– ¿Y a usted le sugiere algo el hombre de los círculos?

– No crea que soy desconsiderado, pero no tengo el menor interés en esos infantilismos. Incluso el crimen me parece infantilismo. Los adultos-niños me aburren, son caníbales. Sólo sirven para alimentarse de la vitalidad de los demás. No se perciben y, como no se perciben, no pueden vivir, y no son otra cosa que seres ávidos de la mirada o la sangre de los demás. Como no se perciben, me aburren. Seguramente usted sabe que la percepción que el hombre tiene de sí mismo me interesa más -digo bien, la percepción, la sensación, y no la comprensión o el análisis- que todas las demás soluciones de los hombres, y eso incluso aunque viva del cuento como los demás. Eso es todo lo que me inspira el hombre de los círculos y su crimen, del que por otra parte apenas sé nada excepto por Mathilde, que habla muchísimo de ello.

Real desató y volvió a atarse los cordones de los zapatos.

Adamsberg sabía perfectamente que Real Louvenel había hecho un esfuerzo por adaptar su lenguaje a su interlocutor. No tenía nada contra él. Incluso así, no estaba seguro de haber comprendido exactamente lo que aquel hombre febril entendía por «percepción de sí», claramente sus palabras preferidas. Sin embargo, había pensado en sí mismo escuchándole, era inevitable, debía de ocurrirle a todo el mundo. Y había sentido que en vez de observarse, «se percibía», seguramente en el sentido en que Louvenel lo entendía, y lo demostraba el hecho de que a veces le «dolía tener conciencia». Sabía que aquella percepción de la existencia tomaba a veces caminos espeleológicos, en los que las botas se hundían en el barro, en los que no se encontraba ninguna respuesta, y hacía falta mucho valor físico para no expulsar todo aquello lo más lejos posible. Sin embargo, no lo expulsaba cuando venía, porque entonces tenía la certeza de que semejante gesto le habría condenado a no ser nada.

En todo caso, al parecer el tipo de la tiza azul no preocupaba a nadie. A Adamsberg no le importaba que le apoyaran o no en sus aprensiones. Era su problema. Dejó a Louvenel con su agitación, que se había calmado considerablemente después de tomar una pastilla ovalada y amarilla. Adamsberg sentía un violento rechazo por las medicinas y prefería estar con fiebre durante todo un día que tomar un solo comprimido de lo que fuera. Su hermanita le había dicho que era muy presuntuoso confiar en curarse siempre solo, y que nadie perdía fatalmente su identidad en el fondo de un tubo de aspirina. Lo que su hermanita podía llegar a joderle, no se podía ni imaginar.


En la comisaría, Adamsberg halló a Danglard bastante hecho polvo. Había encontrado compañía para empezar a tomar el vino blanco de la tarde, y por esa razón había adelantado su ritual cotidiano. Acodados en su mesa, como en la barra de un bar, Mathilde Forestier y el ciego guapo estaban pimplando de lo lindo en vasos de plástico. Hacían mucho ruido.

La bonita voz de Mathilde sobresalía por encima de las demás; Reyer no desviaba la cara de la reina y parecía contento. Adamsberg volvió a alabar con el pensamiento la belleza del prodigioso perfil del ciego, pero le molestó ver cómo se comía con los ojos, si se puede decir así, a Mathilde. ¿Qué era lo que le molestaba exactamente? ¿La impresión que el ciego pretendía que Mathilde tuviera de él? No. Mathilde no era tan vulgar, y era impensable caer en las lamentables trampas de la toma del poder y el sometimiento del más débil. Pero también, cuando una mano se posaba en Mathilde, era difícil en ese momento no ver una mano posarse al mismo tiempo en Camille. Pero no. No lo mezclaba todo. Todo el mundo tenía derecho a tocar a Camille, cosa que había convertido desde hacía tiempo en un principio saludable. O quizás era que Danglard también parecía participar, él que había sido tan categórico respecto a Mathilde. Alrededor de su mesa había como una carrera de velocidad entre los dos hombres, apestaba un poco al juego de la seducción mil veces repetido, y convenía constatar que Mathilde, con la cantidad de vino blanco que seguramente ya había bebido, no era insensible al ambiente. Al fin y al cabo, tenía todo el derecho. Y Danglard y Reyer también tenían derecho a actuar como adolescentes si les apetecía. ¿Cómo se le había pasado por la cabeza hacer de repente de censor y dictar reglas artísticas? ¿Acaso había sido artístico él con la vecina de abajo, con la que se había acostado? No, no había sido nada artístico. Aunque un poco emocionado por la oportunidad, había calculado sus palabras según sus reglas, que sabía seguras, y había descubierto sus métodos de cabo a rabo. ¿Había sido artístico con Christiane? Aún peor. Aquello le hizo pensar que no había pensado en pensar en ella. Igual que tomar una copa con los demás. Y preguntarse qué coño hacían allí. Mirándolo bien, Danglard no estaba tan distraído con la seducción de sus dos sospechosos sentados a la mesa con él. Mirándolo con más atención, el pensador Danglard observaba, vigilaba, escuchaba, encauzaba, por muy borracho que estuviera. Incluso en medio de la borrachera, Mathilde y Reyer seguían siendo, para el incisivo cerebro de Danglard, unos personajes involucrados muy de cerca en un caso de asesinato. Adamsberg sonrió y se acercó a la mesa.

– Ya lo sé -dijo Danglard señalando los vasos-, es contrarío a las reglas. Pero estas personas no son mis clientes. Están aquí de paso. Han venido a verle a usted.

– Por supuesto -dijo Mathilde.

Ante la mirada de Mathilde, Adamsberg comprendió que estaba absolutamente resentida con él. Sin embargo, había que evitar el escándalo delante de todo el mundo. Él renunció a su vaso y les llevó a su despacho haciendo una seña a Danglard. Por si acaso. Para no herirle. Pero a Danglard le importaba un bledo, pues ya había vuelto a sumergirse en los papeles.

– ¿Así que Clémence no ha podido evitar irse de la lengua? -preguntó suavemente a Mathilde, sentándose de medio lado.

Adamsberg sonreía, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– No tenía que haberlo hecho -dijo Mathilde-. Al parecer usted la acosó a preguntas sobre su vida, y luego sobre Real. Dígame, Adamsberg, ¿qué formas son ésas de comportarse?

– Las formas de un poli, supongo -dijo Adamsberg-. No la acosé. Clémence habla sola silbando entre los dientes. Además, tenía ganas de conocer a Real Louvenel. Vengo de su casa.

– Lo sé -dijo Mathilde-, y me parece fatal.

– Lo comprendo -dijo Adamsberg.

– ¿Qué quería de él?

– Saber lo que usted pudo decir en el Dodin Bouffant.

– Pero ¿qué importancia tiene, Dios mío?

– A veces, pero sólo a veces, siento la tentación de conocer lo que me ocultan los demás. Y además, desde el artículo del periódico del distrito 5, usted se ha convertido en una espía para todos aquellos que hubieran querido acercarse al hombre de los círculos. Es imprescindible que yo me ocupe de todo. Creo que usted no está lejos de saber quién es. Esperaba que hubiera dicho más cosas aquella noche y que Louvenel me hubiera puesto al corriente.

– No imaginaba que tuviera usted procedimientos tan retorcidos.

Adamsberg se encogió de hombros.

– ¿Y usted, señora Forestier? Su entrada en la comisaría la primera vez, ¿acaso fue un procedimiento correcto?

– No tuve más remedio -dijo Mathilde-. Pero a usted todo el mundo le cree puro. Y de repente, se vuelve tortuoso.

– Tampoco tengo más remedio. Y además, es verdad, soy fluctuante. Siempre fluctuante.

Adamsberg había apoyado la cabeza en la mano y seguía inclinado hacia un lado. Mathilde le miraba.

– Es verdad lo que le dije -repuso Mathilde-. Es usted completamente amoral, tenía que haber sido puta.

– Es exactamente a lo que me estoy dedicando para obtener información.

– ¿Sobre qué?

– Sobre él. Sobre el hombre de los círculos.

– Va a decepcionarse. He inventado la identidad del hombre de los círculos a partir de varios recuerdos. No tengo ninguna prueba. Pura imaginación.

– Poco a poco -murmuró Adamsberg-, consigo arrancarle algunos fragmentos de verdad. Aunque cuesta mucho. ¿Puede decirme quién es? Me interesa, aunque se lo invente.

– No está basado en nada. El hombre de los círculos me recuerda a un hombre al que seguí la pista hace mucho tiempo, por lo menos hace ocho años, precisamente en el barrio de Pigalle. Le seguía hasta un pequeño restaurante, oscuro, en el que comía solo. Trabajaba comiendo, sin quitarse jamás el impermeable, y llenaba la mesa de montañas de libros y papeles. Y cuando se caían, cosa que ocurría todo el tiempo, se agachaba para recogerlos sujetándose los bajos del impermeable, como si fuera un traje de novia. A veces, su mujer iba con su amante a tomar el café con él. Entonces producía el efecto de un ser desgraciado, decidido a encajar todas las humillaciones para preservar algo. Pero cuando la mujer y el amante salían, se ponía furioso, cortaba cuidadosamente el mantel de papel con el cuchillo de la carne y estaba claro que no se sentía bien. Yo le habría aconsejado que tomara una copa, pero era sobrio. En mi agenda de esa época, escribí: «Hombrecillo que desea el poder y no lo tiene. ¿Cómo se las va a arreglar?». Como ve, mis consideraciones son siempre muy escuetas. Es Real el que lo dice: «Mathilde, eres escueta». Y luego abandoné a ese tipo. Me ponía nerviosa y triste. Yo sigo a la gente para divertirme, y no para hurgar en sus sufrimientos. Entonces, cuando vi al hombre de los círculos y su forma de agacharse sujetándose el abrigo, me vino a la memoria una figura conocida. Una noche hojeé mis cuadernos de notas, exhumé el recuerdo del hombrecillo ávido pero sin poder, y me dije: «¿Por qué no? ¿Será la solución que ha encontrado para tomar el poder?». Escueta como siempre, me detuve ahí. Ya lo ve, Adamsberg, está decepcionado. No merecía la pena ir con tanto disimulo a mi casa y a casa de Real para obtener una información tan lamentable.

Mathilde ya no estaba enfadada.

– ¿Por qué no me lo dijo inmediatamente?

– No estaba lo suficientemente segura de mis procedimientos, no tenía la menor convicción. Y además, como usted sabe perfectamente, protejo un poco al hombre de los círculos. Es como si sólo me tuviera a mí en la vida. Es uno de esos deberes que no se pueden eludir. Y además, mierda, siempre me ha repugnado que mis notas personales puedan servir como documentos de delación.

– Es comprensible -dijo Adamsberg-. ¿Por qué ha dicho «ávido» al hablar de él? Es curioso, Louvenel ha empleado la misma palabra. De todas formas, usted se ha hecho, con sus declaraciones en el Dodin Bouffant, una gran publicidad. Sólo había que dirigirse a usted para saber algo más.

– ¿Para qué?

– Ya se lo he dicho. Las manías del hombre de los círculos son un estímulo para el crimen.

Al mismo tiempo que decía «manía» para resumir, tenía en la memoria lo que había explicado Vercors-Laury, que el hombre, en suma, no presentaba las características de un maníaco. Y eso le satisfacía.

– ¿No ha recibido usted ninguna visita especial después de la noche del Dodin Bouffant y el artículo del periódico? -repuso Adamsberg.

– No -dijo Mathilde-. Aunque todas las visitas que recibo son especiales.

– Después de aquella velada, ¿volvió a seguir al hombre de los círculos?

– Por supuesto, muchas veces.

– ¿No había nadie en los lugares a los que iba?

– No advertí nada. En realidad, tampoco me preocupé.

– ¿Y usted qué hace aquí? -preguntó volviéndose hacia Charles Reyer.

– Acompaño a la señora, señor comisario.

– ¿Por qué?

– Para distraerme.

– O para enterarse de algo más. Sin embargo, me han dicho que cuando Mathilde Forestier se sumergía en el agua, se sumergía sola, contrariamente a las leyes de la profesión. No es su estilo dar importancia a que la acompañen y protejan.

– La señora Forestier estaba furiosa. Me preguntó si quería participar en todo esto. Acepté. Es distraído para terminar la jornada. Pero yo también estoy decepcionado. Ha desarmado usted a Mathilde demasiado pronto.

– No se fíe -sonrió Adamsberg-, aún tiene muchas mentiras de reserva. Pero dígame, ¿estaba usted al corriente del artículo del periódico del distrito 5?

– No se publicó en braille -masculló Charles-. Sin embargo estaba al corriente. ¿Está satisfecho? Y a usted, Mathilde, ¿le sorprende? ¿Le asusta?

– Me da igual -dijo Mathilde.

Charles se encogió de hombros y se pasó los dedos bajo las gafas negras.

– Alguien habló de ello en el hotel -continuó-. Un cliente en el vestíbulo.

– Ya lo ve -dijo Adamsberg volviéndose hacia Mathilde-, las informaciones se propagan muy deprisa y llegan hasta los que no pueden leerlas. ¿Qué dijo el cliente en el vestíbulo?

– Algo así como: «¡La gran dama del mar vuelve a hacer de las suyas! ¡Está conchabada con el loco de los círculos azules!». Eso es todo lo que oí. Nada muy concreto.

– ¿Por qué confiesa tan abiertamente que estaba al corriente? Le puede poner en un aprieto. Usted sabe que su situación ya no está muy clara. Llegó a casa de Mathilde milagrosamente y no tiene coartada para la noche del crimen.

– ;También sabe usted eso?

– Por supuesto. Danglard está investigando.

– Si no se lo hubiera confesado, usted habría hecho lo posible por saberlo y lo habría sabido. Siempre es mejor evitar el mal efecto de una mentira, ¿no cree?

Reyer sonreía con esa sonrisa malvada con la que pretendía destruir la totalidad del cosmos.

– Pero no sabía -añadió- que había sido con la señora Forestier con la que hablé en el café de la Rué Saint-Jacques. Lo relacioné más tarde.

– Sí -dijo Adamsberg-, eso ya lo ha dicho.

– Usted también se repite.

– Siempre ocurre en ciertos momentos de las investigaciones: nos repetimos. Los periodistas lo llaman «atascarse».

– Trozos 2 y 3 -suspiró Mathilde.

– Y luego, bruscamente -prosiguió Adamsberg-, todo se precipita y ni siquiera se tiene tiempo para hablar.

– Trozo 1 -añadió Mathilde.

– Mathilde, tiene usted razón -dijo Adamsberg mirándola-, en la vida es parecido. Todo ocurre con decaimientos y sobresaltos.

– Es una idea banal -masculló Charles.

– Yo suelo decir cosas banales -dijo Adamsberg-. Me repito, formulo evidencias absolutas, en resumen, decepciono. ¿A usted no le ocurre nunca, Reyer?

– Intento evitarlo -dijo el ciego-. Detesto las conversaciones vulgares.

– Yo no -dijo Adamsberg-. Me dejan indiferente.

– Basta -dijo Mathilde-. No me gusta cuando el comisario toma ese cariz. Hemos llegado a un punto muerto. Prefiero esperar su «sobresalto», comisario, cuando la luz haya vuelto a sus ojos.

– Es una idea banal -dijo Adamsberg sonriendo.

– Está claro que, en sus metáforas poético-sentimentales, Mathilde no retrocede ante ningún disparate -dijo Reyer-. Son completamente distintas de las suyas.

– ¿Se acabó? ¿Podemos irnos? -preguntó Mathilde-. Me están poniendo nerviosa, tanto uno como otro. También de un modo completamente distinto.

Adamsberg hizo un gesto con la mano, sonrió y se quedó solo.

¿Por qué Charles Reyer había considerado necesario concretar: «Eso es todo lo que oí»?

Porque se había enterado de algo más. ¿Por qué había confesado ese fragmento de verdad? Para poner término a cualquier investigación suplementaria.

Entonces Adamsberg llamó al Hotel des Grands Hommes. El recepcionista del vestíbulo se acordaba del periódico del distrito 5 y de lo que había dicho el cliente. También del ciego, por supuesto. ¿Cómo iba a olvidar a un ciego como él?

– ¿Reyer quiso conocer el artículo con precisión? -preguntó Adamsberg.

– Efectivamente, señor comisario. Me pidió que le leyera todo el artículo del periódico. Si no, no me habría acordado.

– ¿Cómo reaccionó?

– Es difícil decirlo, señor comisario. Solía sonreír de un modo que producía escalofríos y hacía que uno se sintiera como un imbécil. Aquel día sonrió así, pero nunca comprendí lo que significaba.

Adamsberg le dio las gracias y colgó. Charles Reyer había querido saber más cosas. Y había acompañado a Mathilde a la comisaría. En cuanto a Mathilde, sabía mucho más de lo que había dicho sobre el hombre de los círculos. Por supuesto, todo aquello podía no tener la menor importancia. Le aburría reflexionar sobre esa clase de datos. Se libró de ellos transmitiéndoselos a Danglard. Si era necesario, Danglard haría lo que había que hacer mucho mejor que él. Así, podría seguir pensando en el hombre de los círculos y sólo en él. Mathilde tenía razón, esperaba el sobresalto. También sabía lo que ella había querido decir con su imagen trasnochada de «luz en los ojos». Por muy trasnochada que esté la luz en los ojos, no por ello existe menos. Se tiene o no se tiene. Para él, todo dependía de momentos. Y en ese instante sabía perfectamente que su mirada se había perdido en el mar, no se sabía muy bien dónde.


Durante la noche tuvo un mal sueño, lleno de placer al mismo tiempo que de escenas grotescas. Vio a Camille entrar en su habitación, vestida de botones. Con gesto grave, se había quitado la ropa y se había tumbado pegada a él. Aunque presintiendo, incluso en el sueño, que estaba en una jodida pendiente, no se había resistido. Y el botones de El Cairo se había reído mostrándole los diez dedos, cosa que quería decir: «Me he casado diez veces con ella». Luego había llegado Mathilde diciendo: «Él quiere encarcelarte», y había arrancado a su hija de sus brazos. Y él la había apretado. Antes morir que dársela a Mathilde. Entonces se había dado cuenta de que el sueño degeneraba, que de todas formas el placer inicial se había desvanecido y que lo mejor era terminarlo despertándose. Eran las cuatro de la mañana.

Adamsberg se levantó diciendo «mierda».

Se puso a dar vueltas por el apartamento. Sí, estaba en una jodida pendiente. Si al menos Mathilde no hubiera dicho nada de su hija, Camille no habría recuperado aquella realidad mantenida sin esfuerzo a distancia durante años.

No. Todo había empezado antes, cuando la había creído muerta. Fue en ese momento cuando Camille había emergido de lejanos horizontes en los que él la veía evolucionar con ternura y distancia. Pero entonces ya había conocido a Mathilde, y su rostro egipcio había debido de resucitar a Camille con más violencia que antes; así había empezado todo. Sí, así era como había empezado aquella peligrosa serie de sensaciones que le estaba bullendo en la cabeza, recuerdos que se levantaban como las tejas con el viento durante una tempestad, liberando aquí y allá grietas en un tejado hasta entonces mantenido con cuidado. Mierda. Una jodida pendiente. Adamsberg siempre había puesto pocas esperanzas y pocas expectativas en el amor, no porque se opusiera a la existencia de los sentimientos, cosa que no habría significado nada, sino porque éstos no justificaban lo esencial de su vida. En realidad era una deficiencia, pensaba unas veces; una suerte, pensaba otras. Y aquella falta de creencia no se la planteaba. Aquella noche menos que ninguna. Sin embargo, caminando a grandes zancadas por el apartamento, constataba que le hubiera gustado tener a Camille junto a él durante una hora. No poder hacerlo le frustraba, cerraba los ojos para imaginarlo, pero no le hacía ningún bien. ¿Dónde estaba Camille? ¿Por qué no estaba allí para apretarse contra él hasta mañana? Y comprender que estaba preso en aquel deseo, irrealizable, ahora y siempre, le exasperaba. No era el deseo lo que le molestaba. Adamsberg jamás se metía en debates de orgullo. Era la impresión de perder su tiempo y sus sueños en un inútil y recurrente fantasma, sabiendo que la vida habría sido para él, desde hacía mucho tiempo, más ligera si hubiera sabido librarse de él. Y liberado no estaba. Conocer a Mathilde había sido una verdadera putada.

Adamsberg no volvió a dormirse y abrió la puerta de su despacho a las seis y cinco de la mañana. Fue él quien contestó la llamada, diez minutos más tarde, de la comisaría del distrito 6. Un círculo había sido descubierto en la esquina del Boulevard Saint-Michel y la larga y desierta Rué du Val-de-Gráce. En el centro, habían encontrado un diccionario en miniatura de inglés-español. Hecho polvo por la noche que había pasado, Adamsberg aprovechó aquella ocasión para salir y caminar. Un agente ya estaba en el lugar, vigilando el círculo azul como si fuera el santo sudario. El agente se mantenía erguido cerca del pequeño diccionario. El espectáculo era absurdo.

«¿Estaré equivocado?», se preguntó Adamsberg.

A veinte metros de allí bajando por el boulevard, había un café ya abierto. Eran las siete. Se instaló en la terraza y preguntó al camarero si el establecimiento cerraba tarde, y quién estaba de servicio entre las once y las doce y media de la noche. Pensaba que para llegar a la estación de Luxembourg, el hombre de los círculos había podido pasar por delante de ese bar, si seguía fiel al metro. El dueño en persona acudió a responderle. Era bastante agresivo y Adamsberg le enseñó su placa.

– Su nombre no me es desconocido -dijo el dueño-. Es usted famoso en su oficio.

Adamsberg dejó que lo dijera sin desmentirlo. Facilitaba la charla.

