Primera Parte DONDE SOLIAN CANTAR LOS DULCES PAJAROS

CAPITULO I

Lo que más odiaba David de las cenas familiares de los domingos era que todos hablaban de él como si no estuviera allí.

— ¿Ha comido suficiente carne, últimamente? Parece un poco pálido.

—Lo mimas demasiado, Carrie. Si no se lo come todo, no lo dejes ir a jugar. Tú eras así, ¿sabes?

—Cuando yo tenía su edad era tan fuerte que podía cortar un árbol con el hacha. El no podría cortar ni la niebla.

David se imaginaba a sí mismo invisible, flotando sobre sus cabezas mientras discutían acerca de él. Alguien preguntaría si ya tenía novia, y todos carraspearían, fuera la que fuera la respuesta. Desde su ventajosa posición dirigiría una pistola de rayos a tío Clarence, a quien tenía especial antipatía, porque era gordo, calvo y muy rico. El tío Clarence mojaba las pastas en salsa, en jarabe o, con más frecuencia, en una mezcla de sorgo y mantequilla que revolvía en su plato hasta que parecía caca de bebé.

— ¿Sigue queriendo estudiar biología? Tendría que ir a la escuela de Medicina y después heredar la clientela de Walt.

Apuntaría con su pistola de rayos al tío Clarence y haría un agujerito en su estómago y lo abriría cuidadosamente, y el tío Clarence manaría desde la abertura y los inundaría.

—David. —Dio un respingo, alarmado, y después se tranquilizó—. David, ¿por qué no vas a ver qué están haciendo los otros chicos?

Era la voz tranquila de su padre, que en realidad decía: Ya basta. Y enfocarían su mente colectiva en otro de sus descendientes.

A medida que David crecía, aprendió las complejas relaciones que, de niño, simplemente aceptaba. Tíos, tías, primos, primos segundos, primos terceros. Y los socios honorarios…, los hermanos y hermanas y parientes de quienes se habían casado con su familia. Estaban los Sumners y Wistons y O’Gradys y Heinemans y los Meyers y Capeks y Rizzos, todos parte del mismo río que corría por el fértil valle.

Recordaba especialmente las vacaciones. La vieja casa de los Sumner era un laberinto lleno de dormitorios, y tenía un ático donde había colchones de pared a pared y jergones para los niños, con un enorme ventilador en la ventana que daba al oeste. Siempre había alguien que venía a comprobar que no se habían ahogado todos en el ático. Se suponía que los mayorcitos debían vigilar a los más pequeños, pero lo que hacían, en realidad, era asustarlos, noche tras noche, con cuentos de fantasmas. Eventualmente el nivel de ruido aumentaba tanto que se hacía necesaria la intervención de un adulto. El tío Ron subía pesadamente las escaleras y había corridas, risitas ahogadas y gritos amortiguados hasta que cada uno encontraba una cama, de modo que cuando encendía la luz del vestíbulo que iluminaba un poco el ático, todos los niños parecían dormir. Se quedaba un momento en la puerta, luego la cerraba, apagaba la luz y volvía a bajar la escalera, aparentemente sordo a la renovada diversión que dejaba tras de sí.

Cuando subía la tía Claudia, era como una aparición. En un momento volaban las almohadas, alguien lloraba, otro trataba de leer a la luz de una linterna, varios de los chicos jugaban a las cartas a la luz de otra linterna, las chicas estaban agrupadas, susurrando lo que debían de ser secretos deliciosos, juzgando por la forma en que se sonrojaban y parecían dispersarse si un adulto se les acercaba súbitamente; y entonces la puerta se abría con un chasquido, la luz iluminaba el desorden y ella estaba allí, de pie. Tía Claudia era muy alta y delgada, su nariz era demasiado grande y estaba permanentemente bronceada, de un color cuero viejo. Se quedaba allí de pie, inmóvil y terrible, y los chicos se deslizaban hacia sus camas, sin hacer el menor ruido. Ella no se movía hasta que todos volvían a su correspondiente sitio, y luego cerraba la puerta sin hacer ruido. El silencio se prolongaba. Quienes estaban más cerca de la puerta aguantaban la respiración, tratando de oír la suya, del otro lado. Eventualmente, alguien juntaba el valor suficiente para abrir apenas la puerta, y si de verdad se había marchado, la fiesta continuaba.

Los olores de las vacaciones estaban grabados en la memoria de David. Todos los olores habituales: tartas de fruta y pavos, el vinagre que se mezclaba a los colores para teñir los huevos, las verduras y el humo denso y cremoso de las velas de cera de mirto. Pero su recuerdo más vivido era el olor de la pólvora que todos llevaban a la reunión del Cuatro de Julio. El olor, que impregnaba sus cabellos y su ropa, duraba días y días en sus manos. Sus manos estaban manchadas de rojo violáceo, porque habían recogido zarzamoras y el color y el olor eran una de las imágenes indelebles de su infancia. Y mezclado con ella, estaba el olor del azufre, con el que se los espolvoreaba generosamente para confundir a los insectos.

Si no hubiese sido por Celia, su infancia habría sido perfecta. Celia era su prima, la hija de la hermana de su madre. Era un año menor que David y, de lejos, la más bonita de todas sus primas. Cuando eran pequeños se prometieron casarse algún día, y cuando crecieron y fue muy claro que en esa familia los primos no podían casarse entre sí, se convirtieron en enemigos implacables. El no sabía como se lo habían dicho. Estaba seguro de que nunca nadie lo había dicho con palabras, pero lo sabían. Cuando no podían evitarse mutuamente, peleaban. Ella lo empujó desde el granero rompiéndole un brazo, cuando tenía quince años, y cuando tuvo dieciséis lucharon desde la puerta posterior de la granja de los Wiston hasta la cerca, a cincuenta o sesenta metros de distancia. Se arrancaron mutuamente la ropa y él sangraba por los arañazos de ella en la espalda, y ella porque se había herido un hombro contra una piedra. Entonces, de algún modo, en aquel frenesí de rodar y golpearse, su mejilla se apoyó en el pecho descubierto de ella y dejó de luchar. De pronto, se transformó en un idiota incoherente que se derretía y sollozaba, y ella lo golpeó en la cabeza con una piedra y terminó la lucha.

Hasta ese momento, la batalla había tenido lugar en un silencio casi total, interrumpido sólo por jadeos y un lenguaje susurrado que hubiese chocado a sus padres. Pero cuando ella lo golpeó y él quedó fláccido, no inconsciente sino aturdido, despreocupado, inerte, ella gritó, abandonándose al terror y la angustia. La familia salió precipitadamente de la casa y su primera impresión debió de ser que él la había violado. Su padre lo metió en el granero, presumiblemente para darle una paliza. Pero, una vez en el granero, su padre, cinturón en mano, lo miró con una expresión que era furiosa y extrañamente simpática. No tocó a David, y sólo cuando se dio la vuelta y se fue, David notó que aún estaba llorando.

En la familia había granjeros, unos pocos abogados, dos médicos, aseguradores, banqueros, molineros, ferreteros y otros comerciantes. El padre de David era el propietario de unos grandes almacenes que abastecían a la clientela de clase media alta del valle. El valle era rico, las granjas grandes y fértiles. David siempre supuso que la familia, con la excepción de algunas ovejas negras, era bastante rica. Entre todos sus parientes, su favorito era Walt, el hermano de su padre. Todos lo llamaban doctor Walt, en vez de tío. Jugaba con los niños y les enseñaba cosas adultas, como dónde golpear cuando te lo propones realmente y dónde no golpear durante una lucha amistosa. Parecía saber cuándo debía dejar de tratarlos como a niños mucho antes que cualquier otro miembro de la familia. El doctor Walt era la razón de que David hubiese decidido, muy pronto, ser un científico.

David tenía diecisiete años cuando fue a Harvard. Su cumpleaños era en septiembre y no volvió a casa. Cuando fue, para el Día de Acción de Gracias, y el clan se hubo reunido, el abuelo Sumner sirvió los martinis rituales de antes de la cena y le dio uno. Y el tío Warner le preguntó:

— ¿Qué crees que deberíamos hacer con Bobbie?

Había llegado a ese límite misterioso, que nunca está tan bien delineado como para que se lo reconozca por anticipado. Bebió su martini, que no le gustó mucho, y supo que la infancia había terminado, y sintió una profunda tristeza y soledad.

La Navidad en la que David tenía veintitrés años parecía desenfocada. El argumento era el mismo; el ático lleno de niños, el aroma de la comida, la nieve en polvo, nada de eso había cambiado; pero él veía todo desde un nuevo ángulo y ya no era el país de las maravillas que había sido. Cuando sus padres volvieron a casa, él se quedó en la granja de los Wiston un día o dos, esperando la llegada de Celia. Se había perdido la fiesta de la Navidad, preparándose para su viaje al Brasil, pero vendría, aseguró su madre a la abuela Wiston, y David la aguardaba, no contento, no esperando ninguna gratificación, sino con una furia creciente que lo obligaba a recorrer la vieja casa dando zancadas, como un niño que ha sido castigado por una falta ajena.

Cuando ella llegó a casa y la vio junto a su madre y su abuela, su cólera se desvaneció. Era como ver a Celia en una distorsión temporal, como era o sería, o había sido. Sus cabellos claros no cambiarían mucho, pero sus huesos se volverían más prominentes y la casi vaciedad de su rostro llevaría escrito un mensaje de preocupación, de amor, de generosidad, de ser sobre todo ella misma, de una fuerza insospechada en su cuerpo frágil. La abuela Wiston era una bellísima anciana, pensó maravillado, asombrado por no haber visto nunca esa belleza. La madre de Celia era más bella que la chica. Y vio el parecido del trío con su propia madre. Sin palabras, derrotado, se volvió, fue hacia el fondo de la casa y se puso una de las chaquetas de abrigo de su abuelo, porque no quería verla para nada y su propio abrigo estaba en el armario del vestíbulo, demasiado cerca del lugar donde ella se encontraba.

Anduvo mucho rato en la tarde helada, viendo muy poco y sacudiéndose de tanto en tanto cuando se apercibía de que el frío estaba entrando en sus zapatos o insensibilizando sus orejas. Y descubrió que estaba subiendo la cuesta que llevaba al antiguo bosque, donde su abuelo lo había llevado una vez, hacía mucho. Trepó y entró en calor, y al atardecer estaba bajo las ramas del grupo de árboles que había estado allí desde el principio del tiempo. Ellos, u otros idénticos a ellos. Aguardando. Aguardando eternamente el día en que empezarían a subir otra vez por la escala de la evolución. Aquí estaban las reliquias que su abuelo le había enseñado. Aquí estaba el macizo de campánulas que había crecido hasta transformarse en un árbol enorme, pero que en las zonas bajas seguía siendo un arbusto. Aquí el tilo blanco crecía junto a la cicuta y el nogal de nueces amargas y las hayas y los castaños de indias unían sus brazos.

—David. —Se detuvo y prestó atención, seguro de haberlo imaginado, pero el llamado llegó otra vez—. David, ¿estás ahí?

Se volvió y vio a Celia entre los enormes troncos. Sus mejillas estaban muy rojas, a causa del frío y el esfuerzo de la ascensión; sus ojos eran exactamente del mismo azul que la bufanda que llevaba. Se detuvo a dos metros de él y abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. En cambio, se quitó un guante y tocó el suave tronco de un haya.

—El abuelo Wiston también me trajo aquí, cuando yo tenía doce años. Para él era muy importante que entendiéramos este sitio.

David asintió.

Entonces ella le miró.

— ¿Por qué te marchaste así? Todos creen que vamos a volver a pelear.

—Podríamos —dijo él.

Ella sonrió.

—No creo. Nunca más. David, por favor, hazle entender a mamá. Tú entiendes que tengo que ir, que tengo que hacer algo, ¿verdad? Ella cree que eres muy inteligente. Te escuchará.

El rió.

—Creen que soy inteligente como un cachorro.

Celia meneó la cabeza.

—A ti te escucharán. Me tratan como a una niña, y siempre lo harán.

David meneó la cabeza sonriendo, pero volvió a ponerse serio rápidamente. Dijo:

— ¿Por qué te vas, Celia? ¿Qué estás tratando de probar?

—Maldita sea, David. Si tú no entiendes, ¿quién lo hará? —Respiró hondo y dijo—: Oye, lees los periódicos, ¿no? La gente está muriendo de hambre en América del Sur. La mayor parte de América del Sur pasará hambre antes de que termine esta década, si no se les ayuda inmediatamente. Y nadie ha hecho una verdadera investigación acerca de los métodos de labranza en el trópico. Es todo suelo laterítico y allá nadie lo entiende. Van y queman los árboles y los matorrales, y dos o tres años más tarde tienen una llanura calcinada por el sol, dura como el hierro. De acuerdo, mandan a algunos de sus estudiantes más inteligentes aquí, para que aprendan métodos modernos, pero van a Iowa, o a Kansas, o a Minnesota o a algún otro lugar tonto, como ésos, y aprenden métodos de cultivo adecuados para climas templados, no para el trópico. Bueno, nosotros nos especializamos en cultivos tropicales y vamos a dar clases allí, en el campo. Para eso he estudiado. Y este proyecto me valdrá el doctorado.

Los Wiston eran granjeros, siempre habían sido granjeros.

—Custodios de la tierra —había dicho una vez el abuelo Wiston—. Custodios, no propietarios.

Celia se agachó y movió las hojas muertas y el barro del suelo, y se levantó con la mano llena de mugre.

—El hambre está aumentando. Necesitan mucho. ¡Y yo tengo tanto que dar! ¿No puedes entenderlo? —gritó. Cerró la mano con fuerza, apretando la mugre hasta que formó una bola, que volvió a deshacerse cuando abrió el puño, y la tocó con el índice. La dejó caer y empujó cuidadosamente la cubierta protectora de hojas sobre el lugar que había quedado desnudo.

—Me seguiste para despedirte, ¿no? —dijo David de pronto, con voz áspera—. Esta vez es adiós en serio…

El la miró y ella asintió.

— ¿Hay alguien en tu grupo?

—No estoy segura, David. Quizá. —Bajó la cabeza y comenzó a ponerse el guante nuevamente—. Creía estar segura. Pero cuando te vi en el vestíbulo y vi la expresión de tu cara… me di cuenta de que, en realidad, no lo sé.

— ¡Celia, escúchame! ¡No existen defectos hereditarios que puedan surgir! ¡Tú lo sabes, maldita sea! Si los hubiera, simplemente no tendríamos hijos, pero no hay razón para ello. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé —dijo ella, asintiendo.

— ¡Por el amor de Dios! Ven conmigo, Celia. No tenemos por qué casarnos inmediatamente, los dejaremos que se acostumbren a la idea. Siempre lo hacen. Tenemos una familia fuerte pero flexible, Celia. Te quiero.

Ella volvió la cabeza y él vio que estaba llorando. Se secó las mejillas con el guante y luego con la mano desnuda, dejando manchas de suciedad. David se le acercó, la abrazó y besó sus lágrimas, sus mejillas, sus labios. Y seguía diciendo:

—Te quiero, Celia.

