Emmanuel Carrère
De vidas ajenas


Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélène y yo habíamos hablado de separarnos. No era complicado: no vivíamos bajo el mismo techo, no teníamos hijos en común, hasta podíamos pensar en seguir siendo amigos; sin embargo, era triste. Conservábamos en la memoria otra noche, justo después de habernos conocido, que pasamos repitiendo que nos habíamos encontrado, que viviríamos juntos el resto de nuestra vida, que envejeceríamos juntos e incluso que tendríamos una niña. Más tarde tuvimos una niña, en el momento en que escribo seguimos esperando envejecer juntos y nos complace pensar que lo comprendimos todo desde el principio. Pero desde aquel comienzo había transcurrido un año complicado, caótico, y lo que nos parecía cierto en el otoño de 2003, en el embeleso del flechazo, lo que nos sigue pareciendo cierto, en todo caso deseable, cinco años más tarde, ya no nos parecía en absoluto cierto ni deseable aquella noche de la Navidad de 2004, en nuestro bungalow del Hotel Eva Lanka. Por el contrario, estábamos seguros de que aquellas vacaciones eran las últimas, y que a pesar de nuestra buena voluntad habían sido un error. Acostados uno junto al otro, no nos atrevíamos a hablar de la primera vez, de aquella promesa en la que los dos habíamos creído con tanto fervor y que era evidente que no se cumpliría. No había hostilidad entre nosotros, simplemente nos veíamos alejarnos con pena: era una lástima. Yo rumiaba mi incapacidad de amar, tanto más patente porque Hélène era una persona muy amable. Pensaba que envejecería solo. Ella pensaba en otras cosas: en su hermana Juliette, que justo antes de partir nosotros había sido hospitalizada a causa de una embolia pulmonar. Hélène tenía miedo de que cayera gravemente enferma, de que se muriera. Yo alegaba que aquel miedo no era racional, pero colonizó enseguida todo el estado de ánimo de Hélène, y yo le reprochaba que se dejase invadir por algo en lo que yo no tenía ninguna participación. Salió a fumar un cigarrillo a la terraza del bungalow. La esperé tumbado en la cama, diciéndome: si vuelve pronto, si hacemos el amor, quizá no nos separemos, quizá envejezcamos juntos. Pero ella no volvió, se quedó sola en la terraza mirando cómo se iluminaba poco a poco el cielo, escuchando los primeros trinos de los pájaros, y yo, por mi lado, me quedé dormido, solo y triste, convencido de que mi vida iba a empeorar cada vez más.


Nos habíamos inscrito los cuatro, Hélène y su hijo, yo y el mío, para una clase de submarinismo en un pequeño club del pueblo vecino. Pero a Jean-Baptiste, después de la clase anterior, le dolía un oído y no quería volver a bucear, y nosotros estábamos cansados por la noche casi en blanco y habíamos decidido anularla. Rodrigue, el único que de verdad tenía ganas de ir, se sintió frustrado. Pues báñate en la piscina, le dijo Hélène. El habría querido que por lo menos alguien le acompañase a la playa, debajo del hotel, donde no se le permitía ir solo porque había corrientes peligrosas. Pero nadie quiso acompañarle, ni su madre ni yo ni Jean-Baptiste, que prefería leer en el bungalow. Jean-Baptiste tenía entonces trece años, yo le había impuesto más o menos aquellas vacaciones exóticas en compañía de una mujer a la que conocía poco y de un chico mucho más joven que él, y desde el comienzo de la estancia se aburría y nos lo daba a entender quedándose en su rincón. Cuando, enfadado, le pregunté si no quería estar allí, en Sri Lanka, me contestó de mala manera que sí, que estaba contento, pero que hacía demasiado calor y que donde mejor se sentía era en el bungalow, leyendo o jugando con la Game Boy. Era un preadolescente típico, en suma, y yo un padre típico de preadolescente, y me sorprendía de decirle, casi textualmente, las cosas que a mí a su edad me exasperaba tanto oír de boca de mis padres: deberías salir, tener curiosidad, para qué ha servido traerte tan lejos… Una pérdida de tiempo. Se metió en su madriguera y Rodrigue, abandonado, empezó a ir de un lado a otro y a hostigar a Hélène, que intentaba dormitar al borde de la inmensa piscina de agua de mar donde una alemana de edad pero increíblemente atlètica, que se parecía a Leni Riefenstahl, nadaba dos horas seguidas todas las mañanas. Yo, sin dejar de compadecerme por mi incapacidad de amar, fui donde los ayurvédicos, como llamábamos al grupo de suizos alemanes que ocupaban bungalows un poco separados y seguían un curso de yoga y de masajes indios tradicionales. Cuando no estaban en sesión plenaria con su maestro, a veces iba a hacer algunas posturas con ellos. Volví después a la piscina, ya habían servido los últimos desayunos y empezado a poner las mesas para la comida; pronto se plantearía la cuestión fastidiosa de qué íbamos a hacer por la tarde. Tres días después de nuestra llegada, ya habíamos visitado el templo en el bosque, dado de comer a los pequeños monos, visto a los budas yacentes y, a no ser que nos lanzáramos a hacer excursiones culturales más ambiciosas, que no nos tentaban a ninguno, ya habíamos agotado los recursos del lugar. O si no habríamos tenido que ser de esas personas que pueden pasarse días en un pueblo de pescadores y apasionarse por todo lo que hacen los autóctonos, por el mercado, las técnicas de reparación de redes, los rituales sociales de todo tipo. A mí no me apetecía y me reprochaba que no me apeteciese, me reprochaba no transmitir a mis hijos esta curiosidad generosa, esta agudeza de la mirada que admiro por ejemplo en Nicolas Bouvier. Me había traído El pez escorpión, un libro en que este escritor-viajero cuenta un año pasado en Galle, un pueblo grande situado a una treintena de kilómetros del lugar donde nos encontrábamos, en la costa sur de la isla. No es como Los caminos del mundo, su relato más célebre, un libro de admiración y celebración pero de derrota, de pérdida, de abismo más que rozado. Describe Ceilán como un sortilegio, en el sentido pérfido del término, no el de las guías turísticas para mochileros enrollados y recién casados. Bouvier estuvo a punto de perder la razón aquí y nuestra estancia, proyectada como un viaje de bodas o como un examen de grado para una eventual familia recompuesta, había fracasado. Fracasado suavemente, por otra parte, sin elementos trágicos ni riesgo. Yo empezaba a tener prisa por marcharme. Al atravesar el vestíbulo con claraboya, invadido por las buganvillas, me crucé con un cliente del hotel que se impacientaba porque no había manera de enviar un fax: la electricidad estaba cortada. En la recepción le habían dicho que había sucedido algo en el pueblo, que el origen del corte era un accidente, pero él no había entendido muy bien qué pasaba, lo único que esperaba era que no durase mucho tiempo porque su fax era muy importante. Me reuní con Hélène, que ya no dormía, y me dijo que pasaba algo raro.


La imagen siguiente es la de un pequeño grupo de clientes y personal del hotel, agolpados en una terraza al fondo del parque que domina el océano. A primera vista, extrañamente, no notamos nada. Todo parece normal. Después, es como si nos diéramos cuenta. Nos percatamos de que el agua está muy lejos. Entre la orilla de las olas y el pie del acantilado, la playa tiene normalmente una veintena de metros. Aquí se extiende hasta perderse de vista, gris, plana, centelleante bajo el sol nublado: se diría el Monte Saint- Michel con marea baja. También advertimos que está sembrada de objetos cuya escala no medimos al principio. Ese leño retorcido, ¿es una rama arrancada o un árbol? ¿Un árbol muy grande? Esa barca desmantelada, ¿no sería algo más que una barca? ¿No es claramente un barco, un bou, vomitado y roto como una cáscara de nuez? No se oye ningún ruido, ni un soplo agita los penachos de los cocoteros. No me acuerdo de las primeras palabras pronunciadas en el grupo al que nos hemos unido, pero en un momento dado alguien murmuró: Two hundred children died at school, in the village. [1]

Construido sobre el acantilado que cae a pico en el mar, el hotel está como arropado en la exuberancia vegetal de su parque. Hay que franquear una verja vigilada por un guarda y luego bajar una rampa de cemento para llegar a la carretera que bordea la costa. Al pie de esta rampa suele haber tuk-tuks, esos ciclomotores con toldo, equipados de un banco en el que caben sentadas dos personas, tres si se aprietan, y que sirven para los pequeños desplazamientos: hasta diez kilómetros; más allá se alquila un taxi. Hoy no hay tuk-tuks. Hélène y yo bajamos hasta la carretera con la esperanza de averiguar qué ocurre. Parece algo grave, pero, aparte del hombre que ha hablado de los doscientos niños muertos en la escuela del pueblo, y al que alguien ha contradicho diciendo que los niños no podían estar en la escuela porque era Poya, el Año Nuevo budista, nadie en el hotel parece saber más que nosotros. No hay tuk-tuks ni tampoco transeúntes. Suele haberlos siempre: mujeres cargadas con paquetes y que caminan en grupos de dos o tres, escolares con camisas blancas impecablemente planchadas, toda esa gente sonriente y que traba conversación muy de buena gana. Nada es anormal en la carretera al bordear la colina que la protege del océano. En cuanto la sobrepasamos y llegamos al llano, descubrimos que en un lado nada se ha movido, los árboles, las flores, las tapias, los tenderetes, pero que en el otro todo está devastado, envuelto en un barro negruzco como una corriente de lava. Al cabo de unos minutos caminando en dirección al pueblo, nos sale al encuentro un hombretón rubio, demacrado, con el pantalón corto y la camisa desgarrados, cubierto de barro y de sangre. Es holandés; curiosamente es lo primero que dice, y lo segundo es que su mujer está herida. La han recogido unos campesinos, él busca auxilio, pensaba que se lo prestarían en nuestro hotel. Habla también de una ola inmensa que ha reventado y después se ha retirado llevándose las casas y a la gente. Parece conmocionado, más estupefacto que aliviado de seguir vivo. Hélène propone que le acompañemos hasta el hotel: quizá funcione ya el teléfono y cabe esperar que entre los residentes haya un médico. Yo, por mi parte, quiero caminar un poco más, digo que enseguida me reuniré con ellos. A la entrada del pueblo, tres kilómetros más allá, reina una atmósfera de angustia y confusión. Se forman y se deshacen grupos, unos vehículos con toldo maniobran, se oyen gritos, gemidos. Desciendo la calle que lleva a la playa, pero un policía me intercepta. Le pregunto qué ha ocurrido exactamente y responde: The sea, the water, big water. ¿Es verdad que hay muertos? Yes, many people dead, very dangerous. You stay in hotel? Which hotel? Eva Lanka? Good, good, Eva Lanka, go back there, it is safe. Here, very dangerous. [2] El peligro parece haber pasado, obedezco de todas maneras.


Hélène está furiosa conmigo porque me he marchado dejándole a los niños en los brazos cuando debería haber sido ella la primera en buscar noticias: es su oficio. Durante mi ausencia, ha recibido una llamada de LCI, la cadena informativa para la que escribe y presenta noticiarios. Es de noche en Europa, lo que explica que los demás clientes del hotel no hayan recibido aún llamadas de sus familias y amigos azorados, pero los periodistas de guardia saben ya que se ha producido una enorme catástrofe en el Sudeste Asiático, algo completamente distinto a una inundación local, como yo había creído al principio. Sabiendo que Hélène estaba de vacaciones allí, esperaban un testimonio en vivo, y ella no tenía apenas nada que contarles. ¿Qué tengo que contar yo? ¿Qué he visto en Tangalle? No tengo más remedio que confesar que poca cosa. Hélène se encoge de hombros. Yo me bato en retirada a nuestro bungalow. Estaba bastante emocionado, al volver del pueblo, porque, en medio de estas vacaciones que languidecían había sucedido algo extraordinario, y ahora estoy contrariado por nuestro enfado y por la conciencia de no haber estado a la altura de las circunstancias. Descontento de mí, vuelvo a zambullirme en El pez escorpión. Entre dos descripciones de insectos, esta frase me llama la atención: «Aquella mañana habría querido que una mano extraña me cerrase los párpados. Como estaba solo, los cerré yo mismo.»


Jean-Baptiste viene a buscarme al bungalow, trastornado. La pareja de franceses a los que conocimos hace dos días acaba de llegar al hotel. Su hija ha muerto. Me necesita para afrontar la noticia. Al caminar con él por el sendero que lleva al edificio principal, recuerdo nuestro encuentro, en un chiringuito de la playa a la que el policía no me ha dejado ir. Ellos ocupaban la mesa vecina a la nuestra. La treintena, él un poco más, ella un poco menos. Los dos guapos, alegres, amistosos, visiblemente muy enamorados el uno del otro y de su hija de cuatro años. Ella vino a jugar con Rodrigue, y fue así como entablamos conversación. A diferencia de nosotros, conocían muy bien el país, no vivían en un hotel sino en una casita que el padre de la joven alquilaba durante todo el año en la playa, a doscientos metros del chiringuito. Era la clase de gente que te alegras de encontrar en el extranjero, y nos despedimos con ganas de volver a vernos. Sin fijar una cita: nos toparíamos forzosamente, en el pueblo, en la playa.

Hélène está en el bar con ellos y un hombre de más edad cuyos pelo gris rizado y cara de pájaro hacen que se parezca al actor Pierre Richard. El otro día no nos dijimos los nombres, Hélène hace las presentaciones, Jérôme, Delphine, Philippe. Philippe es el padre de Delphine, el que alquila la casa en la playa. Y la niña que ha muerto se llamaba Juliette. Hélène lo dice con una voz neutra, Jérôme mueve la cabeza para confirmarlo. Su cara y la de Delphine no tienen expresión. Pregunto: ¿están seguros? Jérôme responde que sí, acaban de volver del hospital donde han reconocido el cuerpo. Delphine mira hacia delante, no estoy seguro de que nos vea. Los siete estamos sentados, ellos tres, nosotros cuatro, en esas butacas y bancos de teca, con cojines de colores vivos; en la mesa baja que tenemos delante hay zumos de frutas, té, un camarero viene a preguntarnos lo que queremos tomar Jean-Baptiste y yo, y maquinalmente pedimos algo y después se restablece el silencio. Se prolonga hasta que Philippe empieza a hablar de pronto. No se dirige a nadie en particular. Su voz es aguda, entrecortada, da la impresión de un mecanismo descompuesto. Durante las horas siguientes, hará el mismo relato varias veces, casi idéntico.


Esta mañana, justo después del desayuno, Jérôme y Delphine se han ido al mercado y Philippe se ha quedado en casa para cuidar a Juliette y Osandi, la hija del dueño de la guesthouse. Leía el periódico local, sentado en su butaca de ratán en la terraza del bungalow. De tanto en tanto levantaba los ojos para vigilar a las dos niñas que jugaban en la orilla del agua. Saltaban y se reían entre las olitas. Juliette hablaba francés, Osandi cingalés, pero de todos modos se entendían muy bien. Unas cornejas se repartían graznando las migajas del desayuno. Todo estaba en calma, el día iba a ser hermoso, Philippe había pensado en ir a pescar con Jérôme por la tarde. En un momento dado observó que las cornejas habían desaparecido, que ya no se oían trinos de pájaros. Entonces llegó la ola. Un instante antes el mar estaba quieto, un instante más tarde era una pared tan alta como un rascacielos y que se le venía encima. En lo que dura un relámpago, pensó que iba a morir y que no tendría tiempo de sufrir. La ola le sumergió, se lo llevó y le arrastró en su vientre inmenso durante un tiempo que le pareció interminable, y luego salió a flote de espaldas. Pasó como un surfista por encima de las casas, de los árboles, de la carretera. Después la ola pasó en sentido inverso y le aspiró mar adentro. Vio que se precipitaba hacia paredes reventadas contra las que iba a estrellarse y tuvo el reflejo de agarrarse a un cocotero, que luego soltó para agarrarse a otro del que también se habría soltado de no ser porque algo duro, un trecho de empalizada, le tenía arrinconado y aplastado contra el tronco. A su alrededor pasaban a toda velocidad muebles, animales, personas, vigas, bloques de hormigón. Cerró los ojos creyendo que iba a triturarle uno de aquellos desechos gigantescos y los mantuvo cerrados hasta que cesó el mugido monstruoso de la corriente y oyó otra cosa, gritos de hombres y mujeres heridos, y comprendió que no había llegado el fin del mundo, que estaba vivo y que comenzaba la verdadera pesadilla. Abrió los ojos, se dejó resbalar a lo largo del tronco hasta la superficie del agua, que estaba completamente negra, opaca. Aún había corriente pero podía resistirla. Por delante de él pasó una mujer con la cabeza en el agua y los brazos en cruz. Los supervivientes empezaban a llamarse entre los escombros, los heridos gemían. Philippe vaciló: ¿sería mejor dirigirse hacia la playa o hacia el pueblo? Juliette y Osandi estaban muertas, de eso estaba seguro. Ahora tenía que encontrar a Jérôme y Delphine para decírselo. En lo sucesivo era su misión en la vida. El agua le llegaba hasta el pecho, estaba en bañador, manchado de sangre, pero no sabía con exactitud dónde estaba herido. Habría preferido quedarse donde estaba, aguardar a que llegaran los servicios de socorro, pero se obligó a ponerse en marcha. El suelo, bajo sus pies desnudos, era irregular, blando, inestable, tapizado de un magma de cosas cortantes con las que tenía un miedo horrible de herirse. A cada paso tanteaba el terreno, avanzaba despacio. A cien metros de su casa no reconocía nada: ni una pared ni un árbol. A veces, caras conocidas, las de vecinos que chapoteaban como él, negros de barro, rojos de sangre, con los ojos ensanchados por el terror, y que como él buscaban a los seres queridos. Ya casi no se oía el ruido de succión de las aguas que se retiraban, y eran cada vez más fuertes los gritos, los lloros, los estertores. Philippe llegó por fin a la carretera y, un poco más arriba, al lugar donde la ola se había detenido. Era algo extraño, aquella frontera tan claramente señalada: hasta aquí el caos, más allá el mundo normal, absolutamente intacto, las casitas de ladrillo rosa o verde claro, los caminos de laterita roja, los tenderetes, los ciclomotores, la gente vestida, atareada, viva, que apenas comenzaba a ser consciente de que había ocurrido algo grande y espantoso, pero no sabía exactamente qué. Los zombis que, como Philippe, volvían a pisar la tierra de los vivos sólo podían balbucir la palabra «ola», y esta palabra se propagaba por el pueblo como debió de propagarse la palabra «avión» el 11 de septiembre de 2001 en Manhattan. Ondas de pánico impulsaban a la gente en los dos sentidos: hacia el mar, para ver lo que había sucedido y socorrer a los que podían ser socorridos; lejos del mar, lo más lejos posible, para ponerse al resguardo por si aquello volvía. En medio del alboroto y los gritos, Philippe subió la calle principal hasta el mercado, donde era la hora de mayor afluencia, y cuando se disponía a buscarles un largo rato, vio enseguida a Jérôme y a Delphine, bajo la torre del reloj. El rumor del desastre que acababa de llegarles en aquel mismo momento era tan confuso que Jérôme creía que un tirador loco había abierto fuego en algún lugar de Tangalle. Philippe se dirigió hacia ellos, sabía que eran sus últimos segundos de felicidad. Ellos le vieron acercarse, él llegó a su altura, cubierto de barro y de sangre, con el rostro descompuesto, y en este punto se detiene el relato de Philippe. No logra continuar. Mantiene la boca abierta, pero no consigue volver a pronunciar las dos palabras que tuvo que pronunciar en aquel instante.


Delphine aulló, Jérôme no. Tomó a Delphine en los brazos, la apretó contra él todo lo fuerte que pudo mientras ella aullaba, aullaba, aullaba, y a partir de aquel instante puso en práctica el programa: como no puedo hacer nada por mi hija, al menos salvo a mi mujer. No presencié la escena, que cuento según el relato de Philippe, pero asistí a la continuación y vi cómo se aplicaba el programa. Jérôme no perdió el tiempo en seguir esperando. Philippe no sólo era su suegro sino su amigo, confiaba plenamente en él y comprendió en el acto que, por brutales que fueran la conmoción y la pérdida, si Philippe había pronunciado aquellas dos palabras era verdad. Delphine, por su parte, quería creer que se equivocaba. Él se había librado, quizá Juliette también. Philippe meneaba la cabeza; es imposible, Juliette y Osandi estaban justo en la orilla del agua, no hay ninguna posibilidad. Ninguna. La encontraron en el hospital, entre las decenas, los centenares ya de cadáveres que el océano había devuelto y que a falta de sitio extendían en el suelo. Osandi y su padre también estaban allí.


El hotel, a lo largo de la tarde, se transforma en la balsa de la Medusa. Los turistas siniestrados llegan casi desnudos, a menudo heridos, conmocionados, les han dicho que aquí estarían a salvo. Circula el rumor de que existe el riesgo de una segunda ola. Los lugareños se refugian en el otro lado de la carretera costera, lo más lejos posible del agua, y los extranjeros en lo alto, es decir, en nuestro hotel. Las líneas telefónicas están cortadas, pero al final del día empiezan a sonar los móviles de los huéspedes: parientes, amigos que acaban de conocer la noticia y llaman, devorados por la inquietud. Les tranquilizan con la mayor brevedad que pueden, para ahorrar batería. Por la noche, la dirección del hotel pone en marcha en unas horas un grupo electrógeno que permite recargarlas y seguir las informaciones de la televisión. Al fondo del bar hay una pantalla gigante que normalmente sirve para ver los partidos de fútbol, porque los propietarios son italianos, así como una gran parte de la clientela. Todo el mundo, huéspedes, personal, supervivientes, se congrega delante de la CNN y descubre al mismo tiempo la magnitud de la catástrofe. Llegan imágenes de Sumatra, de Tailandia, de las Maldivas: se ha visto afectado todo el Sudeste Asiático. Empiezan a desfilar ininterrumpidamente las pequeñas filmaciones de aficionados donde se ve a la ola acercarse desde lejos y los torrentes de barro que irrumpen en las casas, llevándose todo por delante. Se habla ya de tsunami como si fuese una palabra conocida desde siempre.


Cenamos con Delphine, Jérôme y Philippe; a la mañana siguiente volveremos a verles en el desayuno, después en la comida, después en la cena: no nos separaremos hasta el regreso a París. No se comportan como personas anonadadas a las que todo da igual y ya no se mueven. Quieren volver con el cuerpo de Juliette, y desde la primera noche las cuestiones prácticas mantienen a distancia el vértigo aterrador de su ausencia. Jérôme se entrega a ellas impetuosamente, es su manera de seguir vivo, de mantener viva a Delphine, y Hélène le ayuda tratando de localizar a su compañía de seguros para organizar su repatriación y la del cuerpo. Es complicado, por supuesto, nuestros móviles funcionan mal, está la distancia, el desfase horario, todas las centralitas están saturadas, le hacen esperar, en los minutos preciosos durante los cuales las baterías se descargan hay que escuchar fragmentos de música relajante, voces grabadas, y cuando por fin Hélène contacta con un ser humano éste le pone en comunicación con otro número, la música se reanuda o bien la línea se corta. Estos contratiempos ordinarios y que en la vida ordinaria simplemente irritan, en estas circunstancias extraordinarias se convierten a la vez en monstruosos y caritativos, porque jalonan una tarea que cumplir, dan una forma al transcurso del tiempo. Hay algo que hacer, Jérôme lo hace, Hélène le ayuda, es tan sencillo como esto. Al mismo tiempo, Jérôme mira a Delphine. Ella mira al vacío. No llora, no grita. Come muy poco, al menos un poco. Le tiembla la mano pero es capaz de levantar hacia la boca un tenedor cargado de arroz al curry. De engullirlo. De masticarlo. De bajar la mano y el tenedor. De repetir el gesto. Yo miro a Hélène y me siento un zopenco, impotente, inútil. Le guardo casi rencor por estar tan sumida en la acción y no ocuparse ya de mí: es como si yo no existiera.

Más tarde nos tumbamos en la cama, uno al lado del otro. Con la punta de los dedos rozo la yema de los suyos, que no responden. Quisiera estrecharla entre mis brazos, pero sé que no es posible. Sé en qué piensa, es imposible pensar en otra cosa. A unas decenas de metros de nosotros, en otro bungalow, Jérôme y Delphine deben de estar acostados también, con los ojos abiertos. ¿La estrecha él en sus brazos o tampoco es posible para ellos? Es la primera noche. La noche que sigue al día en que su hija ha muerto. Esta mañana estaba viva, se ha despertado, ha ido a jugar a la cama de sus padres, les llamaba papá y mamá, se reía, estaba caliente, era lo más hermoso y lo más cálido y dulce que existe en el mundo, y ahora está muerta. Estará siempre muerta.