– Sí -afirmó el dueño después de haber escuchado a Adamsberg-. Sí, vi un tipo muy extraño que podría corresponderse con el que busca. Hacia las doce y cinco pasó corriendo a toda velocidad, mientras yo recogía las mesas de la terraza para cerrar. Ya sabe cómo son esas sillas de plástico, se enroscan, se caen rodando, se enganchan por todas partes. En resumen, una de ellas se cayó y al hombre se le enredaron los pies en ella. Me acerqué para ayudarle a levantarse, pero me rechazó sin decir una palabra y siguió corriendo tan deprisa como antes, con un maletín que no había soltado, apretado bajo el brazo.

– Está bien -dijo Adamsberg.

El sol llegó a la terraza, entonces removió el café y se sintió mejor. Por fin Camille regresaba a su lejano lugar.

– ¿Pensó usted algo? -preguntó.

– Nada. Sí. Pensé, ahí va otro pobre hombre, digo pobre hombre porque era muy delgaducho, bueno, pues ahí va un hombre que ha pasado la noche dándole a la botella y corre porque su bondadosa mujer le va a echar una espantosa bronca.

– Solidaridad masculina -murmuró Adamsberg, sintiendo una ligera repulsión hacia el hombre-. Y ¿por qué una noche dándole a la botella? ¿No le sostenían bien las piernas?

– Sí. Pensándolo bien, incluso era muy ágil. Digamos que debía de oler a alcohol, aunque apenas lo advertí en ese momento. Lo recuerdo ahora porque usted me ha hecho hablar de ello. En mi caso, el olor del alcohol es como una segunda naturaleza. Ya comprende, mi oficio… Usted me enseña cualquier hombre y puedo decirle el estado exacto en que se encuentra. Y ese hombre, el delgado y nervioso de ayer por la noche, había tomado varías copas. Olía, sí, olía.

– ¿A qué? ¿A whisky? ¿A vino?

– No -dudó el dueño-, ni lo uno ni lo otro. Era algo más dulzón. Imagino más bien vasitos pequeños de licor que se van bebiendo uno tras otro en torno a una partida de cartas entre solterones, con ese estilo de toda la vida, ya sabe, y que a pesar de todo cumple su objetivo como quien no quiere la cosa.

– ¿Calvados? ¿Licor de pera?

– Ay, si me pregunta demasiado acabaré inventándomelo. Después de todo, yo no tenía ninguna razón para oler a ese hombre.

– Entonces digamos a alcohol de frutas…

– ¿Eso le aporta algo?

– Mucho -dijo Adamsberg-. Sea amable y pase por la comisaría a lo largo del día para que tomen nota de su declaración. Le dejo la dirección. Y sobre todo, no olvide señalar ese olor a frutas a mi colega.

– He dicho alcohol, no he dicho frutas.

– Sí, como quiera. No tiene importancia.

Adamsberg sonrió satisfecho. Volvió a pensar en la querida pequeña, para ver qué ocurría. No le impresionó casi nada, un ligero deseo pasando como un pájaro a lo lejos, pero nada más. Aliviado, abandonó el bar. Hoy enviaría a Danglard a casa de Mathilde para que le intentara arrancar la dirección del restaurante al que ella había seguido a aquel hombre triste y trabajador del impermeable. Nunca se sabe.

Hoy prefería no ver a Mathilde.

El hombre de los círculos, mientras, seguía haciendo girar su tiza no lejos de la Rué Pierre-et -Marie-Curie. Continuaba agitándose, hablando.

Y él, Adamsberg, le esperaba.


Danglard arrancó a Mathilde la dirección del restaurante de Pigalle, pero el establecimiento había desaparecido hacía dos años. A lo largo del día, Danglard espió el humor de Adamsberg. A Danglard le parecía que la investigación avanzaba lentamente. Aunque reconocía que no se podía hacer gran cosa. Por su lado había tamizado toda la vida de Madeleine Chátelain sin encontrar en ella la menor escoria. También había ido a ver a Charles Reyer para pedirle que le explicara su curiosidad a propósito del artículo del periódico. Reyer se había sentido pillado de improviso, bastante disgustado y sobre todo enfadado, sin duda por haber disimulado tan mal las cosas ante Adamsberg. Sin embargo, Reyer tenía una cierta debilidad por Danglard, y las sonoridades sordas y monótonas de la voz de aquel hombre cansado, al que imaginaba enorme, le preocupaban menos que el timbre demasiado suave de la voz de Adamsberg. Su respuesta a Danglard había sido sencilla. Siendo aún estudiante de anatomía animal, había tenido ocasión de asistir a los seminarios que había dado la señora Forestier. Se podía comprobar. En esa época, no tenía ninguna razón para estar resentido con nadie, y había apreciado a la señora Forestier tal como era, inteligente y seductora, y jamás había olvidado una sola palabra de las conferencias que había dado. Después, había intentado borrar todo lo que pertenecía a aquella vida. Sin embargo, cuando aquel hombre en el vestíbulo del hotel había hecho alusión a la «gran dama del mar», el eco del recuerdo había sido lo bastante agradable, pensándolo bien, como para desear comprobar si realmente se trataba de ella y lo que podían reprocharle. Reyer entendió que Danglard parecía convencido. Sin embargo, Danglard le preguntó por qué no se lo había contado ayer a Adamsberg, y por qué no había dicho a Mathilde que ya la conocía antes de su «casual» encuentro en la Rué Saint-Jacques. Reyer había respondido a la primera pregunta que no quería que Adamsberg le complicara demasiado la existencia, y a la segunda que no quería que Mathilde le relacionara con esos eternos estudiantes que se convertían, al envejecer, en sirvientes de la dama. Exactamente lo que él no quería ser.

«En líneas generales, no hay mucho que sacar de todo aquello -se dijo Danglard-. El montón de verdades a medias que hacen que las cosas se estiren a lo largo. Los niños se sentirían decepcionados.» Pero reprochaba a Adamsberg la lentitud de los días, solamente marcados por los círculos que seguían apareciendo.

Tenía la impresión injustificada de que Adamsberg influía para mal en el paso del tiempo. La propia comisaría había acabado impregnándose de la especificidad del comportamiento de su comisario. Las furias sin motivo real iban abandonando poco a poco a Castreau y las estupideces se iban volviendo cada vez más raras en la boca de Margellon, y no era que uno se hubiera vuelto menos agresivo y el otro menos imbécil, sino más bien que ya no merecía la pena romperse la cabeza hablando sin parar. En líneas generales, aunque no era sino una impresión que seguramente sólo procedía de sus propias preocupaciones, las explosiones y los excesos insignificantes de toda clase se habían vuelto menos llamativos, menos útiles, y habían sido sustituidos por un fatalismo despreocupado que le parecía más peligroso. Era como si todos aquellos hombres desplegaran con tranquilidad las velas de su barco, sin importarles su pasajera inactividad cuando el viento cesaba y dejaba las velas inmóviles. Los asuntos cotidianos seguían su curso: tres agresiones en la calle, ayer. Adamsberg entraba y salía, desaparecía y volvía, sin que ello provocara críticas ni la menor alarma.


Jean-Baptiste se acostó pronto. Incluso rechazó, sin herirla, pensó, a la joven vecina de abajo. A pesar de que esa mañana habría deseado verla con urgencia para cambiar la marcha de sus ideas y conseguir soñar con otro cuerpo. Sin embargo, al llegar la noche, en lo único que pensaba era en dormirse lo más pronto posible, sin chica, sin libro, sin pensamiento.

Cuando el teléfono sonó en medio de la noche, supo que había ocurrido, que había llegado el fin del estancamiento, el sobresalto, y supo que alguien había muerto. Era Margellon el que llamaba. Un hombre había sido cruelmente degollado en el Boulevard Raspail, en la zona desierta que conduce a la Place Denfert. Margellon estaba en el lugar con el equipo del sector del distrito 14.

– ¿El círculo? ¿Cómo es el círculo? -preguntó Adamsberg.

– El círculo está ahí, comisario. Bien hecho, como si el tipo se hubiera tomado todo el tiempo del mundo. También la inscripción de alrededor está completa. Sigue siendo la misma: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?». De momento no sé nada más. Le espero.

– Allá voy. Despierte a Danglard. Dígale que se presente lo más deprisa posible.

– Quizá no sea necesario molestar a todo el mundo, ¿no cree?

– Quiero que sea así -dijo Adamsberg-. Y usted también -continuó- quédese igualmente.

Había añadido eso para que no se molestara.

Adamsberg se puso cualquier pantalón y cualquier camisa, cosa que advirtió Danglard, que había llegado al lugar unos minutos antes. De la camisa, se había abotonado el botón del sábado con el del domingo, como decía su padre, y enseguida se dio cuenta de ello. Mientras miraba el cadáver, Adamsberg hacía lo posible por ponerse los botones de la camisa en orden, desabrochándoselos todos previamente, y sin importarle en absoluto la incongruencia de acicalarse en el Boulevard Raspail ante los tipos de la comisaría del sector. Ellos le miraron mientras lo hacía sin decir nada; eran las tres y media de la mañana. Como en todas las ocasiones en las que Danglard sentía que el comisario iba a ser blanco de comentarios con fundamento, le entraron ganas de defenderle contra viento y marea. Pero allí no había nada que él pudiera hacer.

Adamsberg acabó tranquilamente de abrocharse la camisa mientras miraba el cuerpo, más mutilado todavía que el de Madeleine Chátelain, por lo que parecía bajo la luz de los proyectores. La garganta había sido tan profundamente rajada que la cabeza del hombre estaba casi vuelta del revés.

Danglard, que estaba tan hecho polvo como ante el cadáver de Madeleine Chátelain, evitó dirigir demasiado la vista hacia allí. La garganta era su punto sensible. La mera idea de llevar una bufanda le angustiaba, como si pudiera asfixiarle. Tampoco le gustaba afeitarse debajo de la barbilla. Entonces miraba hacia otro lado, hacia los pies del muerto, uno orientado hacia la palabra «Victor» y el otro cerca de la palabra «suerte». Los zapatos estaban en buen estado, eran muy clásicos. La mirada de Danglard seguía el cuerpo longitudinalmente, examinando el corte del traje gris, la ceremoniosa presencia de un chaleco. «Un médico anciano», pensó.

Adamsberg estudiaba el cuerpo desde el otro lado, frente a la garganta del anciano. Sus labios se juntaban formando un pliegue de desagrado, desagrado ante la mano que le había cortado el cuello. Pensó en el cretino perrazo baboso, y nada más. Su colega del distrito 14 se acercó a él y le tendió la mano.

– Comisario Louviers. Hasta ahora no había tenido ocasión de conocerle, Adamsberg. Una penosa circunstancia.

– Sí.

– He considerado necesario avisar inmediatamente a su sector -insistió Louviers.

– Se lo agradezco. ¿Quién es el señor? -preguntó Adamsberg.

– Supongo que se trata de un médico jubilado. En cualquier caso, eso hace pensar el maletín de primeros auxilios que llevaba consigo. Tenía setenta y dos años. Se llama Gérard Pontieux, nació en el departamento de Indre, mide un metro setenta y nueve; de momento nada más que decir que el contenido de su carné de identidad.

– No se podía evitar -dijo Adamsberg moviendo la cabeza-. No se podía. Un segundo crimen era previsible pero inevitable. Todos los policías de París no habrían bastado para impedirlo.

– Sé lo que piensa -dijo Louviers-. El caso estaba en sus manos desde el crimen de Chátelain y no se ha cogido al culpable. Ahora reincide, y eso nunca es agradable.

Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos. Sin embargo, se compadecía de aquel pobre anciano, elegante y amable, tirado en el suelo, que había pagado el pato de su impotencia.

Al amanecer, el cuerpo fue trasladado en un furgón. Conti había ido a hacer las fotos a la luz del alba, turnándose con su colega del distrito 14. Adamsberg, Danglard, Louviers y Margellon se reunieron alrededor de una mesa del Café Ruthéne, que acababa de abrir sus puertas.

Adamsberg permanecía silencioso, desconcertando a su tosco colega del distrito 14 que le veía con la mirada ausente, la boca torcida y el pelo enmarañado.

– Esta vez no vale la pena interrogar a los dueños de los cafés -dijo Danglard-. El Café des Arts y el Ruthéne son establecimientos que cierran muy pronto, antes de las diez. El hombre de los círculos es un experto en lugares desiertos. Ya había actuado no lejos de aquí con el gato aplastado, en la Rué Froidevaux, junto al cementerio.

– Eso está en nuestra zona -repuso Louviers-. No nos lo dijeron.

– No hubo crimen, ni siquiera se produjo ningún incidente -respondió Danglard-. Nos desplazamos por simple curiosidad. Además, lo que usted dice no es exacto, porque fue uno de sus hombres el que me dio la información.

– Ah, sí -dijo Louviers, contento a pesar de todo de estar al corriente.

– Igual que el cadáver anterior -intervino Adamsberg desde el extremo de la mesa-, éste no se sale del perímetro del círculo. Es imposible pues aclarar si el hombre de los círculos es el responsable o si le han utilizado. La ambigüedad, siempre. Muy hábil.

– ¿Entonces? -preguntó Louviers.

– Entonces nada. El médico forense fija la muerte hacia la una de la madrugada. Un poco tarde, me parece -concluyó tras un nuevo silencio.

– ¿Es decir? -preguntó Louviers que no se desanimaba.

– Es decir después del cierre de las rejas del metro.

Louviers se quedó perplejo. Luego Danglard leyó en su cara que renunciaba a la conversación. Adamsberg preguntó la hora.

– Casi las ocho y media -dijo Margellon.

– Vaya a telefonear a Castreau. Le pedí que hiciera unas comprobaciones sumarias hacia las cuatro y media. Seguramente ya habrá hecho algún progreso. Dése prisa antes de que vaya a acostarse. Castreau no bromea con sus horas de sueño.

Cuando Margellon regresó, dijo que las comprobaciones sumarias no habían aportado gran cosa.

– Lo sospechaba -dijo Adamsberg-, pero dígalas de todas formas.

Margellon leyó sus notas.

– El doctor Pontieux no tiene antecedentes penales. Ya se le ha comunicado la muerte a su hermana, que sigue viviendo en la casa familiar del Indre. Según parece es su única familia. Tiene algo así como ochenta años. Hijo de una pareja de agricultores, el doctor Pontieux llevó a cabo un ascenso social que absorbió, al parecer, toda su energía. La frase es de Castreau -precisó Margellon-. En resumen, se quedó soltero. Según la portera del edificio, a la que Castreau también ha preguntado, no hay asuntos de faldas dignos de mención, ni tampoco de ningún otro tipo. Esto es también Castreau quien lo añade. Vivía ahí desde hacía por lo menos treinta años, tenía la consulta en la tercera planta y su apartamento en la segunda, y la portera le conocía de siempre. Dice que era atento y bueno como el pan, y no hace más que llorar. Resultado: ninguna sombra, un hombre sobrio. Tranquilidad, monotonía. Esto…

– Esto es Castreau quien lo añade -interrumpió Danglard.

– ¿Sabe la portera por qué salió el doctor ayer por la noche?

– Le llamaron para que fuera a visitar a un niño con fiebre. Ya no ejercía, pero a sus antiguos clientes les gustaba pedirle consejo. La portera supone que seguramente decidió volver a pie. Le gustaba andar, por higiene, naturalmente.

– Naturalmente, no -dijo Adamsberg.

– ¿Y aparte de eso? -preguntó Danglard.

– Aparte de eso, nada. -Y Margellon guardó las notas.

– Un inofensivo médico de barrio -concluyó Louviers- tan anodino como su anterior víctima. Incluso parece el mismo escenario.

– Sin embargo hay una gran diferencia -dijo Adamsberg-. Una enorme diferencia.

Los tres hombres le miraron en silencio. Adamsberg estaba pintarrajeando en una esquina del mantel de papel con una cerilla quemada.

– ¿Ustedes no la ven? -preguntó Adamsberg mirándoles, sin intención de desafiarles.

– La verdad es que no salta a la vista -dijo Margellon-. ¿Cuál es la enorme diferencia?

– Esta vez han matado a un hombre -dijo Adamsberg.


El médico forense mandó el informe completo a media tarde. Situaba la hora del fallecimiento hacia la una y media. Al doctor Gérard Pontieux lo habían matado, como a Madeleine Chátelain, antes de degollarlo. El asesino se había ensañado con él, le había practicado en la garganta al menos seis cortes y había llegado hasta las vértebras. Adamsberg hizo un gesto de disgusto. Toda la investigación de la jornada apenas había proporcionado más datos que los que poseían por la mañana. Ahora sabían muchas cosas sobre el viejo doctor, pero sólo las normales. Su apartamento, su consulta, sus documentos privados habían revelado una vida sin recovecos. El doctor se estaba preparando para alquilar su vivienda y regresar al Indre, donde acababa de comprar, en condiciones igualmente normales, una casita. Dejaba una pequeña suma a su hermana, nada del otro jueves.

Danglard volvió hacia las cinco. Había rastreado los alrededores del lugar del crimen con tres hombres. Adamsberg vio que parecía satisfecho pero que también tenía ganas de tomar una copa.

– Esto estaba en la reguera -dijo Danglard enseñándole una bolsita de plástico-. No estaba lejos del cuerpo, a veinte metros más o menos. El asesino ni siquiera se tomó la molestia de disimularlo. Actúa como si fuera intocable, seguro de su impunidad. Es la primera vez que veo algo parecido.

Adamsberg abrió la bolsita. Dentro había dos guantes de cocina de goma rosa, con sangre pegada. Era bastante repugnante.

– El asesino se toma la vida con calma, ¿verdad? -dijo Danglard-. Degüella con guantes de cocina y luego se desembaraza de ellos un poco más lejos tirándolos a la reguera, como si fueran una simple bola de papel. Pero no dejan huellas. Eso es lo bueno de los guantes de goma: uno puede deshacerse de ellos quitándoselos sin tocarlos, y además son guantes que se encuentran por todas partes. ¿Qué quiere que hagamos con eso, aparte de llegar a la conclusión de que el asesino está absolutamente seguro de sí mismo? ¿A cuántos va a matarnos así?

– Estamos a viernes. Hay una cosa casi segura, y es que no ocurrirá nada este fin de semana. Tengo la impresión de que el hombre de los círculos no actúa el sábado ni el domingo. Tiene una organización muy regular. Si el asesino es otro hombre y no él, tendrá que esperar nuevos círculos. Por curiosidad, ¿cuál es la coartada de Reyer esa noche?

– La de siempre. Estaba durmiendo. Ningún testigo. Todo el mundo dormía en la casa. Y además no hay portero que pueda captar las posibles idas y venidas. Cada vez hay menos porteros, lo cual es dramático para nosotros.

– Mathilde Forestier me ha llamado hace un rato. Se había enterado del crimen por la radio y parecía muy impresionada.

– Eso habría que verlo -dijo Danglard.

Y durante varios días no ocurrió nada. Adamsberg volvió a meter en su cama a la vecina de abajo, Danglard recuperó su actitud indolente de última hora de una tarde de junio. La única que se agitaba era la prensa. Ahora, al menos diez periodistas se turnaban en la acera.

El miércoles, Danglard fue el primero en perder la paciencia.

– Nos tiene en sus manos -protestó-. No podemos hacer nada, encontrar nada, probar nada. Aquí estamos, languideciendo y esperando que invente algo para nosotros. No podemos hacer otra cosa que esperar un nuevo círculo. Es insoportable. Para mí es insoportable -concretó tras echar una ojeada a Adamsberg.

– Mañana -dijo Adamsberg.

– Mañana, ¿qué?

– Mañana por la mañana aparecerá un nuevo círculo, Danglard.

– No es usted adivino.

– No vamos a volver sobre eso, ya lo hemos hablado. El hombre de los círculos tiene un proyecto. Y como dice Vercors-Laury, necesita exhibir sus pensamientos. No dejará que pase la semana entera sin manifestarse. Sobre todo porque la prensa no habla más que de él. Si traza un círculo esta noche, Danglard, hay que temer un nuevo crimen la noche siguiente, la noche del jueves al viernes. Esta vez habrá que aumentar todos los efectivos y patrullas, al menos en los distritos 5, 6 y 14.

– ¿Por qué? El asesino no está obligado a precipitarse. Hasta este momento nunca lo ha hecho.

– Ahora es distinto. Entiéndame, Danglard: si el hombre de los círculos es el criminal, y si vuelve a dibujar círculos, es porque tiene la intención de asesinar de nuevo. Sin embargo, ahora sabe que tiene que actuar con rapidez. Ya le han descrito tres testigos, sin contar a Mathilde Forestier. Pronto se podrá elaborar un retrato-robot. Está al corriente de todo por los periódicos. Sabe perfectamente que no puede continuar así durante mucho tiempo. Sus métodos son demasiado arriesgados. Así que, si quiere acabar lo que ha empezado, ya no puede quedarse atrás.

– ¿Y si el asesino no es el hombre de los círculos?

– Eso no cambia nada. Tampoco puede contar con que vaya a durar. Su hombre de los círculos, asustado por los dos crímenes, puede interrumpir su juego antes de lo previsto. Entonces tendrá que precipitarse antes de que el maníaco se detenga.

– Es posible -dijo Danglard.

– Muy posible, amigo mío.


Danglard pasó toda la noche muy agitado. ¿Cómo podía esperar Adamsberg con tanta indolencia y en qué se basaba para prever las cosas? Nunca se tenía la impresión de que se servía de los hechos. Leía todos los informes que él le había elaborado sobre las víctimas y los sospechosos, pero apenas los comentaba. No se sabía qué viento seguía. ¿Por qué parecía considerar importante que la segunda víctima fuera un hombre? ¿Porque permitía eliminar la hipótesis de que se tratara de crímenes sexuales?

