Capítulo 4

A la mañana siguiente, Zoe preparó el desayuno para sus huéspedes -gofres, fresas, nata montada y lonchas de pecana- y luego se puso una camiseta y agarró las llaves para salir a toda prisa. Cuando Zoe abandonó la casa -antes de que llegara el primer huésped a desayunar- con la excusa de que tenía cosas que hacer para el Festival del Gobio, Lyssa no le replicó.

De todas formas, no mentía respecto de sus ocupaciones para el festival. Llegó zumbando en su ciclomotor hasta la esquina de la avenida Del Sol con Cabrillo Street, donde recogió de la copistería de Haven mil octavillas de color azul brillante que anunciaban el Festival del Gobio. Después fue dejando montones de ellas al lado de las cajas registradoras en las tiendas de las avenidas Del Playa y Del Sol, para que los turistas y los vecinos del pueblo pudieran estar fácilmente al corriente del programa de los dos días de festival.

La última parada la hizo en la peluquería El Terror de la Esquila, de la que era dueña Marlene, una de las mejores amigas de Zoe. Marlene le había puesto aquel nombre tan singular a su negocio porque decía que los habitantes de la isla eran como los primitivos indígenas. Decía que aquellos tenían miedo a cortarse el pelo porque creían que de esa manera perdían también parte de su alma. Así pues, pensó que todos los lugareños se sentirían mejor si les daba a entender que ella era perfectamente consciente de aquella superstición.

Por lo que recordaba Zoe, la idea de perder parte del alma al cortarse el pelo tenía más que ver con el miedo de algunos indígenas a ser fotografiados, y estaba segura de que «terror» era un nombre mucho más apropiado para la clínica dental del doctor Tom, aunque nunca había discutido esa idea con Marlene. Y la verdad era que, después de considerar los aullidos que se oyeron la primera vez que la pequeña Benny Malone se cortó el pelo allí, acaso pudiera tener razón Marlene.

Cuando Zoe dejó las octavillas sobre el mostrador, Marlene cerró la caja registradora con el codo, se despidió de su último cliente y ladeó la cabeza para observar la pila de programas.

– ¿Ya tenéis el programa listo? -preguntó.

Zoe se dejó caer en una silla de mimbre en la sala de espera de la pequeña tienda.

– Sí, este año nos hemos organizado mejor que nunca. -Pasó un dedo ociosamente sobre el montón de revistas que descansaban en una pequeña mesilla a su lado-. Te traeré más programas cada semana.

Marlene salió de detrás del mostrador y se sentó en una silla, delante de Zoe.

– ¿Estás segura de que será necesario? -Luego dudó un momento antes de añadir-: El sábado le corté el pelo a esa bióloga marina que ha estado visitando la isla.

Al oír mencionar a aquella molesta mujer, Zoe puso mala cara.

– Quizá tendrías que haberle cortado la lengua en lugar del pelo.

– ¡Zoe!

Para intentar evitar la mirada de Marlene, Zoe hizo ver que estaba muy interesada en las campanillas que colgaban de la ventana de la tienda. La ligera brisa hacía que los ornamentos metálicos repicaran entre sí: pequeñas tijeras que golpeaban contra diminutos cepillos y un peine que brillaban al sol de la mañana mientras chocaba contra un secador de pelo en miniatura.

– ¿Te habló de nuevo de los gobios? -preguntó Zoe dejando escapar un suspiro.

– Todavía afirma que los peces no volverán este año.

Zoe sacó un ejemplar antiguo de People del montón y se puso a hojearlo. Los gobios tenían que regresar. Aquellos peces seguirían manteniendo la isla con vida. Había en Abrigo tres mil residentes fijos -como Gunther y Terrijean, como Lyssa y ella; residentes como Marlene, que había escapado del continente y de un marido que abusaba de ella, para encontrar seguridad y amistad en la isla de Abrigo, necesitados de esa pizca de magia que ya les pertenecía.

– Volverán -dijo Zoe con convencimiento.

Marlene se quedó callada durante un momento.

– Estás…

– Bueno, vamos a hablar de otra cosa -la interrumpió Zoe sin siquiera levantar la mirada de la revista mientras pasaba otra página con el dedo índice.

– ¿Acaso me quieres hablar de tus nuevos huéspedes? -preguntó Marlene con un suspiro.

Pero de repente Zoe se dio cuenta de que no podía hablar. Se le había pegado la lengua al paladar y tenía la mirada fija en la montaña de celebridades que aparecían en las páginas de la revista que tenía delante de los ojos.

