CAPÍTULO VIII

Desde que vi a Fernando Arizmendi me dieron ganas de meterme a una cama con él. Lo estaba oyendo hablar y estaba pensando en cuánto me gustaría morderle una oreja, tocar su lengua con la mía y ver la parte de atrás de sus rodillas.

Se me notaron las ansias, empecé a hablar más de lo acostumbrado y a una velocidad insuperable, acabé siendo el centro de la reunión. Andrés se dio cuenta y terminó con la fiesta.

– Mi señora no se siente bien -dijo.

– Pero si se ve de maravilla -contestó alguien.

– Es el Max Factor, pero hace rato que soporta un dolor de cabeza. Voy a llevarla a la casa y regreso.

– Me siento muy bien -dije.

– No tienes por qué disimular con esta gente, son mis amigos, entienden.

Me tomó del brazo y me llevó al coche. Me acomodó, mandó al chofer al coche de atrás y dio la vuelta para subirse a manejar. Se sentó frente al volante, arrancó, dijo adiós con la mano a quienes salieron a despedirnos a la puerta y aceleró despacio. Mantuvo congelada la sonrisa que puso al despedirse hasta una calle después.

– Qué obvia eres, Catalina, dan ganas de pegarte.

– Y tú eres muy disimulado, ¿no?

– Yo no tengo por qué disimular, yo soy un señor, tú eres una mujer y las mujeres cuando andan de cabras Locas queriéndose coger a todo el que les pone a temblar el ombligo se llaman putas.


Al llegar a la casa, se bajó con mucha parsimonia, me acompañó hasta la puerta, esperó a que saliera el mozo y cuando estuvo seguro de que ni los eternos acompañantes del coche de atrás se daban cuenta, me dio una nalgada y me empujó para adentro.

Entré corriendo, subí las escaleras a brincos, pasé por el cuarto de los niños y no me detuve como otras noches, fui directo a mi cama. Me metí bajo las sábanas y pensé en Fernando mientras me tocaba como la gitana. Después me dormí. Tres días estuve durmiendo. Nada más despertaba para comer un pedazo de lechuga, otro de queso y dos huevos cocidos.

– ¿Qué tendrá usted, señora? -me preguntó Lucina.

– Una enfermedad que me descubrió el general y que no se me quita ni con agua fría. Pero con una semana de dormir me alivio.

A la semana tuve que salir de mi cuarto porque ya era mucho tiempo para una calentura. ¿Y qué va siendo lo primero que me dice Andrés cuando bajé a desayunar?

Que el martes venia a cenar el secretario particular del Presidente, ¿y quién era el secretario particular?, Fernando. El bien planchado y sonriente Arizmendi.


Del susto empecé a comer pan con mantequilla y mermelada y a dar grandes tragos de té negro con azúcar y crema. Andrés estaba eufórico con la visita de Arizmendi porque después vendría la del Presidente de la República, y a ése planeaba darle una recepción espectacular con Los niños de los colegios agitando banderitas por la Avenida Reforma, mantas colgando de los edificios y todos los burócratas asomados a las ventanas de sus oficinas aplaudiendo y aventando confeti. Yo tenía que conseguir una niña con un ramo de flores que lo asaltara a media calle y una viejita con una carta pidiéndole algo fácil para que los fotógrafos pudieran retratarla cinco minutos después con la demanda satisfecha. Ya Espinosa y Alarcón habían prestado sus cines para que de ahí colgaran las mantas más grandes. Puebla tendría que darle al Presidente la recepción más cálida y vistosa que hubiera tenido jamás. Todo eso que después se fue volviendo costumbre y que se le dio al más pendejo de los presidentes municipales, lo inventamos nosotros para la visita del general Aguirre.


Tenía que hacer algo con mi calentura y empecé a trabajar como si me pagaran. No una niña con flores, tres niñas cada cuadra y llegando al zócalo cincuenta vestidas de chinas poblanas y montadas a caballo.

Fui al asilo a escoger a la viejita y encontré una que parecía de tarjeta postal, con su pelito recogido, sonrisa de virgen dulce y una historia que, por supuesto, pusimos en la carta. Era la viuda de un soldado viejo y pobre al que habían matado porque se negó a participar en el asesinato de Aquiles Sardán. Estaba orgullosa de su marido y de sí misma y encontró muy digno pedirle al Presidente una máquina de coser a cambio de tanto sacrificio por la patria.