Finalmente ella se separó y comenzó a bajar por la cuesta; David la seguía.

—Ahora no puedo decidir nada. No es justo. Tendría que haberme quedado en la casa. No tendría que haberte seguido hasta aquí, David. Me he comprometido a partir dentro de dos días. No puedo decir que he cambiado de idea. Es importante para mí. Y para la gente de allá. No puedo decidir de golpe que no voy. Tú fuiste un año a Oxford. Yo también tengo algo que hacer.

El la cogió del brazo y le impidió seguir avanzando.

—Dime sólo que me quieres. Dilo, aunque sea una vez, dilo.

—Te quiero —dijo ella lentamente.

— ¿Cuánto tiempo estarás allá?

—Tres años. Firmé un contrato.

El la miró, incrédulo.

— ¡Cámbialo! Hazlo de un año. Entonces ya habré terminado en la Universidad. Puedes enseñar aquí. Que sus estudiantes inteligentes vengan a ti.

—Tenemos que volver, o enviarán una expedición de rescate —dijo ella, y después murmuró—: Trataré de cambiarlo. Si puedo.

Dos días después, se marchó.

David pasó la Nochevieja en la granja Sumner con sus padres y una horda de tías, tíos y primos. El día de año nuevo, el abuelo Sumner dio una noticia.

—Vamos a construir un hospital en el arroyo Bear, a este lado del molino.

David parpadeó. Eso estaba a un kilómetro y medio de la granja, a muchos kilómetros de cualquier cosa.

— ¿Un hospital? —miró a su tío Walt, que asintió.

Clarence estudiaba su ponche con expresión agria y el padre de David, el tercer hermano, observaba el humo que salía de su pipa. Todos lo sabían, comprendió David.

— ¿Por qué aquí? —preguntó por último.

—Va a ser un hospital de investigación —dijo Walt—. Enfermedades genéticas, defectos hereditarios, esas cosas. Doscientas camas.

David meneó la cabeza, incrédulo.

— ¿Tenéis una idea de lo que costaría una cosa así? ¿Quién va a financiarlo?

Su abuelo rió malévolo.

—El senador Burke ha tenido la gentileza de proporcionarnos fondos federales —dijo, y su voz se volvió más cáustica—. Y yo convencí a algunos miembros de la familia para que pusieran algo más en la hucha.

David echó una mirada a Clarence, que parecía sufrir.

—Yo donaré el terreno —continuó el abuelo—. De modo que tenemos apoyos, aquí y allá.

—Pero ¿por qué lo hizo Burke? Nunca en su vida has votado por él.

—Le dijimos que desenterraríamos un montón de cosas que hemos estado ocultando, que apoyaríamos a la oposición. Aunque fuera un babuino lo apoyaríamos, y la familia ha crecido mucho últimamente, David. Es una familia muy grande.

—Bueno, os felicito —dijo David, que aún no se lo creía del todo—. ¿Dejarás tu consultorio para dedicarte a la investigación? —preguntó a Walt. Su tío asintió. David vació su vaso de ponche.

—David —dijo Walt en voz baja—. Queremos contratarte.

— ¿Por qué? No me dedico a la investigación médica —dijo, levantando los ojos.

—Ya sé cuál es tu especialidad —dijo Walt, siempre en voz muy baja—. Te queremos como consultor y, después, como jefe de un departamento de investigación.

—Pero todavía no he terminado mi tesis —dijo David, sintiéndose como si se hubiese metido en una fiesta con marihuana.

—Harás otro año de trabajo para Selnick, y eventualmente escribirás tu tesis, un poquito aquí, un detalle allá. Podrías escribirla en un mes, ¿verdad?, si tuvieras tiempo —David asintió, aunque no muy convencido.

—Ya lo sé —dijo Walt, sonriendo débilmente—. Estás pensando que te pedimos que abandones la carrera de una vida a cambio de un sueño absurdo.

Pero no había ni rastro de una sonrisa cuando añadió:

—Pero, David, creemos que esa vida no durará más que dos, tres o cuatro años, como máximo.

CAPITULO II

David miró a su tío, a su padre, a los otros tíos y primos que estaban en la habitación y, finalmente, a su abuelo. Meneó la cabeza, impotente.

—Eso es una locura. ¿De qué estáis hablando?

El abuelo Sumner soltó el aliento de forma explosiva. Era un hombre grande, con pecho macizo y enormes bíceps. Sus manos eran tan grandes como para llevar una pelota de baloncesto en cada una. Pero su rasgo más notable era su cabeza. Era la cabeza de un gigante, y aunque había trabajado el campo durante muchos años y después había supervisado a quienes lo hacían por él, había encontrado tiempo para leer con más amplitud que cualquier persona a quien David conociera. No había ningún libro, salvo los “bestsellers” contemporáneos, que alguien pudiera mencionar y él no conociera o hubiera leído. Y recordaba lo que leía. Su biblioteca era mejor que muchas bibliotecas públicas.

Se inclinó hacia adelante y dijo:

—Escúchame, David. Escúchame con atención. Te voy a decir lo que el maldito gobierno aún no admite. Estamos en el principio de la pendiente por donde se va a precipitar la economía americana, y la de todas las naciones de la Tierra, hasta profundidades que nadie ha soñado.

“Reconozco los signos, David. La contaminación nos está derrotando más rápido de lo que nadie supone. Hay más radiación en la atmósfera de la que hubo desde Hiroshima…; pruebas francesas, pruebas chinas. Escapes. Dios sabe de dónde vienen… nosotros llegamos al crecimiento cero de la población hace un par de años, David, pero lo estábamos intentando, y otras naciones están llegando a ello y no lo intentaban. En este mismo momento hay hambre en una cuarta parte del mundo. No dentro de diez años, no dentro de seis meses. El hambre ha llegado, está aquí desde hace tres o cuatro años, y está empeorando. Hay más enfermedades de las que hubo desde que el buen Dios envió las plagas a los egipcios. Y son plagas de las que no sabemos nada.

“Hay más sequías y más inundaciones de las que hubo nunca. Inglaterra se está transformando en un desierto; las ciénagas y los páramos se están secando. Especies enteras de peces han desaparecido, así, en sólo un año o dos. Las anchoas han desaparecido. La industria del bacalao ha desaparecido. Los bacalaos que pescan están enfermos, no sirven. Ya no queda pesca en la costa oeste de las Américas.

“Todas las cosechas de proteínas de la Tierra padecen alguna clase de enfermedad que empeora cada día. Roya del maíz. Tizón del trigo. Plaga de la soja. Ahora estamos reduciendo nuestras exportaciones de alimentos, y el año próximo las detendremos. Hay carestías con las que nadie soñó. Estaño, cobre, aluminio, papel. ¡Cloro, por Dios! ¿Y qué crees que sucederá en el mundo cuando ya no se pueda ni siquiera purificar el agua para beber?

Su rostro se oscureció mientras hablaba, y estaba cada vez más furioso, dirigiendo sus preguntas sin respuesta a David, que lo miraba fijamente sin saber qué responder.

—Y no saben qué hacer con todo eso —prosiguió su abuelo—. Igual que los dinosaurios no sabían cómo detener su propia extinción. Hemos modificado las reacciones fotoquímicas de la atmósfera, ¡y no podemos adaptarnos a las nuevas radiaciones tan velozmente como para sobrevivir! Se ha insinuado aquí y allá que debemos preocuparnos, pero ¿quién escucha? Los malditos idiotas atribuyen todas y cada una de las catástrofes a un problema local y volverán la espalda al hecho de que esto es global, hasta que sea demasiado tarde para hacer nada.

—Pero si es así, ¿qué podrían hacer? —preguntó David mirando al doctor Walt en busca de apoyo y no encontrándolo.

—Cerrar las fábricas, prohibir los aviones, detener las minas, hacer chatarra con los autos. Pero no lo harán, y aunque lo hicieran, seguiría siendo una catástrofe. Va a estallar. Dentro de los próximos dos años, David, estallará. —Bebió su ponche y luego apoyó la copa con fuerza. David dio un respingo ante el ruido—. Será la explosión más grande desde que el hombre empezó a hacer marcas en las rocas, ¡eso será! ¡Y vamos a estar preparados! ¡Yo voy a estar preparado! Tenemos la tierra y tenemos los hombres para trabajarla, y haremos nuestro hospital, e investigaremos la forma de mantener vivos a nuestros animales y a nuestra gente, y cuando el mundo entre en el torbellino estaremos vivos, y cuando muera de hambre, ¡comeremos!

De pronto calló y observó a David con los ojos entrecerrados.

—Dije que te marcharías de aquí convencido de que nos hemos vuelto locos. Pero volverás, David, hijo. Volverás antes de que florezcan los cornejos porque verás los signos.

David volvió a la universidad y a su tesis y al trabajo rutinario que le daba Selnick. Celia no escribió y él no tenía su dirección. Respondiendo a sus preguntas, su madre admitió que nadie sabía nada de ella. En febrero, como represalia al embargo de alimentos, Japón aprobó restricciones comerciales que volvían imposible el comercio con Estados Unidos. Japón y China firmaron un tratado de ayuda mutua. En marzo, Japón ocupó las Filipinas, con sus ricos campos de arroz, y China reanudó su viejo fideicomiso en la península de Indochina, con los arrozales de Camboya y Vietnam.

El cólera se propagó en Roma, Los Ángeles, Galveston y Savannah. Arabia Saudita, Jordania, Kuwait y otros estados del bloque árabe emitieron un ultimátum: Estados Unidos debía asegurar una ración anual de trigo al bloque árabe e interrumpir toda ayuda al estado de Israel, o no habría petróleo para Estados Unidos y Europa. Se negaron a creer que Estados Unidos no podía satisfacer sus exigencias. Las restricciones a los viajes internacionales se impusieron inmediatamente y el gobierno, por decreto presidencial, creó un nuevo departamento, a nivel ministerial: el Buró de Información.

Los saúcos eran borrosas manchas de color rosa contra el claro y suave cielo de mayo cuando David volvió a casa. Se detuvo allí sólo el tiempo necesario para cambiarse de ropa y depositar las cajas llenas de recuerdos de la universidad, antes de ir en el coche hasta la granja Sumner, donde se alojaba Walt mientras supervisaba la construcción del hospital.

Walt tenía una oficina abajo. Era un amontonamiento de libros, cuadernos de notas, planos, correspondencia. Saludó a David como si no hubiese estado ausente.

—Mira —le dijo—. Esta investigación de Semple y Frerrer, ¿qué sabes de ella? La primera generación de ratas clónicas no mostró desviaciones, ni variaciones en cuanto a vitalidad o fecundidad; la segunda y la tercera tampoco, pero en la cuarta, la viabilidad disminuyó marcadamente. Y hubo una tendencia firme e irreversible a la extinción. ¿Por qué?

David se dejó caer en una silla y miró fijamente a Walt.

— ¿Cómo supiste eso?

—Vlasic —dijo Walt—. Fuimos juntos a la escuela de medicina. El fue en una dirección, yo en otra. Pero siempre nos escribimos. Se lo pregunté. — ¿Conoces sus trabajos?

—Sí. Sus monos muestran la misma decadencia durante la cuarta generación y después se extinguen.

—No es exactamente así —dijo David—. Tuvo que interrumpir su trabajo el año pasado… no había fondos. De modo que no conocemos las esperanzas de vida de las últimas generaciones. Pero la decadencia empieza en la tercera generación clónica; disminuye la fecundidad. Estaba reproduciendo sexualmente cada generación clónica, investigando la normalidad de la prole. La tercera generación clónica sólo tenía un 25 % de fecundidad. La prole reproducida sexualmente empezaba con ese mismo porcentaje y, en la práctica, la fecundidad seguía disminuyendo hasta la quinta generación de prole reproducida sexualmente; luego empezaba a aumentar y, presumiblemente, hubiese vuelto a la normalidad.

Walt lo observaba cuidadosamente, asintiendo de vez en cuando. David continuó:

—Eso sucedió con la tercera generación clónica. En la cuarta hubo un cambio drástico. Había algunas anormalidades y las esperanzas de vida disminuyeron un 17 %. Los anormales eran todos estériles. La fecundidad disminuyó al 48 %. Y siguió disminuyendo con cada generación reproducida sexualmente. Cuando se llegó a la quinta generación, ningún descendiente sobrevivió más de un par de horas. Eso pasó con la cuarta generación clónica. Pero la quinta fue peor; presentaba grandes anormalidades y todos eran estériles. Las cifras de esperanzas de vida no fueron completadas… y no hubo sexta generación clónica. Ningún sobreviviente.

—Un callejón sin salida —dijo Walt. Señaló un montón de revistas y extractos—. Confiaba en que estuvieran pasadas de moda, en que hubiera métodos nuevos, quizá, o algún error en las cifras. ¿Entonces el problema se plantea en la tercera generación?

David se encogió de hombros.

—Mi información puede ser anticuada. Sé que Vlasic se detuvo el año pasado, pero Semple y Frerrer siguen trabajando, o seguían, hasta el mes pasado. Pueden tener algo nuevo. ¿Estás pensando en el ganado?

—Desde luego. ¿Has oído los rumores? Simplemente, no se reproduce bien. No tenemos cifras pero, demonios, tenemos nuestro propio ganado. Ha disminuido a la mitad.

—Había oído algo. Pero creo que el Buró de Información lo ha negado.

—Es verdad —dijo Walt sobriamente.

—Deben de estar trabajando en eso —dijo David—. Alguien debe de estar trabajando en eso.

—Si es así, nadie nos ha dicho nada —dijo Walt. Rió amargamente y se puso de pie.

— ¿Puedes conseguir materiales para el hospital? —preguntó David.

—Por ahora. Estamos apresurándonos como si no hubiese mañana, naturalmente. Y por el momento no tenemos problemas de dinero. Tendremos cosas con las que no sabremos qué hacer, pero pensé que sería mejor pedir todo lo que se me ocurre que descubrir, el año próximo, que lo que necesitamos ya no existe.

David fue hacia la ventana y observó la granja; ya se veía bastante verde; la primavera dejaría paso pronto al verano y el maíz estaría brillante, verde y sedoso en los campos. Como siempre.

—Déjame echar una mirada a tus pedidos para el equipamiento del laboratorio y a lo que ya te han entregado —dijo—. Después, veremos si podemos obtener una autorización de viaje hasta la costa. Hablare con Semple; lo he visto varias veces. Si alguien esta haciendo algo, es su equipo.

— ¿En qué está trabajando Selnick?

—En nada. Perdió su beca y a sus estudiantes los mandaron a freír espárragos. —Súbitamente, David sonrió a su tío—. Mira allá, en la colina. Hay un cornejo a punto de florecer. Algunos pimpollos ya se están abriendo.

