Título Original: The songs of a distant earth
Traducción de Daniel Zadunaisky
©1986 by Serendib BV
©1986 Emecé Editores S.A.
Alsina 2062 — Buenos Aires
ISBN 950-04-0558
A Tamara y Cherene, Valerie y Hector por su amor y lealtad
«En ningún lugar del espacio ni en mil mundos habrá hombres que compartan nuestra soledad. Por más que exista sabiduría; por más que exista poder; por más que desde algún lugar del espacio grandes instrumentos contemplen en vano nuestros despojos flotantes, anhelándonos como nosotros a ellos, la naturaleza de la vida y los principios de la evolución ya nos han dado la respuesta. En otras partes, y más allá, hombres jamás habrá...»
Loren Eiseley, «The Immense Journey» (1957)
«He escrito un libro inicuo, y me siento puro como el Cordero.»
Melville a Hawthorne (1851)
Antes que el bote pasara el arrecife, Mirissa advirtió la furia de Brant. La tensión de su cuerpo ante el timón e incluso el hecho de no haberlo dejado en las hábiles manos de Kumar durante el último tramo, mostraban a las claras que algo lo había perturbado.
Abandonó la sombra de las palmeras y bajó lentamente hacia la orilla; sus pies se hundían en la arena húmeda. Kumar ya recogía la vela. Su «hermanito» — cuerpo musculoso y casi tan alto como ella — alzó la mano y sonrió. Cómo deseaba que Brant tuviera el carácter despreocupado de Kumar, que jamás se alteraba por nada.
Antes que el bote llegara a la arena, Brant saltó al agua y chapoteó hacia ella, furioso. Alzó un puñado de chapas retorcidas y cables rotos para que ella lo viera:
— ¡Mira! — exclamó —. ¡Fueron ellos otra vez! — Agitó el puño hacia el norte: — ¡Se acabó, esta vez no se saldrán con la suya! ¡Y me importa un comino lo que diga la alcaldesa!
Mirissa se apartó mientras el pequeño catamarán avanzaba hacia la arena sobre sus tambores fuera de borda, como un primitivo animal marino que se lanza por primera vez a tierra firme. Apenas pasó la línea de marea alta, Kumar apagó el motor y saltó a tierra junto a su furibundo capitán.
— Le he dicho a Brant una y otra vez que debe ser un accidente, tal vez un ancla flotante. No entiendo por qué los norteños habrían de hacer semejante cosa a propósito.
— Te diré por qué — replicó Brant —. Porque son demasiado haraganes para tomarse la molestia de desarrollar la tecnología requerida. Porque temen que atrapemos demasiados peces. Porque...
Al ver la sonrisa burlona del otro le arrojó la maraña de cables retorcidos. Kumar la atrapó hábilmente.
»Y aunque fuera un accidente, no tienen por qué anclar ahí. El lugar está señalado en los mapas: Prohibida la Entrada — Proyecto de Investigación. Voy a presentar una queja.
Brant había recuperado su buen humor; su rabia nunca duraba más de un par de minutos. Mirissa le acarició suavemente la espalda:
— ¿Tuvieron buena pesca? — preguntó en tono apaciguador.
— Claro que no — respondió Kumar —. Sólo le interesan las estadísticas: tantos kilogramos por kilovatios y otras estupideces por el estilo. Suerte que llevé mi caña. Cenaremos atún.
Metió la mano en el bote y sacó un cuerpo de casi un metro de largo, elegante y aerodinámico. Sus colores se desvanecían, sus ojos ciegos habían perdido todo su brillo.
»No es fácil pescar uno de éstos — dijo, orgulloso. Y en ese momento, mientras admiraban la presa, la Historia se abatió sobre Thalassa, y ese mundo sencillo y despreocupado, el único que los jóvenes habían conocido, llegó bruscamente a su fin.
La señal de su muerte estaba escrita en el cielo, como si una mano gigantesca hubiera trazado una raya de tiza sobre la bóveda celeste. Los bordes perdían nitidez, y ya el chorro de vapor parecía un puente de nieve que se extendía de un horizonte al otro.
Un trueno distante bajó de lo alto del cielo. Hacía setecientos años que en Thalassa no se escuchaba un ruido semejante, pero cualquier niño podría reconocerlo.
Mirissa se estremeció, su mano buscó la de Brant. Él entrelazó sus dedos con los de ella pero parecía ausente, su mirada, como perdida, seguía clavada en ese cielo partido por la mitad.
Estaba tan impresionado como los otros:
— Una de las colonias nos descubrió.
Brant meneó la cabeza lentamente, sin convicción:
— ¿Por qué habrían de molestarse? Si tienen los viejos mapas, deben de saber que Thalassa es casi todo océano. No tiene sentido que vengan aquí.
— Tal vez lo hacen por curiosidad científica — sugirió Mirissa —. Querrán saber qué ha sido de nosotros. Yo siempre he dicho que deberíamos restablecer las comunicaciones...
Era una antigua polémica que resurgía cada dos o tres décadas. La mayoría coincidía en que algún día habría que reconstruir la gran antena de la Isla Oriental, destruida cuatro siglos atrás por la erupción del Krakan. Pero — siempre había algo más importante — o interesante — que hacer.
— La construcción de una nave estelar es una obra gigantesca — dijo Brant, pensativo —. No creo que ninguna colonia lo haría, salvo que las circunstancias la obligaran. Igual que en la Tierra...
La frase quedó en suspenso. A pesar de los siglos transcurridos, la evocación de ese nombre despertaba profundas emociones.
Los tres se volvieron hacia el este: la noche ecuatorial avanzaba rápidamente sobre el mar.
Ya habían salido algunas de las estrellas más brillantes, y sobre las palmeras se alzaba la pequeña e inconfundible constelación del Triángulo. Eran tres estrellas de la misma magnitud, pero siglos atrás, un cuarto astro había brillado con mucha mayor intensidad durante algunas semanas, junto al vértice austral de la constelación.
Su superficie, muy encogida, todavía podía verse a través de un telescopio de mediana potencia. Pero ningún instrumento era capaz de mostrar la brasa apagada que giraba a su alrededor, y que alguna vez había sido el planeta Tierra.
Mil años después, un gran historiador pudo calificar al período 1901-2000 como «el siglo durante el cual todo ocurrió». Agregó que la gente de esa época hubiera coincidido con él... pero por otras razones.
Hubieran destacado, con justo orgullo, las hazañas científicas de la época: la conquista del espacio, la liberación de la energía atómica el descubrimiento de los principios fundamentales de la vida, las revoluciones en la electrónica y las comunicaciones, los primeros avances en el terreno de la inteligencia artificial y lo más espectacular de todo, la exploración del sistema solar y el primer descenso en la Luna. Pero el mismo historiador señaló, con la absoluta precisión propia de la mirada retrospectiva, que ni uno de cada mil terrícolas se enteró de un descubrimiento que trascendió a todos los anteriores, casi hasta el punto de volverlos irrisorios.
Al principio parecía un hecho inofensivo y tan alejado de los asuntos humanos como esa placa fotográfica velada del laboratorio de Becquerel que desembocaría cincuenta años más tarde, en la bola de fuego sobre Hiroshima. Más aún, era un subproducto de la misma investigación y sus comienzos fueron igualmente inocuos.
La naturaleza es un contador sumamente estricto, sus libros están siempre balanceados. Por eso los físicos quedaron sumamente perplejos al comprobar que en ciertas reacciones nucleares siempre parecía faltar algo en uno de los términos de la ecuación.
Así como un tenedor de libros se apresura a reponer el dinero que ha sacado de la caja menor para salir bien parado de la auditoria, los físicos se vieron obligados a inventar una partícula nueva. A fin de justificar sus ecuaciones, tuvieron que dotarla de características muy especiales: era una partícula carente de masa y de carga, y tan extraordinariamente penetrante que podía atravesar un muro de plomo de varios miles de millones de kilómetros de espesor sin el menor inconveniente.
Dieron al fantasma el nombre de «neutrino», compuesto de neutrón y bambino. Parecía imposible detectar un ente tan esquivo, pero en 1956, gracias a las maravillas logradas en sus laboratorios, los físicos pudieron atrapar un par de especimenes. Fue asimismo un triunfo para los teóricos, quienes pudieron verificar sus insólitas ecuaciones.
Y aunque el mundo no se enteró, fue el inicio de la cuenta regresiva hacia el día del fin del mundo.
La red de comunicaciones de Tarna nunca era utilizable más que en un noventa y cinco por ciento, pero por otra parte jamás se le exigía en menos de un ochenta y cinco por ciento de su capacidad. Era, como la mayor parte de los equipos de Thalassa, obra de genios que habían muerto siglos atrás, y las fallas catastróficas eran casi imposibles. Por más que fallaran algunos componentes, el sistema seguía funcionando bastante bien hasta que alguien se sentía lo suficientemente exasperado como para efectuar algunas reparaciones.
Los ingenieros lo llamaban «decadencia elegante»; algunos cínicos decían que el término podía aplicarse al modo de vida de los thalassianos.
La computadora central indicaba que la red estaba funcionando en un noventa por ciento de su capacidad, para fastidio de la alcaldesa Waldron. Prácticamente toda la aldea la había llamado en la última media hora. Alrededor de cincuenta adultos y niños se arremolinaban en la sala del concejo, desbordando ampliamente la capacidad del recinto. El quórum para una sesión ordinaria era de doce concejales, y a veces se requerían medidas draconianas para reunir a tan poca gente en un lugar. El resto de los quinientos sesenta habitantes de Tarna preferían seguir los debates — y votar, si el asunto les interesaba lo suficiente — cómodamente instalados en sus hogares.
Había recibido dos llamadas del gobernador provincial, una de la oficina del presidente y una de la agencia noticiosa de la Isla Norte, todas para formular la misma pregunta inútil. La respuesta, lacónica, había sido la misma en todos los casos: sí, por supuesto que los tendremos al tanto... Gracias por su llamada.
A la alcaldesa Waldron le disgustaban las conmociones, y el moderado éxito de su carrera en la política local se debía a su habilidad para evitarías. Lo cual, desde luego, a veces resultaba imposible: su poder de veto no hubiera podido desviar el huracán del año 9, el acontecimiento más destacado en lo que iba del siglo... sin contar lo de ahora.
— ¡Silencio! — exclamó —. Reena, deja de jugar con esas conchas, costó mucho trabajo ordenarlas. Además es hora de ir a la cama. Billy, ¡bájate de la mesa inmediatamente!
El orden se restableció de inmediato: señal de que, por una vez en la vida, a los aldeanos les interesaba escuchar el informe de su alcaldesa. Esta apagó su teléfono portátil, que sonaba con insistencia, y derivó la llamada al centro de comunicaciones.
— La verdad es que sé tanto como ustedes, lo más probable es que no recibamos nuevos informes hasta dentro de algunas horas. Ahora, no cabe duda de que se trata de una nave espacial que reingresó, o mejor ingresó, en nuestra atmósfera en su primera pasada. Tarde o temprano deberá descender sobre una de la Tres Islas, ya que no hay otra tierra firme en Thalassa. Podría tardar varias horas si da una vuelta completa alrededor del planeta.
— ¿Se ha intentado tomar contacto por radio? — preguntó alguien.
— Sí, pero sin éxito hasta el momento.
— ¿No será una imprudencia? — preguntó una voz preocupada.
Se hizo silencio en la sala, interrumpido a los pocos segundos por un gruñido despectivo del concejal Simmons, quien cumplía el papel del tábano sobre el anca del noble caballo:
— Ridículo. Por más que tratáramos de ocultarnos, nos hallarían sin ningún problema. Seguro que ya nos han ubicado.
— Coincido plenamente con el concejal — dijo la alcaldesa, feliz de aprovechar esta inesperada oportunidad —. Cualquier nave colonizadora tendría un mapa de Thalassa, con la ubicación del Primer Descenso aunque tuviera más de mil años.
— ¿Y si fuera una forma de vida extraña? No podemos descartar esa posibilidad.
La alcaldesa suspiró con fastidio; creía que esa tesis se había agotado siglos atrás.
— No existen formas de vida extrañas con la suficiente inteligencia para navegar el espacio — replicó, tajante —. Desde luego que no estamos cien por ciento seguros, pero en la Tierra investigaron esa posibilidad durante miles de años, y contaban con todo tipo de instrumentos.
— Existe otra posibilidad — dijo Mirissa, de pie entre Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todos se volvieron para mirarla, Brant con cierto fastidio. Aunque la amaba, a veces deseaba que no estuviera tan bien informada. Su familia dirigía el Archivo desde hacia ya cinco generaciones.
— ¿Sí, querida?
Ahora fue Mirissa quien sintió fastidio aunque lo ocultó. No le gustaba ese tono condescendiente de parte de una persona que no era demasiado inteligente aunque no podía negarle cierta perspicacia, o mejor cabria decir astucia. El hecho de que la alcaldesa Waldron coqueteara con Brant no la molestaba en absoluto; le resultaba divertido e incluso sentía un poco de lástima por la señora mayor.
— Podría ser una nave robot de inseminación como aquella que trajo las pautas genéticas de nuestros antepasados a Thalassa.
— Pero han pasado tantos años...
— Eso no importa. La velocidad de los primeros inseminadores era muy inferior a la de la luz. La Tierra perfeccionó los modelos hasta el momento de su destrucción. Si los últimos modelos fueron diez veces más veloces que los primeros, deben de haberlos alcanzado en un siglo, más o menos. Seguro que hay naves en camino. ¿No te parece, Brant?
Mirissa siempre solicitaba su opinión, en lo posible trataba de hacerle sentir que aportaba las ideas más brillantes. Sabía de sus sentimientos de inferioridad y trataba de no alentarlos.
El hecho de ser la persona más inteligente de Tarna la condenaba a cierta soledad; aunque se comunicaba con otros habitantes de las Tres Islas, no eran muchas las oportunidades que tenía de encontrarse con ellos. A pesar del alto desarrollo alcanzado por las comunicaciones, nada reemplazaba el contacto humano.
— Sí, es una posibilidad — dijo Brant —. Tal vez tengas razón.
Brant Falconer no había estudiado historia, pero como técnico conocía la compleja sucesión de acontecimientos que había desembocado en la colonización de Thalassa.
— ¿Y qué haremos si de verdad es una nave de inseminación que viene a colonizar el planeta por segunda vez? — preguntó —. Podríamos decirles, gracias, pero mejor vuelvan otro día.
Hubo algunas risas nerviosas, seguidas de la voz pensativa del concejal Simmons:
— No será difícil, llegado el caso, saber qué hacer si de verdad es una nave de inseminación. Además, los robots deberían ser lo suficientemente inteligentes como para suspender su programa al comprobar que el planeta ya ha sido colonizado.
— Puede ser; pero también puede ser que se crean capaces de hacerlo mejor. Lo único que sabemos es que, sea una reliquia de la Tierra o un modelo posterior proveniente de alguna de las colonias, sólo puede ser un robot.
En eso todos estaban de acuerdo. El vuelo interestelar tripulado era peligroso, extraordinariamente costoso y además, aunque teóricamente factible, no tenía sentido. Los robots eran muchísimo más baratos e igualmente eficientes.
— Bueno, pero la pregunta es, ¿qué haremos? — dijo uno de los aldeanos.
— Tal vez no sea problema nuestro — replicó la alcaldesa —. Todos dan por sentado que se dirigirá al punto del Primer Descenso, pero ¿por qué tiene que ser así? Isla Norte parece un lugar más probable...
La alcaldesa se equivocaba con frecuencia, pero nunca como en esta ocasión. Esta vez, el ruido sobre Tarna no fue un trueno que bajaba de la ionosfera sino el silbido agudo de un avión al volar muy bajo. Todos se precipitaron hacia la salida; los primeros llegaron justo a tiempo para ver un avión de retropropulsión cuyas alas tapaban momentáneamente las estrellas y cuya trompa apuntaba directamente hacia el sitio venerado, el último punto de contacto con la Tierra.
La alcaldesa Waldron informó brevemente a la Central y se unió a los aldeanos que se arremolinaban frente a la salida.
— Adelántate, Brant. Vete en la cometa.
El ingeniero jefe de mantenimiento de Tarna pestañeó; era la primera vez que recibía una orden directa de la alcaldesa. Parecía levemente desconcertado.
— Un coco cayó sobre el ala hace un par de días y la desgarró. No tuve tiempo de repararla. Además, no está equipada para vuelos nocturnos.
La alcaldesa lo miró con sorna:
— Espero que mi auto funcione — dijo.
— Por supuesto — dijo Brant, ofendido —. Tiene el tanque lleno.
El auto de la alcaldesa se utilizaba muy poco; un caminante podía atravesar Tarna de punta a punta en veinte minutos, y el trasporte local de alimentos y maquinaria se efectuaba en triciclos. En sus setenta años de servicio oficial tenía menos de cien mil kilómetros recorridos; de no mediar algún accidente, le quedaba un siglo de vida, por lo menos.
Los habitantes de Thalassa habían probado la mayoría de los vicios, pero el desgaste planificado y el consumismo desenfrenado no se contaban entre ellos. Cuando el vehículo inició su viaje histórico, nadie hubiera dicho que era más viejo que cualquiera de sus pasajeros.
Nadie escuchó los primeros tañidos de la campana fúnebre de la Tierra: ni siquiera los científicos que efectuaron el descubrimiento fatal en lo más profundo de una mina de oro abandonada del Estado de Colorado.
Fue un experimento audaz, que hubiera sido inconcebible antes de mediados del Siglo XX. Los científicos habían comprendido que el descubrimiento del neutrino les abría una nueva ventana al universo. Una partícula tan penetrante, capaz de atravesar un planeta con la misma facilidad con la cual un rayo de luz atraviesa el vidrio, les permitiría visualizar el centro de cualquier sol.
Sobre todo el de «el» Sol. Los astrónomos conocían las reacciones que alimentaban el horno solar, fuente original de la vida terrestre. En el núcleo del Sol, el hidrógeno, sometido a tremendas presiones y temperaturas altísimas, se fundía para formar helio, en una serie de reacciones que liberaban enormes cantidades de energía. Y, como subproducto lateral de las mismas, los neutrinos.
Esos neutrinos solares, para los cuales los millones de millones de toneladas de materia solar representaban un obstáculo tan grande como un jirón de humo, se lanzaban hacia la superficie a la velocidad de la luz. Dos segundos más tarde salían a recorrer el universo en todas las direcciones. La mayoría podría seguir su camino hasta la consumación de los siglos sin ser capturado por ninguna estrella o planeta que se cruzara en su camino, puesto que la materia «sólida» no era para ellos sino un fantasma incorpóreo.
Ocho minutos después de abandonar el Sol, una minúscula fracción de la lluvia solar llegaba a la Tierra, y una fracción aún más minúscula era interceptada por los científicos en Colorado. El equipo se encontraba enterrado a más de un kilómetro bajo tierra, a fin de filtrar las radiaciones menos penetrantes y atrapar únicamente a los auténticos mensajeros del centro del Sol. El conteo de los mismos les permitiría estudiar detalladamente las condiciones reinantes en un lugar que, como cualquier filósofo podría demostrar, se encontraba fuera del alcance de la mente y los sentidos humanos.
El experimento fue un éxito: pudieron detectar los neutrinos solares. Sin embargo... eran demasiado escasos. El complejísimo instrumental había detectado un número tres o cuatro veces menor al que indicaba la teoría.
Evidentemente, algo andaba mal, y el Caso de los Neutrinos Ausentes se convirtió en el gran escándalo científico de la década de 1970. Se verificó el instrumental una y otra vez, se examinaron las teorías, se repitió el experimento decenas de veces: en todos los casos se obtuvieron los mismos resultados desconcertantes.
Hacia fines del siglo veinte los astrofísicos se vieron obligados a admitir una inquietante conclusión, aunque en ese momento nadie la desarrolló hasta sus últimas implicaciones.
La teoría estaba bien, lo mismo que el instrumental. El problema estaba en el Sol.
La Unión Astronómica Internacional realizó la primera reunión secreta de su historia en el año 2008, en Aspen, Colorado, cerca de la sede del primer experimento, que a esa altura había sido reproducido por científicos de varios países. Una semana más tarde, el Boletín Especial de la UAI No.55/08 llegó a las manos de todos los gobiernos de la Tierra. Llevaba un título deliberadamente ambiguo. «Notas acerca de ciertas reacciones solares» cualquiera hubiera dicho que el anuncio del Fin del Mundo provocaría cierto pánico. En realidad, la primera reacción fue de silencio estupefacto... seguido de un encogimiento general de hombros y la reanudación de la vida cotidiana normal.
Pocos gobiernos eran capaces de ver más allá de la siguiente elección, pocos individuos mas allá del nacimiento de sus nietos. Además tal vez los astrónomos se habían equivocado...
Por otra parte, si era cierto que la humanidad estaba condenada a muerte, la ejecución de la sentencia se realizaría en un futuro indeterminado. El Sol tardaría por lo menos mil años en explotar ¿quién lloraría la suerte de los seres humanos de cuarenta generaciones más tarde?
Ninguna de las dos lunas había salido, cuando el auto tomó la arteria central de Tarna, con Brant, la alcaldesa Waldron, el concejal Simmons y dos aldeanos prominentes. Brant conducía el auto con la serena habilidad de siempre. Todavía se sentía molesto por el comentario, y el hecho de que la alcaldesa hubiera apoyado un brazo regordete sobre sus hombros desnudos, como al descuido, no mejoraba las cosas.
Pero a los pocos minutos la serena belleza de la noche y el efecto hipnótico de las palmeras al pasar ante los haces de luz de los faros le devolvieron su buen humor. Además, ¿qué importancia tenían las susceptibilidades en semejante momento histórico?
Tardarían diez minutos en llegar al lugar del Primer Descenso, donde se había iniciado su historia. ¿Qué los aguardaría allá? Lo único que se sabía con certeza era que el visitante había apuntado directamente hacia el radiofaro de la antigua nave de inseminación. que aún funcionaba. Puesto que sabía dónde buscarlo, sólo podía provenir de alguna colonia humana del mismo sector del espacio.
Bruscamente lo asaltó un pensamiento desagradable:
Cualquiera — cualquier cosa — podía detectar el radiofaro, esa señal inconfundible de la presencia de seres inteligentes que se difundía a todo el universo. Brant recordó que algunos años atrás alguien había propuesto su desconexión, con el argumento de que no servía a ningún fin útil y, por el contrario, podría resultar perjudicial. La propuesta había sido derrotada por escaso margen de votos y por razones más sentimentales que lógicas. Tal vez había llegado el momento de lamentar esa decisión, pero ya era tarde.
El concejal Simmons se inclinó sobre el respaldo del asiento para hablar con la alcaldesa.
— Helga — dijo (era la primera vez que llamaba a la alcaldesa por su nombre de pila en presencia de Brant) —, ¿crees que podremos comunicarnos? Los lenguajes robóticos cambian con mucha rapidez.
La alcaldesa Waldron era muy hábil en el arte de ocultar su ignorancia:
— Ese es el problema que menos me preocupa; esperemos a ver qué pasa. Brant, disminuye la velocidad si eres tan amable. Me gustaría llegar con vida.
Aunque conocía el camino y la velocidad no era excesiva, Brant se apresuró a complacerla y la redujo a cuarenta kilómetros por hora. Se preguntó si la alcaldesa no buscaba una excusa para postergar el gran momento. Sobre sus hombros recaía la abrumadora responsabilidad de recibir la segunda nave que llegaba al planeta proveniente de otro mundo. Los ojos de Thalassa estaban fijos en ella...
— ¡Krakan! — maldijo uno de los pasajeros —. ¿Alguien se acordó de traer una cámara?
— Demasiado tarde — respondió el concejal Simmons —. Pero no se preocupe, ya habrá tiempo para tomar fotos. Me parece difícil que hayan venido hasta aquí sólo para decir «Hola».
Habla un matiz histérico en su voz, que a Brant le resultó perfectamente comprensible. ¿Quién podía prever qué los aguardaba más allá de la cresta de la loma siguiente?
— Si, señor presidente, le informaré apenas tenga alguna novedad.
La alcaldesa Waldron hablaba por el transmisor del auto. Perdido en sus ensueños, Brant no había escuchado el comienzo de la conversación. Por primera vez en su vida lamentaba no haber estudiado un poco más de historia.
Conocía los hechos fundamentales, que formaban parte del programa escolar de Thalassa. Sabía que, con la marcha implacable de los siglos, los pronósticos de los astrónomos se volvían más y más precisos. En el año 3600 con un error de más o menos setenta y cinco años, el sol se convertiría en una nova. No sería de las más espectaculares, pero bastaría...
Un filósofo antiguo había dicho que nada serena más al hombre que el hecho de saber que será ejecutado al amanecer. Es lo que le ocurrió a la raza humana en los últimos años del cuarto milenio. Si hubo un momento en que la humanidad asumió la verdad, resignada y resueltamente, fue en esa medianoche de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Quienes asistieron a la aparición del primer «tres» no podían olvidar que la Tierra jamás llegaría al «cuatro».
Con todo, faltaba más de medio milenio; treinta generaciones vivirían y morirían en la Tierra, igual que sus antepasados. A ellas les correspondería conservar la sabiduría de la raza, las grandes creaciones del arte humano.
En el alba de la era espacial las primeras sondas no tripuladas habían salido del sistema solar provistas de grabaciones musicales y mensajes orales y pictóricos, ante la eventualidad de que fueran halladas por otros exploradores del cosmos. Y aunque no se habían detectado señales de civilizaciones extrañas en la propia galaxia, todos, hasta los más incrédulos, estaban convencidos de la existencia de seres inteligentes en alguno de los miles de millones de universos que se extendían más allá del alcance del telescopio más potente.
Durante siglos se trasmitieron terabytes de sabiduría y cultura humana hacia la nebulosa de Andrómeda y sus vecinas más lejanas. Desde luego, no había manera de saber si alguna civilización recibiría las señales y si, en ese caso, sería capaz de interpretarlas. Pero la mayoría de los hombres compartían la motivación, el anhelo de dejar un mensaje póstumo, una señal que dijera: «¡Mirad, yo también he vívido!».
Para el año 3000 los astrónomos estaban convencidos de que los gigantescos telescopios orbitales habían detectado a todos los sistemas planetarios en un radio de quinientos años luz a la redonda del Sol. Habían descubierto decenas de planetas y trazado toscos mapas de los más cercanos. En algunas atmósferas se había detectado altos niveles de oxígeno, señal inconfundible de vida. Existía la razonable esperanza de que los hombres podrían sobrevivir en esos planetas... siempre y cuando llegaran a ellos.
Los hombres, no; el Hombre sí.
Las primeras naves de inseminación eran artefactos primitivos, aunque construidos con la tecnología más avanzada de la época. Los sistemas de propulsión existentes en el 2500 les permitirían alcanzar el sistema planetario más cercano en doscientos años, con su valiosa carga de embriones congelados.
Pero ésa era la menos problemática de sus tareas. También debían trasportar los equipos automáticos necesarios para revivir y criar a esos seres humanos en potencia y enseñarles a sobrevivir en un medio desconocido y probablemente hostil. Sería inútil — más aún, cruel — desembarcar niños ignorantes y desnudos en mundos tan inhóspitos como el Sahara o la Antártida. Había que educarlos, darles herramientas, enseñarles a buscar y utilizar las materias primas locales. Efectuado el descenso, la nave inseminadora se convertiría en una nave madre que criaría a su prole durante varias generaciones.
Ello requería el trasporte de un biosistema completo, con plantas (aunque no había manera de saber si habría tierra donde sembrarlas), animales de labranza y una enorme variedad de insectos y microorganismos esenciales, por si fallaban los sistemas de producción de alimentos y se hacía necesario recurrir a técnicas primitivas de agricultura.
El hecho de comenzar de nuevo presentaba una ventaja. Las enfermedades y los parásitos que aquejaban a la humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, morirían en el fuego purificador de Nova Solis.
Había que diseñar y construir bancos de datos, «sistemas expertos» capaces de enfrentar cualquier situación, robots y máquinas de reparación y mantenimiento. Estos aparatos deberían funcionar durante un lapso tan prolongado como el que trascurrió entre la Declaración de Independencia y el primer alunizaje.
Era una tarea gigantesca, pero la motivación era tan poderosa que la humanidad en su conjunto se unió para llevarla a cabo. Ese objetivo a largo plazo, el ultimo objetivo a largo plazo, daba un sentido a la vida aún después de la destrucción de la Tierra.
La primera nave inseminadora salió del sistema solar en el 2553, rumbo a la estrella cuasi gemela del Sol, Alfa del Centauro A. El planeta Pasadena, similar a la Tierra en tamaño, estaba sujeto a temperaturas extremas debido a la proximidad del Centauro B, pero el siguiente planeta que ofrecía condiciones similares se hallaba a más del doble de distancia. El viaje del Sirio X insumiría más de cuatrocientos años; la primera nave inseminadora llegaría a destino después de la destrucción de la Tierra.
Pero si la colonización de Pasadena se cumplía con éxito, la noticia llegaría a la Tierra con tiempo de sobra. Doscientos años de viaje, más cincuenta años para establecerse y construir un trasmisor, más los cuatro años que tardaría la señal en volver a la Tierra: con suerte, los humanos saldrían a las calles a festejar el acontecimiento para el año 2800...
Sucedió en el 2786: Pasadena había superado las expectativas. La noticia dio nuevos bríos al programa de inseminación. Para entonces, más de veinte naves surcaban el espacio y la tecnología mejoraba sin cesar. Los últimos modelos alcanzaban al vigésimo de la velocidad de la luz y estaban en condiciones de llegar a más de cincuenta planetas.
El radiofaro de Pasadena envió la noticia del descenso inicial y se apagó, pero el desaliento provocado por este hecho fue pasajero. La experiencia podría repetirse una y otra vez, con crecientes probabilidades de éxito.
Alrededor del 2700 se descartó la técnica primitiva de los embriones congelados. El mensaje genético cifrado por la naturaleza en la estructura helicoidal de la molécula de DNA podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad y en menor espacio en las memorias de las sofisticadísimas computadoras: así, una nave inseminadora no mayor que un avión de mil pasajeros podía trasportar un millón de genotipos. Una nación entera de seres humanos nonatos, además de todo el equipo necesario para crear una nueva civilización, viajaría a las estrellas en un receptáculo de algunos cientos de metros cúbicos.
Así se había colonizado a Thalassa setecientos años atrás, como Brant bien sabía. Al ascender a las primeras estribaciones de las colinas el camino pasaba junto a las antiguas señales que habían dejado los robots al excavar la tierra en busca de las materias primas con las cuales habían creado a sus antepasados. Estaban a punto de pasar frente a las plantas procesadoras abandonadas tiempo atrás, y...
— ¿Qué es eso? — susurró el concejal Simmons.
— ¡Alto! — ordeno la alcaldesa —. Apaga el motor, Brant.
Tomó el micrófono.
— Habla la alcaldesa Waldron. Nos encontramos frente al mojón del kilómetro siete. Vemos una luz entre los árboles... parece venir del punto exacto del Primer Descenso. No hay ruidos. Avanzamos hacia allá.
Brant acelero suavemente sin aguardar la orden. Nunca había vivido un momento tan emocionante. Salvo, claro el huracán del año 9. Eso había sido mas que emocionante, había estado a punto de perder la vida. Tal vez en este momento corrían peligro, pero se resistía a creerlo. No podía esperarse una actitud hostil de parte de un robot. Y un ser de otro mundo no podría sacar de Thalassa nada que no fuera conocimientos y amistad...
— Pude ver al aparato cuando descendía al otro lado de los árboles — dijo el concejal Simmons —. Estoy seguro de que es un avión. Las naves inseminadoras no tenían alas ni forma aerodinámica. Y además era muy pequeño.
— Sea lo que fuere, lo veremos en cinco minutos — dijo Brant —. Vean esa luz. Parece que aterrizó en el Parque de la Tierra. Claro, no podía ser de otra manera. Podríamos detener el auto aquí y seguir el resto del camino a pie.
El Parque de la Tierra, un prado de hierba bien cuidada al este del Primer Descenso, era invisible desde el auto, oculto por la columna negra y alta de la Nave Madre, el monumento más antiguo y venerado del planeta. Un haz de luz, que aparentemente provenía de una sola fuente, iluminaba los bordes del gran cilindro metálico, todavía reluciente a pesar de los años trascurridos.
— Para el auto antes de llegar a la Nave — ordenó la alcaldesa —. Bajaremos a echar una mirada desde allá. Y apaga los faros, quiero verlos antes de que nos vean ellos.
— ¿Ellos o ésos? — dijo uno de los pasajeros, al borde de la histeria.
Nadie le prestó atención.
Brant llevó el auto hasta ubicarlo a la sombra de la gran nave y antes de detenerlo efectuó un giro de ciento ochenta grados:
— Así podremos escapar si hace falta — dijo, medio en serio, medio en broma; aún no creía que hubiera peligro. Más aún, se preguntaba si de verdad estaba despierto o si todo el asunto no era más que un sueño vívido...
Bajaron del auto, se acercaron a la nave y la rodearon hasta llegar al brillante muro luminoso. Brant alzó una mano para proteger sus ojos del resplandor y se asomó.
El concejal Simmons tenía razón: era una nave aérea, o aeroespacial, muy pequeña. Tal vez los norteños... no, imposible. No tendría objeto construir semejante vehículo, dadas las pequeñas dimensiones de las Tres Islas, y además no habría manera de mantenerlo en secreto. Tenía la forma de una flecha trunca y había descendido verticalmente puesto que no había señales de carreteo sobre la hierba. La luz provenía de una estructura aerodinámica dorsal, que también tenia un faro rojo intermitente. Y todos advirtieron con alivio y algo de desilusión que se trataba de un aparato común y corriente. Era inconcebible que semejante máquina hubiera efectuado la travesía desde la colonia mas cercana a doce años luz de distancia.
Bruscamente se apagó la luz. sumiendo al pequeño grupo de observadores en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbraron a la falta de luz, Brant vio una hilera de ventanas cerca de la trompa de la maquina iluminadas desde adentro. Pero... ¡parecía una nave tripulada, no una sonda robot como habían pensado!
La alcaldesa Waldron acababa de llegar a la misma, asombrosa conclusión.
— Eso no es un robot ¡hay gente allí adentro! Ilumíname con tu linterna, Brant, para que nos vean.
— Pero Helga — protestó el concejal Simmons.
— No seas tonto, Charlie. Vamos, Brant, ilumíname.
¿Qué era lo que había dicho el primer hombre que descendió sobre la Luna, casi dos milenios atrás? «Un pequeño paso...». Habían avanzado unos veinte cuando se abrió una puerta en el costado del vehículo, una rampa se desplegó hacia afuera y dos humanoides bajaron a su encuentro.
Eso fue lo que pensó Brant a primera vista. Bruscamente se dio cuenta de que lo había engañado el color de su piel, vista a través de la película flexible — trasparente que los cubría de pies a cabeza.
No eran humanoides sino... ¡seres humanos!. Bastaría protegerse del sol para quedar tan pálido como ellos.
La alcaldesa alzó las manos en el tradicional gesto, tan antiguo como el hombre, que decía «estamos desarmados».
— No sé si pueden entenderme — dijo —. Bienvenidos a Thalassa.
Los forasteros sonrieron y el mayor — un hombre apuesto y canoso de sesenta y tantos años — alzó las manos a su vez.
— Al contrario — dijo, y Brant pensó que jamás había escuchado una voz tan grave y hermosa —. Los entendemos perfectamente. Encantados de conocerlos.
Por un instante el comité de recepción los miró en silencio estupefacto. Pero no hay de qué sorprenderse, pensó Brant, si comprendemos el habla de dos mil años atrás sin la menor dificultad. A partir del invento de los aparatos de grabación del sonido, las pautas fonémicas de los idiomas quedaron fijas para siempre. Se ampliaban los vocabularios, cambiaban la gramática y la sintaxis, pero la pronunciación no sufría modificaciones.
La alcaldesa Waldron fue la primera en recuperar el habla:
— Bien, eso facilita las cosas — dijo sin mucha convicción — ¿De dónde vienen? Perdimos contacto con nuestros... digamos, vecinos cuando se destruyó nuestra antena espacial.
El hombre mayor miró a su compañero, hombre más alto que él, y ambos intercambiaron mensajes con la mirada. Luego se volvió hacia la alcaldesa.
Y cuando formuló su inconcebible afirmación, su hermosa voz estaba embargada por la tristeza:
— Tal vez les cueste creerlo — dijo —, pero no venimos de una colonia sino directamente desde la Tierra.
Antes de abrir los ojos, Loren ya sabía perfectamente dónde se hallaba. Cosa que no dejó de sorprenderle, teniendo en cuenta que acababa de despertar de un sueño de doscientos años. Lo más lógico hubiera sido sentir alguna confusión, pero recordaba su última anotación en el libro de bitácora como si hubiera sido ayer. Y aparentemente no había soñado una sola vez, cosa que agradecía profundamente.
Con los ojos cerrados se concentró en los demás canales sensoriales, uno por uno: un reconfortante murmullo de voces suaves; el permanente siseo del sistema de filtración de aire; una corriente de aire casi imperceptible que llevaba un agradable olor a antiséptico a su nariz.
Faltaba una sensación, la del peso. Alzó su brazo derecho, que quedó flotando en el aire a la espera de la orden siguiente.
— Hola, señor Lorenson — dijo una voz autoritaria y alegre a la vez —. Por fin se digna reunirse con nosotros. ¿Cómo se siente?
Loren abrió los ojos y trató de fijarlos en la silueta borrosa que flotaba junto a su cama.
— Hola... doctora. Me siento bien, gracias. Y tengo hambre.
— Buena señal. Puede vestirse. Por ahora evite los movimientos bruscos. Más tarde podrá decidir si se dejará la barba o no.
Loren llevó su mano ingrávida hacia su mentón; comprobó con sorpresa cuánto había crecido su barba. Al igual que la mayoría de los hombres, había rechazado la opción de la depilación permanente (tema al que los psicólogos habían dedicado ríos de tinta). Tal vez sería conveniente hacerlo. Qué divertido, pensó, que la mente se concentrara en semejantes trivialidades en un momento como éste.
— ¿Llegamos bien?
— Por supuesto. Si no, no estaría despierto. Los planes se han cumplido al pie de la letra. La nave empezó a despertarnos hace un mes, nos encontramos en órbita alrededor de Thalassa. Los equipos de mantenimiento acaban de verificar los sistemas; ahora le toca a usted. Le aguarda una sorpresa.
— Agradable, espero.
— Eso esperamos todos. El capitán Bey presentará un informe dentro de dos horas en el salón de reuniones. Puede seguir las discusiones desde aquí, si lo prefiere.
— Iré a la asamblea, quiero conocer a los demás. Pero antes quisiera desayunar. Después de tanto tiempo...
El capitán Sirdar Bey parecía cansado pero feliz al dar la bienvenida a los quince hombres y mujeres que acababan de despertar y al presentarlos a los treinta integrantes de las tripulaciones A y B. De acuerdo al Reglamento de a Bordo la tripulación C debía estar durmiendo, pero algunas siluetas furtivas trataban de pasar inadvertidas en el fondo del salón.
— Encantado de verlos — les dijo a los recién llegados —. Es bueno ver caras nuevas. Y también es bueno ver un planeta, saber que nuestra nave ha cumplido los dos primeros siglos del plan sin problemas dignos de mención. Llegamos a Thalassa en el momento previsto.
Todos se volvieron hacia el tablero que cubría una de las paredes. Una buena parte estaba cubierta de datos numéricos e indicadores de la nave, pero el sector más grande parecía una ventana abierta al espacio. Era una imagen hermosa, sobrecogedora, de un globo azul pálido iluminado desde casi todos los ángulos. Nadie podía dejar de observar la desgarradora similitud con la Tierra, vista desde un avión sobre el Pacífico: agua hasta donde alcanzaba la vista, con algunos islotes de tierra firme.
También en este planeta había tierra firme: un archipiélago pequeño de tres islitas parcialmente oculto bajo una bruma. Loren pensó en Hawai, donde nunca había estado y que ya no existía. Pero había una diferencia fundamental entre los dos planetas. El otro hemisferio de la Tierra estaba cubierto por una gran masa continental; el otro hemisferio de Thalassa era puro océano.
— Ahí lo tienen — dijo el capitán con orgullo —, tal como lo previeron quienes planificaron esta misión. Pero surgió un detalle: imprevisto, que con toda seguridad afectará nuestras operaciones...
»Recordarán ustedes que Thalassa fue inseminada por un módulo Mark 3A de cincuenta mil unidades que partió de Tierra en 2751 y llegó en 3109. Ciento sesenta años después se recibieron las primeras trasmisiones, que indicaban que todo estaba bien. Las trasmisiones prosiguieron durante dos siglos, con breves interrupciones, hasta cesar bruscamente tras un breve informe de una gran erupción volcánica. Eso fue lo último que se supo. Se pensó que la colonia de Thalassa había sido destruida o, en el mejor de los casos, reducidas a la barbarie, como había sucedido con otras.
»Repetiré mi informe de lo que hemos hallado para que los recién venidos estén al tanto. Lógicamente, apenas penetramos en el sistema sintonizamos todas las frecuencias. Nada, ni siquiera una pérdida de energía.
»Al acercarnos comprendimos que eso no significaba nada. La ionosfera de Thalassa es muy densa, las trasmisiones en onda corta y media no podrían atravesarla. Las microondas sí, desde luego, pero tal vez no las necesitan o bien no hemos podido interceptar ninguna.
»Bueno, sea como fuere, hay una civilización floreciente allá abajo. Cuando sobrevolamos el lado oscuro vimos luces de ciudades, no sabemos si grandes o pequeñas. Fábricas pequeñas, tráfico costero de naves menores e incluso un par de aviones que volaban a quinientos kilómetros por hora, suficiente para llegar de un extremo a otro de la tierra firme en quince minutos.
»Evidentemente, una comunidad de esas dimensiones no necesita mucho trasporte aéreo. La red caminera es buena. Lo que no hemos podido detectar son comunicaciones ni satélites. Ni siquiera un satélite meteorológico... claro que tal vez no lo necesitan, lo más probable es que los barcos no se alejen de tierra. Y hablando de tierra firme, no hay otra aparte de las tres islas.
»Pues bien, ésa es la situación. Muy interesante, y una sorpresa muy agradable. Al menos eso espero. ¿Preguntas? ¿Señor Lorenson?
— ¿Hemos tratado de contactarlos, señor?
— Todavía no, nos pareció mejor esperar a conocer su nivel de desarrollo. El golpe podría ser muy duro para ellos.
— ¿Saben de nuestra presencia?
— Probablemente no.
— Pero... el empuje de la nave... ¡no pueden dejar de verlo!.
La observación era muy justa, puesto que un estratorreactor cuántico funcionando a toda máquina presentaba una de las vistas más espectaculares jamás creadas por el hombre. El resplandor era tan fuerte como el de la bomba atómica, y no duraba unos cuantos milisegundos sino meses...
— Es posible... pero lo dudo. Nos encontrábamos al otro lado del sol cuando frenamos. El resplandor nos ocultó.
Fue entonces que alguien hizo la pregunta que rondaba por todas las mentes:
— Capitán... ¿habrá que modificar nuestros planes?
— A esta altura es imposible saberlo — dijo Sirdar Bey, con una mirada pensativa al que había formulado la pregunta —. La presencia de algunos cientos de miles de seres humanos, si ésa es la población — facilitaría las cosas. Nuestra estada podría resultar mucho mas agradable. Claro que también puede suceder que no nos quieran... — Se encogió de hombros -: Acabo de recordar un consejo que un viejo explorador dio a uno de sus colegas. Si uno supone que los nativos son amistosos, generalmente lo son. Y viceversa...
»Por consiguiente, supondremos que son amistosos hasta que se demuestre lo contrario. Y si eso ocurre...
La mirada del capitán se endureció, y añadió en el tono de un comandante que acaba de efectuar una travesía de cincuenta años luz en una gran nave
»Yo no soy de los que creen en el derecho que da la fuerza... pero siempre es bueno ser el más fuerte.
Le costaba creer que estaba despierto, que la vida volvía a empezar.
El capitán de corbeta Loren Lorenson sabía que jamás podría olvidar la tragedia que había acechado a cuarenta generaciones y había alcanzado su culminación durante su propia vida. Lo obsesionaba un temor, que ni siquiera la vista de ese bello y misterioso mundo oceánico bajo el Magallanes podía disipar: ¿que imágenes vendrán a mi mente esta noche, la primera de sueño natural después de doscientos años?
Había presenciado escenas que nadie podría olvidar, que obsesionarían a la humanidad hasta el fin de los tiempos. Había contemplado, a través de los telescopios de la nave, la agonía del sistema solar. Sus ojos habían visto la primera erupción de los volcanes de Marte en mil millones de años; la efímera desnudez de Venus, cuando su atmósfera voló al espacio, antes de que el planeta mismo fuera consumido por el fuego; la trasformación de los gigantescos planetas gaseosos en bolas de fuego incandescentes. Pero la magnitud de estas escenas fue nada en comparación con la tragedia de la Tierra.
Había podido contemplarla, gracias a los hombres abnegados que sacrificaron los últimos instantes de sus vidas para colocar las cámaras cinematográficas. Fue así como vio...
...el resplandor rojizo de la Gran Pirámide al convertirse en un charco de piedra derretida...
...el lecho del Atlántico, convertido en roca calcinada en materia de segundos, antes de quedar sumergido bajo las olas de lava ardiente que manaban de los volcanes de la Grieta Oceánica Central...
...la Luna al alzarse sobre los bosques brasileños en llamas, resplandeciente como el Sol, al ponerse por última vez...
...el suelo de la Antártida, después de su prolongado entierro bajo kilómetros de hielo...
...la gran luz central del Puente de Gibraltar al derretirse en el aire candente...
