XII

– ¿Debo dejar el cubierto del señor?

Octavie se había vuelto, con una mano sobre el picaporte. Roland, de bruces, hojeaba el Magasin Pittoresque de 1854. Jean de Mirbel fumaba apoyado en la chimenea. Michéle, en la sillita baja, tejía, lo más cerca posible del fuego ardiente.

– Puede levantar los manteles -dijo-. Pero deje pan y queso. Creo que no volverá. Con el tiempo que hace… El cura debe de haberlo retenido.

– Exijo que atranquen las puertas como de costumbre -dijo Mirbel, sin alzar la voz-. Si vuelve a media noche y llama, les prohibo que le abran. Que vaya a dormir al establo o que se tienda bajo la lluvia entre los juncos y que reviente.

Gritaba casi, de golpe. Su pierna izquierda se movía como a pesar suyo. Una gota de lluvia golpeaba a intervalos regulares el zinc de una gotera. El susurro de la lluvia no se confundía con la queja de las copas innumerables.

– Cuando se vive en casa ajena -dijo Octavie- y se come su pan…

El resto se perdió en un refunfuño confuso. Cerró la puerta. Michéle le preguntó a Roland por qué reía.

– Por lo que acaba de decir Octavie. Yo comprendí porque lo repite a menudo cuando ustedes no están…

Michéle insistió: ¿ qué es lo que decía Octavie? Roland sacudió la cabeza. Terminó por decir:

– Le parece que ustedes son unos tontos de creer que va a Baluzac a ver al cura. Dice que cuando un muchacho sale de noche no es para ir a ver curas…

Michéle lo interrumpió:

– Ve a acostarte, en vez de hablar tonterías.

Roland alegó que no eran las diez, que no subiría antes de las diez. Mirbel, entonces, se apartó de la chimenea, dio un paso hacia él y con su voz más dulce:

– ¿Todavía estás ahí?

Roland, de un salto, estuvo en la puerta. No podía dejar de oír a Michéle, que le decía:

– ¿No me das un beso? Ni siquiera volvió la cabeza. Cuando hubo salido, ella se encogió de hombros. Suspiró:

– No hay nada que hacer.

– ¿Lo descubres esta noche? Sí, hay algo que hacer, y es devolverlo a la Asistencia…

Como ella callaba él dijo que también subía. Ya ponía la pantalla delante del fuego.

– No, deja. Yo todavía me quedo. No puedo dormir si me acuesto demasiado temprano. El sueño me vence en seguida, pero me despierto una hora después, y mi noche ha terminado.

– Te quedas para esperarlo -dijo Mirbel.

Ella no se defendió.

– Si a medianoche no ha llegado, cerraré todo. No te inquietes. ¿Crees que puede haber algo de verdad -preguntó después de un silencio- en esa habladuría de Octavie?

Él rugió:

– ¡Idiota! Eres una idiota.

– ¿Por qué idiota? ¡Si te imaginas que Dominique va a ceder sin resistencia! Y después de todo, él la quiere. Es un muchacho como todos…

Mirbel preguntó:

– ¿Lo crees? -y repitió-: Idiota -abrió la puerta y en el momento de salir se volvió-: Son todas iguales: nadie les quitará de la cabeza que son la delicia del género humano, que ningún muchacho puede vivir sin ellas… ¿Qué dices?

Como ella inclinaba la cabeza sobre su labor sin contestar, él insistió:

– Repite en voz alta lo que acabas de decir.

Ella alzó hacia él la cara, ya gastada; las mejillas, que él había amado doradas, duras y sombrías y ya eran biliosas y un poco caídas. Él apoyó una mano sobre la frente de su mujer y pronunció en voz baja su nombre. Ella se puso de pie, y el tejido cayó al suelo.

– Ya verás -dijo ella, ardientemente-, saldremos de esta noche, ya verás.

Apretó contra ella durante algunos segundos el gran cuerpo inerte. Luego esperó a que él hubiera llegado al primer piso, a que la puerta de su cuarto se hubiera cerrado, para salir a su vez. Descolgó una esclavina, se cubrió la cabeza con la capucha y recibió en plena cara la bofetada poderosa de un viento lluvioso. A través de las nubes que huían hacia el este, una claridad difusa bañaba los fantasmas de los pinos, cuya imploración era más que humana. La grava blanca del sendero la guiaba, pero no discernía los charcos y a veces se hundía hasta los tobillos. Cuando se acercaba a la puerta, siempre abierta, oyó pasos y lo vio.