Yeager. Vestido de esmoquin, con traje de piloto y vestido de uniforme con brillantes botones y aún más brillantes medallas. Eran fotos obviamente tomadas todas ellas antes de que se quedara ciego, porque en todas miraba a la cámara con unos amables ojos marrones y una deslumbrante sonrisa, con un carisma más embaucador, y brillante que las mismas páginas de la revista.

Tuvo que tragar saliva al recordar algunas de las intensas sonrisas que él le había dedicado cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina. Recordó las puntas de aquellos dedos recorriendo la palma de su mano y el dulce calor que sintió por todo el cuerpo.

¡Por Dios, cuánta razón tenía al intentar evitarlo! Aquel hombre la fascinaba con total facilidad. La hacía sentirse confundida. Atontada. Igual que las mujeres que estaban a su lado en tres de las fotografías que tenía ante los ojos.

Los titulares lo decían todo. Una de ellas era una supermodelo con un nombre propio impronunciable, la otra era una de las productoras de la MTV y la tercera, una joven actriz de pecho exuberante y cuerpo embutido en una especie de salto de cama, que había ganado un premio de la Academia a la mejor actriz secundaria por un papel de prostituta. Pero ni siquiera el brillo de aquellas mujeres podía compararse con el de Yeager.

– ¿Tus invitados? -la tanteó de nuevo Marlene.

– Ellos… él… -tartamudeó Zoe.

Deslumbrarla era lo que había hecho Yeager la tarde anterior en la cocina. Cuando Deke había venido a recogerlo, Yeager le había dado las buenas noches con una de sus seductoras sonrisas. Y ella se había ido a la cama con todo el cuerpo todavía echando chispas por la reacción que había provocado en ella aquella muestra de cariño.

Y se había levantado por la mañana sin estar todavía segura de lo que sentía.

– Son… interesantes -le dijo a Marlene.

Pero, interesantes o no, Zoe no tenía que olvidar que aquel astronauta estaba completamente fuera de su alcance. Y también era mejor que intentase olvidar su peligroso carisma. Porque era obvio, a poco que le echara una ojeada al artículo de la revista que tenía en sus manos, que aquel hombre tenía mucha experiencia con las mujeres. ¡De hecho, era un hombre que bien podría conocer todos sus secretos! Un hombre con ese pasado -actrices y supermodelos- no dejaría de hacer un comentario provocativo a cualquier mujer que se le pusiera a tiro.

Y conseguiría que todas ellas le creyeran.

Marlene le dirigió una mirada socarrona y Zoe se levantó a toda prisa y dijo que tenía que marcharse, cerrando de golpe la revista y aplastando así, la una contra la otra, las sonrientes imágenes de Yeager.

Maldijo su inexperiencia. Eso la convertía en un blanco demasiado fácil para él. Pero no podía dejarse seducir de nuevo por aquel individuo y por sus encantos. Como bien había sabido desde el primer momento, aquel hombre era un peligro para ella. Tenía que mantenerse alejada y advertir a las otras mujeres que conocía que hicieran lo mismo.


A pesar de que se había prometido mantenerse alejada de su nuevo huésped, después del almuerzo a Zoe le pareció que podría ser bastante seguro aventurarse a salir al jardín de Haven House. Tenía que recoger albahaca para preparar más pesto para el almuerzo. Y de paso también podría recoger menta y perejil para un plato de alcachofas con pasta que pensaba preparar para la cena para ella y su hermana.

Con una cesta colgada del brazo, Zoe bajó la suave pendiente en la que había plantado aquellas hierbas aromáticas. El jardín de gradas estaba exactamente delante del apartamento Albahaca -de ahí su nombre-, pero Zoe no se permitió echar ni siquiera un vistazo en dirección al patio en el que se había encontrado la primera vez con Yeager.

En aquella parte del terreno soplaba algo más que la habitual brisa suave de la tarde. Zoe respiró profundamente la mezcla de aromas y olor a hierbas tostadas al sol. Una pareja de abejas revoloteaba por encima de la verbena de color limón. Agarró una hoja de aquella planta y la estrujó entre los dedos disfrutando del aquel olor ácido.

Se quitó la camiseta y dejó que el sol acariciara sus hombros desnudos y delgados por encima de su fino top. A su lado había un arbusto de lavanda púrpura y arrancó unos cuantos tallos para frotarse la piel con ellos. Las suaves flores le hacían cosquillas en el pecho mientras se las frotaba por el tórax. Cualquier otra mujer -alguna de las que aparecían fotografiadas con Yeager en la revista People, por ejemplo- se habría pasado aquel perfume natural por el escote, pero Zoe era tan plana que ni siquiera usaba sujetador.

