Capítulo VIII. El compadre Feliciano

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Las huellas del autobús amarillento se borraron primero en el polvo de las sabanas y luego en el lecho arenoso de los ríos sin agua, pero no en el corazón de Sebastián. Cuando dijo «Hay que hacer algo» en el patio de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como mandato imperioso de su condición humana. Tratando de desentrañar una expresión concreta de ese «algo» en el aroma del mastranto, en el grito de los alcaravanes, en el espejo sucio de las charcas, iba de Parapara a Ortiz, de Ortiz a Parapara, a ver a Carmen Rosa, de ver a Carmen Rosa, por las mismas trochas de antaño pero sacudido por un ímpetu nuevo y avasallador.

Carmen Rosa lo oía hablar de cosas que nunca le preocuparon en el pasado, de cuya existencia no se había percatado él cabalmente hasta el instante en que se detuvo un autobús de presos frente a la bodega de Epifanio:

– No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice.

Y otro domingo:

– Los estudiantes dejaron sus casas y sus libros y sus novias, para hundirse en los calabozos de la Rotunda y del Castillo, para que los mataran de un tiro, para que los mandaran a morirse en Palenque. Sería un crimen dejarlos solos.

Y al domingo siguiente:

– Los que mandan son cuatro, veinte, cien, diez mil. Pero los otros, los que soportamos los planazos y bajamos la cabeza, somos tres millones. Yo sí creo que se puede hacer algo. Yo no soy un iluso, ni un poeta de pueblo, sino un llanero que se gana la vida con sus manos, que ha criado becerros, que ha domado caballos. Y sé que se puede hacer algo.

A Carmen Rosa le preocupaba hondamente ese estado de ánimo de Sebastián, pero se limitaba a escucharlo emocionada y un poco triste. ¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora maquinaria del gobierno? Era como si una brizna de paja pretendiese detener la marcha de un tractor, o como si una mariposa amarilla, de esas del Llano, intentara atajar con sus alas el empuje del viento. Pero de nada valía exponer tales razones a Sebastián. Carmen Rosa había llegado a conocerlo y sabía que cuando adoptaba una resolución y esa resolución le echaba raíces en la mirada terca, ya nada ni nadie podían torcer el camino que iba a tomar.

Un lunes no enrumbó el caballo hacia Parapara sino por la ruta de El Sombrero, a comprar dos vacas, dijo. Pero al regreso no mencionó las dos vacas. Carmen Rosa adivinó en el brillo de los ojos que algo trascendental le había ocurrido. Sebastián se lo contó al atardecer, a la sombra del cotoperí:

– Hay un complot para asaltar la China y librar a los estudiantes. Ya están comprometidos varios soldados y caporales de la guarnición del presidio. Y en El Sombrero hay treinta hombres armados dispuestos a secundarlos. Mi compadre Feliciano es uno de ellos. Cuando yo le hablé de mi resolución de hacer algo, cuando le dije lo que te he dicho a ti tantas veces, me lo contó todo.

– Y después que tomen el presidio y pongan en libertad a los estudiantes, ¿qué van a hacer? El gobierno mandará un ejército de miles de hombres para aplastarlos…

– Todo está previsto -interrumpió Sebastián con vehemencia-. Después que se tome el presidio, los estudiantes, los treinta hombres de El Sombrero, los soldados de la guarnición y los presos comunes que quieran acompañarlos, formarán un contingente para unirse a Arévalo Cedeño que anda alzado por los Llanos.

– ¿Y cómo encuentran a Arévalo?

– Buscándolo, mi amor, buscándolo. Y si no lo encuentran, tomarán el camino de Apure para llegar hasta Colombia con los estudiantes sanos y salvos.

– ¿Y tu compadre Feliciano está metido en ese asunto?

– Mi compadre Feliciano y yo también. Hay que hacer algo, Carmen Rosa.

Ya lo presentía la muchacha desde las primeras palabras, desde la mañana cuando vislumbró un resplandor extraño en los ojos de Sebastián. Se había comprometido, en efecto, con los conspiradores. El asalto había de producirse cuatro o cinco semanas después. Sebastián volvería a El Sombrero al aproximarse la fecha y se incorporaría a los treinta hombres que había mencionado el compadre Feliciano.

