Libro II El Viaje

1

Aunque estaban agotados después de la terrible experiencia en la torre, a Rhys no le pareció prudente quedarse mucho tiempo cerca del castillo de Chemosh. Preguntó a Mina si el bote resistiría hasta Flotsam y ella respondió que sí, siempre que no se adentraran mucho en el mar. Navegaron siguiendo la costa en dirección norte, hacia la ciudad portuaria de Flotsam.

Hicieron el viaje sin problemas, excepto por un pequeño susto cuando Beleño se desmayó de repente y se quedó tumbado en el fondo de la barca. Se le oía murmurar «pastel de carne» sin apenas fuerzas. Muy preocupada, Mina buscó por el bote y, sin que nadie se sorprendiera, encontró más pasteles en un saco. Beleño volvió en sí con una rapidez pasmosa en cuanto olió la comida y, llevándose un pastel, se retiró al fondo del bote para comerlo, evitando las miradas reprobadoras de Rhys.

Pasaron varios días en Flotsam, descansando y recuperando fuerzas. Rhys encontró un mesonero dispuesto a darle trabajo a cambio de unas cuantas mantas y un sitio para dormir en el suelo del comedor. Mientras él fregaba el suelo y lavaba los cuencos, Beleño y Mina exploraban la ciudad. Al principio Rhys había prohibido a Mina que saliera de la taberna, pues pensaba que una niña de seis años no debía andar deambulando por ahí. Pero después de un día intentando hacer su trabajo mientras trataba de evitar que Mina molestara a los huéspedes, hiciera montar en cólera al cocinero y la rescatara del pozo después de que hubiera caído dentro, Rhys decidió que sería mucho menos peligroso que saliera a explorar con Beleño.

La principal preocupación de Rhys era que Mina anduviera por ahí contándoles a los desconocidos que tenían unos objetos sagrados. Beleño había descrito la naturaleza de los poderes milagrosos de esos objetos, que eran realmente extraordinarios. Rhys explicó a Mina que los objetos sagrados tenían un valor incalculable y por eso habría quien querría robarlos, e incluso estaría dispuesto a matar para hacerse con ellos.

Mina lo escuchó con mucha atención. Asustada por el hecho de que cabía la posibilidad de que perdiera sus regalos para Goldmoon, prometió solemnemente a Rhys que los mantendría en secreto. Rhys no tenía más remedio que confiar en que lo hiciera. Se llevó a Beleño a un aparte y convenció al kender de la necesidad de evitar que Mina hablara. Después mandó a los dos a la calle, con Atta como guardiana, para que conocieran Flotsam y él pudiera trabajar un poco.

Había habido un tiempo en que Flotsam era una ciudad arrogante, divertida, bulliciosa y alocada. Con mala fama, Flotsam había sido el refugio preferido de piratas, ladrones, mercenarios, desertores, cazarrecompensas y jugadores. Entonces llegaron los Señores de los Dragones. El más grande y cruel de todos era una hembra de Dragón Rojo enorme llamada Malys, que parecía disfrutar especialmente atormentando a la ciudad de Flotsam. De vez en cuando la sobrevolaba y caía en picado sobre ella para envolver en llamas unos cuantos barrios. Como consecuencia, muchos habitantes murieron o huyeron de allí.

Malys ya no estaba y Flotsam se recuperaba lentamente, pero la jovencita alocada no había tenido más remedio que madurar y se había convertido en una ciudad más triste y prudente.

La mayoría de las embarcaciones que se amarraban en el puerto en ese momento pertenecían a la raza de los minotauros, que dominaba los mares desde sus islas hasta las tierras conquistadas de la antigua nación elfa de Silvanesti por el norte, hasta los lejanos reinos del sur. El pueblo de los minotauros intentaba acercarse a los humanos, esforzándose por ganarse su confianza.

Perfectamente conscientes de que su supervivencia económica dependía del comercio con las naciones humanas, los oficiales minotauros ordenaban a sus hombres que se comportaran lo mejor posible mientras estuvieran en Flotsam. Al mismo tiempo, los habitantes de la ciudad también pensaban en su propia supervivencia económica y en prácticamente todas las tabernas y tiendas de Flotsam se veían carteles dando la bienvenida a los minotauros.

Así, la ciudad que antaño se había hecho famosa por las peleas en las tabernas en las que se destrozaban sillas, se lanzaban mesas, se hacían añicos las jarras y se quebraban los huesos, tenía que contentarse con unas cuantas narices sangrando y alguna que otra costilla rota. Si estallaba una pelea, no tardaban en apaciguarla los ciudadanos o la guardia de los minotauros. Los infractores acababan en los calabozos o se les concedía que durmieran la borrachera bajo cubierta.

Tal como Beleño no tardaría en descubrir, Flotsam iba camino de convertirse en una ciudad modelo. El crimen pasaba momentos bajos. Ni siquiera había ya un gremio de ladrones, pues sus miembros no conseguían el dinero suficiente para pagar las cuotas. Un asentamiento de gnomos a las afueras de la ciudad era la única posibilidad de un poco de diversión, pero Beleño se estremecía ante la mera idea de que Mina se mezclara con los gnomos.

—Esa combinación bien podría suponer el fin de la civilización tal como la conocemos —aseguró a Rhys.

No obstante, el kender estaba contento porque había encontrado gente interesada en sus habilidades como acechador nocturno. Un montón de personas había muerto por culpa de la hembra de dragón y la capacidad de Beleño de hablar con los difuntos era muy apreciada. En su segunda noche en Flotsam ya tenía un cliente esperándolo.

Mina estaba ansiosa por ir con Beleño al cementerio «a ver a los fantasmas», como ella decía. Beleño, muy ofendido por ese término tan poco digno, le dijo con mucha seriedad que sus encuentros con los «espíritus» eran privados, algo entre él y sus clientes, y no podía haber nadie más. Mina se enfurruñó e hizo pucheros, pero el kender se mantuvo firme y esa noche después de cenar, se fue solo, dejando a Mina con Rhys.

Rhys dijo a la niña que lo ayudara a barrer. Mina dio un par de escobazos por la cocina, después dejó la escoba en un rincón, se sentó y empezó a molestar a Rhys preguntándole cuándo iban a partir hacia Morada de los Dioses.

Beleño volvió bien entrada la noche, llevando consigo un montón de ropa vieja y unas botas nuevas para él y para Rhys, cuyas botas ya estaban agrietadas y completamente gastadas. Por lo visto, el cliente del kender era un zapatero y le había dado las botas como forma de pago. Beleño también había llevado un sabroso hueso para Atta, que lo recibió con entusiasmo y le demostró su gratitud tumbándose a sus pies mientras relataba sus aventuras.

—Todo empezó anoche cuando estaba de visita en el cementerio, charlando con unos cuantos espíritus y entonces me fijé en un niño pequeño...

—¿Un niño pequeño de verdad o un fantasma? —lo interrumpió Mina.

—El término correcto es espíritu o espectro —la corrigió Beleño—. No les gusta que los llamen «fantasmas». Es bastante ofensivo. Crees en los espíritus, ¿verdad?

—Creo en los espíritus, lo que no creo es que tú puedas hablar con ellos —repuso Mina.

—Pues puedo.

—Demuéstramelo —lo retó Mina con picardía—. Llévame contigo mañana por la noche.

—Eso no estaría bien —contestó Beleño—, Soy un profesional y las comunicaciones de mis clientes son confidenciales. —Se quedó muy satisfecho después de encadenar todas aquellas palabras tan bien sonantes.

—Ahora mismo estás contándonoslas —apuntó Mina.

—Eso es diferente —repuso Beleño, aunque por un momento no supo en qué sentido—. ¡No estoy diciendo sus nombres!

Mina dejó escapar una risita y Beleño se puso rojo. Entonces intervino Rhys, le dijo a Mina que dejara de meterse con Beleño y a éste que continuara con su historia.

—El espíritu del niño pequeño —recalcó Beleño— estaba muy, muy triste. Estaba allí sentado sobre su lápida, balanceando los pies y dándole golpes con los talones. Le pregunté cuánto tiempo llevaba muerto y me respondió que cinco años. Cuando murió tenía seis años y ahora ya había cumplido once. Eso me pareció muy raro, porque los muertos no suelen medir el tiempo. Me explicó que sabía cuántos años tenía porque su padre iba a visitarlo todos los años en el día de su cumpleaños. Parecía que eso le ponía muy triste, así que para alegrarlo un poco me ofrecí para jugar con él, pero no quería jugar. Entonces le pregunté por qué seguía aquí, entre los vivos, cuando su alma ya debería haber partido.

—No me gusta esta historia —se quejó Mina, frunciendo el entrecejo.

Beleño estaba a punto de hacer un comentario mordaz, pero vio la mirada de Rhys y se lo pensó mejor. Continuó con su relato.

—El niño pequeño dijo que quería partir. Veía un lugar maravilloso y muy bonito, pero no podía ir porque no quería abandonar a su padre. Le dije que su padre querría que siguiera su viaje y que volverían a encontrarse. El niño pequeño me respondió que ése no era el problema. Si volvía a encontrarse con su padre, ¿cómo lo reconocería su padre después de tanto tiempo?

Mina había estado moviéndose sin parar, pero se había quedado quieta. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos, escuchaba atentamente con sus ojos ambarinos clavados en el kender.

—Le contesté que su padre lo reconocería pero el pequeño no me creyó. Así que le dije que se lo demostraría.

»Fui al zapatero y le conté que era un acechador nocturno, que había hablado con su hijo y que había un problema. Al principio el zapatero fue bastante grosero y no voy a negar que hubiera una pequeña refriega cuando intentó echarme de su tienda. Pero entonces le describí al niño pequeño y el zapatero se tranquilizó y me escuchó.

»Lo llevé al cementerio y allí estaba su hijo esperándolo. El zapatero me dijo que pensaba en su hijo todos los días y que se imaginaba cómo sería cuando creciera y dijo que por eso iba siempre a visitarlo el día de su cumpleaños. Que en su mente podía ver a su niño pequeño haciéndose mayor. Cuando el niño oyó esto, supo que no importaba cuánto cambiara, porque su padre siempre lo reconocería. El pequeño dejó de dar patadas a la lápida, dio un abrazo a su padre y partió.

»El padre no podía ver u oír a su hijito, evidentemente, pero creo que sí sintió el abrazo, porque dijo que se le había quitado un peso del corazón. Se sentía en paz por primera vez en cinco años. Así que me llevó otra vez a su tienda y me dio las botas, y dijo que yo era...

Sentándose recta, Mina preguntó de repente:

—¿Qué pasaría si el niño no hubiese muerto? ¿Qué pasaría si hubiera vivido y se hubiera convertido en un hombre y hubiera hecho cosas malas? Cosas muy, muy malas. ¿Qué habría pasado entonces?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —le contestó Beleño de mal humor—. Eso no tiene nada que ver con mi historia. ¿Por dónde iba? Ah, sí. El zapatero me dio las botas y dijo que yo era...

—Pues te lo digo yo —dijo Mina muy seria—. El niño pequeño no tiene que crecer nunca. Así, su padre siempre lo querrá.

Beleño miró a Mina muy sorprendido.

—¿Por eso es tan...? —preguntó en un susurro, inclinándose hacia Rhys.

—Prosigue con tu historia —dijo Rhys en voz baja. Alargó la mano y acarició con ternura el cabello rojizo de Mina.

Mina esbozó una sonrisa fugaz, pero no levantó la vista. Miraba fijamente el fuego.

—Bueno, sea como sea, el zapatero me dio las botas —continuó Beleño dócilmente. Estaba allí sentado, incómodo, cuando de repente se acordó—: ¡Ah, y tengo otra cosa!

Fue a buscar una bolsa grande de tela y la dejó caer con aire triunfal.

Rhys se había fijado en el saco, pero había tenido mucho cuidado en no preguntar nada, pues no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.

—¡Es un mapa! —anunció Beleño, mientras sacaba una hoja grande de papel de aceite enrollada—. Un mapa de Ansalon.

Extendió el mapa en el suelo y se preparó para presumir de su adquisición. Por desgracia, el mapa se empeñaba en quedarse enrollado y tuvo que sujetarlo con dos jarras de cerveza, un cuenco de sopa y la pata de un taburete.

—Beleño —dijo Rhys—, un mapa como éste cuesta un montón de dinero...

—¿Ah, sí? —Beleño arrugó la frente—. Pues no sé por qué. Yo lo veo bastante estropeado.

—Beleño...

—Vale, está bien. Si insistes, lo devolveré por la mañana.

—Esta noche —dijo Beleño.

—El capitán de los minotauros no lo va a echar de menos hasta por la mañana —le aseguró Beleño—. Y no lo cogí. Le pregunté al capitán si podía prestármelo. Eso fue justo antes de que se desmayara. Tengo el minotauro un poco olvidado, pero estoy bastante seguro de que «Ash kanazi rasckana cloppfi»[1] significa «Sí, claro que puedes cogerlo, amigo mío».

—Iremos los dos a devolver el mapa esta noche —dijo Rhys.

—Bueno, si insistes. Pero ¿por qué no le echas un vistazo primero? Enseña el camino a...

—¿A Morada de los Dioses? —exclamó Mina, pegando un salto por la impaciencia.

—Bueno, no, Morada de los Dioses no sale en el mapa. Pero Neraka sí, que es un sitio cerca de donde podría estar Morada de los Dioses.

—¿Y dónde está? —preguntó Mina, agachándose junto al mapa.

Beleño buscó un rato y después puso un dedo sobre una cadena montañosa en el extremo occidental del continente.

—¿Y nosotros dónde estamos? —preguntó Mina.

Beleño señaló con el dedo un punto en el extremo oriental del continente.

—No está muy lejos —comentó Mina alegremente.

—¡No muy lejos! —repitió Beleño, exasperado—. Son cientos y cientos de kilómetros.

—¡Bah! ¡Mira! —Mina se puso sobre el mapa y a punto estuvo de pisarle los dedos a Beleño. Juntando mucho los pies, caminó de un lado al otro lado del mapa, pegando la punta de los dedos de un pie con el talón del otro—. Hasta aquí. ¿Ves? Como unos tres pasos. No es nada lejos.

Beleño la miró boquiabierto.

—Pero eso es...

—Esto es muy aburrido. Me voy a la cama. —Mina fue a donde tenía escondida su manta. La extendió y se tumbó, pero volvió a sentarse al momento—, Mañana partimos hacia Morada de los Dioses —les anunció. Después volvió a tumbarse, se acurrucó y se quedó dormida.

—Tres pasos —repitió Beleño—, Creerá que mañana por la noche ya habremos llegado.

—Ya lo sé —dijo Rhys—. Mañana hablaré con ella. —Miró el mapa con expresión lúgubre y suspiró—. Es un camino demasiado largo. No me había dado cuenta de lo lejos que habíamos viajado. Y de lo lejos que tenemos que ir.

—Podríamos comprar un pasaje en un barco —sugirió Beleño—. Podríamos encontrar alguno que admitiera a kenders...

Rhys sonrió a su amigo.

—Podríamos. Pero ¿volverías a ponerte en manos de la diosa del mar?

—No había pensado en eso —respondió Beleño, haciendo una mueca—. Supongo que caminar está bien.

Se dejó caer sobre la panza y siguió estudiando el mapa.

—No es una línea recta de aquí a aquí. ¿Cómo recordaremos la ruta?

Se tumbó de espaldas cómodamente y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados.

—El minotauro no echará de menos el mapa hasta mañana por la mañana. Si tuviéramos algo en lo que escribir, podría copiarlo. ¡Ya sé! ¡Podríamos cortar mi camisa vieja!

Volvió con la camisa, unas tijeras de esquilar que había pedido (legítimamente) prestadas al tabernero, una pluma y un poco de tinta. Beleño se sentó alegremente para copiar el mapa y trazar su ruta.

—¿Sabes algo de todos estos países diferentes? —preguntó a Rhys.

—Algo sé de ellos —contestó Rhys—. A menudo los monjes de mi orden dejan el monasterio para recorrer el mundo. Cuando vuelven, cuentan historias de los lugares en los que han estado y las cosas que han visto. He oído muchas historias y descripciones de las tierras de Ansalon.

Un toque triste en la voz de Rhys hizo que Beleño apartara la vista de su trabajo.

—¿Qué pasa?

—Se alienta a todos los miembros de mi orden a que emprendan ese viaje, pero no es obligatorio —contestó Rhys—. Yo no tenía ninguna intención de dejar mi monasterio. Pensaba que no necesitaba conocer más mundo que el que veía desde las praderas verdes donde llevaba a mis ovejas a pastar. Me habría quedado en mi monasterio toda la vida, si no hubiera sido por Mina.

Miró a la pequeña, que dormía en el suelo. Muchas veces el sueño de Mina era inquieto. Gritó, gimoteó y se encogió. Después se quedó enredada con la manta. Rhys la colocó bien, envolviéndola con ella, y la acarició hasta que se quedó más tranquila. Cuando ya respiraba más pausadamente, se apartó de ella y volvió donde Beleño seguía estudiando el mapa.

—Se me ha ocurrido que tal vez el abad de mi orden sepa algo sobre Morada de los Dioses. Aunque nos queda fuera de paso, creo que merece la pena dar un rodeo para buscar consejo en el Templo de Majere de Solace...

—¡Solace! —repitió Beleño con entusiasmo—, ¡Mi sitio favorito del mundo entero! Allí está Gerard, el mejor alguacil del mundo entero. Por no hablar del menú de pollo y bollos de la posada El Ultimo Hogar. ¿Es los martes? Creo que era el de los martes. ¿O el de los martes era chuleta de cerdo con guisantes?

El kender volvió al trabajo con fuerzas renovadas. Basándose en su propia información (obtenida de otros kenders y por tanto no enteramente fiable) y en lo que Rhys sabía sobre las tierras que deberían recorrer, acabó planeando una ruta.

—Caminamos a lo largo de la costa norte del mar Kyrman —explicó Beleño, cuando todo estuvo listo—. Pasamos por las ruinas de Mica, que, según el mapa, están a unos cincuenta kilómetros, después avanzamos cien kilómetros más a través del desierto hasta llegar a la ciudad de Delfo. ¿Qué sabes de los humanos de Khur? He oído que son muy sanguinarios.

—Son un pueblo orgulloso, guerreros de renombre que están muy unidos a sus tribus, lo que a veces provoca sangrientas peleas. Pero también destacan por su hospitalidad con los desconocidos.

—Eso nunca parece incluir a los kenders. De todos modos, con todas esas peleas, debe de haber un montón de muertos deambulando por ahí. Quizá necesiten mis servicios.

Aferrándose a ese esperanzador punto de vista, Beleño volvió a concentrarse en su mapa.

—Hay una calzada que sale de Delfo y llega a la capital de Khuri-khan a través de las montañas. Después hay otra franja de desierto de ciento sesenta kilómetros más o menos y llegamos a Blode, hogar de los ogros.

Beleño lanzó un suspiro.

—A los ogros les gustan los kenders, pero para cenar. Y los ogros matan a los humanos o los hacen sus esclavos. Pero es el único camino.

—Entonces habrá que sacarle el mejor partido posible —dijo Rhys.

Beleño sacudió la cabeza.

—Si salimos de Blode con vida, que ya sería toda una hazaña, llegamos a la Gran Ciénaga. Allí vivía un Señor de los Dragones. Era una hembra llamada Sable, pero está muerta y con ella murió la maldición que asolaba el lugar. Pero la ciénaga sigue siendo un lugar poco agradable, con lagartos y plantas devora hombres y serpientes venenosas. Después, tenemos que encontrar la forma de cruzar el río Westguard, vamos un poco al oeste, otro poco al sur, seguimos la costa de Nuevo Mar, atravesamos Linh y Salmonfall y por fin llegamos a Abanasinia.

»Una vez allí, cruzamos las llanuras de Dergoth, pasamos por Pax Tharkas y entramos en lo que antes era Qualisnesti, más allá del lago de la Muerte. Tengo que admitir que esa parte incluso me apetece. He oído que hay un montón de espíritus deambulando por el lago. Espectros de elfos. A mí me gustan los espectros de elfos. Siempre son muy educados. Después cruzamos el río de la Rabia Blanca y nos internamos en el Bosque Oscuro, que, por lo que he oído, ya no es oscuro. Entonces vamos por las llanuras de Abanasinia, cruzamos por Gateway y por fin llegamos a Solace. ¡Bufl

Beleño se secó la frente y fue a buscar una jarra de reconstituyente cerveza. Rhys estaba sentado en su silla junto al fuego, contemplando el mapa e imaginando el viaje.

Un monje, un kender, una perra y una diosa de seis años.

Atravesando desiertos, montañas, ciénagas, llanuras, bosques. Enfrentándose a guerras civiles, refriegas en las fronteras, batallas entre tribus y sangrientas peleas. Además de las contingencias habituales del camino: puentes arrastrados por la corriente, incendios en los bosques, lluvias torrenciales, frío gélido, calor abrasador. Y los peligros habituales: ladrones, trolls, ogros, hombres lagarto, lobos, serpientes y los gigantes que de vez en cuando vagaban sin destino.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos? —preguntó Beleño, limpiándose la espuma de los labios.

«Una vida entera», pensó Rhys.

