un valor incalculable. Habían sido encontradas en «tolas» de las provincias costeras de Manabí y Esmeraldas. De las dos figuras, la principal — de unos cincuenta centímetros de altura — representa el busto de un «curaca» o cacique de rasgos increíblemente perfectos, con el cráneo alargado en su parte trasera, de forma semejante a la que se puede observar en algunas estatuas y bajorrelieves egipcios. Según los expertos, el caolín en que está modelada debió de exigir una altísima temperatura de cocción, lo que hace suponer que los que la hicieron poseían conocimientos muy superiores a los que hasta el presente se han atribuido a las culturas precolombinas.

Cuando acudí a estudiar la pieza del «curaca» a casa de Guayasamin, éste acababa de recibir una propuesta para que la trasladase a una Universidad norteamericana. Al parecer, se intentaba una reestructuración de las teorías relativas a la evolución de las culturas precolombinas.

En opinión de ciertos científicos, la pieza demostraba, sin lugar a dudas, que había existido una relación entre las culturas mesoamericana, azteca y maya, y las de la costa norte del Ecuador, hecho que, hasta el presente, se juzgaba poco probable. Como, al mismo tiempo, se especulaba con la teoría de que, muy remotamente, pudo existir también cierta relación entre esas culturas mesoamericanas y el Egipto de los faraones, se podía sacar la conclusión de que la influencia egipcia había alcanzado la costa del Pacífico, en Sudamérica. La figura del «curaca», con sus rasgos clásicamente egipcios y su cráneo alargado, constituiría una prueba muy importante en la elaboración de tal teoría.

Oswaldo, parecía entusiasmado con la idea de que algo tan fantástico pudiera llegar a aclararse, y había puesto la estatuilla a disposición de los investigadores, pero sin permitir, desde luego, que saliera de Ecuador. Le habían asegurado que su antigüedad superaba los ocho mil años, y no quería, bajo ningún concepto, que algo de tanto valor arqueológico pudiera perderse. A mi modesto entender — y quizá también en su opinión—, tal antigüedad resultaba exagerada. Fuera como fuera, la pieza podía considerarse un verdadero tesoro.

Cuando le hablé del Valle de las Pirámides que andábamos buscando, se interesó vivamente — dijo—, y si encontrarás algún vínculo de unión entre las «tolas» de la costa donde apareció esta figura y las de ese valle, la teoría de la influencia egipcia podría extenderse hasta la cordillera andina. ¡Algo realmente sensacional!

Le repliqué que, a mi modo de ver, todo aquello parecía demasiado fantástico, pero él no lo creyó así.

— Es tanto lo que ignoramos sobre el pasado de la Humanidad — dijo—, que cualquier sorpresa me parece posible. Incluso que sea cierto lo que dicen ahora: que la Humanidad nació aquí, en Ecuador.

Se refería a las declaraciones de un científico húngaro que estaban causando furor en el país. Dicho científico aseguraba haber encontrado los documentos más antiguos de la Humanidad, en los que se demostraba que todas las civilizaciones provenían de cueva existente en la misma línea del Ecuador, en el interior de una enorme montaña. Desde la entrada de la cueva se distinguían la Estrella Polar y la Cruz del Sur. Tales documentos certificaban también que se podía caminar durante días y días por el interior de la cueva, hasta llegar, al fin, a una gran sala, donde se conservaba el libro que hablaba de los origen del hombre.

Hacía años que dicho profesor húngaro rondaba por Quito contándole a todo el mundo su historia, sin que nadie le hiciera mucho caso, hasta el día en que aseguró haber encontrado la cueva. Estaba convencido de que se hallaba en pleno territorio de los jíbaros cortadores de cabezas, que habitan en la vertiente amazónica de la cordillera andina, al este de Loja y Zamora.

Gastón Fernández, secretario de la Corporación Ecuatoriana de Turismo, me había hablado ya de esa cueva, y también me había mostrado las espectaculares diapositivas en color que habían obtenido en su interior.

— Al principio, no le hicimos ningún caso al húngaro — confesó—, pero, al fin, ante tanta insistencia, decidimos organizar una expedición y acompañarle. Íbamos cinco. Después de tres días de una marcha pesadísima, llegamos al río Santiago. No el de la costa, sino el otro, el afluente del Amazonas. Allí, encontramos una tribu jíbara que el húngaro reconoció inmediatamente por unos dibujos que llevaban tatuados en la frente y en la barbilla. Aseguró que dichos dibujos señalaban a los tradicionales guardianes de la cueva. Los interrogamos y terminaron confesando que, en efecto, desde los tiempos más remotos, tales dibujos se transmitían de padres a hijos, así como defender la entrada de una cueva sagrada, aunque ignoraban lo que se ocultaba en su interior. Penetramos en ella. Como el profesor había dicho, la entrada era un pozo de unos cincuenta metros de profundidad. Luego, se abrirían una serie de cavernas hasta llegar a otra, inmensa, que estaría iluminada. Te aseguro que yo continuaba mostrándome incrédulo, pero todo cuanto había dicho el profesor se iba cumpliendo paso a paso. Por fin, nos hallamos a unos quinientos metros bajo tierra y, sin embargo, apareció allí, ante nosotros, un inmenso pórtico labrado en piedra. Era como la entrada a una gran pirámide. Habían pasadizos que se dirigían hacia todas partes, tallados en la roca y perfectamente pulidos. De tanto en tanto, aparecían huellas de pies humanos de tamaño gigantesco, como pertenecientes a hombres de diez metros de altura. No sabíamos qué pensar ni qué hacer. Estábamos entre temerosos y asombrados. Al fin, cuando menos lo esperábamos, desembocamos en una caverna del tamaño de un campo de fútbol y de más de ochenta metros de altura. Y allá, en lo alto, había un agujero de poco más de un metro de diámetro, por el que penetraba un rayo de luz, recto como una flecha. El espectáculo más fantástico que pueda imaginar mente alguna. Instintivamente, todos fuimos a colocamos bajo ese rayo, a la luz, y fue entonces cuando advertimos que la cueva estaba poblada por millones de aves[3]. Entraban y salían chillando por el agujero del techo, y volaban de una parte a otra, en tinieblas, con endiablada rapidez y sin tropezar nunca: ni entre sí, ni contra las paredes. El profesor quería que continuáramos, pero aquel dédalo de galerías seguía hasta el infinito por el interior de las montañas. Según el húngaro, toda la cordillera andina está hueca en esa parte, y se tiene que andar quince días hasta llegar al salón principal. No estábamos preparados para ello, y decidimos salir. Hicimos algunas fotos, y ahora, apoyándome en ellas, estoy buscando la colaboración del Ejército para llevar a cabo una exploración completa de la cueva. Es tan enorme que requiere un auténtico planteamiento militar.

Me mostró las diapositivas. Confirmaban punto por punto cuanto había referido, aunque hubiera bastado su palabra. La máxima autoridad del Departamento de Turismo de un país no se podría permitir mentir sobre semejante asunto. Además, conocía lo suficiente a Gastón como para creerle. No pude conseguir — pese a todos mis ruegos — que me cediera alguna de las fotografías, pero, a cambio de ello me prometió que podría acompañarles en su expedición, el día que se llevara a cabo.

Confío, por tanto, que el próximo viaje que haga al Ecuador sea para tomar parte en tan apasionante aventura.

La que de momento nos ocupaba, la del Valle las pirámides, no podía hallarse, por su parte, mejor encaminada, pues con la ayuda de los peones de Plaza encontramos el valle sin excesivas dificultades. Aunque en un principio pensamos que nos habíamos equivocado y no era el de la fotografía, nos bastó… trepar a las cumbres vecinas y observarlo desde lo alto para llegar a la conclusión de que, efectivamente, era aquél.

Está situado a unos tres mil quinientos metros de altitud, y detrás, los Andes se elevan de modo casi inaccesible. En realidad, no es un valle, sino más bien un rincón triangular, protegido por dos de sus lados y abierto por su base. Esta última, está formada por un pequeño río de aguas muy frías.

En la cúspide del triángulo, y a cosa de medio metro del punto en que las dos montañas se unen, se encuentra la mayor de las «tolas», que tiene unos sesenta metros de base en cada lado, y unos quince de altura. Por lo que se puede advertir, es una gran pirámide truncada, con los costados escalonados y cubiertos de hierba. Cavando en ella, pronto se tropieza con una pared de piedra amarilla y blanda, cuyo espesor resulta imposible determinar.

Del centro de su base parte una especie de abultamiento largo y estrecho, también cubierto de hierba, que tiene el aspecto de un túnel o conducto que lleva hasta otra «tola» de menor tamaño, situada a unos doscientos metros.