CAPITULO III

David estaba hecho polvo; le dolía cada uno de sus músculos y su cabeza latía. Durante nueve días había estado en movimiento hacia la costa, hacia Harvard, hacia Washington, y ahora sólo quería dormir, aunque el mundo se detuviera mientras él estaba inconsciente. Había tomado un tren de Washington a Richmond y allí, sin posibilidad de alquilar un coche, o de comprar gasolina aunque el coche hubiese estado disponible, había robado una bicicleta y había pedaleado el resto del camino. Nunca hubiese imaginado que las piernas podían hacerle tanto daño.

— ¿Estás seguro de que ese grupo de Washington no conseguirá audiencia? —preguntó el abuelo Sumner.

—Nadie quiere oír a los Jeremías —dijo David. Selnick estaba en ese grupo y había hablado brevemente con David. El gobierno tenía que admitir la gravedad de la catástrofe que se acercaba, tenía que tomar medidas estrictas para evitarla o por lo menos para aliviarla, pero, en cambio, el gobierno había decidido pintar hermosos cuadros de la próxima mejoría, que sería notoria en otoño. Durante los próximos seis meses aquellos que tenían dinero y sentido común comprarían todo lo posible para sobrevivir, porque después de ese período de gracia ya no habría nada para comprar.

—Selnick dice que tenemos que comprar su equipo. La escuela estará encantada de deshacerse de él, ahora mismo. Barato. —David rió—. Barato, posiblemente un cuarto de millón.

—Haz la oferta —dijo secamente el abuelo Sumner. Y Walt asintió, pensativo.

David se puso de pie, tembloroso, y menó la cabeza. Los saludó con la mano y se fue a dormir.

La gente seguía yendo a trabajar. Las fábricas seguían produciendo, no tanto, y nada que no fuera esencial, y se pasaban al carbón en cuanto podían. Pensó en las ciudades oscuras, las flotas de camiones oxidados, el maíz y el trigo pudriéndose en los campos. Y los comités de prioridades que discutían, luchaban y hacían campañas por esta o aquella causa. Pasó mucho tiempo antes de que sus músculos contraídos, se aflojaran lo suficiente para que pudiera descansar tranquilo, y mucho más tiempo antes de que pudiera aflojar su mente como para poder dormir.

La construcción del hospital progresaba más rápido de lo que parecía posible. Había dos turnos trabajando; a nadie le preocupaba el coste. Cajas y jaulas de equipo para el laboratorio aguardaban en un largo cobertizo construido para contenerlas hasta que fueran necesarias. David comenzó a trabajar en un laboratorio improvisado, tratando de reproducir las pruebas de Frerrer y Semple. Y a principios de julio Harry Vlasic llegó a la granja. Era bajo, gordo, miope y tenía mal carácter. David lo contemplaba con tanto temor y respeto como un estudiante de física podía haber mirado a Einstein.

—Bien —dijo Vlasic—. La cosecha de maíz ha fracasado, de acuerdo a las previsiones. ¡Monocultivos! ¡Bah! Salvarán el sesenta por ciento del trigo, no más que eso. Este invierno, ja, ¡ya veréis cómo será este invierno! ¿Dónde está la cueva?

Lo llevaron hasta la entrada de la cueva, que estaba a unos cien metros del hospital. Dentro de la gruta usaban linternas. La cueva tenía un kilómetro y medio de longitud en el eje principal y varios ramales más pequeños. En lo más profundo de uno de los ramales menores corría un río negro y silencioso. Agua de manantial, agua buena. Vlasic asentía una y otra vez. Cuando terminaron de recorrer la cueva, seguía asintiendo.

—Está bien —dijo—; servirá. Los laboratorios estarán allí, un pasaje subterráneo desde el hospital, a salvo de la contaminación. Está bien.

Trabajaron dieciséis horas diarias durante el verano y el otoño. En octubre la primera ola de gripe barrió el país; fue peor que el brote de 1917-18. En noviembre apareció una nueva enfermedad y en muchos sitios se susurró que era la peste, pero el Buró de Información dijo que era gripe. El abuelo Sumner murió en noviembre. David se enteró de que él y Walt eran los únicos beneficiarios de bienes mucho mayores de lo que había soñado. Y la herencia era en efectivo. El abuelo Sumner había convertido en efectivo todo lo posible durante los dos últimos años.

En diciembre empezaron a llegar los miembros de la familia, dejando los pueblos y aldeas y ciudades esparcidos por el valle para establecer su residencia en el hospital y el edificio del personal. El racionamiento, el mercado negro, la inflación y los saqueos habían transformado las ciudades en campos de batalla. Y el gobierno estaba congelando los valores disponibles de todos los negocios… no se podía comprar ni vender nada sin autorización. El ejército ocupaba los edificios y los empleados de la administración supervisaban el estricto racionamiento.

La familia trajo sus provisiones. Jeremy Streit trajo todo lo que quedaba en su ferretería en cuatro camiones. Eddie Beauchamp, su equipo odontológico. El padre de David, todo lo que pudo de su gran almacén. La familia se había diversificado y había suministros de todas las áreas posibles de negocios y actividades profesionales.

Con el derrumbe de las comunicaciones radiofónicas y televisivas, el gobierno no pudo controlar el creciente pánico. Se decretó la ley marcial el 28 de diciembre. Seis meses demasiado tarde.

No quedaba ningún niño de menos de ocho años cuando llegaron las lluvias de primavera, y de las 319 personas que habían llegado a la parte alta del valle sólo quedaban 201. En las ciudades, la proporción de muertos fue mucho mayor.

David observó el feto de cerdo que iba a diseccionar. Estaba arrugado y reseco, sus huesos eran demasiado blandos, sus glándulas linfáticas estaban duras y llenas de bultos. ¿Por qué? ¿Por qué decaía la cuarta generación? Harry Vlasic acercóse un momento a observar y luego se alejó, meditando con la cabeza gacha. Ni siquiera él encontraba respuestas, pensó David, casi con satisfacción.

Esa noche, David, Walt y Vlasic se reunieron y volvieron a repasar todo. Tenían suficiente ganado para alimentar a doscientas personas durante bastante tiempo, clonando y reproduciendo sexualmente a la tercera generación. Podían clonar hasta cuatrocientos animales al mismo tiempo. Pollos, cerdos, vacunos. Pero si todo el ganado se volvía estéril, como parecía, entonces los suministros de alimentos quedarían limitados.

Observando a los dos hombres mayores, David supo que estaban evitando deliberadamente la otra cuestión. Si la gente también se volvía estéril, ¿por cuánto tiempo necesitarían un suministro de alimentos? Dijo: —Tendríamos que aislar a un grupo de ratones estériles, clonarlos y comprobar la reaparición de la fertilidad en cada nueva generación de clones. Vlasic frunció el ceño y meneó la cabeza. —Si dispusiéramos de una docena de estudiantes, quizá —dijo secamente.

—Tenemos que saberlo —dijo David sintiendo calor súbitamente—. Vosotros actuáis como si esto fuera un plan de emergencia para cinco años, para sobrevivir a unos años malos. Pero ¿y si no fuera así? Lo que causa la esterilidad está presente en todos los animales. Tenemos que saber.

Walt echó una mirada a David y dijo: —No tenemos ni el tiempo ni las posibilidades para hacer una investigación de ese tipo.

—Eso no es cierto —dijo David—. Podemos generar toda la electricidad necesaria, energía más que suficiente… Tenemos equipo que ni siquiera hemos descargado…

—Porque no hay nadie que pueda usarlo —dijo pacientemente Walt.

—Yo puedo. Lo haré en mi tiempo libre. — ¿Qué tiempo libre? —Lo encontraré.

Miró fijamente a su tío hasta que éste se encogió de hombros, autorizándolo.

En junio, David tenía las respuestas preliminares. —La generación A-4 —dijo— tiene un veinticinco por ciento de fertilidad.

Vlasic había estado siguiendo atentamente su trabajo durante las tres o cuatro últimas semanas y no se sorprendió.

Walt lo miró, incrédulo.

— ¿Estás seguro? —murmuró, después de un momento.

—La cuarta generación de ratas clónicas estériles mostraba la misma degeneración que todos los clones —dijo David fatigado—. Pero también tiene un porcentaje de fertilidad del veinticinco por ciento. Las crías viven menos, pero su porcentaje de fertilidad aumenta. Esa tendencia continúa hasta la sexta generación, donde la fertilidad llega al noventa y cuatro por ciento y las esperanzas de vida vuelven a crecer. Después, la tendencia a la normalidad sigue aumentando.

Todo estaba en los diagramas que Walt estudiaba ahora. A, A1, A2, A3, A4 y sus descendientes por reproducción sexual, a, a1, a2… No había más generaciones clónicas después de A4; ninguna había sobrevivido hasta la madurez.

David se recostó y cerró los ojos y pensó en la cama y en una manta cubriéndolo hasta el cuello y en un negro, negro, sueño.

—Los organismos superiores deben reproducirse sexualmente o desaparecer, y tienen la posibilidad de hacerlo. Hay algo que recuerda y se cura a sí mismo —dijo con tono soñador.

—Cuando publiques esto serás un gran hombre —dijo Vlasic con una mano en el hombro de David. Luego se sentó junto a Walt para señalarle algunos detalles que podía haber pasado por alto.

—Ha sido un trabajo maravilloso —dijo suavemente, y sus ojos brillaban mientras recorría las páginas—. Maravilloso.

Luego volvió a mirar a David.

—Por supuesto, habrás comprendido las otras implicaciones de tu trabajo.

David abrió los ojos y enfrentó la mirada de Vlasic. Asintió. Intrigado, Walt los miró a ambos. David se puso de pie y se desperezó.

—Tengo que dormir —dijo.

Pero tardó mucho en dormirse. Tenía una habitación individual en el hospital, más afortunado que la mayoría, que debía compartir las suyas. El hospital tenía más de doscientas camas, pero pocas habitaciones individuales. Las implicaciones, reflexionó. Había tenido conciencia de ellas desde el principio, aunque no se lo había admitido ni siquiera a sí mismo entonces, y ahora tampoco estaba dispuesto a discutirlo. Todavía no estaban seguros. Finalmente, tres de las mujeres estaban embarazadas, después de un año y medio de esterilidad. Margaret estaba cerca del final y por el momento el niño estaba vivo. Cinco semanas más, pensó. Cinco semanas más y quizá nunca tendría que discutir las implicaciones de su trabajo.

Pero Margaret no esperó cinco semanas. Dos semanas después, dio a luz un niño muerto. Zelda tuvo un aborto la semana siguiente y poco después May perdió a su hijo. Ese verano las lluvias no les permitieron plantar más que un pequeño cuadro de verduras.

Walt comenzó a comprobar la fertilidad de los hombres e informó a David y Vlasic que, en el valle, ningún hombre era fértil.

—De modo que —dijo suavemente Vlasic— ahora vemos la importancia del trabajo de David.

CAPITULO IV

El invierno llegó temprano, con cortinas de lluvia helada que seguían día tras día. El trabajo en los laboratorios aumentó y David bendijo a su abuelo por la compra del equipo de Selnick, que había venido acompañado por detalladas instrucciones para hacer placentas artificiales, además de trabajos casi completos para programar los ordenadores que regularían los fluidos amnióticos sintéticos. Cuando David había ido a hablar con Selnick acerca del equipo, éste había insistido —absurdamente, había pensado David en aquel momento— en que llevara todo o nada.

—Ya lo verás —había dicho, furioso—. Ya lo verás.

La semana siguiente se había ahorcado y el equipo viajaba hacia el valle de Virginia.

Trabajaban y dormían en el laboratorio, que sólo dejaban para comer. Las lluvias invernales dejaron paso a las lluvias de primavera y había una dulzura nueva en el aire.

David salía de la cafetería, con la cabeza en el laboratorio, cuando sintió que lo cogían de un brazo. Era su madre. Hacía semanas que no la veía y hubiera seguido de largo saludándola rápidamente si ella no lo hubiese detenido. Parecía extraña, infantil. Se volvió y miró por la ventana, esperando que soltara su brazo.

—Celia vuelve a casa —dijo suavemente—. Dice que está bien.

David quedó helado; siguió mirando por la ventana, sin ver nada.

— ¿Dónde está ahora? —Escuchó el crujido del papel barato y como parecía que su madre no iba a responderle se volvió—: “¿Dónde está?”.

—En Miami —dijo finalmente, después de revisar las dos páginas—. El matasellos es de Miami, me parece. Tiene más de dos semanas. Fechada el 28 de mayo. Nunca recibió nuestras cartas.

Puso la carta en la mano de David. Tenía los ojos llenos de lágrimas y siguió andando sin preocuparse por ellas.

David no leyó la carta hasta que su madre salió de la cafetería. “Estuve un tiempo en Colombia, ocho meses, creo. Y pesqué el bichito que nadie quiere nombrar”. La letra era alargada e insegura. Entonces, no estaba bien. Buscó a Walt.

—Tengo que ir a buscarla. No puedo dejar que se enfrente con la pandilla que está en la granja Wiston. —Sabes que ahora no puedes marcharte. —No se trata de poder o no poder. Tengo que ir. Walt lo estudió un momento y después se encogió de hombros.

— ¿Y cómo irás, cómo volverás? No hay gasolina. Sabes que sólo la utilizamos para la cosecha.

—Lo sé —dijo David impaciente—. Me llevaré a Mike y el carro. Con Mike puedo ir por los caminos vecinales.

Sabía que Walt estaba calculando, como había hecho él, el tiempo necesario y sintió que su cara se endurecía y sus puños se apretaban. Walt se limitó a asentir.

—Saldré mañana, en cuanto amanezca. —Walt asintió de nuevo—. Gracias —dijo David. Quería decir, por no discutir con él, por no subrayar lo que ambos sabían… que no había forma de saber cuánto tendría que esperar a Celia, que quizá ella no llegara a la granja.

A cuatro kilómetros de la granja Wiston, David desenganchó el carro y lo ocultó entre los matorrales. Borró las huellas que había dejado en el camino de tierra y luego llevó a Mike hasta el bosque. El aire estaba caliente y amenazaba lluvia; a su izquierda escuchaba el rugido del arroyo Crooked, que se salía de su cauce. La tierra estaba esponjosa y anduvo con cuidado; no quería hundirse hasta las rodillas en el traicionero barro de las tierras bajas. La granja Wiston siempre había tenido facilidad para anegarse; eso enriquecía la tierra, afirmaba el abuelo Wiston, no queriendo culpar a la naturaleza por sus periódicos desmanes.

—Dios no se propuso que estas tierras tuvieran que dar fruto año tras año —decía—. Llega el momento en que la tierra quiere reposar. Dejaremos que lo haga este año y le daremos un poco de trébol cuando se seque.

David empezó a subir, conduciendo a Mike, que de vez en cuando relinchaba suavemente.

—Sólo hasta el alto, muchacho —dijo David en voz baja—. Entonces podrás descansar y comer hierba de la pradera hasta que llegue ella.

El abuelo Wiston lo había llevado una vez hasta el alto, cuando David tenía doce años. Recordaba aquel día, caluroso y tranquilo como éste, pensó, y el abuelo Wiston fuerte y erguido. En el alto, su abuelo se había detenido y había tocado el enorme tronco de un roble blanco.