– ¡Ahí estás!

– ¡Te encontramos!

Sobresaltada por aquellas voces inesperadas, Zoe dio un respingo y dejó caer las flores de lavanda. Se volvió en redondo con una sensación de desazón, segura de a quiénes pertenecían aquellas voces. Sí, eran Susan y Elisabeth.

Las dos rondaban los treinta años y ambas trabajaban en una de las inmobiliarias de la isla. Una era rubia y la otra morena, y vestidas con sus casi idénticas faldas negras y blusas de seda de color crema eran como un juego de salero y pimentero.

– ¿Qué hacéis por aquí? -preguntó Zoe alzando una mano.

Susan y Elisabeth parpadearon al unísono.

– ¿Tú qué crees? Como no has venido a visitarnos, hemos decidido hacerte una visita nosotras. Ya es hora de que nos hagas un informe completo sobre nuestros hombres.

A Zoe se le cayó el alma a los pies deslizándose lentamente hasta las suelas de sus zapatillas de deporte. Creía que a lo mejor se habían olvidado de su promesa.

– Bueno, yo… -Hizo un gesto hacia la cesta y las tijeras-. Ahora mismo estoy bastante ocupada.

Susan ignoró aquel comentario.

– No hay ningún problema. Tú haz tu trabajo, que nosotras podemos esperar aquí hasta que hayas acabado.

Al momento ella y Elisabeth estaban ya sentadas solo un par de metros más allá, en el banco de hierro forjado que había en una curva del camino que atravesaba el jardín.

– Oh. Vale. De acuerdo.

Zoe se resignó a tener que mantener con ellas una decepcionante conversación. Tendría que decirles que aquellos dos hombres -Yeager sin ninguna duda, pero no sería difícil incluir también a Deke- eran muy poco recomendables. En conciencia, no podía tratar de unir a Elisabeth o a Susan con un hombre que tenía un pasado tan célebre y que había estado relacionado con tantas mujeres famosas. Un hombre como Yeager -un astronauta, y además temporalmente ciego- nunca se podría conformar con los límites de la vida en aquella isla.

Cuando se agachó para recoger el tallo de lavanda que se le había caído, vio que algo se movía un poco más allá. Exactamente por encima del banco de hierro estaba el patio del apartamento Albahaca. Zoe aguzó la vista. Desde donde se encontraba podía ver a través del cercado del patio. ¡Mecachis! Allí estaba Yeager, echado de espaldas sobre una tumbona, echando la siesta bajo el sol de la tarde; vaya, al menos ella esperaba que estuviera haciendo la siesta.

Zoe se puso en pie y forzó una radiante sonrisa.

– Chicas, ¿por qué no me acompañáis a la cocina? -Intentaba hablar en un tono de voz bajo y tranquilo-. Tengo té frío recién hecho en el frigorífico.

Por favor, por favor, por favor -dijo para sus adentros- que no se levante antes de que me haya llevado de aquí a Susan y Elisabeth y su conversación sobre hombres.

Pero Susan y Elisabeth ya estaban negando con la cabeza.

– No, gracias -dijo Elisabeth-. Si nos metemos en tu casa podrían interrumpirnos y no vamos a tener ocasión de hablar con calma de esos dos nuevos huéspedes que tienes.

– Y yo acabaré comiéndome todas tus galletas y mañana no podré abrocharme la falda -añadió Susan.

Zoe lanzó una rápida mirada hacia el patio de la cabaña.

– Tengo galletas recién sacadas del horno -dijo Zoe añadiendo un soniquete tentador a su voz-. Con chocolate blanco y almendras.

Las dos mujeres refunfuñaron en lugar de moverse de allí.

– No nos hagas esto, Zoe. Vamos, háblanos de esos dos tipos maravillosos que están a punto de cambiar nuestras vidas.

Oh, mierda. ¿Les había prometido una cosa tan estúpida?

– Vamos, Zoe.

Ella volvió a mirar hacia el patio de Yeager. Ahora él estaba tumbado de costado. Entre los huecos que dejaban los travesanos de la barandilla, podía divisar perfectamente su rostro. Se había quitado las gafas de sol y sus espesas y negras pestañas resaltaban contra el fondo de la bronceada piel de sus mejillas. Quería pensar que estaba dormido.

– No creo que realmente queráis saber…

– ¡Zoe!

