El pez escorpión, el libro de Nicolas Bouvier que yo leía en Ceilán, también termina con una frase de Céline: «La peor derrota en todo es olvidar, y es sobre todo lo que te lleva a la tumba.»



Al salir de la Escuela Nacional de la Magistratura, Étienne optó por dos cosas: afiliarse al sindicato de jueces y aceptar un puesto difícil, el de juez de aplicación de penas en Béthune. El sindicato es la guarida de pequeños jueces rojos que se niegan a formar parte del círculo de notables, pisan los talones a los criminales de guante blanco y son acusados de administrar una justicia de clase en versión inversa. El ejemplo clásico de esta tendencia es la historia del notario de Bruay-en-Artois, acusado de violación y asesinato no sobre la base de indicios convincentes, sino debido a su hermosa casa, su hermoso coche y su barriga de rotario. En cuanto a Béthune, precisamente es igual que Bruay, el norte desheredado: desempleo, miseria, residuos mineros abandonados y violaciones, en los aparcamientos, de analfabetas alcohólicas por otros analfabetos alcohólicos. Aunque las dos opciones de Étienne se sostienen, van juntas, no tardaron en contradecirse. Bastante rápido, se sintió apadrinado por algunos de los más mayores del sindicato, que evolucionaban en el mundo político. Esos cuarentones de la generación del 68 habían sabido aprovechar el triunfo de la izquierda para repartirse los puestos importantes. Aún tenían por delante veinte años largos para monopolizarlos y obstruir las carreras de sus colegas más jóvenes, pero un novicio talentoso y flexible podía recoger las migajas. Era el segundo septenato de Mitterrand. Joven promesa de la izquierda judicial, Étienne fue elegido para participar en una comisión de reforma de la aplicación de las penas que habría podido abrirle las puertas de un despacho ministerial. Uno de los componentes de su deseo de ser juez era, según propia confesión, el gusto por el poder y por una vida confortable, y por tanto no podía ignorar, él, que tiene una aguda conciencia de clase, que se estaba desclasando. En otro tiempo, los jueces eran personas importantes, pero el año en que salió de la Escuela Nacional de la Magistratura, en 1989, fueron relegados por el protocolo a una posición inferior a la de los subprefectos, y poco a poco empezaron a no invitarles ya a las recepciones oficiales. A diferencia de la mayoría de altos funcionarios, que sobre todo en provincias tienen coche oficial y alojamiento gratuito, no gozan de ningún privilegio en especie. Trabajan en locales sin calefacción, con viejos teléfonos grises, sin ordenadores y con secretarias judiciales adustas. En una generación, el notable que ostentaba el más alto rango se ha convertido en un don nadie que se desplaza en metro, almuerza el menú de una cafetería, y cada vez más a menudo ese don nadie es una mujer, signo inconfundible de la proletarización de un estamento. Étienne, que ama las comodidades y se considera un burgués, tenía todos los motivos para aprovechar la primera ocasión de emigrar hacia esferas más pudientes. No dice hasta qué punto se lo habían propuesto, pero sé que es demasiado orgulloso para jactarse de ello, y creo que también ha sido el orgullo la causa de que haya elegido, elegido realmente, es decir, pudiendo hacerlo, ser un pequeño juez de a pie entre los mendigos de Pas-de-Calais.

Lo que hace en su despacho de juez de aplicación de penas se parece un poco a lo que ocurre en la consulta de un psicoanalista. Su función es escuchar y tratar de descubrir lo que es capaz de oír el tipo que tiene delante.

Su clientela se compone de gente muy baqueteada: muchos son heroinómanos y seropositivos. Las posibilidades de que se rehabiliten son escasas, las buenas palabras son a priori inútiles. Sin embargo existen esas buenas palabras, es decir, las que son a la vez verdaderas y oportunas, y en ocasiones hasta eficaces.

Lo que Étienne descubre ante estos individuos perdidos, aplastados, en mala situación desde el principio, es que cuanto más difícil es oír lo que le dicen, tanto más sosegado está. Ante los sufrimientos ajenos, recobra instintivamente la postura que le permitió soportar los suyos cuando tenía cáncer. Anclarse en el fondo de sí mismo, en las entrañas. No rebelarse, no luchar, dejar que actúe el medicamento, el curso de la enfermedad, el de la vida. No buscar algo inteligente que decir, dejar que las palabras salgan libremente de la boca: no son necesariamente las buenas, pero sólo así tienen éstas una oportunidad de salir.

Muchas veces habla de sí mismo. A alguien que tiene miedo y se desprecia, le habla de su propio miedo, de la imagen degradada que pudo tener de sí mismo. A un enfermo le habla de su enfermedad. No son temas en los que adopta una púdica reserva. Sus dos cánceres y la falta de una pierna impresionan a sus clientes, y él lo sabe. No tiene escrúpulos en utilizarlo, es bueno que sus miserias sirvan para algo.

¿Para qué sirven, de hecho? ¿Para ser más humano? ¿Más sabio? ¿Mejor? Dice que detesta esta idea. Respondo que a mí me parece correcta. Un poco biempensante, un poco catolicona, diría Hélène, pero en definitiva justa, y Étienne constituye la prueba viviente.

¿Qué quieres decir? ¿Que soy un tío majo porque he tenido cáncer y me han cortado una pierna? ¿No exageras un poco?

Digo que no, no, reconozco que es más complicado, que puedes haber tenido un cáncer y seguir siendo un cabrón o un cretino, pero de hecho sí, es eso lo que digo. Y lo que no digo, de la misma forma que no hablo de Fritz Zorn o de Pierre Cazenave, es que en mi opinión su cáncer le ha curado.


Trato de imaginar a ese joven juez que cojea por las aceras de Béthune. No vive allí, no exageremos, alquila un apartamento en Lille. Tiene sus libros, sus discos. Por la noche se quita la prótesis y se acuesta solo en la cama. Siempre solo. Los tratamientos, la degradación física, la caída del pelo y del vello han sometido su libido a una dura prueba. Ahora está mejor, le ha crecido el pelo, tiene ingenio, cabe decir que es un hombre seductor, pero no se puede decir, francamente, que la falta de una pierna no sea un problema en la vida y con las mujeres. Aún no ha encontrado a la que le aceptará tal como es, la que le habría amado con dos piernas pero que va a conocerle y amarle con una sola. ¿Presiente que ocurrirá, que algo va a cambiar y a hacer posible el amor, la confianza? ¿O bien desespera? No, no desespera. Ni siquiera ha desesperado en el fondo del pozo. Siempre ha conservado ese apetito de vivir elemental que, a la salida de las pesadillescas sesiones de quimioterapia, le impulsaba a empujar la puerta del café que había enfrente del Instituto Curie, acodarse en la barra y pedir un bocadillo enorme de salchichón que devoraba diciéndose que, a pesar de todo, era bueno vivir, y vivir en la piel de Étienne Rigai. Esto no obsta para que sea prisionero de lo que los psiquiatras llaman un double bind, un doble impedimento que le hace perder en los dos tableros. Cruz, ganas tú; cara, pierdo yo. Que te rechacen porque sólo tienes una pierna es duro; peor aún es que te deseen por la misma razón. La primera vez, dice, que una chica me dio a entender que no se acostaba conmigo por esto, fue una bofetada en plena jeta. Pero a otra chica le oí por casualidad decir delante de un montón de gente: me excitaría acostarme con Étienne porque tiene una pata de palo, y te aseguro que esto fue todavía más difícil de encajar. Sin embargo, también hay que aprender a hacerlo. Una cosa que me ayudó fue que hacia el final de aquel largo desierto sexual, tuve una relación con una chica que había sido violada por su padre en la infancia y, más tarde, en la adolescencia, por dos desconocidos. Estaba totalmente aterrorizada por el sexo. A mí también, en aquella época, me aterraba el sexo. Los dos estábamos aterrados, y sin duda por eso nos acostamos juntos. Hicimos lo que pudimos para tener menos miedo, y fue algo extraordinario. Sexualmente extraordinario, te digo, de una ternura y un abandono increíbles: una de las grandes experiencias de mi vida. Se la he contado a menudo, en mi despacho de juez, a mujeres violadas, o a muchachos, incluso. Les decía: es verdad, lo que os ha ocurrido pesa sobre la sexualidad, es un trauma terrible, un impedimento, pero debéis saber que hay personas a las que esa discapacidad les hará un bien enorme y, si la aceptáis, a vosotros también.


Al buscar en Google las palabras «sexualidad, discapacidad», encontré un sitio llamado Overground, destinado a las personas que se sienten sexualmente atraídas por los amputados. Se llaman a sí mismas los «fervientes» -en inglés, devotees-, y algunos son más que fervientes, son «aspirantes» -wannabees-, es decir, que aspiran a amputarse ellos mismos para identificarse con el objeto de su deseo. Los aspirantes que realizan de verdad el acto son raros, la mayoría se contentan con acariciar la idea, con crear fotomontajes en los cuales se ven con el muñón que sueñan. Los que van hasta el final viven un calvario. He leído el testimonio de uno de ellos: durante años buscó en vano un cirujano comprensivo que accediese a cortarle una pierna sana, y acabó por destrozársela él mismo con una escopeta de caza, con la eficacia suficiente para que la amputación se hiciera inevitable. Fervientes y aspirantes forman una comunidad bastante avergonzada, que quisiera liberarse de esta vergüenza: no somos perversos, dicen sus miembros, nuestros deseos son ciertamente especiales, poco comunes, pero son naturales, y quisiéramos poder hablar abiertamente de ellos. Admiten que son deseos difíciles de realizar. La conjunción ideal sería que un ferviente encontrase a un aspirante, éste se haría amputar y los dos disfrutarían de su complementariedad en una armonía perfecta: la gran ventaja de Internet es favorecer esta clase de encuentros, partiendo del principio de que todo está permitido entre adultos que consienten, incluido, como ocurrió hace unos años, el contrato entre un individuo que quería comerse a uno de sus semejantes y otro que, al menos al principio, se declaraba dispuesto a que se lo comieran. Pero esta conjunción ideal es rara, la vocación del aspirante es más fantasmática que otra cosa, y lo que sucede con mayor frecuencia en la realidad, como en el caso de los homosexuales que siguen en el armario, es que el ferviente -convengamos en que es un hombre- está casado con una mujer que ignora totalmente sus deseos y que se horrorizaría si los descubriera. En el sitio web le aconsejan que haga tentativas prudentes, que proponga a su compañera juegos eróticos en los que se utilicen muletas, pero está claro que el gusto por la amputación es menos confesable que el de la sodomía o el ondinismo, y que son aún menores las posibilidades de convertir a esas prácticas a alguien que no tenga ya la tendencia. La tercera vía, que debería ser la más gloriosa, es encontrar a una persona ya amputada. En principio se podría pensar que estas personas cuya invalidez repugna a tanta gente deberían estar contentas de encontrar a otras a las que, por el contrario, les atrae. El problema, que ni siquiera puede encubrir un sitio militante y proselitista, es que la mayoría de los amputados involuntarios -es decir, la mayoría de los amputados- reaccionan como Étienne cuando una chica le dijo que deseaba acostarse con él a causa de su pata de palo: les asquea. Experimentan repulsión por el deseo de los fervientes, a los que no se les puede recomendar la hipocresía: al cortejar a una amputada, el ferviente debe ocultarle cuidadosamente que lo hace a causa de su minusvalía; ella tiene que creerse deseada como si no la tuviera.


Era mi segunda visita y Étienne y yo hablábamos desde la mañana. Al llegar la hora de comer, telefoneó a su mujer para proponerle que se reuniera con nosotros en el restaurante italiano al que ya me había llevado la primera vez. Yo sólo me había cruzado con Nathalie en el entierro de Juliette y me preguntaba con un poco de inquietud qué pensaría de la extraña empresa en la que su marido y yo nos habíamos embarcado, pero en cuanto estuvo sentada al lado de él en el banco, rubia, decidida, risueña, mi inquietud se disipó. La situación parecía divertirle, si Étienne confiaba en mí ella también, y me contaron a dos voces, con un placer manifiesto, lo que en su mitología personal llamaban el cuarto de hora americano: una expresión que yo no conocía y que designa el momento en que, en una fiesta, las chicas toman la iniciativa del ligue.

Estamos en el otoño de 1994. Étienne concluye su psicoanálisis. Aunque objetivamente nada ha cambiado, considera que en él se ha abierto algo, que la pelota está ahora en el campo de la vida. Su analista lo aprueba y se encaminan juntos hacia una sesión que deciden ambos que será la última. Es un momento muy perturbador: dos veces por semana durante nueve años, le has dicho a alguien todo lo que no se cuenta a nadie, has mantenido una relación que no se parece a ninguna otra, y he aquí que de común acuerdo se pone fin a este vínculo juzgando que es su culminación: sí, la verdad, es perturbador. Terminada esta última sesión, Étienne vuelve a tomar en la estación del Norte el tren a Lille, donde a última hora de la tarde da su primera lección a un grupo de abogados muy jóvenes. Nathalie forma parte de este grupo, que se reúne después en el café para hablar. Algunos han adorado a Étienne, otros lo han aborrecido. Ella le ha adorado. Le ha parecido brillante, original, iconoclasta. La dulzura de su voz la ha emocionado, ella adivina detrás de su humor una riqueza de experiencia, un misterio que la fascinan. Investiga, averigua que él vive solo, se pasea solo, va solo a comprar libros en la Fnac. Étienne le gusta cada vez más. En las clases siguientes, le parece que él se interesa por una chica de su promoción, pero apenas le preocupa, primero porque la chica ya está comprometida con otro, y segundo porque aunque él no lo sepa todavía, ella sabe que es el hombre de su vida. Le invita a una velada y Étienne no se presenta. Termina el curso, era un ciclo breve, sólo algunas sesiones. Entonces ella va a verle al tribunal y le explica que los estudiantes, insatisfechos, quisieran como mínimo una más. No es cierto, pero Nathalie reúne a una docena de amigos para que hagan de comparsas en esta sesión adicional, muy informal, que se celebra en casa de Étienne. Al final, los estudiantes se marchan. Nathalie se demora y le propone ir al cine. La película que ven, Rojo, de Kieslowski, cuenta la historia de un juez cojo y misántropo, interpretado por Jean-Louis Trintignant, pero no prestan la menor atención a esta coincidencia porque al cabo de diez minutos ella le besa. Acaban la tarde en casa de él, y ella se queda a dormir. Étienne comprende que está sucediendo algo enorme y se asusta. Estaba previsto que él se iría al día siguiente a pasar una semana de vacaciones en Lyon, en casa de una amiga y, con intención de calmarse, cobrar distancia, parte. Se queda una noche en casa de su amiga, y esa noche comprende que no sólo se ha enamorado, sino que se trata de un amor confiado, compartido, cierto, que va a constituir el fundamento de toda su vida. Por la mañana telefonea a Nathalie: vuelvo, ¿quieres que nos veamos en mi casa? ¿Quieres vivir conmigo? Ella se presenta con sus pertenencias, ya no se separarán. Pero Étienne tiene otra cosa menos alegre que decirle: aunque no se ha hecho pruebas desde hace varios años, para no desanimarse aún más, está más o menos seguro de que la quimioterapia le ha vuelto estéril. Nathalie no niega que es un problema porque quiere tener hijos, pero en lugar de pararse a examinarlo se afana de inmediato en buscarle una solución. Compra un libro del biólogo Jacques Testart sobre las diversas técnicas de procreación asistida: si ninguna funciona, concluye, optarán por la adopción. De todos modos, antes hay que hacer de nuevo el test. Ella decide, organiza; él la sigue, maravillado. Todo lo que constituye un peso tan grande en su vida, la pierna que le falta, sus temores, su probable esterilidad, ella lo asume y se apaña: forma parte del conjunto, y el conjunto le conviene. Le acompaña a masturbarse para el banco de esperma y la semana siguiente van a recoger los resultados. La secretaria le dice a Étienne que la doctora quiere verles personalmente, cosa que les inquieta más bien, pero cuando la doctora abre la puerta de la sala de espera sonríe al verles apretujados el uno contra el otro y cogidos de la mano en el banco de escay negro, y yo también sonrío al mirarles, once años más tarde, en el banco del restaurante. Estos días he dado muchas malas noticias, dice la doctora, así que tengo ganas de darles una buena: pueden tener un hijo. Al salir, dicen: bueno, ¿nos ponemos? El mes siguiente Nathalie está embarazada.


Ella es del norte y está harta del norte, y él también. Además hace poco que uno de sus colegas penalistas, con la expresión sagaz del que ve sobre ti más lejos que tú, le repite a Étienne que está hecho para el tribunal de instancia. El colega es mucho mayor, de derechas, católico, un auténtico magistrado a la vieja usanza, hay muchas cosas en las que disienten, pero se aprecian, y Étienne no aborrece la idea de recurrir a la opinión de otra persona, al igual que, sin tener él mismo una inclinación clara, se entregaría al azar o, como en un caso parecido, yo mismo me someto a los consejos sibilinos del I King. Étienne considera que está bien decidir, pero puedes decidir que decidan otros, aceptar por las buenas un consejo o una propuesta, no coagular el curso de la vida obcecándose con algo tan contingente como la voluntad propia. A priori yo no me veía realmente como juez de primera instancia, pero si Bussières me ve tan bien en esa función, ¿por qué no? ¿Por qué no presentar mi candidatura a esa vacante en el tribunal de primera instancia de Vienne? Vienne está muy cerca de Lyon, Nathalie puede inscribirse en el colegio de abogados de Lyon, y además hará más calor que en Béthune.



Vienne, subprefectura del Isère, es una ciudad de 30.000 habitantes que tiene vestigios galo-romanos, un barrio antiguo, un paseo bordeado de cafés, un festival de jazz en julio. Es, por lo demás, una ciudad tan burguesa como desheredada es Béthune. Círculo de notables, dinastías de comerciantes o de togados, fachadas severas tras las cuales se dirimen a puerta cerrada las querellas por herencias: a Étienne más bien le divertía verse catapultado a esta provincia de las películas de Chabrol, sobre todo porque no se trataba de vivir en Vienne, sino sólo de ir tres veces por semana, media hora de coche desde el barrio de Perrache, donde acababan de encontrar el apartamento en que residen hoy. Le divertía, sí, sus relatos hacían reír a Nathalie, el centro de gravedad de su vida estaba en otra parte, en el hermoso apartamento que se complacían en decorar y donde acababa de nacer su segundo hijo. No obstante, cuando el abogado llegó con media hora de retraso, sin disculparse, a la primera audiencia que Étienne presidía, comprendió que se libraba una prueba de fuerza a la que no le convenía doblegarse. Los abogados del colegio de Vienne llevan allí veinte años, sus padres les han precedido, sus hijos les sucederán, y cuando ven aparecer a un juez nuevo, lo primero que hacen es darle a entender que son los propietarios de la casa y él un simple inquilino del que se espera que acate las normas. Étienne convocó al abogado y le dijo, amablemente: es la primera vez, no lo he registrado como un incidente de audiencia, pero, por favor, no vuelva a hacerlo o las cosas irán mal.

Dio resultado.


Cuando era juez de aplicación de penas, su trabajo consistía en recibir a gente cara a cara en su despacho. En vaqueros y camiseta, les escuchaba, hablaba, para ayudarles encontraba soluciones concretas que la mayoría de las veces no tenían nada de jurídico. Las relaciones con estas personas podían prolongarse años. Ahora, en el tribunal de primera instancia, lo presidía con toga en un estrado, rodeado de una secretaria judicial y un ujier también vestidos con toga y que le profesaban un respeto jerárquico un poco demasiado envarado para su gusto. También en la primera audiencia hubo un suceso burlesco: al salir de la sala de deliberaciones, cedió galantemente el paso a la secretaria, a la cual esta excentricidad pilló desprevenida. Ella rechazó el gesto, tan azorada como si sospechara que él pretendiera aprovecharse para sodomizarla, y Étienne observó que en lo sucesivo ella se cuidaba mucho de encontrarse lejos de él, a su espalda, hasta que había cruzado el umbral. Hasta el último instante, fingía que estaba ordenando expedientes en la mesa, con las manos un tanto temblorosas. Esta solemnidad suscitaba una sonrisa de Étienne, pero echaba en falta las relaciones personales con los encausados. Las decisiones que tomaba recaían sobre la vida de personas a las que, en el mejor de los casos, sólo había visto cinco o diez minutos. Ya no se ocupaba de individuos, sino de expedientes. Además, tenía que apresurarse. La acumulación de casos impulsa a practicar una justicia mecánica, tal infracción exige tal multa, tal vicio contractual desencadena tal jurisprudencia, y hay que darse prisa porque la productividad, es decir, el número de sentencias dictadas, es un criterio decisivo en la calificación de un juez para su ascenso. A Étienne no le molestaba ser rápido; al contrario, le gusta, pero se ha prometido no ceder a la tentación de la criba y seguir viendo cada expediente como una historia singular, única, que requiere una solución jurídica particular.


Aquel otoño fui dos veces a Vienne para dar una vuelta por el juzgado. Es un bello edificio del siglo XVII, que domina la plazuela donde se encuentra el templo de Augusto y Livio, orgullo del casco viejo. Cuando no estaba «en audiencia», tal como un día me sorprendí diciendo, me entrevistaba con jueces, secretarios judiciales y abogados que me había recomendado Étienne. Les interrogaba sobre lo que hace exactamente un juez de primera instancia y sobre la manera en que lo hacían Juliette y Étienne, y ellos me preguntaban cómo pensaba utilizar yo esta información. ¿Como un piadoso homenaje a mi cuñada recientemente fallecida? ¿Como un documento sobre la justicia en Francia? ¿Como un panfleto sobre el endeudamiento excesivo? Yo no sabía qué contestar. Les notaba conmovidos al ver que un escritor se interesaba por los tribunales de primera instancia, que no interesan a mucha gente, pero al mismo tiempo recelosos. El nombre de Étienne no me abría las puertas tan de par en par como había esperado. La magistrada que le sucedió, y a la que llamé para decirle que deseaba presenciar durante una o dos semanas las sesiones del tribunal, me respondió que un stage no se improvisaba de cualquier manera. Yo en ningún momento había hablado de stage, sino que me había limitado a avisarle por cortesía de que tenía la intención de asistir a audiencias que en su mayoría eran públicas, pero, como sucede a menudo cuando cometes la estupidez de pedir una autorización que no es necesaria, el asunto cobró una importancia exagerada; ella no podía asumir la responsabilidad de darme su aprobación, se precisaba la del presidente del tribunal de casación. ¿Y por qué no el del ministro de Justicia?, bromeó Étienne, no tan asombrado. Comprendí que la sombra de su antecesor pesaba sobre la nueva titular del cargo, y que ella debía de verme como un espía a sueldo de Étienne, un emisario del emperador que venía a despertar fantasmas en plena Restauración.


A fin de cuentas, hice algo que se parecía a un stage y comprobé lo que me había dicho Étienne: que el juez de primera instancia es el equivalente judicial del médico de barrio. Impago de alquileres, desalojos, embargos del sueldo, tutela de minusválidos o ancianos, litigios sobre sumas inferiores a 10.000 euros: las superiores a esta cifra competen al tribunal de gran instancia, que ocupa la parte noble del juzgado. Para quien ha frecuentado los juicios penales o los de delitos, lo menos que se puede decir es que la primera instancia ofrece un espectáculo ingrato. Todo es pequeño en ella, las faltas, las reparaciones, las sumas. La miseria está allí, pero no ha degenerado en delincuencia. Se chapotea en la materia pegajosa de lo cotidiano, se trata de personas que se debaten en dificultades tan mediocres como insuperables, y la mayoría de las veces ni siquiera ves a esas personas porque no asisten a la audiencia, ni tampoco su abogado porque no lo tienen, y hay que conformarse con enviarles la decisión judicial mediante una carta certificada que una vez de cada dos ni siquiera se atreven a recoger.