Le pareció tan bajo, tan endeble en aquella semipenumbra, que al principio no creyó que fuera él. Empujaba su bicicleta y habría pasado al lado de Michéle sin verla si ella no lo hubiera interpelado:

– Ya me inquietaba -dijo.

Él suspiró que le había pasado de todo.

Su foco no alumbraba. Había tropezado con un montón de piedras. Un camión había estado a punto de atropellarlo. Dos kilómetros más lejos la goma de atrás había reventado. Caminaban el uno junto al otro. Su voz jadeaba levemente. Frotó largamente las suelas contra el felpudo y se excusó de que iba a ensuciarlo todo.

– No tiene importancia. Siéntese junto al fuego, voy a traerle pan y queso.

Apenas lo había mirado. Cuando volvió con la fuente lo vio de pronto inclinado hacia la llama que le iluminaba con fuerza la cara enrojecida en todos los lugares que no estaban cubiertos por la nube oscura de la barba. Tendía las manos en abanico y los pesados zapatos humeaban. Michéle sacó un pañuelo limpio del cesto de labores y le secó la cara, brillante de sudor y de lluvia. Se puso de rodillas y empezó a desatarle los nudos de los zapatos.

– No -protestaba él-, eso no, ni se le ocurra. Con una vez basta. Ya le he dado bastante trabajo.

Sentía vergüenza al pensar que ella iba a ver otra vez sus horribles pies de hombre y a cuidarlos como lo había hecho después de aquella noche en que había arrastrado la escalera del jardinero… Y de pronto tuvo el extraño pensamiento de que el espectáculo de sus pies causaría horror a Michéle. Por lo tanto, la dejó continuar; cedía al embotamiento que lo clavaba al sillón. Oyó a Michéle, que suspiraba:

– Sus pobres pies… -luego se levantó y hundió dos dedos entre el cuello de la camisa y su pescuezo.

– ¡ Está empapado! Es una locura quedarse así. Quítese la camisa, voy a buscarle el pijama. Tiene que friccionarse con alcohol…

Cuando ella hubo salido él se arrojó casi bestialmente sobre el gruyere y sobre el pan, se sirvió un vaso de vino de Graves, que le gustaba. Cuando Michéle volvió a aparecer con el pijama, las zapatillas de fieltro, una toalla y una botella de agua de Colonia, le dijo que ya tenía otro aspecto. Sin embargo, se quitaba la chaqueta, luego la camisa. Se dejaba friccionar, entregado al bienestar físico, a esa dicha animal, el pensamiento ocupado en lo que el cura de Baluzac le había repetido durante casi dos horas: que el cristianismo es la verdad en la medida en que todos los mitos son la expresión de una verdad. La misa tiene un significado profundo, lo que no quiere decir que ocurra en ella nada real. La creencia literal es necesaria para los débiles, los simples, pero indigna de un hombre. La virilidad implica un desprendimiento progresivo de la creencia literal, pero hay que respetarla en aquellos para quienes ha sido hecha. El olor del agua de Colonia le molestaba un poco. Se incorporó de golpe. Tenía la sensación de que una red de mallas apretadas se había abatido sobre él y que una mano poderosa lo estaba arrancando de las aguas profundas de su medio natal.

– Estoy extenuado -dijo sin alzar la voz-, me caigo de sueño.

No le dejó a Michéle tiempo de contestar, ya estaba lejos. Ella hubiera podido creer que había soñado si no hubiesen estado ante el fuego, abierto y enorme, el calzado y la cartera que tenía entre las manos.

Se movía menos que una liebre en su madriguera. Oyó el ruido de una puerta que se cerraba. Su mirada permanecía clavada en dos sobres colocados sobre la cama, dos cartas que habrían llegado con el correo de la tarde: la letra grande, puntiaguda e inclinada de su madre, letra del Sagrado Corazón, y los rasgos derechos y varoniles de Dominique, acostumbrada a tomar notas durante el curso. Acercó la carta a la cara, la respiró largamente. Pero no: había que leer primero la misiva materna; el respeto al protocolo se imponía a él, aun cuando no había testigos.