Desde el comienzo del día, yo decía que no me gustaba el Hotel Eva Lanka, proponía que nos mudásemos a una de las pequeñas guesthouses de la playa, mucho menos confortables pero que me recordaban mis viajes de mochilero hace veinticinco, treinta años. No lo decía realmente en serio: en mi descripción de esos lugares maravillosos, hacía hincapié en la ausencia de electricidad, las mosquiteras agujereadas, las arañas venenosas que te caen encima de la cabeza; Hélène y los niños lanzaban grandes gritos, se burlaban de mis nostalgias de viejo hippy, se había convertido en un sketch ritual. La ola se ha llevado las guesthouses de la playa, y con ellas a la mayor parte de sus inquilinos. Pienso: podríamos haber estado entre ellos. Jean-Baptiste y Rodrigue podrían haber bajado a la playa debajo del hotel. Podríamos haber salido al mar, como estaba previsto, con el club de submarinismo. Y Delphine y Jérôme deben de pensar, por su lado: podríamos habernos llevado a Juliette al mercado. Si lo hubiéramos hecho, ella habría venido también esta mañana a nuestra cama. El mundo estaría de luto a nuestro alrededor pero estrecharíamos a nuestra hijita entre los brazos y diríamos: gracias a Dios está aquí, es lo único que importa.


La mañana del segundo día, Jérôme dice: voy a ver a Juliette. Como si quisiera asegurarse de que la cuidan bien. Ve, dice Delphine. Jérôme se va con Philippe. Hélène le presta un bañador a Delphine, que nada un largo rato, lentamente, con la cabeza bien erguida y la mirada vacía. Alrededor de la piscina, hay ahora tres o cuatro familias de turistas siniestrados, pero sólo han perdido sus pertenencias y no se atreven a quejarse demasiado delante de Delphine de la calamidad que han sufrido. Los suizos alemanes se dedican a su curso ayurvédico tan apaciblemente como si no hubieran notado nada de lo que ocurre a su alrededor. Hacia mediodía, Philippe y Jérôme vuelven, demacrados: Juliette ya no está en el hospital de Tangalle, la han trasladado a otro sitio, según unos a Matara, según otros a Colombo. Hay demasiados cadáveres, queman algunos, evacúan a otros, empiezan a circular rumores de epidemia. Lo único que han podido hacer por Jérôme es darle un pedazo de papel en el que han garabateado algunas palabras que un empleado del hotel le traduce con un apuro consternado. Es una especie de recibo, que dice únicamente: «Niña blanca, rubia, con un vestido rojo.»Hélène y yo también vamos a Tangalle. El chófer del tuk-tuk es locuaz, many people dead, pero su mujer y sus hijos, gracias a Dios, han salido ilesos. Cuando nos acercamos al hospital, el olor nos asalta. Lo reconocemos, a pesar de que nunca lo hemos respirado. Dead bodies, many dead bodies, dice el chófer, tapándose la nariz con un pañuelo, y nos invita a imitarle. En el patio, unos hombres, unos pocos con bata de enfermeros y los demás vestidos con ropa de calle, deben de ser voluntarios, transportan en camillas cadáveres que se amontonan, unos encima de otros, en la trasera de un camión entoldado. Éstos parten, van a llegar otros. Entramos en una sala grande de la planta baja, que se parece menos al vestíbulo de un hospital que a una lonja de pescado. El suelo de cemento está húmedo, resbaladizo, lo inundan cada cierto tiempo para mantener una apariencia de frescura. Los cuerpos están colocados en hileras; cuento unos cuarenta. Están aquí desde ayer, muchos hinchados por el tiempo que han pasado en el agua. No hay occidentales, quizá, como Juliette, hayan sido evacuados los primeros. La piel de los cuerpos es más gris que oscura. Nunca he visto un muerto, me parece extraño, a los cuarenta y siete años, haberme ahorrado hasta tan tarde la experiencia. Con un pedazo de tela apretado contra la nariz, visitamos otras salas, subimos al primer piso. No hay ningún control, se distingue mal entre los visitantes y los empleados del hospital, no hay ninguna puerta cerrada, los cadáveres yacen por todas partes, grisáceos e inflados. Pienso en el rumor de epidemia, en el holandés que decía en el hotel, con un aire de autoridad, que si no se quemaban todos los cadáveres inmediatamente, era inevitable una catástrofe sanitaria: envenenarían el agua de los pozos, las ratas transmitirían el cólera en los pueblos. Tengo miedo de respirar por la boca, pero también por la nariz, como si el olor atroz fuese contaminante. Me pregunto qué hemos venido a hacer aquí. Ver. Sólo ver. Hélène es la única periodista en el lugar, anoche ya dictó un artículo, otro esta mañana, se ha traído la cámara de fotos, pero no tiene ánimos para sacarla. Aborda a un médico visiblemente agotado, le hace preguntas en inglés. El responde, pero no le entendemos bien. Cuando salimos al exterior, el camión lleno de cadáveres se ha ido. Detrás de la verja, al borde de la carretera, hay un terraplén de hierba seca y cortante, a la sombra de un baniano inmenso, y al pie de este árbol una docena de personas. Son blancos, con la ropa desgarrada, y están cubiertos de pequeñas heridas que no se han molestado en vendar. Nos acercamos, forman un corro a nuestro alrededor. Todos han perdido a alguien, a su mujer, su marido, un hijo, un amigo, pero, al contrario que Jérôme y Delphine, no lo han visto muerto y quieren seguir esperando. La primera que nos cuenta su historia se llama Ruth. Escocesa, pelirroja, de unos veinticinco años. Vivía en un bungalow de la playa con Tom, acababan de casarse, era su luna de miel. Estaban a diez metros el uno del otro cuando llegó la ola. A Ruth se la llevó, ha salvado la vida de la misma forma que Philippe, y después buscó a Tom. Le buscó por todas partes: en la playa, entre los escombros, en el pueblo, en la comisaría, y luego, cuando comprendió que todos los cuerpos iban a parar al hospital, no se ha movido de aquí. Ha visitado el interior varias veces, ha vigilado la descarga de los camiones que traen nuevos cadáveres y la carga de los que los llevan hacia las hogueras, no ha dormido ni comido, la gente del hospital le ha dicho que se vaya a descansar, le han prometido que la avisarán si hay noticias, pero no quiere irse, quiere quedarse aquí con los demás, que se quedan por el mismo motivo que ella. Adivinan que las noticias va sólo pueden ser malas. Pero quieren estar presentes cuando descarguen del camión el cuerpo del ser querido. Como Ruth espera aquí desde anoche, está muy al corriente de lo que ocurre: confirma que los cadáveres de los blancos, si pasan por el hospital, son rápidamente trasladados a Matara, donde hay más sitio y, al parecer, una cámara frigorífica. Los de la gente del pueblo aguardan a que sus familias los reclamen, pero muchas de ellas, sobre todo entre los pescadores que tenían su casa muy cerca del agua, han perecido enteras y ya no hay nadie que venga a buscarlos, así que los mandan quemar. Todo esto se hace de un modo caótico, a la buena ventura. Como la electricidad, el teléfono y la carretera están cortadas, del exterior no puede llegar ninguna ayuda, pero ¿qué quiere decir el exterior, cuando toda la isla está afectada? Nadie se ha librado, cada cual se ocupa de sus muertos. Ruth dice esto pero ve perfectamente que Hélène y yo nos hemos librado. Estamos ilesos, estamos juntos, tenemos la ropa limpia, no buscamos a nadie en particular. Después de la visita al infierno, volveremos al hotel y allí nos servirán la comida. Nos bañaremos en la piscina, besaremos a nuestros hijos, pensaremos que nos hemos librado por los pelos. Sé que la mala conciencia no sirve de nada, más bien es sólo una pérdida de tiempo y energía, pero eso no impide que me sienta torturado y tenga muchas ganas de que acabe todo. Hélène, en cambio, dedica todas sus fuerzas a hacer lo que puede, da igual que sea irrisorio, hay que hacerlo de todas maneras. Es atenta, precisa, hace preguntas, piensa en todo lo que puede ser útil. Se ha traído todo nuestro dinero en metálico y lo reparte entre Ruth y sus acompañantes. Anota el nombre de todos, después el nombre y la filiación de los desaparecidos: mañana intentará ir a Matara para buscarlos. Anota los números de teléfono de las familias, en Europa o en América, para llamarlas y decir: «He visto a Ruth, está viva; he visto a Peter, está vivo.» Propone que los que quieran vengan a nuestro hotel, basta con que se queden dos o tres de guardia, los demás podrán comer, lavarse, curarse las heridas, dormir un poco, telefonear, y luego vendrán a relevar a los de guardia. Pero nadie accede a venir con nosotros.


De los blancos que aguardaban debajo del baniano, delante del hospital, recuerdo sobre todo a Ruth, porque es con la que más hablamos y porque volvimos a verla, pero también a una inglesa de edad mediana, corpulenta, de pelo corto, que había perdido a su amiga; my girlfriend, decía, y me imagino a esta pareja de lesbianas ya entradas en años que vivían en una pequeña ciudad inglesa y participaban en la vida colectiva, y su casa instalada con amor, sus viajes todos los años a países lejanos, sus álbumes de fotos, todo esto roto. El regreso de la superviviente, la casa vacía. Sendas tazas con el nombre de cada una, y una de las dos ya no se utilizará, y la mujer obesa sentada a la mesa de la cocina se coge la cabeza con las manos y llora y se dice que ahora se ha quedado sola y estará sola hasta su muerte. En los meses siguientes a nuestro regreso, Hélène ha estado obsesionada por la idea de reanudar el contacto con los miembros de aquel grupo, de saber qué habría sido de ellos, si a alguno de ellos se le habría concedido el milagro. Pero por mucho que buscara entre nuestro equipaje el papel donde lo había anotado todo, nunca ha podido encontrarlo y tenemos que resignarnos a la idea de no volver a saber nada de esas personas. La imagen que conservo hoy de la media hora que pasamos con ellas es una imagen de película de horror. Nosotros estamos limpios y arreglados, indemnes, y nos rodea el corro de los leprosos, de los desplazados, de los náufragos que han vuelto al estado salvaje. La víspera eran como nosotros, nosotros éramos como ellos, pero les sucedió algo que no nos sucedió a nosotros y ahora formamos parte de dos humanidades separadas.


Por la noche, Philippe cuenta su historia de amor con Ceilán, adonde vino por primera vez hace más de veinte años. Informático de la región parisina, soñaba con países lejanos y tenía un colega esrilanqués con quien hizo amistad y que les invitó a su casa: a él, a su mujer de entonces y a Delphine, que era todavía una niña. Era su primer gran viaje en familia y les gustó mucho: el bullicio de las ciudades, el frescor de las montañas, la languidez de los pueblos a la orilla del océano, los bancales de arroz, el grito de los gecos, los techos de teja acanalada, los templos en los bosques, el fulgor del alba y las sonrisas, comer con los dedos los platos de arroz al curry. Philippe pensó: aquí está la verdadera vida, aquí me gustaría vivir algún día. Aquel día no había llegado aún: el colega esrilanqués se fue a Australia, se escribieron un poco, después se perdieron de vista, el contacto con la isla mágica se había roto. Philippe estaba harto de ser un directivo en la periferia de París, era un apasionado del vino, en aquella época un informático encontraba fácilmente un empleo bien pagado donde él quisiera, y entonces decidió instalarse cerca de Saint-Emilion. Allí se hizo enseguida una clientela: grandes viticultores, centrales de compras que él modernizaba y de las que vigilaba los sistemas de gestión. Su mujer abrió una tienda que, contra todo pronóstico en una región con fama de ser poco acogedora con los recién llegados, prosperó. Vivían en el campo, en una bonita casa en medio de las viñas, se ganaban bien la vida haciendo algo que les gustaba, habían conseguido reciclarse. Más tarde conoció a Isabelle, una divorciada sin traumas. Delphine creció, encantadora y sensata. No tenía aún quince años la primera vez que vio a Jérôme y decidió que sería el hombre de su vida. Él tenía veintiuno y era un chico guapo y sólido, heredero de una estirpe de ricos comerciantes de vino. En ese medio no se bromea con las diferencias de fortuna, pero cuando, andando el tiempo, el ensueño de la adolescente se transformó en un compromiso serio y compartido, Jérôme supo resistir a la presión de los suyos y mostró la firmeza tranquila de su carácter: amaba a Delphine, la había elegido, nadie le separaría de ella. Philippe idolatraba a su hija, era muy de temer que ningún pretendiente hallara gracia a sus ojos, pero se produjo otro flechazo, esta vez entre el yerno y el suegro. A pesar de los veinte años de diferencia descubrieron que tenían gustos comunes: los grandes burdeos y los Rolling Stones, Pierre Desproges y la pesca con caña, Delphine como remate, y su relación llegó a ser enseguida la de unos camaradas muy antiguos. Los recién casados encontraron una casa en un pueblo a una decena de kilómetros de donde viven Isabelle y Philippe. Las dos parejas se volvieron inseparables. Cenaban los cuatro en casa de unos u otros, Philippe y Jérôme se turnaban sacando una botella que degustaban a ciegas, pasaban la comida hablando de todo un poco, a los postres encendían un porro de hierba del jardín, ponían Angie o Satisfaction, se amaban, eran felices. Philippe, debajo de la parra, volvía a hablar de Sri Lanka. De aquello hacía ya ocho años, pero había conservado la nostalgia, y Delphine también. Una noche de otoño, justo después de la vendimia, cenaron fuera, habían bebido un Château Magdelaine de 1967, el año de nacimiento de Jérôme, y hablaban de ir allí de vacaciones los cuatro cuando Isabelle propuso la idea: ¿y por qué no hacían antes los dos hombres un pequeño reconocimiento?

Las cinco semanas de exploración de Sri Lanka es un recuerdo encantador para los dos varones. Con el saco de dormir y la Guía del trotamundos en el bolsillo, viajaron a tenor de los trenes, los autobuses, los tuk-tuks, las fiestas de pueblo, los encuentros, la inspiración del momento. Philippe estaba orgulloso de enseñar la isla a su yerno, y un poco molesto, primero, y al final igualmente orgulloso de que su yerno, al cabo de unos días, se las apañase incluso mejor que él. Con su anchura de hombros, su humor estable, su ironía sin maldad, me imagino a Jérôme como un compañero de viaje ideal: tomándose las cosas según vienen, sin prisas, sin que nada le pillase desprevenido, acogiendo los contratiempos como oportunidades y a los desconocidos como amigos posibles. Más bajo, más nervioso, más locuaz, Philippe daba vueltas alrededor de aquella fuerza tranquila como su cuasi sosias Pierre Richard alrededor de Gérard Depardieu en Compadres o La cabra. Debía de divertirles mucho asombrar a los viajeros cuando les decían que eran yerno y suegro en las conversaciones entabladas en las verandas de las guesthouses.

Bajaron al sur. Cubrieron sin apresurarse las etapas de la carretera costera de Colombo a Tangalle, que nosotros recorrimos en taxi durante media jornada, y cuanto más serpenteaba y languidecía al alejarse de la capital, tanto más la vida parecía desperezarse entre resaca y cocoteros, edénica, intemporal. La última ciudad de verdad en esta costa es Galle, la fortaleza portuguesa donde cuarenta años antes Nicolas Bouvier había encallado solo y vivido en compañía de termitas y fantasmas una larga temporada en el infierno. Ni Philippe ni Jérôme tenían la menor afinidad con el infierno y recorrieron el camino silbando. Más allá de Galle sólo hay algunos villorrios de pescadores, Welligama, Matara, Tangalle y, a la salida de Tangalle, el barrio de Medaketiya. Un puñado de casas verdes o rosas de ladrillo, oscurecidas por la bruma, una selva de cocoteros, plátanos, mangos, cuyo fruto te cae directamente al plato. En la playa de arena blanca, canoas con balancín de colores vivos, redes, cabañas. No hay hoteles, pero algunas de las cabañas sirven de guesthouse y el tipo que las regenta se llama M. H. O sea, tiene unos de esos nombres esrilanqueses de como mínimo doce sílabas, sin las cuales un hombre no posee consistencia en el mundo, y para facilitar la vida a los extranjeros se hace llamar M. H., pronunciado a la inglesa: em-eich. Medaketiya y las guesthouses de M. H. eran el sueño de todos los mochileros del planeta. La playa. El final del camino, el sitio donde por fin te asientas. Habitantes sonrientes, nada complicados, nada estafadores. Pocos turistas, y los que hay son iguales que tú: individualistas, tranquilos, guardan celosamente el secreto. Philippe y Jérôme se quedaron allí tres días bañándose, comiendo por la noche el pescado que habían capturado por la mañana, bebiendo cervezas y fumando canutos, mutuamente satisfechos del éxito del periplo: el paraíso en la tierra existía, lo habían encontrado, sólo faltaba llevar allí a sus mujeres. Al marcharse, cuando le dijeron a M. H. que volverían pronto, él dijo educadamente el equivalente cingalés de Inshallah, pero los cuatro volvieron al año siguiente, y al siguiente, y también los siguientes. Organizaron más o menos su vida entre Saint-Émilion y Medaketiya. La de Philippe, sobre todo: los otros tenían más ataduras y sólo iban en vacaciones, pero él pasaba allá tres o cuatro meses cada año. Siempre en las cabañas de M. H., que poco a poco se convirtió en amigo suyo y que una vez hasta les visitó en Gironde: este viaje no fue muy venturoso, lejos de sus bases M. H. no estaba a gusto, no se aficionó a los grandes caldos de Burdeos, qué le vamos a hacer. De la guesthouse, Philippe trasladó su cuartel general a otro bungalow que M. H. le alquilaba todo el año. Isabelle y Philippe lo decoraron a su modo, se convirtió realmente en su hogar. Tenían una casa y amigos en Medaketiya, allí todo el mundo les conocía y les quería. Nació Juliette y la llevaron, bebé, a Medaketiya. M. H. había tenido tardíamente, además de sus hijos mayores, una niña llamada Osandi, y ésta, que tenía tres años más que Juliette, aprendió muy pronto a ocuparse de ella: era su hermana.

Lo que más le gustaba a Philippe era partir un mes antes que los demás y pasarlo solo en Medaketiya, sabiendo que pronto se reunirían todos. Gozaba a la vez de la soledad y de la dicha de tener una familia: una mujer con la que formaba una buena pareja, una hija maravillosa, tanto que, al buscarse un marido, había encontrado la manera de encontrarle un amigo, su mejor amigo, sencillamente, y una nieta que se parecía a su madre a su edad, nada menos. La verdad, aquella vida era una buena vida. Había sabido arriesgarse cuando había que hacerlo -afincarse en Saint-Émilion, cambiar de oficio, divorciarse-, pero no había perseguido quimeras, ni hecho sufrir mucho a nadie, ya no buscaba conquistar nada, sino tan sólo saborear lo que había conquistado: la felicidad. Otra cosa que compartía con Jérôme, y que es rara en un muchacho de su edad: esa forma de mirar ligeramente socarrona, sin malevolencia, a la gente que se agita y se estresa e intriga, que tiene sed de poder y de ascendiente sobre el prójimo. Los ambiciosos, los jefecillos, los siempre insatisfechos. Jérôme y él eran más bien de esas personas que hacen bien su trabajo, pero una vez que lo han acabado, ya ganado el dinero, lo aprovechan tranquilamente en lugar de cargarse con más trabajo para ganar más dinero. Tenían lo necesario para estar contentos con lo suyo, no todo el mundo tiene esta suerte, pero ante todo y también tenían la sabiduría de conformarse, de amar lo que tenían, de no desear más. El don de permitirse vivir sin mala conciencia y sin prisa, de mantener una conversación lenta y burlona a la sombra del baniano, bebiendo una cerveza a pequeños tragos. Hay que cultivar nuestro jardín. Carpe diem. Para vivir felices, vivamos escondidos. Philippe no lo formula así, pero así lo entiendo y lo siento mientras habla, yo, tan alejado de esta sabiduría, yo, que vivo en la insatisfacción, la tensión perpetua, que persigo sueños de gloria y destrozo mis amores porque siempre me imagino que en otra parte, algún día, más tarde, encontraré algo mejor.


Philippe pensaba: he encontrado el lugar donde quiero vivir, el lugar donde quiero morir. He llevado a ese lugar a mi familia y he encontrado una nueva, la de M. H. Cuando cierro los ojos en la butaca de ratán, cuando siento bajo mis pies descalzos la madera de la terraza delante del bungalow, cuando oigo crujir sobre la arena la escoba de fibra de coco que M. H. pasa cada mañana por su cercado, ese sonido tan familiar, tan relajante, me digo: estás en tu casa. Estás en tu hogar. Al terminar la limpieza, M. H. vendrá a reunirse conmigo, sosegado y majestuoso con su sarong carmín. Fumaremos un cigarrillo juntos. Mantendremos un diálogo sin importancia, como esos amigos muy antiguos que no necesitan hablar para entenderse. Creo que me he convertido realmente en un esrilanqués, dijo un día Philippe, y se acuerda de la mirada amistosa pero un poco irónica que le lanzó M. H.: que te crees tú eso… Le ofendió un poco pero también le sirvió de lección. Era un amigo, sí, pero seguía siendo un extranjero. Su vida, creyera lo que creyese, no estaba allí.

Philippe podría pensar hoy: mi nieta ha muerto en Medaketiya, hemos perdido nuestra felicidad en unos instantes, no quiero volver a oír hablar de Medaketiya. Pero no piensa eso. Piensa que al fin va a demostrar a M. H. que su vida sí estaba allí, entre ellos, que es uno de ellos, que después de haber compartido la dulzura de los días pasados con ellos no va a alejarse de su desgracia, coger sus bártulos y decir adiós, quizá volvamos a vernos un día. Piensa en lo que queda de la familia de M. H., en sus casas destruidas, en las casas de sus vecinos pescadores, y dice: quiero quedarme a su lado. Ayudarles a reconstruir, a recomenzar su vida. Quiere ser útil, ¿qué otra cosa hacer consigo mismo?


No sabemos cuándo podremos partir. No sabemos adónde han llevado el cuerpo de Juliette: quizá al hospital de Matara, quizá a Colombo. Jerome, Delphine y Philippe no se irán sin ella y nosotros tampoco nos iremos sin ellos. Matara está demasiado lejos para ir en tuk-tuk, pero el dueño del hotel anuncia en el desayuno que un camión de la policía parte en esa dirección y que se las ha arreglado para que lleven a Jerome con ellos. Hélène se brinda de inmediato a acompañarle y él acepta de inmediato. Pienso que yo debería haberme brindado, que era un asunto de hombres, y les veo partir con una punzada de celos que me avergüenza. Me siento como un niño al que sus padres dejan en casa para ocuparse de cosas serias. Como Jean-Baptiste y Rodrigue, que desde hace cuarenta y ocho horas han sido abandonados a su suerte. Nosotros nos ocupamos de Philippe, Jérôme y Delphine, y apenas de ellos. Se pasan el día encerrados en su bungalow, releyendo viejas historietas, nos vemos en las comidas y se muestran silenciosos, enfurruñados, desplazados, y advierto que debe de ser difícil vivir así un acontecimiento tan enorme: tratados como niños, excesivamente protegidos, sin tener derecho a participar. Me digo que no ver nada es quizá más traumatizante que ver cadáveres, y que Jean-Baptiste, al menos, es lo bastante mayor para ir conmigo al pueblo. Entregado a su proyecto de ayuda, Philippe quiere conocer la situación por sí mismo. Dudo un poco de confiar a Rodrigue al cuidado de Delphine, pero ella dice que no hay ningún problema, al contrario, y nos vamos.


