Manuel Vázquez Montalbán
El laberinto griego

Para Ángel Zurita según lo convenido

"Mais l.angoisse nomme la femme Qui brodera le chiffre du labyrinthe".

(Pero la angustia nombra la mujer que bordará la clave del laberinto).

René Char, "En trente-trois morceaux"


– Mi nombre no le dirá nada.


Me llamo Brando.


– ¿Marlon?


– No es la primera vez que me hacen este chiste. Luis. Luis Brando. Mi nombre no le dirá nada. ¿Verdad?


No, no le decía nada y tampoco quien le llamaba está dispuesto a facilitarle las cosas, sino a insistir una y otra vez, no, no claro, mi nombre ¿qué va a decirle?


En otro tiempo, quizá. Se acercaba el desenlace del merodeo.


– ¿No ha oído usted hablar de Brando Ediciones, S.A.?


– ¿Libros de cine?


– Que no, leche, que no… -Se había enfadado, pero por poco tiempo. Le gustaba cargar de misterio o inseguridad el objeto de su llamada-. Mi hija. Yo tengo una hija. Me da muchos disgustos. ¿No podría venir usted a verme? Es un encargo profesional, desde luego.


– Desde luego. Yo no ejerzo, ni como padre, ni como desinteresado amigo de padres.


– No faltaba más.


También le costó dictar su dirección, como si no la recordara bien o como si le avergonzara vivir en un lugar residencial mediano, por su condición de residencial o porque era mediano. Colgó Carvalho y giró sobre la silla para encararse hacia la cocina.


– Biscuter. La ola de represión moral se confirma. Otro padre que quiere que vigile a su hija.


Desde que se ha hundido el imperio soviético se van recuperando las costumbres.


Pero Biscuter no le contestaba y en cambio alguien llamaba a la puerta del despacho y aunque Carvalho proclamara: ¡Adelante!, las dos sombras permanecieron paralíticas, denunciadas tras el cristal esmerilado.


– ¡Adelante, he dicho!


Sólo cuatro, quizá cinco veces, le había dolido el pecho de aquella manera. Hay mujeres que duelen en el pecho al contemplar la contención exacta de sus carnes y basta que te miren para que la patada de plomo te rompa el esternón y una dulce asfixia impida pensar en la existencia del aire. Pero a veces les basta estar, aparecer sin que tengas tiempo de analizar las razones; en su presencia, su estar en el mundo el que vacía el tiempo y el espacio, desparramando la angustia esencial, la primera angustia del primer hombre cuando se sintió convocado por la primera mujer. Algo de eso o todo eso ocurrió cuando Carvalho la vio apoderándose de su despacho con la espalda erguida y la cabeza echada hacia atrás para preparar el vuelo de una mirada envolvente, mientras cerraba el cuerpo con las manos unidas sobre su regazo. Se sintió tan conmovido que tuvo miedo primero y luego una indignación repartida contra sí mismo y contra aquella desestabilizadora de su equilibrio. Semanas después, cuando la mujer era ya un contorno borroso y Carvalho trataba inútilmente de recomponerla para almacenarla en un rincón agridulce de su memoria, tuvo tiempo, y lo empleó, en despiezar aquella presencia, como quien trata de comprender el arma que le ha matado por el procedimiento de desmontarla y notar en la mano el peso de cada elemento, su volumen, su textura. Pero ahora, a medida que la mujer avanzaba hacia su mesa, sólo pudo echarse hacia atrás en su asiento y ganar distancia, espacio, tiempo para llenar el pecho de aire y la cabeza de palabras.


– Sí, soy yo.


Y le dolió invitarla a sentarse, porque se le quedó reducida a la mitad. Era tan hermosa que Carvalho tardó unos instantes en darse cuenta de que iba acompañada.


Sobre todo los ojos, construidos con piedras preciosas aún no clasificadas por ningún geólogo y aquellos cabellos miel oscura, espesos también como las mejores mieles oscuras, acariciantes de una cabeza de diosa dulce, la piel de melocotón sazonado, boca besadora de palabras. No la mires más, se dijo Carvalho. Pero seguía mirándola y hubiera seguido de no intervenir su acompañante e imponerle una desganada atención. Bien cierto es que el bien sería inaprehensible sin el contraste del mal e igual le ocurre a la belleza en relación con la fealdad. Más que fealdad estricta, el acompañante oponía inquietud a la imagen de placidez y playa propicia que ella proponía. Era de esos tipos que lo miran todo sin quedarse con nada, con los ojos casi desprotegidos de pestañas y el cabello díscolo, lo único que se escapaba a su disciplina física y psicológica. No hacía un gesto de más, ni regalaba palabras, tal vez porque se había presentado como mero introductor de la dama y su castellano era peor.


– Mademoiselle Claire Delmas y monsieur Georges Lebrun…


Eran los primeros franceses que querían contratarle, o al menos así lo habían anunciado nada más entrar. Para darse facilidades ante Carvalho, se decían recomendados por "Le normalien", y aclararon que se referían a un fugaz conocimiento de Carvalho, un encuentro en la selva de Thailandia casi en la frontera de Malasia. Reconstruyó el encuentro con la memoria y le salió un curioso personaje posrevolucionario con miedo a envejecer y a aburguesarse. Por las referencias que eficazmente le dio monsieur Lebrun, el "normalien" ejercía ahora de economista de Estado al servicio del Gobierno Rocard.


– Era un escéptico sobre el poder.


– Lo sigue siendo. El poder está lleno de escépticos sobre el poder. ¿Es usted aficionado a la filosofía política?


– Cuando oigo la palabra filosofía me saco la pistola.


– No es necesario llegar a tanto, pero es usted muy libre de hacer lo que quiera con sus pistolas.


Luego, el hombre desganado aunque tenso, se desentendió de ellos y permitió que se estableciera un largo silencio antes de que Claire empezara a hablar y por fin lo hizo, con una voz hecha a la medida de su imagen de mujer del amanecer. Tenía una voz como recién salida de entre las sábanas.


– Busco a un hombre.


Pues empezamos bien, pensó Carvalho, desde la evidencia de que él no era el hombre buscado.


– ¿Aquí?


– Aquí. Es el hombre de mi vida.


Carvalho comprendió por qué los franceses fueron los descubridores europeos del tango, ya antes de la primera guerra mundial, según había leído en un libro que todavía no había quemado, pero que en cuanto lo localizara serviría para iniciar el próximo fuego de su chimenea.


– La historia de mademoiselle Delmas es muy literaria, se lo advierto. La propia mademoiselle Delmas es muy literaria.


Le apuntó el hombre desganado, como si de pronto se sintiera convocado por la conversación. La mujer no pareció molesta por el sarcasmo. Aquellos dos jugaban a zaherirse.


– En cambio monsieur Lebrun sólo cree en los datos. Que dos y dos son cuatro, por ejemplo.


– Tal vez así he conseguido evitar que mi vida se convierta en una tragedia griega. ¿Le gusta a usted leer, señor Carvalho?


– Quemo libros.


– Si los quema es porque los tiene.


– No creo que les interese la historia de mi vida.


– A mademoiselle Delmas sí, seguro. Le encantan las historias ajenas y así cuando se le acaban las propias puede utilizarlas. Le preguntaba si le gustaba leer porque a mí me gusta y una de las lecturas más enriquecedoras que recuerdo fue la de "Homo Faber", una novela de un suizo en la que contaba la tragedia griega de un hombre que no creía en las tragedias griegas. Desde entonces no sólo no creo en las tragedias griegas, sino que además, por si acaso, trato de evitarlas. No es el caso de Claire. Porque toda la historia gira en torno de un griego, de un hermoso griego como Antinoo. Muy curioso el dato de que usted queme libros. Yo tengo también una relación atípica con los libros.


– Sádica.


– Sádica, es posible, Claire.


– Tú no amas a los libros, ni amas a nadie.


Él asintió con la cabeza y algo parecido a una sonrisa le desdibujó aún más las facciones inconcretas.


– ¿Sabe usted lo que hace este loco con los libros?


– Me muero de ganas de saberlo.


– Estornuda sobre ellos, come la fruta más madura que encuentra en el mercado sobre los libros abiertos, para mancharlos con el jugo y nunca tiene en casa más de diez libros. Los compra, los vende o los tira o los regala.


– ¿Regala libros llenos de mocos y manchas?


– Procuro regalar los menos sucios, pero a veces no soy demasiado escrupuloso, al fin y al cabo un libro es como una caja cerrada y el lector no sabe casi nunca qué va a encontrar entre sus páginas. Ha de correr un riesgo.


Ella reía sin reservas y contemplaba al desganado con una cierta ternura, a la que él correspondía con una leve sonrisa de niño sorprendido en sus vicios secretos.


Ahora me pedirán que les case, pensó Carvalho, y parte de su reprimida impaciencia debió exteriorizarse como un fluido porque la mujer hizo un esfuerzo por concentrarse en materia.


– Quiero prevenirle de que todo cuanto voy a contarle es verdad, porque a veces incluso yo misma pienso que pueda ser mentira, fruto de mis obsesiones. Conocí a Alekos, el hombre de mi vida del que le hablé, hace cinco años. Él acababa de llegar a París y visitó el museo en el que yo estaba haciendo prácticas. Era un inmigrante griego, mayor que yo, aprendiz de pintor y difícil superviviente en París. De hecho casi me pidió que le invitara a comer a los pocos minutos de haberle conocido. Me pareció un caradura pero era guapísimo. Tenía un cuerpo de atleta griego adolescente, a pesar de que ya estaba a punto de cumplir los treinta años y en cambio su rostro era el de un marino griego actual, curtido, con unos bigotes a la turca y algunas entradas. Desnudo parecía un adolescente poderoso con la cabeza de un pirata turco. Una semana después de nuestro encuentro se vino a vivir a mi apartamento del Marais y trajo consigo todo lo suyo. No me refiero a objetos materiales, que bien pocos tenía. Trajo todo su mundo cultura y sentimental. Me hizo sentir griega. Mi casa, y yo misma, se convirtió en una colonia griega en la que él desembarcaba como quería y cuando quería.


El hombre aplaudió con la punta de los dedos.


– Claire. Es la mejor versión de la historia que he escuchado.


– Sustituí mis amigos por sus amigos, mis recuerdos por sus recuerdos, mis gustos por sus gustos, hasta cambié mis comidas y durante años y años fui de restaurante griego en restaurante griego y en la cocina de mi casa no guisaba otra cosa que especialidades griegas. ¿Le gusta a usted la cocina griega?


– Es una cocina de verano.


Monsieur Lebrun volvió a aplaudir con la punta de los dedos, pero esta vez no intervino en la conversación.


– Adapté mi programa de vida al suyo. No sólo estaba fascinada sexualmente por él, sino que también me sentía culpable. Él nos hacía a todos los pueblos ricos responsables de la pobreza de los suyos. A ustedes los españoles les tenía aprecio porque decía que se parecían a los griegos: primero habían hecho la Historia y luego la habían sufrido. Pero los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y los japoneses eran los actuales malvados de la Historia y todos éramos responsables, todos debíamos pagar por ello. Cada vez que yo presentía que no me amaba, que de hecho me estaba poseyendo, me estaba colonizando, se lo decía, desesperada, histérica y él entonces se volvía tierno y celoso, muy celoso, era muy celoso, hasta le molestaba que me miraran los demás hombres y cada noche debía hacerle un informe de todo cuanto había hecho durante el día.


El hombre se había levantado y mientras Claire hablaba curioseaba por los cuatro puntos cardinales del despacho de Carvalho y al llegar a la cortina que lo separaba del pequeño mundo de Biscuter, donde estaba el lavabo, la cocinilla y el espacio apenas para la cama del hombrecillo, con un dedo movió la cortina y se encontró cara a cara con Biscuter orejeante de la conversación. Dejó escapar la cortina sin inmutarse y se volvió hacia Carvalho por si había seguido su búsqueda. La había seguido.


– No se preocupe, es mi ayudante y escuchar detrás de las cortinas es una de las obligaciones de su contrato. Pasa, Biscuter.


Entró el fetillo secándose las manos sudadas en las perneras del pantalón y llevándoselas después a la cabeza para contener la rebelión de los cuatro pelos que le quedaban. Cerró sus grandes ojos caídos en el momento en que tomó la punta de la mano de Claire para llevársela a los labios, al tiempo que musitaba:


– Mamuasele.


Luego dio media vuelta para quedar enfrentado al hombre y entonces se limitó a inclinar la cabeza, tal vez excesivamente, a la japonesa, para estrecharle a continuación la mano que el otro se vio obligado a tenderle sin excesivas ganas.


– Mesieur.


Biscuter exhibió el mejor francés que conservaba desde sus tiempos de ladrón de coches fin de semana en Andorra y los franceses se quedaron boquiabiertos ante aquella catarata de entonaciones al servicio de un vocabulario que sospechaban emparentado con el esperanto. Las entonaciones eran tan francesas que incluso podía decirse que eran excesivas y se convertían en una ópera de música concreta que maltrataba la amabilidad de los huéspedes. Por fin Carvalho intervino para poner fin a la tortura.


– Biscuter, nuestros clientes necesitarían algo que les devolviera a su patria aparte de tu excelente francés. Es una hora adecuada para un vino blanco fresco.


¿Qué vinos franceses blancos tenemos en frío?


– Pouilly Fumé mil novecientos ochenta y tres, Sancerre del ochenta y cuatro y un Chablis del ochenta y cinco.


Por primera vez, Carvalho notó desconcierto en los ojos de monsieur Lebrun que dirigía cuatro miradas fotografiadoras a cuanto le rodeaba y las fotografías no se correspondían con la conversación sobre vinos que estaba sosteniendo el detective con aquel subproducto humano. La primera instantánea captaba aquel arruinado despacho años cuarenta, diríase que rescatado de la liquidación de "atrezzo" a cargo de un productor de películas de Humphrey Bogart. La segunda retenía todas las escaseces que se adivinaban en el vestuario de Carvalho, que monsieur Lebrun supuso elaborado a partir de rebajas no excesivamente bien seleccionadas y en el caso de Biscuter parecía haberse vestido por última vez un día interminable de la década de los cincuenta y desde entonces no haberse quitado el vestuario ni para lavarlo. Por otra parte la pulcritud y el tamaño del extraño ayudante podían llevar a la creencia de que también a él lo metían en la lavadora con la ropa puesta. La tercera fotografía iba más allá de aquella cortinilla y lo que había entrevisto como un rincón donde coexistían el frigorífico, una ducha, la taza sanitaria, un catre y la pequeña cocina de bombona de gas butano. La cuarta fotografía les implicaba a todos.


¿Cómo era posible tomar una copa de Pouilly Fumé en aquel marco y servido por aquel esclavo de Fu Manchú?


– No recele, monsieur Lebrun.


Las apariencias engañan. Biscuter es un excelente somelier al que cada tres meses someto a la cata de vinos de una zona determinada de la tierra. Dentro de nuestras posibilidades, naturalmente. No llego a las grandes reservas, pero una vez cada semestre destapamos una gran botella. La última fue un Nuit de Saint Georges de mil novecientos sesenta y seis. Excelente. Si son amantes del vino blanco entre horas y presiento que sí, porque tanto usted como la señora son muy literarios, les aconsejo un Merseault, un Sancerre o un Pouilly. El Chablis requeriría la apoyatura del marisco o de cualquier tentempié de sabor excesivamente agresivo.


– El Pouilly, si puede ser.


– Puede ser.


