Capítulo 12

La mañana era perfecta, y conducir por el pueblo le parecía una estupenda forma de pasar aquel momento. Mac se alejó de las playas y fue hacia el centro. Eran casi las once, y la temperatura ya era bastante alta. Un buen día de playa.

En general, la vida era muy buena, pensó. Salvo por Emily. Su día de navegación había sido estupendo. Se habían reído mucho, y ella había llevado muy bien el barco durante un buen rato. Sin embargo, cuando habían vuelto a casa, ella había insistido en que la comida fuera del mismo color que la ropa que llevaba, y a él se le estaban acabando las ideas.

Al tomar una curva a la izquierda, pasó por delante de las oficinas de Dixon & Son. Tina salía justo en aquel momento, y lo saludó con la mano. Mac se preguntó qué recados tendría que hacer la secretaria de Jill a aquella hora del día, y si se molestaría en volver.

Jill. En aquel momento, aquello era una de las partes de su vida que funcionaba muy bien. Lo pasaban estupendamente, tenían una conversación interesante, se reían juntos, y además, ella era una mujer extraordinariamente guapa y muy lista. La noche que habían pasado juntos había sido para recordarla, y no le importaría repetir. Sin embargo, tendría que ser pronto, se recordó a sí mismo. Jill recibía muchas ofertas de trabajo y peticiones de entrevistas, y cualquier día aceptaría una de ellas y se marcharía.

Mac no quería pensar en aquello. Siguió conduciendo hasta que llegó al campo de fútbol. Con una sonrisa, recordó los tiempos en los que él jugaba allí. Riley y él pensaban que tenían un don especial para el deporte, por no mencionar también un don con todas las mujeres que había en un radio de setenta kilómetros.

La vida era mucho más fácil entonces. El colegio no importaba, sólo era un sitio donde ser la estrella y elegir chicas. Riley y él habían aprovechado aquellos tiempos. Sin embargo, cuando Mac había robado el coche del juez, había emprendido un viaje que había cambiado el rumbo de su vida. Riley no había apreciado la diferencia, y aquella amistad había terminado con palabras amargas y un par de puñetazos.

Mac se frotó la mandíbula y se preguntó dónde estaría Riley en aquel momento. Su apellido todavía estaba en el centro del pueblo: Whitefield Bank, fundado en mil novecientos cuarenta y ocho. El tío de Riley todavía lo dirigía. Mac estaba seguro de que la mala relación entre Riley y su tío no había cambiado. Riley nunca había sido de los que perdonaban y olvidaban.

Mac intentó olvidar el pasado y siguió conduciendo por las calles de Los Lobos. Cuando pasó frente al instituto, vio a un grupo de adolescentes pintando la valla de una casa que había frente al edificio. Había un letrero que decía:

Proyecto de embellecimiento de Los Lobos. Llame y averigüe si su casa reúne los requisitos.

– ¿Qué demonios… -murmuró Mac mientras frenaba el coche.

¿Proyecto de embellecimiento? Aquello era nuevo para él.

Salió del coche y saludó a los chicos. Después caminó hasta la casa y llamó a la puerta.

– Soy el sheriff Mackenzie Kendrick, señora -dijo, cuando vio que una anciana entreabría la puerta y asomaba la nariz-. ¿Cómo está?

– Oh, sheriff -la señora sonrió y abrió de par en par-. Si éste es mi día para que la ciudad me corteje, debo decirle que estoy encantada. Primero aparecen estos jovencitos preguntándome si podían pintarme la valla. Me han dicho que son de no sé qué plan del Ayuntamiento, y que ni siquiera iban a aceptar una propina -le explicó. De repente, su sonrisa se desvaneció-. No habrá venido a decirme que me estaban mintiendo, ¿verdad?

– No. Por supuesto que no. Sólo quería preguntarle por ese plan. No me había enterado.

– Yo tampoco -le dijo la mujer-. Espere. Me dieron un folleto. Voy a buscarlo.