2

Partieron de Flotsam a la mañana siguiente y durante los primeros kilómetros el viaje fue bien. Mina se entretenía y se divertía con los paisajes nuevos tan interesantes. Los granjeros de los distritos más alejados llevaban sus productos al mercado y se intercambiaban amistosos saludos. Una caravana de ricos mercaderes, protegidos por hombres de armas, ocupaba toda la calzada. Los soldados eran muy serios y ponían cara de ocupados, pero los comerciantes saludaban a Mina y, al ver al monje, le pedían que bendijera su viaje y le tiraban unas cuantas monedas. Después pasaron un señor y una dama con su séquito. La dama se detuvo a admirar a Mina y le dio unos dulces, que ella compartió con Beleño y Atta.

También se cruzaron con varios grupos de kenders, que dejaban Flotsam (a la fuerza) o se dirigían hacia allí. Los kenders se paraban a hablar con Beleño y se intercambiaban las noticias y los rumores más recientes. Beleño les preguntaba sobre la calzada que se extendía ante ellos y recibió mucha información, alguna de ella no demasiado fiable.

El encuentro más interesante fue el que tuvieron con un grupo de gnomos que viajaban con una combinación de máquina trilladora, amasadora y cocedora de pan a vapor; pero habían perdido el control y el armatoste estaba desmontado a un lado de la calzada. Aquel encuentro los retrasó bastante, porque Rhys se detuvo a atender a las víctimas.

Todas aquellas novedades ocuparon buena parte del día. Mina estaba contenta y se portaba bien, mientras esperaba ansiosamente encontrarse con más gnomos. Se detuvieron pronto para pasar la noche. Como hacía buen tiempo, acamparon al aire libre y a Mina le pareció muy divertido, aunque ya no pensaba lo mismo alrededor de la medianoche, cuando descubrió que se había acostado sobre un hormiguero.

Como consecuencia, a la mañana siguiente estaba malhumorada y gruñona, y su ánimo no mejoró con el transcurso del día. Cuanto más se alejaban de Flotsam, menos gente se encontraban en el camino, hasta que llegó un momento en que no había nadie más que ellos. El paisaje consistía en franjas de tierra vacía con unos pocos árboles desgarbados. Mina se aburría y empezó a quejarse. Estaba cansada. Quería parar. Las botas le apretaban en los dedos. Tenía una ampolla en el talón. Le dolían las piernas. Tenía hambre. Tenía sed.

—¿Cuánto falta para llegar de una vez? —preguntó a Rhys, caminando cansinamente a su lado y arrastrando los pies por el polvo.

—Me gustaría avanzar unos pocos kilómetros más antes de que oscurezca —dijo Rhys—. Después acamparemos.

—¡No, no al campamento! —protestó Mina—. Me refiero a Morada de los Dioses. Estoy muy cansada de caminar, de verdad. ¿Mañana ya estaremos allí?

Rhys estaba intentando encontrar la forma de explicarle que bien podrían tardar un año antes en llegar a Morada de los Dioses, cuando Atta emitió un ladrido agudo. Con las orejas tiesas, miraba fijamente a la calzada.

—Alguien viene —dijo Beleño.

Hacia ellos se dirigía un jinete en su caballo, corriendo a buen ritmo por cómo resonaban los cascos del animal. Rhys cogió a Mina de la mano y rápidamente tiró de ella hacia un lado de la calzada, para alejarla del camino de los cascos del caballo. Todavía no podía distinguir al jinete, debido a la leve pendiente de la calzada. Atta obedeció a Rhys y se quedó junto a él, pero no dejaba de gruñir. Le temblaba todo el cuerpo y sacaba los colmillos.

—Sea quien sea quien viene, a Atta no le gusta —observó Beleño—, Eso no es muy propio de ella.

Acostumbrada a viajar, Atta solía ser simpática con los desconocidos, aunque mantenía las distancias y sólo se dejaba acariciar si no encontraba la forma de escapar. Sin embargo, estaba advirtiéndolos en contra de aquel extraño, antes incluso de verlo.

Caballo y jinete llegaron al alto de la cuesta y, al verlos, apuraron el paso y bajaron la pendiente al galope. El jinete iba tapado en una capa negra. Su larga cabellera se agitaba al viento en su espalda.

Beleño lo miraba boquiabierto.

—¡Rhys! ¡Es Chemosh! ¿Qué hacemos?

—No podemos hacer nada —contestó Rhys.

El Señor de la Muerte tiró de las riendas del caballo cuando ya estaba más cerca. Beleño miró en derredor, desesperado por encontrar un sitio donde esconderse, pero estaban atrapados en la llanura. Ni un árbol ni una hondonada a la vista.

Rhys ordenó a Atta que se quedara callada y ella le obedeció lo mejor que pudo, aunque de vez en cuando se le escapaba un gruñido. El monje atrajo a Mina hacia sí y sostuvo el cayado delante de ella, mientras ponía la otra mano sobre el hombro de la niña, en un gesto protector. Beleño se mantuvo imperturbable al lado de su amigo. Recordándose a sí mismo que era un kender con cuernos, adoptó una expresión fiera.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Mina, mirando al jinete de negro con curiosidad. Volvió la cabeza hacia Rhys—. ¿Lo conoces?

—Lo conozco —contestó Rhys—. ¿Tú lo conoces, Mina?

—¿Yo? —Mina estaba sorprendida. Negó con la cabeza—. Nunca antes lo había visto.

Chemosh desmontó y empezó a caminar hacia ellos. El caballo se quedó inmóvil donde lo había dejado, como si se hubiera convertido en piedra. Beleño se acercó un poco más a Rhys.

—Kender con cuernos —repetía Beleño para sí con el fin de darse valor—, Kender con cuernos.

Atta gruñó y Rhys le hizo callar.

Chemosh hizo caso omiso de la perra y del kender. Lanzó una mirada a Rhys, sin demasiado interés. Toda la atención del señor se centraba en Mina. Tenía una expresión tensa, lívida de rabia. Sus ojos oscuros eran gélidos.

Mina observaba a Chemosh desde detrás de la barricada formada por el cayado del monje y Rhys sintió que temblaba. La sujetó con más fuerza para que se sintiera segura.

—No me gusta ese hombre —declaró Mina con voz temblorosa—. Dile que se vaya.

Chemosh se detuvo y lanzó una mirada furibunda a la niña pelirroja que se protegía en los brazos de Rhys.

—Ya puedes poner fin a este jueguecito tuyo, Mina —dijo Chemosh—. Me has hecho quedar como un tonto. Ya te has reído bastante. Ahora vuelve a casa conmigo.

—No voy a ir a ningún sitio contigo —repuso Mina—, Ni siquiera te conozco. Y Goldmoon me dijo que nunca hablara con desconocidos.

—Mina, deja ya esta estupidez... —empezó a decir Chemosh, enfadado, y alargó la mano para cogerla.

Mina le propinó una patada en la espinilla al Señor de la Muerte.

Beleño tomó aire, cerró los ojos y esperó el fin del mundo. Como el mundo seguía su curso, Beleño abrió un poco los ojos y vio que Rhys había empujado a Mina detrás de él para protegerla con su cuerpo. Chemosh tenía un aspecto indescriptiblemente lúgubre.

—Estás montando un espectáculo magnífico, Mina, pero no tengo tiempo para tonterías —dijo con impaciencia—. Vendrás conmigo y traerás los objetos que vilmente robaste de la Sala del Sacrilegio. O de lo contrario, pronto veré a tus amigos en el Abismo...

Una lluvia torrencial ahogó el resto de la amenaza de Chemosh. El cielo se volvió tan negro como la capa del dios. Las nubes de tormenta se agolparon y agitaron. Zeboim llegó en una ráfaga de viento y un golpe de granizo.

La diosa se inclinó y ofreció la mejilla a Mina.

—Dale un beso a tu tía Zee, bonita —dijo con dulzura.

Mina escondió la cara en la túnica de Rhys.

Zeboim se encogió de hombros y volvió la mirada hacia Chemosh, que la observaba con una expresión tan oscura y amenazadora como la tormenta.

—¿Qué quieres, zorra del mar?

—Estaba preocupada por Mina —contestó Zeboim, dedicando una mirada cariñosa a la niña—. ¿Qué haces tú aquí, Señor de los Putrefactos?

—Yo también estaba preocupado... —empezó a decir Chemosh.

Zeboim se echó a reír.

—¿Preocupado por lo magníficamente bien que lo jodiste todo? Tenías a Mina, tenías la torre, tenías el Solio Febalas, tenías a los Predilectos. Y lo has perdido todo. Tus Predilectos son un montón de cenizas grasientas y asquerosas en el fondo del Mar Sangriento. Mi hermano tiene la torre. El Dios Supremo ha reclamado el Solio Febalas. Y en cuanto a Mina, ha dejado dolorosamente claro que no quiere tener nada más que ver contigo.

Chemosh no necesitaba que le recitaran la letanía de sus desgracias. Dio la espalda a la diosa y se arrodilló junto a Mina, que lo miraba con perplejidad y cautela.

—Mina, amor mío, por favor, escúchame. Perdóname si te asusté. Perdóname si te hice daño. Estaba celoso... —Chemosh se detuvo y después añadió—: Vuelve a mi castillo conmigo, Mina. Te echo de menos. Te quiero...

—Mina, cielo, no vayas a ningún sitio con este hombre horrible —dijo Zeboim y apartó al Señor de la Muerte de un empujón—. Está mintiendo. No te quiere. Nunca te quiso. Está utilizándote. Ven a vivir con tu tiita Zee...

—Voy a Morada de los Dioses —repuso Mina y cogió a Rhys de la mano—, Y está muy lejos de aquí, así que tenemos que empezar a caminar. Vamos, señor monje.

—Morada de los Dioses —repitió Chemosh después de un silencio atónito —. Eso está lejos de aquí. —Se dio media vuelta y caminó hasta su caballo. Montó y clavó la mirada en Rhys, con expresión sombría y ceñuda—. Muy lejos de aquí. Y la calzada está llena de peligros. No tengo la menor duda de que volveremos a vernos pronto, monje.

Clavó los talones en los flancos del caballo y se lanzó a una carrera furiosa. Zeboim lo miró irse y después se volvió hacia Rhys.

—Es cierto que está muy lejos, Rhys —dijo la diosa con una sonrisa picara—. Pasaréis meses viajando, años quizá. Si es que vives tanto. Pero ahora que lo pienso...

Zeboim se agachó ágilmente para susurrar algo a Mina al oído.

Mina la escuchó, frunciendo el entrecejo al principio y después abriendo mucho los ojos.

—¿Puedo hacer eso?

—Claro que puedes, pequeña. —Zeboim le acarició la cabeza—. Puedes hacer cualquier cosa. Que tengáis buen viaje, amigos.

Zeboim rió y extendió los brazos. Se convirtió en un azote de viento, después amainó hasta ser una brisa burlona y, sin dejar de reírse, se alejó soplando.

La calzada estaba desierta. Rhys suspiró aliviado y bajó el cayado.

—¿Por qué ese hombre con pinta de tonto quería que me fuera con él? —preguntó Mina.

—Se confundió —contestó Rhys—. Pensaba que eras otra persona. Alguien que él conocía.

No era más que media tarde, pero Rhys estaba agotado después de la tensión del encuentro con los dioses y de todo un día soportando a Mina, así que decidió levantar el campamento. Extendieron las mantas cerca de un riachuelo que serpenteaba como una culebra entre la hierba alta. Cerca había una pequeña arboleda que les ofrecía refugio.

Beleño no tardó en recuperar las energías y empezó a provocar a Mina para que le contara lo que le había dicho la diosa. Mina sacudió la cabeza. Estaba muy concentrada dando vueltas a algo. Arrugaba la frente y se mordía el labio. Al final dejó a un lado aquello que tanto la preocupaba y, después de quitarse los zapatos y los calcetines, se fue a jugar al riachuelo. Disfrutaron de una comida frugal a base de habas secas y carne ahumada, y después se sentaron alrededor del fuego.

—Quiero ver el mapa que dibujaste —pidió Mina de repente.

—¿Por qué? —quiso saber Beleño receloso, llevando las manos a su morral para protegerlo.

—Sólo quiero mirarlo —contestó Mina—. Todo el mundo me dice sin parar que Morada de los Dioses está tan lejos. Quiero verlo por mí misma.

—Ya te lo enseñé una vez.

—Sí, pero quiero verlo otra vez.

—Vale, está bien. Pero vete a lavarte las manos —le ordenó Beleño, mientras sacaba el mapa del morral y lo extendía sobre la manta—. No quiero que se llene de marcas grasientas de tus dedos.

Mina corrió al riachuelo para lavarse la cara y las manos.

Rhys se había tumbado en el suelo cuan largo era, un poco de descanso después de la comida. Atta estaba junto a él, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Rhys le acariciaba el pelo y contemplaba el cielo. El sol hacía equilibrios en el borde del horizonte. En el cielo se mezclaban los suaves tonos del crepúsculo, rosas y dorados, violetas y naranjas. Más allá del ocaso, sentía la mirada de ojos inmortales.

Mina volvió corriendo y mostró unas manos moderadamente limpias. Beleño sujetó el mapa con piedras y después enseñó a la pequeña la ruta que iban a seguir.

—Ahora estamos aquí —indicó.

—¿Y dónde está Flotsam, donde empezamos? —preguntó Mina.

Beleño señaló un punto pegado al anterior.

—¡Con todo lo que hemos caminado y sólo hemos recorrido eso! —exclamó Mina, incrédula y desesperada.

Se sentó de cuclillas junto al mapa y lo estudió, sacando el labio inferior.

—¿Por qué tenemos que ir de un lado a otro, subiendo, bajando y dando vueltas? ¿Por qué no podemos ir todo recto desde aquí?

Beleño le explicó que escalar montañas increíblemente altas era muy difícil y peligroso y que era mucho mejor rodearlas.

—Es una pena que haya tantas montañas —añadió el kender por último—. Si no, podríamos ir tan recto como vuela el dragón y no sería un camino tan largo.

Mina observaba muy pensativa el punto que era Flotsam y el punto que Beleño decía que era Solace, donde encontrarían a su gran amigo Gerard y a los monjes de Majere, que les dirían dónde podían buscar Morada de los Dioses.

Rhys estaba quedándose dormido, inmerso en la agradable tranquilidad del atardecer, cuando algo lo despertó de golpe. Beleño lanzó un chillido.

Rhys se incorporó tan rápido que asustó a Atta, quien mostró su enfado con un aullido.

—¿Qué pasa?

Beleño señaló con un dedo tembloroso.

El mapa había dejado de ser un montón de líneas y garabatos dibujados en la espalda de la camisa vieja del kender. Se había convertido en un mundo en miniatura, con montañas de verdad y masas de agua que brillaban bajo los últimos rayos de luz, y desiertos barridos por el viento y ciénagas pantanosas reales.

«Así deben de ver los dioses el mundo», pensó Rhys.

Beleño volvió a chillar y de repente el kender estaba flotando en el aire, ligero como una pluma. Rhys se sintió a sí mismo cada vez más ligero, su cuerpo perdía masa y peso, sus huesos eran tan huecos como los de un pájaro, su piel liviana como la espuma. Sus pies se separaron del suelo y empezó a ascender. Atta flotaba hacia él, con las patas colgando sin poder hacer nada.

—Recto como vuela el dragón —dijo Mina.

Rhys se acordó de aquel incidente en que estuvieron a punto de ahogarse en la torre. Recordó los pasteles de carne y la violenta conflagración que había consumido a los Predilectos y se dio cuenta de que tenía que poner fin a aquello. Tenía que hacerse con el control.

—¡Para, Mina! —dijo Rhys con tono duro—. ¡Páralo ahora mismo! ¡Bájame en este mismo instante!

Mina lo miró con los ojos muy abiertos, y ya brillantes por las lágrimas.

—¡Ahora mismo! —ordenó Rhys con los dientes apretados.

Sintió que se volvía más pesado y cayó al suelo. Beleño se desplomó como una roca y aterrizó con un golpe sordo. Atta, en cuanto se vio en el suelo, se escabulló rápidamente a agazaparse debajo de un árbol, lo más lejos posible de Mina.4

Mina fue bajando muy lentamente por el aire y se posó delante de Rhys.

—Vamos a ir a Solace caminando —dijo el monje, con la voz cargada de furia—, ¿Me estás entendiendo, Mina? No vamos a ir nadando ni volando. ¡Vamos a caminar!

A Mina se le escaparon las lágrimas, que empezaban a correrle por las mejillas. Se tiró al suelo y empezó a llorar.

Rhys estaba temblando. Siempre se había sentido muy orgulloso de su disciplina y allí estaba, gritándole a una niña. De repente se sintió profundamente avergonzado.

—No quería gritarte, Mina... —empezó a decir sin apenas fuerzas...

—¡Lo único que quería era llegar más rápido! —gritó la pequeña, levantando la cara surcada de lágrimas y manchada de tierra—. No me gusta caminar. ¡Es muy aburrido y me duelen los pies! Y vamos a tardar demasiado tiempo, hasta el infinito. Además, la tía Zeboim me dijo que podía volar —añadió, entre hipos y temblores.

Beleño le pegó un codazo a Rhys en las costillas.

—Es verdad que vamos a tardar mucho y eso de volar podría ser interesante y...

Rhys lo miró. Beleño tragó saliva.

—Pero tienes razón, por supuesto. Tenemos que caminar. Para algo los dioses nos dieron pies y no alas. Ahora mejor me voy a dormir...

Rhys se arrodilló y abrazó a Mina. Ella le echó los brazos al cuello y sollozó sobre su hombro. Poco a poco, los lloros se fueron haciendo más débiles y la niña acabó quedándose callada. Rhys la miró y vio que había llorado hasta quedarse dormida. La llevó a la manta que había extendido sobre una zona de hierba mullida debajo de un árbol y la tumbó. Estaba tapándola con otra manta, cuando Mina se despertó.

—Buenas noches, Mina —dijo Rhys y alargó la mano para apartarle el pelo de la frente con ternura.

Mina le cogió la mano y la besó arrepentida.

—Lo siento, Rhys —dijo. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y no «señor monje»—. Podemos caminar. Pero ¿podríamos caminar rápido? —añadió con voz lastimera—. Me parece que tengo que llegar a Morada de los Dioses rápidamente.

Rhys estaba agotado, pues de lo contrario tendría que habérselo pensado dos veces antes de responder que sí, que podían «caminar rápido».

3

El día siguiente estaban en Solace.

—Al fin y al cabo —señaló Beleño—, le dijiste que podíamos caminar rápido.

El día había empezado bien. Mina parecía arrepentida y se mostraba tranquila y dócil. Las volutas de bruma se levantaban perezosamente del lecho del río. Emprendieron el camino pronto y Rhys andaba tan rápido como pensaba que Mina podría aguantar. Cuando empezó a ver que los árboles y las praderas pasaban raudas a los lados, el aumento de velocidad había sido tan gradual que creyó que sus ojos estaban pasándole una mala jugada.

Pero entonces el paisaje empezó a deslizarse a una velocidad increíble. El, Beleño, Mina y Afta seguían caminando a un ritmo que parecía normal, pero los otros viajeros aparecían y desaparecían en cuestión de segundos. Las nubes surcaban el cielo en un instante. Un momento hacía sol, al siguiente los empapaba una tormenta y un segundo después lucía el sol de nuevo. Cruzaron el desierto. La ciudad de Delfo era una mancha de color, la de Khuri-khan un estallido de ruido y calor.

Allí estaban y dejaron de estar los ogros de Blode. La Gran Ciénaga era pantanosa, sofocante y apestosa, pero no por mucho tiempo. Cruzaron rozando las aguas del río Westguard y vieron el reflejo del sol sobre las olas de Nuevo Mar, antes de que desapareciera y llegaran las desoladas llanuras de Dergoth. El lago de la Muerte estaba envuelto en inquietantes sombras y el río de la Rabia Blanca tronó un momento.

Rhys se había mareado por desplazarse tan rápido y tuvo que agarrarse a un poste para no caer. Beleño se tambaleó un momento sobre las piernas sin fuerzas, lanzó un quejumbroso «¡buf!» y se derrumbó. Atta se dejó caer sobre un costado y se quedó jadeando en el suelo.

—¡Hemos andado todo el camino! —exclamó Mina con orgullo—, ¡He hecho lo que me dijiste!

Sus ojos ambarinos eran límpidos y brillaban. Lucía una sonrisa ilusionada y feliz. Estaba convencida de que había hecho algo merecedor de alabanzas y a Rhys no le quedaban ánimos para regañarla. Al fin y al cabo, se habían ahorrado un viaje largo, dificultoso y repleto de peligros, y habían llegado sanos y salvos a su destino. No podía evitar sentirse aliviado. Rhys se dio cuenta de que Mina no pensaba que hubiera hecho nada excepcional. Para ella, atravesar tranquilamente un continente en un día era algo que cualquiera podía hacer con sólo concentrarse un poco.

Rhys ayudó a Beleño a levantarse y aseguró a Atta que todo estaba bien. Mina lo miraba todo con entusiasmo. Estaba encantada con Solace.

—¡Las casas están construidas en los árboles! —exclamó, dando palmadas—, ¡Una ciudad entera subida a los árboles! Quiero subir ahí arriba. ¿Qué es ese sitio?

Señaló hacia un edificio grande que se acomodaba entre las ramas de un vallenwood gigantesco.