– No entiendo cómo ustedes, los españoles, pueden beber otro vino que no sea el Vega Sicilia. Mi abuela era de Valladolid y desde la infancia conservo en el paladar el sabor del Vega Sicilia.


Con que una muchachita de Valladolid.


– Y el vino griego, ¿qué tal?


– Es lo que menos convence a Claire de su tragedia griega, especialmente el que lleva resina.


– Algunos vinos de Creta, quizá. Y el vino dulce de Paros, para los postres. Pero Alekos me obligaba a beber Doméstica, el vino más común en Grecia, porque decía que era el vino del pueblo y de los turistas tontos y que él, cuando volvía a Grecia, era una mezcla de hombre del pueblo y turista tonto.


– ¿Era comunista?


– Su padre había sido guerrillero comunista y luego estuvo en la cárcel algunos años. Alekos también militó en las juventudes del Partido, pero no le gustó la política cuando les legalizaron.


Se vino a Francia. Era más anarquista que comunista.


– Lo más inocente y lo más inútil.


– Tú no puedes entenderlo, Georges. Tú eres un vendedor. Un comerciante. Un traficante.


Biscuter llegó con las copas y la botella de vino, acompañado de unos canapés cubiertos de un engrudo rosáceo que hizo lanzar una exclamación de júbilo a la mujer.


– ¡Taramá! ¡Es una maravilla!


¿Cómo ha conseguido improvisar un taramá en tan poco rato?


– Son las pequeñas ventajas que aporta el que mi ayudante escuche tras las cortinas. Es un taramá poco ortodoxo, no está hecho con la "poudgarde" adecuada, pero Biscuter lo hace muy bien a base de huevas de bacalao.


– El taramá me devuelve a Grecia.


Y los ojos se le pusieron color de Egeo, mientras le subía y le bajaba la respiración bajo un jersey de lanilla alzado sobre dos pechos suficientes que Carvalho adivinaba bien llenos y con los pezones inacabados, como los pechos de las adolescentes.


– Taramá, Mousaka, Dalmades… Ahora sólo faltaría una pieza de Theodorakis, por ejemplo, o Perigal, con la letra de Seferis, que Alekos ponía una y otra vez en el tocadiscos hasta que le lloraban las orejas, como él decía.


– ¿Dónde perdió a un hombre tan fascinante?


– Ningún hombre puede aceptar que otro hombre es fascinante, a no ser que se trate de un homosexual.


Pero aunque lo haya dicho en broma, se lo juro, era fascinante.


No. No le he perdido. Se ha marchado.


– ¿Por qué?


– Yo tengo la culpa. Le acosé demasiado y tal vez le enfrenté a una realidad excesiva para él. Los primeros años fueron de una mutua posesión, incluso muy convencional, muy de pareja para toda la vida.


Hasta me llevó a Grecia para que conociera a sus padres y de aquella visita salí investida de la categoría de nuera. Mis suegros aún me escriben y mi suegra llora cada vez que recuerda que Alekos me ha abandonado. Más o menos hacía tres años que vivíamos juntos cuando yo empecé a notar que disminuía la calidad de nuestra relación. Él pasaba demasiado tiempo fuera de casa, aunque es cierto que se había hecho económicamente más independiente. Ganaba algún dinero posando como modelo. Ya le he dicho que tenía un cuerpo bellísimo. Luego noté que disminuían nuestras relaciones sexuales y que su capacidad de fantasía no era la misma.


Cumplía como si fuera un actor rutinario, como un actor que sabe muy bien su papel, pero que lo interpreta sin dar otra cosa que su presencia. De mi abuela vallisoletana he heredado el mal genio, supongo, y no soy una mujer prudente cuando me va en ello algo que me afecte realmente, que me importe.


Así que no dejé pasar demasiado tiempo y le eché en cara su cambio de actitud. Caí en el tópico de preguntarle quién era la otra. De dar por hecho que había otra. Y él en vez de tranquilizarme o de hundirme del todo con la verdad, con la verdad más cruel, me dejó gritar, dejó que me desesperara y se mantuvo en la ambigüedad durante un largo año, hasta que yo empecé a sospechar que no era exactamente lo que había pensado. Alekos era muy buen camarada de sus amigos y los hombres del Mediterráneo oriental, incluso los del Mediterráneo africano, son muy afectivos. Caminan cogidos de la mano. Se besan cuando se encuentran. Se miran tiernamente y eso a veces no es del todo comprendido por la mirada occidental. Yo misma le había dicho a Alekos que él y sus amigos parecían una tribu de maricones y a él le hacía mucha gracia. Decía que el capitalismo sólo nos había permitido conservar el erotismo en el aparato reproductor y eso mientras le faltaba mano de obra.


En cuanto le sobraba mano de obra también nos controlaba el aparato reproductor. Pero tras seguirle días y días hasta descuidar mi trabajo al frente de un pequeño museo y estar a punto de que me expedientaran varias veces, llegué a la conclusión de que no había otra mujer. Él seguía viéndose con sus amigos y si había alguna cara nueva, se trataba de jóvenes griegos que se iban incorporando al grupo en busca de ayuda, porque no todos tenían el permiso de residencia.


Las apariencias eran las mismas de siempre y aquello me deprimió aún más porque pensé que era yo la culpable, que el fracaso de nuestras relaciones era mi fracaso. Extremé mis muestras de cariño, mis exigencias sexuales hasta que él se sintió acorralado, agobiado es la palabra, y entonces se colocaba a la defensiva. Aún era peor. Una tarde en que yo debía estar en mi trabajo pero me encontraba muy deprimida y me quedé en casa con la luz apagada y los ojos escocidos de tanto llorar, llegó Alekos y no se dio cuenta de que yo estaba en el dormitorio, en la cama, a oscuras.


Se puso a escribir en la mesa del comedor y desde la cama podía verle el hermoso perfil, su hermosa tristeza de aquella tarde mientras escribía y como la tristeza se le convertía en congoja y lloraba, con unas lágrimas pesadas, redondas, que le caían por las mejillas e incluso bañaban el papel. Lloraba desde una profunda angustia interior. Como sólo se llora cuando se ama. No era un llanto ante la muerte. Era un llanto del sentimiento amoroso frustrado.


– Permíteme que intervenga, Claire, para haceros observar, a ti, al señor Carvalho y a su distinguido somelier, que has descrito una escena de rigurosa inspiración posromántica. Sin los mares del Sur, lágrimas pesadas y cálidas, sin barricas de galleta y carne salada y sin señoritas pálidas paseando bajo la sombrilla, buena parte de la literatura del diecinueve no existiría. Demuestras hasta qué punto todavía la educación literaria que recibimos en el bachillerato y la universidad es decimonónica. ¡Un griego que llora! Eso es un cuadro orientalista pintado por Delacroix y descrito por Lord Byron. Si en los estudios literarios que has recibido hubieran insistido más con Artaud, Genet o Céline, no te habría salido una descripción como ésta.


La literatura y el cine nos ayudan a imaginar y a suponer nuestra vida y nuestra memoria. Sal de esas páginas y descríbenos lo mismo pero visto por Robbe Grillet, por ejemplo. Si hubieras leído más a Robbe Grillet no estarías buscando a un griego tan cursi.


– ¿Puedo seguir, señor Carvalho? No nos juzgue mal. Georges interpreta el papel de querer sacarme de quicio, sabiendo que no va a sacarme de quicio.


– ¿Se ha dado usted cuenta, Carvalho, del cuarteto que representamos? ¿Qué actores podrían encarnarlo a la perfección? Ella, Ingrid Bergman, sin duda. El somelier podría ser Peter Lorre, aunque algo más delgado. Usted, Humphrey Bogart, se lo tiene muy merecido y muy estudiado. ¿Y yo?


¿Qué actor podría encarnar mi papel? Le pongo en un compromiso porque le obligo a darme su impresión física y moral sobre mí.


– No tengo memoria cinematográfica. Para mí es igual John Wayne que Anita Ekberg o la perra "Lassie" que Elizabeth Taylor, incluso no sabría decirle si es la mismísima Elizabeth Taylor la que atraviesa toda Inglaterra a cuatro patas guiándose por el olfato, en "La cadena invisible".


– Yo te diré quién podría interpretar tu papel: Peter O.Toole disfrazado de Bette Davis.


Algo parecido a la mortificación selló los labios estrechos de Georges Lebrun.


– El hombre de su vida, el griego, lo hemos dejado llorando mientras escribía una carta de amor ¿a quién?


– Aquí se planteó un problema.


Me hice la dormida y él no me despertó cuando se dio cuenta de que yo estaba en la casa. Esperé a que remoloneara por la cocina, pensando que luego se iría, como tantas noches, pero no. Se acostó a mi lado y al poco rato dormía profundamente. Entonces me levanté con cuidado y busqué la carta. Estaba entre las páginas de un libro de poemas, un libro de poetas alejandrinos contemporáneos de Cavafis, Cavafis incluido. La carta estaba escrita en griego y yo apenas si sabía las palabras más convencionales, un griego de hotel y de aduana. Pero estaba exasperada, obsesionada y me metí en el lugar más protegido de la casa a descifrar la carta con la ayuda de un diccionario. Todos los verbos me salían en infinitivo, pero me daba igual. El sentido de la carta se iba desvelando a medida que avanzaba la madrugada y, en efecto, era una carta de amor, una carta de amor dirigida a un hombre, me pareció entender que a un tal Dimitrios. Luego supe quién era Dimitrios, un muchacho recién llegado de Samos, al que todos trataban de ayudar porque estaba muy destruido.


Era un drogadicto, pintor, como Alekos. Pero aquella noche sólo tenía ante mí la prueba, una prueba confusa porque mi dominio del griego sólo me dejaba ante las puertas de la verdad. La carta estaba llena de erotismo, pero un erotismo de sueño, algo platónico. De hecho, la carta era la descripción de un sueño de Alekos en el que Dimitrios era el objeto de su deseo y le lanzaba algunos reproches porque no le hacía demasiado caso. Era la carta de un celoso. Los celos que en otro tiempo me dedicaba a mí, ahora se los dedicaba a aquel muchacho. Pero cuando leí una, mil veces, la traducción que yo había hecho, aún tenía la esperanza de que todo fuera un encantamiento transitorio. De que nada se hubiera consumado. No podía soportar la idea, la simple idea de Alekos en la cama con otro cuerpo, y aún menos con el cuerpo de un hombre.


La carta no aclaraba nada sobre el contacto físico y creí que aún no se había efectuado. Me equivoqué gravemente, porque a partir de aquella noche hice lo peor que podía haber hecho. No perdía la ocasión para desacreditar ante Alekos la homosexualidad y me encontré ante una reacción airada y asqueada. ¿Por qué no la homosexualidad? Era la única sexualidad que la sociedad no puede aprovechar. No es reproductora. No es productiva. Es la única sexualidad radicalmente revolucionaria, me decía Alekos, excesivamente imparcial, neutral, para ser inocente.


Y tras varias semanas de hacernos daño con las palabras, con las insinuaciones, por fin se lo dije, aunque nunca admití haber leído la carta, tal vez porque la había traducido en el retrete, retrete me parece una palabra castellana terrible. Ninguna otra palabra, en ningún otro idioma, tiene tanta carga de desprecio.


– Ya casi nadie en España le llama retrete al retrete. Ya casi nadie en España le llama a las cosas por su nombre. Casi todos dicen lavabo, que es una palabra tan pasteurizada como "toilette".


Las gentes de hoy en día quieren olvidar que cagan, que mean, que follan, que mueren.


– Desde aquella noche viví atormentada por mi sospecha y la ambigüedad de Alekos aún me desesperaba más. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que él trataba de exasperarme para que me cansara y fuera yo quien rompiera nuestras relaciones.


– ¿Fue así?


– No. No me sentía ni humillada ni ofendida. Sólo estaba enamorada y no quería perderle.


Tanto se lo demostré que le hice la vida imposible y un día él se marchó. Primero se estableció en el estudio de un amigo, pero no tenía nada que ver con el destinatario de su carta. A Dimitrios quise matarle. Me metí un cuchillo en el bolso y fui a su encuentro.


Le insulté como sólo insultan las putas borrachas y luego, como me temblaban las manos, se me cayó el cuchillo al suelo y me eché a llorar. Escenas de este tipo hice todas las que usted pueda imaginarse, como dormir una noche en el portal de la casa donde vivía Alekos esperando que él se apiadara de mí. Incluso intenté suicidarme…


– Y es cuando aparezco yo.


Vuelvo a presentarme, señor Carvalho, porque tal vez me había olvidado. Georges Lebrun, jefe de ventas de la Radio Televisión Francesa, especialmente comisionado en esta futura Ciudad Olímpica para negociar la exclusiva de unos programas deportivos educativos a explotar con posterioridad a las Olimpiadas. Toda Olimpiada tiene su sombra y a la sombra de cada Olimpiada es cuando se pierde o se gana dinero. Mademoiselle Delmas era mi vecina y en la madrugada del catorce de marzo de mil novecientos ochenta y nueve fui requerido por la portera de la finca para que le ayudara a evitar que esta señorita se muriese, aunque luego comprobamos que no había tomado suficientes pastillas como para matarse. Simplemente quería llamar la atención del griego y sólo consiguió despertar a su portera y a su vecino. Aunque despertarme a mí es fácil. Duermo poco.


Como usted puede comprobar, mademoiselle Delmas salió con bien del asunto y desde aquel momento la cogí bajo mi protección, no exactamente por interés sexual, ni siquiera por un impulso humanitario; si me conociera bien sabría que yo no tengo intereses sexuales acuciantes y también carezco de impulsos humanitarios. En cambio tengo una gran curiosidad por el comportamiento animal de las personas, sobre todo por cuanto afecta al sentimiento. La razón está programada y enriquecida por la cultura. Pero el sentimiento no.


Lo que distingue al hombre del animal es la sofisticación del sentimiento, cómo el sentimiento se convierte en cultura. ¿Cuánto tiempo iba a estar deprimida inútilmente mademoiselle Delmas?


¿Cuántas lágrimas era capaz de derramar sin contraer una hipertensión ocular? ¿Cuántas veces lloraría sobre mi hombro aun a sabiendas de que a mí la cercanía de las lágrimas me produce ganas de estornudar? Es una reacción refleja que padezco desde niño. He de confesarle que mademoiselle Delmas es muy pertinaz en sus deseos y en sus desgracias y se sintió muy desdichada por el abandono del griego a lo largo de todo lo que quedaba de mil novecientos ochenta y nueve. Con el nuevo año parecía algo más resignada, pero esta pasada primavera tuvo noticia de que su griego había venido a España, a Barcelona concretamente y desde entonces ha tenido la obsesión de seguirle los pasos, de encontrarle y proponerle volver a empezar. No olvidemos que es el hombre de su vida y que se vive solamente una vez.


– Y hay que aprender a querer y a vivir.


– ¿Es un refrán o un verso?


– Un bolero. Una canción.


– Hay canciones muy profundas, en efecto. Mademoiselle Delmas ha estado esperando la ocasión propicia y por fin yo he podido ofrecérsela. Al ser comisionado por la ORTF para negociar con el Comité Organizador de las Olimpiadas un posible acuerdo de explotación comercial de programas, requerí la comisión de un grupo de expertos y entre ellos elegí a mademoiselle Delmas como directora de museos. Evidentemente mi elección sorprendió, porque ni por la categoría del museo que dirigía, ni por el lugar que ocupa en la jerarquía del funcionariado, le tocaba formar parte de la comisión. Pero entonces recurrí al viejo truco de dar a entender a mis superiores que mademoiselle Delmas y yo éramos amantes. Me bastó sonreír levemente al pronunciar su nombre. Un italiano hubiera guiñado el ojo.


