Capítulo 4

NO PUEDO creérmelo -murmuró Sabrina mientras miraba su reflejo en el espejo del dormitorio-. Parezco una figurante de una película de jeques de bajo presupuesto.

– El príncipe insistió mucho -dijo con suavidad Adiva, la criada que Kardal había enviado para ayudar a Sabrina a prepararse.

Era una mujer joven, de apenas dieciocho años. Llevaba una túnica recatada sobre los pantalones y se había recogido el pelo negro en una coleta. Seguro que a Kardal le gustaban las mujeres modosas y obedientes. Seguro que a Adiva la trataría como a una santa. Sabrina se miró al espejo de nuevo y se obligó a no atragantarse. Llevaba unos pantalones de gasa que se ceñían a la cintura y a los tobillos, salvo por un trocito de tela que ocultaba la zona del pubis, estaba casi desnuda de cintura para abajo. La gasa de los pantalones era casi transparente. Del mismo tejido que la prenda que cubría sus brazos. Lo único que ocultaba sus pechos era una especie de sujetador dorado a modo de top. Adiva le había recogido el pelo en un moño sobre la cabeza, sujeto con una diadema también dorada.

– Te dejo mientras esperas a nuestro señor -dijo la criada antes de hacer una reverencia.

– Preferiría que te quedases -le dijo Sabrina. Dejando de lado la cuestión de la indumentaria, no estaba de humor para que se la comieran. Claro que el príncipe de los ladrones no le pediría su opinión al respecto.

Adiva no oyó su petición o no se la creyó. O quizá la pobre no podía oponerse a las órdenes de Kardal. Volvió a inclinarse, se giró y dejó a Sabrina sola.

La habitación era tan grande que parecía hecha para dar vueltas alrededor. Sabrina fue de un extremo a otro maldiciendo a Kardal, insultándose por haber sido tan temeraria de haber salido sola del palacio. Ojalá no la hubiera sorprendido la tormenta. Ojalá no hubiese perdido el caballo y el camello. Ojalá Kardal no fuese a obligarla a mantener relaciones sexuales con él.

Se iba a llevar una buena sorpresa, pensó, tratando de no perder el sentido del humor. Se esperaba a una mujer con experiencia en la cama y se iba a encontrar con una virgen. Al menos tendría la satisfacción de saber que, después de desflorarla, sí que acabaría fusilado. Aunque apenas la consolaba. Lo que de veras le gustaría sería encontrar la forma de evitar que la mancillase.

Se acercó a la ventana y trató de distraerse contemplando las vistas del patio a sus pies y el mercado a lo lejos. Anochecía. La mayoría de la gente regresaba a sus casas. Deseó poder hacer lo mismo. Se giró para desandar sus pasos.

– Quédate quieta para que pueda mirarte.

Las palabras salieron de la nada y la dejaron petrificada del susto. Kardal acababa de entrar. Había abierto la puerta con el sigilo de un fantasma. Se había aseado, pensó Sabrina mientras lo miraba y trataba de calmar el ritmo frenético de su corazón. Se había puesto otros pantalones y una camisa recién planchada. El pelo le brillaba, se había afeitado. Por miedo a leer en ellos lo que estaba pensando, evitó mirarlo a los ojos. Pero no pudo evitar apreciar el perfil elegante de su nariz y su mentón. Si no fuese un secuestrador y un violador en potencia, quizá lo considerara hasta atractivo.

Había intentado mirarlo con discreción, pero Kardal no parecía dispuesto a compartir los mismos buenos modales. De hecho, la miraba como si fuese una yegua a la que estuviese a punto de comprar. La rodeó, la miró con descaro por delante y por detrás, y volvió a pararse frente a ella.

Su atención la ponía nerviosa. Se sentía medio desnuda. Tenía miedo, le costaba respirar. Cerró la mano y se clavó las uñas en la palma.

– No puedes hacer esto -dijo, tratando de sonar autoritaria-. Soy una princesa. El castigo por hacerme… eso… te costará la vida. Además, el príncipe de los ladrones le debe lealtad al rey de Bahania. Insultar a su hija de ese modo es insultarlo a él mismo.

– Olvidas que al rey de Bahania le da igual su hija -contestó Kardal tras cruzarse de brazos.

– Me encantaría olvidarlo, pero no puedo.