Ella tragó saliva y a continuación dejó escapar un suspiro. Quizá lo mejor sería que dejara aquella conversación para otro momento.

– Mirad, lamento tener que deciros esto, pero resulta que han aparecido un par de problemas.

Eso era. Aquello sería suficiente para hacer que las dos mujeres volvieran a su oficina.

Pero en lugar de levantarse y marcharse de allí, Susan y Elisabeth se apoyaron más cómodamente contra el respaldo del banco.

– ¿Y cuáles son esos problemas? -preguntó Elisabeth.

Zoe lanzó otra mirada rápida en dirección a Yeager. ¿Debería hablar en susurros o hacerles algún tipo de señal a aquellas dos mujeres para darles a entender que el hombre del que hablaban podría estar despierto y escuchándolas? Pero el problema de hacer eso era que, instintivamente, Susan y Elisabeth se levantarían para echar un vistazo al maravillosamente atractivo rostro de Yeager Gates.

Y en tal caso no se las podría sacar de encima jamás.

– A ver, descríbenoslos. -Había un matiz de sospecha en la mueca de Susan mientras se cruzaba los brazos sobre el pecho.

– Puntuación muy baja -dijo Zoe pensando deprisa-. Dos sobre diez.

– Sé un poco más específica. -Susan no estaba dispuesta a tragárselo.

Zoe apretó los labios y mantuvo la mirada alejada del patio de Yeager.

– Bueno, eh, el más viejo, no está tan mal. Pienso que pasable. -Tragó saliva para aclararse la garganta-. Pero de todas formas no hay que fiarse de él. Ya sabéis, cuando se tienen amigos como ese…

Pensó que «ese» era la descripción más detallada que podía hacer de Yeager.

– ¿Y qué significa exactamente como «ese»? -preguntó Elisabeth alzando la cejas.

Zoe suspiró. Así que la morena era más lista de lo que parecía.

– Es…

Alto, radiante, atractivo. Oh, sí, y es astronauta. Un astronauta «herido». Con un historial militar impecable y más magnetismo del que se puede encontrar en el mismísimo centro de la tierra.

Sí, seguramente esa descripción haría que se mantuvieran alejadas de él.

Involuntariamente miró hacia arriba. ¡Oh, cielos! Ahora se daba cuenta de que Yeager estaba despierto. Se había puesto las gafas de sol y estaba apoyado sobre un codo, esbozando una leve sonrisa. Se había quitado la camiseta y sus fornidos pectorales y su abdomen liso parecían tan apetitosos como un buñuelo de manzana después de una semana de ayuno. Sus nervios empezaron a enviar de nuevo aquellas señales telegráficas: «se-xo… se-xo… se-xo».

Zoe se inquietó y cruzó los brazos sobre su exiguo pecho. Obviamente, el condenado Yeager estaba disfrutando con aquella escena.

– Os diré todo lo que sé sobre él -les dijo a las dos mujeres-. Es escuálido y está casi calvo y -en esto iba a ser un poco temeraria- tiene un problema bastante serio de mal olor corporal.

En el rostro de Susan volvió a aparecer una expresión de sorpresa.

– Y también tendrá mal aliento, ¿no?

¿Por qué no acabar la faena?, pensó Zoe, y asintió.

– Sí, así es.

Pero las dos mujeres, lejos de parecer desilusionadas, se levantaron del banco con una expresión de disgusto en sus caras.

– Zoe -dijo Elisabeth-, no esperábamos esto de ti.

– ¿Qué?

Susan meneó la cabeza.

– TerriJean nos ha dicho que el más viejo, el llamado Deke, es un monumento. Al más joven solo le pudo echar un vistazo rápido, pero por supuesto que no es ni escuálido ni calvo.

– Y la verdad es que no me creo que tenga ningún problema de mal olor corporal -añadió Elisabeth.

– ¿No? -intentó defenderse Zoe.

– No -dijeron las dos al unísono con una mueca que dejaba ver claramente lo furiosas que estaban.

Y con unas zancadas que mostraban igual irritación, ambas pasaron a su lado rozándola mientras se dirigían de vuelta al camino por el que habían venido. La voz de Susan era tan aguda como el disparo de salida en una carrera.

– ¡Me parece que intentas guardártelo para ti sola!

Zoe se quedó helada mirándolas mientras se alejaban de allí. Y entonces una débil risa masculina se elevó por el aire haciendo que sintiera un nuevo hormigueo en sus ya excitados nervios.

– ¿Qué hay de nuevo, Zoe?