El pan cotidiano del penalista en el norte era la delincuencia de los toxicómanos-seropositivos. El del civilista en Vienne era el contencioso del consumo y el crédito. Ya he dicho que Vienne es una ciudad burguesa, Isère no es el más pobre de los departamentos franceses, pero bastaron unas semanas para que Étienne descubriese que vivía en un mundo donde la gente está abrumada por las deudas y no se las quita de encima. En las audiencias civiles, una pequeña querella por un muro medianero o los daños ocasionados por el agua resultaba refrescante, porque rompía durante unas decenas de minutos el monótono desfile de las entidades de crédito que llevaban a juicio a deudores morosos.

Ni la vida ni sus estudios habían preparado a Étienne para esta forma de desdicha social. La única vez que un profesor de la Escuela Nacional de la Magistratura había hablado del derecho de consumo fue con un desdén irónico, como si fuera un derecho destinado a imbéciles, personas que firman contratos sin leerlos y a las que es demagógico querer asistir. Los libros de texto enseñan que el fundamento del derecho civil es el contrato. Y el fundamento del contrato es la autonomía de la voluntad y la igualdad de las partes. Nadie se compromete o debería comprometerse contra su voluntad; los que lo hacen tienen que sufrir las consecuencias: serán más prudentes la próxima vez. A Étienne no le habían hecho falta ocho años en Pas-de-Calais para aprender que los hombres no son libres ni iguales, pero no por eso tenía menos apego a la idea de que se deben respetar los contratos, pues de lo contrario no habría sido jurista. Educado en un medio burgués, nunca había tenido auténticos problemas de dinero. Nathalie y él tenían una cuenta conjunta, una libreta de ahorro, un seguro de vida y un préstamo para el apartamento cuyas mensualidades el banco cobraba automáticamente de la cuenta y que ellos habían calculado que sería lo bastante nutrida para no tener que preguntarse nunca si era razonable irse de vacaciones. En materia de crédito revolving, lo único que sabía era que su tarjeta de afiliado a la Fnac le daba derecho, según le habían explicado, a facilidades de pago que nunca utilizaba, porque prefería comprar al contado libros y discos y regalar algunos más con sus puntos de fidelidad. Algunas veces, pero no muchas porque no figuraba en los ficheros, encontraba en su buzón anuncios publicitarios de entidades de crédito. «Sírvase a su gusto de su reserva de dinero», dice Sofinco. «Disfrútelo desde hoy», propone Finaref. «¿Necesita dinero rápidamente?», se inquieta Cofidis. «Es el momento de aprovecharlo», asegura Cofinoga. Los tiraba a la basura sin fijarse en ellos.

Desde que veía desfilar por la audiencia a los que los habían firmado, veía de otra forma estos folletos. Descubría lo fácil que es convencer a los pobres de que, aun siendo pobres, pueden comprar una lavadora, un automóvil, una consola Nintendo para los niños o simplemente alimentos, que pagarán más adelante y que no les costará, como quien dice, nada más que si pagasen al contado. A diferencia de los préstamos más controlados y menos onerosos que conceden los bancos clásicos, de los que, por otra parte, las entidades de crédito son filiales, estos contratos se concluyen en un santiamén: basta con firmar en la parte inferior del impreso que se titula «oferta previa». Se puede hacer en la caja del establecimiento, es válido de inmediato, se renueva tácitamente, se saca lo que se quiere y cuando uno quiere, da la agradable sensación de ser dinero gratuito. Los términos de la oferta no disipan esta sensación en absoluto. No hablan de préstamo, sino de «reserva de dinero», no de crédito, sino de «facilidad de pago». El texto dice, por ejemplo: «¿Necesita 3.000 euros? ¿Le interesarían 3.000 euros por un euro al mes? Pues bien, querida señora, ha tenido suerte, porque gracias a su fidelidad como cliente -de nuestro establecimiento, de nuestro centro de venta por correspondencia- ha sido recomendada para beneficiarse de una oferta totalmente excepcional. A partir de hoy, puede pedir la apertura de una reserva de crédito que asciende hasta 3.000 euros.» El coste sumamente elevado de este crédito figura en la letra pequeñísima en el reverso de la oferta; la haya leído uno o no, de todas maneras casi siempre se firma porque es el único medio, cuando no tienes dinero, de comprar lo que necesitas o bien lo que no necesitas pero te apetece, simplemente te apetece, porque incluso cuando eres pobre tienes apetencias, ahí está el drama. Allí donde el banco tendría la prudencia de decir que no, la entidad de crédito dice siempre que sí, y por eso los banqueros dirigen amablemente hacia ella a los clientes que siempre están en números rojos. Si ya estás fuertemente endeudado, la entidad no quiere saberlo. No controla nada: firme abajo de la oferta y gaste, es lo único que piden. Todo va bien mientras pagas la mensualidad, o más bien las mensualidades, porque lo propio de este tipo de créditos es acumularse, es fácil que te encuentres con una docena de tarjetas en la mano. Fatalmente llegan los incidentes de pago: no puedes hacerles frente. El organismo de crédito emprende una acción judicial. Exige el pago de las sumas debidas, más el de los intereses previstos en el contrato, más el de las penalizaciones de demora asimismo estipuladas en el contrato, y todo esto asciende a mucho más de lo que habías imaginado.


Aquel año hubo un proceso que hizo mucho ruido. Se trataba de una pareja que ganaba 2.600 euros al mes, él como obrero y ella como auxiliar de enfermería. Quisieron suicidarse y matar a sus cinco hijos porque al cabo de doce años de vivir a crédito, con seis cuentas bancarias, veintiún créditos revolving, quince tarjetas y cerca de 250.000 euros de deudas, sus acreedores les llevaron a juicio. Las exigencias de pago siguieron a las ofertas atrayentes; como todo el mundo se les echó encima al mismo tiempo, se les hizo imposible reintegrar un crédito con ayuda de otro, abrir una nueva línea que les permitiese postergar los pagos. El juego ya no se podía jugar, se había acabado. Una última tarjeta, aún no rechazada, sirvió para comprar ropa nueva para que los niños llegasen correctamente vestidos al otro mundo, que su padre se representaba con un candor siniestro como «el mismo, pero sin las deudas». El suicidio colectivo fracasó, sólo murió una de las hijas. En el juicio, al padre le condenaron a quince años y a la madre a diez. Este caso emocionó a toda Francia. Es patético, me dice Étienne, pero no realmente ejemplar porque los Cartier utilizaban el crédito alegremente y vivían por encima de sus medios. Compraban un televisor y una consola de juegos para cada niño, electrodomésticos de gama alta, cambiaban compulsivamente de coche, de muebles, de equipamiento, se abonaban a todo y a cualquier cosa; en suma, tenían el perfil de la gente a la que el menos avispado de los vendedores sabe, al empujar la puerta de su casa, que les podrá endosar lo que quiera. Los sociólogos definen ese perfil como el del sobreendeudado «activo», que la crisis ha convertido en minoritario con respecto al «pasivo». A este último no se le puede reprochar que consuma con exceso y que utilice el crédito de forma insensata por la sencilla razón de que es pobre, muy pobre, y no tiene otra opción que pedir prestado para llenar de paquetes de pasta su carrito de la compra. Es el que tiene más de cincuenta años y percibe la prestación mínima, o bien la mujer sola con hijos, en paro, sin cualificación, sin más perspectiva, en el mejor de los casos, que encontrar un empleo a tiempo parcial, precario y mal pagado, con el clásico efecto perverso de que trabajar, si lo consigue, será a la postre menos ventajoso para ella que ir tirando con las ayudas a las que puede aspirar. Estas personas sólo tienen deudas y nada con que pagarlas. Sus expedientes se amontonan en el despacho del juez de primera instancia.

¿Y qué hace este juez? En principio, no dispone de mucho margen. Ve perfectamente que por un lado hay un pobre diablo estrangulado y por el otro una gran empresa que no tiene sentimientos, pero no es su vocación tenerlos y tampoco la del juez. Entre el pobre diablo y la gran empresa hay un contrato, y el papel del juez es hacer que se ejecute este contrato, ya obligando a pagar al deudor, ya ordenando su embargo. El problema es que en la mayoría de los casos el deudor es insolvente e incluso inembargable, es decir, que sólo tiene lo estrictamente necesario para sobrevivir. Hasta mediados del siglo XIX se resolvía este dilema condenándole a la cárcel por deudas, procedimiento del que Étienne me informa que si ha caído en desuso no es por humanidad, sino porque el mantenimiento de los presos era incumbencia de los acreedores, no del Estado, y el interés económico acabó prevaleciendo sobre la satisfacción de ver castigado al culpable. Hoy existe otra solución, que es la comisión del sobreendeudamiento.


Étienne estaba todavía estudiando en 1989, cuando la ley Neiertz, bajo la presión de la urgencia social, creó en cada departamento comisiones encargadas de encontrar una solución para lo que es evidente que no existe ninguna. Para el profesor que se burlaba del balbuciente derecho de consumo, considerado una asistencia inmerecida a los idiotas, fue un poco el fin del mundo, el establecimiento de algo absolutamente nuevo y jurídicamente escandaloso: el derecho a no pagar las deudas. En teoría no se trata de eso, sino de calcular lo que, apretándose el cinturón al máximo, las personas sobreendeudadas pueden pagar cada mes, y de proponerles, así como a sus acreedores, un plan de reintegro. De hecho, en cuanto se termina de hacer malabarismos con los plazos, los informes, el nuevo plan de pagos escalonados, llega un momento en que hay que hablar de extinción de la deuda, y esta revolución jurídica quedó confirmada quince años más tarde, en una situación que incluso había empeorado, por la adopción de la ley Borloo, que instituyó el «procedimiento de restablecimiento personal», asimismo llamado «quiebra civil». Desde entonces se aplica a los particulares el principio de la quiebra comercial, es decir, que si a la vista de su historial se juzga su situación «irremediablemente crítica» -lo que desde ningún punto de vista es un diagnóstico fácil de emitir-, lisa y llanamente se cancelan sus deudas y allá se las compongan sus acreedores.

Aún no se había alcanzado este punto cuando Étienne llegó a Vienne, en 1997. Pero las asociaciones de consumidores y de parlamentarios, tanto de derecha como de izquierda, militaban en esa dirección en contra del lobby de las entidades de crédito. Citaban el ejemplo de Alsacia y Moselle, donde se practica desde hace mucho tiempo sin que la tierra haya dejado de girar. Y desde 1998 la ley Aubry hizo posible una renuncia parcial a las deudas, recomendada cada vez con más frecuencia por las comisiones de so- breendeudamiento. El juez seguía o no estos dictámenes, pues dependía de él, de su filosofía del derecho y de la vida.


Asistí en Vienne a algunas audiencias de este tipo. No las presidía Étienne, que hoy ya no es juez de primera instancia, sino otro llamado Jean-Pierre Rieux, que había ocupado el puesto antes de Juliette y cuya vacante, tras la muerte de ésta, le encomendaron que cubriese provisionalmente. Étienne, que trabajó dos años con Rieux, me habló de él con afecto: ya verás, es lo contrario que yo, pero sabe dónde está. «Sabe dónde está» es el mayor cumplido en los labios de Étienne. Al principio yo comprendía mal el sentido de esta frase, pero ahora lo comprendo mejor, sin duda porque yo también sé mejor dónde estoy. En la cincuentena, robusto, antiguo jugador de rugby, antiguo docente reconvertido en magistrado tardíamente y por la puerta pequeña, Jean-Pierre se complace en recordar que hasta 1958 lo que hoy se denomina juez de primera instancia se llamaba juez de paz. Así ve él su profesión: conciliar, hacer que la gente se arregle entre ella. Una de las cosas que le gustaba y que hace cada vez menos por falta de tiempo, era desplazarse al lugar concreto. Un tipo llega y te dice: el portero electrónico que me ha instalado la empresa Chisme no funciona. ¿Y qué haces tú? Vas a ver el portero electrónico. Coges el coche, embarcas a tu secretaria, llamas a la empresa Chisme para que también venga al lugar, con un poco de suerte se ponen de acuerdo para firmar, in situ, un acta de conciliación y después todo el mundo se va a tomar algo. Estos apaños campesinos no eran el estilo de Étienne. A él no le gustaba desplazarse al lugar. Lo que le gustaba, o mejor dicho lo que ha empezado a gustarle, es el derecho puro, la sutileza del razonamiento jurídico, mientras que Jean-Pierre reconoce de buen grado que es un jurista expeditivo. Yo, de derecho, no sé nada, dice, encogiéndose de hombros, lo único que quiero es que a la gente no la estafen demasiado.

Las audiencias relacionadas con el endeudamiento, al contrario que las audiencias civiles, no se celebran en la sala grande del tribunal, sino en una habitación pequeña bautizada la «biblioteca» porque hay algunos códigos sobre una estantería, y sin el menor decoro. La secretaria judicial lleva toga y corbata, pero el juez está en mangas de camisa. Parece que estás en una oficina de empleo o en cualquier otro servicio social, y lo que ves y oyes no desmiente esta impresión.


El desarrollo de estas sesiones varía muy poco. Unas personas han entregado un expediente a la comisión de sobreendeudamiento, que en cada departamento es una delegación del Banco de Francia (como le han retirado todos sus poderes, hay que darle al Banco de Francia algo que hacer, dice Jean-Pierre). Puede ocurrir que el expediente haya sido declarado inadmisible y que recusen esta decisión. Puede ocurrir que lo hayan admitido, que la comisión haya establecido un plan de reintegros y que uno o varios acreedores impugnen este plan, que disminuye o incluso anula la deuda. Puede ocurrir, por último, que el juez declare válido el plan sin ninguna otra forma de proceso.

Antes de que la secretaria haga entrar al cliente, Jean-Pierre echa un vistazo a la cubierta de cartón del expediente. La longitud de la columna donde figuran los nombres de los acreedores permite evaluar la magnitud de los daños. Por lo que respecta a la señora A., mueve la cabeza: ha visto casos peores.


Cuarenta y cinco años, obesa, embutida en un chándal verde y malva, con los cabellos cortos pegados a la frente y gafas gruesas de fantasía con motivos fluorescentes, es evidente que la señora A. no las tiene todas consigo. Al interrogarla, Jean-Pierre hace todo lo posible para tranquilizarla. Es cordial, bonachón, dice, bueno, veremos lo que se puede hacer, y sólo su tono indica que se podrá hacer algo. La señora A. gana 950 euros al mes como asistenta hospitalaria, tiene a su cargo dos hijos de seis y cuatro años, percibe las prestaciones familiares y la ayuda personalizada a la vivienda, pero como trabaja esta ayuda ha disminuido y sólo cubre ahora un tercio del alquiler. Su situación se volvió crítica cuando se divorció, tres años atrás, porque todas las cargas se han multiplicado por dos. Cuando Jean-Pierre le pregunta si tiene coche, ella intuye que es una pregunta peligrosa porque un coche es un bien que se puede embargar, y se apresura a explicar que lo necesita sin falta para ir a trabajar. Jean-Pierre le dice que nadie va a quitarle el coche, que de todos modos tiene más de diez años y, perdone que se lo diga, no vale nada. Y gastos de canguro para los niños, ¿tiene usted esos gastos? Sí, confiesa la señora A., como si fuera vergonzoso.

Basándose en todas estas informaciones, la comisión ha calculado, según un baremo previsto por el Código laboral, la parte de sus ingresos que puede destinarse al reintegro de las deudas: 57 euros mensuales. Las deudas en cuestión, entre los impuestos, la OPAC [7] de Vienne, que le alquila el apartamento, el Crédit municipal de Lyon y las entidades de crédito France-Finances y Cofinoga, ascienden a 8.675 euros. La comisión ha hecho su cálculo: en diez años puede devolver un máximo de 6.840 euros. Quedan 1.835 euros, que propone que se extingan. El problema consiste en saber quién va a sufrir las consecuencias. La ley dice que el fisco tiene la prioridad en el cobro. Después está la OPAC de Vienne, acreedor con función social al que no conviene arruinar. Así que los que quedan relegados son el Crédito municipal, France-Finances y Cofinoga. La comisión ha comunicado a los tres esta propuesta. Dos no han respondido, lo que significa que la aceptan. France-Finances, en cambio, la rechaza, y la señora A. se inquieta mucho por ello, ya que le han enviado una carta muy dura diciendo que no quiere pagar, porque ellos saben muy bien que de hecho puede hacerlo. ¿Tiene la carta?, pregunta Jean-Pierre. La señora A. rebusca resoplando en el bolso plastificado que al llegar ha depositado ante ella, encima de la mesa, y al que se agarraba como a una boya, sin soltarlo un segundo. Entrega la carta a Jean-Pierre, que la lee, y después le pregunta si alguien ha ido a visitar a sus vecinos o ha telefoneado a su lugar de trabajo. Sí. De acuerdo, dice Jean-Pierre, ahora voy a explicarle lo que va a ocurrir. Emitiré mi decisión dentro de dos meses, es la norma, pero prefiero decírsela ahora mismo. Lo que voy a hacer es aceptar la propuesta de la comisión. Esto quiere decir que voy a cancelar la deuda que tiene con France-Finances y que ya no tendrán derecho a enviarle cartas, a llamarle al trabajo ni a hablar con sus vecinos. Si lo hacen violarán la ley y usted puede venir a decírmelo. Ahora, por su lado, tiene que pagar 57 euros al mes, al fisco y a la OPAC, y tiene que pagarlos todos los meses sin falta. Mientras lo haga, mientras respete escrupulosamente su plan, no tendrá problemas. La otra cosa es que no debe pedir nuevos préstamos. Ninguno. ¿Ha comprendido? La señora A. ha comprendido y se marcha aliviada.

Seguro que ella hará todo lo que pueda, comenta Jean- Pierre en cuanto la señora A. ha cerrado la puerta. No digo que lo conseguirá, porque con 950 euros al mes, dos hijos a su cargo, el litro de gasolina a un euro y pico cuando necesitas el coche para ir al trabajo, el alquiler que sube y la ayuda a la vivienda que baja, me pregunto cómo se las va a arreglar. Me hacen gracia los que dicen que un plan de sobreendeudamiento es facilísimo, te cancelan las deudas y se acabó, pero es una vida infernal, lo único que haces es pagar, pagar durante diez años, no hay ahorro posible, no hay crédito posible, no hay consumo de confort, y el cálculo es tan ajustado que no puedes equivocarte, el menor gasto imprevisto se convierte en un desastre. El coche te deja tirado y estás muerto. No hay que hacerse ilusiones, buena parte de la gente que viene aquí vuelve. Espero que ella no, pero ellos, mira: mira sólo la lista.


En el expediente del señor y la señor L. hay una buena veintena de acreedores: bancos, arrendadores, entidades de crédito, pero también mecánicos, pequeños comerciantes, compran al fiado en todas partes, y aunque no deben sumas muy elevadas, la cuenta es voluminosa. Entran. Los dos treintañeros, él esquelético, con la tez terrosa, la cara devastada por los tics, ella gordita, con la cara afectada de cuperosis, y si la señora A., durante toda la audiencia, estaba al borde de las lágrimas, la señora L. parece bien lejos de ellas, perdida en la apatía. La pareja se ha separado hace poco, pero siguen siendo solidarios frente a sus acreedores. Ella ha conservado la vivienda que ocupa con sus cuatro hijos, él duerme en el coche, que ya no funciona. En los últimos tiempos, ella ha trabajado algunos meses de camarera y él de viajante a domicilio: trataba de endosar extintores de más de cincuenta kilos de peso a ancianos que ni siquiera podían levantarlos. Le despidieron porque no vendía suficientes, y ella, por su lado, no pudo continuar porque el coche ya no arranca, su turno terminaba tarde de noche y no había autobús para volver a casa. Los dos son seropositivos. Con unos recursos que se limitan a las ayudas sociales, un endeudamiento tan alto y una posibilidad casi inexistente de «retorno a una fortuna mejor», según la expresión jurídica vigente, cabe preguntarse por qué no les han aconsejado la quiebra civil, que cancelaría todas sus deudas, en vez de dirigirles a la comisión de sobreendeudamiento, que no puede llegar tan lejos. Deben cerca de 20.000 euros. Sólo Dios sabe cómo, calcularon que su capacidad de reintegro era de 31 euros al mes. Es suficiente para establecer un plan para ciento veinte meses sin la menor esperanza de que se respete. Pero no piden más, se ve que están agotados, lo único que quieren, de hecho, es una tregua, unas semanas al abrigo de las empresas de cobro que, a pesar de su evidente insolvencia, despliegan todo su arsenal: los carteles rojos bien visibles en el buzón, la ronda a los vecinos para informarles afablemente de las penalidades de la pareja y hasta la visita a los niños, a los que van a ver el miércoles por la tarde para decirles que transmitan el mensaje a papá y mamá. Si no pagan lo que deben, os echarán de esta casa. Papá y mamá os quieren, no quieren que durmáis en la calle, así que decidles que paguen lo que deben, quizá os escuchen a vosotros, que sois sus hijos. Parece que hago miserabilismo, pero ocurre como digo, y lo peor, añade Jean-Pierre, es que esos mismos tipos que ejercen ese detestable oficio son pobres diablos, se les ve desfilar todas las semanas por la comisión de sobreendeudamiento, y cuando les preguntan a qué se dedican dicen que trabajan a tiempo parcial para empresas de cobro, y cuando les echan el guante ni siquiera entienden por qué. En suma, Jean-Pierre preguntó a los L. si no les interesaría más la quiebra civil, precisando que este procedimiento significaba la extinción de todas las deudas, pero ellos dijeron que no, que ya habían rellenado un expediente y estaban demasiado cansados para rellenar otro. Jean- Pierre suspiró y dijo que de acuerdo. Pero ¿han visto bien su plan de reintegro? ¿Han visto que tienen que pagar 31 euros mensuales? Respondieron que sí, y yo tuve la sensación de que también habrían dicho que sí si les hubiera dicho 310 o 310.000 euros. Antes de que se fueran, Jean-Pierre quiso cerciorarse de que los servicios sociales les prestaban asistencia, que en alguna parte había personas con las que podían hablar, y ellos volvieron a decir que sí y se marcharon como si ya no tuvieran fuerzas para seguir en aquella habitación, contestar a estas preguntas, hacer acto de presencia en una obligación de la vida. Su plan de reintegro había sido notificado a sus acreedores, acompañado de una convocatoria puramente formal. Sólo lo había impugnado una entidad de crédito, pero no había enviado a nadie, pensando probablemente, y con toda razón, que el asunto estaba perdido de antemano. Sin embargo, cuando la secretaria salió a buscar a los clientes siguientes, volvió por sorpresa con un individuo de camisa de cuadros que también venía por el expediente L. Venía porque había recibido una convocatoria. Trabajaba en Intermarché, que se había constituido en acreedor por dos cheques sin fondos de 280 euros. Al oír esto me dije: a estas alturas, Intermarché bien podía haberse resignado a perderlos. Pero, como siempre, era más complicado, porque en vez de Intermarché se trataba de un supermercado en régimen de franquicia en Saint-Jean-de-Bournay, un pueblo no lejos de Rosier, y el sujeto de la camisa de cuadros no era en absoluto un cínico representante de la gran cadena distribuidora, sino un pobre explotado que cuando faltaban 280 euros en la caja debía ponerlos de su bolsillo. Al entrar acababa de cruzarse con los L. y les había reconocido, y con aire de fastidio admitía: la verdad es que esos dos no tienen pinta de estar boyantes. Usted lo ha dicho, confirmó Jean-Pierre con un suspiro, así que no voy a andarme con cuentos. Llega un momento, por desgracia, en que hay que ver las cosas como son, y yo no soy más poderoso que el Banco de Francia, no puedo inventar dinero donde no lo hay. Ya ve usted la lista: hay muchos acreedores, prácticamente ningún ingreso, cuatro hijos, así que… ¿Qué?, dijo el hombre. Así que ya lo ha visto, su plan de reintegro. El Banco de Francia propone el pago de algunas deudas y la cancelación de las demás. Hubo un silencio y después el hombre dijo: ah…, es una solución. Era evidente que la consideraba penosa, y sobre todo que estaba asombrado de que la defendiese un juez. Entonces Jean-Pierre se levantó y, con el plan en la mano, dio la vuelta a la mesa para sentarse al lado del hombre y explicarle: no está todo perdido, mire. El plan comprende ciento veinte meses, lo que francamente me parece un poco ambicioso, teniendo en cuenta la precariedad de su vida. Pero verá, para usted no propone la cancelación pura y simple de la deuda. Lo que propone es nada de nada durante cincuenta y tres meses, el tiempo en que ellos paguen a los acreedores prioritarios, y después 31 euros durante nueve meses. No es imposible que usted recupere su dinero dentro de un poco más de cuatro años. No puedo prometérselo, no sé dónde estará esa pareja dentro de cuatro años, pero es posible. El hombre de la camisa de cuadros no se fue realmente tranquilo, pero tampoco desmoralizado.