Todo el resto del valle está sembrado por más de cuarenta de estas pirámides truncadas, aunque ninguna, desde luego, del tamaño de la principal. Hay una algo menor, y la base de las demás oscila de los diez a los quince metros, aunque también se encuentran algunas que no son, en realidad, más que pequeños montículos.

Abundaban las llamas y también se distinguían vicuñas, vacas y caballos. A las llamas parecía gustarles especialmente la jugosa hierba que crecía sobre las «tolas», y dejamos que nuestras cabalgaduras pastasen junto a ellas.

Galo Plaza nos había proporcionado tres peones al mando de un pintoresco capataz, Matías, conocedor de la zona, ya que vivía en las inmediaciones. Él fue quien nos señaló que años atrás, durante la apertura de un camino que corría por el borde del riachuelo, era corriente encontrar allí infinidad de objetos de cerámica de uso doméstico.

Nos condujo al lugar e inmediatamente iniciamos las primeras excavaciones. Diez minutos después, comenzaron a hacer su aparición tantos fragmentos de cerámica que no sabíamos qué hacer con ellos. Por desgracia, se encontraban en muy malas condiciones y resultaba del todo imposible recomponer un solo objeto.

Matías, que sentía especial predilección por Gonzalo, al que llamaba respetuosamente «Don Gonzalito», se lo llevó a un rincón un poco apartado y le indicó que trabajase allí. Al cabo de unos instantes, apareció una vasija bastante bien conservada y dotada de tres patas que debían de servirle para mantenerse a cierta altura sobre el suelo.

Nos sentíamos entusiasmados ante nuestros hallazgos, pero pronto caímos en la cuenta de que, en el fondo, la intención que perseguíamos no era desenterrar un pueblo precolombino, sino tratar de averiguar el significado y contenido de las pirámides del valle. Volvimos, por tanto, a ellas y cometimos el primer gran error de la expedición. Como niños golosos ante lo que nos parecía un inmenso pastel, nos decidimos de mutuo acuerdo por la «tola» mayor, y comenzamos las excavaciones. Tres peones, un anciano capataz y cuatro «aventureros» poco acostumbrados a manejar pico y pala no son gran cosa para enfrentarse con una pirámide de quince metros de altura. En un principio, todo fue bien; pero en cuanto comenzamos a encontrar bloques de piedra amarillenta, el trabajo se hizo lento y fatigoso.

La hierba y la maleza acumuladas durante siglos, impedían advertir si existía una entrada o un puno por el que la penetración resultase más factible. Teníamos que limitarnos a escoger un lugar y echar mano del pico.

Una lluvia pertinaz no tardó en calarnos hasta los huesos y un frío insoportable nos hizo tiritar. Por culpa de la altura, a la media hora de cavar estábamos con la lengua fuera y el corazón nos saltaba dentro del pecho, y desde luego, si uno de nosotros hubiera sido cardíaco, jamás hubiera salido de allí con vida.

El tiempo gris, lluvioso y constantemente encapotado, no sólo entorpecía el trabajo, sino que, sobre todo, hacía laboriosa y, difícil la filmación del documental encargado por Televisión. Nos habían proporcionado una película en color, poco sensible, y nos veíamos obligados a aprovechar el menor rayo de para montar las cámaras y rodar a toda prisa. Por fortuna, la experiencia de Michel superó los contratiempos y cuando visioné el filme en Madrid me felicité por mi elección: técnicamente, el documento era perfecto.

En lo que se refiere al trabajo arqueológico, un buen día descubrimos que, a pesar de que habíamos logrado un hueco de unos tres metros de hondo por tres de ancho, continuábamos tropezando con la mima piedra. Al paso que llevábamos tardaríamos en alcanzar el centro de la pirámide — a ras del suelo—, si es que la suerte no nos llevaba antes a algún pasadizo.

Matías opinó que, según lo que pudo observar en la «tola» que había abierto el tractor, la momia se encontraba enterrada a bastante profundidad. Era lógico suponer que en una «tola» grande ocurriera lo mismo, aunque no podíamos saber cuánta sería esa profundidad en una pirámide de semejante tamaño. Quizás otro tanto como el que se elevaba sobre el nivel del suelo; ello quería decir que nos faltaba cavar más de treinta metros hasta dar con la cámara funeraria propiamente dicha.

Como he dicho, semejante trabajo podría llevamos meses de excavaciones y ocasionar muchos gastos. Un tiempo y un dinero del que carecíamos. Aun suponiendo que en el corazón de la pirámide pudiera encontrarse un tesoro en joyas o un hallazgo arqueológico de la categoría del de Palenque, en México, o del de Tutankhamón, en Egipto, teníamos que renunciar a él.

Palenque constituía, desde el principio, uno de nuestros sueños, y recordábamos casi punto por punto cuanto Pierre Honoré había escrito sobre el descubrimiento de aquella tumba[4]


«…Hacia el año 1950, A. Ruz Lhullier realizó excavaciones en la plataforma del Templo de las Inscripciones, en Palenque. Habiendo observado un foso en el centro de dicha plataforma, lo limpió y descendió a él cada vez a mayor profundidad, hasta que tropezó con una escalera que aún conducía más abajo. Cuando, en su opinión, había alcanzado la base de la pirámide, se encontró ante una pesada puerta de piedra.

«Detrás de la piedra se abría una cámara funeraria donde había un sarcófago, también de piedra, que ocupaba, él solo, toda la estancia, y estaba cubierto por una enorme losa adornada con magníficos relieves.

«La losa era tan pesada, que no había fuerza humana capaz de moverla. Ruz Lhullier, que era solamente arqueólogo y nada tenía de ingeniero, y tampoco era muy forzudo, se encontró ante un problema totalmente ajeno a su especialidad de arqueólogo y se dio cuenta de que en lo sucesivo, en sus investigaciones en aquellas ciudades ciclópeas debía prepararse para hacer frente a tareas semejantes.

«Se encontraba en una situación parecida a la del famoso Howard Carter, cuando, después de haber descubierto un cuarto de siglo antes, en el valle de Nilo, la tumba del faraón Tutankhamón se halló ante un monumental sarcófago cerrado por una tapa que pesaba más de una tonelada.

«Ruz Lhullier tuvo que empezar por familiarizarse con los secretos de la mecánica antes de que pudiese pensar en alzar la pesada losa.

«Los investigadores se sentían observados por fantasmas mientras luchaban por levantar la tapa. Tuvieron que trabajar días enteros en el montaje de postes y soportes para los tornos y las sogas pues la tumba era demasiado reducida para que cupiera la posibilidad de deslizar la tapa hacia un lado.

«Por fin, llegó el momento solemne en que la soga se puso en movimiento y la fosa se despegó poco a del sarcófago, cuyo complemento había constituido durante tantos siglos.

«La soga fue enrollándose milímetro a milímetro. La tensión nerviosa quitaba casi la respiración a los asistentes. Y cuando la tapa estuvo ya lo bastante izada para poder echar una ojeada al interior del sarcófago, vieron algo nuevo, completamente nuevo para ellos: los restos de un miembro de la oligarquía que había formado aquel imperio. Porque era evidente que sólo podía tratarse de un personaje maya muy importante.

«Los arqueólogos, hombres de ciencia ponderados y fríos, se quedaron mudos de emoción y respeto. Subieron lentamente la escalera y llegaron sin pronunciar palabra a la plataforma de la pirámide que acababa de revelar su mayor secreto.

«La tarea, empero, no hacía sino empezar. Los especialistas midieron, fotografiaron a discreción, y anotaron cuidadosamente hasta el menor fragmento encontrado en la cripta. Difícilmente hallaríase otro lugar que haya sido tan minuciosa y científicamente examinado como esta tumba secreta bajo la de Palenque.

«Cuyas maravillas del arte maya, que habían estado fuera del mundo durante un milenio, volvieron a la vida: máscaras de estuco, mascarillas mortuorias, relieves y ofrendas diversas.

«Por si esto fuera poco, esta tumba suscita una pregunta que todavía no ha podido ser contestada:

«¿Existe alguna especie de relación entre esta tumba y la de los faraones conocidas desde hace tantos siglos, aquellos hipogeos también disimulados bajo pirámides?

«¿Sería verdad, como a menudo se afírmó en voz baja, que las pirámides del Nuevo Mundo no fueron ideadas por los indios, sino que provienen de los egipcios?

«y otra cuestión no menos importante: ¿Es posible que los restos humanos hallados en el magnífico sarcófago de la tumba misteriosa bajo la pirámide de Palenque sean los de alguno de los principales personajes mayas, quizá los restos del más importante…?