En su último siglo de vida la Tierra se debatió entre sus fantasmas, pero no los de los muertos sino los de quienes jamás llegarían a nacer. Durante quinientos años se impuso una tasa de natalidad muy baja, a fin de reducir la población humana a unos pocos millones para cuando llegara el fin. Ciudades y países enteros quedaron abandonados, mientras la humanidad se aprestaba a presenciar el descenso del telón de la Historia.
Fue una época de extrañas paradojas, de bruscas oscilaciones del estado de ánimo colectivo entre la desesperación y la exaltación febril. Muchos buscaban el olvido en los métodos tradicionales: drogas, sexo y deportes peligrosos, e incluso en guerras limitadas, cuidadosamente controladas y libradas con armas acordadas de antemano. Otros buscaban la catarsis en la electrónica, los interminables videojuegos, el teatro con participación del público y el estímulo directo de los centros de placer del cerebro.
No había razón para preocuparse por el futuro del planeta: por consiguiente los recursos naturales y la riqueza acumulada durante milenios podían derrocharse con la conciencia tranquila. En términos de riqueza material los hombres eran millonarios; sus riquezas, fruto del trabajo de sus antepasados, superaban todo lo imaginable. Se llamaban a sí mismos, con ironía no carente de orgullo, los Amos de los Últimos Días.
Mientras millares de personas buscaban el olvido, otras encontraban su realización personal en objetivos que trascendieran sus propias vidas. La investigación científica recibió un nuevo impulso, gracias a los colosales recursos disponibles. Al físico que requería algunos cientos de toneladas de oro para realizar un experimento se le planteaba un problema logístico, no presupuestario.
Los temas predominantes eran tres. Primero, la observación constante del Sol, no porque quedara alguna duda sino a fin de predecir el momento del desenlace al minuto.
En segundo lugar, la exploración del universo en búsqueda de seres inteligentes, abandonada después de siglos de frustraciones, se reinició con desesperación... y con la misma falta de resultados. El hombre preguntaba y el universo daba respuestas vagas.
En tercer lugar, desde luego, se prosiguió con la inseminación de las estrellas cercanas, con la esperanza de que la raza humana no desapareciera al morir el Sol.
Al comenzar el último siglo, naves inseminadoras de velocidad y complejidad crecientes se dirigían hacia más de cincuenta estrellas. La mayoría de ellas se habían perdido, pero diez pudieron llegar a sus metas y trasmitir sus resultados, siquiera parciales. Las mayores esperanzas estaban depositadas en los últimos modelos, que llegarían a sus lejanas metas mucho después de la desaparición de la Tierra. La última nave de todas podía navegar a un vigésimo de la velocidad de la luz y efectuaría su descenso en novecientos cincuenta años... si todo iba bien.
Loren recordaba el lanzamiento del Excalibur desde su plataforma ubicada en el punto de Lagrange entre la Tierra y la Luna. Tenía cinco años y le habían dicho que esa nave de inseminación sería la última de su tipo. Su edad no le permitía comprender por qué se había anulado ese proyecto de siglos, justo en el momento en que alcanzó su madurez tecnológica. Tampoco podía adivinar que su propia vida sufriría una trasformación completa gracias a un asombroso descubrimiento que le había dado nuevas esperanzas a la humanidad precisamente en las últimas décadas de la historia terrestre.
A pesar de los innumerables estudios teóricos, nadie había podido encontrar la manera de enviar una nave tripulada a alguna estrella, siquiera la más cercana. La duración de la travesía no era el factor decisivo; ese problema se podía resolver mediante la hibernación. Un mono rhesus dormía en el hospital-satélite Louis Pasteur desde hacía mil años, y su cerebro funcionaba normalmente. No existían razones para suponer que no se podía repetir la experiencia con seres humanos, aunque la marca mundial — la tenía un enfermo de un tipo de cáncer particularmente extraño — no alcanzaba a los dos siglos.
Resuelto el factor biológico, el problema de ingeniería parecía insoluble. Una nave que trasportara a miles de pasajeros dormidos y todo el equipo necesario para iniciar una nueva vida en un mundo nuevo debería ser tan grande como uno de esos gigantescos transatlánticos que alguna vez reinaron sobre los mares de la Tierra.
No sería difícil construir semejante nave más allá de la órbita de Marte, con los grandes yacimientos minerales de los asteroides. El problema era cómo crear un motor capaz de llevarlo a las estrellas en un período de tiempo razonable.
Un cohete que viajara a un décimo de la velocidad de la luz tardaría más de quinientos años en llegar a una estrella viable. Las sondas robot, que llegaban a los sistemas solares más cercanos y transmitían sus observaciones durante algunas horas de frenética actividad, alcanzaban esa velocidad. Pero no había manera de disminuirla para el descenso; los aparatos que no sufrieran accidentes proseguirían su viaje por la galaxia para siempre.
Ese era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto una alternativa para la propulsión espacial. Perder velocidad era tan difícil como ganarla, y el trasporte del combustible necesario para la desaceleración no duplicaba las dificultades: las elevaba al cuadrado.
Podría construirse una nave de hibernación capaz de alcanzar un décimo de la velocidad de la luz. Necesitaría alrededor de un millón de toneladas de un combustible constituido por elementos bastante raros; era difícil, pero no imposible.
Para anular esa velocidad al final de la travesía, la nave debía trasportar, no un millón de toneladas de combustible, sino un billón. Las dificultades eran tan monstruosas, que durante siglos nadie se había abocado seriamente al estudio del problema.
Y entonces, por una ironía de la historia, las claves del universo cayeron en manos de la humanidad... cuando quedaba menos de un siglo para aprovecharlas.
Cuánto me alegro, pensó Moses Kaldor, de haber resistido la tentación, de haber rechazado esa seductora tentación otorgada por la tecnología a la humanidad hace más de mil años. Podría haber traído el fantasma electrónico de Evelyn conmigo al exilio, encerrado en unos cuantos gigabytes de programación. Hubiera aparecido ante mí, en cualquiera de los lugares que amábamos, para mantener una conversación tan natural, que ningún extraño hubiera adivinado que nadie estaba conmigo.
Pero yo sí me hubiera dado cuenta, en cinco o diez minutos, salvo que me autoengañara deliberadamente. Es algo que jamás pude hacer, mis instintos se sublevan ante la mera idea, aunque jamás supe por qué. Siempre rechacé el falso consuelo del diálogo con los muertos. No tengo siquiera una grabación de su voz...
Prefiero contemplar esta película muda, donde ella riega las plantas de nuestro pequeño jardín, consciente de que no es una creación de los fabricantes de ilusiones sino la reproducción de una escena real que sucedió en la Tierra hace doscientos años.
Escuchar solamente mi propia voz, aquí y ahora, monologando con el recuerdo que sobrevive en mi mente humana viviente...
Grabación privada Uno. Desmodulador Alfa. Borrar.
Tenias razón, Evelyn. Yo me equivoqué: soy el más viejo en la nave, pero parece que puedo ser útil.
Al despertar vi al capitán Bey junto a mi cabecera. Me sentí halagado.
— Qué sorpresa tan agradable, capitán — le dije —. Pensé que me lanzarían al espacio como un lastre innecesario.
— Todo es posible, Moses — rió -; el viaje no ha terminado. Sucede que lo necesitamos. Los planificadores de la misión fueron más inteligentes de lo que usted parece creer.
— Sé que figuro en la nómina de la nave como Embajador — Consejero, entre comillas. ¿A cuál de los dos necesita?
— A los dos, creo. Y también, tal vez, en su reconocida función de...
— ¿De líder de una causa? Dígalo, si quiere, aunque a mí nunca me gustó esa palabra, nunca me consideré líder de un movimiento. Yo quería que la gente pensara por sí misma, que nadie me siguiera ciegamente. Ha habido demasiados caudillos en la historia.
— No todos han sido malos. Piense en su gran tocayo.
— Lo han sobreestimado, pero comprendo que sienta admiración por él. También usted tiene la tarea de conducir a una tribu sin hogar a la tierra prometida. Supongo que se ha presentado algún problema.
El capitán asintió y sonrió:
— Me alegra comprobar que está totalmente despierto. Por el momento no hay problemas, ni motivos para que los haya. Pero ha surgido una situación inesperada, y usted es nuestro diplomático oficial. Posee un don al que jamás pensamos que tendríamos que recurrir.
¡Esa sí que fue una sorpresa, Evelyn! El capitán Bey seguramente leyó mis pensamientos al verme boquiabierto.
— No — dijo rápidamente —, ¡no son seres de otra raza! Es la colonia humana de Thalassa, que no está destruida como creíamos. Al contrario, su situación es floreciente.
Ésa fue la segunda sorpresa, aunque muy agradable, por cierto. Thalassa — ¡el mar, el mar! — era un mundo al que jamás pensé que vería. Se suponía que yo debía despertar cuando Thalassa quedara varios siglos y años luz atrás.
— ¿Cómo es la gente? ¿Han hablado ya con ellos?
— No, ésa es su tarea. Usted conoce mejor que nadie los errores que se cometieron en el pasado. Queremos evitarlos. Si está listó para subir al puente, tendrá una visión a vuelo de pájaro de nuestros primos lejanos.
Eso sucedió hace una semana, Evelyn, y no sabes cuán agradable es poder trabajar sin estar apremiado por el tiempo, después de tantas décadas de vivir bajo plazos perentorios. Ahora sabemos todo cuanto se puede saber acerca de los habitantes de Thalassa sin conocerlos en persona. Esta noche bajaremos a hablar con ellos.
Hemos escogido un lugar para descender que simbolice nuestro origen común. El sitio del primer descenso se ve claramente. Está bien conservado, parece un parque o tal vez un santuario. Es una buen señal, siempre que no lo consideren un sacrilegio. Si creen que somos dioses, tal vez eso facilitará nuestra tarea. Además, una cosa que me interesa averiguar es si los habitantes de Thalassa han creado algún dios.
He vuelto a vivir, mi amor. Si, sí, eras más sabia que yo, ¡el hombre a quien llamaban filósofo! Ningún hombre tiene derecho de morir mientras pueda servir a sus semejantes. Yo esperaba yacer junto a ti, en el sitio que habíamos elegido, allá lejos y hace tiempo: ahora comprendo que fui egoísta. Puedo resignarme a cualquier cosa, incluso a la idea de que tus cenizas se encuentran esparcidas por todo el sistema solar, junto con todo lo que yo amaba en la Tierra.
Ninguno de los golpes psicológicos que sufrieron los científicos del siglo veinte fue tan devastador — e inesperado — como el descubrimiento de que nada es menos vacío que el «vacío».
Fue la demostración definitiva de la antigua máxima aristotélica, de que la naturaleza detesta el vacío. Cuando a un volumen determinado de la llamada materia sólida se lo despojaba de todos sus átomos, lo que quedaba era un torbellino infernal de energía, de una intensidad y magnitud inimaginables para la mente humana. Al lado de él, la materia en su forma más condensada — la estrella neutrónica, de una masa equivalente a cien millones de toneladas por centímetro cúbico — era un espectro impalpable, una perturbación imperceptible en la estructura inconcebiblemente densa y a la vez espumosa del «superespacio».
La clásica obra de Lamb y Rutherford, publicada en 1947, demostró que el espacio era mucho más complejo de lo que mostraba una visión superficial. El estudio del elemento más sencillo, el átomo de hidrógeno, con un solo electrón, llevó a un descubrimiento muy curioso. El electrón solitario, lejos de describir una órbita regular en torno al núcleo, se comportaba como si lo agitaran ondas incesantes a una escala sub-sub-microscópica. La conclusión era inequívoca, aunque difícil de concebir: se producían fluctuaciones en el vacío.
Ya en la época de los antiguos griegos los filósofos se habían dividido en dos escuelas: unos creían que los procesos naturales eran evolutivos; otros rechazaban esa tesis por ilusoria, sostenían que los procesos se producían en saltos o convulsiones discretas, de magnitud imperceptible en la vida cotidiana. La confirmación de la teoría atómica dio la razón a estos últimos; y la teoría cuántica de Planck, según la cual la luz y la energía se trasmitían en paquetes en lugar de ondas continuas, puso fin a la milenaria polémica.
En última instancia, el mundo natural era granular, discontinuo. Una cascada de agua y una lluvia de ladrillos, tan distintas una de otra a simple vista, en realidad eran muy parecidas. Los diminutos «ladrillos» de H2O eran invisibles a los ojos, pero fácilmente perceptibles con ayuda de los instrumentos de los físicos.
Entonces, el análisis avanzó un paso más. La granulosidad del espacio resultaba difícil de aprehender, no sólo por su magnitud sub-sub-microscópica sino también por su inconcebible violencia.
Nadie puede visualizar una millonésima de centímetro, pero la cifra en si — mil multiplicado por mil — aparece con frecuencia en asuntos mundanos tales como los presupuestos estatales y los censos de población. La mente puede aprehender la idea de que un millón de virus alineados miden un centímetro.
¿Pero qué decir de una billonima de centímetro, el orden de magnitud del electrón? Invisible a cualquier instrumento, podía ser aprehendida por el intelecto, pero no por la psiquis.
Los procesos a nivel de la estructura del espacio se producían en una escala increíblemente menor: tanto que, en comparación con ellos, el elefante y la hormiga eran del mismo tamaño. Se solía describir esa estructura como una masa burbujeante y espumosa, lo cual daba una imagen casi totalmente falsa pero a la vez una primera aproximación a la verdad. Y el diámetro de esas burbujas era de...
...una milésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima... de centímetro.
Esas burbujas explotaban continuamente, liberaban una energía comparable a la de la bomba nuclear, la reabsorbían, la liberaban y así sucesivamente, para siempre jamás.
Tal era, en términos excesivamente simplificados, la estructura fundamental del espacio descubierta por los físicos a fines del Siglo XX. En esa época, la sola idea de aprovechar su energía intrínseca debía de parecer ridícula.
Lo mismo había pensado la humanidad, una generación antes, de la idea de liberar las fuerzas contenidas en El núcleo del átomo; cosa que, empero, se logró medio siglo después. La liberación controlada de las «fluctuaciones cuánticas» que encarnaban las energías del espacio era una tarea incomparablemente más difícil... y el premio era incomparablemente mayor.
Entre otras cosas, le permitiría a la humanidad recorrer libremente el universo. Las naves espaciales podrían recorrer espacios ilimitados. ya que prescindirían de combustible. El único factor limitante de la velocidad sería, paradójicamente, el mismo que había afectado a los primeros aparatos de navegación aéreas, la fricción del medio circundante. En el espacio interestelar existían cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que causarían problemas mucho antes de que la nave alcanzara el límite infranqueable, la velocidad de la luz.
El empuje cuántico podría haberse inventado en cualquier momento a partir del año 2500, lo cual hubiera modificado por completo la historia de la humanidad. Desgraciadamente, se repitió un hecho bastante frecuente en la historia de la ciencia: una serie de observaciones defectuosas y teorías erróneas demoraron el descubrimiento final durante casi un milenio.
En los siglos febriles que precedieron a los Últimos Días se produjo un gran florecimiento artístico, con manifestaciones extraordinarias, aunque en cierta medida decadentes, pero escasos avances en el conocimiento. Además, la larga serie de fracasos había convencido a la mayoría de la humanidad de que la liberación de la energía del espacio era como el movimiento perpetuo: imposible en teoría, ni que hablar de la práctica. Sin embargo, a diferencia del movimiento perpetuo, la imposibilidad aún no había sido demostrada, razón por la cual subsistían algunas esperanzas.
Ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigaciones de ingravidez Lagrange-1 anunció que había hallado la prueba; existían razones fundamentales por las cuales jamás se podría liberar la colosal energía del superespacio. A nadie le interesaba el aseo de ese oscuro rincón de la ciencia.
Un año más tarde, Lagrange-1 carraspeó: habían encontrado un error en la demostración. Algo que en el pasado había sucedido más de una vez, pero jamás con consecuencias de tanta magnitud.
Un signo menos se había convertido por accidente en un más.
Ahí cambió la historia del mundo. El camino a las estrellas quedó expedito... cinco minutos antes de la medianoche.
Tal vez fui demasiado brusco, pensó Moses Kaldor; parece que les provoqué un shock. Pero eso no deja de ser una buena señal. Significa que esta gente comprende, a pesar de su atraso tecnológico (¡ese auto!) que sólo un milagro de la ingeniería podía habernos trasportado desde la Tierra a Thalassa. Primero se preguntarán cómo lo hicimos; después se preguntarán por qué.
En realidad, ésta fue la primera pregunta que se hizo la alcaldesa Waldron. Evidentemente, los dos tripulantes del minúsculo vehículo eran sólo una avanzada. Allá arriba tal vez había miles — tal vez millones — de seres humanos.
Y la población de Thalassa, gracias a los estrictos controles de natalidad, ya había llegado al noventa por ciento de la cifra ecológicamente óptima.
— Me llamo Moses Kaldor — dijo el hombre mayor — Mi compañero es el capitán de corbeta Loren Lorenson, subjefe de ingenieros de la nave estelar Magallanes. Sepan disculpar estos trajes. Venimos en paz, pero tal vez nuestras bacterias no piensan lo mismo.
Qué hermosa voz, pensó la alcaldesa Waldron, y con toda razón. En otra época había sido la voz más difundida del mundo, la que había reconfortado y animado a millones de seres humanos en las décadas anteriores al fin.
La mirada inquieta de la alcaldesa no se detuvo mucho tiempo en Moses Kaldor; evidentemente tenía más de sesenta años, era mucho mayor que ella. El joven le resultaba mucho más atractivo, a pesar de la desagradable palidez de su piel. Loren Lorenson (¡un nombre encantador!) medía casi dos metros y su cabello era tan claro que no parecía rubio sino platinado. No era tan robusto como... si, como Brant, pero indudablemente era mucho más atractivo.
La alcaldesa Waldron sabía juzgar a hombres y mujeres, y extrajo rápidamente sus conclusiones sobre Lorenson. Un hombre inteligente, resuelto, incluso implacable. Un hombre al que no convenía tener de enemigo, pero seria interesante tenerlo como amigo. Y algo más...
Kaldor, en cambio, irradiaba bondad. Su rostro y su voz trasuntaban sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. Lo cual era lógico, si se tenía en cuenta que toda su vida había trascurrido bajo una sombra trágica.
Se acercaron los demás integrantes del comité de recepción para ser presentados. Después de un saludo brevísimo, Brant se dirigió directamente a la nave para inspeccionaría de punta a punta.
Loren lo siguió; sabía reconocer a un colega, y quería observar sus reacciones. Anticipó correctamente la primera pregunta de Brant:
— ¿Qué sistema de propulsión emplean? Esos orificios son demasiados pequeños, ridículos, diría yo, si es que son eso.
Loren decidió decírselo de golpe, para dejarlo estupefacto:
— Es un estratorreactor de régimen cuántico adaptado al vuelo atmosférico mediante el uso de aire como fluido propulsor. Opera sobre las fluctuaciones de Planck, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por eso, desde luego, su autonomía de vuelo es infinita, tanto en el aire como en el espacio — concluyó Loren con una sonrisa de satisfacción.
Para su sorpresa, Brant asimiló el golpe casi sin pestañear, incluso murmuró un «qué interesante» de lo más convincente.
— ¿Puedo ver el interior?
Loren vaciló brevemente y decidió que su negativa podría interpretarse como un desaire. Lo hizo pasar a la antecámara de compresión, un cuarto demasiado reducido para dos hombres. Brant tuvo que retorcerse para introducirse en el traje espacial de repuesto.
— Espero que pronto podamos dejar de usarlos — dijo Loren en tono de disculpa —, pero antes debemos completar las pruebas microbiológicas. Cierra los ojos mientras pasamos por el ciclo de esterilización.
Brant advirtió un leve resplandor violáceo y un siseo de gas. Luego se abrió la puerta interior y pasaron a la cabina de mando.
Loren iba a decirle, «Por favor, no toques los controles», pero se detuvo justo a tiempo. Semejante advertencia hubiera resultado innecesaria e insultante. Esta gente era atrasada, pero no salvaje.
Se sentaron frente al tablero de mando. La película resistente, aunque casi invisible, que envolvía sus cuerpos no impedía los movimientos, pero estaban completamente aislados uno del otro, como si los separara un mundo de distancia. Lo cual, en un sentido, era cierto.
Loren debió reconocer que Brant aprendía rápido. Con pocas horas de aprendizaje sería capaz de manejar la máquina, aunque jamás llegaría a comprender la teoría que le servía de base. En realidad, de acuerdo a la leyenda, sólo un puñado de hombres había sido capaz de comprender la geodinámica del superespacio, y todos habían muerto siglos atrás.
Se enfrascaron en una discusión técnica hasta el punto de olvidarse del mundo. Los interrumpió una voz levemente preocupada, que parecía venir del tablero de mando:
— Loren, llamo desde la nave. ¿Qué pasa? Hace media hora que no tenemos noticias de ustedes.
Loren extendió una mano desganada para apretar un interruptor:
— No exageres: tienen seis canales de video y cinco de audio enfocados sobre nosotros. — Miró a Brant con una sonrisa torcida como para subrayar el mensaje tácito: venimos en son de paz, pero a esta altura del partido no queremos correr riesgos. — Escuchen mejor a Moses, él se encarga de la diplomacia, como siempre.
A través de las ventanas curvas se veía a Kaldor enfrascado en una discusión con la alcaldesa, en la que el concejal Simmons terciaba de tanto en tanto. Loren apretó un interruptor y las voces llenaron la cabina, con su volumen amplificado.
...nuestra hospitalidad. Sin embargo, usted comprenderá que la masa continental de este planeta es sumamente reducida. ¿Cuántas personas dijo usted que venían en la nave?
— No mencioné una cifra, señora alcaldesa, pero somos muy pocos los que bajaremos en Thalassa, aunque es un lugar tan bello. Comprendo su... ejem... preocupación, pero le aseguro que no hay motivo. Partiremos dentro de un año o dos si todo marcha bien.
»Quiero decirle que la nuestra no es una visita de cortesía: ¡en realidad pensábamos que el planeta estaba deshabitado! Pero una nave estelar no reduce su velocidad a cero después de navegar á la mitad de la velocidad de la luz, salvo que tenga razones muy poderosas. Ustedes tienen algo que necesitamos, nosotros tenemos algo que darles.
— ¿Puedo preguntar qué es?
— De nosotros a ustedes, si lo desean, los productos artísticos y científicos de los últimos siglos de vida de la humanidad. Con una advertencia: piensen en los cambios que sufrirá su civilización con semejante obsequio. Tal vez no sea conveniente aceptar todo lo que tenemos para ofrecerles.
— Agradezco su franqueza... y su comprensión. Seguramente ustedes traen tesoros invalorables. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio de ellos?
Kaldor replicó con su risa estentórea:
— Por suerte, eso no significará el menor problema para ustedes. Si lo tomáramos sin pedir permiso, ni siquiera se darían cuenta. Lo único que queremos llevarnos de Thalassa son cien mil toneladas de agua. Más concretamente, hielo.
El Presidente de Thalassa llevaba apenas dos meses en el ejercicio de sus funciones, y todavía era incapaz de asumir su desgracia. Pero no había nada que hacer, debería poner al mal tiempo buena cara durante sus tres años en funciones. Desde luego que no valía la pena pedir una nueva verificación de los resultados. El programa de selección, que consistía en generar y luego descartar números de mil cifras al azar, era lo más cercano al puro azar que podía inventar el ingenio humano.
Sólo había cinco maneras de evitar el peligro de ocupar el Palacio de Gobierno (veinte habitaciones y un salón con capacidad para cien personas). Uno podía ser menor de treinta o mayor de setenta años; padecer una enfermedad incurable; ser un retardado mental; cometer un crimen grave. La única opción que le quedaba al presidente Edgar Farradine era la última, y había especulado seriamente con ella.
Sin embargo, a pesar de los graves inconvenientes personales que acarreaba, la humanidad no había podido inventar una forma mejor de gobierno. El planeta madre había tardado unos diez mil años en llegar a ella, a través de numerosos experimentos, algunos de ellos catastróficos.
La auténtica democracia se hizo posible a partir de que el conjunto de la población adulta pudo ser educada hasta el límite de su capacidad intelectual (y en algunos casos, desgraciadamente, más allá de ese límite). El último paso fue el desarrollo de las comunicaciones personales instantáneas con las computadoras centrales. Según los historiadores, la primera democracia auténtica de la Tierra fue instaurada en el año (terrícola) 2011, en un país llamado Nueva Zelanda.
De ahí en adelante la selección del Jefe del Estado se volvió relativamente sencilla. Una vez impuesto el criterio de que las personas que aspiraran a dicho puesto debían quedar automáticamente descalificadas, cualquier sistema resultaba eficiente, y el más sencillo era el de la lotería.
— Señor Presidente — dijo la secretaria del Gabinete —, los huéspedes lo aguardan en la biblioteca.
— Gracias Lisa. ¿Se han quitado sus trajes espaciales?
— Sí, los médicos dicen que no hay problema. Pero hay algo que debo decirle, señor. Su olor es... esteee... bastante raro.
— ¡Por Krakan! ¿Cómo es eso?
— No es desagradable — sonrió la secretaria —. Al menos para mí no lo es. Creo que tiene que ver con los alimentos, y por la distinta evolución de los procesos bioquímicos en el organismo. Creo que la palabra más adecuada es «aromático».
El Presidente no entendió bien la observación, pero cuando iba a pedir una aclaración, se le ocurrió una idea desagradable:
— ¿Y qué olor tenemos nosotros para ellos?
Se tranquilizó al comprobar que sus cinco huéspedes no daban señales de sufrir molestias olfativas al serle presentados, uno por uno. Pero la secretaria Elizabeth Ishihara había hecho muy bien en advertirle; ahora comprendía el significado de la palabra «aromático». Y efectivamente, el olor no era desagradable; le recordaba el aroma de las especias que usaba su mujer cuando le tocaba cocinar en el Palacio.
Al sentarse ante la mesa de conferencias, en forma de herradura, el presidente de Thalassa meditaba irónicamente sobre el Azar y el Destino, dos categorías a las que había prestado escasa atención en el pasado. Pero el Azar en su forma más pura lo había colocado en su actual situación; ahora el Destino, su hermano menor, venía a afectar su vida. Qué extraño que justamente él, un fabricante de equipos deportivos sin grandes ambiciones, fuese el hombre elegido para presidir esa conferencia histórica. Pues bien, alguien tenía que hacerlo, y por primera vez su puesto empezaba a resultar interesante. En todo caso, nada ni nadie le impediría pronunciar un discurso de bienvenida...
...que fue bastante bueno, aunque un poco más largo de lo que exigían las circunstancias. Hacia el final advirtió que sus huéspedes empezaban a distraerse, aunque mantenían sus expresiones de amable atención, de manera que obvió algunas de las estadísticas de producción y el capitulo sobre la nueva rejilla eléctrica en la Isla Austral. Finalizó su discurso con la seguridad de que había mostrado el cuadro de una sociedad dinámica y progresista, poseedora de un alto nivel de desarrollo tecnológico... Cualesquiera fueran las primeras impresiones, Thalassa no era atrasada ni decadente y conservaba las mejores tradiciones de sus heroicos antepasados. Etcétera.
— Muchas gracias, señor Presidente — dijo el capitán Bey tras una respetuosa pausa —. En verdad, fue para nosotros una agradable sorpresa descubrir que los habitantes de Thalassa constituyen una floreciente civilización. Gracias a ello nuestra estada será tanto más agradable, y confiamos en que al partir, ambas partes podrán conservar los mejores recuerdos.
— Disculpe mi franqueza, espero no parecerle grosero si mi primera pregunta a los huéspedes que acaban de llegar es, hasta cuándo piensan quedarse. Debemos saberlo lo antes posible, para tomar las medidas correspondientes.
— Créame que lo comprendo perfectamente, señor Presidente. A esta altura no puedo darle una respuesta precisa, porque ello depende en gran medida de la ayuda que ustedes puedan brindarnos. Para dar una cifra estimativa yo diría que permaneceremos aquí durante un año, según se mide el tiempo aquí, o tal vez dos.
Edgar Farradine, al igual que la mayoría de los habitantes de Thalassa, no estaba acostumbrado a ocultar sus pensamientos. El capitán Bey se sobresaltó al ver la sonrisa de alegría, no carente de astucia, que apareció en el rostro del jefe del Estado.
— Espero que esto no les causará problemas, excelencia — dijo precipitadamente.
— Todo lo contrario — respondió el Presidente, frotándose las manos —. Por si no lo sabía, dentro de dos años realizamos nuestra bicentésima Olimpíada. — carraspeó con modestia -: Yo gané una medalla de bronce en los mil metros cuando era joven, por eso presido el comité organizador. Creo que un poco de competencia foránea nos vendría muy bien.
— Señor Presidente — dijo la secretaria del Gabinete —, no sé si el reglamento...
— El reglamento lo hago yo — dijo el Presidente con firmeza —. Capitán, quedan ustedes oficialmente invitados a participar. O desafiados, si lo prefiere.
El comandante de la nave estelar Magallanes estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas, pero por una vez en la vida se quedó sin habla. Antes de que pudiera responder, la jefa del Servicio Médico saltó a la palestra.
— Es usted muy amable, señor Presidente — dijo la cirujana mayor Mary Newton — pero como profesional medico debo señalar que la mayoría de nosotros tenemos mas de treinta años y nos falta entrenamiento. Además la fuerza de gravedad de Thalassa es un seis por ciento mayor que la de la Tierra, lo cual nos coloca en fuerte desventaja. De manera que, a menos que las Olimpíadas incluyan competencias de ajedrez o de naipes...
El Presidente pareció decepcionado, pero recuperó rápidamente la compostura.
— Bueno, si es así... En todo caso, capitán Bey, espero que nos honre con su presencia y entregue algunas de las medallas.
— Encantado — dijo el comandante, que aún no se había recuperado del todo. La conversación había tomado un giro inesperado, y quería volver al tema del día.
— Quisiera explicar el motivo de nuestra presencia, señor Presidente.
— Por supuesto — respondió éste distraídamente. Los pensamientos de Su Excelencia parecían estar en otra parte; tal vez recordaba los triunfos de su juventud. Con evidente esfuerzo volvió al presente. — Su visita nos halaga, pero a la vez nos sentimos algo perplejos. No veo qué puede ofrecerles un mundo tan pequeño como éste. Se habla de hielo, pero me imagino que será una broma.
— De ninguna manera, señor Presidente; hablábamos en serio. Es lo único que vinimos a buscar a Thalassa, aunque después de probar algunos de los manjares locales, sobre todo el queso y el vino que saboreamos en el almuerzo, creo que tendremos algo más que pedir. Pero lo esencial es el hielo. Permítame explicarle. La primera imagen, por favor.
A la vista del Presidente apareció la nave estelar Magallanes, flotando en el espacio. El modelo medía dos metros de longitud, y era tan realista que sintió la tentación de extender la mano para tocarlo; lo hubiera hecho de no haber sido por la presencia de espectadores que comentarían semejante muestra de ingenuidad.
— Como ve, la nave tiene una forma más o menos cilíndrica, de cuatro kilómetros de largo por uno de diámetro. En teoría, puede alcanzar la velocidad de la luz porque el sistema de propulsión se alimenta de la energía del espacio. Pero en la práctica los problemas surgen al alcanzar un quinto de esa velocidad debido al polvo y los gases interestelares. Aunque son muy tenues, un objeto que se desplaza a más de sesenta mil kilómetros por segundo choca contra una enorme cantidad de materia, y a esa velocidad un átomo de hidrógeno puede provocar mucho daño.
»Por eso el Magallanes, como las primeras naves espaciales, lleva un escudo de protección. Cualquier material sirve, con tal de que lo usemos en cantidad suficiente. Ahora bien, dadas las bajas temperaturas que reinan en el espacio interestelar, sería difícil encontrar algo mejor que el hielo. Es económico, fácil de manejar, ¡y sumamente resistente! Ese cono trunco que usted ve representa la forma que tenía nuestro témpano hace doscientos años, cuando partimos del sistema solar. Y éste es el aspecto que presenta ahora.
Desapareció la imagen para dar lugar a otra. La nave seguía igual, pero el cono se había convertido en un disco delgado.
»Es lo que sucede después de abrir un camino de cincuenta años luz en este polvoriento sector de la galaxia. Afortunadamente, el cálculo previo de la tasa de desgaste sólo tuvo un error del cinco por ciento, de manera que nunca corrimos peligro... salvo, claro está, que chocáramos contra algún objeto muy grande, lo cual era una posibilidad muy remota. Ningún escudo, fuese de hielo o de acero reforzado, nos protegería contra un choque verdaderamente fuerte. Bien, el escudo soportaría un trayecto de diez años luz, pero no es suficiente. Nuestro destino, el planeta Sagan 2, se encuentra a setenta y cinco años luz de aquí.
»Y bien, ése es el motivo de nuestra visita a Thalassa, señor Presidente. Queremos pedirles, como regalo, ya que difícilmente podríamos devolverlas, unas cien mil toneladas de agua. Debemos fabricar un nuevo témpano y ponerlo en órbita para que nos abra paso entre las estrellas.
— Pero, ¿cómo podemos ayudarles? En materia de tecnología nos llevan siglos de ventaja.
— No lo creo... claro que ustedes no tienen el empuje cuántico. Con su permiso, el ingeniero jefe Malina le explicará nuestros planos... sujetos a su aprobación, claro.
— Adelante, por favor.
— En primer lugar necesitamos encontrar el sitio adecuado para la planta de hielo. Puede ser en cualquier lugar deshabitado de la costa. No provocará el menor daño ecológico, pero para mayor seguridad podemos instalarla en la Isla Oriental... ¡y esperemos que Krakan no entre en erupción antes de que terminemos el trabajo!
»La planta va está diseñada, sólo requiere algunas modificaciones para adaptarla al sitio escogido. La mayor parte de los equipos pueden entrar en funcionamiento inmediatamente. Es muy sencillo: bombas, sistemas de refrigeración, extractores, grúas: tecnología del segundo milenio.
— Si todo marcha según las previsiones, empezaremos a producir hielo dentro de noventa días. Queremos fabricar bloques de tamaño estándar, de seiscientas toneladas. Alguien les puso el nombre de copos de nieve, por su forma plana y hexagonal.
»Una vez que iniciemos la producción, alzaremos un copo por día. Los pondremos en órbita y los uniremos para formar el escudo. Desde la puesta en órbita del primer copo hasta la prueba estructural final pasarán doscientos cincuenta días. Entonces podremos partir.
Finalizado el informe del capitán, el presidente Farradine permaneció en silencio unos instantes, con la mirada perdida.
— Hielo — dijo finalmente, en tono casi reverente —. Nunca lo he visto, salvo en el fondo de un vaso...
Al estrechar las manos de sus huéspedes, el presidente Farradine se dio cuenta de que sucedía algo extraño. El aroma se había vuelto casi imperceptible.
¿Se había acostumbrado tan rápidamente... o se debilitaba su sentido del olfato?
Ambas cosas, en realidad, pero a medianoche sólo pensaba en esta última. Cuando se despertó sus ojos lagrimeaban y tenía la nariz tan congestionada que casi no podía respirar.
— ¿Qué pasa, querido? — preguntó la señora Presidenta, preocupada.
— ¡Llama al... aaachujff... al médico! — dijo el jefe del Estado —. Al nuestro y al de la nave. No creo que puedan hacer nada, pero quiero decirles... aaachujff... decirles lo que pienso. Espero que no te hayas contagiado tú también.
La esposa del Presidente iba a responder que se sentía bien, pero la interrumpió un violento estornudo.
Se sentaron en la cama y se miraron, desdichados.
— Creo que uno tardaba siete días en curarse — dijo el Presidente con la voz congestionada —. Pero tal vez la ciencia médica avanzó en los últimos siglos.
Sus esperanzas casi se vieron defraudadas. Gracias a los esfuerzos heroicos de los médicos, la epidemia desapareció, sin cobrar víctimas fatales, en seis miserables días.
No fue el mejor de los comienzos para el primer contacto en mil años entre primos separados por espacios siderales.
Llegamos hace dos semanas, Evelyn, pero parece menos, porque son sólo once días de Thalassa. Tarde o temprano deberemos abandonar el antiguo calendario, pero mi corazón seguirá latiendo al ritmo de la vieja Tierra.
Hemos estado muy atareados, y en general la estada es agradable. El único problema que se presentó fue de carácter médico; a pesar de nuestras precauciones, levantamos la cuarentena antes de tiempo, y el veinte por ciento de los habitantes se contagiaron de algún virus. Nuestro sentimiento de culpa fue tanto mayor por cuanto ninguno de nosotros sufrió la menor indisposición. Afortunadamente no hubo muertes que lamentar, pero me parece que los médicos locales no valen gran cosa. La ciencia médica está muy atrasada, y esta gente depende de sistemas automáticos a punto tal, que no saben cómo actuar ante un hecho inesperado.
De todos modos, nos perdonaron. Los habitantes de Thalassa son gente despreocupada y cordial. Son muy afortunados — ¡demasiado afortunados! — de poseer semejante planeta; por contraste, Sagan 2 parece aún más inhóspito.
El único problema real es la falta de tierra, y han tenido el buen criterio de mantener la población muy por debajo del límite máximo. Si alguna vez sienten la tentación de aumentarla, los desalentarán las crónicas históricas de la Tierra, con los horribles barrios pobres de las ciudades.
Es un pueblo hermoso y encantador, y uno casi no resiste la tentación de ayudarles, en lugar de permitir que desarrollen su propia civilización, a su manera. De alguna manera son nuestros hijos, y a todos los padres les resulta difícil aceptar el hecho de que no deben entrometerse.
Claro que no es posible evitarlo por completo: nuestra sola presencia constituye una intromisión. Somos huéspedes inesperados — por suerte, no indeseables — en este planeta. No pueden olvidar que el Magallanes, el último emisario del mundo de sus antepasados, se encuentra en órbita sobre la atmósfera.
He visitado el Primer Descenso — el lugar de su origen — para efectuar el peregrinaje que todo habitante de Thalassa realiza por lo menos una vez en su vida. Es mitad museo, mitad monumento, el único lugar del planeta al que se podría calificar de «sagrado». Nada ha cambiado en setecientos años. La nave de inseminación es un casco vacío, pero de afuera parece como si acabara de aterrizar. A su alrededor se encuentran las máquinas inmóviles: excavadoras, constructoras, fábricas químicas atendidas por robots. Además, claro, de las guarderías y escuelas de la Generación Uno...
No existen crónicas de las primeras décadas: tal vez las destruyeron. A pesar de las previsiones y la planificación, seguramente se habrán producido accidentes biológicos, eliminados de inmediato por el implacable programa. Y la época en que empezaba a desaparecer la generación de aquellos que no tenían padres orgánicos y aparecía la primera de quienes si los tenían seguramente se habrá caracterizado por la gran incidencia de traumas psicológicos.
De todos modos, la tragedia y la tristeza de las Décadas Genéticas ha quedado muy atrás. Los constructores de la nueva sociedad las han olvidado, como nosotros olvidamos las tumbas de los pioneros.
Me gustaría pasar el resto de mi vida aquí; en Thalassa hay material de estudio suficiente para un ejército de antropólogos y psicólogos y especialistas en todas las ciencias sociales. ¡Además, me gustaría conocer a mis colegas de siglos anteriores, explicarles cómo se han resuelto algunos de los problemas que eran objeto de discusiones interminables!
Se puede construir una civilización racional y humanista, totalmente libre de la amenaza de castigos sobrenaturales. Aunque rechazo la censura por principio, parecería que quienes prepararon los archivos para la colonia de Thalassa cumplieron una tarea aparentemente irrealizable. Censuraron diez mil años de historia y literatura, y la tarea se ve justificada por los resultados. Debemos actuar con mucha cautela si queremos restituirles algo de lo que han perdido, aunque se trate de una obra de arte bella y conmovedora.
Los habitantes de Thalassa no han sido envenenados por los productos putrefactos de las religiones muertas; en setecientos años no ha aparecido un solo profeta para difundir una nueva fe. La palabra «Dios» prácticamente ha desaparecido de su idioma: parecen muy sorprendidos, o divertidos, cuando la emplea alguno de nosotros.
Mis amigos los científicos suelen decir que una sola muestra no sirve para hacer una estadística, por eso me pregunto si la ausencia total de la religión en esta sociedad sirve para sacar conclusiones. Sabemos que los genes enviados a Thalassa fueron seleccionados con todo cuidado para eliminar, en lo posible, todas las características sociales indeseables. Sí, ya sé, los genes sólo determinan la conducta humana en un quince por ciento, ¡pero es una proporción muy alta! Los habitantes de Thalassa parecen desconocer características tan indeseables como la envidia, la intolerancia, los celos, la ira. ¿Será resultado de su condicionamiento cultural exclusivamente?
Me gustaría saber qué sucedió con las naves de inseminación lanzadas por los grupos religiosos en el siglo XXVI. El Arca de la Alianza de los mormones, la Espada del Profeta, una medía docena en total. Sería interesante saber si pudieron establecerse y qué papel cumplió la religión en su éxito... o fracaso. Algún día, cuando instalemos la red de comunicaciones, tal vez averigüemos qué les sucedió a los primeros pioneros...
Uno de los resultados del ateísmo total es la falta de imprecaciones. Cuando a alguien se le cae algo sobre el pie, no sabe qué decir. Las referencias a las necesidades naturales del organismo no sirven aquí porque nadie se avergüenza de nada. La única exclamación es «¡por Krakan!», pero todos abusan de ella. En todo caso demuestra la profunda impresión que dejó la erupción del monte Krakan, cuatrocientos años atrás; espero conocerlo antes de partir.
Faltan muchos meses para la partida, pero no me gusta pensar en ella. No es por miedo al peligro: si algo le sucede a la nave, moriré sin siquiera enterarme. Pero me alejaré aún más de la Tierra... y de ti, querida.
— Al Presidente no le va a gustar — dijo la alcaldesa Waldron con satisfacción —. Está empeñado en instalarlos en la Isla Norte.
— Lo sé — dijo el capitán Malina —. Y lamentamos tener que contrariarlo, nos ha sido de gran ayuda. Pero la Isla Norte es demasiado rocosa, y en las zonas costeras hay ciudades. A nueve kilómetros de Tarna hay una bahía totalmente desierta, el declive de la playa es muy suave... es el lugar perfecto.
— Sí, justamente lo que se necesita. ¿Por qué está desierto, Brant?
— Era el Proyecto Manglares. Los árboles murieron, no sabemos por qué, y nadie quiso tomarse la molestia de limpiar el lugar. El aspecto es horrible y el olor es peor todavía.
»Conque ya es una zona de desastre ecológico... ¡Perfecto, capitán! El lugar mejorará gracias a ustedes.
— Le aseguro que la planta es muy bonita y no provocará el menor trastorno al ambiente. Cuando nos vayamos la desmontaremos. A menos que ustedes prefieran mantenerla en funcionamiento, claro está.
— Gracias, pero no veo de qué nos servirían varías toneladas diarias de hielo. Bueno, todo lo que Tarna pueda ofrecerles en materia de alojamiento, comida y trasporte está a su disposición. Me imagino que serán muchos los que bajarán a trabajar.
— Serán cien, más o menos. Agradezco su hospitalidad, pero creo que seríamos pésimos huéspedes. Tendremos que comunicarnos con la nave a cualquier hora del día o de la noche. Así que será mejor que permanezcamos juntos. Levantaremos un pueblo de casas prefabricadas y allí nos instalaremos, con todo el equipo. Espero que no se ofenda por esto: es que cualquier otro arreglo resultaría incómodo.
— Si, tiene razón — suspiró la alcaldesa. Se había preguntado cómo haría para obviar el protocolo y ofrecer el cuarto de huéspedes de la alcaldía al apuesto teniente Lorenson, y no al capitán Malina. El problema le había parecido insoluble; ahora, desgraciadamente, ni siquiera se plantearía.
En su desazón se sintió tentada de llamar a la Isla Norte para invitar a su último ex marido oficial a pasar unos días con ella. Pero el desgraciado rechazaría la invitación, y eso sí que sería insoportable.
Años después, cuando era muy vieja, Mirissa Leonidas aún recordaba el momento exacto cuando vio a Loren por primera vez. De nadie podía decir lo mismo, ni siquiera de Brant.
No era por la novedad; conoció a varios de los terrícolas antes de cruzarse con Loren, y ninguno de ellos le causó una impresión especial. Después de un par de días al sol podrían pasar por nativos de Thalassa.
Loren no; su piel no se tostaba, su extraña cabellera se volvía aun más plateada. Eso fue lo primero que le llamó la atención cuando lo vio salir, junto con dos colegas, de la oficina de la alcaldesa Waldron, y los tres tenían esa mirada de frustración típica de cualquiera que acabara de reunirse con la estólida burocracia estatal de Tarna.
Sus ojos se cruzaron un instante. Mirissa dio un par de pasos y entonces, sin saber por qué, se detuvo, echó una mirada sobre su hombro y comprobó que el visitante la miraba. En ese instante ambos supieron que sus vidas habían cambiado irrevocablemente.
Esa noche, después de hacer el amor, le preguntó a Brant:
— ¿Han dicho hasta cuándo se quedarán?
— Buen momento para preguntarlo — gruñó él, casi dormido —. Un año, tal vez dos. Hasta mañana...
Sabía que no convenía hacer más preguntas. Desvelada, contempló las sombras de la luna inferior que recorrían velozmente el cuarto, mientras el cuerpo amado que yacía junto a ella se dormía.
Había tenido relaciones con muchos hombres antes de conocer a Brant, pero desde que formó esta pareja se volvió absolutamente indiferente a los demás. Entonces, ¿a qué se debía ese brusco interés — quería convencerse de que no podía ser otra cosa — en un hombre a quien había visto un par de segundos y del cual ni siquiera conocía el nombre? (Claro que ésa sería la primera prioridad a la mañana siguiente).