Étienne aprendió con Jean-Pierre el oficio de juez de primera instancia. En el fondo estaban de acuerdo. Pensaban que las entidades de crédito se exceden, y se alegraban cuando se les presentaba la ocasión de acorralarlas. Pero hacían apaños. Trataban de arreglar los asuntos caso por caso, sin teoría jurídica, sin preocuparse de sentar jurisprudencia. Después Étienne supo que otro juez de primera instancia, Philippe Florès, había convertido su tribunal de Niort en la avanzadilla de la protección del consumidor. Étienne es consciente de su propia valía, no pretende ser modesto y por este motivo, dice, nunca teme preguntar cuando no sabe ni copiar a los que saben más que él. Por tanto, se puso en contacto con Florès y se adhirió a su escuela, menos empírica que la de Jean-Pierre.

Florès había salido de la Escuela Nacional de la Magistratura al mismo tiempo que Étienne, pero había ejercido enseguida como juez de primera instancia en un momento en que se estaban creando las comisiones de sobreendeudamiento. A él también le habían impresionado, a pesar o a causa de que procede de una familia pobre. Aquello iba contra todo lo que durante largos estudios le habían enseñado sobre el respeto de los contratos y el derecho que no está pensado para los idiotas. No tardó en cambiar de opinión sobre este punto: el derecho también sirve a los idiotas, a los ignorantes, a todas las personas que, en efecto, han firmado un contrato, pero a las que en definitiva han estafado.

Sin embargo, existe una ley encaminada a limitar estas estafas: la ley Scrivener, aprobada en 1978 bajo el mandato de Giscard, pero de inspiración más socialdemócrata que liberal, en el sentido de que limita la libertad a priori sacrosanta de los contratos.

En pura lógica liberal, las personas son libres, iguales y lo bastante adultas para entenderse sin que el Estado se inmiscuya. En pura lógica liberal, un propietario tiene el perfecto derecho de proponer a su arrendatario un alquiler a cuyo vencimiento puede echarle o duplicar a su antojo la suma acordada, exigirle que apague la luz a las siete de la tarde o que use un camisón en lugar de un pijama: todo va bien desde el momento en que el inquilino tiene el derecho simétrico de no aceptar ese alquiler. La ley, no obstante, tiene en cuenta la realidad y el hecho de que en la realidad las partes no son tan libres e iguales como en la teoría liberal. Uno posee, el otro pide, uno puede elegir, el otro menos, y por eso los alquileres están regulados, así como el crédito.

Por un lado hay que alentarlos porque estimulan la economía, por el otro hay que impedir que se time demasiado a la gente, porque esto degrada a la sociedad. En consecuencia, la ley Scrivener declara abusivas las cláusulas que convertirían el contrato en demasiado leonino e impone al prestamista, puesto que es quien lo redacta, cierto número de exigencias formales, formularios modelo, menciones obligatorias, exigencias de legibilidad, en suma, algunas reglas encaminadas a que al menos el prestatario sepa a qué se compromete.

El problema de la ley Scrivener es que las entidades de crédito a las que supuestamente regula no la respetan, y que los consumidores a los que supuestamente protege no la conocen. Florès la conocía a conciencia y puso todo su empeño, sin ayuda de nadie, en hacerla respetar. Nada más, pero también nada menos.

La mayoría de sus colegas, al abrir un expediente como el de Cofinoga contra Fulanita, se limitaban a comprobar: efectivamente, Fulanita no paga las mensualidades estipuladas por el contrato; efectivamente, según las cláusulas del mismo, Cofinoga está en su derecho de reclamarle el capital, los intereses y las penalizaciones; en efecto, Fulanita no tiene un céntimo, pero la ley es la ley, los contratos son los contratos, y aunque a mí me parezca desolador, no tengo otra alternativa, yo, como juez, que tomar una decisión ejecutoria, es decir, embargar a Fulanita o bien remitir su caso a la comisión de sobreendeudamiento.

Florès, por su parte, apenas miraba lo que debía Fulanita; iba derecho al contrato. A menudo encontraba cláusulas abusivas y casi siempre irregularidades formales. La ley exige, por ejemplo, que esté redactado en letra de cuerpo ocho, y no lo estaba. Exige que su renovación se proponga por carta, y no se hacía. Florès había confeccionado un pequeño cuadro de las irregularidades más frecuentes, marcaba las casillas y en la audiencia declaraba: el contrato es inválido. El abogado de Cofinoga se quedaba boquiabierto. Si se podía recurrir, decía: señor presidente, no es de su incumbencia. La que debe formular esas objeciones es la parte incumplidora, o su abogado, pero usted no puede actuar en su nombre. Recurra, se limitaba a decir Florès.

En el ínterin, declaraba que Cofinoga tenía derecho a reclamar su capital, pero no los intereses ni las penalizaciones. Ahora bien, lo que el deudor paga primero no es el capital, sino los intereses y el importe del seguro. Si el juez decide que sólo debe devolver el capital, y que lo que ha devuelto era capital, es como si le dijera: usted ya no debe 1.500 euros, pongamos, sino sólo 600, y en ocasiones nada en absoluto, y otras veces es incluso Cofinoga el que le debe dinero. Fulanita se desmayaba de alegría.


Philippe Florès, en Niort, era el pionero de esta técnica jurídica. Étienne, en Vienne, no tardó en seguir sus pasos (yo había escrito «en igualar», pero Étienne, en el manuscrito, había señalado: «¡De eso nada!» Aquí dejo constancia). Lo hacía con gran placer, en la audiencia civil y sobre todo en la comisión de sobreendeudamiento, donde su pasión por denunciar las irregularidades y decretar la pérdida de los intereses cambiaba la situación radicalmente. En primer lugar, desde el punto de vista del desdichado deudor, no es en absoluto lo mismo decirle: usted no puede pagar, su situación no tiene ningún remedio y por lo tanto no tengo alternativa, cancelo la deuda, que decirle: han cometido una injusticia con usted, yo la reparo. Es mucho más agradable, tanto de oír como de decir, y Étienne no se privaba de este gusto. Por otra parte, en cuanto se aligeraba la deuda global, se podían elaborar planes de reintegro que no eran del todo inviables. Aquí también compete al juez decidir quién cobrará primero, quién más tarde y quién no cobrará nada. Es una decisión política. En el caso de los que no cobrarán nada, no se trata solamente de que no existen recursos para pagarles, sino también de que no merecen cobrar. Porque se han portado mal, porque son los malos de la historia, porque es moral que al estafador se le estafe a veces. Por supuesto, Étienne no formula las cosas con tanta crudeza. Prefiere distinguir entre los acreedores a los que la cancelación de la deuda causará un grave quebranto y acreedores que sufrirán un menor daño: por un lado, el pequeño mecánico, el pequeño propietario que alquila, el pequeño concesionario de Saint-Jean-de-Bournay, que, si no cobran, pueden a su vez incurrir en un sobreendeudamiento; y por otro, las grandes entidades de crédito o la gran compañía de seguros que de todas formas han incluido el riesgo de impago en el precio del contrato. Prefiere decir que el pequeño proveedor, el pequeño mecánico, el pequeño concesionario de Saint-Jean-de-Bournay, escarmentados, corren el riesgo de volverse recelosos, de no volver a dejarse enternecer, que el vínculo social se debilitará de este modo y que en esto consiste ante todo su función de juez: en salvaguardar un poco el vínculo social, en actuar de manera que la gente pueda seguir conviviendo.


Aun así, hasta Jean-Pierre empezaba a pensar que se propasaba. Medio bromeando, le decía que era un Robespierre, un pequeño juez rojo. Decía: es demasiado fácil, y sobre todo no es el papel de un juez, dividir el mundo entre grandes empresas cínicas y pobres ingenuos acorralados, y ponerse en cuerpo y alma al servicio de estos últimos. A este reproche, Étienne respondía como Florès: lo único que hago es aplicar la ley. La aplicaba, en efecto, pero a su manera, y acordándose de un texto que le había impresionado cuando estudiaba en la Escuela Nacional de la Magistratura: la arenga de Baudot. Este Baudot, uno de los inspiradores del sindicato de la magistratura en los años setenta, había sido sancionado por el ministro de Justicia, a la sazón Jean Lecanuet, por haber pronunciado ante unos jueces jóvenes el discurso siguiente: «Sed parciales. Para mantener la balanza entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, que no pesan lo mismo, inclinadla hacia un lado. Tened un prejuicio favorable con la mujer contra el hombre, con el deudor contra el acreedor, con el obrero contra el patrono, con el atropellado contra la compañía de seguros del atropellador, con el ladrón contra la policía, con el acusado contra la justicia. La ley se interpreta, dirá lo que quieran ustedes que diga. Entre el ladrón y el robado, no tengáis miedo de castigar al robado.»


Por su parte, los abogados de los bancos y las entidades crediticias salían de las audiencias desconcertados y a la vez furiosos, obligados a explicar a sus clientes que habían perdido, a pesar de que antes se ganaba siempre en este tipo de casos, porque en el tribunal de Vienne había un rompepelotas, aquel juez con una sola pierna que medía los caracteres del contrato y decía: lo siento, no son del cuerpo ocho, así que adiós a los intereses y las penalizaciones. Si no funcionaba la artimaña del cuerpo ocho, levantaba otra liebre: ningún contrato le parecía correcto. Existía en el departamento, en Bourgoin, otro tribunal de primera instancia donde el juez actuaba al revés que Étienne: los acreedores siempre salían contentos de allí. Se pusieron a mover cielo y tierra para saltarse con argucias la distribución territorial y presentar sus casos ante aquel hombre comprensivo: duro con los pobres, suave con los ricos, bromeaba Étienne, pero el juez de Bourgoin no tenía, desde luego, esta imagen de sí mismo y habría dicho de él lo mismo que Étienne y Florès: aplico la ley. Esta forma de aplicarla era todavía ampliamente mayoritaria en 1998 o 1999. Los jueces de Niort y Vienne tenían fama, incluso entre sus colegas, de izquierdistas y descontentos. Sin embargo, la cosa empezaba a cambiar.

Las entidades de crédito, analizaba Florès, tienen alrededor de un 2 % de impagados. Es marginal, está cubierto, no les quita el sueño. Lo que se lo quita es el peligro de contagio. Saben muy bien que el 90% de sus contratos violan la ley. Mientras haya en Francia dos o tres jueces que lo denuncien y aprovechen para privarles de los intereses, no es demasiado grave, y menos todavía porque muchas veces el recurso presentado anula estos fallos. Pero si hay cincuenta o cien, la cosa cambia. Va a empezar a costarles muy caro.

Estas perspectivas exaltaban a Étienne y a Philippe Florès. Se veían al mismo tiempo como pequeños David enfrentándose al Goliat del crédito y como guías a los que el grueso del rebaño fatalmente acabaría siguiendo. Divulgaban copias de sus sentencias en la asociación de jueces de primera instancia, intentaban convertir a sus colegas. Cada adhesión era una victoria, les acercaba a la masa crítica a partir de la cual la jurisprudencia oscilaría y los bancos temblarían sobre sus cimientos.


Étienne experimentó un escalofrío de triunfo el día en que los representantes de una gran entidad crediticia le solicitaron una entrevista. Les dio una cita. En su despacho entraron cuatro personas, dos ejecutivos de la sociedad, uno de los cuales se había desplazado especialmente desde París, y dos abogados de Vienne. Me gustaría contar el encuentro como una escena de una película policiaca. Empezaría lentamente, entre bromas: ¿así que es usted el aguafiestas? Pero las bromas se transforman en amenazas veladas, que pronto se vuelven explícitas. Intimidación, intento de soborno. Uno de los tipos, con traje y sombrero flexible, habla deambulando de un lado a otro. El juez lisiado le mira montar su número sin perder la calma. Los pistoleros no dicen ni pío. Finalmente, el que habla se detiene delante del juez y dice, con la boca torcida: le voy a aplastar. Coge un objeto de adorno de la mesa, lo tritura entre sus manos pálidas y nerviosas y, abriendo el puño, deja caer los pedazos: le aplastaré así. En realidad, la cosa no discurrió en absoluto de este modo. La conversación fue educada y técnica, entre gente que sabe comportarse. Los tipos reconocieron que las sentencias de Vienne les incordiaban, y que temían lo que Florès esperaba: que se convirtieran en una bola de nieve. Además, las desaprobaban: si se seguía por aquel camino, el crédito se volvería imposible y todos estarían aviados. Pero no habían ido a exponer discrepancias jurídicas, sino más bien a pedir consejo. ¿Cómo dejar de dar pie a estas impugnaciones? ¿Qué hacer para estar a cubierto?

Muy sencillo, respondió Étienne, un poco asombrado: hay una ley, respétenla.

Los tipos suspiraron: es complicado…

¿Qué es lo complicado? La ley dice que el contrato debe estar redactado en cuerpo ocho y no lo está prácticamente nunca, y yo no me abstengo de aprovecharlo para que ustedes pierdan sus intereses. Ustedes pueden decir: eso es como matar a una mosca a cañonazos. Díganme más bien por qué, conociéndola, no aplican nunca esta norma, que es en definitiva fácil de aplicar. Yo tengo una idea de la respuesta: sencillamente porque les conviene que los contratos no sean legibles. ¿Por qué no envían nunca una carta proponiendo la renovación del contrato? ¿Por qué consideran tácita esta renovación, lo que es contrario a la ley y yo no me abstengo tampoco de señalar? Les voy a decir por qué, lo sé por alguien de entre ustedes (en realidad, era Florès el que había hecho amistades dentro de los organismos de crédito y obtenía de ellas informaciones interesantes). Porque hubo un momento en que las enviaban y recibieron un 30 % de cancelaciones. Eso es un fastidio. La experiencia demuestra que una tarjeta que no se usa se utilizará un día u otro, mientras que con una tarjeta cancelada no hay nada que hacer: un cliente menos. ¿Por qué sólo mencionan el tipo de interés en letra pequeñísima, perdida en el reverso de una publicidad estentórea? Ustedes saben muy bien por qué. Porque el tipo de interés es monstruoso: 18%, 19%, es superior a la tasa de usura, y se lo endilgan suavemente a gente que si se diera cuenta no firmaría.

En eso se equivoca, respondió el ejecutivo llegado de París. Firman de todas maneras porque no tienen elección. Siempre se puede decir que sería más ventajoso contratar un préstamo clásico, pero el problema de nuestros clientes es que no se los conceden. Es como asegurar un coche cuando tienes tantos partes adversos que ya nadie quiere asegurarte: cuesta caro, forzosamente. Usted habla de información continuamente. Un día dice que no informamos suficientemente a nuestros clientes y al día siguiente dice que no nos informamos bastante sobre su capacidad de reembolso. Pero lo que nuestros clientes quieren es dinero, no informaciones que les disuadan de pedir un préstamo. Y lo que nosotros queremos es ganar dinero prestando, no recoger informaciones que nos disuadan de prestar. Nosotros nos limitamos a ejercer nuestro oficio, el crédito es algo que existe, y lo que usted hace con su perpetuo tiquismiquis sobre la forma de los contratos, es simplemente un proceso contra la publicidad. La publicidad es siempre así. Se escribe en mayúsculas: compre su automóvil por 30 euros al mes, y luego hay un asterisco, y más abajo, en letra pequeña que hay que mirar con atención, es cierto, hay cláusulas que significan que cuesta un poco más de 30 euros mensuales, o bien que la oferta es válida para un período determinado y no para otro. Todo el mundo lo sabe, la gente no es tonta. Pero usted, si no me equivoco, usted quisiera un mundo sin publicidad, sin crédito, quizá también un mundo sin televisión, porque es bien sabido que la tele descerebra a la gente…

Por supuesto, concluyó Étienne sonriendo, además yo paso mis vacaciones en Corea del Norte. No, a mí me va muy bien un mundo en que se tiene derecho a violar la ley. Pero también quiero, como juez, tener el derecho a hacerla respetar. El liberalismo es eso, ¿no?



Hay algo que hace reír a Étienne cuando cuenta cómo conoció a Juliette. Son las palabras que se le pasaron por la cabeza la primera vez que la vio. Llamaron a la puerta de su despacho, él dijo: sí, adelante, y cuando levantó la vista ella avanzaba a su encuentro con muletas. Entonces pensó: ¡fantástico! Una coja.

Lo que le hace gracia siempre que se acuerda no es este pensamiento, sino que surgiera tan espontáneamente, apenas formado y vestido ya con estas tres palabras cuya exactitud él garantiza: el «¡fantástico!» incluido. Un instante después vio que más arriba de las muletas había una cara agradable, una hermosa sonrisa, algo abierto, alegre, grave que, por supuesto, formaba parte de la impresión general, pero lo que vio primero, antes de esta impresión, fueron las muletas. El modo en que avanzaba hacia él con las muletas: lo tomó de inmediato como un regalo. E inmediatamente se sintió contento de poder corresponderle con otro. Era sencillísimo: bastaba con levantarse y dar la vuelta a la mesa para mostrarle que, aunque no tenía muletas, él también cojeaba.


Cuando, a principios de otoño, decidí ir a Vienne para dar una vuelta por el juzgado y ver en qué consiste el trabajo de un juez de primera instancia, comprendí que había llegado el momento de llamar a Patrice. Como todavía no le había hablado de mi proyecto, del que sólo Étienne y Hélène estaban informados, me daba un poco de aprensión llamarle. Pareció un poco extrañado, pero en absoluto receloso. Me dijo: pásate por casa.


Me esperaba en el andén de la estación, con Diane en brazos, y me preguntó si no me importaba que fuéramos a hacer las compras a Intermarché. Las niñas no se quedan a comer en la escuela, hay que alimentarlas tres veces al día, tres comidas para tres niñas, la más pequeña de las cuales sólo tiene un año y medio, y él no se pone nervioso, apenas alza la voz algunas veces en que hacen demasiadas travesuras. Yo me puse enseguida a echarle una mano, a sacar las compras del maletero, a poner y recoger la mesa, a vaciar y a llenar el lavavajillas, a pasar la esponja por la mesa de formica amarilla, a recoger del suelo el arroz y los yogures que tiraba Diane desde lo alto de su silla, con lo que al cabo de una hora yo era uno más en la casa. Patrice acogía mi presencia con placidez, no le creaba problemas, y tampoco a las niñas. Después de comer acostó a Diane para la siesta, Amélie y Clara cruzaron la plaza para ir a la escuela y nosotros salimos al jardín para tomar el café debajo de la catalpa. Hablamos de todo un poco, de la organización de la vida cotidiana desde que faltaba Juliette. Patrice no parecía ni curioso ni impaciente por ir al grano, y daba aún menos la impresión de alguien que espera antes de actuar para que el otro se descubra primero. Era algo muy sencillo: yo había ido a pasar unos días con ellos y hablábamos delante de un café. En el tren que me llevaba a Vienne me había preguntado ansiosamente cómo le hablaría, qué argumentos podrían predisponerle a mi favor, pero ahora ya no me preguntaba nada parecido. Acabado el café, saqué mi libreta, como en la cocina de Étienne, y dije: ahora me gustaría que me hablases de Juliette. Y, para empezar, de ti.


Su padre, un hombretón seco, austero, con una barba corta, es profesor de matemáticas. Su madre, maestra, dejó de trabajar para educar a sus hijos. El amor a la montaña les empujó a establecerse primero en Albertville y después en un pueblo cerca de Bourg-Saint-Maurice, donde compraron una casa. Militante ecologista desde el principio, el padre es un enemigo feroz de las estaciones de esquí gigantescas, de la publicidad, de la televisión que siempre se negó a tener, de la sociedad de consumo en general. Aunque le admiraban, sus hijos le temían un poco. Su madre, por su parte, les mimaba. Quería que fuesen niños alegres y confiados, y Patrice piensa, sin amargura, que les protegió un poco demasiado, por lo menos a él. Por ejemplo, le hizo repetir un curso, considerando que no estaba preparado para entrar en sexto porque Patrice tenía miedo de que le molestaran en el patio de recreo. Todo fue bien cuando él y sus hermanos eran niños: tenían un grupo de amigos con los que jugaban a vaqueros en las calles del pueblo. Las cosas cambiaron en la adolescencia. Los amigos dejaron los estudios después de la enseñanza secundaria, estaba descartado que los tres hermanos hicieran lo mismo. Los amigos tenían mobilettes, fumaban, ligaban con chicas; los tres hermanos no tenían mobilettes, no fumaban, no ligaban: habían asimilado los valores familiares lo bastante bien para que las tres cosas les pareciesen insulsas, y en vez de ir al baile la noche del sábado, escuchaban en su cuarto, con las luces apagadas, sus discos de Graeme Allwright y de Pink Floyd. No se sentían superiores, pero sí diferentes. Los amigos, con los que siguen viéndose hoy día, son mecánicos, albañiles, alquilan esquís o trabajan aplanando las pistas de Bourg-Saint-Maurice; los dos hermanos de Patrice se hicieron maestros como su madre y no han abandonado Saboya, él es dibujante en Isère: nadie se ha alejado demasiado del terruño, nadie ha tenido un éxito ni un fracaso espectaculares, pero las diferencias subsisten. Cuando después de su siesta, llevamos a Diane a casa de la señora que la cuida unas horas por la tarde, Patrice me habló de ella y de su marido diciendo que no pertenecían en absoluto al mismo medio que ellos: se refería a que viven con la televisión encendida, son hinchas de equipos de fútbol y políticamente se inclinan por la derecha y hasta por la extrema derecha. Dicho esto, añadió que eran gente estupenda y yo, al escucharle, estaba seguro de que lo pensaba, de que en la constatación que hacía de su diferencia de valores no había ningún desdén, ninguno de los esnobismos que pueden ser tanto más virulentos porque, vistos desde el exterior, la distancia parece ínfima. No obstante, Patrice habla a sus vecinos de Attac y de la tasa Tobin [8] sin gran éxito, sin la menor duda sobre la verdad de sus convicciones y también sin desprecio por quienes no las comparten y deploran que haya demasiados extranjeros en Francia.