Como quien se zambulle en un agua helada empezó por en medio: "No sabría agradecer bastante a Brigitte Pian la delicadeza con la cual, ante tu padre, fuera de sí, supo tocar cierto tema sobre el cual no te asombrará que me repugne volver. Ha insistido fuertemente sobre el hecho de que la psiquiatría (no sé si respeto la ortografía de esta palabra, demasiado sabia para mí…) ha renovado totalmente la casuística (¡otra palabra de Brigitte Pian!). Antaño conoció a un santo sacerdote, muerto hace tiempo, el abate Calou, que le enseñaba que la ciencia nos ayuda a entrever, hoy, por dónde la misericordia divina se introduce en nuestros destinos cargados de lo hereditario. ¡Todo esto es muy complicado! Y no puedo decir que Brigitte Pian haya conseguido aplacar a tu padre. El resultado de esta entrevista es un ultimátum que él me ha encargado te transmita: debes volver inmediatamente a casa, donde te comprometerás a no volver a alejarte sin nuestro permiso. Seguirás los cursos de la Facultad de Derecho y permanecerás bajo nuestra exclusiva custodia. Si de aquí a ocho días no has vuelto al redil, te tacha de un plumazo y no tendrás que esperar de él la menor ayuda pecuniaria… No tendrás con qué contar, salvo con los títulos que has heredado de tu tío Cordés: ciento cincuenta mil francos… Con eso no irás muy lejos".

Xavier dejó caer sobre la alfombra las hojas celestes cubiertas de la gran letra inclinada y puntiaguda, y no las recogió en seguida. Tomó el otro sobre y lo acercó a los labios. Carta casi seca, sin ternura, y totalmente dedicado a dar indicaciones precisas. Dominique se había informado como él se lo había pedido por su colega, que recibía niños en pensión. Sí, le quedaba un lugar para Roland, llegado el caso. "¡Si eso podía decidir a Xavier a abandonar Larjuzon! " No agregaba nada a ese voto expresado. En resumen, Dominique esperaba precisamente de él lo que también exigían sus padres: que volviera a tomar su lugar en la casa de familia, que volviera a ser un estudiante. Dominique lo vería en secreto donde él quisiera. No harían nada malo… "Era aquí, en Larjuzon -pensaba Xavier-, donde hacía mal con su sola presencia." Dominique escribía: "¿Quién podrá retenerlo en Larjuzon cuando Roland esté conmigo? Lo desafío a que me diga que es esa horrible pareja. Entonces, ¿quién? Ya no hay nadie para usted en Larjuzon. Es lo que me tranquiliza. Sólo por los árboles del parque podría sacrificarnos a Roland y a mí".

Suspiró. Ella no sabía que aquel sacerdote estaba en su vida. Entre ella y él había, además, el sacerdote. Se erguía como una cruz negra, una última cruz que habría que abatir para alcanzar a Dominique. Sí, abatirlo, pero no para cargarlo sobre sus hombros.

Se esforzaba por apartar el recuerdo de lo que acababa de ocurrir entre el cura de Baluzac y él, al final de aquella larga demostración sobre los mitos que no hay que tomar al pie de la letra, sino interpretar. Volvía a ver la biblioteca en el primer piso del presbiterio, libros que habían pertenecido al antiguo cura de Baluzac, el abate Calou, cuyo nombre acababa de recordarle su madre… Habían sido legados a Jean de Mirbel, que nunca se había interesado por ellos: "Papeleo teológico…", según el cura actual de Baluzac. Xavier, que podía decirse no había abierto la boca, en el momento de despedirse le había preguntado si recordaba lo que había decidido su vocación. ¿Cómo se hace para resignarse a dar el paso? Cuando estaba postrado ante el obispo, ¿qué había en él en ese momento? ¿Qué pasión? El cura había vacilado: ni una onza de ambición en ese gesto, por supuesto, había dicho, ni la sombra de un cálculo. Entonces, ¿qué? La respuesta fue: "Padecía influencias, imaginaba, creía…" Se había interrumpido, y Xavier había dicho: "¿Quizás amaba a alguien? Sólo el amor explica la locura de ciertos gestos. Y sin embargo, no puede uno amar una idea, no puede amar un mito". El cura entonces lo había interrumpido con violencia: "Se puede amar a alguien muerto desde hace casi dos mil años, es verdad. Yo soy la prueba, yo y muchos otros. ¡Cómo me ha engañado, cómo nos ha engañado de siglo en siglo!", agregó con voz estremecida. "He orado tanto, he suplicado tanto… A su edad uno hace las preguntas y las respuestas y cree que es Dios quien habla. No se sabe que no hay nadie."