– Un español también.


– Los franceses somos más refinados. Nos basta sonreír levemente cuando pronunciamos el nombre de una mujer. Luego apareció usted en una conversación con nuestro amigo "Le normalien". Al parecer tuvieron un encuentro muy interesante al sur de Bangkok e incluso viajaron juntos hasta Malasia.


– Entonces "Le normalien" era taoísta.


– Primero había sido maoísta, luego taoísta y en la actualidad es partidario de sí mismo. Ha sido uno de los utópicos que más han tardado en rendirse: desde mayo del sesenta y ocho hasta junio de mil novecientos ochenta y cinco. Exactamente el doce de junio. Celebró una fiesta en un restaurante especializado en pescado del Mercado Central de París y nos comunicó que se pasaba al posibilismo. Y que el posibilismo bien entendido empieza por uno mismo. Venía a mis filas y le regalé el libro más sucio de todos lo que conservaba.


Una novela de Margueritte Duras que por entonces era indispensable leer. Mi amigo, mejor dicho, nuestro amigo, se había vuelto tan pulcro y convencional que no supo rechazar mi asqueroso regalo. Se limitó a dejarlo abandonado debajo de una servilleta. Margueritte Duras nunca lo supo y nunca lo sabrá. Prométamelo.


– Se lo prometo.


– Y tú también, Claire.


– Lo prometo.


A la mujer no le quedaba ni un resto de tragedia. Parecía incluso divertida y contemplaba a los dos hombres como dos compañeros de una travesura prometida.


– ¿Por dónde empezamos?


– Buena pregunta, Carvalho.


No disponemos de demasiado tiempo.


El viaje no puede prolongarse más allá de quince días y ya es un exceso, aunque le seguirán otros en los que no tendré la posibilidad de meter a mademoiselle Delmas en mis maletas. El griego les pertenece totalmente. Es un personaje que no me interesa. Huelo a salvia y a cuplet de Mistinguette.


– ¿Por dónde empiezo?


Se dirigió esta vez Carvalho a Claire y vio como ella metía las manos en su bolso y las sacaba alzando una fotografía como si alzara una hostia consagrada.


– Es él.


Tipos así los había visto Carvalho a cientos tratando de ligar con las turistas en el barrio del Plaka. Procedían sin duda de un laboratorio oficial de mecánica genética que el gobierno griego dedicaba a la producción de sementales, aunque Carvalho tuvo que reconocerle una interesante instalación en la madurez. Era un griego hermoso, prematuramente madura y cada arruga traducía tal vez un fracaso, como los anillos de los árboles traducen todos los años de su vida y los bultos leñosos cada mutilación. Desde el primer momento que le vio en la foto, Carvalho le consideró un rival victorioso, uno de esos rivales que ni siquiera se toman la molestia de reconocerte como tal.


– ¿Qué más? ¿Tienen algún otro indicio? Más o menos, ¿en qué círculos se mueve? ¿Han ido al consulado griego? ¿Se han comunicado con la embajada en Madrid?


– Todo eso está hecho e inútilmente. Nadie sabe cómo ha entrado en España, no hay registro de aduana, ni se ha puesto en contacto con ninguna autoridad griega o francesa. Sólo sabemos por mis suegros que está en Barcelona, de vez en cuando les escribe pero no pone remite. Sólo sabe posar y pintar. ¿No le parecen datos suficientes?


– No. Pero trataré de hacer algo. ¿Dónde puedo encontrarles?


– Nos hospedamos en el Palace.


A mademoiselle Delmas puede localizarla en la habitación trescientos trece y a mí en la trescientos quince. El vino estaba muy bueno.


Dijo Lebrun después de beber el último sorbo que le quedaba en la copa y se levantó para que Claire le secundara, pero ella atacaba los últimos canapés de taramá y repetía que estaba delicioso. Comía tan bien como estaba.


Movía los labios como si susurrara y las mejillas como si estuviera acariciándose por dentro. Carvalho tuvo sensación de ridículo y apartó los ojos de la mujer para sorprender la mirada que el francés le estaba dedicando. Amigo, estás cogido, le decían los ojos sin pestañas de Lebrun y Carvalho no supo aguantarle la mirada. Aún quedaba un canapé de taramá en el plato y ella preguntó:


– ¿Puedo llevármelo?


– Biscuter, envuelve el canapé a la señorita con un papel de plata.


– Si quiere le hago más, jefe, para el camino.


– La señorita no se va de excursión. El canapé es un recuerdo de familia.


Claire se metió el paquetito en el bolso y derramó sobre Carvalho un baño de agradecimiento y dulzura. Quedó empapado de su mirada durante horas, aunque en el recuerdo consciente predominaran las palabras que le dijo desde la puerta.


– Encuéntrelo, vivo o muerto.


Era más difícil encontrar a un muerto que a un vivo, pensó Carvalho cuando apagó la luz, al recuperar una soledad que necesitaba.


Aquellos dos parecían arrancados de las páginas de una novela que escribían a medias y nada había aclarado sobre la relación que les unía. Amigos y residentes en París. Vecinos y residentes en París, y tal vez cómplices en la búsqueda de Alekos, el griego.


Necesitaba adentrarse en territorios que no le eran habituales, pintores y traficantes olímpicos, traficantes de cultura olímpica, para llegar a un griego ambiguo, del que ni siquiera estaba claro si era homosexual o se limitaba a cansarse de las mujeres demasiado hermosas y posesivas y a enamorarse platónicamente de adolescentes griegos y desdeñosos. ¿A quién recurría para que le informara con aquel cuadro de la situación?


Repasó la lista de pintores amigos a los que podía acudir y volvió a encontrarse a solas con el nombre y el recuerdo de Artimbau. Hizo lo propio con los compañeros de otro tiempo que ahora trabajaban en la preparación de las Olimpiadas y le salió un folio completo lleno de nombres. En esta ciudad quien no prepara las Olimpiadas las teme, no hay término medio. La Oficina Olímpica, Preolímpica, Transolímpica, Postolímpica empleaba a las gentes en otro tiempo menos olímpicas de este mundo, gente que había hecho un viaje parecido al del "normalien" hallado en la selva: del marxismo leninismo a la gestión democrática institucional y finalmente a preparar todos los Olimpos que la democracia española tendría en 1992: el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la Feria Internacional de Sevilla, las Olimpiadas, Madrid capital cultural de Europa. Quien no ha perdido siquiera media hora de su vida preparando la revolución, jamás sabrá qué se siente cuando años después te descubres a ti mismo prefabricando olimpos y podiums triunfales para los atletas del deporte, del comercio y de la industria. De Sierra Maestra o Olimpia. De la "larga marcha" a los cincuenta kilómetros marcha. De atravesar fronteras clandestinamente a negociar con los representantes de todos los fabricantes de cacao en polvo del mundo, ávidos de conseguir la concesión olímpica. De la colección completa de arrepentidos de Sierra Maestra y de las largas marchas, escogió otra vez al "coronel Parra", en otro tiempo autor de un manual del torturado elaborado a partir de su propia experiencia y ahora reciclado al cargo de selector de sponsors olímpicos.


Artimbau se había telefonizado definitivamente y tenía contestador automático. En él dejó grabado Carvalho un mensaje que le pareció suficiente.


– Busco a un pintor griego llamado Alekos Faranduri, probablemente sin permiso de residencia y quizá maricón. Pero no se le nota en el aspecto. Vivo o muerto.


Llámame.


En cambio para llegar al coronel Parra tuvo que superar los cinco mil metros con obstáculos burocráticos, cinco mil secretarias que tenían la misma voz y los mismos recursos dilatorios.


– Dígale que le llama Gorbachov para proponerle la concesión de Vodka sin alcohol.


– ¿De qué empresa dice usted que le llama?


– Del Pacto de Varsovia.


– ¿Es un conjunto musical?


– Todavía no.


El coronel Parra se había perdido en la ladera oeste del Olimpo, pero le atendería mañana, con mucho gusto a las diez en punto.


Carvalho reclamó a Biscuter para despedirse y propiciarle su impresión de lo ocurrido. Últimamente Biscuter estaba en crisis porque en su opinión, Carvalho no le tenía suficientemente en cuenta.


También Charo estaba en crisis.


Y Bromuro estaba muerto. Y quizá era él, Carvalho, quien propiciaba tanta crisis por el procedimiento de sentirse cada vez más cansado de sus propios rituales y más desengañado de todo ritual ajeno. Dios ha muerto, el Hombre ha muerto, Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo no me siento muy bien, se dijo. Biscuter le felicitó porque su fama había traspasado las fronteras y volvió a su ensimismado mutismo.


– ¿Eso es todo?


– Sin ánimo de ofenderle, jefe, porque reconozco que lo ha hecho con buena intención, no me gusta que me ponga en evidencia porque escuche detrás de las cortinas.


– Pero si ha sido él quien te ha descubierto.


– Pero ha hecho como si no me viera y en cambio usted me ha puesto en evidencia.


– Has sido la reina de la fiesta, Biscuter. Tu oferta de vinos les ha deslumbrado y ya has visto el éxito que ha tenido tu taramá. ¿Qué te ha parecido la mujer?


– Me he fijado más en el hombre, y ¡no me interprete mal! Le he visto en una película y no sé en cuál, no consigo recordarlo. Tiene aspecto de espía alemán.


– Los espías alemanes vuelven a espiar la línea de Maginot. Ya me dirás tú qué han de espiar por aquí.


O sea que a Biscuter ella no le había impresionado. Carvalho no supo qué instrucciones dejar para el caso de que llamara Charo, quizá porque no deseaba que llamara y recuperó el coche para volver a su casa en Vallvidrera, con la cabeza llena de fragmentos de la larga conversación y en los ojos el rostro de Claire, sus ojos geológicos, aquella boca que tan bien comía, la dulzura estática, tal vez una pasividad profunda de mujer pozo abierto a las caídas más totales.


– Vivo o muerto.


Entró en su casa con el programa ya hecho. Recuperar unas macilentas berenjenas, hacerse una musaka y buscar en la librería "Alexis el Griego" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" para quemarlos. Capas de berenjenas algo fritas, capas de carne picada sazonada, capas de sofrito de cebolla, tomate, quizá ajo, salvia, todo cubierto con bechamel, queso y gratinado. Una musaka de lujo que poco se parece a los adoquines cúbicos que suelen servirte en las tabernas y chiringuitos populares de Grecia. No disponía de vino griego, pero sí de un Corvo de Salaparuta siciliano que se le acercaba tanto como los vinos murcianos, alicantinos y argelinos. Y ya en busca de su tibieza la musaka, localizó los libros y persiguió entre sus páginas razones suficientes para quemarlos. Allí estaba el tango anunciando el agarrado de la guerra del 14 en "Los cuatro jinetes del Apocalipsis", de Blasco Ibáñez, París seducido por la gesticulación de la maté porque era mía o la maté porque era mío: "Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: _"¿Sabe usted tanguear?…_" el tango se había apoderado del mundo.


Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas…" Y allí estaba la filosofía de Alexis el Griego, como una elegía vitalista de macho poderoso y tierno en homenaje a Madame Bubulina, la vieja francesa en cuyo homenaje, Alexis construye en una hoja de árbol la metáfora de la vida: un gusano dedica todo su esfuerzo a recorrer el haz de la hoja para adivinar qué misterio reserva el envés y cuando con toda clase de dificultades consigue llegar al canto, enderezarse, asomarse a la otra cara, descubre otra superficie exactamente igual que le va a conducir al principio y al fin de su propio fracaso. Es imposible salirse de la vida y también es imposible conservarla. Acaso, y con la diferencia de la edad y belleza ¿no era Claire una madame Bubulina, una occidental cargada de complejo de culpa, fascinada ante el mito de la destrucción bárbara?


Ardían los libros y empezaba a crepitar la leña, cuando sonó el teléfono y al otro lado estaba Artimbau con más ganas de conversar que de informarle.


– Perdona que te parezca algo grosero, pero ¿qué sabes de mi griego?


– Tú te crees que se puede encontrar un griego en cada esquina.


Preguntaré a los pintores más jóvenes. Los de mi edad ya sólo beben agua mineral y están en la cola de los que esperan la concesión de murales olímpicos.


– ¿Tú también, Francesc?


– Yo también, Carvalho.


Y cuando ya había conseguido casi dormirse, con la boca llena de gusto a salvia y de dos copas de Ouzos que conservaba de un viaje al Monte Athos en compañía de Artimbau, llegó la última llamada de la noche:


– ¿Duerme, jefe?


– Ya no.


– Es que he conseguido recordar el personaje. El francés que nos ha visitado es clavadito al dueño de la casa de juego de la película "Gilda". ¿Lo recuerda?


– ¿Te refieres a Rita Hayworth?


– No. Rita es la chica.


– ¿Seguro, Biscuter?


– Seguro.


– Si tú lo dices.


Demasiado chalet para tan poco servicio. La mujer que le abrió la puerta de la calle no iba disfrazada de criada, ni de jardinero, ni de señora para todo y en cambio por las maneras con que le hizo atravesar el jardín y limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo parecía como si incluso hubiera parido el chalet y a la mismísima familia Brando. Cabizbaja, concentrada, mirando a derecha e izquierda por si algo hubiera alterado el equilibrio universal en la pequeña porción de universo que le correspondía y desinteresada del intruso que pasaría por aquella mañana, por aquel jardín, por la vida de los Brando sin merecer siquiera recordar su nombre.


– ¿Ha dicho usted que se llama?


– Carvalho, Pepe Carvalho.


Caminó de puntillas sobre el suelo que tanto le había costado limpiar y dejó a Carvalho haciendo cálculos sobre los signos externos del señor Brando. Una mezcla de tradición y premios FAD de diseño, muebles del abuelito o del abuelito de otros y muestras de que Barcelona es una de las cinco mil capitales del diseño mundial. Pero tal vez faltaba armonía, sobraba coleccionismo y voluntad de exhibir un gusto a prueba del paso del tiempo. La asistenta había desaparecido tras una puerta y reapareció en el umbral, como las enfermeras en los consultorios de postín.


– ¿Hace usted el favor de pasar?


Le cedió el paso y cerró la puerta a su espalda con tanto cuidado, que Carvalho paró más atención en la calidad de la madera, que temió quebradiza, que en el hombre que le esperaba al fondo de un despacho demasiado grande para ser doméstico, como si estuviera copiado de los despachos de todos los pseudointelectuales preocupados porque sean la medida de su talento no reconocido. Por su larga experiencia de mirón de despachos y retretes, Carvalho sabía que los pseudointelectuales cuidan tanto los unos como los otros e incluso a veces consiguen extrañas síntesis que jamás han sido reflejadas en las revistas de decoración.


– Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!


bruscamente… no lo olvide.


Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.


Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:


– ¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!


En cuanto al viejo frunció el ceño, quién sabe si para distinguir la cara del intruso o porque se le había adelantado el orgasmo. Carvalho pensó en disculparse, pero se limitó a cerrar la puerta con suavidad y a volver al despacho del llamado Brando, que le esperaba seguro del buen resultado de su iniciativa.


– ¿Qué ha visto usted?


– Una jovencita…


– Diecisiete años… Mi hija.


– … haciendo el amor…


– Follando.


– Con un señor enfadado.


– Un hombre que podía ser su padre.


Ya estaba satisfecho Brando, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, extrovertido y presumiendo de llamar al pan pan y al vino vino, como los aragoneses y los navarros. Era navarro, informó, pero su apellido tal vez fuera de origen centroeuropeo.