—Este árbol vio a los indios en ese valle, David, y a los primeros colonos, y a mi bisabuelo, cuando llegó. Es amigo nuestro, David. Sabe todos los secretos de la familia.

— ¿Aquí estamos todavía en tus tierras, abuelo?

—Llegan hasta este árbol, lo incluyen, hijo. Al otro lado empieza el bosque del estado, pero este árbol está en nuestras tierras. Son tuyas también, David. Un día vendrás aquí arriba y apoyarás la mano en este árbol y sabrás que es tu amigo tal como ha sido mi amigo, durante toda mi vida. Dios nos ayude si un día alguien lo ataca con el hacha.

Aquel día habían seguido, bajando hacia el otro lado, y volviendo a subir, más lejos y más alto hasta que, de nuevo, su abuelo se detuvo un momento, la mano en el hombro de David.

—Así era la tierra hace un millón de años, David. —El tiempo había cambiado súbitamente para el chico; un millón de años, cien millones, todo era el mismo pasado distante e imaginó las huellas de los reptiles gigantescos. Imaginó que olía el aliento fétido de un tiranosaurio. Estaba fresco y húmedo debajo de los grandes árboles y a su sombra crecían los renuevos, con las ramas extendidas horizontalmente, como para atrapar cualquier rayito de sol perdido que atravesara el alto dosel. Donde el sol encontraba un sendero era dorado y suave, el sol de otros tiempos. En sombras aún más espesas crecían matorrales y arbustos, y debajo de todo había musgo, líquenes y helechos. Las raíces gruesas y arqueadas de los árboles estaban vestidas con plantas verde esmeralda.

David tropezó y, recuperando el equilibrio, se apoyó contra el roble gigantesco que, de algún modo, era su amigo. Apretó la mejilla un momento contra la áspera corteza y después se alejó y miró hacia arriba a través de las lujuriosas ramas; no pudo ver el cielo. Cuando lloviera el árbol lo resguardaría de la fuerza de la tormenta, pero necesitaba protegerse de las gotas pequeñas que se abrirían camino entre las hojas para caer silenciosamente en el absorbente terreno.

Antes de comenzar a construirse un colgadizo examinó la granja con los prismáticos. Detrás de la casa había un huerto en el que trabajaban cinco personas; imposible saber si eran hombres o mujeres. Cabellos largos, tejanos, descalzos, delgados. No importaba. Notó que el huerto aún no producía, que las plantas eran pocas y frágiles. Estudió el campo del este, que estaba diferente, sin saber qué había cambiado. Luego comprendió que lo habían sembrado con maíz. El abuelo Wiston siempre había alternado trigo y alfalfa con soja en ese campo. Los campos bajos estaban inundados y los del norte estaban cubiertos de malas hierbas. Fue deslizando lentamente los prismáticos por los edificios. Distinguió un total de diecisiete personas. Ningún niño menor de ocho o nueve años. Ni rastros de Celia ni de ningún uso reciente del camino, que también estaba lleno de malezas. Sin duda la gente que vivía allí estaba muy contenta de que el camino quedara oculto por la maleza.

Construyó un colgadizo contra el roble, en un lugar donde podía acostarse y observar la granja. Usó ramas de abeto para techar su refugio, y cuando llegó la tormenta, media hora más tarde, no se mojó. Se formaron riachuelos en los surcos del huerto, allá abajo, y los terrenos se volvieron plateados y brillantes a la distancia, aunque él sabía que desde más cerca sería simplemente agua fangosa de varios centímetros de profundidad. El terreno del valle estaba demasiado saturado para absorber más agua. Tendría que correr hacia el arroyo Crooked, que llevaba cada vez más agua hacia el terreno del norte y el vulnerable maíz. Al tercer día el agua comenzó a inundar el maizal y compadeció a la gente que miraba, impotente. Todavía atendían el huerto, pero la cosecha sería escasa. Ya había contado veintidós personas; pensó que no habría más. Durante la tormenta que azotó el valle esa tarde oyó relinchar a Mike; salió arrastrándose del colgadizo y se puso de pie. Mike, que estaba en la ladera, no sufría mucho por la lluvia y estaba protegido del viento. Pero volvió a relinchar. Cautelosamente, sujetando la escopeta con una mano y cubriendo sus ojos de la lluvia con la otra, David rodeó el árbol. Una figura subía tropezando, con la cabeza gacha, deteniéndose con frecuencia, andando nuevamente, sin mirar hacia arriba, probablemente cegada por la lluvia. Súbitamente, David arrojó la escopeta bajo el colgadizo y corrió hacia ella.

— ¡Celia! —gritó—. ¡Celia!

Ella se detuvo y levantó la cabeza. La lluvia corría por sus mejillas y pegaba los cabellos a su frente. Dejó caer la mochila que le pesaba y corrió hacia él. Sólo cuando la alcanzó y la abrazó con fuerza, se dio cuenta de que estaba llorando, como ella.

Bajo el colgadizo le quitó las ropas empapadas, la secó y la envolvió en una de sus camisas. Los labios de la chica estaban azules y su piel casi transparente, demasiado blanca.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo ella. Sus ojos eran muy grandes, azul oscuro, más azules de lo que recordaba o más azules por contraste con su piel pálida. Antes siempre estaba tostada.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo él—. ¿Has comido?

Ella meneó la cabeza.

—No creí que las cosas estuviesen tan mal aquí. Creí que era propaganda. Todos piensan que es propaganda.

El asintió y encendió el infiernillo. Ella lo observó, envuelta en la camisa escocesa, mientras abría una lata de carne y la calentaba.

— ¿Quiénes son ésos, en la granja?

—Intrusos. El abuelo y la abuela Wiston murieron el año pasado. Apareció esa pandilla. Les dieron a elegir a tía Hilda y tío Eddie: se unían a ellos o se marchaban. A Wanda no le dieron ninguna oportunidad; la retuvieron.

Ella miró hacia el valle y asintió lentamente. —No sabía que las cosas iban tan mal. No lo creí. —Sin mirarle, le preguntó—: ¿Y papá y mamá?

—Murieron, Celia. Gripe, los dos. El invierno pasado.

—No recibí cartas —dijo ella—. En casi dos años. Tuvimos que marcharnos del Brasil, ¿sabes? Pero no había modo de volver aquí. Fuimos a Colombia. Nos prometieron que en tres meses nos dejarían partir. Y entonces vinieron, una noche, tarde, casi al amanecer, y dijeron que teníamos que marcharnos. Había motines, ¿sabes?

El asintió, aunque ella seguía mirando a la granja y no podía verlo. El quería decirle que llorara a sus padres, que gritara, para poder abrazarla y consolarla. Pero ella seguía inmóvil, y hablaba con voz muerta. —Venían por nosotros, por los norteamericanos. Nos culpan por dejarlos morir de hambre. Realmente creen que aquí todo va bien. Yo también lo creía. Nadie creía en los informes. Y la turba venía por nosotros. Nos fuimos en un barco pequeño, un esquife. Éramos diecinueve. Cuando nos acercamos demasiado a Cuba, nos dispararon.

David le tocó el brazo y ella se estremeció. —Celia, vuélvete y come. No hables más. Después. Después nos contarás todo.

Ella lo miró y meneó lentamente la cabeza. —Nunca más. Nunca volveré a hablar de eso, David. Sólo quería que supieras que no pude hacer nada. Quería volver a casa, pero no había manera.

Ahora no parecía tener tanto frío y él la miró aliviado cuando empezó a comer. Estaba hambrienta. El preparó café, el final de su ración de café.

— ¿Quieres que te informe acerca de la situación, aquí?

Ella meneó la cabeza.

—Todavía no. Vi Miami y a la gente, todos tratando de ir a otro sitio, haciendo cola durante días, aguardando en los trenes. Están evacuando Miami. La gente cae muerta y los dejan donde caen. —Se estremeció violentamente—. No me cuentes nada más.

La tormenta había pasado y el aire de la noche era fresco. Se cubrieron con una manta y se quedaron callados, bebiendo café. Cuando la taza empezó a inclinarse en la mano de Celia, David se la quitó y suavemente la reclinó en la cama que había preparado.

—Te quiero, Celia —dijo suavemente—. Siempre te he querido.

—Yo también te quiero, David. Siempre. —Sus ojos se habían cerrado y sus pestañas parecían muy negras contra las mejillas blancas. David se inclinó, la besó en la frente, la arropó con la manta y la miró dormir mucho rato antes de acostarse a su lado y dormirse.

Durante la noche ella se incorporó una vez quejándose, retorciéndose, y el la abrazó hasta que se calmó. No despertó por completo y las palabras que decía no eran inteligibles.

A la mañana siguiente dejaron el roble y se dirigieron a la granja Sumner. Ella montó a Mike hasta que llegaron al carro; para entonces, temblaba de agotamiento y sus labios habían vuelto a ponerse azules, aunque hacía calor. En el carro no había lugar para que se acostase, de modo que él puso la manta en el respaldo del asiento de madera, para que, al menos, pudiera descansar la cabeza cuando el camino no tenía demasiados baches y el carro no se balanceaba mucho. Ella sonrió apenas cuando él cubrió sus piernas con otra camisa, la que estaba usando.

—No es frío, ¿sabes? —dijo serenamente—. Ese maldito bicho ataca el corazón, me parece. Nadie nos decía nada. Todos mis síntomas tienen que ver con el sistema circulatorio.

— ¿Estuviste muy mal? ¿Cuándo lo cogiste?

—Hace dieciocho meses, me parece. Justo antes de que nos echaran del Brasil. Todo Río enfermó. Allí nos llevaron cuando enfermamos. No sobrevivieron muchos. Y casi nadie de los casos más tardíos. Se volvía más virulento a medida que pasaba el tiempo.

El asintió.

—Igual que aquí. Un sesenta por ciento de casos fatales, que ahora debe de haber aumentado al ochenta por ciento, supongo.

Entonces hubo un largo silencio y él pensó que quizá se había quedado dormida. El camino no era más que un par de surcos que, gradualmente, iban quedando cubiertos de hierbas, salvo donde la lluvia había arrastrado la tierra y dejado sólo piedras. Mike andaba con lentitud y David no lo azuzó.

— ¿David, cuántas personas hay en el norte del valle?

—Ahora, unas ciento diez —dijo. Y pensó: han muerto dos de cada tres, pero se lo calló.

— ¿Y el hospital? ¿Lo construyeron?

—Allí está. Walt lo dirige.

—David, mientras conduces, ahora que no puedes observar mis reacciones, ni nada, cuéntame como está todo. Qué ha pasado, quién está vivo, quién murió. Todo.

Cuando se detuvieron a comer, horas después, ella dijo:

—David, ¿haremos el amor ahora, antes de que empiece a llover de nuevo?

Se acostaron junto a un grupo de álamos amarillos, y las hojas susurraban sin cesar, aunque no había viento. Bajo los árboles susurrantes, sus propias voces se transformaron en murmullos. Ella estaba tan delgada y tan pálida, y dentro tan cálida y viva; su cuerpo se elevó para encontrar el de David y sus pechos parecían levantarse, buscar sus caricias, sus labios. Los dedos de Celia estaban en sus cabellos, en su espalda, apretaban sus flancos, fuertes ahora, relajados y temblorosos después, y él sintió sus uñas en la distancia, tuvo conciencia de que su espalda sufría, pero lejos, lejos. Y finalmente sólo quedó el susurro de las hojas y, de tanto en tanto, un largo suspiro.

—Estoy enamorado de ti desde hace veinte años, ¿te habías dado cuenta? —dijo él después de un rato.

Ella rió.

— ¿Te acuerdas cuando te rompí el brazo?

Más tarde, de nuevo en el carro, la voz de Celia llegó desde atrás, suave, triste.

—Estamos liquidados, ¿verdad, David? Tú, yo, todos nosotros.

El pensó, a la mierda con Walt, a la mierda las promesas, a la mierda los secretos. Y le habló de los clones que crecían debajo de la montaña, en el laboratorio, en lo más profundo de la cueva.

CAPITULO V

Celia empezó a trabajar en el laboratorio una semana después de llegar a la granja.

—Es la única forma de poder verte alguna vez —dijo dulcemente cuando David protestó—. Prometí a Walt que sólo trabajaría cuatro horas diarias para empezar. ¿De acuerdo?

David la llevó al laboratorio a la mañana siguiente. La nueva entrada a la cueva estaba oculta en el cuarto de calderas, en el sótano del hospital. La puerta era de acero y estaba instalada en la misma roca. En cuanto la atravesaron el aire se volvió frío y David puso un abrigo sobre los hombros de Celia.

—Los dejamos siempre aquí —dijo, cogiendo un segundo abrigo de un perchero—. Dos veces vinieron inspectores del gobierno y parecería sospechoso que nos pusiésemos al abrigo para bajar al sótano. Pero no volverán.

El corredor estaba poco iluminado, el suelo era liso. Se prolongaba más de cien metros hasta una segunda puerta de acero. Esta se abría a la primera cámara de la cueva, una habitación grande de techo alto y abovedado. La habían dejado tal como la habían encontrado, con estalactitas y estalagmitas por todas partes; pero ahora había muchas literas, mesas plegables y bancos y una hilera de mesas de cocina.

—Es la habitación de emergencia, para las lluvias calientes —dijo David haciéndole atravesar a toda prisa la cámara llena de ecos. Después había otro pasillo, más estrecho y tosco que el primero. Al final del pasillo estaba la habitación donde se experimentaba con animales.

Habían ahuecado una pared y allí habían instalado el ordenador, que parecía totalmente fuera de lugar en un muro de mármol rosa pálido. En el centro de la habitación había tanques y bateas y tuberías, todo de cristal y acero inoxidable. A ambos lados estaban los tanques que contenían los embriones de animales. Celia los miró fijamente y sin moverse durante unos instantes, y después se volvió a David con ojos asombrados.

— ¿Cuántos tanques tenéis?

—Los suficientes para clonar seiscientos animales de diferentes tamaños —dijo él—. Sacamos muchos y los pusimos en el laboratorio que está al otro lado, y no estamos usando todos los que hay aquí. Tenemos miedo de que se agoten nuestras reservas de productos químicos y, por ahora, no hemos encontrado alternativas que podamos obtener aquí.

Eddie Beauchamp llegó desde los tanques, anotando cifras en un bloc. Sonrió a David y Celia.

— ¿Visitando los barrios bajos? —preguntó. Comparó sus cifras con las de un dial, lo ajustó una fracción y siguió su recorrido, controlando los otros diales, deteniéndose una y otra vez para realizar ajustes menores.

Los ojos de Celia interrogaron a David y éste meneó la cabeza. Eddie no sabía qué estaban haciendo en el otro laboratorio. Pasaron junto a los tanques, hilera tras hilera, todos sellados; sólo unas agujas que se movían de vez en cuando y los diales a los lados indicaban que había algo dentro. Volvieron al pasillo. David la condujo por otra puerta y un corto pasaje hasta el segundo laboratorio, éste cerrado con llave.

