17. Cadenas de oro

Pa-Kur había sido más listo que yo. Deprimido, abandoné el campamento del Asesino y regresé a la carpa de Kazrak. Los días siguientes traté de hacer averiguaciones; pregunté a esclavos, desafié a espadachines e incurrí en diversas situaciones peligrosas para obtener la información deseada. Pero en los casos en que, por medio de la espada o el pago de discotarns de oro, obtuve alguna respuesta, ésta era siempre la misma, que Talena vivía en la carpa amarilla y roja. Probablemente sólo Pa-Kur sabía dónde se encontraba realmente la joven.

En mi desesperación me di cuenta de que con mis apresuradas averiguaciones sólo había logrado un objetivo. Pa-Kur tenía que saber ahora que alguien se interesaba desesperadamente por conocer el paradero de la joven, por lo cual el Asesino extremaría las medidas de seguridad. Durante esos días yo llevaba las simples vestimentas de un tarnsman; a pesar de ello en más de una ocasión eludí a duras penas patrullas enviadas por Pa-Kur; por lo general eran conducidas por hombres a quienes yo había interrogado.

En la carpa de Kazrak hice un triste balance. Tenía que admitir que el Tarnsman de Marlenus había sido neutralizado y ya no intervenía en el juego. Reflexioné acerca de la posibilidad de matar a Pa-Kur, pero eso probablemente no me hubiera acercado a la meta anhelada.

Fueron días terribles. No recibía ninguna noticia de Kazrak y las informaciones procedentes de la ciudad sobre la situación de Marlenus comenzaron a ser contradictorias. De ello podría deducirse que él y sus hombres habían sido vencidos y que la torre central se hallaba nuevamente en poder de los Iniciados. Y si aún no había sido derrotado, eso ocurriría en cualquier momento.

El sitio duraba ya más de cincuenta días y el primer muro había caído en poder de las fuerzas de Pa-Kur. Era metódicamente desmantelado en siete lugares diferentes para brindar acceso a las torres sitiadoras que se aprestaban a atacar el segundo muro. Adicionalmente se construían centenares de livianos «puentes voladores»; en el momento del asalto a la ciudad éstos se tenderían entre el primero y segundo muro y así los guerreros de Pa-Kur podrían pasar del uno al otro. Corrían rumores de que docenas de túneles llegaban ya mucho más allá del segundo muro y podían ser abiertos en cualquier momento en diferentes lugares de la ciudad. Ar tuvo la desgracia de que, precisamente en esos tiempos difíciles, se encontraba dominada por la más débil de todas las castas, la Casta de los Iniciados, expertos únicamente en mitología y superstición. Por relatos de desertores se sabía que detrás de los muros reinaba el hambre y que el agua escaseaba. Algunos defensores de la ciudad abrían las arterias de los tarns y bebían su sangre. En nuestro campamento se calculaba que la ciudad caería en días, en horas. Pero Ar no se rendía.

Creo, en realidad, que los valientes guerreros de Ar hubieran defendido su ciudad hasta la última gota de sangre, pero ese no era el designio de los Iniciados. Sorprendentemente, el Iniciado Supremo de la ciudad apareció sobre los muros. Alzó un escudo y luego lo colocó delante de sus pies, junto con su lanza. Tal gesto, de acuerdo con las convenciones goreanas, es el pedido de una conferencia, de un armisticio, de una suspensión temporal de la lucha. En el caso de una capitulación, se rompen la correa del escudo y el asta de la lanza, como señal de que el vencido se encuentra sin armas a merced del vencedor.

Poco después Pa-Kur apareció sobre el primer muro frente al Iniciado Supremo y realizó los mismos gestos. Esa noche se intercambiaron mensajeros, y las condiciones de capitulación quedaron fijadas en notas y conferencias. Al amanecer, en el campamento, se conocían las principales condiciones. Ar había caído.

En las negociaciones, a los Iniciados les interesó principalmente garantizar su propia seguridad e impedir, en lo posible, la devastación de la ciudad. En consecuencia la primera condición fue que Pa-Kur les concediera una amnistía general. Pa-Kur, de buena gana, aceptó esa condición; una matanza indiscriminada de los Iniciados hubiera sido un mal augurio para sus tropas, y además ellos podrían prestarle valiosos servicios en el control de la población. Adicionalmente, los Iniciados exigían que la ciudad sólo fuera ocupada por diez mil soldados armados; los guerreros restantes sólo habrían de pasar desarmados las puertas de la ciudad. Seguía una cantidad de concesiones y condiciones complicadas de menor importancia, que en su mayor parte se relacionaban con el aprovisionamiento de la ciudad y la protección de sus mercaderes y campesinos.

