Capítulo 7

– ¿No crees que la clase de Grotto ha sido la mejor? -dijo Mai con admiración al ver a Kristi subiendo las escaleras hacia su apartamento. Cargada con una rebosante cesta de colada, Mai se encontró con ella en el descansillo de la segunda planta. Casi parecía como si la hubiera estado esperando, espiando a través de las persianas del cuarto de estar-. Te vi entrar en clase un poco tarde.

– Todos me vieron -repuso Kristi, gruñendo en silencio. Había querido hablar con el profesor de vampirismo después de clase, pero fracasó en el intento. Sin embargo, estaba decidida a encontrarse con él y ver lo que sabía acerca de los cultos del campus.

– ¿No te pareció increíble toda la experiencia o qué? ¿La clase a oscuras, las persianas bajadas y las falsas velas encendidas? ¿Y todas aquellas imágenes de vampiros? Algunas daban tanto miedo, que te aseguro que se me puso la carne de gallina, y las otras eran realmente cutres. Quiero decir, ¿Bela Lugosi? ¿En serio? Aunque debo admitir que casi alucino cuando Grotto se quitó sus colmillos falsos.

– ¿No crees que fue un poco exagerado? -Kristi siguió avanzando hacia la tercera planta. No disponía de mucho tiempo. Había hecho parte del turno de Ezma en el Bard's Board, desde las doce y media hasta las seis, y en ese momento le quedaban menos de cuarenta y cinco minutos para llegar a su clase nocturna.

– Creo que fue imaginativo e interesante, y mucho más molón que un profesor mohoso con chaqueta de tweed y parches de ante en los codos, hablando mientras nosotros, aburridos hasta la saciedad, pasamos las páginas de un libro de texto escrito en los años ochenta.

– Como si eso fuera a ocurrir.

– Oye, simplemente admiro al tipo por traer algo de vida, o mejor dicho, ¡algo de muerte a la clase! -Animada, Mai cargaba con su cesta y seguía a Kristi escaleras arriba. Cuando Kristi entró en su apartamento, Mai le pisaba los talones y atravesó el umbral. Dejó su cesta de colada sobre una mesa junto a la cocina, como si ella y Kristi fuesen ya viejas amigas.

Houdini, que se aventuró a salir de su escondrijo favorito cuando notó que Kristi no estaba mirando, saltó desde el alféizar de la ventana hasta el sofá; entonces, rápidamente, se introdujo en el pequeño espacio que había convertido en su hogar.

– Es simpático -observó Mai con aspereza-. ¿Qué pasa con el gato? Pensaba que las mascotas estaban totalmente prohibidas.

– No es una mascota. Solo un vagabundo del que no puedo deshacerme.

Mai miró la zona frente a las puertas de vaivén que ocultaban la cocina. Allí, sobre una esterilla, yacía un juego de platos para mascotas con comida y agua, uno de ellos Kristi lo había adquirido en la pequeña tienda local de comestibles cuando fue a comprar café, leche, manteca de cacahuete, pan y media docena de latas de comida para gatos.

– Lo estás alimentando. La señora Calloway se pondrá histérica.

– Entonces podrá venir a llevárselo. Ni siquiera tengo una caja de arena.

Mai arrugó su pequeña y coqueta nariz.

– Entonces… ¿Cómo…? ¿Dónde…?

– Sabe ir al lavabo.

– ¿Qué? -Agitó su cabeza hacia la puerta que daba al cuarto de baño, del tamaño de un armario. Se creó un repentino silencio mientras Kristi se quitaba el abrigo. Mai percibió su imperceptible sonrisa-. Oh, estás de broma.

– Dejo una rendija de la ventana abierta para que salga por allí, afuera, hasta el tejado. Es asombroso el escaso espacio que necesita para deslizarse por él, pero, hasta ahora, no ha habido accidentes.

– No pones mucho empeño en deshacerte de él -observó Mai, y Kristi se encogió de hombros-. ¿Entonces lo hace sobre el tejado?

– Creo que baja por el magnolio.