Expusieron parte del plan al señor Cartaya y a la señorita Berenice. Se podía confiar en ellos ilimitadamente. Sin embargo, Sebastián omitió lo del complot para librar a los estudiantes y se limitó a decirles que las guerrillas de Arévalo andaban por los Llanos y que él había decidido salir en su busca para sumarse a la montonera. Desde hacía tiempo constituían los cuatro tácitamente un pequeño comité revolucionario que comentaba con esperanzado entusiasmo las noticias aisladas que hasta Ortiz llegaban atravesando sabanas pardas y linfas cerdosas: «El general Gabaldón se alzó en Santo Cristo»; «Norberto Borges respondió en los Valles del Tuy»; «Los desterrados venezolanos tomaron a Curazao e invadieron por Coro»; «Se espera una expedición en grande, con barco y todo, que viene de Europa». El señor Cartaya había mantenido durante largo tiempo correspondencia en tinta simpática con el doctor Vargas, orticeño, revolucionario y bragado, cuando éste se hallaba en el destierro.

La señorita Berenice, no obstante su total adhesión a la insurgencia cívica de los estudiantes de Caracas, no obstante su indignada congoja por saberlos presos y engrillados, se mostraba en desacuerdo absoluto con esos alzamientos armados y mucho más aún con el proyecto de Sebastián.

– La guerra civil -gemía con un horror casi supersticioso- es la causa de todos nuestros males. Si Ortiz está en escombros, si la gente ha huido, si la gente se ha muerto, todo pasó por culpa de las guerras civiles. Dicen que fue el paludismo, que fue el hambre, que fue la ruina de la agricultura y de la ganadería. Pero, ¿quién trajo el hambre? ¿quién trajo el paludismo? ¿quién arrasó los conucos? ¿quién acabó con el ganado?

Y se respondía ella misma:

– La guerra civil. Aquí había mosquitos siempre y nos picaban siempre sin que nos diera paludismo. Pero los soldados jipatos que venían en campaña desde el Llano se paraban en Ortiz. Y se paraban en Ortiz los que iban a perseguir las revoluciones de Oriente y los que venían de Oriente en revolución. Ésas fueron las sangres que envenenaron a nuestros mosquitos, que nos trajeron la perniciosa y la muerte.

Era difícil interrumpirla entonces:

– Las guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotearon y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara con lo poquito que quedaba en pie.

El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:

– Berenice (era la única persona en el pueblo que la llamaba Berenice a secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil como sistema, pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino echar plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los hombres dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están en la cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba, se mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los golpes.

Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir una y otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarreaban, acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.

– Y ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa -concluyó desolada.

– A mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta -dijo Sebastián.

Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el umbral le preguntó la maestra:

– ¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?

– Así lo pienso -respondió Sebastián con firmeza.

La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la luz de la lámpara de carburo del señor Cartaya, Sebastián encontró un revólver. Era un Smith y Wesson anticuado, de cacha nacarada y largo cañón, cargado con seis desmesuradas balas negruzcas.

¿De dónde diablos sacaría la señorita Berenice, toda blanca y serena como una bandera de paz, aquel anacrónico, imponente, espantoso revólver?

23

En cuanto a Carmen Rosa, permanecía en una resignada, silenciosa actitud frente a la decisión de Sebastián. Si él se iba, rumbo a un oscuro destino del cual bien podía no regresar, que no se fuera al menos con la espina de suponerla en desacuerdo.

Por otra parte, sucedió algo que la hizo meditar. Ortiz derrumbada seguía siendo hito forzoso en el camino de los Llanos. La carretera atravesaba su antigua calle real, enfrentándose a un decorado de escombros y hombres llagados. Los viajeros que la cruzaban por vez primera miraban hacía las ruinas con asombro, a veces con espanto, sobrecogidos bajo la sensación de desembocar inopinadamente en un mundo fantasmagórico.

Camino de El Sombrero, en automóviles de alquiler o en camiones de carga, pasaban con frecuencia mujeres que venían desde Valencia, desde Caracas, desde más lejos. Entre Ortiz y El Sombrero se extendía una sabana que la señorita Berenice designaba con un nombre bíblico: El valle de las lágrimas. Así le decía porque esas mujeres que la cruzaban, madres, hermanas, esposas o queridas de los presos, iban llorando con una tenue lucecita de esperanza en el cristal de las lágrimas y volvían llorando lágrimas opacas y oscuro desaliento.

Carmen Rosa las veta desfilar desde la puerta de la escuela de la señorita Berenice. Casi siempre eran mujeres de pueblo -¡cuántos sacrificios, cuánta hambre, cuántos portazos despectivos para lograr reunir el dinero que costaba aquel largo viaje!-, envueltas en pañolones de tela burda, secándose las lágrimas con humildes pañuelos de algodón. Emprendían la dura jornada «a ver si lograban verlo», «a preguntar si todavía estaba vivo». Y volvían sin haberlo visto y sin haber obtenido respuesta a sus preguntas.