La mujer volvió a los pocos instantes con un folleto y se lo dio a Mac. Él lo leyó. Los chicos se ofrecían para pintar vallas, cortar el césped y podar los setos de aquéllos que no podían permitírselo para hacer de Los Lobos «el paraíso que todos sabemos que es».

Aquello era una porquería, pensó Mac. No sabía quién podría estar detrás de todo aquello.

– ¿Le importaría que me quedara con esto? -le preguntó a la anciana.

– No, en absoluto -la señora sonrió de nuevo-. Pero asegúrese de avisarme cuando ustedes, los de la ciudad, quieran arreglarme el tejado.

– Lo haré, señora -le dijo él, mientras se daba la vuelta para marcharse.

Mientras volvía a la oficina, iba pensando en quién podría haber ideado aquello. ¿Sería el alcalde? Quizá Franklin hubiera pensado que podía conseguir más votos trabajando para la gente del pueblo. Sin embargo, daba la casualidad de que él sabía que Franklin no estaba precisamente sobrado de dinero. Su mujer tenía ahorros, pero la señora Yardley tenía a Franklin atado en corto en aquel sentido. Tenía fama de ser tacaña y difícil. No era, exactamente, la combinación perfecta para hacer feliz a un hombre.

No. Mac tuvo otra idea que le amargó el día. Condujo directamente hasta la comisaría, aparcó el coche y avisó a Wilma para que fuera a su despacho. Después, cerró la puerta tras ellos y le tendió el folleto.

Ella lo leyó y lo dejó sobre el escritorio de Mac.

– Ya había oído hablar de esto.

– ¿Es cosa de Rudy Casaccio?

– Por lo que yo sé, ha estado dejando caer bastante dinero por la ciudad -dijo, y se encogió de hombros-. Lo siento, jefe. Sé que no confías en ese hombre, pero él ha estado haciendo feliz a mucha gente, haciendo este tipo de cosas y otras diferentes Al perro de un niño lo atropello un coche hace dos días, y como sus padres no podían pagar la cuenta del veterinario para que lo operara, iban a sacrificarlo. Rudy Casaccio se enteró y lo pagó todo.

Magnífico. Justo lo que necesitaba. Un benefactor de la Mafia.

– Tiene un plan -dijo Mac entre dientes-. Lo presiento. Los hombres como él no cambian.

Wilma carraspeó.

– Hay más -dijo-. Y creo que no te va a gustar.

– ¿Qué?

– Ha estado saliendo con Bev. Ya sabes… la señora que cuida de Emily.


– No ha hecho nada malo -dijo Bev, razonablemente.

Sin embargo, Mac no quería ser razonable. No en lo que a su hija se refería.

– Es un criminal, Bev -le dijo él, mientras recorría de cabo a rabo el porche delantero de Bev-. No quiero que se acerque a Emily.

La tía de Jill se apoyó contra la barandilla.

– No me la llevo a las citas, si es lo que me estás preguntando. Hemos comido juntos un par de veces, y Emily se ha quedado con Jill. Nos vemos por la noche, cuando tú estás con Emily. Pero, ¿por qué te estoy explicando esto? Mi vida personal no es asunto tuyo.

– Sí lo es, si estás saliendo con un hombre como Rudy Casaccio.

¿Por qué no lo entendía nadie? ¿Era él el único que veía que se acercaban problemas graves?

– ¿Qué quieres, Mac? ¿Me estás pidiendo que elija? Yo quiero a tu hija y estoy disfrutando mucho de tenerla conmigo, pero no voy a permitir que tú digas cómo tiene que ser mi vida cuando no estoy con ella -dijo Bev, y sonrió-. Tú no eres mi padre.

– ¿Y qué pasa con el trabajador social? Le va a dar un ataque si se entera de que la niñera de mi hija sale con alguien que pertenece al crimen organizado.

– ¿Estás diciendo que Rudy tiene antecedentes penales?