«¿Los restos de su dios blanco?

«Las mascarillas de la tumba de Palenque contemplaban mudas a los arqueólogos que turbaban su reposo milenario.

«Mudas permanecían las preciosas máscaras de los ancianos barbudos que ciñen corona sobre la frente…

«Pero, pese a su silencio, hablan. Pues blancos y barbudos eran los dioses que antaño llegaron al país y trajeron la civilización a los mayas. Los dioses blancos de las leyendas indias llevaban barba.

«La tumba bajo la pirámide no fue más que una de las grandes sorpresas de Palenque; otras siguieron cuando se procedió a estudiar el monumento en todos sus detalles; a explorar el lugar científicamente.

«En una de las paredes del templo se halló reproducida una gran cruz, de ahí su nombre de «Templo de la Cruz».

«En otro templo se observó una variación de la forma del símbolo. Un bajorrelieve mural representaba una cruz cuyo pie es un rizoma, con los brazos cargados de zarcillos y hojas que encuadran un rostro humano. Esta construcción ha recibido el nombre de «Templo de la Cruz frondosa».

«Estas representaciones coinciden casi exactamente con las del árbol del cielo del este asiático que lleva precisamente un rostro de demonio en la intersección de los brazos de la cruz. Se conocen también las de Java.

«El friso del Templo de la Cruz nos muestra un reptil monstruoso con cara de persona y serpiente. A menudo, brazos humanos sostienen serpientes bicéfalas, de cuyas bocas aparecen rostros humanos.

«Los reptiles y los dragones son precisamente inseparables del arte del Asia oriental. Muchas veces hemos encontrado a seres híbridos que personifican de dioses, como los dragones o el tigre con cuernos de carnero de las máscaras chinas del año 1250 antes de J. C. aproximadamente.

«Hasta la serpiente de fuego de los mayas encontrada en Palenque es casi copia exacta del monstruo marino mítico del Asia sudoriental, con cuerpo de pescado, trompa de elefante, patas y dedos, representado también a menudo con figuras humanas en las fauces.

«En las pirámides de Palenque, se ha observado en el interior del templo la construcción del arco sagrado en forma de cruz sobre los pórticos, con figuras monstruosas, exactamente como en los templos de Camboya, donde era ya corriente la falsa bóveda, principalmente por los siglos VIII al X después de J. C.

«Después de haberse encontrado todo esto en Palenque, ya nadie puede seguir dando crédito a lo que nos enseñaron, a lo que se enseña todavía en las escuelas: que Colón fue el primer hombre que descubrió América. Es evidente que estuvieron allí mucho antes que él gentes del Viejo Mundo. De otro modo sería inexplicables las sorprendentes coincidencias que hasta en los más pequeños detalles se observan en la expresión artística de ambos mundos.

«A partir de entonces, empezaron también a considerarse bajo otro aspecto las leyendas relativas al dios blanco…»

Capítulo VIII EL TESORO DE RUMIÑAHUI

Cuando comprendimos la inutilidad de seguir trabajando en la «tola» grande, y que todos nuestros sueños de encontrar una cámara funeraria como la de Palenque no eran más que eso, sueños, optamos por cambiar de lugar.

A esas alturas, ya habíamos consumido la mayor parte de nuestro tiempo y de nuestro dinero, y aparte el agujero practicado en la gran pirámide y del hallazgo de algunos fragmentos de cerámica y un par de vasijas casi intactas, no habíamos adelantado gran cosa.

Era cierto, sin embargo, que habíamos logrado el objetivo básico de nuestra expedición: localizar el valle, demostrar que existía y que aquel medio centenar de tumbas estaban allí, intactas, esperando que alguien viniera a estudiarlas. No nos correspondía a nosotros — y lo sabíamos — realizar la investigación o llegar a conclusiones definitivas sobre qué era todo aquello y qué significaba. No teníamos medios, ni tiempo, ni autoridad para hacerlo. Desde el momento en que concluyó el rodaje del documental que se constituiría en testimonio de lo que habíamos visto, nuestra misión había terminado.

Los auténticos científicos tendrían que llegar más tarde, y lo mejor que podíamos hacer era retiramos. Lo único que conseguiríamos con nuestros métodos poco ortodoxos sería revolverlo todo y complicar, quizá, la tarea de los que vinieran después. Si es que venían.

Ante tales razonamientos y conscientes de nuestra incapacidad, dejamos el trabajo de la «tola» grande, pero no pudimos evitar el deseo de llevar a cabo un nuevo intento.

Iniciamos entonces las excavaciones en una de las muchas «tolas» de menor tamaño, y pronto tropezamos con idéntica capa de piedra aunque en esta ocasión pudimos atravesarla fácilmente. Al otro lado, comenzaron a aparecer muchos fragmentos de vasijas, y luego, nos encontramos con un gran hueco o pequeña galería. Alimentamos vanas esperanzas que pronto se desvanecieron. Se diría que era un engaño, un diminuto pasadizo sin salida. Terminaba en otra piedra amarillenta y blanda que, al ser apartada, mostraba un conducto semejante, que se abría ahora en otra dirección, formando ángulo con el anterior. parecía como si todo aquello constituyera un pequeño laberinto llamado a desilusionar a quien pretendiese llegar a la cámara mortuoria.

Y nos desilusionó.

Es cierto que contribuyó en mucho la lluvia que comenzó a hacerse cada vez más persistente, de modo que llegó el momento en que no llegábamos a ver un rayo de sol en todo el día. Las nubes iban tan bajas que casi se podría decir que no nos llovía encima, sino que estábamos «dentro» de la lluvia. Las nubes llegaban por el valle tropezaban con el contrafuerte de las altas montañas que se alzaban a nuestras espaldas y se quedaban allí, sumergiéndonos en un pesado y frío manto de algodón.

La boda de Gonzalo se aproximaba y el dinero se alejaba casi a la misma velocidad. Al fin, una tarde, calados hasta los huesos, muertos de frío, mortalmente fatigados y con las manos llenas de ampollas, cargamos nuestras cámaras, películas filmadas, vasijas y fragmentos de cerámica, y emprendimos el regreso a la civilización.

Dos días después nos encontrábamos de nuevo el «Hotel Quito». Ya calientes, descansados y limpios sentíamos un irrefrenable deseo de volver a nuestras queridas «tolas» y de continuar hurgando en sus entrañas, aunque debíamos admitir que resultaba inútil.

De momento, la aventura del Valle de las Pirámides podía darse por concluida. Tal vez, algún día, volviéramos al frente de una poderosa expedición que desentrañase por completo su misterio, pero ésa sería otra historia.

Y otra aventura.

Aquella noche, cuando intentaba, como siempre, que el número 8 saliera, al menos una vez, en la ruleta del Casino, me encontré de pronto frente al doctor Mansilla, que intentaba lo mismo que yo, pero con el número 24.

Le pregunté por las obras del «Hotel Jaguar» y me asombró oír esta respuesta:

— Ya está terminado. Pronto lo inauguraré. El hecho me pareció sorprendente; debo confesar que nunca creí que este hotel llegara a concluirse.

Hacía más de un año, navegando por las soledades del río Napo, en plena selva amazónica, al volver un recodo, me había tropezado de pronto con un gran edificio a medio construir que se alzaba en un altozano que dominaba el río. En un principio, me negué a creer lo que estaba viendo. La orilla derecha del Napo se halla ocupada por la feroz tribu de los aucas, los indios más salvajes de la Amazonia, y la izquierda era, por su parte, zona de jaguares. En cientos de kilómetros alrededor no podía encontrarse ningún lugar habitado, y el pueblo más cercano, Puerto Napo, ya hacía tiempo que había quedado atrás. Según mis cálculos necesitaría al menos un día para llegar a la pequeña Misión del Coca; y ni en los mapas, ni en parte alguna, figuraba la existencia de aquel soberbio edificio.

Varé la piragua y subí la pequeña cuesta, convencido de que aquello era un espejismo. Llamé a voz en grito, preguntando sí vivía alguien allí, y apareció un hombre alto, desgarbado y sonriente, que me tendió la mano.

— Pase, pase… — dijo—. Soy el doctor Aníbal Mansilla, propietario de todo esto. Está usted en su casa. ¿Quiere tomar una cerveza?

Y ante mi asombro, me hizo entrar, rebuscó en una nevera de petróleo, y me sirvió una cerveza helada, allí, en el corazón mismo de la selva. Jamás me supo mejor una cerveza.

A mitad de la segunda, señalé con un dedo a mi alrededor:

— ¿Qué es esto?

— Algún día, será un hotel — respondió Mansilla, convencido—. El «Hotel Jaguar».