– No voy a chivarme… pero si la señora Calloway lo ve, se armará una buena. -Los ojos de almendra de Mai abarcaron la estancia, igual que había hecho la última vez que estuvo de visita. Casi era como si Mai estuviese buscando algo, o intentando memorizar cada rincón y grieta del espacio privado de Kristi.

– Si ve a Houdini, ya lo hablaré con ella -aseguró Kristi.

– ¿Houdini?-repitió Mai-. ¿Le has puesto nombre?

– Tenía que ponerle alguno.

– ¿Estás segura de que es macho?

– No lo he tenido tan cerca.

Mai la miró como si hubiera perdido la cabeza. Avanzó hasta la mesa que Kristi solía usar como escritorio, el espacio donde Kristi había dejado sus notas sobre las chicas desaparecidas.

De repente, Kristi se sintió incómoda con los curiosos ojos de Mai.

– Vives aquí desde el año pasado, ¿verdad? -preguntó Kristi para distraerla.

– Así es.

– Así que conoces a un montón de gente.

– Lo normal, supongo.

– ¿Has oído algo acerca de un culto, puede que en el campus? ¿En uno que cree en vampiros?

– Me tomas el pelo, ¿verdad?

Los dedos de Mai tocaron el respaldo del sillón de Kristi. Pasó un momento, y Kristi tuvo la impresión de que estaba ganado tiempo para pensar.

– ¿Es posible que las chicas que desaparecieron estuvieran metidas en alguna clase de sociedad secreta? -insistió Kristi.

– Eso es ir demasiado lejos -dijo Mai.

– ¿Lo es?

– ¿Es que sabes algo? -inquirió Mai.

– Tú sabes algo -aventuró Kristi-. Cuéntamelo.

Mai les echó un vistazo a las fotos de las chicas desaparecidas, que yacían boca arriba sobre el improvisado escritorio de Kristi y se mordisqueó el labio. Mientras sacudía la cabeza, cogió la foto de Rylee Ames.

– No quiero parecer una chiflada.

– Solo quiero saberlo.

Mai dejó la foto en su sitio.

– Siempre ha existido un interés por todo ese asunto de los vampiros, ¿sabes? Quiero decir que, si lo buscas en Internet, encontrarás toda clase de clanes y grupos que afirman ser realmente vampiros. Es una gran contracultura. Algunas personas se meten por pasar unas emociones inofensivas, creo; pero otras, realizan todos esos rituales y duermen en ataúdes y beben sangre; creo que incluso sangre humana.

– Y hay un grupo aquí, en el campus. Hay gente que anda metida -añadió Kristi.

– He oído rumores, claro -dijo Mai elevando sus hombros.

– ¿Crees que Grotto está implicado? Mai desvió su mirada.

– ¿Grotto? Parece poco probable. Es decir, si todo es tan secreto, ¿por qué lo pregonaría? Ya sabes, atrayendo la atención hacia él. Su clase probablemente no hace sino suscitar interés; el encanto de todo ello. ¿Quieres mi opinión? Al menos algunos de los estudiantes que asisten a sus clases son parte del grupo. Pero no creo que solo porque algunos chicos muestren interés en los vampiros y traten de conectar con otros se le pueda llamar culto.

– Puede que solo sean los extremistas -opinó Kristi-, una facción que lleva las cosas más lejos. Puede que esa sea la parte del culto.

– Si es que existe uno. La gente tiende a poner etiquetas a lo que no comprende. -Volvió a examinar las fotografías sobre el escritorio-. ¿Qué estás haciendo con esto?

– Todavía no lo sé. Tan solo pensé que haría algunas averiguaciones -aseguró Kristi. Eso era bastante cierto. Ya había hablado con dos familiares de las chicas desaparecidas. No le dijo a nadie que pensaba escribir un libro sobre ellos porque, para ser sinceros, si resultaba que las chicas se habían escapado, ella no tenía historia. Hasta que no hubiera un auténtico crimen, no podía empezar a bosquejar su libro de crímenes reales.