– No -Mac ya lo había comprobado-. Es demasiado listo para eso.

– Entonces, es posible que estés equivocado sobre él.

– No lo estoy.

– Pero podrías estarlo.

Mac tenía un presentimiento, y el instinto nunca le había fallado. Algunas veces, se preguntaba si no habría sido aquélla la razón por la que había muerto Mark, y no él.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Buscar a otra persona para que cuide de tu hija?

Aquella pregunta hizo que Mac se encogiera por dentro. A él le caía muy bien Bev. Y algo más importante aún, su hija y ella se llevaban muy bien, y Mac sabía que Emily disfrutaba mucho con Bev.

Los ojos verdes de la mujer se oscurecieron.

– Yo nunca haría nada que pusiera en peligro a tu hija. Ella significa mucho para mí.

– Lo sé -dijo Mac, y suspiró-. ¿Me prometes que la mantendrás alejada de él?

– Sí. Te lo prometo.

Bev hizo aquella promesa como si fuera a luchar con su vida por cumplirla. El nudo que Mac tenía en la garganta se le aflojó un poco. Ojalá también pudiera hacer que Rudy se marchara del pueblo.


– He estado pensando mucho en esto -dijo el señor Harrison, sentado frente al escritorio de Jill-. Tiene razón con respecto al muro. Ha estado allí durante mucho tiempo, y no tiene sentido tirarlo abajo.

Jill parpadeó, y después miró a su alrededor por el despacho, para asegurarse de que no había ninguna cámara oculta.

– Está bien -dijo ella, lentamente-. Entonces, ¿cuál es su plan?

– He pensado que voy a permitir a mis vecinos que me compren esas tierras, pero por un precio justo. Quizá puedan ir haciéndome pagos durante varios años.

Encantada por el giro que había dado la situación, Jill no pudo evitar sonreír.

– ¿Ha hablado con ellos?

– Un par de veces. Juan y su mujer son buena gente. Guau, y su suegra sabe hacer un buen pastel de melocotón.

Bajo el escritorio, Jill se quitó los zapatos de tacón y movió los dedos de los pies.

– Está siendo muy razonable y decente en todo esto -le dijo.

– Son jóvenes, están empezando. No quiero ponerles las cosas difíciles -dijo el anciano, y se puso de pie-. Entonces, ¿redactará usted los documentos?

– Claro. Antes del viernes.

– Bien. No les ponga demasiados intereses en el crédito, y póngalo a bastantes años, para que no se queden cortos de dinero.

– Muy bien -dijo ella. Se puso los zapatos y se levantó también-. Ha sido un placer.

– Desde luego.

Él le estrechó la mano y se marchó.

Jill esperó hasta que estuvo sola para bailar un poco por el despacho. Bien por los vecinos que habían querido darle una oportunidad al anciano de la puerta de al lado, y bien por el señor Harrison, por no haber sido obstinado y difícil con aquel asunto. Ojalá sus otros casos se resolvieran con tanta facilidad, además de los testamentos y la demanda por la casa sin marcianos de Pam Whitefield.

– No voy a pensar en eso -se dijo.

El teléfono sonó e interrumpió su celebración. Corrió hacia el escritorio y respondió.

– Aquí Jill Strathern. ¿Diga?

– ¡Hola! Soy Gracie. ¿Cómo va todo?

– ¡Hola! Muy bien -Jill se dejó caer en la butaca que el señor Harrison acababa de dejar libre-. Acabo de resolver uno de mis casos más difíciles.

– Enhorabuena. ¿Hay alguna noticia sobre tu búsqueda de trabajo?

Jill le contó que había hecho una entrevista y había recibido una oferta de Los Ángeles, en un despacho en el que había más peces disecados.

– ¿Y tú? ¿Cómo va todo?

– Voy a salir en la revista People.

Jill se puso de pie de un salto y gritó.

– ¡Eso es fantástico!