Mirissa se jactaba de ser una persona honesta y perspicaz; desdeñaba a las mujeres — y hombres — que se dejaban gobernar por sus emociones. Sabía que parte del atractivo de ese hombre residía en la novedad, en la atracción de un vasto horizonte nuevo. La posibilidad de hablar con alguien que había conocido las ciudades de la Tierra, que había presenciado los últimos momentos del sistema solar y ahora se dirigía hacia nuevos soles era algo maravilloso, que trascendía cualquier fantasía. Una vez más sintió el hastío provocado por el lento ritmo de vida de Thalassa, y que ni siquiera su felicidad con Brant lograba disipar.
¿Felicidad o mera complacencia? ¿Qué era lo que buscaba en la vida? No sabía si estos forasteros que venían de las estrellas podían darle la respuesta, pero en todo caso iba a averiguarlo antes de que partieran de Thalassa para siempre.
Esa mañana Brant fue a ver a la alcaldesa Waldron, quien no lo recibió con su habitual efusividad. Arrojó los restos de su trampa para peces sobre el escritorio.
— Sé que ha estado muy ocupada con asuntos más importantes — dijo —, pero ¿qué haremos?
La alcaldesa contempló los cables retorcidos con disgusto. Mareada por la emoción de la política interestelar, no encontraba fácil volver a la rutina de la vida cotidiana.
— ¿Qué habrá pasado?
— No cabe duda de que fue un acto deliberado: mire este cable, lo retorcieron hasta cortarlo. Dañaron la red y se llevaron algunos trozos. No creo que nadie en Isla Austral sería capaz de hacer una cosa así. No tendría motivo, y además yo lo descubriría, tarde o temprano...
El silencio de Brant fue más elocuente que cualquier amenaza.
— ¿Sospechas de alguien?
— Desde que inicie mis experimentos con las trampas eléctricas me he enfrentado a los Conservacionistas y también a esos locos, que dicen que la comida debe ser sintética porque está mal comer a los seres vivientes, sean animales o plantas.
— Los Conservacionistas tal vez tengan razón. Si la trampa resulta tan eficiente como dices, podrías perturbar el equilibrio ecológico. Eso es lo que les preocupa.
— Sí, pero haríamos relevamientos periódicos de la población del arrecife y desconectaríamos la trampa si eso llegara a suceder. Además, a mí me interesa la fauna oceánica; el campo parece atraerlos hasta tres o cuatro kilómetros de distancia. Por más que los habitantes de Tres Islas se alimentaran exclusivamente de pescado, no haríamos mella en la fauna.
— Si te refieres a los seudopeces locales, tienes toda la razón. Y es una lástima: son tan venenosos que ni vale la pena atraparlos. Ahora, ¿estás seguro de que las especies terrícolas se han aclimatado? Tal vez tus trampas acaben por liquidarlas.
Brant miró a la alcaldesa con respeto: no era la primera vez que lo sorprendía con una observación perspicaz. No había pensado que la alcaldesa no podría haber conservado su puesto durante tanto tiempo si no fuera bastante más astuta de lo que parecía.
— Me temo que el atún no va a sobrevivir. Pasarán miles de millones de años antes de que el océano alcance la suficiente salinidad. Pero la trucha y el salmón se han adaptado perfectamente bien.
— Y además son deliciosos, hasta el punto que los Sinteticistas son capaces de dejar de lado sus reservas morales. Aunque en realidad no comparto tu interesante teoría. Esa gente habla mucho pero no hace nada.
— Hace un par de años soltaron a una manada de vacas de la granja experimental.
— Trataron de hacerlo, querrás decir. Las vacas se volvieron solitas a casa. La gente se rió tanto, que no volvieron a hacer nada semejante. No entiendo por qué se tomarían tantas molestias con esto — añadió, señalando los cables.
— No es tan difícil: basta salir de noche en un bote pequeño, con un par de buzos. El agua no es muy profunda, apenas veinte metros.
— Está bien, haré que se investigue el asunto. Por el momento quiero pedirte dos cosas.
— ¿Qué cosas? — Brant trató de hablar con voz normal y fracasó por completo.
— La primera es que repares la instalación. Ve al depósito, te darán lo que pidas. La segunda es que dejes de hacer acusaciones hasta que estés totalmente seguro. Si te equivocas, quedarás como un tonto y tendrás que disculparte. Si tienes razón, asustarás a los culpables y no podremos atraparlos, ¿entiendes?
Brant la miró boquiabierto: la alcaldesa nunca le había hablado en tono tan mordaz. Juntó sus pruebas y se retiró, irritado.
Tal vez su irritación hubiera sido mayor — o quizá le hubiera causado gracia — si hubiera sabido que la alcaldesa Waldron ya no estaba tan enamorada de él.
El subjefe de ingenieros Loren Lorenson había causado una profunda impresión en más de una ciudadana de Tarna.
No era un nombre muy feliz para el campamento, puesto que recordaba a la Tierra, pero era mucho más bonito que «Campamento de base» y todo el mundo lo aceptó rápidamente.
El conglomerado de construcciones prefabricadas había aparecido con una rapidez asombrosa: del día a la noche, realmente. Fue la primera vez que los habitantes de Tarna pudieron ver a los terrícolas — mejor dicho a los robots terrícolas — en acción, y les causó una impresión inolvidable. Brant siempre había pensado que los robots eran más molestia que otra cosa, salvo cuando se trataba de realizar tareas peligrosas o monótonas, pero al verlos empezó a cambiar de opinión. Una elegante máquina de construcción se movía a una velocidad tal que a veces era imposible seguir sus movimientos. Una multitud de pequeños la seguía a todas partes. Cuando algún niño se paraba en su camino, se detenía amablemente y aguardaba a que se apartara. Brant pensó que era justamente el tipo de ayudante que necesitaba; si pudiera convencer a los visitantes...
Para el fin de la primera semana Terra Nova era un microcosmos funcional de la gran nave que giraba en órbita más allá de la atmósfera. Tenía las instalaciones necesarias para alojar cómodamente a cien tripulantes y brindarles todos los medios de vida, además de una biblioteca, un gimnasio con piscina y un teatro. A los habitantes de Thalassa les encantaron esas instalaciones y no vacilaron en aprovecharlas. Por consiguiente, la población de Terra Nova nunca era inferior al doble de los cien habitantes nominales.
La mayoría de los visitantes — invitados o no — querían ayudar a los huéspedes terrícolas y brindarles una estadía agradable. A los terrícolas les encantaba semejante muestra de amistad, que al mismo tiempo solía dar origen a situaciones embarazosas. Los thalassianos eran gente insaciablemente curiosa, y además desconocían el concepto de la intimidad. Más de uno se ofendía al ver un cartel de «Por favor no molestar», lo cual daba lugar a problemas interesantes...
— Ustedes son oficiales superiores y adultos sumamente inteligentes — había dicho el capitán Bey en la última asamblea de personal a bordo de la nave —. De manera que esta advertencia es innecesaria, creo. Traten de no establecer... esteee... relaciones duraderas hasta que sepamos como piensan los thalassianos. Parecen gente muy amistosa, pero a veces las apariencias engañan. ¿Qué dice usted, doctor Kaldor?
— No pretendo conocer las costumbres de Thalassa en tan poco tiempo, capitán. Pero se me ocurren algunas analogías históricas interesantes con las situaciones que se creaban en la Tierra cuando un barco de vela avistaba un puerto después de una larga travesía. Supongo que la mayoría de ustedes habrá visto ese clásico del video, «Motín a bordo».
— Doctor Kaldor, espero que no me compare con el capitán Cook... quiero decir con el capitán Bligh.
— Bueno, no lo tome como un insulto. El verdadero Bligh fue un navegante extraordinario y víctima de calumnias totalmente injustas. A esta altura bastará con conservar el sentido común, observar los buenos modales y, como usted dice, ser cuidadosos.
¿Me miraba a mí cuando decía eso?, se preguntó Loren. No puede ser, hace tan poco que estamos aquí.
Sus tareas oficiales lo llevaban a conferenciar con Brant Falconer por lo menos diez veces al día. No podía evitar el encuentro con Mirissa... aunque quisiera.
Hasta el momento no se habían encontrado a solas ni intercambiado más que algún saludo. Pero las palabras ya estaban de más.
— Lo que ves allí es un bebé — dijo Mirissa —, y puedo asegurarte que, a pesar de las apariencias, crecerá y algún día será un ser humano normal.
Sonreía, pero sus ojos estaban húmedos. Al ver la mirada fascinada de Loren comprendió por primera vez que debía de haber más niños en la aldea de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las últimas décadas, cuando la tasa de natalidad se había reducido prácticamente a cero.
— Y eso... ¿es tuyo?
— Por empezar, no digas eso sino él; es un varón. Es Lester, el sobrino de Brant. Lo estamos cuidando hasta que vuelvan sus padres de Isla Norte.
— Es hermoso. ¿Me permites alzarlo?
En ese preciso instante Lester empezó a berrear.
— Creo que no sería conveniente — rió Mirissa. Lo alzó rápidamente para llevarlo al baño —. Conozco ese llanto. Dile a Brant o a Kumar que te enseñen la casa mientras esperamos al resto de las visitas.
A los habitantes de Thalassa les encantaban las fiestas y no perdían ninguna oportunidad para realizarlas. El arribo del Magallanes era una oportunidad única, que tal vez no se repetiría durante varias generaciones.
Si los huéspedes hubieran tenido la imprudencia de aceptar cuanta invitación se les ofrecía, hubieran pasado los días tambaleándose de una recepción oficial o extraoficial a otra. Pero en el momento oportuno el capitán había emitido una de sus directivas, tan escasas como implacables, que los tripulantes llamaban socarronamente los «rayos de Bey». En este caso los oficiales debían limitarse a una fiesta cada cinco días. En vista del tiempo que se requería para recuperarse de los efectos de la hospitalidad local, algunos consideraban que el capitán había sido excesivamente blando.
La residencia de los Leonidas, ocupada por Mirissa, Kumar y Brant, era un edificio circular construido por la familia seis generaciones atrás. Tenía una sola planta — los edificios de dos plantas eran escasos en Tarna — y un patio central de unos treinta metros de diámetro, sembrado de césped. En el centro había una pequeña laguna a la que se accedía por un bonito puente de madera. Y en la isla se alzaba una palmera, de aspecto bastante mustio.
— Cada tanto tienen que cambiarla — dijo Brant en tono de disculpa —. Algunas plantas terrícolas crecen bien aquí, pero otras se marchitan a pesar de los fertilizantes químicos. Lo mismo sucede con los peces. Los viveros de agua dulce funcionan bien, pero no hay lugar donde instalarlos. Da rabia pensar que tenemos un océano tan enorme y no sabemos aprovecharlo.
Loren pensaba íntimamente que Brant Falconer era un tipo bastante aburrido, no tenía otro tema de conversación que el mar. Con todo, era más conveniente hablar de eso que de Mirissa, que había logrado dormir a Lester y ahora atendía a sus invitados.
Loren se hallaba en una situación con la que jamás había soñado. Había conocido el amor, pero los recuerdos, incluso los nombres, se habían esfumado gracias al lavado de memoria que todos habían recibido antes de abandonar el sistema solar. No trataría de recuperarlos: ¿de qué serviría atormentarse con imágenes de un pasado totalmente destruido?
Le resultaba difícil incluso evocar el rostro de Kitani, aunque la había visto en el hibernáculo la semana anterior. Pertenecía a un futuro que habían acordado compartir, si es que se les daba la oportunidad. Mirissa, en cambio, era el aquí y ahora: un ser vital y risueño, no sometido a animación suspendida durante medio milenio. Lo hacía sentirse hombre, feliz de saber que las tensiones y el agotamiento de los Últimos Días no le habían quitado su juventud.
Cuando se encontraba con ella sentía las ansias que sienten los hombres; sabía que mientras no pudiera satisfacerlas, no recuperaría la paz interior, ni siquiera podría cumplir con sus tareas. A veces el rostro de Mirissa aparecía ante sus ojos, sobreimpreso a los planos y diagramas de Bahía Manglares; entonces se veía obligado a apretar el botón de PAUSA, antes de proseguir su conversación mental con la computadora. Y no conocía peor tormento que el de pasar varias horas en el mismo cuarto con ella sin poder cambiar más que un par de frases circunstanciales.
Para su alegría, Brant se apartó bruscamente y se alejó. Loren no tardó en comprender el motivo:
— ¡Oficial Lorenson! — dijo la alcaldesa Waldron —. Espero que se encuentre a gusto en Tarna.
— Muy a gusto, gracias. No sé si le han presentado a estos caballeros — Alzó la voz, un poco más de lo que admitían los buenos modales, para llamar a un grupo de colegas que acababan de aparecer al otro lado del patio. A pesar de encontrarse fuera de servicio él era su superior: — Alcaldesa Waldron, le presento al teniente Fletcher; es la primera vez que bajas de la nave, ¿no es así, Owen? El teniente Werner, el teniente Ránjit Winson, el teniente Karl Bosley.
Los marcianos son tan exclusivistas, pensó: no se juntan con nadie. Bueno, mejor así, además son todos jóvenes y atractivos. Cuando se retiró del grupo, la alcaldesa ni siquiera se dio cuenta.
Doreen Chang hubiera querido hablar con el capitán, pero éste efectuó una breve aparición de cortesía, bebió una copa, se disculpó ante sus anfitriones y partió.
— ¿Por qué no me concede una entrevista? — le preguntó a Kaldor, que no sufría de esa clase de inhibiciones y ya le había concedido tiempo suficiente como para cubrir varios días.
— El capitán Sirdar Bey ocupa una posición privilegiada — respondió —. A diferencia del resto de los mortales, no tiene que dar explicaciones ni ofrecer disculpas.
— Creo percibir una nota sarcástica en su voz — dijo la locutora estrella de Radiotelevisión de Thalassa.
— No fue intencional. Siento gran admiración por el capitán, e incluso acepto sus opiniones sobre mi persona... con ciertas reservas, claro. Dígame, ¿está grabando?
— No, hay demasiado ruido.
— Mire qué persona confiada soy. Podría grabarme sin que yo me diera cuenta.
— Bueno, entre nosotros, Moses: ¿que opina el capitán de usted?
— Me pide opiniones, recurre a mi experiencia, pero creo que en el fondo no me respeta demasiado. Yo sé por qué: él mismo me lo dijo. «Moses — me dijo —, a usted le gusta el poder, pero no la responsabilidad. A mi me fascinan ambos.» Fue una observación muy perspicaz, que sintetiza las diferencias entre nosotros dos.
— ¿Y usted que respondió?
— Qué podía responder, si tenía razón. La única vez que incursioné en la política sucedió... bueno, no fue un desastre, pero tampoco me gustó.
— ¿La Cruzada Kaldor?
— Con que estaba enterada. Me fastidia ese nombre. Fue otra de las discrepancias entre el capitán y yo. El pensaba, en realidad todavía piensa, que esa directiva que nos prohíbe establecer contacto con planetas donde pueda haber vida es una estupidez sentimental. Citaré otra vez al buen capitán: «Comprendo el derecho. El metaderecho es un disparate».
— Qué interesante. Algún día lo dirá ante un micrófono.
— De ninguna manera. ¿Qué es eso?
Doreen Chang era una dama insistente, pero se dio cuenta de que no era el momento.
— Una escultura de gas, la preferida de Mirissa. Me imagino que en la Tierra las conocieron.
— Por supuesto. Y ya que no está grabando, le diré que para mi eso no es arte. De todas maneras es entretenido.
Habían apagado las luces en un rincón del patio, y un grupo de huéspedes rodeaba un objeto parecido a una gran pompa de jabón, de un metro de diámetro. Al acercarse, Kaldor y Chang vieron los primeros remolinos de colores que se alzaban en el interior, como en el nacimiento de una nebuloso en espiral.
— Se llama Vida — dijo Doreen —. La familia de Mirissa lo tiene desde hace doscientos años. Pero está perdiendo gas; años atrás era mucho más nítido.
Aun así el espectáculo era impresionante. El viejo artista había dispuesto una batería de pistolas electrónicas y rayos laser para generar una serie de formas geométricas que se trasformaban lentamente en estructuras orgánicas. Las formas, cada vez más complejas, aparecían y se extendían hasta desvanecerse, y otras aparecían en su lugar. Una secuencia ingeniosa mostraba a criaturas unicelulares trepando una escalera caracol, evidentemente una representación de la molécula helicoidal del DNA. A cada paso adquirían estructuras nuevas, y en pocos minutos se mostraba la odisea de cuatro mil millones de años, de la ameba al Hombre.
Pero el artista trataba de ir más allá, y la secuencia siguiente resultó incomprensible para Kaldor. Las volutas de gas fosforescente se volvían excesivamente complejas y abstractas. Tal vez si uno veía la muestra unas cuantas veces, podría percibir sus pautas...
— ¿Y el sonido? — preguntó Doreen cuando el torbellino de colores burbujeantes se apagó —. Recuerdo que la música era muy buena, sobre todo al final.
— Tenía miedo de que alguien preguntara — sonrió Mirissa —. No hemos podido ubicar el origen del problema: puede estar en el mecanismo de audio o en el propio programa.
— Pero seguramente tendrán un equipo de repuesto
— Sí, desde luego. Pero el módulo de repuesto está en el cuarto de Kumar, enterrado bajo las piezas de su canoa. Cuando uno entra a esa covacha aprende el verdadero significado de la palabra entropía.
— No es una canoa sino un kayak — gruñó Kumar, que acababa de llegar con una belleza local colgada de cada brazo —. ¿Y qué es eso de la entropía?
Uno de los jóvenes marcianos cometió la imprudencia de querer explicárselo, volcando dos bebidas de colores diferentes en un mismo vaso. Pero en ese instante su voz quedó ahogada por la música emitida bruscamente por la escultura gaseosa.
— ¡Ahí está! — exclamó Kumar, para hacerse oír. Evidentemente estaba orgulloso. — ¡Brant sabe arreglar cualquier cosa!
¿Cualquier cosa?, pensó Loren. Me pregunto si será cierto...
De: Capitán
A: Toda la tripulación
CRONOLOGÍA
Debido a la confusión reinante, considero necesario remarcar lo siguiente:
1. Los archivos y horarios de la nave se regirán por el Horario Terrestre hasta el fin del viaje. Los relojes y sistemas cronográficos de la nave seguirán en HT.
2. Las tripulaciones que desciendan al planeta se regirán por el Horario de Thalassa (HTh) cuando sea necesario, pero efectuarán sus informes en HT, colocando el HTh entre paréntesis.
3. Recordar: El día solar medio de Thalassa dura 29,4325 horas HT. El año sideral de Thalassa tiene 313,1561 días thalassianos divididos en once meses de veintiocho días. Falta el mes de enero, pero los cinco días que faltan para sumar trescientos trece vienen después del 28 de diciembre. Uno de cada seis años es bisiesto, pero no los habrá durante nuestra estadía.
4. Puesto que el día thalassiano es un veintidós por ciento más largo que el terrestre pero el número de días en el año es un catorce por ciento menor, el año thalassiano es sólo un cinco por ciento más largo que el de la Tierra.
Como ustedes se habrán dado cuenta, esto tiene sus ventajas en materia de cumpleaños. La edad cronológica en Thalassa es casi idéntica a la de la Tierra. Un thalassiano de veintiún años ha vivido tanto tiempo como un terrícola de veinte. El calendario de Thalassa comienza con el Primer Descenso, en el 3109 HT. El año en curso es el 718 HTh, o sea que han pasado 754 años terrestres.
5. Por último — y afortunadamente — en Thalassa hay un solo huso horario.
Sirdar Bey (Cmdte.) 3827.02.27.21.30 HT
718.00.02.15.00 HTh
— ¿Quién hubiera dicho que algo tan sencillo podía ser tan complicado? — rió Mirissa después de leer la hoja impresa, sujeta a la pizarra de anuncios en Terra Nova —. Me imagino que éste es uno de los célebres rayos Bey. ¿Qué clase de persona es el capitán? No he tenido mucha oportunidad de conversar con él.
— Una personalidad bastante compleja — respondió Moses Kaldor —. Creo que no hemos conversado en privado más de doce veces. Es el único hombre a bordo a quien todos llaman «señor». Siempre. Salvo, tal vez, su lugarteniente, el capitán Malina, cuando están a solas. Eso que acabas de leer no es un auténtico rayo Bey, sino sólo un informe técnico. Por la redacción yo diría que lo escribieron la oficial científica Varley y el secretario LeRoy. El capitán Bey tiene un conocimiento asombroso de los principios de la ingeniería, mucho más profundo que el mío, pero es más que nada un administrador. Y, cuando las circunstancias lo exigen, un comandante en jefe.
— No me gustaría tener semejante responsabilidad.
— Alguien tiene que hacerlo. Los problemas rutinarios los pueden resolver los oficiales superiores consultando al banco de datos. Pero de vez en cuando surge un problema que exige una decisión tomada por una persona con autoridad suficiente para hacerla cumplir. Para eso se necesita un capitán. Un comité no puede gobernar a una nave... al menos, no siempre.
— Sin embargo, así se gobierna Thalassa. ¿Te imaginas que el presidente Farradine pudiera ser capitán de algo?
— Estos duraznos son deliciosos — dijo Kaldor con mucho tacto. Se sirvió otro, aunque sabía que su verdadero destinatario era Loren. — Claro que ustedes son muy afortunados: ¡ni una sola crisis en setecientos años! Creo que fue uno de ustedes quien dijo que Thalassa no tiene historia, solamente estadísticas.
— ¡Pero no es verdad! ¿Y el monte Krakan?
— Ese fue un desastre natural... y no muy catastrófico, que digamos. Me refería a... esteee... crisis políticas... conmociones civiles... esa clase de crisis.
— Gracias a nuestros antepasados terrícolas, que nos legaron una Constitución Jefferson Mark 3 — una Utopía en dos Megabytes, como la llamó alguien — asombrosamente eficiente. Hace trescientos años que no se modifica el programa. Vamos apenas por la Sexta Enmienda.
— Que sigan así por muchos siglos más — dijo Kaldor con fervor —. No me gustaría pensar que debido a nosotros haya que aprobar la Séptima
— Llegado el caso, pasaría antes por los bancos de datos del Archivo. ¿Cuándo volverás a visitarnos otra vez? Me gustaría mostrarte tantas cosas.
— No tantas como las que yo quisiera ver. Ustedes tienen muchas cosas que nos resultarán útiles en Sagan 2, — aunque es un mundo muy distinto. (Y mucho menos agradable, pensó.)
En ese momento llegó Loren: evidentemente iba de la sala de juegos a las duchas. Vestía pantaloncillos muy cortos y llevaba un toalla sobre los hombros. Al verlo, Mirissa sintió que se le aflojaban las rodillas.
— Me imagino que los venciste a todos, como siempre, Kaldor ¿No te aburres?
— Algunos de estos chicos de Thalassa aprenden rápido. Uno acaba de hacerme tres tantos. Claro que yo jugaba con la zurda.
— Por si acaso no te lo dijo, cosa que dudo — le dijo Kaldor a Mirissa —, Loren fue campeón mundial de tenis de mesa en la Tierra.
— No exageres, Moses. Llegué a ser quinto en la tabla mundial, y en los últimos tiempos el nivel había descendido muchísimo. Cualquier jugador chino del tercer milenio me hubiera derrotado sin ningún problema.
— ¿Por qué no le enseñas a Brant? — dijo Kaldor con una sonrisa maliciosa — Sería una situación interesante.
Se hizo silencio, y luego Loren respondió, altanero:
— No sería justo.
— Bueno, pero el hecho es que Brant quiere enseñarte algo a ti — dijo Mirissa.
— Ah, ¿sí?
— ¿Es cierto que nunca saliste a navegar?
— Sí, es cierto.
— Pues bien, Brant y Kumar te invitan a salir con ellos mañana. Te esperan a las ocho y media en el Muelle Tres.
Loren se volvió hacia Kaldor:
— ¿No será un poco riesgoso? — preguntó en tono fingidamente serio —. No sé nadar.
— No te preocupes por eso — dijo Kaldor —. Si piensan llevarte en un viaje sin retorno eso no tendrá la menor importancia.
En sus dieciocho años de vida, Kumar Leonidas había conocido una sola gran tragedia: su estatura era inferior en diez centímetros a lo que él hubiera deseado, y siempre sería así. No por casualidad su sobrenombre era Leoncito... aunque no eran muchos los que se atrevían a usarlo en su presencia.
A falta de estatura, se había esforzado por desarrollar su musculatura. Más de una vez Mirissa le había dicho, entre divertida y exasperada, que si dedicara tanto tiempo al cerebro como al cuerpo sería el genio más grande de la historia de Thalassa. Lo que nunca le había dicho — y casi no se atrevía a reconocer — era que al verlo realizar sus ejercicios matutinos, los sentimientos que bullían en su seno no eran precisamente los de una hermana. A ello se unían los celos, puesto que no era la única admiradora que salía a mirarlo: casi todos los coetáneos de Kumar lo hacían. Según un envidioso rumor, Kumar había hecho el amor con todas las jovencitas y la mitad de los jovencitos de Tarna: era una exageración, pero no del todo infundada.
Pero a pesar del abismo intelectual que lo separaba de su hermana, Kumar no era un cuerpo con mucho músculo y poco seso. Cuando algo atraía su interés, no descansaba hasta aprenderlo, por más tiempo que le llevara. Era un navegante extraordinario, y desde hacía más de dos años construía un hermoso kayak de cuatro metros con ayuda de Brant. Había terminado el casco, pero todavía no había iniciado la construcción de la cubierta...
Siempre decía que algún día lo botaría, entonces sus detractores no podrían burlarse. Sea como fuere, el «kayak de Kumar» se había convertido en una frase proverbial en Tarna, que significaba cualquier tarea sin terminar... y en Tarna no faltaban.
Aparte de esa tendencia a aplazar sus tareas — rasgo típico de los thalassianos — el defecto principal de Kumar era su carácter aventurero y su gusto por las bromas pesadas. Todos le decían que algún día sufriría las consecuencias.
Pero por pesadas que fuesen sus bromas nadie se enojaba con él, por su falta total de malicia. Era franco hasta la ingenuidad; jamás mentía. Por eso podían perdonarle — y le perdonaban — muchas cosas.
La llegada de los visitantes había sido el acontecimiento más emocionante de su vida. Le fascinaban sus equipos, sus grabaciones en audio y video, sus anécdotas, en fin, todo. Y puesto que veía a Loren con frecuencia, rápidamente se apegó a él.
Cosa que a Loren no le gustaba demasiado. Si había algo más desagradable que una pareja mal avenida, era ese aguafiestas tradicional, el hermanito menor entrometido.
— No puedo creerlo, Loren — dijo Brant Falconer —. ¿Nunca saliste a navegar en un bote, o en un barco?
— Me parece recordar que alguna vez crucé una laguna en una balsa de caucho. Creo que tenía cinco años, más o menos.
— Ya verás que te gustará. Hay una calina chicha, así que no te marearás. Tal vez quieras bucear con nosotros.
— No, gracias. Una nueva experiencia por vez es bastante. Además, he aprendido que nunca se debe molestar a los hombres cuando están trabajando.
Brant tenía razón; era agradable navegar en el pequeño y silencioso trimarán, llevado por sus hidropropulsores hacia el arrecife. No obstante, en el primer momento, al alejarse de la seguridad de tierra firme, había llegado al borde del pánico.
Su sentido del ridículo lo había salvado de quedar como un idiota. Había atravesado cincuenta y cinco años luz de espacio, la travesía más larga jamás efectuada por seres humanos, para llegar a ese planeta, y ahora se asustaba porque se alejaba a un par de cientos de metros de tierra firme...
No había manera de rechazar el desafío. Sentado serenamente en la popa, contemplaba a Falconer al timón (¿a qué se debería esa cicatriz lívida que le surcaba los hombros? Ah, sí, le había contado cómo se había estrellado en un microavión, años atrás...) y se preguntaba en qué estaba pensando el thalassiano.
No podía imaginar una sociedad humana, por despreocupada y esclarecida que fuese, totalmente libre de celos o de egoísmo sexual. Claro que hasta el momento — ¡desgraciadamente! — no había sucedido nada que pudiera despertar los celos de Brant.
Loren no había cambiado ni cien palabras con Mirissa, y casi todas en presencia de su esposo. Esposo no: esos términos no se empleaban en Thalassa hasta el nacimiento del primer hijo. Si el primogénito era varón, la madre casi siempre — no invariablemente — tomaba el apellido del padre. Si era niña, ambas usaban el apellido de la madre hasta el nacimiento del segundo y último hijo.
Los thalassianos no se escandalizaban fácilmente. Les disgustaba la crueldad, sobre todo hacia los niños. Otro motivo de escándalo era el tercer embarazo, en ese mundo de veinte mil kilómetros cuadrados de tierra firme.
La tasa de mortalidad infantil era tan baja que bastaban dos nacimientos por pareja para mantener una población constante. La historia de Thalassa conocía un solo caso de una pareja que había tenido, mejor dicho padecido, quintillizos. Y aunque difícilmente pudiera echarse la culpa a la pobre mujer, su memoria estaba rodeada de esa atmósfera especial de depravación que recordaba a una Messalina, una Lucrecia Borgia, una Faustina.
Tendré que actuar con mucho, pero mucho cuidado, pensó Loren. No había duda de que Mirissa lo consideraba un hombre atractivo. Era evidente, por su expresión, el tono de su voz y, más aún, por esos roces casuales de las manos y los cuerpos que duraban más de lo estrictamente necesario. Los dos sabían que sólo era cuestión de tiempo. También Brant lo sabía: de eso estaba seguro. Sin embargo, a pesar de la tensión, sus relaciones seguían siendo amistosas.
Se apagaron los propulsores y el barco se detuvo junto a una gran boya de vidrio que flotaba serenamente en el agua.
— Es nuestra fuente de energía — dijo Brant —. Nos alcanza con las baterías solares, porque sólo usamos algunos cientos de vatios. Esa es la ventaja de tener mares de agua dulce. Los océanos de la Tierra eran demasiado salitrosos, hubieran absorbido cientos de kilovatios.
— ¿Estás seguro de que no quieres probar, tío? — preguntó Kumar con una sonrisa maliciosa.
Loren meneó la cabeza. Al principio lo había sorprendido ese trato, empleado por toda la población juvenil de Thalassa, pero finalmente se había acostumbrado. En realidad le gustaba pensar que tenía varias decenas de sobrinas y sobrinos.
— Gracias, prefiero mirarlos a través de la mirilla, por si se los comen los tiburones.
— ¡Tiburones! — dijo Kumar con tristeza —. Qué maravilla. Ojalá los hubiera aquí. El buceo sería mucho más emocionante.
Loren observó a Brant y Kumar con interés técnico, mientras se colocaban el equipo. Era extraordinariamente sencillo en comparación con el traje espacial, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía en la palma de la mano.
— Quién hubiera pensado que ese tanque de oxígeno pueda durar más de un par de minutos — dijo.
Brant y Kumar lo miraron con desdén.
— ¡Oxígeno! — gruñó Brant —. El oxígeno es un veneno mortal a más de veinte metros de profundidad. Lo que hay en ese frasco es aire. Y es sólo una provisión de emergencia, que se consume en quince minutos.
Señaló un aparato con forma de agalla en la mochila que Kumar acababa de alzar sobre sus hombros:
— El oxígeno que uno necesita está disuelto en el agua, la cuestión es saber extraerlo. Para ello se requiere energía, una batería que haga funcionar las bombas y los filtros. Con ese aparato podría quedarme una semana entera bajo el agua, si quisiera. — Señaló una pantalla con caracteres fluorescentes de color verde, sujeta a su muñeca izquierda:
— Aquí está toda la información que necesito: profundidad, carga de la batería, tiempo de permanencia, nivel de descompresión...
Loren se arriesgó a formular otra pregunta idiota:
— ¿Por qué usas máscara y Kumar no?
— Sí que uso — rió Kumar —. Mira bien.
— Ah, sí, ya veo. Muy cómodo.
— Son molestas, salvo que uno viva en el agua, como Kumar — dijo Brant —. Yo probé los lentes de contacto, pero me irritaron los ojos. La máscara es anticuada, pero no trae tantos problemas. ¿Listo?
— Listo, capitán.
Saltaron al unísono, por las bandas de babor y estribor, con tanta sincronización que el bote casi no se hamacó. Loren los vio bajar hasta el arrecife, a través del grueso paño de vidrio sobre la quilla. La profundidad era de veinte metros, pero parecía mucho menos.
Ya habían arrojado los cables y herramientas al fondo, y los dos buzos pusieron manos a la obra de reparar el enrejado roto. Cada tanto intercambiaban alguna frase breve e incomprensible, pero en general trabajaban en silencio. Ambos conocían la tarea tan bien, que podían entenderse sin palabras.
Para Loren el tiempo transcurría con rapidez. Pensaba que estaba contemplando un mundo nuevo; y efectivamente, así era. Había visto innumerables documentales filmados en los océanos terrestres, pero los seres vivos que pasaban ante su vista eran completamente desconocidos. Discos rodantes, masas gelatinosas, alfombras flotantes, espirales que giraban como tirabuzones: por más imaginación que pusiera, ninguna de esas criaturas guardaba la menor semejanza con algo que pudiera llamarse un pez. En una sola ocasión creyó reconocer algo: un veloz torpedo que desapareció casi al instante. Si tenía razón, ese pez era un terrícola exiliado más.
Pensó que Brant y Kumar se habían olvidado de él, pero se sobresaltó al oír una voz por el intercomunicador.
— Ya salimos. Estaremos contigo en veinte minutos. ¿Todo bien?
— Perfecto — dijo Loren —. Me pareció ver un pez terrestre hace unos minutos.
— Yo no lo vi.
— El tío tiene razón, Brant — dijo Kumar —. Hace cinco minutos pasó una trucha mutante de veinte kilos. La asustaste con tu soldador.
Se alzaban lentamente del fondo del mar, siguiendo la elegante catenaria de la cuerda del ancla. Se detuvieron cinco metros debajo de la superficie.
— Este es el momento más aburrido del trabajo — dijo Brant —. Quince minutos de espera. Canal dos, por favor. Gracias, pero baja un poco el volumen.
Probablemente era Kumar quien había elegido la música para acompañar la descompresión; su ritmo violento no parecía demasiado acorde con la serenidad del panorama submarino. Contento de no encontrarse inmerso en ella, Loren se apresuró a apagarla apenas los buzos reiniciaron el ascenso.
— Una mañana bien aprovechada — dijo Brant al subir a cubierta —. Voltaje y corriente normales. Podemos volver a casa.
Loren los ayudó a desembarazarse de los equipos, cosa que ambos agradecieron. Estaban agotados y tiritaban de frío, pero se reanimaron tras beber un par de tazas de un brebaje caliente y dulce que los thalassianos llamaban té, a pesar de su escasa semejanza con la infusión terrícola del mismo nombre.
Kumar puso en marcha el motor mientras Brant hurgaba entre los objetos amontonados sobre el piso del bote hasta encontrar un pequeño frasco de colores brillantes.
— No, gracias — dijo Loren, cuando Brant le ofreció una pildorita, de efecto levemente narcótico —. No quiero contraer ningún hábito que sea difícil de abandonar.
No había terminado de hacer esa observación cuando comprendió su error. Tal vez la hizo por un impulso perverso de su subconsciente, tal vez por sentirse culpable. De todas maneras, Brant no advirtió ninguna intención oculta en sus palabras. Tendido de espaldas, las manos entrelazadas bajo la nuca, contemplaba el cielo despejado.
— De día se ve el Magallanes — dijo Loren para cambiar de tema —. La cuestión es saber dónde mirar. Yo nunca pude verlo.
— Mirissa lo ha visto varias veces — terció Kumar —. Me mostró cómo hacerlo. Hay que llamar al Observatorio para averiguar la hora del tránsito y salir y tenderse de espaldas. Es como una estrella brillante y no parece moverse, pero si apartas la vista un solo instante lo pierdes.
Kumar desaceleró el motor, navegó a baja velocidad por unos instantes y luego detuvo el bote por completo. Loren echó una mirada a su alrededor para orientarse y advirtió con sorpresa que se encontraban por lo menos a un kilómetro de Tarna. Junto al bote flotaba otra boya, con una bandera roja y una gran letra P.
— ¿Por qué nos detenemos? — preguntó Loren.
Kumar soltó una risita maliciosa, destapó un balde y vertió su contenido por la borda; parecía sangre, pero el olor era espantoso. Loren se alejó lo más que pudo, dentro de los estrechos confines del bote.
— Visitamos a un viejo amigo — susurró Brant —. Siéntate y no hagas ruido porque se pone muy nervioso.
¿Un amigo?, pensó Loren. ¿Qué diablos pasa?
Durante los cinco minutos siguientes no pasó absolutamente nada; Loren no hubiera creído que Kumar era capaz de estarse quieto tanto tiempo. Entonces observó una gran banda oscura que ascendía hacia la superficie a pocos metros del bote. Al verla más de cerca se dio cuenta de que formaba un anillo en torno del bote.
Al mismo tiempo percibió que Brant y Kumar no miraban la banda sino a él. Conque quieren sorprenderme, pensó; ya veremos...
Aun así, tuvo que empeñar toda su fuerza de voluntad para reprimir un grito aterrado, cuando algo parecido a un muro de carne color rosado brillante — no, putrefacto — se alzó del mar, chorreando agua, hasta la mitad de la altura de un hombre para formar una barrera continua a su alrededor. Y para colmo del horror, el borde superior estaba cubierto de víboras rojas y azules que se retorcían sin cesar.
Una boca colosal, rodeada de tentáculos, se había alzado del mar para engullirlos...
Sin embargo, por las expresiones risueñas de sus acompañantes, era evidente que no corrían peligro.
— Por Dios, quiero decir, por Krakan, ¿qué diablos es eso? — preguntó tratando de mantener la voz firme.
— Reaccionaste muy bien — dijo Brant con admiración —. Algunos se esconden en el fondo del bote. Es un pólipo, lo llamamos Bicho Bonito. Colono invertebrado: miles de millones de células especializadas que cooperan entre sí. Había animales como éste en la Tierra, aunque creo que no eran tan grandes.
— Ya lo creo que no — dijo Loren con fervor —. Ahora, si me permiten la pregunta, ¿cómo salimos de esto?
Brant hizo una señal a Kumar, quien aceleró el motor al máximo. El muro viviente que los rodeaba se hundió en el mar con una rapidez sorprendente para una criatura tan enorme, en su lugar sólo quedó un aro viscoso flotando en el agua.
— Las vibraciones lo asustan — dijo Brant —. Mira a través del visor si quieres verlo de cuerpo entero.
Bajo el piso del bote un objeto parecido a un tronco de árbol de diez metros de espesor se hundía hacia el fondo del mar. Loren vio que esas «víboras» que se retorcían en la superficie eran tentáculos; flotaban ingrávidos en su elemento natural, y agitaban las aguas en busca de su presa.
— ¡Es un monstruo! — susurró, y se relajó por primera vez en varios minutos. Lo embargó una cálida sensación de orgullo, más aún, de alborozo. Había pasado la prueba y con ello se había ganado el respeto de Brant y Kumar.
— ¿Esa cosa no es peligrosa? — preguntó.
— Por supuesto; por eso colocamos la boya.
— Francamente me gustaría matarlo.
— ¿Por qué? — exclamó Brant con asombro —. Si no le hace daño a nadie.
— Bueno... me imagino que una criatura tan enorme debe de consumir enormes cantidades de peces.
— Sí, pero de los thalassianos, no de los que comemos nosotros. Y tiene una particularidad interesante. Durante mucho tiempo tratamos de descubrir cómo atrae a los peces, incluso los nativos, que son bastante estúpidos, hacia su boca. Parece que segrega una especie de señuelo químico, y fue así como se nos ocurrió lo de las trampas eléctricas. Y hablando de trampas...
Tomó su trasmisor.
— Tarna Tres a Registro Automático Tarna, aquí Brant. La red está reparada y funciona normalmente. No aguardo respuesta. Fin del mensaje.
Pero, para sorpresa de todos, sí hubo respuesta:
— Hola Brant, hola, doctor Lorenson — dijo una voz conocida —. Me alegra saberlo. Tengo una novedad que les interesará, si quieren escuchar.
— Por supuesto, señora alcaldesa — dijo Brant, y los hombres cambiaron miradas divertidas —. Adelante, la escuchamos.
— Descubrimos algo sorprendente en el Archivo General. Esto no es la primera vez que sucede. Hace doscientos cincuenta años trataron de construir un arrecife desde Isla Norte por el método de electroprecipitación. En la Tierra el método funcionaba bien. Pero al cabo de un par de semanas aparecieron cables rotos, e incluso faltaban algunas piezas. Parece que los robaron. Nadie investigó el asunto porque el experimento fracasó totalmente. El agua no contiene los minerales necesarios. Bueno, ya ves que no puedes echar la culpa a los Conservacionistas, que en esa época no existían.
Era tal el asombro en la cara de Brant que Loren soltó un carcajada.
— Y miren quién quería sorprender a quién. Me has demostrado que en este mar existen cosas que yo ni imaginaba. Pero parece que hay cosas que tampoco tú eres capaz de imaginar...
Para los habitantes de Tarna era algo inaudito.
— Primero dices que nunca saliste a navegar... ¡y ahora resulta que no sabes andar en bicicleta! ¡Qué vergüenza! — dijo Mirissa —. Es el medio de trasporte más eficiente jamás inventado, el menos dañino para la ecología, y nunca trataste de aprender.
— En la nave no podía y en las ciudades era demasiado peligroso — replicó Loren —. Y además, no me parece tan difícil.
Poco tardó en descubrir que no era tan fácil, a pesar de las apariencias. En realidad lo verdaderamente difícil era caerse de esos aparatos de centro de gravedad tan bajo y ruedas tan pequeñas, pero a Loren le sucedió varias veces. Tras sus fracasos iniciales estuvo a punto de abandonar el intento, pero Mirissa le aseguró que era el medio idóneo para conocer la isla; eso le hizo pensar que tal vez sería el medio idóneo para conocer a Mirissa.
Tras un par de caídas más descubrió que lo mejor era permitir que los reflejos propios del cuerpo se encargaran de resolver el problema del equilibrio. Lógico: si uno pensara antes de dar cada paso, nunca aprendería a caminar. Aunque la mente de Loren aceptó esa solución, no le fue fácil dejarse llevar por sus instintos. Una vez que lo consiguió, sus progresos fueron rápidos. Y entonces se cumplió su sueño: Mirissa ofreció acompañarlo a conocer los rincones menos transitados de la isla.
No se habían alejado ni cinco kilómetros de la aldea, pero tenía la impresión de que no había otra persona en el mundo más que ellos dos. En realidad, el camino recorrido había sido mucho más largo, porque la ciclovía pasaba por los lugares más pintorescos de la isla. Loren hubiera podido orientarse fácilmente con la pequeña computadora manual, pero no lo hizo. Le gustaba la sensación de estar perdido.
Mirissa, por su parte, hubiera preferido que no llevara el aparato consigo:
— ¿Por qué lo llevas a todas partes? — dijo, señalando la gruesa faja cubierta de botones, sujeta al antebrazo izquierdo —. A veces es agradable aislarse del mundo.
— Pienso lo mismo, pero el reglamento es muy estricto. Si el capitán Bey requiriera mi presencia y no pudiera encontrarme...
— ¿Qué te haría? ¿Te encerraría en el calabozo, con grilletes en las piernas?
— Eso no sería nada en comparación con el sermón que me daría. De todas maneras lo puse en Sleep. Si el Centro de Control lo pasa por alto es porque existe una verdadera emergencia, y en ese caso no querría estar aislado.
Hubiera podido agregar que durante más de mil años cualquier terrícola hubiera preferido salir de su casa sin ropa que hacerlo sin su trasmisor personal. La historia de la Tierra conocía miles de casos horribles, de personas descuidadas o temerarias que habían muerto — incluso a pocos metros de la salvación — por no contar con el botón rojo de emergencia.
Evidentemente, la ciclovía no estaba destinada al tránsito pesado. Medía menos de un metro de ancho, y al principio Loren tenía la sensación de transitar sobre una cuerda de equilibrista. Mantenía la vista clavada en la espalda de Mirissa (cosa nada desagradable) para no salirse del camino; pero al cabo de un par de kilómetros ganó confianza suficiente para gozar del panorama. Cuando se cruzaban con vehículos que venían en dirección contraria todo el mundo bajaba de sus bicicletas: nadie quería ni pensar en las consecuencias de un choque a semejante velocidad. Tendrían que volver a pie, cargando la bicicleta sobre el hombro...
Andaban en silencio, interrumpido de tanto en tanto cuando Mirissa le señalaba algún árbol raro o un lugar especialmente bello. Loren jamás había conocido tanto silencio; en la Tierra siempre había estado rodeado de ruidos, y en la nave uno vivía en medio de un reconfortante concierto de ruidos mecánicos, interrumpidos de vez en cuando por una alarma estridente.
Pero ahora los árboles que lo rodeaban formaban un invisible muro anaecoico, donde el silencio parecía absorber cada palabra apenas la pronunciaban. Al principio Loren gozaba con esa situación novedosa, pero luego empezó a desear que algún ruido llenara el vacío acústico. Sintió la tentación de encender su trasmisor para escuchar un poco de música, pero sabía que a Mirissa no le agradaría.
De repente, para su sorpresa, escuchó algunas notas de la música bailable local, provenientes de los árboles. Puesto que ninguno de los tramos rectos de la vía tenía más de doscientos o trescientos metros, debía aguardar a doblar la curva siguiente para ubicar la fuente. Era un melodioso monstruo musical que avanzaba a paso de hombre, abarcando todo el ancho de la vía. Parecía un robot sobre orugas; al apartarse del camino para dejarlo pasar, Loren vio que era una máquina automática de reparación de caminos. Al saltar sobre algunos baches y tramos desparejos se había preguntado si el Departamento de Obras Públicas de Isla Austral no pensaba hacer algo al respecto.