El tuk-tuk pasa por delante del hospital, no lo bastante lejos para que nos ahorremos el olor de muerte. Desde la distancia, veo al grupo de turistas náufragos que dan vueltas lentamente debajo del baniano, y de nuevo esta vez tengo la impresión de ser un superviviente en una película de zombis, que sobrepasa en coche a un grupo de muertos vivientes ociosos, con los brazos colgando, que nos siguen con la mirada vacía. Al recorrer la calle principal, curiosamente tranquila, llegamos a la plaza del mercado donde Philippe encontró a Jérôme y a Delphine y les anunció la muerte de Juliette, y después bajamos a la playa de Medaketiya: un campo de barro negro, hediondo, del que emergen restos de barcos, de casas, de empalizadas, de troncos de árboles arrancados, y aquí y allá un pedazo de muro todavía en pie. En esas ruinas hay personas que se mueven, rebuscan, recuperan objetos heterogéneos: una palangana, una red de pesca, un plato rajado, lo único que les queda. Cuando pasa Philippe todos le reconocen, van a su encuentro y con cada uno la escena es prácticamente igual. Se abrazan, lloran juntos, intercambian noticias en un inglés macarrónico: esencialmente los nombres de los muertos. Philippe no comunica nada a nadie, ya saben lo de Juliette, lo de Osandi, lo de M. H. Pero él no sabe lo de los vecinos, y a cada muerte que le notifican lanza una especie de gemido, al igual que sus interlocutores. No se jactaba diciendo que conocía a todo el mundo, que todos le habían adoptado. Llora por estos pescadores esrilanqueses como por sus propios padres. Empieza a explicar a cada uno de los supervivientes que va a tener que marcharse enseguida, con Jerome y Delphine, pero que volverá pronto para ayudarles, que va a buscar dinero, que se quedará mucho tiempo. Para él parece muy importante decírselo y para ellos importante oírlo; en cualquier caso se abrazan aún más. Avanzamos entre escombros, de un superviviente a otro, de abrazo en abrazo, hasta el pequeño cercado de M. H. No queda nada de la guesthouse, y del bungalow que alquilaba Philippe sólo algunas tablas del suelo, el plato de una ducha, una pared adornada con un fresco que reproduce unos cocoteros, peces, redes, en colores vivos y alegres. Lo pintó Delphine con Juliette el año pasado. Las dos trabajaron a conciencia. Juliette tenía tres años, estaba orgullosa de ayudar a su madre. Philippe se sienta delante del fresco, entre los escombros. Jean-Baptiste y yo nos apartamos un poco. Le miramos, de lejos. En su lugar, ¿tú harías lo mismo que él?, me pregunta bruscamente Jean-Baptiste. ¿Si haría qué? Si tu nieta de cuatro años hubiera muerto, o si Gabriel y yo, tus hijos, hubiéramos muerto, ¿te ocuparías de los pescadores de Medaketiya? Titubeo. No lo sé. Yo, prosigue Jean-Baptiste, creo que yo pasaría totalmente de esos pescadores. Después de reflexionar, digo que no pasar de ellos es la prueba de una generosidad extraordinaria o bien una estrategia de supervivencia, y que prefiero ver en esto lo segundo. Me parece más humano. En un momento determinado, lo más humano es pensar sólo en uno mismo. Preocuparse de la humanidad en general cuando ha muerto tu hijo es algo que no me creo, sino que creo más bien que Philippe y Jérôme se preocupan de sobrevivir a la muerte de Juliette. Y de salvar a Delphine, sobre todo.

De vuelta al hotel, trato de contactar con Hélène por el móvil, pero no contesta. Jérôme y ella siguen sin aparecer a la hora de la comida; esperamos un poco y comemos sin ellos. Los italianos dueños del hotel se comportan desde hace dos días de un modo irreprochable: alojan y alimentan a todo el mundo, ofrecen las mismas atenciones a los refugiados sin blanca que a los huéspedes de pago y, como se ha interrumpido el abastecimiento, las comidas son cada vez más frugales, el servicio conserva la dejadez ceremoniosa que le caracterizaba antes de la catástrofe. Estoy nervioso, incómodo, consulto mi reloj. No lo confesaría por nada del mundo, pero la verdad es que para mí la situación se resume así: mi mujer se ha ido a vivir una experiencia extrema con otro hombre. Yo, que hace dos días la veía tristona y desganada, la veo ahora como una heroína de novela o de película de aventuras, la periodista guapa y valiente que en el calor de la acción da lo mejor de sí misma. En esa novela o película no soy yo el héroe, más bien me identifico, ay, con el marido diplomático, irónico, ponderado, perfecto en los cócteles y las recepciones al aire libre de la embajada, pero que, cuando ésta se ve rodeada por los jemeres rojos, ya no da la talla, contemporiza, espera a que otros tomen las decisiones en su lugar, y es su mujer la que ocupa la primera línea, arrostra los peligros, mira la muerte de cara. Para entretener la espera, cada vez más pesada, intento leer El pez escorpión. Me topo con un capítulo donde se describe Matara como un pueblo de hechiceros especialmente temibles, y encuentro esta frase: «Si supiéramos a lo que nos exponemos, nunca nos atreveríamos a ser felices.» Yo nunca me he atrevido, por tanto no me concierne. Juego una partida de ajedrez con Jean-Baptiste, dibujo con Rodrigue personajes más o menos monstruosos en hojas que doblamos de tal forma que uno no ve lo que ha dibujado el otro. Este juego que yo le enseñé, inspirado en los surrealistas, se llama el cadáver exquisito, y cuando Rodrigue repite la expresión le hago bajar la voz, molesto. Él comprende al instante por qué, lanza una ojeada inquieta a Delphine. Más tarde hablo con ella. Me describe su vida en Saint-Émilion. Siempre le ha gustado el campo, nunca pensó en vivir en otro sitio. Nunca ha buscado tampoco afirmarse o ser independiente trabajando: era una joven ama de casa absolutamente sin complejos, que daba un sesgo natural y hasta moderno al reparto más tradicional de las tareas. Jérôme trabajaba, ella se ocupaba de Juliette, de la casa, del jardín, los animales. Juliette adoraba a los animales, sobre todo a los conejos, y no dejaba que nadie, aparte de ella, les diese de comer. Jérôme volvía todos los días a la hora del almuerzo y se tomaba su tiempo, el tiempo de charlar tranquilamente con su mujer, de saborear la comida que ella había preparado, de jugar con su hija. Trabajaba, sí, pero a su ritmo, siempre disponible para ellas dos, para su suegro, para sus amigos, y los clientes a los que su oficio le obligaba a ver eran una ampliación del círculo familiar donde se desarrollaba su felicidad. Escucho a Delphine, la miro: rubia, graciosa, infantil. Su padre dice que se parece a Vanessa Paradis o, más bien -e insiste en el matiz-, que Vanessa Paradis se parece a ella. Es cierto, pero aunque sólo vi a Juliette una vez, media hora, creo que a quien se parece es a su hija. Trato de imaginar esta vida tan apacible y tan distinta de la mía. Delphine la describe con una voz tranquila, pero es una calma de sonámbula y todos los verbos están en pretérito.


Más tarde, Ruth llega al hotel. Después de pasar cuarenta y ocho horas delante del hospital, sin comer ni dormir, está tan debilitada que la han traído aquí más o menos a la fuerza. Le han servido un bocadillo que ella no toca, el mayor de los italianos, el que regenta el hotel, ha venido a decirle que le han preparado una habitación, insiste suavemente para que vaya a acostarse, a dormir un poco, pero ella mueve la cabeza. Cuando estaba debajo del baniano no quería moverse de allí. Ahora que la han desalojado para depositarla en esta butaca, tampoco quiere moverse de aquí, en todo caso no para ir a acostarse. Piensa que si cede al sueño Tom no podrá volver. Para que pueda volver, ella tiene que velar. Lo que quisiera es ir a la playa, sentarse en el sitio donde les separó la ola, allí donde se alzaba su bungalow, y quedarse ahí, con los ojos clavados en el horizonte, hasta que Tom resurja vivo del océano. Se pone muy rígida al decir esto, como si hiciera meditación, y es posible imaginar que se quede así en la playa durante días, semanas, sin comer ni dormir ni hablar, con la respiración cada vez más lenta y silenciosa, pasando poco a poco de su condición de persona a la de estatua. Su determinación da miedo, parece a punto de pasar al otro lado, a la catatonia, la muerte en vida, y Delphine y yo comprendemos que nuestro cometido es hacer todo lo posible para impedírselo. Esto equivale a convencerla de que Tom no volverá, que ha muerto ahogado como los demás. Al cabo de dos días, es prácticamente cierto. Con la esperanza de ayudarla, del mismo modo que Jérôme la ayuda a ella, Delphine le cuenta su historia. Le dice lo que yo hasta ahora no le he oído decir, son los demás los que lo dicen delante de ella: que su hijita ha muerto. En su inglés escolar, pronuncia las palabras: My little girl is dead. Ruth sólo hace una pregunta: ¿la has visto muerta? Delphine no tiene más remedio que responder que sí, y Ruth dice: entonces no es lo mismo. Yo no he visto a Tom muerto. Hasta que le haya visto, no creeré que ha muerto. Y creer sería como matarlo. No ove eran cosa de lo que le dicen, pero se la puede hacer hablar, es una manera de mantener un vínculo. Es asistenta social, Tom era carpintero. Se niega a creer en su muerte, pero dice: He was a carpenter. El imperfecto empieza a roer sus frases. Se conocen y se quieren desde la adolescencia, se casaron en otoño y al día siguiente de la boda se fueron a dar la vuelta al mundo durante un año. Sabían lo que harían a su regreso: su primer hijo -querían tener tres- y su casa. En un pueblo no lejos de Glasgow, se han endeudado para comprar una parcela con algunas piedras, las ruinas de una granja que Tom iba a restaurar. Llevaría el tiempo que llevase, probablemente dos años, porque Tom sólo podía trabajar en la granja durante sus ratos de ocio, y aquellos dos años vivirían en una caravana. El niño pasaría su primer año en la caravana, pero después ellos tendrían y sus hijos tendrían una casa, una verdadera casa suya, lo que ni el uno ni la otra habían tenido en su propia infancia porque proceden de familias rurales desarraigadas, perdidas en la ciudad, sin solar patrio. Tom y Ruth se parecían, sus historias respectivas se asemejaban, y al escuchar a Ruth se adivina que no fueron fáciles. Tienen el mismo miedo de andar a la deriva, de llevar una vida que no habían deseado, pero se habían encontrado y prometido que seguirían juntos en la bonanza y en la adversidad, que se ayudarían a toda costa. Juntos eran fuertes, tenían un proyecto, construirían su vida y no permitirían que se fuese al garete. Antes de entregarse a este proyecto con todas sus fuerzas, de afincarse en un lugar gracias a los hijos, el trabajo, el pago de los préstamos, las servidumbres a las que, por otra parte, aspiraban, habían decidido concederse aquel año de libertad y ver los dos solos el vasto mundo. A continuación tomarían los arreos y ya no se detendrían, desarrollarían una vida tenaz y laboriosa en un pueblo de Escocia, entre el campo y la periferia industrial, donde llueve las tres cuartas partes del tiempo. Pero antes habría habido esto: la vuelta al mundo con la mochila a la espalda, las estaciones de autobús, los amaneceres y los crepúsculos de los trópicos, los trabajos ocasionales en cada etapa para no gastar los ahorros, un mes lavando platos en una pizzeria de Izmir, otro en un astillero en el sur de la India, e imágenes, recuerdos que les durarían toda la vida. Se veían ya viejos, mirando las fotos de la gran aventura de su juventud en la casa construida por Tom, la casa donde habrían crecido sus hijos y a la que llegarían sus nietos. Pero ya no hay recuerdos posibles, proyectos posibles, si Tom ya no está a su lado para compartirlos. La juventud de Ruth ha terminado y ya no quiere llegar a la vejez. La ola se ha llevado su porvenir al mismo tiempo que su pasado. Ya no tendrá casa ni hijos. No serviría de nada decirle que a los veintisiete años su vida no ha acabado, que al cabo de un tiempo de duelo encontrará a otro hombre con el que podrá emprender otra cosa. Si Tom ha muerto, morir es lo único que le queda a Ruth.

Al escucharla pienso: esta mujer lo ha perdido todo porque lo tenía todo, al menos todo lo que importa. El amor, el deseo y la voluntad de hacer que dure y la confianza: durará. Yo que tengo tantas otras riquezas, le envidio esta suya. Hasta ahora nunca he conseguido imaginarme la vida así con una mujer. Nunca he creído realmente que envejeceré al lado de la mujer con la que estoy, que ella me cerrará los ojos o que yo cerraré los suyos. Me digo que la próxima mujer será por fin la buena, y al mismo tiempo no dudo de que, siendo como soy, la próxima no resolverá el problema, que no habrá ninguna y que acabaré solo. Antes de la ola, Hélène y yo estábamos a punto de separarnos. Una vez más, el amor se desmoronaba, yo no había sabido preservarlo. Y mientras Ruth evoca, con su voz baja y átona, las fotos de su viaje de novios, la certeza de que las mirarían juntos cuando fuesen viejos, yo me descuelgo, salgo por peteneras, pienso en lo que sería para nosotros el equivalente de esas fotos. Unos meses antes he rodado una película basada en mi novela El bigote. Durante los preparativos y el rodaje, muchas veces Hélène y yo pasábamos la noche en el decorado principal, el apartamento de la pareja interpretada por Vincent Lindon y Emmanuelle Devos. Nos producía un placer clandestino dormir en la cama de los héroes, utilizar su bañera, poner apresuradamente las cosas en orden antes de que, por la mañana, llegase el equipo. El guión contenía una escena erótica que yo consideraba muy cruda. Los dos actores, un poco inquietos, me preguntaban cada cierto tiempo cómo pensaba filmarla, y yo respondía con aplomo que tenía mi propia idea, cuando en realidad no tenía ninguna. En el plan de trabajo estaba prevista una noche entera para la escena 39, y a medida que esta escena se acercaba yo también empecé a preocuparme. Una noche, en el decorado, Hélène, a la que confesé mi inquietud, propuso que para verla más clara ensayáramos ella y yo la escena. Así que la ensayamos, la variamos, la enriquecimos dos noches seguidas delante de una cámara de vídeo, poniendo mucho empeño. Llegado el momento, la escena se filmó de verdad, no quedó tan mal pero al final la cortamos en el montaje, y se convirtió en una broma ritual anunciar a los actores que la conservábamos para la versión de DVD. En realidad, mucho mejor serían a este respecto las dos cintas de porno doméstico guardadas en el cajón de mi escritorio bajo la inocente etiqueta de «pruebas, rue René- Boulanger». Y lo que pienso esa tarde, en el bar del Hotel Eva Lanka, donde Delphine y yo escuchamos a Ruth hablando de Tom y de su amor, es que esas dos cintas, si Hélène y yo seguimos juntos, si atravesamos juntos la vida, podrían convertirse en un auténtico tesoro. Nos imagino mirando en la pantalla nuestros cuerpos de antaño, firmes, vigorosos, liberados, y a Hélène agarrando con una mano manchada mi vieja polla, que la sirve fielmente desde hace treinta años, y esa imagen me trastorna de repente. Me digo que es preciso que eso ocurra, que si hay algo que debo hacer antes de morir, es eso.


Hélène y Jérôme tienen los ojos brillantes, febriles, de los que vuelven del frente y han visto el fuego. Jérôme le dice sólo a Delphine que Juliette ya no está en Matara, sino en Colombo, y que se las va a ingeniar para que puedan partir lo antes posible. Yo quiero arrastrar a Hélène a nuestro bungalow para que descanse y me cuente, pero ella dice: más tarde. Quiere quedarse con Ruth, a la que ha besado al llegar como si la conociera de toda la vida. Está agotada, y el agotamiento la vuelve radiante. Estamos todos alrededor de Ruth, reunidos por la idea de que todavía podemos hacer algo por ella. Arrancarla del vacío ante el cual se mantiene inmóvil, sin vernos. Salvarla. Es de nuevo Hélène la que le pregunta si ha telefoneado a su familia en Escocia. Ruth menea la cabeza: ¿para qué? Hélène insiste: tiene que hacerlo. La atroz incertidumbre que la devora respecto a Tom, deben de sentirla los suyos respecto a ella. No tiene derecho a dejarles sin noticias. Ruth intenta escabullirse: no quiere decir que Tom ha muerto. No necesitas decirles que ha muerto, sino sólo que tú estás viva, dice Hélène. Ni siquiera estás obligada a hablar, si quieres puedo hacerlo yo, sólo tienes que darme el número de teléfono. Ruth duda y después, sin mirar a Hélène, dice las cifras una por una. Mientras Hélène las marca en el teclado de su móvil, yo pienso en el desfase horario, el teléfono va a sonar en plena noche en un cottage de ladrillo de las afueras de Glasgow, pero sin duda no despertará a nadie: los padres de Ruth, si es a ellos a quien llama, deben de llevar tres noches sin dormir. Marcado el número, Hélène tiende el teléfono a Ruth, que lo coge. Han debido de descolgar, lejos. Ruth dice: It's me, y luego: I am o.k., y después nada. Le hablan, ella escucha. Nosotros la miramos. Ella se echa a llorar, las lágrimas se deslizan por sus mejillas, es como una esclusa que se abre, y después esas lágrimas se transforman en sollozos, los hombros se le estremecen, se mueve toda la parte superior de su cuerpo, hasta entonces petrificado, llora y ríe y nos dice: He is alive. Para nosotros, es como presenciar una resurrección. Pronuncia algunas palabras más, en respuesta a lo que le dice su interlocutor, y luego devuelve el móvil a Hélène. Mueve lentamente la cabeza, repite a media voz, para nosotros, para ella, para la tierra y el cielo: He is alive. Luego se vuelve hacia Delphine que, sentada a su lado en el banco, llora también. La mira, descansa la cabeza en su hombro y Delphine la estrecha entre sus brazos.



Hélène me contó aquella noche que habían tardado mucho en llegar a Matara. No está muy lejos, pero la carretera estaba cortada regularmente, recogían y depositaban a autoestopistas, en cada puente había que esperar porque en todos los ríos repescaban cadáveres. Hubo un momento en que el camión pasó por delante del centro de buceo donde pensábamos ir el día de la ola: no quedaba nada del edificio ni del club de vacaciones del que formaba parte, y el policía al que Hélène preguntó lo que había sido de sus centenares de clientes suspiró: all dead. El hospital de Matara es mucho más grande que el de Tangalle, allí manejan muchos más cadáveres, el olor de muerte era incluso más fuerte que la víspera. Condujeron a Hélène y a Jérôme a la cámara frigorífica, cuya veintena de cajones contenía cuerpos de blancos: la sección Vip, dijo sarcàstico Jérôme, cuyo humor se volvía cada vez más agrio. Les abrieron los cajones, uno detrás de otro. Hélène no sabía lo que temía más, que Juliette estuviera en uno de ellos o que no estuviera. No estaba en ninguno. Recorrieron el hospital de arriba abajo. Jérôme agitaba ante la cara de la gente el papel donde, en Tangalle, habían garabateado la descripción de Juliette. Le respondían señalando, con un gesto consternado de impotencia, los cuerpos grises e hinchados que ocupaban el suelo: usted verá, elija. A] cabo de una hora lo habían visto todo y estaban totalmente desamparados. Alguien les indicó una oficina donde un empleado delante de un ordenador hacía desfilar en diaporama las fotos de los muertos que, tras su paso por el hospital, habían sido trasladados a otro sitio. Media docena de esrilanqueses formaba un corro alrededor de la pantalla, y el círculo se amplió para hacer un hueco a Hélène y a Jérôme. Debieron de tomarles por una pareja. Una hermosa pareja: él muy grande, con una camisa blanca, el pelo rizado, sin afeitar, y ella con un pantalón blanco y una camiseta sobre su cuerpo magnífico, los dos con una expresión tensa de inquietud y congoja. Todo el mundo estaba harto de su propia inquietud, de su propia congoja, pero ellos inspiraban simpatía, hacían lo que podían por ayudarles. Jérôme describió a su hija al empleado, que no comprendía bien y seguía haciendo desfilar las fotos en la pantalla. Hombres, mujeres, niños, ancianos, nativos y occidentales, con el rostro enmarcado, deteriorado, tumefacto y los ojos abiertos o cerrados, desfilaron decenas, la pantalla dedicaba unos segundos a cada foto y después, automáticamente, pasaba a la siguiente, y por fin apareció la de Juliette. Hélène estaba al lado de Jérôme. Le vio mirar la foto de su hijita muerta. Vio cómo la miraba. Cuando otra foto sustituyó a la de Juliette, Jérôme enloqueció. Se precipitó sobre el ordenador, pidió a gritos que volviese atrás. El empleado pulsó el ratón y consultó la ficha que acompañaba a la foto: Juliette ya no estaba allí, la habían trasladado la víspera a Colombo. Su foto fue reemplazada de nuevo y Jérôme sucumbió de nuevo al pánico y le pidió que volviera atrás: no conseguía separarse de la pantalla ni aceptar que Juliette desapareciera. El empleado pulsó varias veces seguidas para detener el desfile automático. Jerome miraba ávidamente la cara de su hija, sus cabellos rubios, los tirantes del vestido rojo sobre los hombros redondos y bronceados. Cada vez que aparecía una nueva foto suplicaba: again! Again, again, y al escribir esto pienso en Jeanne, nuestra hijita, que dice desde hace poco: ¡otra vez!, incansable, para que la hagamos saltar sobre nuestras rodillas o encima de la cama. ¿Fue Hélène la que, para poner fin a la escena, para arrancar a Jérôme del abismo, le cogió de la mano y le dijo: anda, vámonos ya? ¿Cómo volvieron? Había lagunas en su relato, lo refería con reticencia. Estaba agotada, por supuesto, al borde de un ataque de nervios, pero yo comprendía también que si ella no contaba más era para no traicionar la intimidad horrorosa y perturbadora que acababa de compartir con Jérôme, y esta intimidad me hacía daño.


Transcurrió otro día antes de que pudiéramos partir a Colombo. Un día vacío: ya sólo quedaba aguardar, y aguardamos. Estábamos con nuestro grupo y por tanto apenas me acuerdo de los demás, de los clientes del hotel y rescatados. En la periferia, casi invisibles porque comían aparte, estaban los suizos ayurvédicos y Leni Riefenstahl, que cada mañana seguía haciendo sus largos de piscina. Más cercana, una pareja israelí con su hija, que debía de tener la misma edad que Juliette, y a la que no perdían de vista, diciéndose, forzosamente, que podría haber corrido la misma suerte que aquélla, y una familia de franceses antipáticos, muy preocupados por el uso que personas deshonestas podrían hacer de sus tarjetas de crédito si les ponían la mano encima entre los escombros, por no hablar del dinero en efectivo, del que decían, admirándose de ser tan generosos, que lo daban por perdido. Sin duda guardaban rencor a Delphine y a Jérôme por el freno que su desgracia imponía a la expresión de sus propias lamentaciones; en todo caso les evitaban y aguardaban a que no estuvieran en las proximidades para precipitarse sobre Hélène o sobre mí, pedirnos prestados los móviles y exigir vociferando a su compañía de seguros que les enviase sin dilación un helicóptero.

Jérôme ha conseguido de la dirección del hotel un traslado a Colombo para el día siguiente. El minibús podría transportar, apretujados, a una docena de pasajeros, y dedicamos una parte de la noche a las negociaciones para asignar las plazas. Habría quizá otra expedición uno o dos días más tarde, pero no era seguro porque la mayor parte de los vehículos disponibles en la costa habían sido confiscados para los auxilios y faltaba combustible: había que aprovechar la oportunidad. La tragedia que sufrían les había valido aquel trato prioritario a Jérôme, Delphine y Philippe, y nosotros estábamos desde el primer día tan cerca de ellos que, por descontado, también nos incluían en el viaje. Jean-Baptiste y Rodrigue estaban hartos de ir y venir del bungalow al restaurante y la piscina del hotel: acogieron con alivio la partida. Por medio de su familia, Ruth había sabido que Tom, herido, se encontraba en el hospital de una pequeña ciudad situada a unos cincuenta kilómetros del mar, en las montañas; nos perdíamos en conjeturas sobre la forma en que habría ido a parar allí, pero como estaban cortados grandes tramos de la carretera costera, y había que pasar por el interior de las tierras para llegar a Colombo, quedó convenido que también la llevaríamos y que, haciendo un desvío, la dejaríamos en la cabecera de su marido. Quedaban cuatro plazas que la dirección del hotel se sintió obligada a ofrecer a los franceses antipáticos, pero ya fuese porque les molestaba la vecindad de sus compatriotas en duelo, ya porque contaban firmemente con el helicóptero de su compañía de seguros, afortunadamente declinaron la propuesta.