Walt levantó la vista cuando entraron, saludó con la cabeza y volvió al escritorio donde estaba trabajando. Vlasic ni siquiera los miró. Sara sonrió, pasó apresuradamente junto a ellos, se sentó frente a la consola de un ordenador y comenzó a teclear. Otra mujer no parecía haberse dado cuenta de que había entrado alguien. Hilda. La tía de Celia. David miró a Celia, pero ésta miraba con los ojos muy abiertos a los tanques, y en esta habitación los tanques tenían una pared de cristal. Todos estaban llenos de un líquido pálido, de un amarillo tan pálido que el color parecía casi ilusorio. Dentro de los tanques, flotando en el líquido, había sacos, no mayores que un puño cerrado. Unos tubos delgados y transparentes conectaban los sacos con la parte superior de los tanques y cada uno tenía una tubería que llegaba hasta un gran aparato de acero inoxidable cubierto de diales.

Celia anduvo lentamente por el pasillo que había entre los tanques, se detuvo cuando llegó al centro y no volvió a moverse en mucho rato. David la tomó del brazo. Estaba temblando.

— ¿Estás bien?

Ella asintió.

—Es… es impresionante verlos. Yo… quizá en realidad no lo creía. —Su cara estaba cubierta de sudor.

—Es mejor que te quites el abrigo —dijo David—. Esto tiene que estar bastante caliente, y la forma más simple de mantener una temperatura adecuada para ellos es que nosotros tengamos calor. Es el precio que pagamos —dijo sonriendo ligeramente.

— ¿Tantas luces? ¿Calefacción? ¿El ordenador? ¿Podéis generar tanta electricidad?

El asintió.

—Eso es lo que veremos mañana. Como todas las cosas aquí, el sistema generador tiene pegas. Podemos almacenar energía para no más de seis horas, así que nunca lo desconectamos por más de seis horas. Punto.

—Seis horas es mucho. Si dejas de respirar seis minutos, estás muerto. —Con las manos cogidas a la espalda se acercó al brillante sistema de control en el fondo de la habitación—. Esto no es el ordenador. ¿Qué es?

—Es una terminal de ordenador. El ordenador controla la entrada de nutrientes y oxígeno y la salida de toxinas. La habitación de los animales está al otro lado de ese muro. Y estos tanques también están conectados a él. Sistemas separados, pero la maquinaria es la misma.

Atravesaron la habitación para los animales recién nacidos y después la de los seres humanos. Había una sala de disección, varias pequeñas oficinas donde los científicos podían retirarse a trabajar, los almacenes. En todas las habitaciones, salvo la que contenía a los clones humanos, había gente trabajando.

—Nunca habían usado un mechero Bunsen o una probeta, pero se han convertido en técnicos y en científicos de la noche a la mañana —dijo David—. Y demos gracias a Dios, porque si no, hubiese sido imposible. No sé qué piensan que estamos haciendo ahora, pero no lo preguntan. Hacen su trabajo.

Walt envió a Celia a trabajar con Vlasic. Cada vez que David levantaba los ojos y la veía en el laboratorio sentía una punzada de júbilo. Celia aumentó su jornada a seis horas. Cuando David caía exhausto en la cama, después de catorce o dieciséis horas, ella estaba allí, para abrazarlo y amarlo.

En agosto, Avery Handley informó que su contacto con onda corta en Richmond advertía acerca de una banda de merodeadores que iba subiendo por el valle.

—Son malos —dijo gravemente—. Se apoderaron de la granja Phillotts, la saquearon y la quemaron.

Después de eso, montaron guardia día y noche. Y esa misma semana Avery anunció que había guerra en Oriente Próximo. La radio oficial no lo había anunciado; transmitía música y sermones y programas de entretenimiento. La televisión había desaparecido desde el comienzo de la crisis de energía.

—Han usado la bomba —dijo Avery—. No sé quién, pero alguien lo hizo. Y mi hombre dice que la peste ha vuelto a brotar en el Mediterráneo.

En septiembre rechazaron el primer ataque. En octubre supieron que la banda se estaba reorganizando para un segundo ataque, esta vez con treinta o cuarenta hombres.

—No podemos seguir luchando con ellos —dijo Walt—. Deben de saber que aquí hay comida. Esta vez atacarán desde todas las direcciones. Saben que los estamos aguardando.

—Tendríamos que hacer volar la represa —dijo Clarence—. Aguardar hasta que estén en la parte norte del valle e inundarlos.

La reunión tenía lugar en la cafetería y todos estaban presentes. La mano de Celia apretó el brazo de David, pero no protestó. Nadie protestó.

—Tratarán de tomar el molino —siguió diciendo Clarence—. Probablemente crean que hay trigo ahí, o algo.

Doce hombres se ofrecieron voluntarios para montar guardia en el molino. Otros seis formaron un grupo para poner los explosivos en la represa, doce kilómetros río arriba. Otros formaron una patrulla de exploración.

David y Celia se marcharon pronto de la reunión. El se había ofrecido voluntario para todo, y cada vez había sido rechazado. No era de los “gastables”. Las lluvias habían vuelto a ser “calientes” y toda la gente dormía en la cueva. David, Celia, Walt, Vlasic, los demás que trabajaban en los diversos laboratorios, todos dormían allí en literas. En una de las oficinas pequeñas, David cogió la mano de Celia y susurraron hasta dormirse. Hablaban de su infancia.

Mucho después de que Celia se durmiera, él siguió mirando la oscuridad, sosteniendo aún su mano. Estaba cada vez más delgada y a principios de semana, cuando insistía en que saliera del laboratorio para descansar, Walt había dicho:

—Déjala en paz.

Ella se agitó, convulsionada y él se arrodilló junto a su litera y la abrazó; sintió cómo su corazón latía alocadamente por un instante. Luego volvió a tranquilizarse y lentamente la soltó y se sentó en el suelo de piedra, con los ojos cerrados. Más tarde oyó moverse a Walt y el crujido de su litera en la oficina contigua. David se estaba acalambrando; finalmente volvió a su cama y se durmió.

Al día siguiente la gente trabajó para llevar todo a las tierras altas. Perderían tres casas cuando volaran la represa, el granero próximo al camino y el camino mismo. No se podía desperdiciar nada y, tablón por tablón, llevaron el granero colina arriba y amontonaron los trozos. Dos días después se dio la señal y la represa fue destruida.

David y Celia estaban en una de las habitaciones del piso alto del hospital y vieron cómo la pared de agua se precipitaba en el valle. Era como un avión a chorro despegando, como una multitud furiosa contra la decisión de un árbitro, como un tren expreso sin control; un rugido que no habían oído nunca o la suma de todos los sonidos que habían oído alguna vez, vueltos a combinar para hacer el ruido que sacudió el edificio, que hizo vibrar sus huesos. Un muro de agua de cinco metros de altura, de seis metros de altura, se precipitó en el valle, acelerando mientras se acercaba, aplastando, destruyendo todo lo que había en su camino.

Cuando el estruendo desapareció y el agua cubrió las tierras, formando remolinos, arrastrando escombros, Celia dijo con voz débil:

— ¿Valía la pena, David?

El aumentó la presión del brazo sobre los hombros de ella.

—Teníamos que hacerlo —dijo.

—Lo sé. Pero a veces parece tan fútil. Estamos todos muertos; seguimos luchando, pero estamos muertos. Tanto como deben de estarlo ahora esos hombres.

—Lo estamos consiguiendo, cariño. Lo sabes. Tú has estado trabajando allí. ¡Treinta nuevas vidas!

Ella meneó la cabeza.

—Treinta muertos más. ¿Te acuerdas de la escuela dominical, David? Me llevaban todas las semanas. ¿Tú ibas?

El asintió.

— ¿Y las clases sobre la Biblia, los miércoles? Ahora pienso mucho en eso. Y me pregunto si ésta no será la voluntad de Dios, después de todo. No puedo evitarlo. Lo pienso muchas veces. Y yo que era atea. —Rió y se dio la vuelta—. Vayamos a acostarnos, ahora. Aquí, en el hospital. Elijamos un cuarto elegante, lujoso…

El le abrazó, pero súbitamente una violenta ráfaga de viento hizo golpear la lluvia contra la ventana. Llegó así, sin aviso, un diluvio súbito. Celia se estremeció.

—La voluntad de Dios —dijo sin expresión—. Tenemos que volver a la cueva, ¿no?

Anduvieron por el hospital vacío, por el corredor largo y en penumbra, por la amplia cámara donde la gente trataba de encontrar una posición cómoda en literas y bancos, por los pasillos estrechos y el laboratorio.

— ¿A cuánta gente matamos? —preguntó Celia, quitándose los téjanos. Se puso de espaldas para dejar la ropa a los pies de su litera. Sus nalgas eran casi tan planas como las de un adolescente. Cuando volvió a encararse con él, sus costillas parecían querer atravesar su piel. Lo miró un momento y después se acercó a él y apretó su cabeza contra su pecho, él sentado en la litera, ella desnuda y de pie. El sintió las lágrimas de Celia que caían en su mejilla.

Hubo heladas muy fuertes en noviembre, y con el valle inundado y el camino y los puentes desaparecidos supieron que estarían a salvo, al menos hasta la primavera. La gente había vuelto a salir de la cueva y el trabajo en el laboratorio seguía al mismo ritmo agotador. Los fetos se desarrollaban, crecían, y ahora se movían con impulsos súbitos en pies y codos. David investigaba sustitutos para las sustancias químicas que remplazaban al líquido amniótico. Trabajaba cada día hasta que su visión se nublaba o sus manos rehusaban seguir sus órdenes o Walt le ordenaba salir del laboratorio. Celia trabajaba más, ahora, descansando aún varias horas a mediodía, pero volviendo después y quedándose casi hasta tan tarde como David.

Pasó junto a su silla y la besó en la cabeza. Ella lo miró y sonrió; después volvió a sus números. Peter puso en marcha una centrifugadora. Vlasic hizo un último ajuste en el tanque de nutrientes que serían diluidos y destinados a alimentar a los embriones; después llamó:

—Celia, ¿estás lista para contar polluelos?

—Un segundo —dijo ella. Hizo una anotación, apoyó el lápiz en el cuaderno abierto y se puso de pie.

David tenía conciencia de ella, como siempre, aunque estuviera absorto en su propio trabajo. Tuvo conciencia de que se ponía de pie, de que no se movía, y cuando dijo, con una voz trémula que demostraba incredulidad:

—David… David… —él ya estaba poniéndose en pie. La cogió cuando se derrumbaba.

Tenía los ojos abiertos y su mirada era casi interrogante, preguntaba lo que él no podía responder, no esperaba respuesta. Un temblor la recorrió, cerró los ojos y aunque sus párpados temblaban, no volvió a abrirlos.

CAPITULO VI

Walt observó a David y se encogió de hombros.

—Tienes muy mal aspecto —dijo.

David no respondió. Sabía que tenía muy mal aspecto. Se sentía muy mal. Miró a Walt como si estuviera muy lejos.

—David, ¡tienes que dominarte! ¡No puedes rendirte!

No aguardó la respuesta. Se sentó en la única silla que había en el cuartito y se inclinó hacia adelante, apoyando la barbilla en las manos y mirando al suelo.

—Tenemos que decírselo. Sara cree que habrá problemas. Yo también.

David estaba junto a la ventana, contemplando el triste paisaje, todo grises, negros y pardos. Estaba lloviendo, pero la lluvia ya era limpia. El río era un monstruo gris, un sordo reflejo del sordo cielo.

—Pueden intentar entrar en el laboratorio —continuó Walt—. Dios sabe qué pueden decidir.

David no se movió y siguió contemplando el cielo hosco.

— ¡Mierda! ¡Date la vuelta y escúchame, pedazo de estúpido! ¿Crees que voy a permitir que todo este trabajo, todos estos planes, se destruyan por un acto irracional? ¿Piensas que no mataría a quien intentara detenerlo ahora? —Walt se había puesto en pie de un salto, tiró de David y gritó en su cara—: ¿Crees que voy a dejar que te sientes ahí y te mueras? Hoy no, David. Todavía no. No me importa lo que decidas la semana próxima, pero hoy te necesito y, ¡por Dios que estarás allí!

—No me interesa —dijo David en voz baja.

— ¡Te va a interesar! Porque esos bebés van a salir de esas bolsas y esos bebés son la única esperanza que tenemos, y lo sabes. Nuestros genes, los tuyos, los míos, los de Celia, esos genes son lo único que hay entre nosotros y la nada. Y no lo permitiré, David. ¡Me niego!

David sólo sentía una enorme fatiga.

—Estamos todos muertos. Hoy o mañana. ¿Para qué prolongarlo? El precio es demasiado alto, para añadir un par de años.

— ¡Ningún precio es demasiado alto!

Lentamente, la cara de Walt se volvió nítida. Estaba blanco, sus labios pálidos, sus ojos hundidos. En su mejilla había un tic que David no había visto antes.

— ¿Por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué cambiar los planes y decirlo ahora, si falta mucho tiempo?

—Porque no falta tanto tiempo. —Walt se restregó los ojos con fuerza—. Algo va mal, David. No sé qué es. Hay algo que no funciona. Creo que vamos a encontrarnos con las manos llenas de prematuros.

A pesar de sí mismo, David hizo unos cálculos rápidos.

—Van veintiséis semanas —dijo—. No podremos controlar a tantos niños prematuros.

—Lo sé —dijo Walt, sentándose nuevamente, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos—. Pero no podemos elegir. Ayer perdimos uno. Hoy, tres. Tenemos que sacarlos y tratarlos como a prematuros.

Lentamente, David asintió.

— ¿A cuáles? —preguntó, pero lo sabía. Walt le dijo los nombres y volvió a asentir. Ya sabía que no eran los suyos, ni los de Walt, ni los de Celia—. ¿Cuáles?

—Tengo que dormir —dijo Walt—. Luego habrá una reunión; está convocada para las siete. Y después de eso prepararemos una sala para un montón de prematuros. En cuanto estemos listos, comenzaremos a sacarlos. Eso será por la mañana. Necesitaremos enfermeras, media docena, más, si es posible. Sara dice que Margaret servirá. No lo sé.

David tampoco lo sabía. El hijo de Margaret, de cuatro años, había sido uno de los primeros en morir de la peste, y había dado a luz un hijo muerto. Pero confiaba en la opinión de Sara.

— ¿Crees que entre ellas podrán conseguir más, enseñarles lo que tienen que hacer, vigilar que lo hagan bien?

Walt murmuró algo y una de sus manos cayó desde el apoyabrazos. Se enderezó bruscamente.

—De acuerdo, Walt, métete en mi cama —dijo David, casi resentido—. Bajaré al laboratorio y organizaré todo. Vendré a buscarte a las seis y media.

Walt no protestó y se dejó caer en la cama sin quitarse ni los zapatos. David se los quitó. Los calcetines de Walt tenían más agujeros que otra cosa, pero probablemente mantenían abrigados sus tobillos. David se los dejó, lo cubrió con una manta y bajó al laboratorio.