Al oír la voz de Yeager, Zoe agarró sus bártulos a toda prisa y echó a andar a paso ligero hacia su casa.

Pero no lo bastante ligero como para no oír el jocoso comentario de Yeager:

– ¿No estarás intentando guardarme para ti sola?


Yeager siguió a Zoe hasta Haven House. Había estado trabajando duro para familiarizarse con aquel entorno. En su nuevo habitáculo, las únicas cosas con las que había tropezado aquella mañana eran sus zapatillas de deporte -que estúpidamente había dejado fuera del armario- y la almohada -que se le había caído de la cama durante la noche. Pero estaba seguro de poder recorrer de memoria los sesenta y cuatro pasos que separaban su apartamento de la puerta trasera de Haven House, que daba a la cocina. Lyssa le había aconsejado que utilizara aquella entrada cuando fuera a desayunar porque era el camino más corto y directo.

Ahora utilizó aquella entrada porque supuso que allí encontraría a Zoe.

Después de la noche anterior, había imaginado que ella trataría de evitarlo. Pero recordando el suave tacto de las manos de ellas entre las suyas -y la reacción de su cuerpo al contacto con aquella piel suave- había decidido no dejarla escapar. Y menos después de notar lo nerviosa e intrigantemente silenciosa que se había quedado Zoe al ser acusada de querer guardárselo para ella sola.

Por supuesto, estaba también la descripción que había hecho de él como alguien escuálido y casi calvo. ¡Y que además olía mal! ¿No pensaría que él iba a dejar pasar aquello así como así? No, aquella oportunidad y la propia Zoe eran demasiado tentadoras.

Sus dedos extendidos tocaron la puerta trasera de la cocina y decidió que lo mejor sería entrar sin llamar. Lyssa le había dicho aquella mañana que podía entrar sin llamar siempre que quisiera, y no quería advertir a Zoe de su presencia para darle la oportunidad de escabullirse.

Giró el pomo y abrió la puerta. Le asaltó el olor a ajo, cebolla y otros aromas agradables que no pudo identificar, así como el sonido de algo que chisporroteaba en aceite hirviendo.

Al momento se le hizo la boca agua y su estómago se quejó recordándole que ya había pasado la hora del almuerzo y él todavía no había comido nada.

También Zoe se quejó.

– ¿Qué es lo que quieres? -le preguntó ella.

– ¿Qué estás cocinando?

– Tortitas de patatas y verduras. Y si no me interrumpes ahora, será lo que sirva esta tarde junto con una crema para untar.

Él pasó por alto aquella indirecta. Tortitas de patatas y verduras y una crema. Tras una infancia sin madre, las comidas a las que se había acostumbrado eran las típicas del rancho militar, las raciones para astronautas y lo que él mismo se cocinaba, que para ser honesto no era mucho mejor que lo que le preparaban su padre o el jefe de cocina del cuartel, por eso sentía una obsesiva admiración por la buena comida casera.

Acaso podría posponer el galanteo sexual durante varios minutos. Lanzó a Zoe una halagadora sonrisa.

– ¿Qué me dirías de probar un poco de eso ahora mismo?

Ella no se dejó convencer inmediatamente. Pero al cabo de un instante pudo oír un leve suspiro seguido del sonido de un plato que golpeaba sobre la mesa de madera de la cocina.

– Vale, de acuerdo. Anda, siéntate.

Él agarró una silla y se sentó a la mesa. Estirando los dedos alcanzó el plato. Se quemó con la porcelana caliente y los retiró de golpe.

– ¡Ay!

Zoe se acercó a él haciéndole llegar su gratificante perfume.

– ¡Lo siento! Ni siquiera lo había pensado. -Lo agarró de la muñeca y tiró de él acercándolo al fregadero-. Había metido el plato en el horno para calentar la comida.

Oyó el sonido del agua al correr y ella le sostuvo la mano debajo del chorro de agua fría. El sonido del agua le recordó la excusa que tenía para haberse presentado en la cocina. Y ahora que ella le había quemado los dedos sin siquiera dejarle probar un bocado de tortita de patata, decidió ir directo al grano.

– He tenido que ducharme otra vez por culpa tuya -dijo él intentando mantener un tono de voz serio.

Ella no le contestó.

Yeager era perfectamente consciente de que Zoe había estado contándoles tonterías sobre él a sus dos amigas y tenía ganas de saber por qué lo había hecho.

Además, quería ver cómo reaccionaba ella.

– Y también me he cepillado los dientes a fondo un par de veces -añadió Yeager acercándose un poco más a ella, tan cerca que el cabello de Zoe le rozó la barbilla.