Ruth se unió a nuestro grupo para nuestra última cena, que recuerdo, y Jean-Baptiste también, como el momento más extraño de toda aquella semana. Si trato de describirla, no tengo más remedio que evocar una especie de euforia -de euforia febril y trágica-, pero euforia al fin y al cabo. Bebimos mucho, no sólo cerveza sino también vino, el que se puede encontrar en la carta de un restaurante del sur de Sri Lanka, algo parecido a un Beaujolais joven de cinco años, embotellado y además encorchado por un negociante esrilanqués de Sudáfrica. Aquel morapio peleón pero del que debimos de despachar varias botellas, hasta creo que toda la reserva, suscitaba las burlas de Philippe y Jérôme, amantes de los grandes vinos bordeleses y que, a partir de una etiqueta indescifrable en todos los aspectos, se pusieron a decir grandes chorradas. Salieron a relucir todas las bromas y referencias de que se alimentaba su complicidad: el tintorro y el rock'n'roll, el regusto a avellana del Château Cheval Blanc y anécdotas sobre Keith Richards, a lo que se sumaba la gilipollez de los suizos ayurvédicos a los que Jérôme, desenfrenado, feroz, insultaba, divertido, cada vez que veía pasar a uno: ¿Qué tal, estáis serenos? ¿Sois zen? ¿Progresáis en la vía de la liberación? Muy bien, chicos, muy bien, ¡continuad! Estaba sarcàstico, pero no sólo sarcàstico: brindó e hizo brindar a todos por la resurrección de Tom con auténtica ternura. Ruth estaba visiblemente confusa. Unas horas antes, sumida en su dolor, navegando muy lejos del mundo de los vivos, había perdido toda conciencia del prójimo: ya no existía nadie aparte de Tom muerto, y había decidido morir por su causa. Pero desde el milagro de la llamada telefónica había vuelto a ser lo que había debido de ser toda su vida: una joven dulce, compasiva, cuyo primer impulso era contener la alegría para compartir el duelo de las personas que la habían sostenido generosamente. Era no contar con la vitalidad furiosa de Jérôme. No comía nada pero fumaba, bebía, se reía, provocaba, hablaba alto, no dejaba que se restableciera el silencio. Había que aguantar y él aguantaba. El cargaba con todo, nos levantaba a todos, nos arrastraba a todos en su estela. Al mismo tiempo, por el rabillo del ojo, miraba continuamente a Delphine y recuerdo que pensé: amar de verdad es esto, no hay nada más hermoso, un hombre que ama de verdad a su mujer. Ella estaba silenciosa, ausente, espantosamente sosegada. Era como si Jérôme y Philippe, porque éste daba valientemente la réplica a su yerno, ejecutaran una danza sagrada alrededor de Delphine, como si le gritasen sin cesar: no te vayas, te lo suplicamos, quédate con nosotros. Ruth, sentada a su lado, le cogió de la mano varias veces, tímidamente, como si no tuviera derecho, tiernamente, porque lo tenía a pesar de todo, o porque nadie lo tenía, o porque lo tenía todo el mundo, ya no había derechos, no había decoro, sólo aquel bloque de dolor rubio, grácil, sin remedio, y la necesidad de tomarle la mano.

Hacia el final de la cena, era ya tarde, Rodrigue, derrengado, se deslizó sobre las rodillas de Hélène. Como el niño pequeño que era, acurrucó la cabeza contra el hombro de su madre y ella le acarició el pelo un largo rato. Le hizo mimos, le tranquilizó: estoy aquí. Después se levantó para llevarle a la cama. Cuando los dos se alejaban por el jardín, Delphine les siguió con la mirada. ¿Qué pensaría? ¿Que a su niña, a la que mimaba y arropaba tan sólo cuatro noches antes, ya no la mimaría ni arroparía nunca más? ¿Que ya nunca más se sentaría en la cama para leerle un cuento antes de dormir? ¿Que nunca volvería a ordenar los peluches alrededor de Juliette? Hasta el final de su vida le partirían el corazón los peluches, los móviles, los ritornelos de las cajas de música. ¿Cómo es posible que esta mujer apriete contra ella a su hijo vivo mientras que mi pequeña está toda fría y no hablará ya nunca ni volverá a moverse? ¿Cómo no odiarles, a ella y a su hijo? ¿Cómo no rezar: Dios, haz un milagro, devuélveme a la mía, llévate al de ella, haz que sea ella la que sufre como yo sufro y que sea yo la que esté tan triste como ella, con esa tristeza cómoda y colmada que sólo sirve para disfrutar mejor de tu buena suerte?

Delphine despegó la mirada de las siluetas de Hélène y Rodrigue, que se fundían con la alameda sombría que llevaba a los bungalows. Al cruzarse con la mía sonrió y, hablando de Rodrigue, murmuró: es tan pequeño…

La distancia era inmensa, el abismo que la separaba de nosotros imposible de colmar, pero había dulzura, ternura en su voz cascada, y esta dulzura y esta ternura me dieron más escalofríos que los pensamientos naturales y horribles que yo acababa de concebir. Retrospectivamente pienso que aquella noche sucedió algo extraordinario. Estábamos al lado de aquel hombre y aquella mujer a los que les había sucedido lo peor que puede sucederte en el mundo, y a nosotros no nos había ocurrido absolutamente nada. Sin embargo, aunque hubiese reservas mentales, y sin duda las había, si hubieran podido cambiarse por nosotros y salvarse ellos sumiéndonos a nosotros en la desgracia, sin duda lo habrían hecho, todo el mundo lo haría, todo el mundo prefiere sus hijos a los de los demás, esto se llama naturaleza humana y está bien que así sea, y no obstante pienso que aquella noche, durante aquella cena, no nos guardaban rencor. No nos detestaban, como yo al principio había creído inevitable. Se alegraban del milagro que acababa de devolver a Ruth la alegría que a ellos se les negaba definitivamente. A Delphine le emocionaba ver a Rodrigue acurrucarse en los brazos de su madre. Vivimos esto todos juntos, durante algunos días estuvimos a la vez tan íntimamente próximos y tan radicalmente distanciados como es posible estarlo, y sé que nosotros les queríamos y que ellos también nos querían.


Hélène y yo salimos del restaurante muy tarde. Dejando a nuestra espalda el rumor de las últimas voces, seguimos el sendero de baldosas que orillaba la piscina y después se internaba en la sombra entre los árboles inmensos. El parque del hotel era muy grande, del edificio central a nuestro bungalow había cinco minutos de camino. Esos cinco minutos actuaban como un cedazo. Ya sólo se oía un chirrido continuo y relajante de insectos y, cuando levantabas la cabeza, el cielo por encima de los cocoteros estaba tan lleno de estrellas que te daba la sensación de que también a ellas las oías chirriar. Invisibles, en la playa de abajo, las olas rompían cadenciosamente. Caminábamos en silencio, rendidos. Sabíamos que pronto estaríamos acostados uno al lado del otro, nuestros cuerpos tensos se preparaban para el descanso. Nos dimos la mano. Me acuerdo de mi temor infantil, aquellos días, de que Hélène se alejase de mí, pero ella recuerda, por su parte, que estábamos juntos, verdaderamente juntos.

Al final, la mañana de la partida, las plazas libres en el minibús se las dieron a una pareja de suizos ayurvédicos que forzosamente sabían lo que les había sucedido a Delphine y a Jérôme y, al no hacer la menor alusión al suceso, pensaban sin duda dar prueba de una discreción de buena ley. Se contentaron con saludarnos colectivamente con un gesto de la cabeza y, al ver que Jérôme, sentado delante, encendía un cigarrillo, le informaron de que, incluso con las ventanillas abiertas, el humo les molestaba. El viaje, en consecuencia, estuvo jalonado de numerosas paradas-pitillo en las que todos se apeaban, salvo los ayurvédicos, que, minoritarios, no se atrevían a quejarse, pero que daban a entender visiblemente que lo hacíamos adrede para jorobarles. Primero llegamos a Galle por la carretera de la costa, llena de barreras, atestada de convoyes de socorro, con los arcenes flanqueados por un desfile de desplazados de quienes nos preguntábamos adonde irían con sus hatillos y sus carretillas. En los accesos de la ciudad, el tráfico se volvió aún más lento, pero las imágenes del éxodo se terminaron en cuanto el minibús entró en la carretera de las montañas. Una vez abandonada la línea costera, circulamos por una naturaleza exuberante y a la vez apacible. La gente de los pueblos atendía a sus asuntos y nos saludaba sonriendo a nuestro paso. Jerome y Philippe recuperaban intactas las impresiones de su viaje de mochileros, doce años antes. Era como si nada hubiera ocurrido, e incluso como si nadie, lejos de la costa, supiera que había ocurrido algo.


En un momento del viaje, mientras fumábamos a la orilla de la carretera, Philippe me llevó un poco aparte y me preguntó:

– Tú, que eres escritor, ¿vas a escribir un libro sobre todo esto?

Su pregunta me pilló desprevenido, yo no había pensado en ello. Dije que no, a priori.

– Deberías -insistió Philippe-. Si yo supiese escribir lo haría.

– Pues hazlo. Estás en mejor situación para hacerlo.

Philippe me miró con aire escéptico, pero menos de un año después lo hizo, y lo hizo bien.

Después de los hospitales de Tangalle y de Matara, lo reconfortante del de Ratnapura era que allí curaban a los vivos en vez de clasificar a los muertos. En lugar de cadáveres por el suelo, había heridos en camas o, para los recién llegados, en jergones que entorpecían los pasillos hasta el punto de que era difícil circular por ellos. Nos parecía incomprensible y casi sobrenatural que hubieran encontrado a Tom a cincuenta kilómetros de la costa, pero no era la ola la que le había lanzado hasta allí, sino que había una explicación más prosaica: evacuaban hacia este hospital, en la retaguardia, a las personas por las que todavía se podía hacer algo. Algunas estaban seriamente heridas, se oían estertores, gemidos, las medicinas y los vendajes escaseaban, el personal médico estaba desbordado, habrías podido creerte en un dispensario en tiempo de guerra. No sé cuántas puertas empujamos hasta que Ruth se inmovilizó en un umbral y nos indicó con un gesto a Hélène y a mí que la imitáramos. Ella le había visto, quería hacer durar aquel instante en que ella le veía sin que él la viese. Había una veintena de camas y ella nos señaló la de Tom. Con los ojos abiertos, él miraba hacia delante. Era un tipo macizo, con el pelo al rape, el torso desnudo y vendado. No sabía que Ruth estaba allí, pero sobre todo no sabía que estaba viva, se encontraba en la misma situación que ella la víspera. Por fin, Ruth se acercó. Entró en el campo de visión de Tom. Se quedaron un momento frente a frente sin decir nada, él recostado en las almohadas, ella de pie a los pies de la cama, y después ella se lanzó a sus brazos. Todo el mundo en la sala les miraba, muchos empezaron a llorar. Sentaba bien llorar por el encuentro de un hombre y una mujer que se amaban y se creían muertos. Era bueno ver que se miraban y se tocaban con aquel embeleso. Tom tenía hundida la caja torácica y un pulmón perforado, su estado era grave pero le cuidaban bien. Tenía en la cabecera una novela manoseada de espionaje, en inglés, algunas latas de cerveza y un racimo de uvas, y todo ello se lo había llevado un viejecito desdentado al que Tom no conocía pero que velaba por él y todos los días desde su llegada le hacía aquel género de ofrendas. El viejecito estaba allí, modestamente sentado en el borde de la cama. Tom le presentó a Ruth, que le besó con gratitud. Después ella nos acompañó a Hélène y a mí hasta el aparcamiento del hospital, donde nos esperaban los demás. Se despidió de todos. En cuanto Tom estuviera en condiciones de viajar, volverían a Escocia. Para ellos, la historia terminaba bien.


Ya he dicho que Hélène perdió en el regreso el papel donde había apuntado la dirección de Ruth y Tom. No sabíamos su apellido, parece por tanto difícil saber qué habrá sido de ellos. Han pasado tres años en el momento en que escribo esto. Si se han atenido a sus planes, deben de vivir en la casa que Tom ha construido con sus manos y habrán tenido un hijo, quizá dos. ¿Hablan algunas veces de la ola? ¿De aquellos días terribles en que los dos creyeron que el otro había muerto y que la vida del superviviente quedaba sepultada? ¿Formamos parte de su relato como ellos forman parte del nuestro? ¿Qué recuerdan de nosotros? ¿Nuestros nombres? ¿Nuestras caras? Yo he olvidado las suyas. Hélène me dice que Tom tenía los ojos muy azules y que Ruth era guapa. A veces piensa en ellos, y su evocación se resume en esperar con todo su corazón que sean felices y envejezcan juntos. Por supuesto, al esperar esto piensa más bien en nosotros.


De la embajada de Francia en Colombo nos mandaron a la Alianza Francesa, habilitada como centro de acogida y célula de apoyo para los turistas siniestrados. Habían extendido colchones en las aulas y colocado en un tablero en la entrada una lista de desaparecidos que se alargaba continuamente. Unos psiquiatras ofrecían sus servicios. Dócilmente, Delphine accedió a ver a uno, que después comunicó su inquietud a Hélène: Delphine sobrellevaba demasiado bien el golpe, se prohibía a sí misma flaquear, el derrumbamiento cuando regresara sería aún más rotundo. Había algo irreal, anestesiante, en aquella atmósfera de cataclismo, pero pronto la realidad la atraparía. Hélène movía la cabeza, sabía que el psiquiatra tenía razón. Pensaba en la habitación de la niña, allá en Saint-Émilion, en el momento en que Delphine cruzase la puerta. Para posponerlo, casi habríamos preferido no volver, no de inmediato, no todavía, estar todos juntos un poco más en el ojo del ciclón, pero ya se organizaba el retorno, se hablaba de la plazas disponibles en un avión que despegaría a la mañana siguiente. Jérôme pidió que le llevaran, esta vez solo, al hospital adonde habían trasladado el cuerpo de Juliette. A su regreso, dijo a Delphine que estaba bonita, nada dañada, y después le dijo a Hélène, sollozando, que le había mentido a Delphine: a pesar de la cámara frigorífica, Juliette se descomponía. Su hijita se descomponía. Hubo después todo un embrollo respecto a la incineración. Delphine y Jérôme querían l levarse con ellos el cuerpo, pero no querían un entierro. Cuando todo se vuelve totalmente insoportable, sucede algo, un detalle, aún más insoportable que todo lo demás: para ellos era la imagen de un pequeño féretro. No querían seguir al ataúd de su hija. Preferían que la incinerasen. Les explicaron que no era posible: por motivos sanitarios, el cuerpo debía ser repatriado en un féretro recubierto de plomo que después no se podía abrir ni quemar. Si se la llevaban, habría que enterrarla. La otra solución, si querían incinerarla, era hacerlo allí mismo. Al final de una discusión larga y encrespada, fue la solución a la que se resignaron. Era ya de noche, Jérôme y Philippe se fueron al hospital, volvieron mucho más tarde con una botella de whisky de la que ya se habían bebido la mitad y que nosotros terminamos, y después seguimos bebiendo en un restaurante que ellos conocían y donde cenaban ritualmente la primera noche de cada estancia en Sri Lanka. Cuando llegó la hora del cierre, el dueño accedió gustoso a vendernos otra botella. Nos ayudó a aguardar sin acostarnos la hora de embarcar en el avión, al que subimos borrachos y donde nos dormimos de inmediato.


De aquella última noche en Colombo conservo un recuerdo de huida alocada, despavorida. En un momento se ofició una ceremonia budista y al momento siguiente ya había concluido, la incineración se hizo a la carrera, un sucio trabajo que no deseo a nadie, después del cual sólo queda emborracharse y largarse. Podríamos habernos quedado un día más, intentar hacer bien las cosas, pero no tenía sentido hacerlas bien, ya nada tenía sentido, ya nada podía estar bien, había que acabar, sólo acabar, y ni siquiera como es debido. En la terminal del aeropuerto, Jérôme, la fuerza tranquila, se había convertido al amanecer en una especie de punk burlón, con los ojos inyectados de sangre, que provocaba a los demás pasajeros y, si alguno le plantaba cara, le escupía a la jeta: mi hija ha muerto, imbécil, ¿te basta con eso?


Tengo otro recuerdo, sin embargo. Acabábamos de llegar a la Alianza Francesa y nos propusieron que nos diéramos una ducha. ¿Acaso el agua estaba racionada o cortada los días anteriores en el Hotel Eva Lanka? No lo creo. Sólo llevábamos a la espalda un largo día de viaje, pero era como si volviéramos del desierto al cabo de tres meses sin lavarnos. Los niños se ducharon primero, y después Hélène y yo, juntos. Estuvimos un largo rato frente a frente, bajo el débil chorro de agua. Sentíamos frágiles nuestros cuerpos. Yo miraba el de Hélène, tan hermoso, tan aplastado por la fatiga y el pavor. Yo no sentía deseo, sino una piedad desgarradora, una necesidad de cuidarla, de protegerla, de conservarla. Pensaba: hoy podría estar muerta. Hélène me es preciosa. Preciosísima. Quisiera que un día sea vieja, que su piel sea vieja y devastada, y seguir queriéndola. Nos devoró lo que había sucedido durante aquellos cinco días y que terminaba en aquel preciso momento. Se abría una válvula que liberaba un chorro de aflicción, de alivio, de amor, todo mezclado. Estreché a Hélène en mis brazos y dije: no quiero que nos separemos nunca más. Ella dijo: yo tampoco quiero que nos separemos.



Encontré el apartamento donde vivimos hoy dos semanas después de nuestro regreso a París. Unos días más tarde, firmado el contrato de alquiler, lo visitábamos con un artesano polaco que se ocuparía de la pintura y la restauración de la cocina cuando sonó el móvil de Hélène. Ella asintió, escuchó unos instantes en silencio y después se metió en la habitación contigua. Cuando el polaco y yo nos reunimos con ella, Hélène tenía los ojos llenos de lágrimas, le temblaba la barbilla. Su padre acababa de anunciarle que Juliette volvía a tener un cáncer. Otro cáncer, porque ya había tenido uno de adolescente. Yo lo sabía. ¿Qué más sabía, entonces, sobre ella? Que caminaba con muletas, que era jueza, que residía cerca de Vienne, en l'Isère. Hélène veía muy poco a su hermana. Sus vidas no se asemejaban, siempre había algo más urgente que ir a Vienne. Pero la quería. Alguna vez me había hablado de ella, con ternura e incluso con admiración. Justo antes de las vacaciones navideñas, Juliette había sufrido una embolia pulmonar, Hélène estaba inquieta pero la ola había eclipsado esta preocupación junto con todo el resto de nuestra vida anterior, a nuestro regreso ya nada era igual y, de repente, de nuevo le habían diagnosticado un cáncer a Juliette. De mama, esta vez, con metástasis en los pulmones.


Fuimos a verla un fin de semana del mes de febrero, al principio de la quimioterapia. Sabiendo que iba a perder el cabello, le había pedido a Hélène que le comprase una peluca, y Hélène había recorrido las tiendas especializadas para encontrar la más bonita. También había comprado vestidos para sus tres sobrinas. Todo lo que en la familia tiene que ver con la coquetería, la elegancia y la apariencia es el dominio de Hélène. No era, desde luego, el de Juliette y su marido, que vivían en una casita moderna de un pueblo sin encanto, mitad campo mitad extrarradio. Vi a una joven agotada, desmedrada, que ya no se levantaba de la butaca, y a un marido delgado y esbelto, suave, hermoso, un poco lunático, y a tres niñas realmente encantadoras, una de las cuales, la mayor, que tenía siete años, dibujaba, con mucho cuidado y una seguridad de trazo asombrosa para su edad, cuadernos enteros de princesas con piedras preciosas en el pelo y vestidas con ropa de gala. Seguía con la misma seriedad cursos de ballet y la hice reír improvisando con ella una especie de toscos trenzados con la música de El lago de los cisnes. Aparte de esta payasada que causó un buen efecto, una mezcla de pereza y malestar me empujó a excluirme de la conversación, que languidecía, de todos modos, a causa de la debilidad de Juliette. Era invierno, encendieron todas las lámparas, la tarde se arrastraba. Inspeccioné, como hago siempre que llego a alguna casa, las estanterías de la pequeña biblioteca, compuesta de manuales prácticos, de álbumes para niños, de ensayos sobre la justicia y la bioética destinados al gran público, de novelas que se compran como quien toma un café. En aquel muestrario a mi juicio deprimente, descubrí un libro más solitario, un relato de una autora que me gusta mucho, Beatrix Beck. Ese relato se titula: Plus loin, mais où? Al hojearlo, me topé con una frase que me hizo reír, que leí sin dirigirme a nadie: «Una visita siempre agrada, si no cuando llega, al menos cuando se va.»


Juliette no tenía muchas ganas de que volviéramos demasiado pronto: no antes de que se hubiera repuesto de la quimioterapia. Pasaron dos meses en que ella y Hélène sólo se hablaron por teléfono. Juliette era de esas personas que procuraba tranquilizar a sus allegados en lugar de inquietarles, de ahí que las noticias fueran tanto menos tranquilizadoras. Los médicos, decía ella, eran optimistas, la combinación de la quimioterapia con un tratamiento reciente, la herceptina, parecía lograr el retroceso de la enfermedad. Pero se hablaba de remisión, no de curación, y aunque Juliette la preveía larga, en adelante proyectaba su vida dentro del plazo de esta remisión. Cuando Hélène le proponía una visita, ella decía: esperad un poco, esperad a que haga bueno, saldremos al jardín, será más agradable, y además ahora estoy muy cansada. Estas conversaciones desgarraban a Hélène. Me decía, con una especie de estupor: mi hermanita se va a morir. Yo la estrechaba en mis brazos, le apretaba la cara entre las manos, decía: yo estoy aquí, y es verdad, estaba allí. Recordaba que apenas un año antes, mi hermana mayor había estado a punto de morir, y también la pequeña, mucho tiempo antes: estos recuerdos me ayudaban a sentir un poco lo que ella experimentaba, a estar un poco más a su lado, pero salvo en los momentos en que me hablaba de ello o, sin que ella me hablase, yo veía que había llorado, lo cierto es que yo apenas pensaba en la enfermedad de Juliette. Aparte de esta amenaza, nuestra vida era feliz. Para celebrar nuestra mudanza organizamos una gran fiesta, y varias semanas después todos nuestros amigos nos repitieron que ya no se hacían muchas fiestas tan alegres. Yo estaba orgulloso de la belleza de Hélène, de su ironía, de su indulgencia, amaba sin temerlo su fondo de melancolía. Se iba a presentar en el Festival de Cannes la película que yo había filmado el año anterior. Me sentía brillante, importante, y aquella semicuñada cancerosa en su casita perdida en un pueblucho de provincias me daba pena, por supuesto, pero estaba lejos. Aquella vida que se apagaba no tenía nada que ver con la mía, en la que todo parecía abrirse, desplegarse. Lo que más me fastidiaba era que aquello socavaba a Hélène y reprimía un poco -muy poco, a decir verdad- el impulso de dar rienda suelta a la euforia ligeramente megalómana que me invadió durante toda aquella primavera.


Entre Cannes y la aparición de la película quedaba aún una etapa en el camino que me conducía hacia la gloria: otro festival celebrado en Yokohama. Viajaría en primera clase, asistiría la flor y nata del cine francés, yo ya me veía agasajado en japonés. Hélène no podía acompañarme, porque trabajaba, pero en mi ausencia planeaba hacer por fin una visita a Vienne: Juliette decía que se encontraba algo mejor, haría buen tiempo, disfrutarían del jardín. Yo tenía que partir el lunes y el viernes grabé la voz en off de un documental que había rodado con un amigo en Kenia; en aquel período yo hacía muchas cosas y tenía la sensación de que ya no me detendría. Grabar mi voz y dominarla mejor de lo que hago en mi vida normal me proporciona sin duda un placer narcisista, había conseguido encajar en el comentario la frase que me hacía reír sobre las visitas que siempre agradan, si no cuando llegan, al menos cuando se van, de tal forma que Camille, la montadora, y yo salimos del estudio muy contentos de nosotros mismos y de nuestra tarde de trabajo. Fuimos a tomar una copa en una terraza, gorroneé un cigarrillo a una chica en la mesa de al lado, ella bromeó, yo también bromeé; Camille, que siempre me ríe las gracias, se rió de buena gana y entonces sonó mi móvil. Era Hélène. Llamaba desde la televisión, se iba a la estación de Lyon sin pasar por casa: Juliette se estaba muriendo.