La cafetería del hospital estaba repleta cuando, a las siete, Walt se puso de pie para hacer su anuncio. Primero hizo que Avery Handley leyera su diario acerca de los cada vez menores contactos radiofónicos, con las consiguientes historias de peste, hambrunas, enfermedades, abortos espontáneos y esterilidad. Era lo mismo en todas partes. Escuchaban con apatía; ya no les interesaba lo que sucediera en cualquier parte del mundo que no fuera su pequeña parcela. Avery terminó y volvió a sentarse.

Walt parecía pequeño, pensó David sorprendido. Siempre lo había considerado un hombre robusto, pero no lo era. Medía menos de un metro ochenta y ahora estaba muy delgado y endurecido, como un gallo de pelea carente de todo exceso de peso, sin más que lo esencial para llevar adelante la lucha. Walt estudió la asamblea y dijo, deliberadamente:

—En esta habitación no hay nadie que tenga hambre. La peste se ha acabado. La lluvia está limpiando la radioactividad y tenemos provisiones de alimentos para varios años, aunque esta primavera no pudiéramos sembrar. Tenemos gente capaz de hacer todo lo que queramos hacer. —Hizo una pausa y volvió a mirarlos, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, tomándose su tiempo. Disponía de toda su atención—. Lo que no tenemos es una mujer que pueda concebir un niño, ni un hombre que pudiera fecundarla, si existiera.

Hubo una ola de movimientos, como un suspiro colectivo, pero nadie habló. Walt dijo:

—Sabéis cómo estamos obteniendo la carne. Sabéis que el ganado es bueno, que los pollos son buenos. Mañana, señoras y señores, tendremos nuestros bebés, obtenidos de la misma forma.

Hubo un momento de silencio total, de inmovilidad; después empezó el escándalo. Clarence se puso de pie de un salto, gritando a Walt. Vernon se esforzó por llegar al frente de la habitación, pero había demasiada gente entre él y Walt. Una de las mujeres tiró del brazo de Walt, casi arrastrándolo, gritando en su cara. Walt se escurrió y trepó sobre una mesa.

— ¡Basta ya! Voy a responder a todas las preguntas, pero así no oigo a nadie.

Durante las tres horas siguientes preguntaron, discutieron, rezaron, formaron alianzas, las reorganizaron a medida que surgían discrepancias en los grupos pequeños. A las diez, Walt volvió a ocupar su sitio en la mesa y gritó:

—Suspenderemos la discusión hasta mañana a las siete de la tarde. Ahora se servirá café y creo que tenemos pastel y bocadillos.

Saltó de la mesa y se marchó, antes de que nadie pudiera alcanzarlo. Junto con David fue a toda prisa hacia la entrada de la cueva, cerrando con llave después de entrar.

—Clarence estuvo horrible… —murmuró Walt—. Hijo de perra.

El padre de David, Walt y Clarence eran hermanos, se recordó David, pero no podía menos que considerar a Clarence como un extraño, un extraño con un gran vientre y un montón de dinero que esperaba una instantánea obediencia de todo el mundo.

—Podrían organizarse —dijo Walt, después de un momento—. Podrían formar un comité para protestar por este hecho diabólico. Tenemos que estar listos.

David asintió. Habían planeado demorar la reunión hasta tener bebés vivos, bebés humanos que rieran e hicieran regüeldos, y bebieran hambrientos de sus biberones. En cambio, tendrían una sala llena de prematuros no muy hechos, ciertamente no muy humanos de aspecto, sin más atractivo que un ternero prematuro.

Trabajaron toda la noche preparando la sala. Sara había enrolado a Margaret, Hilda, Lucy y a media docena de mujeres más, todas con bata y máscara profesional. Una de ellas dejó caer una vasija y las otras tres gritaron al unísono. David maldijo, pero para sus adentros. Todo iría bien cuando tuvieran a los bebes, se dijo.

Los nacimientos incruentos comenzaron a las seis menos cuarto, y a las doce y media tenían veinticinco niños. Cuatro murieron durante la primera hora, otro tres horas después y el resto prosperó. El único bebé que quedó en los tanques era el feto que sería Celia, nueve semanas más joven que los demás.

El primer visitante que entró en la sala fue Clarence, y después de eso no se habló más de destruir a los monstruos inhumanos.

Hubo una fiesta para celebrarlo y se sugirieron nombres y hubo una lotería para elegir once nombres femeninos y diez masculinos. En el libro de registro los niños figuraban como la generación R-1: Repoblación 1. Pero en la cabeza de David y en la de Walt los niños eran W-1, D-1 y, pronto, C-1…

Durante los meses siguientes no hubo escasez de enfermeros, varones o mujeres, ni faltaron voluntarios para todas las tareas que tan pocos habían realizado antes. Todos querían ser médicos o biólogos, gruñía Walt. Ahora dormía más y las marcas de fatiga se estaban borrando de su cara. Con frecuencia cogía a David y lo arrastraba lejos de la sala infantil, conduciéndolo hasta su cuarto en el hospital y ocupándose de que descansara una noche entera. Una noche, mientras volvían juntos a sus habitaciones, Walt dijo:

—Ahora comprendes lo que quería decir cuando te dije que era lo único que importaba, ¿verdad?

David comprendía. Y cada vez que miraba a la nueva Celia, menuda y sonrosada, comprendía mejor.

CAPITULO VII

Había sido un error, pensó David, mirando a los chicos desde la ventana de la oficina de Walt. Recuerdos vivientes, eso eran. Allí estaba Clarence, ya bastante regordete… dentro de tres o cuatro años sería gordo. Y un joven Walt, frunciendo el entrecejo, concentrado en un problema que no plantearía hasta no tener la solución. Robert, casi demasiado hermoso, pero decididamente varonil, siempre esforzándose más que los demás por resistir, por saltar más alto, correr más rápido, golpear con más fuerza. Y D-4, él mismo… Se volvió y consideró el futuro de los muchachos, todos de la misma edad: tíos, padres, abuelos, todos de la misma edad. De nuevo le dolía la cabeza.

—Son inhumanos, ¿no? —Dijo con amargura a Walt—. Van y vienen y no sabemos nada de ellos. ¿Qué piensan? ¿Por qué se mantienen tan unidos?

— ¿Recuerdas aquel viejo clisé sobre la incomprensión generacional? Supongo que es eso. —Walt había envejecido mucho. Estaba cansado y pocas veces trataba de disimularlo. Miró a David y dijo en voz baja—: Quizá sienten miedo de nosotros.

David asintió. Había pensado en eso.

—Ahora sé por qué Hilda hizo eso —dijo—. En el momento no lo entendí, pero ahora sí.

Hilda había estrangulado a la niñita que cada día se parecía más a ella.

—Yo también. —Walt volvió a abrir el cuaderno que había cerrado al entrar David—. Es un poco impresionante andar en medio de una multitud en la que todos son tú, en diversas etapas de crecimiento. Y es cierto que prefieren estar entre ellos.

Se puso a escribir y David se marchó.

Impresionante, pensó, y se desvió del camino al laboratorio, donde se dirigía en principio. Que los malditos embriones hicieran lo suyo sin él. Sabía que no quería entrar porque D-1 o D-2 estarían allí trabajando. La generación D-4, sin embargo, sería la que confirmaría o no el experimento. Si los Cuatro no lo lograban, lo más posible era que los Cinco tampoco lo hicieran. ¿Y entonces qué? Un error. Hoy me equivoqué. Lo siento.

Trepó al risco que había detrás del hospital, encima de la cueva, y se sentó en una roca fresca y suave. Los muchachos estaban limpiando otro campo. Trabajaban bien juntos; conversaban poco pero reían mucho, espontáneamente. Apareció una fila de chicas que venían de las cercanías del río; llevaban cestos de zarzamoras. Zarzamoras y pólvora, pensó de pronto, y recordó las antiguas fiestas del Cuatro de Julio, con manchas de zarzamora y fuegos de artificio, y azufre para los insectos. Y pájaros. Zorzales, alondras, currucas, martines pescadores.

Aparecieron tres Celias, balanceándose ágilmente por el peso de los cestos, una escalera de Celias. No debía pensar eso, se recordó severamente. No eran Celias; ninguna se llamaba así. Eran Mary, Ann y otro nombre. No podía recordar el nombre de la tercera y sabía que no importaba. Todas y cada una eran Celia. La del medio podía haberlo empujado ayer desde el granero; la de la derecha podría ser la que había rodado en salvaje combate con él por el barro.

Una vez, tres años antes, había tenido una fantasía en la que Celia-3 iba a él tímidamente y le pedía que la hiciera suya. En la fantasía lo había hecho, y en sus sueños, durante semanas, la había poseído una y otra y otra vez. Y había despertado llorando por su propia Celia. Incapaz de soportarlo más tiempo, había buscado a C-3 y le había preguntado, vacilante, si quería ir a su habitación con él. Ella había retrocedido rápida, involuntariamente, con el temor retratado demasiado claramente en su cara suave como para fingir que no lo sentía.

—David, perdóname, me has sorprendido…

Eran promiscuos; prácticamente se les exigía que fueran liberales en el amor. Nadie podía anticipar cuántos serían fértiles, ni cuál sería el porcentaje de varones con respecto al de mujeres. Walt podía hacer tests a los varones, pero como los tests de fertilidad femenina requerían conejos, que no tenían, dijo que el mejor test de fertilidad era un embarazo. Los chicos vivían juntos y la promiscuidad era la norma. Pero sólo entre ellos. Todos evitaban a los Mayores; David había sentido que sus ojos ardían mientras la chica hablaba, alejándose de él.

Se había dado la vuelta, alejándose abruptamente, y no le había vuelto a hablar en los años siguientes. A veces creía que ella lo observaba, cautelosamente, y cada vez le había lanzado una mirada furiosa y se había alejado.

C-1 había sido como su propia hija. Había observado su desarrollo, había observado cómo aprendía a andar, a hablar, a alimentarse sola. Su hija, suya y de Celia. C-2 había sido lo mismo; una melliza, un poco más pequeña, pero idéntica. Pero C-3 había sido diferente. No; se corrigió: su percepción de ella había sido diferente. Cuando la miraba, veía a Celia y sufría.

Se había enfriado en el risco y se dio cuenta de que el sol ya se había puesto y abajo habían encendido los faroles. La escena era bonita, como una tarjeta postal sentimental titulada “Vida rural”. La enorme granja con las ventanas iluminadas, el granero oscuro; más cerca, el hospital y el edificio del personal con sus alegres luces amarillas en las ventanas. Un poco rígido, volvió a bajar al valle. Se había perdido la cena, pero no sentía hambre.

— ¡David! —Uno de los chicos más jóvenes, un Cinco, lo llamaba. David no sabía de quién había sido clonado. Había personas a las que no había conocido cuando eran tan jóvenes. Se detuvo y el chico corrió hacia él y siguió adelante, gritando mientras corría—: El doctor Walt te necesita.

Walt estaba en su habitación en el hospital. En su escritorio y esparcidas sobre una mesa estaban las fichas de la generación Cuatro.

—He terminado —dijo Walt—. Por supuesto, tú tendrás que volver a revisarlo.

David leyó rápidamente las últimas líneas.

—H-4 y D-4. ¿Se lo has dicho a los muchachos?

—Se lo he dicho todo —dijo Walt restregándose los ojos—. Lo entienden. No tienen secretos entre sí. Entienden lo del período de ovulación de las chicas y la necesidad de llevar registros. Si alguna de esas chicas puede concebir, ellos lo harán.

Su voz casi reflejaba amargura cuando miró a David.

—Desde ahora se hacen cargo de todo.

— ¿Qué quieres decir?

—W-1 hizo una copia de mi archivo para sus fichas. Seguirá con el trabajo.

David asintió. Los Mayores eran excluidos nuevamente. Estaba llegando el momento en que los Mayores ya no serían necesarios…, más bocas para alimentar, nada más. Se sentó y, durante un largo rato, él y Walt se hicieron compañía en silencio.

Al día siguiente, en la clase, nada parecía haber cambiado. No había formación de parejas, pensó cínicamente David. Aceptaban ser cruzados con tanta naturalidad como el ganado. Si existían celos de los dos machos fértiles, los disimulaban bien. Les hizo hacer una prueba por sorpresa y se paseó por la habitación, mientras buscaban las respuestas. Todos aprobarían; lo sabía. No sólo aprobarían, sino que con excelentes notas. Estaban motivados. Estaban aprendiendo en la adolescencia lo que él no había aprendido después de los veinte. No había distracciones. Se trabajaba en la clase, en los campos, en la cocina, en los laboratorios. Trabajaban incesantemente y cambiando de tareas…, la primera sociedad sin clases. Abandonó sus reflexiones cuando se dio cuenta de que ya estaban terminando. Les había concedido una hora y estaban acabando en cuarenta minutos; un poco más para los Cinco, que, después de todo, eran dos años más jóvenes que los Cuatro.

Los dos D mayores se dirigieron al laboratorio después de la clase y David los siguió. Hablaban muy seriamente hasta que se acercó a ellos. Trabajó silenciosamente en el laboratorio durante quince minutos y se marchó. Se detuvo al otro lado de la puerta y una vez más oyó el murmullo de voces tranquilas. Enfadado, se alejó por el corredor.

En la oficina de Walt, se desahogó:

—Están planeando algo, ¡maldita sea! ¡Lo huelo!

Walt lo miró pensativo y neutral. David se sentía indefenso frente a él. No podía decir nada concreto, no había nada que tuviese un significado especial, pero sus sensaciones, su intuición, no lograban tranquilizarse.

—De acuerdo —dijo David, casi desesperado—. Mira cómo tomaron los resultados de los tests. ¿Por qué no están celosos de los otros chicos? ¿Por qué las chicas no se ofrecen a los dos sementales?

Walt meneó la cabeza.

—Ya ni sé qué están haciendo en el laboratorio —dijo David—. Y Harry ha sido relegado a cuidador del ganado. Se están haciendo cargo de todo.

—Sabíamos que un día iba a suceder —le recordó gentilmente Walt.

—Pero sólo hay diecisiete Cincos. Dieciocho Cuatros. De todos ellos, puede ser que haya seis o siete fértiles. Con una esperanza de vida decreciente. Con una posibilidad de anormalidades creciente. ¿No lo saben?

—David, cálmate. Saben todo eso. Lo están viviendo. Créeme, lo saben. —Walt se puso en pie y rodeó los hombros de David con el brazo—. Lo hicimos, David. Hicimos que sucediera. Aunque ahora sólo haya tres chicos fértiles, podrían tener hasta treinta bebés, David. Y en la próxima generación habrá más fértiles. Lo hicimos, David. Que sigan ellos, si quieren.

A finales de verano, dos de las chicas Cuatro estaban embarazadas. Hubo una fiesta en el valle, tan frenética como cualquier Cuatro de Julio que recordaran los Mayores.