— ¿A qué se debe la música? — preguntó —. No creo que la máquina sepa apreciarla.
No había terminado la frase cuando el robot le habló en tono severo: «Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Por favor no transite sobre la vía hasta pasados los cien metros porque está blanda. Gracias.»
Mirissa advirtió su sorpresa y rió.
— Sí, tienes razón, es una tontería. La música sirve para advertir a los que vienen en sentido contrario.
— ¿No sería mejor una bocina?
— Uy, sería demasiado... agresivo.
Parados al borde de la vía, esperaron a que pasara el convoy de tanques, unidades de control y pavimentadoras. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie con el dedo; era cálida y blanda, y parecía húmeda aunque estaba totalmente seca. Pocos segundos más tarde estaba dura como una piedra. Loren observó su huella digital. He dejado mi marca en Thalassa, pensó con sorna. Allí permanecerá... hasta que vuelva el robot.
La vía ascendía por una ladera y Loren descubrió que ciertos músculos de sus muslos y pantorrillas, de cuya existencia ni siquiera estaba enterado, empezaban a exigir su atención. Un poco de tracción mecánica no le hubiera venido nada mal, pero Mirissa había rechazado los aparatos eléctricos por considerarlos innecesarios. No disminuía su velocidad: a Loren no le quedaba más remedio que tomar aliento y tratar de mantenerse a la par.
De pronto oyó un suave rugido. ¿Un centro de pruebas espaciales en esa parte de la isla? Imposible. El volumen del ruido aumentaba a medida que se acercaban; segundos antes de verlo, Loren lo identificó.
La catarata no era impresionante en comparación con las de la Tierra: unos cien metros de altura por veinte de ancho. Caía en medio de nubes de espuma a una pequeña laguna, cruzada por un puente metálico.
Para su alivio Mirissa bajó de su bicicleta y sonrió con malicia. Señaló con la mano:
— ¿No observas nada... raro?
— ¿Raro en qué sentido? — preguntó Loren, en busca de algún indicio. Sólo se veían árboles y plantas, y la vía que serpenteaba más allá del puente.
— Los árboles. ¡Mira los árboles!
— ¿Qué pasa con los árboles? No sé nada de botánica.
— Ni yo pero, ¿no observas nada? Mira bien.
Los miró, perplejo. Y poco después comprendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natural, y él era ingeniero.
Los del otro lado de la cascada habían sido diseñados por otras fuerzas. No reconocía las especies de los árboles que lo rodeaban, pero le resultaban vagamente conocidos, seguramente vendrían de la Tierra... Si, ése sólo podía ser un roble; y aquel arbusto cubierto de hermosas flores amarillas lo había visto en alguna parte, mucho tiempo atrás.
Más allá del puente había otro mundo. Los árboles — si es que lo eran — parecían toscos, mal terminados. Algunos tenían troncos cortos y gruesos de donde brotaban escasas ramas cubiertas de espinos; otros eran helechos gigantes; otros parecían gigantescos dedos esqueléticos con anillos espinosos en las articulaciones. Ninguno tenía flores...
— Comprendo. Es la vegetación de Thalassa.
— Sí, salida del mar hace pocos millones de años. A este lugar lo llamamos la Gran Divisoria. Más que eso, es un campo de batalla entre dos ejércitos, nadie sabe cuál vencerá. ¡Esperamos que ninguno de los dos! La flora terrestre es más evolucionada, pero la local se adapta mejor al suelo. De tanto en tanto uno de los bandos invade el territorio del otro, y entonces venimos nosotros con nuestras herramientas para impedir que se radique.
Qué extraño, pensó Loren al cruzar el puente a pie, llevando la bicicleta. Por primera vez desde que llegué a Thalassa siento que estoy en un mundo extraño...
Esos árboles toscos y helechos primitivos tal vez fueron la materia prima de los yacimientos de carbón, la fuente de energía de la Revolución Industrial que había llegado justo a tiempo para salvar a la raza humana. No le hubiera sorprendido que algún dinosaurio irrumpiera entre las plantas; pero entonces recordó que esa flora apareció en la Tierra cien millones de años antes de los lagartos terribles.
— ¡Maldición! ¡Krakan! — exclamó Loren, a punto de montar su bicicleta.
— ¿Qué pasa?
Loren se dejó caer sobre algo que por suerte resultó ser un colchón de musgo.
— Calambre — murmuró, con los dientes apretados. Empezó a masajearse los músculos de la pantorrilla.
— Déjame que te ayude — dijo Mirissa con voz confiada.
Poco a poco el dolor disminuyó bajo sus masajes rudos pero agradables.
— Gracias — dijo Loren después de un rato —. Me duele mucho menos. Pero sigue, por favor.
— No tenía intención de parar — susurró ella.
Y poco después los dos mundos se fundieron en uno.
La Academia de Ciencias de Thalassa tenía un número estrictamente limitado de miembros: la prolija cifra binaria de 100000000, o, para los que preferían contar con los dedos, 256. Ese criterio excluyente era muy del gusto de la Oficial Científica del Magallanes, porque demostraba un alto nivel de calificación. La Academia era una institución muy seria: su presidente le había dicho que en ese momento sólo tenía doscientos cuarenta y un miembros. el resto de los puestos los habían declarado desiertos por falta de méritos.
De los doscientos cuarenta y uno, no menos de ciento cinco estaban presentes en el anfiteatro de la Academia, y ciento dieciséis asistían a la conferencia a través de sus intercomunicadores. Era una asistencia récord, lo cual halagaba a la doctora Anne Varley, aunque por un instante se preguntó qué pasaría con los veinte ausentes...
Sintió cierto embarazo cuando la presentaron como uno de los astrónomos más destacados de la Tierra, aunque, por desgracia, en la época de la partida del Magallanes era indiscutiblemente cierto. El Tiempo y el Azar le habían brindado a la ex directora del — también ex-Observatorio Lunar Shklovskii, la oportunidad de sobrevivir. Sabía que era apenas una científica competente si se la comparaba con titanes de la talla de Ackerley, Chandrasekhar o Herschel, ni que hablar de Galileo, Copérnico y Ptolomeo.
— Bien, aquí lo ven — dijo para iniciar su disertación —. Creo que todos conocen este mapa de Sagan 2, una reconstrucción basada en fotos y radioholografías. Muy pobre en cuanto a los accidentes, sólo se ven los mayores de diez kilómetros. Pero es suficiente para conocer lo fundamental.
»Diámetro, quince mil kilómetros, un poco mayor que el de la Tierra. Atmósfera densa, compuesta casi exclusivamente por nitrógeno. Y no hay oxígeno... afortunadamente.
El empleo del término «afortunadamente» estaba calculado para llamar la atención; el auditorio se despertaba bruscamente.
»Comprendo que los haya sorprendido. La mayoría de los seres humanos son partidarios de la respiración. Pero en las décadas anteriores al Éxodo sucedieron muchas cosas que modificaron nuestras concepciones del universo.
»La ausencia de seres vivos, pasados o presentes, en el sistema solar y el fracaso de los proyectos de búsqueda a pesar de los esfuerzos realizados a lo largo de dieciséis siglos, convencieron a todos de que la vida en el universo es muy escasa y, por lo tanto, valiosa.
»De ahí que todas las formas de vida son dignas de respeto y deben ser protegidas. Algunos llegaron a sostener que no se debe exterminar ni siquiera a los agentes patógenos virulentos ni a los vectores de enfermedades, sino que se los debe conservar bajo estrictas condiciones de seguridad. Uno de los lemas más difundidos durante los Últimos Días decía, «Venerar la vida», y no se refería exclusivamente a la vida humana...
»Del principio de no intromisión biológica se derivaron ciertas consecuencias prácticas. Desde tiempo atrás existía un consenso de que no debíamos intentar establecernos en un planeta donde existieran formas de vida inteligente, en vista de la trayectoria poco feliz de la raza humana sobre su planeta de origen. Afortunadamente, o desgraciadamente, según se mire, jamás hemos tenido que enfrentar esa situación.
»Pero la polémica no terminó ahí. Supongamos que se descubriera un planeta donde existieran formas primitivas de vida animal. ¿Qué hacer: abstenemos de toda intervención, a fin de que la evolución siga su curso, ante la posibilidad de que en varios millones de años surgieran formas de vida inteligente?
»Y más aún: ¿qué hacer si sólo existiera vida vegetal? ¿U organismos unicelulares?
»Tal vez les sorprenda saber que los hombres se dedicaban a debatir problemas morales y filosóficos tan abstractos justamente cuando estaba en juego la supervivencia misma de su raza. Pero ante la inminencia de la muerte, la mente se concentra únicamente en los problemas fundamentales: el porqué y la razón de ser de la vida.
»Una de las cuestiones más debatidas era el concepto del «metaderecho». Me imagino que ustedes conocen ese término. ¿Podía elaborarse un código legal y moral aplicable a todos los seres inteligentes, no sólo a los mamíferos bípedos, consumidores de oxígeno, que durante un breve período habían dominado el planeta Tierra?
»Dicho sea de paso, uno de los participantes más destacados en esa polémica fue el doctor Kaldor, hombre detestado por los partidarios de la tesis según la cual, dado que el Homo Sapiens era la única especie inteligente conocida, su supervivencia primaba sobre cualquier otra consideración. Alguien acuñó un slogan eficaz: «Entre el Hombre y el Cieno, voto por el Hombre».
»Afortunadamente hasta el momento no se ha producido ningún enfrentamiento directo. Es decir, por lo que sabemos. Pueden pasar siglos antes de que nos lleguen los informes de todas las naves de inseminación. Y si de algunas no recibimos noticias, tal vez se deba a que el Cieno triunfó sobre el Hombre...
»En el 3505 el Parlamento Mundial se reunió por última vez y aprobó, ciertas normas para la futura colonización de los planetas. Esa fue la célebre Directiva de Ginebra. Algunos las consideraban excesivamente idealistas, y lo cierto es que no había manera de imponerlas. Pero constituían una declaración de principios, un último gesto de buena voluntad hacia un universo que tal vez jamás podría comprenderlo.
»El tema que nos ocupa hoy se relaciona con una de las normas de la Directiva, justamente la más importante y controvertida, puesto que excluyó de nuestros planes a algunos de los planetas más prometedores.
»La presencia de un nivel mínimo de oxígeno en la atmósfera de un planeta es señal inequívoca de la existencia de vida.
Es un elemento demasiado inestable como para existir en estado puro, a menos que existan plantas o formas de vida equivalentes que lo renueven constantemente. Desde luego, la presencia de oxigeno no indica necesariamente la existencia de vida animal, pero prepara el terreno para su aparición. Y si bien las formas de vida animal que desarrollan inteligencia son muy raras, no se ha descubierto, en teoría, otra manera de llegar a ella.
»Por consiguiente, de acuerdo a los principios del metaderecho, se prohibía la colonización de los planetas donde se comprobara la presencia de oxígeno. Francamente no creo que se hubiera tomado una decisión tan drástica si no se hubiera descubierto el empuje cuántico, fuente de poder y energía ilimitados.
»Ahora permítanme explicarles nuestro plan de operaciones en Sagan 2. Como se ve en este mapa, más del cincuenta por ciento de la superficie está cubierta por una capa de hielo de un espesor medio de tres kilómetros. ¡Ahí está todo el oxigeno que necesitamos!
»Una vez que llegue a su órbita definitiva, el Magallanes utilizará una pequeña fracción del poder del empuje cuántico a manera de lanzallamas para derretir el hielo y descomponer el vapor en hidrógeno y oxígeno. El hidrógeno se disipará rápidamente en el espacio; si es necesario, podemos acelerar ese proceso mediante los rayos láser.
»En apenas veinte años la atmósfera de Sagan 2 contendrá un diez por ciento de O2, aunque seguirá siendo irrespirable debido a la presencia de óxidos de nitrógeno y otros gases tóxicos. A esa altura sembraremos el planeta con bacterias cultivadas y con ciertas plantas, a fin de acelerar el proceso. En ese momento, y a pesar de todo el calor que le habremos suministrado, la temperatura del planeta seguirá siendo muy baja, sólo subirá a cero durante las horas del mediodía en el Ecuador.
»Entonces recurriremos al empuje cuántico, probablemente por última vez. El Magallanes, que desde su construcción se encuentra en el espacio, descenderá por fin sobre la superficie de un planeta.
»Todos los días, a la hora apropiada, se activará el empuje cuántico al máximo de poder que pueda soportar la nave y el lecho rocoso sobre el cual se posará. No sabremos cuánto tiempo insumirá la operación hasta que realicemos las primeras pruebas; tal vez sea necesario lanzar la nave otra vez, si el sitio del primer descenso resulta geológicamente inestable.
»Una primera aproximación parecería indicar que deberemos aplicar el empuje durante treinta años para desacelerar el movimiento de traslación del planeta y acercarlo a su sol lo suficiente para dotarlo de un clima templado. Se necesitarán veinticinco años más para imprimirle una órbita circular. Pero Sagan 2 será habitable desde algunos años antes, aunque los inviernos serán muy duros hasta que llegue a su órbita definitiva.
»Y así tendremos un planeta virgen más grande que la Tierra, con un veinte por ciento de superficie oceánica y una temperatura media de veinticinco grados. El contenido de oxígeno en la atmósfera será un treinta por ciento inferior al de la Tierra, pero aumentará. Entonces habrá llegado el momento de despertar a los novecientos mil seres humanos en hibernación y obsequiarles el nuevo mundo.
»Ése es el plan previsto, a menos que algún hecho o descubrimiento inesperado nos obligue a alterarlo. Y en el peor de los casos...
La doctora Varley vaciló, luego sonrió severamente: No, pase lo que pasare, ustedes no volverán a vernos aquí. Si no podemos colonizar Sagan 2, tenemos otro blanco treinta años luz más allá. Tal vez sea mejor que aquél.
»Tal vez algún día colonizaremos los dos. Pero eso es cosa del futuro.
Pasaron varios minutos antes de que se iniciara la discusión. Los académicos habían quedado estupefactos, lo cual no les impidió brindar un cerrado aplauso a la conferenciante. La inició el presidente, quien, por experiencia, siempre traía un par de preguntas preparadas de antemano.
— Una pregunta trivial, doctora Varley: ¿a qué o quién se debe el nombre del planeta?
— Se lo bautizó así en homenaje a un escritor de novelas científicas de principios del tercer milenio.
La pregunta rompió el hielo, tal como el presidente lo había previsto.
— Usted dijo que Sagan 2 tiene un satélite, doctora. ¿Qué sucederá cuando se modifique la órbita del planeta?
— Sufrirá algunas perturbaciones leves, nada más. Seguirá a su centro.
— Si la directiva del... ¿el 3500, dijo?...
— 3505.
— ...hubiera sido aprobada años antes, ¿estaríamos nosotros aquí? ¡Thalassa hubiera sido un planeta prohibido!
— Buena pregunta, en la nave la hemos discutido. La misión de inseminación del 2751, la Nave Madre en Isla Austral, hubiera sido indudablemente contraria a la Directiva. Por suerte no existe ese problema. Aquí no hay animales terrestres, por consiguiente, no se ha violado el principio de no intromisión.
— Quiero hacer una pregunta muy especulativa — dijo una académica muy joven, y su observación provocó las sonrisas de los mayores —. Coincidimos en que el oxígeno es señal de vida pero, el postulado contrario, ¿es igualmente cierto? Podemos imaginar que existen toda clase de criaturas, incluso formas de vida inteligentes, en planetas sin oxígeno, inclusive sin atmósfera. Muchos filósofos postulan que la evolución conduce a la aparición de máquinas inteligentes. Si es así, éstas preferirían una atmósfera que no las oxidara. ¿Han calculado la edad de Sagan 2? Tal vez ya superó la era de la biología que requiere oxígeno. ¿Saben que no se encontrarán con una civilización integrada por máquinas?
Se alzó un coro de gruñidos, y una voz murmuró, «¡eso es ciencia ficción!» en tono de fastidio. La doctora Varley aguardó a que se hiciera silencio y respondió lacónicamente:
— Ese no es un problema que nos quite el sueño. El principio de no intromisión no se aplicaría a una civilización de máquinas. ¡Más bien deberíamos preocuparnos por lo que ellas nos harían a nosotros!
Un hombre muy anciano — la persona más vieja que la doctora Varley había visto en Thalassa — se paró lentamente en el fondo de la sala. El presidente garabateó una nota y se la pasó: «Prof. Derek Winslade — 115 años — D. de la ciencia de T. — historiador». La doctora Varley la leyó, perpleja, hasta que una misteriosa intuición le dijo que D. significaba Decano.
No es casual, pensó, que el decano de la ciencia thalassiana sea un historiador. En setecientos años de historia de las Tres Islas, había aparecido apenas un puñado de pensadores originales.
Pero no debía ser injusta. La verdad era que los thalassianos se habían visto obligados a construir la infraestructura de su civilización a partir de cero; no habían tenido oportunidades ni incentivos para desarrollar investigaciones que no fuesen de aplicación práctica inmediata. Y existía un problema más profundo y sutil: el de la población. Ninguna disciplina científica podría contar en un momento dado con el número de investigadores necesario para alcanzar la «masa crítica»: la cantidad mínima de cerebros activos necesaria para conducir la investigación hacia un nuevo campo del saber.
Esta ley sólo conocía excepciones — muy raras por otra parte — en los campos de la música y las matemáticas. En cualquier momento y lugar podía surgir un genio solitario — un Mozart, un Ramanujan —, capaz de lanzarse a navegar por los mares del pensamiento. El único ejemplo que podía mostrar la ciencia local era Francis Zoltan (214-242), cuyo nombre, quinientos años después, aún era objeto de veneración. Sin embargo, la doctora Varley tenía algunas dudas respecto de su genio. Tenía la impresión que nadie comprendía sus descubrimientos en el campo de los números hipertransfinitos. Nadie había podido someterlos a la prueba última de la verdadera genialidad, desarrollándolos a partir de donde los había dejado su autor. A tantos años de distancia no se había podido verificar ni refutar su célebre «última hipótesis».
Sospechaba — aunque su buen sentido le impedía hablar de ello con sus colegas thalassianos — que Zoltan debía su exagerada reputación a su trágica muerte, acaecida a temprana edad: los recuerdos de lo que había hecho se confundían con los de lo que hubiera podido llegar a hacer. Había muerto mientras nadaba frente a la costa de Isla Norte, y ese hecho había dado lugar a numerosos mitos y leyendas románticas — un desengaño amoroso, un rival celoso, la incapacidad de someter sus teorías a la crítica, el terror que el hiperinfinito había despertado en él —, ninguno de los cuales tenía el menor asidero. Pero servían para engrandecer el recuerdo del gran genio de Thalassa, muerto en el apogeo de su carrera.
¿Qué decía el anciano profesor? Ufff, qué fastidio. Nunca faltaba alguien que hiciera una pregunta ajena al tema o aprovechara la ocasión para exponer alguna teoría propia. Gracias a su larga experiencia la doctora Varley sabía tratar a esos individuos inoportunos y provocar risas a costa de ellos. Pero tratándose del Decano de la ciencia, rodeado por respetuosos colegas y en su propio terreno, debería emplear mucho tacto.
— Esteee... profesor Winsdale — (Winslade — susurró el presidente, pero la doctora pensó que una rectificación sólo empeoraría la cosas) — su pregunta, aunque muy importante, merece una conferencia aparte. Incluso diría que merece todo un seminario para profundizar siquiera un poco.
»Pero quiero responder a su primera crítica, que hemos escuchado varias veces. No puedo aceptarla. No hemos querido mantener el empuje cuántico en secreto. La teoría se encuentra almacenada en el Archivo de la nave y quedará registrada en el Archivo General de Thalassa, junto con otros materiales.
»Pero nadie debe hacerse ilusiones. Francamente, ninguno de los tripulantes activos de la nave comprende el empuje. Sabemos usarlo, nada más.
»Entre los tripulantes en hibernación hay tres científicos que, se dice, son especialistas en el problema. No los despertaremos antes de llegar a Sagan 2, a menos que nos enfrentemos a problemas muy serios.
»Sé de hombres que se volvieron locos al tratar de visualizar la geometrodinámica del superespacio y averiguar por qué el universo tiene once dimensiones, en lugar de una cifra redonda como diez o doce. Recuerdo lo que me dijo el jefe de trabajos prácticos del curso sobre propulsión básica:
»Si usted comprendiera el empuje cuántico, no se encontraría aquí sino en el Instituto de Estudios Superiores de Lagrange-1. Y trazó la siguiente analogía, que me fue muy útil para curar el insomnio y las pesadillas provocadas por el concepto de diez a la menos treinta y tres centímetros.
»Lo único que necesita saber la tripulación del Magallanes es cómo actúa el empuje, me dijo. Son como ingenieros de una red de distribución de energía eléctrica. Les basta saber cómo distribuir la energía, no cómo generarla. Sí el generador es una máquina sencilla, como un dínamo diesel, una batería solar o una turbina hidroeléctrica, los ingenieros podrían comprender los principios básicos de su funcionamiento, pero ese conocimiento no sería necesario para el buen cumplimiento de sus tareas.
»O bien el generador de electricidad podría ser algo mucho más complejo, como un reactor de fisión, o un reactor termonuclear de fusión, o un catalizador de muones, o un nódulo de Penrose, o un núcleo de Hawking y Schwarzchild... ¿comprenden? No comprenderían cómo funciona, pero como ingenieros sabrían distribuir la energía eléctrica según fuese necesario.
»Asimismo, pudimos traer el Magallanes de la Tierra a Thalassa y podremos seguir, espero, hasta Sagan 2, sin saber en el fondo cómo funciona. Tal vez pasen varios siglos, pero algún día aparecerá un nuevo genio capaz de comprender el empuje cuántico.
»Y quién sabe si no aparecerá aquí. Un Francis Zoltan moderno, nacido en Thalassa. Y en ese caso ustedes nos devolverán esta visita...
En realidad no lo creía. Pero fue un buen remate, que le ganó una ovación.
— El problema no es si podemos hacerlo — dijo el capitán Bey, pensativo —. Los planes están casi terminados, el problema de la vibración de los compresores ya está resuelto y los trabajos de preparación del lugar están muy avanzados. Contamos con el personal y los equipos necesarios. La pregunta es: ¿conviene hacerlo?
Miró a los cinco oficiales de su Estado Mayor, sentados en torno a la mesa ovalada del salón de reuniones del personal de Terra Nova. Todos volvieron las miradas hacia el doctor Kaldor, quien alzó las manos en gesto de resignación:
— Comprendo, el problema no es técnico. Por qué no me ponen al tanto.
— La situación es la siguiente — dijo el capitán Mauna. Se apagaron las luces y sobre la mesa apareció un modelo de las Tres Islas, flotando en el aire. Pero en realidad no era un modelo: si se agrandaba la imagen, el espectador veía a los habitantes en sus tareas cotidianas.
»Creó que los thalassianos temen al monte Krakan, aunque en realidad es un volcán muy dócil: ¡nunca mató a nadie! Allí está el centro de comunicaciones entre las islas. La cima se encuentra a seis kilómetros sobre el nivel del mar, es el punto más alto del planeta. Es el lugar ideal para instalar las antenas; todos los servicios de larga distancia pasan por ahí y son retransmitidos a las otras dos islas.
— Siempre me ha llamado la atención — dijo Kaldor suavemente — el hecho de en dos mil años no hayamos podido superar las ondas de radio.
— El universo cuenta con un solo espectro electromagnético, doctor Kaldor. Debemos aprovecharlo lo mejor posible. Los thalassianos tienen la suerte de que entre los extremos de las islas Norte y Austral no haya más de trescientos kilómetros de distancia, de manera que el monte Krakan alcanza a ambas. No necesitan satélites de comunicación.
»El único problema es el acceso y el clima; los nativos dicen que Krakan es el único lugar del planeta donde hace mal tiempo. Cada tantos años alguien tiene que escalar la montaña, reparar las antenas, remplazar las células y baterías solares y despejar la nieve. No es gran problema, pero requiere mucho trabajo.
— Cosa que los thalassianos siempre tratan de evitar — terció la jefa médica Newton —. Aunque en realidad no tiene nada de malo que ahorren sus energías para cosas más importantes, como el deporte y el atletismo. Iba a agregar «y para hacer el amor», pero sabía que la broma incomodaría a varios colegas.
— ¿Por qué escalan la montaña? — preguntó Kaldor —. ¿Por qué no vuelan hasta la cima? He visto que tienen aviones de despegue vertical.
— Sí, pero el aire está muy enrarecido y hay mucha turbulencia. Ha habido varios accidentes, por eso prefieren el otro método.
— Comprendo — dijo Kaldor pensativamente —. El viejo problema de la no intromisión. ¿Debilitaremos su confianza en sí mismos? Muy poco, no tendría importancia en mi opinión. Si rechazamos un pedido tan modesto se sentirán ofendidos, y con razón, en vista de la ayuda que nos brindan en la planta de hielo.
— Lo mismo pienso yo. ¿Alguna objeción? Perfectamente. Señor Lorenson, el asunto queda en sus manos. Use el avión que quiera, siempre que no se lo necesite para Operación Copo de Nieve.
A Moses Kaldor le fascinaban las montañas; lo hacían sentirse más cerca de ese Dios cuya inexistencia no terminaba de aceptar.
Parado en el borde de la gran caldera, contemplaba el mar de lava, petrificada tiempo atrás, pero de cuyas grietas aún escapaban jirones de humo. Hacia el oeste, en la distancia, se veían claramente las dos islas grandes, como nubes oscuras sobre el horizonte.
El frío penetrante y la necesidad de ahorrar el aliento agregaban su cuota de emoción al momento. Muchos años atrás habla leído, en alguna novela de viajes y aventuras, la frase «aire embriagador como el vino». En ese momento había deseado preguntarle al autor si había respirado mucho vino últimamente, pero ahora la expresión no le parecía tan ridícula.
— Ya terminamos la descarga, Moses. Podemos volver cuando quieras.
— Gracias, Loren. Me gustaría quedarme hasta la noche, cuando vuelvas a recoger a los demás, pero podría ser peligroso debido a la altura.
— Los ingenieros han traído tubos de oxígeno.
— No lo decía por eso, sino porque un tocayo mío tuvo muchos problemas por subir a un monte.
— Perdón, no comprendo.
— No me hagas caso; sucedió hace muchísimo tiempo. El avión alzó vuelo desde el borde del cráter, y los trabajadores de la cuadrilla de reparación agitaron las manos en señal de despedida. Habían descargado sus herramientas y equipos y se disponían a cumplir con ese rito que precedía a cualquier tarea en Thalassa. Alguien preparaba el té.
El avión se alzó lentamente, esquivando la maraña de antenas de todos los tamaños y formas conocidos. Todas apuntaban al Oeste, hacia las dos islas brumosas. Si el avión llegara a interferir alguna emisión, se perderían incontables gigabits de información, y los thalassianos lamentarían haber pedido su ayuda.
— ¿No vamos hacia Tarna?
— Enseguida, pero antes quiero echar un vistazo a la montaña. Mira, ¡ahí está!
— ¿Qué cosa? Ah, si. ¡¡Por Krakan!!
Una exclamación muy apropiada, en verdad. Surcaba el suelo una profunda hondonada, de unos cien metros de ancho. En el fondo de la hondonada estaba el Infierno.
Los fuegos del núcleo del joven planeta se alzaban hasta pocos metros de la superficie. Un río amarillo brillante con vetas escarlatas bajaba lentamente hacia el mar. ¿Quién podía asegurar que el volcán no volvería a entrar en erupción, que sólo aguardaba una oportunidad propicia?, se preguntó Kaldor.
Pero no era el río de lava lo que buscaban. Más allá había un pequeño cráter, de un kilómetro de diámetro, en cuyo borde se alzaban los restos de una antigua torre. Al acercarse comprobaron que tres torres equidistantes se habían alzado desde el borde de la caldera, pero que de dos de ellas sólo quedaban los cimientos.
En el fondo del cráter vieron una maraña de cables retorcidos y láminas metálicas, restos del gran radiorreflector que alguna vez había estado suspendido de las torres. En el centro se hallaban los restos del equipo de recepción y trasmisión, parcialmente hundidos en un pequeño lago alimentado por las frecuentes lluvias de la montaña.
Contemplaron las ruinas de los últimos lazos con la Tierra, en silencio, como obedeciendo a un acuerdo tácito.
— Es un desastre, pero se puede reparar — dijo Loren finalmente —. Sagan 2 se encuentra a doce grados hacia el norte. Está más cerca del Ecuador de lo que estaba la Tierra. Será más fácil apuntar la onda con una antena offset.
— Excelente idea. Podemos ayudarlos a poner en marcha el proyecto una vez que hayamos construido nuestro escudo. En realidad no creo que necesiten ayuda, puesto que no hay apuro. Tardaremos casi cuatro siglos en comunicarnos con ellos, si es que empezamos a trasmitir apenas llegamos.
Loren terminó de filmar el lugar e inició el descenso frente a la ladera antes de volver el avión hacia Isla Austral. Pero no había descendido mil metros, cuando Kaldor le llamó la atención:
— ¿Qué significa ese humo hacia el nordeste? Parece una señal.
A mitad de camino entre el avión y el horizonte se alzaba una delgada columna blanca, muy nítida contra el cielo azul despejado de Thalassa.
— Vamos a ver. Tal vez sea un barco averiado.
— ¿Sabes qué me recuerda? — preguntó Kaldor.
Loren se encogió de hombros en silencio.
— Una ballena al lanzar su chorro. Los grandes cetáceos, lanzaban chorros de vapor de agua muy parecidos al que estamos viendo cuando salían a la superficie a respirar.
— Es una teoría muy interesante — dijo Loren —, pero no puede ser, por dos razones. Esa columna tiene casi un kilómetro de altura. Una ballena un poco grande, ¿no te parece?
— Tienes razón. Además lanzaba varios chorros sucesivos, no uno continuo como éste. ¿Cuál es la otra razón?
— Que de acuerdo al mapa allí no hay mar abierto. Y al diablo con mi teoría del bote averiado.
— No puede ser, si Thalassa es puro océano. Ah, no, ya recuerdo: la Gran Pradera Oriental. Allá se ve el borde. Cualquiera diría que es tierra firme.
Se acercaban rápidamente hacia una gran masa de vegetación flotante, que cubría buena parte de la superficie oceánica de Thalassa y producía prácticamente todo el oxígeno de su atmósfera. Era una superficie continua, de un color verde brillante, casi violento, y parecía lo suficientemente sólida como para soportar el peso de un hombre. Su verdadera naturaleza se revelaba en la ausencia absoluta de elevaciones o accidentes de cualquier tipo.
Pero un sector de la pradera flotante, de un kilómetro de diámetro, aproximadamente, no era llano ni continuo. Algo hervía bajo la superficie y alzaba grandes nubes de vapor con alguna que otra alga.
— Sí, me hablaron de esto — dijo Kaldor —. Hijo de Krakan.
— Así es — respondió Loren —. Es la primera vez que entra en erupción desde que llegamos. Con que éste fue el origen de las islas.
— Sí, y la columna volcánica se desplaza hacia el este. Tal vez dentro de pocos milenios los thalassianos tendrán todo un archipiélago.
Sobrevolaron la zona un par de minutos más y luego enderezaron hacia la Isla Oriental. Para cualquier otro espectador, la vista de un volcán submarino en medio de los dolores de parto hubiera sido un espectáculo sobrecogedor.
Pero no para estos hombres, que habían asistido a la destrucción de un sistema solar.
En sus trescientos años de existencia el yate presidencial, también llamado Ferry Interislas Número 1, jamás había lucido tan hermoso, con sus banderas y su pintura fresca. Desgraciadamente, la pintura o los pintores se habían agotado antes de terminar el trabajo, y el capitán debía cuidar que siempre presentara su banda de estribor hacia la costa.
El presidente Farradine vestía su traje de ceremonias, una vestimenta espectacular (diseñada por la Señora Presidenta) que le daba un aspecto mezcla de emperador romano con astronauta primitivo. No se sentía cómodo con esa ropa; el capitán Sirdar Bey, en cambio, estaba feliz con su traje de ceremonias: pantaloncillos blancos, camisa abierta al cuello con charreteras y gorra con trencilla dorada. La llevaba con toda naturalidad, aunque casi nunca tenía ocasión de usarla.
A pesar de que las piernas del Presidente se enredaban en los pliegues de su toga, la visita de inspección oficial se había cumplido a las mil maravillas, y el hermoso modelo de la planta de hielo funcionaba a la perfección. Había producido hexágonos de hielo, del tamaño exacto para un vaso de bebida fresca, en cantidades ilimitadas. No era culpa de los visitantes si no comprendían por qué los llamaban copos de nieve; en Thalassa no nevaba jamás.
Luego de observar el modelo bajaron a tierra para inspeccionar la planta, que ocupaba varias hectáreas sobre la costa de Tarna. Se necesitó bastante tiempo para trasportar al Presidente y su comitiva y luego al capitán Bey y sus oficiales de la nave a la costa. Ahora, a la última luz del atardecer, contemplaban respetuosos el bloque hexagonal de hielo, de veinte metros de ancho y dos de espesor. Ningún thalassiano había visto jamás semejante masa de agua congelada. En todo el planeta no había cosa igual, ya que el hielo no se formaba naturalmente ni siquiera en los polos. Ante la ausencia de masas continentales que impidieran la circulación, las veloces corrientes ecuatoriales calentaban el agua antes de que pudieran formarse los témpanos.
— ¿Por qué tiene esa forma en particular? — preguntó el Presidente.
El capitán Malina no pudo reprimir un suspiro de hastío: ya lo había explicado veinte veces.
— Se trata de cubrir una superficie con bloques idénticos — dijo, armándose de paciencia —. Hay sólo tres opciones: el cuadrado, el triángulo o el hexágono. Para nuestros fines el hexágono es lo más eficiente y además es de fácil manejo. Se juntarán más de doscientos bloques, de seiscientas toneladas cada uno, para formar el escudo. Será una especie de emparedado de hielo, de tres capas. Cuando aceleremos la marcha de la nave, las tres capas se fundirán en una para formar un gran disco o, mejor dicho, un cono trunco.
— Ahora que lo pienso — dijo el presidente Farradine, quien se mostraba más animado que en cualquier otro momento de la visita —, en Thalassa nunca hemos tenido patinaje sobre hielo. Era un deporte muy entretenido, y existía una competencia llamada hockey sobre hielo, aunque no sé si convendría reeditarla. Por lo que he visto en viejas cintas de video, era demasiado violenta. Pero sería maravilloso contar con una pista de patinaje para las Olimpíadas. ¿Qué le parece?
— Tengo que pensarlo — balbuceó el capitán Malina —. Me parece una idea muy interesante. Si me dice cuánto hielo necesitarán...
— Encantado. Además podremos aprovechar esta planta de fabricación de hielo, una vez que ustedes terminen su tarea.
Una súbita explosión le evitó a Malina tener que responder. Comenzaba la muestra de fuegos artificiales, y durante veinte minutos el cielo sobre la isla fulguró con múltiples colores.
A los thalassianos les encantaban los fuegos de artificio, y no perdían ocasión de lanzarlos. La muestra combinaba la pirotecnia con los rayos láser, menos peligrosos y más espectaculares, aunque les faltaba ese toque final que era el olor a pólvora, que dotaba a los fuegos de su atractivo especial.
Por fin terminaron las ceremonias, y los Ilustres Huéspedes partieron en el yate presidencial.
— El Presidente suele tener buenas ideas — dijo el capitán Malina —, pero tiene una obsesión. Estoy harto de escucharlo hablar de esas malditas Olimpíadas. Claro que lo de la pista de patinaje es una buena idea y nos ganará la amistad de la gente.
— He ganado mi apuesta — dijo el capitán de corbeta Lorenson.
— ¿Apuesta? — preguntó el capitán Bey.
— Es increíble — rió Malina —. Los thalassianos no muestran la menor curiosidad por nada, todo les parece normal. Claro que su confianza en nuestra tecnología debería halagarnos. ¡Tal vez creen que tenemos un aparato antigravitatorio!
»Loren sugirió que no hablara de ello en mi informe, y tuvo razón. Al presidente Farradine jamás se le ocurrió formular lo que para mí era una pregunta obvia: ¿cómo haremos para trasportar ciento cincuenta mil toneladas de hielo hasta el Magallanes?
Cuando sus tareas lo permitían, Moses Kaldor buscaba la paz monacal de Primer Descenso y permanecía allí durante horas e incluso días. Se sentía como un joven estudiante frente al arte y a los conocimientos de la humanidad. Era una experiencia estimulante y deprimente a la vez: el universo estaba al alcance de sus manos, pero lo abrumaba la desesperación al pensar que en toda su vida sólo alcanzaría a explorar una minúscula fracción. Se sentía como un hombre hambriento ante una mesa cubierta de manjares que se extiende hasta donde alcanza al vista: un banquete tan enorme que destruye el apetito.
Con todo, ese cúmulo de sabiduría y cultura representaba tan solo una parte de la cultura del hombre: faltaba una buena parte de ese legado, y Moses Kaldor sabía que ello no era accidental sino fruto de un plan deliberado.
Mil años antes, hombres de genio y buena voluntad habían reescrito la historia y registrado las bibliotecas de la Tierra para decidir qué era lo que la humanidad debía conservar o arrojar a las llamas. Empleaban un criterio sencillo, aunque difícil de aplicar. Sólo entrarían a las memorias de las naves de inseminación aquellas obras artísticas o históricas que ayudaran a la supervivencia y la estabilidad social del hombre en los nuevos mundos.
Era una tarea ímproba y a la vez desgarradora. Con los ojos llenos de lágrimas, los equipos de trabajo habían condenado a las llamas a los Vedas, la Biblia, el Tipitaka, el Corán, junto con la vasta obra literaria — de ficción y no ficción — basada en ellos. No podía permitirse que esas obras, a pesar de su belleza y sabiduría, contaminaran los planetas vírgenes con los antiguos venenos del odio religioso, la fe en lo sobrenatural y la cháchara piadosa en la cual miles de millones de hombres y mujeres habían buscado consuelo a costa de confundir sus mentes.
Entre las víctimas de la gran purga se contaban las obras de los maestros de la novela, la poesía y el teatro, que por otra parte carecerían de sentido al quedar aisladas de su contexto filosófico y cultural. Lo único que se conservó de Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoy, Melville, Proust (el último gran autor de obras de ficción, antes de que la revolución electrónica eliminara a la página impresa) fueron algunos centenares de miles de pasajes cuidadosamente escogidos. Se excluyó todo cuanto se relacionaba con la guerra, el crimen, la violencia y las pasiones destructivas. Si los sucesores nuevos — y perfeccionados — del Homo Sapiens llegaran a redescubrirías, seguramente les opondrían sus propias obras literarias. No era conveniente estimular esa reacción antes de tiempo.
La música — exceptuando la ópera — y las artes visuales habían corrido mejor suerte. Sin embargo, el material disponible era tan vasto que fue necesario realizar una selección, en ocasiones arbitraria. Las futuras generaciones se preguntarían qué había sido de las primeras treinta y ocho sinfonías de Mozart, de la segunda y la cuarta de Beethoven, de la tercera a la sexta de Síbelius.
Moses Kaldor era consciente de sus responsabilidades y también de sus deficiencias — las deficiencias de cualquier hombre, por grande que fuera su talento — para realizar la tarea que tenía entre manos. Los gigantescos bancos de datos del Magallanes contenían obras que el pueblo de Thalassa desconocía, y que aceptaría con avidez aunque no las comprendiera del todo. La estupenda recreación de la Odisea realizada en el siglo XXV — la mirada angustiada de un clásico de la guerra tras medio milenio de paz —, las grandes tragedias de Shakespeare en la extraordinaria versión en lingua de Feinberg, La guerra y la paz de Lee Chow: eran tantas las posibilidades que el solo nombrarlas le llevaría horas, tal vez días.
Sentado en la biblioteca del Instituto del Primer Descenso, Kaldor se sentía tentado de cumplir el papel de dios de este pueblo razonablemente feliz y nada ingenuo. Comparaba las listas del banco de datos con las de la nave y tomaba nota de los pasajes eliminados o condensados. Rechazaba la censura por principio, pero no podía dejar de reconocer el buen criterio con que se la había aplicado en algunos casos, teniendo en cuenta las necesidades de una colonia recién fundada. Pero ahora que ésta se desarrollaba con todo éxito, tal vez convendría crear una pequeña conmoción, a fin de inyectarle un poco de creatividad...
De tanto en tanto lo distraía alguna llamada desde la nave, o los grupos de jóvenes thalassianos que venían a conocer su historia. En general no le molestaban las interrupciones; una de ellas le provocaba un evidente placer.
Casi todas las tardes, cuando no la detenía alguna tarea de las que en Tarna llamaban urgentes, Mirissa ascendía la cuesta en su hermoso caballo Bobby. Los visitantes se habían sorprendido al encontrar caballos en Thalassa, ya que nunca los habían visto en la Tierra. Pero los thalassianos amaban los animales y habían recreado varias especies a partir de los depósitos de material genético que habían heredado. Algunas eran inútiles o directamente molestas, como los picaros monitos que robaban objetos pequeños de las Lasas en Tarna.
Mirissa siempre traía alguna golosina local — fruta, un trozo de queso — que Kaldor aceptaba agradecido. Pero agradecía aún más su presencia; quién hubiera dicho que el gran orador, acostumbrado a hablar ante cinco millones de personas — ¡más de la mitad de la última generación! — aguardaría con ansia a su auditorio de una...
— Piensas en términos de megabytes porque vienes de una familia de bibliotecarios — dijo Moses Kaldor —. Permíteme recordarte que la raíz de la palabra biblioteca significa libro. ¿Hay libros en Thalassa?
— Claro que sí — dijo Mirissa, ofendida; no se había dado cuenta de que Kaldor bromeaba —. Tenemos millones de libros... bueno, miles. Hay un hombre en Isla Norte que publica unas diez ediciones por año, en tiradas de unos pocos cientos de ejemplares. Hermosos... y carísimos. Se regalan en ocasiones especiales. A mí me regalaron uno cuando cumplí veintiún años: «Alicia en el país de las maravillas».
— Me gustaría verlo. Amo los libros, tengo casi un centenar en la nave. Cuando alguien habla de bytes, divido por un millón y pienso en un libro: un gigabyte equivale a mil libros, y así sucesivamente. Si no, no comprendo a la gente cuando habla de bancos de datos y trasferencia de información. ¿Cuántos libros hay aquí?
Sin apartar la vista de Kaldor, Mirissa apretó una serie de botones en su consola.
— Esa es otra cosa que nunca pude aprender — dijo él con admiración —. Alguien dijo una vez que a partir del siglo XXI la raza humana se dividió en dos especies: los Verbales y los Digitales. Sé usar el tablero, desde luego, pero prefiero hablar con mis colegas electrónicos.
— De acuerdo a la última verificación, que se realiza una vez por hora, seiscientos cuarenta y cinco terabytes. — dijo Mirissa.
— A ver... casi mil millones de libros. ¿Y cuántos había al comienzo?
— No necesito buscar ese dato: seiscientos cuarenta.
— Significa que en setecientos años...
— Sí, ya sé: sólo hemos escrito un par de millones de libros.
— No los critico por eso. La calidad es mucho más importante que la cantidad. Me gustaría conocer lo que tú consideras que son las mejores obras de la literatura de Thalassa, y también de la música. Ahora nosotros tenemos un problema: decidir qué obras les dejamos. Hay más de mil megalibros en el banco general de datos del Magallanes. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
— Si te dijera que sí, te quitaría el placer de decírmelo. No soy tan cruel.
— Gracias, querida. Hablando en serio, es un problema que me obsesiona desde hace años. A veces pienso que la destrucción de la Tierra fue muy oportuna. La raza humana estaba a punto de perecer, aplastada por el volumen de información generado por ella misma.
»A fines del segundo milenio se producía apenas — ¡apenas! — el equivalente de un millón de libros por año. Me refiero solamente a la información que poseía supuestamente algún valor y, por consiguiente, era digna de ser conservada indefinidamente.
»Al iniciarse el tercer milenio esa cifra se había centuplicado. Se calcula que desde la invención de la escritura hasta el fin de la Tierra se escribieron unos diez mil millones de libros. Y, como te decía, la nave trasporta un diez por ciento de esa cifra.
»Si les dejáramos todo eso, siempre y cuando contaran con la capacidad suficiente para almacenarlo, quedarían enterrados bajo el alud. Les haríamos un flaco favor, ya que inhibiríamos el desarrollo cultural y científico propio del planeta; les llevaría siglos separar la paja del trigo...
Qué extraño, pensó Kaldor, que nunca haya pensado en esa analogía. Es precisamente el peligro del que hablaban los adversarios del CETI... Jamás nos hemos comunicado con seres extraterrestres inteligentes, ni siquiera los hemos detectado. Pero los thalassianos sí, y los ET somos nosotros.
A pesar de las diferencias en su formación, Mirissa y él tenían mucho en común. Ella demostraba una curiosidad e inteligencia poco comunes, que convendría estimular; no conocía a nadie, ni siquiera entre sus compañeros de tripulación, con quien pudiera sostener conversaciones tan apasionantes.
En ocasiones le resultaba tan difícil responder a alguna pregunta, que optaba por contraatacar.
— Me sorprende — le dijo un día, tras una exhaustiva conferencia sobre cuestiones de política solar — que no hayas heredado el puesto de tu padre para trabajar aquí full — time. Es un trabajo a tu medida.
— No creas que no lo pensé. Pero él dedicó su vida a responder preguntas de otros y llevar los archivos de los burócratas de Isla Norte. No tuvo tiempo para lo que le interesaba.