A Danglard no le producía la menor sorpresa. Desde hacía mucho tiempo pensaba que alguien se servía del hombre de los círculos con un objetivo concreto. Sin embargo, ni el asesinato de Chátelain ni el de Pontieux parecían ser provechosos para nadie. No parecían servir más que para acreditar la idea de una «serie maníaca». ¿Acaso por eso había que esperar una nueva masacre? Pero ¿por qué Adamsberg seguía pensando sólo en el hombre de los círculos? Y ¿por qué le había llamado «amigo mío»? Agotado de dar miles de vueltas en la cama, y muerto de calor, Danglard pensó en levantarse para ir a refrescarse a la cocina con lo que quedaba en la botella. Tenía cuidado ante los niños y solía dejar siempre algo en la botella. Aunque sin duda Arlette descubriría mañana que había pimplado durante la noche. Bueno, no sería la primera vez. Diría poniendo mala cara: «Adrien -solía llamarle Adrien-, Adrien, eres un cerdo». Sin embargo, si dudaba era porque beber por la noche le producía un dolor de cabeza infernal al despertar, le ponía los pelos de punta y le paralizaba las articulaciones, y mañana por la mañana era absolutamente imprescindible estar bien. Para el caso de que apareciera un nuevo círculo. Y para organizar las patrullas de la noche siguiente, la noche del crimen. Era irritante dejarse llevar así por las etéreas convicciones de Adamsberg, pero resultaba más agradable, pensándolo bien, que luchar en contra.


El hombre dibujó otro círculo. En la otra punta de París, en la pequeña Rué Marietta-Martin, en el distrito 16. La comisaría tardó un tiempo en avisarles. No estaban muy al corriente, pues hasta ese momento el sector no había sufrido la presencia de los círculos azules.

– ¿Por qué ese nuevo barrio? -preguntó Danglard.

– Para demostrarnos, después de haber tamizado los alrededores del Panteón, que no es tan limitado como para tener aprioris, y que, con crimen o sin crimen, conserva su libertad y su poder en todo el territorio de la capital. Algo así -murmuró Adamsberg.

– No nos ayuda mucho -dijo Danglard apretándose la frente con el dedo.

Esa noche no había aguantado y se había terminado la botella, e incluso había empezado otra. La barra de plomo que ahora le golpeaba la frente casi le hacía perder la vista. Y lo que más le preocupaba era que Arlette no le había dicho nada en el desayuno. Pero es que Arlette sabía que tenía muchas preocupaciones en este momento, atrapado entre su cuenta bancaria casi vacía, aquella investigación imposible y el carácter desestabilizador del nuevo comisario. Quizás ella no quería hundirle más. Sin embargo, lo que no sabía era que a Danglard le gustaba cuando le decía: «Adrien, eres un cerdo». Porque en ese momento, estaba seguro de ser amado. Era una sensación sencilla pero sin embargo real.

En medio del círculo, hecho de un solo trazo, estaba la alcachofa de una regadera de plástico rojo.

– Ha debido de caer del balcón de arriba -dijo Danglard levantando la nariz-. Esta alcachofa de regadera se remonta a la Antigüedad. Y ¿por qué rodear esto con un círculo, y no la cajetilla de cigarrillos que está a dos metros?

– Danglard, usted conoce la lista. Pone mucho cuidado en que todos los objetos rodeados por un círculo no sean objetos voladores. Jamás un billete de metro, jamás una hoja o un pañuelo de papel, o todo lo que el viento podría llevarse durante la noche. Quiere estar seguro de que el objeto que pone en el círculo siga ahí a la mañana siguiente. Lo que hace pensar que se ocupa más de la imagen que quiere dar de sí mismo que de la «revitalización de la cosa en sí», como diría Vercors-Laury. Si no, no excluiría los objetos fugaces, que tienen tanta importancia como los demás, desde el punto de vista del «renacimiento metafórico de las aceras…». Pero desde el punto de vista del hombre de los círculos, encontrar un redondel vacío a la mañana siguiente sería un insulto a su creación.

– Esta vez -dijo Danglard- tampoco habrá testigos. Una vez más es un rincón sin cines y sin un bar próximo que abra por la noche. Un rincón donde la gente tiende a acostarse pronto. El hombre de los círculos se muestra muy discreto.


Hasta mediodía, Danglard siguió apretándose la frente con el dedo. Después de comer se sintió un poco mejor. Por la tarde pudo ocuparse junto con Adamsberg de organizar el aumento de efectivos que debían recorrer París esa noche. Danglard movía la cabeza preguntándose la utilidad de todo aquello. Sin embargo, reconocía que Adamsberg había estado en lo cierto respecto al círculo de esa mañana.

Hacia las ocho de la tarde todo estaba organizado. Sin embargo, el territorio de la ciudad era tan grande que las redes de vigilancia eran, lógicamente, demasiado extensas.

– Si es hábil -dijo Adamsberg-, escapará, eso es evidente. Y realmente es muy hábil.

– En el punto en que estamos deberíamos vigilar la casa de Mathilde Forestier, ¿no cree? -preguntó Danglard.

– Sí -respondió Adamsberg-, pero que no dejen que les descubran, por piedad.

Esperó a que Danglard hubiera salido para llamar a casa de Mathilde. Le pidió sencillamente que tuviera mucho cuidado esa noche y no intentara una escapada o una persecución.

– Hágame ese favor -precisó-. No trate de entenderlo. Dígame, ¿Reyer está en su casa?

– Sin duda -dijo Mathilde-. No me pertenece y no le vigilo.

– Y Clémence, ¿está con usted?

– No. Como siempre Clémence ha ido, riéndose para sus adentros, a una prometedora cita. Todo se desarrolla de un modo invariable. O ella espera al tipo un montón de horas en un bar sin ver a nadie, o el tipo se va corriendo en cuanto la ve. En cualquiera de los dos casos vuelve hecha polvo. La perspectiva es muy jodida. No debería hacer esas cosas por la noche porque luego se pone tristísima.

– Bien. Quédese tranquila hasta mañana, señora Forestier.

– ¿Teme que ocurra algo?

– No lo sé -respondió Adamsberg.

– Como siempre -dijo Mathilde.


Esa noche Adamsberg no quiso abandonar la comisaría. Danglard decidió quedarse con él. El comisario dibujaba en silencio en un papel sobre las rodillas, con las piernas estiradas, metidas en la papelera. Danglard masticaba unos caramelos viejos que había encontrado en el cajón de Florence, para intentar evitar beber.


Un agente de guardia caminaba por el Boulevard de Port-Royal, entre la pequeña estación y la esquina de la Rué Bertholet. Otro agente hacía lo mismo partiendo de Gobelins.

Desde las diez de la noche, había tenido tiempo de ir y volver once veces, y le irritaba no poder evitar contar el número de trayectos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Desde hacía una hora no había encontrado mucha gente en el boulevard. Había empezado julio y París ya se había vaciado en parte.

En ese momento, una joven con cazadora de cuero se cruzó con él con un paso un poco irregular. Era guapa y seguramente regresaba a su casa. Era casi la una y cuarto de la madrugada y el agente sintió deseos de decirle que apretara el paso. Le parecía vulnerable y tuvo miedo por ella. Corrió para alcanzarla.

– Señorita, ¿va usted muy lejos?

– No -dijo la chica-. Al metro Raspail.

– ¿Raspail? No me hace mucha gracia -dijo el agente-. Quiero acompañarla un poco. Mi siguiente compañero está apostado lejos, en el sector Vavin.

La joven tenía el pelo corto a la altura de la nuca. La línea del maxilar era nítida e inquietante. No, él no quería que se la destrozaran. Aunque aquella chica parecía tranquila en medio de la noche. Parecía conocer bien la noche de la ciudad.

La chica encendió un cigarrillo. No estaba muy a gusto en su compañía.

– Dígame, ¿pasa algo? -preguntó.

– Al parecer la noche no está tranquila. La acompaño un trecho, cincuenta metros.

– Como quiera -dijo la chica.

Pero estaba claro que ella hubiera preferido estar sola, y caminaron en silencio.

Unos minutos más tarde, el agente la dejó a la vuelta de la esquina de su calle y volvió sobre sus pasos en dirección a la pequeña estación de Port-Royal. Recorrió una vez más el boulevard hasta la intersección con la Rué Bertholet. Decimosegunda vez. Hablando y acompañando a la mujer había perdido como mucho diez minutos de su ronda, pero le parecía que eso también formaba parte de su trabajo.

Diez minutos. Sin embargo habían bastado. Cuando echó un vistazo a la Rué Bertholet, larga y recta, vio la forma en la acera.

«Ya está -pensó con desesperación-, me ha tocado a mí.»

Se acercó corriendo. Ojalá no fuera más que una alfombra enrollada. Pero la sangre manaba hasta él. Puso la mano en el brazo extendido en el suelo. Estaba tibio, acababa de ocurrir. Era una mujer.

Su receptor de radio chirrió. Contactó con sus colegas, apostados en Gobelins, Vavin, Saint-Jacques, Cochin, Raspail y Denfert para pedirles que transmitieran la noticia, que no abandonaran sus puestos y que interrogaran a todos los transeúntes que encontraran. Aunque el asesino se hubiera ido, en coche por ejemplo, seguro que escaparía. No se sentía culpable de haberse alejado de su trayecto el tiempo de acompañar a la joven. Quizás había salvado a la chica del bonito maxilar.

Pero no había podido salvar a ésta. Así es la vida. Además, del maxilar de la muerta, no se veía absolutamente nada. Solo, descorazonado, el agente desvió la linterna, alertó a sus superiores y esperó, con la mano en la pistola. Hacía mucho tiempo que la noche no le impresionaba tanto.


Cuando sonó el teléfono, Adamsberg levantó la cara hacia Danglard, pero no se sobresaltó.

– Ha ocurrido -dijo.

Y luego descolgó, mordiéndose el labio.

– ¿Dónde? Repita dónde -dijo después de un minuto-. ¿En Bertholet? ¡Pero si todo el distrito 5 tenía que estar abarrotado de hombres! ¡Tenía que haber cuatro solamente a lo largo de Port-Royal! ¿Qué ha pasado, Dios mío?

El tono de voz de Adamsberg había aumentado. Conectó el micro para que Danglard pudiera oír las respuestas del agente.

– Sólo estábamos dos en Port-Royal, comisario. Hubo un accidente de metro en Bonne-Nouvelle, dos trenes colisionaron hacia las veintitrés quince. No hubo heridos graves pero muchos hombres tuvieron que ir allí.

– ¡Pero había que despejar los sectores periféricos y enviar a los hombres al distrito 5! ¡Dije que vigilaran las calles del distrito 5! ¡Lo dije!

– No he podido evitarlo, comisario. No recibí instrucciones.

Era la primera vez que Danglard veía a Adamsberg casi fuera de sí. Es verdad que habían sido alertados del accidente de Bonne-Nouvelle, pero los dos habían pensado que los hombres de los distritos 5 y 14 no se verían involucrados. Seguramente habían recibido órdenes contradictorias, o bien la red desplegada por Adamsberg no había sido considerada tan indispensable como para ocupar un lugar destacado.

– De todas formas -dijo Adamsberg moviendo la cabeza- lo habría hecho. En esa calle o en otra, a esa hora o a otra, habría acabado haciéndolo. Es un monstruo. No se podía hacer nada, no merece la pena alterarse. Vamos, Danglard, vamos allá.


Ahí estaban los faros giratorios, los proyectores, la camilla, el médico forense, por tercera vez alrededor de un cuerpo degollado, perfectamente circunscrito en los límites de su círculo azul.

– «Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» -murmuró Adamsberg.

Miró la nueva víctima.

– Acuchillada de un modo tan terrible como el otro -dijo el médico-. Se ha ensañado con el cuchillo en las vértebras cervicales. El instrumento no era lo bastante potente como para seccionarlas, pero tenía esa intención, se lo garantizo.

– De acuerdo, doctor, escríbanos todo eso -dijo Adamsberg que estaba viendo a Danglard bañado en sudor-. El crimen acaba de cometerse, ¿verdad?

– Sí, entre la una y cinco y la una treinta y cinco, si el agente es exacto.

– Su itinerario -dijo Adamsberg volviéndose hacia el agente-¿era desde aquí a la Place de Port-Royal?

– Sí, comisario.

– ¿Qué le ocurrió? No podía llevarle más de veinte minutos ir y volver.

– No, es verdad, pero una chica pasó sola cuando llegaba por undécima vez a la estación. No sé, llámelo un presentimiento, quise acompañarla hasta la esquina de su calle. No estaba lejos. Podía ver Port-Royal a todo lo largo del camino. No intento disculparme, comisario, y tomo ese breve alejamiento bajo mi responsabilidad.

– Dejémoslo -dijo Adamsberg-. Lo habría hecho de todas formas. ¿No vio usted a nadie que se pareciera al que buscamos?

– A nadie.

– ¿Y los del sector?

– No han advertido nada.

Adamsberg suspiró.

– Comisario, ¿se ha fijado en el círculo? -dijo Danglard-. No es redondo. Es increíble, no es redondo. Como la acera era demasiado estrecha en esta calle, tuvo que hacerlo ovalado.

– Sí, y eso debió de contrariarle.

– Pero ¿por qué no lo hizo en el boulevard, donde tenía todo el espacio?

– Demasiados polis, Danglard, está claro. ¿Quién es la dama?

De nuevo tuvo lugar la lectura de los documentos, la búsqueda en el bolso a la luz de las linternas.

– Delphine Le Nermord, Vitruel era su apellido de soltera, tenía cincuenta y cuatro años. Y ésta es una foto de ella, me parece -continuó Danglard vaciando con cuidado el contenido del bolso en un plástico-. Parece guapa, un poco llamativa. El hombre que la agarra por el hombro debe de ser su marido.

– No -dijo Adamsberg-, es imposible. A él no se le ve ninguna alianza, pero a ella sí. Seguramente era su amante, un tipo más joven. Eso explicaría que llevara esta foto con ella.

– Sí, tendría que haberme dado cuenta.

– Está oscuro. Acompáñeme, Danglard, vamos al furgón.

Adamsberg sabía que Danglard ya no podía soportar ver más cuellos abiertos.

Se sentaron cada uno en una banqueta, frente a frente, en la parte trasera del furgón. Adamsberg se puso a hojear una revista de modas que había encontrado en el bolso de la señora Le Nermord.

– Me suena el nombre de Le Nermord -dijo-, pero no tengo mucha memoria. Busque en su agenda de direcciones el nombre de su marido, y su dirección.

Danglard sacó una tarjeta de visita gastada.

– Augustin-Louis Le Nermord. Tiene dos direcciones, una en el Colegio de Francia y la otra en la Rué d'Aumale, en el distrito 9.

– Me suena de algo, pero sigo sin saber de qué.

– Yo sí -dijo Danglard-. Hace poco hablaron del tal Le Nermord como candidato a un puesto en la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres. Es un bizantinista -siguió afirmando tras un instante-, un especialista en el Imperio de Justiniano.

– Pero, Danglard, ¿cómo sabe usted eso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza de la revista, sinceramente sorprendido.

– Bueno. Digamos que sé algunas cosas sobre Bizancio.

– Pero ¿por qué?

– Me gusta mucho saber, nada más.

– ¿También le gusta saber sobre el Imperio de Justiniano?

– Por supuesto -suspiró Danglard.

– ¿De cuándo era Justiniano?

Adamsberg nunca se sentía incómodo cuando preguntaba algo que no sabía, ni siquiera sobre lo que debería haber sabido.

– Del siglo VI.

– ¿Después de Cristo o antes?

– Después.

– El hombre me interesa. Y ahora, Danglard, vamos a anunciarle la muerte de su mujer. Para una vez que una de nuestras víctimas tiene familia cercana, hay que aprovechar para verle reaccionar.

La reacción de Augustin-Louis Le Nermord fue normal. Después de escucharles, aún adormilado, el hombrecillo cerró los ojos, se puso las manos en el estómago y palideció alrededor de los labios. Corrió fuera de la habitación, y Danglard y Adamsberg le oyeron vomitar en alguna parte de la casa.

– Al menos, está claro -digo Danglard-. Está impresionado.

– O ha tomado un vomitivo después de oír sonar el telefonillo.

El hombre volvió, caminando con precaución. Se había puesto una bata encima del pijama y había metido la cabeza bajo el agua.

– Lo sentimos mucho -dijo Adamsberg-. Si prefiere responder a nuestras preguntas mañana…

– No… no… Adelante, señores, les escucho.

El tipo quería conservar la dignidad, y la conservaba, pensó Danglard. Estaba erguido, la frente alta, y su mirada, de un azul feo, era insistente y no se apartaba de la de Adamsberg. Encendió una pipa preguntándoles si no les molestaba y diciendo que la necesitaba.

La luz era débil, el humo denso, y la habitación estaba abarrotada de libros.

– ¿Está trabajando sobre Bizancio? -preguntó Adamsberg lanzando una mirada a Danglard.

– Sí -dijo Le Nermord un poco sorprendido-. ¿Cómo lo saben?

– Yo no lo sé, pero mi compañero le conoce de nombre.

– Gracias, es muy amable de su parte, pero ¿pueden hablarme de ella, por favor? Ella… ¿Qué ha ocurrido?, ¿cómo?

– Le daremos detalles cuando esté más entero para oírlos. Ya es bastante doloroso saber que ha sido asesinada. La hemos encontrado en un círculo de tiza azul. En la Rué Bertholet, en el distrito 5. Bastante lejos de aquí.

Le Nermord movió la cabeza. Los rasgos de su cara se contrajeron. Parecía muy viejo. Mirarle no resultaba nada agradable.

– «Víctor, triste suerte, ¿por qué estás fuera?» ¿Es así? -preguntó en voz baja.

– Más o menos, no exactamente -dijo Adamsberg-. ¿Así que está usted al corriente de las actividades del hombre de los círculos?

– ¿Quién no lo está? La investigación histórica no protege de nada, señor, aunque uno lo desee. Es increíble, hablé de ese maníaco con Delphie, Delphine, mi mujer, la semana pasada.

– ¿Por qué hablaron de él?

– La tendencia de Delphie era defenderle, pero a mí ese hombre me repugnaba. Un embaucador. Pero las mujeres no se dan cuenta.

– La Rué Bertholet está lejos. ¿Estaba su mujer en casa de unos amigos? -preguntó Adamsberg.

El hombre reflexionó durante mucho rato. Al menos cinco o seis minutos. Danglard llegó a preguntarse si había oído bien la pregunta o si estaba a punto de dormirse. Pero Adamsberg le hizo un gesto de que esperara.

Le Nermord encendió una cerilla para reavivar la cazoleta de la pipa.

– ¿Lejos de qué? -preguntó al fin.

– Lejos de su casa -dijo Adamsberg.

– No, al contrario, está muy cerca. Delphie vivía en el Boulevard du Montparnasse, al lado de Port-Royal. ¿Quieren saber algo más?

– Por favor.

– Hace casi dos años que Delphie me abandonó para vivir en casa de su amante. Es un tipo insignificante, un imbécil, pero ustedes no me creerán si soy yo el que se lo digo. Juzgarán ustedes mismos cuando le conozcan. Es una pena, no puedo decirles nada más. Y yo… vivo aquí, en este caserón… solo. Como un gilipollas -acabó diciendo con un gesto circular.

Al oído de Danglard le pareció que su voz se desmoronaba un poco.

– A pesar de todo, ¿la seguía viendo?

– Me cuesta mucho resignarme -respondió Le Nermord.

– ¿Estaba usted celoso? -preguntó Danglard sin especial delicadeza.

Le Nermord se encogió de hombros.

– Qué quiere usted, señor, uno se acostumbra. Hace doce años que Delphie me engaña a diestro y siniestro. Me sigue dando rabia, pero he dejado de luchar. En realidad, ya no sé si es el amor propio o el amor lo que produce la rabia, y luego la rabia se va espaciando, y luego acabamos comiendo juntos, muy amablemente, muy tristemente. Ustedes, señores, conocen todo esto de memoria, no vamos a escribir un libro sobre este tema, ¿verdad? Delphie no era mejor que cualquier otra y yo no más valiente que cualquier otro. No quería perderla del todo. Entonces, lo mejor era tomarla como era. Confieso que el último amante, el imbécil, me sentó fatal. Como si lo hubiera hecho a propósito, se entusiasmó por el más anodino de todos y decidió mudarse.

Levantó los brazos y volvió a dejarlos caer sobre los muslos.

– Así fue -dijo-, ni más ni menos. Y ahora todo ha terminado.

Apretó los párpados y volvió a cargar la pipa de tabaco rubio.

– Necesitamos que nos detalle cómo ha empleado su tiempo esta noche. Es indispensable -dijo Danglard, siempre con la misma naturalidad.

Le Nermord miró a uno y otro.

– No comprendo. ¿No ha sido ese maníaco el que ha…?

– No lo sabemos -dijo Danglard.

– No, no, señores, ustedes se equivocan. Lo único que yo gano con la muerte de mi mujer es el vacío, la desolación. Y además, ya que a ustedes, sin la menor duda, les interesa saberlo, el grueso de su dinero (y ella tenía mucho), e incluso esta casa, deben ir a parar a su hermana. Delphie había decidido así las cosas. Su hermana siempre ha estado en la cuerda floja.

– Eso no significa nada -insistió Danglard-, necesitamos saber en qué ha empleado su tiempo. Por favor.

– Como han visto, la puerta del edificio funciona por interfono. No hay portero. ¿Quién podrá decirles si les miento o no? Bueno… Hasta las once aproximadamente, estuve organizando el programa de mis clases para el año próximo. Miren, ahí está, en un montón sobre la mesa. Luego me acosté, leí y me dormí hasta que ustedes llamaron al timbre. Es imposible comprobarlo.

– Es desolador -dijo Danglard.

Ahora Adamsberg le dejaba llevar el interrogatorio. Danglard era más fuerte que él para hacer las preguntas clásicas y desagradables. Durante ese tiempo no quitaba ojo a Le Nermord, sentado frente a él.