—Es la posada El Último Hogar —declaró Beleño, olfateando el aire con ansia. Ya se sentía casi normal—. Repollo cocido. Lo que quiere decir que hoy debe de ser el día de carne de vaca en conserva con repollo. Espera a conocer a Laura. Es la dueña de la posada, es la encargada de cocinar y la mejor cocinera de Ansalon. Y después está nuestro amigo, Gerard, el alguacil. El es...

—Mina —lo interrumpió Rhys—, ¿te importaría ir hasta esa fuente y coger un poco de agua para Atta?.

Mina hizo lo que le mandaban y corrió entusiasmada hasta la fuente pública, acompañada por la perra sin aliento.

—Creo que no deberíamos contarle a Gerard la verdad sobre Mina —le dijo Rhys a Beleño, cuando Mina ya se había alejado—. No pongamos a prueba su credulidad.

—¿A prueba, como los menús degustación? —preguntó Beleño, sorprendido—. Porque yo sé que en ésos te ponen muchas cosas para probar.

—Me temo que no nos creería —le aclaró Rhys.

—¿Que es una diosa que se ha vuelto loca? Ni siquiera estoy seguro de que yo mismo lo crea—repuso Beleño muy serio. Se llevó la mano a la cabeza—. Todavía estoy un poco mareado de tanto caminar. Pero ya veo lo que quieres decir. Gerard conoció a Mina, ¿verdad? A la antigua Mina, me refiero. Cuando ella era soldado en la Guerra de las Almas. Nos contó que la había conocido esa noche que empezó a hablar sobre lo que le había pasado en la guerra. Pero ahora es una niña pequeña. No me parece muy probable que relacione a las dos. ¿Tú crees que sí?

—No lo sé. Podría reconocerla si oye su nombre y la ve. Su belleza no es normal.

Beleño contempló a Mina mientras la niña volvía apresuradamente a su lado. Llevaba agua en un cubo y la mayor parte se le estaba cayendo sobre los zapatos.

—Rhys —dijo el kender en un susurro—, ¿qué pasará si es Mina quien lo reconoce a él? Gerard era su enemigo. ¡Podría matarlo!

—No creo que lo mate —contestó Rhys—, Parece que ha borrado esa parte de su vida.

—También borró a los Predilectos y después le volvió todo de golpe —le recordó Beleño.

Rhys sonrió débilmente.

—Tendremos que ser optimistas y confiar en que los dioses estén con nosotros.

—Están con nosotros, eso seguro —se quejó Beleño—. Si de algo vamos sobrados, es de dioses.

Después de que Atta bebiera ansiosamente el agua, Rhys y sus compañeros se unieron a la cola de gente que aguardaba una mesa en la conocida posada. La cola serpenteaba por la escalera larga y curva que llevaba a la puerta principal. Los últimos rayos del sol poniente teñían el cielo de un rojo dorado, daba lustro a las hojas del vallenwood y refulgía sobre las vidrieras de las ventanas. Las personas que hacían cola estaban de buen humor. Contentos de haber acabado el trabajo del día, esperaban con alegría una buena comida y la velada en compañía de buenos amigos.

—Goldmoon me contaba historias sobre la posada El Ultimo Hogar —decía Mina entusiasmada—. Me contó que la Vara de Cristal Azul los trajo milagrosamente a ella y a Riverwind, que conocieron a los Héroes de la Lanza y que Theocrat se cayó en el fuego, se quemó la mano y la vara lo curó. Y entonces llegaron los soldados y...

—Me muero de hambre —se quejó Beleño—. Y esta cola no se ha movido ni un paso. Mina, si pudieras llevarnos rápidamente delante...

—¡No! —dijo Rhys con severidad.

—Pero Rhys...

—¡Os echo una carrera! —gritó Mina.

Antes de que Rhys pudiera detenerla, la niña ya había echado a correr.

—¡Iré a buscarla! —se ofreció Beleño y se lanzó a la carrera antes de que Rhys pudiera agarrarlo.

Mina llegó a la escalera y empujó a la indignada clientela. Beleño provocó aún más jaleo al intentar alcanzarla.

Rhys se apresuraba detrás de los dos, disculpándose profusamente. Agarró a Beleño en la puerta, pero Mina era demasiado rápida y ya se había colado en el interior de la posada.

Varios amables clientes le dijeron que podía pasar delante. Rhys sabía que estaba consintiendo el mal comportamiento de la niña y también que tendría que haber reñido a ella y al kender, y obligarlos a volver al final de la cola. Pero, sinceramente, estaba demasiado cansado para sermones, demasiado cansado para soportar toda la discusión y los lloros. Parecía mucho más cómodo dejarlo pasar.

Laura, la propietaria de la posada, se alegró muchísimo de volver a ver a Rhys. Le dio un abrazo y le dijo que podía recuperar su antiguo trabajo si lo quería, y añadió que tanto él como Beleño podían quedarse todo el tiempo que quisieran. Laura guardaba otro abrazo para Beleño y quedó encantada cuando Rhys le presentó a Mina, a quien describió sin dar muchos detalles como una huérfana que habían conocido por el camino. Laura chasqueó la lengua, compasiva.

—¡En qué estado estás, pequeña! —exclamó la mujer, mirando asustada la cara manchada de tierra de Mina, el pelo revuelto y las ropas harapientas y mugrientas—. ¡Y esos harapos que llevas! ¡Por todos los dioses, esta camisa está tan gastada que es transparente!

Lanzó a Rhys una mirada cargada de reproches.

—Ya sé que los solterones como tú no tenéis ni idea de cómo criar a una niñita, ¡pero por lo menos podrías haberte encargado de que se diera un baño! Ven conmigo, Mina, cielo. Te daremos una comida rica, un baño caliente y después a la cama. Y me encargaré de que te vistas un poco mejor. Tengo guardada alguna ropa vieja de mi sobrina Linsha. Creo que te quedará bien.

—¿Me cepillarás el pelo antes de que vaya a dormir? —preguntó Mina—. Mi madre solía cepillármelo todas las noches.

—Claro, cariño —contestó Laura, sonriendo—, te cepillaré el pelo, ese pelo precioso que tienes. ¿Dónde está tu madre, cielo? —le preguntó, mientras se la llevaba.

—Está esperándome en Morada de los Dioses —contestó Mina muy seria.

Laura pareció bastante sorprendida al oír tal respuesta, pero después su expresión se dulcificó.

—Qué niña más dulce —dijo con ternura—. Esa es una forma muy bonita de recordarla.

Beleño ya había encontrado una mesa y comentaba los platos de la noche con la camarera. Rhys miró en derredor en busca de Gerard, pero la mesa que solía ocupar estaba vacía. Beleño atacó con alegría un plato enorme de carne de vaca con repollo. Rhys comió poco y le dio el resto a Atta, que olfateó el repollo hervido con desprecio pero no tuvo tantos reparos en zamparse la carne.

Rhys insistió en pagar el alojamiento y la comida ayudando en la cocina. La noche iba avanzando y el monje siguió buscando a Gerard, pero el alguacil no pasó por allí.

—No me sorprende —dijo Laura, cuando volvió para inspeccionar su cocina y hacer los preparativos para el desayuno del día siguiente—. Ultimamente está habiendo problemas en Ringlera de Dioses. Nada serio, no te preocupes. Los clérigos de Sargonnas y Reorx tuvieron una pelea de gallitos y casi acaban a golpes. Alguien tiró huevos podridos al templo de Gilean y en las paredes del templo de Mishakal aparecieron dibujos lascivos y palabrotas. Los ánimos están calentándose. Seguramente el alguacil haya ido a hablar con la gente para tranquilizar las cosas.

Rhys la escuchó consternado. Intentó convencerse a sí mismo de que aquella rivalidad entre los dioses no podía tener nada que ver con él y sus compañeros, pero sabía que no era así. Pensó en Zeboim y Chemosh, los dos intentando atraer a Mina para que se les uniera. Escogiera el lado que escogiese, la luz o la oscuridad, perturbaría el equilibrio entre el bien y el mal, inclinaría la balanza hacia un lado o el otro.

—Es una niña preciosa —dijo Laura, agachándose para besar a la pequeña en la frente, cuando ella y Rhys fueron a comprobar que todo estuviera bien antes de retirarse a dormir—. Aunque dice unas cosas rarísimas. ¡Vaya imaginación! ¡Imagínate, dijo que ayer estabais en Flotsam!

Rhys se alegró de que llegara el momento de acostarse en la cama que Laura le había preparado en la habitación contigua a la de Mina. Atta acababa de acomodarse a sus pies, cuando un grito agudo despertó a Rhys. Encendió la palmatoria que tenía junto a la cabecera y acudió presuroso a la habitación de Mina.

Mina se agitaba en la cama, dando golpes con los brazos. Tenía los ojos ambarinos muy abiertos y miraba fijamente.

—... ¡Tus flechas, capitán! —estaba gritando—. ¡Ordena a tus hombres que disparen!

Se sentó, con los ojos clavados en algún horror que sólo ella podía ver.

—Tantos muertos. Todos apilados... El tajo de Beckard. Matando a nuestros propios hombres. ¡Es la única solución, idiota! ¿No lo entiendes?

Lanzó un grito salvaje.

—¡Por Mina!

Rhys la cogió entre sus brazos para tratar de calmarla. Ella se resistió y le pegó con los puños.

—¡Es la única solución! ¡La única solución para que ganemos! ¡Por Mina!

De repente se dejó caer hacia atrás, agotada.

—Por Mina... —murmuró antes de hundirse en la almohada.

Rhys se quedó a su lado hasta que estuvo seguro de que volvía a dormir tranquilamente. Pidió a Majere que la bendijese y después volvió a su cama.

Estuvo allí tumbado mucho tiempo, intentando recordar dónde había oído antes el nombre de «el tajo de Beckard» y cuando por fin se acordó, sintió un escalofrío.

—¿Dónde vas esta mañana? —preguntó Beleño a Rhys entre un bocado y otro de huevos revueltos y patatas con especias.

—Al Templo de Majere —respondió Rhys.

—¿Y qué hace Mina?

—Está en la cocina con Laura, aprendiendo a hacer pan. Échale un ojo. Dame aproximadamente una hora y después tráemela al templo.

—¿Los monjes nos dejarán entrar? —preguntó Beleño sin mucha confianza.

—Todo el mundo es bienvenido en el Templo de Majere. —Rhys alargó el brazo para dar un golpecito sobre el saltamontes dorado que el kender llevaba prendido a la camisa—. Además, el dios te ha dado su talismán. Serás un huésped de honor.

—¿De verdad? —Beleño estaba asombrado—. Eso es muy amable por parte de Majere. Ten cuidado y dale las gracias de mi parte. ¿Qué vas a contarle a tu abad sobre Mina? —preguntó curioso.

—La verdad.

Beleño sacudió la cabeza.

—Pues buena suerte con eso. Espero que los monjes de Majere no estén muy enfadados contigo por haber sido monje de Zeboim un tiempo.

Rhys podría haberle contado que aunque los monjes podían estar tristes y decepcionados por sus fracasos, nunca estarían enfadados. Se dio cuenta de que a su amigo aquel concepto podría resultarle difícil de comprender y no tenía tiempo para explicárselo. Tenía prisa por llegar al templo, suplicar el perdón por sus pecados y pedir ayuda a aquellos que eran más sabios que él. Sentía un enorme deseo de encontrar descanso y paz en aquella calma bendita y contemplativa.

No obstante, Rhys no había olvidado a Gerard y mientras bajaba por la calle principal de la ciudad, sombreadas por las hojas moteadas de los vallenwoods, se detuvo para hablar con unos de los guardias de la ciudad.

Rhys le preguntó dónde podría encontrar al alguacil y le dijeron que lo más probable era que Gerard estuviera en Ringlera de Dioses.

—Esta mañana hubo algún problema, o eso he oído —añadió el guardia.

Rhys le dio las gracias por la información y siguió su camino. A la vuelta de una esquina, vio varios grupos de personas, muchas de ellas magulladas y cubiertas de sangre, saliendo de Ringlera de Dioses escoltadas por la guardia. Los soldados empujaban a los rezagados y gritaban a los mirones que «circularan». Rhys esperó hasta que se fue disolviendo la muchedumbre y después se abrió paso hasta la entrada de Ringlera de Dioses. Muchos guardias lo miraron con recelo, pero al ver su túnica naranja, le permitían pasar.

Encontró a Gerard asignando guardias y dando órdenes. Rhys esperó tranquilamente hasta que Gerard hubo terminado y no se dirigió a él hasta que ya se disponía a irse.

—Alguacil... —empezó a decir Rhys.

—¡Ahora no! —respondió bruscamente Gerard y siguió caminando.

—Gerard —dijo Rhys y en esa ocasión Gerard reconoció su voz y, después de detenerse, se volvió hacia él.

El alguacil estaba rojo y tenía el pelo color trigo de punta, pues tenía la manía de mesárselo cuando estaba sometido a mucha presión. Entrecerraba los ojos, de un azul intenso, y mostraba una expresión sombría. Su rostro no cambió al ver a Rhys. Más bien se endureció.

—Tú —gruñó Gerard—. Tendría que habérmelo imaginado.

—Yo también me alegro de verte, amigo mío —repuso Rhys.

Gerard abrió la boca y después volvió a cerrarla. Enrojeció aún más. Parecía avergonzado y alargó la mano para darle un apretón a Rhys, con gesto arrepentido.

—Perdóname. Claro que me alegro de verte, hermano. —Gerard dedicó una mirada triste a Rhys—. Es sólo que cada vez que hay problemas relacionados con los dioses, da la impresión de que siempre apareces tú.

Rhys estaba pensando en cómo responder a eso, pero Gerard no esperaba respuesta alguna.

—¿Ya has desayunado? —El alguacil parecía cansado y eso mismo denotaba su voz—. Voy camino de la posada. Podrías venir conmigo. —Miró alrededor—, ¿Dónde está tu amigo Beleño? ¿Y Atta? No les habrá pasado nada, ¿verdad?

—Los dos están bien. Están en la posada. Yo vengo de allí. Iba camino del Templo de Majere para presentar mis respetos, pero vi el jaleo y te encontré. Dices que ha habido problemas. ¿Qué ha pasado?

—Un disturbio sin importancia —repuso Gerard secamente—. Hace ya algún tiempo que reina la discordia. Los clérigos y los sacerdotes de todos los dioses han empezado a pelearse como perros por un buen hueso. Esta mañana un clérigo de Chemosh empezó a discutir con un sacerdote de Zeboim. Los fieles de ambos bandos acudieron en su ayuda y un momento después ya había estallado una batalla campal. Para terminar de empeorar las cosas, tres paladines de Kiri-Jolith decidieron encargarse ellos mismos de aplacar el tumulto. Al verlos, los clérigos de Zeboim y de Chemosh dejaron de pelear entre ellos y se volvieron contra los paladines. Eso provocó que los clérigos de Mishakal acudieran en su ayuda. Y como a los devotos de Reorx nada les gusta más que una buena reyerta, allá se lanzaron, arrasando cualquier cosa que encontraban a su paso.

»Parece que al final acabaron aburriéndose y alguien tuvo la genial idea de que todo era culpa de Gilean y que debían prender fuego a su templo. Ya se dirigían allí con antorchas encendidas, cuando llegué con mis guardias. Machacamos un par de cabezas y detuvimos al resto, y así acabó el altercado. Dejaré a los sacerdotes en prisión hasta que se les calmen los ánimos y después los dejaré libres con una multa por alteración del orden público y daños a la propiedad.

—¿Cómo empezó la pelea? —preguntó Rhys—. ¿Sabes por qué discutían?

—Los clérigos de Chemosh se negaron a decírnoslo. Son unos cabrones. A mí me parece un error haber permitido que construyeran su templo aquí, pero Palin Majere insistió en que nosotros no podemos decidir a qué dioses decide adorar la gente. Dijo que, siempre que los clérigos y los fieles de Chemosh no violen la ley, pueden tener su templo. Hasta ahora se habían comportado. Los clérigos de Chemosh no han ido levantando muertos ni profanando tumbas, al menos que yo sepa.

»En cuanto a Zeboim, sus sacerdotes estaban ansiosos por hablar. Están diciendo a todo el mundo que Chemosh está intentando convertirse en el líder de los dioses de las tinieblas. Lo que más me sorprende es que todos los clérigos, incluso los de Kiri-Jolith, tienen mucho resentimiento contra Gilean. No tengo ni idea de por qué. Sus Estetas ni siquiera sacan la nariz de sus libros.

Gerard observó a Rhys.

—Durante meses, todos los sacerdotes y los clérigos se han ocupado tranquilamente de sus asuntos y después, en cuestión de dos semanas, se abalanzan unos sobre otros. Y ahora apareces tú. Conoces personalmente a Zeboim. Algo pasa en el cielo. ¿De qué se trata? ¿Otra Guerra de las Almas?

Rhys permaneció en silencio.

—Vaya, vaya. Lo sabía. —Gerard lanzó un suspiro y se pasó la mano por los cabellos—. Cuéntame lo que está pasando.

—Lo haría encantado, amigo mío, pero es demasiado complicado...

—¿Más complicado que cuando la diosa te llevó a rastras a pelear contra un Caballero de la Muerte? —preguntó Gerard, medio en broma, medio en serio.

—Eso me temo —contestó Rhys—, De hecho, me dirigía a discutir la situación con el abad de mi orden, en busca de su parecer y consejo. Si quisieras acompañarme...

Gerard negó con la cabeza.

—No, gracias, hermano. Ya he tenido suficientes sacerdotes por hoy. Tú vete a rezar, que yo iré a comer. Supongo que Atta estará echando un ojo a ese kender tuyo, ¿verdad? No me gustaría que estallara otra pelea en la posada.

Atta está con él y le dije a Beleño que se reuniera conmigo en el templo. —Rhys miró con aire indeciso las patrullas de guardias que recorrían el distrito de los templos—. ¿Tus hombres los dejarán pasar?

—Los guardias están aquí para mantenerlo todo controlado, no para prohibir a nadie que vaya a los templos. Aunque si vuelve a estallar un altercado... —Gerard sacudió la cabeza—. Entonces podemos vernos en mi casa esta noche, hermano. Prepararé mi famoso pollo guisado y podrás contarme lo que te haya dicho el abad.

—Me encantaría —repuso Rhys— Gracias. Una última cosa —añadió, cuando Gerard estaba a punto de irse—, ¿qué sabes del «tajo de Beckard»?

El rostro de Gerard se ensombreció.

—¿No recuerdas tus clases de Historia, hermano?

—Me temo que no demasiado bien.

—El tajo de Beckard fue un día aciago en los anales de Krynn —dijo Gerard—. Las fuerzas de los caballeros negros de Neraka estaban a punto de salir derrotados del asedio a Sanction. Estaban retirándose y se dirigían a un paso muy estrecho entre las montañas llamado tajo de Beckard. El líder de los caballeros negros ordenó a los arqueros que disparasen sobre sus propios hombres. Obedecieron y cientos de flechas cayeron sobre sus propios compañeros. Los cuerpos de los caídos se amontonaban y bloquearon el paso. Los solámnicos se vieron obligados a retroceder y ése fue el principio del fin para nosotros.

—¿Quién era el líder de los caballeros negros? —preguntó Rhys, aunque ya sabía la respuesta.

—Esa bruja, Mina —dijo Gerard con seriedad—. Te veré esta noche, hermano.

Gerard siguió su camino, calle abajo, en dirección a la posada El Último Hogar.

Rhys lo miró mientras se alejaba. Se preguntó si el alguacil se encontraría con Mina y, si eso sucedía, si la reconocería. ¿Qué pasaría entonces?

«Fue una estupidez hacerle recordar el tajo de Beckard —se reprendió Rhys—. Ahora está pensando en Mina. Quizá debería volver y...»

Rhys miró los jardines verdes, sombreados por los árboles, del Templo de Majere y sintió que una fuerza lo atraía hacia allí, como si Majere lo cogiera de la manga y tirara de él. No obstante, Rhys seguía indeciso. Tenía miedo de que fuera su propio corazón quien lo guiara, no la mano del dios.

Rhys ansiaba la paz en soledad, la serena tranquilidad. Necesitaba el consejo del abad. Si Gerard reconocía a Mina y acudía en busca de Rhys, exigiendo saber lo que pasaba en nombre de todos los dioses, Rhys confiaba en que el abad sabría explicárselo.

El Templo de Majere era una estructura sencilla hecha de bloques de granito pulido de un tono rojo anaranjado. A diferencia del imponente Templo de Kiri-Jolith, no tenía columnas de mármol ni complicados adornos. La puerta del templo era de roble y no tenía cerrojo, como la puerta del Templo de Hiddukel, quien, al ser el patrón de los ladrones, siempre tenía miedo de que alguien le robara. Las ventanas no tenían vidrieras, como en el hermoso Templo de Mishakal. Las ventanas de Majere no se cerraban ni siquiera con un simple cristal. El templo se abría al viento, al sol y al canto de los pájaros, al frío y a la lluvia.

En cuanto Rhys puso un pie en el gastado camino que atravesaba los huertos, donde los sacerdotes cultivaban sus propios alimentos, y que conducía a la sencilla puerta de madera, las fuerzas que lo habían mantenido en pie durante tanto tiempo lo abandonaron de repente. Se le anegaron los ojos en lágrimas y el corazón se le llenó de amor y gratitud hacia el dios que nunca había perdido la fe en él, a pesar de que él había perdido la fe en el dios.