— ¿Un hotel aquí, con los aucas enfrente, a tiro de piedra?

— Los aucas están en aquella orilla, y yo estoy en ésta. Yo no me meto con ellos y ellos no se meten conmigo.

— ¿Cómo lo sabe? ¿Han establecido algún pacto? Nadie ha hablado nunca con un auca.

— No hacen falta pactos ni palabras. Los aucas saben que a ellos les pertenece la orilla derecha y a nosotros, la izquierda.

— Aunque así sea… ¿Quién vendrá a vivir aquí? Está lejísimos de todo.

— Construiré una pista de aterrizaje. Vendrán cazadores a por los jaguares de los alrededores. Pescadores a por los bagres del río. Coleccionistas de mariposas y orquídeas… Incluso turistas que quieran pasa unos días en plena jungla, lejos de la civilización. Podrán jugar al tenis, practicar esquí acuático, bañarse en el río…

— ¿Y las anacondas? ¿y los cocodrilos?

— Anacondas hay pocas… Cocodrilos, no he visto ninguno.

— Acudirán al olor de los turistas…

— No lo creo… Además, ahora dicen que hay petróleo en estas selvas. Pronto vendrán los americanos a montar sus campamentos, y les gustará tener cerca un lugar agradable donde pasar los fines de semana. Un hotel limpio, aire acondicionado, bebidas heladas, Casino… — Rió con picardía—. ¡Tal vez lindas camareras!

— ¿El paraíso del Infierno Verde?

— ¡Exactamente! Usted lo ha dicho… Venga, le serviré otra cerveza.

Pasé el resto del día con el doctor Mansilla. Me pareció un tipo extraordinario; un soñador, quizás un loco, porque loco había de estar para emprender semejante aventura.

Luego, poco a poco, me fui dando cuenta de que en realidad, lo que le empujaba no era el ánimo de lucro, sino el simple hecho de satisfacer un deseo personal. Le gustaba la selva; quizá, quería vivir temporadas en ella, y le gustaba además mostrársela a los amigos, a los conocidos, incluso a los extraños que no hablaban siquiera su propio idioma. Me produjo la presión de que soñaba con tener aquel hotel para llevar allí a todo el mundo contentándose con que no le costara dinero de su propio bolsillo.

Pero, de momento, llevaba gastados más de diez millones de pesetas en obras. Todo absolutamente todo, desde el cemento hasta los trabajadores; desde los ladrillos hasta las tablas, tenía que traerlo desde Quito, tras un viaje de catorce horas de coche y siete en piragua. Una proeza.

O una locura.

Cuando le dejé allí en su hotel a medio construir, y seguí mi camino río abajo, iba convencido de lo último: de que todo aquello era una locura que nunca llegaría a feliz término,

Y, no obstante, ahora, el mismo Aníbal Mansilla aparecía allí, frente a mí, jugándose el dinero al número 24 y asegurándome que el hotel estaba a punto de ser inaugurado.

— Parece increíble! — exclamé—. ¿Cómo ha quedado?

— Precioso… ¿Le gustaría verlo? Mañana tengo que ir con Osvaldo Guayasamín que me está terminando la decoración. Pasaremos cinco días, le gustará.

— Me agradaría — repliqué—, pero estoy aquí con unos amigos y…

— ¡Tráigaselos! Les invito con mucho gusto. No se preocupe, todo corre de mi cuenta: viaje, alimentación, todo… Me encantará tenerles allí.

Y lo decía en serio. Completamente en serio y entusiasmado. Busqué a mis compañeros y les conté lo que ocurría, Joaquín Galindo ya conocía el «Hotel Jaguar» por haber volado infinidad de veces sobre él, pero, para Michel y Gonzalo, la idea de visitar la selva amazónica, aunque sólo fuera por cinco días, era una experiencia nueva y maravillosa.

Aceptaron encantados, y Mansilla pareció el hombre m s feliz del mundo. Tan sólo había un inconveniente: las catorce horas de coche hasta Puerto Napo por una carretera infernal. La pista de aviación del hotel aún no existía, y la forma de llegar seguía siendo la de siempre.

— En Tena hay pista de aterrizaje, ¿verdad? — pregunté.

— Para avionetas, y si no llueve mucho

Tena se encuentra a poco más de una hora de Puerto Napo. De Quito a Tena, cruzando las inmensas cordilleras de los Andes, suele haber, cuando el tiempo lo permite, poco menos de una hora de vuelo. Eso quería decir que las catorce horas podían reducirse a dos: una de vuelo y una de coche.

— Conseguiré una avioneta — señalé.

— Yo prefiero el coche — indicó Mansilla — Cruzar los Llanganates en avioneta, con el tiempo que hace no me divierte nada. Es muy peligroso. y esa pista de Tena…

Quedamos en que nos reuniríamos en Tena a las nueve de la mañana dos días después. Él saldría con Oswaldo y los empleados del hotel a la tarde siguiente, y nosotros volaríamos al amanecer del otro día.

Por la mañana, fui a buscar a Gastón Fernández, de la Corporación de Turismo, para que me agenciara una avioneta. Refunfuñó un poco pero acabó por conseguirme una «Cesna» de cinco plazas. Nos llevaría Tena y el piloto volvería a recogemos en el mis lugar, cinco días más tarde, a las once en punto de mañana.

A la ida, el vuelo transcurrió con pocas novedades aunque resultó movido — como de costumbre — al atravesar los Llanganates. No me pilló de sorpresa, ya que había sobrevolado la región en varias ocasiones pero Michel, que llevaba la pesada cámara sobre las rodillas, se pasó el viaje maldiciendo, a cada salto le destrozaba las piernas. Si la dejaba en el suelo las trepidaciones parecían querer desencajarla, y no le quedó más remedio que aguantar como pudo hasta que aterrizamos. Para Michel, la cámara suele ser más importante que él mismo. Acostumbra a decir que él está asegurado y la cámara, no.

Por mi parte, durante todo el viaje, no quité los ojos del suelo, allá abajo, a unos mil metros bajo las alas y tres mil y pico de altitud sobre el nivel del mar. Intentaba distinguir la cumbre de los tres Llanganates para que me sirvieran de referencia, intento de vislumbrar, aunque tan sólo fuera fugazmente, el lago del tesoro.

Sin embargo, todo era un blanco mar de nubes con algún ligero claro por el que aparecía la selva verde y monótona. Como siempre, la cumbre del Cotopaxi era lo único que sobresalía de aquella inmensa capa de algodón que oculta la región en la que se esconden cuarenta mil millones de pesetas en oro. Son esas nubes bajas, densas, pesadas, los principales guardianes del tesoro. El hombre que más insistentemente lo ha buscado, el colombiano Carlos Ripalda, me había asegurado en cierta ocasión:

— Si no fuera por las nubes, por esa maldita lluvia que jamás cesa, yo sería inmensamente rico. Pero llueve y llueve y llueve… ¡Todos los días del año, durante los quince que llevo buscando ese oro!

Conocí a Ripalda en 1966, durante mi primer viaje a Ecuador. Era un hombre con una idea fija: encontrar el famoso tesoro de Rumiñahui, y había dedicado a ello los mejores años de su vida. Desde el primer momento me atrajo su entusiasmo, y logró convencerme para que le acompañara en una de sus infinitas intentonas.

En realidad, aquel viaje no era más que un ligero internamiento, una preparación de la gran expedición que proyectaba realizar un año más tarde, cuando su socio, un rico industrial de Kansas, llegara con el dinero y el grueso del equipo. Pese a ello, no me arrepentí de acompañarle. Ripalda era un hombre interesante y un gran conocedor de la selva y la montaña.

Quien le tratara superficialmente podía llegar a creer que estaba loco, o que era un idiota al desperdiciar su vida persiguiendo la quimera de un hipotético tesoro. Pero es que Ripalda tenía la certeza, como la tengo yo, como la tienen muchos, de que ese tesoro existe.

El día que Francisco Pizarro hizo prisionero en Cajamarca al inca Atahualpa, éste ofreció llenar de oro la habitación en que se encontraba, a cambio de su rescate. A los españoles, aquello les pareció una fantasía, pero el inca cumplió su palabra. Dio una orden y el oro comenzó a llegar desde todos los rincones del Imperio.

Sin embargo, Pizarro, temiendo una traición, mandó ajusticiar a Atahualpa cuando la cifra recaudada apenas había sobrepasado el millón de pesos en oro; es decir, unos mil cuatrocientos millones de pesetas al cambio. Fue entonces cuando se enteró de que había perdido, con esa acción, la más fabulosa fortuna que jamás soñara hombre alguno.