Inspiró; el aroma de su pelo limpio y de su cálida piel era tan fresco y dulce que casi podía notar su sabor en la lengua. Pero había en su olor otro matiz diferente.

Ella cerró el grifo y se apartó de él.

Yeager volvió a aspirar su olor.

– Hoy hueles diferente.

– Puede que necesite darme otra ducha.

Él no pudo evitar reír abiertamente; le encantaban las réplicas descaradas de aquella mujer; le encantó cómo le había contestado malhumorada la noche anterior. A excepción de Deke, desde el accidente que lo había dejado ciego todo el mundo lo trataba de una manera diferente. Como si fuera un bicho raro o una persona por la que había que sentir pena.

Se acercó de nuevo a ella.

– Déjame que adivine de qué perfume se trata.

La voz de Zoe le llegó ahora desde un lugar diferente.

– Siéntate y cómete las tortitas. El plato ya debe de estar frío.

Pero él cambió de dirección y siguió avanzando hacia ella. A pesar de que la mención de las tortitas era bastante tentadora, estar cerca de Zoe lo era mucho más.

Esta vez notó el rápido movimiento que hizo ella para eludirlo. Estiró los brazos con las manos abiertas y hasta llegó a rozarla, pero se le escapó.

Aparentando darse por vencido, se dirigió hacia la mesa de la cocina. Y en aquel momento le llegó de nuevo su olor, estiró los brazos y está vez sí la agarró.

Ella dio un chillido.

Él la había agarrado de un brazo con las manos y la atrajo hacia sí:

– Siempre fui muy bueno jugando a la gallina ciega.

El brazo de ella se quedó flojo entre sus manos.

– Sí, me has pillado.

Yeager frunció el entrecejo. Aquello ya no era divertido. Había esperado que ella se defendiera, que forcejeara y se resistiera. Que le obligara a pelearse duro con ella para conseguir arrebatarle aunque fuera un solo rayo de aquella luz con la que parecía que deslumbraba a todos sus huéspedes.

Decepcionado, Yeager tiró de ella y la atrajo aún más.

– ¿Cuál es ese nuevo perfume que te has puesto?

Luego volvió a acercar su cara hasta ella, la olió y sonrió con satisfacción.

– Agua de cebollas -dijo Zoe después de tragar saliva.

– No, no.

Él bajó la cara hasta llegar al lugar donde más fuerte olía aquel nuevo perfume.

– Es lavanda, ¿contento?

Zoe se zafó de su mano y al momento él oyó unos pasos que le decían que ella había puesto toda la distancia de la cocina entre los dos.

– ¿De color lavanda? -preguntó él sorprendido.

– No. De la planta lavanda. De vez en cuando arranco algunas flores y me las froto en… en la piel.

De vez en cuando se las frota en la piel, pensó él, y se imaginó la escena. Flores púrpura tiñendo con su fragancia la piel de Zoe. Si aquella imagen no encendía su deseo sexual, no era capaz de imaginar qué otra cosa podría hacerlo.

– ¿Qué sucede? -preguntó ella con ansiedad-. ¿Te duelen todavía los dedos?

Ella debía de estar en algún lugar desde el que podía ver la expresión de su cara.

– No se trata de ese tipo de dolor -dijo Yeager irguiendo todo el cuerpo.

– ¿Qué te duele entonces? ¿La cabeza?

Ahora él notó que Zoe se acercaba y le tocaba un brazo.

Aquello hizo que su sangre mandara un palpitante mensaje hacia la parte baja de su cuerpo y Yeager le agarró la mano.

– Ya te lo he dicho, no se trata de ese tipo de dolor -contestó él en voz baja notando el tono sensual que adquiría su voz.

Los dedos de ella estaban fríos y empezaron a temblar. Su respiración se hizo más nerviosa y entrecortada, con un matiz más sutil.

¿Temblando de frío? ¿Nerviosa y sutil?

De repente, le volvió a la memoria la noche anterior, cuando él había tenido agarrada aquella mano entre las suyas y se burlaba de sus secretos femeninos. También entonces había notado que Zoe tenía los dedos fríos. Y que le temblaban.

Esa no era la reacción de una mujer acostumbrada al galanteo y a la seducción.

Para comprobar aquella inquietante y recién descubierta idea, él le apretó los dedos. Seguían temblando. Una sensación de incomodidad le llegaba a oleadas.

Como una revelación, otra idea le pasó por la cabeza: a Zoe no le gustaba que él estuviera coqueteando con ella.