Las manzanas estaban madurando en los árboles cuando Walt se sintió demasiado enfermo para dejar su dormitorio. Dos chicas más estaban embarazadas; una de ellas era Cinco. Cada día, David pasaba varias horas con Walt; ya no quería trabajar en el laboratorio y se sentía un extraño en las clases, donde los Unos se hacían cargo gradualmente de la enseñanza.

—Quizá tengas que hacer de partero esta primavera —dijo Walt, sonriendo—. Podrías dar unas clases sobre la técnica del parto. Walt-3 está a punto, creo.

—Saldremos del paso —dijo David—. No te preocupes. Supongo que estarás allí.

—Quizá. Quizá —Walt cerró los ojos un momento y, sin abrirlos, dijo—: Tenías razón, David. Planean algo.

David se inclinó e, inconscientemente, bajó la voz.

— ¿Qué sabes?

Walt lo miró y meneó ligeramente la cabeza.

—Más o menos lo mismo que tú cuando me hablaste a principios de verano. No más que eso. David, averigua qué están haciendo en el laboratorio. Y averigua qué piensan de las chicas embarazadas. Esas dos cosas. Y pronto. —Volviéndole la espalda, agregó—: Harry me dice que han inventado una nueva suspensión de inmersión que hace innecesarias las placentas artificiales. Están agregando todas las que pueden.

Suspiró.

—Harry se ha derrumbado, David. Chiflado, o senil. W-1 no puede hacer nada por él.

David se puso en pie, pero vaciló.

—Walt, creo que ya es hora de que me lo digas. ¿Qué es lo que tienes?

—Vete a la porra —dijo Walt, pero el timbre de su voz había desaparecido; la fuerza que tendría que haber empujado a David hasta la puerta, no estaba allí. Por un momento, Walt pareció desvalido y vulnerable, pero cerró los ojos deliberadamente y esta vez su voz se convirtió en un gruñido.

—Vete. Estoy cansado. Tengo que descansar.

David anduvo largo rato por la orilla del río. Hacía semanas, meses quizá, que no iba al laboratorio. Ya no lo necesitaban en el laboratorio. Sentía que molestaba. Se sentó en un tronco y trató de imaginar qué pensaban de las chicas embarazadas. Las reverenciarían. Las portadoras de la vida, tan pocas entre tantos. ¿Temería Walt que surgiera una especie de matriarcado? Podía ser. Lo habían discutido años atrás y lo habían descartado, como algo que no podrían controlar. Podría surgir una nueva religión, pero aun si los Mayores supieran que eso sucedía, ¿qué podrían hacer? ¿Qué debían hacer? Tiró ramitas a las aguas tranquilas, que se movían sin hacer una onda, enteras, en esa noche fría y calma, y supo que no le importaba.

Cansado, se puso de pie y echó a andar nuevamente, sintiendo mucho frío. Los inviernos eran cada vez más fríos, empezaban antes y duraban más, con más nevadas de las que recordaba en su infancia. En cuanto el hombre dejó de lanzar megatoneladas de suciedad a la atmósfera, pensó, la atmósfera había vuelto a ser lo que era antes; tiempo más húmedo en invierno y verano, más estrellas de las que él había visto nunca, y más, parecía, cada noche que la anterior; el cielo de un azul claro e infinito de día y azul negro aterciopelado por la noche, con estrellas brillantes que el hombre moderno no había visto nunca.

Las alas del hospital donde ahora trabajaban W-1 y W-2 estaban brillantemente iluminadas y David se volvió hacia allí. A medida que se acercaba al hospital apretó el paso; había demasiadas luces y veía gente moviéndose por las ventanas, demasiada gente, Mayores.

Margaret lo recibió en el vestíbulo. Lloraba en silencio, sin notar las lágrimas que corrían erráticamente por sus mejillas. Todavía no tenía cincuenta años, pero parecía más vieja; parecía Mayor, pensó David. ¿Por qué habrían empezado a designarse así? ¿Sería porque tenían que diferenciarse de algún modo y ninguno de ellos se había permitido llamar a los otros por su verdadero nombre? ¡Clones!, se dijo con vehemencia. ¡Clones! No completamente humanos… ¡“Clones”!

— ¿Qué sucede, Margaret? —Ella le apretaba el brazo pero no podía hablar, y él miró por encima de su cabeza a Warren, que estaba muy pálido y temblaba—. ¿Qué sucede?

—Un accidente en el molino. Jeremy y Eddie han muerto. Un par de chicos están heridos. No sé si graves. Están allí —señaló hacia la zona del quirófano—. Dejaron a Clarence. Se marcharon y lo dejaron. Lo subimos, pero… no sé. Lo dejaron allí y trajeron a los suyos.

David corrió por el vestíbulo hasta la sala de urgencias. Sara atendía a Clarence mientras algunos Mayores se desplazaban hacia adelante y hacia atrás para no incomodarla.

David suspiró aliviado; Sara había trabajado muchos años con Walt, era lo mejor a falta de un médico. Se quitó la chaqueta y se acercó a ella.

— ¿Qué puedo hacer?

—Es su espalda —dijo ella entre dientes. Estaba muy pálida, pero sus manos eran finas mientras limpiaba una larga herida en el costado de Clarence y colocaba una compresa—. Esto necesita unas puntadas. Pero temo que sea la columna.

— ¿Rota?

—Creo que sí. Heridas internas.

— ¿Dónde diablos están W-1 y W-2?

—Con los suyos. Tienen dos heridos, creo. —Puso la mano sobre la compresa—. Sujétala fuerte un momento.

Apoyó el estetoscopio sobre el pecho de Clarence, observó sus ojos y finalmente se enderezó y dijo:

—No puedo hacer nada por él.

—Cóselo. Voy a buscar a W-1. —David atravesó el vestíbulo, sin ver a ninguno de los Mayores que se hacían a un lado abriéndole paso. En la puerta del quirófano fue detenido por tres jóvenes. Vio a un H-3 y dijo:

—Tenemos a un hombre que está muriendo. ¿Dónde está W-2?

— ¿Quién? —dijo H-3, casi inocentemente.

David no pudo recordar el nombre inmediatamente. Miró fijo al joven y sintió que sus puños se contraían.

—Sabes muy bien a quién me refiero. Necesitamos un médico y vosotros tenéis uno o dos. Voy a sacar a uno.

Sintió un movimiento detrás de él y se volvió para ver a cuatro más que se acercaban, dos chicas, dos chicos. Intercambiables, pensó. No importaba quién hacía qué.

—Dile que lo necesito —dijo ásperamente.

Uno de los recién llegados era un Cl-2, se dio cuenta, y más ásperamente aún, dijo:

—Es Clarence. Sara cree que se ha roto la columna.

Cl-2 no cambió de expresión. Se habían acercado mucho. Lo rodearon y, detrás de él, H-3 dijo:

—En cuanto terminen, se lo diré, David.

Y David supo que no podía hacer nada, absolutamente nada.

CAPITULO VIII

Contempló largamente sus rostros juveniles; tan familiares, recuerdos vivientes, todos ellos, como pasear por su propio pasado, viendo a sus primos, que eran viejos o envejecían, rejuvenecidos, pero rejuvenecidos con alguna carencia. Familiares y extraños, conocidos e imposibles de conocer. La puerta de vaivén se abrió detrás de H-3 y salió W-1 aún con la bata de cirujano y la mascarilla, que colgaba a la altura de su garganta.

—Iré ahora —dijo, y el grupito le abrió paso. No volvió a mirar a David, después de echarle un vistazo.

David lo siguió a la sala de urgencias y observó sus hábiles manos mientras palpaba el cuerpo de Clarence, buscaba reflejos, exploraba la columna vertebral.

—Lo operaré —dijo, con la misma tranquilidad. Ordenó con un gesto a S-1 y W-2 que llevaran a Clarence y se fue.

A la llegada de W-1, Sara se había retirado. Se volvió lentamente y se quitó los guantes que se había puesto para coser la herida de Clarence. Warren observó a los dos jóvenes que cubrieron a Clarence, lo sujetaron a la camilla y lo llevaron por el vestíbulo. Nadie habló mientras Sara empezaba a limpiar metódicamente el equipo de la sala de urgencias. Terminó su tarea y miró desconcertada a su alrededor, buscando algo que hacer.

— ¿Por qué no llevas a Margaret a casa y la acuestas? —sugirió David. Ella lo miró, agradecida, y asintió. Cuando se fue, David se volvió hacia Warren—: Alguien tiene que ocuparse de los cadáveres, lavarlos, prepararlos para el entierro.

—Desde luego, David —dijo Warren con voz triste—. Llamaré a Avery y a Sam. Nos ocuparemos de todo. Iré a buscarlos y lo haremos. Yo… David, ¿qué hemos hecho?

Y su voz, que había estado demasiado ronca, demasiado muerta, se volvió casi estridente:

— ¿Qué son?

— ¿Qué quieres decir?

—Cuando ocurrió el accidente yo había bajado al molino. Estaba charlando con Avery, que estaba terminando. Una parte del piso se hundió, ¿sabes?, la parte vieja donde tendríamos que haber puesto un piso nuevo el año pasado, o el anterior. Cedió. Y súbitamente estaban allí, los chicos, como apariciones. Nadie tuvo tiempo de ir a buscarlos, de llamarlos para que vinieran. Nada, pero allí estaban. Sacaron a los dos suyos y se fueron al hospital a toda velocidad, David. Como apariciones.

Miró a David con expresión de temor, y cuando David simplemente se encogió de hombros, meneó la cabeza y se marchó de la sala de urgencias, echando primero una mirada al vestíbulo, una mirada rápida e involuntaria, como para asegurarse de que lo dejarían salir.

Varios de los Mayores seguían en la sala de espera cuando David fue allí. Lucy y Vernon estaban sentados cerca de la ventana, mirando fijamente la noche oscura. Desde la muerte de la mujer de Clarence, él y Lucy habían vivido juntos, no como marido y mujer, sino por la compañía, porque de niños habían estado muy unidos, como si fueran hermanos, y ahora ambos necesitaban un apoyo. A veces hermana, a veces madre, a veces hija, Lucy se había ocupado de él, había cosido para él, traído y llevado para él, y ahora, si moría, ¿qué iba a hacer?

David se acercó a ella y le cogió una fría mano. Era muy delgada, tenía cabellos castaños que no habían encanecido y ojos azul oscuro que hacía mucho, mucho tiempo, solían brillar de alegría.

—Vete a casa, Lucy. Yo esperaré y en cuanto pueda decirte algo te prometo que iré.

Ella continuó mirándolo. David se volvió y miró a Vernon, sintiéndose indefenso. El hermano de Vernon había muerto en el accidente, pero no tenía nada que decirle, ninguna forma de ayudarlo.

—Déjala —dijo Vernon—. Tiene que esperar.

David se sentó, sosteniendo todavía la mano de Lucy. Después de un momento ella la retiró con suavidad y la apretó ella misma, hasta que sus dos manos quedaron con los nudillos blancos. Ninguno de los jóvenes se acercó a la sala de espera. David se preguntó dónde estarían esperando noticias de los suyos. O quizá no tenían que esperar en ningún lado, quizá simplemente sabían. Trató de alejar esa idea, irritado, sin creer en ella, pero sin poder quitársela de encima. Mucho tiempo después entró W-1 y dijo sin dirigirse a nadie en especial:

—Está descansando. Dormirá hasta mañana por la tarde. Podéis iros a casa.

Lucy se puso en pie.

—Deja que me quede con él. Por si necesita algo, o hay un cambio.

—No estará solo —dijo W-1. Se volvió hacia la puerta, se detuvo, miró hacia atrás y dijo a Vernon—: Lamento lo de tu hermano.

Y se marchó.

Lucy quedó allí, indecisa, hasta que Vernon la tomó del brazo.

—Te acompañaré a casa —dijo, y ella asintió. David los vio marcharse juntos. Apagó la luz de la sala de espera y anduvo lentamente por el vestíbulo, sin un plan definido, sin pensar en irse a casa ni a ningún otro sitio. Se encontró frente a la oficina que usaba W-1 y golpeó suavemente. W-1 abrió la puerta. Parecía cansado, pensó David, y no estuvo seguro de que su sorpresa fuera lógica. Claro que estaba cansado. Tres operaciones. Parecía un Walt joven y fatigado, demasiado tenso para irse a dormir inmediatamente, demasiado cansado para quitarse la tensión andando un rato.

— ¿Puedo entrar? —preguntó David vacilante. W-1 asintió haciéndose a un lado. David entró; nunca había estado en esta oficina.

—Clarence no vivirá —dijo de pronto W-1.

Y su voz, detrás de David porque seguía en la puerta, era tan parecida a la de Walt que David sintió un estremecimiento de algo que podía ser miedo o, más posiblemente, se dijo, simplemente sorpresa.

—Hice lo que pude —dijo W-1. Dio la vuelta a su escritorio y se sentó.

W-1 se mantenía tranquilo, sin ninguno de los tics nerviosos que exhibía Walt, sin tamborilear con los dedos en la mesa, gesto que formaba parte de la conversación de Walt. Tampoco tiraba de sus orejas ni restregaba su nariz. Era un Walt al que le faltaba algo, pensó David. A todos les faltaba algo, tenían una zona muerta. Ahora, con la fatiga reflejada en su cara, W-1 estaba sentado, inmóvil, aguardando pacientemente que David comenzara, de la misma forma que un adulto podía aguardar a que un niño vacilante iniciara una conversación.

— ¿Cómo se enteró tu gente del accidente? —Preguntó David—. Nadie lo sabía.

W-1 se encogió de hombros. Una pregunta tonta, parecía sugerir.

—Lo supimos.

— ¿Qué estáis haciendo ahora en el laboratorio? —preguntó David, y oyó la tensión de su voz. De alguna manera habían hecho que se sintiera un entrometido; su pregunta parecía tonta.

—Perfeccionando los métodos —dijo W-1—. Lo de siempre.

Y algo más, pensó David, pero no insistió.

—El equipo se mantendrá en excelente estado durante años —dijo—. Y los métodos, aunque probablemente no sean los mejores que se puedan imaginar, son bastante eficaces. ¿Por qué interferir ahora, cuando el experimento parece haber dado resultado?

Por un momento le pareció ver un gesto de sorpresa en la cara de W-1, pero desapareció muy rápido y nuevamente la máscara lisa no reveló nada.

— ¿Recuerdas cuando una de vuestras mujeres mató a una de las nuestras, hace mucho, David? Hilda asesinó a la niña que era su semejante. Todos compartimos esa muerte y comprendimos que cada uno de vosotros está solo. No somos como vosotros, David. Creo que lo sabes, pero ahora debes aceptarlo. —Se puso en pie—. Y no volveremos atrás, para ser como vosotros.

David también se levantó y sus piernas estaban flojas.

— ¿Qué quieres decir exactamente?

—La reproducción sexual no es la única respuesta. El hecho de que los organismos superiores la hayan adoptado no significa que sea lo mejor. Cada vez que una especie muere, aparece otra, superior, que la remplaza.