– ¿De verdad crees que se enfadaría? -le preguntó él al tiempo que daba un paso al frente. Luego le agarró la mano derecha. El contacto la pilló desprevenida. Intentó soltarse, pero no pudo-. Puede que sí, pero no tanto como para matarme -añadió justo antes de echar el cierre a algo pesado alrededor de su muñeca.

Sin tiempo para reaccionar, Sabrina vio cómo le ponían otro brazalete en la muñeca izquierda. Llenó los pulmones de aire. Intentó gritar, estaba indignada. Pero no fue capaz. Brazaletes de esclava.

– ¡Serás…! -Sabrina trató de encontrar algún insulto a la altura de la ofensa, pero no lo encontró-. ¡Cómo te atreves!

Antes que arredrarse, Kardal sonrió.

– Te gustan las tradiciones. Deberías sentirte honrada.

¿Honrada? Sabrina miró los brazaletes de oro. No cabía duda de que eran antiguos y tenían un diseño hermoso. Sabía que apretando en algún sitio el mecanismo saltaría y podría quitárselo. También sabía que podía tardar semanas en encontrar el punto justo.

– ¿Cómo te atreves! -repitió por fin.

– Me perteneces -Kardal se encogió de hombros-. ¿Qué esperabas?

– No soy un animal al que puedas poner un collar.

– En absoluto: eres una mujer con un brazalete de esclava.

– Te exijo que me los quites -Sabrina echó los brazos hacia delante.

Kardal se dio la vuelta y fue hacia una fuente con fruta que había sobre una mesa pegada a la puerta. Agarró una pera, la olió y le dio un mordisco.

– Perdón, ¿hablabas conmigo?

– Odio estos brazaletes-exclamó impotente -. Odio estar aquí. Me niego a ser tu esclava Y te juro que hay ocasiones en que odio ser mujer. Mi padre y mis hermanos no me hacen caso, tú te crees que puedes hacer lo que quieras conmigo. Me niego a que me trates como si fuese un camello.

– ¿Cómo un camello? – Kardal masticó otro trozo de pera-. Yo respeto muchísimo a los camellos. Están a tu servicio toda la vida y piden muy poco a cambio. No creo que pueda decirse lo mismo de ti -añadió tras mirarla de pies a cabeza.

Era demasiado. Sabrina gritó. Alcanzó una naranja de la fuente de la fruta y se la arrojó.

– ¡Fuera! -le ordenó-. ¡Fuera de aquí y no vuelvas nunca!

Kardal fue hacia la puerta. Riéndose. ¡ Se estaba riendo de ella! Quería matarlo. Muy despacio.

– ¿Lo ves? No estás tan bien educada como los camellos. Me decepcionas.

Sabrina le tiró una pera y esta chocó contra el marco de la puerta.

– Te veré en el infierno.

– He vivido una vida ejemplar -contestó él-. Así que no creo que acabe en el infierno. Pero trataré de interceder por ti cuando vaya al cielo.

Sabrina gritó y agarró la fuente entera. Sin dejar de reírse, Kardal salió de la habitación y cerró la puerta, justo antes de que la fuente se estrellara contra la pared.

Seguía sonriente cuando entró en la parte más vieja del castillo. Había propuesto remodelarla, pero su madre prefería que siguiese tal como había estado desde hacía siglos.

Dobló una esquina y vio un arco que conducía a los antiguos aposentos de las mujeres. Hacía casi veinticinco años que su madre había abierto las puertas del harén. Luego las había vendido. Como medían cerca de cinco metros y eran de oro macizo, habían ingresado una suma considerable. Habían invertido el dinero en fundar una clínica para las mujeres de la ciudad. Gracias a ella, contaban con doctores especializados que cuidaban de la salud de las mujeres, Las atendían en el parto y se ocupaban de los niños pequeños, totalmente gratis. Cala, su madre, había dicho que las generaciones que habían vivido y muerto dentro del harén habrían dado su aprobación.

Kardal atravesó el arco. El vestíbulo del harén se había convertido en una sala enorme. Era tarde, el personal se había retirado; pero todavía podía verse una luz en el despacho de su madre.

Llamó a su puerta. Cala sonrió al verlo. Alta, esbelta, de grandes ojos, tenía una belleza clásica que impactaba a cualquier hombre con gusto. Tenía cuarenta y nueve años, pero parecía mucho más joven. Su cabello era negro, largo y tupido. Durante el día llevaba un peinado sofisticado, pero, una vez finalizada la jornada, se lo recogía en una coleta. Eso y la camiseta y los vaqueros que solía llevar la hacían pasar a menudo por una mujer de apenas treinta años.