Ya el cura, un poco apartado de la lámpara, no era sino una delgada forma negra clavada en la pared. Entonces Xavier había pronunciado estas palabras absurdas (¿las había pronunciado realmente?): "Sin embargo, estoy aquí. He venido". El otro lo había mirado largamente y había contestado: "Ha venido para que le impida cargar con el fardo que no está a la medida del hombre". Y Xavier: "He venido para ayudarlo a llevar su cruz…, o quizá para llevarla en su lugar". El sacerdote había suspirado: "¡Qué locura!" Y Xavier: "La verdad es esa locura". El sacerdote había alzado hacia él unos ojos sin pestañas, de un celeste desteñido. Y luego Xavier había tomado su impermeable. El sacerdote llevaba la lámpara de queroseno y bajaba ante él. Decía: "Tenga cuidado con este escalón…"

Xavier ya se había alzado el cuello de su gabardina. Tenía la mano sobre el picaporte: "Escuche", imploró de pronto el sacerdote. Xavier se volvió:

– ¡ No haga eso!

Xavier se apoyó en la puerta. El cura dejó la lámpara sobre un peldaño.

– No tome por ese lado. Como Xavier murmuraba:

– No lo comprendo…

– Sí, por supuesto que me comprende. Usted es temerario. Peca por temeridad.

– No, soy cobarde. Dios lo sabe.

El sacerdote miró largamente a Xavier, tan endeble en su impermeable gastado, luego cerró los ojos.

– Le tengo lástima -dijo-. No cargue con ese fardo.

Y como el muchacho preguntaba:

– ¿Qué fardo?

– Mi vida -contestó el sacerdote.

– Es demasiado pesado para usted. Lo aplastará.

El sacerdote había recordado después que a pesar suyo había dicho: "Lo aplastará". Entonces Xavier:

– ¿Puesto que no es verdad? ¡ Puesto que se trata de un mito!

– Sí, un mito…, pero nunca he negado que cubre…

– ¿Que cubre qué, señor cura?

El sacerdote respondió secamente:

– Cosas oscuras en las cuales-es mejor que usted no se meta.

El rostro de Xavier se iluminó:

– Usted tiene fe -dijo.

El sacerdote meneó la cabeza.

– ¿En un sentido amplio? Por supuesto. Creo en fuerzas ocultas con las cuales es temerario jugar.

Xavier repetía:

– ¡ Usted cree!

– Creo en un poder que acaso no sea el que usted supone. No lo deje penetrar en su vida.

– Está en mi vida -dijo Xavier, en voz baja-, puesto que usted está en mi vida. No puedo arrancarlo de mi vida. Nadie tiene el poder de apartar a nadie.

El sacerdote murmuró:

– Eso es verdad… Uno de mis colegas -agregó vacilando- está unido a una mujer… Sabe que aunque la abandonara, ella seguiría formando parte de su destino, para siempre.

– ¡Todas esas cuentas que saldar! -suspiró Xavier-. ¡Todas esas relaciones personales de hombre a mujer, de hombre a hombre, cada una de las cuales será juzgada aparte! La pregunta "¿Qué has hecho de tu hermano?", que nos será formulada tantas veces como en el curso de nuestra existencia hayamos reinado sobre alguien, hayamos tenido poder sobre un corazón, sobre un cuerpo, hayamos usado y abusado de ese cuerpo…

– Vayase -gritó el sacerdote-, ¡ déjeme!

Había abierto la puerta… Había empujado a Xavier por los hombros.

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