No era muy bueno en los estudios y él mismo dice que era perezoso. Le gustaba soñar a solas, contarse vidas imaginarias en mundos poblados de caballeros, gigantes y princesas. Daba forma a estos ensueños componiendo «Libros de los que eres el héroe». Cuando suspendió el bachillerato, se negó a repetir curso: no le atraía nada de lo que enseñaban en el instituto. El problema era que no le atraía ninguna otra cosa, ningún oficio salvo el de dibujante de historietas. A la incómoda pregunta de qué quieres ser de mayor, había encontrado una respuesta. Reconoce que era un refugio más que una verdadera vocación: una manera de mantener a distancia el mundo real, donde había que ser fuerte y luchar para imponerse. Sus padres accedieron a enviarle a París, donde compartía una buhardilla con un primo y trabajaba en las láminas que le abrirían las puertas de los editores. Retrospectivamente, lamenta no haber pasado por la escuela de dibujo, donde habría adquirido fundamentos técnicos. Era totalmente autodidacta, dibujaba con bolígrafo en hojas de papel cuadriculadas, e ignoraba casi todo lo que se hacía en el campo que había elegido. Conocía a Johan y Pirlouit, Spirou, Tintín, Blueberry, y no iba más allá. A veces, en Gibert Jeune, examinaba L'Echo desSavanes, Fluide glacial, historietas para adultos, pero las desechaba, como si nada más mirar aquellas imágenes agresivas, sofisticadas, chirriantes, traicionara el universo infantil al que se mantenía fiel. Se paseaba por las calles de París con su primo, que estudiaba viola y era tan romántico como él. Algunas veces iban al parque de Sceaux y trepaban a un árbol. Se quedaban allí todo el día, encaramados en las ramas, soñando con la princesa que algún día encontrarían. Con todo, a finales de año, Patrice puso la palabra «fin» en la parte inferior de la última lámina de su historieta, y a continuación intentó venderla. El hombre que le recibió en Casterman le dijo amablemente que no estaba mal, pero que era demasiado naif, demasiado sentimental. Patrice salió de allí con su cartapacio de dibujo debajo del brazo, decepcionado pero no realmente sorprendido. No llamó a otras puertas. El mundo de las tiras ilustradas era más duro que las historietas que //dibujaba.

Al llegar a la edad del servicio militar, no pensó ni en el servicio social sustitutorio, como los jóvenes burgueses espabilados, ni en intentar que le declarasen inútil, como los jóvenes burgueses rebeldes: estaba contra la guerra y el ejército, y por lo tanto le parecía normal ser objetor de conciencia. De este modo terminó haciendo una animación vagamente medieval en un castillo cerca de Clermont-Ferrand, lo que habría podido gustarle si sus compañeros no hubiesen resultado ser tan soeces y obscenos como los reclutas, y más tarde en un centro de documentación pedagógica donde utilizaban sus aptitudes para dibujar sainetes destinados a la enseñanza de idiomas. Licenciado del ejército al cabo de dos años, fue a inscribirse en la oficina de empleo, que le encontró un trabajo de repartidor. Se mudó a un pequeño estudio en Cachan. Objetivamente, tenía motivos para preocuparse por su futuro, pero él no se inquietaba. Preocuparse no es su fuerte, como tampoco los planes de carrera o el miedo al mañana.

Se inscribió en un curso de teatro aficionado, en el centro para la juventud y la cultura del distrito V. Allí hacía sobre todo improvisación y ejercicios de expresión corporal, lo que le gustaba mucho más que montar obras propiamente dichas. Se tumbaban en el suelo, sobre alfombras de gomaespuma, ponían una música más o menos relajante, la única consigna era abandonarse. Al principio se quedaban replegados sobre sí mismos, hechos un ovillo, y después empezaban a moverse, se enderezaban, se abrían como una flor que se vuelve hacia el sol, tendían las manos hacia los demás, entraban en contacto con ellos. Era algo mágico. Otros ejercicios, realizados entre dos, consistían en ponerse cara a cara y mirarse a los ojos, tratando de transmitir una emoción: desconfianza, confianza, temor, deseo… La experiencia del teatro reveló a Patrice lo mal que se sentía en sus relaciones con los demás. En las fotos que me enseñó se le veía buen mozo incluso en aquella época, pero él mismo describe al joven que fue como una espingarda con granos, una mata de pelo a lo afro, gafas redondas y bufandas tricotadas por su madre. El teatro le abrió. Era un camino hacia los demás y sobre todo hacia las chicas. Se había criado en una hermandad masculina y no sólo no se había acostado con una chica, sino que, muy literalmente, no conocía a ninguna. Gracias a los cursos de teatro había encontrado algunas y las había invitado a un café o al cine, pero su romanticismo rayaba en pudibundez y le asustaban las jóvenes que le parecían demasiado libres. Entonces apareció Juliette.


Cuando Hélène me decía que Juliette había sido la más bonita de las tres hermanas y que estaba celosa de ella, yo movía la cabeza. La había visto enferma, la había visto moribunda, había visto fotos de infancia en las que, por otra parte, Hélène y ella se parecen muchísimo. En las que me enseñó Patrice es, en efecto, extraordinariamente guapa, tiene una boca grande, sensual y llena de dientes, como Julia Roberts o Béatrice Dalle, y una sonrisa que no sólo es radiante, como dicen todos los que la conocieron, sino voraz, casi carnívora. Sociable, divertida, a sus anchas en un ambiente mundano, poseía un esplendor que habría debido desalentar a un chico como Patrice. Por suerte, estaban las muletas. La hacían accesible.

No se vieron de inmediato a solas, sus primeras salidas fueron en grupo. El profesor les llevaba al teatro, en el teatro había que subir unos peldaños y Juliette no podía hacerlo. Patrice es tímido pero fuerte. Desde el primer día, cogió a Juliette en brazos y en adelante nadie le disputó este privilegio. Ella en brazos de él, subieron todos los peldaños que se les presentaban. Empezaron a visitar monumentos, de preferencia con muchos pisos, y cuando estaban sentados juntos en la penumbra de los teatros, a tomarse de la mano. Patrice recuerda que los dos tenían las manos muy sensibles. Sus dedos se rozaban, se acariciaban, se entremezclaban durante horas, no era nunca igual, era siempre distinto, siempre perturbador. Él apenas se atrevía a creer que aquel milagro le sucediese a él. Después se besaron. Después hicieron el amor. Él la desvistió, la tuvo desnuda en sus brazos, manipuló dulcemente sus piernas casi inertes. Para los dos era la primera vez.

Patrice había encontrado a la princesa de sus sueños. Hermosa, inteligente, demasiado bella e inteligente para él, y sin embargo con ella todo era sencillo. No había coquetería ni perfidia ni ataques arteros que temer. Podía ser él mismo ante su mirada, abandonarse sin temor a que ella abusara de su ingenuidad. Lo que les sucedía eran tan serio para él como para ella. Se amaban, y por tanto se convertirían en marido y mujer.


Sus diferentes caracteres, al principio, les inquietaron, sobre todo a ella. No sólo Patrice no tenía una profesión concreta, sino que no le importaba no tenerla. Le bastaba con ganar lo necesario para subsistir conduciendo camionetas o animando un taller de historietas en un centro de ocio de la Ville de Paris. Juliette, por el contrario, era resuelta, tenía voluntad. Concedía una gran importancia a sus estudios. Le molestaba que Patrice fuera tan soñador, tan poco combativo, y a Patrice le molestaba que ella estudiara derecho. En Assas, para colmo, una facultad conocida por ser un nido de fachas. Sin estar politizado activamente, Patrice se declaraba anarquista y en el derecho sólo veía un instrumento de represión al servicio de los ricos y los poderosos. Habría entendido, al menos, que Juliette hubiera querido ser abogada, defender a la viuda y al huérfano, ¡pero juez! De hecho, en un momento dado, ella había pensado en ejercer de abogada. Había seguido un curso especializado de derecho mercantil, pero la materia la había asqueado. Se enseñaba a los alumnos argucias que permitieran a sus futuros clientes conseguir beneficios a su antojo y sacarles pingües honorarios. Este liberalismo abiertamente asimilado a la ley del más fuerte, el cinismo risueño de sus profesores y sus condiscípulos justificaban las diatribas idealistas de Patrice. Ella le explicaba pacientemente que amaba el derecho, porque entre el débil y el fuerte está la ley que protege y la libertad que sojuzga, y ella quería ser magistrada para imponer el respeto a la ley en vez de burlarla. Patrice comprendía el principio, pero aun así le costaba aceptar que su mujer fuera jueza.

La diferencia de clase era también difícil de superar. Juliette vivía en casa de sus padres, y cada vez que él iba a buscarla al piso grande, cerca de Denfert-Rochereau, se sentía espantosamente incómodo. Ambos científicos de alto nivel, Jacques y Marie-Aude son católicos, elitistas, más bien de derechas, y Patrice sentía que le miraban por encima del hombro, a él y a su familia, que era provinciana, cuyos miembros eran maestros o profesores de instituto, y circulaban en viejas tartanas llenas de adhesivos en contra de las centrales nucleares. El dogma, para los suyos, es la discusión: se puede hablar de todo, se debe hablar de todo, de la discusión nace la luz. Ahora bien, a juicio de los padres de Juliette, como también de los míos, no hay discusión posible con un ecologista de Saboya que piensa que los microondas son peligrosos para la salud, como tampoco se puede discutir con alguien que te dice que la tierra es plana y que el sol gira alrededor de ella. No hay dos opiniones dignas de ser tomadas en consideración, sino por un lado la gente que sabe y por el otro la que no sabe, y es inútil fingir que se enfrentan con armas iguales. A Patrice había que reconocerle que era amable, que amaba sinceramente a Juliette, pero simbolizaba todo lo que a ellos les inspiraba horror: el pelo largo, las estupideces del 68, y ante todo el fracaso. Lo veían como a un fracasado y no conseguían aceptar que su hija tan dotada se prendase de un don nadie. Patrice, por su parte, tenía objetos de hostilidad abstractos y generales: el gran capital, la religión considerada el opio del pueblo, la ciencia desquiciada, pero no era propio de su carácter hacer extensivas estas aversiones de principio a personas concretas. El desprecio que captaba en sus futuros suegros le desarmaba, no era capaz de devolvérselo, a lo sumo pensaba que más le habría valido no cruzárselos en su camino. Pero se los había cruzado, amaba a Juliette, había que apechugar con ello.

Pienso que ella sufrió más que él este desprecio, porque era la hija de sus padres y no podía evitar ver a Patrice con los ojos de sus padres. No era de esas personas que se engañan. Lo eligió con toda lucidez. Pero dudó antes de decidirse. Debió de imaginarse a una luz cruda y hasta cruel lo que sería pasar su vida con Patrice. Los límites en que la encerraba su elección. Y, por otro lado, los cimientos que él le daría. La certeza de que siempre la amaría, la llevaría en brazos.

El propio Patrice llegó a formularse estas preguntas. El derecho, los suegros, el imperativo de triunfar, nada de esto era para él. Con Juliette se alejaba demasiado de sus orígenes. Y, además, ¿era razonable pasar la vida con una inválida, sin haber conocido nunca a otra chica? Cuenta que un día los dos hablaron de esto y llegaron a la sensata conclusión de que no estaban hechos para vivir juntos. Se dijeron por qué. Patrice fue el más locuaz, siempre era así entre ellos. Decía lo que se le pasaba por la cabeza, se entregaba sin reserva, mientras que nunca se sabía muy bien lo que pensaba ella. Al final de aquella conversación, decidieron separarse y se echaron a llorar. Estuvieron dos horas llorando abrazados, encima de la cama individual del cuartito de Cachan, y los dos comprendieron llorando que no existía aflicción de la que el otro no pudiera consolarle, que la única congoja inconsolable era precisamente la que se infligían en aquel momento. Entonces dijeron que no, que no se separarían, que iban a vivir juntos, que no se separarían nunca, y es exactamente lo que hicieron.

Juliette hizo comprender a sus padres que admitía que ellos desaprobasen su elección, pero exigía que la respetasen, y se instalaron en un estudio minúsculo, en el octavo piso de un inmueble Sonacotra, en el distrito XIII. El ascensor estaba a menudo averiado y Patrice subía a Juliette en brazos.


Unos pisos más abajo, había un hogar que acogía a ex presos a los que ella servía gratuitamente de asesora jurídica. Vivían con muy poco dinero: la pensión de invalidez de Juliette, que consideraba una cuestión de honor no pedir un céntimo a su familia, y lo que cobraba Patrice a destajo por unas historietas en una revista destinada a los coleccionistas de tarjetas telefónicas. Más tarde vivieron en Burdeos, donde Juliette estudió en la Escuela Nacional de la Magistratura, casi diez años después de Étienne. Era una alumna brillante y muy querida, como en todas partes por donde pasaba. Un dibujo de Patrice, que representaba a Marianne [9] con los rasgos de Juliette, fue elegido como emblema de su promoción. Nació Amélie. Al salir de la escuela, Juliette optó por el derecho civil, el juzgado de primera instancia, y escogió Vienne porque se había asegurado de que había un ascensor en el tribunal.



Cuanto más me hablaba Patrice aquella tarde debajo de la catalpa, más me asombraba la confianza que me manifestaba. Yo no tenía la sensación de que esta confianza se dirigiese a mí en particular: se la hubiese mostrado a cualquiera, porque nunca había adquirido la costumbre de desconfiar. Un vago cuñado escritor, autor nada menos que, de libros considerados negros y crueles, aparecía por su casa para escribir uno sobre su mujer muerta y le rogaba que le contase su vida, y él iba y se la contaba. No intentaba mejorar su imagen, ni tampoco empeorarla. No interpretaba ningún papel, no le preocupaba nada mi opinión. No estaba orgulloso ni estaba avergonzado. Acceder a estar indefenso le confería una gran fuerza. Étienne también dice de él, con admiración: sabe dónde está.


Amélie y Clara volvieron de la escuela y salimos los cuatro en bicicleta para ir a buscar a Diane a casa de la señora que la cuidaba. Patrice tenía un asiento en la parrilla para Clara, pero Amélie ya sabía pedalear sola, sin ruedecitas a los lados. Cruzamos la carretera y el terraplén delante de la escuela, pasamos por delante de la iglesia y después enfilamos el sendero que llevaba al cementerio. Aquello es el campo de verdad, con pequeños valles y vacas. ¿Vamos a decir hola a mamá?, propuso Patrice. Dejamos las bicis apoyadas contra la tapia del cementerio y él cogió a Clara en brazos. La tumba de Juliette está recubierta de tierra blanda y rodeada de grandes piedras redondas, pintadas de colores vivos por los niños del pueblo. Cada cual ha escrito su nombre en la suya. Recordé el día del entierro. Patrice había leído en la iglesia un texto simple y conmovedor diciendo que había perdido a su amor, Étienne a continuación un texto vehemente, diciendo que la muerte no es dulce, y Hélène, por último, el que yo le había visto escribir, diciendo que la pequeña vida tranquila de Juliette no había sido ni pequeña ni tranquila, sino plenamente vivida y elegida. También pronunció una especie de homilía el padrino de Juliette, que era diácono y había perdido a su hija enferma de cáncer. Étienne me dijo más tarde que no le habían gustado las sonrisas benignas, católicas, con que acompañaba la noticia de que Juliette estaba ya cerca del Padre y que debíamos alegrarnos; al mismo tiempo reconocía que a algunas personas les hacía bien oír estas palabras, así que ¿por qué no? La procesión posterior había recorrido la carretera que yo acababa de recorrer con Patrice y sus hijas. No tuvo la menor solemnidad, pero estuvo bien así. En lugar de meterlo en un coche fúnebre llevaban el ataúd a hombros. Había muchos niños, muchas parejas jóvenes: era el entierro de una mujer muy joven. Las cosas se torcieron delante de la tumba, porque Patrice, molesto igualmente por el discurso del diácono y lo que él consideraba remilgos de beatos, había dicho que ahora cada cual podía despedirse de Juliette como se le antojara. Ya en la iglesia había retirado la cruz depositada sobre el féretro. Como sus familiares, cree en la sinceridad y la espontaneidad en todas las circunstancias, es su manera de vivir y así se siente a gusto, pero sin el decoro que aporta el ritual religioso todo se descompuso. En lugar de formar una fila y que cada uno, al llegar su turno, arrojara un poco de tierra sobre el ataúd, la gente se dispersó al buen tuntún, entregados a su iniciativa confusa, sin que nadie hiciera realmente lo que le apetecía, y sin duda, sin saber lo que era. La gente se empujaba al borde de la tumba, los niños intentaban colocar los cantos rodados que les habían hecho pintar en la escuela. Un creyente, para poner un poco de orden, entonó un avemaría que sólo algunos corearon. La mayoría de los asistentes había salido del cementerio y se congregaba en la carretera en grupitos silenciosos y consternados, algunos fumaban ya cigarrillos, nadie sabía si la ceremonia ya se había terminado y fue el sepulturero el que decidió ponerle fin, al acercarse con la pala y verter su contenido dentro de la fosa. Cuando afrontaba la responsabilidad de un rito social, Patrice, en mi opinión, se embarullaba, pero a solas con sus hijas y conmigo era perfectamente natural, sus palabras eran sencillas y atinadas, pensé que para las niñas aquellas visitas frecuentes al cementerio debían de ser tranquilizadoras. Clara, en los brazos de su padre, estaba callada, pero Amélie, como si fuera una visitante asidua, hacía la ronda de las tumbas vecinas. Le parecían menos bonitas que la de su madre. No me gusta el mármol, decía, me parece triste, y en su tono un poco sentencioso se adivinaba a la vez que repetía una frase oída en los labios de un adulto y que la repetía en cada visita, porque la repetición le hacía bien. Yo la miraba preguntándome si la seguiría tratando cuando fuese una adulta. Sin duda que sí, si escribía este libro. ¿Yo seguiría estando con Hélène? ¿Participaríamos juntos en la educación de las tres niñas, como tan intensamente deseaba Hélène? ¿Las llevaríamos de vacaciones todos los años, y no sólo el primer verano después de la muerte de su madre? Dentro de diez años, Amélie sería una muchacha en cuya vida tal vez yo habría desempeñado un papel, el de una especie de tío que había escrito un libro sobre sus padres, un libro en que se hablaba de ella cuando era niña. La imaginaba leyendo este libro y me dije que lo estaba escribiendo bajo la mirada de Amélie y la de sus dos hermanas.


Después de cenar, leí un cuento a Clara para que se durmiera. Era la historia de un pequeño sapo que tiene miedo de estar completamente solo en la oscuridad, que oye ruidos raros y se refugia en la cama de papá y mamá. Yo no tengo mamá, dijo Clara. Mi mamá ha muerto. Le dije: es verdad, y no se me ocurrió nada más que añadir. Pensaba en mis propios hijos, en los cuentos que les contaba cuando eran pequeños. Pensaba que Hélène y yo habíamos estado a punto de tener un hijo nuestro, que ella lo había perdido justo después de la muerte de su hermana, y que sin duda ya no tendríamos ninguno. Yo me acordaba de Clara durante la semana que había pasado con Amélie en nuestra casa. Repetía: cuando volvamos a casa, a lo mejor mamá está allí. No podía evitar imaginar que en algún momento se abriría una puerta y su mamá estaría allí, en el umbral. Pensé que eran buenas las visitas frecuentes a la tumba: al menos existía un lugar donde Juliette estaba, no era en todas partes ni en ninguna. Poco a poco, dejaría de estar detrás de todas las puertas.


Acostadas las niñas, Patrice y yo bajamos a su taller en el sótano, donde me había preparado una cama. Me habló de una historieta que estaba proyectando, una de sus historias habituales de caballeros y princesas, y que iba a titularse «El valiente». ¿Ah, sí? ¿El valiente? Sonreí y él, haciéndome eco, soltó una risita de disculpa y al mismo tiempo de orgullo, que quería decir algo así como: pues sí, no cambiamos. Antes de acometer este proyecto, tenía un encargo, bosquejos de una página que sucedía en una perrera y cuyos personajes eran perros de carácter arquetípico: el rottweiler arisco, el caniche esnob, el dàlmata con ínfulas, el mestizo simpático del que adiviné que tenía que ser el héroe positivo de estas historias. Cuando se lo comenté, Patrice soltó la misma risa, aquella risa que significaba: bravo, me has reconocido. El caballero valiente y el perro bastardo, ése soy yo. Era una tira ilustrada para niños, un poco anticuada pero de un trazo delicado y seguro, y de una modestia increíble. Digo increíble y debería decir incomprensible, es algo que no logro comprender. Soy ambicioso, inquieto, necesito creer que lo que escribo es excepcional, que será admirado, me exalto creyéndolo y me derrumbo cuando dejo de creerlo. Patrice no. Disfruta dibujando lo que dibuja, pero no cree que sea excepcional y no necesita creerlo para vivir en paz. Tampoco intenta cambiar de estilo. Sería para él tan imposible como cambiar de sueños: no puede hacer nada al respecto. Pensé que en esto era un artista.

Llamaron al teléfono mientras mirábamos sus dibujos. ¡Ah! ¡Antoine!, dijo Patrice al descolgar. Entonces, ¿ya está? Ya estaba. Laure, la mujer de Antoine, acababa de dar a luz a su primer hijo. ¿Arthur? Es bonito, Arthur. De pie al lado de Patrice, que felicitaba a su cuñado, temí que le dijera que yo estaba allí. Me imaginé, aunque él tuviera otra cosa en que pensar, el asombro de Antoine al saber que yo había ido a pasar unos días sin Hélène en Rosier, y más aún el de sus padres. Yo no le había pedido a Patrice que guardase el secreto de mi visita, y sin embargo él, que estoy seguro de que nunca miente, mintió por omisión al no mencionar mi presencia.


Marie-Aude y Jacques son los últimos a los que hablé de este libro. Al contrario que el de Patrice, su duelo me intimida. Al interrogarles temía despertar su aflicción, lo que es absurdo porque nunca duerme y el tiempo no la mitigará. Afrontan su pena ocupándose de sus nietas cada vez que pueden, no hablando, sino con una atención y delicadeza extremadas. Patrice, Étienne, Hélène y yo, cada uno a su manera, creemos en las virtudes terapéuticas de la palabra. Jacques y Marie-Aude, como mis propios padres, las niegan: never explain, never complain podría ser su lema. Así pues, aguardé hasta haber acabado casi este texto para informarles de su existencia y, al mismo tiempo, pedirles que colaborasen contándome lo que nadie puede contarme mejor que ellos: la primera enfermedad de Juliette. No hablan de ella ni siquiera entre ellos, como tampoco de su segunda enfermedad y de su muerte, pero aceptaron, con la esperanza de que este libro haga un día, más tarde, algún bien a las pequeñas. Comenzaron sentados en unas butacas de su salón, a buena distancia uno de otro, y después él fue a sentarse cerca de ella en el sofá, la agarró de la mano y ya no se la soltó. Cada vez que uno hablaba, el otro le miraba con ternura e inquietud, temiendo que se viniera abajo. Las lágrimas brotaban, se sobreponían, se disculpaban: es su modo de sobrellevarlo y de amarse.


Juliette tenía dieciséis años, entraba en primer curso de bachillerato cuando le enseñó a su madre una bola gruesa que le dolía en el cuello. La llevaron de inmediato al Hospital Cochin, después a un centro de radioterapia donde le diagnosticaron la enfermedad de Hodgkin, el cáncer del sistema linfático que se había inventado Jean-Claude Romand. Jacques y Marie-Aude no creen en el inconsciente, sino en la actividad aleatoria de las células; sería inútil y cruel plantearles la hipótesis psicosomàtica; además, en el caso de su hija no hay gran cosa que la sostenga, aun cuando Patrice evoca un sentimiento de abandono, siendo niña, del que alguna vez hablaba al final de su vida. Se planteaba una cuestión de otra manera urgente: la del tratamiento. Para el equipo médico eran interlocutores difíciles, puesto que estaban muy informados y eran muy exigentes, y el médico que cuidaba a Juliette terminó por delegar en ellos la elección entre radio y quimioterapia. Hoy consideran que fue una monstruosidad dejarles que eligieran, y de paso, infundirles esta duda estéril y torturadora: al escoger la otra opción, ¿se habría evitado lo que vino después? Juliette fue sometida a radioterapia, tratamiento menos fuerte y que no provoca la caída del cabello. Al cabo de unos meses la dieron por curada. Reanudó el baile, las clases, participó en un desfile de moda. Ya no se hablaba de su enfermedad, de la que por lo demás se había hablado apenas: Antoine, que en esta época tenía catorce años, nunca oyó la palabra cáncer.