– Lo sé. Es un número entero sobre bodas, y le van a dedicar un artículo a mis tartas. ¿Sabes lo que significa eso?

– Fama, fortuna y muchos más encargos de los que vas a poder hacer.

– Exacto -respondió Gracie, riéndose-. ¿No te parece genial? El teléfono ya está sonando. He tenido que rehacer todo mi horario de trabajo y de vida.

Jill sabía lo duramente que su amiga había trabajado en aquel negocio.

– Te lo mereces. Te lo has ganado.

– Eso espero. De todas formas, hay otra cosa…

– ¿Qué?

– Vivian se va a casar -dijo Gracie, como si su hermana tuviera la peste.

– ¿Y cuál es el problema? -Jill volvió a sentarse en la butaca y gimió-. Oh, Dios Santo. No irá a casarse con Riley, ¿verdad?

– ¿Qué? No. El novio es un chico al que conoció en la Universidad. Pero ahí está el problema, Jill. Vivian siempre ha querido casarse en Los Lobos. Ya sabes, el club, sillas blancas en el césped, todo eso.

– Pues suena muy agradable. ¿Cuál es el problema?

– Si se casa allí, tendré que ir.

Jill intentó no reírse, pero no pudo evitarlo.

– No pareces muy comprensiva, la verdad -la acusó su amiga.

– Lo siento. Sé que es terrible y todo eso… -dijo Jill, y carraspeó para aclararse la garganta-. De verdad, no habrá ningún problema. Hace años, Gracie. Nadie se acuerda de lo que ocurrió.

– Mmm… el otro día me dijiste que yo era una leyenda.

– No, dije que la niña de catorce años era una leyenda. Tú eres una persona diferente.

– Lo soy, pero no me gusta la idea de pasarme dos semanas torturada por mi pasado.

– No será ninguna tortura. Además, Riley no vive aquí. Nunca ha vuelto por el pueblo.

– Eso es cierto.

– Y yo quiero verte.

– La boda no se celebrará hasta la próxima primavera. Tú ya te habrás ido.

– Eso también es cierto -dijo Jill-, pero puedo venir a visitarte.

– Bien. Necesitaré alguien en quien apoyarme.

– Cuenta con ello.

Estuvieron hablando unos minutos más, y después colgaron. Jill se sentó tras su escritorio y sacó de un cajón un sobre de documentos que le había llegado aquella misma mañana. Leyó por encima el acuerdo de propiedad que Lyle había propuesto y, con gran satisfacción, tachó todas y cada una de las páginas, y escribió «no» al margen. Después comenzó a escribir el suyo, comenzando por el coche.


– Todo esto es por tu culpa -dijo Mac, mientras se apoyaba en la barandilla del porche.

– ¿Qué he hecho yo? -le preguntó Jill.

Él miró por la ventana que daba a la sala de estar. Emily estaba allí, viendo una película de Disney, pero aun así, Mac bajó la voz.

– Ellos han venido a Los Lobos por ti -le dijo-. ¿Por qué no les dices que se vayan?

– No están haciendo nada malo, Mac. ¿No has pensado que podrías estar equivocado con respecto a Rudy y el señor Smith? Ellos sólo quieren ser parte del pueblo.

– ¿Por qué? ¿Qué les resulta tan apetecible de Los Lobos?

– Creía que a ti te gustaba.

– Y me gusta, pero yo tengo motivos personales. ¿Por qué iban a encontrar encantador este pueblecito dos tipos de Las Vegas? ¿Qué ocurre?

– No lo sé. Rudy dice que le gusta porque es muy tranquilo. Sé que también le gusta Bev, y a ella le gusta él. Eso debería estar permitido. ¿Qué es lo que te parece tan mal? Explícamelo.

– Rudy le ha dado dinero a Yardley para su campaña electoral.

Ella parpadeó.

– Está bien, eso podría poner en cuestión su buen juicio, pero no va contra la ley. Así que Rudy está ayudando a que pinten las vallas de las viejecitas y ha dado mucho dinero para la restauración del muelle. ¿No es bueno?