Raras veces se detenían en aquel pueblo desierto y doloroso. Pero aquella vez lo hizo un automóvil canijo, un viejo Ford destartalado manejado por un hombre rubio de ojos azules y agudo perfil. Lo acompañaban dos mujeres, madre e hija, casi tan blancas como la señorita Berenice.

El vehículo apareció en la calle real de Ortiz humeando por la tapa del radiador, acezante como un perro enfermo, tambaleante como una mula despeada. Y se detuvo a saltitos, entre ruidos de cacharros rotos, frente a la puerta de la escuela, la única puerta abierta en aquella hora del sol, y frente a Carmen Rosa, el único habitante visible en aquella soledad.

– ¿Me puede hacer el favor de regalarme una lata de agua? -dijo el conductor.

– Con mucho gusto -respondió Carmen Rosa.

Entró a buscar el agua. El joven la siguió hasta el interior de la escuela con el propósito de echarse al hombro la lata. Cuando regresaron, las dos mujeres habían descendido del automóvil y se hallaban paradas en mitad de la calle, contemplando en silencio las casas derruidas.

– Si quieren descansar un rato, pueden entrar a la casa -dijo la señorita Berenice que se había reunido al grupo.

Entraron. La madre era una mujer de pelo entrecano y hablar pausado, de rasgos que denunciaban hondos sufrimientos, de mirada serenada por una quieta resignación. La hija era una espiga luminosa, una altanera venadita rubia, una hermosa muchacha con algo de lucero. Nunca vieron antes belleza igual la señorita Berenice ni Carmen Rosa. Al mirar, se llenaba de azul el patio. Al sonreír, se desvanecían los trazos aristocráticos del perfil, borrados por una dulce sencillez de maíz tierno.

– ¿Van para El Sombrero? -preguntó la señorita Berenice.

– Vamos hasta donde podamos -respondió la madre-. Mi hijo es estudiante y está preso en Palenque, en la China. Vamos a ver si logramos verlo, a preguntar si todavía está vivo.

«A ver si logramos verlos», «a preguntar si todavía está vivo», las mismas palabras que estremecían la voz de todas las mujeres que por ahí pasaban rumbo al Llano. Ahora no las decía una viejecita color tabaco, de pañolón negro, sino esta señora de airosos modales tristes. Pero eran las mismas palabras.

Después habló la joven. Tal vez elevaba demasiado el tono pero era tan de plata el metal, tan de cristal las inflexiones, que nadie podía escapar del hechizo de aquella voz. No se lamentaba de la amarga suerte de su hermano engrillado en Palenque, ni de la ausencia de su novio preso en el Castillo, sino mencionaba sus nombres con orgullosa ternura:

– Mi hermano dejó un canario en la casa y hay que ver con qué rabiosa alegría canta todas las mañanas. Parece que él también se siente satisfecho de que su dueño saliera a dar la cara por Venezuela.

No tenían miedo la madre ni la hija. Decían en alta voz las cosas que nadie osaba decir en alta voz en Ortiz, ni en ningún otro sitio poblado del país. Ejercían abiertamente su derecho a acusar que les otorgaba su condición de madre de preso, de hermana de preso.

Permanecieron varios minutos en el corredor donde funcionaba la escuela. La señorita Berenice les preparó café con leche, porque no se atrevió a ofrecerles el agua barrosa que en Ortiz se tomaba. No eran gente rica las dos visitantes, se advertía claramente en el Ford desvencijado y en la tela barata de los trajes, pero sí emanaba de ellas una cautivadora resonancia de tiempos ya remotos.

La joven habló de Caracas, de las sabanas calientes del Llano, de Ortiz derrumbado, de los motines estudiantiles. Todos callaron para oírla. El plata, aluminio, cristal, agua corriente de su voz, iba de un tema a otro espolvoreándolos de poesía y de gracia.

– ¡Nos vamos! -gritó desde la calle el conductor.

Se despidieron y subieron al automóvil. El agua terrosa había calmado la sed del viejo Ford y aún le corrían por la caparazón hilillos de pantano. Carmen Rosa lo vio perderse en el confín de la calle, entre nimbos de polvo y rebrillos de sol.

Al día siguiente, y también al otro, Carmen Rosa se asomó muchas veces a la calle real, hizo de centinela a la puerta de la escuela. Quería volver a ver a las dos mujeres, saber noticias de los estudiantes presos. Pero no logró su propósito. Tal vez regresaron de noche, esquivando el castigo del sol.

En las dos mujeres Pensaba el domingo en la tarde, al pie del cotoperí, cuando Sebastián le hizo la pregunta:

– ¿En qué piensas?