— ¿Y tú?
— Me gusta reunir datos y también emplearlos para algún fin útil. Por eso me nombraron subdirectora del Instituto de Desarrollo de Tarna.
— Cuyas operaciones han sido saboteadas por las nuestras. Eso me dijo el director cuando nos cruzamos en la oficina de la alcaldesa.
— Brant no hablaba en serio. Tenemos planes a largo plazo sin fechas estrictas. Si se construye la pista de hielo olímpica, tendremos que alterar nuestros proyectos, y muchos pensamos que eso será para bien. Claro que los norteños quieren que se construya allá: ustedes tienen el Primer Descenso, dicen.
Kaldor rió suavemente: estaba enterado de la antigua rivalidad entre las dos islas.
— Tienen razón, ¿no te parece? Además estamos nosotros, que somos una atracción adicional. No hay que ser tan egoísta.
A esa altura se conocían muy bien y se estimaban hasta el punto de poder cambiar bromas a costa de Thalassa y el Magallanes. No había secretos entre ellos: hablaban de Brant y Loren con toda franqueza, y Moses Kaldor le hablaba de la Tierra.
— No sé cuántos trabajos he tenido, Mirissa, perdí la cuenta hace rato. Además, ninguno fue demasiado importante. El que más duró fue el de profesor de ciencias políticas en Cambridge, Marte. Eso dio lugar a mucha confusión, porque existía en Cambridge, Massachusetts, una universidad más antigua y otra todavía más antigua en Cambridge, Inglaterra.
»Hacia el final Evelyn y yo nos dedicamos más y más a los problemas sociales del momento y la planificación del Éxodo Final. Resultó que yo poseía... digamos... cierto talento para la oratoria, podía ayudar a la gente a prepararse para lo que les aguardaba.
»En el fondo, nadie creía que el fin llegaría en nuestro tiempo. ¡Quién puede aceptar semejante idea! Y si alguien me hubiera dicho que abandonaría la Tierra y todo lo que yo amaba...
Su rostro se crispó de dolor, y Mirissa aguardó en silencio a que recuperara el dominio de sí mismo. Necesitaría una vida entera para hacerle todas las preguntas que le interesaban, pero el Magallanes seguiría su camino hacia las estrellas en poco más de un año.
»Cuando me dijeron que yo tenía una tarea importante que cumplir, empeñé toda mi habilidad de profesor y polemista para convencerlos de su error. Era demasiado viejo; mis conocimientos estaban almacenados en los bancos de datos; otros lo harían mejor que yo... di todas las razones, menos la verdadera...
»Fue Evelyn quien tomó la decisión: es verdad lo que se dice, Mirissa, que para algunas cosas las mujeres son mucho más fuertes que los hombres... pero eso lo sabes mejor que yo. Ella se fue, pero me dejó un mensaje: «Eres necesario — decía —. Hemos pasado juntos cuarenta años de nuestras vidas, ahora queda sólo un mes. Vete, con todo mi amor. No me busques.»
»Jamás sabré si presenció el fin de la Tierra, como lo vi yo cuando abandonamos el sistema solar.
Lo había visto desnudo durante ese memorable paseo en bote, pero no había advertido la formidable musculatura del joven Brant. Loren siempre había cultivado su físico, pero desde la partida de la Tierra no había tenido oportunidad de hacer ejercicios o practicar algún deporte. Brant, en cambio, estaba acostumbrado a realizar duros esfuerzos, y eso se notaba en el desarrollo de su cuerpo. Loren no podría vencerlo, a menos que pudiera recurrir a alguna de las célebres artes marciales de la Tierra, pero las desconocía por completo.
Era una situación absurda. Ahí estaban sus compañeros, sonriendo como idiotas. Ahí estaba el capitán Bey, con un cronómetro en la mano. Y Mirissa lo miraba con una sonrisa que sólo podía calificarse de complacida.
— ...dos ...uno ...cero ...¡ya! — dijo el capitán. Brant atacó con la rapidez de una víbora. Loren trató de esquivarlo, pero descubrió horrorizado que su cuerpo no le respondía. El tiempo parecía detenido; sus piernas, pesadas como el plomo, se negaban a obedecer... estaba a punto de perder a Mirissa y, peor aún, su virilidad...
Y entonces, afortunadamente, se despertó. La pesadilla le dejó una sensación de malestar, aunque su significado era evidente. Se preguntó si no convendría contársela a Mirissa.
Desde luego que no podía contársela a Brant, con quien todavía estaba en buenas relaciones, pero cuya presencia le resultaba molesta. Pero en esta ocasión lo aguardaba con ansiedad; si lo que pensaba era cierto, se enfrentaban a un problema más importante que cualquier asunto personal.
No veía la hora de contarle la visita inesperada que habían recibido durante la noche y observar la reacción de Brant.
La canaleta de hormigón armado que traía el agua del mar a la planta de hielo medía cien metros de longitud y culminaba en una pileta que contenía agua suficiente para un copo de nieve. Dado que el hielo puro era un material más bien débil, era necesario reforzarlo. Las largas algas filamentosas de la Gran Pradera Oriental eran un material de refuerzo económico y eficiente. El material resultante, al que habían bautizado «hielo armado», no se derretiría como un glaciar durante las semanas y meses que duraría la aceleración del Magallanes.
— Ahí lo tienes.
Parado al borde de la pileta junto a Brant Falconer, Loren contemplaba la criatura a través de un hueco abierto en la maraña de algas marinas. El animal que comía algas tenía la forma aproximada de una langosta de mar terrícola, pero su tamaño era el doble del de un hombre.
— ¿Alguna vez viste algo parecido?
— No — exclamó Brant con fervor —, y no lo lamento. ¡Es un monstruo! ¿Cómo lo atraparon?
— No lo atrapamos. Vino por su cuenta, desde el mar, y entró por la canaleta. Cuando vio las algas decidió brindarse una fiesta.
— Mira esas tenazas; tienen que ser muy fuertes para cortar los filamentos.
— Bueno, menos mal que es vegetariano.
— ¿Quieres hacer la prueba? Yo no.
— Pensé que tal vez lo conocerías y podrías hablarnos de él.
— Hay cientos de criaturas en el mar de Thalassa que no conocemos. Algún día construiremos sumergibles para aguas profundas e investigaremos. Hay otros problemas más urgentes, y son pocos los que se interesan por la vida submarina.
Pronto serán muchos, pensó Loren. Veamos cuánto tarda Brant en observar el detalle...
— La oficial científica Varley ha verificado los datos. Dice que hubo una criatura parecida a ésta en la Tierra, millones de años atrás. Los paleontólogos la llamaron escorpión marino, un nombre muy adecuado. Esos océanos primitivos debieron de ser muy interesantes.
— Es el tipo de animal que a Kumar le encantaría perseguir — dijo Brant —. ¿Qué harán con él?
— Lo estudiaremos y después lo pondremos en libertad.
— Veo que le han puesto una marca para rastrearlo.
— No se la pusimos nosotros — (Muy bien, eres buen observador, pensó Loren) —. Mírala bien.
Brant se arrodilló junto a la pileta, con una mirada perpleja. El gigantesco «escorpión» no le hizo caso, siguió cortando las algas con sus poderosas tenazas.
Una de ellas mostraba un detalle que no era natural: un trozo de alambre enlazado como una pulsera tosca, a la altura de la articulación de la garra derecha.
Al reconocer el alambre, Brant abrió la boca de par en par y se quedó sin habla.
— Parece que tengo razón — dijo Loren —. Ahora sabes quién destrozó tu trampa. Creo que deberíamos hablar con la doctora Varley... y con los científicos de aquí, por supuesto.
— Soy astrónoma — protestó Anne Varley desde su oficina en el Magallanes —. Lo que ustedes necesitan es un comité interdisciplinario de zoólogos, paleontólogos, etnólogos y unos cuantos «ólogos» más. Hice lo que pude, encontrarán los datos en el Banco 2. bajo la palabra clave SCORP. Busquen ahí y buena suerte.
A pesar de su tono socarrón, la doctora Varley, eficiente como siempre, había buceado en las profundidades casi infinitas de la sabiduría atesorada en los bancos de datos de la nave. Había algunas pautas a seguir; mientras tanto, el objeto de tanta atención se alimentaba serenamente en su piscina, sin hacer el menor caso a los visitantes que venían a estudiarlo o simplemente a contemplarlo boquiabiertos.
A pesar de su aspecto terrorífico y de sus tenazas de medio metro de longitud, capaces aparentemente de decapitar a un hombre sin gran esfuerzo, la criatura no demostraba la menor agresividad. No mostraba deseos de escapar, tal vez porque había hallado una fuente de alimento abundante. Algunos pensaban que la había atraído algún componente químico de las algas.
No se sabía si era capaz de nadar, ya que se limitaba a arrastrarse sobre sus seis robustas patas. Su cuerpo de cuatro metros de longitud estaba recubierto de un caparazón de colores vívidos, notablemente flexible gracias a sus numerosas articulaciones.
Otro rasgo notable era su boca, semejante a un pico de ave y bordeada de una hilera de palpos o tentáculos pequeños. Guardaban una semejanza extraordinaria — más aún, inquietante — con los dedos humanos, y parecían igualmente diestros. Aunque su función principal parecía ser la manipulación de alimentos, evidentemente eran capaces de cumplir tareas mucho más complejas, y era fascinante observar cómo coordinaban sus movimientos con los de las tenazas.
Su visión debía ser excelente, ya que poseía dos pares de ojos: el par mayor seguramente estaba destinado a la luz tenue, ya que se mantenían cerrados durante el día. En síntesis, poseía todo lo necesario para explorar y manipular su ambiente; las premisas fundamentales de la inteligencia.
Nadie hubiera sospechado que semejante criatura pudiera ser inteligente, si no fuera por el cable enlazado a la tenaza derecha. Aunque en realidad eso no demostraba nada. En la Tierra habían existido animales que recogían objetos extraños, algunos de ellos fabricados por el hombre, y los usaban de distintas maneras.
Como demostraban los documentales, especies tan distintas como el ave del paraíso australiana y la rata de las Montañas Rocosas de Norteamérica tenían la manía de coleccionar objetos de colores brillantes y ordenarlos en forma artística. La Tierra había conocido incontables misterios, que jamás serían resueltos. Quizás el escorpión de Thalassa seguía la misma tradición irracional, por razones igualmente inescrutables.
Se postularon diversas hipótesis. La más aceptada — porque no requería gran inteligencia de parte del escorpión — sostenía que la pulsera era un adorno. Se requería destreza para enlazar el cable, y muchos se preguntaban si la criatura era capaz de hacerlo sin ayuda.
No podía descartarse la ayuda humana. Tal vez el escorpión era un animal de laboratorio de algún sabio excéntrico, pero eso no parecía muy probable. En Thalassa se conocían todos, no había manera de guardar semejante secreto.
Existía otra teoría, tan improbable como apasionante.
Tal vez la pulsera era una insignia de grado.
Era una tarea altamente especializada, con largos períodos de inactividad, y el teniente Owen Fletcher tenía mucho tiempo para pensar. Demasiado.
Era un pescador de caña que debía alzar una presa de seiscientas toneladas con una cuerda de fuerza inimaginable. Una vez al día la sonda cautiva autodirigida bajaba hacía Thalassa, soltando el cable a lo largo de una complicada curva de treinta mil kilómetros de longitud. Se dirigía automáticamente a la carga que lo aguardaba y, una vez efectuados los controles, se iniciaba el levantamiento.
Los dos momentos críticos eran el inicio, cuando el copo de nieve se alzaba de la planta de fabricación, y el acercamiento final al Magallanes, cuando el gran hexágono de hielo era ubicado a un kilómetro de la nave. La operación se iniciaba a medianoche en Tarna y culminaba seis horas después en la órbita estacionaria del Magallanes.
Si el arribo y el armado se producían durante el día, lo más importante era mantener el copo de nieve a la sombra, para impedir que los fuertes rayos del sol thalassiano derritieran la valiosa carga. Una vez ubicado detrás del escudo antisolar, las garras de los brazos mecánicos lo despojaban de la película aislante que lo protegía durante el ascenso.
Luego se lo separaba de la plataforma, la cual volvía al planeta en busca del copo siguiente. A veces la plancha metálica, semejante a una gran sartén hexagonal diseñada por un cocinero loco, quedaba adherida al hielo, y se hacía necesario aplicar un poco de calor cuidadosamente controlado.
Por último, el témpano, de forma geométrica perfecta, quedaba ubicado a cien metros del Magallanes, y entonces comenzaba la parte más difícil de la operación. El comportamiento de una masa de seiscientas toneladas en la ingravidez total era algo absolutamente nuevo para la experiencia humana; sólo una computadora podía calcular la magnitud y dirección de las fuerzas y aplicarlas en el momento justo para llevar el témpano artificial a su posición final. Claro que siempre existía la posibilidad de alguna emergencia, un imprevisto que superara la capacidad del robot más complejo. Fletcher se encontraba en su puesto justamente para esa eventualidad, que hasta el momento no se había producido.
Construimos un gran panal de hielo, pensó. La primera capa estaba casi terminada, faltaban otras dos. De no mediar algún accidente, terminarían el escudo en ciento cincuenta días. Lo someterían a una aceleración baja para verificar que los hexágonos estaban firmemente unidos y luego el Magallanes iniciaría el último tramo de su viaje a las estrellas.
Fletcher trabajaba a conciencia, pero sólo con su mente. Su corazón estaba en otra parte, concretamente en Thalassa.
Había nacido en Marte, y en Thalassa había encontrado todo lo que le faltaba a su estéril planeta natal. Había visto cómo la obra de varias generaciones desaparecía entre las llamas: ¿qué objeto tenía seguir viaje durante siglos hasta otro mundo, si en éste estaba el Paraíso?
Y además, una muchacha lo esperaba allá abajo, en Isla Austral...
Su decisión era prácticamente irrevocable: llegado el momento, desertaría de la nave y que los terrícolas prosiguieran su viaje sin él, para empeñar sus fuerzas e inteligencia — y, ¿quién sabe?, desgarrar sus corazones y sus cuerpos — contra las duras rocas de Sagan 2. Les deseaba suerte; en cuanto a él, una vez cumplido su deber, formaría su hogar en este lugar.
También Brant Falconer, treinta mil kilómetros más abajo, acababa de tomar una decisión crucial.
— Me voy a Isla Norte.
Tendida a su lado, Mirissa lo escuchaba en silencio. Después de un rato que a Brant le pareció muy largo, le preguntó por qué, sin demostrar la menor sorpresa ni pesar. Cuántas cosas han cambiado, pensó él. Sin embargo, antes de que pudiera responder, ella añadió:
— No estarás a gusto allá.
— Tal como están las cosas, estoy menos a gusto aquí. Este ya no es mi hogar.
— Siempre será tu hogar.
— No lo será mientras el Magallanes siga en órbita allá arriba.
Mirissa extendió su mano en la oscuridad para tomar la del extraño tendido a su lado. Para su alivio, él no la rechazó.
— Brant, escúchame. Esto no fue premeditado. Tampoco Loren lo quiso así, estoy segura.
— Eso no cambia las cosas, ¿verdad? Francamente, no comprendo qué te atrae en él.
Mirissa tuvo que reprimir una sonrisa. ¿Cuántos hombres le habrían dicho lo mismo a cuántas mujeres en el curso de la historia? ¿Cuántas mujeres habrían dicho, «no comprendo qué te atrae en ella»?
Claro que no había respuesta posible; el intento de hallarla sólo empeoraría las cosas. Pero a veces trataba de identificar, para su propia satisfacción, el elemento preciso que había generado esa atracción mutua entre ella y Loren desde la primera vez que se vieron.
Lo más importante era la misteriosa alquimia del amor, fuera del alcance de la razón e inexplicable para quien no conociera esa ilusión. Pero algunos elementos podían ser identificados y explicados por el pensamiento lógico. Convendría identificarlos porque tal vez le ayudarían a afrontar el momento de la inevitable separación.
Un elemento era el trágico encanto que rodeaba a los terrícolas. Pero con ser tan importante, no diferenciaba a Loren del resto de sus camaradas. ¿Qué tenía él, que no tenía Brant?
Desde el punto de vista amatorio no tenía preferencias; Loren ponía un poco más de imaginación, Brant un poco más de pasión (aunque últimamente le parecía que se había vuelto un tanto rutinario). Cualquiera de los dos sabría hacerla feliz. Entonces, no era eso...
Tal vez el ingrediente que ella buscaba ni siquiera existía. No era un elemento aislado, sino todo un conjunto de cualidades. Sus instintos, más acá del pensamiento consciente, habían sumado los tantos, y Loren aventajaba a Brant. Así de sencillo.
En un sentido, Loren dejaba muy atrás a Brant. Era un hombre dinámico y ambicioso, y esas características eran muy escasas en Thalassa. Seguramente lo habrían escogido justamente por esas cualidades, que serían tan necesarias en los próximos siglos.
Brant jamás había demostrado la menor ambición, aunque no podía negar que era emprendedor como lo demostraba su proyecto, aún inconcluso, de trampa para peces. Lo único que le pedía al universo era que le proporcionara máquinas inteligentes con que jugar; últimamente Mirissa pensaba que él la incluía en ese rubro.
Loren era todo lo contrario: pertenecía a la gran estirpe de los exploradores y aventureros, los hombres que hacían la historia en lugar de someterse dócilmente a sus imperiosas directivas. Al mismo tiempo sabía mostrarse cálido y comprensivo: estos rasgos afloraban raramente, aunque con frecuencia creciente. Mientras congelaba los mares de Thalassa, su corazón empezaba a derretirse.
— ¿Qué harás en Isla Norte? — susurró Mirissa (ya había aceptado su decisión).
— Me necesitan para equipar el Calypso. los norteños no conocen el mar.
Por consiguiente, no escapaba de su lado, pensó Mirissa con alivio: tenía una tarea que cumplir.
El trabajo le ayudaría a olvidar... hasta que, tal vez, llegara el momento de volver a recordar.
Moses Kaldor alzó el módulo hacia la luz y lo contempló como si pudiera leer su contenido.
— Aquí, entre el pulgar y el índice, tengo un millón de libros — dijo —. ¿No es un milagro? Me pregunto qué dirían Caxton y Gutenberg.
— ¿Quiénes? — preguntó Mirissa.
— Los inventores de la imprenta. Nunca sospecharon la magnitud de su invento. Pero ahora debemos pagar el precio de nuestro ingenio. Suelo tener una pesadilla: uno de estos módulos contiene un dato de importancia vital; por ejemplo, el remedio que permita poner fin a una epidemia feroz, pero hemos perdido la clave para encontrarlo. Sabemos que está en una página entre estas mil millones, pero no sabemos en cuál. ¡Qué frustración, sostener la respuesta en la palma de la mano y no poder ubicarla!
— ¿Y cuál es el problema? — preguntó la secretaria del Capitán. Joan LeRoy, especialista en el almacenamiento y clasificación de datos, ayudaba a transferir los archivos de la nave al Archivo General de Thalassa. — Basta conocer la palabra clave y preparar un programa de ubicación. En un par de segundos recorres mil millones de páginas.
— Acabas de echar a perder mi pesadilla — suspiró Kaldor. Y sonrió: — ¿Si conoces la palabra clave? ¿Nunca te has topado con algo que ni siquiera sabías que necesitabas hasta el momento de verlo?
— Eso sólo puede suceder si no sabes organizar tus cosas — replicó la teniente LeRoy.
Les encantaban estos intercambios de pullas irónicas, y Mirissa nunca sabía si debía tomarlos en serio. No es que Joan o Moses la excluyeran de sus conversaciones: los mundos en que se habían educado eran tan disímiles que a veces ella creía escuchar una conversación en un idioma desconocido.
— Bien, con eso terminamos el Índice Maestro. Ahora cada cual sabe lo que tiene el otro; el resto es sencillísimo, ¿no? Decidir qué es lo que se quiere transferir. Cuando nos encontremos a setenta y cinco años luz de distancia será mucho más difícil, por no decir caro.
— Ahora que lo mencionas — dijo Mirissa —, la semana pasada vino una delegación de Isla Norte: el presidente de la Academia de Ciencias y un par de físicos.
— A ver si adivino: querían el empuje cuántico.
— Así es.
— ¿Qué dijeron?
— Parecían encantados y hasta sorprendidos de encontrarlo. Se llevaron una copia.
— Les deseo suerte, la necesitarán. Si quieres, diles lo siguiente. Alguien dijo una vez que el verdadero objeto del empuje cuántico no es una cuestión trivial, como la exploración del universo. Algún día lo necesitaremos para impedir que el cosmos se hunda en el Agujero Negro primigenio y poder iniciar el próximo ciclo de la vida.
Sobrevino un silencio reverente, que fue roto por Joan LeRoy:
— Bueno, eso no sucederá bajo el gobierno actual. Manos a la obra, nos faltan unos cuantos megabytes antes de terminar por hoy.
A veces, cuando se cansaba de trabajar, Moses Kaldor salía de la Biblioteca de Primer Descenso y daba un paseo para relajarse. Recorría el Museo de Bellas Artes y hacía una visita guiada por computadora a la Nave Madre (nunca seguía el mismo recorrido dos veces seguidas: quería cubrir el mayor terreno posible) o visitaba el Museo del Tiempo.
Siempre había una larga cola — en su mayoría estudiantes o niños con sus padres — ante las exhibiciones panorámicas de la Tierra. A Moses Kaldor le incomodaba aprovechar su situación privilegiada para adelantarse a la cola. Se justificaba con la excusa de que los thalassianos tenían toda una vida para gozar de estas vistas de un mundo que no habían llegado a conocer; a él le quedaban apenas unos meses para volver a visitar su antiguo hogar.
A veces acompañaba a un grupo de amigos, a quienes les resultaba difícil creer que Moses Kaldor nunca había estado en esos lugares que contemplaban juntos. Lo que veían había sucedido ochocientos años antes de su nacimiento: la Nave Madre había partido de la Tierra en el 2751, Kaldor había nacido en el 3541. Sin embargo, a veces se presentaba una escena conocida, y los recuerdos lo trasportaban hacia atrás con fuerza irresistible.
El panorama más realista y evocador era el del «café en la acera». Se sentaba a una mesa bajo un toldo y bebía vino o café, mientras la vida de una ciudad pasaba ante sus ojos. Mientras permaneciera sentado ante la mesa, sus sentidos eran incapaces de diferenciar la imagen de la realidad.
Era un microcosmos de las grandes ciudades de la Tierra. En Roma, París, Londres, Nueva York, en invierno o verano, de día o de noche, turistas y empresarios y estudiantes y parejas de enamorados hacían su vida cotidiana. Algunos advertían que los estaban filmando y sonreían a través de los siglos: era imposible no devolverles el saludo.
En otras vistas no aparecían seres humanos, ni siquiera obras del hombre. Moses Kaldor volvía a contemplar, como en su vida anterior, la bruma de las cataratas Victoria, la luna sobre el Gran Cañón del Colorado, las nieves del Himalaya, los precipicios helados de la Antártida. Vistas que, a diferencia de las ciudades, no cambiaban en mil años. Y aunque habían nacido mucho antes que el hombre, no lo habían sobrevivido.
El escorpio parecía no tener prisa; en diez días de paso lento recorrió cincuenta kilómetros. El aparato emisor de ondas ultrasónicas sujeto no sin dificultades al caparazón de la iracunda criatura, no tardó en revelar un hecho curioso. El animal seguía un camino recto, como si supiera adonde se dirigía.
Aparentemente llegó a destino, cualquiera que fuese, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. De ahí en adelante sus movimientos se limitaron a una zona muy restringida. Siguió así durante dos días más, y entonces las señales del emisor ultrasónico cesaron bruscamente, en medio de una pulsación.
La hipótesis de que el escorpio había sido devorado por alguna criatura más grande y agresiva era demasiado simplista. El emisor estaba protegido por un cilindro de metal duro; su destrucción total, fuese por dientes, garras o tentáculos, demoraría varios minutos; en el caso de que el agresor lo hubiese tragado entero, no habría dejado de funcionar.
Quedaban dos posibilidades, una de ellas rechazada con indignación por el personal del Laboratorio Submarino de Isla Norte.
— Cada componente tenía su sustituto — dijo el director —. Además, hubo una pulsación de diagnóstico dos segundos antes; todo funcionaba a la perfección. Una falla del equipo está descartada.
Quedaba la explicación imposible.
El emisor había sido desactivado; para ello, había que quitar la traba de seguridad.
Eso no podía suceder por accidente; sólo podía efectuarse deliberadamente, por curiosidad... o con toda intención.
El Calypso, con su doble casco de veinte metros, era el único barco de investigación oceanográfica de Thalassa. Cuando se hallaba fuera de servicio permanecía anclado en el puerto de Isla Norte y Loren observó con una sonrisa irónica el intercambio de chanzas entre la tripulación científica y los pasajeros de Tarna, a quienes aquéllos trataban de pescadores ignorantes. Estos por su parte no perdían oportunidad de recordar que eran ellos quienes habían descubierto al escorpio. Lo cual no era estrictamente cierto, pero Loren prefirió no mencionarlo.
Fue una desagradable sorpresa encontrarse con Brant, aunque debería haberlo previsto, ya que era uno de los responsables del equipamiento del Calypso. Se saludaron con fría cortesía, sin hacer caso de las miradas curiosas o burlonas del resto de la tripulación. No había muchos secretos en Thalassa, y a esa altura todos sabían quién ocupaba el cuarto de huéspedes de la casa de los Leonidas.
Cualquier oceanógrafo de los últimos dos milenios reconocería el pequeño trineo submarino de la cubierta de popa. Su estructura metálica sostenía tres cámaras de televisión, un canasto de alambre donde colocar las muestras recogidas por el brazo mecánico a control remoto y una serie de propulsores que permitían desplazarlo en cualquier dirección. Una vez sumergido, enviaba imágenes e información por un cable de fibra óptica del diámetro de la mina de un lápiz. Era tecnología de siglos anteriores y funcionaba a la perfección.
La costa se perdió de vista, y por primera vez Loren se encontró en alta mar. Recordó sus temores en la travesía anterior, con Kumar y Brant, cuando no se habían alejado a más de un kilómetro de la costa, y descubrió con satisfacción que se sentía más tranquilo que entonces, a pesar de la presencia de su rival. Tal vez porque el bote era mucho más grande...
— Qué extraño — dijo Brant —. Nunca había visto algas en esta zona
Al principio Loren no pudo distinguir nada, pero al rato vio la mancha oscura en el agua frente a la proa. Minutos más tarde el barco se abría paso en una maraña de vegetación flotante, y el capitán disminuyó la velocidad al mínimo.
— Ya llegamos — dijo —. Hay que evitar que las tomas se taponen de algas. ¿De acuerdo, Brant?
Éste calibró el cursor de la pantalla y leyó las indicaciones.
— Sí... Nos encontramos a cincuenta metros de donde desapareció el emisor. Echemos el trineo.
— Esperen — dijo uno de los científicos de Isla Norte —. El aparato costó mucho dinero, y es único en el mundo. ¿Qué pasa si se enreda en las algas?
En medio del silencio pensativo que siguió, Kumar, que hasta el momento había estado muy sosegado — tal vez por respeto a los grandes cerebros de Isla Norte — hizo una tímida sugerencia:
— Desde aquí parece más peligroso de lo que es. Diez metros más abajo casi no hay hojas, sólo tallos, muy separados entre sí. Como un bosque.
Sí, pensó Loren, un bosque submarino, con peces que nadan entre los troncos delgados y sinuosos. Los demás científicos observaban la pantalla principal y los múltiples indicadores, pero él se había colocado la máscara que limitaba su campo visual al panorama delante del robot. Desde el punto de vista psicológico no se encontraba en la cubierta del Calypso; las voces de sus compañeros parecían venir de otro mundo, totalmente ajeno a él.
Era un explorador que ingresaba a un mundo extraño, sin saber con qué se encontraría. Era un universo pequeño y monocromático; los únicos colores eran azules y verdes suaves, y la visibilidad era de treinta metros. Veía una docena de troncos delgados que se alzaban desde las sombrías profundidades hacia el «cielo» luminoso, sostenidos en posición vertical por vejigas llenas de gas. A veces tenía la impresión de estar atravesando una arboleda en medio de la niebla, hasta que la ilusión era disipada por un cardumen de peces.
— Doscientos cincuenta metros — dijo alguien —. Estamos casi en el fondo. Tal vez deberíamos encender las luces, estamos perdiendo la imagen.
Loren no había advertido cambios en la imagen, ya que los controles automáticos mantenían el brillo. Pero en esas profundidades debía reinar una oscuridad total; el ojo humano seria prácticamente impotente.
— No, podríamos perturbar a la criatura. En tanto la cámara siga trasmitiendo aprovechemos la luz disponible.
— ¡El fondo! Muy rocoso, poca arena.
— Por supuesto. El Macrocystis Thalassi se aferra a las rocas. No es como el Sargassum, que flota libremente.
Lo cual era evidente, pensó Loren. Cada tronco culminaba en una maraña de raíces que se aferraban a los accidentes rocosos con firmeza, de manera que las tormentas y corrientes no pudieran desarraigarlo. La analogía con un bosque terreno era mucho más precisa de lo que había pensado.
El robot explorador se introducía cautelosamente en el bosque submarino, siempre atado a su cable. Aparentemente no podía enredarse en los sinuosos troncos que se alzaban hacia la lejana superficie, porque había mucho espacio entre planta y planta. Se diría, incluso, que alguien deliberadamente...
Pocos segundos después, también los científicos que observaban la pantalla de control comprendieron la insólita verdad.
— ¡Por Krakan! — susurró alguien —. Esto no es un bosque natural... Es una... ¡plantación!
Se autodesignaban sabras, como esos pioneros que habían dominado un desierto hostil en la Tierra, un milenio y medio atrás.
Los sabras marcianos habían sido más afortunados: no enfrentaban enemigos humanos, sólo el clima atroz, la falta de atmósfera, las tormentas de arena que barrían todo el planeta. Habían superado todos los obstáculos; solían decir que no eran sobrevivientes sino triunfadores. Esa frase era uno de los innumerables elementos tomados de la cultura terrícola, pero su fiero orgullo se negaba a reconocerlo.
Durante más de mil años habían vivido bajo una ilusión, casi una religión. La cual, como todas las religiones había cumplido un papel primordial en su sociedad; les había fijado objetivos que trascendían sus vidas.
Mientras los cálculos no demostraron lo contrario, creyeron — o al menos tuvieron la esperanza — de que Marte no sufriría la suerte de la Tierra. No sería fácil, claro; la mayor distancia reduciría las radiaciones en un cincuenta por ciento, pero tal vez bastaría con eso. Protegidos por los espesos cascos polares de hielo, tal vez los marcianos sobrevivirían mientras los hombres perecían. Algunos románticos habían llegado a creer que, al derretirse los cascos polares, el planeta recuperaría sus antiguos océanos. Entonces, quizá, la atmósfera se volvería lo suficientemente densa para que los hombres pudieran salir al aire libre, sin más equipo que el necesario para respirar y protegerse del frío...
Todas estas esperanzas fueron destruidas por las implacables ecuaciones. Por grandes que fueran sus esfuerzos e inteligencia, los sabras perecerían junto con el planeta materno cuya debilidad despreciaban.
Y ahora, bajo el Magallanes, giraba un planeta que representaba todos los sueños y esperanzas de las últimas generaciones de colonos de Marte. Owen Fletcher contemplaba los interminables océanos de Thalassa, su mente obsesionada por un solo pensamiento.
De acuerdo a las sondas espaciales, Sagan 2 era muy parecido a Marte: por eso mismo lo habían escogido a él, junto a varios compatriotas, para participar de esa travesía. ¿Pero qué objeto tenía reiniciar una batalla, a trescientos años en el tiempo y setenta y cinco años luz en el espacio, si la victoria se encontraba aquí y ahora?
Fletcher había descartado la idea de desertar: era demasiado lo que dejaba atrás. Sería fácil ocultarse en Thalassa; ¿pero qué sentiría al ver partir al Magallanes con todos los amigos y colegas de su juventud?
Había doce sabras en hibernación. Había sondeado cautelosamente a dos de los cuatro que estaban despiertos, y éstos habían reaccionado bien. Si los otros dos estaban de acuerdo, podrían hablar en nombre de los doce que dormían.
La travesía del Magallanes debía terminar aquí, en Thalassa.
Un silencio pensativo reinaba en la cubierta del Calypso, que se dirigía hacia Tarna a escasos veinte nudos. Los pasajeros, ensimismados, meditaban sobre las implicaciones de esas imágenes trasmitidas desde el lecho marino. Aislado del mundo por su máscara panorámica, Loren observaba otra vez el video grabado por el submarino durante su exploración del bosque.
El robot, sujeto al cable como un araña mecánica, se había desplazado lentamente entre los gigantescos troncos, que parecían delgados debido a su extrema longitud, pero en realidad eran más gruesos que un cuerpo humano. Evidentemente estaban plantados en filas e hileras regulares, de modo que nadie se sorprendió al comprobar que el bosque tenía un limite claramente definido. Y allí estaban los escorpios, realizando sus labores cotidianas en su campamento boscoso.
Fue un acierto no encender los faros: las criaturas ignoraban por completo la presencia del observador silencioso que flotaba en la oscuridad, pocos metros arriba de sus cabezas. Loren había visto videos documentales de la vida de las hormigas, las abejas y los comejenes, y los recordó al observar la conducta de los escorpios. A primera vista parecía imposible que pudiera existir una organización tan compleja en ausencia de seres inteligentes, pero los insectos sociales de la Tierra actuaban de esa manera, en obediencia exclusivamente a sus instintos.
Algunos escorpios cuidaban los enormes troncos que se alzaban hacia la superficie para recoger los rayos del sol invisible; otros se afanaban sobre el lecho marino, llevando rocas, hojas y... sí, no cabía la menor duda, redes y canastos toscos. Por consiguiente, fabricaban herramientas, pero eso por sí solo no era señal de inteligencia. Ciertas aves construían nidos mucho más complejos que esos toscos enseres, fabricados con los tallos y hojas de las inevitables algas.
Soy como un visitante del espacio que sobrevuela una aldea terrícola de la Edad de Piedra, cuando el hombre descubrió la agricultura, pensó Loren. Ese visitante, ¿hubiera comprendido que se hallaba en presencia de seres inteligentes? ¿O hubiera atribuido su conducta al puro instinto?
La sonda había penetrado en el claro y el bosque había desaparecido de su campo visual, aunque los troncos más cercanos se encontraban a apenas cincuenta metros de distancia. Fue entonces que algún norteño ingenioso pronuncio el nombre que de ahí en más se convirtió en moneda corriente, incluso en los informes científicos: «El centro comercial de Villa Escorpio».
A falta de un nombre más adecuado, parecía una zona residencial y comercial. Un peñasco de unos cinco metros de altura dominaba el claro y en su frente se observaba una serie de perforaciones oscuras, del diámetro exacto para permitir el paso de un escorpio. Aunque estaban ubicadas a intervalos irregulares, sus dimensiones eran tan uniformes que no podían atribuirse a un agente natural. El conjunto tenía el aspecto de un edificio residencial diseñado por un arquitecto excéntrico.
Los escorpios entraban y salían de las cuevas: como oficinistas urbanos antes de la era de las telecomunicaciones, pensó Loren. Sus movimientos parecían tan irracionales como les hubiera parecido la actividad humana a ellos.
— A ver, ¿que es eso? — exclamó uno de los observadores en la cubierta del Calypso —. A la derecha... ¿puede acercarse un poco más?
Esa intromisión de una voz en sus pensamientos lo arrastró bruscamente del fondo del mar a la superficie.
Al alterarse la posición de la sonda, la imagen panorámica en la pantalla se inclinó bruscamente, luego se enderezó para acercarse lentamente a una pirámide aislada que, a juzgar por la estatura de los dos escorpios junto a su base, medía unos diez metros y mostraba una sola entrada. Al principio Loren no advirtió nada fuera de lo normal, pero poco a poco empezó a descubrir ciertas anomalías, elementos extraños que no correspondían al panorama de Villa Escorpio.
Mientras los demás escorpios corrían de acá para allá, — ocupados con sus labores, estos dos estaban inmóviles, sólo meneaban las cabezas constantemente. Y había algo más...
Eran muy grandes. Era difícil estimar las magnitudes, pero después de compararlos con varias criaturas que pasaban frente a ellos, Loren concluyó que estos dos eran casi un cincuenta por ciento más grandes que los demás.
— ¿Qué hacen? — susurró alguien.
— ¿No te das cuenta? — replicó otra voz — Son guardias... centinelas.
Era una conclusión tan evidente que nadie la objetó.
— ¿Y qué custodian?
— ¿La reina, si es que la tienen? ¿El Banco de Crédito de Villa Escorpio?
— ¿Cómo averiguarlo? El trineo es demasiado grande para pasar por esa apertura... si le permitieran pasar.
A esa altura la discusión se había vuelto puramente especulativa. La sonda se encontraba a menos de diez metros del vértice de la pirámide, y el operador accionó uno de los propulsores para detener el descenso.
El ruido o la vibración fue captado por los centinelas. Ambos se irguieron al unísono y Loren vio, como en una pesadilla, sus dos pares de ojos, sinuosas palpas y enormes tenazas. Suerte que no estoy allá abajo, aunque tenga esa sensación, pensó; suerte que no saben nadar.
Pero aunque no sabían nadar, sabían trepar. En cuestión de segundos llegaron al vértice de la pirámide, pocos metros debajo del trineo.
— Tengo que sacarlo de ahí antes de que salten — dijo el operador —. Con esas tenazas podrían cortar el cable como si fuera un hilo.
Era demasiado tarde. Uno de los escorpios saltó de la roca y sus tenazas se aferraron a uno de los patines del tren de apoyo.
El operador era hombre de reflejos rápidos, al mando de una tecnología superior. En ese preciso instante aceleró al máximo y desplegó el brazo mecánico para contraatacar. Y, más efectivo aún, encendió los reflectores.
Las luces cegaron al escorpio, quien abrió sus tenazas en un gesto de estupefacción casi humano y cayó al fondo del mar antes de que la mano mecánica del robot pudiera atacarlo.
La luz también cegó a Loren durante unos instantes. Luego los circuitos automáticos de la cámara compensaron el nivel de luminosidad, lo cual le permitió un vistazo en primer plano del atónito escorpio, justo antes de que desapareciera de su campo visual.
No le sorprendió en absoluto comprobar que llevaba dos pulseras metálicas bajo la tenaza derecha.
Cuando el Calypso enfiló hacia Tarna él repasaba la última escena, con los sentidos tan concentrados en el mundo subterráneo que ni se percató de la ola que pasó junto al barco. Pero entonces escuchó los gritos confusos a su alrededor y sintió que la cubierta se estremecía mientras el Calypso cambiaba de rumbo. Se arrancó la máscara y parpadeó a la fuerte luz del sol.
Por un momento quedó totalmente encandilado, pero luego sus ojos se acostumbraron al resplandor y vio que se encontraban a pocos cientos de metros de la costa de Isla Austral, bordeada de palmeras. Encallamos en un arrecife, pensó. Pobre Brant, se van a burlar de él hasta el día de su muerte.
Pero al volver la vista hacia el este, vio algo que jamás pensó que contemplaría en un mundo sereno como Thalassa. La nube en forma de hongo, la pesadilla de la humanidad durante dos mil años.
¿Qué diablos hacía Brant? En lugar de dirigirse hacia la costa, hacía virar el Calypso en la curva más estrecha posible para volver hacia alta mar. Sin embargo era el único que parecía dominar la situación, mientras los demás ocupantes de la cubierta miraban hacia el este, boquiabiertos.
— ¡Krakan!. — dijo uno de los científicos norteños, y por un instante Loren pensó que era sólo la trillada exclamación thalassiana. Entonces comprendió, y lo embargó una sensación de alivio. Le duró muy poco.
— No — dijo Kumar, que para sorpresa de Loren parecía muy asustado —. No es Krakan sino algo más cerca. Hilo de Krakan.
El trasmisor del bote emitía silbidos de alarma intercalados con solemnes instrucciones. Loren no tuvo tiempo de comprenderlas: algo muy extraño le sucedía al horizonte. No estaba donde debía estar.
Se sentía confundido; parte de su mente seguía sumergida en el mar, entre los escorpios, y sus ojos no se acostumbraban del todo al resplandor del mar y el cielo. Su vista no enfocaba bien; aunque estaba seguro de que el Calypso mantenía el equilibrio, sus ojos le indicaban que la cubierta estaba muy inclinada.
No, en realidad, era el mar que se alzaba, y su rugido ahogaba los demás ruidos. No había tiempo para calcular la altura de la ola a punto de abatirse sobre la cubierta; ahora comprendía por qué Brant enfilaba hacia las aguas profundas, alejándose de la costa mortal sobre la etial, la tsunami iba a descargar su furia.
Una mano colosal aferró la proa del Calypso y la alzó hacia el cenit. Loren rodó por la cubierta; trató de aferrarse a un puntal, sus manos se cerraron en el vacío y cayó al agua.
Recuerda lo que aprendiste para casos de emergencia, pensó furioso. El principio fundamental es el mismo, en el espacio o en el mar. No hay peor enemigo que el pánico, así que conserva la calma...
No corría riesgo de ahogarse, su chaleco de seguridad lo mantendría a flote. ¿Dónde estaba la válvula para inflarlo? Sus dedos nerviosos escarbaron bajo el cinturón, y a pesar de su determinación se estremeció aterrado. Entonces encontró la llave de la válvula, la accionó y sintió con indecible alivio que el chaleco se inflaba y estrechaba su pecho en un cálido abrazo.
El gran peligro era el propio Calypso, sí llegaba a caer sobre su cabeza. ¿Dónde estaba?
Demasiado cerca, en el agua turbulenta, y con parte de las estructuras de cubierta dispersas sobre el mar. La mayoría de los tripulantes se encontraban a bordo. Lo señalaban con los brazos y alguien estaba a punto de arrojar un salvavidas.
Flotaba entre los escombros — sillas, baúles, aparatos — y el trineo se hundía lentamente, soltando un chorro de burbujas de un tanque de flotación perforado. Espero que puedan reflotarlo, pensó Loren; sí no, la expedición habrá resultado demasiado cara y además pasará mucho tiempo antes de que volvamos a estudiar los escorpios. Lo embargó una sensación de orgullo, por ser capaz de evaluar la situación fríamente en semejantes circunstancias.
Algo rozó su pierna derecha; sacudió la pierna por reflejo. Aunque le raspó dolorosamente la piel sintió más fastidio que alarma. Se encontraba a flote, la marejada había pasado, nada podría hacerle daño.
Sacudió la pierna más suavemente. Al mismo tiempo sintió el roce en la otra pierna. No era una caricia inofensiva: algo lo arrastraba hacia el fondo, a pesar del chaleco salvavidas.
Fue en ese momento que Loren Lorenson sintió la primera oleada de verdadero pánico, al recordar los tentáculos del gigantesco pólipo. Sin embargo, ésos eran suaves, fofos; el objeto enredado en sus piernas era un cable o alambre. Claro: era el cordón umbilical del trineo.
Tal vez hubiera podido liberarse, sí una ola inesperada no le hubiera hecho tragar agua. Tosió violentamente y trató de expulsar el agua de sus pulmones, a la vez que pataleaba para soltarse.
La frontera vital entre el aire y el agua — entre la vida y la muerte — se hallaba a menos de un metro sobre su cabeza, pero no había manera de alcanzarla.
En semejantes circunstancias un hombre sólo piensa en sobrevivir. No hubo recuerdos ni remordimientos de su vida anterior, ni por un instante pensó en Mirissa.
Comprendió que era el fin, pero no sintió miedo. Su última sensación consciente fue de furia. Furia por haber atravesado cincuenta años luz de espacio para morir de manera tan trivial y absurda.
De esa manera, Loren Lorenson murió por segunda vez, en el cálido mar de Thalassa, muy cerca de la costa. La experiencia no le había enseñado nada; la primera muerte, doscientos años antes, había sido mucho más serena.
Si alguien lo hubiera acusado de ser un hombre supersticioso, siquiera en grado mínimo, el capitán Sirdar Bey hubiera rechazado la insinuación con indignación, pero lo cierto es que siempre se preocupaba cuando las cosas marchaban demasiado bien. Hasta el momento la estadía en Thalassa había sido un sueño hecho realidad, hasta el punto de superar las previsiones más optimistas. Los plazos de construcción del escudo se cumplían con anticipación y no había problemas dignos de mención.
Y ahora, en las últimas veinticuatro horas...
Claro que podía ser mucho peor. El capitán de corbeta Loren Lorenson había sido muy, pero muy afortunado gracias a ese chico (tendrían que recompensarlo adecuadamente...) Según los médicos, se había salvado por un pelo. Un par de minutos más en el agua y su cerebro hubiera sufrido daños irreversibles).
Molesto por haberse distraído del problema que tenía entre manos, el capitán releyó el mensaje, aunque lo conocía de memoria:
RED DE LA NAVE: SIN FECHA SIN HORA
A: CAPITÁN
DE: ANÓNIMO
Señor:
Sometemos a su consideración la siguiente propuesta, que varios de nosotros queremos formular.
Sugerimos se ponga fin a nuestra misión aquí en Thalassa. Podemos cumplir con todos nuestros objetivos sin correr los riesgos adicionales que supone la continuación de la travesía hacia Sagan 2. Somos plenamente conscientes de que esto suscitará problemas entre la población local, pero creemos que nuestra tecnología permitirá superarlos. Nos referimos concretamente a la ingeniería tectónica para agrandar la tierra firme disponible. Nos remitimos al Reglamento, Título 14, Artículo 24, inciso (a) para solicitar respetuosamente se convoque a Asamblea para tratar esta cuestión lo antes posible.