– Brando. ¿Le suena no? Muy gracioso lo de Marlon Brando.


Fue un fugaz momento de autocomplacencia para volver a la melancolía.


– Soy un fracasado. Mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de casados, luego volvió, tuvimos un hijo, que acaba de quitarme el negocio, y ya de propina esta chica. Cuando la niña cumplió diez años mi mujer me dejó definitivamente para irse con un gimnasta, quedó clasificado el veintiséis en un campeonato del mundo. Lo de los aros era lo suyo.


Luego se cayó en mala postura, se quedó paralítico y mi mujer lleva el gimnasio. No me lo explico.


Mientras convivimos su único deporte era cortarse las uñas y ponerse maquillaje. ¿Le gustan a usted las mujeres muy maquilladas?


Carvalho se encongió de hombros.


– Usted es más o menos de mi edad. ¿Verdad que para la cara de una mujer no hay nada como el agua y el jabón?


Era una reiteración pero volvió a encogerse de hombros. Ahora Brando se contaba algo a sí mismo.


Los labios se movían pero no era audible lo que decían. Hay días en que la paciencia se convierte en una virtud laboral, así que Carvalho se dejó atrapar por las últimas blanduras del sillón más acolchonado que tapizado y se predispuso a que Brando volviera de su viaje mental.


– Cada mañana la chica viene al "office" a desayunar en compañía de su última conquista. Busca precisamente el momento en que yo estoy allí, me la presenta, nos obliga a hablar y nos trata a los dos como si fuéramos los hombres de su vida.


Yo le había hecho el número de padre moderno, capaz de entenderlo todo y tuve que apechugar con los dos o tres jovencitos del último semestre de hace dos años. Ella tenía quince años. Cuando empezó el primer semestre del año siguiente me vino con uno de esos que hacen tertulias radiofónicas y en una hora ponen en orden la galaxia.


Era un tío bajito, con barba canosa y hablaba con acento catalán.


La eché de casa. Volvió meses después, preñada, no del contertulio, ni siquiera sabía de quién.


La mandé a Londres con una prima mía. Ya sabe usted de qué va y desde que volvió me hago el ciego, pero la hebra durante los desayunos. Pero ahora la cosa es diferente.


– ¿Se refiere al viejo que está con ella en la cama?


– No. Eso es lo de menos. Es una gran persona y sabe escuchar.


La trata como un padre. No, no es el caso, ojalá le dure… Pero me temo que lo está instrumentalizando contra mí. Siempre que puede hace comparaciones odiosas. Alfredo tiene tu misma edad, papá y cosas así que me mortifican. Él no. Él es un caballero.


– ¿Entonces?


Había llegado la hora de la verdad. Brando se puso triste, muy triste.


– La otra noche la detuvieron durante una redada. La policía iba buscando extranjeros, de esos ilegales, indocumentados, y ella aparece entre ellos. La fui a sacar y no quiso explicarme qué hacía allí.


La policía me dijo que la habían visto alguna vez merodeando por la zona y la tenían clasificada como chica bien que busca camello…


¿Comprende? Pero a mí me consta que no se pincha, ni esnifa. Que no se pincha es obvio, porque a veces cuando está en la cama dormida, en pelota, entro para taparla y me fijo en las zonas de pinchazo.


Y que no esnifa es tan cierto como que yo me llamo Brando. Sólo un esnifador es capaz de distinguir a uno que esnifa o que no esnifa. Yo tomo coca desde los treinta años, con cabeza, eso sí. Y yo puedo asegurarle que no esnifa. Me preocupa ese merodeo por esos barrios. ¿Qué busca? Traté de sonsacarle a Alfredo, el viejo ese que está en la cama con ella, pero se me quejó muy dolido, muy dolido.


La niña casi ni le habla. Se lo folla, me lo trae a desayunar y luego si te he visto no me acuerdo hasta que le llama por teléfono.


¿Por dónde empezaría usted?


Carvalho empezó por fijar las condiciones económicas. Brando sumó, restó, multiplicó con una calculadora de muñeca y se quedó estudiando a Carvalho. Era evidente que Carvalho no estaba a la altura de su precio, pero Brando cabeceó decidido.


– Adelante. Lo primero es lo primero.


Buscar a un griego, a dos griegos y proteger de sí misma a una chica descarada, podían convertirse en partidas simultáneas excesivas, pero los franceses pasarían y Carvalho dependía de la clientela local, por lo que decidió dejar en la trastienda el caso de niña descarriada y liquidar cuanto antes aquel encargo cosmopolita que tan altos había colocado los tacones postizos de Biscuter. Se fue pues a por el coronel Parra, supremo hacedor en uno de los cientos de locales al servicio de los cientos de organismos dedicados a una perfecta organización olímpica.


El "coronel Parra" hacía veinte años que llevaba corbata. Había que concederle el mérito de ser el primer revolucionario en asumirla cuando consiguió un cargo en la Sección de Estudios de uno de los más importantes bancos del país.


Pero ahora llevaba una corbata sin paliativos, una de esas corbatas que implican cultura, de marca, de marca de corbatas, de esas corbatas que sólo reconocen los expertos en corbatas y entonces se toca la corbata como si fuera un sexo, miembro de la masonería de las corbatas de seda natural. Y todo lo demás era accesorio. Estaba más viejo, pero su envejecimiento quedaba relativizado por la modernidad de la corbata. Tenía ganas de sacarse a Carvalho de encima y había en ese deseo una legitimidad racial de propietario de corbata Gucci frente a un Carvalho que se había puesto la única que tenía, una estrecha minucia corbatera en la peor seda thailandesa, más un souvenir de viaje que una corbata propiamente dicha.


– ¿Georges Lebrun? Permíteme que busque en mi pajar por si encuentro esa aguja. ¿Sabes qué me pides? ¿Sabes cuántos extranjeros están en estos momentos en la ciudad tratando de sacar tajada de las Olimpiadas? Una Olimpiada conlleva desde un alfiler a un elefante. Tengo una colección completa de vendedores de alfileres y otra de vendedores de elefantes.


– Éste vende cultura.


– Busquemos el apartado de Cultura. Francia. ORTF.


¿Sabes cuántas ofertas tenemos de la ORTF?


– Conoces mis limitaciones.


– Georges Lebrun. Producción de series educativas olímpicas.


Deja que mi secretaria lo meta en el ordenador.


– Primero mete en el ordenador cuál de tus cinco mil secretarias ha de meterlo en el ordenador.


– Pepe, no creces. Recuerda aquel aforismo de Herbert Spencer: o crece o muere.


– En mis tiempos Spencer pasaba por prefascista.


– Ahora se le considera como parte del plural patrimonio socialdemócrata-liberal. Volveremos a vivir bajo esta presión filosófica durante un siglo. No te resistas.


Déjate dar por culo y goza. O creces o mueres. Ya ha caído el muro de Berlín.


– Te veo muy bien, coronel.


– No vuelvas con tus bromas.


Hace tiempo que dejé aquel ejército.


Cursó instrucciones por un dictáfono que parecía llevar corbata.


Todo en aquel despacho llevaba corbata.


– El desafío de la Olimpiada puede ser terrible. Mil novecientos noventa y dos será un año decisivo. Todos los ojos del mundo estarán pendientes de España.


– No nos había vuelto a suceder desde la guerra civil. Me parece que fue entonces cuando merecimos por última vez la portada del "New York Times".


– La nostalgia es un error, Pepe.


– ¿Y la ironía?


– Un ruido.


Desde una impresora situada a espaldas del coronel Parra el hombre invisible, o quizá una mujer invisible, empezó a emitir una lengua de papel, para detenerse de pronto, en medio de un silencio telúrico. El ex coronel Parra tendió el brazo sin volver la cabeza y arrancó el pedazo de papel con la precisión de un experto.


Leyó lo que en él había impreso, luego estudió a Carvalho mientras retenía la información.


– ¿Para qué lo quieres? De esta oficina no puede salir información así como así. Aquí nos jugamos cientos de millones de pesetas cada día.


– Es sobre un cliente. El asunto no tiene nada que ver con tu negocio multinacional olímpico. Se trata de un griego, de un pobre griego que huye de una mujer. Ni siquiera es un griego olímpico.


– ¿Me lo juras?


Asintió con los ojos y tuvo a su disposición la ficha de Lebrun: "Georges Lebrun, treinta y nueve años, nacido en París. Funcionario de la ORTF con categoría de director general adjunto. Asunto: Olimpia 2000. Vídeos educativos sobre el espíritu olímpico a partir de la filmación de las Olimpiadas de Barcelona. Compromisos precontractuales con cuarenta países.


Informe económico confidencial AYF 36. Valoración Positiva C. Prolongación mit 62."


– Aquí no pone que ensucia libros con mocos y zumos de fruta.


Tu ordenador es una mierda. ¿Qué más?


– Nada más.


– ¿Tienes una impresión personal de monsieur Lebrun?


– ¿Para qué? De nada me sirven las impresiones personales. Realizo cincuenta contactos al día.


¿Quién retiene cincuenta impresiones personales? Es un funcionario, me parece que muy capaz y habla un lenguaje de datos que procesamos en los ordenadores. Tal vez cene con él un día de éstos si el ordenador sintetiza una información positiva y mis jefes políticos dan el visto bueno a esa información.


– ¿Quiénes son tus jefes políticos?


– Nani Gros, la Tere Surroca y Pascual Verdaguer en última instancia. Es decir, "Chu en Lai, la Idanova " y "el Melancólico", para recordar sus nombres de guerra.


– ¿De qué guerra? Te invito a cenar un día de éstos. Si quieres, en mi casa.


– Sólo como ensaladas italianas y pescados azules a la parrilla.


– ¿Por qué azules?


– Han descubierto que van bien para el colesterol. Aún no tengo colesterol, pero más vale prevenir que curar. ¿Todo va bien?


– Va bien. Te llamaré.


– Ya lo hará mi secretaria.


Viajo mucho. Me voy a Seúl dentro de unos días a comprobar los efectos de la Olimpiada.


– Algún día vendrán a vernos a nosotros para comprobar los efectos de las Olimpiadas.


– Mañana será otro día.


Carvalho salió del despacho con un paso que quería ser deportivo, para ponerse a la altura de los allí reunidos, aunque apareció tanta abundancia de corbatas como escasez de músculos. Había quedado citado con Artimbau en el Pa y Trago dispuesto a un desayuno sólido y solidario con alguien sin miedo a morir antes de los ochenta años, pero encontró al pintor tan delgado y contenido dentro de su vestuario que no necesitaron intercambiar ni una palabra para comprender que también se había pasado al bando de la represión gastronómica, al bando de los muertos vivientes, de los teólogos de la alimentación. El pintor pidió una miserable ración de queso fresco y un café sin azúcar, tratando de no fijar los ojos en la capipota con sanfaina que habían servido a Carvalho. Resumió la situación sin entrar en detalles sobre sus clientes, pero sí le mencionó el encuentro con Pedro Parra.


– A ése no le conocí. Yo era de la célula de plástico.


– Suena horrible.


– Pero es cierto lo que dices.


En esta ciudad no se mueve un dedo si no es en función de las Olimpiadas. Los hay que vienen a comprar el escenario, los hay que vienen a verlo y todos los demás tratamos de venderlo. No hay artista en esta ciudad que no esté a la espera de lo que pueda caerle de la Olimpiada. La parte del botín se la llevan los arquitectos, pero también se necesitarán esculturas y pinturas murales.


– Mi griego no creo que forme parte de los elegidos. Ha venido huyendo de algo o anticipándose a algo.


– Si posa, lo más normal es que lo haga en las escuelas de Bellas Artes, tanto en la oficial como en las menos oficiales o en Eina, la que está camino de tu casa. Pero por lo que me cuentas, lo más probable es que lo encuentres haciendo retratos de turistas en los alrededores de la catedral o de la Sagrada Familia. Hace un mes o mes y medio te hubiera resultado más fácil encontrarlo. Ahora la gente no callejea tanto, están todas las calles en obras. Buscarlo por la nacionalidad es como jugar a la ruleta rusa. Tendrías que asomarte a todos los rincones donde sobrevive un pintor y preguntar: ¿aquí sobrevive un griego? La gente habla de que nunca se ha ganado tanto dinero con la pintura, pero tampoco nunca ha habido tantos pintores sin nada que llevarse a la paleta. A mí me costó veinte años de tener una cierta seguridad económica. Hoy un pintor que a los veinticinco años no ha triunfado se considera un fracasado.


– ¿Y qué hace después de considerarse un fracasado?


– Probablemente seguir considerándose un fracasado. Pepe, yo no me entiendo con esos pintores jóvenes y empiezo a preocuparme.


Toda mi vida he luchado por defender que todo tipo de pintura esté permitida, en unos tiempos en que había una feroz dictadura de la pintura abstracta y si le caías mal a dos o tres críticos no te comías un rosco. Pero es que ahora cualquier chalado pinta con la picha un "Homenaje al SIDA" y al día siguiente tiene el cuadro colgado en un museo.


– Cuando se empiezan a comparar los tiempos pasados con los presentes es señal de que el comparador se hace viejo. Es inevitable pero hay que hacerlo en silencio y nunca confesarlo. Yo siempre he sido un detective atípico, pero si yo te contara cómo tienen montado el negocio las grandes empresas de investigación, me darías mil pesetas y el consejo de que me dedicara al canto coral.


– Los pocos artesanos que quedamos debemos ayudarnos. ¿Está buena esa capipota?


– ¿Por qué no pides una ración para ti?


Cerró los ojos y sólo los abrió para encargar un plato de bacalao con judías y un porrón de vino tinto.


– Hoy no almorzaré.


Llenar su estómago de los frutos de la tierra y el mar y cambiar de talante dio la razón a los que sostienen que no hay efecto sin causa.


– Vete a ver a mi amigo, el pintor Dotras. Es el más colgado de mi promoción y va disfrazado de joven. Si tu griego existe, Dotras lo conoce y si es maricón mucho más. No es que Dotras sea maricón, pero a su mujer le encantan y le gusta seducir homosexuales por la vía materna. Cuando se pasa de los cincuenta años ya no queda otra vía.


– ¿Y Dotras contempla?


– Dotras descansa. Si la conocieras lo comprenderías.


El pintor recomendado por Artimbau vivía en un callejón semioculto en los traseros de la plaza de Medinaceli, a medio camino entre la Barcelona redescubridora del mar en el Moll de la Fusta y la Barcelona del pinchazo, del tirón y la droga de la calle Escudillers y los alrededores de la plaza Real. Casas y casonas arruinadas para pobres y ricos del siglo Xvii y Xviii, con las que no se había atrevido siquiera la piqueta especuladora y así sobrevivían hasta patios con vegetaciones salvajes, asomadas a las tapias como una protesta de la naturaleza contra la ciudad lóbrega.


Comercios de galletas baratas y embutidos vendidos de cien gramos en cien gramos, a viejos e inmigrantes fugitivos de libros de Geografía o de las fichas policiales de la sección más barata de la Interpol. Tal vez por su carácter de suelo urbano no vendible, en aquellos caserones se conservaban espacios grandes y nobles para artistas en ejercicio y artistas bajo palabra de honor. Dotras había sido uno de los pintores más prometedores de los años sesenta y seguía siéndolo, a costa de una clientela incondicional en la que abundaban gays ricos que su mujer cuidaba y regaba como si fueran macetas de rositas de pitiminí.