Mac le clavó la mirada en el rostro.

– La gente no cambia. Rudy es lo que siempre ha sido, y lo que finalmente va a salir. Alguien va a resultar herido.

Jill quería que él se sentara junto a ella, que le tomara la mano y le dijera lo estupenda que había sido la noche anterior. Quería que le susurrara el lugar y la hora de otra cita, para que pudieran estar juntos de nuevo. Quería hablar de las estrellas, o que se besaran, cualquier cosa menos aquello.

– Tú has cambiado -le dijo-. Mira lo preocupado que estás por Emily ahora, y lo mucho que quieres arreglar las cosas con ella.

– Yo siempre he querido a mi hija -le dijo él-. He cambiado algunas de mis prioridades, pero no soy diferente de lo que era -Mac se acercó a ella y se agachó a su lado-. ¿Y tú, Jill? ¿Has cambiado? ¿Estás pensando en quedarte a vivir en Los Lobos?

– No -dijo ella, y se dio cuenta de lo que quería decir Mac-. Pero no quiero cambiar.

– ¿Y Rudy?

– No lo sé. No hemos hablado de eso.

– Entonces, ¿sabes con certeza si sus motivos son altruistas?

– Yo… -Jill apretó los labios-. No. No lo sé.

Él se puso de pie y se apoyó de nuevo en la barandilla. El silencio se extendió entre ellos. ¿Por qué demonios estaban discutiendo por Rudy? Jill buscó otro tema de conversación en el que estuvieran más de acuerdo.

– ¿Qué tal ha ido tu reunión con Hollis? -le preguntó.

– Ese idiota. Estoy leyendo el libro que me dio sobre el control de la ira. Eso ya es lo suficientemente malo, pero cada vez que me pregunta por él, me entran ganas de aplastarlo como si fuera un mosquito.

Ella no pudo evitar reírse.

– Lo cual demuestra que, quizá, tiene algo de razón sobre tu carácter.

– ¿Te parece que tengo mal carácter? -le preguntó Mac, mientras se sentaba de nuevo a su lado, en los escalones.

Una pregunta interesante, pensó ella, mientras recordaba el tiempo que habían estado juntos.

– En realidad, nunca te he visto enfadado. Hace unos minutos estabas molesto por lo de Rudy, pero no enfadado, realmente.

– Hollis tampoco lo ha visto. Simplemente, cree que como soy policía, tengo un carácter del demonio. Esa sanguijuela.

Ella se deslizó hacia él y apoyó la cabeza en su hombro.

– Sólo será durante el verano -le recordó ella-. Piensa en el motivo por el que estás haciendo todo esto. Puedes aguantarlo durante unas cuantas semanas más.

Él le tomó la mano y entrelazó sus dedos entre los de Jill.

– Hay muchas cosas que sólo serán durante el verano. ¿Qué tal estás tú?

– ¿Yo? ¿Por qué?

Él esbozó aquella sonrisa lenta y sexy que conseguía que a Jill se le encogiera el estómago y le ardieran los muslos.

– Ah, eso -susurró.

– Sí, eso.

– Estoy muy bien.

– Yo también. Te lo preguntaba porque sólo hemos sido Lyle y yo.

– Yo no quería que Lyle fuera el único -dijo Jill-, pero tuve mala suerte durante el camino.

– Sí, conmigo y con el chico gay. Eres muy lista en casi todo, Jill, pero tengo que decirte que en cuestión de hombres tienes un gusto espantoso.

– ¿Tú crees?

– Oh, sí. Probablemente, debería darte unas cuantas pistas, pero no quiero compartirte.

Mac se inclinó hacia ella y la besó suavemente. Jill sintió un deseo que la dejó temblorosa y excitada. Le pasó un brazo por los hombros y lo atrajo hacia sí. Puso toda el alma en aquel beso, y en cuestión de segundos, los dos se habían quedado sin aliento.