Cuando Rhys entró en el templo, unas sombras umbrías lo envolvieron, confortándolo y bendiciéndolo. Preguntó a un sacerdote si podía solicitar una audiencia con el abad. El sacerdote trasladó su petición al abad, quien abandonó su meditación inmediatamente e invitó a Rhys a su despacho.

—Bienvenido, hermano —dijo el abad, estrechándole la mano—. Me han dicho que quieres hablar conmigo. ¿Cómo puedo ayudarte?

Rhys lo miraba fijamente, el asombro no le dejaba reaccionar. El abad era un hombre mayor, como es habitual entre los abades, pues con la edad llega la sabiduría. Era un hombre fuerte y delgado, pues todos los sacerdotes y monjes de Majere, incluso los abades, deben practicar artes marciales a diario, lo que se conoce como la «disciplina benévola». Rhys nunca había estado en aquel templo ni en ningún otro templo de Majere aparte del suyo. Nunca había visto a aquel hombre y, sin embargo, Rhys lo conocía, lo reconocía de alguna otra ocasión. Rhys desvió la mirada hacia la mano del abad, que estrechaba la suya propia, y vio una cicatriz dentada y blanca que destacaba sobre la morena piel curtida.

A Rhys le vino un recuerdo muy vivo de la calle de una ciudad, de unos sacerdotes de Majere que lo abordaban, de Atta atacándolos con sus afilados colmillos y de uno de ellos apartando una mano sangrante...

El abad esperaba en silencio, paciente, a que Rhys hablara.

—¡Perdóname, reverendísimo! —exclamó Rhys, invadido por un sentimiento de culpabilidad.

—Claro que te perdono, hermano —repuso el abad, antes de añadir con una sonrisa—, pero estaría bien saber por qué.

—Yo te ataqué —explicó Rhys, preguntándose cómo era posible que el abad lo hubiera olvidado—. En la ciudad de Nuevo Puerto. Me había convertido en seguidor de la diosa Zeboim. Tú y los seis hermanos que te acompañaban quisisteis razonar conmigo, para traerme de nuevo al templo de mi devoción a Majere. Yo... no pude. Una joven corría un terrible peligro y había prometido protegerla y...

A Rhys le falló la voz.

El abad negaba suavemente con la cabeza.

—Hermano, he recorrido gran parte de Ansalon, pero nunca he estado en Nuevo Puerto.

—Pero estabas allí, reverendísimo —insistió Rhys y le señaló la mano—. La cicatriz. Mi perra te mordió.

El abad se miró la mano. Por un momento pareció desconcertado y después su expresión se relajó. Observó detenidamente a Rhys.

—Eres Rhys Alarife.

—Sí, reverendísimo —contestó Rhys aliviado—. Si lo recuerdas...

—Todo lo contrario —negó el abad suavemente—. Durante mucho tiempo me he preguntado cómo me había hecho esta cicatriz. Una mañana me desperté y había aparecido en mi mano. Me quedé perplejo, porque no recordaba haberme hecho ninguna herida.

—Pero me conoces, reverendísimo —insistió Rhys confundido—. Sabes cómo me llamo.

—Así es, hermano —respondió el Abad y alargó la mano de la cicatriz para coger a Rhys por el hombro—. Y esta vez, hermano Rhys, si te insto a que reces a Majere y busques su consejo y perdón, no me lanzarás a tu perra, ¿verdad?

Como toda respuesta, Rhys cayó de hinojos y abrió su corazón a su dios.

4

El disturbio en Ringlera de Dioses de esa mañana estaba organizado. La pelea había sido cuidadosamente planeada por los clérigos de Chemosh, siguiendo órdenes del Acólito de los Huesos, Ausric Krell, con el fin de observar la reacción del alguacil y la guardia de la ciudad. ¿Cuántos hombres enviaría, cómo irían armados, dónde se desplegarían? Krell había obtenido mucha información y ya estaba preparado para aplicar todo su conocimiento al servicio de su señor.

Chemosh se había quedado bastante confundido al descubrir que Mina había adoptado el aspecto de una niña. Bien era cierto que Krell ya lo había avisado de que se había transformado en una niña, pero también era cierto que Krell era idiota. Chemosh seguía creyendo que Mina estaba fingiendo y que se comportaba como una puta despechada castigando a su amante infiel. Si pudiera llevársela a algún lugar en privado, un sitio donde no la acosaran ni monjes ni dioses, estaba seguro de que podría convencerla para que volviera con él. Admitiría ante ella que se había equivocado, ¿no era eso lo que hacían los hombres mortales? Después habría flores y velas, joyas y música romántica, y ella se derretiría en sus brazos. Mina sería su consorte y él se convertiría en el líder de los dioses oscuros.

En cuanto a esa tontería de que quería ir a Morada de los Dioses, Chemosh no se creía ni una palabra. Eso era algún truco del monje de Majere. Ese maldito monje debía de haberle metido la idea en la cabeza. Por tanto, había que eliminarlo.

Chemosh no se hacía falsas ilusiones. Gilean se enfurecería cuando supiese que el Señor de la Muerte había raptado a Mina. El dios del libro había amenazado con tomar represalias contra cualquier dios que se interpusiera en el camino de Mina, pero a Chemosh no le preocupaba demasiado.

Gilean podía echarle todos los sermones del mundo y amenazarlo todo lo que quisiera, pero no podría castigar a Chemosh. No contaba con el apoyo de los demás dioses, la mayoría de los cuales estaban ocupados con sus propios planes e intrigas para atraer a Mina a su lado.

El más peligroso de todos ellos era Sargonnas. Estaba tramando algún complot infame, de eso no le cabía ninguna duda. Sus espías lo habían informado de que una tropa de élite de minotauros había sido despachada hacia un lugar desconocido en una especie de misión secreta. Chemosh no habría sospechado nada, ya que el dios de la venganza siempre andaba con conspiraciones; pero al mando de aquella tropa estaba un minotauro llamado Galdar, antiguo compatriota y amigo íntimo de Mina. ¿Pura coincidencia? Chemosh creía que no. Tenía que actuar y hacerlo rápido.

Chemosh había ordenado a Krell y a sus Guerreros de los Huesos que abordaran al monje cuando estuvieran en la calzada. A Chemosh no le consumía tanto el deseo por Mina como para haberse olvidado de los objetos sagrados que llevaba el monje. Había ordenado a Krell que registrara el cuerpo el monje y le llevara todo lo que encontrara. Krell había preparado una emboscada en la calzada, pero antes de que pudieran atacar al grupo, Mina había desbaratado los planes de Chemosh corriendo a Solace a la velocidad del rayo.

Si ella podía hacer tal milagro, lo mismo podía decirse de Chemosh. Ausric Krell y los tres Guerreros de los Huesos habían llegado a Solace apenas minutos después que Mina. Las órdenes en relación al monje y a Mina seguían siendo las mismas; matar al primero y secuestrar a la segunda. Mientras Rhys, Beleño y Mina dormían, Krell pasó la noche en el Templo de Chemosh discutiendo con los sacerdotes y organizando un plan de ataque. Los disturbios de aquella mañana eran la primera fase.

El Templo de Chemosh en Solace era el primer lugar de culto dedicado al Señor de la Muerte construido a la vista. Hasta entonces, los sacerdotes de Chemosh habían mantenido sus oscuros quehaceres ocultos a la vista del público y muchos de ellos seguían haciéndolo, pues preferían llevar a cabo los misterios de sus rituales y ritos de muerte en lugares secretos y tenebrosos. Pero cuando el liderazgo de los dioses de las tinieblas estuvo a su alcance, Chemosh se dio cuenta de que un dios que quería destacar entre los demás dioses no podía tener a sus fieles escondiéndose, profanando tumbas y jugando con esqueletos. Los mortales temían al Señor de la Muerte. Lo que quería Chemosh era su respeto, tal vez hasta un poco de afecto.

Sargonnas lo había conseguido. El dios de la venganza minotauro había sido degradado e injuriado a lo largo de los tiempos. Su consorte, Takhisis, lo había despreciado. Lo había utilizado a él y a sus guerreros minotauros para que combatieran en sus batallas y, después, se había deshecho de ellos cuando ya no los necesitaba. Cuando Takhisis había robado el mundo, había dejado a Sargonnas en la estacada, como había hecho con todos los demás dioses.

Pero todo había cambiado. Tras la desaparición de Takhisis, Sargonnas había acumulado poder para sí mismo y para su pueblo. Sus minotauros habían saqueado la antigua nación elfa de Silvanesti, habían expulsado a los elfos y habían ocupado aquellas exuberantes tierras. El imperio de los minotauros se había convertido en una fuerza con la que había que contar. Los buques de los minotauros dominaban los océanos. Se decía que los caballeros solámnicos estaban negociando tratados con el emperador de los minotauros. Sargonnas había construido un templo imponente, si bien ostentoso, para sí mismo en Solace, con bloques de piedra que llegaban en barco desde las islas de los minotauros, lo que resultaba muy costoso. Sus sacerdotes minotauros recorrían las calles de Solace y de todas las demás ciudades importantes de Ansalon. La venganza se había puesto de moda en ciertos círculos. Chemosh presenciaba el ascenso del dios astado con envidia y celos.

Por el momento, la balanza todavía no se había inclinado. Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas, demostró ser el contrapunto perfecto para Sargonnas. Los guerreros minotauros valoraban el honor y rezaban tanto a Kiri-Jolith como a Sargonnas, sin que esto les supusiera ningún conflicto. Los sacerdotes de Mishakal, trabajando junto con los místicos de la Ciudadela de la Luz, estaban difundiendo la creencia de que el amor y la compasión, los valores del corazón, podían ayudar a aliviar los problemas del mundo. Los estetas de Gilean defendían y promovían la educación, pues afirmaban que la ignorancia y la superstición eran las herramientas de las tinieblas.

Para no quedarse atrás, Chemosh había ordenado que se construyera un templo en Solace y que fuera de mármol negro. Era un templo pequeño, sobre todo si se comparaba con el de Sargonnas, pero mucho más elegante. Era verdad que poca gente se atrevía a entrar y aquellos que lo hacían salían rápidamente. El interior del templo era oscuro y tenebroso, y olía mucho a incienso, aunque éste no lograba ocultar el hedor a putrefacción. Sus sacerdotes formaban un grupo raro, pues se sentían más cómodos entre los muertos que entre los vivos. No obstante, el templo de Chemosh en Solace ya era un comienzo y, como todos los hombres tendrían que acabar presentándose ante el Señor de la Muerte, a muchos les parecía prudente dedicarle al menos una visita de cortesía y dejar una pequeña ofrenda.

Debido a esta nueva imagen que se esforzaba por tener, Chemosh no podía permitir que Krell y sus Guerreros de los Huesos fueran vistos por las calles de Solace secuestrando a niñitas. Otro disturbio, más importante que el primero, serviría como distracción y disimularía el ataque de Krell. Este tenía que actuar rápido, porque ni él ni Chemosh sabían cuándo se le metería en la cabeza a Mina que debía partir. Uno de sus espías los había informado de que Mina se alojaba en la posada con el monje. El espía había oído hablar a Rhys y a Beleño, y había confirmado que el monje pensaba visitar el Templo de Majere, y que el kender y la niña se encontrarían con él allí.

Krell había creído que tendría que lanzar un ataque contra la posada. Otro disturbio en Ringlera de Dioses alejaría a Gerard y sus fuerzas. Por ello se alegró mucho al conocer las nuevas noticias. Podría raptar a Mina y matar a Rhys Alarife al mismo tiempo. Krell no tenía ningún miedo a los sacerdotes amantes de la paz de Majere, que siempre se desviaban de su camino para evitar una batalla e incluso se negaban a llevar armas.

Krell estaba muy satisfecho con sus nuevos Guerreros de los Huesos. Todavía no los había visto en acción, pero parecían un enemigo imponente. Los tres estaban muertos, lo que les daba una clara ventaja sobre los vivos. Los había elegido Chemosh uno a uno, entre todas las almas que se presentaban ante él. Los tres eran aguerridos combatientes. Uno de ellos era un guerrero elfo que había muerto en una batalla contra los minotauros y cuyo odio implacable contra esa raza mantenía su alma sujeta a este mundo. Otro de ellos era un asesino humano de Sanction cuya alma estaba manchada de sangre, y el tercero era un líder hobgoblin asesinado por su propia tribu y sediento de venganza.

Chemosh había dado vida a los tres cadáveres y había conservado la carne y los huesos. Después les había dado la vuelta, de forma que el esqueleto, como si de una espantosa armadura se tratara, protegía su carne pútrida. Del esqueleto nacían unos afilados pinchos de hueso que podían utilizarse como armas.

Chemosh ya había aprendido la lección con los Predilectos y se aseguró de que los Guerreros de los Huesos le fueran leales a él y de que obedecieran sus órdenes, las órdenes de Krell o las de cualquiera que él designara. Chemosh quería que sus Guerreros de los Huesos resultaran aterradores, pero no que fueran indestructibles. Era posible matarlos, pero se necesitaba un poderoso hechizo mágico o un arma sagrada.

Los Guerreros de los Huesos tenían un defecto que Chemosh no había logrado solucionar. Sentían un odio tan intenso por los vivos que, si su líder perdía el control sobre ellos, los Guerreros de los Huesos se desbocaban y descargaban su cólera sobre cualquier ser vivo que se les pusiera al alcance, ya fuera amigo o enemigo. Los clérigos de Chemosh podían terminar batiéndose contra las nefastas criaturas de su dios. No obstante, eso no era más que un pequeño precio que había que pagar.

—El monje, Rhys Alarife, ha entrado en el Templo de Majere —informó Krell a su grupo.

Él y sus Guerreros de los Huesos se habían instalado cómodamente en una cámara subterránea secreta situada debajo del templo. Allí era donde los clérigos de Chemosh realizaban los ritos menos respetables, aquellos que sólo podían presenciar los fieles más leales y devotos. La estancia estaba a oscuras, excepto por la luz que emitía una vela roja como la sangre que estaba colocada en el altar. En ese momento no había ningún cadáver robado, aunque en una esquina estaban tirados una mortaja y un sudario.

La sacerdotisa de Chemosh siempre estaba disponible, para desesperación de Krell. Estaba convencido de que Chemosh la había puesto allí para espiarlo, y no se equivocaba. Ultimamente Chemosh no confiaba en nadie. Krell había intentado librarse de la mujer unas cuantas veces, pero ella insistía en quedarse y no sólo eso, sino que también se sentía con derecho a expresar su opinión en voz alta.

—Ahora tenemos que esperar a que llegue Mina —continuó Krell—. Cuando yo dé la orden, atacamos el Templo de Sargonnas, aunque tendremos que hacer que parezca que fueron sus sacerdotes quienes nos atacaron.

Krell señaló a los tres Guerreros de los Huesos.

—Vuestra misión será mantener a los hombres del alguacil ocupados, y a todos los que quieran intervenir, como esos paladines repugnantes de Kiri-Jolith. Yo secuestraré a Mina y mataré al monje.

Los Guerreros de los Huesos encogieron sus huesudos hombros. No les importaba contra qué o quién luchaban. Lo único que querían era una oportunidad para descargar su furia contra los vivos.

Dicho ya todo lo necesario, Krell estaba a punto de levantarse cuando la sacerdotisa tomó la palabra:

—Cometes un error al permitir que Mina entre en el Templo de Majere. Deberías raptarla antes de que ponga un pie en los huertos. De lo contrario, los sacerdotes de Majere la defenderán.

Krell se molestó.

—¿Y desde cuándo tengo que tener miedo de un puñado de monjes? ¿Qué van a hacerme? ¿Darme un puntapié con sus pies descalzos? ¿A lo mejor me pegan con un palo? —Se rió muy ufano y golpeó con fuerza la pesada armadura de hueso que cubría su cuerpo.

—No subestimes a Majere, Krell —le advirtió la sacerdotisa—. Sus sacerdotes son más poderosos de lo que crees.

Krell resopló.

—Al menos llévame contigo —pidió la sacerdotisa—. Yo puedo encargarme del monje mientras tú secuestras a la niña...

—¡Iré yo solo! —declaró Krell muy enfadado—. Esas son mis órdenes. Además, mi combate con el monje es personal.

Rhys Alarife no había dejado de causar problemas a Krell, a partir del mismo día en que Zeboim había dejado caer al monje en el Alcázar de las Tormentas. El monje había hecho que Krell saliera malparado a los ojos de su señor y Krell llevaba mucho tiempo soñando con el momento que lo tuviera a su merced. Aun así, a Krell le habría dado igual asesinar a Rhys en medio de un mercado abarrotado que en el templo, pero había algo más que debía tener en cuenta.

Chemosh le había dado instrucciones muy precisas de que registrara el cuerpo del monje y le llevara cualquier objeto que pudiera encontrar. Krell había preguntado a Chemosh qué buscaba, pero no había conseguido nada. El dios había respondido con evasivas. Krell suponía que el monje llevaba consigo algo valioso.

Había intentado imaginar qué clase de objeto podría ser, algo estimado por un dios, y al final llegó a la conclusión de que debían de ser joyas. Seguramente Chemosh quería regalárselas a Mina.

«¿Y por qué tiene que tenerlas ella y no yo? —se preguntó Krell—. Hago todo el trabajo sucio de mi señor y apenas me lo agradece. Lo único que recibo son insultos. Ni siquiera va a volver a convertirme en un Caballero de la Muerte. Si tengo que ser un hombre vivo, por lo menos seré un hombre vivo y rico. Me quedaré con las joyas.»

Después de tomar aquella decisión, no podía permitir que nadie, y menos la poderosa suma sacerdotisa, presenciara la muerte del monje. Un lugar agradable y tranquilo como un templo era el sitio perfecto para el asesinato. Krell ya había planeado lo que haría con el dinero. Volvería al Alcázar de las Tormentas. Aunque jamás hubiera imaginado que diría eso, había llegado a echar de menos el lugar en el que había pasado tantos años felices. Devolvería al alcázar su antiguo esplendor, contrataría a unos cuantos matones para que lo protegiesen y pasaría lo que le quedaba de vida aterrorizando la coste norte de Ansalon.

—¿Krell? ¿Estás escuchándome? —decía la sacerdotisa.

—No —respondió Krell con hosquedad.

—Lo que estaba diciendo es importante. Si esa Mina es una diosa como Chemosh afirma, ¿cómo piensas llevártela? Me parece a mí —añadió la sacerdotisa mordazmente— que es más probable que sea ella quien te lleve a ti, o a lo mejor se contenta con colgarte del techo.

La sacerdotisa era una mujer de unos cuarenta años, alta y excesivamente delgada. Tenía la cara chupada, los ojos saltones y una línea fina por labios. No parecía que Krell la impresionara lo más mínimo.

—Si su señoría quisiera que conocieras sus planes, te los habría contado, señora —respondió Krell con desdén.

—Su señoría me los contó —repuso ella fríamente—. Su señoría me dijo que te los preguntara. Tal vez tenga que recordarte que estás disponiendo de mis sacerdotes y mis fieles, arriesgando sus vidas para que te ayuden en tu empresa. Debo estar al corriente de lo que has planeado.

Si Krell hubiera sido un Caballero de la Muerte, le habría retorcido ese pescuezo descarnado que tenía como si de una ramita seca se tratara. Pero ya no era un Caballero de la Muerte y ella había sido una de las primeras conversas de Chemosh. Sus poderes impíos eran extraordinarios.

—Si debes saberlo, voy a utilizar esto con Mina —dijo Krell y sacó dos bolas pequeñas de hierro rodeadas por unas bandas doradas—. Son mágicas. Voy a lanzarle una. Cuando la bola la golpee, las bandas doradas se soltarán y le sujetarán los brazos a los costados. Quedará indefensa. Y entonces la levantaré y me la llevaré.

La sacerdotisa se rió, su risa chirriaba como los dedos de un esqueleto arañando una placa de pizarra.

—¡Esa niña es una diosa, Krell! —exclamó la sacerdotisa, cuando pudo volver a hablar. Torció la boca sin labios—. La magia no surtirá efecto sobre ella. ¡Será como si le atas los brazos con hilos!

—Qué lista te crees —repuso Krell de mal humor—. Esa Mina no sabe que es una diosa. Según Nuitari, si Mina ve que alguien está conjurando un hechizo contra ella, cae víctima de él.

—¿Estás diciendo que está sujeta al poder de la sugestión? —preguntó la sacerdotisa con escepticismo.

Krell no estaba muy seguro de si era eso lo que quería decir o no, ya que no tenía la menor idea de lo que significaba aquella palabra.

—Lo único que yo sé es que mi señor Chemosh dijo que esto funcionaría —contestó Krell, huraño—. Si quieres, discútelo con él.

La sacerdotisa fulminó con la mirada a Krell, después se levantó con aire arrogante y salió airadamente de la cámara. Poco después, el espía mandó un mensaje al templo informando de que Mina, acompañada por un kender y un perro, estaba en Ringlera de Dioses.

—Ha llegado el momento de ponernos en posición —anunció Krell.