En efecto el tiempo de Atahualpa, el Imperio inca estaba dividido en dos reinos: el Sur, con capital en el Cuzco, y el Norte, con capital en Quito. De las riquezas del Cuzco ya se tienen noticias, no sólo por ese oro que consiguió Pizarro, sino por el que mucho más tarde encontraran los conquistadores al tomar la ciudad. El jardín del Templo del Sol estaba compuesto íntegramente por árboles, flores y animales de oro puro. Su valor resultaba incalculable.

Sin embargo, el oro de la otra capital, Quito, nunca apareció. La culpa la tuvo Rumiñahui, «ojo de piedra», el más valeroso e inteligente de los generales de Atahualpa.

Rumiñahui había sido el encargado — como gobernador de Quito — de recoger el oro del norte del país y llevarlo a Cajamarca para contribuir al rescate de Atahualpa; pero, cuando se encontraba a mitad de camino con setenta mil hombres cargados, tuvo noticias de la muerte de Atahualpa, y volvió atrás. Sabedor de la llegada de los españoles, prendió fuego Quito y se refugió en la región de los Llanganates, de donde era natural. Allí escondió el oro y regresó a dar la batalla. Pero, derrotado, fue sometido a tortura para que confesase él emplazamiento del tesoro.

Todo fue inútil. Rumiñahui murió sin decir palabra, y aquella fabulosa cantidad de oro y piedras preciosas desapareció para siempre. Por los cálculos de los especialistas que han estudiado de cerca el tema basándose en la documentación de antaño, y la cantidad de carga que puede llevar un indio, se ha hecho una valoración aproximada. El tesoro valdría, al cambio normal, unos cuarenta mil millones de pesetas.

Naturalmente, esa cifra despertó, a través Historia, el interés y la codicia de infinidad de aventureros, pero, al parecer, muy pocos han sido los que lograron tocar siquiera el oro de Rumiñahui.

El primero fue el español Valverde, un simple soldado que vivió en Latacunga a finales del siglo XVI. Valverde estaba casado con una india, y de la noche a la mañana pasó de la más absoluta pobreza a ser inmensamente rico. Al parecer, su suegro, compañero de Rumiñahui, le había conducido al lugar del tesoro dejándole tomar lo que pudiera llevarse. En Latacunga, me mostraron en cierta ocasión «la casa verde», aunque luego pude constatar que la que me enseñaban había sido construida sobre el solar de la auténtica.

Lo cierto es que Valverde regresó a España rico y, antes de morir, le dejó en herencia al rey un documento conocido con el sobrenombre «Derrotero de Valverde». En él se explica el camino desde la misma Latacunga hasta el punto en que se encuentra el tesoro.

Dicho documento — del que existen varias copias hoy día — es absolutamente exacto en la mayoría de sus puntos, y demuestra un perfecto conocimiento de la región. Nunca podría haber sido trazado por alguien que no hubiera estado allí varías veces.

La primera pregunta que se le ocurre a cualquiera es: ¿Cómo es que nadie ha vuelto a encontrar ese tesoro? La respuesta surge de inmediato: los Llanganates, la región más peligrosa, desconocida dura y difícil de la Tierra. Cuantas expediciones han intentado conseguir ese oro han fracasado; algunas desaparecieron, los componentes de otras murieron y las más regresaron desesperadas.

El Ejército de Gonzalo Pizarro anduvo aquí perdido durante más de un año y murieron cuatro de sus cinco mi hombres. Ésta es la vertiente amazónica de los Andes; un desnivel que va de los siete mil metros de la cumbre del Cotopaxi — el más alto volcán del mundo — a los seiscientos sobre el nivel del mar de la cuenca del Napo.

Todas las nubes de la húmeda e inmensa selva vienen a tropezar contra las faldas de los Andes, por lo que es raro que luzca más de un día o dos de sol al año. Llueve ininterrumpidamente noche y día, en invierno y en verano, y si a eso se añade la fertilidad de la tierra y el calor que proporciona el estar situada exactamente en la línea ecuatorial, se comprenderá que la vegetación de la región de los Llanganates sea más salvaje, densa y lujuriosa de la Tierra.

Ni un solo ser humano — ni animales casi — habita más allá del pueblo de Pillaro y esa soledad perdurará ya hasta el Napo. No hay absolutamente nada de comer; ni leña seca para calentarse; ni el más triste refugio en el que guarecerse de la lluvia. Al abandonar Pillaro se sabe que aguardan días y días de sed, de hambre y de fatigas, de soledad y desesperación.

Al principio, el «Derrotero de Valverde» es claro y fácil de seguir. Saliendo de Pillaro hay que preguntar por la «Hacienda Moya» — ya desaparecida — y buscar, luego, el llamado Cerro Guapa. Desde la cumbre de ese cerro y teniendo detrás la ciudad de Ambaro, se mira hacia el Este, y en los días muy claros se distinguen los tres cerros de los Llanganates. Forman un triángulo, y en sus faldas existe un pequeño lago artificial al que parece ser que se arrojó el tesoro. Otra versión asegura que el lago es tan sólo una pista y que, muy cerca, hay una gran cueva en la que se esconde el oro.

La teoría de la cueva se basa en el hecho de que, en el siglo pasado, dos marineros ingleses aseguraron haber encontrado el oro en una de ellas, y llegaron a Londres con algunas piezas muy bellas. Uno murió en Londres y el otro, en el transcurso de la siguiente expedición. Juraron que mil hombres fuertes no podrían cargar todo el oro que había en la cueva.

Hay quien asegura que esa cueva no es otra que la gran caverna que se forma bajo la catarata del Alto Coca, pero, a mi entender, ese lugar se encuentra demasiado lejos del señalado por Valverde. Lo he visitado con la avioneta de Galindo, y la distancia desde, los cerros de los Llanganates es considerable. Desde luego la cueva es inmensa e inaccesible por su situación, pero poco probable como escondite.

El sistema más seguro sigue siendo, por tanto, el «Derrotero de Valverde», aunque los años transcurridos y los movimientos sísmicos tan frecuentes en esta región han cambiado totalmente su topografía.

Desde un principio, fueron muchos los que se lanzaron a la busca de las huellas de Rumiñahui — entre ellos, el propio Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco—, pero la primera expedición científica importante la realizó el español Anastasio Guzmán a finales mil setecientos. Trazó un mapa bastante completo de la región, pero, por desgracia, cayó por un precipicio antes de llegar al punto que andaba buscando.

Aseguran que Guzmán era sonámbulo y que sufrió el accidente mientras dormía. ¡Mala cosa para un aventurero el sonambulismo en estas tierras de profundos precipicios! Ripalda aseguraba que, en cierta ocasión, se encontró frente a un barranco que — de lado a lado — no tendría más de quince metros, y casi se podía salvar de un salto. Sin embargo, descender el fondo y subir por el otro lado, le llevó, exactamente diecisiete días. Sirve ello para ilustrar las dificultades de los expedicionarios y por qué mueren a docenas o regresan completamente destrozados. Si se precisan diecisiete días para salvar quince metros, no sorprende que, hasta el presente, nadie haya logrado atravesar esos cien kilómetros.

Pero la certeza de que allí, en el corazón de ese infierno, se esconden cuarenta mil millones de pesetas hace que, a través de la Historia, siempre exista quien se atreva a enfrentarse a todos los peligros y dificultades. El inglés Dyott, el italiano Boschetti, el americano D’orsay, el sueco Blomberg, el colombiano Ripalda y el escocés Loch son algunos, los más destacados, de los cientos de soñadores que han perseguido en estos últimos tiempos el escurridizo tesoro de Rumiñahui. La mayoría de ellos acabaron dándose por vencidos; otros se arruinaron en la empresa y uno de ellos, el desgraciado Loch, perdió fortuna y esposa. Tras infinitas calamidades, regresó a Quito para pegarse un tiro. Una maldición parece proteger el oro; una maldición y los infranqueables Llanganates.

Ahora, estaban allí, bajo mis pies, y vistos a través de las nubes y desde la altura no parecían tan peligrosos, ni que fueran, como aseguraba la Historia, la «región devoradora de hombres».

Minutos después, por un pequeño claro se distinguió el cauce de un río. Sin dudarlo, el piloto se lanzó por el hueco hasta casi rozar las montañas, siguió el cauce y acabó enfilando la diminuta y encharcada pista de hierba de Tena. Cuando el aparato detuvo los motores, Michel exhaló un suspiro:

— Comprendo por qué el doctor Mansilla prefiere las catorce horas de coche. Yo, también.