Por supuesto, no había compartido esa información con el, supuestamente genial y de los que solo se encuentran una vez en la vida, novio de Dionne, Elijah Richards, quien estaba seguro de que vería escrito su nombre en la prensa como alguna especie de héroe urbano. Durante su conversación con él, todo había girado en torno a Elijah, siendo apenas capaz de centrarse en la chica que supuestamente amaba. Quizás había una razón por la que Dionne lo dejó por Tyshawn Jones, incluso con las tendencias criminales de este último.

Kristi se mordió el labio, al pensar en los otros miembros familiares que había contactado: con la madre de Tara Atwater, quien había resultado ser un auténtico espécimen de colección. Angie Atwater se pasó la mayor parte de la conversación quejándose de cómo su desagradecida hija estaba siguiendo los pasos de su padre, directamente hacia la penitenciaría del estado de Georgia. Pobre Tara.

Con cada conversación, Kristi se convencía más y más de que algo horrible, algo malvado les había pasado a las cuatro chicas desaparecidas. Existía la posibilidad de que, mediante su investigación, pudiese encontrar algo en común entre ellas, un motivo por el que habían desaparecido, y contárselo todo a la policía. Puede que tuvieran suerte y encontrasen con vida a las chicas. Al menos podía ayudar a evitar que más chicas desapareciesen.

– ¿Conocías personalmente a alguna de las chicas desaparecidas? -preguntó Kristi a Mai.

– No -respondió con rapidez-. En realidad no llegué a hablar con Tara. -persistió sobre el escritorio como si estuviera intrigada… conectada. Pareció estar a punto de decir algo más, pero cambió de idea.

De repente, Kristi se dio cuenta de la hora.

– Mira, tengo que darme prisa. Tengo una clase nocturna. -Miró hacia el reloj que colgaba sobre la chimenea-. ¡Quince minutos!

Mai recogió su colada. Apartó la vista del escritorio de Kristi y consiguió apartar la pesadumbre que había sobre ella.

– Sí, yo tengo que ponerme con esto -comentó levantando la cesta de ropa sucia-, o será medianoche antes de que haya terminado. El cuarto de lavado de aquí… -Sufrió un escalofrío-. Es espeluznante. No creo que nadie haya limpiado ese sótano desde la guerra civil. Perdona, la guerra de la agresión norteña, como la llaman algunos nativos por aquí. Hay cientos de arañas allí abajo y algunas podrían ser venenosas; y probablemente también haya ratas y serpientes… Yo aplazo mi colada hasta el último momento.

Kristi asintió. Sabía por experiencia que el cuarto de lavado del sótano estaba sucio y oscuro. El techo era bajo, las paredes de cemento tenían el aspecto de haber filtrado la humedad a través de las grietas, las vigas estaban cubiertas de telarañas. El olor a moho y a humedad estaba siempre presente, incluso añadiendo lejía a la colada.

– Me pone los pelos de punta -añadió Mai-. En fin, solo quería decirte que te perdiste una gran fiesta.

– La próxima vez será.

– ¿Quieres decir el año que viene? -inquirió Mai, deslizando una vez más su mirada por la habitación hasta el escritorio, donde estaban esparcidas las fotografías de las chicas desaparecidas-. Es probable que no vuelva a organizar otra fiesta hasta la próxima Nochevieja. Por lo menos. La fiesta en sí estuvo bien, pero el desastre del día siguiente… ¡Olvídalo! -Mai avanzó hacia la puerta y, apoyando la cesta en su cintura, agitó su mano antes de marcharse-. Nos vemos.

Kristi fue directamente al cuarto de baño, donde se dio una ducha rápida para librarse del olor a grasa, cebolla y pescado que aún tenía pegado al cuerpo debido a las horas de trabajo en la cafetería. Después de secarse con una toalla, se recogió el pelo en una coleta y la dejó colgar libremente sobre su cabeza. Se puso un sujetador limpio, unas bragas, unos vaqueros y una camiseta, y luego se aplicó un poco de brillo de labios sin mirarse al espejo. Se calzó sus botas junto a la puerta, descolgó una sudadera de la percha y se la colgó de los hombros. Cogió de nuevo su mochila y, unos minutos después que Mai, ya había salido por la puerta.