Parte de su producción la había dedicado por lo tanto al retrato de madres de gays y de atletas vencidos por esfuerzos jamás explicados en el cuadro. Pero lo suyo era la pateografía, técnica automatista consistente en llenar de pastas de colores una tabla, luego colocarla sobre cartulinas inmensas como un suelo y patearla según un ritmo intrasferible de bailarín flamenco entre la improvisación y la epilepsia. Nunca había querido vender ninguna pateografía y las almacenaba en un caserón cerrado con las llaves más grandes de la ciudad, para que algún día las heredaran los ocho hijos que había tenido con tres mujeres diferentes, cinco de ellos integrantes del conjunto de rock Los Musclaires y los tres restantes bien colocados en la Caixa de Cataluña. Uno incluso como apoderado. No es que Carvalho le conociera por algo más que por las referencias dadas por Artimbau, pero era requisito indispensable nada más traspasar el dintel del estudio vivienda del pintor Dotras que él te tendiera el currículum que le había escrito uno de los cinco mil mejores poetas de Andalucía, a cambio de la única pateografía que había regalado en su vida.


– Conviene saber con quién se habla.


Le dijo aquel hombre vestido con un chaleco confeccionado con cretona de cortinas sin duda robadas de algún museo antropológico y él mismo parecía escapado del mismo museo en un momento de descuido de los antropólogos. Llevaba la poderosa cabeza gris desordenada, sobre una cara oscura de nacimiento y con el concurso del sol que cada mañana salía a tomar al puerto, porque el sol es el dios de la vida y si yo hubiera sido egipcio, hubiera sido uno de los partidarios del culto al sol. Lo mío es la mitología. La mujer llevaba la cabellera canosa suelta hasta la cintura por detrás y las dos enormes tetas igualmente sueltas hasta la cintura por delante. Vestía una túnica negra ceñida por un cordón dorado y calzaba sandalias policrómicas. Apenas si saludó al recién llegado, pendiente de un teléfono que era el único elemento de aquel gran estudio ajeno a lo que fuera pictórico. Telas y pinturas hechas o a medio hacer, caballetes y paletas y salpicaduras de pinturas recién esparcidas por los cielos y la tierra, como restos de un festín de colores y una escalerilla que conducía al altillo donde Dotras había hecho sus últimos cinco hijos con aquella walkiria a media asta.


– Ésta es la patria de la ciudad libre. Y lo era mucho más hace quince años, cuando todos éramos ingenuos y creíamos en la resurrección de los justos. En esta ciudad quedan ya pocas islas.


Ésta es la isla de Dotras en la que todos pueden perderse, pero también en la que todo puede encontrarse. ¿Qué buscas?


– Un griego.


– Remei, ¿tenemos un griego?


– Dos.


Contestó Remei sin quitarse el teléfono de la oreja.


– Ya lo oye. Si Remei lo dice es que es cierto. Aquí hemos tenido hasta príncipes iraníes y amantes de la emperatriz madre del Irán, una señora muy folladora.


– ¿Farah Diba?


– No. La madre del sha. Se tiraba hasta a los enanos. ¿Es usted extranjero? ¿Zamorano quizá?


– No. ¿Por qué?


– Últimamente todo el mundo me parece de Zamora. ¿Sabe usted dónde está Zamora?


– Nadie lo sabe. Es como el triángulo de las Bermudas español.


¿Es usted marchante?


– No. Me envía Artimbau.


Busco un griego.


– Ya recuerdo. Tenemos dos.


¿Cómo le interesa el griego?


– Tiene el cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco.


– Entonces es un mestizo.


Remei, ¿cuál de los dos griegos tiene un cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco?


– Todos los griegos son iguales.


Contestó Remei sin dejar el teléfono y fue entonces cuando Carvalho se levantó, se acercó a la mujer, le quitó el teléfono de las manos y lo colgó en la horquilla dejando su cara a un palmo del rostro de la walkiria.


– Necesito hablar con usted.


– ¿Nos conocemos?


– Me han dicho que cada primavera, cuando ya es primavera en El Corte Inglés, usted saca de compras a los maricones de la ciudad.


– Tengo una gran vocación de madre. Si Dotras no se hubiera quedado estéril, tendríamos doce hijos.


– Son las pinturas. Tienen una química que perjudica el pito.


Dijo Dotras y se llevó una mano al sexo.


– Los maricas, como usted les llama, nunca crecen del todo y usted ha crecido demasiado.


– No todos piensan lo mismo.


Busco a un griego con cuerpo de Antinoo y cabeza de pirata turco.


– Todos los griegos tienen cuerpo de Antinoo y con los años se les pone cara de pirata turco.


¿Qué más?


– Se llama Alekos. Es pintor, modelo. Tal vez sea homosexual, pero no se sabe a ciencia cierta.


– Alekos.


Musitó Remei como si quisiera guardarse el nombre en un secreter de su memoria.


– Me gustaba mucho un cantante griego que se llamaba Alekos Pandas. Cantaba en el festival del Mediterráneo. A comienzos de los años sesenta, cuando yo era joven.


¿Dónde estaba usted en el verano de mil novecientos sesenta y dos?


– En la cárcel.


– ¿Por chorizo?


– Comunista. Pero luego maté a Kennedy y con los años senté la cabeza.


– Usted nos falta en nuestra fiesta.


Gritó Dotras que lo había escuchado todo sentado en las alturas de un andamio desde el que pintaba el norte de una inmensa tela.


– Venga esta noche. A veces vienen griegos y a veces vienen mohicanos. Siempre son los últimos griegos y los últimos mohicanos.


Se bebe "garrafones" de vino de Alella y se fuma kifi inocente, kifi de recluta de los años cuarenta. Eso es todo. En esta casa no se pincha nadie y no hay prejuicios raciales contra los griegos, ni contra los turcos. Esta noche cantarán mis hijos, Los Musclaires, y mis otros hijos, los normales, traerán a las señoras y a los niños y "panellets" y moscatel, porque se acerca Todos los Santos y el Día de Difuntos. ¿Tiene usted el SIDA?


– No creo.


– En esta casa no entra nadie que tenga el SIDA.


– Nadie.


Reforzó Remei al tiempo que recuperaba el teléfono y su propio tiempo y espacio.


– ¿He de traer algo para la fiesta?


– Amigos, a usted mismo, dos mil pesetas por cabeza y alguna botella de algo que pueda sorprendernos.


– ¿Qué le parece un whisky Knockando veinte años?


– Amigo, si usted trae eso le daremos un tratamiento de zar.


Carvalho salió del laberinto de callejas y tras recorrer cuatro cabinas telefónicas inutilizadas, consiguió dejar un recado en el Palace. Citaba a Claire y Georges a las diez en Casa Leopoldo, con la previsión de un largo fin de fiesta en el estudio de un pintor coleccionista de griegos.


– Insista en lo de coleccionista de griegos.


Advirtió al recepcionista que le tomaba el aviso y se predispuso a matar lo que le quedaba del día lejos de cualquier posibilidad de enturbiarle la esperada emoción del encuentro con mademoiselle Delmas.


Pasó por el despacho por si algo o alguien había quedado atrapado en la tela de araña telefónica de Biscuter.


– Mister Brando ha llamado varias veces preguntando por usted.


– ¿Por qué le llamas mister?


– Con un apellido como ése ¿cómo le voy a llamar?


– "Mister Brando". Dudó entre darse por llamado o ignorar al padre perseguidor, pero poco podía aportarle como balance de lo que no había hecho. Le molestaba cuanto pudiera interferirse en su relación con Claire, con los griegos, pero tenía horas muertas por delante y se fue a por el primer contacto lógico en el rastreo de las alevosías y nocturnidades de la joven folladora de hombres perdidos sin collar. De tal palo tal astilla, quizá la madre fuera la portadora de los cromosomas de la amoralidad, en la duda de que el padre hubiera aportado algo a la criatura. El gimnasio estaba rodeado de Opels Kadett y de Volvos blancos. Sin embargo no había nadie de la recepción y Carvalho pudo llegar hasta un inmenso cristal que ocupaba media pared, ventanal a un salón donde una veintena de mujeres en maillots de diferentes colores trataban de obedecer las órdenes de la monitora. A pesar de que había cuerpos notables y otros de una mediocridad deprimente teniendo en cuenta la marca de los coches de sus propietarias, era inevitable que la vista del mirón se pegara a la monitora, un cuerpecillo cincuentón y fuerte, rematado en una melena teñida de platino y lacia, como un penacho sobre una cara de arpía. De sus labios salían ferocidades, diminutas y grandes.


– Tú, Merche, ese culo, que es más que un culo… ¿Pero a ti qué te pasa, Pochola, eso es un brazo o un muñón?… A ver, esa cara al aire y respirar como si el aire fuera gratis, coño…


Ni la menor rebeldía entre las súbditas.


– Lula, que esto es una clase de gimnasia, no de meneo…


Sufrían tanto muscularmente que las palabras les parecían una compañía grata. La monitora se limitaba a marcar el primer ejercicio y luego paseaba entre sus víctimas dándoles golpes con una varita en las zonas del cuerpo en peor estado o en deserción con el ejercicio predeterminado. En uno de sus recorridos la monitora vio a Carvalho tras el cristal y le gritó:


– ¡Proveedores los miércoles y pagos los veinte de cada mes!


Y dio la vuelta segura del resultado de su consigna, pero cuando en un segundo viaje descubrió a Carvalho en el mismo sitio tiró la vara al suelo con indignación y se fue a por él, momento aprovechado por las sufrientes para romper filas, descomponer el gesto y algunas hasta venirse al suelo en busca de sus frescuras y de la patria propicia de tan dura cama.


En éstas ya tenía encima Carvalho a la monitora y optó por salir a su encuentro para frenarla. Poco acostumbrada a no trasmitir terror, la mujer quedó algo desconcertada cuando Carvalho se inclinó reverente sobre su mano más cubierta de anillos e insinuó un besamanos que no llegó a producirse, porque no estaba entre los planes de Carvalho y porque ella retiró el apéndice amenazado como quien huye de una salpicadura de aceite caliente.


– ¿Pero es que no se me oye?


– ¿La señora Brando?


– La señora ¿qué?


No eran las palabras en sí sino el tono lo que instó a Carvalho a proponerle pasar a un lugar más íntimo, propuesta a punto de ser desatendida entre vociferaciones hasta que la mujer vio que sus clientes, de súbito recuperadas de su cansancio, se agolpaban contra el cristal disputándose la platea de la tragedia. Bastó una mirada llena de megatones para que las gimnastas volvieran a su posición de partida y luego un gruñido le sonó a Carvalho como invitación para seguirla. El despacho al que desembocaron no tenía más elemento curioso que un hombre sentado en una silla de ruedas que jugaba a las cartas contra sí mismo ante una mesa camilla. La mujer deslizó una caricia sobre la cabeza del hombre que apenas les hizo caso y se situó tras una mesa llena de papeles como si fuera un parapeto. Todas las facciones se le caían menos la lengua, en una clara demostración del fracaso de tantos maquillajes compensatorios de largos años de mal casada.


– ¿Qué quiere ese borde de Brando, ahora?


– ¿Suele ver usted a su hija?


– Suele verme ella a mí, cuando necesita dinero. Y sobre todo a ese desgraciado, que le suelta lo que sea.


El desgraciado volvió la cabeza. Conservaba la sonrisa del día en que quedó veintiséis o veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina.


– Ríe, ríe, que bien te sabe sacar los cuartos el pendejito ese.


Había ternura en la voz de aquella bestia y Carvalho dejó que ella se despachara a sus largas y anchas, en un duro discurso sobre las insuficiencias de todo tipo de Brando y la injusticia de que ella ahora tuviera que dar la cara por su hija. Si la policía la detenía ya escarmentaría. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Ella no sabía nada de la vida secreta de su hija.


Tal vez su hermano.


– Pida audiencia y si el señor se digna concedérsela… De vez en cuando trata de meter en cintura a la chica, pero siempre lo hace denigrándonos a los demás, a su padre y a mí. Ése no parece hijo mío.


Yo le llamo al pan pan y al vino vino.


Por lo visto era una pauta familiar que resistía la prueba del divorcio o acaso, enfrentados dos seres adictos a llamar al pan pan y al vino vino no les quedaba otra salida que el crimen imperfecto o el divorcio. No, ella no creía que la chica buscara emociones fuertes, no era de ésas, ella misma era una emoción fuerte. El inválido seguía tan contento y asentía.


– Mira cómo se le cae la baba a ése cuando hablo del pendejito.


– Pero algo busca.


– Ya lo puede usted dar por seguro. Ésa donde pone el ojo pone la bala. No malgasta ni un gesto.


Parece que va por la vida de boba.


Pero de boba nada. Va a lo que quiere y ya ha conseguido pasar por encima del cadáver de su padre.


¿No le parece a usted un muerto?


Si le decía que sí ya eran casi amigos. Los tres. Porque el jugador de cartas inválido ex veintiséis o ex veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina bailaba con su silla de ruedas, contentísimo por todo lo que estaba ocurriendo, como si le gustara la compañía de Carvalho y el buen tono que había adoptado su mujer. Y tan contenta ella como él, se fue a su lado, le arregló un atuendo ya de por sí animado y le volvió a acariciar el cabello.


– Apenas si habla. Pero dice todo lo que tiene que decir. Los mejores maridos son los inválidos.


– Llame a su hija. Háblele de mujer a mujer. Pregúntele qué iba a buscar aquella noche entre tanto camello y yonqui de medio pelo.


– Cuando necesite dinero, vendrá. Y no seré yo quien la sonsaque. Éste, éste sin decir ni mu saca de ella lo que quiera.


– ¿Me llamará?


Dijo que sí con la cabeza y dio por concluida la audiencia. Precedió a Carvalho por el pasillo y se detuvo a cierta distancia del ventanal que mostraba la perspectiva de la jaula sudada donde las mujeres habían montado una tertulia. Estaba intercambiando sus pequeños saberes de amas de casa aburridas y ricas.


– Fíjese, como loros.


– Las trata usted muy mal.


– Empecé tratándolas con miramiento y se me montaban encima.


Son chicas de casa bien que no han crecido. Pero les pegas cuatro gritos y se recomponen. Vienen a que las soben las masajistas y las agüitas del yakuzi. Necesitan que alguien las trate como si fueran tropa. A éstas sí que les haría falta una buena mili de veinticuatro meses.


Dejó a la monitora tramando crueldades contra los cuerpos más selectos de la ciudad. Tanta gimnasia le había despertado el apetito y dudó entre irse a La Odisea a gozar de la cocina de autor de Antonio Ferrer o dar la alternativa a los del Nostromo, dos marinos que se habían metido a restauradores después de la experiencia vivida en " La Rosa de Alejandría". El restaurante era esquina de uno de los callejones traseros del hotel Colón, muy cerca de La Odisea y había declaración de principios marinos desde el rótulo, en homenaje a la novela del mismo título de Conrad, hasta cualquier minucia decorativa, todo salvado del naufragio moral de los marinos después de la experiencia de aquella imposible huida hacia adelante en busca del Bósforo. No les gustaba hablar de lo vivido sobre " La Rosa de Alejandría", pero en la pared pendía una maqueta del barco, Germán no estaba en el local pero Basora sí y dividió su talante entre el de marinero en tierra y restaurador en ciernes.


Nada que reprochar a un entrante de pasta fresca con trompetas de la muerte, una seta enigmática que está poniéndose de moda desde que la lanzara en su carta el Rec9 de Can Fabes, en San Celoni, y a continuación un Bacalao a la Catedral que era como una síntesis de los bacalaos catalanes, la caligrafía sintéctica de otros plastos de bacalao barrocos. Basora le ofreció un Pesquera tinto excelente y ya en el café le sorprendió con una botella de ron nicaragüense que llevaba enganchada una etiqueta con el nombre "Pepe Carvalho".