– El hijo pródigo ha vuelto -bromeó Kardal mientras se acercaba a darle un beso-. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte esta vez?

– Estaba pensando en quedarme indefinidamente -dijo Cala tras apagar el ordenador e invitar a su hijo a que tomara asiento frente a ella-. ¿Crees que podrás soportarlo?

Kardal pensó en la vida monacal que había llevado en los últimos tiempos. Había trabajado tanto que apenas había encontrado resquicios para compañía femenina alguna.

– Sobreviviré. Háblame de tu último éxito.

– Hemos vacunado a seis millones de niños -Cala sonrió encantada-. Teníamos cuatro millones como meta, pero las donaciones aumentaron más de lo previsto.

– Supongo que gracias a tu capacidad de persuasión.

Cala dirigía una organización de beneficencia dedicada al cuidado de las mujeres y los niños de todo el mundo. Cuando Kardal había entrado en el instituto como interno, Carla había empezado a ocupar el tiempo libre en la organización, había empezado a viajar y a recaudar fondos para las personas necesitadas.

– No sé a qué se habrá debido tanta generosidad, pero me alegro -dijo Cala, e hizo una pausa antes de añadir-: ¿De veras es la princesa Sabrá?

Kardal se dijo que no debería sorprenderse. Las noticias volaban dentro de la ciudad y su madre siempre estaba al comente de todo.

– Eso dice.

– Creía que no podías seguir sorprendiéndome, pero está claro que me equivocaba – dijo Cala-. Apuesto a que tendrás una explicaron para secuestrar a la hija de un aliado.

Kardal le explicó que se había encontrado a Sabrina en el desierto.

– Estaba buscando la ciudad. Habría muerto si no la hubiéramos ayudado.

– No niego que os vierais obligados a ayudarla. Lo que no entiendo es por qué la retienes. Tengo entendido que ha entrado en la ciudad montada en tu caballo, maniatada. Contestó Cala

– . ¿Por qué estaba buscando la ciudad? No creo que esté interesada en sus tesoros. -añadió al ver que Kardal guardaba silencio

– Lo está. Dice que tiene dos títulos, licenciada en Arqueología y no sé qué en Historia de Bahania.

¿No recuerdas sus estudios? Cala sacudió la cabeza como preguntándose en qué se había equivocado para que le saliera un hijo así-. En fin, supongo que es normal. Te habrás fijado en otras cosas.

– Es un incordio de mujer -murmuró Kardal de pronto-. No solo no sabe que estamos prometidos, sino que es caprichosa, difícil y está criada en Occidente.

– Cosa que ya sabías cuando aceptaste el enlace -le recordó con severidad su madre-. No olvides que fue decisión tuya. Yo ni siquiera estaba presente cuando el rey Hassan se entrevistó contigo.

– No podía negarme sin crear un conflicto.

Cala no se molestó en contestar. La tradición establecía que Kardal debía casarse con la hija mayor de Bahania. Sin embargo, podía haberse opuesto, buscar un matrimonio romántico. Pero él no creía en el amor. El propósito del matrimonio no era otro que producir herederos. Nada más.

– Sabrina y tú tenéis más cosas en común de las que crees -dijo Cala-. Si eres inteligente, intentarás encontrarlas. Y si de veras es caprichosa, apuesto a que tendrá sus razones para las cosas que desea. Te aseguro que tendrás mucho terreno ganado si averiguas sus motivaciones.

– ¿Para qué?

– Kardal, tu felicidad está en juego. ¿No crees que merece la pena esforzarse un poco?

– Sabrina no puede hacerme feliz – contestó él, encogiéndose de hombros.

– Un hombre inteligente intentaría llevarse bien con su esposa. Si está contenta, será mejor ladre de tus hijos.

– Si al menos fuera más moldeable – murmuró Kardal-. ¿Por qué permitió el rey Hassan que se criara en Occidente?

No lo sé. Pero sí que se casó con la madre de Sabrina muy rápido. Fue una unión impulsiva. Tengo entendido que, de no ser por Sabrina, se habrían divorciado a los pocos meses.. Al parecer, cuando por fin se decidieron a hacerlo, la madre quiso llevársela a California y él no se opuso.