Mac se retiró primero. Tenía los ojos oscuros encendidos, llenos de deseo.

– Emily -dijo ella.

– Sí. Justo al otro lado del pasillo.

– Pero si estuviera en la casa de al lado…

– En un segundo.

Ella sonrió.

– Yo también.


Dos días después, Mac salió a buscar a Rudy y lo encontró cenando con el señor Smith en el Bill's Mexican Grill. Aquel momento no era muy bueno, porque acababa de tener otra deprimente reunión con Hollis, pero Mac no podía evitarlo.

– ¿Qué tal están las fajitas? -le preguntó a Rudy mientras se sentaba en una de las sillas.

El señor Smith miró a Rudy, pero él sacudió la cabeza.

– No pasa nada -le dijo Rudy-. El sheriff siempre es bienvenido. ¿Qué puedo hacer por usted, sheriff?

– ¿De verdad quiere saberlo?

Rudy llamó a una de las camareras.

– Mandy, ¿te importaría traerle al sheriff algo de beber? ¿Cerveza? -le preguntó a Mac-. ¿Margarita? Aquí tienen muy buen tequila.

– No, gracias -le dijo Mac a la camarera, y la muchacha se fue.

Rudy sacudió la cabeza de nuevo.

– Se comporta usted como si no quisiera que fuéramos amigos, Mac, y no entiendo por qué. Yo solamente soy un hombre de negocios con éxito que busca un lugar para escaparse. Los Lobos es un sitio precioso. Debería estar orgulloso.

– Preferiría que eligiera otro lugar.

– Lo sé. Pero tiene que pensar que yo podría ser bueno para este pueblo. Traer un poco de dinero, arreglar las cosas…

– No, gracias. No necesitamos el tipo de ayuda que puede ofrecernos, ni lo que conlleva.

– Jill tenía razón -dijo Rudy, con cara de tristeza-. Usted no piensa que un hombre pueda cambiar.

Mac se sintió como si le hubiera dado un puñetazo. Le pareció que toda la sangre se le subía a la cabeza.

– ¿Qué?

– Esta misma mañana, ella me ha dicho que usted no cree que un hombre como yo pueda cambiar -Rudy sacudió la cabeza otra vez-. Y tengo que decirle, Mac, que eso me ha hecho daño. Yo creía que podríamos ser amigos.

Mac juró en silencio. ¿Jill era así? Era su amante y su amiga, pero al ser también la abogada de Rudy, quizá pusiera su profesión por delante de todo. De lo contrario, no le habría contado una conversación privada que ellos dos habían tenido a aquel delincuente.

– Ándese con mucho cuidado -le dijo a Rudy-. No quiero que se pase de la raya en mi pueblo.

Rudy tomó un poco de arroz y lo masticó. Cuando hubo tragado, preguntó:

– ¿Es éste su pueblo, Mac? Yo no estoy tan seguro. El alcalde y yo somos muy amigos, y a los habitantes les gusta lo que estoy haciendo. Me parece que es usted el que se está pasando de la raya. ¿No se van a celebrar las elecciones en un par de meses? ¿Y no necesita el trabajo para obtener la custodia de su hija? A mí me parece que debería estar preocupándose más de ser simpático que de buscar problemas donde no los hay.

Mac sintió rabia. ¿Cómo demonios sabía Rudy tanto sobre su vida? ¿Se lo habría contado Jill? Malditos fueran los dos.

– Si comete cualquier infracción, aunque sólo sea saltarse un semáforo en rojo, lo encerraré -le dijo Mac en voz baja-. ¿Me oye?

Rudy lo miró fijamente.

– Usted no es de los que se rinden, ¿verdad?

– No. Y no voy a permitir que gane en esto.

– No creo que tenga elección, Mac. No tiene ni idea de en lo que se está metiendo. Yo ganaré porque siempre gano.

– En Los Lobos, no.

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