– Cada vez que venga usted por aquí tiene la botella de ron a su disposición.


– Un buen motivo para volver.


Germán diversificaba el riesgo del restaurante apuntándose a bolos de marinero en tierra. Ahora estaba haciendo no sé qué leches, dijo Basora, en el dique seco. En cuanto al antiguo oficial de " La Rosa de Alejandría", seguía adicto a su severo sentido del humor pero llevaba a cuestas el ancla de todo marino con añoranza de singladura. De vez en cuando aún enviaba un paquete a la cárcel de Segovia donde cumplía condena Ginés Larios o recordaba al abogado defensor que no descuidara pedir por enésima vez el indulto individual.


– Al fin y al cabo mató por amor. Es mucho peor matar por odio.


Le alentó Carvalho. A Basora le había encanecido el cabello y no estaba muy seguro de si matar por amor era mejor que matar por odio.


El amor es una enfermedad, dijo.


Si lo hubiera dicho cualquier otro, Carvalho hubiera sonreído, pero Basora era hombre parco en palabras. Le conoció el mismo día en que presenció el desembarco de Ginés, entre dos policías, frustrado su deseo de encontrar más allá del Bósforo el lugar de donde no quisiera regresar, el final perfecto de una huida perfecta. Germán y Basora estaban desconcertados ante aquel hombre que lo sabía todo sin haber viajado a bordo de " La Rosa de Alejandría" y que se contentaba con comentar el crimen de Ginés, sin ponerlo en conocimiento de la policía.


– En fin.


Suspiró Basora y recitó irónicamente.


– "Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos".


Toda la conversación había tenido en la cabeza de Carvalho como telón de fondo la ensoñación de Claire, una muñeca carnal y juguetona, en retícula de fotografía vieja, en movimiento, en primer plano, al fondo de un paisaje deshabitado. Carvalho se había bebido media botella de ron, se refrescó las sienes en el lavabo, entre grabados de navegaciones y naufragios y al ver la cara que le devolvía el espejo hizo suyo el verso de Lorca… "hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos". Se entregó al doble juego de dejarse llevar por los sentimientos e ironizar sobre ellos, para no sentirse en ridículo y dominar su propia situación.


Deseó suerte a los marineros en tierra en su nuevo negocio y prometió volver otro día a vaciar su botella. Mi botella. Repitió varias veces, como un borracho y es que estaba algo borracho. Pateó los callejones abandonados a su historia inútil, en busca de la ciudad remozada para actuar como escaparate olímpico. La catedral se asomaba, aunque distante, a las obras de un parking subterráneo que permitiría aumentar el número de japoneses que la visitarán antes que llegara el año dos mil. Les rogamos disculpen las molestias.


Trabajamos por usted. "Barcelona, posa.t guapa" (1). "Barclona més que mai" (2) [1] Todo el mundo parecía estar de paso, la ciudad incluso estaba de paso entre un pasado sabido y un futuro sin límites precisos. Claire estaba de paso y a medida que avanzaba por una ciudad en destrucción y reconstrucción se sentía como un adolescente a la espera de la muchacha que le ha de hacer infeliz y adulto, esa muchacha que de pronto desaparece y que alguna vez se recupera treinta años después, cuando es demasiado tarde para casi todo. Se escuchó cantar un viejo bolero, envalentonado por la espuma de alcohol que le subía hasta el cerebro. "Qué lástima, por qué no me lo dijo _, si lo hubiera sabido sería toda de él".


Señor Carvalho, si usted me hubiera insinuado algo, yo habría renunciado a mi griego irrepetible y me hubiera ofrecido a usted al final del laberinto, como premio en el recorrido en busca de la verdad, ¿sabe usted qué quiere decir "alezeia" en griego clásico? Si era capaz de hacerse la pregunta, aunque la pusiera en labios de Claire, es porque sabía o en algún momento había sabido qué quiere decir "alezeia" en griego clásico. Al final del laberinto podría encontrar a Claire, una vez resuelto lo de los griegos, porque de lo contrario si alguna vez, dentro de treinta años podía volver a encontrar a Claire, estaba seguro de que no sería en una estación, equivocándose de despedidas, sino en algún cementerio. Tal vez la vuelva a ver dentro de treinta años cuando ella venga a poner flores a alguna tumba y pase junto a la mía y la retenga un pellizco de la memoria: ¿Carvalho? Pepe Carvalho, ¿de qué me suena? O quizá Carvalho consiguiera vivir treinta años más para encontrarse con Claire en una acera y ella, en su decadente madurez, le ayudaría a cruzar la calle y él, por tratarse de ella, haría una excepción y se dejaría ayudar, en lugar de darle un bastonazo. En cualquier caso la capacidad de ensoñar, imaginar, predecir el final de aquel extraño capricho emocional conducía al género burlesco, pero Carvalho se complacía merodeando en torno de todas las impotencias presentidas.


No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más ridículo que culpable, acaso culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada. Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería definitivamente demasiado viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la menor curiosidad por doblar aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había sumergido en la agridulce imbecilidad del amor.


Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el cocktail del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como para tomar un segundo y así llegó al tercero.


Los martinis le alcoholizaban la psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.


– ¿Alcohólico anónimo?


– No. Diputado en el Parlamento de Cataluña.


Le contestó el solitario bebedor.


– ¿Un trago largo entre dos sesiones?


– No. Me he perdido.


Un diputado, perdido en las Ramblas, melancólicamente meditabundo ante un trago largo sólo podía ser socialista.


¿Es usted socialista?


– ¿Se me nota?


– Tiene una melancolía moderada. Le invito a otro trago largo.


– Necesito coger fuerzas para volarlo todo. El capitalismo ha ganado, pero está podrido. Mañana tengo que defender un proyecto de ley en el que no creo.


– No se amargue la vida, amigo.


Defienda cualquier otro proyecto de ley.


– Los demás tampoco me gustan.


– Entonces lo tiene bastante difícil.


– Los comunistas son unos traidores. Ya no quieren hacer la revolución. Todos quieren ser socialistas y nosotros no tenemos más remedio que hacernos liberales. La historia nos absolverá. De vez en cuando olvido mi nombre y vago por la ciudad. Los psiquiatras dicen que padezco desdoblamiento de personalidad, pero no es verdad. Busco mi verdadera personalidad.


– Si la encuentro yo antes ya le diré que venga aquí, que usted está aquí esperándola.


– Sólo hasta las dos. A las dos cierran esto. Pagó sus consumiciones y la del socialista desorientado y siguió su destino, Ramblas abajo, como si llegando antes acercara la hora del encuentro con los franceses. Ya en Casa Leopoldo, Germán le dejó escoger una mesa desde la que dominara la entrada majestuosa de Claire en el restaurante y palió su sed con una botella de vino blanco, muy frío, muy frío, insistió Carvalho, porque tengo la cabeza muy caliente.


El restaurador estaba acostumbrado a sus excesos tan excepcionales como totales y le dejó beber vino blanco como quien bebe agua. Cuando los dos franceses atravesaron el dintel que abría el comedor interior, Carvalho navegaba en mares dorados del mejor vino de la casa y desde el puente de mando de su barco ebrio examinó los disfraces de sus invitados con plena satisfacción. Ella acudía vestida precisamente de pasajera francesa de un barco ebrio, con una chaqueta blanca larga y una blusa de seda verde pálido que le acariciaba el cuello mediante historiadores volantes que fingían ser espuma; y él vestía un traje color crema, con la camisa marrón, una corbata de marrón más oscuro y su sombrero casi plano, blanco, estudiadamente arrugado, en un total inacabado que sintonizaba con lo inacabado de sus facciones y sus gestos. El príncipe desganado dejó hacer, pasar la doble iniciativa gastronómica coordinada de Carvalho y el restaurador y sólo sus ojos tradujeron una cierta capacidad de sorpresa ante el despliegue pantagruélico de bandejas llenas de cigalas al ajo, sepias y pulpos microscópicos, angulas con jamón de pato y rodajas de kiwis, medias langostas y langostinos, un enorme rombo cocido a la plancha y al horno. Si su admiración era ocular, la de la mujer era verbal y cuando agotados todos los pescados del Mediterráneo consideró llegado el momento de un golpe de timón del paladar, sacó del bolso una botella de Vega Sicilia y la puso sobre la mesa.


– Es un pequeño homenaje a mi abuela.


– Dudo que el señor Carvalho admita un vino tinto después de tanto pescado y tanto vino blanco.


– El Vega Sicilia lo admito hasta con la sopa de pescado. No es un vino. Es una seña de identidad artificial, pero bien conseguida. En los tiempos de su abuela este vino no existía.


– Me sabe a Valladolid, a los campos de Castilla.


– Eso es otra cosa.


La había degustado tanto, sin verla, a lo largo del día que Carvalho trató de mirarla lo menos posible durante la cena, pero en toda comida llega la hora inevitable de la conversación y la mirada o de la pelea. Una comida jamás puede terminar en un silencio indiferente, a no ser que uno de los dos comensales está muerto. Hizo un resumen de sus pesquisas que el francés escuchó con su prevista desgana y ella con expresión más fascinada que anhelante. Tal vez le gustaba más buscar al griego que encontrarlo. Tal vez, avisó Carvalho, en el estudio de los Dotras sólo hagamos turismo, pero a todo turista le interesa traspasar los muros de la ciudad-hotel.


– No siempre.


Interrumpió Lebrun, repentinamente interesado.


– Nunca seleccionas ciudades, son las ciudades las que te seleccionan. Yo he dado la vuelta a los hoteles del mundo y pocas veces me he sentido convocado por la ciudad, hasta el punto de atravesar los muros de los hoteles. Quizá Barcelona valga la pena.


Les hizo meterse en las tripas del Barrio Chino, en sus rescoldos de prostitución barata marginada por los terrores del SIDA, otra vez las inevitables Ramblas y la desembocadura en el puerto, con la perspectiva primera y luego la toma de tierra del Moll de la Fusta. Edificios neoclásicos al servicio del poder militar, alguna pincelada neogótica, comercios marítimos, una plaza neorromántica, el escaparate de posmodernidades que configuraba la remodelación del paseo culminado por la gamba gigantesca del diseñador Mariscal. En el punto equidistante entre el pompier edificio de Correos y la estatua de Colón, Lebrun se quedó traspuesto y exclamó:


– "Que bel pasticcio!".


Respaldados por las naves, el mar estanque, los tinglados obsoletos a medio derribar, los nervios férricos de torreones de antigua eficacia atravesaron el paseo y la plaza de Medinaceli para buscar el callejón donde se ubicaba el estudio de los Dotras. Todas las puertas estaban abiertas y la luna llena estaba puesta sobre los miserables tejados. La mujer lo tocaba todo con la punta de sus ojos de piedra y con las yemas de sus dedos de seda, mientras mantenía una sonrisa ligera. Nada más penetrar en el estudio comprendieron que sin ellos el cuadro era incompleto. Iban vestidos todos de bohemios indígenas y agradecieron el contraste visual de aquellos turistas recién desembarcados de un paquebote sin duda con pocas horas de escala. Carvalho no contaba en sus apreciaciones. Lo aprehendieron como un guía de cualquier agencia "tour operator" y se dedicaron a desguazar a la dama de lujo y al caballero fugaz.


– Son dos mil pesetas por persona.


Advirtió la señora Dotras y a Carvalho le pareció que sus grandes y caídas tetas se había convertido en una bandeja petitoria de catedral en la misa de doce.


– ¿A cambio de qué?


– En ningún otro lugar de la ciudad verá lo que aquí verá.


Pagó el francés y Carvalho depositó su botella de Knockando en las manos del pintor vestido para la ocasión como un concertista indio de instrumentos musicales rigurosamente indios. Abundaba la gente joven repartida en grupos, montones, hablando en voz baja o ensimismados de cinco en cinco, la manera más dramática de ensimismarse.


– Aquí hemos conservado el ambiente de los últimos años sesenta y primeros años setenta. Cuando aún todo era posible.


Le informó Dotras con la voz por encima de un fondo musical en el que los Bee Gees, los Beatles, los Pink Floyd, Hair fueron sucediéndose durante el tiempo que compartieron rodeados por cuadros gigantescos de Dotras y carteles contestatarios con casi veinte años de antigüedad: mujeres orinando en mingitorios para hombres y órdenes de busca y captura de Richard Nixon. Hasta los más jóvenes parecían recién salidos de una noche de opaca juerga años setenta y Dotras les ratificó que de eso se trataba.


– Islas así ya no quedan en la ciudad. Cada generación tiene su derecho a la nostalgia y la nuestra… -Abarcó a Carvalho con el plural-:… es la última generación que conservará el culto a la nostalgia. La nostalgia hay que elegirla.


– Este hombre es un precursor.


Ha creado un museo viviente del comportamiento.


Era la primera vez que el francés manifestaba capacidad de entusiasmo. Les ofrecieron ensalada de arroz y pollo al curry razonando el menú como indispensable en cualquier cena progre masiva de la época objeto de culto y les presentaron a una becaria norteamericana que estaba realizando un estudio sobre "Costumbres del transfranquismo" para la Universidad de Carolina del Norte. Los nietos de Dotras repintaban cuadros del abuelo con pintura spray y los cinco hijos de la walkiria, componentes del conjunto Los Musclaires afinaban sus instrumentos a punto de iniciar su concierto en homenaje a las concentraciones de Canet, el Woodstock español, catalán para ser más exacto, aclaró Dotras a la norteamericana que tomaba apuntes en una libreta y monsieur Lebrun que tomaba apuntes mentales. Carvalho quiso obrar como otras veces, cuando un ambiente le resultaba indiferente hasta el cansancio, dejar la cara y marcharse con la cabeza a otra parte, pero cuando buscaba un pliegue del local para su cabeza, sus ojos tropezaron con una muchacha a la que había conocido en circunstancias más propicias. Era Beba, la hija de Brando y de la monitora, semiacostada en unos cojines y platicando con un viejo, diferente al que estaba aliviando la mañana en que la conoció Carvalho. O quizá no era tan viejo, sino de la edad de Carvalho.


– ¿Quién es ésa?


Preguntó a Dotras. Se molestó el pintor por verse distraído de sus servicios al banco de datos de la Universidad de Carolina del Norte y apenas si pellizcó con la mirada al dúo que formaba Beba con su acompañante.


– No la conozco. ¿Ha pagado, mamá?


Su mujer le dijo que sí con la cabeza, después de pesar a la muchacha en unas balanzas mentales que sólo ella veía.


– ¿Y el que está con ella?


También, aseveró testaruda la señora Dotras. Devolvió su atención al pintor a la científica social norteamericana y Carvalho no insistió, pero tranquilizó su mala conciencia examinando para su solaz a Beba, monologante mientras el hombre la escuchaba o cansado o aturdido o drogado. Beba tenía una expresión dulce, como si fuera la maestra o la madre del hombre que la escuchaba.


– ¿Conoce a esa chica?


Claire le había cogido un brazo mientras examinaba a Beba a distancia.


– Es muy guapa. ¿La conoce?


– No. O quizá sí, pero hoy no me toca.


– Es muy angélica. Muy joven.


Me emociona su aspecto. ¿No le parece muy angélica?


– Es probable. Hay tantas clases de ángeles.


Se sumergió Claire en una reflexión silenciosa sobre los ángeles y de ella sólo participó a Carvalho una sonrisa, como una gasa rosada velando los pensamientos que le escondía.