– Comprendo -dijo Le Nermord acariciándose la frente con la cazoleta tibia de la pipa, con una gran amargura en el gesto-. Comprendo. El marido engañado, humillado, el nuevo amante susceptible de arrebatarme a mi mujer… Comprendo sus mecanismos. Dios mío… ¿Tienen ustedes que ser siempre tan simples? ¿No pueden pensar de otra manera? ¿Pensar en algo más complicado?

– Sí -dijo Danglard-. A veces lo hacemos, pero es verdad que su posición es delicada.

– Es cierto -reconoció Le Nermord-, pero confío en que, en lo que a mí respecta, no cometan un error al juzgarme. Supongo que estamos llamados a volver a vernos, ¿verdad?

– ¿El lunes? -propuso Adamsberg.

– El lunes, de acuerdo. Y también supongo que no hay nada que yo pueda hacer por Delphie. ¿Está en sus manos?

– Sí, señor. Lo sentimos mucho.

– ¿Van a hacerle la autopsia?

– Lo sentimos mucho.

Danglard dejó que pasara un minuto. Siempre dejaba que pasara un minuto después de haber hablado de autopsias.

– Para el interrogatorio del lunes -añadió-, reflexione sobre las noches del miércoles 19 de junio y el jueves 27 de junio. Son las noches de los dos crímenes anteriores. Se lo preguntarán. A menos que pueda respondernos ahora.

– No necesito reflexionar -respondió Le Nermord-. Es sencillo y triste: no salgo jamás. Paso todas las noches escribiendo. Ya no vive nadie en mi casa para confirmárselo y tengo poco contacto con mis vecinos.

Todo el mundo se puso a mover la cabeza, no se sabe por qué. Hay momentos así, en los que todo el mundo mueve la cabeza.

Era suficiente por esa noche. Adamsberg, que veía el cansancio en los párpados del bizantinista, dio la señal de salida levantándose suavemente.


Al día siguiente Danglard salió de su casa con un libro de Le Nermord bajo el brazo, Ideología y sociedad bajo Justiniano, publicado once años antes. Pero era todo lo que había encontrado en su biblioteca. En la contraportada del libro había una breve biografía halagadora, acompañada de una fotografía del autor. Le Nermord sonreía, más joven, con la cara igual de fea pero sin la menor particularidad, aparte de unos dientes regulares. Ayer, Danglard se había fijado en que tenía ese tic de los fumadores de pipa de darse golpecitos con el tubo contra los dientes. Una observación banal, habría dicho Charles Reyer.

Adamsberg no estaba. Seguramente había ido a casa del amante. Danglard dejó el libro sobre la mesa del comisario, consciente de que confiaba en impresionarle con el contenido de su biblioteca personal. Cosa realmente absurda, pues ahora sabía que había pocas cosas que impresionaran a Adamsberg. No importaba.

Esa mañana, Danglard sólo tenía una idea en la cabeza: saber qué había pasado en casa de Mathilde durante la noche. Margellon, que sobrellevaba muy bien las guardias, le esperaba para hacer su informe antes de ir a acostarse.

– Ha habido muchas idas y venidas -dijo Margellon-. Estuve escondido delante de la casa hasta las siete y media, como habíamos convenido. La dama del mar no salió. Apagó la luz del salón, supongo, hacia las doce y media, y la de su habitación media hora más tarde. Sin embargo, la anciana Valmont regresó tambaleándose a las tres y cinco. Apestaba a alcohol, había que verla. Le pregunté qué había ocurrido y se echó a llorar. Esa vieja no tiene ninguna gracia. ¡Es insoportable! Por lo que pude entender, al final, había esperado a un novio toda la noche en un bar. Como el novio no llegaba, se puso a beber para darse valor y se durmió sobre la mesa. El dueño la despertó para echarla. Creo que estaba avergonzada, pero también demasiado borracha para evitar contarlo todo. No pude enterarme del nombre del bar. Ya era bastante difícil encontrar un hilo conductor en todo aquel galimatías. Además esa mujer me repugnaba un poco. La agarré del brazo, la llevé hasta su puerta y la dejé para que durmiera la mona. Y luego, esta mañana, volvió a salir con una pequeña maleta. Me reconoció, sin demostrar ninguna sorpresa. Me explicó que estaba «hasta la coronilla de los anuncios por palabras» y que se iba tres o cuatro días a Berry, a casa de una amiga costurera. «La costura, no hay nada mejor», añadió.

– ¿Y Reyer? ¿Se movió?

– Reyer se movió. Salió muy bien vestido hacia las once de la noche y volvió, tan elegante como se había ido, haciendo sonar su bastón, a la una y media de la madrugada. Pude hacer preguntas a Clémence, que no me conocía, pero a Reyer, imposible. Conoce mi voz. Así que permanecí oculto y apunté las horas a las que entraba y salía. De todas formas, le habría resultado difícil descubrirme, ¿verdad?

Margellon se echó a reír. Realmente era un gilipollas.

– Margellon, llámele por teléfono y pásemelo.

– ¿A Reyer?

– Por supuesto, a Reyer.

Charles se echó a reír al oír la voz de Danglard, y Danglard no entendió por qué.

– Vamos inspector Danglard -dijo Charles-, acabo de enterarme por la radio de que tienen ustedes nuevas preocupaciones. Maravilloso. ¿Y vuelven a tomarla conmigo? ¿No se les ocurre una idea mejor?

– Reyer, ¿qué fue a hacer ayer por la noche?

– Ligar, inspector.

– Ligar, ¿dónde?

– En el Nouveau Palais.

– ¿Alguien puede confirmarlo?

– ¡Nadie! Usted sabe perfectamente que hay demasiada gente en los clubes nocturnos para que se pueda ver a alguien.

– Reyer, ¿qué le hace tanta gracia?

– ¡Usted! Su llamada me hace gracia. Nuestra querida Mathilde, que no puede callarse, me dijo que el comisario le había aconsejado quedarse tranquilamente en casa. Deduje que preveían que habría jaleo. Así que me pareció una ocasión excelente para salir.

– Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Cree que eso me simplifica el trabajo?

– No es mi intención, inspector. Ustedes no han hecho más que joderme desde que empezó esta historia. Me pareció que ahora me tocaba a mí.

– En resumen, salió para jodernos.

– Más o menos sí, porque chicas no conseguí ninguna. Estoy contento de saber que están ustedes jodidos. Realmente contento, se lo aseguro.

– Pero ¿por qué? -volvió a preguntar Danglard.

– Porque me hace sentir vivo.

Danglard colgó, bastante furioso. Aparte de Mathilde Forestier, nadie se había quedado aquella noche tranquilamente en la casa de la Rué des Patriarches. Mandó a Margellon a su casa y decidió sumergirse en el testamento de Delphine Le Nermord. Quería comprobar lo que legaba a su hermana. Dos horas más tarde, se había enterado de que no había ningún testamento. Delphine Le Nermord no había llevado a cabo ninguna disposición escrita. Hay días así, en los que todo se va de las manos.

Danglard se puso a pasear por su despacho y volvió a pensar que el sol, esa jodida estrella, explotaría dentro de cuatro o cinco mil millones de años, y no entendía por qué esa explosión le producía siempre pensamientos tan negros. Habría dado su vida para que el sol se mantuviera tranquilo dentro de cinco mil millones de años.


Adamsberg volvió hacia las doce y le propuso comer con él. Algo que no solía ocurrir.

– Algo huele mal en el bizantinista -dijo Danglard-. Se ha equivocado o ha mentido a propósito de la herencia: no hay testamento. Eso hace que todo vuelva al marido. Hay títulos, hay hectáreas de bosques y cuatro edificios en París, sin contar la casa en la que vive. Él no tiene un céntimo. Solamente su sueldo de profesor y los derechos de autor. Imagine que su mujer quisiera divorciarse. Entonces todo iría a otra parte.

– Así es, Danglard. He estado con el amante. Realmente es el tipo de la foto. Es verdad que tiene unas proporciones gigantescas y un cerebro de mosquito. Además, es herbívoro y está orgulloso de ello.

– Vegetariano -dijo Danglard.

– Eso, vegetariano. Dirige una agencia de publicidad con su hermano, también herbívoro. Trabajaron juntos durante la tarde y noche de ayer, hasta las dos de la mañana. El hermano lo confirma. Por lo tanto está a salvo, a menos que el hermano mienta. Sin embargo el amante parece desesperado por la muerte de Delphine. La animaba a divorciarse, no porque Le Nermord fuera un incordio para él, sino porque quería arrancar a Delphine de lo que él llamaba una tiranía. Al parecer, Augustin-Louis seguía haciéndole trabajar para él, haciéndole releer y mecanografiar todos sus manuscritos, haciéndole clasificar sus notas, y Delphine no se atrevía a decir nada. Ella decía que le venía bien, que eso le hacía «trabajar la cabeza», pero el amante está convencido de que no le resultaba nada beneficioso y que ella tenía un miedo espantoso a su marido. Sin embargo, al final Delphine estaba casi decidida a pedir el divorcio, aunque al menos quería intentar discutirlo con Augustin-Louis. No se sabe si lo hizo o no. A pesar de todo, el antagonismo de los dos hombres salta a la vista. Al amante no le importaría nada derrotar a Le Nermord.

– Todo eso puede ser verdad -dijo Danglard.

– Yo también lo creo.

– Le Nermord no tiene coartada para las tres noches de los crímenes. Si quiso desembarazarse de su mujer antes de que ella se rebelara, pudo aprovechar la ocasión que le ofrecía el hombre de los círculos. No es un hombre valiente, nos lo dijo él mismo. No del tipo de gente que se arriesga. Con el fin de incriminar al maníaco, cometió dos crímenes al azar para crear la impresión de una serie y luego asesinó a su mujer. La suerte está echada. Los polis buscan al hombre de los círculos y le dejan en paz. Y él cobra la herencia.

– Bien pensado, ¿verdad?, sin duda califica a los polis de gilipollas.

– Por una parte hay tantos gilipollas entre los polis como en cualquier otra parte. Por otro lado las mentes superficiales podrían encontrar una combinación a su gusto. Reconozco que Le Nermord no parece superficial. Sin embargo se pueden producir bajones de inteligencia. A veces ocurre. Sobre todo cuando se fomenta un proyecto pasional. ¿Y Delphine Le Nermord? ¿Qué hacía fuera de casa a esas horas?

– El amante dice que ella pensaba quedarse en casa toda la tarde. Le sorprendió no encontrarla al volver. Pensó que había ido a buscar cigarrillos al bar que estaba abierto en Bertholet. Solía ir allí cuando se quedaba sin tabaco. Más tarde, imaginó que quizá su marido la había llamado una vez más. No se atrevió a telefonear a casa de Le Nermord y se durmió. Fui yo el que le despertó esta mañana.

– Le Nermord puede haber visto el círculo, digamos a las doce de la noche. Después convoca a su mujer y la mata allí mismo. Creo que Le Nermord lo tiene muy mal. ¿Qué piensa usted?

Adamsberg esparcía migas de pan alrededor de su plato. A Danglard, que comía con mucha delicadeza, se le encogió el corazón.

– ¿Que qué pienso? -dijo Adamsberg levantando la cabeza-. Pues nada. Pienso en el hombre de los círculos. Ya debería usted saberlo, Danglard.


La vigilancia y luego los ininterrumpidos interrogatorios de Augustin-Louis Le Nermord empezaron el lunes por la mañana. Danglard no le había ocultado que todo le acusaba.

Adamsberg dejaba actuar a Danglard, que machacaba sin piedad a su objetivo. El anciano parecía incapaz de defenderse. Cada intento de justificación que hacía era inmediatamente interceptado por el discurso incisivo de Danglard. Sin embargo, Adamsberg veía claramente que a Danglard, al mismo tiempo, le daba pena su víctima.

Adamsberg no sentía nada parecido. Desde el principio había detestado a Le Nermord y no quería por nada del mundo que Danglard le preguntara por qué. Así que no decía nada.

Danglard llevó a cabo el interrogatorio durante varios días.

De vez en cuando Adamsberg entraba en el despacho de Danglard y observaba. Acorralado, aterrado por las acusaciones que pesaban sobre él, el anciano se venía abajo a ojos vistas. Ya ni siquiera sabía responder a las preguntas más sencillas. No, no sabía que Delphie no había redactado el testamento. Siempre había estado convencido de que todo iría a parar a su hermana Claire. Quería mucho a Claire, que se desenvolvía sola en la vida con tres hijos. No, no sabía qué había hecho durante las noches de los asesinatos. Seguramente había trabajado y luego dormido como todas las noches. Gélido, Danglard le contradecía: la noche del crimen de Madeleine Chátelain, la farmacéutica estaba de guardia y había visto a Le Nermord salir de su casa. Hecho polvo, Le Nermord explicaba que era posible, que a veces salía por la noche a comprar una cajetilla a la máquina expendedora de tabaco: «Les quito el papel y saco el tabaco para la pipa. Delphie y yo siempre fumamos mucho. Ella intentaba dejarlo. Yo, no. Demasiada soledad en aquella enorme casa».

Y de nuevo gestos circulares, desmoronamientos, pero los restos de una mirada que, a pesar de todo, seguía resistiendo. Del profesor del Colegio de Francia ya no quedaba sino un viejo hombrecillo de aspecto derrotado y que se debatía sin el necesario sentido común como para escapar a una condena que parecía inevitable. Seguramente había repetido mil veces: «Pero no puedo haber sido yo. Yo amaba a Delphie».

Danglard, cada vez más alterado, continuaba insistiendo con enorme constancia, sin escatimarle ninguno de los hechos que le convertían en sospechoso. Incluso había dejado que los periodistas recibieran algunas informaciones y las publicaran en primera página. El anciano apenas había conseguido probar las comidas que le llevaban, a pesar de los ánimos de Margellon, que a veces sabía ser agradable. Tampoco se había afeitado, ni siquiera cuando había vuelto a dormir a su casa después del interrogatorio. A Adamsberg le sorprendía verle flaquear tan pronto, a ese anciano que realmente tenía un magnífico cerebro para defenderse. Nunca había asistido a una desestabilización tan rápida.

El jueves, Le Nermord, enloquecido, temblaba literalmente como una hoja. El juez de instrucción había pedido su inculpación y Danglard acababa de anunciarle esta decisión. Entonces Le Nermord ya no dijo nada durante un largo rato, como la otra noche en su casa, y pareció sopesar los pros y los contras. Del mismo modo, Adamsberg hizo una seña a Danglard para que no interviniera bajo ningún pretexto.

Y luego Le Nermord dijo:

– Denme una tiza. Una tiza azul.

Como nadie se movía, recuperó un poco de autoridad para añadir:

– Dense prisa. He pedido una tiza.

Danglard salió y encontró un trozo de tiza en el cajón de la mesa de Florence. Allí se encontraba de todo.

Le Nermord se levantó con las precauciones de un hombre débil y cogió la tiza. De pie frente a la pared blanca, se tomó tiempo para reflexionar durante unos instantes. Y luego, muy deprisa, escribió en grandes letras: «Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?».

Adamsberg no se movió. Lo estaba esperando desde ayer.

– Danglard, vaya a buscar a Meunier -dijo-. Creo que está en el edificio.

Durante la ausencia de Danglard, el hombre de los círculos volvió la cara hacia Adamsberg, decidido a mirarle fijamente a los ojos.

– Por fin -le dijo Adamsberg-. Le buscaba desde hacía mucho tiempo.

Le Nermord no respondió nada. Adamsberg miraba su cara de rasgos desagradables, que había recuperado la firmeza con aquella confesión.

Meunier, el grafólogo, entró en el despacho después de Danglard. Examinó las grandes letras que cubrían todo el ancho de la pared.

– Un bonito recuerdo para su despacho, Danglard -murmuró-. Sí, es la misma letra. No es imitable.

– Gracias -dijo el hombre de los círculos, devolviendo la tiza a Danglard-. Aportaré otras pruebas, si las quieren. Mis carnés, las horas de mis salidas nocturnas, mi plano de París cubierto de cruces, mi lista de objetos, todo lo que quieran. Sé que espero demasiado, pero me gustaría que esto no llegara a saberse. Me gustaría que mis estudiantes, mis colegas, no se enteraran jamás de quién soy. Supongo que es imposible. En fin, esto ahora lo cambia todo, ¿verdad?

– Sí -admitió Danglard.

Le Nermord se levantó, recuperando fuerzas, y aceptó una cerveza. Caminó por el despacho de la ventana a la puerta, pasando y volviendo a pasar ante su gran pintada.

– Ya no me quedaba otra elección que decírselo. Había demasiados cargos contra mí. Ahora es diferente. Si hubiera querido matar a mi mujer, pueden imaginar perfectamente que no lo habría hecho en uno de mis propios círculos, sin ni siquiera tomar la precaución de cambiar mi propia letra. Espero que estén ustedes de acuerdo.

Se encogió de hombros.

– Ahora es inútil esperar un asiento en la Academia. E inútil preparar las clases para el año que viene. El Colegio no querrá volver a saber de mí, y es normal. Sin embargo, no tenía elección. A pesar de todo, supongo que he ganado con el cambio. Ahora les corresponde a ustedes comprender el resto. ¿Quién me ha utilizado? Desde que fue encontrado el primer cadáver en uno de mis círculos, intento entenderlo, me debato en esa trampa infame. Tuve mucho miedo cuando me enteré de la noticia del primer crimen. Ya se lo he dicho, no soy más valiente que el resto de la gente. Más bien menos, para serles sincero. Me he torturado la mente para intentar comprender. ¿Quién lo había hecho? ¿Quién me había seguido? ¿Quién había colocado el cadáver de esa mujer en mi círculo? Y si continué con los círculos unos días después, no fue, como dijo la prensa, para provocarles a ustedes. No, nada más lejos de la verdad. Fue con la esperanza de descubrir al que me seguía, de identificar al asesino y poder disculparme. Tardé varios días en tomar la decisión. Cualquiera dudaría ante la idea de que le siguiera, yendo solo de noche, un asesino, sobre todo si fuera un hombre tan miedoso como yo. Pero yo sabía que si ustedes daban conmigo, no tendría ninguna posibilidad de escapar a la acusación de asesinato. Eso fue lo que calculó el asesino: hacerme pagar en su lugar. Así que el combate estaba entre él y yo. Ése fue el primer combate verdadero de mi vida. En ese sentido, no lo lamento. Lo único que no imaginé fue que mataría a mi propia mujer. Durante toda la noche después de que ustedes me visitaran, me pregunté por qué lo había hecho. No encontré más que una explicación: la policía aún no me había descubierto, y eso perjudicaba los planes del asesino. Entonces hizo eso, el asesinato de mi Delphie, para que ustedes llegaran hasta mí, para que me detuvieran y él se quedara tranquilo. Puede ser, ¿no?

– Es posible -dijo Adamsberg.

– Pero cometió un error porque cualquiera de los psiquiatras a los que ustedes pueden consultar les dirá que estoy totalmente cuerdo. Un neurótico habría podido, efectivamente, matar dos veces y luego acabar ensañándose con su propia mujer. Yo, no. No estoy loco. Jamás habría matado a Delphie en uno de mis círculos. Delphie. Sin mis jodidos círculos, Delphie estaría viva.

– Si está usted cuerdo -preguntó Danglard-, ¿por qué hacía esos jodidos círculos?

– Para que las cosas perdidas me pertenecieran, porque me deben reconocimiento. No, me explico mal.

– Es verdad, no entiendo nada -dijo Danglard.

– No importa -dijo Le Nermord-. Intentaré escribirlo, quizá sea más fácil.

Adamsberg pensaba en la descripción de Mathilde: «Un hombrecillo desposeído y ávido de poder, ¿cómo se las va a arreglar?».

– Encuéntrenle -repuso Le Nermord con angustia-. Encuentren a ese asesino. ¿Creen que podrán conseguirlo? ¿Lo creen?

– Si usted nos ayuda -dijo Danglard-. Por ejemplo, ¿vio a alguien seguirle en sus salidas?

– Desgraciadamente, no vi nada que les pueda ayudar. Al principio, hace dos o tres meses, hubo una mujer que me siguió. En esa época, como fue antes del primer crimen, no me preocupó. Me parecía sin embargo extraña, y también agradable. Tenía la impresión de que me animaba desde lejos. En ese momento desconfié de ella, pero después me gustaba ver que estaba ahí. Pero ¿qué podría decirles de ella? Creo que era muy morena, bastante alta, parecía guapa y además muy joven. Me resultaría imposible dar más detalles, pero era una mujer, de eso estoy convencido.

– Sí -dijo Danglard-, la conocemos. ¿Cuántas veces la vio?

– Más de diez veces.

– ¿Y después del primer asesinato?

Le Nermord dudó, como si le repugnara evocar ese recuerdo.

– Sí -dijo-, vi dos veces a alguien, pero ya no era la mujer morena. Era otra persona. Como tuve miedo, apenas me volví y me fui corriendo en cuanto hice el círculo. No tuve valor para llegar hasta el final de mi proyecto, es decir, volverme y correr tras él para ver su rostro. Era… una silueta pequeña. Un ser extraño, incalificable, ni hombre ni mujer. Como ven, no sé nada.

– ¿Por qué llevaba usted siempre un maletín? -intervino Adamsberg.

– Mi maletín -dijo Le Nermord-, con mis papeles. Después de hacer los círculos, me iba en metro lo más deprisa posible. Estaba tan nervioso que necesitaba leer, sumergirme en mis notas, volver a sentirme profesor. No sé cómo explicarme mejor. ¿Qué van a hacer ustedes ahora conmigo?

– Es probable que quede en libertad -dijo Adamsberg-. El juez de instrucción no se arriesgará a cometer un error judicial.

– Evidentemente -dijo Danglard-. Ahora todo ha cambiado.

Le Nermord empezó a sentirse mejor. Pidió un cigarrillo y lo vació en su pipa.

– Es simple formalidad, pero desearía, a pesar de todo, visitar su domicilio -dijo Adamsberg.