Si al menos hubiese traído su bicicleta de casa, la de quince velocidades que compró después de perder su bici de carreras en el huracán, pensó mientras sus pies golpeteaban los escalones al bajar; atajó por un callejón y se apresuró a lo largo de la calle que separaba el edificio de apartamentos del campus. Una vez que atravesó las enormes cancelas, se dirigió al pabellón Knauss, el cual era utilizado primordialmente para el departamento de Biología, pero que ahora albergaba la nueva sección de Criminología.

Rezó en silencio para que Jay McKnight no fuese su profesor. De haber un cambio en los profesores, seguramente alguien se lo habría comunicado, ¿verdad?

Nada de eso. Te matriculas en una asignatura; la secretaría u ordenador del colegio decide dónde acabas.

– Que no sea Jay -dijo en voz alta, y luego se sintió estúpida, como si tuviese catorce años en lugar de veintisiete. Tranquilízate, Kristi. Puedes con ello. Con lo que sea.


* * *

– Lo sabes, Baton Rouge no es tu jurisdicción -le advirtió Olivia al adentrarse en la habitación de invitados de su cabaña.

Bentz había dispuesto su ordenador portátil sobre una mesa plegable, en la habitación que Kristi había ocupado mientras vivía allí. El improvisado escritorio no era gran cosa, aunque él desarrollaba la mayor parte de su trabajo en la comisaría. Ahora se encontraba encorvado sobre la pequeña computadora.

Al mirar sobre su hombro descubrió a su mujer, inclinada sobre el umbral de la puerta, con uno de sus hombros apoyado contra el marco mientras sostenía una taza de té en sus manos. Aunque sus labios se torcieron con una sonrisa, lo examinaba con seriedad en sus ojos, que parecían atravesar su cuerpo hasta llegar al mismísimo fondo de su alma.

– ¿Cómo sabes lo que estoy mirando?

– Tengo poderes, ¿recuerdas?

Lo recordaba. Cuando la conoció por primera vez, pensó que era una auténtica chiflada. Ella había aparecido en la comisaría, vociferando acerca de que veía asesinatos mientras eran cometidos, y él no la creyó. Al principio. No había querido creer que aquella mujer de cabello rubio y ojos dorados podía leer la mente de un despiadado asesino. Pero ella demostró que se equivocaba. Todavía se sentía mal por dentro al saber lo que ella experimentó mientras contemplaba el más macabro y brutal de los crímenes.

– Tan solo tuviste poderes en un caso -le recordó-. Desde aquella vez has demostrado ser prácticamente inútil.

– Oooh, un golpe bajo, Bentz -espetó ella, pero riéndose entre dientes-. Pues vale, te estoy mintiendo sobre mi capacidad de leer tu mente, pero te conozco, detective, y sé cómo piensas. -Entró en la habitación y apoyó su trasero menudo y prieto contra el brazo de una silla acolchada, que fue impulsada hacia un rincón, frente a una cama doble con sábanas color azul agua-. Estás preocupado por Kristi.

– No hace falta tener percepción extrasensorial para saber eso.

– Pero es debido a las chicas desaparecidas, y de ahí mi advertencia de que Baton Rouge no es tu jurisdicción.

– Lo sé. ¿Pero a quién le importan las líneas de un mapa cuando unas chicas han desaparecido?

– Sí, claro, como si estuvieras encantado de que alguien llegase de otra jurisdicción y empezara a meter las narices en tus casos. Reconócelo, Bentz, no te gusta cuando aparece el fbi, y ni siquiera consideras compartir tus casos con algunos de tus propios hombres. No sé cuántas veces te has quejado de Brinkman.

– Es un pesado.

– Hmm… ese no te lo discuto -concedió, remojando la bolsita de té en la humeante agua de su taza. Un aroma a jazmín llegó hasta Bentz mientras miraba fijamente las imágenes de la pantalla; eran fotografías de las chicas desaparecidas.

– Puede que Brinkman nos deje.