Sus padres nos esperaban en la estación de Perrache. Habían salido disparados de la casa de Poitou donde pasaban unos días de vacaciones y habían atravesado Francia en automóvil. En aquel momento pensé que, para llamar a Hélène, habían aguardado a recorrer como mínimo la mitad del trayecto, para evitar que ella llegase antes que ellos, pero más tarde, en el contestador de nuestra casa, encontré una serie de mensajes cada vez más acuciantes que me recordaron los que había encontrado en el mío veinte años antes, cuando mi hermana menor tuvo un grave accidente de coche. Volví tarde y demasiado borracho para escucharlos, y no los descubrí hasta la mañana siguiente. Al horror de la noticia se sumaba, aunque no cambiase nada, la vergüenza de haber estado indebidamente protegido toda la noche, de haber dormido el sueño de los ebrios, ya que no el de los justos, mientras que mi madre, a la que tan a menudo he acusado de silenciar la verdad para proteger a los suyos, había hecho todo lo posible para avisarme. Hélène y yo subimos a la trasera del coche y tuve la sensación de que las cosas reanudaban una costumbre interrumpida desde hacía mucho tiempo: los padres delante, los niños detrás. El trayecto hasta el hospital de Lyon-Sur fue bastante largo, con circunvalaciones interminables, letreros que veíamos demasiado tarde, ramales de salida que no tomábamos a tiempo, por lo que debíamos seguir hasta el siguiente, y después la circunvalación en la dirección contraria. Estas dificultades para encontrar el camino permitían hablar de cosas neutras. Para los padres de Hélène, como para los míos, la buena educación consiste, en primer lugar, en reservarte tus emociones, pero tenían los ojos rojos y las manos de Jacques, el padre, temblaban sobre el volante. Justo antes de llegar, Marie-Aude, la madre, dijo sin volverse que aquella noche sería sin duda la última en que veríamos a Juliette. Quizá también al día siguiente, no lo sabíamos.


Estaba en la unidad de vigilancia intensiva. Hélène y sus padres entraron en la habitación, yo quise quedarme en el umbral pero Hélène me hizo señas de que la siguiera, de que me pusiera detrás de ella, muy cerca, mientras se aproximaba a su hermana y le cogía la mano de la vía intravenosa. Al sentir el contacto, Juliette, que yacía inmóvil, con la cabeza hacia atrás, se volvió ligeramente hacia Hélène. Los pulmones ya casi no le funcionaban y el acto de respirar, que se había vuelto horriblemente difícil, absorbía toda la energía que le quedaba. Ya no tenía pelo y su cara estaba demacrada y cerosa. Yo había visto muchos muertos de golpe, en Tangalle, mis primeros muertos, pero nunca había visto morir a una persona. Ahora lo veía. Sus padres y su hermana le hablaron por turnos sin que Juliette pudiera responderles, pero les miraba como si les reconociese. No me acuerdo de lo que le decían. Seguramente repetían su nombre y que estaban allí, a su lado. Juliette, soy papá. Juliette, soy mamá. Juliette, soy Hélène. Y le apretaban las manos, le tocaban la cara. De pronto, se incorporó en la cama, arqueando la espalda. Hizo varias veces el mismo gesto brutal y torpe para arrancarse la mascarilla de oxígeno, como si en lugar de ayudarle a respirar se lo impidiese. Asustados, creímos que no funcionaba, que iba a morir al instante por falta de aire. Llegó una enfermera que dijo que no, que el aparato funcionaba bien. Hélène, que sostenía a Juliette en los brazos, la ayudó a acostarse de nuevo. Ella no se opuso. Aquel sobresalto la había extenuado. Parecía menos sosegada que lejana, fuera de alcance. Nos quedamos los cuatro un momento a su cabecera. Después, la enfermera nos dijo que por la tarde, cuando todavía podía hablar, Juliette había pedido que le llevaran a sus hijas, pero sólo después de la fiesta del colegio, que tendría lugar a la mañana siguiente. Los médicos creían que podrían mantenerla hasta entonces. Aquella noche harían lo necesario para que descansara. Todo esto había sido planificado por ella y su marido. No quería morir atontada por los medicamentos, y al mismo tiempo contaba con ellos para que un sufrimiento excesivo no le arrebatase su propia muerte. Quería que la ayudasen a aguantar para hacer lo que le quedaba por hacer, pero no más allá. Más aún que su valor, a la enfermera le impresionaban su lucidez y su exigencia.


Aquella noche, en el hotel, Hélène estaba acostada contra mí pero atrincherada, fuera de alcance ella también. A veces se levantaba para fumar un cigarro cerca de la ventana entreabierta y yo también me levantaba y fumaba. Estaba prohibido en la habitación donde estábamos y utilizamos como cenicero un vaso de plástico para los cepillos de dientes con agua en el fondo, para que no se quemase. Aquello formaba un brebaje repugnante. Los dos teníamos la intención de dejar de fumar y varias tentativas fallidas en nuestro haber, y de común acuerdo habíamos decidido que en vez de volver a intentarlo en un mal momento, de fracasar una vez más y desanimarnos, esperaríamos una ocasión realmente oportuna, es decir, un momento sin excesivo estrés, para dejar definitivamente el tabaco. Esto significaba para mí que la ocasión sería después de que se estrenara mi película, y para Hélène -me percato ahora, aunque no hubiéramos llegado a formularlo- después de la muerte de Juliette, que ella veía acercarse desde hacía varios meses con una angustia atónita. Nos levantábamos, fumábamos, nos acostábamos, volvíamos a levantarnos, prácticamente sin decir una palabra. Hubo un momento en que Hélène me dijo: me alegro de que estés aquí, y me hizo bien que me lo dijera. Al mismo tiempo, yo pensaba en Yokohama. Me decía que tal como se presentaban las cosas había pocas posibilidades de tomar el avión el lunes, y trataba en vano de calcular las probabilidades. Pensaba también en Sri Lanka, en el abrazo que nos habíamos dado debajo de la ducha en la Alianza Francesa, y en la decisión de no separarnos nunca. La habitación de sus padres estaba en el mismo pasillo que la nuestra, tres números más allá. Ellos no se habían separado, ni tampoco mis padres. Envejecían juntos, y si bien para nosotros no representaban un modelo, envejecer juntos me parecía a mí algo importante. Debían de estar acostados en la cama, en silencio. Quizá se apretaban el uno contra el otro. Quizá lloraban los dos, vueltos el uno hacia el otro. Era la última noche de su hija, o la penúltima. Tenía treinta años. Habían ido hasta allí para asistir a su muerte. ¿Y las tres niñas, a unos kilómetros de allí? ¿Dormían? ¿Qué se les pasaba por la cabeza? ¿Qué piensas cuando tienes siete años y sabes que tu madre se está muriendo? ¿Y cuando tienes cuatro años? ¿Y un año? Dicen que con un año no sabes, no comprendes, pero incluso sin palabras debes de adivinar que a tu alrededor ocurre algo de una gravedad inmensa, que la vida se está tambaleando, que nunca más habrá una seguridad real. Una cuestión de lenguaje me rondaba el pensamiento. Detesto que se emplee la palabra «mamá», salvo en vocativo y en un entorno privado: que incluso a los sesenta años te dirijas así a tu madre está muy bien, pero que pasada la escuela elemental digas «la mamá de fulano» o, como Ségolène Royal, «las mamás», me repugna, y percibo en esta repugnancia otra cosa distinta que el reflejo de clase que me hace saltar cuando alguien dice delante de mí «parisiense» o, cada dos por tres, «sin problema». Sin embargo, incluso para mí, la que se iba a morir no era la madre de Amélie, de Clara y de Diane, sino su «mamá», y esta palabra que no me gusta, que me entristece desde hace tanto tiempo, no diré que no me apenase, pero tenía ganas de pronunciarla. Tenía ganas de decir, en voz baja: «mamá», y llorar y sentirme no consolado, no, sino acunado, simplemente acunado, y dormirme así.Rosier, donde vivían Juliette, Patrice y sus tres hijas, donde siguen viviendo Patrice y sus tres hijas, es un pueblo muy pequeño, sin comercios ni café, pero tiene una iglesia y una escuela alrededor de las cuales se han construido urbanizaciones. La iglesia datará de finales del siglo XIX, ninguna de las casas es de esa época, y por eso uno se pregunta cómo sería el pueblo en otro tiempo, si lo habitaron campesinos antes de que llegaran las parejas jóvenes que trabajan en Vienne o en Lyon y que han optado por afincarse aquí porque no es muy caro y está bien para los niños. Cuando estuve con Hélène, en febrero, el lugar me había parecido tanto más siniestro porque el hábitat y los habitantes me recordaban mucho el pueblo donde habían vivido Jean-Claude Romand y su familia, [3] no muy lejos de allí, en la región de Gex. En junio era más agradable, sobre todo porque hacía bueno. El jardín, con su columpio y su piscina de plástico, da a la plaza de la iglesia, que basta atravesar para llegar a la escuela. Me imaginé a las niñas saliendo después del desayuno con su cartera a la espalda, imaginé las meriendas, las visitas de una casa a otra, las bicicletas colgadas en los garajes, por encima del banco de trabajo y la segadora. Aquello carecía de horizonte, pero al menos era apacible.

Había mucha gente en la casa cuando llegamos, la mañana del sábado: Patrice y sus hijas, a las que acababan de preparar para la fiesta del colegio, pero también las familias de ambas partes, padres, hermanos y hermanas, sin contar a los vecinos que se quedaban cinco minutos, el tiempo de un café. Preparaban uno tras otro, sacando del lavavajillas que aún no estaba en marcha tazas que lavaban debajo del grifo. Yo era el extraño más reciente que se había incorporado a la familia, necesitaba que me asignaran una tarea y me instalé en la mesa de la cocina para ayudar a la madre de Patrice a preparar una gran ensalada para la comida. Todos sabíamos por qué estábamos allí, no hacía falta hablar de ello, pero entonces, ¿qué decir? La madre había leído mi libro El adversario, que Juliette le había recomendado diciendo que yo era el nuevo novio de Hélène, y le había parecido un relato muy duro. Yo reconocí que sí, que lo era, que también para mí había sido duro escribirlo, y me sentí vagamente avergonzado de escribir cosas tan crudas. A la gente que frecuento no le plantea problemas que un libro sea horrible: por el contrario, muchos ven en este hecho un mérito, una prueba de audacia que acredita la valía del autor. A los lectores más candorosos, como la madre de Patrice, les perturba. No juzgan que esté mal escribir estas cosas, pero de todos modos se preguntan por qué escribirlas. Se dicen que un tipo amable y bien educado, que les ayuda a cortar en rodajas los pepinos, que parece participar sinceramente en el duelo de la familia, debe de ser, pese a todo, o muy retorcido o bien desgraciado, en cualquier caso debe de haber en él algo anómalo, y lo peor es que no puedo evitar estar de acuerdo con ellos.

Prefería refugiarme en la compañía de la madre de Patrice porque no me atrevía a acercarme a las niñas: me refiero a las dos mayores, Amélie y Clara. Con ellas no era suficiente ser amable y bien educado. Yo no sabía lo que había que hacer, pero en aquel momento sabía que no era capaz de hacerlo. La primera vez que había ido a la casa, había hecho el payaso para hacer reír a Amélie. Ahora era Antoine el que la hacía reír con sus payasadas. Antoine es el hermano pequeño de Hélène y de Juliette, y es una de las personas más fáciles de querer que conozco. Es alegre, amistoso, no hay en él nada reprimido, prohibido, todo el mundo se siente enseguida a gusto con él, y en especial los niños. Descubrí más tarde el abismo de congoja que puede abrirse en Antoine, pero en aquella ocasión yo envidiaba su simplicidad, su relación de tú a tú con la vida, que es lo contrario de mi carácter y, me parecía entonces, del de Hélène. No obstante, ella es capaz de olvidarse de sí misma. Yo lo había descubierto viendo cómo prestaba ayuda a los siniestrados de la ola, y lo comprobaba observándola con Clara. Patrice, acababa de decirme su madre, había hablado la víspera con sus tres hijas. Y hablar quería decir: mamá se va a morir; mañana, después de la fiesta del colegio, iremos a verla los cuatro, y será la última vez que la veamos. Había pronunciado estas palabras y había tenido que repetirlas. Clara las había oído. Sabía que iba a perder a los cuatro años el amor irreemplazable que le daba su madre, y buscaba ya una sustituía en su tía. Yo veía que Hélène la mimaba, acogía sus carantoñas y sus lloros, y a mí me conmovía su delicadeza tanto como me había conmovido, en Sri Lanka, verla en una situación exactamente opuesta, ante los padres de otra Juliette.


He sido y sigo siendo guionista, uno de mis oficios consiste en construir situaciones dramáticas, y una de las reglas del oficio es no tener miedo de la desmesura ni del melodrama. Pienso, sin embargo, que me estaría vedado en una ficción un recurso lacrimógeno tan impúdico como el montaje paralelo de las niñas bailando y cantando en la fiesta del colegio y la agonía paralela de su madre en el hospital. A la espera de que les tocase el turno, Hélène y yo salíamos del patio cada diez minutos para fumar y luego volvíamos al banco donde estaba sentada la familia, y cuando las niñas aparecieron, primero Clara entre las pequeñas del parvulario, que hacían el ballet de los peces en el agua, y después Amélie que, con tutù, actuaba en un número de aro y hula-hoop, imitamos a los demás e hicimos grandes aspavientos para captar su atención y que ellas advirtieran nuestra presencia. Aquel espectáculo era importante para ellas. Eran niñas concienzudas, aplicadas. Pocos días antes, creían que su madre iría a verlas. Cuando la llevaron al hospital, Patrice les dijo, y sin duda él lo esperaba todavía, que volvería a tiempo para la fiesta. Después les dijo que no era seguro que llegase a tiempo, pero que volvería pronto. Después, la víspera, que no volvería nunca. Lo que hacía aquello aún más desgarrador, si cabe, era que la fiesta estuvo muy bien. Realmente. Gabriel y Jean-Baptiste, mis dos hijos, ya son mayores, pero he visto no pocas fiestas de fin de curso en la escuela de párvulos y en la primaria, funciones de teatro, canciones, pantomimas, y por supuesto que son enternecedoras, pero también laboriosas, aproximativas, un poco chapuceras, por así decir, hasta el punto de que si hay algo que los padres más indulgentes agradecen a los profesores que se rompen la cabeza para organizarías es que sean cortas. La función del colegio de Rosier no lo era, pero tampoco había sido representada a la ligera. Los pequeños ballets y sainetes poseían una calidad de precisión que sólo se alcanzaba con mucho trabajo y empeño, una seriedad impensable en los colegios de progres ricos que han frecuentado mis hijos. Los niños tenían un aire de felicidad y equilibrio. Crecen en el campo, en un entorno familiar protegido. En Rosier la gente se divorciaba y se despedazaba como en todas partes, pero entonces abandonaba el pueblo, que era en verdad un lugar para familias unidas, un lugar donde cada niño, desde el escenario donde cantaba y bailaba, podía buscar con la mirada, entre los bancos del público, a su padre y a su madre juntos, y huelga decir que estaban juntos. Era la vida tal como la muestran los anuncios de mutuas o de préstamos bancarios, la vida en que te preocupas del rédito anual de la libreta A y de las fechas de vacaciones en la zona B, la vida Alcampo, la vida con ropa de deporte, la vida media en todo, no sólo desprovista de encanto sino de la conciencia de que se puede intentar dar a la vida una forma y un estilo. Yo observaba esta vida desde arriba, no hubiera querido vivirla, pero lo cierto es que aquel día yo miraba a los niños, miraba a sus padres filmando con sus cámaras de vídeo y me decía que la elección de vivir en Rosier no era sólo escoger la seguridad y el rebaño, sino también el amor.


Todo el mundo estaba al corriente de la noticia entre la multitud de padres de alumnos que llenaba el patio de la escuela y que, terminada la función, se congregó en el terraplén delante de la iglesia. Todavía no se hablaba de Juliette en pretérito, pero no era posible fingir esperanza. Vecinos y amigos más o menos cercanos abrazaban a Patrice, que tenía en brazos a la pequeña Diane, le apretaban el hombro, se ofrecían a cuidar de las niñas o a alojar, si faltaba sitio, a los parientes que habían llegado a causa de la muerte de su esposa. Él tenía una sonrisa desolada y afable, que expresaba una gratitud auténtica por las manifestaciones de simpatía más convencionales -que sean convencionales no impide que sean sinceras-, y lo que me sorprendía, lo que nunca ha dejado de sorprenderme en Patrice es su simplicidad. Allí estaba, en shorts y sandalias, daba el biberón a su hija más pequeña y nada en él se planteaba la cuestión de cómo manifestar su pena. Comenzó la feria. Había puestos de pesca con caña, de tiro al arco, pirámides de latas de conserva que había que derribar con una pelota de tenis, un taller infantil de pintura, una tómbola… Amélie tenía un talonario de billetes sin gastar para la tómbola, todos los miembros de la familia y algunos vecinos se los compraron, pero a ninguno le tocó un premio. Como yo estaba con Hélène y con Amélie en el momento del sorteo, simulé que prestaba una gran atención, verifiqué febrilmente mis números y exageré mi decepción para que la niña se riera. Se reía, pero a su manera: gravemente, y yo trataba de imaginar qué recuerdo guardaría, cuando adulta, de aquel día. Trato de imaginar, cuando escribo esto, lo que sentirá si lo lee algún día. Después de la feria hubo una comida en el jardín, debajo de la gran catalpa. Hacía mucho calor, se oía al otro lado de los setos las risas y las salpicaduras de los niños en las piscinas inflables. Clara y Amélie, sentadas muy formales a la mesa, hacían dibujos para su madre. Si el color sobrepasaba la línea del contorno, fruncían el ceño y empezaban de nuevo. Cuando Diane se despertó de la siesta, Patrice y Cécile, la otra hermana de Juliette, se fueron al hospital con las tres niñas. En el momento de subir al coche, Amélie se volvió hacia la iglesia, trazó una furtiva señal de la cruz y murmuró, muy rápido: haz que mamá no se muera.


El turno de Hélène y el mío llegó al final de la tarde. Previendo que tendría que conducir, la víspera me ocupé de memorizar el itinerario, y puse especial empeño en recorrer el trayecto sin errores ni titubeos: lo único que podía hacer era conducir bien, y ya era algo. Empujamos las mismas puertas de doble batiente, recorrimos los mismos pasillos desiertos, iluminados con luces de neón, aguardamos un largo rato delante del interfono a que nos permitieran el acceso a la unidad de vigilancia intensiva. Cuando entramos en la habitación, Patrice estaba tumbado en la cama al lado de Juliette, con el brazo alrededor de su cuello y la cara vuelta hacia la de ella. Juliette había perdido el conocimiento, pero su respiración seguía siendo penosa. Patrice salió al pasillo para que Hélène estuviera un momento a solas con su hermana. Vi que ella se sentaba en el borde de la cama y que tomaba la mano inerte de Juliette y después le acariciaba el rostro. Transcurrió un tiempo. Al salir de la habitación, preguntó a Patrice qué habían dicho los médicos. Él respondió que según ellos Juliette moriría durante la noche, pero que no se podía saber cuánto duraría. Ahora, dijo Hélène, tienen que ayudarla. Patrice meneó la cabeza y volvió a la habitación.

El médico de guardia era un joven calvo con gafas de montura dorada y aire precavido. Nos recibió acompañado de una enfermera rubia, de aspecto tan cálido como frío el de él, y nos rogó que nos sentáramos. Ya sabrá usted, dijo Hélène, lo que vengo a pedirle. El hizo una pequeña seña que significaba menos un sí que una invitación a que continuase, y Hélène, a la que le asomaban las lágrimas a los ojos, prosiguió. Preguntó cuánto tiempo podía durar la agonía y el médico repitió que no podía decirlo pero que era cuestión de horas, no de días. Juliette estaba entre dos aguas. Ahora hay que ayudarla, insistió Hélène. Él se limitó a responder: ya hemos empezado a hacerlo. Hélène le dejó su número de móvil y pidió que la llamaran cuando todo hubiese acabado.


En el camino de vuelta del hospital, en el coche, no estaba segura de haber sido lo bastante clara con el médico ni de que lo hubiese sido la respuesta de él. Intenté tranquilizarla: no había habido ambigüedad de ninguna de las partes. Ella temía también el celo de la enfermera cálida, que había hablado de una posible mejoría. Juliette, decía con un tono esperanzado, podía durar aún veinticuatro o incluso cuarenta y ocho horas. Hélène estaba convencida de que estas horas sobraban. Juliette ya se había despedido, Patrice estaba a su lado: era el momento. La medicina, a partir de aquel punto, ya sólo podía permitir que se aprovechase aquel instante.

Paramos en Vienne para comprar tabaco y beber algo en la terraza de un café, en la avenida principal. Era una tarde de sábado en una pequeña ciudad provinciana, la gente pululaba por la calle en mangas de camisa o con ropa ligera, flotaba un aire de verano y de sur. Además del tráfico normal, vimos y oímos pasar primero unas motos conducidas por chicos que levantaban la rueda delantera y extraían del motor el zumbido más fuerte posible, y después la comitiva de una boda, velos blancos que ornaban las antenas de radio y las bocinas a pleno volumen, y por último el camión publicitario que anunciaba un espectáculo de marionetas para aquella misma noche. Era una cita en la cumbre, rebuznaba el tío con su megáfono, una cita que nadie debía perderse: ¡Guiñol y el osito Winnie! Como en la fiesta del colegio, daba la sensación de que al guionista se le había ido la mano.

Hablamos de Patrice. ¿Cómo iba a apañarse, solo con tres hijas, sin auténticos recursos? Las tiras cómicas que dibujaba en el taller del sótano de su casa no le reportaban mucho, era Juliette la que mantenía a la familia con su sueldo de magistrada, y aunque a las niñas no les faltaba de nada, llegar a fin de mes se hacía difícil. El seguro intervendría, por supuesto, terminaría de pagar la casa, y además Patrice encontraría un empleo. Su dulzura y su modestia no eran dotes muy rentables, no iba a abrir un negocio de relaciones públicas, pero se podía contar con él: haría todo lo que tuviese que hacer. Más adelante volvería a casarse. Un muchacho tan guapo, tan agradable, encontraría sin duda una mujer parecida. Sabría amarla como había amado a Juliette: no se complacería en el duelo, carecía de inclinaciones morbosas. Sucedería, no valía la pena anticiparse. De momento estaba allí, sostenía en brazos a su mujer moribunda y, tardase lo que tardase ella en morir, era indudable que la sostendría hasta el final, que Juliette moriría resguardada en sus brazos. Nada me parecía más valioso que aquella seguridad, la certeza de poder descansar hasta el último instante en los brazos de alguien que te ama totalmente. Hélène me contó lo que Juliette le había dicho la víspera a su hermana Cécile antes de que llegásemos, cuando todavía era capaz de hablar. Decía que estaba contenta, que su pequeña vida tranquila había sido una vida colmada. Al principio pensé que era una frase reconfortante, y luego que era sincera y por fin que era verdad. Pensé en la frase famosa de Fitzgerald: «Evidentemente, todas las vidas son un proceso de demolición», y yo no creía que fuese cierta. Al menos, no en el caso de todas las vidas. Quizá sí la de Fitzgerald. Quizá también la mía: en aquel entonces lo temía más que ahora. Y además no se sabe lo que ocurre en el último minuto, debe de haber vidas cuyo fracaso aparente es engañoso, porque in extremis han dado un giro en redondo o porque hay en ellas algo invisible que se nos ha escapado. Debe de haber vidas en apariencia colmadas que quizá son infiernos, por horrible que sea pensarlo, infiernos hasta el final. Pero cuando Juliette juzgaba la suya, yo la creía, y lo que me inducía a creerla era la imagen del lecho de muerte en la cual Patrice la estrechaba en sus brazos. Le dije a Hélène: ¿Sabes? Ha pasado algo. Hace incluso unos meses, si yo hubiera sabido que tenía cáncer, que iba a morirme pronto, y si me hubiese hecho la misma pregunta que Juliette, ¿acaso mi vida había sido colmada?, no habría podido responder como ella. Habría dicho que no, que no había vivido una vida plena. Habría dicho que había conseguido cosas, tenido dos hijos hermosos y vivos, escrito tres o cuatro libros en los que cobró forma lo que yo era. Hice lo que pude, con mis medios y mis trabas, luché por hacerlo, no es un balance negativo. Pero lo esencial, que es el amor, me habrá faltado. He sido amado, sí, pero no he sabido amar: o no he podido, es lo mismo. Nadie ha podido descansar en mi amor con absoluta confianza y yo no descansaré al final en el amor de nadie. Es lo que habría dicho si me hubieran anunciado mi muerte antes de la ola. Y después de la ola te elegí, nos hemos elegido, y ya no es lo mismo. Estás aquí, cerca de mí, y si tuviese que morir mañana podría decir como Juliette que he tenido una vida colmada.