— ¿Y bien, capitán Malina? ¿Embajador Kaldor? ¿Tienen algo que decir?
Los huéspedes de la espaciosa aunque sencilla suite del capitán se miraron al unísono. Kaldor hizo un gesto casi imperceptible para indicarle al segundo de a bordo que le cedía el privilegio de la palabra, y lo ratificó bebiendo un sorbo lento y deliberado del excelente vino thalassiano obsequiado por sus anfitriones.
El capitán Malina, siempre más a gusto entre las máquinas que entre la gente releyó la hoja con mirada de desazón.
— Al menos guardan las formas de la cortesía.
— No podía ser de otra manera — dijo el capitán Bey con fastidio —. ¿Tienen alguna idea sobre quién pudo haberlo escrito?
— Ninguna en absoluto. Si excluimos a los presentes, nos quedan ciento cincuenta y ocho sospechosos. — terció Kaldor —. El capitán de corbeta Lorenson tiene una excusa perfecta. En ese momento estaba muerto.
— Eso no elimina demasiadas posibilidades — dijo el capitán con una sonrisa forzada —. ¿Tiene alguna hipótesis, doctor?
Claro que si, pensó Kaldor. Viví dos largos años en Marte; apostaría todo mi dinero a que fueron los sabras. Pero es sólo una sospecha, podría estar equivocado.
— Por el momento no, capitán. Pero mantendré los ojos abiertos y le informaré de cualquier novedad... en lo posible.
Los dos oficiales asintieron. Moses Kaldor, en su función de consejero, no rendía cuentas a nadie, ni siquiera al capitán. Era casi el equivalente de un cura confesor.
— Doctor Kaldor, estoy seguro de que usted me informará de cualquier hecho que... que ponga en peligro la misión.
Kaldor vaciló, luego asintió brevemente. Rogaba para sus adentros que no se le presentara el clásico dilema del sacerdote que escucha la confesión de un asesino a punto de cometer su crimen.
Esta conversación no es de gran ayuda, pensó el capitán amargamente. Pero tengo plena confianza en estos dos hombres y necesito a alguien en quien confiar. Claro que la decisión final es mía...
— El primer problema es: ¿respondo al mensaje o lo paso por alto? Cualquiera de las dos medidas tiene sus riesgos. Si es una sugerencia efectuada a la ligera, tal vez por un individuo aislado en un momento de perturbación psicológica, sería un error atribuirle demasiada importancia. Si proviene de un grupo de personas resueltas, tal vez el diálogo ayudaría a aliviar las tensiones. También podría identificar a los autores. (¿Y qué les harías?, se preguntó el capitán. ¿Los encerrarías en el calabozo, cargados de grilletes?)
— Creo que el diálogo es lo mejor — dijo Kaldor —. Los problemas no se resuelven si uno los pasa por alto.
— Estoy de acuerdo — dijo el capitán Malina —. Aunque estoy seguro que no es nadie de Motores ni Propulsión. Los conozco a todos desde que se graduaron, incluso desde antes.
Podrías llevarte una buena sorpresa, pensó Kaldor. En el fondo, nadie conoce a nadie.
— Muy bien — dijo el capitán, y se puso de pie —. Es justamente lo que había resuelto. Por las dudas, creo que estudiaré un poco de historia. Recuerdo que Magallanes tuvo algunos problemas con su tripulación.
— Ya lo creo — dijo Kaldor —. Espero que usted no tenga que abandonar a nadie en alguna isla desierta.
O ahorcar a algún oficial, agregó para sus adentros; sería una grave falta de tacto mencionar ese episodio histórico.
Y una falta más grave aún recordarle al capitán Bey — ¡aunque seguramente no desconocía el hecho! — que al gran navegante lo habían asesinado antes de que pudiera completar su misión.
Su segundo retorno a la vida no había sido preparado con tanta anticipación. El segundo despertar de Loren Lorenson no fue tan sereno como el primero; al contrario, era tan desagradable que a ratos deseaba que lo hubieran dejado caer al pozo.
Recuperó el sentido a medias y de inmediato lo lamentó. Había tubos en su garganta y cables sujetos a sus brazos y piernas. (¡Cables! Lo asaltó una ola de pánico al recordar los cables que lo arrastraron hacia el fondo del mar, pero lo superó enseguida).
En ese momento se presentó otro problema: aparentemente no respiraba, ya que su diafragma no se movía. Qué extraño... no, lo más probable es que me hayan conectado a un pulmón artificial.
Los controles habrían alertado a la enfermera, porque escuchó un suave susurro al oído, y una sombra cayó sobre sus párpados, que no había podido abrir por falta de fuerzas.
— Se está recuperando muy bien, señor Lorenson. No se preocupe. En pocos días más podrá levantarse... no, no trate de hablar.
No tenía la menor intención de hacerlo, pensó Loren. Sé lo que pasó...
Escuchó el suave siseo de un émbolo hipodérmico, una sensación de frío invadió su brazo y se hundió una vez más en el bendito sueño.
El siguiente despertar fue muy distinto y más agradable. No había tubos ni cables. Aunque estaba muy débil no sentía dolor. Y había vuelto a respirar, a ritmo parejo y normal.
— Hola — dijo una grave voz masculina a pocos metros de distancia —. Me alegra verlo despierto.
Loren giró la cabeza hacía la voz y vio la imagen borrosa de un cuerpo vendado, tendido en la cama adyacente.
— No sé sí me recuerda bien, señor Lorenson. Soy el teniente Bill Norton, ingeniero en comunicaciones... y ex surfista.
— Hola, Bill, ¿cómo está usted? — susurró Loren, pero la enfermera puso fin a la plática con una hábil inyección.
Se había recuperado del todo y sólo quería que le permitieran salir de la clínica. La jefa médica, comandante Newton, pensaba que a los pacientes había que decirles la verdad. Era la mejor manera de tranquilizarlos, para que su molesta presencia no perturbara el normal funcionamiento del servicio médico.
— Ya sé que se siente bien, Loren — dijo —, pero sus pulmones todavía están en proceso de curación, no debe hacer ningún esfuerzo hasta que recuperen su plena capacidad. Si el océano de Thalassa fuera igual al de la Tierra no habría problemas. Pero el índice de salinidad es mucho menor. Recuerde que es agua potable y usted tragó más de un litro. Y puesto que los fluidos orgánicos son más salinos que el mar, el equilibrio isotónico se trastornó por completo. La presión osmótica provocó graves daños en las membranas. Tuvimos que investigar en el Archivo de la nave para poder tratarlo. Usted sabe que no es muy común que alguien se ahogue en el espacio.
— Seré un buen paciente — dijo Loren —. Desde ya, les agradezco todo lo que han hecho por mi. ¿Cuándo podré recibir visitas?
— Alguien espera en la recepción. La enfermera la hará pasar, pero sólo por quince minutos, ni uno más.
— Y por mi no se preocupe — dijo el teniente Bill Norton —. Estaré profundamente dormido.
Mirissa se sentía realmente mal, y todo por culpa de la píldora. Su único consuelo era que esto sucedería una sola vez más, cuando tuviera (¡Si es que se decidía!) el segundo hijo permitido.
Era inconcebible que casi todas las generaciones de mujeres, desde el principio de la historia, tuvieran que soportar esa maldición mensual durante la mitad de la vida. ¿Sería mera casualidad que el ciclo de la fertilidad coincidiera aproximadamente con el del gigantesco satélite de la Tierra? ¡Se estremecía de solo pensar que pudiera suceder lo mismo en Thalassa, con dos satélites! Suerte que las mareas eran casi imperceptibles; la idea de sufrir dos ciclos superpuestos, de cinco y siete días, era tan irónicamente horrenda que no pudo reprimir una sonrisa e inmediatamente se sintió mejor.
Esa decisión le había tomado varias semanas, y todavía no se la había comunicado a Loren, ni menos aún a Brant, ocupado en las reparaciones del Calypso en Isla Norte. Tal vez no la hubiera tomado de no haber sido por la actitud de Brant, quien a pesar de sus bravatas y amenazas había huido sin presentar batalla.
No, era injusta con él. Era una reacción primitiva, incluso subhumana. Pero esos instintos se negaban a morir; Loren le había contado con vergüenza sus sueños, donde Brant y él se acechaban constantemente.
Brant no tenía la culpa de nada; al contrario, era una persona admirable. Se había ido al Norte, no por cobardía sino por comprensión, para que ambos pudieran decidir sus destinos.
No había tomado una decisión apresurada; ahora comprendía que ella rondaba por su subconsciente desde hacía varias semanas. La muerte temporaria de Loren era un recordatorio — ¡como sí necesitara un recordatorio más! — de que en pocos meses se separarían para siempre. Sabía qué debía hacer, antes de que él partiera rumbo a las estrellas. Todos sus instintos lo confirmaban.
¿Y que diría Brant? ¿Cómo reaccionaría? Era uno entre tantos problemas a enfrentar.
Te amo, Brant, susurró. Quiero que vuelvas a mí; serás el padre de mi segundo hijo.
Pero no el del primero.
Qué casualidad, ser el tocayo del cabecilla de uno de los motines más famosos de todos los tiempos, pensó Owen Fletcher. ¿Seré su descendiente? Veamos: hace más de dos mil años que desembarcaron en la isla Pitcairn... digamos cien generaciones, para redondear...
Fletcher sentía un orgullo ingenuo de su habilidad para realizar cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a seres humanos acostumbrados desde hacía varios siglos a apretar un botón para calcular la suma de dos más dos. Había memorizado algunos logaritmos y constantes matemáticas, lo cual facilitaba enormemente los cálculos e impresionaba aún más a los legos. Claro que sólo usaba ejemplos cuya solución conocía de antemano, y muy poca gente se tomaba la molestia de verificar los resultados...
Digamos cien generaciones, o sea de dos a la cien antepasados, y el logaritmo de dos es cero coma tres cero uno cero, lo que nos da treinta coma uno... ¡por el Olimpo!... ¡un millón de millones de millones de millones de millones de personas! No puede ser... no ha habido tanta gente en toda la historia de la Tierra. Claro que hubo superposición de generaciones... el árbol genealógico de la humanidad debe de ser muy confuso. Después de cien generaciones todos son parientes de todos. Aunque no puedo demostrarlo, seguro que Fletcher Christian es mi antepasado, en más de un sentido.
Todo esto es muy interesante, pensó al apagar el receptor. Las tablas desaparecieron lentamente de la pantalla. Pero esto no es un motín... apenas un... un petitorio absolutamente razonable. Karl, Ranjit y Bob están de acuerdo. Werner no está seguro, pero no nos delatará. Sería bueno hablar con los demás sabras, contarles del hermoso mundo al que arribamos mientras dormían.
Ahora hay que responderle al capitán...
Al capitán Bey le resultaba extraordinariamente molesto tener que ocuparse de los asuntos de la nave sin saber quiénes ni cuántos de sus oficiales o tripulantes se dirigían a él desde el anonimato de la red. No había manera de rastrear esas emisiones no registradas: su carácter confidencial formaba parte del mecanismo de estabilidad social creado por los genios que diseñaron el Magallanes varias generaciones atrás. Había pensado en poner un rastreador, pero cuando tocó el tema con el jefe de comunicaciones, ingeniero Rocklynn, éste se mostró tan estupefacto que tuvo que abandonar la idea.
Ahora observaba los rostros y las expresiones, buscaba inflexiones delatoras en las voces... y trataba de comportarse como si no ocurriera nada fuera de lo normal. Tal vez pecaba de exceso de suspicacia, porque el hecho era que nada importante había ocurrido hasta el momento. El problema era que se había sembrado una semilla que crecería día a día mientras el Magallanes permaneciera en órbita sobre Thalassa.
Su primera respuesta, escrita en consulta con Malina y Kaldor, había sido perfectamente conciliadora:
De: CAPITÁN
A: ANÓNIMO
En respuesta a su comunicado sin fecha, no tengo objeción a discutir el problema que usted propone, sea a través de la red o en Asamblea formal de la nave.
En realidad, tenía muchas objeciones. Había dedicado la mitad de su vida adulta a prepararse para la sobrecogedora responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a una distancia de ciento veinticinco años luz. Era su misión; si la palabra «sagrado» tuviera algún significado para él, es el calificativo que hubiera empleado. Nada lo desviaría de su objetivo, salvo que la nave sufriera daños irreparables o recibiera el informe de que el sol de Sagan 2 estaba a punto de convertirse en una nova.
Por el momento, había una medida que no podía demorarse. Tal vez la tripulación — ¡como la de Bligh! — estaba desmoralizada; la disciplina empezaba a relajarse. Cada tarea requería más y más tiempo, el ritmo general de la nave era más lento. Sí, era hora de chasquear el látigo.
Se comunicó con su secretaria, treinta mil kilómetros más abajo:
— Joan, quiero un informe de situación del escudo. Y dígale al capitán Malina que quiero discutir los plazos.
No sabía si era posible alzar más de un copo de nieve por día. Pero nada se perdería en el intento.
El teniente Norton era un compañero de cuarto agradable, pero Loren se alegró de verlo partir, una vez que las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Resulta, como se enteró Loren con todo detalle, que el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de muchachones de Isla Norte, cuya segunda gran ocupación en la vida consistía en surcar enormes olas con tablas de barrenar propulsadas a chorro. Norton había descubierto a su pesar que el juego era aún más peligroso de lo que parecía.
— No me diga — había interrumpido Loren en medio de una anécdota particularmente escabrosa —. Hubiera jurado que usted es noventa por ciento hétero.
— Noventa y dos, según la cartilla — dijo Norton —. Pero de vez en cuando conviene verificarlo.
Era sólo una broma a medias. Alguna vez había leído que el individuo cien por ciento hétero era tan raro que se debía considerar patológico. En realidad no lo había creído, pero el asunto le preocupaba, en la raras ocasiones que pensaba en ello.
Loren se había quedado solo en el cuarto, y había convencido a la enfermera thalassiana que su presencia constante era innecesaria, al menos durante la visita diaria de Mirissa. La comandante Newton, que como médica sabía ser franca hasta la brutalidad, le había dicho a boca de jarro: «Te falta una semana de convalecencia. Si no puedes esperar unos días para hacer el amor, deja que ella haga el esfuerzo».
Recibió varias visitas, desde luego. Todas muy agradables salvo dos.
La alcaldesa Waldron abusaba de su autoridad para visitarlo en cualquier horario; afortunadamente nunca se cruzó con Mirissa. La primera vez, Loren fingió encontrarse al borde de la muerte, pero la táctica resultó un desastre, ya que no pudo defenderse de ciertas caricias pegajosas. La segunda visita — precedida, afortunadamente, por un aviso — lo encontró mejor preparado. Estaba despierto y sentado. Por asombrosa casualidad, en ese momento le realizaban un complicado test de su función respiratoria, y el tubo en su boca le impedía hablar. El test terminó treinta segundos después de la partida de la alcaldesa.
Durante la visita de cortesía de Brant Falconer ambos se sintieron incómodos. Conversaron amablemente sobre los escorpios, las obras en la planta de hielo de Bahía Manglares, la política en Isla Norte: en realidad, sobre todo menos Mirissa. Loren veía que algo preocupaba, o tal vez avergonzaba, a Brant, pero jamás hubiera esperado una disculpa de su parte. El visitante reunió fuerzas para decirlo en el momento de partir:
— Sabes, Loren — dijo a regañadientes —, no había otra manera de esquivar la marejada. Si mantenía el rumbo, nos estrellábamos contra el arrecife. Lástima que el Calypso no pudo alejarse a tiempo.
— Estoy seguro de que nadie lo hubiera hecho mejor que tú — respondió Loren con toda sinceridad.
— Bien... me alegro que lo comprendas — agregó Brant. Su alivio era evidente.
Loren sintió simpatía, incluso lástima, por él.
Tal vez habían criticado sus dotes de marinero, lo cual debía de ser intolerable para alguien tan orgulloso de su habilidad como Brant.
— Dicen que salvaron el trineo.
— Sí, lo están reparando. Quedará cero kilómetro.
— Como yo.
Se unieron en una breve carcajada, pero a Loren lo asaltó una idea: Más de una vez Brant habrá lamentado la valentía de Kumar, pensó.
¿Por qué había soñado con la palabra Kilimanjaro?
Qué palabra tan extraña; seguramente era un nombre pero... ¿de qué?
Tendido en su cama, a la pálida luz del amanecer de Thalassa, Moses Kaldor escuchaba los primeros ruidos de Tarna. No eran muchos a esa hora. Un trineo zumbaba sobre la arena, seguramente iba a recoger a un pescador.
Kilimanjaro
Kaldor no era fanfarrón, pero estaba seguro de que ningún ser humano había leído tantos libros antiguos como él, y sobre una gama tan amplia de materias. Además se había hecho implantar varios terabytes de información en la memoria, y aunque eso no podía llamarse sabiduría, era útil poseerla. Para evocarla, bastaba recordar los códigos de entrada.
Era una hora demasiado temprana para intentarlo, y además el asunto no parecía tan importante. Pero era un error no hacer caso a los sueños; el viejo Sigmund Freud había descubierto algunas cosas interesantes, dos mil años atrás. Y ya que no podía dormir...
Cerró los ojos, activó el control de búsqueda y aguardó. Aunque era un proceso puramente subconsciente, en su imaginación vio millares de K que pasaban rápidamente ante sus ojos cerrados.
Los fosfenos que vibran constantemente al azar en la retina del ojo cerrado empezaban a ordenarse. En medio del caos luminoso aparecía una ventana oscura... se formaban letras... ya:
KILIMANJARO:
Monte volcánico, África.
Alt.: 5,9 km. Terminal del primer elevador espacial terrestre.
Con que eso era. ¿Pero qué significaba? Dejó que su mente meditara en la información.
¿Tendría alguna relación con el volcán Krakan, que últimamente le había dado tanto en que pensar? Eso parecía bastante absurdo; además, sabía que Krakan, o su turbulento vástago, podría entrar en actividad en cualquier momento.
¿El primer elevador espacial? Historia antigua; el comienzo mismo de la colonización de los planetas, cuando la humanidad empezó a viajar libremente dentro del sistema solar. Ahora empleaban la misma tecnología, usaban cables extraordinariamente fuertes para alzar los enormes bloques de hielo al Magallanes, en su órbita estacionaria sobre el ecuador.
Tampoco esto tenía mucho que ver con la montaña africana. Era un vínculo demasiado remoto; la respuesta debía estar en otra parte.
No había manera de descubrirlo en forma directa. Si existía un vínculo, tendría que dejar obrar al tiempo y el azar y los misteriosos mecanismos de la mente subconsciente.
Trataría de olvidar al Kilimanjaro, hasta que se produjera la erupción en su cerebro.
Después de Mirissa, el visitante preferido — y más frecuente — era Kumar. A pesar de su apodo, Loren le vela mayor semejanza con un perro fiel o un cachorro juguetón que con un león. Había una docena de perros mimados en Tarna, y algún día, tal vez, vivirían en Sagan 2 y, reanudarían su antigua relación con el hombre.
Loren sabía que el muchacho había arriesgado la vida en ese mar embravecido. Por fortuna para ambos, Kumar jamás salía a navegar sin llevar un cuchillo de buzo sujeto a la pierna. Aun así, pasó más de tres minutos bajo el agua, cortando el cable enredado en las piernas de Loren. Los tripulantes del Calypso lo habían dado por muerto.
No le era fácil conversar con Kumar, a pesar del lazo que los unía. Al fin de cuentas, no había muchas maneras de decir «gracias por salvarme la vida», y sus orígenes eran tan diferentes que no tenían muchos puntos de referencia comunes. Cada vez que le relataba una anécdota sobre la Tierra o la nave, debía explicarle los mínimos detalles, y tardó poco en comprender que era una pérdida de tiempo. A diferencia de su hermana, Kumar vivía en el mundo de las sensaciones inmediatas. Sólo le importaba el aquí y ahora en Thalassa. «¡Cómo lo envidio! — había dicho Kaldor en una ocasión —. Vive exclusivamente el día, no lo persigue el pasado ni el temor al futuro».
Loren se preparaba para dormir — era su última noche en la enfermería, o al menos eso esperaba —, cuando llegó Kumar agitando una enorme botella con gesto triunfal.
— ¡Adivina qué es!
— No tengo la menor idea — mintió Loren.
— El primer vino del año. Directo desde Krakan. Dicen que será un buen año.
— ¿Qué sabes tú de eso?
— Nuestra familia tiene un viñedo allá desde hace más de cien años. Los vinos Leon son los más famosos del mundo.
Kumar buscó hasta encontrar dos vasos y sirvió dos generosas medidas. Loren lo sorbió cautelosamente: era demasiado dulce para su paladar, pero muy aterciopelado.
— ¿Cuál es la marca?
— Krakan especial.
— ¿Crees que debo arriesgarme? Recuerda que Krakan casi me mató una vez.
— Ni siquiera te dejará resaca.
Loren bebió otro sorbo y no tardó en vaciar su vaso. Se lo llenaron de inmediato.
Era la mejor manera de pasar la última noche en el hospital, y Loren sintió que su gratitud hacia Kumar se extendía para abarcar a toda la humanidad. Ni siquiera la visita de la alcaldesa Waldron resultaría desagradable...
— ¿Y cómo está Brant? Hace una semana que no lo veo.
— Sigue en Isla Norte, reparando el barco y conversando con los biólogos marinos. Todo el mundo está trastornado con el asunto de los escorpios, pero nadie sabe qué hacer con ellos. O si conviene simplemente dejarlos en paz.
— Es más o menos lo mismo que siento respecto a Brant.
— No te preocupes por él — rió Kumar —. Tiene una amiga en Isla Norte.
— Ajá. ¿Mirissa lo sabe?
— Por supuesto.
— ¿No le importa?
— ¿Por qué habría de molestarle? Brant la ama... y siempre vuelve.
Loren meditó sobre este dato durante varios minutos. Era una nueva variable en la compleja ecuación. ¿Mirissa tendría otros amantes? ¿Convenía averiguarlo? ¿Sería imprudente preguntarle...?
— Además — prosiguió Kumar mientras servía más vino — lo único que importa es que sus mapas genéticos han sido aprobados y pueden tener un hijo. A partir de entonces todo cambiará. Ninguno de los dos necesitará a nadie más. ¿No era así en la Tierra?
— A veces — respondió Loren. Entonces Kumar no está enterado, pensó. Sólo ella y yo sabemos. Conoceré a mi hijo, lo veré siquiera un par de meses. Y luego...
Descubrió espantado que las lágrimas surcaban sus mejillas. ¿Había llorado alguna vez? Si: doscientos años antes, al contemplar la destrucción de la Tierra...
— ¿Qué te pasa? — preguntó Kumar —. ¿Pensabas en tu esposa?
Parecía tan preocupado que Loren no pudo ofenderse ante semejante falta de tacto, ni ante la mención de un tema que evitaban por mutuo acuerdo, porque no tenía nada que ver con el aquí y hora. Un hecho sucedido en la Tierra doscientos años atrás, y que se reanudaría en Sagan 2 trescientos años después, estaba fuera del alcance de sus emociones, sobre todo en su actual estado de confusión.
— No, Kumar... no pensaba en... mi esposa.
— ¿Le hablarás... alguna vez de... Mirissa?
— Tal vez sí, tal vez no. No lo sé. Tengo mucho sueño. ¿Ya nos bajamos la botella? Kumar. ¡Kumar!
La enfermera fue a verlo durante la noche y, entre risitas maliciosas, acomodó las sábanas para impedir que se cayeran de la cama.
Loren despertó primero. Se sobresaltó, luego soltó una carcajada.
— ¿De qué te ríes? — dijo Kumar, levantándose con esfuerzo.
— Pues... ya que quieres saberlo... me preguntaba si Mirissa no sentirá celos.
Kumar sonrió con picardía.
— Ya sé que me emborraché — dijo —, pero estoy seguro de que no pasó nada.
— También yo.
Pero en ese momento comprendió que amaba a Kumar. No porque le había salvado la vida ni porque era hermano de Mirissa, sino simplemente porque era Kumar. El sexo no tenla nada que ver; se reía de sólo pensarlo. Mejor así. La vida en Tarna ya se volvía demasiado problemática.
— Tenias razón en cuanto al Krakan especial — dijo Loren —. No deja resaca. Me siento muy bien. ¿Podrías enviar unas cuantas botellas a la nave? O un par de hectolitros sería mejor.
La pregunta era sencilla, no así la respuesta: el hecho de someter a votación los objetivos de la misión, ¿no atentaría contra la disciplina del Magallanes?
Desde luego que no estaba obligado a acatar el resultado de la votación: podía pasarlo por alto en caso de necesidad. Debería hacerlo si la mayoría se pronunciaba a favor de quedarse (aunque a nadie se le ocurría semejante cosa...) Pero los efectos psicológicos serían catastróficos. La tripulación se dividiría en dos bandos antagónicos, y podrían presentarse situaciones que no quería ni imaginar.
El comandante debía mostrarse firme, que no era lo mismo que obstinado. La propuesta no carecía de lógica ni atractivo. (Después de todo, él mismo había gozado de la hospitalidad presidencial, y tenía la firme intención de pasar otra velada con esa campeona del decatlón). Era un planeta hermoso. Tal vez podrían acelerar el lento proceso de formación de los continentes para alojar a un millón de seres. Sería infinitamente más sencillo que la colonización de Sagan 2.
Para colmo, tal vez ni siquiera llegarían a Sagan 2. La confiabilidad estimada de la nave era de un noventa y ocho por ciento, pero existían peligros exteriores, imposibles de predecir. Sólo un puñado de oficiales de su máxima confianza sabían que se había perdido un trozo del escudo de hielo cerca del año luz 48. Si el meteorito interestelar, o lo que fuese, lo hubiera golpeado un par de metros más cerca del centro...
Alguien había sugerido que el objeto podía haber sido una antigua sonda espacial de la Tierra. Pero las probabilidades adversas eran astronómicas, y además no había manera de verificar semejante hipótesis.
Ahora los firmantes anónimos del petitorio se autotitulaban los neothalassianos. ¿Serían muy numerosos, estarían organizados en un movimiento político? En ese caso, lo mejor era obligarlos a salir al descubierto lo antes posible.
Si, era hora de convocar a la asamblea.
La negativa de Moses Kaldor fue cortés y tajante a la vez.
— No, capitán. Si participo en el debate, sea a favor o en contra, mi imparcialidad quedará en duda para siempre. Pero estoy dispuesto a presidir la asamblea, o actuar de moderador, o como quiera llamarlo.
— De acuerdo — dijo el capitán Bey. En realidad, no podía esperar otra cosa —. ¿Quién presentará las mociones? No creo que los neothalassianos salgan a descubierto a presentar un alegato.
— Sería mejor pasar directamente a votación, sin alegatos ni discusión previas — se lamentó el capitán Malina.
El capitán Bey asintió para sus adentros. Pero le había tocado presidir una sociedad de hombres serios y altamente capacitados, lo cual estaba corporizado en el Reglamento de la Nave. Los neothalassianos habían solicitado una asamblea para presentar sus opiniones; si se negara, violaría los compromisos asumidos y la confianza depositada en él en la Tierra, doscientos años antes.
No fue fácil organizar la asamblea. Puesto que todos, sin excepción, debían tener la oportunidad de votar, había que reorganizar los horarios de servicio y períodos de descanso. El hecho de que la mitad de la tripulación se encontrara en Thalassa planteaba un problema inédito: la seguridad. Había que evitar a toda costa que los thalassianos escucharan el debate, cualquiera fuese el resultado...
Al iniciarse la asamblea, Loren Lorenson se encontraba solo en su oficina de Tarna, la puerta cerrada con llave por primera vez en toda su estadía. Se puso la máscara panorámica, que esta vez no lo trasportó a un bosque submarino si no al gran salón de asambleas del Magallanes. Podía observar los rostros de sus colegas o, si lo deseaba, la pantalla en la cual aparecerían sus comentarios y propuestas. En ese momento la pantalla mostraba un texto breve:
RESOLUCIÓN: Que la nave estelar Magallanes dé por finalizada su misión en Thalassa, ya que aquí podrá cumplir todos sus objetivos.
Con que Moses está en la nave, pensó Loren al observar el auditorio. Hacía tiempo que no lo veía por aquí. Parece cansado... y el capitán también. Esto parece más serio de lo que había pensado.
Kaldor dio un golpe sobre su mesa para llamar al orden:
— Capitán, oficiales, compañeros de a bordo: aunque ésta es nuestra primera asamblea, todos conocen el reglamento de debates. Alcen la mano para pedir la palabra. Quien desee presentar su posición por escrito puede usar su tablero manual; se han mezclado los circuitos para garantizar el anonimato. Se ruega a todos que sean breves... Si no hay preguntas, pasamos al ítem 001.
Los neothalassianos habían agregado algunos argumentos, pero el eje de 001 seguía siendo el memorándum que había perturbado al capitán Bey dos semanas atrás; en ese período sus intentos por descubrir a los autores no habían logrado el menor fruto.
El más efectivo de los argumentos complementarios era, tal vez, el que sugería que era un deber permanecer en Thalassa; la presencia de los terrícolas era necesaria, por razones tecnológicas, culturales y genéticas. ¿No tendrán razón?, se preguntó Loren. Sea como fuere, debemos solicitar la opinión de los thalassianos. No somos imperialistas a la antigua... creo.
Trascurrido el tiempo necesario para que todos pudieran releer el memorándum, Kaldor hizo un nuevo llamado al orden:
— Nadie ha pedido la palabra para apoyar la resolución; quien lo desee podrá hacerlo más adelante, desde luego. Tiene la palabra el teniente Elgar, para argumentar en contra.
Raymond Elgar, ingeniero en comunicaciones y energía, era un joven de aspecto serio; Loren lo conocía muy poco. Tenía talento musical y decía que estaba escribiendo un poema épico sobre la travesía. Cuando le pedían que recitara algún trozo, su respuesta invariable era: «Esperen a que pase el primer año en Sagan 2.»
No era difícil deducir por qué el teniente Elgar se había ofrecido (si es que se había ofrecido) para cumplir ese papel. que cuadraba perfectamente con sus aspiraciones poéticas. Tal vez era cierto lo del poema épico.
— Capitán, compañeros de a bordo, prestadme oídos.
(Hermosa frase, pensó Loren. ¿La habrá acuñado él?)
— Creo que todos coincidimos, en nuestras mentes y corazones, que la propuesta de quedarnos en Thalassa es sumamente atractiva. Pero debemos tener en cuenta los siguientes hechos:
»Los presentes sumamos ciento sesenta y un tripulantes. ¿Qué derecho tenemos a tomar una decisión irrevocable en nombre de un millón de personas en hibernación?
»¿Y qué decir de los habitantes de Thalassa? Algunos sugieren que nuestra presencia les será provechosa. ¿Es así, realmente? Parecen muy felices con su modo de vida. Pensemos en nuestro entrenamiento, en el objetivo al que nos consagramos años atrás. ¿Quién puede imaginar que un millón de personas como nosotros podría integrarse en la sociedad de Thalassa sin sumirla en el caos?
»Además existe el problema del deber. Varias generaciones de hombres y mujeres se sacrificaron para posibilitar esta misión y brindarle así a la humanidad mayores probabilidades de sobrevivir. Lo único que nos permite evitar la catástrofe es alcanzar la mayor cantidad posible de soles. Ya hemos visto el efecto de un volcán thalassiano: ¿quién sabe lo que sucederá en los próximos siglos?
»Algunos hablan con mucha ligereza de recurrir a la ingeniería tectónica para ganarle tierra al mar, crear espacio para la nueva población. Permítanme recordarles que esa disciplina nunca llegó a ser una ciencia exacta, a pesar de miles de años de investigaciones y descubrimientos. ¡Recuerden la catástrofe de la placa de Nazca en el 3175! Eso de jugar con las fuerzas acumuladas en el centro de Thalassa me parece una locura.
»Con eso está todo dicho. Hay una sola decisión posible. Debemos permitir que los thalassianos cumplan con sus propios destinos; nosotros seguiremos adelante hasta Sagan 2.
La salva de aplausos no sorprendió a Loren. Lo que interesaba saber era ¿quiénes no aplaudían? Por lo que pudo ver, los asistentes se habían dividido en dos bandos prácticamente iguales. Claro que posiblemente algunos aplaudían la elocuencia del orador, no el contenido de su discurso.
— Gracias, teniente Elgar — dijo el moderador Kaldor —. Agradecemos, sobre todo, su brevedad. ¿Quién desea expresar una opinión contraria?
Sobrevino un murmullo inquieto, seguido de un profundo silencio. Pasó un minuto, luego comenzaron a aparecer frases en la pantalla.
002. TENDRÍA EL CAPITÁN LA AMABILIDAD DE INFORMAR LA PROBABILIDAD DE ÉXITO DE LA MISIÓN.
003. SUGIERO SE DESPIERTE A UNA MUESTRA REPRESENTATIVA DE LA TRIPULACIÓN DORMIDA PARA SOLICITAR SU OPINIÓN.
004. PROPONGO SOLICITAR LA OPINIÓN DE LOS THALASSIANOS. ÉSTE ES SU PLANETA.
La computadora recibía los mensajes de los asambleístas y los registraba en el mayor secreto e imparcialidad. En dos milenios nadie había podido inventar un método más efectivo para obtener una muestra de opiniones y arribar a un consenso. Desde distintos lugares de la nave — y de Thalassa — hombres y mujeres escribían sus mensajes con los siete botones de sus tableros manuales. El primer conocimiento adquirido por los niños era el que les permitía realizar las combinaciones necesarias sin siquiera pensar en ello.
Loren echó un vistazo al auditorio y comprobó que casi todos tenían las manos a la vista. Nadie mostraba esa mirada perdida, típica del que trasmite un mensaje desde un tablero oculto. Sin embargo, había muchos mensajes:
015. PROPONGO UN ACUERDO. LOS QUE QUIERAN PERMANECER AQUÍ, QUE LO HAGAN. LA NAVE SEGUIRÁ ADELANTE.
— Ese no es el tema de esta discusión — dijo el moderador —. De todas maneras queda registrado.
— Quiero responder a cero cero dos — dijo el capitán Bey, y se interrumpió al recordar que debía solicitar la palabra al moderador. Luego prosiguió: — La probabilidad estimada es de un noventa y ocho por ciento. Casi diría que nuestras probabilidades de llegar a Sagan 2 son mayores que las de estas islas de permanecer a flote.
021. APARTE DE KRAKAN, RESPECTO DEL CUAL NO ES MUCHO LO QUE SE PUEDE HACER, LOS THALASSIANOS NO TIENEN PROBLEMAS SERIOS QUE ESTIMULEN SU CREATIVIDAD. TAL VEZ HABRÍA QUE CREARLOS. — KNR
¿De quién eran esas iniciales? De Kingsley Rasmussen, claro. No tenía motivos para buscar el anonimato. Esa idea se les había ocurrido a casi todos.
022. YA LES HEMOS SUGERIDO QUE REPAREN LA ANTENA DE LARGO ALCANCE EN KRAKAN PARA MANTENERSE EN CONTACTO CON NOSOTROS. — RMM
023. ESO LES LLEVARÁ DIEZ AÑOS COMO MÁXIMO. — KNR.
— Caballeros — dijo Kaldor con fastidio —, no nos apartemos del tema.
¿Tengo algo que decir?, se preguntó Loren. No, en esta ocasión me limitaré a ser un espectador; hay demasiados bandos. Tarde o temprano tendré que optar entre el deber y la felicidad. Por ahora no.
— Me sorprende que nadie tenga nada que agregar, tratándose de un tema tan importante — dijo Kaldor, después de dos minutos durante los cuales no aparecieron mensajes en la pantalla. Dejó pasar un minuto más: — Bien, tal vez prefieran proseguir esta discusión informalmente. Hoy no habrá votación, pero en las próximas cuarenta y ocho horas podrán registrar sus opiniones como de costumbre. Gracias.
Miró al capitán Bey, quien se había puesto de pie con rapidez, sin tratar de ocultar su enorme alivio.
— Gracias, doctor Kaldor. Se levanta la asamblea.
Miró a Kaldor con preocupación: éste miraba la pantalla como si la viera por primera vez.
— ¿Se siente mal, doctor?
— No, capitán, estoy bien. Acabo de recordar algo importante.
En efecto. Una vez más pudo maravillarse de los métodos tortuosos de la mente subconsciente.
Era el mensaje 021: «Los thalassianos no tienen problemas serios».
Acababa de comprender el significado de Kilimanjaro.
Perdóname, Evelyn, ha pasado mucho tiempo desde que hablé contigo por última vez. ¿Significa que tu recuerdo se desvanece en mi mente a medida que el futuro absorbe mi energía y atención?
Eso creo, y debería alegrarme. Solías decir que el exceso de nostalgia es una enfermedad. Es cierto, pero mi corazón se niega aceptar esa triste verdad.
Las últimas semanas han sido muy agitadas. La nave ha contraído lo que yo llamo, el «síndrome de Motín a bordo». Deberíamos haberlo previsto, y en realidad hablábamos de ello, pero sólo en broma. Ahora se ha vuelto realidad, aunque el asunto no es demasiado serio. Al menos, eso espero.
Algunos tripulantes quieren quedarse en Thalassa — lo cual es perfectamente comprensible — y lo han dicho con franqueza. Otros quieren que la misión termine aquí y olvidemos a Sagan 2. No conocemos la fuerza numérica de esta fracción, porque no ha salido del anonimato.
Cuarenta y ocho horas después de la asamblea se realizó la votación. Fue, desde luego, secreta, pero no sé hasta qué punto podemos fiarnos de los resultados. Ciento cincuenta y un votos a favor de seguir adelante; 6 a favor de terminar la misión aquí; 4 indecisos.
El capitán Bey se declaró satisfecho. Piensa que la situación está controlada, pero va a tomar algunas disposiciones. Comprende que a medida que se prolonga la estadía, aumentan las presiones a favor de permanecer aquí. No le importa que haya algunos desertores: «Si quieren abandonar la nave, yo no quiero retenerlos», dice. Pero le preocupa la posibilidad de que cunda la desmoralización.
Ha acelerado la construcción del escudo. Ahora que el sistema es totalmente automático y marcha sobre rieles, alzaremos dos copos por día en lugar de uno. Todavía no se ha anunciado la medida; espero que no habrá protestas de parte de los neothalassianos ni de nadie.
Quiero hablarte de otro asunto. Tal vez no tenga importancia, pero me resulta fascinante. ¿Recuerdas que solíamos leer en voz alta cuando nos conocimos? Era una forma maravillosa de aprender cómo vivía y pensaba la gente miles de años atrás, antes de que existieran las grabaciones sensoriales y el video.
Bien, aunque yo no lo recordaba conscientemente, una vez me leíste un cuento acerca de una gran montaña africana que tenía un nombre extraño, Kilimanjaro. Consulté el archivo de la nave, ahora comprendo por qué recordé ese nombre.
Resulta que cerca del pico de la montaña, en la zona de las nieves eternas, había una caverna. Y en esa caverna hallaron el cuerpo congelado de un gran felino depredador, un leopardo. Todo un misterio: nadie jamás supo explicar por qué se hallaba el leopardo ahí, tan lejos de su hábitat natural.
Tú sabes, Evelyn, que siempre me he sentido orgulloso de mi poder de intuición. Algunos me tachaban de vanidoso. Creo que de eso se trata.
En varias ocasiones se ha descubierto la presencia de una enorme y poderosa criatura marina, muy lejos de su habitat natural. Hace poco atraparon un ejemplar; es una especie de enorme crustáceo, como los escorpiones marinos que hubo antiguamente en la Tierra.
No sabemos si son inteligentes, aunque tal vez ese problema no tenga sentido en este caso. Pero poseen una elevada organización social y una tecnología primitiva... bueno, quizá sea exagerado hablar de tecnología. Por lo que hemos descubierto hasta el momento, no son más hábiles que las abejas, hormigas o comejenes, pero operan en una escala incomparablemente mayor.
Lo más importante es que han descubierto el metal. Hasta el momento sólo lo usan como adorno, y no saben producirlo, sólo robarlo a los thalassianos. Lo han hecho en varias ocasiones.
Hace poco un escorpio se introdujo en la planta de producción de hielo a través de una canaleta. En un primer momento se pensó que buscaba alimento. Pero el alimento no escasea en su habitat, a más de cincuenta kilómetros de distancia.
Quiero saber por qué el escorpio se alejó de su hogar; intuyo que la respuesta será de gran importancia para los thalassianos.
Espero descubrirla antes de iniciar el largo sueño hacía Sagan 2.
Al entrar en la oficina del presidente Farradine, el capitán Bey se dio cuenta de que algo andaba mal.
Por lo general, Edgar Farradine lo trataba por su nombre y servía vino. En esta ocasión omitió el «Sirdar» y la bebida, pero por lo menos le ofreció un asiento.
— Acabo de recibir una noticia inquietante, capitán Bey. Si no se opone, quiero que el Primer Ministro asista a esta reunión.
Era la primera vez que el Presidente iba derecho al grano — cualquiera que fuese — y también la primera vez que invitaba al Primer Ministro.
— En ese caso, señor Presidente, yo quisiera que el embajador Kaldor también estuviese presente.
El Presidente vaciló un instante antes de murmurar «por supuesto». El capitán advirtió su fugaz sonrisa en reconocimiento a esta sutileza diplomática: los visitantes se encontrarían en inferioridad de rango, pero no numérica.
El capitán Bey sabía perfectamente que el primer ministro Bergman era el verdadero poder detrás del trono. Detrás del primer ministro estaba el Consejo de Ministros y detrás de éste La Constitución Jefferson Mark 3. El sistema funcionaba a la perfección desde hacía algunos siglos; el capitán Bey tenía la premonición de que estaba por sufrir una brusca perturbación.
Kaldor pudo liberarse de la señora Farradine, quien en ese momento lo empleaba como cobayo para sus ideas sobre el nuevo decorado de la Mansión Presidencial. El Primer Ministro llegó poco después; su expresión era inescrutable, como siempre.
Una vez sentados, el Presidente cruzó los brazos sobre el pecho, se recostó en su lujoso sillón giratorio y echó una mirada torva a sus huéspedes.
— Capitán Bey, doctor Kaldor, han llegado a nuestros oídos ciertas noticias sumamente inquietantes. Queremos saber qué hay de cierto. en el rumor de que ustedes piensan poner fin a su misión aquí en Thalassa en lugar de Sagan 2.
El capitán Bey experimentó una inmediata sensación de alivio, seguido de un profundo malestar. Se había producido una grave falla de seguridad; esperaba que nadie en Thalassa se enterara del petitorio y la asamblea... pero era mucho pedir.
— Señor Presidente, señor Primer Ministro, puedo asegurarles que semejante rumor no tiene el menor fundamento. ¿Por qué habríamos de alzar seiscientas toneladas diarias de hielo para reconstruir el escudo? Si pensáramos quedarnos eso no tendría sentido.
— Salvo que quisieran mantenerlo en secreto. En ese caso, la suspensión de la operación nos pondría sobre alerta.
La réplica tomó al capitán por sorpresa: había subestimado a ese pueblo despreocupado. Claro que, con sus computadoras, podían analizar todas las alternativas lógicas.
— Desde luego. Pero quiero darles una noticia confidencial: vamos a acelerar la operación a fin de completar el escudo en un plazo menor. No sólo no pensamos quedarnos, sino que queremos partir antes de lo pensado. Hubiera deseado comunicarles esta noticia en otras circunstancias.
El Primer Ministro no pudo reprimir un gesto de sorpresa; el Presidente ni siquiera lo intentó. Pero el capitán Bey volvió al ataque antes de que pudieran recuperarse:
«Señor Presidente, creo que es justo pedirle que fundamente su... acusación. Caso contrario no podemos refutarla.»
El Presidente miró al Primer Ministro. El Primer Ministro miró a los visitantes:
— Me temo que es imposible. No podemos revelar las fuentes de información.
— En ese caso estamos en una impasse. Sólo podremos convencerlos con nuestra partida, que de acuerdo a los nuevos plazos se producirá dentro de ciento treinta y cinco días.
Se miraron sombríamente, hasta que Kaldor rompió el silencio:
— Si nos permiten, quisiera hablar un momento en privado con el capitán.
— Adelante.
Salieron. El Presidente se volvió hacia el Primer Ministro:
— ¿Crees que dicen la verdad?
— Kaldor es incapaz de mentir; de eso estoy seguro. Pero tal vez desconoce los hechos.
La breve conversación se vio interrumpida por el retorno de la parte acusada.
— Señor Presidente — dijo el capitán —, el doctor Kaldor y yo hemos resuelto revelarles una noticia que esperábamos mantener en secreto. Se trata de un asunto vergonzoso, que creíamos concluido. Tal vez nos equivocamos: en ese caso necesitaremos su ayuda.
Relató brevemente los sucesos que llevaron a la realización de la asamblea y concluyó.
— Podemos mostrarles las actas grabadas, si lo desean. No tenemos nada que ocultar.
— No es necesario, Sirdar — dijo el Presidente, con evidente alivio. Sin embargo, el Primer Ministro parecía preocupado:
— Espere, señor Presidente. Eso no explica los informes tan verosímiles que hemos recibido.
— Estoy seguro de que el capitán sabrá explicarlos muy bien.
Tras una nueva pausa el Presidente fue a buscar el botellón de vino:
— Bebamos una copa — dijo alegremente —. Les diremos cómo nos enteramos.
Todo fue muy rápido, pensó Owen Fletcher. El resultado de la votación lo había decepcionado, aunque dudaba que reflejara el verdadero estado de ánimo de la tripulación. Más aún, dos de los conspiradores tenían instrucciones de votar en contra, a fin de mantener oculta la verdadera — y todavía escasa — fuerza del movimiento neothalassiano.
El problema era el próximo paso a seguir. Era ingeniero, no político — aunque ya empezaba a aprender esta nueva profesión — y no veía cómo podría ganar nuevos adeptos sin salir al descubierto.