Puse a trabajar a todas las maestras de primaria. Inventé que sus alumnos hicieran unos plumeros de papel como los que usaban las porristas en Estados Unidos. Sabía que la canción predilecta del Presidente era La Barca de Guaymas, y como es una música sonsa los niños no tuvieron que excitarse demasiado para mover los plumeros y los pies siguiendo sus compases. Todos los floristas del mercado se comprometieron a llenar La Reforma con flores, como si la avenida fuera una iglesia enorme, y en el piso del zócalo harían una alfombra florida con la imagen de una india atendiendo su mano hacia la del Presidente. Cuando el señor dejara de pasar frente a ellos, todos los que estuvieran en la valle de Reforma recogerían sus mantas y sus flores y se irían caminando al zócalo que estaría repleto para cuando él entrara con Andrés en el convertible. Tras su discurso desde el balcón toda esa gente cantaría Qué chula es Puebla y el Himno Nacional. Mandé traer a todas las bandas de los pueblos del estado. Formé una orquesta de 300 músicos que tocarían a cambio del cotón de Santa Ana que se les regaló para que tuvieran algún uniforme.

Para cuando el secretario particular del Presidente llegó a ponerse de acuerdo con Andrés, lo sorprendieron nuestros planes.


Decidí que comiéramos en el jardín. El menú debía ser el mismo que se le ofrecería al Presidente dos semanas después. Pero ese mediodía sólo comimos Andrés, Fernando y yo.

Nos pusimos tan formales que Andrés se sentó a la izquierda de Fernando y me colocó a mi a su derecha en una mesa redonda.

Desde el consomé, Fernando empezó a elogiar mis dotes: mi talento, mi inteligencia, mi gentileza, mi delicadeza, mi interés por el país y la política y para colmo que guisara como las monjas de los conventos poblanos.

– Además, si me lo permite general, su mujer tiene una risa espléndida. Ya no se ríe así la gente mayor -dijo Fernando.

– Qué bueno que le guste, licenciado. Esta es su casa, queremos que esté usted contento -le contestó Andrés.

– Eso queremos -dije yo y puse mi mano en su pierna.

El no la movió ni cambió de gesto.

Andrés empezó a hablar del motín en Jalisco. Lamentó la muerte de un sargento y un soldado, elogió al gobernador que dio la orden de irse sobre los campesinos amotinados.

– Hay cosas que no se pueden permitir -le contestó Fernando.

Yo, que por esas épocas todavía decía lo que pensaba, intervine:

– Pero, ¿no hay otra manera de impedirlas más que echándoles encima el ejército y matando a doce indios? Les cobraron a seis por uno cada muerto. Y ni siquiera se sabe por qué se amotinaron esos indios.

– Ya te salió lo mujer. Está usted hablando de su inteligencia y luego le sale lo sensiblera -dijo Andrés.

– Quizá tenga razón general, debíamos encontrar otras maneras -contestó Femando y puso su mano en mi pierna. La sentí sobre la seda de mi vestido y me olvidé de los doce campesinos. Después la quitó y se puso a comer como si fuera la última vez.


Nos hicimos amigos. Cuando iba yo a México lo llamaba con algún recado de Andrés o con algún pretexto, la cosa era oír su voz y si era posible verlo un momento. Después me regresaba las tres horas de carretera repitiendo su nombre.

Le pedía al chofer que era muy entonado que me cantara Contigo en la distancia y me acostaba en el asiento del Packard negro a oírlo y a extrañar. Les buscaba varios significados a sus frases más simples y casi llegaba a creer que se me había declarado con disimulo por respeto a mi general. Recordaba con precisión cada una de las cosas que me había dicho y de un «espero que nos veamos pronto» sacaba la certidumbre de que él sufría mi ausencia tanto como yo la suya y que se pasaba los días contando el tiempo que le faltaba para verme por casualidad. Me gustaba pensar en su boca, en la sensación que me recorría el cuerpo cuando me besaba la mano como saludo y despedida. Un día no me aguanté. Me había acompañado a la puerta de su oficina tras una conversación extraña porque no hablamos de política ni de Andrés ni de Puebla ni del país. Habíamos hablado de la pena que producen los amores no correspondidos y yo creí vérsela en los ojos. Cuando se despidió besándome la mano le ofrecí la boca. No me besó pero me dio un abrazo largo.


Esa noche el pobre chofer cantó tantas veces Contigo en la distancia que de ahí salió a ganar la Hora Internacional del Aficionado. Me dio gusto que algo se ganara con mi romance porque el mismo día que alcanzó su cima se desbarató. Andrés estaba esperándome en el Palacio de Gobierno. Yo había ido al sastre a recoger el traje que se pondría para la visita del Presidente. Cuando llegué era muy noche pero Andrés seguía ahí dirimiendo el asunto de unos obreros que querían estallar una huelga en Atlixco.