¿Cómo fue capaz de dejar que se llevaran hija? -Kardal negó con la cabeza.-. La ley Bahania ordena que los descendientes permanezcan con el padre.

– Puede que el rey se equivocara -contestó Cala-. Hay hombres muy tontos. Sé de uno que no quiere ni molestarse en conocer a su futura esposa. Uno que da por sentado que no va a poder ser feliz con ella. Y todo al cabo de unas pocas horas de conocerla.

– ¿No me digas? -repuso Kardal con ironía-. De acuerdo. Tienes razón. Pasaré más tiempo con Sabrina antes de emitir un juicio sobre ella. Aunque estoy convencido de que no me satisfará.

– Si vas con esa idea en la cabeza, seguro que no -respondió su madre.

Kardal consideró las palabras de Cala. Era una mujer inteligente, siempre había querido lo mejor para él. De pequeño lo había colmado de mimos. Y había sabido retirarse llegado el momento de que aprendiera de la vida y experimentara por su cuenta. Era excepcional, amable, bella. Y, sin embargo, siempre había vivido sola.

– ¿Fue por mí?

Cala tardó varios segundos en adivinar a qué se refería. Por fin se levantó, rodeó la mesa y le rozó una mejilla.

– Eres mi hijo y te quiero con todo el corazón. Las razones por las que no me casé no tienen que ver contigo.

– Entonces fue culpa de él.

– Kardal -dijo ella en tono de advertencia.

– No entiendo por qué defiendes a ese hombre -murmuró, nervioso, poniéndose de pie.

– Porque hay cosas que no puedes entender.

No tenía sentido seguir adelante. Habían mantenido la misma discusión decenas de veces. De modo que Kardal le besó las mejillas y le prometió que cenaría con ella a finales de la semana. Luego se marchó.

Pero seguía enojado. Tal vez se equivocara, pero siempre había odiado a su padre. Treinta y un años atrás, el rey Givon de El Bañar había llegado a la Ciudad de los Ladrones. Cala, hija única del príncipe de los ladrones, acababa de cumplir los dieciocho. A falta de un hijo heredero, la tradición exigía tener un hijo de un rey de algún reino vecino. El padre de Cala había elegido al rey Givon, el cual la había seducido, la había dejado embarazada y después la había abandonado con el bebé. Desde entonces, nunca había reconocido su unión con ella ni a su hijo. De hecho, Kardal no se había enterado de quien era su padre hasta que llegó a la adolescencia. Pero saber la verdad solo había servido para empeorar la situación. Había intentado reunirse con el rey Givon, pero este se había mantenido distante, dejando claro que no tenía el interés en su hijo bastardo

Kardal se detuvo en medio del pasillo. No debía envenenarse con aquellos recuerdos. Así que se obligó a serenarse. Con los años, había aprendido a calmarse y olvidarse de su pasado.

Reanudó la marcha sin fijarse en los cuadros y las estatuas que decoraban salas y pasillos. Atravesó un par de puertas y entró en la parte «comercial» del castillo.

En el interior de un anexo construido en el siglo XIV, había varias oficinas y un centro de seguridad con ordenadores, faxes y teléfonos que no paraban de sonar. Pensó en Sabrina, encerrada en el dormitorio, y sonrió. ¿Qué le lanzaría a la cabeza si descubría lo que había en esa parte del castillo? Tal vez, si era buena, algún día se la enseñaría.

Saludó con un gesto de la cabeza a su ayudante y entró en su despacho. Una mesa en ele dominaba el centro de la pieza. En un extremo, unas puertas correderas comunicaban con un patio.

No reparó en la vista ni en la luz parpadeante del contestador ni en los papeles que tenía encima de la mesa. Descolgó el teléfono directamente y le pidió a la operadora que le pusiera con el rey de Bahania. Por poco que le interesara Sabrina, agradecería saber que su hija había sobrevivido a su aventura en el desierto.

– Kardal, ¿eres tú? -preguntó una voz familiar al otro lado del aparato.

– Sí. Ayer encontramos a la princesa Sabrá. Había perdido el caballo y un camello en una tormenta de arena.

– Se marchó sin decir nada a nadie. Típico de ella – Hassan suspiró-. Me alegra saber que está a salvo.

– No parece informada de nuestro compromiso -dijo Kardal mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa del despacho.