No le gustaba él.

Sintiéndose culpable, la soltó de golpe. Si su compás mental no le mentía, la mesa de la cocina estaba a noventa grados a su derecha. Con pasos cuidadosos se dirigió hacia allí. Llamándose a sí mismo imbécil redomado, se sentó ante su plato de tortitas de patata.

¡Maldita sea! ¿Qué más cosas podían salirle mal en la vida? Sí, le gustaba la excitación que Zoe provocaba en él, de hecho hasta le entusiasmaba. Pero no si eso significaba que ella se pusiera nerviosa o le tuviera miedo.

Él no era de ese tipo de hombres.

Ella hizo un chasquido metálico al dejar algo junto a su mano derecha.

– Un tenedor -dijo Zoe con voz apagada.

Él agarró el tenedor y tanteó por la mesa en busca del plato.

– Yo… lo siento. -No le resultó fácil pronunciar aquellas palabras.

– ¿Por qué? -dijo ella de nuevo con voz apagada.

Yeager cerró los ojos. Cielos, antes del accidente las cosas no eran tan complicadas. La posibilidad de volar por el espacio le había ofrecido toda la libertad que le apetecía. La sensación de no tener límites formaba parte de su alma al igual que cuatro ventrículos formaban su corazón. La compañía de las mujeres era algo que él había tenido al alcance de la mano siempre que lo había deseado. Y cuando estaba con ellas, era capaz de leer en sus ojos y entender el lenguaje de su cuerpo. Pero ahora ya no podía ver nada -¡demonios, tenía que enfrentarse a ello!- y estaba realmente jodido.

– ¿Por qué? -preguntó ella de nuevo.

– Por… -Él se pasó la mano por la cicatriz de la cara-. Supongo que tienes alguna relación formal o al menos debes de estar saliendo con alguien. Al no poder verte, creo que he malinterpretado las señales que me estabas enviando. -O bien había sido tan redomadamente estúpido que las había imaginado.

La respiración de ella hizo de nuevo aquel gracioso sonido entrecortado. Yeager notó que ella no se había movido del sitio. Hasta ahora había creído que cuando Zoe se quedaba quieta quería decir que estaba confundida o desconcertada. Pero ya no estaba tan seguro de eso.

– ¿Qué…? -empezó a decir Zoe, pero se interrumpió y él la oyó tragar saliva-. ¿Qué señales te he estado mandando?

Yeager se encogió de hombros.

– Ya te lo he dicho, seguramente te he malinterpretado. Tienes novio, ¿no es así? Espero que puedas detenerle antes de que le dé una paliza a un hombre ciego.

– ¿Por qué tendría mi… mi novio que querer pegar a un hombre ciego? -dijo ella con cautela.

Él sonrió tristemente.

– Porque he estado coqueteando contigo, cariño. Y la parte en la que me estaba equivocando era en que creía que tú te lo estabas pasando bien. -Sonrió de nuevo-. Hazme un favor y dime que no te he parecido tan estúpido como ahora me siento.

– No me has parecido estúpido en absoluto.

Él sonrió tristemente.

– Ahora lo dices solo para ser amable.

– No -contestó Zoe en voz baja. Él oyó de nuevo cómo tragaba saliva-. Para serte sincera, no tengo novio.

Yeager alzó las cejas, pero enseguida se encogió de hombros.

– Está bien. Aunque imagino que si sales a ligar no voy a ser yo uno de tus pretendientes favoritos.

Ella se quedó de nuevo en silencio.

– ¿Zoe?

– No sé exactamente qué has querido decir, pero…, bueno, tampoco suelo ligar. Soy bastante… solitaria. No suelo tener compañías masculinas.

Yeager se obligó a pinchar un trozo de tortita de patata. Se metió el tenedor en la boca y tragó el bocado. El sabor extasió sus papilas gustativas, pero aquella delicia no hizo que desapareciera su sorpresa.

– Mira…, bueno, la verdad es que estoy muy ocupada -dijo Zoe-. No he encontrado… No he buscado… -Su voz se apagó-. Simplemente, no tengo.

Yeager se quedó helado, con un segundo bocado ensartado en el tenedor a medio camino entre el plato y su boca. ¿No tenía qué? Dejó el tenedor en el plato.

– Bien.

Demonios, ¿qué significaba ese «no he…»?, pensó él.

– Bien -repitió ella.