5

Rhys relató su historia al abad desde el principio, empezando por cuando su pobre hermano había ido al monasterio, y siguió hasta el final, hasta cuando Mina los había llevado de Flotsam a Solace en un solo día. Mientras hablaba, Rhys miraba los reflejos del sol sobre los vallenwoods que había a lo lejos y contó la historia de forma sencilla, sin adornos. Confesó sus propias faltas sin que nadie le pidiera que lo hiciera, no hizo mucho hincapié en las pruebas que había superado y puso énfasis en la amistad, ayuda y lealtad de Beleño. Contó todo lo que sabía sobre Mina.

El abad escuchó la historia del monje sin interrumpirlo y se mantuvo tranquilo y sereno. De vez en cuando se acariciaba la cicatriz del dorso de la mano con los dedos y en varias ocasiones, sobre todo cuando Rhys hablaba de Beleño, el abad sonrió.

Por fin, Rhys llegó al final con un suspiro. Agachó la cabeza. Se sentía exhausto y vacío, como si lo hubieran exprimido.

Después de un rato, el abad se irguió.

—La tuya es una historia asombrosa, hermano Rhys Alarife —dijo el abad—. Debo confesar que me costaría creerla si yo mismo no formara parte de ella. —Volvió a pasarse la mano por la cicatriz—. Alabemos a Majere por su sabiduría.

—Alabemos a Majere —repitió Rhys.

—Así pues, hermano —prosiguió el abad—, has prometido llevar a esa diosa niña a Morada de los Dioses.

—Así es, reverendísimo, y no sé qué hacer. No sé cómo encontrar Morada de los Dioses. Ni siquiera sé por dónde empezar a buscar, a no ser siguiendo la leyenda que la sitúa en algún punto de las montañas Khalkist.

—¿Has considerado la posibilidad de que Morada de los Dioses podría no existir? —sugirió el abad—. Hay quien piensa que Morada de los Dioses simboliza el final del viaje espiritual que todos los mortales emprenden al abrir los ojos por primera vez a la luz del mundo.

—¿Crees tú eso, reverendísimo? —quiso saber Rhys, preocupado—. Si eso es cierto, ¿qué voy a hacer? Los dioses se pelean por Mina, todos compiten por tenerla a su lado. Ya nos han abordado Chemosh y Zeboim. El alguacil me contó lo que pasó en el disturbio de esta mañana en Ringlera de Dioses. El conflicto del cielo cae como una lluvia venenosa sobre la tierra. Podríamos vernos envueltos en otra Guerra de las Almas.

—¿Es ésa la razón por la que pones en peligro tu vida y viajas tan lejos para llevarla a un lugar que tal vez ni siquiera exista, hermano?

El abad no dio tiempo a Rhys para contestar, sino que encadenó la primera pregunta con otra.

—¿Por qué crees que la niña diosa acudió a ti?

Esa pregunta sorprendió a Rhys. Se quedó en silencio un momento, pensando sobre ello.

—Quizá porque yo también sé lo que es sentirse perdido y solo, vagando en la oscuridad de una noche sin fin —respondió después de un momento. Luego añadió apesadumbrado—: Aunque parece que lo único que ha conseguido Mina acudiendo a mí es que los dos estemos perdidos y vagando juntos.

El abad sonrió.

—Eso puede parecer poca posa, pero podría ser lo más importante. Y para responder a tu pregunta, hermano, yo sí creo que Morada de los Dioses es un lugar real, un sitio que los seres mortales pueden visitar. He leído la crónica de Tanis el Semielfo, uno de los Héroes de la Lanza. Él y sus compañeros estuvieron en Morada de los Dioses, pero, por lo que recuerdo, afirma no recordar cómo encontraron el lugar y no cree que pudieran volver a dar con él nunca más. Él y sus amigos fueron guiados hasta allí por un hechicero llamado Fizban, que en realidad era Paladine...

La voz del abad se fue apagando, pues de repente se le había ocurrido algo.

—Paladine... —murmuró.

—Estás pensando en Valthonis —adivinó Rhys, sintiendo que volvía a él la esperanza—. ¿Crees que él podría conocer el camino, reverendísimo?

—Cuando Paladine se sacrificó para mantener el equilibrio divino, echó sobre su espalda la pesada carga de la mortalidad. Ya no tiene los poderes propios de un dios. Su mente es la de un mortal, sin embargo, es un mortal que antaño fue un dios y eso lo hace más sabio que la mayoría de nosotros. Si hay alguien en Krynn capaz de guiaros a ti y a Mina a Morada de los Dioses, sí, ése ha de ser el Dios Caminante.

—Valthonis es conocido como el Dios Caminante porque nunca se queda demasiado tiempo en un sitio. ¿Quién sabe dónde podré encontrarlo?

—Casualmente, yo lo sé —repuso el abad—. Muchos de nuestros sacerdotes han decidido viajar con Valthonis, como otros tantos hacen. Cuando nuestros hermanos se encuentran por casualidad con alguien de nuestra orden, me envían noticias. Hace sólo una semana que me llegaron las últimas y decían que Valthonis y sus seguidores se dirigían a Neraka.

Rhys se levantó, con fuerzas renovadas y lleno de energía.

—Gracias, reverendísimo. No estoy muy seguro de que sea correcto que inste a Mina a que use sus poderes milagrosos, pero creo que en este caso podría hacer una excepción. Podríamos estar en Neraka al caer la noche...

—Sigues siendo un hombre muy impetuoso, hermano Rhys —comentó el abad con cierto tono reprobador—. ¿Has olvidado tu clase de Historia sobre la Guerra de las Almas, hermano?

Aquélla era la segunda vez que le preguntaban a Rhys sobre sus clases de Historia. No imaginaba lo que quería decir el abad.

—Me temo que no comprendo, reverendísimo...

—Al final de la guerra, cuando los dioses habían recuperado el mundo y habían descubierto el terrible crimen de Takhisis, juzgaron que debía ser transformada en mortal. Para mantener el equilibrio, con el fin de que el número de dioses de la luz fuera igual al de los dioses de las tinieblas, Paladine se sacrificó y también se hizo mortal. Siendo él testigo, el elfo Silva— noshei mató a Takhisis. Ella murió en los brazos de Mina y ésta culpó a Paladine de la caída de su reina. Con el cuerpo de su señora entre los brazos, Mina juró que mataría a Valthonis.

Rhys se hundió en la silla, sus esperanzas barridas de un plumazo.

—Tienes razón, reverendísimo. Lo había olvidado.

—El Dios Caminante tienen guerreros elfos que lo protegen —apuntó el abad.

—Mina podría acabar con todo un ejército con sólo dar una patada al suelo. ¡Qué amarga ironía! La única persona que puede entregar a Mina lo que ella más desea en el mundo es la única persona del mundo a la que ha jurado matar.

—Dices que en forma de niña parece no recordar su pasado. No reconoció al Señor de la Muerte. Tal vez tampoco reconozca a Valthonis.

—Tal vez —concedió Rhys. Estaba pensando en la torre, en los Predilectos y en cómo Mina, al verse obligada a enfrentarse a ellos, se había visto obligada a enfrentarse a sí misma—. La cuestión es: ¿arriesgamos la vida de Valthonis confiando en que podría no reconocerlo?

»Por todo lo que he oído, Valthonis es honrado y apreciado allá donde va. Ha hecho mucho bien en ei mundo. Ha negociado la paz entre naciones que estaban en guerra. Ha dado esperanza a los desesperados. Aunque su semblante ya no posee el resplandor brillante de los dioses, sigue iluminando las tinieblas de la humanidad con su luz. ¿Nos arriesgamos a destruir a una persona tan valiosa?

—Mina es hija de los dioses de la luz —recordó el abad—, nacida en la dicha del momento de la creación. Ahora está perdida y asustada. ¿No se alegraría cualquier padre de encontrar a su hijo perdido y llevarlo a casa, a pesar de que su regreso le cueste su propia vida? Existe un riesgo, hermano, pero creo que es un riesgo que Valthonis está dispuesto a asumir.

Rhys meneó la cabeza. Él no estaba tan seguro. Cabía la posibilidad de que pudiera encontrar Morada de los Dioses él solo. Otros ya lo habían hecho. Si bien era cierto que Tanis el Semielfo viajaba en compañía de un dios, lo mismo podía decirse de Rhys.

Estaba intentando encontrar la manera de expresar sus dudas, cuando vio que el abad desviaba la mirada hacia la puerta, donde estaba un silencioso sacerdote de Majere, aguardando pacientemente el momento en que pudiera llamar la atención del abad.

—Reverendísimo —dijo el sacerdote, haciendo una reverencia—, perdona que te moleste, pero hay dos visitantes que preguntan por el hermano Rhys. Uno de ellos es un kender y parece muy impaciente por hablar con nuestro hermano.

—Hemos terminado nuestros asuntos, ¿verdad, hermano? —dijo el abad mientras se levantaba—. ¿O hay algo más que pueda hacer por ti?

—Me has dado todo lo que necesitaba y mucho más, reverendísimo —contestó sinceramente Rhys—. Ahora te pido tu bendición para el difícil camino que se extiende ante mí.

—Te bendigo de todo corazón, hermano. Tienes la bendición de Majere y la mía propia. ¿Vas a buscar a Valthonis? —quiso saber, cuando Rhys ya se disponía a salir.

—No lo sé, reverendísimo. He de tener en cuenta dos vidas, la de Valthonis y la de Mina. Tengo miedo de que las consecuencias de tal encuentro sean terribles para ambos.

—La decisión es tuya, hermano —contestó el abad solemnemente—, pero te recuerdo el viejo dicho: «Si el miedo es tu guía, jamás abandonarás tu casa.»

6

Un sacerdote recibió a Beleño, Mina y Atta en el Templo de Majere y los saludó con seria amabilidad. Todo aquel que visitaba el templo era recibido cordialmente, jamás se negaba la entrada a nadie. Todos los sacerdotes pedían a sus huéspedes que hablaran en voz baja, con el fin de no molestar a los fieles en su meditación. Ellos mismos hablaban en susurros. Si algún visitante era demasiado ruidoso o se comportaba de forma inadecuada, se le pedía educadamente que se marchara. No solían producirse problemas, pues la prodigiosa serenidad que imperaba en el templo transmitía una sensación de calma a todo aquel que entraba en él.

Incluso los kenders eran bienvenidos, algo que agradó a Beleño.

—Hay tan pocos sitios donde los kenders sean bienvenidos... —comentó al sacerdote.

—¿Necesitáis algo? —preguntó el sacerdote.

—Sólo a nuestro amigo, Rhys —contestó Beleño—, Espera que nos reunamos con él aquí. —Lanzó una mirada de soslayo a Mina y dijo en un tono cargado de intención—: Si pudieras pedirle que se diera prisa, te lo agradecería.

—El hermano Rhys está reunido con su reverendísimo —repuso el sacerdote—. Le diré que estáis aquí. Mientras tanto, ¿puedo ofreceros algo de beber o de comer?

—No, gracias, hermano. Acabo de desayunar. Bueno, pensándolo mejor, a lo mejor podría picar algo —respondió Beleño.

Mina negó con la cabeza sin pronunciar palabra. De repente se había vuelto muy tímida y se había quedado quieta con la cabeza gacha, y de vez en cuando lanzaba una mirada de soslayo. Estaba limpia, peinada y vestida con esmero, y lucía un bonito vestido de mangas largas y ajustadas que se cerraba con unos botones de nácar en la espalda. Parecía la personificación de la hija tímida y un poco presumida de un comerciante, aunque hasta entonces no se había comportado como tal. Sus travesuras en la posada y a lo largo de todo el camino al templo por poco vuelven loco al pobre Beleño.

Mina se había cansado de hacer pan y Laura la había enviado afuera para que jugara. En cuanto salió, empezó a corretear entre los guardias y después subió la escalera a la carrera. Beleño y un par de guardias tuvieron que subir detrás de ella para que bajara. Cuando por fin estaban en tierra firme y ya dispuestos a salir, Mina empezó a pisarle los talones al kender para hacerle tropezar, y cada vez que la regañaba, le sacaba la lengua.

Pero tampoco tardó mucho en aburrirse de molestar a Beleño, así que la emprendió contra Atta. Le tiró de la cola y las orejas hasta que la perra perdió la paciencia y le lanzó una dentellada. Los colmillos apenas le hicieron un arañazo, pero Mina se puso a chillar como si la estuviese atacando una jauría de lobos y todos los que pasaban por la calle se detuvieron para ver qué pasaba. Después birló una manzana de un carro y echó la culpa a Beleño, a quien se encargó de castigar como se merecía una vieja sorprendentemente ágil para su edad y con unos nudillos increíblemente duros. Beleño todavía se frotaba la cabeza dolorida. Cuando llegaron al templo, el kender estaba tan harto que ya no podía esperar ni un minuto más para devolvérsela a Rhys.

El monje los condujo a una parte del templo conocida como claustro, una especie de jardín interior, según las propias palabras de Beleño. El claustro era un espacio largo y estrecho, recorrido por una serie de columnas de piedra que permitían que entraran el aire y el sol. En el centro del claustro había una fuente de piedra pulida, en la que manaba el agua clara con un canto apaciguador. Rodeando la fuente había unos bancos de piedra.

El sacerdote llevó pan recién horneado y fruta a Beleño, y les dijo que Rhys no tardaría en reunirse con ellos. Beleño mandó a Mina que se sentara y se portara bien y, para su sorpresa, la niña obedeció. Se encaramó en un banco y miró en derredor: el agua que resbalaba por las piedras, las campanas que se balanceaban suavemente en lo alto, los dibujos de luces que el sol hacía sobre el suelo y una grulla que caminaba majestuosamente entre las flores silvestres. Empezó a dar golpes en el banco con el pie, pero paró por propia iniciativa antes de que Beleño tuviera tiempo de reprenderla.

Beleño se relajó. Los únicos sonidos que captaban sus oídos eran el canto de los pájaros, el armonioso murmullo del agua y el suspiro del viento entre las columnas, que a veces se detenía para tocar las campanillas de plata que colgaban de las ramas de los árboles. Le pareció que la atmósfera del templo resultaba muy relajante, pero también un poco aburrida, así que pensó que sería buena idea echar una cabezada para recuperarse de la dura experiencia como niñero de aquella mañana. Después de comer el pan y buena parte de la fruta, se tumbó en un banco y, tras ordenar a Atta que vigilara a Mina, cerró los ojos y se quedó amodorrado.

Atta se tumbó a los pies de Mina. La niña le acarició la cabeza.

—Siento haberte molestado —se disculpó, arrepentida.

Atta respondió con un lametazo para que entendiera que ya estaba perdonada y después apoyó la cabeza en las patas para observar la grulla y, tal vez, pensar en lo divertido que sería perseguir a la zancuda ladrando como una loca.

Rhys encontró una plácida escena cuando entró en el claustro: Beleño dormido, Atta tumbada y parpadeando somnolienta, y Mina tranquilamente sentada en el banco.

Rhys colocó el emmide a lo largo del banco y se sentó junto a Mina. La niña no lo miró, pues contemplaba el reflejo del sol sobre el agua.

—¿Te dijo tu abad cómo encontrar Morada de los Dioses?

—No lo sabía —contestó Rhys—, pero conocía a alguien que sí podría saberlo.

Creyó que le preguntaría el nombre de esa persona y dudaba entre si debía decírselo o no. Sin embargo, la niña no quiso saberlo y se sintió aliviado, porque todavía no había decidido si buscar al Dios Caminante.

Mina siguió sentada dócilmente. Beleño suspiró en sueños, se puso un brazo sobre la cabeza y estuvo a punto de caer del banco. Rhys volvió a colocarlo bien con delicadeza. Atta se tumbó sobre un costado y cerró los ojos.

Rhys dejó que el sosiego penetrara en su alma. Entregó sus cargas, sus preocupaciones, sus inquietudes y sus miedos al dios. Estaba con Majere, tratando de alcanzar lo inalcanzable —la perfección del dios— cuando un grito perturbó la quietud de la mañana. Atta se puso de pie de un salto y lanzó un ladrido. Beleño giró sobre sí mismo y cayó del banco.

A aquel primer grito le siguieron otros, todos ellos provenientes de Ringlera de Dioses. Las voces chillaban furiosas, asustadas o perplejas. Rhys oyó que alguien vociferaba «¡Fuego!» y entonces olió el humo. A continuación llegó el sonido de muchas voces recitando, un sonido frío y sobrenatural; y más gritos y gemidos de miedo y terror, el entrechocar del acero, los bramidos furiosos de los minotauros invocando a Sargonnas y las voces de los humanos que proferían gritos de guerra en nombre de Kiri-Jolith.

El olor a humo se hizo más intenso y ya podían verse feos penachos negros asomando por la parte posterior del jardín y flotando entre las columnas. Atta olfateó el aire y estornudó. Los gritos de alarma se intensificaron y cada vez se oían más cerca.

Los sacerdotes de Majere, arrancados de sus meditaciones, acudieron desde diferentes partes del templo o de los huertos donde estaban trabajando. Incluso en aquella situación de emergencia, los sacerdotes conservaban sus maneras sosegadas e iban caminando sin muestras de prisa o miedo. Muchos sonrieron e hicieron un gesto con la cabeza a Rhys, y su calma tenía un efecto tranquilizador. Los sacerdotes se reunieron alrededor del abad, que había salido de su despacho. El abad envió a dos monjes a ver lo que pasaba y mantuvo a los demás a su lado.

Pasara lo que pasase en la calle del templo, el recinto consagrado a Maje— re era el lugar más seguro en el que se podía estar.

Rhys oyó más gritos y una voz grave que se elevaba sobre todas las demás, dando órdenes.

—Ése es Gerard —dijo Beleño. Rozándose un codo, se asomó entre dos columnas— ¿Puedes ver algo? ¿Qué está pasando?

Una hilera de árboles y un seto alto que crecían delante del templo le bloqueaban la vista de la calle, pero Rhys adivinaba el intenso naranja de las llamas tras la pantalla de hojas. Beleño se encaramó al banco.

—Hay un edificio en llamas —informó a los demás—. No sé cuál. Espero que no sea la posada —añadió muy preocupado—. Esta noche hay pollo y bollos.

—El incendio está demasiado cerca para ser en la posada —lo tranquilizó Rhys—. Tiene que ser uno de los templos.

Mina se acurrucó contra Rhys y le cogió una mano. El estruendo de las voces era cada vez más intenso, y el entrechocar metálico del acero más agudo por momentos. El humo era más denso y picaba en la garganta. Los dos sacerdotes volvieron para informar de lo que pasaba. Traían el semblante serio y hablaban rápido. El abad los escuchó un momento y después empezó a dar órdenes. Los sacerdotes se dispersaron camino de sus celdas. Volvieron con pentagramas y entonando rezos a Majere. Juntos, empezaron a caminar con paso lento y tranquilo hacia la calle, donde, por el ruido que llegaba, parecía que había estallado una auténtica batalla campal.

El abad se acercó a hablar con Rhys.

—Tú y tus amigos deberíais quedaros entre nuestras paredes, hermano. Como seguro que tú mismo puedes oír, hay problemas en Ringlera de Dioses. No es seguro aventurarse fuera.

Un grito extraordinariamente agudo sobresaltó a Mina. Se puso pálida y gimió. El abad la miró y su expresión se ensombreció más aún.

—¿Qué está pasando, su monjísimo, señor? —preguntó Beleño—. ¿Estamos en guerra? La posada no está ardiendo, ¿verdad? Esta noche hay pollo y bollos.

—Lo que arde es el Templo de Sargonnas —contestó el abad—. Los sacerdotes de Chemosh le prendieron fuego y ahora están atacando los templos de Mishakal y de Kiri-Jolith. Dicen que los sacerdotes han invocado unos demonios de la Tumbas para que luchen por ellos.

—¡Unos demonios de la Tumbas! —repitió Beleño entusiasmado. Saltó al suelo desde el banco—. Tenéis que perdonarme. Casi nunca tengo la oportunidad de hablar con demonios de las Tumbas. No podéis ni imaginaros lo interesantes que pueden llegar a ser.

—Beleño, no... —empezó a protestar Rhys.

—No estaré fuera mucho tiempo. Me basta con una conversación breve con esos demonios. Nunca se sabe, a lo mejor los convenzo para que se rediman. Vuelvo pronto, lo prometo...

—¡Atta, vigila! —ordenó Rhys, señalando al kender.

La perra tomó posición delante de Beleño y lo dejó paralizado con su intensa mirada. Cada vez que él hacía otro tanto, ella se movía. No apartaba los ojos de él.

—¡Rhys! ¡Estamos hablando de demonios! —se quejó Beleño—, ¡Demonios de la Tumbas! No querrás que me lo pierda, ¿verdad?

El humo era más denso y ya se oía el crepitar de las llamas. Mina empezó a toser.

—Creo que quizá deberías llevar a tus acompañantes a mis habitaciones, hermano —sugirió el abad—. El aire estará más despejado.

Un sacerdote se acercó al abad y le habló con voz apremiante. El abad esbozó una sonrisa tranquilizadora a Rhys y después se fue con el sacerdote. Mina no dejaba de toser. A Rhys ya le escocían los ojos. Empezó a caer una lluvia de ceniza y hollín sobre el jardín que había junto al claustro y algunas partes de hierba prendieron en llamas.

Rhys cogió su emmide.

—Venid conmigo, los dos.