Tengo ante la vista cuatro hojitas arrancadas de un cuaderno de anillas y recubiertas por ambas caras de notas tomadas para describir con la mayor precisión posible la habitación 304 del Hôtel du Midi de Pont-Evêque, Isère. Debía participar en un libro colectivo de homenaje a mi amigo Olivier Rolin, que el año anterior había publicado una novela que describía minuciosamente habitaciones de hotel de todo el mundo. Cada habitación servía de decorado a un relato sobre chicas de alterne, traficantes de armas y personajes turbios con los que el narrador atrapaba curdas monumentales. A su editor se le había ocurrido la idea de prolongar el juego pidiendo a una veintena de escritores, amigos de Olivier, que a su vez describiesen una habitación de hotel e imaginaran sobre ella lo que les apeteciese. En un momento de la noche interminable en que aguardábamos la llamada telefónica anunciándonos la muerte de Juliette, para distraer a Hélène le hablé de este encargo y de mis vacilaciones a la hora de escoger un hotel. El tono de la empresa, novelesca y lúdica, reclamaba un establecimiento de un exotismo un poco sofisticado. En este registro, guardaba de reserva el Hotel Viatka de Kotelnich, un ejemplo perfecto de estilo Brezhnev trasnochado, donde no debían de haber cambiado una sola bombilla desde la apertura, y donde sumando día por día todas mis estancias pasé tres o cuatro meses. En el otro extremo de la escala, el otro hotel donde he vivido realmente, quiero decir varias semanas seguidas, era el lujoso Intercontinental de Hong Kong, donde Hélène se reunió conmigo durante el rodaje de El bigote. Al encontrarnos en el vestíbulo, al descubrir desde nuestra habitación en la planta veintiocho la vista panorámica sobre la bahía, al subir y bajar en los ascensores, podríamos habernos creído en la película Lost in Translation. Imagino que el hotel que me esperaba en Yokohama sería del mismo estilo, y me había impuesto, a modo de agradable tarea de vacaciones, describir la habitación que ocuparía en él. Hélène me dijo: si no vas a Yokohama, en su lugar puedes describir la habitación donde estamos. Podemos hacerlo ahora mismo, para entretenernos. Cogí mi cuaderno y nos pusimos a trabajar, con tanto ardor como cuando ensayamos la escena erótica de mi película. Anoté que el cuarto, de una superficie de unos quince metros cuadrados, estaba totalmente revestido, incluso el techo, de un empapelado amarillo. No de un papel pintado de amarillo, insistió Hélène, sino de un papel que originalmente debió de ser blanco y que después pintaron de amarillo, con un relieve que imitaba un tejido de puntos gruesos. Después pasamos a la carpintería, marcos de puertas y ventanas, molduras y cabecera de la cama, también pintadas de un amarillo más intenso. Era una habitación muy amarilla, en suma, con toques rosa y verde pastel en las cortinas y sábanas reproducidas en las dos litografías colgadas encima y delante de la cama. Las dos, editadas en 1995 por Nouvelles Images SA, delataban a la vez la influencia de Matisse y la del estilo naif yugoslavo. Apoyado en el codo, yo transcribía deprisa lo que me dictaba Hélène, que ahora iba y venía por la habitación contando los enchufes, probando los interruptores de la luz, cada vez más absorta en su inventario. Omito los detalles: era una habitación común y corriente en un hotel corriente, aunque muy bien mantenido, y muy amablemente. Lo único un poco interesante y que además es lo más difícil de describir se encuentra en el pequeño espacio que sirve de entrada. Copio de mis notas: «Se trata de un armario de doble acceso, del cual una puerta da al espacio y la otra, en ángulo recto, al pasillo flanqueado de habitaciones. Es el equivalente de una ventanilla de comunicación con la cocina que tiene dos estantes, el de arriba destinado a la ropa blanca y el de debajo a los platos del desayuno, como indican claramente los pictogramas grabados en el cristal de dos pequeños montantes, que al mismo tiempo permiten indicar lo que debe colocarse y ver si ha sido o no colocado.» No estoy seguro de que sea totalmente claro, qué le vamos a hacer. Nos preguntamos si aquella especie de armario, muy poco habitual, tenía un nombre que ahorrase estas descripciones laboriosas. Hay personas muy buenas para esto, que en todos los campos, o al menos en numerosos, conocen el nombre de las cosas. Olivier es una de ellas, yo no, Hélène un poco más. Sé que la palabra «montante», en las líneas que acabo de citar, procede de ella.

Llegó el amanecer. Habíamos terminado el inventario y el teléfono no había sonado. A Hélène le asustaba la idea de que su hermana flotaba todavía entre dos aguas. Yo tampoco las tenía todas conmigo. Habíamos corrido las cortinas, nos habíamos tapado con la sábana, dormimos mal pero un poco, apretados uno contra otro como dos cucharas. El teléfono nos despertó a las nueve. Juliette había muerto a las cuatro de la madrugada.


Nos reunimos con Antoine, Jacques y Marie-Aude para el desayuno en el comedor del hotel. Cécile estaba con Patrice y las niñas en Rosier. Nos abrazamos en un silencio acompañado de una presión de la mano en el hombro, que era en nuestro ambiente la máxima expresión de pesar, y después hablamos de cosas prácticas: las exequias, quién se quedaría hoy, cómo nos turnaríamos los días siguientes para hacer compañía a Patrice y las niñas, y ya se hacían planes para que unos u otros les acogieran durante las vacaciones de verano. Ya estaba listo el programa para las próximas horas: había que pasar por Rosier, de allí ir al hospital, creo que se dijo simplemente «para ver a Juliette». No para rendirle un último homenaje, ni para recogerse ante sus restos: hay que reconocer a los burgueses a la antigua usanza la cualidad de no recurrir a fórmulas estereotipadas y decir que alguien ha muerto, no fallecido o fenecido. Después iríamos a Lyon para ver a un colega de Juliette. ¿Un colega de Juliette? ¿El mismo día de su muerte? Hélène y yo estábamos un poco sorprendidos. Sí, explicó Jacques, un colega que era también juez en el tribunal de primera instancia de Vienne y que había estado muy cerca de ella durante su enfermedad. Una de las cosas que les aproximaba era que él también había tenido un cáncer en su juventud y le habían amputado una pierna. Por iniciativa propia, aquella mañana había propuesto que los miembros de la familia, ya que estaban todos allí, se reunieran en su casa para que él les hablase de Juliette. Esta visita de pésame a un magistrado con una sola pierna me parecía un poco absurda, pero lo único que yo debía hacer era seguir a los demás.


No recuerdo nada del primer contacto con las niñas que acababan de perder a su madre. Me parece que estaban bastante tranquilas, no lloraban ni gritaban, en cualquier caso. A continuación hicimos la visita al velatorio del hospital. Es un edificio moderno, compuesto de una sala muy espaciosa, de techo muy alto, muy luminosa, una especie de atrio que recordaba los decorados únicos de la tragedia clásica, y sobre la cual convergen varias salitas: el tanatorio, la capilla, los lavabos, por último, donde se tira de la cadena con cierta reserva, porque es un lugar tan sonoro como silencioso. Éramos los únicos visitantes aquella mañana de domingo, y nos recibió un hombre con bata de enfermero que nos hizo sentarnos en un rincón de la sala grande para explicarnos cómo se harían las cosas, técnicamente hablando, los días que precedían al entierro. De hecho, no era enfermero, sino un voluntario encargado de recibir a las familias, y trazaba con claridad la frontera entre lo que correspondía, por una parte, al hospital y al servicio público al que él representaba y, por otra, a los profesionales de las funerarias. Hasta que estos últimos depositaban al difunto en el ataúd, el hospital se ocupaba de las visitas, velaba por que el cuerpo fuera trasladado desde el depósito a los salones mortuorios y presentado lo mejor posible, es decir, lavado, peinado y, eventualmente, maquillado. Todo esto era gratuito, no se debía dudar en solicitarlo, las personas como él estaban al servicio de las familias; en cambio, los cuidados cosméticos más pesados que pudieran resultar necesarios, sobre todo en verano, cuando transcurrían varios días antes del entierro, los facilitaban las funerarias y eran, por tanto, de pago. Insistía mucho en lo que era gratuito por un lado y de pago por otro, repetía la lección para asegurarse de que la habíamos comprendido y, pensando en las familias con menos ingresos que la de Juliette, me parecía bien. En el parlamento que debía recitar, casi el mismo, a todos los visitantes, aparecía varias veces una frase: «Estamos aquí para hacer las cosas del mejor modo posible.» Sin duda esta frase era un tópico en todas las profesiones que rodean a la muerte y la desgracia, pero aun así daba la impresión de que él hacía realmente todo lo que podía para que las cosas se hicieran del mejor modo posible.

Ahora veríamos a Juliette, la habían preparado para nuestra visita, pero sus hijas vendrían por la tarde y la madre de Patrice tuvo la idea de que ellas eligieran entre la ropa de Juliette un vestido que a ella le gustara o que a ellas les gustaba que se pusiera. En realidad, Juliette apenas usaba vestidos, sino más bien pantalones informes y confortables, pero lo que le importaba de verdad era que sus hijas estuvieran bien vestidas, tenían que vestirse como unas princesas, en sus propias palabras, y no por nada, indudablemente, Amélie dibuja con tanta obstinación princesas. Así que la madre de Patrice, la mañana del domingo, había llevado a las dos mayores al ropero para que escogieran el vestido que querían que su madre llevase en el féretro, y nosotros llevamos el vestido elegido para que lo tuviera puesto la tarde en que vinieran las niñas. El voluntario aprobó esta iniciativa y acto seguido dijo que teníamos suerte porque el colega que pronto iba a sustituirle era en el equipo el especialista indiscutible del maquillaje. Marie-Aude se mostró un poco inquieta: Juliette casi no se maquillaba. Precisamente por eso, dijo el voluntario, estaría bien solicitar los servicios de su colega, el especialista: haría un trabajo muy delicado y daría la impresión de que ella no estaba maquillada, sino viva. Cuando salimos del tanatorio, al cabo de diez minutos de los que no tengo nada que decir, el especialista acababa de llegar. Informado de las reticencias de la familia, se esforzó en tranquilizarla y preguntó si alguno de nosotros, quizá una de las hermanas, tenía deseos de ayudarle, de maquillar con él a la difunta. Precisó que es un gesto que puede parecer penoso pero que también puede ser muy beneficioso. Por lo demás, si en el último minuto la persona no se sentía con ánimo, él lo haría en su lugar, nadie estaba obligado a imponerse duras pruebas. Hélène y Cécile se miraron sin convicción, al final ninguna de las dos maquilló a su hermana. Vuelvo a pensar en aquel especialista del que Antoine, Hélène y yo nos burlamos un poco en el coche: era un tío con bermudas rosa, gordito, ceceante, que con su flequillo de pelo teñido tenía pinta de interpretar al peluquero homosexual en una comedia ligera, y sólo ahora mismo, al escribirlo, me pregunto qué podría inducirle a ir voluntariamente el domingo a maquillar cadáveres guiando sobre sus rostros los dedos de los parientes más próximos. Quizá simplemente el gusto de ser útil. Es para mí una motivación más misteriosa que la perversidad.


He retrasado todo lo posible el momento de llegar aquí, pero aquí estamos los ocho en la escalera del juez con una pierna amputada. El inmueble, antiguo, burgués, se encuentra en una calle peatonal que desemboca en la estación de Perrache y pienso que esto facilitará el regreso. La escalera es de piedra, estrecha, no hay ascensor y me parece raro para un lisiado, pero nos detenemos en el primer piso. Llamamos, nos abren, uno tras otro franquea el umbral, se presenta y estrecha la mano del dueño de la casa, que, como se ha apagado el minutero de la luz de la escalera, no ve que queda todavía un visitante más en el rellano y me cierra la puerta en las narices. No sé por qué, me parece divertido, y a él también, que mi relación con Étienne Rigai haya comenzado así. Tampoco sé por qué me había imaginado que el juez era soltero y que vivía en un apartamento minúsculo y oscuro, atestado de expedientes polvorientos, y que quizá oliese a gato. Pero no: la vivienda era espaciosa, clara, con muebles hermosos y bien cuidados, y no hacía falta echar un vistazo por la puerta entreabierta de un cuarto de niños para intuir que allí vivía una familia. A la mujer y los niños, sin embargo, debía de haberles rogado que salieran a dar un paseo: Étienne nos recibió solo. Cuarenta y pocos años, grande, macizo, en vaqueros y camiseta gris. Ojos muy azules, a ras de la cara, detrás de unas gafas sin montura. Rostro franco, voz suave, un poco aguda. Cuando nos precedió para guiarnos hasta el salón, vimos que cojeaba y, apoyándose en la derecha, arrastraba la pierna izquierda, completamente tiesa. El salón daba a la calle, el sol que entraba por las ventanas abiertas inundaba de luz, hasta la pared opuesta, un bello parqué antiguo. Tomamos asiento, pareja por pareja: los padres en dos butacas vecinas, Hélène y yo apretados en un extremo de un sofá muy largo, Antoine y su mujer en otro, Cécile y su marido en sillas. Encima de una mesa baja había un frutero lleno de cerezas y una bandeja con vasos y zumos de frutas, pero Étienne preguntó si alguien quería café, todo el mundo respondió que sí y fue a la cocina a prepararlo. Ni una palabra se pronunció en su ausencia. Hélène se levantó para ir a fumar en la ventana, yo la seguí después de haber recorrido los anaqueles de la biblioteca, que revelaba gustos más personales, o más cercanos a los míos, que la de Rosier. Étienne volvió con el café: utilizaba una cafetera exprés que sólo hacía una taza a la vez, y aun así, misteriosamente, las nueve llegaron humeantes en la bandeja. Pidió un cigarrillo a Hélène y precisó: lo he dejado hace mucho tiempo, pero hoy es especial, tengo mucho miedo. Sin acuerdo previo, todos le habíamos dejado libre el sillón situado delante del sofá, porque ocupaba una posición central, un poco como el banquillo de los testigos ante un tribunal. Pero prefirió sentarse en el suelo, o más bien acuclillarse sobre la pierna derecha flexionada y con la izquierda extendida hacia delante: una postura que parecía monstruosamente incómoda, pero que sobrellevó, no obstante, durante más de dos horas. Todos le mirábamos. Nos vio mirarle, uno por uno, yo no conseguí saber si estaba absolutamente sereno o febril. Soltó una risita, para hacernos patente su turbación, y luego dijo: qué situación más extraña, ¿eh? De repente me parece absurdo, y después presuntuoso, hacerles venir así, como si tuviera que decirles cosas que no saben sobre alguien que era su hija, su hermana… Tengo muchísimo miedo, la verdad. Tengo miedo de decepcionarles, y también de parecer ridículo, no es un miedo muy digno pero, bueno, es lo que siento. No he preparado nada. Ayer intenté construir en mi cabeza una especie de discurso, confeccionar una lista de las cosas de que quería hablar, pero no pude, desistí, de todos modos no valgo para esto. Así que voy a decir lo que se me ocurra. Se calló un momento y luego continuó: hay una cosa de la que creo que ustedes no tienen conciencia y que quisiera que comprendiesen, y es que Juliette era una gran jueza. Saben, por supuesto, que amaba su profesión y que la ejercía bien, deben de pensar que era una magistrada excelente, pero era algo más. Durante los cinco años en que trabajamos juntos en el tribunal de Vienne, ella y yo hemos sido grandes jueces.


Esta frase me alertó, la frase y su manera de decirla. Había en ella un orgullo increíble, algo de inquieto y de jubiloso a la vez. Yo reconocía esta inquietud, reconozco a las personas que la sienten, la reconozco de espaldas, en una multitud, en la oscuridad, son mis hermanos, pero la alegría mezclada con ella me pilló desprevenido. Se intuía que el hombre que hablaba era un individuo emotivo, ansioso, permanentemente al acecho de algo que se le escapaba y que al mismo tiempo poseía, que estaba afianzado en una confianza inexpugnable. No era serenidad, ni sabiduría ni dominio de sí mismo, sino una forma de apoyarse en su miedo y desplegarlo, un modo de temblar que a mí también me inspiró temblor y me reveló que estaba a punto de producirse un acontecimiento.


He citado de memoria las primeras frases de Étienne: no son literalmente exactas pero, en conjunto, son fieles. Después todo se mezcla en mi recuerdo, al igual que se mezclaba todo en su discurso. Habló de la justicia, de la manera como Juliette y él administraban justicia. En el tribunal de Vienne se ocupaban sobre todo del derecho al sobreendeudamiento y el derecho a la vivienda, es decir, de asuntos en que existen pudientes y desposeídos, débiles y fuertes, aunque muy a menudo es más complicado y a ellos les gustaba que así fuera, que un expediente no sea una serie de casilleros que rellenar, sino una historia y posteriormente un ejemplo. Étienne decía que a Juliette no le habría gustado que dijeran que estaba del lado de los desheredados: sería demasiado simple, demasiado romántico, sobre todo no sería jurídico, y ella se obstinaba en ser jurista. Ella habría dicho que estaba en el bando del derecho, pero llegó a ser, los dos llegaron a ser virtuosos en el arte de aplicarlo realmente. Para ello eran capaces de consagrar decenas de horas al estudio de un plan de reembolso, a descubrir una directiva en la que otros nunca habrían pensado, capaces de apelar al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas demostrando que la suma de los tipos de interés y de penalizaciones practicada por algunos bancos sobrepasaba el índice de usura y que aquella manera de sangrar a la gente no era sólo inmoral, sino ilegal. Sus sentencias fueron publicadas, discutidas, violentamente atacadas. En Dalloz [4] merecieron insultos. En el mundo de la justicia en Francia, a comienzos del siglo XXI, el tribunal de primera instancia de Vienne ha sido un lugar importante: una especie de laboratorio. Se preguntaban qué iban a sacarse aún de la chistera los dos pequeños jueces cojos de Vienne. Porque también se daba esta coincidencia, por supuesto: los dos eran cojos, los dos habían superado un cáncer en la adolescencia. Se habían reconocido desde el primer día, entre patituertos, entre personas cuyo cuerpo ha padecido algo que nadie que no lo haya vivido puede comprender. Más adelante aprendí a conocer la manera de pensar y de hablar de Étienne, mediante asociaciones libres que deben más, me figuro, a la experiencia del psicoanálisis que a las enseñanzas de la facultad de derecho, pero en aquel primer encuentro yo me perdía en sus bruscos tránsitos desde un punto de técnica jurídica a un recuerdo que podía ser muy íntimo sobre su invalidez o la de Juliette, sobre la enfermedad de ésta o sobre la suya propia. El cáncer les había devastado y construido, y cuando volvió a atacar a Juliette, Étienne se vio obligado a afrontarlo de nuevo. Se había abierto un hueco que no podían llenar ni Patrice ni la familia, sino sólo Étienne, y de este hueco nos hablaba él. ¿Para decirnos qué? No buenas palabras. No que Juliette era valiente, ni que había luchado, ni que nos amaba, ni siquiera que había muerto feliz, lodo esto podían decírnoslo otros. Él hablaba de otra cosa que se le escapaba, se nos escapaba, pero colmaba el salón soleado con su presencia enorme, aplastante, y que sin embargo no era triste. Sentí que esta presencia me hacía una señal en un momento concreto, cuando Étienne rememoró la experiencia para él reconstructiva de la primera noche. La primera que pasas en el hospital, solo, cuando acabas de saber que estás gravemente enfermo, que vas a morir quizá de esta dolencia y que esto es en adelante la realidad. Algo, decía Étienne, sucede en ese momento, algo que pertenece al ámbito de la guerra total, del derrumbamiento total, de la metamorfosis absoluta. Es una destrucción física, pero puede ser también una reconstrucción. No recuerdo nada más, pero lo que sí recuerdo es que cuando nos despedíamos, cuando en el recibidor, por turnos, le estrechábamos la mano, Étienne se dirigió a mí. En ningún momento había manifestado que me conocía como escritor, pero allí, delante de todos, mirándome a los ojos, me dijo: debería pensárselo, esta historia de la primera noche. Quizá sea para usted.


Nos encontramos los ocho en la calle, aturdidos. Hélène y yo habíamos decidido tomar el tren, los demás volvían a Rosier, nos besamos, el acto siguiente sería el entierro. Fuimos a pie a la estación de Perrache a lo largo de la calle peatonal y luego atravesamos la vasta plaza Carnot. Domingo, dos de la tarde, calor sofocante. Los burgueses comían en sus casas, los pobres se desperdigaban sobre los céspedes. Aguardando el tren comimos un bocadillo en una terraza. Desde que nos habíamos despedido de los demás no habíamos dicho una sola palabra. Lo que había ocurrido en aquellas dos horas me había trastornado pero también, no encuentro otra palabra, entusiasmado. Tenía ganas de decírselo a Hélène, pero temía que mi entusiasmo fuese inoportuno. Además, no estaba seguro de que Étienne le hubiera gustado tanto como a mí. Hubo un momento en que se había mostrado casi agresiva con él. Dijo que había prometido a Juliette admitir a sus tres hijas en su despacho, una tras otra. Espere, había dicho Hélène, es un poquitín pronto y no vamos a obligarlas, por respeto a la memoria de su madre, a hacerse juristas si les apetece estudiar otra cosa. No se trata de que sean juristas, había respondido suavemente Étienne: hablaba solamente de esos cursos de varios días que se hacen en bachillerato. En varias ocasiones, mientras él hablaba, yo había sentido que a mi lado Hélène se impacientaba, casi se revolvía. Era como ver una película que te gusta con alguien al que le gusta menos, y yo entendía lo que había podido herirla en las palabras de Étienne. Al arriesgarme a romper el silencio para decir que me había parecido un tipo extraordinario, yo esperaba que ella respondiese: un poco catolicón, de todos modos. Para Hélène, como para muchos que se han criado en la religión católica, la apreciación «un poco catolicón» era completamente negativa. Para mí no. Pero ella no dijo esto. A ella también le había conmovido Étienne, o más bien le había conmovido lo que Étienne decía de Juliette. Le interesaba porque había sido el amigo y el confidente de Juliette. Para mí era distinto: empezaba a interesarme por Juliette gracias a lo que de ella había dicho Étienne.

No obstante, comentó ella, lo que él dice sin decirlo es que estaba enamorado de ella.

No lo sé, dije.


La noche siguiente, la primera desde la muerte de Juliette, volví a pensar en lo que nos había contado Étienne y se me ocurrió la idea de contarlo a mi vez. Más adelante tuve muchas dudas sobre este proyecto, lo abandoné durante tres años creyendo que nunca volvería a abordarlo, pero aquella noche se me presentó como una evidencia. Me habían hecho un encargo, bastaba con aceptarlo. Acostado contra Hélène dormida, me exaltaba la idea de un relato breve, algo que se leyera en dos horas, el tiempo que habíamos pasado en la casa de Étienne, y que transmitiera la emoción que yo había sentido al escucharlo. Este programa, en aquel momento, me pareció muy circunscrito, muy factible. Técnicamente habría que escribirlo como El adversario, en primera persona, sin ficción, sin efectismos, y al mismo tiempo era exactamente lo opuesto de El adversario, en cierto modo su positivo. Sucedía en la misma región, el mismo medio, la gente vivía en las mismas casas, leía los mismos libros, tenía los mismos amigos, pero por un lado estaba Jean-Claude Romand, que es la mentira y la desgracia personificadas, y por el otro Juliette y Étienne, que en el ejercicio del derecho y en la prueba de la enfermedad persiguieron sin tregua la justicia y la verdad. Y había una coincidencia que me inquietaba: la enfermedad de Hodgkin, el cáncer del que Romand fingía estar aquejado para dar un nombre confesable a la cosa innombrable que habitaba en él, es la que Juliette, más o menos por la misma época, padeció de verdad.