– Bien, pero todavía lamento que se me hayan cruzado los cables. -Aquellos dedos helados eran la prueba de que su ceguera le había hecho tan torpe como un novato manejando el brazo mecánico del transbordador espacial-. Deberías haberme dicho simplemente que no estabas interesada. O que no te atraigo en absoluto.

Ella seguía inmóvil y en silencio. Al cabo de un momento murmuró algo.

– ¿Qué? -preguntó él.

– No creo que hubiera podido decirte eso.

Aquella confesión en voz baja no debería haber sido para él una gran sorpresa. Pero durante un instante -un sorprendente e inesperado instante- él volvió a sentir la misma emoción de alto voltaje que sintiera la primera vez que vio su nombre en la lista de los tripulantes del transbordador espacial. Al oír aquella noticia, la sangre se le agolpó en la ingle.

Yeager dejó escapar un lento suspiro. Por Dios, la ceguera le estaba jugando realmente malas pasadas. De manera que aquella mujer admitía que la atracción era mutua. Una mujer joven de dedos fríos, con un perfume delicioso, y que le hacía sentirse confundido y excitado. Pero no había ninguna razón para estar tan contento.

Y tampoco tenía ningún sentido intentar hacer algo con ella inmediatamente.

Volvió a agarrar el tenedor, decidido a tomarse las cosas con un poco de calma. No hacía falta tener un cerebro entrenado por la NASA para darse cuenta de que Zoe era una mujer asustadiza. Tendría que ir poco a poco con ella. Provocarla un poco más. Dejar que siguiera gruñendo. Y esperar a que se sintiera cómoda a su lado antes de pretender acercarse más a ella. Pero podía esperar.

Especialmente cuando estaba tan seguro como ahora de que, de alguna manera, Zoe podría ayudarle a recuperar la visión.

Y por suerte para él, ella no parecía menos dispuesta.

La silla que había junto a la suya chirrió contra el suelo y ella se sentó a su lado. Su dulce aroma flotaba a su alrededor y eso le hizo sonreír. Hoy no, tampoco mañana, pero pasado mañana la volvería a tocar. La haría estar a la expectativa, imaginando cómo volvería a encontrar la manera de pasear de nuevo sus dedos sobre la piel de ella.

– ¿Yeager?

– Hum.

Ella pronunciaba su nombre como no lo había hecho nunca nadie. Quizá porque no la había visto nunca con los ojos, la sentía mucho más a través de todos los demás sentidos. Su voz tenía un tono de vulnerable indecisión y una dulce calidez, y ambas cosas estaban envueltas por un timbre ronco que era como una cinta de terciopelo.

– No quiero que te hagas una idea equivocada.

Oh, ahora ya sabía que sus ideas no eran tan equivocadas. Desde el momento en que se habían conocido, había sentido por ella algo diferente. Ella le había devuelto algo de su vida anterior y él estaría muy contento de poder devolverle el favor. Yeager le dedicó una sonrisa.

– ¿De qué estás hablando, cariño?

– Ese «cariño»…

Yeager no se molestó en aparentar que se sentía avergonzado.

– No es más que una costumbre. Nunca me he quedado demasiado tiempo en ninguna parte; la vida de piloto, ya sabes. Pero la mayor parte del tiempo he estado en Houston y se me ha pegado un poco la jerga del sur.

Apoyó la espalda en el respaldo de la silla, satisfecho por haber dejado que las cosas se cocieran entre ellos a fuego lento por ahora.

– Mira, estoy intentando ser sincera contigo -dijo ella.

– Y te lo agradezco. Pero deja que te diga algo: cuando no le puedes ver la cara a la otra persona, pierdes casi la mitad del significado de lo que dice. De ahora en adelante, simplemente dime las cosas bien claras, ¿de acuerdo, cariño?

– ¿Quieres que sea clara?

– Por supuesto -contestó Yeager sonriendo con aire de superioridad-. Directa desde el corazón. Sincera.

La oyó tomando aliento.

– Bien, Yeager. Verás… -Su voz se apagó y Zoe volvió a tomar una buena bocanada de aire-. Aunque no puedo asegurarte que no pudieras hacer… algo por mí, sí puedo decirte que no estoy interesada. ¿Entiendes la diferencia?

Yeager parpadeó desde detrás de los cristales oscuros de sus gafas.

– ¿Qué?

Nadie hubiera imaginado en ese momento que aquel hombre había conseguido sacar la nota más alta en la academia militar de pilotos de élite.

– No estoy interesada -repitió ella y a continuación su voz adquirió un tono más animado-. Pero te voy a ser franca. Y te diré que francamente me gustaría poder ayudarte a conocer a alguna otra.

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