Y ella dijo por vez primera unas palabras que Sebastián estaba esperando desde hacía varias semanas:

– Tengo miedo de que te vayas, estaré muy triste cuando te hayas ido, pero la verdad, Sebastián, es que me siento orgullosa de ti.

24

A la puerta de la casa de Sebastián en Parapara sonaron tres duros golpes impacientes. Golpes de madera sobre madera que bien pudieran haber sido producidos por el garrote de un visitante o por la culata de un fusil. Eran las doce de la noche y jamás nadie llamó antes a aquella puerta a tal hora y en tal forma.

Sebastián se enderezó lentamente sobre la red del chinchorro. Pensó en el viejo revólver que le había regalado la señorita Berenice y que estaba ahí, en un baúl sin cerradura, al alcance de su mano. ¿Con qué objeto? Si venían a buscarlo, de nada valdría el revólver, sino para que lo dejaran muerto como un perro junto a la acera y nadie se atreviera a acercarse a su cadáver durante largo tiempo.

Los golpes a la puerta volvieron a sonar mientras caminaba hacia ella. Oyó una voz familiar que se filtraba por las rendijas:

– ¡Abra, compadre!

Era Feliciano, su compadre de El Sombrero. Sebastián saltó hacia la puerta sin encender luces, descorrió lentamente el cerrojo y escuchó las noticias en el angosto zaguán oscuro:

– Compadre, se descubrió todo. Alguno delató la cosa y se descubrió todo.

Caminaron sin cruzar palabra hasta el fondo de la casa y se sentaron en una laja del patio terroso y sin matas. En el cielo fosco parpadeaba una sola estrella.

– Al soldado Pedro García, que nos traía la correspondencia del presidio, lo tumbaron de un tiro sobre la carretera. A los estudiantes los están torturando para hacerlos cantar. Pero no han dicho nada.

Sebastián escuchaba con huraña ansiedad, fijos los ojos en la epidermis seca del patio.

– A los soldados y caporales del presidio que estaban comprometidos en el golpe les han caído a latigazos, a planazos, a bayonetazos. Ya han matado a dos.

La voz del compadre Feliciano se hizo más cautelosa:

– En El Sombrero agarraron al bachiller Montilla y a tres más. El próximo preso iba a ser yo.

Por ese motivo había decidido escapar esa misma, noche. En el tinglado de un camión de carga logró obtener un sitio sin decir su nombre. Se bajó en la carretera, más acá de Ortiz, a una legua de Parapara. Y aquí estaba.

– ¿Y qué piensa hacer ahora, compadre?

– Pues yo tengo un amigo con un hato por aquí cerca, rumbeando al norte, usted sabe. Para allá pienso irme, a vestirme de peón y a trabajar en el hato y a esperar lo que pase. Si me buscan o no me buscan, si se olvidan de mí.

Tenía razón el compadre Feliciano. De haberse quedado en El Sombrero tal vez estaría ya acurrucado en el cepo de campaña, con el espinazo doblado por el peso de los fusiles, con los guarales rompiéndole los dedos de las manos, con el rostro sangrante bajo los cuerazos.

– Llévese mi caballo -dijo Sebastián. Y caminó lentamente a ensillar el alazano.

El compadre Feliciano siguió su camino, en el caballo de Sebastián esa misma noche. Aún parpadeaba una sola estrella y apenas ladró un perro cuando jinete y cabalgadura cruzaron las últimas casas del pueblo. Sebastián esperó la luz de la mañana, sentado en el chinchorro, sin vestirse. Desfilaban por su mente los soldados muertos, los estudiantes bajo el cepo, las guerrillas de Arévalo Cedeño cruzando a nado un río crecido, el revólver inútil que le regaló la señorita Berenice.

Lo sobresaltó el canto del primer gallo. Era un canto desgarrado, angustioso, como de corneta desafinada. Le respondió otro, timbrado y desafiante. Y otro de pollo que estrenaba su canto. Y de nuevo la corneta desgarrada. Y luego un largo silencio sin gallos. Un amanecer lechoso entrelucía sobre la noche que se apagaba.

El compadre Feliciano y su caballo alazano estarían ya lejos, monte adentro. Entre los alambres del presidio amanecería otro soldado muerto y otro herido gritando «Ay, mi madre!». Y él tendría que seguir rumiando su resignación entre hombres llagados y casas en escombros.

– Me iré a buscar a Arévalo de todos modos -dijo de repente para sus adentros. Y añadió en alta voz, mirando hacia el corral vacío: -Tendré que conseguir otro caballo.

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