Le quedaban dos alternativas. La primera, la más sencilla, consistía en desertar. Para ello bastaría ocultarse poco antes de la partida. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para buscarlos — aunque quisiera hacerlo — y sus amigos thalassianos los ocultarían hasta la partida del Magallanes.
Pero sería una doble deserción, y un hecho inédito en la muy unida comunidad sabra. Abandonaría a sus colegas en hibernación, entre los cuales se hallaban su hermano y hermana. ¿Qué dirían tres siglos después, en el ambiente hostil de Sagan 2, al enterarse de que se había negado a abrirles las puertas del Paraíso?
Se agotaba el tiempo. No cabía duda del significado de los nuevos plazos, simulados en la computadora. Aunque todavía no había hablado con sus amigos, no veía alternativa.
Pero su mente aún se negaba a aceptar la palabra sabotaje.
Rose Killian jamás había oído hablar de Dalila, y si alguien la hubiera comparado con ella se hubiera horrorizado. Era una norteña inocente y bastante ingenua que, como tantos jóvenes thalassianos, había sucumbido a los encantos de los visitantes de la Tierra. Su relación con Karl Bosley era su primera experiencia amorosa profunda; pero también lo era para él.
La idea de separarse les partía el corazón. Una noche, cuando ella lloraba con la cabeza apoyada en su hombro, él ya no pudo soportar su sufrimiento.
— Si me prometes no contárselo a nadie — dijo, acariciando suavemente la cabellera derramada sobre su pecho —, te daré una buena noticia. Es un secreto, nadie lo sabe. La nave no se va. Nos quedaremos en Thalassa.
La sorpresa casi la hizo caer de la cama.
— ¿Es verdad? ¿No lo dices para consolarme?
— Es la pura verdad. Pero no se lo cuentes a nadie, hay que mantener el secreto.
— Por supuesto, mi amor.
Pero Marion, su amiga del alma, también lloraba la inminente partida de su novio terrícola: ¿cómo no decírselo?
Y Marion le dio la buena nueva a Fauline... que no pudo resistir la tentación de contársela a Svetlana... quien se la mencionó en absoluto secreto a Crystal.
Crystal era la hija del Presidente.
Qué asunto tan desagradable — pensó el capitán Bey. Owen Fletcher es un buen hombre, yo mismo lo recomendé. ¿Cómo es posible?
No podía haber una sola razón. Tal vez, si no hubiera sido Sabra y además no se hubiera enamorado de la chica, no habría pasado nada. ¿Cómo se decía cuando uno más uno era más de dos? Sin... sin... ah, sí, sinergia. Pero algo le decía que había algo más, algo que se le escaparía siempre.
Kaldor, que siempre encontraba la frase adecuada para cualquier ocasión, le había dicho, hablando de la psicología de la tripulación:
— Nos guste o no nos guste, somos hombres mutilados, capitán. Nadie que haya sufrido la experiencia de los últimos años de la Tierra podría salir indemne. Todos compartimos la sensación de culpa.
— ¿Culpa? — había exclamado él, atónito e indignado.
— Así es, aunque no somos culpables de nada. Somos sobrevivientes; los únicos sobrevivientes. Los sobrevivientes siempre se sienten culpables de estar vivos.
Esa observación inquietante tal vez explicaba la actitud de Fletcher... y muchas cosas más.
Somos hombres mutilados.
Conozco tu dolor y sé cómo lo asumes, Moses Kaldor. Conozco el mío, y he sabido emplearlo en beneficio de mis congéneres. Gracias a él soy lo que soy, y me siento orgulloso de ello.
Quizás en una era anterior hubiera sido un dictador o un caudillo de guerra. Pero en mi época he cumplido eficientemente la función de jefe de la Policía Continental, general a cargo de Fabricaciones Espaciales y... comandante de una nave estelar. He sabido sublimar mis fantasías de poder.
Fue a la caja fuerte de la comandancia, cuya llave sólo él poseía, e insertó la barra metálica en la ranura. La puerta se abrió suavemente. En el interior había varios fajos de papeles, algunas medallas y trofeos y un estuche de madera con las iniciales S.B. grabadas en una chapa de plata.
El capitán lo puso sobre la mesa y sintió la vieja agitación en sus entrañas. Levantó la tapa y la luz centelleó sobre el instrumento de poder que yacía en su lecho de terciopelo.
Millones de hombres hablan sufrido esa perversión. En general era inocua, y en las sociedades primitivas había cumplido incluso un papel útil. Muchas veces había alterado el curso de la historia, para bien o para mal.
— Sé que eres un símbolo fálico — susurró el capitán —. Pero también eres una pistola. Te he usado antes; puedo usarte otra vez...
La visión duró apenas una fracción de segundo, pero en su mente pasaron años. Se encontraba de pie junto a su escritorio; en ese instante se desbarató la obra de los psicoterapeutas: las puertas de la memoria se abrieron de par en par.
Su mente, horrorizada y fascinada a la vez, volvió a esas décadas turbulentas, durante las cuales se despertaron todos los instintos atávicos del hombre, los buenos y los malos. Recordó cuando era un joven inspector de la Policía de El Cairo y dio la orden de disparar sobre una turba. Se suponía que los proyectiles eran de caucho, pero murieron dos personas.
¿A qué se debía el tumulto? Nunca lo supo: imposible estar al tanto de los numerosos movimientos políticos y religiosos de los últimos días. También fue la era de los supercriminales: hombres que no tenían nada que perder ni futuro al que aspirar, y por ello estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. La mayoría de ellos habían sido psicópatas, pero no faltaban los genios. Recordó a Joseph Kidder, quien había estado a punto de robar una nave estelar. Había desaparecido, y el capitán Bey solía tener una pesadilla: «Y si uno de los tripulantes en hibernación fuera...»
La brutal limitación de la natalidad para disminuir la población, la prohibición total de tener hijos a partir del 3600, la prioridad absoluta acordada al desarrollo del empuje cuántico y la construcción de naves como el Magallanes: todo eso, unido a la conciencia del fin próximo habían generado tensiones tan enormes, que parecía un milagro que alguien pudiera escapar del sistema solar. El capitán Bey pensaba con admiración y gratitud en los hombres que habían dedicado sus últimos años a una causa cuyo éxito o fracaso no podrían comprobar.
Recordó a Elizabeth Windsor, la última Presidenta del mundo, cuando se aprestaba, exhausta pero orgullosa, a abandonar la nave después de su visita de inspección para volver al planeta al que apenas le quedaban unos días de vida. A ella le quedaba menos tiempo; la bomba colocada en su trasbordador espacial había estallado antes del aterrizaje en Puerto Cañaveral.
El capitán se estremeció al recordarlo; esa bomba estaba destinada al Magallanes; la nave se había salvado gracias a un error de cálculo del criminal. Dos sectas religiosas mortalmente enfrentadas entre sí se habían adjudicado la autoría del atentado.
Jonathan Cauldwell y sus secuaces — escasos pero siempre entusiastas — proclamaban con desesperación que todo terminaría bien; que Dios ponía a prueba a la humanidad, como antes había puesto a prueba a Job. A pesar de todo, el Sol volvería a la normalidad y la humanidad se salvaría. Claro que si los hombres no tenían fe en Su bondad, tal vez provocarían Su ira y entonces El cambiaría de parecer...
La secta Voluntad de Dios sostenía lo contrario. Había llegado al Juicio Final, nadie debía tratar de evitarlo. Al contrario, bienvenido fuera, ya que después del Juicio los justos conocerían la dicha eterna.
Los partidarios de Cauldwell y los de la VDD habían llegado, por caminos opuestos, a la misma conclusión: la raza humana no debía tratar de evitar su destino. Había que destruir las naves estelares.
Afortunadamente las dos sectas estaban mortalmente enemistadas, razón por la cual eran incapaces de colaborar en aras de un objetivo común. Tras la muerte de la presidenta Windsor su mutua hostilidad se volvió violencia fratricida. Corría el rumor — iniciado seguramente por la Oficina Mundial de Seguridad, aunque los colegas de Bey jamás lo reconocieron — que la VDD había puesto la bomba y los de Cauldwell habían saboteado el mecanismo de relojería. También corría la versión contraria; tal vez alguna de las dos era verídica.
Sólo un puñado de hombres, aparte del capitán, conocían ese suceso histórico, que no tardaría en pasar al olvido. Pero el hecho era que la amenaza de sabotaje pendía nuevamente sobre el Magallanes.
Claro que los sabras, a diferencia de los seguidores de Cauldwell y la VDD, eran hombres altamente calificados, no trastornados por el fanatismo. El peligro era más grave, pero el capitán Bey estaba convencido de que sabría manejarlo.
Eres un buen hombre, Owen Fletcher, pensó. Pero he matado a mejores hombres que tú. Y cuando no me quedó alternativa, he recurrido a la tortura.
Le enorgullecía pensar que nunca había gozado con ello; y en esa ocasión, contaba con un recurso mejor.
El Magallanes contaba con un tripulante nuevo, despertado intempestivamente de su largo sueño; se encontraba en proceso de adaptación a su nueva situación, igual que Kaldor un año atrás. Era una situación de emergencia; de acuerdo con la computadora, sólo el doctor Marcus Steiner, ex jefe del Departamento Científico de la Oficina Terrestre de Investigaciones poseía los conocimientos teóricos y prácticos que, desgraciadamente, era necesario aplicar.
En la Tierra sus amigos solían preguntarle por qué se había dedicado a la criminología. Su respuesta invariable era: «Caso contrario me hubiera dedicado al crimen».
Steiner necesitó una semana para efectuar los ajustes necesarios en el equipo electroéncefalográfico de la enfermería y verificar los programas de las computadoras. Durante ese período los cuatro sabras permanecieron encerrados en sus camarotes y se negaron obstinadamente a reconocerse culpables.
Owen Fleteher no parecía demasiado feliz al ver los aparatos preparados para él; le recordaban las sillas eléctricas y aparatos de tortura de la sangrienta historia de la Tierra. El doctor Steiner se apresuró a tranquilizarlo, con la falsa amabilidad del hábil inquisidor.
— No se preocupe, Owen. Le doy mi palabra de que no sentirá nada. Ni siquiera será consciente de sus propias respuestas, y no hay manera de ocultar la verdad. Ya que es un hombre inteligente, le diré de qué se trata. Eso, aunque no lo crea, facilitará mi trabajo; le guste o no, su mente subconsciente confiará en mi y colaborará.
Qué idiotez, pensó el teniente Fletcher; ¡a mí no me engañan con eso! Pero permaneció en silencio, mientras los ayudantes lo obligaban a sentarse y le sujetaban la cintura y antebrazos con correas de cuero. Se sometió dócilmente: dos robustos ex colegas suyos permanecían atentos, pero se sentían incómodos y evitaban mirarlo a los ojos.
— Si quiere beber o ir al excusado, dígalo. Esta sesión durará una hora; tal vez más adelante será necesario realizar otras sesiones más breves. Queremos que se sienta cómodo y relajado.
Era una observación un tanto optimista, dadas las circunstancias, pero nadie la tomó a broma.
»Disculpe que le hayamos rasurado el cráneo, pero el pelo impide el buen contacto de los electrodos. Le vendaremos los ojos, para evitar la entrada de señales visuales que podrían introducir confusión... Sentirá sueño, pero no perderá la conciencia... Le formularemos una serie de preguntas. Hay sólo tres respuestas posibles: sí, no o no sé. No tendrá que responder; su cerebro lo hará, y el sistema trinario de la computadora interpretará las respuestas...
»Por más que se esfuerce no podrá mentir; ¡inténtelo, si quiere! Los mejores cerebros de la Tierra inventaron este aparato y jamás pudieron engañarlo. Cuando recibe una respuesta ambigua la computadora reformula la pregunta. ¿Listo? Muy bien. Registro alto, por favor... verifiquen la entrada en canal 5... programa en marcha...
SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER... RESPONDA SI... O NO...
SU NOMBRE ES JOHN SMITH... RESPONDA SÍ... O NO...
NACIÓ EN CIUDAD LOWELL, MARTE... RESPONDA SI... O NO...
SU NOMBRE ES JOHN SMITH... RESPONDA SÍ... O NO...
NACIÓ EN AUCKLAND, NUEVA ZELANDA... RESPONDA SÍ... O NO...
SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER...
NACIÓ EL 3 DE MARZO DE 3585...
NACIÓ EL 31 DE DICIEMBRE DE 3584...
Las preguntas se sucedían con tanta rapidez que, aún cuando estuviera totalmente despierto, Fletcher no hubiera podido falsificar sus respuestas. Tampoco tenía importancia: a los pocos minutos la computadora había determinado las pautas de sus contestaciones reflejas a las preguntas de respuesta conocida.
De tanto en tanto volvían a calibrar el aparato (SU NOMBRE ES OWEN FLETCHER... NACIÓ EN CIUDAD DEL CABO, ZULULANDA...) o se repetían preguntas para verificar las respuestas. Una vez identificada la configuración fisiológica de las respuestas si — no el proceso se volvía totalmente automático.
Los «detectores de mentiras» primitivos lo habían intentado con cierto éxito, pero rara vez con certeza total. En menos de doscientos años se había perfeccionado la tecnología que revolucionó la práctica forense, tanto criminal como civil, a tal punto que pocos juicios duraban más de un par de horas.
Más que un interrogatorio, era una versión electrónica y a prueba de trampas del antiguo juego de «preguntas y respuestas». En teoría una serie de respuestas por sí o por no permitía obtener rápidamente cualquier dato; cuando un ser humano experto colaboraba con una máquina experta generalmente se necesitaban menos de veinte preguntas.
Una hora después, Owen Fletcher se levantó de la silla. Estaba mareado, no recordaba ninguna de las preguntas ni respuestas. Sin embargo, estaba prácticamente seguro de que no se había delatado.
Para su sorpresa, el doctor Steiner le dijo:
— Listo, Owen. No habrá más interrogatorios. El profesor se enorgullecía porque jamás había lastimado a nadie, pero todo buen inquisidor debía tener algo de torturador, siquiera psicológico. Si además de eso gozaba de reputación de infalible, tenía la mitad de la batalla ganada.
Aguardó a que Fletcher recuperara el equilibrio. Cuando se retiraba de la sala para volver a la celda de detención, lo llamó:
— Oiga, Owen. Ese plan de destruir el hielo estaba condenado a fracasar.
En realidad no era cierto, pero eso ya no tenía la menor importancia. La mirada atónita del teniente Fletcher le confirmó que su enorme pericia había triunfado una vez más.
Ahora podía volver a la cama hasta llegar a Sagan 2. Pero antes aprovecharía esta oportunidad imprevista para pasar un rato agradable.
Al día siguiente iría a pasear por Thalassa y tal vez a darse un baño en una de sus hermosas playas. Pero ahora quería gozar de la compañía de un viejo y querido amigo.
Con sumo cuidado extrajo el libro del paquete cerrado al vacío. El ejemplar uno era raro sino único. Lo abrió al azar: se lo conocía prácticamente de memoria.
Empezó a leer, y a cincuenta años luz de las ruinas de la Tierra, la bruma cayó una vez más sobre la calle Baker.
— Ya lo hemos verificado — dijo el capitán Bey —. Los únicos que estaban metidos en el asunto eran los cuatro sabras. Por suerte no hay necesidad de interrogar a nadie más.
— No comprendo cómo pensaban salirse con la suya — dijo el capitán Malina. Se sentía deprimido.
— No creo que lo hubiesen logrado, pero afortunadamente no será necesario comprobarlo. Además, no estaban resueltos.
»El Plan A consistía en dañar el escudo. El teniente Fletcher, como ustedes saben, formaba parte del equipo de armadores. Estaba elaborando un plan para alterar la última etapa del programa. Si un bloque de hielo hacía impacto en el escudo a un par de metros por segundo... ¿comprenden?
»Podría parecer una accidente, aunque existía el riesgo de que la investigación posterior demostrara lo contrario. Además, el escudo dañado se puede reparar. Fletcher esperaba que la demora le daría tiempo para atraer más gente a su causa. Tal vez tenía razón: un año más en Thalassa...
»El Plan B consistía en sabotear los sistemas de oxigenación, para obligarnos a evacuar la nave. Las contras son las mismas que en el caso anterior.
»El Plan C era el más drástico, porque hubiera significado el fin de la misión. Afortunadamente, ninguno de los sabras trabajaba en la sección Propulsión; les hubiera resultado muy difícil llegar al mecanismo de empuje.
Todos quedaron estupefactos, sobre todo el comandante Rocklyn.
— No tan difícil, señor, para alguien que estuviera decidido a todo. El gran problema consistía en encontrar la manera de inutilizar el empuje por completo, sin dañar la nave. No creo que tuvieran los conocimientos técnicos indispensables.
— En eso estaban — dijo el capitán gravemente —. Lamentablemente, tendremos que alterar los dispositivos de seguridad. Mañana al mediodía habrá una reunión para discutir ese problema. De asistencia obligatoria para todos los oficiales superiores.
Fue entonces que la jefa médica Newton formuló la pregunta que estaba en las mentes de todos:
— ¿Habrá consejo de guerra, capitán?
— No es necesario; la culpa está demostrada. De acuerdo al Reglamento sólo falta dictar sentencia. Todos esperaron. Y esperaron...
»Gracias, damas y caballeros — dijo el capitán, y los oficiales salieron en silencio.
Quedó a solas en su oficina. Estaba furioso, se sentía traicionado. Pero al menos el asunto había concluido: el Magallanes había capeado el temporal artificial.
Los otros tres sabras eran, tal vez, tipos inofensivos. El problema era qué hacer con Owen Fletcher.
Pensó en el mortífero juguete guardado en su caja fuerte. El era el capitán: sería fácil simular un accidente...
Rechazó la idea de inmediato; era incapaz de semejante cosa. De todas maneras ya había tomado su decisión, y confiaba en que satisfaría a todos.
Alguien había dicho que para cada problema existía una solución sencilla, atractiva y... errónea. Pero estaba seguro de que su solución era sencilla, atractiva y totalmente justa.
Los sabras quieren quedarse en Thalassa: sea. Serán ciudadanos valiosos: tal vez los tipos agresivos y enérgicos que la sociedad necesitaba.
Qué extraño, cómo se repetía la historia: al igual que Magallanes, dejaría a varios hombres y seguiría viaje.
Pero tardaría trescientos años en enterarse si los había premiado o castigado.
En el laboratorio oceanográfico de Isla Norte no se mostraron demasiado entusiastas.
— Tardaremos una semana más en reparar el Calypso — dijo el director —. Por suerte pudimos salvar el trineo. Es el único que tenemos, no queremos correr el riesgo de perderlo.
Conozco esa actitud, pensó la oficial científica Varley. En la Tierra durante los últimos días, algunos directores de laboratorios protegían sus hermosos equipos del uso para evitar que se ensuciaran.
— No creo que exista riesgo de eso, salvo que Krakan, padre e hijo, vuelva a las andadas. Y los geólogos aseguran que eso no volverá a ocurrir en los próximos cincuenta años.
— No estoy tan seguro. Pero dígame con franqueza, ¿por qué le parece tan importante?
Qué estrechez de miras, pensó Varley. Ya sé que es un físico oceanográfico, pero podría demostrar algo de interés en la biología marina. Aunque tal vez soy injusta; él sólo quiere sondearme...
— Tenemos cierto interés sentimental en el tema, desde la muerte — que afortunadamente sólo fue temporaria — del doctor Lorenson. Aparte de eso los escorpios nos fascinan. Todo cuanto podamos descubrir sobre la inteligencia no humana será de importancia capital. Y en este caso, más para ustedes que para nosotros, ya que son sus vecinos.
— Comprendo. Por suerte nuestros hábitat son completamente distintos.
(Sí pero, ¿hasta cuándo?, se preguntó la oficial científica. Si Moses Kaldor tiene razón...)
— Explíqueme para qué sirve el balón espía. Qué nombre extraño.
— Lo inventaron hace miles de años, y al principio lo usaban para tareas de seguridad e inteligencia, aunque después se descubrieron otras explicaciones. Algunos eran poco más grandes que la cabeza de un alfiler; éste tiene el tamaño de un balón de fútbol.
Varley desplegó los croquis sobre la mesa del director.
»Este fue diseñado para uso submarino. Me sorprende que no lo conozcan, viene del año 2045. Encontramos las referencias en la Memoria Técnica y las introdujimos en el Duplicador. El primero no funcionó, no sabemos por qué, pero éste si funciona.
»Estos son los generadores acústicos de diez megahertz, resolución milimétrica. La imagen no es tan buena como la de un trasmisor de video, pero para el caso será suficiente.
»El procesador de señales es bastante complejo. Cuando se enciende el balón, emite una pulsación que genera un holograma acústico de todo lo que encuentra en diez a veinte metros a la redonda. Trasmite la información en una banda estrecha de doscientos kilohertz a la boya flotante, que a su vez la retransmite a la base. La primera imagen se genera en diez segundos; luego el balón emite la segunda pulsación.
»Si no hay cambios en el cuadro, la señal es nula. Si los hay, trasmite la nueva información, lo que permite modificar la imagen.
»De hecho se trata de una serie de fotografías instantáneas tomadas a intervalos de diez segundos, lo cual en la mayoría de los casos es suficiente. Claro que si los hechos se suceden a gran velocidad las imágenes saldrán borrosas, pero en fin, nada es perfecto. El sistema funciona en la oscuridad total, es difícil de localizar y además es económico.
El director trataba en vano, de ocultar su entusiasmo.
— Es un juguete muy ingenioso, tal vez nos resulte útil. ¿Pueden darnos los datos específicos y un par de modelos?
— Por supuesto. Verificaremos que se acople bien al Duplicador de ustedes, así podrán sacar todas las copias que quieran. El primer modelo lo arrojaremos sobre Villa Escorpio; el segundo y el tercero quizá también. Y luego será cuestión de esperar a ver qué pasa.
La imagen era granulosa, difícil de interpretar, a pesar del revelado en colores que mostraba detalles invisibles al ojo humano. Era la proyección plana de una vista de trescientos sesenta grados del fondo del mar. A la izquierda aparecían algas, en el centro algunas formaciones rocosas y a la derecha más algas. Parecía una fotografía instantánea, aunque los números en la esquina inferior izquierda mostraban el paso del tiempo. De tanto en tanto, cuando algún movimiento modificaba las pautas de la información, la imagen cambiaba bruscamente.
— Como verán — dijo la comandante Varley a los invitados en el auditorio de Terra Nova — al principio no había escorpios. Tal vez escucharon, advirtieron de alguna manera, la caída de nuestro, digamos, obsequio. Y aquí llega el primero a investigar, al minuto con veinte segundos.
La imagen cambiaba bruscamente cada diez segundos, a medida que aparecían nuevos escorpios en escena.
»Inmovilicemos esta imagen para estudiar los detalles. Miren ese escorpio, a la derecha. Vean la tenaza izquierda: ¡no menos de cinco pulseras metálicas! Parece ser el de mayor autoridad: en las imágenes siguientes los demás escorpios le abren paso. Ahora estudia ese misterioso paquete. caído de su cielo... esta foto es excelente... vean cómo coordina las tenazas y las palpas bucales... unas para hacer fuerza, las otras para efectuar movimientos precisos... tironea del alambre, pero nuestro obsequio es muy pesado... miren la pos... cualquiera diría que está dando órdenes, aunque no hemos detectado ninguna señal... tal vez sea subsónica... ahí viene otro grandote...
La imagen cambió bruscamente, viró a un ángulo agudo.
»Ahí van, llevándonos a la rastra. Usted tenía razón, doctor Kaldor: se dirigen hacia la cueva en la pirámide... el paquete no cabe, es demasiado grande... tal como habíamos previsto... y ahora viene lo más interesante de todo...
El obsequio era fruto de un largo estudio. Era un montón de chatarra, pero chatarra cuidadosamente seleccionada: barras de acero, cobre, aluminio y plomo; tablas de madera; tubos y láminas de plástico; cadenas de hierro; un espejo metálico y varios rollos de alambre de cobre de distintos diámetros. El balón espía ocupaba un discreto rincón y estaba sujeto por cuatro cables separados.
Dos escorpios grandes atacaban la chatarra con decisión y, aparentemente, en forma metódica. Las poderosas tenazas cortaron los alambres y a continuación desecharon las piezas de madera y de plástico. Evidentemente solo les interesaba el metal.
El espejo les llamó la atención. Lo alzaron, contemplaron sus reflejos, los cuales, desde luego, no aparecían en las imágenes acústicas del balón.
— Creímos que lo atacarían: cuando se introduce un espejo en una pecera a veces se inicia un alboroto. Tal vez se reconocieron. Eso podría ser señal de un buen nivel de inteligencia.
Los escorpios dejaron de lado el espejo y empezaron a arrastrar el montón de chatarra sobre el fondo del mar. Tras una serie de imágenes totalmente borrosas apareció una escena completamente diferente.
»Tuvimos suerte, todo sucedió tal cual estaba previsto. Introdujeron el balón en la cueva vigilada. Pero no es la sala del trono de la reina de los escorpios, si es que existe, cosa que dudo... ¿Alguien quiere proponer alguna hipótesis?
Se hizo silencio, mientras el auditorio contemplaba la extraña escena.
— ¡Es un depósito de chatarra! — exclamó una voz.
— Pero debe de tener algún objeto...
— Miren, un motor fuera de borda de diez kilovatios... ¡se habrá caído de algún bote!
— ¡Ahora sabemos quién roba las cadenas de anclaje!
— ¿Pero por qué? No tiene sentido...
— Para ellos evidentemente si.
Moses Kaldor tosió para llamar la atención: era un recurso casi infalible.
— Esto que voy a decir es sólo una hipótesis — anunció —, pero son muchos los hechos que la corroboran. Como ven, todos los objetos son metálicos y han sido recogidos cuidadosamente en diferentes lugares...
»Ahora bien, para un animal marino inteligente el metal debe de ser algo misterioso, muy distinto a todos los productos naturales del océano. Se diría que los escorpios viven en la edad de piedra, y no pueden superarla como hicimos nosotros, animales terrestres. La falta de fuego los mantiene encerrados en un callejón sin salida tecnológico.
»Me da la impresión de que asistimos a la repetición de algo que sucedió hace milenios en nuestro planeta. ¿Saben de dónde extraía el hierro el hombre primitivo? ¡Del espacio!
»Comprendo que se muestren incrédulos. Pero el hierro nunca se encuentra en la naturaleza en estado puro porque se oxida con excesiva facilidad. La única fuente de metal del hombre primitivo eran los meteoritos. Por eso los adoraban; por eso nuestros antepasados creían que el cielo estaba poblado de seres sobrenaturales.
»Me pregunto si no estamos ante el mismo proceso. Les ruego que lo estudien seriamente. No conocemos el nivel de inteligencia de los escorpios. Tal vez el metal los atrae por mera curiosidad, o porque les fascinan sus propiedades, digamos, mágicas. La cuestión es si sabrán emplearlo para algo más que meros objetos ornamentales. ¿Hasta qué punto podrán progresar mientras permanezcan bajo el agua? ¿Hasta cuando seguirán allí?
»Caballeros, pienso que deben estudiar los escorpios a fondo. Tal vez comparten el planeta con otra raza inteligente. ¿Qué hacer: convivir o pelear? Y aunque no sean inteligentes, los escorpios podrían constituir una amenaza mortal... o convertirse en herramientas útiles. Tal vez deberían reproducirlos en viveros; ya que estamos, les recomiendo que busquen la referencia CARGO CULT en el banco de datos históricos.
»Me muero de ganas de conocer el capítulo siguiente de esta historia. Quién sabe si en este preciso instante no se está realizando una reunión de filósofos escorpios en algún bosque de algas, para estudiar qué actitud tomar hacia nosotros.
»Caballeros, les ruego que reparen la antena espacial a fin de mantenerse en contacto con nosotros. La computadora del Magallanes recibirá la información, mientras vela por nosotros en la travesía a Sagan 2.
— ¿Qué es dios? — preguntó Mirissa.
Kaldor suspiró y alzó la vista de la pantalla, donde aparecía una escena de la antigüedad.
— Válgame el cielo. ¿A qué viene esa pregunta?
— Por algo que dijo Loren ayer: «Moses cree que tal vez los escorpios buscan a Dios».
— Conque eso dijo. Ya se las verá conmigo. Y tú, jovencita, me pides que te explique algo que ha obsesionado a millones de hombres durante miles de años. Ningún otro tema ha generado tantos ríos de tinta. ¿Cuánto tiempo tienes esta mañana?
— Una hora, por lo menos — rió Mirissa —. Pero tú mismo sueles decir que cualquier concepto, si es verdaderamente importante, se puede explicar con una sola frase.
— Ajá. Bueno, he oído y leído frases bastante largas en mi vida. La cuestión es por dónde empezar...
Su vista se dirigió a la ventana y se detuvo en la mole silenciosa — y a la vez tan elocuente — de la Nave Madre en medio del prado. Aquí se inició la vida humana en este planeta, pensó. Por eso me recuerda al Edén. ¿Seré yo la Serpiente que pondrá fin a su edad de la inocencia? Pero no: Mirissa es una muchacha tan inteligente, no le diré nada que no sepa o sospeche ya.
— Bueno, por empezar, jamás hubo dos personas, menos aún si eran filósofos, que se pusieran de acuerdo en el significado a la palabra dios. Por eso gradualmente cayó en desuso, hasta que a principios del tercer milenio sólo sobrevivía como un exclamación, que algunas sociedades consideraban incluso obscena.
»Se la reemplazó con toda una serie de términos especializados, referidos a los diversos aspectos del tema. Esto tuvo la ventaja de poner fin a esas discusiones de sordos, causantes de tantos disturbios en el pasado.
»Al dios personal, también llamado Dios Primero, se lo denominó Alfa. Era un ente hipotético que, se decía, presidía los asuntos de la vida cotidiana. Velaba por cada individuo — ¡incluso por cada animal! —, recompensaba el bien y castigaba el mal, generalmente en una supuesta vida después de la muerte. El hombre adoraba a Alfa, le rezaba, realizaba complicados ritos y construía enormes templos en su honor... ¿comprendes lo que te digo?
— Sí... más o menos.
— ¡Gracias a Dios! — rió Kaldor —. Ya ves que es un término útil. Si tuviera. que explicar el significado de cada palabra no llegaríamos a ninguna parte.
»Había otro Dios, que había creado el universo y luego, quizá, se había desentendido de su obra. Se lo denominó Omega.
»Antes que nada, Alfa y Omega eran las letras primera y última de un alfabeto antiguo. Los filósofos agotaron las veintitantas letras antes de terminar de definir la palabra dios, pero por hoy nos limitaremos a Alfa y Omega. Calculo que la discusión habrá insumido unos diez mil millones de años-hombre.
»Alfa estaba indisolublemente ligado a la religión, y ésa fue la causa de su desaparición. Si la infinidad de sectas y subsectas fanáticas — e incluso asesinas — hubiesen podido llegar a un consenso, tal vez Alfa hubiera sobrevivido hasta el momento de la destrucción de la Tierra. El hecho es que desapareció durante el tercer milenio, aunque al final todavía quedaban algunos creyentes.
»Es una historia fascinante y a veces horrenda; sólo puedo señalarte algunos de sus hitos más importantes.
»Las dos causas principales de la muerte de Alfa fueron la intolerancia de la mayoría de sus creyentes — no de todos — y el problema del mal.
»Si las numerosas religiones hubieran aprendido a convivir en paz, tal vez se hubieran evitado tantos desastres. Pero eso era imposible, porque cada una se creía dueña de la Única Verdad. Por ello estaban obligadas a exterminar a sus rivales, no sólo a las demás religiones sino también a los disidentes de la secta propia.
»Claro que ésta es una descripción esquemática y simplista; hubo algunas religiones tolerantes, que cumplieron una función social positiva, y hombres y mujeres que aprendieron a trascender su fe. Más aún, yo diría que la religión cumplió un papel fundamental en las sociedades humanas primitivas; sin la acción moderadora de la presencia sobrenatural, es posible que los hombres jamás superaran la organización tribal. Pero el poder y los privilegios corrompieron a la religión, la trasformaron en una fuerza esencialmente antisocial, causante de enormes males que eclipsaron el bien que había hecho.
»Me imagino que no habrás oído hablar de la Inquisición, la caza de brujas y la Guerra Santa. Es difícil de creer, pero ya bien entrada la era espacial, en ciertos países, un niño podía ser ajusticiado porque sus padres pertenecían a alguna rama hereje de la religión estatal de ese Alfa particular. Veo que estás horrorizada, pero estas cosas, y otras peores, todavía sucedían cuando nuestros antepasados empezaban a explorar el sistema solar...
»Afortunadamente para la humanidad, Alfa desapareció de escena poco después del año 2000. Lo mató un suceso fascinante — perdóname, es la segunda vez que uso esa palabra pero, ¿cuál otra usarías para describir la conducta humana? — llamado Teología Estadística. ¿Tienes tiempo? ¿Bobby no escapará?
Mirissa miró por el ventanal. El hermoso caballo comía el césped en torno a la Nave Madre y no daba señales de inquietud.
— Mientras haya algo para comer no se irá. ¿Qué fue la Teología Estadística?
— Fue el intento definitivo de erradicar el problema del mal. Lo detonó el surgimiento de una secta muy rara, llamada el Neomaniqueismo, no me preguntes por qué, alrededor del 2050. Fue la primera «religión orbitante»: los demás cultos habían empleado los satélites de comunicación para propagar sus doctrinas, pero los neomaniqueos no usaban otra cosa. Su centro de reunión era la pantalla del televisor.
»Aunque dependían por completo de la tecnología, respondían a una tradición antiquísima. Creían que Alfa existía y era la encarnación del mal, y que el destino último de la humanidad era combatirlo y destruirlo.
»Fundamentaban su fe en una enorme cantidad de hechos horrendos, tomados de la historia y la zoología. Para mí eran unos morbosos, por el placer que les daba recolectar esa clase de datos.
»Veamos un ejemplo. Una de las pruebas más difundidas de la existencia de Alfa era el llamado argumento de la concepción. Ahora sabemos que es una falacia, pero en boca de los ene-eme sonaba muy convincente; más aún, irrefutable.
»Un sistema perfectamente concebido — su ejemplo preferido era el reloj digital — supone la existencia de un ser que lo concibió, un creador. Así es el mundo natural.
»De ahí tomaban sus argumentos, sobre todo del campo de la parasitología. ¡Ustedes los thalassianos son muy afortunados en ese sentido! No me detendré en los métodos increíblemente ingeniosos, además de nauseabundos, que empleaban diversas criaturas para invadir otros organismos, sobre todo humanos, y alimentarse de ellos, a veces hasta matarlos. Te daré un ejemplo, uno de los preferidos de los ene-eme: la mosca icneumón.
»Esta encantadora criatura paralizaba a otros insectos y ponía sus huevos sobre ellos. De esta manera, sus larvas contaban al nacer con una abundante provisión de «carne» fresca, viva.
»Cualquier ene-eme era capaz de pasarse horas describiendo estas maravillas de la naturaleza para demostrar que Alfa era la encarnación suprema del mal o, en el mejor de los casos, un ser que desconocía por completo las pautas humanas de la moral y el bien. No te preocupes, no soy capaz de hacer lo mismo y no lo haré.
»Pero debo mencionar otra de sus pruebas preferidas: el argumento catastrofista. Un ejemplo, que se repetía en múltiples variantes era: los adoradores de Alfa se reúnen para implorar el socorro divino en medio de un desastre. El refugio se derrumba y mata a todos, menos a los que permanecieron en sus hogares.
»Los ene-eme conocían millares de ejemplos: hospitales y hogares geriátricos devorados por las llamas; escuelas primarias destruidas por terremotos; ciudades reducidas a escombros por volcanes o maremotos: la lista era interminable.
»Desde luego que otros adoradores de Alfa trataban de refutarlos. Para ello recolectaban ejemplos contrarios, de los milagros que, una y otra vez, habían salvado a los creyentes de la catástrofe.
»La polémica prosiguió durante varios miles de años, pero fue zanjada definitivamente en el siglo XXI, gracias a la tecnología informática, los nuevos métodos de análisis estadístico y una mayor comprensión de la ley de probabilidades.
»La respuesta definitiva llegó pocas décadas después, y al cabo de algunas más fue aceptada por todos los hombres inteligentes. Los sucesos malos se producían con la misma frecuencia que los buenos; se confirmó la antigua de que el universo se regía por la ley de probabilidades matemáticas. Ni el bien ni el mal demostraban la presencia de algún agente sobrenatural.
»Por consiguiente, el problema del mal ni siquiera existía. Creer en un universo benévolo era tan absurdo como suponer que alguien pudiera ganar siempre en un juego de azar. A fin de salvar la situación, un grupo de fanáticos proclamó la religión de Alfa el Indiferente: el símbolo de su fe era la curva acampanada de la distribución normal. Demás está decir que un ser tan abstracto no podía despertar gran fervor.
»Y ya que hablamos de matemáticas, Alfa sufrió un segundo golpe demoledor en el siglo XXI (o tal vez el XXII, no recuerdo bien). Un terrícola genial llamado Kurt Gödel demostró la existencia de limitaciones absolutamente insuperables del conocimiento; de ahí que la idea de un Ser Omnisciente — una de las definiciones de Alfa — era absurda desde el punto de vista lógico. Este descubrimiento dio lugar a un juego de palabras que ha llegado hasta nuestros días: Gödel eliminó a Dios. Los estudiantes solían inscribir leyendas en las paredes con las letras G, O y la delta griega; y desde luego no faltaba la leyenda inversa: Dios eliminó a Gödel.
»Bien, volvamos al tema de Alfa. Hacia mediados del milenio había dejado de ser objeto de los desvelos humanos. La abrumadora mayoría de los hombres inteligentes aceptaba el fallo lapidario del gran filósofo Lucrecio: todas las religiones eran esencialmente inmorales, porque las supercherías que propagaban eran más dañinas que benéficas.
»Con todo, algunas de las antiguas religiones sobrevivieron hasta el final, aunque, en forma sumamente modificada. Los Mormones de los Últimos Días y las Hijas del Profeta construyeron sus propias naves de inseminación. A veces me pregunto qué habrá sido de ellas.
»Así desapareció Alfa, pero quedaba Omega, el Creador de todo. No es tan fácil deshacerse de Omega: el universo requiere alguna explicación. O tal vez no. Existe un viejo chiste filosófico, que es mucho más sutil de lo que parece. Pregunta: ¿por qué existe el universo? Respuesta: ¿qué sería de él si no existiera? Y con esto terminamos por hoy.
— Gracias, Moses — dijo Mirissa; parecía levemente mareada —. Todo esto lo has repetido muchas veces, ¿verdad?
— Por supuesto, muchísimas veces. Quiero que me prometas algo.
— ¿Qué?
— Que no creerás en nada de lo que digo sólo porque lo digo yo. Ningún problema filosófico profundo admite una respuesta definitiva. Omega sigue vivo, y a veces me pregunto si Alfa...
Se llamaba Carina, tenía dieciocho años y aunque era la primera vez que salía a navegar de noche en el bote de Kumar, no era la primera vez que yacía en sus brazos. En realidad, era la única que podía reclamar el disputado título de novia de Kumar.
El sol se había puesto dos horas antes, pero la luna interior, mucho más brillante y cercana que la Luna perdida de la Tierra, estaba en fase llena e iluminaba la playa con su fría luz azulada. Entre las palmeras ardía una pequeña fogata, la fiesta estaba en su apogeo y de vez en cuando llegaban al bote algunas notas musicales sobre el suave murmullo del motor, que funcionaba en potencia mínima. Kumar había logrado su principal objetivo y no tenía el menor apuro. Pero era un buen marinero: de tanto en tanto se levantaba, daba instrucciones orales al piloto automático y echaba un rápido vistazo al horizonte.
Es cierto lo que dijo Kumar, pensó Carina, adormecida por el placer. El balanceo suave y regular del bote era muy erótico, sobre todo cuando lo amplificaba el colchón de aire sobre el cual yacían. Se preguntó si después de semejante experiencia volvería a sentir placer al hacer el amor en tierra firme.
A eso se sumaba que Kumar, a diferencia de otros jóvenes de Tarna, era un amante tierno y atento. No era de esos hombres que sólo buscan su propio placer: no se sentía satisfecho si su compañera no lo compartía. Cuando me penetra, siento que soy la única chica en su mundo, pensó Carina, aunque sé muy bien que no es cierto.
Carina se daba cuenta de que se alejaban de la aldea, pero no le importaba. Quería prolongar el momento hasta la eternidad; aunque el bote se dirigiera a toda velocidad hacia alta mar, sabiendo que no volvería a encontrar tierra firme hasta dar la vuelta al mundo. Kumar era muy hábil, en más de un sentido. La confianza que le inspiraba aumentaba la sensación de placer; en sus brazos se desvanecían los problemas, no existía el miedo. Desaparecía el futuro y sólo quedaba el presente intemporal.
Pero el tiempo pasaba, y la luna interior se acercaba al cenit. En el epilogo de la pasión, mientras sus labios aún exploraban el territorio del amor, se detuvo el motor y el bote quedó a la deriva.
— Llegamos — dijo Kumar con cierta emoción.
¿Adónde habremos llegado?, se preguntó Carina con displicencia, al separarse los cuerpos. Tenía la sensación de que habían pasado varias horas desde la última vez que vio la costa... ni siquiera sabía si estaba a la vista.
Se paró lentamente, tratando de contrarrestar el suave balanceo del bote... y contempló boquiabierta el paisaje encantado de lo que hasta poco antes había sido el triste pantano mal llamado Bahía Manglares.
Desde luego, no desconocía la alta tecnología; la planta de fusión y del duplicador principal de Isla Norte eran mucho más impresionantes. Pero la vista de ese laberinto de conductos y depósitos y grúas y mecanismos de manipulación, esa combinación dinámica de astillero con fábrica química que funcionaba en silencio y con total eficiencia a la luz de las estrellas, sin un ser humano que lo manejara le provocó una pequeña conmoción visual y psicológica.
Se sobresaltó al escuchar, en medio del silencio de la noche, el ruido del anda al caer al agua.
— Ven, quiero mostrarte algo — dijo con una sonrisa maliciosa.
— ¿No hay peligro?
— Por supuesto que no; vengo muy a menudo.
Y nunca vienes solo, pensó Carina. Pero no tuvo tiempo de responder porque él ya bajaba del bote.
El agua les llegaba apenas a la cintura y retenía el calor del sol hasta el punto de resultar desagradable. Carina y Kumar salieron del agua, tomados de la mano, y la fresca brisa nocturna les refrescó la piel. Caminando entre las olas de la orilla, parecían Adán y Eva en el momento de tomar posesión de un Edén mecánico.
— No te preocupes — dijo Kumar —. Conozco el lugar, el doctor Lorenson me ha explicado todo. Pero he descubierto algo que ni él conoce.
Recorrían un camino bordeado por caños cubiertos de una gruesa capa de material aislante, alzados a un metro del suelo. Por primera vez Carina escuchó un ruido que pudo identificar: un ruido sordo de bombas que enviaban líquido refrigerante al laberinto de cañerías y permutadores térmicos que los rodeaban.
Llegaron al tanque donde había aparecido el primer escorpio. No había mucha agua a la vista, ya que la cubría una maraña de algas. En Thalassa no existían los reptiles, pero al ver los tallos gruesos y flexibles, Carina pensó en un nido de víboras.
Pasaron una serie de alcantarillas y pequeñas compuertas, todas cerradas, hasta llegar a un gran campo abierto, alejado de la planta principal. Al salir del complejo central, Kumar sonrió y saludó con la mano al lente de una cámara. (jamás se descubrió por qué se encontraba desconectada en ese momento crucial.)
— Son los tanques de congelamiento. Seiscientas toneladas en cada uno. Noventa y cinco por ciento de agua, cinco por ciento de algas. ¿De qué te ríes?
— No me río, pero me parece muy... extraño — dijo Carina sin dejar de sonreír —. Pensaba que se llevan una parte del bosque marino a las estrellas. ¡Quién lo diría! Pero no es por eso que me trajiste aquí.
— Así es — susurró Kumar —. Mira...
Al principio no vio nada. De pronto su mente captó el significado de la imagen en el borde de su campo visual, y entonces comprendió.
Era un milagro antiguo. Los hombres lo habían repetido en muchos planetas, durante más de mil años. Pero era la primera vez que tenía la oportunidad de ver ese espectáculo sobrecogedor.
Se acercaron al último tanque y lo vio con mayor claridad. El delgado hilo de luz, de apenas un par de centímetros de diámetro, subía hacia las estrellas, recto y preciso como un rayo láser. A medida que se alejaba se iba estrechando hasta volverse invisible, y parecía desafiarla a determinar el lugar exacto donde desaparecía. Su mirada se alzó hasta el cenit, a la estrella solitaria que permanecía inmóvil, mientras sus compañeras naturales, más tenues, se desplazaban hacia el oeste. El Magallanes, como una araña cósmica, había lanzado un hilo de seda hacia el mundo a sus pies y no tardaría en alzar su presa.
Al llegar al borde del bloque de hielo Carina recibió otra sorpresa. La superficie estaba cubierta por una brillante lámina dorada, parecida al papel con que envolvían los regalos de cumpleaños y del Festival del Descenso anual.
— Aislante — dijo Kumar —. Y es oro de verdad, de dos átomos de espesor. Sin esa lámina la mitad del bloque se derretiría antes de llegar al escudo.
A pesar del aislante Carina sintió el frío en sus pies descalzos al subir con Kumar a la plataforma congelada. En pocos pasos llegaron al centro, desde el cual se alzaba, con un extraño resplandor no metálico, la tensa cinta hacia la órbita estacionaria del Magallanes, treinta mil kilómetros más arriba.