—Rhys, de verdad, creo que podría ser de ayuda contra esos demonios —argumentó Beleño—, Dependiendo del tipo de demonios que sean, claro. Por ejemplo, tenemos el demonio abisal y...

—¡Mina! —exclamó una voz áspera.

La niña se volvió al oír su nombre y entre las volutas de humo apareció una figura espeluznante cargada con una armadura de huesos.

—He venido a por ti —anunció Krell—. Me envía Chemosh.

En ese mismo instante, Rhys comprendió lo que estaba pasando. La batalla en la calle, el incendio provocado por los sacerdotes de Chemosh, no eran más que distracciones. Mina era el objetivo. Rhys levantó el emmide y lo colocó entre Krell y Mina.

—Beleño, ¡coge a Mina y corre!

El kender saltó del banco y agarró a Mina de la mano. La pequeña se sentía asustada y confusa entre los gritos y los chillidos, el humo y el fuego. Se aferró a Rhys.

—¡No voy a ir contigo! —aulló a Krell, asiendo la tánica del monje.

—Mina, tenemos que echar a correr —la apremió Beleño, mientras trataba de soltarla.

Ella negó con la cabeza y se agarraba a Rhys cada vez con más fuerza.

Krell mostró una bola de hierro decorada con bandas doradas.

—¿Ves esto, Mina? Es un juguetito mágico. Cuando te dé la pelota, la magia te atrapará muy fuerte. No podrás moverte y tendrás que venir conmigo. Te voy a enseñar cómo funciona. Mira.

Krell lanzó la bola de hierro. Beleño hizo un esfuerzo desesperado para desviarla, poniéndose delante de Mina de un salto. Pero la esfera no iba dirigida a ella.

La bola golpeó a Rhys en el pecho.

—¡Ataduras! —gritó Krell.

Las bandas doradas se desenroscaron, se desprendieron de la esfera y rodearon a Rhys, sujetándolo por brazos y piernas. El monje se agitó entre las tiras metálicas, para intentar soltarse, pero cuanto más se revolvía, con más fuerza lo aprisionaban.

Krell, esbozando una sonrisa satisfecha debajo del yelmo con rostro de calavera, se acercó a Mina a grandes zancadas. Atta le ladró con ferocidad e hizo amago de abalanzarse sobre él. Krell se arrancó una de las púas de hueso que le sobresalían del hombro y atacó a la perra con el hueso afilado. Beleño agarró al animal por el cuello y lo arrastró debajo de un banco, pero no logró que dejara de ladrar.

Las bandas doradas comprimían a Rhys y se le clavaban dolorosamente. Le apretaban los brazos contra el cuerpo y le cortaban la circulación en las piernas. Mina tiraba de ellas con todas sus fuerzas, pero era la fuerza de una niña, no de un dios. Atta se estremecía furiosa y trataba de arremeter contra Krell.

Krell miró a Beleño con desprecio y lo atacó con la lanza. Riéndose al ver que el kender se agachaba y la perra intentaba morderlo, se acercó a Mina. La niña seguía tirando de las bandas que atrapaban a Rhys. Krell la observó divertido.

—Nunca hay un dios cerca cuando lo necesitas, ¿verdad, monje? —se burló Krell. Extendió el dedo índice y, entre grandes carcajadas, golpeteó con él a Rhys en el pecho.

Rhys se tambaleó. Con los brazos y las piernas atrapados, no podía mantener el equilibrio. Krell volvió a empujarlo, esta vez más fuerte, y Rhys cayó de espaldas. No tenía forma alguna de parar el golpe y cayó con fuerza. Se golpeó la cabeza contra el suelo y sintió una explosión de dolor. Una luz brillante estalló detrás de sus ojos.

Se dio cuenta de que se hundía irremediablemente mientras perdía la conciencia. Intentó evitarlo, pero la oscuridad lo engulló.

7

Atta se zafó de Beleño. La perra, furiosa, salió disparada desde debajo del banco y se lanzó a la garganta de Krell. Con el brazal de hueso que le protegía el brazo, Krell le propinó un golpe de revés en el morro. La perra cayó junto a Rhys y se quedó allí, sacudiendo la cabeza, mareada. Por lo menos seguía respirando. Beleño vio que se le movían las costillas. De Rhys ni siquiera podía decir eso.

Mina estaba en el suelo, junto a él, sacudiéndolo y suplicándole que despertara. Rhys tenía los ojos cerrados. Yacía completamente quieto.

Krell se erguía sobre Mina. Había tirado la espada de hueso al suelo y, haciendo una fioritura, en su mano apareció otra esfera de hierro.

—¿Ya estás preparada para venir conmigo?

—¡No! —gritó Mina, levantando una mano para alejarlo—, ¡Vete! ¡Por favor, vete!

—No quiero irme —repuso Krell. Estaba disfrutando con la situación—. Quiero jugar a la pelota. ¡Coge la pelota, niñita!

Le lanzó la bola de hierro a Mina y la esfera la golpeó en el pecho. Las bandas doradas se abrieron, veloces como serpientes, y la rodearon por los brazos y las piernas. Mina se cayó al suelo, indefensa, y se quedó mirando a Krell horrorizada.

—¡Mina, eras una diosa! —gritó Beleño—, ¡En ti la magia no surte efecto! ¡Levántate!

Krell se dio la vuelta con un movimiento brusco y fulminó al kender con la mirada. Beleño se encogió tanto como pudo, aprovechando la protección que le ofrecía el banco.

Mina no lo oía o, lo que era más probable, no lo creía. Estaba tumbada en el suelo, llorando.

—¡Una diosa! ¡Ja! —se burló Krell de ella, mientras la pequeña chillaba aterrorizada y se retorcía para alejarse de él, sin mucho éxito—. No eres más que una mocosa llorona.

Beleño lanzó un suspiro de resignación.

—Supongo que todo depende de mí. Apuesto a que ésta es la primera vez en la historia del mundo en que un kender tiene que rescatar a un dios.

—Nos marcharemos dentro de un momento —anunció Krell a Mina—, Pero antes tengo que matar a un monje.

Krell se arrancó otra espada de hueso y se irguió sobre Rhys.

—Despierta —ordenó a Rhys, mientras lo pinchaba en las costillas con la espada—. Matar a alguien que está inconsciente es menos divertido. Quiero que veas lo que te espera. ¡Despierta! —Volvió a pinchar a Rhys. La túnica naranja se tiñó de sangre.

Beleño se secó un hilo de sudor que le bajaba por el cuello, estiró los dedos húmedos hacia Krell y empezó a cantar en voz baja.

—Estás muy cansado. No puedes sonreír.

»Sientes que has caminado hasta morir.

»Los músculos doloridos,

»empiezan los quejidos.

»Y muy pronto temblarás

»y en el suelo te desplomarás.

ȃste es el momento

»en que acabo mi tormento,

»tú, asqueroso y mugriento.

En realidad, la palabra «mugriento» no formaba parte del hechizo místico, pero Beleño se permitió la libertad de añadirla porque rimaba y expresaba bien sus sentimientos. Había tenido que interrumpir su cántico un par de veces, porque le entraba humo en la garganta y le sobrevenía la tos, y le preocupaba que aquello hubiera echado a perder el hechizo. Esperó un momento en tensión no pasó nada, y después sintió la magia. La magia venía del agua y se le coló por los zapatos. La magia venía del humo y le inundó los pulmones. La magia venía de la piedra y era fría y escalofriante. La magia venía del fuego y era cálida y emocionante.

Cuando todas las partes de la magia se mezclaron, Beleño conjuró el hechizo.

De sus dedos salió disparado un rayo de luz oscura.

Aquélla era la parte preferida de Beleño: un rayo de luz oscura. Le gustaba tanto porque era imposible que hubiera luz «oscura». Pero así era como se llamaba el hechizo, o al menos eso le había dicho su madre cuando se lo había enseñado. De hecho, la luz no era realmente oscura. Era más bien morada con el centro blanco. De todos modos, Beleño entendía que pudiera describirse como «oscura». Si no hubiera estado tan preocupado por Rhys y Atta, habría disfrutado mucho ese momento.

La luz oscura acertó a Krell en la espalda, lo envolvió en un blanco violáceo y después desapareció.

Krell se agitó en un espasmo y estuvo a punto de soltar la espada. Meneó la cabeza cubierta con el yelmo, como si se preguntara qué había pasado, y después miró a Mina con recelo.

Seguía tumbada donde la había dejado, prisionera de los anillos mágicos. Había dejado de llorar y miraba asombrada a Beleño, con los ojos abiertos como platos.

«¡No digas nada! —Beleño vocalizó las palabras en silencio, para que pudiera leerle los labios—. Por favor, por una vez, mantén la boca callada.»

Gateando, el kender se escondió aún más debajo del banco.

Por lo visto, Krell decidió que debían de haber sido imaginaciones suyas. Levantó la espada, la sujetó mejor y ya se disponía a hundirla en el pecho de Rhys. Beleño se dio cuenta de que su hechizo había fracasado y apretó los dientes, frustrado. Estaba a punto de lanzar su pequeño cuerpo contra Krell como proyectil, en un intento que seguramente sería fatídico por derribarlo, cuando de repente Krell empezó a tambalearse. Dio unos pasos vacilantes. La espada se le resbaló de la mano.

—¡Eso es! —exclamó Beleño, alegre—. Te sientes cansado. Muy, muy cansado. Y la armadura es muy, muy pesada...

Krell cayó de rodillas. Intentó volver a levantarse, pero la armadura de huesos lo empujaba hacia el suelo y acabó desplomándose. Atrapado en la armadura, quedó tumbado boca arriba, indefenso, agitando débilmente los brazos y las piernas como si fuera una tortuga al revés.

Beleño salió de su escondite a gatas. No tenía mucho tiempo. El hechizo no duraría mucho.

—¡Socorro! —gritó, tosiendo por culpa del humo—, ¡Ayudadme! ¡Necesito ayuda! ¡Rhys está herido! ¡Abad! ¡Alguien! ¡Quien sea!

No acudió nadie. Los sacerdotes y el abad estaban en la calle, luchando en una batalla que, por lo que se oía, era cada vez más cruenta. Parecía que también el incendio estaba propagándose, porque en el claustro ya no se veía nada por culpa del humo y las llamas se alzaban por encima de los árboles.

Beleño asió la espada de hueso. Krell lo miraba con odio desde debajo del yelmo y lo maldecía con los peores insultos. Beleño buscó un resquicio de carne donde pudiera clavar la espada, pero la armadura de hueso cubría cada centímetro del cuerpo del hombre. Desesperado, Beleño lo golpeó en la cabeza, protegida por el yelmo. Krell parpadeó al recibir el golpe y masculló un epíteto poco agradable, mientras se agitaba tratando de agarrar al kender. Pero Krell seguía bajo los efectos del hechizo místico y estaba demasiado cansado para moverse. Se dejó caer sin fuerzas.

Beleño le propinó otro buen golpe en la cabeza y Krell gimió. El kender siguió golpeándolo hasta que dejó de gemir y ya no se movía. Beleño habría continuado con los golpes de no ser porque se le rompió la espada. Se quedó observándolo. El kender no creía que su enemigo estuviera muerto, sino sólo inconsciente, lo que significaba que Krell acabaría volviendo en sí y cuando eso ocurriera, estaría de un humor de perros. Beleño se arrodilló junto a Rhys.

Mina se retorcía, intentando llamar su atención, pero tendría que esperar un minuto.

—¿Cómo has hecho eso? —exigió saber Mina—, ¿Cómo has hecho esa luz morada?

—Ahora no —respondió Beleño secamente—. ¡Rhys, despierta!

Beleño sacudió a su amigo por el hombro, pero Rhys permanecía inmóvil. Tenía un color ceniciento. Beleño cogió el talego del monje con la intención de ponérselo como almohada. Pero cuando le levantó la cabeza, el kender vio que en el suelo había un charco de sangre. Apartó la mano. La tenía cubierta de sangre. Beleño sabía otro hechizo místico con propiedades curativas e intentó recordarlo, pero estaba tan confuso y enfadado que no le acudían las palabras. El hechizo de la luz oscura seguía dándole vueltas en la cabeza, como si hubiera oído una de esas canciones tan molestas que sigues oyéndolas una y otra vez, por mucho que te esfuerces en evitarlo.

Con la esperanza de que las palabras se le presentaran sin querer si pensaba en cualquier otra cosa, Beleño se volvió hacia Atta, que estaba tumbada sobre un costado con los ojos cerrados. Apoyó la mano sobre su pecho y sintió que el corazón le latía con fuerza. Atta levantó la cabeza y giró sobre sí misma. Golpeaba el suelo con la cola. Beleño le dio un abrazo y después se sentó de cuclillas, mirando apesadumbrado a Rhys, mientras se esforzaba por recordar el hechizo curativo.

—Beleño... —empezó a decir Mina.

—¡Cállate! —le ordenó el kender con voz implacable—. Rhys está malherido y yo no logro acordarme del hechizo y... ¡es todo por tu culpa!

Mina se echó a llorar.

—¡Estas bandas me aprietan! Tienes que quitármelas.

—Quítatelas tú sola —le contestó Beleño bruscamente.

—¡No puedo! —gimoteó Mina.

«¡Sí puedes, eres una diosa!», era lo que Beleño tenía ganas de gritarle, pero no lo hizo porque ya había probado con ese argumento y no había funcionado. Si se le ocurriera otra forma...

—¡Claro que no puedes! —exclamó Beleño con desprecio—. Eres una humana y los humanos son demasiado gordos y lo más estúpido que hay en el mundo. Cualquier kender sabría hacerlo. ¡Hasta yo podría escaparme de esas ataduras así, sin más! —Chasqueó los dedos—, Pero como eres una humana y encima una niña, supongo que estás atrapada.

Mina dejó de llorar. Beleño no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y tampoco le importaba. Estaba demasiado preocupado por Rhys. Entonces le pareció oír que Krell se movía o resoplaba y lanzó una mirada consternada hacia él, temiendo que ya estuviera despertándose. Krell seguía allí, tirado como un montón de huesos, pero sólo era cuestión de tiempo. Sacudió a su amigo por el hombro y volvió a llamarlo.

—Rhys —dijo ansioso—, ¿puedes oírme? Por favor, por favor, ¡despierta!

Rhys gimió. Se le movieron los párpados y Beleño recuperó un poco de optimismo. Rhys abrió los ojos. Hizo una mueca de dolor, emitió un grito ahogado por el dolor y puso los ojos en blanco.

—¡No! —gritó Beleño y agarró a Rhys por la túnica—. ¡No vuelvas a hacerme eso! Quédate conmigo.

Rhys esbozó una lánguida sonrisa y se quedó con los ojos abiertos, aunque los tenía extraños, con la pupila de uno más grande que la del otro. Parecía que le costaba fijar la mirada.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Beleño.

—No demasiado bien, me temo —contestó Rhys con un hilo de voz—. ¿Dónde está Mina? ¿Está bien?

—Estoy aquí, Rhys —respondió Mina en voz muy baja.

Beleño se sobresaltó al oír la voz, pues venía de encima de su hombro. Su truco había funcionado. Los anillos dorados estaban enrollados en el suelo, Mina ya no estaba atrapada.

Mina estaba allí de pie, mirando a Rhys con pena. Tenía la cara hinchada de tanto llorar, las mejillas sucias de lágrimas y hollín.

—Tienes razón, Beleño —dijo la niña—. Todo es culpa mía.

Parecía tan asustada y afligida que Beleño se sintió más rastrero que una cucaracha.

—Mina, no quería gritarte... —empezó a decir.

Mina no lo escuchaba. Se arrodilló junto a Rhys y le dio un beso en la mejilla.

—Ahora te sentirás mejor —le dijo suavemente—. Lo siento. Lo siento mucho. Pero ya no tendrás que encargarte más de mí.

Y, antes de que Beleño pudiera hacer o decir nada, la niña cogió el talego con los objetos sagrados y echó a correr.

—¡Mina! —gritó Beleño detrás de ella—, ¡No seas tonta!

Mina siguió corriendo y la perdieron de vista entre el humo.

—¡Mina! —llamó Rhys—. ¡Vuelve!

Su voz sonaba vigorosa. Tenía la mirada despierta y clara, y empezaba a recuperar el color en el rostro.

—¡Rhys! ¡Estás mejor! —exclamó Beleño con alegría.

Rhys trató de levantarse, pero las bandas mágicas seguían atenazándolo y volvió a caer, sin poder hacer nada.

—¡Beleño, tienes que ir a por Mina!

El kender se quedó quieto.

Rhys suspiró.

—Amigo mío, ya sé que...

—¡Tiene razón, Rhys! —afirmó Beleño—. El fuego, los demonios de la tumba, que Krell te hiriera; todo es culpa suya. La lucha, los muertos; ¡eso también es culpa suya! Así que no voy a abandonarte para ir a por ella. Krell va a despertarse de un momento a otro y aunque tu cabeza esté curada, sigues prisionero de estos anillos mágicos. ¡Y Krell dijo que iba a matarte!

Rhys lo miró desde el suelo.

—Eres el único con el que puedo contar, amigo mío. El único en quien puedo confiar. Debes encontrar a Mina y volver al templo con ella. Si yo... no estoy por aquí..., el abad sabrá qué hacer.

A Beleño empezó a temblarle el labio inferior.

—Rhys, no me obligues...

Rhys sonrió.

—Beleño, no estoy obligándote a hacer nada. Te lo estoy pidiendo, como amigo.

Beleño lo miró furioso.

—¡Eso no es justo! —protestó enfadado—. Muy bien, iré. —Agitó un dedo delante de Rhys—, Pero antes de ir a perseguir a esa mocosa, ¡voy a buscar a alguien que te ayude! Después iré tras Mina. Quizá —añadió para sí.

Echó un vistazo a Krell, que seguía inconsciente, pero seguramente no por mucho más tiempo. En cuanto el hechizo se disipara, Krell tendría la misma fuerza que antes y estaría dos o tres veces más furioso, y empeñado en matar a Rhys.

Atta, tú te quedas con él —ordenó Beleño, mientras acariciaba a la perra.

Atta, vete con Beleño —le mandó Rhys.

La perra se levantó de un salto y sacudió todo el cuerpo. Beleño miró por última vez a Rhys, suplicándole que lo reconsiderara.

—No te preocupes por mí, amigo mío —lo tranquilizó Rhys—. Estoy bajo la protección de Majere. Vete a buscar a Mina.

Beleño meneó la cabeza y después echó a correr. Siguió la misma dirección que había tomado Mina, que tenía que ser, por supuesto, la peor de todas las posibles. Había huido del templo y había ido directamente hacia la calle y la batalla.

Beleño atravesó los huertos a la carrera, seguido por Atta, sin preocuparse por las flores y las verduras que iba pisando, pues de todos modos estaban cubiertas de hollín. El humo apenas le permitía ver nada y le hacía toser. Siguió corriendo, tosiendo y apartando el humo con la mano. Atta jadeaba y estornudaba.

Cuando llegó a la calle, se alegró al comprobar que allí el ambiente estaba más despejado. El viento se llevaba el humo en otra dirección. Beleño buscó a Mina y, lo que era más importante, a alguien que ayudara a Rhys.

Iba a ser una ardua tarea. Beleño se detuvo y miró en derredor, consternado. Ringlera de Dioses estaba tomada por una muchedumbre en plena pelea y reinaba tal confusión que no sabría decir quién pertenecía a cada bando. Unos hombres que vestían la librea de la guardia de la ciudad estaban intentando reducir a un enfurecido minotauro. No muy lejos de ellos, los paladines de Kiri-Jolith, con sus relucientes armaduras, combatían contra los clérigos encapuchados de túnicas negras que entonaban hechizos. Por todas partes yacía gente en el suelo, algunos chillando de dolor y otros inmóviles.

El fuego no había dejado de arder. Bajo la mirada de Beleño, el Templo de Sargonnas se derrumbó en un montón de escombros humeantes y en el tejado del Templo de Mishakal crepitaban las llamas.

Beleño buscó a Mina, pero con toda esa muchedumbre, el tumulto, la confusión y el triste hecho de que lo que le quedaba a la altura de los ojos eran las barrigas de todo aquel gentío, no lograba verla por ninguna parte.

—Si tuviera un poco de sentido común, escaparía de la batalla. Pero entonces —se recordó a sí mismo desanimado— no estaríamos hablando de Mina mientras tanto Rhys estaba en el templo, tumbado en el suelo, atado e indefenso, y quizá Krell ya se hubiera despertado.

Un soldado minotauro que estaba luchando contra un clérigo de túnica negra cayó hacia él y Beleño tuvo que retroceder como pudo para no morir aplastado. Al final, fue él quien acabó cayéndose en una zanja. Allí tirado, llegó a la conclusión de que estar tumbado en el suelo era mucho más seguro que estar de pie y se arrastró hasta un seto. Atta lo siguió con la barriga bien pegada al suelo. Se sentía furioso consigo mismo. Se suponía que tenía que encontrar a Mina y rescatar a Rhys, en vez de pudrirse en una zanja. Gerard tenía que andar por ahí cerca. O el abad. Tenía que haber una forma de encontrar ayuda. ¡Si pudiera tener una vista mejor de la calle! Quizá pudiese trepar a un árbol. Estaba empezando a pensar en cómo salir de la zanja, cuando sintió que le bajaba algo por el cuello. Lo atrapó con la mano y resultó ser un saltamontes.