Pa-Kur, por su parte, impuso las severas exigencias que en general son propias de un conquistador goreano. La población debía ser completamente desarmada. Los oficiales de la Casta de los Guerreros y sus familias, empalados; del resto de la población, sería ejecutado un hombre de cada diez. Las mil mujeres más hermosas de la ciudad serían puestas a disposición de Pa-Kur como esclavas de placer, para su distribución entre los oficiales de más rango. En cuanto a las restantes mujeres libres, un treinta por ciento, entre las más sanas y atractivas, serían repartidas entre los soldados; el beneficio económico que eso reportaría le correspondería a Pa-Kur. Siete mil hombres jóvenes se incorporarían a las filas de sus esclavos sitiadores. Los niños menores de doce años serían repartidos al azar entre las demás Ciudades Libres de Gor. Y en cuanto a los esclavos de Ar, pasarían a poder de quienes les cambiaran el collar.

Al amanecer, una imponente procesión abandonó el campamento de Pa-Kur y cuando llegó al puente principal, sobre el primer foso, comenzaron a abrirse las grandes puertas de la ciudad. Probablemente yo fuera el único en la inmensa multitud de espectadores que sentía ganas de llorar, quizá con la excepción de Mintar. Pa-Kur cabalgaba al frente de los diez mil hombres de las tropas de ocupación. Su cabalgadura era un tharlarión negro, un animal poco común, adornado de joyas. Con sorpresa advertí que la enorme procesión se detenía y ocho miembros de la Casta de los Asesinos acercaron una litera.

Entonces presté la máxima atención. La litera fue depositada junto al tharlarión de Pa-Kur. De ella descendió una joven. No tenía velo, y mi corazón dio un vuelco. ¡Era Talena! Pero no llevaba las vestiduras de una Ubara. Iba descalza y la cubría un largo manto blanco. Con sorpresa advertí que sus muñecas estaban sujetas por esposas doradas; de ellas pendía una cadena de oro que Pa-Kur sujeto a la silla de su tharlarión. Al sordo ritmo de los tambores de tarn la procesión volvió a ponerse en movimiento, y Talena avanzó con dignidad junto al tharlarión de su vencedor.

No logré disimular totalmente mi espanto cuando un jinete montado sobre un tharlarión comentó en tono divertido:

—Una de las condiciones de la capitulación: Talena, la hija de Marlenus, será empalada.

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Acaso no iba a ser la esposa de Pa-Kur, la Ubara de Ar?

—Cuando huyó Marlenus —contestó el jinete— los Iniciados decidieron que todos los miembros de su familia fueran empalados—. Sonrió agriamente:

—Ahora, para no caer en descrédito ante los ciudadanos de Ar, han exigido que Pa-Kur respete esa decisión.

—¿Y Pa-Kur ha accedido?

—Por supuesto, él acepta cualquier llave que le abra las puertas de la ciudad.

Me sentí mareado y salí, tambaleándome, a través de las filas de soldados que observaban la procesión. Corrí por las calles abandonadas del campamento y busqué a ciegas el camino hasta la carpa de Kazrak. Me arrojé sobre la bolsa de dormir y me puse a llorar.

Luego mis manos se aferraron a la tela y sacudí violentamente la cabeza, tratando de librarme del cúmulo de sentimientos incontrolados. La emoción de volver a ver a Talena y enterarme del destino que le esperaba había sido demasiado para mí. Tenía que hacer un esfuerzo para controlarme.

Finalmente me levanté con lentitud y me puse el casco negro y el uniforme de la Casta de los Asesinos. Aflojé la espada en la vaina, coloqué el escudo sobre mi brazo izquierdo y torné mi lanza. Apresuradamente me dirigí hacia el gran corral de tarns a la entrada del campamento.

Me trajeron mi tarn. Tenía un resplandor saludable y parecía lleno de energía. Los días de descanso le habían sentado bien; por otra parte seguramente extrañaba la inmensidad de las alturas.

Le arrojé al cuidador un discotarn de oro. Había hecho un buen trabajo. Desconcertado, me mostró la moneda. Un discotarn de oro equivale a una pequeña fortuna. Me instalé sobre la silla y me sujeté con firmeza. Le dije al cuidador que se guardara el dinero, un gesto que le alegró. Además, no esperaba vivir para gastarlo yo personalmente.

—Quizá me traiga suerte —dije. Luego tiré de la primera rienda y dejé que el enorme animal alzara el vuelo.

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