El remate era un tambor cilíndrico cubierto de instrumentos y motores de rectificación, evidentemente un gancho móvil capaz de dirigirse directamente al blanco después de su largo descenso a través de la atmósfera. Parecía un dispositivo sencillo, incluso primitivo, como la mayoría de los productos de la tecnología más avanzada.
Carina se estremeció, pero no del frío bajo las plantas de sus pies, que ya prácticamente no sentía.
— ¿Estás seguro de que no hay peligro? — preguntó, asustada.
— Por supuesto. Lo alzan a las doce en punto, todavía faltan varias horas. Es un espectáculo maravilloso, pero me parece que no nos quedaremos hasta tan tarde.
Kumar se había arrodillado y apoyado su oído contra la cinta increíble que unía la nave al planeta. (Si se rompiera, ¿se separarían el uno del otro?, se preguntó Carina.)
— Escucha — susurró él.
No sabía qué debía escuchar. Años después, cuando su angustia lo permitía, trataba de recuperar la magia de ese momento, pero nunca estaba segura de haberlo logrado.
Al principio creyó oír la nota más grave de un arpa gigantesca cuyas cuerdas unían a dos mundos. Se estremeció, sintió que los pelos de la nuca se le erizaban en reacción al miedo, al instinto inmemorial forjado en las selvas de la Tierra primitiva.
A medida que aguzaba el oído, empezaba a percibir toda una gama de tonos superpuestos que cubrían todo el espectro perceptible e indudablemente lo trascendían. Las notas se fundían entre si, cambiantes y a la vez periódicas, como los ruidos del mar.
Ahora le evocaba el incesante golpear de las olas sobre una playa desierta. Tenía la sensación de escuchar el mar cósmico al lamer las playas de todos los mundos: un ruido aterrador en su insensata inutilidad que reverberaba en los abismos del universo.
Escuchaba otras notas de la compleja sinfonía: bruscos tañidos, como si un dedo gigantesco pulsara la tensa cuerda de miles de kilómetros de longitud. (¿Meteoritos? Imposible... Tal vez alguna descarga eléctrica en la turbulenta ionosfera de Thalassa.) Y de vez en cuando creía escuchar (¿no sería producto de su imaginación, exacerbaba por el miedo?) un lejano ulular de voces diabólicas, quizás el llanto fantasmal de los niños que habían muerto de hambre o enfermedades en la Tierra, durante los Siglos de Pesadilla.
No pudo soportarlo más.
— Tengo miedo, Kumar — dijo, tironeándolo del hombro —. Vámonos.
Pero Kumar seguía perdido entre las estrellas, la boca entreabierta, la cabeza apoyada contra la cinta, hipnotizado por su canto de sirena. No se dio cuenta de que Carina, tan furiosa como aterrada, había cruzado el bloque de hielo y lo miraba desde el borde, parada sobre la tierra.
Había percibido algo nuevo: una serie de notas ascendentes que parecían querer hablarle. Como una fanfarria para cuerdas — de alguna manera había que llamarla —, infinitamente triste, y lejana.
Pero se acercaba, se volvía más sonora. Kumar jamás habla escuchado un sonido tan hipnótico, y quedó paralizado por el asombro. Era como si algo bajara por la cinta hacia él.
El golpe de la onda precursora lo arrojó sobre la lámina dorada, y sintió que el bloque se estremecía. Entonces comprendió, pero ya era tarde. Por última vez Kumar Leonidas contempló la frágil belleza del mundo dormido y el rostro aterrado de la muchacha que lo recordaría hasta el día de su muerte.
No había manera de saltar. Y fue así como el Leoncito subió a las estrellas silenciosas, desnudo y solitario.
El capitán Bey tenía problemas más graves que resolver y fue para él un gran alivio poder delegar esa tarea. Por otra parte, el hombre más adecuado para la misión era Loren Lorenson.
No había tenido oportunidad de conocer a los Leonidas mayores y temía el encuentro. Mirissa le ofreció acompañarlo, pero prefirió hacerlo solo.
En Thalassa veneraban a los ancianos y hacían todo lo posible por brindarles las mayores comodidades y felicidad. Lal y Nikri Leonidas vivían en una colonia de jubilados pequeña y autosuficiente sobre la costa sur de la isla. Habitaban un chalet de seis ambientes provisto de todo tipo de electrodomésticos, entre ellos el único robot doméstico de uso general que Loren había visto en Isla Austral. Calculó que, de acuerdo a la cronología terrestre, tendrían poco menos de setenta años.
Tras la bienvenida, triste pero cordial, lo invitaron a sentarse en la galería con vista al mar, y el robot les sirvió bebidas y una bandeja de fruta. Loren tragó un par de bocados con esfuerzo y luego reunió fuerzas para acometer la tarea más dura de su vida.
— Kumar — dijo, pero el nudo en la garganta lo obligó a empezar de vuelta. — Kumar se encuentra en la nave. Le debo mi vida; arriesgó la suya para salvarme. Por eso... comprenden... haría cualquier cosa por...
Nuevamente tuvo que reprimir las lágrimas. Y cuando pudo hablar, trató de adoptar un tono científico y objetivo, como el que había empleado la cirujana mayor Newton en la nave.
»Su cuerpo no ha sufrido graves daños porque la descompresión fue lenta y el congelamiento casi inmediato. Desde luego que está clínicamente muerto, como lo estuve yo hace un par de semanas.
»Sin embargo, son dos casos muy distintos. Mi... esteee... cuerpo fue salvado antes de que el cerebro sufriera el menor daño, de modo que la reanimación fue un proceso relativamente sencillo. En cambio demoraron varias horas en recuperar a Kumar. Su cerebro no sufrió daño físico, pero no muestra la menor señal de actividad.
»Aun así, tal vez sea posible reanimarlo, contando con tecnología sumamente avanzada. De acuerdo a nuestros archivos, que contienen toda la historia de la medicina terrestre, esto se ha hecho con anterioridad. Hay un sesenta por ciento de probabilidad de éxito. Eso nos plantea un dilema, y el capitán Bey me ha pedido que se lo explique con toda franqueza. En este momento no poseemos los conocimientos ni equipo necesarios para realizar semejante operación. Pero dentro de trescientos años... tal vez...
»Entre los centenares de médicos en hibernación hay varios neurólogos. Son técnicos capaces de montar y utilizar cualquier tipo de aparato médico y quirúrgico. Recuperaremos todos los conocimientos y equipos que existían en la Tierra poco después de llegar a Sagan 2.
Hizo una pausa para que los ancianos pensaran en lo que acababa de decirles. El robot aprovechó ese momento inoportuno para ofrecer sus servicios: lo rechazó con un gesto.
»Estamos dispuestos... mejor dicho, estaríamos encantados, porque es lo menos que podemos hacer, de llevarnos a Kumar. Aunque no podemos asegurarlo, tal vez algún día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo piensen; tienen mucho tiempo, no hay necesidad de tomar una decisión rápida.
Los viejos se miraron en silencio durante un largo rato, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz, cuánta serenidad! Era el lugar ideal para pasar los últimos años, recibir la visita de hijos y nietos...
Al igual que el resto de Tarna, se parecía mucho a la Tierra. No había vegetación local a la vista, tal vez con toda intención. Los árboles eran conocidos.
Sin embargo faltaba un elemento esencial; hacia tiempo que trataba de descubrirlo: prácticamente desde la primera vez que había bajado al planeta. Bruscamente, como si el dolor avivara la memoria, comprendió lo que faltaba.
No había gaviotas surcando el cielo, llenando el aire con el sonido más triste y nostálgico de la Tierra.
Lal Leonidas y su esposa no dijeron palabra, pero Loren comprendió que habían tomado una decisión.
— Agradecemos su oferta, comandante Lorenson. Por favor trasmita nuestro agradecimiento al capitán Bey. No necesitamos más tiempo para pensarlo. Pase lo que pasare, hemos perdido a Kumar para siempre. Aunque la operación tenga éxito, y usted mismo dice que no existe la menor seguridad de ello, Kumar despertará en un mundo extraño, sabrá que jamás volverá a su hogar y que sus seres queridos habrán muerto varios siglos atrás. La sola idea es insoportable. Sus intenciones son buenas, pero le haríamos un flaco favor. Sabemos lo que debemos hacer, lo que él hubiera deseado. Devuélvanoslo. Lo devolveremos al mar, que él amaba.
Todo estaba dicho. En medio de su pena abrumadora, Loren sintió un gran alivio.
Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado.
El pequeño kayak quedaría incompleto, pero de todos modos realizaría su primer y último viaje.
Lo dejaron sobre la playa, donde lo mojaron las suaves olas del mar, hasta el anochecer. Loren se sintió conmovido, aunque no sorprendido, al ver cuánta gente acudía a la despedida final. Estaban presentes todos los habitantes de Tarna, muchos de otras partes de Isla Austral e incluso algunos del Norte. Tal vez algunos habían acudido por morbosa curiosidad, debido a la espectacularidad del accidente, pero Loren jamás había visto una muestra tan sincera de pesar. Había pensado que los thalassianos eran incapaces de sentir emociones profundas, y su mente repetía la frase descubierta por Mirissa, quien había buscado consuelo en el Archivo: «amiguito del mundo». Nadie conocía su origen, ni tampoco el nombre ni la época del estudioso que, siglos atrás, la había conservado para las edades futuras.
Abrazó a Mirissa y a Brant sin decir palabra, y los dejó en compañía de la familia Leonidas, reunida con numerosos parientes venidos de las dos islas. No quería hablar con nadie, porque sabia que muchos estarían pensando: «El te salvó, tú no pudiste salvarlo». Llevaría esa carga por el resto de su vida.
Se mordió el labio para contener las lágrimas, indignas en un oficial superior de la nave estelar más poderosa jamás construida, y uno de los mecanismos de defensa de la mente acudió en su ayuda. En momentos de profundo dolor, la única manera de no volverse loco suele ser la evocación de algún recuerdo absolutamente trivial, o cómico.
Sí, el universo hacía gala de un sentido del humor de lo más extraño. Tuvo que reprimir una sonrisa: ¡cómo se hubiera reído Kumar de esa broma final!
— No te sorprendas — le había dicho la cirujana mayor Newton al abrir la puerta de la morgue. Los asaltó una ola de aire frío con olor a formol. — Es algo que sucede con cierta frecuencia. Un último estertor, como un intento inconsciente de desafiar a la muerte. Creo que la causa en este caso fue la pérdida de presión exterior, combinada con el congelamiento.
De no haber sido por los cristales de hielo que marcaban los músculos de ese bello cuerpo juvenil, Loren hubiera pensado que Kumar dormía, perdido en un dulce sueño.
Porque el Leoncito, muerto, parecía todavía más viril que en vida.
El sol se ponía detrás de las colinas hacia el oeste y una fresca brisa venía del mar. El kayak se deslizaba sobre el agua, llevado por Brant y tres amigos íntimos de Kumar. Loren vio por última vez el rostro sereno del muchacho a quien debía la vida.
Hasta el momento se habían vertido escasas lágrimas, pero cuando el bote se alejó de la orilla, impulsado por los cuatro nadadores, un fuerte lamento se alzó de la multitud. Loren no pudo contener sus lágrimas, ni trató de ocultarlas.
El kayak enfiló hacia el arrecife, arrastrado por las poderosas brazadas de sus cuatro escoltas. Caía la noche sobre Thalassa cuando pasó entre los faros que indicaban la salida a mar abierto. Luego quedó oculto tras la espuma de la rompiente del arrecife exterior.
Cesó el lamento; todos esperaban. Un brusco resplandor iluminó el cielo del atardecer, y una columna de fuego se alzó del mar. Ardió fuerte y deslumbrante, casi sin humo; Loren no supo por cuanto tiempo, porque éste había cesado en Tarna.
Las llamas descendieron bruscamente y la corona de fuego cayó al mar. Volvió la oscuridad, pero sólo por un instante.
Al unirse el fuego al agua estalló una fuente de chispas. La mayoría de las brasas volvieron a caer al mar, pero algunas se elevaron hasta perderse de vista.
Y así, Kumar Leonidas subió por segunda vez a las estrellas.
El ascenso del último copo de nieve no fue festejado con alegría sino apenas con sombría satisfacción. Treinta mil kilómetros sobre el nivel del mar de Thalassa, el último hexágono de hielo pasó a ocupar su lugar y el escudo quedó completo.
Por primera vez en dos años se activó el empuje cuántico, aunque a potencia mínima. El Magallanes se apartó de su órbita estacionaria y aceleró para probar la estabilidad y resistencia del témpano artificial que llevaría consigo a las estrellas. No hubo problemas; la tarea estaba cumplida. El capitán Bey sintió gran alivio: no había podido olvidar que Owen Fletcher (quien se encontraba en Isla Norte, bajo estricta vigilancia) había sido uno de los arquitectos principales del escudo. Se preguntó qué pensarían Fletcher y los demás sabras exiliados al observar la ceremonia de bautismo.
Comenzó con una muestra retrospectiva en video de la construcción de la planta de fabricación de hielo y el ascenso del primer copo de nieve. Siguió un increíble ballet espacial, en el cual los enormes bloques de hielo ocupaban sus lugares en el escudo que crecía sin cesar. La danza empezaba a velocidad real y seguía en cámara rápida hasta que al final el escudo crecía a razón de un bloque cada dos o tres segundos. Acompañaba el espectáculo una partitura compuesta por el músico más prestigioso de Thalassa: empezaba con una pavana, él clímax era una veloz polca y la culminación un movimiento lento para acompañar al último bloque de hielo. Luego apareció una escena filmada en vivo: la cámara estaba suspendida en el espacio, a un kilómetro de la trompa del Magallanes en su órbita a la sombra del planeta. Habían quitado la gran pantalla solar que protegía al hielo durante el día y por primera vez el escudo era visible en su integridad.
El inmenso disco blanco verdoso brillaba bajo la fría luz de los arcos voltaicos; poco después penetraría en la noche de la galaxia, con su temperatura de pocos grados sobre cero absoluto. Allí sólo se vería afectado por la luz de estrellas lejanas, la fuga de radiación de la nave y la energía liberada por el polvo al hacer impacto.
La cámara recorrió lentamente el témpano artificial, acompañada por la voz inconfundible de Moses Kaldor:
— Pueblo de Thalassa, agradecemos vuestro obsequio. Este escudo de hielo nos protegerá en nuestra travesía hacia ese mundo que nos aguarda a una distancia de setenta y cinco años luz en el espacio, trescientos años en el tiempo...
»Si todo marcha de acuerdo a lo previsto, al llegar a Sagan 2 aún restarán veinte mil toneladas de hielo. Las dejaremos caer sobre el planeta, y al calor generado por la fricción se derretirá y convertirá en la primera lluvia que haya conocido ese mundo helado. Esa lluvia será, antes de volver a congelarse, la precursora de futuros océanos.
»Algún día nuestros descendientes poseerán mares como los vuestros, aunque menos anchos y profundos. Así se mezclarán las aguas de nuestros dos mundos para crear la vida en el nuevo hogar. Los recordaremos con amor y gratitud.
— Qué hermoso — dijo Mirissa, arrobada —. Ahora comprendo por qué el oro era tan apreciado en la Tierra.
— El oro es lo menos importante — dijo Kaldor al tomar la dorada campana de su estuche forrado en terciopelo —. ¿Sabes qué es esto?
— Es una obra de arte, evidentemente. Pero seguramente significa mucho más para ti, ya que lo has trasportado a lo largo de más de cincuenta años luz.
— Tienes razón. Es una réplica precisa de un gran templo que medía más de cien metros de altura. Eran siete cofres de forma idéntica, encajados sucesivamente uno dentro del otro. Este, el más pequeño, contenía la Reliquia. Lo recibí de manos de viejos y queridos amigos la última noche que pasé en la Tierra. Nada es imperecedero, me dijeron. Pero hemos conservado esta reliquia durante más de cuatro mil años. Llévala a las estrellas, con nuestra bendición.
»Aunque no compartía su credo, ¿cómo iba a rechazar semejante ofrenda? La dejaré aquí, en el lugar donde los hombres descendieron por primera vez sobre este planeta. Un obsequio más de la Tierra, quizás el último.
— No digas eso — dijo Mirissa —. Son tantos los obsequios que nos han dejado... Dudo que jamás los aprovechemos a todos.
Kaldor sonrió melancólico y una vez más sus ojos se posaron en la escena más allá de la ventana de la biblioteca.
Había pasado gratos momentos en ese lugar, mientras estudiaba la historia de Thalassa y recogía información que sería de inestimable valor en Sagan 2.
Adiós, vieja Nave Madre, pensó. Cumpliste tu cometido. A nosotros nos aguarda una larga travesía; ojalá el Magallanes cumpla con nosotros como cumpliste tú con este pueblo que hemos aprendido a amar.
— Estoy convencido de que mis amigos estarían de acuerdo. He cumplido mi deber. La Reliquia estará más segura aquí, en el Museo de la Tierra, que en la nave. Quién sabe si llegaremos a Sagan 2.
— Claro que llegarán. ¿Pero qué contiene el séptimo cofre?
— El último resto de uno de los hombres más grandes que jamás pisó la Tierra, el fundador de la única fe que jamás se manchó de sangre. Cómo se hubiera reído al saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes viajaría a las estrellas.
Eran días de transición, de despedidas, de separaciones desgarradoras como la muerte. Pero con las lágrimas, vertidas con abundancia tanto en la nave como en Thalassa, se mezclaba una sensación de alivio. Aunque nada sería igual que antes, la vida volvería a sus carriles normales. Los visitantes eran como huéspedes que prolongan su estadía más de lo debido: había llegado la hora de partir.
El presidente Farradine había terminado por aceptarlo, aunque significara el fin de su sueño de las Olimpiadas Interestelares. En compensación, las plantas de fabricación de hielo de Bahía Manglares serian trasladadas a Isla Norte, y la primera pista de patinaje sobre hielo estaría terminada antes del inicio de los Juegos. No podía asegurarse lo mismo respecto de los deportistas, pero muchos jóvenes thalassianos contemplaban extasiados a los videos de los grandes del pasado.
Todos coincidían en que debía realizarse una ceremonia de despedida del Magallanes, aunque no había consenso en cuanto a su carácter. No faltaban las recepciones en casas particulares, física y psíquicamente agotadoras, pero faltaba la ceremonia pública oficial.
La alcaldesa Waldron opinaba que debía realizarse en el lugar del Primer Descenso, en reconocimiento de la prioridad de Tarna. Edgar Farradine replicaba que la Mansión Presidencial era el lugar más apropiado a pesar de sus modestas dimensiones. Un individuo ingenioso sugirió que se realizara en Krakan, cuyos célebres viñedos serían el marco ideal para los brindis de despedida. En medio de la polémica, Radiotelevisión de Thalassa, una de las burocracias más dinámicas del planeta, se apropió del asunto.
El concierto de despedida permanecería en el recuerdo durante varias generaciones. No habría video que distrajera los sentidos: solamente música y un brevísimo relato. Se hurgó en la herencia de mil años en busca de partituras que evocaran el pasado y crearan esperanzas para el futuro. Una Canción de Cuna, además de un Requiem.
Parecía un milagro que, una vez que su arte alcanzó la perfección tecnológica, los compositores tuvieran algo nuevo que trasmitir. Durante dos mil años, gracias a la electrónica, habían dominado toda la gama de sonidos perceptibles por el oído humano: se hubiera dicho que el arte musical había agotado sus posibilidades.
Tras un siglo de silbidos, chirridos y eructos electrónicos los compositores aprendieron a dominar sus enormes poderes para unir la tecnología y el arte. Ninguno había podido superar a Beethoven y Bach, pero algunos se acercaron.
Para el multitudinario auditorio el concierto fue un recuerdo de cosas desconocidas: cosas que habían muerto con la Tierra. El lento doblar de enormes campanas, cuyos sones se alzaban de las torres de antiguas catedrales; el canto de los barqueros, en lenguas desaparecidas, al volver a sus hogares remando contra la corriente, a la última luz del atardecer; marchas de ejércitos en guerra, despojadas por el tiempo del dolor y del mal; el murmullo de decenas de millones de voces de las grandes ciudades al alba; la fría danza de la Aurora Boreal sobre infinitos mares gélidos; el rugir de poderosas máquinas al tomar el camino de las estrellas. Todo esto trasmitía la música al auditorio: las voces de la Tierra, lejana, a través de años luz.
El cierre del concierto fue la última gran obra sinfónica. El auditorio la desconocía, puesto que había sido compuesta en los años cuando Thalassa perdió contacto con la Tierra. Pero su tema oceánico era adecuado a la ocasión, y conmovió al auditorio hasta un grado que el compositor, muerto siglos atrás, jamás hubiera soñado.
»...Compuse el Lamento por la Atlántida hace casi treinta años, sin ninguna imagen concreta en mente. Me interesaba suscitar una reacción emocional, no evocar una escena. Quería trasmitir una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No quería crear un retrato musical de una ciudad en ruinas poblada por cardúmenes de peces. Pero cada vez que escucho el Lento lúgubre — como sucede en este preciso instante en mi mente — experimento una sensación extraña...
»Comienza en el compás ciento treinta y seis, cuando los acordes que descienden hacia el registro más grave del órgano se combinan con el aria sin palabras de la soprano que asciende desde lo más profundo... Como es sabido, el tema se basa en las voces de la ballena, la colosal trovadora del mar, con quien hicimos las paces cuando ya era demasiado tarde. La compuse para Olga Kondrashin: sólo ella era capaz de cantar esas notas sin amplificación electrónica.
»Cuando empieza el aria creo ver una escena real. Me encuentro en el centro de una gran plaza, como San Marcos o San Pedro. Me rodean edificios en ruinas, como templos griegos y estatuas caídas ornadas de algas, largos tallos verdes que se menean suavemente. Todo está cubierto por una gruesa capa de limo.
»Al principio la plaza parece desierta, pero entonces observo algo que me perturba. No sé por qué, pero siempre me sorprende, como si lo viera por primera vez.
»En el centro de la plaza veo un pequeño montículo, del cual irradian varias líneas regulares. Me pregunto si son antiguos muros enterrados bajo el limo, pero su disposición es irracional, y entonces veo que el montículo late.
»A continuación advierto que dos enormes ojos me contemplan sin parpadear...
»Eso es todo; no sucede nada. Nada ha sucedido ahí desde hace seis mil años, desde la noche en que la barrera terrestre cedió y el agua atravesó las Columnas de Hércules.
»El Lento es el movimiento que más me conmueve, pero la sinfonía no podía culminar en una nota tan trágica y desesperada. Por ello añadí el movimiento final: Resurgimiento.
»Sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió. Pero por eso mismo no puede morir. Será siempre un ideal, un anhelo de perfección que conmoverá a los hombres de todos los tiempos. Por eso la sinfonía culmina en una marcha triunfal hacia el futuro.
»De acuerdo a la interpretación vulgar, la Marcha representa el surgimiento de la Nueva Atlántida entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el movimiento final simboliza la conquista del espacio. Cuando por fin pude concebirlo y elaborarlo, el tema final me persiguió durante meses. Esas malditas quince notas retumbaban en mi cerebro día y noche.
»El Lamento ya existe aparte de mí; posee vida propia. Cuando la Tierra desaparezca volará hacia la Nebulosa de Andrómeda, llevada por quince mil megavatios desde el trasmisor espacial del cráter Tsiolkovski.
»Algún día, dentro de siglos o tal vez milenios, los hombres lo escucharán y comprenderán.»
Memorias grabadas de Sergei di Pietro (3411-3509)
— Siempre hemos fingido que no existía — dijo Mirissa — Ahora quiero conocerla... verla una sola vez.
Loren calló antes de responder:
— Sabes que las visitas están prohibidas, por orden del capitán Bey.
Por supuesto que lo sabía, y comprendía el motivo. Al principio había despertado algunos rencores, pero ahora todos los thalassianos comprendían que la pequeña tripulación del Magallanes estaba demasiado atareada para servir de guías, o de enfermeros para ese quince por ciento de visitantes que sufrirían náuseas en las secciones de gravedad cero de la nave. El propio presidente Farradine se había encontrado con una negativa, cuidadosamente formulada.
— Ya hablé con Moses, y él le pidió permiso al capitán. Ya está todo dispuesto. Lo único es que debe permanecer en secreto hasta la partida de la nave.
Loren la miró estupefacto, luego sonrió. Mirissa siempre lo tomaba desprevenido; por eso, entre otras cosas, le resultaba tan atractiva. Bruscamente comprendió que ningún thalassiano tenía más derecho que ella; sólo uno más había tenido ese privilegio: su hermano. El capitán Bey era un hombre justo, sabía alterar las normas cuando era necesario. Y después de la partida ya no tendría importancia.
— ¿Y si te mareas?
— Nunca me he mareado en el mar.
— Eso no significa nada.
— Hablé con la comandante Newton. Me da un noventa y cinco por ciento de probabilidades a favor. Sugiere que tomemos el trasbordador de la medianoche, cuando no haya aldeanos en los alrededores.
— Veo que tienes todo planeado — dijo Loren sin ocultar su admiración —. Nos veremos en la Pista Dos, quince minutos antes de la medianoche. — Vaciló y luego añadió con un nudo en la garganta: — No volveré a bajar de la nave. Dale mis saludos a Brant.
No podía enfrentar ese momento de angustia. Más aún, desde la partida de Kumar no había vuelto a pisar la casa de los Leonidas. Brant había vuelto a instalarse allí para consolar a Mirissa. Loren era otra vez un extraño en sus vidas.
Ahora que faltaba poco para la inexorable separación pensaba en Mirissa con amor pero sin deseo. Un sentimiento más profundo, y sumamente doloroso, embargaba su mente.
Con todas sus fuerzas anhelaba conocer a su hijo, pero seria imposible debido a los nuevos plazos. Había escuchado los latidos de su corazón mezclados con los de su madre, pero jamás lo alzaría en sus brazos.
El trasbordador interceptó al Magallanes frente a la cara diurna del planeta; Mirissa lo vio cuando aún se hallaba a cien kilómetros de distancia. Conocía sus verdaderas dimensiones, pero al verlo brillando al sol le pareció un juguete.
A diez kilómetros no parecía más grande que antes. Sus ojos y su mente aún le decían que esos círculos oscuros en la sección central sólo eran ojos de buey. Recién cuando se acercó al interminable casco curvo de la nave su menté aceptó que se trataba de compuertas de carga y pasajeros, y que el trasbordador penetrarla por una de ellas.
Loren parecía preocupado cuando Mirissa se desabrochó el cinturón de seguridad; era el momento de peligro cuando, al soltarse por primera vez de sus ataduras, el confiado pasajero comprendía que la gravedad cero en realidad no era tan divertida como había pensado. Pero Mirissa atravesó la esclusa neumática con toda serenidad, empujada suavemente por Loren.
— Afortunadamente, no será necesario atravesar la zona de ge-uno; así evitamos el problema de la doble readaptación. No sentirás la fuerza de gravedad hasta que vuelvas al planeta.
Hubiera sido interesante visitar los cuartos de la tripulación en el sector central de la nave. Pero eso hubiera suscitado una infinidad de conversaciones de cortesía, que era lo que menos deseaba en ese momento. Por suerte el capitán Bey se encontraba en Thalassa; no sería necesario hacerle una visita de cortesía para agradecer su gesto.
Salieron de la esclusa a un pasadizo tubular que aparentemente surcaba la nave de punta a punta. De un lado había una escalera; del otro dos hileras de lazos flexibles de donde uno podía tomarse, y que se deslizaban lentamente en ambas direcciones por dos ranuras paralelas.
— Este es un lugar muy incómodo en el momento de la aceleración — dijo Loren —. Se convierte en un pozo vertical de dos kilómetros de profundidad. Para eso están la escalera y el pasamanos. Ahora toma un lazo y deja que te lleve.
Se deslizaron suavemente un par de cientos de metros y luego tomaron un corredor perpendicular al pasadizo principal, por donde avanzaron unas decenas de metros.
— Suelta el lazo — dijo Loren —. Quiero que veas esto.
Mirissa lo soltó, y flotaron hasta detenerse frente a una ventana larga y estrecha. A través del grueso paño de vidrio Mirissa vio una gran caverna metálica, fuertemente iluminada. Aunque estaba desorientada adivinó que el gran corredor cilíndrico debía surcar todo el ancho de la nave y que, por consiguiente, la barra central debía ser el eje.
— El empuje cuántico — dijo Loren con orgullo.
No trató de describir las vagas formas metálicas y cristalinas, los contrafuertes de extrañas formas adosadas a los muros, las constelaciones de luces intermitentes, la esfera absolutamente negra y desnuda que parecía girar.
— La mayor conquista del genio humano... el último regalo de la Tierra a sus hijos — dijo Loren después de un rato —. Algún día, gracias a eso, seremos los amos de la galaxia.
El viejo Loren, arrogante y orgulloso, antes de que Thalassa lo suavizara, pensó Mirissa con desagrado. Pues bien, sea. Pero algo en él ha cambiado para siempre.
— ¿Crees tú que la galaxia se dará cuenta? — preguntó con suave ironía.
Pero se sentía impresionada al contemplar esas máquinas enormes e incomprensibles, gracias a las cuales había conocido a Loren a pesar de los años luz de distancia. No sabía si agradecerles lo que le habían dado o maldecirlas por lo que próximamente le quitarían.
Recorrieron el laberinto, siempre hacia el corazón del Magallanes. No se cruzaron con nadie: testimonio de las dimensiones de la nave y lo pequeño de su tripulación.
— Ya llegamos — en tono suave y solemne — Este es el Guardián.
Mirissa clavó la mirada atónita en el rostro dorado que la contemplaba desde el nicho y flotó hacia él. Palpó el metal frío: por consiguiente era un objeto real, no una representación.
— ¿Qué... quién es? — susurró.
— Esta nave transporta los mayores tesoros artísticos de la Tierra — dijo Loren con orgullo —. Este es uno de los más famosos. Un rey que murió muy joven... era apenas un muchacho...
Loren no pudo continuar. Ambos habían pensado lo mismo. Mirissa se secó las lágrimas y leyó la inscripción bajo la máscara:
TUTANKAMON
1361-1343 a.C.
(Valle de los Reyes, Egipto, 1922 AD)
Sí, había muerto prácticamente a la misma edad que Kumar. El rostro dorado los contemplaba desde los milenios y los años luz: el rostro de un joven dios, muerto en la flor de la edad. Trasuntaba poder y seguridad, sin la arrogancia y
la crueldad que le hubieran dado los años no vividos.
— ¿Por qué lo pusieron aquí? — preguntó Mirissa, pero ya había adivinado la respuesta.
— Nos pareció un símbolo apropiado. Los egipcios creían que, si se cumplían determinados ritos, los muertos revivirían en una especie de mundo de ultratumba. Claro que era pura superstición, pero nosotros lo hemos vuelto realidad.
Pero no como yo lo hubiera deseado, pensó Mirissa con tristeza. Contempló los ojos renegridos del joven rey, que le devolvían la mirada desde su máscara de oro incorruptible:
No podía creer que fuese tan sólo una maravillosa obra de arte y no una persona viva.
No podía apartar los ojos de esa mirada serena e hipnótica. Extendió el brazo otra vez para acariciar la mejilla de oro. El metal precioso le recordó un poema hallado en el Archivo de Primer Descenso, cuando buscaba palabras de consuelo en la literatura. La mayoría de los centenares de versos leídos no le habían significado nada, pero éstos («autor desconocido — 1800-2100») eran perfectamente apropiados:
Devuelven al acuñador
el cuño del hombre
Los muchachos que mueren
en la flor de la edad
y jamás envejecerán.
Loren aguardó pacientemente a que concluyera la meditación de Mirissa. Luego insertó una tarjeta en una ranura casi invisible bajo la máscara mortuoria, y una puerta circular se abrió sin ruido.
El vestidor lleno de pesados abrigos de piel parecía fuera de lugar en una nave espacial, pero no cabía duda de que era necesario. La temperatura había descendido varios grados y Mirissa tiritaba de frío.
Con ayuda de Loren, y no sin dificultad en la gravedad cero, se puso el traje térmico y juntos flotaron hacia la ventana de vidrio escarchado en la pared opuesta del pequeño cuarto. El paño de vidrio se abrió hacia afuera, y salió una corriente de aire gélido, como Mirissa jamás habla conocido, ni siquiera imaginado. Las gotas de humedad condensada bailaban como diablillos a su alrededor. Ante su mirada, como si dijera «yo ahí no entro», Loren le tomó el brazo:
— No te preocupes. El traje te protege, y en pocos minutos más ni siquiera sentirás frío en la cara.
Así fue, para su gran sorpresa. Lo siguió a través de la trampa abierta y aunque al principio le dio miedo respirar descubrió que la experiencia no era en absoluto desagradable. Al contrario, el frío era estimulante y por primera vez comprendió cómo los terrícolas se habían aventurado a las regiones polares de su planeta.
Creía estar flotando en un universo blanco, frío como la nieve, rodeada de panales de algo parecido al hielo formados por millares de celdas hexagonales. Le recordaba una miniatura del escudo del Magallanes, salvo que estos hexágonos medían aproximadamente un metro de diámetro y estaban unidos entre si por marañas de caños y cables.
Con que ahí estaba,, rodeada de cientos de miles de colonos para los cuales la Tierra era apenas un recuerdo de ayer. ¿Qué estarían soñando a mitad de camino de su larga travesía? ¿Soñaba la mente en esa vaga tierra de nadie entre la vida y la muerte? Loren decía que no, pero, ¿quién podía asegurarlo?
Mirissa había visto documentales de las abejas en sus misteriosas transacciones dentro del panal; se sentía como una abeja humana al seguir a Loren, tomada de los barrotes que surcaban el gran panal. Se había adaptado a la gravedad cero y ni siquiera sentía el frío intenso. Más aún, había perdido la conciencia de su cuerpo y le resultaba difícil creer que no era un sueño del que pronto despertaría.
Las celdas no estaban identificadas con nombres sino mediante un código alfanumérico. Loren fue directamente al H-354 y apretó un botón. El habitáculo hexagonal de metal y vidrio se deslizó hacia afuera sobre rieles extensibles para mostrar a la mujer que dormía en su interior.
No era hermosa, aunque en realidad no se podía juzgar a una mujer sin la corona esplendorosa de su cabellera. Su cutis era de un color que Mirissa jamás había visto y que, sabía, se había vuelto muy raro en la Tierra: un negro tan intenso que parecía azulado. Y era tan perfecto que Mirissa no pudo reprimir un arrebato de envidia. Su mente vio dos cuerpos entrelazados, ébano y marfil, y supo que esa imagen la perseguiría durante años.
Miró el rostro: a pesar de los siglos en reposo, traslucía entereza e inteligencia. ¿Habríamos sido amigas?, se preguntó Mirissa. Lo dudo; nos parecemos demasiado.
Con que eres Kitani, y llevas el primer hijo de Loren en tu seno. ¿Será en verdad el primero? El mío nacerá varios siglos antes. Primero o segundo, ojalá que sea feliz.
Se sentía atontada, y no sólo por el frío, al salir por la puerta de cristal. Loren la condujo nuevamente al pasadizo.
Al pasar el Guardián sus dedos rozaron la mejilla dorada del muchacho inmortal. Comprobó estupefacta que parecía cálida, pero enseguida comprendió que su cuerpo todavía no se había readaptado a la temperatura normal.
Eso sucedería en pocos minutos pero, ¿cuánto tardaría en derretirse el hielo de su corazón?
Es la última vez que hablaré contigo antes de iniciar mi largo sueño, Evelyn. Me encuentro todavía en Thalassa, pero dentro de unos minutos abordaré el trasbordador que me llevará al Magallanes. No tengo nada que hacer... hasta el descenso, dentro de trescientos años.
Estoy muy triste porque acabo de despedirme de una querida amiga, Mirissa Leonidas. Te hubiera gustado conocerla. Es tal vez la persona más inteligente que he conocido en Thalassa, y hemos conversado mucho. Claro que algunas veces, más que un diálogo era un monólogo mío. Tú solías criticarme por ello...
Desde luego, me preguntó qué era Dios. Pero me hizo una pregunta mucho más difícil, y no pude responder.
Cuando murió su adorado hermano menor, me preguntó: «— ¿Cuál es la finalidad del dolor? ¿Cumple alguna función biológica?»
¡Qué extraño que jamás se me hubiera ocurrido ese interrogante! Puedo imaginar a una especie inteligente y capaz de desarrollarse, que recordara a sus muertos sin pesar, o directamente no los recordara. Sería una sociedad absolutamente inhumana, pero tan viable como la del comején y la hormiga en la Tierra.
Tal vez el dolor sea un subproducto casual, incluso patológico, del amor, que desde luego sí cumple una función biológica indispensable. Es una idea extraña, perturbadora. Somos humanos gracias a nuestras emociones; ¿quién sería capaz de despojarse de ellas, aun sabiendo que cada nuevo amor será secuestrado por esos dos terroristas que son el Tiempo y el Destino?
Solía preguntarme por ti, Evelyn. No comprendía que un hombre amara a una sola mujer durante toda su vida y no buscara otra después de perderla. Una vez le dije, para provocaría, que los thalassianos no conocían los celos, pero tampoco la fidelidad. Replicó que habían ganado con ambas pérdidas.
Me llaman; el trasbordador aguarda. Debo despedirme de Thalassa por última vez. Tu imagen empieza a desvanecerse. Soy buen consejero de los demás, pero en mi propio caso me he aferrado durante demasiado tiempo a mi dolor, lo cual no honra tu memoria.
Gracias a Thalassa me he curado. Ahora, puedo ser feliz por haberte conocido, más que llorar por haberte perdido.
Me siento muy sereno. Por primera vez creo comprender los conceptos de mis viejos amigos, los budistas: no sólo el de Desapego sino incluso el del Nirvana.
Si no he de despertar en Sagan 2, sea. Mi tarea aquí está cumplida, me doy por satisfecho.
El bote llegó al borde del mar de las algas poco antes de medianoche y Brant echó el ancla en treinta metros. Arrojaría los balones espía al amanecer, hasta que construyeran el cerco entre Villa Escorpio e Isla Austral. A partir de entonces se podría vigilar todas las idas y venidas de los escorpios. Si descubrían algún balón y se lo llevaban como trofeo, tanto mejor. Mientras funcionara, trasmitiría información más detallada que en el mar abierto.
No había nada que hacer por el momento, más que tenderse en el fondo del bote y escuchar la suave música de Radio Tarna, más solemne que de costumbre. De tanto en tanto trasmitía un anuncio, un mensaje de despedida o un poema en honor de los visitantes. Pocos dormían en las islas. Mirissa se preguntó en que estarían pensando Owen Fletcher y sus compañeros del exilio, abandonados para siempre en un mundo extraño. La última vez que los había visto, en un noticiero de Isla Norte, no parecían afligidos en absoluto: discutían las posibilidades de conseguir trabajo.
Brant estaba callado, se diría que dormido si no le estrechara la mano con la firmeza de siempre, tendido a su lado mientras contemplaban las estrellas. Había cambiado mucho, incluso más que ella. Se había vuelto menos impaciente, más atento. E incluso había aceptado al niño, con palabras de una ternura tal que la habían hecho llorar: «Tendrá dos padres».
Radio Tarna trasmitía, inútilmente, la cuenta regresiva: la primera escuchada en Thalassa aparte de los documentales históricos. ¿Alcanzaremos a ver algo?, se preguntó Mirissa. El Magallanes se encuentra al otro lado del mundo, donde es mediodía, sobrevolando el hemisferio oceánico. Nos separa todo el diámetro del planeta.
«...cero», dijo Radio Tarna, y en ese instante quedó ahogada bajo un rugido atroz. En el instante que Brant apagó la radio, el cielo estalló en llamas.
Todo el horizonte era un aro de fuego. Norte, sur, este Oeste, todo igual. Largas llamaradas se alzaban del océano hacia el cenit: una aurora como Thalassa jamás había visto ni volvería a ver.
Era un espectáculo hermoso pero sobrecogedor. Ahora Mirissa comprendía por qué el Magallanes se había ubicado al otro lado del mundo. Sin embargo, lo que veían no era el empuje cuántico sino apenas una pequeña pérdida de energía, absorbida por la ionosfera. Loren le había dado una explicación incomprensible acerca de las «ondas de choque del superespacio», fenómeno que ni siquiera los inventores del empuje habían logrado explicar.
Se preguntó qué pensarían los escorpios de semejante muestra de pirotecnia espacial. Algún rastro de esa furia actínica seguramente se filtraría entre los bosques de algas para iluminar las calles de sus ciudades sumergidas.
Tal vez era su imaginación, pero los rayos multicolores que se irradiaban del centro de la corona de luz parecían surcar el cielo. La fuente de energía ganaba velocidad al partir de Thalassa para siempre. Pasaron varios minutos antes de que pudiera asegurarse de que, efectivamente, la corona se desplazaba; para entonces la intensidad de la luz había disminuido perceptiblemente.
Bruscamente, se desvaneció. Volvió la voz de Radio Tarna, agitada:
«...de acuerdo con lo previsto. La nave cambia de rumbo... otro despliegue más tarde, pero no será tan espectacular... las etapas iniciales del despegue se producirán al otro lado del mundo, pero tendremos la primera vista directa del Magallanes dentro de tres días, cuando abandone el sistema solar...»
Mirissa no la escuchaba. Contemplaba el cielo, las estrellas que volvían a brillar. Jamás volvería a contemplarlas sin recordar a Loren. Se sentía vacía por dentro; después llegaría el momento de llorar.
Brant la estrechó en sus brazos, disipando la soledad del espacio. Era suya; su corazón no volvería a buscar aventuras. Ahora comprendía: había amado a Loren por su fuerza, amaba a Brant por su debilidad.
Adiós, Loren, susurró; que seas feliz en ese mundo lejano que tú y tus hijos conquistarán para la humanidad. Recuerda a la mujer que dejaste trescientos años atrás, en la travesía desde la Tierra.
Brant le acarició el cabello con torpe ternura. No hallaba palabras para consolarla: tal vez el silencio era lo mejor. No lo embargaba una sensación de triunfo; Mirissa era suya, pero la vieja camaradería despreocupada había quedado en el pasado. El fantasma de Loren se interpondría entre ellos por el resto de sus vidas: el fantasma de un hombre que seria tan joven como el día en que partió, cuando ellos no fueran más que cenizas al viento.
Tres días después el Magallanes salió por el este: una estrella demasiado brillante para mirarla con el ojo desnudo, aunque el empuje cuántico estaba enfilado de manera tal que la mayor parte de la radiación disipada no caería sobre Thalassa.
Semana a semana, mes a mes se desvanecía lentamente, aunque era fácil ubicarlo en el cielo diurno si uno sabía dónde buscarlo. Y durante años fue la más brillante de las estrellas nocturnas.
Mirissa lo vio poco antes de cerrar los ojos por última vez. Probablemente el empuje cuántico, moderado por la distancia hasta resultar inofensivo, apuntó hacia Thalassa durante algunos días.
Se hallaba a más de quince años luz de distancia, pero sus nietos pudieron indicarle la estrella azul de tercera magnitud que brillaba sobre las garitas de la barrera electrificada que contenía a los escorpios.
Todavía no eran inteligentes, pero sí curiosos: el primer paso en la senda infinita. Al igual que muchos de los crustáceos que habían poblado los mares de la Tierra, eran capaces de sobrevivir por largos períodos fuera del agua. Sin embargo, hasta pocos siglos atrás, nada los había impulsado a abandonar el agua; los grandes bosques de algas satisfacían sus necesidades. Las hojas, largas y delgadas eran su alimento; los duros tallos la materia prima de sus herramientas primitivas.
Tenían solamente dos enemigos naturales. Uno era un pez de aguas profundas, enorme pero muy raro: apenas un par de voraces mandíbulas unido a un estómago que jamás se hartaba. El otro era una jalea venenosa, la parte móvil de los pólipos gigantes, que a veces cubría el fondo del mar con una alfombra mortal y al partir sólo dejaba un desierto.
Aparte de alguna que otra excursión a la zona intermedia aire-agua, los escorpios hubieran podido permanecer para siempre en el mar, medio al que se habían adaptado con todo éxito. Pero a diferencia del comején y la hormiga no habían quedado atrapados en un callejón sin salida de la evolución. Sabían reaccionar ante los cambios.
Y en verdad, el cambio había llegado al mundo oceánico, aunque por el momento en muy pequeña escala. Objetos maravillosos caían del cielo. Seguramente valdría la pena ir a buscarlos a su fuente. Lo harían cuando llegara el momento.
No había motivos de prisa en el mundo intemporal del mar de Thalassa. Pasarían varios años antes de que se aventuraran a ese medio hostil del cual sus exploradores traían informes tan extraños.
Lo que no sabían era que a su vez otros exploradores los estudiaban; y que el momento elegido para salir sería el menos oportuno.
Tendrían la desgracia de aventurarse a la tierra firme durante el segundo gobierno, tan inconstitucional como eficiente, del presidente Owen Fletcher.
Kumar Lorenson nació cuando la nave estelar Magallanes se hallaba a pocos años luz de Thalassa pero su padre dormía y no se enteró del hecho hasta trescientos años después.
Lloró al pensar que su hibernación sin sueños había abarcado toda la vida de su primer hijo. Superada la angustia inicial, buscaría en los bancos de datos de la nave. Vería a su hijo, ya hombre, escucharía su voz, trasmitiéndole saludos que no podría contestar.
También vería (no había manera de evitarlo) el lento envejecimiento de la muchacha, muerta siglos atrás, que apenas la semana anterior se había acostado en sus brazos. El último adiós sería pronunciado por labios ancianos, que entonces serían polvo.
Superaría el lacerante dolor. Lo aguardaba la luz de un nuevo sol, y un nuevo hijo en ese mundo que ya atraía al Magallanes hacia su última órbita.
Algún día se desvanecería el dolor; el recuerdo, jamás.