Hélène, por su parte, decidió escribir un texto para leerlo en el entierro. Hablamos del escrito, yo la ayudaba a ordenar sus ideas. Lo que ella quería decir es que a lo largo de lo que ella llamaba su pequeña vida tranquila, y que nunca había sido ni pequeña ni tranquila, Juliette siempre había elegido. Ella no posponía las cosas, no se volvía atrás. Elegía y se atenía a sus elecciones: su profesión, su marido, su familia, su casa, su forma de vivir juntos, todo menos la enfermedad. Esta vida era la suya, este lugar era el suyo, nunca trató de ocupar otro, sino que lo ocupaba plenamente. Había en esto un sentido que era importante para Hélène, que contrastaba quizá con la representación más caótica que ella se hacía de su propia vida. Al mismo tiempo le volvían a la memoria cosas que carecían de sentido y que la perturbaban. Así como otras personas las alimentan, Hélène viste a la gente que ama. Decía: siempre he tenido ganas de regalarle a Juliette un bolso, un bolso precioso, y en el momento en que entraba en la tienda me acordaba de que no, a causa de las muletas no podía llevar bolso. Pero habría podido regalarle una mochila preciosa, para sustituir aquellas tan feas que llevaba. Habría podido. No me gustaba que usara cosas feas, no le he regalado suficientes cosas bonitas. Es horrible, el último regalo que le he hecho es la peluca. Y también: cuando éramos pequeñas, yo tenía celos porque ella era la más pequeña y la más guapa. Sí, te lo aseguro, tú sólo la has visto al final, te enseñaré fotos. Iba a buscar unos álbumes, los extendía encima de la mesa de la cocina. Yo ya los había hojeado con ella al sacarlos de unos cartones cuando nos mudábamos, pero entonces yo sólo me fijaba en Hélène. Ahora miraba a Juliette, Juliette niña, Juliette muchacha, y era verdad, era guapa. No sé si más que Hélène, no me lo parece, pero era guapa, sí, muy bonita, y en absoluto severa como yo me la había imaginado, sin duda debido a su invalidez y a su profesión. Miraba su sonrisa, miraba las muletas que nunca estaban lejos en la foto y no me parecía valiente sino viva, plena y ávidamente viva. Fue después de haber visto esas fotos cuando le hablé a Hélène de mi proyecto. Temí que se escandalizara: su hermana, a la que yo no había conocido, acababa de morir y, hala, yo decidía escribir un libro sobre ella. Tuvo un momento de asombro y después lo juzgó justo. La vida me había puesto en aquel lugar, Étienne me lo había designado y yo lo ocupaba.


A la mañana siguiente, en el desayuno, Hélène se rió, se rió de verdad y me dijo: me haces gracia. Eres el único tío que conozco capaz de pensar que la amistad de dos jueces cojos y cancerosos, que estudian a fondo expedientes de deudas en el tribunal de primera instancia de Vienne, es un argumento fantástico. Además, no se acuestan juntos y, al final, ella muere. ¿He resumido bien? ¿Es eso, la historia?

Lo confirmé: es eso.



Lo hacíamos así: yo tomaba el tren a las ocho en la estación de Lyon, llegaba a Perrache a las diez y un cuarto de hora más tarde llamaba a la puerta de Étienne. El preparaba café, nos sentábamos a la mesa de la cocina, cara a cara, yo abría mi libreta y él empezaba a hablar. En la época de El adversario, cuando entrevistaba a personas relacionadas con el caso Romand, en Lyon o en la región de Gex, evitaba tomar notas porque temía falsear las frágiles relaciones de confianza que conseguía establecer, o no, con mis interlocutores. De regreso en el hotel transcribía lo que había retenido de la conversación. Con Étienne no tenía estos escrúpulos. Por regla general, ni con él ni con Patrice, más tarde, había reflexionado de un modo estratégico, nunca pensé que tal frase o tal actitud mía entrañase el riesgo de privarme de una simpatía indispensable para mi empresa, nunca tuve miedo de dar pasos en falso. Cuando fui a verle, el día del entierro, para decirle que quería escribir su historia y la de Juliette, y que en adelante tendríamos que hablar, Étienne no había mostrado la menor sorpresa, sino que se limitó a sacar su agenda y proponer una fecha: el viernes, 1 de julio. Nos habíamos embarcado en un proyecto común que implicaba que él me contase su vida, y nunca ocultó el placer que le producía contarla. Le gusta hablar de él, es mi manera, dice, de hablar de los demás y con los demás, y señaló perspicazmente que también era la mía. Sabía que al hablar de él por fuerza tendría que hablar de mí. Lo cual no le molestaba, al contrario. Creo que nada le molestaba y, por tanto, tampoco a mí. Es una situación bastante extraña la de contar no sólo lo que se ha vivido, sino expresar quién eres, lo que hace que seas tú y ningún otro, a una persona a la que apenas conoces. Esta situación se plantea en los primeros tiempos de una relación amorosa y de una cura psicoanalítica, y se planteaba allí con una naturalidad desconcertante. Su manera de narrar, como ya he dicho, era libre y asociativa, con saltos bruscos de un tema a otro, de un tiempo al otro. Yo, por mi parte, tengo el gusto y hasta la obsesión de la cronología. La elipsis sólo me conviene como procedimiento retórico, debidamente catalogado y controlado por mí: de lo contrario me espanta. Quizá porque hay en mi vida una desgarradura, y porque espero repararla tejiendo la trama lo más apretada posible, necesito tomar puntos de referencia como: el martes anterior, la noche siguiente, tres semanas atrás, no omitir ninguna etapa, y en nuestras entrevistas continuamente imponía este orden a Étienne, que a su vez me obligó a comenzar este relato con la evocación de su padre.


Lo describe como un universitario atipico, que sentía curiosidad por todo y enseñó sucesivamente astronomía, matemáticas, estadística, filosofía de las ciencias y semiología, sin centrarse realmente en una disciplina ni hacer, en consecuencia, la carrera a la que podía aspirar. Procedente de las ciencias duras, quería aproximarse a la realidad, a lo humano y las incertidumbres inherentes, y de este modo en los años sesenta se vio dando clases de formación a los obreros de Peugeot en Montbéliard, donde la familia de su mujer poseía una casa inmensa, laberíntica, que era imposible de caldear y que por ello hubo que vender, y de la que Étienne conserva la nostalgia. Por formación, sus patronos entendían una formación científica, habían contratado a un profesor de matemáticas, pero él quería despertar las conciencias y dictaba cursos de filosofía, de política y de ética. Le despidieron al cabo de unos meses, como en no pocos sitios por los que pasó dejando su impronta en algunos espíritus generosos. Era un típico cristiano de izquierdas, lector de Simone Weil y de Maurice Clavel, votante fiel de Rocard, miembro del PSU, bajo cuya etiqueta se presentó a las legislativas de Corrèze, el feudo de la familia por el lado paterno, contra el notable chiraquiano de la región: sin éxito, pero aun así le puso contra las cuerdas. Cristiano en compañía de ateos, en la de los cristianos se transformaba en el terror de los curas, capaz de sostener que Jesucristo se acostaba con Juan, su discípulo bienamado. Había en él un contestatario condenado a ser mal visto por todas las jerarquías, un franciscano que podría haberse establecido en una fábrica o caminar en sandalias al azar de los caminos, pero también un burgués ansioso de reconocimiento y que no podía tomar a la ligera sus fracasos. Étienne considera, desde la distancia, que debió de pasar al menos diez años de su vida sumido en una depresión profunda. Su excentricidad adquiría un gusto amargo, no era agradable, cuando te paseabas con los amigos por la calle, encontrar a tu padre vestido con chaqueta, corbata, calcetines y zapatos negros, y las piernas delgadas y peludas asomando de unos pantalones cortos Adidas, pero desconocía el egoísmo y su hijo no recuerda de él ninguna acción mezquina. De la ley hebraica había asumido el mandamiento de dar a los pobres el diez por ciento de lo que ganaba, y si al final del año no había podido ahorrar esa suma, la pedía prestada para no incumplir su compromiso. Era un justo melancólico y desengañado, pero un justo contra el cual Étienne nunca pudo rebelarse. Sus elecciones, dice, son continuación de las que hizo su padre. Sin ser creyente como él, acata las palabras del Evangelio y recuerda con amistad la capellanía que frecuentaba en Sceaux, donde un sacerdote cuya inteligencia respetaba, otro despertador de conciencias, le hacía leer a Hélder Cámara y a los teólogos de la liberación. Piensa que no es una casualidad que tres de sus compañeros de la capellanía sean magistrados como él, entre los más brillantes, pero también los más izquierdistas de su generación. Al igual que su padre, en el fondo Étienne quiso cambiar la sociedad, hacerla más justa, pero quiso ser más astuto que aquél: un reformista en vez de un quijote.


Étienne me dijo otra cosa de su padre, pero más tarde, cuando fui a verle en el mes de agosto a la casa familiar de Corrèze. Aquella construcción de piedras gruesas y aberturas estrechas pertenecía a los Rigai desde el siglo XVII. Fue su padre el que insistió en comprársela a un primo y en habilitarla con un afán de autenticidad que excluía la calefacción y cualquier otro confort; fue él quien, con su mujer, recogió aquellos muebles rústicos, aquellas paneras, arcones de madera oscura, cátedras de respaldo duro que parecen salidas de un cuadro de Le Nain y apenas dan ganas de sentarse en ellas para leer frente al fuego. Étienne conserva un buen recuerdo de las vacaciones que pasaba allí, de hecho vuelve siempre, pero no por eso está menos convencido de que su padre, durante su infancia, fue víctima de una agresión sexual en aquella casa. Su falta de datos para sostener esta tesis me recuerda una biografía americana del novelistaPhilip K. Dick que se fundamenta en el mismo postulado: el autor no tiene ninguna prueba de que Dick hubiera sido violado de niño, pero considera que todo en su personalidad lo proclama, ésta sólo se puede explicar mediante aquel traumatismo. Cuando se lo señalo a Étienne, él está de acuerdo y reconoce que su convicción dice más cosas de él que de la realidad: quizá no sea cierto, quizá sólo sea un fantasma suyo, la única explicación que ha descubierto para la fobia que su padre tenía al contacto físico. Dios sabe que era un padre afectuoso y, mejor aún, un padre que supo infundirles confianza a sus hijos, pero no les besó nunca, nunca les cogió en brazos, bastaba con que le rozasen para que se estremeciera como al contacto con una serpiente: quizá no lo habían violado, pero lo que es seguro es que el cuerpo le suponía un problema.

¿Le sucedía lo mismo a Étienne? Al principio dijo que no, que todo era normal, pero después, reflexionando, dijo que era solitario en el colegio, que se perdía en ensoñaciones durante el día y que por la noche le atormentaban pesadillas pavorosas, y por último que hasta los dieciséis años mojaba la cama. Reconozco estos rasgos -aunque por mi parte yo mojé la cama durante menos tiempo-, y puedo decir que no, que en realidad no todo era normal.


Étienne supo muy pronto que quería ser juez. Esta vocación me intriga. Conocí en el instituto a un adolescente que de mayor quería ser juez y no sé qué habrá sido de él, pero en mi recuerdo el tipo daba miedo. Tenías la sensación de que al decir juez quería decir poli, y un poli como los que interpretaba Michel Bouquet en las películas de Yves Boisset de la época: hipócrita y perverso, alguien en cuyas manos vale más no caer. Dicho esto, yo quizá me equivocaba, nos equivocábamos los lectores novicios que éramos de Charlie Hebdo: quizá aquel chico era solamente tímido y estaba orgulloso de su vocación, herido porque se burlaban de ella, y se ha convertido en alguien tan notable como Étienne Rigai. Quizá si yo le hubiese conocido a esa edad también habría desconfiado de Étienne. No lo creo, prefiero pensar que nos habríamos hecho amigos.

Una de las cosas que me ha impulsado a escribir esta historia es la manera en que Étienne, la primera vez, dijo: Juliette y yo hemos sido grandes jueces. La seguridad y el orgullo con que pronunció estas palabras eran extraordinarios. Como un artista que aunque sepa bien que su carrera no ha terminado, que hay que continuar, que no hay nada afianzado, sabe al mismo tiempo que tiene en su haber una obra, al menos una, que hace que, a pesar de todo, pueda dormir tranquilo, que el porvenir será el que sea, pero que para él ya se ha jugado la partida y la ha ganado. Al mismo tiempo, esta idea de grandeza vinculada con la profesión de juez me dejaba perplejo. Si me hubieran pedido que citara tres o incluso un solo gran juez me habría quedado in albis, lo único que se me hubiera ocurrido es algunos nombres de los que se habla en relación con expedientes mediáticos, y además estos jueces conocidos del público -Halphen, Van Ruymbecke, Eva Joly- son jueces de instrucción, no magistrados que componen un tribunal con una toga y una bocamanga de armiño, personajes a los que la mitología novelesca y cinematográfica muestra como guardianes más bien antipáticos del orden burgués. Aunque todos estemos de acuerdo con la idea, a la vez convencional y correcta, de que lo que importa no es lo que uno hace sino cómo lo hace, y que es mejor ser un buen charcutero que un mal pintor, todos hacemos más o menos una distinción entre los oficios creativos y los otros, y es sobre todo en los primeros donde la excelencia, compuesta no sólo de competencia, sino también de talento y carisma, puede evaluarse en términos de grandeza. Por ceñirme al mundo del derecho, yo sabía bien lo que era un gran abogado, pero menos bien lo que era un gran ujier. Y un gran juez, francamente, en especial si se trata de un juez de primera instancia, experto no en grandes casos criminales, sino en contenciosos civiles: paredes medianeras, curadurías, alquileres impagados… Digamos que era algo que, a priori, no me fascinaba.

(Y además está la frase del Evangelio: «No juzguéis.»)


Para explicar su vocación, Étienne dice tres cosas. Que le gustaba la idea no de defender a la viuda y al huérfano, sino de dictaminar lo que es justo y administrar justicia. Que deseaba cambiar la sociedad, pero asimismo ocupar en ella un lugar confortable: llevar una vida burguesa sin preocuparse por hacer fortuna. Que, por último, al juzgar se ejerce un poder y que él posee no el gusto del poder, sino el gusto por el poder.

Cuando dice esto último no capto muy bien el matiz, pero ilustra un rasgo de Étienne que he llegado a conocer y que me agrada. Fue un rasgo particularmente llamativo, el día de nuestra visita colectiva. Cada vez que alguien le interrumpía, no para contradecirle, sino para confirmar, completar, comentar lo que él decía, meneaba la cabeza y murmuraba que no, que no era exactamente así. A continuación seguía hablando y decía lo mismo, con un matiz ligerísimamente distinto. Para razonar un poco como él, pienso que para concordar con la gente necesita no estar de acuerdo con ella. Por ejemplo, cuando el padre de Juliette habló de la amistad entre ella y él, se mostró disconforme sobre esta palabra: Juliette y él no eran amigos, eran personas próximas, lo cual no tenía nada que ver. Cuando le conocí mejor, le dije que a mí la palabra amistad me servía para designar lo que había entre Juliette y él, y que si no era así no veía lo que podía ser la amistad. Aun siendo sensible al gusto por la precisión que esto revela, adquirí la costumbre de burlarme de su manía de recusar todo lo que le dicen para reformularlo después de un modo casi idéntico, y le divirtió que yo bromease a este respecto: siempre nos complace que las personas que nos quieren señalen nuestros defectos como razones adicionales para querernos. Desde entonces, Étienne se avino cada vez más a coincidir conmigo.



Estamos en enero de 1981. Yo tengo veintitrés años, hago mi servicio militar como cooperante en Indonesia y escribo allí mi primera novela. Él tiene dieciocho, cursa el último año en Sceaux. Sabe lo que quiere hacer después del bachillerato: la facultad de derecho y a continuación la Escuela Nacional de la Magistratura. Juega al tenis. Todavía es virgen. Y al cabo de varios meses le duele la pierna izquierda. Le duele mucho, cada vez más. Tras varias consultas muy poco concluyentes, le hacen una biopsia y, cuando llega el resultado, el padre de Étienne le lleva con urgencia al Instituto Curie. Tiene el rostro grave, angustiado, no pronuncia la palabra fatídica pero dice entre dientes: hay células sospechosas. Hay varios médicos reunidos alrededor del chico en una sala del sótano. Bueno, muchacho, dice uno de ellos, vamos a intentar que sigas entero.

No vuelves a casa. Te quedas allí.

¿Qué pasa?

¿No lo has comprendido?, se asombra su padre, trastornado y reprochándose no haberse hecho entender: tienes un cáncer.


Las visitas, la presencia de los familiares sólo están autorizadas hasta las ocho de la tarde. Étienne se queda solo en su habitación de hospital. Le dan de cenar, un comprimido que le ayude a dormir, pronto apagan la luz. Es de noche. Es la primera: la noche de la que habló el día en que nos conocimos y que esta vez intenta contarme con detalle porque es importante, muy importante.

Está tumbado en la cama, en calzoncillos porque su padre no había pensado que todo ocurriría tan deprisa, que le ingresarían, y por tanto no le ha llevado lo necesario para pasar la noche. Étienne levanta las mantas para mirarse las piernas, las dos piernas que tienen un aspecto normal, las piernas de un adolescente deportista. En la izquierda, en la tibia de la izquierda, está eso que se esmera en destruirle.

Unos meses antes leyó 1984, de George Orwell. Una escena le causó una impresión terrible. Winston Smith, el héroe, ha caído en manos de la policía política y el oficial que le interroga le explica que su oficio consiste en descubrir en cada sospechoso lo que más miedo le inspira en el mundo. Se puede torturar a la gente, arrancarle las uñas o los testículos, siempre habrá algunos que aguantarán el tormento, sin que se pueda decir de antemano quiénes serán: los héroes no son forzosamente los que se piensa. Pero cuando se ha identificado el miedo fundamental de un hombre, es fácil doblegarlo. Ya no hay heroísmo ni resistencia posible, pueden poner al prisionero delante de su mujer o su hijo y preguntarle si prefiere que le hagan eso a él o a uno de ellos: por muy valiente que sea o aunque les ame más que a sí mismo, preferirá que se lo hagan a su mujer o a su hijo. Es así, existen horrores, distintos para cada uno, que no se pueden afrontar. Por lo que respecta a Smith, el oficial ha investigado y ha averiguado. La cosa espeluznante, insoportable para Smith es una rata en una jaula que le acercan a la cara, y abren la jaula y la rata hambrienta se precipita sobre él y le devora, con sus dientes afilados le muerde las mejillas, la nariz, y pronto encuentra el manjar más exquisito, los ojos, y se los arranca.

Es la imagen que perturba a Étienne la primera noche. Pero la rata está dentro de él. Lo devora vivo desde el interior. Ha empezado por la tibia, ahora asciende a lo largo de la pierna, se abrirá camino dentro de sus entrañas, después le recorrerá la columna vertebral hasta llegar, por último, a los repliegues del cerebro. Es una imagen más que una sensación, curiosamente no siente nada, es como si su cuerpo y el dolor que, sin embargo, no le abandona desde hace meses, se hubieran ausentado, pero es una imagen tan pavorosa que Étienne quisiera morir para ahuyentarla. Para no verla más, quisiera que su cerebro se apagase, que todo se detuviera, dejar de existir. Sin embargo, en el fondo de este horror, llega a decirse: tengo que encontrar otra cosa. Otra imagen, otras palabras, a toda costa, para superar esta noche. Si la supera, sucederá algo que quizá no le salve, pero que ya no será eso. Con la ayuda del somnífero, se sume en una duermevela en cuyo fondo la rata merodea y roe. Vuelve a dormirse, se despierta, las sábanas están empapadas de sudor. Y al amanecer la rata ha desaparecido. Se ha marchado. No volverá. En su lugar hay una frase. Una frase que visualiza como si la tuviera escrita delante de él, en la pared.

Étienne no pronuncia esta frase fulgurante. Pronuncia otras que a mí me parecen aproximaciones, paráfrasis. Ninguna de ellas posee para mí el poder de evidencia y de eficacia del que Étienne habla. Anoto en mi libreta: las células cancerosas forman parte de ti tanto como las sanas. Tú eres esas células cancerosas. No son un cuerpo extraño, una rata que se hubiera introducido en tu cuerpo. Forman parte de ti. No puedes detestar tu cáncer porque no puedes detestar- te a ti mismo (pienso, sin decirlo: por supuesto que puedes). Tu cáncer no es un adversario: es tú mismo.

Entiendo lo que me dice Étienne: que esas frases y la que se oculta detrás de ellas han sido decisivas. Lo creo, sé que habla de algo que ha sonado perfectamente claro en su oído, pero que por ahora no suena claro en el mío. Pienso que hay que esperar, que no hemos acabado el tema de la primera noche.


La imagen de la rata, sin embargo, me resulta familiar. Salvo que el animal que a mí me roe por dentro es un zorro. La rata de Étienne procede de 1984, mi zorro de la historia del niño espartano que estudiábamos en la clase de latín. El niño espartano había robado un zorro que guardaba escondido debajo de la túnica. Delante de la asamblea de ancianos, el zorro empezó a morderle el vientre. El niño, en vez de liberarlo y de este modo confesar su robo, se dejó devorar las entrañas sin rechistar, hasta que le sobrevino la muerte.

Le conté a Étienne que un día fui a ver al viejo psicoanalista François Roustang. Le hablé del zorro que yo aún tenía la esperanza de expulsar descubriendo cómo y por qué, hacia el fin de mi infancia, se había alojado allí, debajo de mi esternón, para comprimirme y roerme el plexo solar. Roustang se encogió de hombros. Ya no creía en las explicaciones ni, por lo demás, en el psicoanálisis, sino sólo en la exactitud de los gestos. Déjelo salir, me dijo. Déjele que se haga un ovillo, ahí, en esa butaca. No tiene otra cosa que hacer. Ya ve, está ahí. Está tranquilo. Y cuando me despedí, al estrecharle la mano: puede dejármelo, si quiere, me dijo. Yo se lo guardo.

Creí que eso resultaría, por un momento. No volví a recoger al zorro, volvió él por su cuenta. Hoy me deja en paz, porque duerme o porque, como espero, se ha marchado definitivamente, pero en la época de mis conversaciones con Étienne, hace tres años, todavía estaba allí. Me hacía sufrir. Y Étienne me ayudaba a escucharle.


Le aplicaron de inmediato la quimioterapia, con la esperanza de salvarle la pierna, y se la salvaron. Soportó valientemente la mayor parte del tratamiento; lo que no soportaba era la idea de perder el pelo y el vello. Era un adolescente inquieto, atormentado, con la virilidad aún no del todo afianzada. Las chicas le asustaban tanto como le atraían. Así que cuando empezó a perder el pelo, cuando a la imagen que veía en el espejo se superpuso la del zombi en que pronto iba a convertirse, calvo, sin cejas, sin vello alrededor del sexo, por más que le asegurasen que volvería a crecer enseguida, la angustia fue tan fuerte que abandonó el tratamiento. Por iniciativa propia, a hurtadillas, sin decírselo a nadie. Solamente le quedaban algunas sesiones que duraban medio día y no tres días como al principio: sus padres le habrían acompañado de buena gana, pero les dijo que prefería ir solo en el metro, y en realidad no iba. En Curie explicó que seguía el tratamiento en una clínica de Sceaux, incluso pidió una receta para ello, y debió de ser convincente, porque nadie llamó a sus padres para cerciorarse de que todo discurría con arreglo al protocolo. Ocupaba las horas que se tomaba libres callejeando por París, hojeando libros en las librerías del Barrio Latino. ¿En qué pensaba al hacer novillos de la quimioterapia como quien falta a las clases sin importancia de fin de curso? ¿Era consciente del riesgo que corría? Él dice que sí. Dice también que cuando tuvo una recaída se preguntó: ¿habría recaído si hubiera seguido la quimioterapia hasta el final? ¿Habría perdido la pierna? No tiene una respuesta, y rápidamente se desinteresó de la cuestión.

Aprobó el bachillerato en junio y el verano siguiente, en lugar de descansar, como le recomendaban, encontró un trabajillo de estudiante en la Fnac Sport, en la sección de raquetas de tenis. El deporte le estaba prohibido, porque si se le rompía la tibia no se le reconstruiría, y a pesar de ello seguía jugando al tenis e incluso al fútbol, una de las actividades donde existe un mayor riesgo de recibir un buen puntapié con una bota, precisamente en la tibia. Una pregunta a la que Étienne tampoco responde es si al afrontar estos peligros manifestaba una despreocupación normal en un adolescente que ha estado al borde de la muerte y quiere vivir sin trabas, o bien una pulsión más oscura.