– ¿De verdad? -Levantó su mirada de la bolsita de té, dejándola reposar.

– Por la tormenta.

– Ya han pasado dos años.

– Él vivía en la parte baja del distrito noveno, también tenía un par de casas en alquiler allí. Todo perdido. Sus padres vivían en una. Se marcharon de allí -le explicó, sin añadir que sus gatos no lo hicieron. Se escondieron durante la tormenta y, cuando llegó el equipo de rescate, no pudieron encontrarlos. Unas semanas más tarde, cuando las aguas habían retrocedido, Brinkman regresó al hogar de su familia y encontró la casa marcada con una «X» por los buscadores. La otra nota tan solo decía: «Dos gatos muertos en el interior». Brinkman tuvo que hacerse cargo de los cuerpos de los animales e informar a su madre. Desde entonces, tuvo que despedirse de sus padres, que ahora vivían en Austin, y también él hablaba de salir por pies.

– Qué mal.

– Sí. De forma que no voy a permitir que unas líneas trazadas por el Gobierno me impidan investigar las desapariciones en mi tiempo libre. El deber me llama en la comisaría de Baton Rouge.

– Porque no tienes bastantes cosas que hacer. -Sacó la bolsita de la taza y la dejó caer, goteante, en una papelera cercana.

– He dicho que sería en mi tiempo libre.

– Un tiempo que podrías pasar con tu familia.

– Kristi es mi familia.

– Estaba hablando de mí -espetó.

Bentz sonrió.

– Ya lo sé.

– Podría ponerme mi salto de cama más sexi y… -dijo tras dar un sorbo de té, dejando que su voz se diluyera. Bentz arqueó una ceja. -¿Te interesa?

– Siempre. Pero no necesitas un salto de cama -gruñó él apartando su silla de la mesa plegable.

– ¿No? -Ella lo miró sobre el borde de su taza.

– Pierdes el tiempo. -Cogió la taza de sus manos y la puso sobre el alféizar de la ventana. -Así que dime, señora Bentz, ¿es esto un intento de seducción debido a que estás tan caliente que no puedes pensar con claridad, o porque estás en el momento del mes adecuado para quedarte embarazada?

– Puede que una mezcla de ambas -admitió ella, y resultó ser como una ducha de agua fría.

– Ya te lo he dicho… no creo que desee tener otro hijo.

– Y yo ya te he dicho que necesito un bebé.

El apoyó su cabeza contra la de ella y contempló la desesperación en sus ojos. Le daría cualquier cosa. Excepto eso…

– Ser el hijo de un poli no es cosa fácil.

– Tampoco lo es ser su mujer. Pero merece la pena. Por favor, Rick, no nos preocupemos por esto, ¿vale? Si ocurre, pues que ocurra; y si no, entonces ya veremos.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no nos preocupemos por eso ahora.

Él la abrazó con más fuerza contra sí, sintiendo su cálido cuerpo estrecharse contra el suyo. Por lo que él sabía, nunca había educado a ningún hijo. No biológicamente. La madre de Kristi, Jennifer, se la había pegado. Simple y llanamente. Y se había quedado embarazada. Aquello pudo haber sido el final, ya que Jennifer le había confesado que el bebé de sus entrañas no era suyo en el octavo mes de gestación. Pero Bentz le echó un vistazo a Kristi unos segundos después de haber nacido y reclamó al bebé como suyo. Incluso ahora, veintisiete años más tarde, recordaba el momento en el que ella había venido al mundo, el momento que había cambiado su vida para siempre.

A partir de entonces, ni Jennifer ni ninguna otra se había quedado embarazada por su culpa, ya fuese por accidente o por un extraordinario control menstrual. Él jamás se había hecho pruebas, no se había preocupado de ello. Nunca había sentido la necesidad de tener otro hijo, pero ahora Lyvvie deseaba un bebé, cuando él estaba cerca de los cincuenta años. Si se quedara embarazada ahora, Bentz sería un setentón cuando el chaval terminase el instituto. Si no lo mataban antes en acto de servicio.

¿Era eso justo para el niño?