El verano siguiente, en Bretaña, Juliette empezó a trastabillar y a perder el equilibrio. Ella, por lo general tan viva, estaba de mal humor, desganada. De hecho, intentaba ocultar y sobre todo ocultarse a sí misma que las piernas le respondían cada vez menos. La historia se parece a la de Étienne, algunos años antes, con la diferencia de que en Juliette no se trataba de una recidiva de un cáncer. Las primeras pruebas no fueron concluyentes, le practicaron no menos de tres punciones lumbares de las que guardaría un recuerdo atroz. Sus padres se temían una esclerosis múltiple. Por último, un neurólogo del Hospital Cochin les dijo la verdad. Tenía una lesión que databa de la radioterapia. Al contar las vértebras para despejar la parte de la espalda que debía exponerse a los rayos, debieron de equivocarse y superponer dos campos de irradiación. La médula espinal, en la zona irradiada dos veces más de lo necesario, había sufrido daños y en consecuencia la transmisión nerviosa llegaba mal a las piernas, cuyo movimiento ya no controlaba. Pero ¿qué se puede hacer?, preguntaron Jacques y Marie-Aude, anonadados. Tratar de limitar los daños, respondió el neurólogo, con una mueca poco alentadora. Aguardar a que se estabilice. Lo perdido no se recupera, hay que ver ahora hasta dónde llega.

La verdadera pesadilla empezó a partir de entonces. Ni Jacques ni Marie-Aude se atrevían a repetir a Juliette lo que les había dicho el neurólogo. Se mostraban evasivos, esperaban a estar solos para estallar en sollozos. Jacques revivía incesantemente una pequeña escena que se había desarrollado seis meses antes: había acompañado a Juliette para el tratamiento y, al esperar detrás de la puerta, había oído a los radiólogos discutir entre ellos sobre el centraje, es decir, los puntos de referencia trazados en la espalda de su hija; parecían no estar de acuerdo, había oído alzarse una voz que le había inquietado un poco y, retrospectivamente, se decía que el error se había cometido en aquel momento. Porque se trataba de un error, en efecto, y no consistía en haber elegido la radio en vez de la quimioterapia: la radio había curado perfectamente a Juliette del linfoma, pero se la habían aplicado mal y sus piernas pagaban aquella negligencia. Acosaron al centro de radioterapia, quisieron que el jefe del servicio afrontase sus responsabilidades. Se acuerdan de que era un hombre frío y engreído, a la vez indiferente a su angustia y desdeñoso de sus competencias científicas. Descartó con un revés de la mano el diagnóstico del neurólogo de Cochin, negó todo error y atribuyó lo que en adelante había que llamar la invalidez de Juliette a una «hipersensibilidad» al tratamiento del que no se podía culpar a nadie más que a la naturaleza. Poco le faltó para decir que era culpa de Juliette. Jacques y Marie-Aude odiaron a aquel mandarín como jamás han odiado a nadie en su vida, teniendo la confusa conciencia de que a través de él odiaban su propia impotencia. Cuando finalmente le pidieron que les dejara consultar el historial de su hija, él, suspirando, prometió comunicárselo, pero no lo hizo: más tarde les dijeron que había desaparecido.

¿Y Juliette, entretanto, qué pensaba? Hélène recuerda que sufría lo que en la familia llamaban sus «migrañas»: se quedaba días enteros en la oscuridad, no se podía hablar con ella ni tocarla, cualquier solicitación sensorial se convertía en una tortura para ella. Se acuerda también de lo que le había confesado su madre, de una forma precipitada y en voz baja: que Juliette corría el riesgo de acabar en una silla de ruedas, pero que no debía saberlo porque si lo sabía dejaría de luchar. Hoy, la propia Marie-Aude revela con un soplo que no se atrevía a ir a trabajar por la mañana porque temía que Juliette, a pesar de toda la valentía que le reconocían, «hiciera una tontería». La atmósfera en la casa estaba infinitamente más cargada que un año antes. La enfermedad de Hodgkin es grave, pero se cura en nueve de cada diez casos, y aunque el peligro era real, enseguida y con razón lo juzgaron atajado y luego lo descartaron: era un percance molesto, cuando en realidad se avecinaba la catástrofe.

La palabra tabú era «irreversible». Jacques y Marie- Aude describen aquel año como una lucha de cada instante, en primer lugar para no pronunciarla, después para reunir el valor de hacerlo. Al principio se negaron a admitir ellos mismos lo que se negaban a decir a su hija. Luego no hubo más remedio que hacerlo. Como Juliette se acercaba a la mayoría de edad, les aconsejaron que elaborasen un historial que le diera derecho a subsidios, a una tarjeta de discapacidad, a examinarse para el carnet de conducir en un coche especialmente preparado y a otras ventajas que en lo sucesivo formarían parte de su vida. El historial contenía una declaración certificando una lesión estabilizada, pero definitiva, de la médula espinal. Postergaron todo lo posible el momento de reunir estos documentos, de firmarlos, de hacer que algunos los firmase Juliette, que no los comentó. Recibió su tarjeta de minusválida unos días antes de cumplir dieciocho años.


A los dieciocho años, aquella chica encantadora y deportista tuvo que admitir que no caminaría nunca como los demás. Una de las piernas quedaría casi inerte y la otra totalmente, las arrastraría apoyándose en muletas, no podría separarlas cuando hiciese el amor por primera vez. Tendrían que ayudarla, como la ayudaban para salir de la bañera o subir una escalera. En uno de los textos que se leyeron en su entierro, alguien vinculó su vocación por la justicia con la injusticia que ella había sufrido. Sin embargo, cuando sus padres pensaron en llevar a juicio al centro de radioterapia, Juliette, que era estudiante de derecho, se opuso. No era más injusto ser inválida a causa del tratamiento que a causa de la enfermedad. Ni siquiera era especialmente injusto: era una lástima, sí, una desgracia, pero la justicia no tenía nada que ver con aquello. Para sobrellevar su minusvalía, prefería desinteresarse de su causa y sus responsables eventuales.

Sabiendo que era definitiva, le horrorizaba que le dijesen amablemente: nunca se sabe, quizá te repongas. Con la mejor intención del mundo, la madre de Patrice quería esperar que algún día se produjese un cambio súbito, que un día volvería a caminar. Partidaria de las medicinas paralelas, insistió mucho en que Juliette fuera a ver a una curandera que le impuso las manos y después enseñó a Patrice cómo darle un masaje en la espalda: de arriba abajo, muy largamente, y cuando llegase al sacro tenía que dispersar las energías malas sacudiendo con vigor la mano. El ejecutó la consigna concienzudamente durante varias semanas, confiando en una mejoría. A ella, por su parte, le gustaba el masaje, pero gratuitamente, no con la esperanza de una curación. Terminó por decírselo a Patrice, y también le dijo que no le agradaba que la llevase por senderos de montaña en una especie de silla de manos, o que en las playas de las Landas la animase a revolcarse en las olas, como si pudiera hacerle algún bien. Ya había bastantes cosas que le hacían bien para que además tuviera que obligarse a hacer aquellos melindres. Por ingeniosos que sean, no le interesaban los artilugios que permiten esquiar o escalar el Mont Blanc a alguien que no se tiene en pie. No eran para ella. Patrice lo comprendió y renunció a la esperanza de que algún día volviese a caminar. No la había conocido sin muletas, la amaba con ellas.


La escena se desarrolla en el despacho de Étienne a las seis de la tarde, unos meses después de conocerse. Deberían haber vuelto directamente, él a Lyon, ella a Rosier, pero Juliette sabe ya que a Étienne, antes de echar el cierre, le gusta quedarse un momento sentado en su sillón, con los ojos cerrados, sin moverse. No piensa especialmente en el trabajo cumplido, ni en el que le espera, y si lo hace es sin esforzarse, sin demorarse en pensarlo. Sigue lo que se le pasa por la cabeza, se deja flotar, no juzga. A ella le gusta verle en ese momento, y él, que hasta entonces prefería disfrutarlo solo, aguarda con placer estas visitas. Hablan o no hablan: no les causa ningún problema permanecer en silencio juntos. En cuanto ella entra, aquella tarde, y se sienta cruzando las muletas contra el brazo de la butaca, él intuye que algo va mal. Ella dice que no, que está bien. Él la apremia. Ella termina contándole un incidente sucedido esa tarde. Un incidente es mucho decir: una pequeña tensión, pero que a ella le ha producido un efecto penoso. Ha pedido a un ujier que fuera a buscarle sus expedientes al coche, y el otro ha ido a recogerlos suspirando. Es todo. No ha dicho nada, sólo ha suspirado, pero al suspirar decía, o en todo caso Julietteha oído, que le fastidiaba estar obligado a prestarle un servicio porque ella era una inválida. Sin embargo, dice ella, pongo mucha atención en no abusar…

Étienne la interrumpe: te equivocas. Deberías abusar más. No hay que caer en esa trampa, jorobarse la vida jugando al inválido que hace como si no lo fuera. Hay que ser claro en esto, considerar que la gente te debe esos pequeños servicios, y además es cierto que te los deben, y la mayoría de las veces te los prestan muy a gusto porque están muy contentos de no estar en tu lugar, y prestarte un servicio les recuerda hasta qué punto están contentos: no se les puede reprochar, si empezáramos a hacerlo no terminaríamos nunca, pero es la verdad.

Ella sonríe, divertida por su vehemencia, como tantas otras veces. La cosa podría haber quedado ahí, pero él no quiere limitarse a esto y añade: estás harta, ¿eh?

Ella se encoge de hombros.

Yo también estoy harto, prosigue él.

Y cuando Étienne me cuenta esta escena lo repite: estoy harto.

Después me explica: es una frase muy simple pero sumamente importante, porque es una frase que uno se prohíbe. Se prohíbe no sólo pronunciarla, sino pensarla, en la medida de lo posible. Porque si empiezas a pensar: «estoy harto», enseguida pasas a pensar: «no es justo», y: «podría llevar otra vida». Ahora bien, estos pensamientos son insoportables. Si empiezas a decir: «no es justo», ya no puedes vivir. Si empiezas a decir que la vida podría ser diferente, que podrías correr como todo el mundo para coger el metro o jugar al tenis con tus hijos, la vida se corrompe. «Estoy harto» y, detrás de «estoy harto», «no es justo» y, detrás del «no es justo», «la vida podría ser distinta», son pensamientos que no conducen a nada. No obstante, son pensamientos que existen, y tampoco es bueno gastar toda tu energía en hacer conio si no existieran. Es complicado, adaptarse a estos pensamientos.

Contigo mismo tienes un poco de margen, pero la regla, y los dos se dan cuenta de que es la misma para ambos, es no hablar de esto con los demás. Cuando dicen los demás, se refieren al otro principal, Nathalie para él, Patrice para ella. Es importante ocultarles estos pensamientos a ellos, a los que en principio se les puede decir todo. Porque les duelen, les causan un dolor compuesto de pena, de impotencia y de culpabilidad, que hay que tener cuidado en no endosarles. Pero también hay que tener cuidado en no extremar este cuidado, en no vigilarse demasiado ante el otro. A veces, dice Étienne, con Nathalie me abandono. Le suelto que estoy harto, que me parece demasiado duro y demasiado injusto tener una pierna de plástico, que tengo ganas de llorar, y lloro. Surge cuando la presión es excesiva, una vez cada tres o cuatro años, y luego se pasa hasta la próxima. Y tú, ¿se lo dices alguna vez a Patrice?

Alguna vez.

¿Y lloras?

Alguna vez.

Mientras intercambian estas palabras, las lágrimas empiezan a deslizarse por las mejillas de ambos. Fluyen sin vergüenza, sin que las repriman, incluso hay alegría en derramarlas. Porque poder decir: «es duro», «no es justo», «estoy harto», sin temer que el interlocutor se sienta culpable, poder decirlo con la seguridad -son palabras de Étienne- de que el otro oiga lo que dices tal como lo dices, ni más ni menos, de que no proyecte nada sobre ello, es una alegría y un alivio inmensos. Así que continúan. Saben o adivinan que sólo se concederán una vez este abandono, que no volverán a concedérselo porque de lo contrario se convertiría en una complacencia, pero esta tarde se lo consienten.

Yo, cuando estoy en el cuarto de baño, cuento puntos de tenis. Los visualizo. Hace veinte años que no juego al tenis, pero sigo jugando mentalmente y sé que lo echaré en falta hasta el final.

Para mí es la danza, encadena Juliette. Adoraba bailar, bailé hasta los diecisiete años, no es mucho tiempo, y a los diecisiete supe que nunca volvería a bailar. El mes pasado, en la boda del hermano de Patrice, miraba bailar a los demás y me moría de ganas de hacerlo. Sonreía, les quería, estaba feliz de estar allí, pero hubo un momento en que pusieron algo que poníamos siempre cuando tenía mis piernas, YMCA, ¿te acuerdas?: Uai-em-ci-ei! Creo que habría dado diez años de mi vida por bailar aquello, los cinco minutos que dura la canción.

Más tarde, ya embriagados con estas confidencias, ella dice, más gravemente: al mismo tiempo, si no me hubiera ocurrido, quizá no habría conocido a Patrice. Seguro que no. Ni siquiera le habría visto, que digamos. Habría amado a un hombre completamente distinto: más brillante, más seductor, del estilo que me correspondía en el mercado porque yo era bonita y brillante. No digo que la enfermedad me haya hecho más inteligente y profunda, pero gracias a ella estoy con Patrice, gracias a ella existen las niñas, y esto es lo contrario de la decepción, lo contrario de la amargura, no pasa un día sin que me diga: tengo el amor. Todo el mundo lo persigue, pero yo, que no puedo correr, lo tengo. Me gusta esta vida, me gusta mi vida, la amo totalmente. ¿Comprendes?

Muy bien, dice Étienne. A mí también me gusta mi vida. Por eso es tan difícil decirle a Nathalie: estoy harto. Porque si se lo digo piensa que yo quisiera vivir una vida distinta, y como no puede dármela se entristece. Pero decir que estás harto no quiere decir que quieras cambiar de vida, ni siquiera que estás triste. ¿Tú estás triste?

Juliette ya no lo está.


Se habían reconocido. Habían padecido los mismos sufrimientos, de los que sólo se hace idea quien los ha padecido. Los padres de ambos eran parisinos y burgueses, científicos y cristianos: los de Juliette, de derechas, los de Étienne de izquierdas, pero esta diferencia tenía poca importancia comparada con la idea, igualmente elevada, que estas familias tenían de su rango. Los dos se habían casado con personas de un medio más modesto, como se decía en el suyo (nota de Étienne: «no en el mío»), y las amaban profundamente. Sus matrimonios eran el centro de su vida, la clave de sus logros. Los dos tenían este fundamento y se habrían sorprendido si les hubieran dicho, antes de conocerse, que les faltaba algo. Pero ese algo cuya falta no notaban lo acogieron, cuando llegó, con gratitud y maravillados. Étienne, fiel a su manía de contradecir a sus interlocutores, recusa la palabra amistad, pero yo digo que entre amigos es así, y que tener en la vida un verdadero amigo es tan raro y precioso como un verdadero amor. Es cierto que entre un hombre y una mujer es más complicado, porque se inmiscuye el deseo y con él el amor. En este sentido, respecto a ellos, no tengo nada que decir, o solamente que Patrice, por su lado, y Nathalie, por el suyo, comprendieron que por primera vez otra persona contaba en la vida de Juliette y Étienne, y que se resignaron a ello.

Aparte de la que acabo de referir, apenas tenían conversaciones íntimas. Hablaban del trabajo. A uno puede gustarle trabajar con alguien como le gusta hacer el amor con alguien, y Étienne, que sobrevivió a Juliette, sabe que siempre añorará su relación con ella. No había ningún contacto físico entre ambos. Se habían estrechado la mano al principio de su primer encuentro, pero no al final, ni nunca posteriormente. Tampoco se besaban, no se saludaban siquiera con un gesto de la cabeza, no se decían hola ni adiós. Aunque se hubiesen separado la víspera o durante un mes de vacaciones, se reencontraban como si uno volviese de la habitación contigua, adonde había ido a buscar un expediente un minuto antes. Pero había, dice Étienne, algo carnal y voluptuoso en su manera conjunta de ejercer el derecho. Los dos amaban el momento en que se descubre el fallo, en que el razonamiento surge fluido, se desarrolla por sí solo: adoro, decía Juliette, cuando tus ojos empiezan a brillar.

Sus respectivos estilos como magistrados diferían en todo. Juliette era sosegada, tranquilizadora. En la audiencia siempre empezaba explicando cómo iba a desarrollarse la sesión. Lo que era la justicia, por qué se habían reunido. El principio de la prueba y el de la contradicción. Si había que repetir las explicaciones, las repetía. Se tomaba todo el tiempo necesario, ayudaba a los comparecientes que no comprendían bien o se expresaban mal. Étienne, por el contrario, era brusco y en ocasiones brutal, capaz de cortar a un abogado diciéndole: «Le conozco, letrado, sé lo que va a decir, no se moleste en argumentar, siguiente asunto.» La gente salía desestabilizada de sus audiencias, y calmada de las de Juliette. Estas diferencias se veían hasta en el estilo de sus sentencias, me dice Étienne, que describe el de Juliette como clásico, claro, equilibrado, y el suyo propio como más bien romance: áspero, irregular, con cambios de tono para los que francamente no tengo el oído ejercitado, pero me gustaría ser capaz de percibir.

Libraron los mismos combates, más exactamente Juliette se adhirió a los de Étienne en materia de derecho de vivienda y derecho de consumo, pero pienso que no les impulsaban los mismos motivos. En mi opinión, si un tipo tan brillante como Étienne eligió la primera instancia, la provincia, casos minúsculos, fue porque prefería ser el primero en su pueblo que correr el riesgo de ser el segundo o el centésimo en París, en el tribunal superior, en la palestra. El Evangelio, Lao-Tsé, el I King invitan unánimemente a «favorecer lo pequeño», pero cuando personas como Étienne o yo, que nos parecemos mucho en este aspecto, adoptamos estas estrategias de humildad, es obviamente por un gusto inquieto y contrariado por la grandeza, y adivino en sus compromisos una vanidad de autor, un deseo de reconocimiento aplicados a objetos que debo confesar que me parecen irrisorios, como si la vanidad de autor que a mí me atormenta se aplicase a algo incomparablemente más noble.

Juliette no tenía esta clase de problemas. La oscuridad le convenía, soportaba muy bien que Étienne pasara por ser su mentor y que hiciera hablar más de él que de ella. Sentencias que habían debatido juntos largo tiempo pero que eran de él, aparecían, con el nombre de él, en las revistas jurídicas. En varias ocasiones Étienne le propuso que enviara a esas revistas alguna de sus sentencias, que las publicase, pero ella se negó. Pienso que lo que animaba a Juliette era a la vez el gusto desinteresado por la justicia y la satisfacción inesperada de poder ser una jueza tal como le gustaba a su marido. Los dos hablaban mucho de política, como, por otra parte, hablaban de todo, y aunque estaban de acuerdo en lo esencial, Patrice desconfiaba hasta tal punto de todas las instituciones, era tan propenso a denigrarlas, hicieran lo que hiciesen, que ella, por reacción, se veía obligada a interpretar en la pareja el papel ingrato del partido del orden. Sin embargo, Juliette consideraba que había recorrido un largo camino con respecto a su medio de origen. Votaba a los socialistas, o a los verdes cuando no incordiaban demasiado a los socialistas, leía los artículos que él le recomendaba en Politis o Le Monde diplomatique, pero a juicio de Patrice nunca era suficiente, y ella no veía ninguna razón para abrazar todos los valores del medio al que él pertenecía. A pesar de esta fidelidad que él le reprochaba a su educación burguesa, fue ella la que le había enseñado la fórmula clásica en la Escuela Nacional de la Magistratura, según la cual el código penal es lo que impide que los pobres roben a los ricos y el código civil lo que permite a los ricos robar a los pobres, y era la primera en reconocer que había algo de verdad en el proverbio. Al ocupar su puesto en primera instancia, supuso que tendría, más a menudo de lo que quisiera, que ratificar un orden social injusto, y por obra y gracia de Étienne se encontraba en la vanguardia de una lucha azarosa y exaltante en defensa de la viuda y el huérfano, de la olla de barro contra la de hierro. Naturalmente, rechazaba esta retórica, decía que no estaba ni a favor ni en contra de nadie, y que su único afán era hacer que la ley se respetase, pero en adelante, «el juez de Vienne», como empezaban a decir los archivos de jurisprudencia, eran dos cojos en lugar de uno.


Esta jurisprudencia se endurecía en el momento en que Juliette sustituyó a Jean-Pierre Rieux. Las entidades erediticias recurrían, descontentas de que un puñado de jueces izquierdistas respaldara sistemáticamente en contra de ellos a los prestatarios morosos. Los casos se veían en el tribunal de casación. Ahora bien, no menos sistemáticamente, este tribunal, que tiene vocación de derechas, empezó a anular las sentencias en primera instancia. Los desventurados que se habían alegrado de no tener ya que pagar intereses ni penalizaciones, se enteraban de que al fin y al cabo sí tenían que pagarlos, porque un juez más poderoso había golpeado con la palmeta los dedos del juez que les había sido favorable. Para ello, el tribunal de casación utilizaba dos armas, y aquí, con perdón, voy a tener que ser un poquito más técnico.

La primera arma se llama plazo de prescripción. La ley dice que el acreedor debe actuar dentro de los dos años siguientes al primer impago, pues de lo contrario la deuda prescribe y le mandan a paseo. La idea es impedir que aparezca al cabo de diez años para reclamar sumas enormes que habría permitido que se acumulasen sin llamar nunca al orden al deudor. Es cierto que esta medida protege a este último. Ahora, el tribunal de casación añade que hay que establecer un equilibrio y que la misma imposición se aplique a las dos partes: también el deudor, por tanto, dispone de dos años para impugnar la corrección de su contrato después de haberlo firmado; al cabo de dos años se acabó, ya no tiene derecho a quejarse. Ignoro lo que el lector pensará de esto, si ha leído atentamente este párrafo. No excluyo que mi apreciación de estos puntos jurídicos, pero también políticos y morales, esté demasiado influenciada por Étienne. Sin embargo, me cuesta no pensar que este equilibrio está desequilibrado. Porque siempre es el acreedor el que lleva al deudor ante la justicia, nunca al contrario. De modo que le basta con esperar tranquilamente dos años para atacarle con la certeza de que nadie podrá ya alegar nada contra su contrato, aunque esté plagado de cláusulas abusivas. Para defenderse, habría sido necesario que el prestatario supiese que era ilegal al firmarlo. Habría debido estar perfectamente informado, mientras que el espíritu de la ley era impedir que alguien se aprovechara de su ignorancia.