Eso le dio una idea. Beleño bajó la vista hacia el broche con forma de saltamontes que llevaba prendido en el pecho.

«Mina dijo algo sobre saltar. Supongo que por probar no pasará nada. Me pregunto si se espera de mí que rece. Espero que no, porque no me sale demasiado bien.»

Beleño desabrochó el pequeño saltamontes de oro y lo agarró con fuerza en una mano. Dobló las rodillas y saltó.

Al mirar en torno a sí, descubrió que estaba más alto que el tejado del templo. Estaba tan perplejo y nervioso que se le olvidó lo que teóricamente tenía que hacer, y empezó a descender antes de que le diera tiempo a acordarse. Se temía que el aterrizaje iba a ser un poco duro, pero no fue así. Se posó en el suelo con la ligereza de un saltamontes.

Beleño volvió a saltar y decidió que aquélla era una experiencia apasionante. Esa vez subió más alto, mucho más alto que el tejado del templo, y mientras contemplaba la sangrienta refriega que se extendía por las calles con lo que imaginó que debía de ser la perspectiva de los dioses, pensó: «Vaya, sí que parecemos estúpidos.» Saludó a Atta, que corría de un lado a otro allá abajo mientras ladraba con desesperación, y se dispuso a buscar a Mina, a Gerard o al abad.

No vio a ninguno de los tres, pero sí a una persona que vestía una túnica roja y que observaba la batalla con interés, tranquilamente debajo de un árbol.

Beleño no pudo ver a la persona con claridad, por culpa del humo, pero tenía la esperanza de que fuera uno de los sacerdotes. De nuevo en el suelo, dedicó al saltamontes una caricia de agradecimiento y lo guardó en un bolsillo. Después echó a correr hacia la figura de rojo, gritando «¡ayuda!» y agitando los brazos mientras corría.

La persona lo vio llegar e inmediatamente levantó las manos. En sus dedos crepitó un relámpago azul que frenó de golpe a Beleño. No era un sacerdote de Majere. Era un hechicero Túnica Roja.

—No te acerques más, kender —le advirtió el hechicero con voz muy seria.

Era una voz de mujer, grave y melodiosa. Beleño no podía verle la cara, pues se la tapaba la capucha de la túnica, pero distinguió los brillantes anillos que refulgían en sus dedos y reconoció el magnífico terciopelo rojo de la túnica.

—¡Señora Jenna! —exclamó aliviado—, ¡Me alegro tanto de que seáis vos!

—Eres Beleño, ¿no es así? —preguntó la mujer, sorprendida—. El kender acechador nocturno. Y la señorita Atta —saludó a la perra, que gruñía y no osaba acercarse a ella.

El rayo que había nacido en sus dedos dejó de brillar y la hechicera extendió la mano para estrechar la del kender. Pero Beleño la miró con recelo y se llevó las manos a la espalda, por si acaso quedaba un poco de magia capaz de achicharrarle la carne.

—Señora Jenna, necesito que me ayudéis... —le dio tiempo a decir, antes de que ella lo interrumpiera.

—En nombre de Lunitari, ¿qué está pasando aquí? —quiso saber—, ¿Acaso el pueblo de Solace se ha vuelto completamente loco? Estaba buscando a Gerard y me dijeron que podría encontrarlo aquí. Oí que había algunos problemas, pero no tenía ni idea de que iba a meterme en un auténtico campo de batalla...

Sacudió la cabeza.

—¡Esto es increíble! ¿Quién lucha contra quién y en nombre de qué causa? ¿Puedes decírmelo tú?

—Sí, señora —repuso Beleño—. No, señora. Es decir, podría pero no puedo. No tengo tiempo. Debéis ir a salvar a Rhys, señora. Está en el templo atrapado por unos anillos de oro mágicos y hay un Caballero de la Muerte que ha jurado matarlo. Yo mismo lo ayudaría, pero Rhys me dijo que tenía que encontrar a Mina. Es una diosa, sabes, y no podemos tenerla por ahí suelta. ¡Muchas gracias! Siento no poder quedarme a charlar. Tengo que irme corriendo ahora mismo. ¡Adiós!

—¡Espera! —gritó Jenna, agarrándolo por el cuelo cuando Beleño estaba a punto de salir disparado—. ¿Qué has dicho? ¿Rhys y unos anillos mágicos y qué más?

Beleño había gastado todo el aliento que le quedaba contando la historia una vez. No le quedaba más para repetirla de nuevo y, justo en ese momento, adivinó lo que parecía el revuelo del vestido de Mina desapareciendo en una voluta de humo.

—Rhys... el templo... solo... ¡Caballero de la Muerte! —exclamó con voz entrecortada—, ¡Id a salvarlo, señora! ¡Corred!

—A mi edad, yo ya no corro a ningún sitio —replicó Jenna con seriedad.

—Pues entonces caminad rápido. ¡Por favor, daos prisa! —gritó Beleño y, con un movimiento de serpiente, se zafó de Jenna y se fue calle abajo, raudo como una liebre, con Atta siguiéndole los talones.

—¿Has mencionado a un Caballero de la Muerte? —gritó Jenna cuando ya le daba la espalda.

—Un antiguo Caballero de la Muerte —aulló Beleño, girando la cabeza y, satisfecho consigo mismo, siguió corriendo para buscar a Mina.

—Un antiguo Caballero de la Muerte. Bueno, eso es un alivio —murmuró Jenna.

De todos modos, seguía muy confusa y se quedó preguntándose qué debería hacer. Podría haber hecho caso omiso de la historia de Beleño porque era el cuento de un kender (¿una diosa por ahí suelta?), pero lo conocía y Beleño no era el típico kender. Había conocido a Beleño la última vez que había estado en Solace, aquella aciaga ocasión en que Gerard, Rhys, un paladín de Kiri-Jolith y ella habían intentado, sin éxito, capturar a un Predilecto.

Jenna había aprendido a respetar y admirar a Rhys Alarife, el monje de maneras gentiles y voz suave, y era consciente de que el mismo Rhys tenía al kender en mucha estima, lo que decía mucho a favor de Beleño. Además, tenía que admitir que Beleño se había mantenido a la altura de las circunstancias durante la última crisis y había actuado con prudencia y racionalmente, algo que no podía decirse de la mayoría de los kender, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Por tanto, Jenna llegó a la conclusión de que bien podría ser cierto que Rhys se encontraba en peligro, como Beleño afirmaba, aunque debía reconocer que tenía sus dudas en cuanto a la existencia de un Caballero de la Muerte, fuera cual fuese su actual forma. Reconoció la necesidad de apresurarse y, tras cubrirse la cabeza con la cogulla, pronunció una palabra mágica y se trasladó con sosiego y dignidad a través del tiempo y el espacio.

Como Jenna ya le había dicho al kender, a su edad, ella ya no corría a ningún sitio.

8

Atrapado por los anillos mágicos, Rhys yacía indefenso en el suelo, sin poder hacer nada, aparte de contemplar el humo que flotaba entre las columnas. El dolor de su cabeza había desaparecido, pues la herida se había curado con el beso de Mina. Pensó en aquella ironía, extraña y cruel: el beso que había matado a su hermano lo había curado a él.

No muy lejos, Krell gemía y empezaba a recuperar la consciencia.

Lo acosaba la tentación de rebelarse contra los anillos mágicos, pero habría sido una lucha inútil que sólo serviría para que malgastara sus fuerzas. Rezó a Majere, pidiendo la bendición del dios y que le fueran concedidas valentía y sabiduría para enfrentarse a aquel enemigo, y fortaleza para aceptar la muerte cuando le llegara, pues Rhys era perfectamente consciente de que, aunque estaba decidido a luchar, la victoria era imposible.

Terminó de orar, se colocó boca abajo como pudo y se dispuso a esperar, pues era lo único que podía hacer.

Krell gruñó y levantó la dolorida cabeza. Trató de incorporarse, pero se desplomó y gimió quejumbroso. Mascullando que aquel yelmo era demasiado apretado, estuvo forcejeando un rato con él y al final logró quitárselo. Lo lanzó al suelo, gimió de nuevo y se llevó la mano a la frente. Tenía un buen chichón sobre el ojo izquierdo y la mejilla izquierda hinchada. No se veía sangre, pero debía de tener un dolor de cabeza insoportable. Krell se palpó con cuidado las zonas magulladas y maldijo furioso.

Recogió el casco y se lo encajó en la cabeza. Se levantó con movimientos pesados y vio a Rhys, que seguía atado en el suelo, y las bandas vacías que habían sujetado a Mina.

Krell se arrancó otra púa de hueso del hombro y se acercó a Rhys con pasos pesados.

—¿Dónde está la niña? —bramó Krell—. ¡Dímelo, maldito seas!

Intentó clavarle la púa, pero Rhys giró sobre sí mismo, rodó por el suelo y chocó contra Krell. Con el hombro golpeó las espinillas protegidas por la armadura de hueso. Krell cayó de cabeza sobre Rhys y aterrizó sobre el duro suelo de piedra con tal fuerza que las columnas se estremecieron.

Krell emitió un ruido extraño, después se puso a cuatro gatas como pudo y, desde esa posición y con la ayuda de un banco de piedra, logró levantarse de nuevo. Recogió la púa y lentamente se acercó a Rhys, que seguía en el suelo, renqueando y respirando con dificultad.

—Te crees muy listo, ¿verdad, monje? —Krell alzó la púa—. ¡A ver si puedes esquivar esto!

Ya estaba a punto de hundir la lanza, cuando justo delante de él se materializó una mujer envuelta en ropajes rojos, en medio del aire cargado de humo. Aquella repentina aparición desconcertó a Krell. Su mano vaciló y erró la estocada. La púa falló su objetivo y cayó repiqueteando en el suelo.

La señora Jenna hizo un gesto a Rhys con la cabeza encapuchada, mientras el monje la miraba con tanto asombro como Krell.

—Para ser un monje tienes una vida de lo más interesante, hermano —comentó Jenna tranquilamente—. Por favor, déjame que te ayude.

Pronunciando una palabra mágica, hizo un gesto despreocupado con la mano, y los anillos dorados que atrapaban a Rhys se soltaron y lo dejaron libre. Después de otro gesto de Jenna, las tiras y la esfera de hierro se fueron dando saltos hasta caer en la fuente. Libre de sus ataduras, Rhys agarró el emmide y se volvió para enfrentarse a Krell.

El antiguo Caballero de la Muerte se había preparado para una misión que consistía en luchar contra un monje desarmado, un kender y una niña. Nadie había dicho nada de una hechicera. Al ver que sus enemigos lo superaban, Krell pidió ayuda. En cuanto oyó la apremiante llamada de su señor, un Guerrero de los Huesos dejó de hostigar a los clérigos de Mishakal y acudió en su rescate. Rhys vio cierto movimiento con el rabillo del ojo y gritó en señal de advertencia.

Jenna se volvió y vio a un guerrero minotauro que se abalanzaba sobre ellos desde el otro extremo del jardín. Al mirarlo por primera vez, se tenía la desconcertante impresión de que el minotauro estaba vuelto del revés. Tenía el esqueleto por encima de la carne y el pelaje apagado. La sangre no dejaba de manarle por unas espantosas heridas abiertas. Se le salían las entrañas. Le habían cercenado la garganta y le colgaba un ojo de la cuenca vacía de la calavera que se había convertido en su yelmo. En la mano llevaba una espada chorreando sangre y, lanzando aullidos furiosos y atormentados, corría directamente hacia Jenna.

La hechicera dejó que se desvaneciera el hechizo que estaba a punto de conjurar, pues ya no serviría de nada contra aquel monstruo de otro mundo.

—Un Guerrero de los Huesos —comentó para sí—. Chemosh debe de estar bastante desesperado.

Una observación interesante, pero que no resultaba de mucha ayuda. Jenna nunca antes se había enfrentado a un Guerrero de los Huesos y no disponía más que de segundos para discurrir cómo destruirlo antes de que él la destruyera a ella.

Seguro de que esa irritante hechicera ya no volvería a ser un problema, Krell se preparó para terminar con el monje. Levantó la púa y se quedó sorprendido al ver que Rhys también levantaba su cayado. Krell recordaba ese cayado, y lo recordaba muy bien. Cuando el monje había sido el «huésped» de Krell en el Alcázar de las Tormentas, el cayado se había transformado en una mantis religiosa. El insecto había volado hasta Krell, lo había atrapado entre sus patas espeluznantes y le había absorbido el cerebro. En aquel tiempo Krell era un Guerrero de la Muerte y en realidad el cayado no había logrado hacerle nada, pero siempre había odiado a los bichos y había sido una experiencia aterradora. Todavía tenía pesadillas con ella.

Resopló furioso. La única forma de asegurarse de que el cayado no se convertiría en un bicho era matar a su dueño, el monje. Krell lanzaría la púa hacia el monje y aquella vez no fallaría.

Jenna no podía preocuparse de los vivos. Tenía que concentrarse en los muertos. Había leído sobre los Guerreros de los Huesos, pero eso había sido hacía muchos años, en el transcurso de sus estudios. No se había visto ningún Guerrero de los Huesos en Krynn desde los días del Príncipe de los Sacerdotes e incluso en aquella época ya eran escasos. Supuso que los libros dirían cómo matar a esos muertos vivientes pero, si era así, no lograba acordarse. Y no tenía demasiado tiempo para darle muchas vueltas al asunto.

El minotauro Guerrero de los Huesos ya estaba delante de ella. Levantó un hacha de guerra enorme por encima de su cabeza y bajó la hoja con un movimiento rápido, con la clara intención de clavársela en el cráneo. Podría haber logrado su objetivo, de no ser porque, de repente, el cráneo de la hechicera ya no estaba allí. El arma del minotauro atravesó una imagen ilusoria de Jenna.

La Jenna de verdad se había puesto ágilmente detrás del minotauro y seguía tratando de adivinar cómo acabar con ese demonio. Tenía la esperanza de que el guerrero minotauro siguiera atacando su imagen y le concediera tiempo para pensar. Sus esperanzas estaban bien fundamentadas, porque normalmente los muertos vivientes no eran muy espabilados y podía dedicarse a machacar una imagen sin llegar a darse cuenta de la verdad. Pero

Chemosh debía de haber encontrado la manera de mejorara sus muertos vivientes. Cuando el primer golpe no mató a la hechicera, el Guerrero de los Huesos se volvió y empezó a buscar a su enemigo.

El minotauro la descubrió de inmediato y, balanceando su arma, se lanzó hacia ella rugiendo. Jenna se quedó donde estaba. Aquel breve respiro le había dado tiempo para preparar un hechizo, para acordarse de las palabras y recordar los movimientos correctos de la mano. Conjurar aquel hechizo era arriesgado, no sólo pensando en ella, pues si fallaba no le quedaría tiempo ni fuerzas para probar con otro; sino también para Rhys, que podría sufrir sus consecuencias. Rogando a Lunitari que no dejara ciego al monje sin querer, Jenna extendió la mano y empezó a entonar las palabras mágicas.

Rhys apenas podía prestar atención a la lucha de Jenna contra aquella criatura espeluznante invocada por Krell. El monje no podía hacer nada por ayudar a la hechicera, pues él mismo se enfrentaba a un terrible enemigo; y además tenía la impresión de que, de todos modos, Jenna no agradecería mucho su ayuda. Lo más probable era que lo único que consiguiera fuera entorpecerla.

Rhys asió con firmeza el cayado y se enfrentó a su oponente sin miedo. Krell estaba cubierto de huesos y, para Rhys, representaban los huesos de todas las víctimas a las que Krell había arrebatado la vida. Tenía las manos manchadas de sangre. Despedía un insoportable hedor a muerte y su alma estaba tan cubierta de podredumbre como su cuerpo.

Majere es conocido por ser un dios paciente, un dios de la disciplina que no deja que las emociones tomen el control. Majere se entristece ante las faltas de los hombres, pero raras veces se enfurece por ellas. Por eso enseña a sus monjes a utilizar la «disciplina benévola» para detener a aquellos que quieren hacerles daños a ellos mismos o a otros, para evitar que aquellos entregados al mal cometan actos violentos, sin tener que recurrir a la violencia. Castigar, detener, nunca matar.

No obstante, hay ocasiones en las que Majere sí experimenta la ira. Ocasiones en las que el dios no soporta por más tiempo ser testigo del sufrimiento de inocentes. Su ira no es caprichosa e impetuosa. Su cólera tiene un objetivo y está controlada, pues el dios sabe que, de lo contrario, la furia lo consumiría. Por eso enseña a sus seguidores a utilizar la ira como si fuera un arma.

«No dejes que tu furia te controle —es la enseñanza que reciben sus monjes—, Si lo permites, se desdibujará tu objetivo, te temblarán las manos y resbalarán tus pies.»

A pesar de que ya habían pasado meses desde aquel terrible momento, Rhys todavía tenía vivo el recuerdo de cómo lo había consumido la ira mientras contemplaba horrorizado los cuerpos de sus hermanos asesinados. La ira le había atrapado con su amargo veneno. La furia lo había cegado y lo había lanzado a la oscuridad infernal. Volvía a sentir cólera, pero era una cólera diferente. La cólera del dios era fría y pura, brillante y abrasadora como las estrellas.

Jenna entonó la última palabra del hechizo. El atemorizado minotauro estaba tan cerca de ella que creyó que su hedor insoportable a carne putrefacta la asfixiaría, mientras esperaba tensa a que la magia surtiese efecto.

Se anunció con una ola de calor y un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. La magia subía, borboteaba y agitaba la sangre en sus venas. La hechicera la cogió, la dirigió y la lanzó hacia su objetivo. La magia estalló en todas direcciones. De sus dedos salieron rayos de luz multicolor.

Como si hubiera robado el arco iris al cielo y se lo lanzase al minotauro, siete chorros abrasadores de luz de color rojo y naranja, amarillo y verde, azul, lila y morado se estrellaron contra su enemigo.

El rayo amarillo disparó proyectiles de energía dentro del cuerpo del minotauro, desbaratando la magia impía que concedía al cuerpo esa espeluznante apariencia de vida. Se le agitaron brazos y piernas. El minotauro se retorció y se contorsionó. El rayo rojo cayó sobre el hacha de guerra y la envolvió en llamas. El rayo naranja empezó a devorar lo que quedaba de la pestilente carne del minotauro.

El rayo verde, venenoso, no pareció surtir ningún efecto sobre el minotauro y el rayo azul tampoco pareció funcionar, ya que el cadáver viviente no se convirtió en piedra. Jenna suplicó a Lunitari que el poder del rayo morado sí funcionase, pues se suponía que debía devolver el demonio a su creador.

El minotauro chilló salvajemente, se tambaleó hacia ella y después desapareció.

Jenna se dejó caer en el banco sin fuerzas. El poderoso hechizo la había dejado vacía, agotada y temblorosa.

Rogó al cielo que Rhys Alarife consiguiera acabar con aquella cosa repugnante a la que se enfrentaba. Ella apenas podía sentarse recta en el banco, así que mucho menos utilizar más magia.

—A tu edad, no deberías meterte en estos líos —se reprendió a sí misma sin demasiada convicción. Después sonrió—, Pero qué hechizo has conjurado, querida. Ha sido realmente precioso...

La lanza de Krell voló hacia él. Rhys pegó un buen salto y el arma atravesó el espacio vacío debajo de sus pies. Todavía en el aire, Rhys arqueó la espalda, se dio la vuelta y cayó ágilmente delante del perplejo Krell. Asió bien el emmide y cargó contra su enemigo. El extremo del cayado golpeó la pechera de hueso de Krell. La fuerza del golpe resquebrajó la armadura y la clavícula de Krell, que retrocedió tambaleante.

Protegido por los huesos de los muertos que su dios le había entregado, Krell se había creído intocable para la espada, la lanza y la flecha, y de repente lo había herido un palo manejado por un monje. Le dolía mucho y, como siempre les sucede a los matones, estaba aterrorizado. Quería que aquel enfrentamiento terminara cuanto antes. Con el brazo bueno, Krell arrancó otra puntiaguda púa. Balanceándola y bramando maldiciones, cargó contra Rhys, con la esperanza de atemorizarlo y vencerlo con su fuerza bruta.

El emmide describió un movimiento rápido e hizo añicos la púa de hueso. Girando el cayado entre las manos, Rhys bailaba una danza mortal alrededor de Krell, atacándolo por delante, por los lados y por detrás. Le golpeaba en el yelmo y el pecho, le daba en los brazos y los hombros, le machacaba los muslos y las espinillas. El emmide cercenó los pinchos que sobresalían de las hombreras de la armadura de hueso y rompió uno de los cuernos de carnero. Cada vez que el emmide tocaba la armadura, el hueso se resquebrajaba y se abría.

Rhys hundía el emmide por las grietas y las iba ensanchando. Algunas piezas de la armadura empezaron a caerse y el emmide golpeaba la carne blanda y fofa que se escondía debajo. Los huesos crujían, pero ésos eran los huesos de Krell y no los de algún pobre cadáver. Otro golpe partió el yelmo a la mitad y el casco cayó al suelo rodando.

Krell tenía el rostro amoratado e hinchado. Le manaba sangre de las heridas. Dolorido, magullado y sangriento, cayó de hinojos en el suelo y, convertido en un bulto suplicante y empapado de sangre ante los pies de Rhys, Krell empezó a lloriquear y a gemir.