Su mujer se apoyó en las puntas de los pies y lo besó. Sabía a jazmín y a desesperación y, maldita sea, le dio lo que quería. Como siempre.


* * *

Kristi atravesó el campus.

El aire era denso. Pesado. Una niebla incipiente se elevaba desde la tierra mojada. No estaba sola. También otros estudiantes caminaban en una u otra dirección, atajando a través del complejo. Pasaban junto a ella en bicicleta, monopatines o a pie; grupos de chavales hablando, estudiantes solitarios que se apresuraban hacia los distintos edificios antiguos que constituían el colegio All Saints.

Era extraño estar de vuelta.

La mayoría de los no graduados eran casi diez años más jóvenes que ella. También había graduados, por supuesto, en número mucho más reducido, y unos pocos adultos que habían regresado al colegio cumplida la treintena, o incluso más. Aunque el campus, con sus enredaderas, sus edificios de cien años o más, y sus terrenos adecuadamente cuidados, parecía no haber cambiado, la sensación de estar en All Saints era muy diferente de su año de novata.

En la biblioteca, cambió de dirección, alejándose del corazón del colegio, ya que el pabellón Knauss se encontraba en el borde del campus, no muy lejos de las grandes y viejas mansiones que habían sido convertidas en hermandades masculinas y femeninas. Apresurándose al caer la noche, miró hacia la estrecha calle flanqueada por árboles y con casas de tipo colonial. Su mirada cayó sobre una mansión blanca con pilares de estilo plantación, hogar de los Delta Gamma, una hermandad femenina a la que había pertenecido todos aquellos años ante la insistencia de su padre; aunque todo ese rollo griego nunca había funcionado con ella. A día de hoy no tenía idea de qué hacía siquiera una de sus hermanas, y tampoco le importaba. Mientras estuvo allí, nunca se había sentido como una Delta Gamma. Rick Bentz no solo había insistido en que se uniera a lo que ella más tarde se referiría como «el convento», sino que, marcando las normas, la obligó a apuntarse a clases de taekwondo, y también le enseñó todo sobre el uso y seguridad de las armas de fuego. Aunque el asunto de la hermandad no funcionó, había obtenido un cinturón negro en el arte marcial de su elección. Además, sabía lo suyo acerca de las armas y era una tiradora decente.

Percibió un coche avanzando por la calle, a poca velocidad, como si el conductor estuviera buscando algo, o a alguien. Se le erizó el vello de la nuca. Escudriñó en la oscuridad, incapaz de reconocer al conductor.

Lo más probable era que no tuviese importancia. Seguramente se había perdido y buscaba una dirección, decidió; aunque todo lo que se había hablado acerca de chicas desaparecidas y de la posibilidad de un crimen le hizo sospechar un poco.

¡Puede que finalmente se te haya pegado algo de la paranoia de tu padre!

El destello de los faros del coche alcanzó a Kristi y el vehículo aminoró aún más, con un crujido de neumáticos. La baja niebla se elevó sobre los borrosos cristales, haciendo más difícil la tarea de vislumbrar quién estaba detrás del volante. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Había alguien en el asiento del copiloto?

Las campanas de la iglesia anunciaron la hora, con tañidos que resonaban recordándole su deber.

– Joder -susurró. ¡Otra vez tarde!

Aceleró el paso, dejando atrás al pausado vehículo y a su misterioso conductor. Corriendo apresuradamente por la calzada, atajó a través del césped y de la línea de árboles a lo largo del edificio de ladrillo y piedra que albergaba los laboratorios de ciencias.

Oyó al coche recuperar velocidad, y luego volver a aminorar, hasta el punto en que el motor tan solo ronroneaba. Kristi miró por encima del hombro, aún incapaz de discernir quién ocupaba el sombrío vehículo. Deseó estar lo bastante cerca para poder ver el número de la matrícula. Todo lo que pudo ver fue que se trataba de un oscuro turismo, probablemente un Chevrolet, pero no podía estar segura.

¿Y qué? Un coche que va despacio. Vaya una cosa. ¿Qué más da que sea un Ford, un Chevrolet o un jodido Lamborghini? No le hagas caso.