Para Étienne, Florès y ahora Juliette, esta manera de desviar a favor del prestamista un texto destinado a proteger al prestatario era una traba seria. Sus sentencias se basaban en la ley, pero a la hora de interpretarla es el tribunal de casación el que tiene la última palabra, y la tenía cada vez más a menudo. No obstante, disponían de un pequeño margen, porque la prescripción no se aplicaba en todos los casos. Como si un par de torres les pusieran en jaque, aún podían huir por las diagonales. La situación se volvió crítica cuando el adversario, además de las torres, sacó la dama. La dama del tribunal de casación es una sentencia que data de la primavera de 2000 y que dice que a un juez no le compete perseguir de oficio, es decir, por su propia iniciativa, una infracción a la ley. Se advierte la teoría liberal: no hay más derecho que el que se reclama; para reparar un daño, quien lo ha sufrido tiene que quejarse. En el caso de un litigio entre un consumidor y un profesional del crédito, si el primero no se queja del contrato, el juez no debe hacerlo en su lugar. Esto se sostiene en la teoría liberal, pero en la realidad el consumidor no se queja nunca porque no conoce la ley, porque no es él quien lleva el litigio a los tribunales, porque nueve de cada diez veces no tiene abogado. Da igual, dice el tribunal de casación, la función del juez es la función del juez: no tiene por qué inmiscuirse en lo que no le concierne; si está escandalizado, debe quedar en su fuero interno.

Escandalizados, Étienne, Florès y Juliette estaban también atados de pies y manos, y consternados estaban los deudores a los que habían infundido falsas esperanzas. Las entidades de crédito, por su parte, exultaban.


Un día de octubre de 2000, Étienne hojea revistas jurídicas en su despacho. Tropieza con una sentencia comentada del TJCE, es decir el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, y empieza a leerla primero distraídamente y después cada vez con mayor atención. El caso consiste en un contrato de crédito al consumo que estipula que cualquier litigio se someterá al tribunal de Barcelona, donde tiene su sede el organismo de crédito. Puesto que dicho organismo tiene su sede en Barcelona, ¿el consumidor que viva en Madrid o en Sevilla tendrá que desplazarse para defenderse? Salta a la vista del juez de Barcelona que esta cláusula es abusiva, y la denuncia. Pero en España tampoco tiene competencia para hacerlo de oficio, y la somete al TJCE. Este tribunal emite su dictamen. Étienne lo lee. Antes incluso de haber terminado, se levanta y desciende a la planta baja. Entra en la salita contigua a la grande donde Juliette preside una audiencia, abre la puerta entre ambas salas y le hace una señal de que se acerque. Juliette, como una actriz a la que llamasen desde las bambalinas en plena representación, no comprende, no quiere hacerle caso, pero él insiste. Con gran sorpresa de la secretaria, del ujier, de las partes enfrentadas en un asunto de un inodoro defectuoso, Juliette interrumpe la audiencia, empuña las muletas, cojea hasta la salita donde la espera Étienne. ¿Qué pasa? Mira esto. Le tiende la revista. Ella lee.

«En cuanto a la cuestión de saber si un tribunal al que se le ha sometido un litigio relativo a un contrato celebrado entre un profesional y un consumidor puede apreciar de oficio el carácter abusivo de una cláusula de dicho contrato, conviene recordar que el sistema de protección aplicado por la Directiva europea se basa en la idea de que el consumidor se encuentra en una posición de inferioridad con respecto al profesional en lo referente tanto al poder de negociación como al nivel de información. El objetivo que persigue la Directiva, que impone a los Estados miembros prever que unas cláusulas abusivas no vinculen a los consumidores, no podría alcanzarse si estos últimos se viesen obligados a denunciar ellos mismos el carácter abusivo. De ahí que una protección eficaz del consumidor sólo se puede conseguir si al juez nacional se le reconoce la facultad de apreciar de oficio una cláusula semejante.»

Uf. En una película, una música intensamente dramática debería acompañar el momento en que la heroína descubre estas líneas. Se le vería mover los labios a medida que avanza en la lectura, y su cara expresaría primero estupor, luego incredulidad y por último alborozo. Alzaría los ojos hacia el héroe balbuceando algo como: pero, entonces…, esto quiere decir…

Aquí un contraplano de Étienne, tranquilo, intenso: has leído bien.

Yo me burlo un poco, y es cierto que hay algo cómico en el contraste entre esta prosa indigesta y el arrebato que causó, pero podemos burlarnos del mismo modo de casi todas las empresas humanas en las que no estamos involucrados, de todos los compromisos y todos los entusiasmos. Étienne y Juliette libraban una lucha cuyo desenlace tenía incidencia sobre la vida de decenas de miles de personas. Llevaban meses sufriendo una derrota tras otra, y de repente Étienne encontraba la estocada secreta que iba a cambiar el curso de la batalla. Es siempre un placer, cuando un jefe- cilio te maltrata diciendo: es así, como yo digo, no tengo que dar cuentas a nadie, descubrir que por encima de él hay un gran jefe y que además éste te da la razón. No sólo el TJCE dice lo contrario del tribunal de casación, sino que prevalece sobre él, porque el derecho comunitario tiene un valor superior al derecho nacional. Étienne no sabía nada de derecho comunitario, pero ya le parecía formidable. Empezaba a desarrollar la teoría que nos expuso, me acuerdo, la mañana de la muerte de Juliette: cuanto más alta es la norma jurídica, tanto más generosa es y más cercana está de los grandes principios que inspiran el Derecho con mayúscula. Los gobiernos se sirven de decretos para cometer vilezas, mientras que la Constitución o la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano las proscriben y se mueven en el espacio etéreo de la virtud. Por suerte, la Constitución y la Declaración priman sobre los decretos, y sería muy idiota no sacar este as de la manga para desbaratar las maniobras de una sota o hasta un rey. Hacer que un deudor te pague es un derecho, desde luego, pero también lo es vivir una vida decente, y cuando hay que arbitrar entre los dos, cabe sostener que el segundo constituye una norma jurídica superior, y por tanto prevalece. Es similar en el caso, por un lado, del derecho que tiene el propietario a cobrar los alquileres, y por otro, del que tiene el inquilino a dormir bajo un techo, y gracias a estos combates librados desde hace una decena de años por jueces como Étienne y Juliette el segundo de estos derechos se está volviendo oponible, es decir, superior en la práctica al primero.

En suma, Étienne se excita, le brillan los ojos, Juliette se lo ha dicho: le gusta que le brillen los ojos. Le gusta su emoción y la comparte, pero en el tándem que forman le corresponde más bien a ella tener los pies en el suelo, recordar en cada ocasión el principio de realidad. Dice: hay que reflexionar. Siempre se puede decir que no cuesta nada apelar al derecho europeo para derrotar a la jurisprudencia nacional, pero no es cierto, puede costar muy caro. Impugnan esta jurisprudencia asociaciones de consumidores con las que Florès está en contacto y que libran contra ella una guerra de trincheras. La Blitzkrieg que están imaginando los dos por su cuenta amenaza, si fracasa, con minar esta labor de tanto tiempo y esfuerzo. Si el TJCE les dice que no, las entidades de crédito explotarán durante mucho tiempo el fallo.

Siguen unos días febriles, de llamadas por teléfono y de e-mails a Florès, pero también a una profesora de derecho comunitario, Bernadette Le Baut Ferrarese, que, consultada, se apasiona por la cuestión. La respuesta del TJCE, según ella, no es segura, pero vale la pena intentarlo, a sabiendas de que es como el indulto presidencial en el caso de una pena de muerte: te lo juegas a una carta, es la última que te queda. Por último, deciden probar. ¿Quién asume el mando? ¿Quién va a redactar la sentencia provocadora? Podría ser cualquiera de los tres jueces, pero la cuestión, al parecer, no se plantea: es a Étienne al que más le gusta estar en primera línea.


Hace varios meses que se amontonan en su despacho expedientes relativos a un contrato ofrecido por nuestra vieja conocida, la sociedad Cofidis, y que luce el bonito nombre de Asugusto. El contrato Asugusto podría estudiarse en la escuela como ejemplo de coquetería a fondo con la estafa. Se presenta como una «petición gratuita de reserva de dinero», en la que «gratuita» aparece en negrita y el tipo de interés, en cambio, figura en letra muy pequeña en el reverso y es del 17,92%, lo que sumado a las penalizaciones supera la tasa de usura. Étienne escoge al azar del montón el expediente en que insertar su pequeña bomba: Cofidis SA contra Jean-Louis Fredout. No es un gran caso: Cofidis reclama 16.310 francos, de los que 11.398 son capital y el resto intereses y penalizaciones. En la audiencia no comparece Fredout, que no tiene abogado. El de Cofidis, por el contrario, es un cascarrabias del colegio de abogados de Vienne, un viejo asiduo de la casa que no se alarma cuando Étienne señala que «las cláusulas financieras no son legibles», que «esta falta de legibilidad debe compararse con la mención de la gratuidad, presentada de forma especialmente visible» y que por este motivo «las cláusulas financieras pueden considerarse abusivas». No se alarma, se sabe de memoria las sutilezas de Étienne, al que, por otra parte, aprecia, y con un tono guasón pero nada agresivo, como quien canta su parte en un dueto muy ensayado, responde que da igual si las cláusulas son abusivas, puesto que el contrato data de enero de 1998, la citación de agosto de 2000 y el plazo de prescripción ha vencido hace mucho, así que lo siento, señor presidente, era una maniobra simpática para salvar el honor, pero la ley es la ley y a ella nos atenemos.

Bien, dice Étienne, nos atenemos a ella. Sentencia dentro de dos meses. Cuanto más parece rebajarse, más goza por dentro. Si sólo dependiera de él, dictaría sentencia la semana siguiente, pero hay que fingir que no pasa nada, observar el plazo habitual. La audiencia finaliza el viernes a las seis de la tarde y el sábado por la mañana está delante del ordenador, en su casa. Redacta febrilmente y jubiloso, se ríe solo. Al cabo de dos horas ha terminado, la sentencia tiene catorce páginas, que es una extensión infrecuente. Llama a Juliette para leérsela en voz alta y ella también se ríe. Después le toca el turno a Florès y a Bernadette, totalmente inmersa en la conspiración. Se deja reposar el texto, se comprueba todo, se pesa una y otra vez cada palabra. Es sumamente técnico, por supuesto, pero la idea se resume simplemente. La sentencia consiste en decir: no puedo emitir un fallo porque la ley no está clara, y para aclararla debo formular una pregunta al TJCE. Esta pregunta, que se llama cuestión prejudicial, es la siguiente: ¿se ajusta a la Directiva europea que el juez nacional, al expirar el plazo de prescripción, no pueda señalar de oficio una cláusula abusiva en un contrato? Respóndanme sí o no, yo juzgaré en consecuencia.


Después se muerden las uñas durante los dos meses reglamentarios, al cabo de los cuales envían a las partes, y sobre todo al TJCE, esta sentencia que no lo es realmente, puesto que aguarda la respuesta que recibirá la cuestión prejudicial. Algún tiempo después, Étienne se cruza en un pasillo con el abogado de la empresa Cofidis, un poco desconcertado por este objeto jurídico no identificado. Pero bueno, si eso le divierte…, bromea. Nosotros vamos a recurrir, el tribunal de casación fallará, es lo suyo, y al emitir sentencia anulará la cuestión. Sólo habremos perdido un año, a mí me da lo mismo, a usted también, lo único es que el pobre hombre va a hacerse ilusiones y al final pagará el pato entero. Étienne, que ha previsto esta respuesta, sonríe. No creo, dice, que la cosa sea así: el propio tribunal de casación dice que el recurso sólo es posible contra las sentencias sustanciales, no contra las sentencias preliminares, que es la que usted ha recibido. El otro arquea las cejas. ¿Está seguro? Seguro, responde Étienne.

Ah, bueno.


La compleja maquinaria se pone en marcha. Empieza por la traducción en Luxemburgo de la cuestión de Étienne a todas las lenguas comunitarias, y el texto se envía a todos los Estados miembros. El que quiera es libre de actuar. Pasan seis meses. Una mañana de abril de 2001 llega al juzgado un sobre grueso con el membrete del TJCE. Étienne está solo en su despacho, pero se contiene: espera a Juliette para abrirlo. Ordenan que nadie les moleste. El sobre contiene dos documentos: uno, muy grueso, es un informe de Cofidis; el otro, más corto, es el dictamen de la Comisión Europea. No dudan del contenido del primero, todo el suspense se concentra en el segundo, y por eso, para disfrutar de ese suspense torturador y delicioso, se fuerzan a leer antes el primero. Veintisiete páginas de letra apretada, redactadas por un equipo de abogados reunidos en comité de crisis. El enemigo presiente el peligro y saca la artillería pesada. En el preámbulo hablan de un «clima de rebelión improductivo», de la «actividad sediciosa que mantienen algunos jueces relevados por determinados sindicatos, e incluso por determinados miembros del sindicato de la magistratura». Ya ves, dice Étienne, encantado, los versalleses siempre escriben parecido, en todas las épocas. Siguen, en orden de combate, los argumentos propiamente jurídicos de los que hago gracia al lector y que refuerzan el argumento principal, que es político: si se sigue buscando las cosquillas a las entidades de crédito y favoreciendo a los pródigos, todo el sistema se resentirá y el prestatario honrado pagará las consecuencias. Nada inesperado, en suma, aparte de la vehemencia del tono. En un marco distinto parecería inocuo, en el de la prosa jurídica es un ataque personal, con bazuca. Es halagador, excitante. Han leído el informe sin saltarse una línea. Ahora queda por conocer el veredicto. La Comisión no es el TJCE, emite dictámenes, no decisiones, pero por lo general se siguen, y si la Comisión dice que no, es seguro que el tribunal dirá que no. Un no sería la derrota, la humillación. Habrá que aguantarlas. Étienne y Juliette no van a hacerse el haraquiri en el despacho, pero los dos son conscientes de que será un golpe muy duro de encajar. Lee tú primero, dice Étienne, eres más fuerte que yo. Juliette empieza a leer. Principio de efectividad…, compensación por parte del juez de la ignorancia de una de las partes…, referencia a la sentencia de Barcelona…

Juliette levanta la cabeza, sonríe: la respuesta es sí.


Es como si estuvieras en un puente de madera, dice Étienne. Un puente que se bambolea, peligroso. Has plantado un pie. El puente resiste. Entonces plantas el otro.

(Al copiarla, me percato de lo audaz de esta metáfora en labios de un hombre con una sola pierna.)Étienne no aguarda a que el TJCE ratifique el dictamen de la Comisión para doblar la apuesta presentando una segunda cuestión prejudicial. Es asimismo relativa al oficio, es decir, al derecho que el juez tiene de señalar una injusticia de la que no se ha quejado la víctima, pero esta vez lo aborda por otro frente. Un tal Giner sustituye a Fredout y la sociedad ACEA a la Cofidis: por lo demás el asunto es prácticamente igual. Étienne declara en la audiencia que el tipo efectivo global, llamado TEG, no se menciona en la oferta de crédito, y lo considera irregular. Nadie, aparte de Juliette, está al corriente del éxito de su primera ofensiva, nadie sabe que prepara una segunda. El abogado de la ACEA, sin desconfiar, esgrime, por tanto, el argumento que había previsto aducir en el caso previsible de que el tiquismiquis reincidiera. La irregularidad, si la hay, incumbe a un orden público de protección, no es competencia del juez.

El orden público de protección es otro hallazgo más del tribunal de casación, que desde los años setenta lo distingue del orden público de dirección. El primero no afecta a la sociedad, sólo al individuo. Es él quien tiene que defender su derecho, y el juez, que representa a la sociedad, no tiene por qué interesarse de oficio. El orden de dirección es otra cosa: afecta al interés general y, en particular, a la organización del mercado. El juez, por ende, puede y debe señalar su violación.

A Étienne esta distinción le parece débil. Dice: he juzgado casos de derecho penal en el norte, ahora vuelvo a hacerlo en Lyon. En nombre del orden público acepto realizar esta función sumamente desagradable que consiste en encarcelar a individuos. En nombre del orden público acepto mandar al trullo a magrebíes que han robado radios de automóviles. La justicia es una cosa violenta. Acepto esta violencia, pero con la condición de que el orden al que sirve sea coherente e indivisible. El tribunal de casación dice que al proteger a los señores Fredout y Giner sólo se les protege a ellos dos, que deberían ser lo bastante avispados para protegerse solos, y de lo contrario allá ellos. Yo no estoy de acuerdo. Considero que al proteger a Fredout y a Giner protejo a toda la sociedad. Considero que sólo hay un orden público.

Una de las ventajas del derecho comunitario es que no se conforma con promulgar normas: dice el propósito que persigue al promulgarlas y es, por tanto, legítimo alegar este propósito. El de la directiva a la que me refiero, continúa Étienne, es perfectamente claro y liberal. Se trata de organizar la libre competencia en el mercado del crédito. Por eso impone en toda Europa la obligación de que los contratos mencionen el TEG: para que la competencia actúe con plena transparencia. No mencionarlo es una irregularidad, todo el mundo está de acuerdo a este respecto, pero el tribunal me prohíbe señalarla so pretexto de que al hacerlo me ocupo sólo de las personas -orden público de protección- y no del mercado: orden público de dirección. En consecuencia, pregunta al TJCE: ¿la mención del TEG se hace para proteger al prestatario o para organizar el mercado? Como la directiva dice con toda claridad que se hace para organizar el mercado, mi pregunta, de hecho, es todavía más simple: díganme si he leído bien. De ser así, la jurisprudencia del tribunal de casación no tiene sentido.


Étienne, viendo las cosas con perspectiva, estima que el dictamen del caso Fredout está mal redactado y es incluso un poco espurio. A su juicio, el TJCE habría podido rechazarlo, pero sospecha que lo ha aprobado por oscuras razones: porque no quería desaprovechar una ocasión de oro de sentar su preeminencia sobre el derecho nacional. Del fallo del caso Giner, por el contrario, se siente muy orgulloso. Es un objeto jurídico que le encanta. Primero porque no es una sentencia de izquierdas. Étienne no se ve en absoluto como el izquierdista peligroso que denuncian los abogados de Cofidis. Se define como socialdemócrata, pero cree en las virtudes de la competencia: es aún más placentero atrapar en su propia lógica, con un argumento que podría suscribir Alain Mine, a una entidad crediticia ultraliberal. Sobre todo le gusta el estilo, el contraste entre la enormidad del problema planteado -¿qué es el orden público?- y la falsa ingenuidad desconcertante, socrática, de la pregunta que lo resuelve: ¿he leído bien? Le gusta esta forma simple y evidente de dar en el blanco. Lo comprendo. Es lo que también me gusta a mí en mi trabajo: cuando es simple, evidente, cuando da en la diana. Y, por supuesto, cuando es eficaz.


Hablemos de la eficacia. Antes de abandonar su puesto en Vienne, Étienne pudo pronunciar en el caso Fredout la prescripción de los intereses adeudados a la sociedad Cofidis. En el caso Giner, el acreedor sintió el cambio de viento y prefirió desistir. Esta doble victoria, y sobre todo el hecho de que sentase jurisprudencia, granjearon a Juliette y Étienne, cosa de la que él se jacta, «insultos en Dalloz» por parte de profesores de derecho que presentan «al juez de Vienne» corno una especie de enemigo público número uno. A más largo plazo, el efecto de su lucha es que la ley sobre la prescripción ha sido modificada, el oficio del juez ampliado, y aliviadas con toda legalidad las deudas de decenas de miles de pobres gentes. Es menos espectacular que, pongamos, la abolición de la pena de muerte. Es suficiente para decirse que ha servido de algo, e incluso que Étienne y Juliette han sido grandes jueces.


Étienne dice que pidió el traslado a Lyon como juez de instrucción porque estaba agotado al cabo de ocho años en el juzgado de primera instancia, y además porque si algún día tenía que irse, más valía que fuese con una victoria. Los abogados de Vienne insinúan a sus espaldas que el traslado era una sanción: jorobaba a la gente, el ministerio no lo podía ni ver. Sea cual sea la verdad, es el primero en reconocer que no era un ascenso, que Vienne fue el puesto de su vida, y que en el futuro quizá haya en su carrera algunos más prestigiosos, pero le extrañaría que fuesen más estimulantes.

Abandonar la primera instancia significaba también abandonar a Juliette. De Vienne a Lyon sólo hay media hora de coche, pero sabían muy bien que la argamasa de su amistad era el compañerismo cotidiano, los expedientes que examinaban juntos, poder en todo momento empujar la puerta del despacho del otro, vivir juntos en el trabajo como otras parejas viven juntas en su casa. En los primeros tiempos de su separación hubo algunos almuerzos a solas, algunos domingos con las familias respectivas, pero se les hizo tan evidente que no era aquello que no insistieron. Étienne ha llegado a pensar que, aunque ya no se viesen, no era tan grave porque Juliette formaba ya parte de él, se había convertido en una instancia de su psique, en la interlocutora a la que dirigía una parte de su monólogo interior, y no dudaba de que a ella le ocurría algo parecido. Se telefoneaban. Ella le contaba las cosas del juzgado en su ausencia, las pequeñas historias de secretarias judiciales y ujieres, y a él le resultaban tan agradables como en esos ensueños infantiles en que estás muerto pero no te pierdes nada de lo que dicen en tu entierro. Juliette se entendía menos bien con la magistrada que había sustituido a Étienne, pero era normal: había vivido algo extraordinario y no cabía esperar que siempre fuese así. La exaltación que la había animado durante los cinco años de peleas conjuntas contra los bancos y el tribunal de casación había decaído, y su lugar lo había ocupado la fatiga. Trabajaba muchísimo para estar al día en sus expedientes, se acostaba a medianoche, se levantaba a las cinco, pero siempre tenía miedo de no llegar, de acumular un retraso que no conseguiría remediar. Él sentía al escucharla que ella perdía pie, habría querido estar cerca de ella para ayudarla como él sabía hacerlo, transformando en alegre y apasionante el trabajo más árido. Le alivió que le anunciara que estaba embarazada: ahora respiraría, al menos. Pero el embarazo fue más difícil que los dos anteriores. Era ella la que había decidido tener un tercer hijo, a Patrice le daba un poco de miedo, pero ella se empeñó: sería el último. Diane nació el 1 de marzo de 2004. Étienne volvió a ver a Juliette en la maternidad y después en Rosier, alrededor de la cuna. Amélie y Clara jugaban a mamás con su hermanita. Juliette las devoraba con los ojos a las tres, a sus tres hijas, y en su mirada Étienne vio amor, por supuesto, y felicidad, pero también algo que no supo o no quiso analizar y que le desgarró el corazón. Ella reanudó el trabajo a la vuelta de las vacaciones de verano, era la segunda vez que volvía al juzgado sin Étienne. En sus conversaciones telefónicas salían una y otra vez las palabras cansancio, debilidad, extenuación, y a ellas se añadió angustia, que él nunca le había oído pronunciar.


Una mañana de diciembre, un ruido de respiración oprimida despertó a Patrice. Juliette, a su lado, sollozaba y a la vez se ahogaba. Intentó calmarla. Entre dos espasmos, ella consiguió decirle que no sabía lo que le pasaba, pero que presentía que era algo grave. Patrice obtuvo una cita de urgencia con el internista de Vienne. Como era sábado y las niñas no iban al colegio ni a casa de la señora que cuidaba a la pequeña, tuvieron que ir los cinco. Durante la consulta, Amélie y Clara hicieron dibujos en la sala de espera. El internista envió a Juliette a hacer una radiografía de los pulmones, asimismo urgente. Para distraer a las niñas, que empezaban a impacientarse, Patrice las llevó a una librería donde había una estantería para niños que ellas desordenaron. Con Diane llorando en sus brazos, Patrice ordenaba pacientemente los libros, detrás de las dos mayores, disculpándose ante la librera, que por suerte tenía también hijos y sabía lo que eran. Volvieron a la consulta de radiología y después, ya con la radiografía, a la del internista, que la cogió con aire preocupado y dijo que fuesen a Lyon de inmediato para un escáner. Volvieron al coche. Las pruebas habían durado toda la mañana, las niñas no habían comido, no habían dormido la siesta, a Diane no le habían cambiado los pañales, las tres gritaban a cual más en el asiento trasero, Juliette, en el delantero, no estaba en condiciones de calmarlas, aquello era un infierno. En el hospital de Lyon, una nueva espera para el escáner. Por suerte había una zona de juegos para los niños, con una piscina llena de globos.