Al cabo de un año le dijeron que estaba curado. Sólo tenía que pasar las pruebas de control, primero cada tres meses y después cada seis. Iba al Instituto Curie al salir de las clases de derecho en el Panteón. La sala de espera estaba llena de cancerosos a los que miraba con verdadero asco. Se acuerda de que un día llevaron en una camilla a una mujer en un estado espantoso. Debía de pesar treinta y cinco kilos y tenía la cara como si se la hubiesen encogido los jíbaros. Le hicieron entrar antes y él pensó, furioso: ¿por qué ella pasa antes que yo, que tengo tantas cosas que hacer en la vida, mientras que a ella sólo le queda palmar? No se avergonzaba de esta dureza, al contrario: estaba orgulloso. La enfermedad le repugnaba, así como los enfermos; ya no era asunto suyo.Tenía veintidós años cuando recayó. Un dolor tan intenso en la misma pierna que no podía dormir y caminaba con dificultad. Me cuesta creerle cuando me asegura que ni él ni su familia pensaron al instante en una recidiva, porque le consideraban tan bien curado que un dolor en la pierna, incluso muy vivo, no podía ser nada grave: una lesión muscular, una tendinitis. En todo caso, no reconoció aquel dolor. Le enviaron de nuevo al Curie para una radiografía y cuando le dijeron que volviera tres días más tarde a buscar los resultados, la naturaleza de los mismos estaba clara esta vez: se pronunciaron las palabras cáncer y amputación.

La cita en el Instituto era a la una de la tarde y a las nueve de la mañana tenía un examen oral de licenciatura en el Panteón. El examinador se retrasó y a las once todavía le estaban esperando. Étienne fue a la secretaría a explicar su situación: tenía que estar a la una en el Instituto Curie de la calle Ulm. Era importante, iban a decidir si le cortaban o no la pierna izquierda. No es enemigo del teatro y no se privó de disfrutar la turbación que esta noticia suscitaba en la secretaria. Esta propuso que en vista de las circunstancias se pospusiera el examen, sólo para él, pero Étienne se negó y ella se las arregló para encontrar otro examinador. Étienne considera que hizo bien el oral y, habida cuenta a la vez de su mérito y de la compasión que debió de inspirar su estado, aún hoy se asombra de no haber obtenido más que 12 puntos. [5]

En el Curie recibió el veredicto: cáncer de peroné, había que amputar, y lo más rápidamente posible. Los médicos proponían, al igual que cuatro años antes, hospitalizarle de inmediato para operarle al día siguiente, pero Étienne se mantuvo firme: tenía una fiesta el domingo siguiente para celebrar los veinte años de Aurélie, su novia, y quería asistir. Ellos cedieron: ingresaría en el hospital la noche del domingo y la operación se realizaría la mañana del lunes.

Trato de imaginar no sólo su estado al salir de la consulta, sino el de su padre, que le había acompañado. Si hay una pesadilla peor que la de saber que van a cortarte la pierna es saber que se la van a cortar a tu hijo de veintidós años. Su padre, por añadidura, había sufrido en su juventud una tuberculosis ósea y se preguntaba si el cáncer de Étienne no tendría algo que ver con aquello. Esta hipótesis más que dudosa añadía culpabilidad al atroz sentimiento de impotencia que experimentaba. Loco de dolor, pedía en serio que le amputasen la pierna a él para después injertársela a su hijo. Étienne se rió y dijo: no quiero tu vieja pierna, quédatela.

Le pidió que le llevara en coche a casa de Aurélie, que también vivía en Sceaux, y que pasara a recogerle más tarde. Salía con Aurélie desde hacía dos años y habían tenido juntos su primera experiencia sexual. Ella era muy bonita, muy fina, y él todavía piensa hoy que muy bien podrían haberse casado. Se acostaron en la cama y él le dijo: el lunes van a cortarme la pierna, y por fin rompió a llorar. Mientras iba anocheciendo, se quedaron horas abrazados, o más bien él permaneció en los brazos de ella, que le estrechaba con todas sus fuerzas y le acariciaba el pelo, la cara, el cuerpo entero, quizá hasta la pierna que pronto ya no existiría. Ella le decía en voz baja palabras tiernas, pero cuando él le preguntó si le seguiría queriendo con una sola pierna, ella fue honesta: no lo sé.


La víspera de la fiesta sucedió algo extraño. Étienne tomó prestado el coche de su padre, sin decir para qué, y fue a una sauna de la calle Sainte-Anne a tirarse a un tío. Nunca le había ocurrido esto ni le volvió a ocurrir después, no se siente en absoluto homosexual, pero aquella noche lo hizo. Es una de las últimas cosas que hizo en posesión de las dos piernas. ¿Hizo qué, exactamente? Como en algunas escenas de sueño, no se acuerda de nada, o sólo recuerda detalles periféricos. El trayecto de ida. Dejar el coche en un aparcamiento de la avenida de la Ópera, y después buscar aquella calle donde nunca había estado, pagar la entrada en la caja, desvestirse, entrar desnudo en el baño de vapor donde otros hombres desnudos se rozaban, se chupaban, se enculaban. ¿Chupó él, le chuparon? ¿Enculó, le encularon? ¿Cómo era el tío? Todo esto, el corazón de la escena, se ha borrado de su memoria. Sabe solamente que tuvo lugar. Después volvió a Sceaux, se reunió con sus padres, que aún no se habían acostado, y habló con ellos con ese tono neutro que se adopta cuando se produce una catástrofe y, de hecho, no hay nada que decir.


Ignoro si el párrafo anterior figurará en el libro. Étienne ha sido claro: puedes escribir todo lo que te digo, no quiero ejercer ningún control. Sin embargo, yo comprendería muy bien que al leer el texto antes de su publicación, me pidiese que no mencionara este episodio. Más por consideración hacia los suyos que por vergüenza, ya que estoy seguro de que no le avergüenza: es un acto extraño, que él mismo se explica mal, pero no se trata de una mala acción. Dicho esto, creo que tampoco se avergonzaría aunque se tratase de una mala acción. O bien sí, sentiría vergüenza, pero la juzgaría también digna de contarse. Diría simplemente: lo he hecho, me avergüenzo, esta vergüenza forma parte de mí, no voy a renegar de ella. Creo que la frase: «Humano soy y nada de lo humano me es ajeno» es, si no la forma suprema de la sabiduría, en cualquier caso una de las más profundas, y lo que me gusta de Étienne es que se la toma al pie de la letra, es incluso lo que según él le confiere el derecho a ser juez. No quiere suprimir nada de lo que le hace humano, pobre, falible, magnífico, y por la misma razón yo no quiero cortar nada en el relato de su vida.

(Nota de Étienne, en el margen del manuscrito: «No hay problema, déjalo.»)


La fiesta de cumpleaños de Aurélie no era sólo una fiesta de jóvenes. Estaban sus amigos, pero también sus padres, y todas las edades mezcladas. No fue por la noche, sino por la tarde, en el jardín florecido. Habían ensayado un espectáculo, Étienne iba a cantar. Cantó. El dolor era tan fuerte que se apoyaba en muletas. Todos los que le rodeaban sabían que ingresaría en la clínica esa misma noche y que al día siguiente le amputarían la pierna.

Hacia las seis, estaba tendido debajo de un árbol, con la cabeza sobre las rodillas de Aurélie, que le acariciaba el pelo. A veces levantaba los ojos hacia su rostro. Ella le sonreía, le decía en voz muy baja: estoy aquí, Étienne. Estoy aquí. Él volvía a cerrar los ojos, había bebido un poco, no mucho, escuchaba el rumor de las conversaciones alrededor de ellos, el zumbido de una avispa, portezuelas de coches que se cerraban de golpe en la calle. Se encontraba bien, habría querido que aquel momento durase para siempre, o que la muerte le sorprendiera así, sin darse cuenta. Después su padre vino a buscarle y le dijo: Étienne, es la hora. Aún hoy se imagina lo que representó para su padre decir: Étienne, es la hora. Parece algo insuperable, y sin embargo lo hizo. Estas palabras se pronunciaron y estos gestos se ejecutaron con calma; pero en el fondo, dice Étienne, podría haberse puesto a gritar, a discutir, a decir que no, no quiero, como algunos condenados a muerte cuando van a buscarles a su celda y les dicen exactamente lo mismo: es la hora. Pero no, le ayudaron a levantarse y él se levantó.

Así es: me levanto para ir a que me amputen.



Pidió a los suyos que estuvieran presentes cuando despertase y allí estaban todos a su alrededor: sus padres, su hermano, sus hermanas y Aurélie. La primera sensación al salir de la anestesia general fue: ya no me duele. El tumor comprimía el nervio y causaba un dolor que desde hacía meses se había vuelto insoportable. Así pues, ya no le duele. No siente nada. Pero ve: la forma de su pierna derecha extendida debajo de la sábana, la forma de su muslo izquierdo y, a partir de donde debería haber una rodilla, la sábana baja, ya no hay nada. Tardará en atreverse a levantar la sábana y la manta, en incorporarse para extender la mano y recorrer con ella el espacio que ocupaba la pierna. Sólo piensa en esto, tiene una pierna menos, y al mismo tiempo la olvida constantemente. Nada se la recuerda si no mira el vacío en el lugar de la pierna, si no comprueba que ya no está. Su cerebro razonador ha registrado la información, pero no es el cerebro razonador el que tiene conciencia de su cuerpo y le hace moverse. Llegará el día en que querrá vestirse, ponerse los calzoncillos, no le pillará desprevenido, se habrá preparado, habrá pensado: me han amputado, ahora voy a hacer un gesto que hago por primera vez desde la amputación, y tendré que hacerlo de una forma distinta a todas las veces en que lo he hecho antes. Lo habrá pensado, pero cuando tenga los calzoncillos entre las manos y se agache, hará primero el gesto de introducir el pie izquierdo, sabiendo muy bien, viendo perfectamente que ya no tiene pie izquierdo, y necesitará un esfuerzo consciente para introducir sólo el pie derecho, subirlo lentamente a lo largo de la pierna derecha y de la columna de vacío del otro lado, hasta que llegue más arriba de la rodilla y pueda continuar, como siempre ha hecho, subiendo por los muslos, levantando, para acabar, las nalgas, y ya está: se ha puesto los calzoncillos. Ocurrirá igual con todo, habrá que corregir el programa, pasar del procedimiento normal al procedimiento «amputado». Habrá que domesticar no sólo el vacío en el lugar de la pierna, sino también el paso del vacío a la pierna cortada, lo que se denomina con una palabra fea y que tampoco designa un objeto muy agradable: el muñón. Es un momento crucial del aprendizaje, el momento en que por primera vez la mano toca el muñón. No está muy lejos, basta estirar el brazo, pero inspira cierta repugnancia tocar eso, necesitará todavía mucho tiempo, y Étienne dista mucho de haber llegado a este punto, para admitir, prever como posible que otra persona, y en particular una mujer, pueda algún día tocar el muñón con amor, acariciarlo, para que no sea una zona cuidadosamente evitada. Se supone que debe hacer todo este aprendizaje en el centro de reeducación de Valentón, cerca de Créteil, adonde le trasladan al salir de la clínica. Despacha muy rápido este episodio. Lo que dice es que se cuentan muchas mentiras sobre una amputación. Te explican: vamos a amputarle por encima de la rodilla, es la altura ideal para la prótesis, y pronto podrá llevar una vida normal. Y luego, en el centro de reeducación, le preguntas al médico cuándo podrás volver a jugar al tenis y él te mira como si te hubieras vuelto loco: al ping-pong sí, el ping-pong está muy bien, pero olvídate del tenis. Te dicen también, antes de ponerte la prótesis: en cuanto te hayas acostumbrado a ella, formará parte de ti, será realmente como si tuvieras una pierna nueva. Y cuando llega el día de probarte la prótesis, hace clic-clac y comprendes que es un engaño, que nunca será una pierna nueva. Cuando te ven llorar, los cuidadores te dicen con dulzura que todo el mundo pasa por esto, que el aprendizaje requiere un tiempo, pero los demás amputados, los que están un poco más adelantados que tú en este aprendizaje, te dicen (al menos te lo dijo uno de ellos): bienvenido al club, bienvenido al club de los que son desde ahora tres cuartas partes hombre y una cuarta metal.

Étienne huyó. Tenía que quedarse tres meses en el centro, pero desde la primera semana pidió a sus padres que le comprasen un coche, su primer automóvil de inválido, provisto de un solo pedal, para salir cuando le apeteciera, y al cabo de quince días volvió a su casa. Como los cancerosos del Instituto Curie, los amputados de Valentón le repugnaban, rechazaba una amistad o incluso un compañerismo nacidos de aquella solidaridad.


El año de quimioterapia, en cambio, no era negociable. Fue un año atroz. Eran curas de tres días, una vez al mes, y durante esos tres días no paraba de vomitar, sencillamente. Tres días vomitando cuando ya no tienes nada que vomitar. La idea de volver aterraba cada vez a Étienne. En principio, piensa que hay que vivirlo todo lúcidamente, estar presente en todo lo que te acontece, incluso el sufrimiento, ya en esta época era su solo ideario, pero en aquel caso no, no servía de nada, era demasiado asqueroso, demasiado humillante, valía más ausentarse de sí mismo, y pidió que le atontasen con medicamentos. Su madre estaba autorizada a asistir a las sesiones y sostenerle la palangana, pero no Aurélie: no quería que ella le viera de aquel modo. Hoy, veinte años después, lo lamenta. Dice que es incluso una de las cosas que más lamenta de su vida, mucho más que el haber huido de la primera quimioterapia: Aurélie quería estar a su lado, era su lugar porque le amaba, y él no le dejó ocuparlo. No confió en ella.

Además de enfermarle horriblemente, la quimioterapia le produjo la pérdida del pelo y el vello, tal como había temido la primera vez. Se le cayó casi todo, no todo. Aurélie insistía en que se afeitara el que le quedaba, pero él se negó, conservó algunos mechones largos que le afeaban todavía más. No sin razón, ella le reprochaba este extremismo. Étienne se miraba desnudo en el espejo: aquella cosa flaca, blanca, glabra, sin pierna, era él. El joven deportista que era pocos meses antes se había convertido en aquel mutante. Aurélie aguantó casi un año y después le dejó. Entre los veintidós y los veintiocho años, Étienne estuvo sin mujer.


Había empezado una psicoterapia después del primer cáncer. Asegura que no tenía nada que ver con la enfermedad, de la que entonces se consideraba curado, no: la inició a causa de problemas sexuales. No se extiende más sobre este tema, pero lo que me parece seguro es que la confianza sexual que hoy posee es proporcional a la miseria que la precedió. En la época del segundo cáncer y la amputación, su psicoterapeuta iba a verle todos los días a la clínica. Era apenas diez años mayor que Étienne. Un paciente joven, canceroso y amputado era algo nuevo para él. Decía: los dos somos novatos, no sé qué hacer, no sé adónde vamos. A Étienne esto le tranquilizó.

La psicoterapia se transformó en un análisis que duró nueve años. A lo largo del período en que Étienne fue alumno de la Escuela Nacional de la Magistratura en Burdeos, y después magistrado en el norte, dos veces por semana tomaba el tren a París y no faltó a ninguna de las sesiones. De esta experiencia asidua extrajo, más aún que una familiaridad, una confianza casi religiosa en el inconsciente. No es, o al menos no se declara creyente, pero tiene el gusto y el don de abandonarse a este poder que, en el fondo de sí mismo, es más poderoso que él, quizá también más sabio. Este poder no es exterior, no es un dios personal ni trascendente. Es todo lo que, siendo él, no es él, lo que le supera, le inspira, le maltrata y le salva, y a lo que poco a poco ha aprendido a dejar que actúe. No diré que llama inconsciente a lo que los cristianos denominan Dios, pero quizá sí a lo que los chinos llaman Tao.

Llegado a este punto, voy con pies de plomo. Me figuro que habló mucho de su cáncer en sus sesiones de psicoanálisis y, para decir las cosas brutalmente, me asombra que con una fe semejante en el poder del inconsciente se declare tan hostil a toda interpretación psicosomàtica del cáncer. Sobre este particular, Étienne no discute, sino que tira a dar. Dice que a la gente que dice: viene de la cabeza, o del estrés, o de un conflicto psíquico no resuelto, tengo ganas de matarla, y también la mataría cuando dice lo que va unido a esto: te libraste porque has luchado, porque tuviste valor. No es cierto. Hay personas que luchan, que son muy valientes y sucumben. Por ejemplo: Juliette.

Dijo esto desde el primer día, el de su encuentro con la familia de ella, lo repitió durante nuestra primera entrevista a solas, y yo hice cada vez como si estuviera de acuerdo, pero la verdad es que no estoy seguro de estarlo. Por supuesto, no tengo una teoría ni autoridad para tenerla sobre una cuestión tan controvertida y, por otra parte, imposible de zanjar. Al expresarme a este respecto, sé que no digo nada sobre la etiología del cáncer, sino, a lo sumo, algo de mí, que es lo siguiente: por un lado, intuitivamente, pienso que no, que el cáncer no es una enfermedad que viene del exterior, por azar (en todo caso no siempre, no forzosamente), y por otro, y sobre todo, creo que Étienne, en el fondo, tampoco lo piensa, o que finge que lo piensa con tanta vehemencia que no deja de parecer una defensa.


Releí Bajo el signo de Marte, [6] de Fritz Zorn, que me perturbó, como a tantos otros lectores, cuando se publicó en 1979. Las primeras frases dicen así: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Por supuesto, también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir. Pero con el cáncer existe una doble relación: por una parte es una enfermedad corporal, de la cual probablemente muera en un futuro no muy lejano, pero que quizá pueda llegar a superar y a sobrevivir; por la otra, el cáncer es una enfermedad del alma de la que sólo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión.» Y ésta es la última frase: «Me declaro en estado de guerra total.» Parece demasiado hermoso, pero es cierto: Zorn, que quiere decir «cólera», es un seudónimo: el verdadero nombre del autor era Angst, que quiere decir «angustia». Entre estos dos nombres, entre estas dos frases, aquel joven patricio dócil, alienado, «educado a muerte», como dice él, se convirtió al mismo tiempo en un rebelde y en un hombre libre. La enfermedad, la aterradora cercanía de la muerte le enseñaron quién era, y saber quién eres -Étienne diría más bien: dónde estás- se llama estar curado de la neurosis. Al releer Bajo el signo de Marte no he dejado nunca de pensar en la vida que habría vivido Zorn si hubiese sobrevivido, en el hombre realizado que habría llegado a ser si hubiera tenido la oportunidad de gozar de esta ampliación de la conciencia que había pagado tan cara. Y pensé que ese hombre realizado era para mí Étienne.


No me atreví a decírselo, ni a hablarle de otro libro, menos conocido y que aquel verano me impresionó casi tanto como el otro. Se titula Le Livre de Pierre y es una larga entrevista de Louise Lambrichs con Pierre Cazenave, un psicoanalista que durante quince años sufrió un cáncer del que murió antes de la publicación de su libro. No se definía como alguien «que tiene un cáncer», sino como un «canceroso». «Cuando me anunciaron que tenía cáncer», dice, «comprendí que siempre lo había tenido. Era mi identidad.» Psicoanalista y canceroso, se hizo psicoanalista para cancerosos, partiendo de la intuición personal e íntima, pero verificada con la mayor parte de sus pacientes, que «el peor sufrimiento es el que no se puede compartir. Y el enfermo de cáncer casi siempre experimenta este sufrimiento por partida doble. Doblemente porque, enfermo, no puede compartir con quienes le rodean la angustia que siente, porque debajo de este sufrimiento yace otro, más antiguo, que data de la infancia y que tampoco ha sido compartido ni observado por nadie. Pues bien, lo peor es eso: que nunca te hayan visto, que no te hayan reconocido nunca».

Para eso sirve, dice, psicoanalizar a los cancerosos: para ver y reconocer este sufrimiento, para que al menos el paciente se cure de él. Lo cual no le librará de la muerte, pero entre Molière, que se burlaba de los médicos cuyos enfermos mueren curados, y el gran psicoanalista inglés Winnicott, que pedía a Dios la gracia de morir plenamente vivo, Pierre Cazenave está claramente de parte de Winnicott. Su cliente es el enfermo que acoge su enfermedad no como una catástrofe accidental, sino como una verdad que le concierne íntimamente, una oscura consecuencia de su historia, la expresión última de su infelicidad y desazón ante la vida. En ese enfermo, y cuando Pierre Cazenave habla de ese enfermo habla también de él mismo, no ha llegado a construirse algún elemento del narcisismo primario. Una falla profunda horada el más antiguo núcleo de la personalidad. Según él, hay dos clases de hombres: los que sueñan a menudo con que caen en el vacío y los demás. Los segundos han sido sostenidos, y bien sostenidos, viven en la tierra firme, se mueven con seguridad por ella. Los primeros, por el contrario, sufrirán toda su vida vértigo y angustia, un sentimiento de no existir realmente. Esta enfermedad del bebé puede subsistir mucho tiempo de un modo silencioso en el adulto, en forma de una depresión invisible incluso para él, y que un día se transforma en cáncer. Entonces no se asombra, lo reconoce. Sabe que ese cáncer es él. Toda su vida ha temido una cosa que, en efecto, ha llegado. En quienes han vivido este desastre y que, por supuesto, lo han olvidado, el anuncio de la enfermedad mortal resucita el recuerdo: el desastre actual reactiva el antiguo y causa un malestar psíquico intolerable cuyo origen no comprenden. Pierre Cazenave analiza esta aflicción verdaderamente pavorosa como el sobresalto desesperado de aquel ser clandestino que, en el fondo de sí mismo, nunca ha tenido derecho a la existencia y que de repente oye que tiene los días contados. Para quien siempre ha tenido la sensación de existir, el anuncio de la muerte es triste, cruel, injusto, pero puede integrarlo en el orden de las cosas. Pero ¿y para quien, en el fondo de sí mismo, ha tenido siempre la sensación de no existir realmente? ¿De no haber vivido? El psicoanalista propone a este paciente que transforme la enfermedad e incluso la cercanía de la muerte en una última oportunidad de existir realmente. Cita esta frase misteriosa, desgarradora, de Celine: «Quizá sea eso lo que buscamos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor congoja posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.»Pierre Cazenave no es un teórico, habla únicamente de la experiencia: la suya y la de sus pacientes, con la cual la vincula, son la fórmula con que define su arte, y me gustaría ser digno de apropiármela, «una solidaridad incondicional con la congoja insondable que entraña la condición humana». En el cuadro clínico que describe, reconozco a alguien que no tenía cáncer, que, es horrible decirlo, no tuvo esta suerte, y que se inventó uno porque sabía oscuramente que era su verdad, porque oscuramente aspiraba a que sus células reconocieran esta verdad. Como no la reconocieron, no le quedó más remedio que la mentira. Ese alguien es Jean-Claude Romand. En el cuadro reconozco también una parte de mí mismo, la que se reconoció en Romand, pero yo tuve suerte, pude hacer libros con mi dolencia en vez de metástasis y mentiras. Reconozco, por último, algo de Étienne, que tenía pesadillas horribles, que mojaba la cama hasta muy tarde, que está convencido de que su padre fue violado de niño. Así que, por supuesto, no creo que todos los cánceres se expliquen de este modo, pero creo que hay personas cuyo núcleo central tiene una fisura prácticamente desde el principio, y que, a pesar de todos sus esfuerzos, su valentía, su buena voluntad, no pueden vivir realmente, y que una de las maneras en que la vida, que quiere vivir, se abre un camino en ellos es quizá la enfermedad, y no una cualquiera: el cáncer. Precisamente porque creo esto me escandalizan tanto los que dicen que somos libres, que la felicidad se decide, que es una elección moral. Para esos profesores de la alegría la tristeza es una falta de gusto, la depresión una señal de pereza, la melancolía un pecado. Estoy de acuerdo, es un pecado, incluso un pecado mortal, pero hay personas que nacen pecadoras, que nacen condenadas, y a las que todos sus esfuerzos, todo su coraje y su buena voluntad no liberarán de su condición. Entre los que tienen una fisura en el núcleo y los que no la tienen ocurre igual que entre los pobres y los ricos, igual que la lucha de clases, sabemos que hay pobres que dejan de serlo, pero que la mayoría no, siguen siéndolo, y decirle a un melancólico que la felicidad es una decisión es como decirle a un hambriento que coma bollos. Así que yo creo que la enfermedad mortal y la muerte pueden ser para esas personas una oportunidad de vivir, como afirma Pierre Cazenave, y lo creo tanto más porque, si hay que confesarlo todo, en algunos momentos de mi vida he sido lo bastante desdichado como para desearlas. Al escribir esto pienso que ahora estoy muy lejos de aquello. Pienso incluso, por presuntuoso que sea decirlo, que estoy curado. Pero quiero recordarlo. Quiero recordar aquel que he sido y que son muchas otras personas. No quiero volver a serlo pero tampoco quiero olvidarlo ni mirar por encima del hombro al hombre al que el zorro devoraba y que hace tres años empezó a escribir este libro.

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