– ¿Y mi griego?


Preguntó de pronto Claire, como si recuperara el sentido de la orientación. Carvalho hizo de intermediario con la señora Dotras que le señaló a un joven de ojos grandes vestido con una túnica color azul. Claire examinó al griego con ojos que primero fueron valorativos y luego despreciativos.


– No es mi griego.


– Un griego lleva a otro griego.


Se sentaron Carvalho y Claire en unos cojines, cerca del joven de la túnica, mientras Lebrun iba de grupo en grupo escuchando y observando con la precisión de un enviado especial de las Naciones Unidas, antes o después de cualquier referéndum escabroso.


– Alexopoulos es el más prometedor pintor griego joven que conozco.


Advirtió Dotras antes de propiciarles el contacto.


– No nos ha dicho a cuántos pintores griegos jóvenes conoce.


Claire rió y Carvalho se sintió muy premiado. Nada más sentarse sobre los cojines, Carvalho iba a iniciar la introducción al tema, cuando sintió la mano de la muchacha en su brazo y al mirarla comprobó que ella le estaba pidiendo que la dejara hacer. Le robó sus propios ojos para dárselos al griego que les contemplaba desde una advertida distancia, sabedor de que iban a pedirle algo. Ella empezó a susurrarle una larga explicación que Carvalho no podía oír y poco a poco la resistencia del hombre fue aminorando, hasta que se dejó caer sobre un codo y situó su rostro muy cerca del de Claire para reducir aún más el ámbito de su inaudible conversación. Claire de pronto se apartó del muchacho y quedó sentada en cuclillas, inclinada hacia adelante, con un bucle de pelo meloso acariciándole un pómulo y la cabeza paralizada por el proceso de una reflexión que Carvalho adivinaba intransferible.


Volvió su rostro hacia Carvalho y era como si la luna llena del exterior se hubiera metido en el estudio y tratara de hipnotizarle.


– No me he equivocado. Alekos está en Barcelona.


– ¿Dónde?


– Sólo sale de noche.


– ¿Por qué?


O eran dos lágrimas o la emoción interior hacía refulgir aún más sus ojos.


– Vive por una zona que se llama Pueblo Nuevo y a medianoche se acerca a una casa de comidas, en una plaza, no sabe el nombre. Al final de la rambla del Pueblo Nuevo. Vive en alguna de las fábricas abandonadas por aquella zona. ¿La conoce usted?


– La conozco. Se llama Pueblo Nuevo, pero ya tiene poco de nuevo. Es un barrio que creció a finales del siglo pasado y comienzos de éste, industrial y popular.


Ha envejecido rápidamente, como todo lo pobre, y está a la espalda de la futura Villa Olímpica, lleno de fábricas y almacenes abandonados.


– ¿Por dónde empezamos?


– ¿Ahora?


– Ahora. Mañana puede ser demasiado tarde.


– A otro cliente Carvalho no le habría consentido el derecho a marcar el ritmo, pero aquella mujer no era una clienta normal y de cerca olía a amanecer en el campo después de una noche de lluvia lenta.


– ¿Por dónde empezamos, ahora?


– Vayamos a esa casa de comidas. Dice que es una plaza con árboles muy grandes y que sólo se comen cosas frías, quesos, patés, embutidos. En verano hay una terraza al aire libre, pero ahora ya no. Allí quizá puedan orientarnos.


Al descruzar las piernas Carvalho se dió cuenta de que se había quedado inválido. Sentía sus piernas llenas de moscas voraces de su propia sangre. Odiaba los cojines y las sillas bajas, odiaba a los Dotras y su comedia nostálgica y empezaba a odiar a Els Musclaires que estaban cantando "no serem moguts" (1 [2]) en un homenaje, dijeron, al espíritu de Joan Baez y Bob Dylan y a su madre que les había traído al mundo el mismo día de los famosos procesos de Burgos contra militantes de ETA. La ex parturienta servía combinados de naranjada con vodka y deletreaba el nombre de aquel cocktail de moda hacía casi veinte años: destornillador. La norteamericana apuntaba con una buena fe que ya sólo exhiben los imperialistas arrepentidos.


Beba y su viejo habían desaparecido.


– ¿Se van ya? ¿Qué les ha parecido mi idea?


– Ha de renovar el espectáculo, Dotras. Todo lo de mayo y lo del posmayo empieza a caer gordo.


– Ya nos lo hemos planteado, pero ¿por qué lo sustituimos? es un problema. Durante este verano estuvimos estudiando la posibilidad de renovar el espectáculo, como mi mujer y yo lo llamamos, pero, después de mayo, posmayo y todo lo demás ¿qué hay?. El miedo. Miedo a la crisis. Miedo a no tener dinero. A no saber la verdad. A que no exista la verdad. A envejecer… Pero todo eso ya no es pasado, es presente. ¿Ha pensado usted en la posibilidad de que el pasado haya dejado de existir? ¿De que a partir de ahora sólo exista el presente? ¿Ha pensado usted en cómo queda el mundo tras la caída del muro de Berlín?


– No pienso en otra cosa, pero no a estas horas de la noche.


– Sus amigos franceses ¿se han divertido?


Lebrun miró a Dotras como si fuera su asistente y cuando su sonrisa leve parecía propiciar una despedida tan convencional como intrascendente, se sacó una tarjeta del bolsillo superior de la chaqueta y se la tendió.


– Tiene usted entre las manos una idea genial y si alguna vez quiere montarla en gran escala, póngase en contacto conmigo. El psicodrama generacional, en vivo, participativo…


Dotras recelaba de la sinceridad de Lebrun, pero se guardó la tarjeta y les acompañó hasta la puerta.


– ¿Ha encontrado a su griego?


Claire asintió con la cabeza y se fue tras los pasos de Lebrun.


Carvalho se quedó rezagado y provocó un aparte con Dotras.


– ¿Quién es ese griego que nos ha presentado? ¿Es de fiar?


– Como cualquier otra persona que está hoy aquí. Sí y no.


– ¿A dónde vamos?


Preguntó Lebrun en cuanto volvieron a desembocar en la plaza Medinaceli.


– A Icaria.


– ¡Por fin!


– No se lo digo en broma. Una parte de Barcelona, hoy a punto de desaparecer bajo la piqueta olímpica, se construyó en homenaje a Icaria. Era un barrio industrial y obrero, naturalmente, y los obreros catalanes del siglo Xix también soñaron en llegar algún día a Icaria. Incluso la Ciudad Olímpica se llamará Nueva Icaria.


– Olimpia en Icaria. Un clavo saca a otro clavo. Un mito saca a otro mito.


– A esta parte más industrial del Pueblo Nuevo, Poble Nou en catalán, también se la llamó la Manchester Catalana. Los industriales barceloneses del siglo Xix idolatraban el modelo inglés. Me gustan las ruinas contemporáneas, monsieur Lebrun, y últimamente paseo mucho por la ciudad amenazada por la modernidad. En el barrio viejo, muy cerca de aquí, están abriendo una vía ancha que se va a llevar los malos olores de la ciudad podrida no sé a dónde, pero se los va a llevar. Y de la Manchester Catalana, de Icaria, poco va a quedar. Es curioso que los patronos soñaran con Manchester y sus obreros con Icaria. ¿Con qué sueñan hoy en día unos y otros?


– Probablemente con nada.


Claire caminaba delante de ellos con los brazos doblados y cruzados con su pecho, como si hubiera recibido una misteriosa eucaristía y toda ella fuera un sagrario. Tomaron un taxi ante el Gobierno Militar y Carvalho dio una imprecisa referencia. A una plaza llena de árboles grandes, al final de la rambla del Pueblo Nuevo. El taxista les examinó críticamente. No parecían asaltantes nocturnos y hay gente que no sabe nunca a dónde va. En el taxi se hizo un silencio total que Carvalho cubría con la misma mano que le tapaba la cara, Lebrun con una sonrisa tal vez irónica y sólo Claire parecía tener la vista más allá, como si ante sus ojos empezara a construirse la historia venidera, una historia secreta que ya sabía.


– ¿A dónde vamos?


Preguntó finalmente Lebrun.


– A una casa de comidas donde sirven patés y quesos.


– ¿Más comida?


– Puede estar Alekos.


Lebrun se dio por satisfecho con la respuesta y se dejó caer en el respaldo del asiento. Sus ojos se habían convertido en dos ranuras que filtraban el paisaje de la Barcelona nocturna, la sombra vegetal del Parque de la Ciudadela, el pompier del Palacio de Justicia y se le escapó una carcajada contenida cuando pasaron junto al Arco del Triunfo.


– ¿También ustedes?


– Un Arco de Triunfo reducido a escala, para triunfos menores.


Desde hace tres siglos casi todos los triunfos españoles han sido sobre nosotros mismos.


Pero de pronto, y a pesar de la noche, la vista era asaltada por la ambigüedad de un paisaje en el que no se sabía dónde empezaban las destrucciones y empezaban las construcciones. Grúas, tierras removidas, bulldozers, solares arrasados con la huella de cimientos tronchados, insinuados bloques de casas recién nacidos, como bulbos asomados apenas sobre la membrana de la tierra muerta, una llanura de insinuaciones para lo que sería la Villa Olímpica al cabo de un año, de un año y medio, entre un mar sorprendido en su fea desnudez de mar urbano tras la caída de las casas que le servían de taparrabos y el atemorizado reducto de lo que quedaba de Pueblo Nuevo, de aquel Pueblo que había sido Nuevo cuando la burguesía de la ciudad plantó junto al mar sus fábricas y quiso tener la mano de obra cerca, aun a riesgo de que la relación de vecindario les encimara hacia la larga marcha, desde Pueblo Nuevo a Icaria, toda Barcelona sería Icaria, toda la Tierra sería Icaria.


Lebrun quiso poner pie a tierra para ver de cerca las obras que proseguían a pesar de la noche, bajo reflectores de después de un bombardeo, fuera Dresde o Brasilia lo que tuvieran ante sus ojos, un paisaje de ruinas o de fundamentos, enhebrado por carreteras inacabadas que aún no unían con nada.


– Imagínese que todo se detuviera ahora. ¡Qué belleza, una ciudad olímpica inacabada!


Algunos rótulos pregonaban que las construcciones eran empeño de Nueva Icaria, S.A. y Lebrun se puso a reír.


– ¿Se imaginaba usted que algún día los falansterios serían construidos por Sociedades Anónimas?


O quizá sea ya la única posibilidad de construir falansterios.


Icaria construida por sociedades anónimas, con aportaciones especiales de la CE, tal vez incluso del Fondo Monetario Internacional. Ahora que el comunismo se ha hundido ¿por qué no convertir su sueño en material de Disneylandia para la nueva burguesía? ¿Qué me diría usted Carvalho de una Disneylandia que fuera una perfecta ciudad comunista, sin los fracasos de la ciudad comunista que se acaba de hundir?


Carvalho recordó rostros de comunistas concretos y hubiera deseado pegarle una patada en los cojones a Lebrun. Pero volvían a estar en el taxi, en el laberinto del ya viejo Pueblo Nuevo. De pronto el paisaje empezó a proletarizarse y Lebrun a interesarse por el decorado. Pueblo Nuevo ofrecía su "collage" de pueblo de pescadores y obreros, de industrias y almacenes.


– ¿Qué se fabricaba por aquí?


– Creo que de todo. Tejidos, prensas de aceite, fábricas de antimonio, vino, tripas de cerdo para hacer embutidos…


– Tripas de cerdo para hacer embutidos…


Recitó Lebrun como si fuera un verso. El taxista pidió una concreción sobre el tipo de plaza que buscaban y cuando Claire le informó sobre el figón y sus comidas fugaces, al menos el taxista demostró saber a dónde iban. Una plaza recoleta casi toda ocupada por ombús, diezmados por el otoño, antiguos almacenes de industrias y comercios muertos, en la esquina el bar que sabía a camembert y pan con tomate, Restaurant Els Pescadors. Cuando Claire, sin abandonar la iniciativa, empujaba la puerta del establecimiento, Lebrun la retuvo con un brazo.


– Querida, yo quisiera saber qué podemos encontrar aquí. Me parece un acto de cortesía después de haberte traído a esta ciudad.


– ¿Sólo yo tenía interés en encontrar a Alekos?


Lebrun le aguantó la mirada y recuperó la sonrisa. La dejó precederles y tras ojear las mesas ocupadas y no distinguir en ninguna de ellas lo que buscaban, seleccionaron una de las antiguas mesas de mármol con soporte férrico historiado y se desconcertaron ante la pregunta: qué quieren cenar.


– Traiga cava muy frío y jamón cortado muy fino.


Pidió Carvalho y Lebrun parecía definitivamente desinteresado de cuanto ocurriera. Cuando el camarero les trajo lo que habían pedido, Carvalho pisó los primeros balbuceos de Claire y tomó la iniciativa en la pregunta.


– Buscamos a un pintor, griego.


Claire tendió la foto que había sacado del bolso.


– Por aquí pasa mucha gente.


– ¿Todos griegos?


– No les preguntamos la nacionalidad.


El camarero recurrió a instancias superiores y el evidente dueño de todo aquello, probablemente un ex progre que alguna vez actuaría en el espectáculo de Dotras, les valoró a distancia. Se metió detrás del mostrador y pareció entretenerse en la preparación de un pedido, pero su cabeza trabajaba el requerimiento y Carvalho le sorprendió dirigiendo varias veces la vista a una mesa arrinconada donde cenaban un grupo de parlanchinas muchachas y silenciosos hombres, recién salidos de un desfile de modelos para jeques árabes. Ellas iban disfrazadas de huríes en azul cielo y corinto y ellos de smoking de anuncio de perfumes masculinos.


Finalmente el propietario salió de su parapeto y se dirigió a la mesa del rincón. Se inclinó sobre el grupo y habló algo junto a la oreja que una de las mujeres tuvo que rescatar de las profundidades de su melena caracolada. Todas las cabezas de la mesa se orientaron entonces hacia el trío que componían Carvalho, Claire y Lebrun. El francés no se dio por mirado aunque se supo mirado, Claire compuso una expresión de serena expectativa y Carvalho se limitó a dar noticia con los ojos de que se sentía observado. La muchacha de la oreja oculta volvió a metérsela en las interioridades de su melena y se levantó para dirigirse a la mesa de Carvalho. Pero llegó con la oreja puesta. Era muy delgada, tenía uno de esos esqueletos dulces, de las mejores modelos.


– Me han dicho que buscan a Alekos.


– Madame Faranduris busca a su marido.


Dijo Carvalho sin hacer caso del amago de protesta que Claire insinuó con un gesto. Algo parecido a la complicidad y a una cierta compasión dibujó la sonrisa propicia de la modelo.


– Últimamente viene menos por aquí y no sé muy bien en qué almacén abandonado vive. Sólo sé que él lo llama Skala y que ha puesto un rótulo en la puerta con ese nombre. Le conocemos de verle por aquí y a veces hemos hecho el mismo recorrido, porque trabajamos para un fotógrafo de modas que tiene el estudio en una antigua fábrica de batas. Pero luego él sigue más allá y nunca nos ha llevado hasta donde vive. Cuando acabemos de cenar hemos de volver al estudio.


Pueden venir con nosotros y al menos les señalaremos el camino hasta donde podamos.


Claire se lo agradeció con la mejor sonrisa que Carvalho le había visto desde que se habían conocido y cuando la modelo volvió a la mesa, los ojos de ella estaban llenos de lágrimas, mientras sus labios musitaban: Skala.