Una anciana que parecía muy enferma preguntaba a Patrice cada diez minutos dónde estaba y él le repetía: en el hospital, en Lyon, en Francia. Estaba tan desbordado que no tuvo realmente tiempo de inquietarse, pero cuando les dijeron el diagnóstico -embolia pulmonar-, se sorprendió de sentirse aliviado porque una embolia pulmonar es grave, pero no es un cáncer. Decidieron trasladar a Juliette en ambulancia a la clínica protestante de Fourvière, donde le pondrían anticoagulantes por vía intravenosa para disolver los coágulos de sangre que obstruían los vasos que irrigaban sus pulmones. Patrice acordó con ella que se llevaría a las niñas a casa y volvería después con una bolsa de ropa y de artículos de aseo porque Juliette estaría en la clínica unos días. Antes de marcharse vio al médico, que le dijo que el escáner no revelaba nada alarmante. Lo único un poco molesto era que en los pulmones había rastros de fibrosis que probablemente databan de la radioterapia realizada quince años antes. Los rayos debían de haber producido fibrosis en los órganos, era difícil distinguir las lesiones nuevas de las antiguas, pero bueno, en conjunto no había problema, todo estaba controlado.


Apenas instalada en la clínica protestante, Juliette llamó a Étienne. Él se acuerda de sus palabras: ven, ven enseguida, tengo miedo. Y cuando él entró en la habitación, media hora más tarde: es peor que miedo, es terror.

¿Qué te da terror?

Con un gesto vago, ella señaló el tubo que la ligaba con la bolsa de suero, sobre el soporte: eso. Todo esto. Seguir estando enferma. La falta de aire. Morir asfixiada.

Su voz era vehemente, entrecortada, cargada de una rebeldía que él no le conocía. No era propia de ella, la rebeldía, ni la amargura, ni el sarcasmo, pero aquel día la vio rebelde, amarga, sarcàstica. La expresión de su rostro, que ni siquiera la fatiga más grande conseguía normalmente transformar en arisca, era dura, casi hostil. Con un pequeño rictus que era todavía más inusual que lo demás, dijo: estos últimos días me preguntaba si debería tomar una pensión complementaria, pero creo que no valdrá la pena. Eso que me ahorro.

Étienne no reaccionó vivamente, se limitó a preguntar con calma si le habían dicho que se iba a morir, y ella tuvo que admitir que no. Le habían dicho lo mismo que a Patrice: embolia pulmonar, quizá vinculada con la radioterapia, y eso le jodia, fue la palabra que empleó, una que no empleaba nunca, pero aquel día sí, le jodia tener que pagar por una enfermedad de la que se creía curada.

Hubo un momento de silencio y luego ella continuó, con voz más suave: tengo un miedo horrible de morir, Étienne. Verás, cuando estuve enferma, a los dieciséis años, me hacía una idea romántica de la muerte. Me parecía seductora, no sabía si la amenaza era real, pero estaba dispuesta. Tú también me dijiste un día que a los dieciocho años pensabas que tener cáncer podía ser algo majo. Me acuerdo muy bien, dijiste «majo». Pero ahora me horroriza, a causa de las niñas. La idea de dejarlas me horroriza. ¿Comprendes?

Étienne asintió con la cabeza. Comprendía, por supuesto, pero en vez de decir lo que cualquier otro habría dicho en su lugar: ¿quién te habla de morir? Tienes una embolia pulmonar, no un cáncer, no te pongas nerviosa, dijo: ellas no morirán, si tú te mueres.

No es posible. Me necesitan demasiado. Nadie las querrá nunca tanto como yo.

¿Qué sabrás tú? Eres muy pretenciosa. Espero que no te vayas a morir ahora, pero si te mueres vas a tener que esforzarte, no sólo en decirte sino en pensar de verdad: su vida no se detendrá conmigo. Incluso sin mí, podrán ser felices. Cuesta trabajo.


Cuando Patrice volvió, después de haber confiado las niñas a los vecinos, Juliette no dejó traslucir delante de él nada de aquella ráfaga de pánico de la que Étienne era el único testigo. Asumió el papel de enferma modélica, confiada y positiva, que prácticamente ya no abandonaría. Los médicos decían que la alarma había pasado, no había motivo para no creerlo y quizá ella lo creyó. Cinco días después la mandaron a casa con una receta para una media compresiva y anticoagulantes que le permitirían recuperar su capacidad respiratoria.

No la recuperó. Siempre le faltaba el aire, jadeaba como un pez fuera del agua, estiraba el cuello, con el pecho continuamente oprimido. ¿Le resulta insoportable?, le preguntó el médico por teléfono. Insoportable no, puesto que lo soportaba, pero sí muy penoso, y no sólo penoso: angustioso. Espere un poco a que las medicinas hagan efecto. Veremos cómo sigue a principios de enero.

Durante las vacaciones de Navidad, que pasaron en Saboya, en casa de los padres de Patrice, sus hijas le reprochaban que estaba siempre cansada, que no decoraba el árbol, que no hacía nada con ellas. Entonces las engañaba, jugaba a la mamá vieja y destrozada a la que había que tirar a la basura, y las niñas se reían, gritaban: ¡no!, ¡no!, ¡a la basura no!, pero a Patrice ella le contaba que era exactamente como se sentía: averiada interiormente, irreparable, lista para el desguace. Había mucha gente en la casa, ruidos, idas y venidas, carreras de niños en la escalera. Los dos se refugiaban todo lo posible en su habitación, se tumbaban en la cama abrazados y ella murmuraba, acariciándole la mejilla: pobrecillo, qué mala suerte has tenido. Patrice protestaba: he tenido la mejor suerte del mundo y, conmovida por su evidente sinceridad, ella respondía: es a mí a quien le ha tocado la lotería. Te quiero.

El día de Navidad fue también el del tsunami. Supieron que Hélène y Rodrigue estaban sanos y salvos antes incluso de saber de qué se habían librado, pero a partir de entonces no se perdieron ningún telediario, ninguna de las emisiones especiales que permitían seguir la catástrofe en directo, minuto a minuto. Aquellas playas tropicales devastadas, aquellos bungalows de paja, aquella gente apenas vestida que gritaba y lloraba parecía increíblemente lejos de Saboya bajo la nieve, de la casa de piedra sólida, del fuego de la chimenea. Añadían un leño, se compadecían, disfrutaban de sentirse a salvo. Juliette no se sentía así en absoluto. La trataban como a una convaleciente más que como a una enferma, hacían como si estuviese mejor pero ella sabía muy bien, en el fondo de sí misma, que no estaba mejor, que no era normal que te faltase el aire continuamente. Veía que Patrice se inquietaba y no quería inquietarle más. Me imagino que pensó en llamar a Étienne y que si no lo hizo no fue por no inquietarle, sabía que a él sí podía hacerlo, tanto como ella quisiera, sino porque llamar a Étienne era como tomar un medicamento extraordinariamente potente y eficaz, que uno se reserva para cuando sufra mucho. Sufría ya mucho, pero empezaba a intuir que no tardaría en ser aún peor.

Al día siguiente del regreso a Rosier, Patrice tuvo que llevarla al hospital. De noche, en urgencias, ella se ahogaba. Le diagnosticaron una complicación de la embolia: tenía agua en la pleura, que era lo que la comprimía y le entorpecía la respiración. Pasó el día de Año Nuevo en el hospital de Vienne. Le drenaron los pulmones, evacuaron el líquido.

De nuevo le dejaron volver a su casa y le dijeron que ahora debería sentirse mejor. De nuevo pasaron días sin que mejorase. De nuevo la hospitalizaron, esta vez en la unidad de neumología de Lyon-Sur. De nuevo le drenaron los pulmones, le evacuaron el líquido de la pleura, pero esta vez analizaron el líquido, encontraron en él células de metástasis y le anunciaron que de nuevo tenía cáncer.


Aquella mañana, Étienne había acompañado a su hijo mayor, Timodié, a la clase de tenis. Sentado en un banco, detrás de la verja, le miraba jugar cuando le sonó el teléfono en el bolsillo. Juliette dijo lo que tenía que decir, a quemarropa. No le temblaba la voz, estaba tranquila, nada que ver con la llamada asustada de socorro de la clínica protestante, un mes antes. Étienne también se zambulló en la calma, como él sabe hacerlo, anclándose entero en el fondo de sus entrañas. Pensó en acudir corriendo a Lyon- Sur, pero se lo pensó mejor, a la vez porque trabajaba aquel día, porque ella le había dicho que estaba con Patrice, porque prefería verla a solas y, por último, porque sabe por experiencia que la última hora de la tarde es el momento más difícil y también de mayor intimidad en una habitación de hospital.

Llegó después de la cena. Ella le vio acercarse hasta el pie de la cama, pero no más. No era cuestión de inclinarse sobre ella, de besarla, de apretarle el hombro o la mano. Sabía que durante todo el día ella había podido abandonarse en los brazos de Patrice, escuchar esas palabras tiernas, irrisorias, apaciguadoras que le murmuraba al oído y que se dicen a una niña que se despierta de una pesadilla: no tengas miedo, estoy aquí, cógeme de la mano, apriétala, mientras me la aprietes no te pasará nada malo. Con Patrice podía permitirse ser una niña: era su hombre. Con Étienne era distinto, y ella era otra mujer: una mujer con cabeza que dirigía su vida y reflexionaba sobre ella. Patrice era su descanso, no Étienne. Pero tenía que cuidar de Patrice, no de Étienne. Debía ser valiente con Patrice, mientras que con Étienne tenía derecho a lo que nos prohibimos ante las personas que amamos: el miedo, la desesperación.

Parecía tan tranquila como por la mañana, al teléfono. Los dos se quedaron callados un momento y después ella dijo que no era cáncer de pulmón, sino de mama. El origen estaba en la mama, el pulmón era una metástasis. Por la tarde le habían hecho una escintigrafía para saber si también estaba afectado el hueso, y el resultado había sido incierto o quizá todavía no se habían atrevido a decírselo. De todas formas, era maligno.

Étienne pensó en una frase que le había impresionado en un libro del biólogo Laurent Schwartz: la célula cancerosa es la única cosa viva inmortal. Pensó también: tiene treinta y tres años. En lugar de sentarse en la butaca, cerca de la cama, apoyó las posaderas lo más lejos posible de Juliette, en el enorme radiador de hierro que difundía en la habitación un calor sofocante. Como ella ya no decía nada, habló él. Le dijo que a partir de aquel momento todo iba a cambiar todos los días: los tratamientos, los protocolos, las esperanzas, las falsas esperanzas, es lo más duro de la enfermedad y tenía que prepararse. Le dijo que limitase al máximo las visitas de personas bienintencionadas que lo único que hacían era robarte energía. Le dijo que lo esencial era aguantar día tras día. Ahorrar energías. Si se encontraba lo bastante bien para pensar en reanudar su trabajo, se acabóVienne, demasiado pesado, tendría que pedir el traslado a Lyon, como él. Fue muy autoritario a este respecto, llegó incluso a proponerle escribir él la carta y hablar del asunto con el primer presidente del tribunal de apelación, en Grenoble. No volvió a hablar de las niñas, ni de que se preparase para dejarlas, ni de prepararlas a ellas. Sabía que era en lo que pensaba Juliette, pero no tenía que decir por el momento nada más que lo que le había dicho la otra vez, en la clínica protestante, y se calló.

Hubo aún otro silencio y luego Juliette dijo que no quería que la desposeyeran de su enfermedad, como habían hecho a los dieciséis años. Sus padres habían puesto todo su amor, toda su energía, toda su ciencia en protegerla, si hubieran podido habrían sufrido el cáncer en su lugar, pero ella ya no quería que otros lo sufrieran por ella. Quería vivirlo plenamente, hasta la muerte, si es lo que la esperaba al final, como parecía probable, y contaba con Étienne para que la ayudase.

¿Te acuerdas de la primera noche de tu enfermedad, la primera vez?, le preguntó él. ¿La noche siguiente al día en que te dijeron que tenías cáncer?

No, Juliette no se acordaba. No se acordaba de haber oído las palabras: tienes cáncer. Tampoco se acordaba de haber comprendido, posteriormente, que lo que había tenido era un cáncer. Lo había comprendido, forzosamente, puesto que lo sabía, pero se le escapaba el momento en que había pasado de la ignorancia o de la confusión al conocimiento, el momento en que había sido pronunciada la palabra. ¿Comprendes lo que yo llamo verme desposeída de mi enfermedad?

Muy bien, dijo Étienne. Entonces tu primera noche es ésta. Voy a hablarte de la mía, es importante.


Ya he contado que al final de mi primer encuentro con Étienne, al cabo de dos horas de monologo, del que salí con la sensación de que me habían metido el cerebro en una centrifugadora, se volvió hacia mí y me dijo: esta historia de la primera noche es quizá para usted, piénselo. Lo pensé y me puse a escribir este libro. Él volvió a hablar del asunto después de nuestra primera entrevista a solas, y yo anoté con la mayor precisión que pude el relato de aquella noche en el Instituto Curie, con la rata que le devora y la frase misteriosa que le salva por la mañana. No entendí mucho de la historia pero pensé que sí, que era importante, y que volveríamos a hablarlo un día u otro, y que entonces quizá lo comprendiese mejor. Y hete aquí: tres meses más tarde, siempre en la cocina a cuya mesa nos sentamos delante de un café solo, me cuenta su visita a Juliette el día en que ella supo que tenía cáncer. Él me repite lo que le dijo a ella, y yo le escucho ávidamente pero la frase salvadora se me sigue escapando. Tomo notas. Al día siguiente busco en mi libreta anterior las que había tomado la primera vez. Son idénticas. Son, prácticamente, las mismas frases decepcionantes, privadas del fulgor de oráculo que brillaba, dice Étienne, en La verdadera frase. Pienso, desalentado: si no se ha vivido esta experiencia no se puede hablar de ella, y ni siquiera él, que la ha vivido, encuentra las palabras. Hojeo la libreta, me topo, algunas páginas más adelante, con otra frase, copiada de Bajo el signo de Marte, que yo releía entonces: «Como es sabido, los tumores cancerosos no duelen por ellos mismos; los que duelen son los órganos sanos que son comprimidos por los tumores cancerosos. Creo que puede aplicarse esta misma explicación a la enfermedad del alma: todo lo que me duele es mío.» Vuelvo a las frases de Étienne, por ejemplo a la siguiente: «Mi enfermedad forma parte de mí. Soy yo. Así que no puedo odiarla.» Se parece, pero no es del todo igual.

Fritz Zorn hunde el clavo más adentro: «La herencia de mis padres en mí es como un gigantesco tumor canceroso; todo lo que sufre por su causa, mi miseria, mi tormento y mi desesperación, soy yo.» Étienne no dice esto, no dice que una neurosis familiar o social haya adquirido la forma de un tumor que pesa sobre su alma, pero dice y repite en todos los tonos: mi enfermedad soy yo. No es exterior a mí. Ahora bien, lo que dice aquí, lo que dice en todo caso algo o alguien en el fondo de él mismo, es lo contrario de lo que dice a la luz del día, en voz alta. A la luz del día, en voz alta, dice lo mismo que Susan Sontag, que ha escrito al respecto un ensayo hermoso y digno, La enfermedad y sus metáforas: la explicación psíquica del cáncer es a la vez un mito sin fundamento científico y una vileza moral, porque culpabiliza a los enfermos. Esto es la tesis oficial, la línea del partido. En la oscuridad, en cambio, dice lo que dicen Fritz Zorn o Pierre Cazenave: que su cáncer no era un agresor externo sino una parte de él, un enemigo íntimo y quizá ni siquiera un enemigo. La primera forma de pensar es racional, la segunda es mágica. Puede sostenerse que llegar a hacerse adulto, a lo cual supuestamente ayuda el psicoanálisis, es abandonar el pensamiento mágico para adoptar el pensamiento racional, pero también se puede sostener que no hay que abandonar nada, que lo que es verdad en una planta del alma no lo es en otra, y que hay que habitar en todos los pisos, desde el sótano al desván. Tengo la impresión de que es lo que hace Étienne.


Antes de dejar a Juliette, le dijo: no sé lo que va a pasar esta noche, pero va a pasar algo. Mañana serás distinta. Cuando volvió, a la misma hora de la tarde del día siguiente, ella tenía la cara descompuesta. Le dijo: no ha funcionado. No he conseguido esa especie de conversión de la que hablas. No consigo ver la enfermedad como tú, en realidad no he entendido bien cómo la veías tú. Es ridículo, pero yo la veo ahí, como algo que me acecha en esa butaca.

Le mostró la butaca de escay negro, con tubos de metal, donde aquella tarde él no se había sentado, optando por el radiador.

(Al leer esta página, tres años más tarde, Étienne me dijo que aquella cosa agazapada en la butaca, al acecho, le había hecho pensar en mi zorro, en el sofá de François Roustang. Yo pienso, por mi parte, que Juliette dijo aquel día lo contrario de lo que dice Étienne: mi enfermedad es externa. Me mata, pero no soy yo. Y también creo que ella nunca la vio de otra manera.)Pues bien, has vivido tu primera noche, le dijo Étienne. Empiezas tu relación con la enfermedad. Le has cedido un espacio, no todo el espacio. Está bien.

Juliette no pareció convencida. Suspiró, como alguien que ha suspendido un examen y que prefiere no hablar de él, y luego dijo, tristemente: mis hijas no se acordarán de mí.

Tú tampoco te acuerdas de tu madre cuando eras pequeña. Ni yo de la mía. Ya no vemos la cara que tenían. Sin embargo, nos habitan.


Se acuerda de estas palabras que, dice, se le ocurrieron sin pensarlo. Y, también sin pensarlo, le digo: me has hablado mucho de tu padre, pero no de tu madre. Háblame de ella. Me mira un poco asombrado, guarda un momento de silencio, aparentemente no se le ocurre nada, y después se lanza. Cuenta una infancia solitaria en Jerusalén, donde el abuelo dirigía el hospital francés. La nieta no iba a la escuela, su madre le daba clases. Durante mucho tiempo sólo conoció del mundo un círculo familiar ansioso y recluido. El padre de Étienne también fue educado en una gran soledad, fueron dos soledades que se encontraron. Ella amó con todo el amor de que era capaz a aquel hombre excéntrico, insumiso, desgraciado. Supo proteger a los hijos de la depresión de su marido, transmitirles una libertad y una aptitud para la felicidad que ella y él no poseían, y Étienne la admira por ello. Era el tercero de los hermanos. Antes de su nacimiento, el segundo, Jean-Pierre, murió a la edad de un año de una insuficiencia respiratoria. Murió asfixiado en el hospital donde lo ingresaron, con un sufrimiento atroz e incomprensible, lejos de su madre, a la que prohibieron quedarse a su lado y que durante el resto de su vida no dejó de pensar en ello: en su pequeño bebé muerto totalmente solo, sin ella. Es lo que te puedo contar de mi madre, dice Étienne.


Juliette pidió a los médicos de Lyon-Sur que fueran francos con ella, y ellos lo fueron. Le dijeron que no tenía cura, que moriría del cáncer, que no podían predecir el tiempo que le quedaba pero que a priori podía contarse en años. Era de esperar que esos años los pasase muy medicada y que la calidad de su vida disminuyera en consecuencia. Tenía un marido, tres niñas a las que acompañar hasta donde fuera posible, había que aprovecharlo y decidió someterse con docilidad a los tratamientos. Una semana después del diagnóstico, empezó la quimioterapia y la herceptina, que le administraban a razón de una sesión semanal en el hospital de día. Esto era para el cáncer. Para sus dificultades respiratorias, los anticoagulantes, por desgracia, habían demostrado su insuficiencia, tenía los pulmones deshechos -de cartón, había dicho el radiólogo, moviendo la cabeza con tristeza: nunca había visto a una mujer de esta edad en tal estado-, no había más remedio que recurrir a los aparatos. Así pues, enviaron a Rosier, depositadas sobre una carretilla para transportarlas de la camioneta a la casa, dos enormes bombonas de oxígeno, una para la habitación y otra para la sala. Había un cursor para regular el caudal, un tubo largo, una especie de gafas que pasaban por detrás de las orejas y dos tubitos que entraban en la nariz. En cuanto sentía que se acercaba uno de los accesos de asfixia, Juliette se conectaba y notaba un alivio inmediato. Conservaban la vaga esperanza de que esta ayuda fuese provisional, de que los tratamientos anticancerosos hicieran también efecto en este frente, pero, por el contrario, recurrió cada vez más al aparato, hacia el final lo usaba casi todo el tiempo, y la afligía la idea de que sus hijas conservasen de ella aquella imagen de enferma, o de criatura de ciencia ficción.


Cuando Amélie le preguntó: mamá, ¿te vas a morir?, ella optó por ser tan franca como los médicos habían sido con ella. Le dijo: sí, todo el mundo se muere algún día, también Clara, Diane y tú os moriréis, pero dentro de mucho, muchísimo tiempo, y papá también. Yo no me moriré dentro de muchísimo tiempo, pero sí dentro de un pequeño mucho tiempo.

¿Dentro de cuánto?

Los médicos no lo saben, pero no enseguida. Te lo prometo, no enseguida. Así que no hay que tener miedo.

Amélie y Clara lo tenían, por fuerza, pero menos, pienso, que si les hubiera mentido. Y, en cierto modo, estas palabras que tranquilizaban a las dos niñas y les permitía continuar seguir llevando su vida de niñas, cumplían la misma función con su padre. Patrice vive en el presente. Practica espontáneamente lo que los sabios de todas las épocas consideran el secreto de la felicidad, estar aquí y ahora, sin añorar el pasado ni preocuparse por el futuro.

Todos admitimos en teoría que es inútil inquietarse por problemas que amenazan con presentarse dentro de cinco años, porque no sabemos si se presentarán ni si estaremos aquí para afrontarlos. Admitirlo, de todos modos, no nos impide preocuparnos. Patrice, en cambio, se despreocupa. Esta despreocupación va emparejada con el candor, la confianza, el abandono, todas las virtudes ensalzadas en las bienaventuranzas, y estoy seguro de que esto que escribo aquí le dejará perplejo, hasta tal punto es intransigente su cultura laica, y en cambio me asombra que unos cristianos fervientes como sus suegros no vean que la actitud ante la vida de este anticlerical primario es simplemente el espíritu del Evangelio. Al igual que un niño se repite, en el fondo de su cama, una fórmula mágica que le apacigua, al igual que sus hijas, Patrice se repetía: no enseguida. Dentro de tres, cuatro, cinco años, Juliette se volverá cada vez más frágil, cada vez más dependiente, y la tarea de él consistirá en ocuparse de ella, ayudarla, transportarla en brazos como lo hacía desde el principio. No quiero ser demasiado idílico, el insomnio y la angustia hicieron estragos en Patrice como lo habrían hecho en cualquiera, pero creo, porque me lo ha dicho, que muy pronto puso en práctica este programa: estar allí, transportar a Juliette, vivir el tiempo de vida juntos que se les concedía y pensar lo menos posible en el momento en que acabase, y aplicar este programa les ayudó inmensamente a todos, a él, a ella y a sus hijas.