– Cierto, cierto. Cuando empecé a explicarle que había concertado su matrimonio, se puso a gritar y salió de la habitación sin darme a tiempo a que la pusiera al corriente de los detalles – explicó Hassan-. Es una cría. Le falta cabeza, parece boba. A veces temo por la seguridad de sus futuros hijos. Supongo que, ahora que la conoces, no querrás seguir adelante con la unión.

Kardal había oído que el rey de Bahania no prestaba apenas atención a su hija, pero jamás habría imaginado que fuera a insultarla de ese modo. Aunque nunca habría escogido a Sabrina como esposa, no le había dado la impresión de que fuese boba. Todo lo contrario, a decir verdad.

Tal vez se le había pasado por la cabeza deshacer el matrimonio, pero le molestaba que Hassan hubiese dado por sentado que la rechazaría.

– Todavía no he tomado una decisión definitiva -contestó por fin.

– Tómate todo el tiempo que quieras. No es que estemos ansiosos por tenerla de vuelta en el palacio.

Comentaron un asunto concerniente a la seguridad de ambos reinos y colgaron. Sabrina había sugerido que su vida en palacio no era agradable, pero Kardal no había sospechado el concepto que su padre tenía de ella. Lo cual explicara algunas cosas.

– Pareces pensativo. ¿Vamos a la guerra?

Kardal miró al hombre alto y rubio que se había parado a la entrada del despacho Stryker, ex agente de las Fuerzas Aérea de Estados Unidos y director de seguridad, avanzó y se sentó frente a Kardal

– No tiene pinta -le dijo este a su amigo. Aunque el rey Hassan insiste en juntar los ejércitos.

En los últimos tiempos, se había ido demostrando que las cámaras de vigilancia a distancia y las patrullas irregulares de nómadas no eran suficientes para garantizar la seguridad del desierto. Los campos petrolíferos cada vez eran más vulnerables y el rey Hassan le había propuesto a Kardal unir las fuerzas aéreas de ambos reinos. Rafe era el responsable de los contactos diplomáticos con Bahania.

Kardal sabía que no era habitual delegar un puesto de tanta importancia en un extranjero. Pero Rafe se había ganado su confianza sobradamente. El agente tenía una cicatriz causada por un cuchillo con el que habían intentado matar a Kardal. A cambio, Kardal le había concedido el título de jeque y el pueblo lo había aceptado como uno más.

– Corren rumores sobre una esclava en palacio -dijo el agente con expresión divertida-. Se comenta que la encontraste en el desierto y la has guardado para ti.

– No hace ni cuatro horas que he vuelto – dijo Kardal tras consultar el reloj-. ¿Cuándo le has enterado?

– Hace tres horas y media.

– Las noticias vuelan.

– Tengo buenas fuentes -Rafe se encogió de hombros-. ¿Es verdad? Nunca pensé que te fuera lo de tener esclavas.

– Y no me va.

Kardal dudó. Hasta entonces nadie sabía la verdadera identidad de Sabrina, y prefería que siguiera siendo así. Pero si esta llegaba a necesitar protección, Rafe era el hombre adecuado para velar por su seguridad.

– Se llama Sabrina. Es la hija de Hassan.

– ¿La mujer con la que estás prometido? – preguntó Rafe.

– La misma. Sabe que han concertado su matrimonio, pero desconoce los detalles. No quiero que la gente se entere de quién es.

– Ni que ella sepa quién eres tú.

– Exacto.

– Sabía que este trabajo sería interesante cuando acepté el puesto -comentó Rafe -. Estoy deseando conocerla.

Kardal sabía que su amigo no había dicho nada con segundas intenciones, pero no pudo evitar fruncir el ceño. ¿Estaba irritado? ¿Por qué? Rafe nunca se interesaría por Sabrina y, aunque así fuera, a él le daría igual. Sabrina no era más que un estorbo, ¿no?

– Seguro que no tardarás en encontrártela -dijo Kardal mientras se ponía de pie-. Le daré instrucciones de que no salga de sus aposentos, pero estoy seguro de que no me hará caso. Si te la encuentras dando vueltas, devuélvela a su habitación, por favor.

– ¿Adónde vas? -preguntó Rafe.

– A prepararme para la batalla. Si voy a casarme con la princesa Sabrá, primero habrá que domarla.

Загрузка...