Danglard, que nunca había visto a Adamsberg perder el tiempo llevando a cabo las simples formalidades, le miró sin comprender.

– Haga lo que quiera -dijo Le Nermord-. Pero ¿qué busca? Les he dicho que aportaría todas las pruebas.

– Ya lo sé. Confío en usted. Pero no busco algo palpable. Mientras, convendría que repitiera todo esto a Danglard, para su declaración.

– Sea honesto, comisario. Como «hombre de los círculos», ¿qué puede pasarme?

– En mi opinión, no mucho -dijo Adamsberg-. No ha habido escándalo nocturno ni alteración de la tranquilidad pública en el sentido estricto del término. El hecho de que usted haya suscitado en otro la idea del crimen no le afecta. No siempre se es responsable de las ideas que se dan a los demás. Su manía ha causado tres muertos, pero no es culpa suya.

– Jamás lo habría imaginado. Lo siento muchísimo -murmuró Le Nermord.

Adamsberg salió sin decir una palabra y Danglard le odió por no haber sido un poco más humano con aquel hombre. Sin embargo, había visto al comisario desplegar sus dotes de seducción para atraerse la simpatía de desconocidos e incluso de imbéciles. Y hoy, no había concedido la menor migaja de humanidad al anciano.


A la mañana siguiente, Adamsberg pidió ver a Le Nermord una vez más. Danglard estaba enfadado. Le hubiera gustado que dejaran al anciano en paz. Y encima Adamsberg elegía el último minuto para convocarle, cuando apenas había intervenido durante los días anteriores.

Así pues, Le Nermord fue llamado de nuevo. Entró tímidamente en la comisaría, aún un poco vacilante y pálido. Danglard le observó.

– Ha cambiado -murmuró a Adamsberg.

– No lo sé -respondió Adamsberg.

Le Nermord se sentó en el borde de la silla y preguntó si podía fumar en pipa.

– He estado reflexionando esta noche -dijo metiendo la mano en el bolsillo para buscar las cerillas-. En realidad toda la noche. Y ahora me importa un bledo que todo el mundo sepa la verdad sobre mí. Acepto tal como es mi lamentable personaje de hombre de los círculos, como me llama la prensa. Al principio, cuando empecé, tenía la impresión de haber alcanzado con ello un gran poder. En realidad, supongo que yo era un hombre vanidoso y grotesco. Y luego todo se estropeó. Ha habido dos crímenes. Y mi Delphie. ¿De qué sirve intentar esquivar todo eso? ¿De qué sirve intentar, disimulándolo ante los demás, hacer una chapuza con un futuro que de todas formas he destrozado, masacrado? No. He sido el hombre de los círculos. Peor para mí. Por esa razón, por culpa de mis «frustraciones», ésa es la palabra de Vercors-Laury, ha habido tres muertos. Y Delphie.

Apoyó la cabeza entre las manos, y Danglard y Adamsberg esperaron en silencio, sin mirarse. Y luego, el viejo Le Nermord se frotó los ojos con la manga de su impermeable, como un vagabundo, como si abandonara todo el prestigio que había tardado tantos años en construir.

– Así que es inútil que les suplique que mientan a la prensa -añadió haciendo un esfuerzo-. Tengo la impresión de que lo mejor es que intente asumir lo que soy y lo que he hecho, y no enarbolar este maldito maletín de profesor para protegerme. Sin embargo, como soy un cobarde a pesar de todo, prefiero irme de París, ahora que todo va a saberse. Compréndanlo, me cruzo con demasiadas caras conocidas por la calle. Si ustedes me dan la autorización, me gustaría exiliarme en el campo. Me horroriza el campo. Compré la casa para Delphie. Me servirá de refugio.

Le Nermord esperó expectante la respuesta, acariciándose la mejilla con la cazoleta de la pipa, la expresión inquieta y desdichada.

– Está usted totalmente en su derecho -dijo Adamsberg-. Déjeme su dirección, es lo único que le pediré.

– Gracias. Pienso que podré instalarme allí dentro de quince días. Lo voy a vender todo. Bizancio se acabó.

Adamsberg dejó pasar un nuevo silencio antes de preguntar:

– No es usted diabético, ¿verdad?

– Es una pregunta muy extraña, comisario. No, no soy diabético. ¿Es… es importante para usted?

– Bastante. Le voy a molestar por última vez, pero por una tontería. Sin embargo es una tontería que busca en vano una explicación y espero que usted me ayude. Todos los testigos que le han visto han dicho que dejaba un olor al pasar. Un olor a manzana podrida para unos, a vinagre o licor para otros. Al principio creí que era usted diabético, pues la diabetes, como usted seguramente sabe, les produce a los enfermos un ligero olor a fermentación. Pero no es su caso. Para mí, usted sólo huele a tabaco rubio. Entonces pensé que ese olor venía sin duda de su ropa, o de un armario de ropa. Ayer me permití, en su casa, oler todos los roperos, los armarios, los arcones, las cómodas, y todos los trajes. Nada. Olía a madera vieja, olía a tintorería, olía a pipas, libros, a tiza incluso, pero nada a ácido, nada a fermentado. Estoy decepcionado.

– ¿Qué debo decirle? -preguntó Le Nermord, estupefacto-. ¿Cuál es su pregunta exactamente?

– ¿Cómo lo explica usted?

– ¡No lo sé! Nunca he advertido ese olor. Incluso es bastante humillante enterarme de que existe.

– Quizá yo tenga una explicación. Que el olor viene de otra parte, de un armario que se encuentra fuera de su casa, y en el que usted dejaba su ropa de hombre de los círculos.

– ¿Mi ropa de hombre de los círculos? ¡Pero si no llevaba un atuendo especial! ¡No he llevado el ridículo hasta el extremo de hacerme un traje para semejante circunstancia! No, comisario. Además, sus testigos también han tenido que decirle que iba vestido de forma normal, como hoy. Siempre llevo más o menos la misma ropa: unos pantalones de franela, una camisa blanca, una chaqueta de espiguilla y un impermeable. Casi nunca me visto de otra manera. ¿Qué interés podía tener en salir de mi casa con una chaqueta de espiguilla, y dirigirme «a otra parte» para ponerme otra chaqueta de espiguilla, y además que oliera mal?

– Eso es lo que le pregunto.

Le Nermord volvía a tener una expresión lamentable, y Danglard, una vez más, odió a Adamsberg. Pensándolo bien, al comisario no se le daba tan mal la tortura.

– Me gustaría ayudarle -dijo Le Nermord temblándole la voz-, pero me pide demasiado. Soy incapaz de entender esa historia del olor y por qué es tan interesante.

– Si se descubre, no es interesante.

– Es posible, después de todo, que en la fiebre de la acción, porque los círculos me producían mucha emoción, haya podido emitir una especie «de olor a miedo». Es posible, después de todo. Al parecer, existe. Cuando después me recuperaba en el metro, estaba empapado de sudor.

– No pasa nada -dijo Adamsberg haciendo dibujos directamente en la mesa-. Olvídelo. Con frecuencia se me ocurren ideas fijas y descabelladas. Le voy a dejar ir, señor Le Nermord. Espero que encuentre la paz en el campo. Hay gente que la encuentra.

¡Paz en el campo! Irritado, Danglard suspiró ruidosamente. De todas formas, todo en el comisario le irritaba esa mañana, sus rodeos desprovistos de sentido, sus interrogatorios inútiles, su banalidad, en una palabra. En ese momento deseó tomar una copa de vino blanco. Demasiado temprano. Sin duda demasiado temprano, reprímete, Dios mío.

Le Nermord les dirigió una trágica sonrisa y Danglard intentó consolarle estrechándole muy fuerte la mano. Sin embargo, la mano de Le Nermord estaba como muerta. «Está perdido», pensó Danglard.

Adamsberg se levantó para ver cómo Le Nermord se alejaba por el pasillo, con su maletín negro y la espalda encorvada, más delgado que nunca.

– Pobre tipo -dijo Danglard-, está jodido.

– Yo hubiera preferido que fuera diabético -dijo Adamsberg.


Adamsberg pasó el final de la mañana leyendo Ideología y sociedad bajo Justiniano. A Danglard, casi tan agotado como su víctima por su combate con el hombre de los círculos, le hubiera gustado que Adamsberg dejara de una vez de pensar en él y continuara la investigación de otra manera. Se sentía tan saturado de Augustin-Louis Le Nermord que por nada del mundo habría podido leer una línea de él. Habría tenido la impresión, en cada palabra, de que veía inclinarse hacia él los rasgos confusos y la mirada fija, de un azul sucio, del bizantinista, reprochándole su ensañamiento.

Danglard fue a reunirse con él hacia la una. Adamsberg seguía sumido en la lectura. Recordó que el comisario había dicho que leía todas las palabras, una tras otra. Adamsberg no levantó la cabeza pero oyó entrar a Danglard.

– Danglard, ¿recuerda la revista de modas que estaba en el bolso de la señora Le Nermord?

– ¿La que usted hojeó en el furgón? Debe de seguir en el laboratorio.

Adamsberg llamó y pidió que le bajaran la revista si habían terminado con ella.

– ¿Qué le preocupa? -le preguntó Danglard.

– No lo sé. Por lo menos hay tres cosas que me preocupan: el olor a manzana podrida, el buen doctor Gérard Pontieux y esa revista de modas.

Adamsberg volvió a llamar a Danglard un poco más tarde. Tenía una hojita en la mano.

– Son horarios de trenes -dijo Adamsberg-. Hay uno que sale dentro de cincuenta y cinco minutos a Marcilly, el pueblo natal del doctor Pontieux.

– Pero ¿qué tiene contra el doctor?

– Tengo en su contra que es un hombre.

– ¿Otra vez esa historia?

– Ya se lo he dicho, Danglard, soy muy lento. ¿Cree que puede coger ese tren?

– ¿Hoy?

– Por favor. Quiero saberlo todo sobre el doctor. Allí encontrará usted personas que le conocieron de joven, antes de que se marchara a abrir su consulta en París. Interróguelas. Quiero saber. Todo. Algo se nos ha escapado.

– Pero ¿cómo quiere que interrogue a la gente sin tener la menor idea de lo que usted busca?

Adamsberg movió la cabeza.

– Vaya, y haga todas las preguntas del mundo. Confío en usted. Y no olvide llamarme.

Adamsberg despidió a Danglard y, con la mente completamente ausente, bajó a buscar algo de comer. Engulló el almuerzo frío camino de la Biblioteca Nacional.

A la entrada de la biblioteca, sus viejos pantalones de lona negra y su camisa arremangada hasta los codos no produjeron buena impresión. Enseñó su placa y dijo que quería consultar la totalidad de la obra de Augustin-Louis Le Nermord.


Danglard llegó a las 18.10 a la estación de Marcilly. A la hora en que se empieza a tomar vino blanco en los bares. Había seis cafés en Marcilly; los visitó todos y encontró muchos viejos que podían hablar de Gérard Pontieux. Sin embargo, lo que contaban no tenía ningún interés para Danglard. Se aburrió mucho recorriendo la vida del joven Gérard, sobre todo porque no había tenido incidencias notables. A Danglard le habría parecido más pertinente preguntar por su carrera de médico. Nunca se sabe, una eutanasia, un error en el diagnóstico… Pueden ocurrir montones de cosas. Pero no era eso lo que le había pedido Adamsberg. El comisario le había enviado allí, donde nadie estaba al corriente de lo que Pontieux había hecho después de cumplir veinticuatro años.

Hacia las diez de la noche, vagaba solo por Marcilly, después de haber bebido mucho vino local y sin haber descubierto nada. No quería volver a París con las manos tan vacías. Quería seguir intentándolo, pero no le hacía ninguna gracia verse obligado a pasar la noche allí. Llamó a los niños para mandarles un beso. Luego fue a la dirección que le había dado el último camarero, en la que debía encontrar una habitación en una casa particular. La dueña de la casa era una señora anciana que le sirvió otro vaso de vino local. A Danglard le entraron ganas de confiar sus preocupaciones a aquella vieja y vivísima mirada.


Sin decir nada a nadie, Mathilde había estado muy preocupada toda la semana. En primer lugar, no le había gustado oír a Charles volver a la una y media de la mañana y enterarse al despertar del nuevo asesinato de una mujer. Y, para empeorar las cosas, Charles se había estado riendo sarcásticamente toda la tarde del día siguiente de un modo absolutamente malvado. Harta, le había echado diciéndole que volviera a verla cuando se hubiera calmado. Sin embargo le preocupaba, no valía la pena intentar disimularlo. En cuanto a Clémence, había regresado justo a la mitad de la misma noche, deshecha en lágrimas. Totalmente hundida. Mathilde había pasado una hora, sin éxito, intentando poner orden. Y luego, al borde de un ataque de nervios, Clémence había decidido que necesitaba cambiar un poco de aires, hacer una pausa en los anuncios. Lo de los anuncios era demasiado duro. Mathilde había dado el visto bueno inmediatamente y la había mandado al Picón a hacer la maleta y descansar antes de marchar. Se sentía avergonzada porque, al oír salir a Clémence por la mañana, que intentaba no despertarla andando con cuidado por la escalera, había pensado: «Soy libre durante cuatro días». Clémence había prometido estar de vuelta en el Picón el miércoles para terminar la clasificación que había empezado. Sin duda presentía que su amiga costurera no desearía tenerla con ella demasiado tiempo. La vieja Clémence era bastante lúcida. Realmente, ¿qué edad podía tener?, se preguntó Mathilde. Sesenta, setenta, quizá más. Sin embargo, sus ojos oscuros y enrojecidos en los bordes, sus dientes afilados, hacían muy difíciles las aproximaciones.


A lo largo de la semana, Charles había continuado encadenando malvadas expresiones sobre su bello rostro, y Clémence no había vuelto como había prometido. Las diapositivas en proceso de clasificación seguían esparcidas sobre la mesa. Fue Charles el primero en decir que resultaba inquietante, pero que no sería una mala cosa si la vieja había seguido a un hombre cualquiera en un tren y se la habían cargado. Aquello hizo que Mathilde se preocupara aún más. Y el viernes por la noche, al ver que la musaraña seguía sin regresar, estuvo a punto de ponerse a buscarla y llamar a la costurera.

Y luego Clémence apareció. «Mierda», dijo Charles, que se había instalado en el sofá de Mathilde tocando con la punta de los dedos un libro en braille. Sin embargo, Mathilde se sintió aliviada. Pero mirando a los dos invadiendo su casa, él, magnífico y recostado en su sofá, con su bastón blanco posado en la alfombra, y ella, quitándose el abrigo de nailon y dejándose la gorra en la cabeza, Mathilde se dijo que algo no marchaba bien en su casa.


Adamsberg vio aparecer a Danglard en su despacho a las nueve de la mañana, con un dedo apretándose la frente, pero en un auténtico estado de excitación. Dejó caer su corpachón en la butaca y respiró profundamente varias veces.

– Perdóneme -dijo-, estoy sin aliento porque he corrido para venir. Cogí el primer tren en Marcilly, esta mañana. Ha sido imposible reunirme con usted, no estaba durmiendo en su casa.

Adamsberg separó las manos como diciendo: «¿Qué quiere que haga? No siempre elegimos las camas en las que dormimos».

– La genial anciana en cuya casa me alojé -dijo Danglard entre dos suspiros- había conocido mucho a su doctor. Le conocía tan bien que hasta él le había hecho confidencias. No me sorprende porque es una mujer profundamente sutil. Gérard Pontieux se comprometió, como ella dijo, con la hija de unos farmacéuticos, bastante fea y bastante rica. Necesitaba pasta para abrir su consulta. Y luego, en el último minuto, sintió asco de sí mismo. Se dijo que si empezaba así, en la infamia, no valía la pena confiar en hacer una honesta carrera como médico. Entonces se echó atrás y abandonó a la chica al día siguiente de la petición de mano, dirigiéndole una cobarde cartita. En resumen, nada muy grave, ¿verdad? Nada muy grave, excepto el nombre de la chica.

– Clémence Valmont -dijo Adamsberg.

– Exacto -dijo Danglard.

– Acompáñeme allí -dijo Adamsberg aplastando en el cenicero el cigarrillo a medio fumar.


Llegaron ante la puerta del 44 de la Rué des Patriarches veinte minutos más tarde. Era sábado y no se oía el menor ruido. Nadie respondió al telefonillo en casa de Clémence.

– Inténtelo en casa de Mathilde Forestier -dijo Adamsberg, por una vez casi tenso de impaciencia.

– Jean-Baptiste Adamsberg -dijo por el telefonillo-. Ábrame, señora Forestier. Dése prisa.

Corrió hasta la Trigla voladora, en la segunda planta, y Mathilde les abrió la puerta.

– Necesito una llave de arriba, señora Forestier. Una llave de la casa de Clémence. ¿Tiene usted una copia?

Mathilde, sin hacer preguntas, fue a buscar un manojo de llaves que llevaba la etiqueta «Picón».

– Les acompaño -dijo, con la voz aún más ronca por la mañana que durante el día-. Estoy muy preocupada, Adamsberg.

Entraron los tres en casa de Clémence. No quedaba nada. Ni rastro de vida, ni abrigos en el perchero ni papeles sobre las mesas.

– Qué mierda, se ha ido -dijo Danglard.

Adamsberg paseó por el salón, más lentamente que nunca, mirándose los pies y abriendo luego un armario vacío, un cajón, volviendo a pasear. «No piensa en nada», se dijo Danglard, exasperado, sobre todo exasperado por su fracaso. Le hubiera gustado que Adamsberg explotara de furia, actuara y reaccionara, se agitara, diera órdenes y saliera del atolladero de una forma u otra, pero no valía la pena esperar que hiciera algo así. Al contrario, aceptó con una amplia sonrisa el café que le ofreció Mathilde, que estaba aterrada.

Adamsberg llamó a la comisaría desde su casa e hizo una descripción de Clémence Valmont lo más precisa posible.

– Lleven esta descripción a todas las estaciones, aeropuertos, puestos fronterizos y todas las gendarmerías. En una palabra, organicen la batida habitual. Y envíen aquí un hombre de guardia. El apartamento debe estar vigilado.

Colgó sin hacer ruido y se tomó el café como si nada grave hubiera ocurrido.

– Debe tranquilizarse. No tiene buen aspecto -dijo a Mathilde-. Danglard, intente explicar todo lo que pasa a la señora Forestier con delicadeza. Perdone que no lo haga yo. Me parece que me explico mal.

– ¿Ha leído en los periódicos que Le Nermord ha sido exculpado de los crímenes, y que él era el hombre de los círculos? -empezó Danglard.

– Por supuesto -dijo Mathilde-, incluso vi su foto. Ése era el hombre al que seguí, y ése el hombre que comía en el pequeño restaurante de Pigalle hace ocho años. ¡Inofensivo! ¡Me harté de repetírselo a Adamsberg! Humillado, frustrado, todo lo que ustedes quieran, pero ¡inofensivo! ¡Se lo dije, comisario!

– Sí, lo dijo. Y yo no -repuso Adamsberg.

– Exactamente -recalcó Mathilde-. Pero, la musaraña, ¿qué pasa con ella? ¿Por qué la buscan? Volvió del campo ayer por la noche, restablecida, exultante. No entiendo por qué ha vuelto a largarse.

– ¿Le ha hablado alguna vez de aquel novio que la abandonó de golpe y porrazo?

– Más o menos -dijo Mathilde-. Aunque no la marcó tanto como se hubiera podido creer. No irán ustedes a lanzarse a esa clase de psicoanálisis de tres al cuarto, ¿verdad?

– No tenemos más remedio -dijo Danglard-. Gérard Pontieux, la segunda víctima, era él. Fue su novio hace cincuenta años.

– Están desvariando -dijo Mathilde.

– No, vengo de allí -dijo Danglard-, del pueblo natal de ambos. Ella no es de Neuilly, Mathilde.

Adamsberg advirtió rápidamente que Danglard llamaba «Mathilde» a la señora Forestier.

– La rabia y la locura se han abierto paso durante cincuenta años -prosiguió Danglard-. Tras llegar al término de una vida que ella consideraba fracasada, finalmente se volcó del lado del deseo de asesinar. La ocasión se presentó con el hombre de los círculos. Era el momento, entonces o nunca, de llevar a cabo su proyecto. Nunca perdió el rastro de Gérard Pontieux, el objeto de todas sus obsesiones. Sabía dónde vivía. Entonces abandonó Neuilly y, para encontrar al hombre de los círculos, se dirigió a usted, Mathilde. Sólo usted podía conducirla a él. Y a los círculos. En primer lugar asesinó a esa mujer gorda a la que no conocía, para iniciar una «serie». Luego degolló a Pontieux. Le produjo tanta satisfacción que se ensañó con él. Por último, temiendo que la investigación descubriera demasiado deprisa al hombre de los círculos y se entretuviera en el caso del doctor, mató a la propia mujer del hombre de los círculos, Delphine Le Nermord. Entonces, para ser coherente, la degolló como a Pontieux, para que ninguna diferencia resaltara en el doctor y nos hiciera prestarle atención. Aparte de que era un hombre.

Danglard dirigió una mirada a Adamsberg, que no decía nada y le hizo una seña con los ojos para que continuara.

– Su último crimen nos condujo directamente al hombre de los círculos, tal como ella había previsto. Sin embargo, Clémence Valmont tiene una mente tortuosa y simple a la vez. Ser el hombre de los círculos al mismo tiempo que el asesino de su mujer era realmente demasiado. Era imposible, a menos que fuera un demente. Le Nermord ha sido liberado. Ella se enteró anoche por la radio. Una vez exculpado Le Nermord, todo podía cambiar. Su plan perfecto se iba a la mierda. Aún tenía tiempo de escapar. Y lo ha hecho.

Aterrada, la mirada de Mathilde iba de uno a otro. Adamsberg dejó que se hiciera a la idea. Sabía que podía llevarle cierto tiempo, que seguramente se debatiría.