Entré radiante a su oficina, en lugar de cargar el traje lo abrazaba bailando con él.

– Estás preciosa, Catalina, ¿qué te hiciste? -dijo al verme entrar.

– Me compré tres vestidos, fui al Palacio de Hierro a que me maquillaran y volví cantando en el coche.

– Pero le llevaste mi recado a Fernando, no nada más anduviste perdiendo el tiempo.

– Claro, todo lo demás lo hice después de ver a Fernando -dije.

– No cabe duda que los maricones son fuente de inspiración -le comentó Andrés a su secretario particular. A las mujeres les encanta platicar con ellos. Quién sabe qué tienen que les resultan atractivos. Con decirte que cuando conocimos a éste yo hasta me puse celoso y encerré a Catalina. Ahora es el único novio que le permito y me encanta ese noviazgo.


Al día siguiente fui a ver a Pepa para contarle mi desgracia. Llegué segura de encontrarla porque no salía nunca. Me sorprendió que no estuviera. Los celos de su marido, aumentados por la falta de hijos, la mantenían encerrada. Una tarde que pasó dos horas fuera, la recibió con un crucifijo obligándola a que se hincara a pedirle perdón y a jurar ahí mismo que no lo había engañado.

Prefirió encontrar quehaceres en su casa. La convirtió en una jaula de oro, no había rincón sin detalle. El patio estaba lleno de pájaros y para los brazos de los sillones, los centros de las mesas, las vitrinas y los aparadores tejía interminables carpetas. Todo en su cocina se freía con aceite de olivo, hasta los frijoles, y todo lo que comía su marido lo guisaba ella. Se diría que estaba muy enamorada. Pasaba el tiempo puliendo antigüedades y regando plantas. Se portaba como si ése fuera todo el mundo existente, no nos dejaba ponérselo en duda, y cuando Mónica quiso ser claridosa diciéndole que vivía en los años treinta del siglo XIX y que su marido era un tipo intolerable al que debía dejar y ser libre siquiera para caminar por la calle a la hora que lo deseara, ella suavemente le puso la mano en la boca y le preguntó si quería un té con galletitas de nuez.

– Te estás volviendo loca -dijo Mónica. ¿No es cierto, Catalina?

– No más que yo -contesté.


Desde que su marido enfermó Mónica tuvo que trabajar. Puso una tienda de rape pare niños y acabó con una fábrica.

– Vaya, aquí la única con un marido normal soy yo -dijo riéndose.

Me senté en una banca de hierro, bajo la Jacaranda con flores moradas del jardín. La sirvienta de cofia y delantal me llevó una limonada y dijo que la señora volvía siempre a las doce y media en punto. No entendí nada pero como faltaban quince minutos decidí esperar.

Exactamente cuando el antiguo reloj de familia dio la media con una campanada, Pepa cruzó la puerta, el patio, y llegó hasta mi banca en el jardín.

Era la misma, no se pintaba, se recogía el pelo en una trenza sobre la nuca y caminaba como niña, pero algo en los ojos tenía raro, algo en la boca con la que sonreía como si estuviera estrenando labios.

– Parece que tienes un amante -dije riéndome con mi aberración.

– Tengo uno -contestó sentándose junto a mi con una placidez que no he vuelto a ver.


Se encontraban en las mañanas. Todos los días de diez y media a doce y media en un cuartito alquilado como bodega arriba del mercado de La Victoria. ¿Quién era él? El única hombre con el que su marido la dejó cruzar más de tres palabras. El doctor que la atendía cada vez que se le frustraba un embarazo. Con tres frustraciones tuvieron. Era un tipo guapo, el partero más famoso de Puebla. La mitad de las mujeres hubieran querido un romance con él, algunas se arreglaban para ir a la consulta más que para el baile de la Cruz Roja. Y fue a dar con la Pepa, con la más difícil.

– Cogemos como dioses -dijo extendiendo una risa clara y feliz, con la misma dulzura con que antes recitaba jaculatorias. Estaba espléndida. Jamás me hubiera dado la imaginación para soñarla así.

– ¿Y tu marido? -pregunté.

– No se da cuenta. Es incapaz de rimar luz con lujuria.

– ¿Y a ti cómo te va?

– Igual -contesté.

– ¿Qué podía yo contarle? Mi pendejo romance con Arizmendi ataba bien para divertir a una pobre mujer encerrada, pero a esa novedad con expresión de diosa no podía yo enturbiarle el paraíso con algo tan prosaico. Le di un beso y me fui envidiando su estado de gracia.

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