Bajamos nuestras cosas y la avioneta despegó de inmediato porque el tiempo estaba «empeorando», y el piloto temía no regresar a Quito. Quedamos, pues, solos bajo la lluvia, en la cabecera de la pista hasta que — al cuarto de hora y puntual a la cita — apareció el destartalado microbús de Mansilla.

Una hora después, navegábamos ya en enormes piraguas, río Napo abajo, sorteando peligrosos rápidos y espumeantes chorreras. A pesar del agua caída, el cauce estaba bajo y de tanto en tanto, el fondo de, las embarcaciones rozaba las rocas del lecho del río.

Cuando salió el sol, Michel y Gonzalo gritaron de júbilo y admiración: lo que hasta esos instante había sido una inacabable sucesión de oscuros árboles que bordeaban el río y escurrían agua, se convertía, de pronto, en todo el esplendor de la selva amazónica.

Ya no había en las riberas una mancha de espesura bajo un cielo plomizo, sino un millón de tonalidades de verdes que brillaban al sol y destacaban contra un azul resplandeciente. Al filo del mediodía, la Amazonia comenzaba a despertar.

Bandadas de loros y paujiles echaban a volar entre gritos y parloteos, mientras una infinidad de garzas blancas se sacudían la lluvia y jugaban a deslizarse suavemente, casi sin agitar las alas, rozando la superficie de las aguas. En las copas de los más altos árboles, chillaban centenares de monos. Y entre el follaje, aquellas manchas imprecisas de antes destacaban ahora como flores de mil colores: del rojo al amarillo, del violeta al ocre, en capullos o cascadas, a veces como la ardiente cola de un cohete; y Michel — tan amante de las flores — no podía admitir que fueran orquídeas, docenas, centenares, miles de orquídeas en el mayor invernadero del planeta.

Seis mil kilómetros de río y de selva, de millones de árboles y orquídeas se extendían desde allí; desde, las faldas de los Andes, que aún podíamos ver a nuestras espaldas, hasta la desembocadura del río en el Atlántico, al otro lado del continente.

En verdad que para Michel y Gonzalo que no lo habían visto nunca, incluso para mí que tanto lo conocía de otros viajes, el mundo amazónico resultaba un incomparable portento.

El «río-mar», del cual, el Napo sólo es uno de principales afluentes, nace en los Andes peruanos y precipita, rápido y furioso, hacía el llano, arrasándolo todo; pero es precisamente en su unión con el Napo, cuando se transforma en el río tranquilo, lento perezoso que será en adelante.

A cuatro mil kilómetros de su desembocadura, se encuentra a quinientos metros sobre el nivel del mar, y ya más adelante, en su unión con el Negro, a treinta, cuando aún le faltan dos mil kilómetros para llegar a su fin. Recorrido la mitad de ese camino, su desnivel no es más que de tres milímetros por kilómetro, lo que hace que su velocidad sea casi nula, pero no evita que vierta en el océano, en época de crecida, un caudal de casi doscientos mil metros cúbicos por segundo. A cien kilómetros de la costa, el mar no sido capaz de anular por completo el agua dulce y fangosa que le arroja el río.

Pero esa falta de rapidez se ve compensada, no obstante, por la profundidad, ya que, en su parte más honda, alcanza los ciento treinta metros, lo que le convierte en navegable en la mayor parte del curso, de tal modo, que buques de considerable calado pueden remontarlo hasta Iquito, en el Perú.

Pese a todo, lo que resulta más impresionante — a mi entender — en el «río-mar», no es su caudal ni su profundidad, ni aun su anchura — setenta kilómetros en algunos tramos—, sino el mundo propio que crea a su alrededor; el portento de los siete millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia; la complejidad de sus infinitos afluentes, islas, lagunas, pantanos y, sobre todo selvas.

Aunque podría decirse que la Amazonia en realidad, no es selva. Es más que eso: Jungla, espesura, maraña, agua, ciénagas, podredumbre, penumbra, ruidos, rumores, olor, susurros, gritos, misterio, miedo lluvia, serpientes, mosquitos, fieras… Todo y al mismo tiempo nada.

Habiéndome criado en África, conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que, sin embargo, no existe comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales — incluso en fieras—, resulta, no obstante, más hospitalaria, más habitable, menos hostil que Amazonia.

África puede recorrerse a pie, sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle; pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica.

Por todo ello, la vida no se da hoy aquí, y no es posible, más que sobre o junto a las aguas. A la orilla de los cauces principales o de sus afluentes se alzan los poblados y el interior — la auténtica espesura — sólo ha sido tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros ni fuerza alguna capaz de hendir por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación.

Tan sólo el agua vence. Sus caminos de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que, con frecuencia los invada imponiendo sus formas particulares de vida, como son esos enormes nenúfares, la Victoria Regia, que cubre pantanos y tranquilos afluentes, hasta casi hacerles desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja.

Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto, que se adornan a menudo con hermosas flores blancas, se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro, la gigantesca anaconda y, sobre todo, la diminuta y feroz piraña.

— ¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos, y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos que parecen odiar al mundo, y su número infinito. Tantos y tantos miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, haciendo hervir el agua alrededor de la pobre bestia, y comiéndole las entrañas antes incluso de que haya muerto.

En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma para que — mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla — el resto pueda pasar aguas arriba.

Aquí, en la Amazonia, allá por el Tapajós y el Madeira, dicen — por fortuna no lo he visto — que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda los dejan caer al agua. A los cinco minutos, sacan esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo; luego, lo guardan conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de mondar un esqueleto en minutos.

Pero el lector no debe asombrarse por la barba de estos salvajes. Antes de hacerlo, le conviene saber que nosotros mismos, blancos «civilizados», hemos llevado a la práctica actos semejantes, no por imperativos de una costumbre más o menos brutal, sino por mera diversión.

Durante la salvaje guerra entre el Brasil y Paraguay, el mejor entretenimiento de los soldados de uno y otro bando era el de «dar de comer a los peces» Lo que consistía en arrojar al río a un prisionero, haberle hecho una incisión en el estómago, para quedarse allí, a ver cómo las pirañas lo devoraban vivo.

Las pirañas que suelen abundar en las aguas de Sudamérica no son todas, contra lo que se cree, devoradoras de hombres. Sólo una especie — la roja en forma de dorada — ataca siempre; las restantes únicamente suelen hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión, atravesé a nado el Caroní en Venezuela, sin que me molestaran en lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos.

Personalmente, de las aguas amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o a los cocodrilos, y es que, a mi entender, esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico monstruo de la jungla.

Hace días, regresando ya de mi viaje, me contaron que una anaconda de casi veinte metros de longitud devoró en el Madre de Dios — un afluente del Madeira, afluente a su vez del Amazonas — a dos campesinos que nadaban en el río: Ricardo Flores y Juvenal Quispe. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se les tragó uno tras otro, sin que se oyeran gritos pudiendo distinguirse, tan sólo, las grandes manchas de sangre que se extendieron sobre la superficie del río.

Algunos indios y, sobre todo, caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros; pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente.

Otro temido habitante de las aguas amazónicas es el candiru, pues, pese a no medir por lo general, más de cinco centímetros de longitud por cinco milímetros de grosor, tiene la particular costumbre de introducirse en los orificios naturales del ser humano, especialmente en el pene. Una vez dentro, no existe forma de extraerlo, si no es mediante una olorosísima y difícil operación quirúrgica, pues se aferra a la carne con sus alargadas púas. Los dolores que producen son, por lo visto, insoportables y han conducido a muchas de sus víctimas a la muerte.

La mejor forma de evitar el peligro del candiru es no bañarse nunca desnudo en estas aguas y usar siempre un bañador grueso de lona o látex, bien ceñido al cuerpo.

Cuando le pregunté a Mansilla qué dirían sus huéspedes si se encontraban con que un día habían recibido la molesta visita de un candiru, se echó a reír:

— Pondré letreros aconsejando que nadie se bañe sin armadura… — respondió.

Capítulo IX ORQUÍDEAS Y CHAMPÁN

Era verdad.

El hotel estaba terminado.

Le faltaban tan sólo algunos detalles de decoración y la instalación definitiva de la nueva cocina, pero, fuera de ello, todo era perfecto, con un cuerpo central de cemento y cristal que albergaba la recepción, el salón, el bar y el comedor. En su piso alto se abriría el Casino, y doce cabañas dobles, con ducha, se alineaban alrededor de un patio en el que andaban sueltos monos y aves exóticas.

Inmediatamente, se puso en marcha un generador eléctrico que hizo funcionar una enorme nevera. En el «Hotel Jaguar» todo era funcional, sencillo y de buen gusto; la decoración interior y exterior respondían al paisaje. Guayasamin y Mansilla eran a partes iguales autores de la decoración.