– No es posible -dijo Mathilde-, ella jamás habría tenido la fuerza física que se necesitaba. ¿Acaso no recuerdan que es una mujer delgada y menuda?

– Existen mil formas de esquivar un obstáculo -dijo Danglard-. Cualquiera puede hacerse el enfermo en una acera, esperar que un transeúnte preocupado se agache sobre él y matarle. Recuerde, Mathilde, que todas las víctimas fueron primero asesinadas.

– Sí, lo recuerdo -dijo Mathilde, echando hacia atrás una y otra vez los cabellos negros que le caían en mechones lacios sobre la frente-. Y con el doctor, ¿cómo pudo hacerlo?

– Muy fácilmente. Consiguió que fuera al lugar deseado.

– Y él, ¿por qué fue?

– ¡Está claro! Una amiga de juventud que le llama, que le necesita. Entonces lo olvida todo y acude.

– Por supuesto -dijo Mathilde-. Seguramente tienen razón.

– Y las noches de los crímenes, ¿estaba aquí? ¿Lo recuerda?

– A decir verdad, desaparecía casi todas las noches, para acudir a sus citas, según decía, como la otra noche. ¡Interpretó ante mí una maldita y jodida comedia! ¿Por qué no dice nada, comisario?

– Trato de reflexionar.

– Y ¿a qué conclusiones llega?

– A ninguna, pero ya estoy acostumbrado.

Mathilde y Danglard intercambiaron una mirada. Se habían quedado un poco desconsolados. Sin embargo, Danglard no estaba de humor para criticar a Adamsberg. Clémence había desaparecido, eso era verdad, pero a pesar de todo, Adamsberg había sabido comprender y había sabido enviarle a Marcilly.

Adamsberg se levantó sin avisar, hizo un gesto inútil y lánguido, dio las gracias a Mathilde por el café y pidió a Danglard que enviara a los del laboratorio al apartamento de Clémence Valmont.

– Me marcho -añadió, para no irse sin decir nada, para darles una explicación, para no herirles.

Danglard y Mathilde siguieron juntos mucho rato. No podían dejar de hablar de Clémence, de intentar comprender. El novio que se va, el devastador encadenamiento de los anuncios por palabras, la neurosis, los dientes afilados, las repugnantes impresiones, las ambigüedades. De cuando en cuando, Danglard subía a ver qué estaban haciendo los tipos del laboratorio y volvía a bajar diciendo: «Están en el cuarto de baño». Mathilde seguía sirviendo café añadiéndole agua tibia. Danglard se sentía bien. Con mucho gusto se habría quedado allí toda la vida, acodado a la mesa en la que nadaban los peces, bajo la luz de la cara morena de la reina Mathilde. Ella habló de Adamsberg, preguntó qué había hecho para comprender.

– No tengo la menor idea -dijo Danglard-. Sin embargo le he visto actuar, o a veces no hacer nada. En unos momentos despreocupado y superficial como si no hubiera sido poli en toda su vida, y en otros con la cara contraída, tensa, preocupada hasta el punto de no oír nada de lo que había a su alrededor. Aunque preocupado ¿por qué? Ésa es la cuestión.

– No parece contento -dijo Mathilde.

– Es verdad. Es porque Clémence ha escapado.

– No, Danglard. Es otra cosa la que preocupa a Adamsberg.

Leclerc, un tipo del laboratorio, entró en la habitación.

– Se trata de las huellas, inspector. No hay ninguna. Lo limpió todo, o bien llevó guantes todo el tiempo. Nunca había visto nada igual. Pero está el cuarto de baño. He encontrado una gota de sangre seca en la pared, detrás de la tubería del lavabo.

Danglard subió rápidamente tras él.

– Debió de lavar algo -dijo incorporándose-. Los guantes, quizás, antes de tirarlos. No se encontraron junto a Delphine. Declerc, mándelo a analizar urgentemente. Si es la sangre de la señora Le Nermord, Clémence está perdida.


El análisis lo confirmó unas horas más tarde, la sangre era de Delphine Le Nermord. Empezó la caza de Clémence.

Ante esta noticia, Adamsberg se quedó taciturno. Danglard recordó las tres cosas que garabateaba el comisario. El doctor Pontieux. Pero eso ya estaba aclarado. Faltaba la revista de modas. Y la manzana podrida. Seguramente estaba muy preocupado por la manzana podrida. ¿Qué coño podía importar eso ahora? Danglard pensó que Adamsberg tenía una forma distinta de la suya de echar a perder su existencia. Le parecía que, a pesar de su lánguido comportamiento, Adamsberg poseía un modo eficacísimo de no relajarse jamás.


La puerta entre el despacho del comisario y el suyo permanecía, la mayor parte del tiempo, abierta. Adamsberg no necesitaba aislarse para estar solo. Por ello, Danglard iba y venía, dejaba informes, le leía una nota, volvía a salir, o bien se sentaba a charlar un momento. Entonces ocurría, aún más a menudo desde la huida de Clémence, que Adamsberg no estaba receptivo a nada y que continuaba su lectura sin levantar los ojos hacia él, pero sin que aquella falta de atención resultara hiriente porque no era voluntaria.

Además, consideraba Danglard, se trataba más de ensimismamiento que de falta de atención. Porque Adamsberg estaba atento. Pero ¿a qué? Por otra parte tenía una curiosa forma de leer, generalmente de pie, con los brazos apretados en el pecho y la mirada inclinada hacia las notas esparcidas sobre su mesa. Podía permanecer así, de pie, durante horas. Danglard, que todos los días se sentía con el cuerpo cansado y las piernas poco estables, se preguntaba cómo podía mantenerse en esa posición.

En ese momento Adamsberg estaba de pie, mirando un pequeño cuadernillo de notas con las páginas vacías, abierto sobre su mesa.

– Hace dieciséis días -dijo Danglard sentándose.

– Sí -dijo Adamsberg.

Esta vez su mirada abandonó la lectura para dirigirse hacia Danglard, aunque no había, realmente, nada que leer en el pequeño cuadernillo.

– No es normal -repuso Danglard-. Deberíamos haberla encontrado. Tendrá que desplazarse, comer, beber, dormir en alguna parte. Y su descripción está en todos los periódicos. No puede escapar a nuestra investigación. Sobre todo con un físico como el suyo. Sin embargo, el hecho está ahí: se nos escapa.

– Sí -dijo Adamsberg-. Se nos escapa. Hay algo que falla.

– Yo no diría eso -dijo Danglard-. Yo diría que dedicamos demasiado tiempo a encontrarla, pero que lo conseguiremos. Sin embargo, la vieja sabe ser discreta. En Neuilly no era muy conocida. ¿Qué han dicho de ella los vecinos? Que no molestaba a nadie, que era independiente, que no era guapa, siempre con ese jodido gorro en la cabeza, y que tenía una verdadera adicción a los anuncios por palabras. No se les ha podido sacar más. Vivió veinte años allí y nadie sabe si tenía amigos en alguna parte, nadie le conoce el menor desliz y nadie recuerda cuándo se fue exactamente. Al parecer, nunca iba de vacaciones. Hay gente así, que pasa por la vida sin que nadie advierta su existencia. No es sorprendente que haya llegado al crimen. Pero es una cuestión de días. La encontraremos.

– No. Hay algo que falla.

– ¿Qué es lo que hay que entender?

– Es lo que intento saber.

Desanimado, Danglard se levantó, en tres pesados movimientos (el torso, los muslos, las piernas) y dio la vuelta a la habitación.

– Me gustaría intentar saber lo que usted intenta saber -dijo.

– Tome, Danglard, el laboratorio puede recuperar la revista de modas. Yo he terminado.

– Terminado ¿el qué?

Danglard quería volver a su despacho, nervioso de antemano por aquella discusión que no conducía a nada, pero no podía evitar sospechar que a Adamsberg le daban vueltas en la cabeza pensamientos, si no hipótesis, que despertaban su curiosidad. Aunque sospechara que esos pensamientos aún no estaban disponibles ni siquiera para el propio Adamsberg.

Adamsberg volvió a mirar el cuadernillo de notas.

– La revista de modas -dijo- incluía un artículo firmado por Delphine Vitruel. O, si lo prefiere, el nombre de soltera de Delphine Le Nermord. La jefa de redacción me ha informado de que colaboraba regularmente en su revista, entregándole casi una vez al mes artículos sobre los que viven del aire, las fluctuaciones de la moda, el entusiasmo por los vestidos con cancanes o las costuras de las medias.

– ¿Y le ha interesado?

– Enormemente. He leído toda la colección. Me ha llevado mucho tiempo. Y luego la manzana podrida. Empiezo a comprender cosas.

Danglard movió la cabeza.

– ¿Qué pasa con la manzana podrida? -preguntó-. ¡No vamos a reprochar a Le Nermord que sudara miedo! ¿Por qué seguir pensando en él, por los clavos de Cristo?

– Todo lo que es pequeño y cruel me preocupa. Usted ha escuchado demasiado a Mathilde y ahora defiende al hombre de los círculos.

– No hago nada de eso. Simplemente me ocupo de Clémence y le dejo tranquilo.

– Yo también me ocupo de Clémence, sólo de Clémence. Pero eso no cambia el hecho de que Le Nermord sea un ser abyecto.

– Comisario, hay que ser parco en el desprecio en razón del gran número de menesterosos. Y no soy yo el que lo dice.

– Entonces, ¿quién?

– Chateaubriand.

– Otra vez… Pero ¿qué le ha hecho?

– Daño, sin duda. Pero dejémoslo. Sinceramente, comisario, ¿cree que el hombre de los círculos merece tanto odio? A pesar de todo es un gran historiador.

– Eso habría que verlo.

– Abandono -dijo Danglard sentándose-. Cada loco con su tema. Yo, a la que tengo en la cabeza, es a Clémence. Tengo que encontrarla. Está en alguna parte y daré con ella. Es fundamental. Es lógico.

– Pero -dijo Adamsberg sonriendo- una lógica estúpida es el demonio de los espíritus débiles. Y no soy yo el que lo dice.

– ¿Quién lo dice?

– La diferencia con usted es que yo no sé quién lo dijo. Pero me gusta mucho esa frase, me ayuda, ¿comprende? Soy tan poco lógico… Voy a dar un paseo, Danglard, lo necesito.


Adamsberg paseó hasta la noche. Era la única forma que había encontrado de poner en orden sus pensamientos. Era como si, gracias al movimiento de la caminata, los pensamientos estuvieran debatiéndose como las partículas en un líquido, a pesar de que los más pesados caían al fondo y los más finos se quedaban en la superficie. Al final, no sacaba de todo ello conclusiones definitivas, sino un panorama decantado de sus ideas, organizadas por orden de gravedad. En primer término aparecían cosas como el pobre viejo Le Nermord, su adiós a Bizancio, el tubo de la pipa entre sus incisivos, ni siquiera amarillentos por el tabaco. Dentadura postiza. Y luego la manzana podrida, Clémence la asesina, desapareciendo con su gorra negra, sus cazadoras de nailon, sus ojos rodeados de un tono rojo.

Se quedó paralizado. A lo lejos una joven llamaba a un taxi. Ya era tarde, distinguía mal, corrió. Y luego fue demasiado tarde y el esfuerzo resultó inútil porque el taxi se alejó. Entonces se quedó allí, en el borde de la acera, jadeando. ¿Por qué había corrido? Habría estado bien ver a Camille subir a un taxi sin correr por ello. Sin pensar siquiera en alcanzarla.

Apretó las manos en el interior de los bolsillos de la chaqueta. Un poco de emoción. Era normal.

Normal. Inútil reconocer que no era para tanto. Ver a Camille, quedarse sorprendido, correr, es normal estar un poco emocionado. Es la sorpresa, o la velocidad. Las manos de cualquier persona temblarían exactamente igual.

Pero ¿realmente era ella? Probablemente no. Vive en el fin del mundo. Es preciso que esté en el fin del mundo, es indispensable. Sin embargo, el perfil, el cuerpo, la forma de agarrarse a la ventanilla con las dos manos para hablar con el conductor… ¿Entonces? Nada excepcional. Camille está en la otra punta del mundo. No hay la menor duda y por lo tanto no hay razón alguna para seguir preocupándose por esa chica y ese taxi.

¿Y si era Camille? Bueno, si era Camille, la había perdido. Eso era todo. Había cogido un taxi para regresar al fin del mundo. Por lo tanto era inútil reflexionar, nada había cambiado. La noche sobre Camille, siempre. Aparición. Desaparición.

Siguió su camino, más tranquilo, repitiendo vagamente esas dos palabras. Quiso dormirse rápidamente para olvidar la pipa del viejo Le Nermord, la gorra de Clémence, el pelo enmarañado de la querida pequeña.

Y eso fue lo que hizo.


La semana siguiente no aportó ninguna noticia sobre Clémence. Danglard languidecía en una somnolencia etílica a partir de las tres de la tarde, que interrumpía con algunas explosiones verbales de impotencia. Decenas de personas habían visto a la asesina en Francia. Una mañana tras otra, Danglard llevaba al despacho de Adamsberg los informes negativos de las investigaciones realizadas.

– Informe de la investigación en Montauban. Otro fracaso -decía Danglard.

Y Adamsberg levantaba la cabeza para responder: «Muy bien. Perfecto». Y eso era peor todavía. Danglard creía que ni siquiera leía los informes. Por la tarde seguían en el mismo lugar en que los había dejado por la mañana. Entonces los recogía para archivarlos en el expediente de Clémence Valmont.

Danglard no podía evitar echar la cuenta. Hacía veintisiete días que Clémence Valmont había desaparecido. Con frecuencia, Mathilde llamaba a Adamsberg para tener noticias de la musaraña. Danglard le oía responder: «No hay nada. No, no abandono, ¿qué le hace pensarlo? Espero unos pequeños datos. En este momento, no hay nada apremiante».

Nada apremiante. La palabra clave de Adamsberg. Danglard estaba al borde de un ataque de nervios, mientras Castreau, muy cambiado, parecía tomar las cosas de la vida con una inusitada tolerancia.

Reyer había acudido varias veces a petición de Adamsberg. Danglard le encontraba menos hosco que antes. Se preguntaba si era porque ahora conocía bien la comisaría y podía ir más a gusto a lo largo de las paredes guiándose con la punta de los dedos, o si el descubrimiento de la asesina había ahuyentado sus inquietudes. Lo que Danglard no quería imaginar a ningún precio era que el ciego guapo fuera menos hosco porque Mathilde le hubiera abierto su cama. Eso ni hablar. Aunque, ¿cómo saberlo? Había asistido al principio de su entrevista con el comisario.

– Usted -decía Adamsberg-, como no ve, ve de otra manera. Lo que me gustaría es que me hablara de Clémence Valmont durante todas las horas posibles, que me describiera todas las impresiones que produjo en sus oídos, todas las sensaciones que le despertó su presencia, todos los detalles que usted haya podido adivinar acercándose a ella, oyéndola, sintiéndola. Cuanto más sepa de ella, más fácil será para mí. Y usted, Reyer, usted es, junto con Mathilde, el que más la ha conocido. Y sobre todo conoce las cosas de lo infravisible. Todo lo que dejamos de lado porque nuestra mirada toma una imagen rápida que basta para satisfacernos.

Cada vez, Reyer se había quedado mucho tiempo. Por la puerta abierta, Danglard veía a Adamsberg apoyado en la pared escuchándole con enorme atención.


Eran las tres y media de la tarde. Adamsberg abrió el cuadernillo de notas por la página tres. Esperó un buen rato y luego escribió:


Mañana iré al campo a buscar a Clémence. Creo que no me he equivocado. Ya no recuerdo a partir de cuándo encontré esto, debí apuntarlo. ¿Totalmente a partir del principio? ¿O a partir de la manzana podrida? Todo lo que me ha contado Reyer concuerda con mi idea. Ayer caminé hasta la estación del Este. Me pregunté por qué soy poli. Seguramente porque en este oficio hay cosas que buscar con posibilidades de encontrarlas. Eso consuela de lo demás. Porque, en el resto de la vida, nadie nos pide que busquemos nada, y no nos arriesgamos a encontrar porque no sabemos lo que buscamos. Por ejemplo las hojas de los árboles: aún no comprendo exactamente por qué las dibujo. Alguien me dijo ayer en un café de la estación del Este que el mejor modo de no tener miedo a la muerte es llevar una vida de gilipollas. Así no hay nada que lamentar. No me pareció una buena solución.

Pero yo no tengo miedo a la muerte, no especialmente. Así que, en realidad, aquello no tenía nada que ver conmigo. Tampoco tengo miedo a estar solo.

Me doy cuenta de que tengo que renovar todas mis camisas. Lo que me gustaría es encontrar un atuendo universal. Entonces compraría treinta ejemplares, y ya no tendría que preocuparme del problema de la ropa hasta el fin de mis días. Cuando le expliqué esto a mi hermana, lanzó un grito. La sola idea de un atuendo universal le espanta.

Me gustaría encontrar un atuendo universal para no tener que preocuparme por eso.

Me gustaría encontrar una hoja de árbol universal para no tener que preocuparme por eso.

En el fondo, me hubiera gustado no dejar escapar a Camille la otra tarde en la calle. La habría atrapado, ella se habría quedado muy sorprendida, y quizás emocionada. Quizás habría visto cómo su cara temblaba, palidecía o se ponía colorada, no lo sé exactamente. Habría puesto mis manos en su cara para calmar el temblor, y eso habría sido maravilloso. La habría acercado a mí y nos habríamos quedado de pie los dos en la calle un buen rato. Digamos una hora. Aunque quizás ella no se habría emocionado en absoluto y no habría querido permanecer cerca de mí. Quizá no hubiese hecho nada. No lo sé. No tengo ni idea. Quizás hubiera dicho: «Jean-Baptiste, tengo un taxi esperándome». No lo sé. Y quizá no fuera Camille. Y quizá también a mí me importa un auténtico bledo. No lo sé. No lo creo.

En este momento, a Danglard el pensador le pongo nervioso. Es evidente. No lo hago a propósito. Nada ocurre, nada se dice, y eso es lo que le vuelve loco. Y sin embargo, desde que Clémence se marchó, se ha producido lo esencial. Pero no he podido decirle nada.


Adamsberg levantó la cabeza al oír que se abría la puerta.

Hacía calor. Danglard volvía sudando del extrarradio norte. Una interpelación por encubrimiento. Había resultado bien pero no estaba satisfecho. Danglard necesitaba cosas más grandes para poder aguantar, y la musaraña asesina le parecía un desafío válido. Sin embargo, el temor a tener que renunciar se volvía más punzante de día en día. Ya no se atrevía a hablar de ello con los niños. Estaba pensando muy seriamente en tomar un trago de vino blanco cuando Adamsberg entró en su despacho.

– Estoy buscando unas tijeras -dijo Adamsberg.

Danglard fue a buscarlas al cajón de Florence y se las dio. Advirtió que Florence había vuelto a comprar caramelos. Adamsberg guiñó un ojo para meter hilo negro por el ojo de una aguja.

– ¿Qué pasa? -preguntó Danglard-. ¿Se va a poner a coser?

– Se me ha descosido el dobladillo.

Adamsberg se sentó en una silla, cruzó una pierna sobre otra y empezó a arreglarse el bajo del pantalón. Danglard le observaba, desconcertado pero tranquilo. Es muy relajante ver coser a alguien con pequeñas puntadas como si el resto del mundo hubiera dejado de existir.

– Danglard, va usted a ver -dijo Adamsberg- lo bien que coso los dobladillos. Puntadas minúsculas. Casi no se ven. Me lo enseñó mi hermanita, un día que no sabíamos qué hacer con nuestro cuerpo, como decía mi padre.

– A mí no se me da bien -dijo Danglard-. Por una parte no consigo que queden bien los dobladillos de los pantalones de los niños, y por otra parte, la asesina me atormenta. Ahora se me va a escapar, seguro. Me está volviendo majareta. Honestamente, me está volviendo majareta.

Se levantó para coger una cerveza del armario.

– No -dijo Adamsberg, con la cabeza inclinada hacia el dobladillo.

– No, ¿qué?

– No, la cerveza.

Ahora el comisario estaba rompiendo el hilo con los dientes, después de olvidar completamente que tenía las tijeras de Florence.

– ¿Y las tijeras? -preguntó Danglard-. Mierda, voy a buscar las tijeras para que corte el hilo fácilmente y mire lo que está haciendo. ¿Y mi cerveza? ¿Por qué de repente no puedo tomar una cerveza?

– Porque seguramente tomaría diez y hoy eso no es posible.

– Creí que usted no se metía en ese asunto. Es mi cuerpo, mi responsabilidad, mi estómago, mi cerveza.

– Por supuesto, pero es su investigación y usted es mi inspector. Mañana hay que ir al campo. Espero que se produzca un encuentro. Le necesito a usted, a usted sobrio. También con el estómago sobrio. El estómago es muy importante. Nadie está seguro de que baste un buen estómago para pensar bien, pero yo estoy seguro de que basta un mal estómago para destruir las ideas.

Danglard observó la cara contraída de Adamsberg. Era imposible saber si era a causa del nudo que se le acababa de hacer en el hilo o a causa de la gira campestre.

– Mierda -dijo Adamsberg-. Se me ha hecho un nudo en el hilo. Detesto que me pase esto. Al parecer la regla de oro es coger siempre el hilo en el sentido de la bobina. Si no, se hacen nudos. ¿Ve lo que quiero decir? He debido de ponerlo en el sentido contrario sin darme cuenta. Y ahora se me ha hecho un nudo.

– En mi opinión es porque la hebra era demasiado larga -propuso Danglard. La costura es muy relajante.

– No, Danglard. La hebra estaba bien, no era más larga que la distancia de mi mano al codo. Mañana, a las ocho, necesito un furgón, ocho hombres y perros. También el médico tendrá que hacer el viaje.