—¡Me rindo! —gritó escupiendo sangre—. ¡Perdóname la vida!

Respirando trabajosamente, Rhys se alzaba delante de aquel bruto enorme que temblaba a sus pies. Podía mostrarse compasivo. Podía perdonarle la vida. Rhys siempre había practicado la enseñanza de la disciplina benévola, pero sabía con la clarividencia de la fría furia del dios que mostrarse compasivo con Krell sería mostrarse indulgente consigo mismo. De esa forma podría sentirse justo y virtuoso, pero únicamente conseguiría que aquel monstruo siguiera asesinando y torturando a más víctimas.

Rhys vio que Krell lo observaba con el rabillo del ojo hinchado. Se sentía confiado, pues estaba seguro de que Rhys sería compasivo. Al fin y al cabo, Rhys era un buen hombre y los hombres buenos siempre son débiles.

Rhys levantó el emmide.

—Nos enseñan que las almas de los hombres abandonan este reino y emprenden el camino hacia el siguiente, aprenden de los errores que han

cometido en esta vida y acumulan sabiduría hasta que llegan al final del viaje del alma. Yo creo que esto se cumple para la mayor parte de los hombres, pero no para todos. Creo que hay algunos, como tú, que están tan unidos al mal que su alma se ha reducido hasta prácticamente desaparecer. Pasarás la eternidad atrapado en las tinieblas, consumiéndote sin llegar a consumirte jamás.

Krell lo miraba fijamente, con los ajos muy abiertos y aterrorizados.

Rhys lo golpeó en la sien con el emmide.

Krell cayó muerto sobre el suelo manchado de sangre. Tenía los ojos abiertos y la mirada fija. Entre sus labios inertes salía una espuma sanguinolenta.

Rhys se quedó allí de pie, con el emmide preparado para golpear de nuevo. Sabía que Krell estaba muerto, pero quería asegurarse de que permanecía muerto. Al fin y al cabo, servía a un dios conocido por devolver a los muertos una espeluznante imitación de la vida.

Krell no se movió ni un milímetro. Al final, incluso Chemosh lo había abandonado.

Rhys se relajó.

—Bien hecho, monje —lo felicitó Jenna con un hilo de voz.

Estaba demacrada y muy pálida. Tenía los hombros hundidos. Parecía demasiado exhausta como para moverse. Rhys se apresuró a su lado.

—¿Estás herida, señora? ¿Qué puedo hacer por ayudarte? —preguntó Rhys.

—Nada, amigo mío —repuso ella, esbozando una sonrisa con gran esfuerzo—, No estoy herida. La magia exige esfuerzo. Lo único que necesito es descansar un rato.

Le lanzó una mirada cargada de significado.

—¿Y tú, hermano?

—Yo tampoco estoy herido, doy gracias a Majere.

—Has hecho lo correcto, hermano. Matar a ese monstruo.

—Espero que mi dios también piense eso, señora.

—Seguro que sí. ¿Sabes contra lo que estaba luchando yo, hermano? Contra un Guerrero de los Huesos de Chemosh. No se veían esos demonios por Krynn desde los días del Príncipe de los Sacerdotes.

Señaló hacia el cadáver.

—Esa cosa es... o más bien era... un Acólito de los Huesos. Chemosh atrapó el alma repugnante del minotauro aprovechando su furia. Y seguramente no es el único. El Acólito tendría tantos Guerreros de los Huesos a sus órdenes como pensara que podía controlar. Y son guerreros mortíferos, hermano.

»Quizá tus hermanos estén combatiéndolos en este mismo momento —añadió con voz lúgubre—. Al matar al Acólito, has conseguido que sea más fácil destruir a los Guerreros de los Huesos. El Acólito es quien los controla y cuando está muerto, los guerreros se enfurecen y luchan cegados por la cólera.

El humo se había despejado. Los incendios ya estaban controlados, pero todavía les llegaba el clamor de la batalla que seguía librándose fuera. Rhys estaba preocupado por si Mina y Beleño habían quedado atrapados en aquel terrible caos. Estaba impaciente por ir en su búsqueda, pero no le gustaba la idea de dejar sola a Jenna, sobre todo si había más Guerreros de los Huesos sueltos.

Ella le leyó el pensamiento y le acarició la mano.

—Estás preocupado por tu amigo el kender. Está a salvo, o al menos lo estaba la última vez que lo vi. Él fue quien me envió en tu ayuda. La señorita Atta estaba con él y los dos iban persiguiendo a Mina.

Jenna se detuvo.

—He oídos historias muy extrañas acerca de ella, hermano —añadió después—. Por eso vine a Solace en busca de Gerard, quien estuvo con ella una vez, o eso me han dicho. No te haré perder el tiempo preguntándote los detalles. Tienes que ir a buscarla, por supuesto. Pero ¿hay alguna forma en que pueda ayudaros?

—Ya has hecho más que suficiente por mí, señora. Ahora mismo estaría muerto si no hubiera sido por ti.

La hechicera se echó a reír.

—Hermano, no me habría perdido esto por nada del mundo. ¡Pensar que he luchado contra un Guerrero de los Huesos de Chemosh! Dalamar se volvería loco de envidia.

Jenna le dio un golpecito en la mano.

—Vete a buscar a esa diosecilla tuya, hermano. Yo estaré bien. Puedo cuidar de mí misma.

Rhys se levantó, pero todavía vacilaba.

Jenna enarcó las cejas.

—Si no te vas, hermano, voy a empezar a pensar que me consideras una vieja inútil y enferma, y me sentiré muy ofendida.

Rhys hizo una profunda reverencia muy respetuosa.

—Lo que considero que eres es una gran dama, señora Jenna.

Ella sonrió encantada y lo despidió con un gesto.

—Y, hermano —dijo cuando Rhys ya se iba—, ¡sigo queriendo ese perro pastor de kender que me prometiste!

Mientras Rhys se apresuraba, se prometió a sí mismo que la señora Jenna tendría el mejor cachorro de la próxima camada de Atta.

9

Para cuando Rhys ya había cruzado los huertos y el césped que había delante de la fachada del templo, la guardia de la ciudad había logrado recuperar cierto control sobre la zona. Rhys se detuvo, sorprendido al encontrarse con las consecuencias de la matanza. La calle estaba repleta de cuerpos, algunos se agitaban y gemían, pero muchos yacían inmóviles. El empedrado de la calzada estaba resbaladizo por la sangre. Los incendios ya se habían apagado, pero el hedor de la quema le vino como una bofetada. Los guardias habían cerrado la calle y, en cuanto hubo terminado la batalla, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de mantener a raya a los amigos y familiares consternados que buscaban a sus seres queridos.

Rhys no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar a Beleño, a Mina y a Atta. Deambuló calle arriba y calle abajo, gritando el nombre de los tres. Nadie le respondió. Todos con los que se encontraba estaban cubiertos de hollín, tierra y sangre. Le resultaba imposible identificar a las víctimas viendo sólo su ropa y cada vez que descubría el cuerpo del tamaño de un kender, se le desbocaba el corazón.

Incluso mientras buscaba, hacía lo que podía por ayudar a los heridos, aunque como no era sacerdote, no podía ofrecerles mucho más que consuelo y aliviar su miedo asegurándoles que la ayuda ya estaba en camino.

En una situación normal se habría llevado a los heridos al Templo de Mishakal, pues sus sacerdotes estaban instruidos en el arte de curar. Pero su templo había quedado dañado en el incendio y el Templo de Majere se había abierto a las víctimas, así como los de Habbukuk y Chislev. Los sacerdotes de muchos dioses se afanaban entre los heridos, cuidando de los amigos y los enemigos sin hacer distinciones. Los sacerdotes contaban con la ayuda de los místicos, que habían acudido rápidamente al lugar para hacer lo que estuviera en su mano, y con ellos habían llegado los herbolarios y los médicos de Solace. Los cadáveres se trasladaban al Templo de Reorx, donde se depositaban hasta que los familiares y amigos fueran a enfrentarse al duro trámite de identificarlos y recogerlos para enterrarlos.

Rhys se cruzó con el abad, que estaba organizando el transporte de camillas. Muchos de los heridos se encontraban muy graves y el abad estaba muy ocupado, pues aquellas vidas pendían de un hilo. Rhys habría dado cualquier cosa por no interrumpirlo, pero estaba empezando a desesperarse. Todavía no había encontrado a sus amigos. Ya iba a pararse un momento para preguntarle al abad si había visto a Mina, cuando vio a Gerard.

El alguacil estaba salpicado de sangre y cojeaba de una pierna, en la que tenía una herida. A su lado caminaba un guardia, que le rogaba que buscara a alguien que le curara la herida. Gerard despachó al hombre enfadado, di— ciéndole que buscara ayuda para aquellos que realmente la necesitaban. El guardia vaciló y después, al ver la expresión torva del alguacil, volvió a su puesto. Cuando el hombre se hubo ido y Gerard pensaba que nadie lo miraba, se apoyó tambaleante contra un árbol, dejó escapar un suspiro profundo y tembloroso, cerró los ojos y su rostro se deformó en una mueca.

Rhys corrió a su lado. Al oír que unos pasos se acercaban a él, Gerard se irguió bruscamente y trató de seguir caminando como si no pasara nada. La pierna herida no lo sostenía y estuvo a punto de caerse, de no ser porque Rhys ya estaba allí para cogerlo y bajarlo al suelo con delicadeza.

—Gracias, hermano —dijo Gerard de mala gana.

Sin hacer caso del empeño de Gerard por llamar simple arañazo a la herida, Rhys examinó el corte del muslo del alguacil. Era profundo y sangraba profusamente. La hoja había atravesado la carne y el músculo, y quizá había roto el hueso. Gerard hizo un gesto de dolor cuando Rhys palpó la herida con los dedos y maldijo entre dientes. El azul intenso de sus ojos refulgía más de rabia que de dolor.

Rhys abrió la boca para gritar y llamar a un sacerdote, pero Gerard no esperó siquiera a oír qué decía.

—Si dices una oración, hermano —advirtió Gerard—, si pronuncias una sola palabra sagrada, ¡haré que vuelvas a tragártela!

Lanzó un grito ahogado por el dolor y se apoyó contra el árbol, gimiendo suavemente.

—Soy un monje de Majere —repuso Rhys—, No tienes que preocuparte, no tengo el don de la curación.

Gerard se sonrojó, avergonzado por su estallido.

—Siento haberte gritado, hermano. ¡Es que estoy más que harto de vuestros dioses! ¡Mira lo que han hecho vuestros dioses a mi ciudad!

Hizo un gesto hacia los cuerpos que se amontonaban en el suelo, hacia los clérigos que se abrían paso entre los heridos.

—La mayor parte del mal cometido en el mundo se comete en el nombre de un dios u otro. Estaríamos mejor sin ellos.

Rhys podría haber respondido que también se hacía mucho bien en nombre de los dioses, pero no era el momento de entrar en una discusión teológica. Además, entendía a Gerard. Había habido un tiempo en que Rhys había pensado lo mismo.

Gerard observó a su amigo y después suspiró.

—No me hagas caso, hermano. No quería decir lo que he dicho. Bueno, no exactamente. La pierna me duele un horror y hoy he perdido a unos cuantos hombres buenos —terminó de disculparse con aire sombrío.

—Lo siento. Realmente lo siento. Alguacil, ojalá no tuviera que molestarte ahora, pero tengo que preguntarte. ¿Has visto...? —Rhys sintió que se le secaba la garganta al pronunciar la pregunta—. ¿Has visto a Beleño por algún sitio?

—¿Tu amigo el kender? —Gerard negó con la cabeza—. No, no lo he visto, pero eso no quiere decir nada. Esto era un auténtico caos, con todo el humo, los incendios y esos demonios muertos vivientes asquerosos que mataban a todo el que se pusiera a su alcance.

Rhys lanzó un profundo suspiro.

—Beleño tiene mucho más sentido común que todos los kenders juntos —le animó Gerard—. ¿Atta está con él? Esa perra es más lista que mucha gente que yo conozco. Seguramente ya hayan vuelto a la posada. Ya sabes que esta noche hay pollo y bollos...

Intentó sonreír, pero dejó escapar un resoplido y empezó a balancearse hacia delante y hacia detrás, maldiciendo por lo bajo.

—¡Esto duele!

El mejor lugar en el que podría estar era uno de los templos, pero Rhys ya sabía cómo iba a recibir su sugerencia.

—Por lo menos deja que te ayude a volver a la posada, amigo mío —propuso Rhys, pues sabía que Gerard estaría a salvo si Laura se ocupaba de él.

Gerard se mostró de acuerdo y, de mala gana, permitió que Rhys lo ayudara a levantarse.

—Tengo la receta de una cataplasma que te aliviará el dolor y que hará que la herida se cierre limpiamente —le dijo Rhys, mientras lo rodeaba con un brazo.

—No vas a bendecirla con una oración, ¿verdad, hermano? —preguntó Gerard bruscamente, apoyándose en su amigo.

—Tal vez pida un par de cosas a Majere en tu nombre —contestó Rhys, sonriendo—, Pero me aseguraré de que no me oyes.

Gerard gruñó.

—En cuanto lleguemos a la posada, avisaré de que busquen al kender.

Habían recorrido una corta distancia, pero era evidente que Gerard no podría continuar sin más ayuda que la que Rhys podía ofrecerle. Gerard había perdido mucha sangre y estaba demasiado débil para resistirse, así que Rhys pidió ayuda. Inmediatamente acudieron tres jóvenes robustos. Subieron a Gerard a un carro, lo condujeron hasta la posada y después lo subieron a una habitación. Laura iba de un lado a otro, preocupada por el alguacil y ayudando a Rhys a preparar la cataplasma, a limpiar y vendar la herida.

Laura se quedó consternada al enterarse de que Beleño había desaparecido. Cuando Rhys le preguntó, su respuesta fue que el kender no había vuelto a la posada. No lo había visto en toda la mañana. Se la veía tan preocupada por el kender que Rhys no encontró fuerzas para contarle que también había perdido a Mina. Ante las preguntas angustiadas de Laura, le dijo que Mina estaba con un amigo. No tenía por qué ser mentira. Tenía la esperanza de que la niña estuviese con Beleño.

Gerard se quejó mucho del olor de la cataplasma, que, según él, sería lo que lo mataría si la herida no lo lograba. Rhys se tomó las quejas del alguacil como un síntoma de que ya se sentía mejor.

—Te dejaré descansar —dijo Rhys, preparándose para irse.

—No te vayas, hermano —le pidió Gerard, quejoso—. Entre el olor asqueroso de esa cosa que me habéis puesto y el dolor, no voy a poder dormir. Siéntate y habla conmigo. Hazme compañía. Ayúdame a que se me despeje un poco la cabeza. Y deja de dar vueltas por la habitación. Pronto tendremos noticias del kender. ¿Qué me has puesto en esa porquería, por cierto? —preguntó con recelo.

—Plátano, arrayán, corteza, jengibre, Cayena y clavos —contestó Rhys.

No se había dado cuenta de que se movía de un lado a otro y se obligó a sí mismo a detenerse. Sentía que tenía que estar allí afuera, buscando, aunque era el primero en admitir que no tenía la menor idea de por dónde empezar. Gerard les dijo a sus guardias que estuviesen atentos por si veían a un kender con un perro y que avisasen a la población. En cuanto supiesen algo de los desaparecidos, se lo comunicarían a Gerard.

—Cuando haya encontrado al kender, no quiero tener que ir a buscarte a ti —dijo Gerard a Rhys, quien entendía su razonamiento.

Rhys acercó una silla a la cama de Gerard y se sentó.

—Cuéntame lo que pasó en Ringlera de Dioses —le pidió al alguacil.

—Todo lo empezaron los sacerdotes y los seguidores de Chemosh. Prendieron fuego al Templo de Sargonnas y después intentaron quemar el Templo de Mishakal lanzando ramas ardiendo al interior, mientras otros comenzaban la matanza. Invocaron dos demonios que parecían sacados de la más terrible pesadilla. Llevaban una armadura hecha de huesos y se les salían las entrañas. Mataban todo lo que se movía. Los lideraba una sacerdotisa de Chemosh. A los paladines de Kiri-Jolith les costó mucho destruirlos y únicamente lo lograron cuando esos monstruos del otro mundo se volvieron contra la sacerdotisa y la despedazaron.

Gerard meneó la cabeza.

—Lo que más me sorprende es que los seguidores de Chemosh hayan hecho todo esto a plena luz del día. Esos ladrones de tumbas suelen cometer sus atrocidades protegidos por la oscuridad. Casi parece que fuera una especie de distracción...

Gerard se detuvo y miró a Rhys, con una expresión cargada de intención.

—Era una distracción, ¿verdad? —Gerard dio un golpe con la mano debajo del cobertor—. Estaba seguro de que esto tenía algo que ver contigo. Me debes una explicación, hermano. En nombre del cielo, dime lo que está pasando.

—Es una buena forma de plantearlo. Te lo explicaré. —Rhys suspiró, compungido—. Aunque te va a costar creer mi historia. Mi relato no empieza conmigo, sino con la mujer que conoces como Mina...

Le contó la historia, en la medida que él la conocía. Gerard lo escuchó en un silencio perplejo. No dijo nada hasta que Rhys llegó al final de su relato, cuando contó cómo había matado a Krell. Entonces Gerard meneó la cabeza.

—Tienes razón, hermano. No estoy muy seguro de creerte. No es que dude de tu palabra —añadió rápidamente—. Es sólo que... es tan inverosímil. ¿Un nuevo dios? ¡Eso es lo que nos faltaba! ¡Y un dios que se ha vuelto loco? Pero que...

Alguien llamó a la puerta y los interrumpió.

Rhys abrió y encontró a un guardia de la ciudad junto con una mujer mayor, vestida con ropas de viaje.

El guardia se llevó la mano a la frente, en señal de respeto hacia Rhys, y después se dirigió a Gerard:

—Tengo información sobre ese kender que estabas buscando, alguacil. Esta señora lo ha visto.

—Así es, alguacil —intervino la mujer con evidentes ganas de hablar—. Acabo de quedarme viuda. Mi marido y yo teníamos una granja al norte de la ciudad. La vendí, porque era demasiado trabajo para mí sola, y ahora estoy mudándome a Solace para vivir con mi hija y su marido. Esta mañana íbamos por la calzada cuando vi a un kender como el que decís. Viajaba con un perro negro y blanco y con una niñita.

—¿Estás seguro de que eran ellos, señora? —preguntó Gerard.

—Segurísima, alguacil —repuso la mujer, cruzando los brazos debajo de la capa con expresión satisfecha—. Me acuerdo perfectamente porque pensé que aquél era un trío muy raro y el kender y la niña estaban en medio de la calzada, discutiendo por algo. Iba a pararme para ver si podía ayudarlos, pero Enoch, que es mi yerno, me dijo que no debía hablar con un kender a no ser que quisiera que me lo robara todo. Fuera lo que fuese lo que el kender se traía entre manos, lo más probable era que no fuera nada bueno y además no era asunto nuestro.

»Yo no estaba tan segura. Soy madre y me daba la impresión de que la niñita se había escapado de casa. Mi hija hizo lo mismo cuando tenía esa edad. Metió todas sus cosas en un saco de arpillera y se fue. No llegó muy lejos antes de que le entrara hambre y diera media vuelta, pero casi me muero del disgusto. Me acordé de cómo me había sentido y lo primero que hice en cuanto llegué a Solace fue contarle al guardia lo que había visto. El me dijo que estabais buscando a ese kender, así que pensé que tenía que venir a decir lo que había visto y dónde.

—Gracias, señora —contestó Gerard— ¿Acaso pudiste ver si siguieron hacia el norte por la calzada?

—Cuando volví la vista, la niña seguía el camino hacia el norte. El kender y el perro la seguían con desgana.

—Gracias, señora. Que Majere te acompañe —dijo Rhys, antes de coger su cayado.

—Buena suerte, hermano Rhys —lo despidió Gerard—. No voy a decir que ha sido un placer encontrarte, porque no me has traído más que problemas. Diré que ha sido un honor.

Alargó la mano y Rhys se la estrechó, apretándola con calidez.

—Gracias por toda tu ayuda, alguacil. Sé que no crees en los dioses, pero, como una vez me dijo un amigo mío, ellos sí creen en ti.

Rhys se paró un momento para decirle a Laura que ya habían localizado a Beleño y que él, el kender y Mina iban a proseguir su viaje.

—Es una niñita preciosa y muy dulce. Intenta que se dé un baño de vez en cuando, hermano —pidió Laura, antes de despedirlo con un abrazo, unas cuantas lágrimas y tanta comida como el monje podía llevar.

Desde la ventana, Gerard contempló al monje con su raída túnica naranja abriéndose camino entre el gentío, sin molestar a nadie, para tomar el camino hacia el norte.

—Me pregunto si alguna vez llegaré a saber cómo termina esta extraña historia —se preguntó Gerard. Suspiró profundamente y se acomodó entre los almohadones—. De lo que estoy seguro es de que no nos deparará nada bueno.

Estaba a punto de conciliar el sueño, cuando llegó un guardia para informarlo de que una turba enfurecida estaba descargando su ira contra el Templo de Chemosh.

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