Cuando se enteró de la enfermedad de Juliette, la madre de Patrice se sacó de la manga un investigador heterodoxo llamado Beljanski, cuyos medicamentos a base de plantas habrían curado -curado, no sólo aliviado- a cancerosos y enfermos de sida. Turbado por los testimonios que su madre citaba, aunque sólo creía en ellos a medias y quizá aún me- nos, Patrice prefirió no descartar nada y quiso convencer a Juliette de que tomara, paralelamente a los tratamientos químicos, aquellas pastillas que les podía facilitar un médico de familia. Hija digna de sus padres, ella respondió que se sabría si existiese una píldora milagrosa contra el cáncer o el sida. Digno hijo de los suyos, Patrice le explicó que si no se conocía mejor su existencia era porque el descubrimiento de Beljanski amenazaba los intereses de los laboratorios, que hacían todo lo posible por silenciarlo. Esta clase de comentarios exasperaban a Juliette. Era un viejo objeto de disputa entre ellos. A ella le horrorizaban las teorías del complot y él reconocía de buen grado que les daba crédito. Patrice se batió en retirada, pero no por ello renunció: aunque no creyese en ella, le pedía que probase la medicina por él: para que no se reprochara, si ella moría, haber desperdiciado una posibilidad, por ínfima que fuera, de salvarla. Ella suspiró: si es para que te sientas bien es distinto; conforme. El médico de familia llegó con las cápsulas, explicó el protocolo y Juliette se avino con tanta reticencia que no se atrevía a confesárselo a sus propios médicos. Cuando acabó decidiéndose, temiendo que el tratamiento de Beljanski tuviera un efecto contraproducente sobre la herceptina, sólo le dijeron, encogiéndose de hombros, que era un complemento alimenticio que, si no le beneficiaba, tampoco le haría daño. Dejó de tomarlo al cabo de unas cuantas semanas y Patrice no tuvo ánimos para insistir.


Estaba agotada, dormía mal y durante el día era raro que transcurriera una hora sin recurrir a la ayuda de la bombona. No faltaba ninguna de las pequeñas miserias que acompañan a una gran enfermedad: un día, una alergia al port-a-cath, esa caja que se coloca debajo de la piel para facilitar las inyecciones, otro, una trombosis que le ponía el brazo morado hasta el hombro, y de nuevo había que hospitalizarla de urgencia. Según los médicos, sin embargo, soportaba bien la quimioterapia, mejor de lo que ella se había temido, mejor de lo que Étienne, al recordar la suya, se temía por ella. Era alentador. Patrice se consentía pensar: ¿y si diese resultado, al fin y al cabo? ¿Si los médicos, por honestidad, para no dar esperanzas que podían frustrarse, habían sido demasiado pesimistas? ¿Si, al menos, Juliette experimentaba una larga remisión, sin excesivos tratamientos, sin demasiados sufrimientos? Si las cosas mejoraban, podrían hacer cosas: paseos por el bosque, comidas campestres.

Hubo una especie de mejoría en el mes de febrero, y por eso Juliette aceptó que Hélène, Rodrigue y yo fuéramos a verla, con la peluca en el equipaje. Juliette, que siempre había llevado el pelo largo y tenía una espesa melena negra, acababa de cortárselo, pero aún no había empezado a perderlo y a tener realmente, según sus propias palabras, su aspecto de cancerosa. Unos días después de nuestra visita, Patrice le cortó el pelo. A partir de entonces lo hacía una vez a la semana, pasando la maquinilla con mucho cuidado para que el cráneo no quedase áspero. Era un momento muy íntimo entre ellos, muy dulce, dice él. Aguardaban a que las niñas no estuvieran, les gustaba disponer de tiempo, lo alargaban. Pienso: como una pareja que se reúne para hacer el amor a primera hora de la tarde.

A diferencia de Étienne, al que le gusta hablar de sexo, sin chocarrería, hasta el punto de convertirlo en un preámbulo para que una conversación merezca este nombre, Patrice es bastante mojigato, y me sorprendió descubrir, hojeando las láminas de una de sus historietas llenas de princesas gráciles y caballeros valientes, a un ángel dotado de una polla totalmente explícita. Ahora bien, cuando le pregunto al respecto me responde sin cortarse que durante el embarazo y después del nacimiento de Diane, el deseo entre ellos estaba adormecido, que aumentó poco a poco en el otoño y que esto les hizo muy felices, pero que enseguida ella empezó a estar cada vez más cansada: tenía problemas respiratorios, después vino la embolia, luego, en fin… Volvieron a hacer el amor una sola vez, justo después de anunciado el cáncer. Estaban los dos torpes, desacompasados. Él tenía miedo de hacerle daño. No sabía que era la última vez. Aparte del sexo propiamente dicho, desde el principio habían mantenido una relación de ternura muy fusional. Se tocaban mucho, dormían acurrucados el uno contra el otro, en cuchara. Cuando él se volvía, ella también lo hacía en el sueño, ayudando a las piernas con las manos, y se encontraban en la misma posición, pero invertida: él se había dormido vuelto contra la espalda de ella, cuando él se despertaba ella se apretaba contra su espalda, con las rodillas plegadas en el hueco de las de él. La enfermedad hizo esto imposible: estaba la bombona de oxígeno, ella tenía que dormir incorporada, en casa era lo mismo que en una habitación de hospital. Echaban de menos esta intimidad nocturna que nunca les había faltado a lo largo de su vida en común, pero seguían cogiéndose de la mano, buscándose en la oscuridad y, aunque la superficie de contacto hubiese disminuido, Patrice no recuerda ni una sola noche, hasta la última, en que un poco de la piel de uno no hubiera tocado un poco de la piel del otro.


Tuvieron que reconocer que el primer chequeo, a finales de febrero, fue decepcionante. No había nuevas metástasis, el cáncer no progresaba, pero tampoco retrocedía. Es lo fastidioso de los pacientes jóvenes, dijo un médico: las células proliferan más rápido. Francamente, no confiaban ya en el tratamiento, que decidieron continuar sin gran convicción y un poco, pensó Juliette, porque no sabían qué otra cosa se podía hacer.

En el trayecto de vuelta, le dijo a Patrice que ya estaba cansada de hacer el avestruz. Ahora tenía que prepararse.


No intentó ocultar su enfermedad a la gente que la rodeaba. Después de la embolia, ya le había dicho a su vecina Anne-Cécile: escucha, me he asustado mucho, creí que era grave, parece ser que no pero si lo fuera tienes que saber que cuento contigo respecto a las niñas. Cuando, un mes más tarde, le comunicaron el diagnóstico, puso a sus amigos al corriente, a su manera clara y concluyente: tengo cáncer, no estoy segura de salir de ésta, voy a necesitaros. Patrice y ella formaban con otras dos parejas del pueblo, Philippe y Anne-Cécile, Christine y Laurent, un pequeño grupo estrechamente unido. Tenían hijos de la misma edad, el mismo estilo de vida. Todos eran de otra parte, nadie era de Rosier, por lo demás muy poca gente de Rosier es de Rosier, y sin duda por eso los recién llegados se integran fácilmente. Esta sociedad me recordaba la que yo había conocido en la región de Gex y, cuando iba a tomar el café en casa de unos y otros, en aquellas casas nuevas, amuebladas con el mismo estilo alegre y sin pretensiones, con buzones adornados por una pegatina humorística dibujada por Patrice para rechazar la publicidad, podía creerme de nuevo en la época en que recogía los testimonios de los amigos de Florence y Jean-Claude Romand. Hacían barbacoas en los jardines, se intercambiaban el cuidado de los niños y los DVD: películas de acción para los chicos, comedias románticas para las chicas, que Patrice y Juliette veían en la pantalla del ordenador porque eran los únicos en el pueblo que no tenían televisión. Esta opción militante, heredada de la familia de él, era objeto en su círculo de bromas recurrentes, como la propensión de Patrice a tomar al pie de la letra cosas que se decían en sentido figurado. Philippe y él formaban un dúo muy eficaz, el falso cínico y el idealista soñador, y Patrice reconoce sonriendo que a veces, bajo la mirada afectuosa de las otras mujeres, exageraba un poco su papel de Rantanplan. [10] Unas semanas antes de que Juliette hablase de su cáncer, Anne-Cécile había anunciado una gran noticia: estaba embarazada. Recuerda como algo especialmente horrible la evolución paralela de su embarazo y la enfermedad de su vecina. Las dos sufrían náuseas, pero las de Juliette se las causaba la quimioterapia. Una portaba la vida, la otra la muerte. Para recibir a su cuarto hijo, Anne-Cécile y Philippe habían emprendido grandes obras en su casa, y Patrice y Juliette hablaron también de hacerlas, de derribar tabiques, volver a pintar la casa, transformar el sótano en un auténtico despacho. Los cuatro habían charlado al respecto, extendiendo sobre la mesa planos, catálogos, muestrarios de colores, y ahora para ellos era extemporáneo. Anne-Cécile y Philippe se avergonzaban de ser felices, de crecer y prosperar mientras que la desgracia se había abatido sobre sus amigos, cuya vida hasta entonces había sido tan parecida a la suya. Anne-Cécile se decía que si hubiera estado en el lugar deJuliette sin duda le habría guardado rencor, y acabó ocurriendo lo que ocurre a menudo en estos casos: incomodidad, un tono más envarado, visitas cada vez más espaciadas. Pero comprendió que Juliette no le guardaba rencor en absoluto por su felicidad, que se interesaba de verdad por su embarazo, sus proyectos para el futuro, que era posible hablar de ellos sin que resultara ridículo o inoportuno, y que para ser útil no hacía falta tener una expresión triste.


Una noche de marzo, Patrice y Juliette pasaron por su casa bastante tarde, sin previo aviso, al volver de una cena en el restaurante chino de Vienne. Jacques y Marie-Aude habían ido a pasar unos días, hacían de canguro de las niñas y les habían animado a que salieran solos. Se sentaron los cuatro en el salón, reavivaron el fuego, Anne-Cécile propuso una infusión y Philippe un whisky. Juliette esperó a que todos estuviesen bien instalados para decir que el último chequeo había sido malo, que Patrice y ella habían hablado durante la cena de dos cosas importantes y que ella quería decírselas a ellos. La primera se refería a su entierro. Anne-Cécile y Philippe tuvieron el tacto de contener una exclamación y estoy seguro de que Juliette se lo agradeció. Patrice no es creyente, dijo, yo no sé si lo soy, es complicado, pero vosotros lo sois. Sois nuestros únicos amigos creyentes y me gusta la manera de vivir vuestra fe. Lo he pensado y prefiero un entierro cristiano: es menos siniestro, permite reunirse a la gente y además de lo contrario será muy duro para mis padres, no puedo hacerles esa mala pasada. Así que quisiera que os ocupaseis vosotros. ¿De acuerdo? De acuerdo, respondió Anne-Cécile con la voz más neutra posible, y Philippe, siempre con su fría ironía, añadió: haremos como si fuera para nosotros.

Bien, ahora la segunda cosa. Sé que si muero Diane no tendrá recuerdos de mí. Amelie sí, Clara unos pocos, Diane no, y me cuesta mucho aceptarlo. Patrice saca fotos, por supuesto, pero tú, Philippe, eres buenísimo para eso. Quisiera que me fotografíes todo lo posible, a partir de ahora. Si sacas muchas fotos, quizá haya algunas no demasiado feas.

Philippe dijo que sí y así lo hizo. Pero lo que era terrible, recuerda, es que el simple gesto de sacar la cámara y enfocarla con ella empezó a significar: vas a morir.


Todo tenía que quedar dispuesto, los expedientes en orden, como en la víspera de las vacaciones judiciales, y tenía miedo de que no le diese tiempo. No sabía exactamente cuánto le quedaba, pero poco, en cualquier caso. Repartió las tareas entre sus amigos, preguntó a cada uno qué podía darle y cuando una cosa había sido dicha, dicha quedaba, no la repetía. Philippe era el encargado de las fotos y de la misa. Anne-Cécile, que es logopeda, se ocuparía de la pequeña dificultad en el habla de Clara, y Christine, que es profesora, de la orientación escolar. Laurent, director de recursos humanos en una empresa, fue ascendido a consejero para asuntos de dinero: indemnización por defunción, hipoteca de la casa, cobertura social de Patrice y las niñas, lo cual preocupaba enormemente a Juliette. Examinó con él las dos opciones, defunción a corto plazo o larga enfermedad. La segunda la inquietaba quizá más, desde el punto de vista económico, porque las bajas por larga enfermedad implican una reducción del sueldo, y el presupuesto familiar era ya muy justo. Una solución era hacer trampa, trabajar una semana y ausentarse la siguiente; otra era obtener una cuarta parte de tiempo terapéutico, pero temía no tener fuerzas para eso. En el caso de defunción, el seguro pagaría la hipoteca de la casa, y el consejero de la caja de previsión de la justicia, a quien ella y Laurent fueron a ver juntos, les dijo que Patrice estaría cubierto durante dos años. Pero ¿después?


También a él le preparaba para la vida que le esperaba sin ella. Al principio él se negaba a mantener estas conversaciones que le parecían morbosas, pero se dio cuenta de que les hacían bien a los dos, y casi llegó a aguardarlas con placer: relajaban la tensión y Juliette estaba después más tranquila. Había una especie de dulzura muy conyugal y que, en algunos instantes, le parecía totalmente irreal, en sentarse a la mesa, debajo de la lámpara, para hablar de esto. En su pareja, era ella la que trabajaba fuera y él el que se ocupaba de la intendencia, no hacían falta consignas para la vida doméstica pero ella se empeñaba, de todos modos, en pasar revista a todo, como un propietario un poco maniático que explica a su inquilino el sitio de cada cosa en la casa, qué días hay que sacar la basura y cuándo habrá que renovar el contrato de mantenimiento de la caldera. El más penoso fue el día en que abordó la cuestión de las vacaciones de verano. Ya las había organizado y previsto que las niñas pasaran algunas semanas en cada una de las dos familias. Pensaba que a Patrice le vendría bien disponer de un tiempo para descansar: aquel verano sería duro para él. Al comprender que ella se refería al verano próximo, él tuvo un momento de vértigo que ella captó. Le cogió de la mano, dijo que hablaba en el caso de que, pero ninguno de los dos se engañaba.

Volví a pensar en aquel verano, que ya hemos dejado atrás, cuando Patrice me contó esto. Clara y Amélie pasaron una semana con nosotros, como Juliette había previsto, e hicimos lo posible por distraerlas. Clara se aferraba a Hélène. En un cuaderno con tapas, con su bonita letra escrupulosa, Amélie empezó una novela cuya heroína era, por supuesto, una princesa, y de la que recuerdo la primera frase: «Erase una vez una madre que tenía tres hijas.» Y, de repente, estas imágenes que eran para mí recuerdos me las representé como anticipaciones. Unos meses antes, Juliette había imaginado aquellos paseos en bicicleta, aquellos baños, aquellos mimos impregnados de pena, pensando: yo ya no estaré aquí. Será el primer verano de mis hijas sin mí.


En un momento de la temporada que pasé en el juzgado de primera instancia, la señora Dupraz, la secretaria con la que Juliette se entendía mejor, me habló de la tutela de menores, de las que se ocupaban las dos todos los martes. Cuando en una familia muere uno de los progenitores y deja una herencia a sus hijos, el juez de tutelas tiene por misión salvaguardar sus intereses y para ello controlar el uso del capital que hace el cónyuge superviviente. Debe darle cuenta un mes o dos después de la muerte del consorte, y algunos toman a mal lo que consideran una injerencia en la vida familiar. Lo cierto es que el viudo o la viuda no pueden sacar un céntimo de la cuenta de su hijo sin la autorización del juez, y los bancos son a este respecto tanto más estrictos porque en el caso de que incumplan esta normativa pueden ser condenados a reembolsar la suma. La mayoría de las peticiones no plantean problemas y Juliette adquirió pronto la costumbre de firmar fajos enteros de mandamientos judiciales en junio, para las vacaciones, y en diciembre, para los regalos navideños. Pero a veces ocurre que la frontera entre el interés del niño y el del adulto no está clara. Se puede autorizar la reparación de un tejado porque es mejor para el niño tener un techo sin goteras sobre su cabeza. Pero también es mejor para él tener un padre al que no le persigan los ujieres, ¿y esto significa que su capital puede servir para saldar las deudas paternas? Esto compete a la capacidad de apreciación del juez y hace falta mucho tacto para que estos arbitrajes se hagan con la menor interferencia posible. Juliette, me dijo la señora Dupraz, destacaba en esta justicia tan humana, con la que Patrice acaba de tener contacto. Pensando en él, Dupraz se acordó emocionada de un joven al que habían recibido para la apertura de su expediente. Acababa de perder a su mujer, tenían dos hijos pequeños, y su forma de hablar de ella y de ellos, la nobleza y la simplicidad de su aflicción las habían conmovido. Además era guapo, tan guapo que entre ellas pasó a ser una broma ritual decir: oye, a ése habría que citarle más a menudo. Me pregunto si Juliette, antes de morir, evocaría este episodio, recordaría a aquel joven viudo tan guapo, tan dulce, tan desvalido. Me pregunto si imaginó la entrevista que tendría Patrice en este despacho del juez de tutelas que había sido el suyo, y la impresión que causaría a la persona que lo ocupase, dos o tres meses después de su muerte. Sin duda.


Philippe, que dos o tres veces por semana tiene por costumbre salir a correr temprano por la mañana, convenció a Patrice de que le acompañara: le despejaría la cabeza. Corrían por todos los caminos del campo alrededor de Rosier, a un ritmo muy lento, a la vez porque Patrice no estaba entrenado y para poder hablar. Patrice confiaba a Philippe lo que no se atrevía a decirle a Juliette. Se reprochaba no apoyarla más, huir de ella en algunos momentos. También era penoso estar los dos todo el tiempo en casa, ella postrada en el sofá de la sala con su bombona de oxígeno, tratando de leer, dormitando, sufriendo y, por otra parte, sin reclamar la presencia de Patrice, que, refugiado en el sótano, en el cuarto que le servía de taller, fingía vagamente que trabajaba y en realidad se aturdía con videojuegos. Martin, el hijo de Laurent y Christine, iba a verle algunas veces y se pasaban horas intentando despegar con aviones o disparando bazucas contra huestes de enemigos. A Juliette no le gustaba que perdiese el tiempo de aquel modo, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que él necesitaba aquella anestesia. En cuanto se detenía, el carrusel volvía a dar vueltas en su cabeza: miedo, piedad, vergüenza, amor ilimitado y luego las preguntas sin respuesta. Ya no: ¿se va a morir?, sino: ¿cuándo se morirá? ¿Podríamos haber hecho algo para evitarlo? Si hubieran detectado el tumor antes, ¿habría cambiado algo? ¿El primer cáncer no había tenido algo que ver con Chernóbil, y el segundo con la línea de alta tensión que se encontraba a cincuenta metros de su casa anterior? Había leído un estudio muy alarmante sobre el tema en la revista Sortir du nucléaire, a la que estaba suscrito. Este tipo de elucubraciones desquiciaban a los padres de Juliette, según dicen ellos, y Patrice había aprendido a no decir ni pío sobre estos temas, pero los seguía rumiando, y hacerlo le minaba.

Philippe se inquietaba al escucharle. Temía que no soportase el golpe, que a la muerte de Juliette no consiguiera salir adelante. Philippe, a su vez, piensa que él mismo no lo aguantaría: si se muriese Anne-Cécile, el mundo se derrumbaría para él, no sólo sería infeliz, sino que estaría perdido. No sabría manejarse. Y Philippe, hoy, admira tanto más a Patrice al ver que aguanta el golpe, que sale adelante, que se maneja. Al que se asombra, Patrice le dice: yo me tomo la vida como viene. Tengo tres hijas que educar y las educo. Es muy raro verle deprimido. Aguanta. Me descubro ante él, dice Philippe.


Aparte de las misiones que les asignaba, Juliette, por su parte, se confió poco a sus amigos, si por confiarse se entiende decir cosas que es inútil decir, cosas respecto a las cuales el otro no puede hacer nada. Esto para ella habría sido quejarse, y no quería quejarse. Cuando Christine o Anne-Cécile, por la tarde, pasaban a tomar una taza de té y a charlar, decía que los días transcurrían lentamente, entre la butaca y el sofá, en una siesta perpetua constelada de náuseas, que no tenía fuerzas para leer, apenas para ver una película de vez en cuando, que la vida se encogía y que no era divertido, pero no se extendía más sobre el asunto, ¿para qué? Sufría, y lo confesaba, por no poder ocuparse más de las niñas. Y no hablemos ya de ir a ver bailar a Amélie en el teatro de Vienne; estaba tan agotada que ni siquiera conseguía leerles cuentos. Aunque habría tenido que aprovechar aquellos momentos que eran sin duda los últimos de su vida juntos, por la noche sólo tenía un deseo, que ellas dejaran de alborotar, que Patrice las acostara y se durmiesen. Esto la entristecía mucho. Y a este respecto ella, que no repetía nunca sus instrucciones, volvía una y otra vez a la carga: les hablarás de mí, ¿eh? ¿Les dirás que luché? ¿Que hice todo lo que pude para no dejarlas?

Le preocupaban también sus padres. Si sólo hubiese dependido de ellos, habrían ido a instalarse a Rosier para rodearla, en la impotencia espantosa a la que se veían reducidos, estar presentes al menos, estar cerca de ella, pero al cabo de unos días Juliette prefería que se fueran. Por muchos esfuerzos que hicieran, su opinión de Patrice la hería, el malestar de Patrice la humillaba, y además aquél no era su sitio. Su presencia habría vuelto a convertirla en la niña que ya no quería ser, la niña a la que quince años antes habían protegido del primer cáncer. Al decir «mi familia», pensaba en la que ella había creado, no en la familia donde había nacido. El tiempo y la energía disminuían, hacía en su vida la elección de lo que había elegido, no de lo que había heredado. Sin embargo, amaba a sus padres. Sabía lo doloroso que era para ellos que les mantuvieran al margen de su muerte, también a ellos habría querido ayudarlos, pero no sabía cómo, y Christine y Anne-Cécile tampoco habrían sabido cómo hacerlo en su lugar.

Sus amigas estaban bien dispuestas, como ellas decían, a hablar, pero cada vez que hacían alusión a la angustia que debía de embargarla frente a la enfermedad, las rechazaba diciendo: no, estoy bien. Para esas cosas tengo a Étienne.


Un día le dije a Étienne: yo no conocía a Juliette, este duelo no es el mío, nada me autoriza a hablar de él. Me respondió: es eso lo que te autoriza, y en mi caso, en cierto modo, ocurre lo mismo. Su enfermedad no era la mía. Cuando me lo anunció, pensé: ¡uf!, es ella, no yo, y quizá porque pensé esto, porque no me avergoncé de pensarlo, pude hacerle un poco de bien. En algún momento, para que ella me sintiera más presente, quise acordarme de mi segundo cáncer, del miedo que tenía a la muerte, de la soledad aterradora…, y no dio resultado. Podía pensar en él, por supuesto, pero no sentirlo. Me dije: tanto mejor. Era ella la que iba a morir, no yo. Su muerte me trastornaba como pocas cosas me han trastornado en mi vida, pero no me invadía. Yo estaba delante de ella, cerca de ella, pero en mi lugar.


Nunca era él quien telefoneaba, sino ella. Él no le decía nada reconfortante, pero ella podía decirle todo sin miedo a hacerle daño. Todo, es decir, el horror. El horror moral de imaginar el mundo sin ella, de saber que no vería crecer a sus hijas, pero también el horror físico, que cada vez ocupaba más espacio. El horror del cuerpo que se rebela porque siente que va a ser aniquilado. El horror de saber en cada chequeo algo nuevo que cambia la situación siempre a peor: tratas de pensar que no puede ser que sólo haya malas noticias, pero sí. El horror de los tratamientos, de sufrir sin cesar y para nada, sin esperanza de curarse, sólo para tardar más tiempo en palmarla. En el mes de abril le dijo: no puedo más, es demasiado duro, lo dejo. Él respondió: estás en tu derecho. Has hecho todo lo que has podido, nadie puede pedirte que sigas. Déjalo, si quieres.

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