Nos refrescamos con un baño en el río — ¡ojo a los cadirus! — , comimos algo y me fui a la selva, que comenzaba exactamente a tres metros de la puerta de mi cabaña.

Iba dispuesto a fotografiar miles de orquídeas, pero las orquídeas se mostraban reacias a dejarse fotografiar. Así como, descendiendo por el río, las habíamos distinguido a docenas, ahora apenas se las veía, y las que encontraba en mi camino aparecían demasiado altas, algunas a cuarenta metros, en la copa de los árboles.

Pronto caí en la cuenta de lo que sucedía: las orquídeas aman la luz, la necesitan, y allí, en plena selva, la luz tan sólo estaba en las alturas. En el río tenían sol suficiente y, por ello buscaban el lado de los árboles que daba hacia el agua.

Y es que la orquídea no crece en tierra, sino en los troncos de los árboles en los que encuentra determinada especie de hongo con el que convive en asociación, o simbiosis. El hongo microscópico aprovecha el azúcar sintetizado de la orquídea, mientras que ésta, a su vez, se beneficia de las proteínas liberadas por e hongo.

Pese a habitar en los árboles, las orquídeas no son, como se pudiera creer, parásitas. El árbol es tan sólo el soporte y unas largas raíces aéreas son las encargadas de proporcionar el agua que la planta necesita, en gran cantidad. Esa agua se va almacenando en las hojas que, a menudo, aparecen casi redondas y a punto de reventar de tanto líquido. Se asegura que existen ciertos animales que incluso viven dentro del agua esas hojas, aunque tan sólo ocurre en ciertas orquídeas, de las que se calcula que existen en total unas quince mil especies.

La Guayana venezolana y la Amazonia constituyen el reino natural de la orquídea, aunque se encuentra también en otros muchos lugares cálidos y húmedos. Cuentan que en cierta ocasión un alemán reunió en un mes, en esta Amazonia ecuatorial, más de tres plantas de orquídea que trasladó por avión a Europa con lo que se hizo rico.

Cuando regresé al hotel y le expuse a Mansilla los problemas que había tenido para encontrar media docena de flores dignas de ser fotografiadas, se rasco la cabeza pensativo.

— No había caído en eso — replicó — y no cabe de que a mis futuros clientes les gustaría ver orquídeas al alcance de la mano…

El tema se puso a discusión y, al fin, se llegó a lo que parecía una solución factible: abrir de tanto en tanto un claro en la selva, de forma que el sol pudiera llegar al suelo. De ese modo, en poco tiempo, las orquídeas invadirían los claros que se convertirían en jardines naturales. Un sendero bien dibujado llevaría de uno a otro, pues es sabido que en la jungla resulta fácil extraviarse. Basta caminar diez minutos para perder por completo el sentido de orientación y ser incapaz de regresar al punto de partida.

A Mansilla le había ocurrido en más de una ocasión que los peones de la obra que se habían adentrado en el bosque a cazar o a buscar algo, habían tardado horas e incluso días en regresar.

Uno de ellos optó por aguardar a que saliera el sol, calcular según su posición dónde podría encontrarse el río, buscarlo y subir luego por la orilla, pesadamente, hasta dar con el hotel.

La hora de la cena fue una de las más agradables que recuerdo en mucho tiempo. El gran Napo corriendo bajo nuestros pies, más allá del ventanal; la selva devolviendo en mil tonalidades de verde la última luz de la tarde, y un coro de aves cantando y chillando mientras se dirigían a sus nidos. Todo era, a mi entender, perfecto, y nada hacía imaginar que miles de personas estuvieran en aquellos momentos apretujándose en un recinto por el simple hecho de ver a veintidós jugadores dándole puntapiés a una pelota.

Y así era. Precisamente aquel día se estaba celebrando en la ciudad de México la final del campeonato mundial de fútbol, y por la radio llegaban, muy lejanas, casi imperceptibles, las incidencias del encuentro.

Aun en aquel lugar tan remoto el fútbol nos perseguía, e incluso habíamos hecho nuestras apuestas: seis botellas de champán francés que se enfriaban en esos momentos en la nevera. Mansílla, Oswaldo y Gonzalo habían apostado a favor de Italia. Michel, Joaquín y yo, a favor de Brasil. En realidad, no nos importaba en absoluto quién ganara; todo era una disculpa para dar buena cuenta de unas botellas que habían viajado mucho para ir a parar allí, en el corazón de la Selva amazónica.

Fue una velada inolvidable.

Luego comenzaron a llegar visitantes nocturnos que se anunciaban repiqueteando suavemente en las cristaleras. Todas las mariposas de la jungla, millones de ellas, acudían atraídas por la única luz eléctrica que brillaba en miles de kilómetros alrededor. Mariposas de oro, mariposas de infinitos colores y dibujos, minúsculas como la uña, grandes como la mano.

— Ve como tenía yo razón — dijo Mansilla—. Los coleccionistas de todo el mundo no tendrán más que venir aquí sentarse y esperar a que las mariposas acudan a intentar beberse su champán. Yo no puedo reconocerlas, pero les aseguro que entre ésas puede haber alguna que valga mucho, muchísimo dinero. ¿Sabían que hay una colección de mariposas valorada en dos millones de dólares ¡De dólares! ¡Imagínese los millones de billetes verdes que andan volando por estas selvas…!

— Mariposas, orquídeas, jaguares… Esto es una mina — dijo Gonzalo, bromeando.

— No lo sabe usted bien — admitió Mansilla—. Petróleo, aves exóticas, oro… No estaba yo tan loco al montar aquí mi hotel aquí ¿no cree?

— ¿Oro…?

— Oro, sí… El Napo es un río rico en oro. Baja de la sierra, de alguna mina importante que debe haber por ahí arriba, y que nadie ha encontrado aún… Si quieren, mañana podemos ir río abajo, a visitar a los buscadores de oro.

— ¿Un atractivo más para los turistas…?

— ¿Por qué no? — admitió Mansilla—. Estoy pensando seriamente en comprar unas bateas y tenerlas aquí en el hotel. Los clientes podrán aprovechar sus ratos libres y bajar al río a limpiar arena. Pueden encontrar oro, diamantes e incluso una esmeralda.

— Terminará por convencemos de que, al final, en lugar de costarles dinero, saldrán ganando — dijo alguien riendo.

Mansilla tenía un poco, muy poco, de razón. A la mañana siguiente, encontramos a los buscadores en el río. Eran una tribu de indios miserables que vivían en las peores condiciones que imaginarse pueda: en tiendas construidas con tres palos y una manta, clavadas en una pequeña playa de la orilla izquierda.

Su trabajo consistía en limpiar arena en unas pesadas bateas de madera. Tras muchos esfuerzos y horas de inclinarse sobre el agua con un sol abrasador que les quemaba la espalda, acababa por alzarse mostrando en el fondo de su recipiente una arenilla brillante: oro. Oro, efectivamente, pero en proporciones tan minúsculas, que cada uno de aquellos pobres indios venía a sacar un jornal de cien pesetas diarias por trabajar de sol a sol.

Aseguraban que en la otra orilla se conseguía mucho más, e incluso existían afluentes de Napo en los que un buscador, con un poco de suerte, podía hacerse rico. Pero aquél era territorio dé los aucas, y los aucas no permitían que nadie pusiera el pie en él.

En Quito, los periódicos traían la noticia casi cada día: buscadores de oro, misioneros o simples viajeros muertos a lanzazos por el «auca desnudo», el más salvaje de los salvajes de la selva.

Un año antes, me había adentrado en sus tierras, llegando hasta el puesto militar de Curaray, avanzadilla del Ejército ecuatoriano que ha sido atacado varias veces por ellos[5].

También pasé varios días en el último poblado de los indios alamas, ya casi en zona auca.

— Vivimos en constante peligro — me contaba el jefe alama—, pues el «auca desnudo» ataca siempre en busca de nuestros machetes y nuestras mujeres. No saben trabajar el metal ni la piedra, y para ellos, un arma de acero constituye un tesoro inapreciable frente al que la vida de un ser humano no vale nada. En realidad, nunca vale, y matan por matar a quien se cruce en su camino.

— ¿Incluso a las mujeres?

— Las mujeres y las niñas a veces se salvan — me respondió—, pero su destino entonces es peor, pues las convierten en esclavas, y cuando ya no les gustan, las arrojan vivas al río, a que las devoren las pirañas. No son humanos, son bestias de la selva. Como demonios, surgen de la espesura y matan en silencio. Nada les gusta tanto como matar, especialmente, en las noches de luna llena. La única salvación, cuando se presentan, es tirarse al río. No les gusta el agua, no saben navegar. yo, una vez, me salvé así.