—La clonación es uno de los peores sistemas para una especie superior —dijo lentamente David—. Ahoga la diversidad, lo sabes.

La flojera de sus piernas parecía estar trepando; sus manos comenzaron a temblar. Aferró el borde del escritorio.

—Eso, suponiendo que la diversidad sea beneficiosa; quizá no lo sea —dijo W-1—. Vosotros pagáis un precio muy alto por la individualidad.

—Pero están la decadencia y la extinción —dijo David—. ¿Habéis solucionado eso?

Quería terminar esta conversación, alejarse de esa oficina estéril y de la cara suave e impenetrable con ojos penetrantes que parecían saber lo que sentía.

—Todavía no —dijo W-1—. Pero tenemos a los miembros fértiles; podemos utilizarlos mientras tanto.

Fue hacia la puerta.

—Tengo que ir a ver a mis pacientes —dijo, sosteniendo la puerta para que David pasara.

—Antes de que me vaya —dijo David—, ¿podrías decirme qué es lo que tiene Walt?

— ¿No lo sabes? —W-1 meneó la cabeza—. Siempre olvido que no os decís las cosas. Tiene cáncer. Inoperable. Varias metástasis. Se está muriendo, David; creí que lo sabías.

David anduvo sin saber por dónde durante una hora o más, y finalmente se encontró en su habitación, exhausto pero sin ganas de acostarse. Se sentó junto a la ventana hasta el amanecer, y entonces fue a la habitación de Walt. Cuando Walt despertó, le contó lo que W-1 le había dicho.

—Usarán a los fértiles sólo para aumentar sus reservas de clones —dijo—. Los humanos serán parias entre ellos. Destruirán lo que creamos con tanto trabajo.

—No los dejes, David. ¡Por el amor de Dios, no los dejes! —Walt tenía mal color y estaba demasiado débil para sentarse.

—Vlasic está loco, no nos ayudará. Tendrás que detenerlos de algún modo. —Amargamente, dijo—: Quieren tomar el camino más fácil, rendirse, ahora que sabemos que todo funcionará.

David no sabía si se alegraba o no de haberle contado todo a Walt. No más secretos, pensó. Nunca más.

—Los detendré como sea —dijo—. No sé cómo ni cuándo. Pero pronto.

Un Cuatro trajo el desayuno de Walt, y David volvió a su cuarto. Descansó y durmió intranquilo durante unas horas; luego se duchó y fue hasta la entrada de la cueva, donde fue detenido por un Dos.

—Lo siento, David —dijo—. Jonathan dice que necesitas un descanso y que no debes trabajar.

Sin responder, David se volvió y se fue. Jonathan. W-1. Si habían decidido impedirle entrar en el laboratorio, podían hacerlo. El y Walt lo habían planeado así; era inexpugnable. Pensó en los Mayores; eran cuarenta y cuatro ahora y dos de ellos estaban muriendo. Otro, estaba loco. Cuarenta y uno, entonces; veintinueve mujeres. Once hombres sanos. Noventa y cuatro clones.

Aguardó durante muchos días la aparición de Harry Vlasic, pero hacía semanas que nadie lo veía, y Vernon suponía que estaba viviendo en el laboratorio. Comía siempre allí. David abandonó eso, buscó a D-1 en el comedor y se ofreció a trabajar en el laboratorio.

—Me aburro si no hago nada —dijo—. Estoy habituado a trabajar dos o más horas diarias.

—Tendríais que descansar ahora que hay otros que pueden quitarte la carga de los hombros —dijo D-1 en tono agradable—. No te preocupes por el trabajo, David. Todo va muy bien.

Se alejó y David lo tomó de un brazo.

— ¿Por qué no me dejáis entrar? ¿No conocéis el valor de una opinión objetiva?

D-1 se alejó de él y sonriendo aún dijo:

—Tú quieres destruirlo todo, David. En nombre de la humanidad, por supuesto. Pero de todos modos no podemos permitirlo.

David lo soltó y miró como el joven que podría haber sido él mismo se acercaba a las mesas y comenzaba a poner platos en su bandeja.

—Tengo un plan —mintió a Walt, como haría una y otra vez en las semanas siguientes. Cada día Walt estaba más débil y sufría mucho.

El padre de David pasaba la mayor parte de su tiempo con Walt. Tenía los cabellos grises y estaba viejo, pero gozaba de buena salud física. Hablaba de su infancia, de la próxima temporada de caza, de la recesión que quizá mermara su capital, de su esposa, muerta quince años antes. Se sentía alegre y feliz y Walt parecía desear su presencia.

En marzo, W-1 envió por David. Estaba en su oficina.

—Se trata de Walt —dijo—. No deberíamos dejarlo sufrir. No ha hecho nada para merecer esto.

—Está tratando de durar hasta que las chicas tengan sus bebés —dijo David—. Quiere saber.

—Pero eso ya no importa —dijo W-1, paciente—. Y mientras tanto, sufre.

David lo miró con odio y supo que no podía tomar esa decisión.

W-1 lo observó unos momentos y después dijo:

—Nosotros decidiremos.

A la mañana siguiente se descubrió que Walt había muerto mientras dormía.

CAPITULO IX

Era el tiempo del verdor; los sauces fueron los primeros en mostrar nebulosas manchas de verde en sus graciosas ramas. Las forsitias y otros arbustos estaban en flor; amarillos y escarlatas brillantes contra el paisaje gris. El río estaba crecido a causa del deshielo en el norte y las fuertes lluvias de marzo, pero era una crecida razonable, no peligrosa, no amenazadora este año. Los días tenían una fragancia que había faltado desde septiembre; el aire era suave y olía a madera húmeda y tierra fértil. David se sentó en la ladera que miraba a la granja y contó los signos de la primavera. Había terneros en el campo y tenían el aspecto que habían tenido siempre los terneros en primavera: patas flacas, torpes, ligeramente estúpidos. Los campos no habían sido sembrados todavía, pero la huerta estaba verde: lechugas pálidas, coles rizadas azul-verde, brotes verdes de cebollas, coles verde oscuro. El ala más nueva del hospital, aún sin pintar, tosca si se la comparaba con los edificios de ladrillo terminados, ya estaba en uso y hasta podía ver a algunos de los jóvenes estudiantes por las ventanas. Tenían los mejores profesores, ellos mismos, y los mejores estudiantes. Aprendían asombrosamente bien unos de otros, mejor que antes.

Salían de la escuela en grupos a juego: cuatro de éstos, tres de aquéllos, dos de los otros. Buscó y encontró tres Celias. Ya no podía distinguirlas: ahora todas habían crecido y eran idénticas. Las miró sin sentimiento ni deseo; no sentía odio ni amor. Desaparecieron en el granero y miró por encima de la granja a las colinas que estaban al otro lado del valle. Las sierras estaban brumosas y no tenían bordes ásperos.

Parecían suaves y acogedoras. Pronto, pensó. Pronto. Antes de que florezcan los cornejos.

Hubo otra fiesta la noche en que nació el primer niño. Los mayores hablaban entre sí, reían de sus propios chistes, bebían vino. Los clones los dejaron solos y festejaron al otro lado de la habitación. Cuando Vernon comenzó a tocar la guitarra y empezó el baile, David salió disimuladamente. Se paseó por los jardines del hospital durante unos minutos, como si no supiera qué hacer, y después, cuando estuvo seguro de que nadie lo había seguido, echó a correr en dirección al molino y el generador. Seis horas, pensó. Seis horas sin electricidad destruirían todo lo que había en el laboratorio.

David se acercó cautelosamente al molino, confiando en que el ruido del agua del arroyo cubriría los que él pudiera hacer. El edificio tenía tres pisos, muy amplios, con ventanas a tres metros del nivel del suelo, al nivel en que estaban las oficinas. La planta baja estaba llena de maquinaria. Detrás, la colina se elevaba abruptamente y David pudo alcanzar las ventanas afirmándose en la pendiente y apoyándose con una mano en el edificio, mientras con la otra probaba las ventanas. Encontró una que se abrió fácilmente cuando se apoyó contra ella, y en un momento estuvo dentro de la oficina oscura. Cerró la ventana y luego, moviéndose lentamente con las manos extendidas para evitar obstáculos, fue hasta la puerta y la abrió apenas. El molino nunca quedaba sin atención; esperaba que quienes estaban de guardia esta noche estuviesen abajo, con la maquinaria. Las oficinas y el vestíbulo formaban un entresuelo que daba al pozo en penumbra. Unas sombras grotescas deformaban el vestíbulo, con profundos lagos oscuros y lugares donde sería claramente visible, si alguien levantaba los ojos en el momento adecuado. De golpe, David se puso tenso. Voces.

Se quitó los zapatos y abrió más la puerta. Las voces eran más fuertes, estaban debajo de él. Sin hacer ruido corrió hacia la sala de control, manteniéndose cerca de la pared. Estaba casi en la puerta cuando se encendieron las luces del edificio. Sonó un grito y oyó que subían corriendo las escaleras. Corrió hacia la puerta, la abrió y la cerró tras de sí. No había manera de trabarla. Trató de empujar un fichero metálico, descubrió que no podía y cogió un taburete metálico por las patas. Lo levantó y golpeó con todas sus fuerzas el panel de control. En el mismo momento sintió un dolor terrible en la espalda, vaciló y se desplomó, mientras las luces se apagaban.

Abrió los ojos sintiendo dolor. Durante un momento no vio más que un resplandor, luego distinguió los rasgos de una chica. Estaba leyendo un libro, muy concentrada. ¿Dorothy? Era su prima Dorothy. Trató de incorporarse y ella levantó la vista y le sonrió.

— ¿Dorothy? ¿Qué haces aquí?

No podía levantarse. Al otro lado de la habitación se abrió una puerta y entró Walt, también muy joven, sin arrugas, con sus bonitos cabellos castaños despeinados.

Empezó a dolerle la cabeza y cuando la tocó encontró vendas que llegaban casi hasta sus ojos. Lentamente, los recuerdos volvieron y cerró los ojos, deseando que los recuerdos se borraran nuevamente, que ellos fueran Dorothy y Walt.

— ¿Cómo te sientes? —preguntó W-1. David sintió sus dedos fríos en su muñeca—. Te pondrás bien. Una ligera conmoción. Un tajo feo. Vas a estar dolorido unos días.

Sin abrir los ojos, David preguntó:

— ¿Causé mucho daño?

—Muy poco —contestó W-1.

Dos días después, se le solicitó que asistiera a una reunión en la cafetería. Su cabeza seguía vendada, pero con poco más que unas bandas adhesivas. Le dolía el hombro. Fue lentamente hasta la cafetería, escoltado por dos clones. D-1 se puso de pie y le ofreció una silla en el frente. David la aceptó silenciosamente y se sentó a aguardar. D-1 quedó de pie.

— ¿Recuerdas nuestras discusiones en clase sobre los instintos, David? —preguntó D-1—. Terminamos poniéndonos de acuerdo en que no había instintos, sino respuestas condicionadas a ciertos estímulos. Hemos “cambiado de idea acerca de eso. Ahora estamos de acuerdo en que existe el instinto de conservar la propia especie. La conservación de la especie es un instinto muy fuerte, un impulso, si quieres.

Miró a David y le preguntó — ¿Qué vamos a hacer contigo?

—No seas idiota —dijo David secamente—. Vosotros no sois una especie nueva.

D-1 no respondió. Ninguno se movió. Lo observaban silenciosa, inteligente, desapasionadamente.

David se puso en pie, empujando su silla hacia atrás.

—Entonces, dejadme trabajar. Os doy mi palabra de honor de que no trataré de desbaratar nada.

D-1 meneó la cabeza.

—Discutimos eso. Pero estuvimos de acuerdo en que el instinto de conservación de la especie sería más fuerte que tu palabra de honor. Y que la nuestra.

David sintió que sus puños se cerraban y estiró los dedos, obligándolos a relajarse.

—Entonces tendréis que matarme.

—También hablamos de eso… —dijo gravemente D-1—. No queremos hacerlo. Os debemos demasiado. Con el tiempo os levantaremos estatuas, a ti, a Walt, a Harry. Hemos registrado con mucho detalle todos vuestros esfuerzos en nuestro favor. Nuestra gratitud, nuestro afecto por vosotros, no nos permitiría matarte.

David paseó la mirada por la habitación, reconociendo rostros familiares. Dorothy. Walt. Vernon. Margaret. Celia. Todos enfrentaron su mirada sin desviar la suya. Aquí y allá, algunos le sonrieron un poco.

—Tú dirás —dijo finalmente.

—Tendrás que marcharte —dijo D-1—. Te acompañarán durante tres días, río abajo. Hay un carro cargado con semillas, alimentos, algunas herramientas. El valle es fértil; las semillas crecerán bien. Es un buen momento para empezar un huerto.

W-2 fue uno de los tres que lo acompañaron. No hablaban. Los muchachos se turnaban para tirar del carro de las provisiones. David no se ofreció a tirar de él. Al final del tercer día, frente a la granja Sumner, que estaba al otro lado del río, lo dejaron. Antes de reunirse con los otros dos muchachos, que se habían marchado primero, W-2 dijo:

—Querían que te lo dijera, David. Una de las chicas que tú llamas Celia está embarazada. Uno de los muchachos que tú llamas David la fertilizó. Querían que lo supieras.

Después se volvió y siguió a los otros. Rápidamente desaparecieron entre los árboles.

David durmió donde lo habían dejado, y por la mañana siguió hacia el sur. Se detuvo una vez para mirar un arce joven, protegido por los pinos. Tocó las suaves hojas verdes. Al sexto día llegó a la granja Wiston, y en su memoria estuvo muy vivo el día en que había esperado a Celia allí. Su amigo, el roble blanco, era el mismo, quizá más grande, no lo sabía. No pudo ver el cielo a través de sus ramas, cubiertas de hojas nuevas. Hizo un colgadizo y esa noche durmió debajo del árbol; a la mañana siguiente se despidió solemnemente de él y comenzó a subir la cuesta que había detrás de la granja. La casa seguía allí, pero el granero había desaparecido, y los otros edificios… arrastrados por la inundación que habían provocado tantos años antes.

Llegó al bosque antiguo, donde observó a un insecto volador batir las alas casi perezosamente y recordó que su abuelo le decía que hasta los insectos eran primitivos allí… más lentos que sus primos más modernos, menos adaptables al tiempo seco y al calor.

El aire estaba brumoso y fresco debajo de los árboles. Durante un breve instante David creyó oír el trino de un pájaro, un zorzal. Pero había sido muy rápido para estar seguro y meneó la cabeza. No había que confundir los deseos con la realidad.

En el antiguo bosque, los árboles aguardaban, manteniendo sus genes intactos, listos para moverse hacia abajo por las pendientes cuando las condiciones volvieran a ser las adecuadas. David se tendió en el suelo, bajo los enormes árboles, y durmió; y en el ambiente fresco y brumoso de sus sueños, los saurios caminaban y un pájaro cantó.

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