Tenía un problema más acuciante: existía la posibilidad de que su novio del instituto, al que ella había dejado tan bruscamente, fuera su profesor.

Con un gruñido interior, Kristi se apresuró por los escalones del edificio cubierto de enredaderas y abrió de golpe una pesada puerta de cristal.

Otro estudiante pasó rápidamente junto a ella, y reconoció a Hiram Calloway al cruzarse. Estuvo a punto de decir algo, porque tenía la sensación de que el chico la estuviera siguiendo. Cuando había necesitado su ayuda con el edificio de apartamentos no pudo convencerlo de que salvara su vida. Pero ahora que ella empezaba las clases, se topaba con él en cuanto se daba la vuelta por el campus. Tenía el mal presentimiento de que, también él, estuviese matriculado en la clase nocturna de los lunes con la profesora Monroe… Jesús, ¿es que los chicos no planificaban su calendario para poder quedarse en casa los lunes para ver el fútbol?

Dejó que llegase antes a clase para poder evitar sentarse junto a él.

Mientras las puertas se cerraban detrás de ella, Kristi se dirigió hacia el rellano, donde el aroma de un limpiador con esencia de pino no podía encubrir el olor a formaldehído que atravesaba los pasillos. Muchas de las baldosas del suelo estaban agrietadas, y las paredes de color verde claro se habían cubierto de mugre con el paso del tiempo. Las escaleras también parecían ajadas; la barandilla lucía el desgaste de cientos de manos.

Las escaleras se abrían a un amplio rellano. Diversos pasillos partían del corredor principal, haciendo que el lugar pareciera más la madriguera de un conejo que un edificio para laboratorios de ciencias.

Siguió los letreros hasta doblar una esquina que llevaba a un largo pasillo. Al extremo del mismo vio una puerta abierta y unos estudiantes, incluyendo a Hiram Calloway, que se adentraban en una amplia aula.

Cruzando los dedos para no ver de nuevo a Jay, Kristi aceleró para alcanzar a la multitud. Atravesó el umbral de la puerta junto al último de los rezagados.

Una vez dentro, los peores miedos de Kristi se hicieron realidad.

Bajo el fulgor de las luces fluorescentes, Jay McKnight presidía la sala sin ventanas. Varios esquemas del cuerpo humano a tamaño natural se encontraban desplegados sobre una pizarra a su espalda.

El alma de Kristi se hundió. Lo que había comenzado siendo solo un mal día había caído en picado. Se cruzaron sus ojos y él no hizo más que sonreír, pero no desvió la mirada. Lo peor de todo era que los efectos de la edad habían sido más que benévolos con él. Con su metro ochenta y cinco, era alto, fuerte, con un marcado mentón bien afeitado y unos labios finos como cuchillas. Su pelo marrón claro era más largo y despeinado de lo que recordaba, debido a que no le importaba o porque trataba de ir a la última. Sus ojos, entre el marrón y el dorado, se encontraron con los de ella, y Kristi creyó ver unas casi imperceptibles patas de gallo. Tenía una nueva y diminuta cicatriz atravesada en lo alto de una ceja, pero aparte de aquella leve imperfección, no tenía mal aspecto en absoluto. De hecho, estaba algo más fornido, la sombra de su barba era más oscura de lo que fue una vez, y mostraba un renovado aire de confianza que aumentaba su atractivo. No es que le importara.

Había terminado con él. Hace mucho, mucho tiempo.

Se dejó caer sobre una de las pocas sillas sin ocupar y, al instante, no se dio cuenta de que se había sentado justo delante de Hiram Calloway.

Esto cada vez se pone mejor, pensó sin un solo atisbo de humor; luego se recordó que no pasaba nada. Estaba en la universidad, no en cuarto de primaria. Los asientos no estaban asignados para el resto del curso.

Tan solo son diez semanas, por el amor de Dios. Treinta y tantas clases. ¡Sobrevivirás!

Pero esa noche, mirando a Jay McKnight, el primer hombre al que había amado, no estaba demasiado segura de ello.

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