Pinchó la aguja varias veces para hacer el nudo, rompió el hilo y se alisó el pantalón. Entonces salió sin esperar a saber si Danglard mantendría su cabeza y su estómago sobrios. Danglard, en ese momento, tampoco lo sabía.


Charles Reyer volvía a su casa. Se sentía relajado y disfrutaba de ello porque sabía que no duraría mucho tiempo. Sus conversaciones con Adamsberg le habían proporcionado un gran sosiego, no sabía por qué. Lo constataba por el hecho de que, desde hacía dos días, no había pedido ayudar a nadie para cruzar la calle.

Incluso había podido, sin hacer un esfuerzo especial, ser sincero con el comisario respecto a Clémence, a Mathilde y a otra gran cantidad de cosas de las que había hablado tomándose todo el tiempo del mundo. Adamsberg también había contado cosas. Cosas suyas. No siempre claras. Cosas ligeras y cosas pesadas, sin que estuviera seguro de que las cosas ligeras no hubieran sido precisamente las cosas pesadas. Con él era difícil saberlo. La sabiduría de los niños, la filosofía de los viejos. Se lo había dicho a Mathilde en el restaurante. No se había equivocado sobre lo que viajaba en la dulce voz del comisario. Y luego le había tocado el turno al comisario de preguntarle lo que viajaba tras sus ojos negros. Se lo había dicho y Adamsberg le había escuchado. Sus murmullos de ciego, sus dolorosas percepciones en la oscuridad, su visibilidad en la penumbra. Cuando se interrumpía, Adamsberg le decía: «Continúe, Reyer. Le escucho con intensidad». Charles pensó que si hubiera sido una mujer, habría podido amar a Adamsberg aunque desesperándose por considerarle inaccesible. Sin embargo, era esa clase de tipo al que sin duda lo mejor era no acercarse. O bien había que aprender al mismo tiempo a no desesperarse por no poder acceder a él. Sí, algo así.

Pero Charles era un hombre y le gustaba serlo. Además, Adamsberg le había confirmado que era guapo. Entonces Charles pensó que, como él era un hombre, le habría gustado amar a Mathilde.

Porque él era un hombre.

Pero ¿acaso Mathilde no trataba de ir a disolverse en el fondo del mar? ¿Acaso no intentaba no saber nada de los desgarrones terrestres? A Mathilde, ¿qué le había ocurrido? Nadie lo sabía. ¿Por qué Mathilde amaba tanto el asqueroso mar? ¿Acceder a Mathilde? Charles temía que huyera como una sirena.

No se detuvo en su casa y subió directamente a la Trigla voladora. Tanteó buscando el timbre y tocó dos veces seguidas.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Mathilde abriendo la puerta-. ¿O es que tienes noticias de la musaraña?

– ¿Debería?

– Has visto a Adamsberg varias veces, ¿verdad? Le he llamado hace un rato. Al parecer mañana tendrá noticias de Clémence.

– ¿Por qué te interesa tanto Clémence?

– La encontré yo. Es mi musaraña.

– No, fue ella la que te encontró a ti. Mathilde, ¿por qué has llorado?

– ¿Yo he llorado? Sí, un poco. ¿Cómo puedes saberlo?

– Tu voz está un poco húmeda. Se oye muy bien.

– No te preocupes. Es que alguien a quien adoro se va mañana. Es lógico llorar por eso.

– ¿Puedo conocer tu cara? -preguntó Charles extendiendo las manos.

– ¿Cómo piensas hacerlo?

– Así. Ahora lo verás.

Charles extendió los dedos hasta la cara de Mathilde y los paseó como un pianista por el teclado. Estaba muy concentrado.

En realidad, sabía perfectamente cómo era la cara de Mathilde. Probablemente había cambiado poco desde los seminarios en los que la había visto. Pero quería tocarla.


Al día siguiente, Adamsberg cogió el volante en dirección a Montargis. Danglard estaba sentado a su lado y Castreau y Delille detrás. El furgón les seguía. De vez en cuando miraba de reojo a Danglard o, en algunos momentos, cuando soltaba el cambio de marchas, posaba la mano un instante en el brazo del inspector. Como para asegurarse de que Danglard seguía ahí, vivo, presente, y fuera fundamental que estuviera.


Mathilde se había despertado temprano y no había tenido valor para seguir a nadie esa mañana. Sin embargo, la víspera se había divertido durante mucho rato con una pareja ilegítima en la Brasserie Barnkrug. Sin duda no se conocían desde hacía mucho tiempo. Pero cuando el hombre se había disculpado en medio de la comida y se había levantado para ir a llamar por teléfono, la chica le había mirado mientras desaparecía, con el ceño fruncido, y luego había echado una parte de las patatas fritas de su compañero en su propio plato. Satisfecha de su botín, lo había devorado sacando la lengua antes de cada bocado. El hombre había vuelto, y Mathilde se había dicho que ella sabía algo fundamental de la chica de lo que su compañero no se enteraría jamás. Sí, se había divertido mucho. Un buen trozo.

Sin embargo, esa mañana, aquel episodio no le decía absolutamente nada. Al final del trozo 1, no había que sorprenderse demasiado. Pensaba que hoy Jean-Baptiste Adamsberg iba a prender a la musaraña, que ella se debatiría silbando, que sería una jornada maldita para la vieja Clémence que tan bien había clasificado sus diapositivas con sus guantes, del mismo modo que tan bien había clasificado sus crímenes. Mathilde se preguntó durante un breve instante si se sentía responsable. Si no hubiera gritado en el Dodin Bouffant, para impresionar a todo el mundo, que sabía cómo encontrar al hombre de los círculos, Clémence no habría ido a vivir a su casa como un parásito y no habría encontrado la ocasión de matar. A continuación se dijo que era tan fantasmagórico degollar a un viejo doctor con el pretexto de que un día había sido tu novio y que el rencor hubiera hecho el resto.

Fantasmagórico. Eso debió decir a Adamsberg. Mathilde se repetía sus propias frases, completamente sola, a media voz, acodada sobre su mesa-acuario. «Adamsberg, ese crimen es fantasmagórico.» Un crimen pasional no se prepara fríamente cincuenta años más tarde, sobre todo con una máquina de guerra tan compleja como la que Clémence había utilizado. ¿Cómo había podido equivocarse Adamsberg hasta ese punto sobre el móvil de la vieja? Había que ser idiota para creer en semejante y tan fantasmagórico móvil. Lo que irritaba a Mathilde era que precisamente tenía a Adamsberg por uno de los tipos más hábiles con los que se había cruzado en su camino. Sin embargo, realmente había algo que no encajaba con el móvil de la vieja Clémence. Esa mujer no tenía rostro. Mathilde se había convencido de que era encantadora para intentar quererla un poco, ayudarla, pero todo lo relacionado con la musaraña la había molestado siempre. Todo, o sea nada: no había cuerpo dentro de su armazón, no había mirada en su cara, no había tonalidad en su voz. Nada en ninguna parte.

Ayer por la noche, Charles había palpado palmo a palmo su cara. Había sido muy agradable, tenía que reconocerlo, esas manos largas rozando tan delicadamente todos los contornos de su cara como si hubiera estado impresa en braille. Tenía la impresión de que le habría gustado tocarla mucho antes, pero ella no había hecho el menor gesto en ese sentido. Al contrario, había hecho café. Un café muy bueno por otra parte. Eso no sustituye a una caricia, por supuesto, pero en cierto sentido, tampoco una caricia sustituye a un excelente café. Mathilde pensó que aquella comparación no tenía sentido, que las caricias y los buenos cafés no eran intercambiables.

«Bueno», suspiró Mathilde en voz alta. Con el dedo siguió un Lepadogaster con dos manchas que nadaba bajo la plancha de cristal. Tenía que alimentar a los peces. ¿Qué iba a hacer con Charles y sus caricias? ¿Acaso habría llegado el momento de regresar al mar? Porque esa mañana no tenía ganas de seguir a nadie. ¿Qué había cosechado en la superficie terrestre en tres meses? Un poli que debería haber sido puta, un ciego más malo que la quina y que sabía acariciar, un bizantinista que dibujaba círculos, una vieja asesina. Una buena cosecha, en el fondo. No tenía por qué quejarse. Debería haber escrito todo eso. Sería más gracioso que escribir sobre los pectorales de los peces.

– Sí, pero ¿qué? -dijo casi gritando y levantándose de un salto-. ¿Escribir qué? ¿Escribir para qué?

Para contar la vida, se respondió.

¡Estupideces! Al menos sobre los pectorales hay algo que contar que nadie sabe. Pero ¿lo demás? Escribir ¿para qué? ¿Para seducir? ¿Es eso? ¿Para seducir a los desconocidos, como si los conocidos no bastaran? ¿Para imaginar que reúnes la quintaesencia del mundo en unas cuantas páginas? ¿Qué quintaesencia realmente? ¿Qué emoción del mundo? ¿Qué decir? Ni siquiera la historia de la vieja musaraña es interesante para ser contada. Escribir es fracasar.

Mathilde volvió a sentarse de un humor sombrío. Pensó que pensaba de una forma deshilvanada. Los pectorales, eso sí que estaba bien.

Sin embargo, a veces resulta deprimente no hablar más que de pectorales, porque a la gente le importan todavía menos que la vieja Clémence.

Mathilde se levantó y echó su pelo negro hacia atrás con las dos manos. Muy bien, concluyó, he tenido un pequeño ataque metafísico, pero se me pasará. Estupideces, volvió a murmurar. Estaría menos triste si Camille no volviera a marcharse esta noche. Se marcha otra vez. Si no hubiera conocido a ese policía itinerante, no se vería obligada a vivir en los más lejanos confines de la tierra. ¿Y escribir eso valdría la pena?

No.

Seguramente había llegado el momento de ir a sumergirse de nuevo en una fosa marina. Y sobre todo, estaba prohibido preguntarse para qué.

¿Para qué?, se preguntó Mathilde inmediatamente.

Para sentirse bien. Para mojarse. Eso. Para mojarse.


Adamsberg conducía deprisa. Danglard veía que no se dirigían a Montargis pero no sabía nada más. Cuanto más avanzaba la carretera, más se contraía la cara del comisario. Y los contrastes de su rostro se intensificaban hasta el punto de volverse casi surrealistas. La jeta de Adamsberg era como esas linternas cuya intensidad se puede variar. Realmente extraño. Lo que Danglard no entendía era que Adamsberg se había puesto, haciéndose el nudo a su manera, una corbata negra sobre su vieja camisa blanca. Una corbata de luto que no le pegaba nada. Danglard expresó su extrañeza en voz alta.

– Sí -respondió Adamsberg-, me he puesto esta corbata. Considero que es una buena costumbre, ¿no cree?

Eso fue todo. Excepto la mano que, a veces, se posaba un instante en su brazo. Más de dos horas después de haber salido de París, Adamsberg detuvo el coche en un camino forestal. Allí ya no se encontraba el calor del verano. Danglard leyó en un cartel: «Bosque comunal des Bertranges», y Adamsberg dijo: «Hemos llegado», accionando el freno de mano.

Bajó del coche, respiró y miró a su alrededor moviendo la cabeza. Extendió un mapa sobre el capó y llamó con un gesto a Castreau, Delille y los seis hombres del furgón.

– Iremos por aquí -indicó-. Seguiremos este sendero, luego éste y aquél. Después seguiremos los senderos de la parte sur. Se trata de rastrear toda la zona alrededor de esta cabaña forestal.

Al mismo tiempo hizo un pequeño redondel con el dedo en el mapa.

– Círculos, siempre círculos -murmuró.

Dobló el mapa sin ningún cuidado y se lo tendió a Castreau.

– Saque los perros -añadió.

Seis mastines sujetos por correas bajaron del furgón haciendo mucho ruido. Danglard, que no amaba demasiado a estos animales, se mantuvo un poco al margen, con los brazos cruzados, sujetándose los faldones de su amplia chaqueta gris como única protección.

– ¿Hace falta todo esto para la vieja Clémence? -preguntó-. ¿Cómo lo harán los perros? Ni siquiera nos dejó un trozo de ropa para que lo olfateen.

– Tengo lo que necesito -dijo Adamsberg sacando un paquetito del furgón que puso ante el morro de los perros.

– Es carne podrida -dijo Delille arrugando la nariz.

– Huele a muerto -dijo Castreau.

– Es verdad -dijo Adamsberg.

Hizo un breve gesto con la cabeza y ellos tomaron el primer sendero que salía a su derecha. A la cabeza, los perros tiraban de las correas, ladrando. Uno de ellos se había comido el trozo de carne.

– Ese perro es un cabrón -dijo Castreau.

– Esto no me gusta -dijo Danglard-. Nada en absoluto.

– Lo comprendo -dijo Adamsberg.

El bosque hace ruido cuando se camina por él. Ruido de ramas que se rompen, ruido de bichos que huyen, ruido de pájaros, ruido de hombres que resbalan en las hojas, ruido de perros que consiguen que todo eche a volar.

Adamsberg llevaba sus viejos pantalones negros. Caminaba con las manos metidas en el cinturón, la corbata echada al hombro, mudo, atento al menor movimiento de los perros. Pasaron tres cuartos de hora hasta que dos de los perros dejaron al mismo tiempo el sendero, volviéndose bruscamente hacia la izquierda. Allí ya no había una senda practicable. Había que pasar bajo las ramas, rodear los troncos. Los hombres avanzaban lentamente y los perros tiraban de ellos. Una rama volvió como un bumerán a la cara de Danglard. Le hizo daño. El perro que iba en cabeza, el mejor de los perros, el que se llamaba Alarm-Clock y al que llamaban dock a secas, se detuvo al cabo de sesenta metros. Giró sobre sí mismo, ladró levantando la cabeza, luego gimió y se tumbó en el suelo, con la cabeza erguida, satisfecho. Adamsberg se quedó inmóvil, con los dedos ahora apretados en el cinturón. Su mirada recorrió el minúsculo espacio en el que Clock se había tumbado, varios metros cuadrados entre robles y abedules. Con la mano tocó una rama baja que alguien había roto hacía meses. El musgo había crecido en el doblez.

Apretó los labios, como siempre que se emocionaba. Danglard lo había advertido.

– Llame a los demás -dijo Adamsberg.

Luego miró a Declerc, que llevaba la bolsa del material, y le hizo una seña de que podía empezar a trabajar ahí. Danglard observó con aprensión cómo Declerc abría la bolsa, sacaba los picos y las palas, y los distribuía.

Desde hacía una hora se había negado a pensar que buscaban eso. Sin embargo ahora ya no podía negar la evidencia: buscaban eso.

«Un hallazgo, espero», había dicho ayer Adamsberg. La corbata negra. Estaba claro que el comisario no retrocedía ante ningún símbolo, por terrible que fuera.

Inmediatamente, las palas empezaron a hacer mucho ruido, ese ruido espantoso del hierro golpeando las piedras que Danglard había oído muchas veces. El montón de tierra que poco a poco se iba haciendo más grande al lado de la excavación también lo había visto muchas veces. Los hombres sabían cavar con las palas. Lo hacían deprisa, doblando las rodillas.

Adamsberg, que no apartaba los ojos de la fosa, agarró a Declerc por el brazo.

– Ahora háganlo despacio. Caven suavemente. Cambien de herramientas.

Hubo que alejar a los perros. Hacían demasiado ruido.

– Los perros están muy nerviosos -observó Castreau.

Adamsberg movió la cabeza y siguió mirando la fosa fijamente.

Declerc dirigía las operaciones. Ahora quitaba la tierra con una paleta pequeña. Entonces retrocedió de repente, como si le hubieran atacado. Se limpió la nariz con la manga.

– Aquí hay algo -dijo-, una mano. Creo. Creo que es una mano.

Danglard hizo un esfuerzo prodigioso por despegarse del tronco del árbol contra el que se había apoyado y por acercarse a la fosa. Sí, era una mano, una mano terrible.

Un hombre empezó a extraer el brazo, otro la cabeza, otro jirones de tela azul. Danglard sintió vértigo. Retrocedió, buscando con la mano detrás de la espalda el lugar en el que había podido dejar su amable tronco de árbol, su amable roble. Palpó la corteza y se agarró a ella con fuerza, teniendo ante los ojos la imagen vislumbrada de un horrible cadáver, con la piel negra y destrozada.

«Jamás debí venir», pensó cerrando los ojos. En ese instante ni siquiera intentó averiguar de quién podía ser ese cuerpo inmundo, por qué habían ido a buscarlo, dónde estaban y por qué no entendía nada. Todo lo que sabía era que no tenía nada que ver con el hallazgo que pretendía el comisario. El cadáver estaba ahí desde hacía meses. Entonces no era Clémence.

Los hombres trabajaron una hora más en medio de un olor que se iba haciendo cada vez más insoportable. Danglard no se había movido un centímetro del tronco de su acogedor roble. Mantenía la cabeza alta. No se veía más que un trozo de cielo no muy grande, allá arriba entre las copas de los árboles, y aquel rincón del bosque era muy sombrío. Oyó la suave voz de Adamsberg que decía:

– Basta. Hagamos una pausa. Vamos a beber algo.

Echaron las herramientas a un lado y Declerc sacó un litro de coñac de la bolsa.

– No es un coñac muy sofisticado -explicó-, pero nos entonará un poco. Sólo un cubilete para cada uno.

– Está prohibido pero es indispensable -dijo Adamsberg.

El comisario dio unos pasos para llevar un cubilete a Danglard. No dijo «¿Qué tal?» o «¿Un poco mejor?». En realidad no dijo absolutamente nada. Sabía que dentro de media hora se le pasaría un poco y Danglard podría andar. Todo el mundo lo sabía y nadie se metía con él por ello. Cada cual estaba ya bastante ocupado con sus luchas internas en torno a aquella apestosa fosa.

Los nueve hombres se sentaron un poco apartados de la excavación, cerca de Danglard, que permanecía de pie. El médico siguió dando vueltas alrededor de la fosa y fue a reunirse con ellos.

– Entonces, doctor de hombres muertos -preguntó Castreau-, ¿qué significa esto?

– Significa que se trata de una mujer mayor, de sesenta, setenta años… Significa que la mataron hiriéndola en la garganta, hace más de cinco meses. Va a ser muy árido identificarla, muchachos -el médico forense solía decir «muchachos» como si estuviera dándoles clase-. La ropa es corriente, modesta, no os ayudará mucho. Y tengo la impresión de que no encontraremos ningún otro objeto personal en la tumba. No esperen sacar algo de su dentista. Tiene una dentadura sana como ustedes y yo, sin huellas de la menor intervención, por lo que he podido ver. Esto es lo que hay, muchachos. Así que descubrir quién es les va a llevar mucho tiempo.

– Es Clémence Valmont -dijo tranquilamente Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, de sesenta y cuatro años de edad. Quiero otro dedo de coñac, Declerc. Es verdad que es corriente, pero a pesar de todo agradable.

– ¡No! -intervino Danglard, más vivamente de lo que se hubiera podido creer, pero sin moverse del árbol-. No. El médico lo ha dicho, ¡esta mujer está muerta desde hace meses! Y Clémence se fue de la Rué des Patriarches, vivita y coleando, hace un mes. ¿Entonces?

– Pero yo he dicho Clémence Valmont -respondió Adamsberg-, domiciliada en Neuilly-sur-Seine, y no domiciliada en la Rué des Patriarches.

– Entonces, ¿qué? -dijo Castreau-. ¿Hay dos? ¿Dos homónimas? ¿Dos gemelas?

Adamsberg movió la cabeza dando vueltas al coñac en el fondo del cubilete.

– Nunca hubo nada más que una -dijo-. Una Clémence Valmont en Neuilly, asesinada hace cinco o seis meses. Ella -dijo señalando la fosa con un gesto de la barbilla-. Y luego hubo alguien que vivía desde hacía dos meses en casa de Mathilde Forestier, en la Rué des Patriarches, con el nombre prestado de Clémence Valmont. Alguien que había matado a Clémence Valmont.

– ¿Quién era? -preguntó Delille.

Adamsberg lanzó una mirada a Danglard antes de responder, como para disculparse.

– Era un hombre -dijo-. Era el hombre de los círculos.


Se habían alejado de la fosa para respirar mejor. Dos hombres se iban turnando en ella. Esperaban al equipo del laboratorio y al comisario de Nevers. Adamsberg se había sentado con Castreau cerca del furgón y Danglard se había ido a caminar un poco.

Caminó una media hora, dejando que el sol le calentara la espalda y le devolviera las fuerzas que había perdido. Entonces la musaraña había sido el hombre de los círculos. Entonces había sido él quien había degollado a Clémence Valmont, y luego a Madeleine Chátelain, y luego a Gérard Pontieux, y por fin a su mujer. En su cabeza de vieja rata había puesto a punto aquella máquina infernal. En primer lugar, círculos. Muchos círculos.

Todo el mundo había creído que se trataba de un maníaco. Un pobre maníaco utilizado por un asesino. Todo se había desarrollado como lo tenía pensado. Le habían detenido y había acabado confesando su manía de hacer círculos. Exactamente como lo tenía pensado. Entonces le habían puesto en libertad, y todo el mundo había corrido tras Clémence. La culpable que él les había preparado. Una Clémence ya muerta desde hacía meses y a la que habrían buscado en vano hasta que se archivara el asunto. Danglard frunció el ceño. Había demasiadas cosas oscuras.

Se reunió con el comisario, que masticaba en silencio un trozo de pan con Castreau, que seguía sentado en el borde del sendero. Castreau intentaba atraer una mirla con migas de pan en la mano.

– ¿Por qué? -preguntó Castreau-. ¿Por qué las hembras de los pájaros siempre son más apagadas que los machos? Las hembras son de color marrón, beige, tonos así. Es como si les importara un bledo. Pero sus machos son de color rojo, verde, dorado. ¿Por qué, Dios mío? Es el mundo al revés.