— ¿Te atacaron? ¿Los viste de cerca?

— Mataron a mi padre. Los vi tan cerca como está usted ahora. Escapé de milagro.

— ¿Qué aspecto tienen?

— Son altos, fuertes, blancos, y van desnudos y pintarrajeados.

— ¿Blancos?

— Como usted.

Más tarde pude comprobarlo. En Nuevo Rocafuerte vi al único auca civilizado que existe. Era alto, muy fuerte y blanco. Un verdadero hércules.

Lo más curioso en la historia de los aucas estriba, quizás, en el hecho de que hasta el pasado siglo eran una tribu pacífica y muy amiga de los blancos. Fueron los caucheros peruanos los que, en su ansia de hacerles buscar caucho para ellos, los esclavizaron y maltrataron hasta el punto de obligarles a rebelarse. Un buen día decidieron romper el yugo de los caucheros, se encerraron en su territorio y declararon la guerra a muerte a todo el que no fuera auca, sin que importara su color, nacionalidad, tribu o dedicación. El auca sólo respeta al auca, y en el transcurso de menos de un siglo ha ido retrocediendo en la Historia, hasta el punto de que, hoy, ya no son capaces ni de labrar la piedra. Todas sus armas, desde las lanzas a las cerbatanas, están fabricadas en madera de «chonta».

En realidad, la idea de que allí, a un tiro de piedra, en la otra orilla del río, habitan semejantes vecinos, no me parece algo que pueda agradar a los futuros clientes del «Hotel Jaguar», por más que se les asegure que a los aucas no les gusta el agua y no saben navegar.

Aquella noche, no había luna llena, pero yo, por si acaso, dormí con el revólver sobre la mesilla. De mi viaje anterior recordaba que las noches peores las había pasado precisamente al bajar por el Napo, junto al territorio auca. Y es que, entonces, no contaba con la seguridad de tener una buena cabaña y más gente a mi alrededor. Viajaba solo, y la piragua era mi cama y mi vivienda. Pero, en cuanto quedó atrás el país del «auca desnudo», ya no hubo peligro alguno hasta llegar al mar, seis mil kilómetros más abajo.

Los tres días restantes los pasamos disfrutando de la selva. Fuimos a buscar orquídeas y las encontramos a centenares. Fuimos a cazar jaguares y no cazamos ni uno solo, aunque, eso sí, vimos sus huellas y los excrementos que debieron dejamos como saludo. Coleccionamos mariposas exóticas y conseguimos algunas realmente preciosas; intentamos coleccionar pepitas de oro y no conseguimos ninguna. Nos bañamos en el río; practicamos esquí acuático; pescamos bagres de sesenta kilos; cazamos una hermosa pava salvaje que resultó riquísima; capturamos un guacamayo vivo; visitamos a las tribus de indios yumbo de los alrededores; compramos un mono que se escapó al cabo de media hora… Gozamos, en fin, de la selva virgen.

Y cuando nos cansábamos de la selva, nos dábamos una ducha caliente nos afeitábamos con maquinilla eléctrica, bebíamos cerveza helada comíamos opíparamente y jugábamos largas partidas de ajedrez o póquer.

Todo ello salpicado de bromas, chistes, anécdotas y contando con la extraordinaria compañía de un hombre tan ameno como Oswaldo Guayasamin, o tan divertido como el doctor Mansilla, que explicaba siempre los chistes más viejos del mundo. Como a él le hacían mucha gracia, nos obligaba a reírnos, por contagio, a los demás.

Tan sólo faltaba algo para que fueran, quizás, los cinco días más perfectos que recuerdo: Marie-Claire.

A todos nos hubiera gustado quedarnos, pero teníamos una cita con la avioneta a las once de la mañana del día siguiente, y no quedaba más remedio que volver. Llovió torrencialmente durante todo el viaje en piragua, que fue largo el viaje y pesado, y llegamos a Tena una hora después de lo previsto.

Corrimos a la pista de aterrizaje; la avioneta no estaba. Preguntamos a unas gentes que vivían junto a la cabecera si hacía mucho rato que se había marchado, y nos respondieron que ni siquiera la habían visto llegar.

Estábamos discutiendo sobre la oportunidad de quedarnos a esperarla, cuando un hombre comentó que, con todo lo que había ocurrido, lo más probable es que nunca viniera.

— ¿Y qué ha ocurrido? — pregunté.

— ¡Ah! ¿Es que no lo saben? Ha habido un golpe de Estado. El país está bajo la ley marcial.

¡Un golpe de Estado! y nosotros sin enterarnos. Como la radio se oía tan mal, habíamos terminado por cerrarla definitivamente. Y ahora resulta que alguien había dado un golpe de Estado para derribar al presidente Velasco Ibarra. Pero, ¿quién?.

— Velasco Ibarra — respondió el buen hombre.

Todo aquello parecía muy confuso. El hombre lo explicó.

— Es muy fácil — dijo — Como al ser elegido por votación popular, Velasco tenía que gobernar según las leyes, los senadores se aprovechaban de todas las triquiñuelas de esas leyes para impedirle hacer las reformas que quería. Lo tenían atado. Ahora, se ha puesto de acuerdo con el Ejército, ha disuelto el Senado y gobierna como le da la gana. Los militares mandan, los soldados andan por las calles y los aeropuertos están cerrados. Su avión no vendrá.

¡Vaya fastidio! Quedarse en un poblacho de la selva esperando a un avión que no vendrá, no tiene nada de gracioso. Sin embargo, el más afectado era Guayasamin, que había palidecido notablemente. Conocido como intelectual de ideas muy liberales — por no decir comunistas—, los militares nunca le habían profesado grandes simpatías. Durante la anterior Junta Militar que gobernó el Ecuador incluso estuvo encarcelado, y conservaba de todo ello recuerdos muy ingratos. Le asustaba la idea de que, si los militares se habían hecho de nuevo con el poder, lo volvieran a encerrar.

— Yo no vuelvo a Quito — fue lo primero que dijo—. Me quedo aquí.

Buscamos un sitio donde comer y discutir la situación. En una especie de choza nos dieron unos huevos, fritos con lo que parecía aceite minera. Michel Bibin se puso muy enfermo. Los demás andábamos medio revueltos. Convencimos a Oswaldo de que quedarse allí era absurdo. No tenía donde dormir ni otra cosa que comer que aquellos huevos asesinos. Nuestras provisiones se habían acabado y no podíamos volver al hotel. Lo mejor era metemos como pudiéramos en la desvencijada camioneta de Mansilla y emprender el camino de Quito.

Íbamos como sardinas en lata, sentados alternativamente unos encima de otros, con las cabezas tocando el techo y el cuello torcido. El camino — todo piedras y baches — hacía saltar el maltrecho vehículo que amenazaba con caerse a pedazos de un momento a otro.

Tres horas largas de martirio nos llevaron, al fin, a Puyo, puerta de entrada natural a la Amazonia ecuatoriana. En Puyo existía una emisora-receptora y por ella pudimos comunicamos con Quito. La situación seguía siendo confusa, pero el piloto de la avioneta confiaba en poder ir a buscamos a la mañana siguiente. No daba ninguna clase de seguridad lo intentaría.

Las opiniones se dividieron. Había quien prefería seguir en auto, aun a riesgo de romperse los huesos durante toda una noche de traqueteos, y otros que optaban por quedarse en el pequeño hotel de Puyo, arriesgándose a lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Oswaldo temía aterrizar en una avioneta que juzgaba «sospechosa» en un aeropuerto de Quito, que imaginaba repleto, de militares, y escogió la carretera. Mansilla le imitó y Galindo se fue con ellos. Gonzalo, Michel y yo no, quedamos.

A las nueve de la mañana, la avioneta llegó nos recogió y nos depositó en Quito con toda normalidad una hora después. A media mañana tras un viaje infernal, llegaron los demás. El Ejército les había detenido una docena de veces para comprobar su identidad. Al reconocer a Guayasamin, se apresuraban a dejarle pasar a toda prisa, presentándole infinitas disculpas.

Cosas que ocurren.

Quito, por su parte, aparecía inquieta. Los soldados patrullaban las calles y los tanques habían invadido la Universidad. Aprovechamos para rodar un reportaje sobre el golpe de Estado, con destino a la Televisión y, dos días después Gonzalo, Galindo y Michel emprendían el regreso a Madrid.

Por mi parte, había decidido quedarme. Faltaba la segunda y más importante parte de mi viaje al fin del mundo.

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