– Según dicen -dijo Adamsberg-, los machos necesitan todo eso para gustar. Los machos necesitan estar continuamente inventando cosas. No sé si usted, Castreau, ha pensado en eso. Inventando cosas continuamente. ¡Qué agotador!

La mirla emprendió el vuelo.

– La mirla -dijo Delille- bastante trabajo tiene inventando sus huevos y ayudándolos a crecer, ¿no?

– Como yo -dijo Danglard-. Yo debo de ser una mirla. Mis huevos me dan muchos problemas. Sobre todo el último que me pusieron en el nido, el pequeño cuclillo.

– No exageres -dijo Castreau-. Tú no vas vestido de beige y marrón.

– Y además, mierda -respondió Danglard-. Las banalidades zooantropológicas no hay que buscarlas muy lejos. No es a través de los pájaros como vas a entender a los hombres. ¿Qué te habías creído? Los pájaros son pájaros y nada más. ¿Por qué coño te preocupas de eso cuando tenemos un cadáver sobre la mesa y no entendemos nada de nada? A menos que tú lo entiendas todo.

Danglard sabía perfectamente que estaba desvariando y que en otras circunstancias habría defendido un punto de vista más matizado, pero esa mañana no tenía la cabeza para eso.

– Tendrá que perdonarme por no haberle tenido al corriente de todo -dijo Adamsberg a Danglard-, pero hasta esta mañana no he tenido ninguna razón para estar seguro de mí. No quería arrastrarle a intuiciones sin fundamento, que usted habría podido reducir a cenizas razonando equilibradamente. Sus razonamientos me influyen, Danglard, y no quería correr el riesgo de que me influyeran antes de esta mañana. Si no, habría podido perder una pista.

– ¿La pista de la manzana podrida?

– Sobre todo la pista de los círculos. Esos círculos que tanto he detestado. Aún más cuando Vercors-Laury confirmó que no se trataba de una manía auténtica. Nada en los círculos señalaba una verdadera obsesión. Sólo se parecía a una obsesión, a la idea preconcebida que se puede tener de ella. Por ejemplo, Danglard, usted dijo que el hombre variaba su forma de actuar: unas veces trazaba el círculo de un solo trazo, otras en dos partes, y otras incluso con forma ovalada. Pero ¿cree que un maníaco habría podido tolerar semejante laxismo? Un maníaco regula su universo casi al milímetro. Si no, no vale la pena tener una manía. Una manía se forma para organizar el mundo, para constreñirlo, para poseer lo imposible, para protegerse de él. Así que unos círculos así, sin fecha fija, sin objeto fijo, sin lugar fijo, sin un trazado fijo, significaban una manía de pacotilla. Y el círculo ovalado de la Rué Bertholet, alrededor de Delphine Le Nermord, fue su gran error.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Castreau-. ¡Mirad! ¡Ahí está el macho! ¡Ahí está el macho con su pico amarillo!

– El círculo era ovalado porque la acera era estrecha. Cualquier maníaco no lo habría podido soportar. Habría ido tres calles más lejos, y todo arreglado. Si el círculo estaba ahí, es porque tenía que estar ahí, a medio camino de la ronda de los agentes, en una calle oscura que permitía el crimen. El círculo era ovalado porque no había medio de matar a Delphine Le Nermord en otra parte, en un ancho boulevard. Demasiados polis por todas partes, se lo dije, Danglard. Necesitaba protegerse, matar allí donde fuera más seguro. Entonces, qué importaba el círculo, sería más estrecho. Una dramática metedura de pata para un maníaco de pacotilla.

– Esa noche, ¿usted sabía que el hombre de los círculos era el asesino?

– Al menos sabía que los círculos eran pésimos círculos. Falsos círculos.

– Entonces Le Nermord interpretó bien su papel. Ante mí también lo interpretó bien, ¿verdad? Su terror, sus sollozos, su fragilidad, y luego su confesión, y luego su inocencia. Mentiras.

– Lo interpretó muy bien. A usted, Danglard, le convenció. Incluso el juez de instrucción, que es desconfiado por naturaleza, consideró imposible que fuera culpable. ¿Asesinar a su propia esposa en uno de sus propios círculos? Impensable. Sólo había que dejarle en libertad y dejarse conducir a donde quería conducirnos. Hasta el culpable que nos había fabricado, la vieja Clémence. Yo no hice nada más. Me dejé llevar.

– El mirlo ha encontrado un regalo para la mirla -dijo Castreau-. Es un trocito de aluminio.

– ¿No te interesa lo que estamos diciendo? -preguntó Danglard.

– Sí, pero no quiero que parezca que escucho atentamente porque tendría la impresión de ser un imbécil. No me habéis observado, pero os aseguro que reflexioné mucho sobre este asunto. A la única conclusión que llegué fue que Le Nermord tenía algo de peligroso. Pero no llegué más lejos. Como todos nosotros, me dediqué a buscar a Clémence.

– Clémence… -dijo Adamsberg-. Debió de tomarse su tiempo para encontrarla. Necesitaba dar con alguien de su edad, de aspecto insignificante y que estuviera lo bastante apartada del mundo para que su desaparición no preocupara a nadie. Aquella anciana Valmont de Neuilly era ideal, con su locura crédula y solitaria por los anuncios por palabras. Seducirla, prometerle la luna, convencerla de que lo vendiera todo y se reuniera con él con dos maletas, para eso no hacía falta ser un mago. Clémence sólo habló de ello con sus vecinos, pero como no eran amigos suyos, no les alarmó su aventura, y a todos les hizo mucha gracia. Al novio, nadie le había visto nunca. La pobre vieja acudió a la cita.

– Es increíble -dijo Castreau-, ahora aparece un segundo mirlo. ¿Qué espera? La mirla le mira. Está a punto de estallar la guerra. Mierda. ¡Qué vida ésta, santo cielo, qué vida!

– La mató -dijo Danglard-, y vino a enterrarla aquí. ¿Por qué aquí? ¿Dónde estamos?

Adamsberg alargó un brazo cansado hacia su izquierda.

– Para enterrar a alguien, hay que conocer lugares tranquilos. La cabaña forestal que está allí es la casa de campo de Le Nermord.

Danglard miró la cabaña. Sí, Le Nermord lo había pensado bien.

– Después de eso -repuso Danglard-, se puso la ropa de la vieja Clémence. Era fácil porque tenía sus dos maletas.

– Continúe, Danglard. Le dejo terminar.

– Mirad -dijo Castreau-, la mirla acaba de emprender el vuelo, ha perdido el trocho de aluminio. Con lo que cuesta hacer un regalo. No, ahí vuelve.

– Se instaló en casa de Mathilde -continuó Danglard-. Esa mujer le había seguido. Esa mujer le inquietaba. Necesitaba vigilar a Mathilde y luego utilizarla a su antojo. El apartamento libre fue para él una ocasión formidable. En caso de que hubiera problemas, Mathilde sería un testigo perfecto: conocía al hombre de los círculos y conocía a Clémence. Creía en la separación de los dos seres, y él se dedicó a convencerla de ello. Pero con los dientes, ¿cómo lo hizo?

– Fue usted quien me habló del ruido que hacía la pipa al chocar contra sus dientes.

– Es verdad. Así que era una dentadura postiza. Le bastaba con limar un antiguo aparato. ¿Y los ojos? Él los tiene azules. Ella los tenía marrones. ¿Lentillas? Sí. Lentillas. El gorro. Los guantes. Siempre con los guantes puestos. A pesar de todo la transformación debía de llevar tiempo, minuciosidad, incluso arte. Y luego, ¿cómo podía salir de su casa vestido como una señora mayor? Cualquier vecino habría podido verle. ¿Dónde se cambiaba?

– Se cambiaba por el camino. Salía de su casa como hombre y llegaba a la Rué des Patriarches como mujer. Y viceversa, por supuesto.

– ¿Entonces? ¿Un local abandonado? ¿La caseta de una obra en la que escondía la ropa?

– Por ejemplo. Habrá que encontrarla. O que él nos lo diga.

– ¿La caseta de una obra con restos de comida, cascos de botellas, un armario un poco mohoso? ¿Era ése el olor? ¿El olor a manzana podrida en la ropa? Y ¿por qué la ropa de Clémence no olía a nada?

– Era ropa ligera. La llevaba debajo del traje y metía lo demás, la gorra y los guantes, en el maletín. Pero no podía conservar su traje de hombre bajo la ropa de Clémence. Así que la dejaba en el camino.

– Una alucinante organización.

– Para algunos seres, la organización es algo delicioso. Se trata de un crimen sofisticado que le llevó meses de trabajo previo. Se puso a hacer círculos más de cuatro meses antes del primer asesinato. Ese tipo de bizantinista no retrocede ante horas de preparación minuciosa, es muy puntilloso. Estoy seguro de que sintió un enorme placer. Por ejemplo, la idea de utilizar a Gérard Pontieux para hacernos correr detrás de Clémence. Es la clase de perfección que debió de encantarle. Así como la gota de sangre que puso en casa de Clémence, el último toque antes de su marcha.

– ¿Dónde está? Dios mío, ¿dónde está?

– En la ciudad. Volverá a la hora de comer. No tiene prisa, está seguro de sí mismo. Un plan tan complicado no podía fallar. Sin embargo, no podía saber nada de la revista de modas. Su Delphie se tomaba libertades sin decírselo.

– Gana el macho pequeño -dijo Castreau-. Voy a darle pan. Se lo ha currado bien.

Adamsberg levantó la cabeza. El equipo del laboratorio había llegado. Conti bajó del camión, con todos sus maletines.

– Vas a ver esto -dijo Danglard saludando a Conti-, no tiene nada que ver con el bigudí, pero fue el mismo tipo el que lo hizo.

– Al tipo vamos a buscarle ahora mismo -dijo Adamsberg levantándose.


La casa de Augustin-Louis Le Nermord era un albergue de caza en bastante mal estado. Había una cabeza de ciervo colgada encima de la puerta de entrada.

– Es alegre -dijo Danglard.

– Pero el hombre no es alegre -dijo Adamsberg-. Le gusta la muerte. Reyer me lo dijo de Clémence. Sobre todo dijo que hablaba como un hombre.

– A mí me importa un bledo -dijo Castreau-. Mirad.

Orgulloso, les enseñó la mirla que se le había encaramado en el hombro.

– ¿Habíais visto esto antes? ¿Una mirla que se deja domesticar? ¿Y que me escoge a mí?

Castreau se echó a reír.

– La voy a llamar Migaja -dijo-. Es una gilipollez, ¿verdad? ¿Creéis que se quedará conmigo?

Adamsberg llamó a la puerta. Unos pasos en zapatillas se deslizaron por el pasillo, con calma. A Le Nermord no le preocupaba nada. Cuando abrió, Danglard miró de otra manera sus ojos de color azul sucio, su piel blanca con manchitas rojas.

– Iba a comer -dijo Le Nermord-. ¿Qué ocurre?

– El plan ha fallado, señor -dijo Adamsberg-. Esas cosas pasan.

Le puso una mano en el hombro.

– Me hace daño -dijo Le Nermord retrocediendo.

– Haga el favor de seguirnos -dijo Castreau-. Se le acusa de un asesinato cuádruple.

Con la mirla aún en el hombro, agarró los puños de Le Nermord y le puso las esposas. Antes, en los tiempos del antiguo comisario, Castreau se vanagloriaba de saber poner las esposas tan deprisa que nadie tenía tiempo de verlo. Allí, no dijo nada.

Danglard no había apartado los ojos del hombre de los círculos. Le pareció entender qué había querido decir Adamsberg cuando le había contado aquella historia del perrazo estúpido y baboso. Aquella historia de crueldad. Estaba supurando. En ese minuto, el hombre de los círculos se había convertido en un ser al que resultaba espantoso mirar. Mucho más espantoso que el cadáver de la fosa.


A última hora de la tarde, todos los hombres habían regresado a París. Había sobrecarga y excitación en la comisaría. El hombre de los círculos, inmovilizado en una silla por Declerc y Margellon, profería a gritos amenazas de muerte.

– ¿Le oye? -preguntó Danglard a Adamsberg entrando en su despacho.

Por una vez, Adamsberg no estaba dibujando. Terminaba, de pie, su informe para el juez de instrucción.

– Le oigo -dijo Adamsberg.

– Quiere cortarle el cuello.

– Lo sé, amigo mío. Debería usted llamar a Mathilde Forestier. Querrá saber qué le ha ocurrido a la musaraña, es comprensible.

Encantado, Danglard salió a llamar por teléfono.

– No está en casa -dijo al volver-. He hablado con Reyer. Reyer me saca de quicio. Se pasa la vida metido en su casa. Mathilde ha ido a acompañar a alguien al tren de las nueve a la estación del Norte. Cree que regresará poco después. Ha añadido que ella no estaba en forma, que había estremecimientos en la voz de la reina Mathilde y que podríamos pasar a tomar una copa más tarde para hacerla reír. Pero reír, ¿de qué?

Adamsberg miró fijamente a Danglard.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las ocho y veinte. ¿Por qué?

Adamsberg cogió su chaqueta y salió corriendo. Danglard tuvo tiempo de oír que le gritaba que releyera el informe en su ausencia, y que volvería.

En la calle, Adamsberg echó a correr en busca de un taxi.

Consiguió llegar a las nueve menos cuarto a la estación del Norte. Sin dejar de correr, entró por la puerta principal, encendiendo un cigarrillo al mismo tiempo. Detuvo violentamente a Mathilde que salía.

– ¡Rápido, Mathilde, rápido! Es ella la que se va, ¿verdad? ¡No me mienta, por Dios! ¡Estoy seguro! ¿El andén? ¿El número del andén?

Mathilde le miró sin decir nada.

– ¿Qué andén? -gritó Adamsberg.

– ¡Mierda! -dijo Mathilde-. Váyase al carajo, Adamsberg. Si usted no hubiera existido, quizás ella no se estaría yendo todo el tiempo.

– ¡Usted no sabe nada! ¡Ella es así! ¡Dígame el andén, por Dios!

Mathilde no quería responder nada.

– Andén 14 -dijo.

Adamsberg la dejó allí plantada. Eran las nueve menos seis minutos en el gran reloj del vestíbulo. Recuperó el aliento mientras se dirigía al andén 14.

Ahí estaba. Por supuesto. Con una chaqueta y un pantalón de tubo, muy ajustados, de color negro. Parecía una sombra. Camille tenía la cabeza erguida, mirando no se sabe qué, seguramente toda la estación. Adamsberg recordó aquella expresión, la de querer verlo todo sin esperar algo de ello obligatoriamente. Apretaba un cigarrillo entre los dedos.

Luego lo tiró a lo lejos. Camille siempre hacía unos gestos muy bonitos. Ese era muy especial. Cogió su maleta y avanzó por el andén. Adamsberg corrió, la adelantó y se volvió. Camille se chocó contra él.

– Ven -dijo Adamsberg-. Tienes que venir. Ven. Una hora.

Camille le miraba, exactamente tan emocionada corno él había imaginado si la hubiera alcanzado en el taxi.

– No puede ser -dijo-. Vete, Jean-Baptiste.

Camille no era nada estable. Adamsberg se acordaba perfectamente de que Camille, en estado normal, siempre daba la impresión de que iba a ponerse a dar vueltas o a caerse rodando. Un poco como su madre. Como si caminara en equilibrio sobre una cuerda floja suspendida por encima del vacío, en lugar de andar por el suelo como todo el mundo. Pero en ese momento, Camille se tambaleaba realmente.

– Camille, no te vas a caer, ¿verdad? ¡Dime!

– Por supuesto que no.

Camille dejó la maleta en el suelo y estiró los brazos por encima de la cabeza, como para tocar el cielo.

– Mira, mira, Jean-Baptiste. Me estoy manteniendo de puntillas. ¿Has visto? Y no me caigo.

Camille sonrió y dejó caer los brazos suspirando.

– Te amo. Ahora déjame marchar.

Lanzó la maleta por la puerta abierta del vagón. Subió los tres escalones y se volvió, delgada, negra, y Adamsberg no quería que sólo le quedaran unos segundos para ver esa cara de dios griego y de prostituta egipcia.

Camille movió la cabeza.

– Lo sabes perfectamente, Jean-Baptiste. Te he amado y, Dios mío, eso no se va aunque soples. Las moscas, sí. Las moscas echan a volar si las soplas. Puedo confiarte esto, Jean-Baptiste: tú no tienes nada que ver con una mosca. Dios mío. Pero no puedo amar a tipos como tú, no tengo valor. Es demasiado difícil. Me destroza los nervios. Nunca se sabe dónde estás, por dónde vaga tu alma. Eso me duele y me inquieta. En cuanto a mi alma, también vaga demasiado. Entonces todo el mundo se preocupa sin cesar. Dios mío, Jean-Baptiste, lo sabes perfectamente.

Camille sonrió.

Se produjo el cierre de las puertas, el retroceso del borde del andén. Se oyó la recomendación de no tirar objetos a través de las ventanillas. Sí. Adamsberg lo sabía perfectamente. Ese gesto puede herir o matar. El tren se puso en marcha.

Una hora. Al menos una hora antes de morir.

Corrió detrás del tren y se agarró a la plataforma.

– Policía -dijo al revisor que se disponía a echarle una bronca.

Avanzó hasta la mitad del tren.

La encontró tumbada en su litera, apoyada en el codo, sin dormir, sin leer, sin llorar. Entró y cerró la puerta del compartimento.

– Es lo que siempre he pensado -dijo Camille-, que eres un cabrón.

– Quiero tumbarme una hora a tu lado.

– Pero ¿por qué una hora?

– No lo sé.

– ¿Has conservado esa costumbre? ¿Sigues diciendo «No lo sé»?

– No he perdido ninguna costumbre. Te amo y quiero tumbarme aquí una hora.

– No. Después tendré la cabeza como un bombo.

– Tienes razón. Yo también.

Permanecieron los dos frente a frente durante un rato largo. Entró el revisor.

– Policía -repitió Adamsberg-. Estoy interrogando a la señora. De momento no deje entrar a nadie. ¿Cuál es la próxima parada?

– Lille, dentro de dos horas.

– Gracias -dijo Adamsberg, y le dirigió una amplia sonrisa para contentarle.

Camille se había levantado y miraba cómo el paisaje pasaba a través de la ventanilla.

– Esto es lo que se llama abuso de poder -dijo Adamsberg-. Lo siento.

– ¿Has dicho una hora? -preguntó Camille, con la frente pegada al cristal-. De todas formas, ¿crees que se puede hacer otra cosa?

– No. Sinceramente no lo creo -dijo Adamsberg.

Camille se apoyó contra él. Adamsberg la abrazó como en su sueño en el que el botones esperaba en la cama. Lo mejor de aquel compartimento de tren era que el botones no estaba allí. Ni Mathilde para llevársela.

– Hasta Lille son dos horas en total -dijo Camille.

– Una hora para ti y una hora para mí -dijo Adamsberg.


Unos minutos antes de llegar a Lille, Adamsberg se vistió en la oscuridad. Y luego vistió a Camille, lentamente. Realmente nadie estaba alegre.

– Adiós, querida -dijo él.

Le acarició el pelo y la besó.

No quiso mirar el tren cuando partió. Permaneció en el anden con los brazos cruzados sobre el pecho. Se dio cuenta de que se había dejado la chaqueta en el compartimento. Imaginó que quizá Camille se la había puesto, que las mangas le caían hasta los dedos, que estaba guapa así, que había abierto la ventanilla y que miraba el paisaje de la noche. Pero ahora él ya no estaba en el tren para saber lo que hacía Camille. Quería caminar, buscar un hotel al lado de la estación. Volvería a ver a la querida pequeña. Una hora. Digamos al menos una hora antes de morir.

El hotelero le propuso una habitación con vistas a los raíles. Él dijo que le daba igual, que quería llamar por teléfono.

– ¿Danglard? Soy Adamsberg. ¿Sigue teniendo a Le Nermord en sus manos? ¿No está durmiendo? Muy bien. Dígale que en este momento no tengo intención de morir. No. No le llamo por eso. Es por la revista de modas. Lea la revista de modas, los artículos de Delphine Vitruel. Después relea los libros del gran bizantinista. Comprenderá que era ella la que escribía sus libros. Ella sola. El no hacía más que reunir la documentación. Gracias a su amante herbívoro, Delphine se iba a librar tarde o temprano de la esclavitud, y Le Nermord lo sabía perfectamente. Ella acabaría atreviéndose a hablar. Entonces todo el mundo sabría que el gran bizantinista jamás había existido, y que la que pensaba y escribía en su lugar era su mujer. Todo el mundo sabría que él no era nada, que no era más que un tirano lamentable, una rata. Ése fue, Danglard, su móvil, y no otra cosa. Dígale que no ha servido de nada matar a Delphie. Y que se muera.

– ¿Por qué tanto odio? -preguntó Danglard-. ¿Dónde está usted?

– Estoy en Lille y no estoy alegre. No estoy alegre en absoluto, amigo. Pero pasará. Pasará, estoy seguro. Ya lo verá. Hasta mañana, Danglard.


Camille fumaba en el pasillo, con las manos en las mangas de la chaqueta de Jean-Baptiste. No quería ver el paisaje. Dentro de poco saldría de Francia. Intentaría estar tranquila. Después de la frontera.


Tumbado en la cama de la habitación del hotel, en la oscuridad, Adamsberg esperaba a quedarse dormido, con las manos bajo la nuca. Encendió la lámpara y sacó su cuadernito de notas del bolsillo trasero. No tenía la impresión de que aquel cuadernito le ayudara gran cosa. Pero bueno.

Con un lápiz, escribió: «Estoy acostado en Lille. He perdido la chaqueta».

Se detuvo, reflexionó. Era verdad que estaba acostado en Lille. Luego añadió: «No duermo. Así que, durante mucho rato en la cama, pienso en mi vida».

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