– Skala, es Alekos, sin duda.


– ¿Qué quiere decir Skala?


– Es el puertecillo de la isla de Patmos, la patria de Alekos.


Estuvimos allí hace tres veranos.


Dimos la vuelta a la isla en un barquito: Grikou, Diakofti, Hora, la gruta donde se dice que San Juan escribió el Apocalipsis.


Lebrun salió de su fingida indiferencia o somnolencia para recitar: "Y me llevó el Espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y dorada con oro y adornada de piedras preciosas y de perlas, teniendo un cáliz de oro en una mano, lleno de abominaciones y de la suciedad de la fornicación." Ante la perplejidad de Claire, informó:


– Apocalipsis, capítulo diecisiete, tercer versículo.


– Es curioso, pero Patmos no queda lejos de la isla de Icaria.


– ¿También estuvo usted en Patmos, monsieur Lebrun?


– Estuvo con Alekos en el verano del ochenta y siete.


Había desafío en las miradas que se sostenían Claire y Lebrun.


– Alekos es tu problema.


– ¿El tuyo, no?


Lebrun interrumpió su pleito con Claire para proseguir su discurso a Carvalho.


– Basta ver la isla, secarse en su sequedad, convertirse en uno de sus secos habitantes, para comprender por qué san Juan escribió precisamente allí el Apocalipsis.


Durell ha dicho que el Apocalipsis es un poema digno de Dylan Thomas. ¿Conoce usted la obra de Dylan Thomas?


– No olvide que no leo. Sólo quemo libros.


– El número siete es cabalístico y está presente en la propia nomenclatura y morfología de Patmos y en el poema de san Juan: siete colinas, siete palmatorias, siete estrellas. En la cueva donde supuestamente vivió san Juan hay una hendidura que al parecer abrió la voz de Dios cuando descendió para meterse en el cuerpo del santo, poseyéndolo, poéticamente, para la poesía. La voz de Dios debe ser terrible. Yo visité la cueva en un día de tormenta y tuve miedo.


El viento aullaba fuera y dentro de la cueva se oye el ruido de la montaña, como si la montaña se rebelara contra el hachazo de Dios… Pero es el ruido del agua, en una isla tan seca, la montaña del Apocalipsis está llena de manantiales secretos. El monje que me acompañaba estaba tan asustado que hacía la señal de la cruz cada vez que rugía el viento y me traspasó su miedo.


– ¿Y Alekos?


– Consideraba que todo lo del Evangelio y el Apocalipsis incluido era un tenebroso asunto de judíos y precapitalistas judíos.


No tenía el complejo de culpa judeocristiano que me asfixia a mí.


Era un hombre geológico y dentro de aquella cueva se sentía como una parte más de la tierra.


Claire le escuchaba con una admiración que Carvalho no sabía si iba dirigida a Lebrun o al hombre de su vida.


– Me alegré cuando salimos de aquella cueva y volvimos al puerto.


Aquella noche Alekos pilló una borrachera geológica. Parecía un gigante borracho. O quizá una montaña borracha. Estábamos en una taberna a la que faltaban todos los cristales y el cielo estaba repleto de rayos blanquísimos, nunca he visto rayos tan blancos, parecían reflectores de bombardeos, o cómo uno se imagina los reflectores de un bombardeo o cómo uno los ha visto en las películas en blanco y negro. Tenía miedo y eso que Puerto Skala es un lugar protegido de los vientos, un refugio seguido para antiguos navegantes y piratas. Todo para nada. Todo para una probable falsificación.


No está demostrado que san Juan escribiera allí el Apocalipsis.


Tal vez ni siquiera lo escribiera él. ¿Por qué no suponer, ya para siempre, que sea un poema de Thomas?


– No tengo ningún inconveniente. ¿A qué fue a Patmos precisamente con Alekos?


– Turismo, turismo profundo.


Y se echó a reír desmedidamente, exageradamente. Se calmó y prosiguió su conversación.


– Conocí a los suegros de Claire. Irreprochables. Antropológicamente irreprochables. De ilustración de Gustave Doré o de cuadro de Delacroix sobre griegos.


Carecían de la locura melancólica del hijo y eran padres rigurosamente populares, de esos que te meten veinte francos en el bolsillo cuando sales de viaje, quieras o no quieras, o un buen pedazo de roquefort en la maleta para que no te mueras de hambre o de disentería en el extranjero. Admirablemente convencionales.


En la mesa de los modelos había preparativos de marcha, Claire se puso en tensión y Carvalho tuvo que prescindir de la duda que le había asaltado tras las últimas palabras de Lebrun. ¿De qué le venía a Lebrun tanto conocimiento de padres populares? O había aprendido el comportamiento de príncipe en los libros o de los libros había sacado el retrato costumbrista de los padres populares?


El hermoso esqueleto de mujer vestida de hurí corintio removió suavemente el aire a su alrededor invitándoles a que siguieran a la troupe de máscaras. Hablaban y reían como jóvenes desnudos, pero iban vestidos de actores de spot publicitario sobre perfumes. Por delante las huríes, los caballeros riendo y contorsionándose bajo las constelaciones de Icaria detrás, inmediatamente detrás, y Claire que les secundaba como una obsesa y tras ella Carvalho que la seguía como un obseso y cerrando la marcha el desganado príncipe experto en padres populares y en apocalipsis.


Pasaban por un imaginario desfiladero, a la izquierda el decorado de viejas casas vecinales donde todo estaba muerto o dormido, a la derecha construcciones semiaban-donadas, almacenes o edificios ambiguos bajo la luna, a manera de obstáculos para impedir ver las obras olímpicas y el mar podrido que a aquellas alturas recibía la mayor parte de aguas residuales de Barcelona filtradas por la piedad insuficiente de las depuradoras.


Avanzaban hacia la escenografía industrial obsoleta, un frente de formas que la noche hacía caprichosas: naves triangulares unidas como hermanas siamesas, chimeneas combadas por calores perdidos, torres de hierro con todos sus óxidos ennoblecidos por el contraluz lunar, árboles asomados a las tapias erosionadas, definitivos vencedores del cerco fabril, vegetales cabelleras oscuras de la naturaleza aprisionada presintiendo el asalto implacable del bulldozer.


Al cortejo sólo le faltaba un violinista viejo y una puta gorda de Fellini, pensó Carvalho y se lo dijo a Claire, pero no retuvo su obstinado avance hasta que los modelos se detuvieron y quedaron esperándoles. El hermoso esqueleto forrado de color corinto tenía la voz demasiado aguda, pero no era cuestión de ponerle reparos mínimos.


– Aquí trabajamos nosotros.


Unos doscientos metros más allá hay una fábrica abandonada que se llama o se llamaba… no me acuerdo… verán unas letras, un rótulo de cerámica azul, muy bonito, semidestruido, no están todas las letras y por eso no me acuerdo de su nombre. Pero alguien ha pintado en la tapia, junto a la puerta, Skala. Allí pueden encontrar a Alekos.


Les había incluido a todos, pero sus ojos permanecieron fijos, cómplices, compadecidos en Claire.


Recibieron a cambio una de las mejores sonrisas de la muchacha y la inclinación de cabeza de Lebrun. La comparsa desapareció tras un portón de hierro que se dejó abrir protestando como las mejores puertas de las mejores películas del conde Drácula y los tres expedicionarios se quedaron solos ante la perspectiva de una calle abandonada a los gatos y a las ratas. Fue Claire la primera en llegar ante la puerta y alzó una mano como para acariciar una por una las letras que componían la palabra Skala. Pero la dulzura del gesto fue sustituida por la indignación crispada del cuerpo cuando comprobó que la puerta estaba cerrada. Se quedaron los tres antes los muros de la ciudad anhelada y de momento prohibida. Las tapias eran altas y la puerta no mostraba la menor quiebra.


– Esta cerrada y bien cerrada.


– ¿Desde dentro?


– Es imposible saberlo.


Ya se disponía la muchacha a empezar a gritar el nombre de Alekos mientras sus pies daban impacientes patadas a la puerta, cuando Lebrun la retuvo por un brazo.


– Calma. Tal vez no quieran ser encontrados. Igual es todo mucho más sencillo. Lo importante es saber cómo se entra aquí.


Nuestros amigos los modelos deben saberlo. Volvamos atrás, se lo consultamos y volvemos.


– Id vosotros, yo me quedo aquí.


– No es conveniente que usted se quede sola aquí


– Sé cuidar de mí misma.


– Es cuestión de diez minutos.


Volvamos atrás y regresaremos en seguida, si es que encontramos una solución o una respuesta.


– Está dentro, presiento que está dentro, presiento que se ha encerrado desde dentro.


Pero les siguió para encontrarse otra vez ante todas las posibilidades de un laberinto de avenidas con rieles entre vegetaciones, a la sombra lunar de naves fabriles tenuamente iluminadas por secretas actividades interiores. Vagonetas oxidadas y varadas, cables colgantes desde donde no podía adivinarse, muebles de oficina rotos o desguazados bajo cobertizos de uralita, un Citro6n pato Stromberg sin ruedas y sin motor, cajas de cartón amontonadas según un orden arquitectónico, ablandadas por el tiempo y convertidas en una montaña blanda y blanquecina y una música lejana de concierto rock en sordina prometía un fin de fiesta después de un recorrido por aquellas cajas cerradas a las que conducían los raíles momificados y ennoblecidos por los jaramagos. Abría camino Carvalho y se introdujo en una de las naves tras vencer la resistencia chirriante de una portezuela de zinc. A la luz de los reflectores complementarios que colgaban de los cielos y abrían sus bocazas de luz desde el suelo de cemento, un grupo de muchachas ensayaba un ballet evidentemente moderno, porque se movían como si se estuvieran burlando de su propio esqueleto y la música sonaba a serrucho sobre cable de teleférico. Dirigía sus movimientos una mujer pequeñita y gorda, pero dotada de una elasticidad de chicle, a la vista de cómo se retorcía y plegaba sobre sí misma cuando corregía los movimientos de los bailarines. Ni rastro de los modelos de spot, ni ocasión de preguntar por ellos hasta que la directora se cansó de masticarse a sí misma y dio cinco minutos de descanso. Reparó entonces en ellos y dijo que no con las manos antes de ponérselas sobre el rostro.


– ¡Ya he avisado que nada de fotografías! Todo está demasiado verde.


– No venimos a hacer fotografías. Buscamos a un grupo de modelos.


Advirtió Carvalho.


– ¡Un grupo de modelos! Y luego te sacan las fotografías donde menos te lo esperas.


– Insisto en que buscamos un grupo de modelos. O tal vez no sea necesario encontrarlos. En realidad buscamos a un griego.


– Los modelos ya se han convertido en un griego.


– Admiro su trabajo pero no soy un fotógrafo. Insisto, buscamos a unos modelos que saben cómo llegar hasta un griego. Unos metros más abajo hay otra fábrica abandonada, parecida a ésta y dentro puede estar nuestro amigo, pero la puerta está cerrada, quizá por dentro; tal vez usted sepa cómo entrar, si hay alguna puerta lateral o si se comunica con otra finca.


– Yo no salgo de estas cuatro paredes. Ni conozco a ningún griego. Por ahí andan los modelos de los que habla. Pero ni me interesan ni me… ¡oiga! ¿Qué está usted haciendo?


Una secreta lógica había inducido a Claire a sacarse una pequeña máquina de fotografiar del bolso y destruir el precario equilibrio psicológico de la coreógrafa con un flash que sonó como una provocación. Lebrun reía sin contención y Claire dedicaba a la indignada mujer una de sus sonrisas más encantadoras.


– ¡He dicho que no quería fotografías!


Trató de convocar la solidaridad de sus bailarines, pero éstos asistían a la escena con un cansancio de madrugada.


– No puede bajar la guardia ni un momento ¡Fuera de aquí!


Claire parecía relajada, como si su foto prohibida la hubiera liberado de la ansiedad de toda la noche y Lebrun prosiguió en su ataque de hilaridad hasta que salieron de la nave a recuperar los senderos del laberinto.


– Ha sido genial. ¿Por qué lo has hecho?


Era ella ahora la que reía hasta las lágrimas y Carvalho asistió cómplice pero distante a aquel concierto de carcajadas interrumpido de vez en cuando por Lebrun que recordaba en voz alta la prohibición expresa de hacer fotografías.


– ¡Nada de fotografías y va Claire y… click…!


Alekos parecía momentáneamente olvidado y la pareja se adentró en el laberinto con la curiosidad renovada, a la espera de otro monstruo nocturno tan estimulante como el que acababan de superar.


– ¡En busca del santo Graal, graves fueron las peripecias por las que tuvo que pasar el caballero Perceval!


Declamó Lebrun sobre sus pasos repentinamente agilizados que se iban hacia el rectángulo de luz ofrecido por una puerta abierta.


– Esta ciudad no duerme. Me fascina porque parece dormir pero no duerme. Es fantástico. ¿Quién podía imaginar unos caserones como éstos y llenos de magos? ¿No le parece fascinante, Carvalho?


¿Conocía usted este rincón maravilloso?


– Vagabundos. Toda esta gente son vagabundos, en una ciudad a punto de destrucción.


– ¿Los modelos también?


– También, vagabundos.


– Es posible que tenga usted razón y todos seamos vagabundos.


La sociedad se dividiría entre yuppis y vagabundos.


– A estas horas de la noche no tengo ganas de discursos. Encontremos al griego cuanto antes.


– El griego.


La puerta abierta conducía a un sistema de estancias pequeñas de techos altísimos que desembocaban en una gran nave final en la que crecía una gigantesca escultura que a Carvalho le pareció una alcachofa, aunque se negó a admitir que pudiera ser una alcachofa. Junta a tan extraña fruta se alzaba un andamiaje metálico y encaramado en lo más alto un hombre joven se dedicaba más a examinarles a ellos que a tan extraña criatura.


– ¿Es una alcachofa?


Preguntó Carvalho.


– En efecto. Es una alcachofa.


A pesar de la distancia le pareció haber visto aquella cara en alguna parte. Aquella cara pertenecía a alguien famoso. Lebrun daba vueltas a la alcachofa y Claire había vuelto a sacar la máquina de fotografiar. Se la enseñó al hombre encaramado.


– Fotografía, tía, fotografía.


Enróllate si te gusta. Al fin y al cabo será una escultura pública.


– ¿Esto será una escultura pública?


– Yo la he hecho, que la pongan o no la pongan eso ya no es cosa mía.


Inició el descenso el escultor y al llegar al suelo se confirmó la presunción de Carvalho de que era uno de los artistas de moda de la ciudad, aunque no podía recordar su apellido. Marcial o Marisco, o algo parecido.


– ¿Para las Olimpiadas?


– No. Me la ha pedido el Colegio de Humanidades para un congreso. Querían un monumento a la Verdad relativa.


– La alcachofa.


– La alcachofa.


Ratificó el artista, que pellizcaba su propia obra con los ojos parpadeantes por la luz cenital o por el sueño.


– La alcachofa es una hortaliza guapa. Le vas quitando hojas y la tía aguanta hasta que se queda en nada. Me hubiera gustado ser Dios para diseñar cosas así. ¿De qué tribu sois vosotros? Tú pareces una chica de "Vogue" de hace veinte años y estos dos son de cine.


Claire reía y al artista le gustaba cómo reía Claire.


– Buscamos a un griego que se llama Alekos.


– Tú tienes pinta de "madero".


¿Eres un "madero"?


– No. Soy el primo Anselmo, un amigo de la familia.


– Yo tengo un amigo pintor, muy buen pintor, que es un fanático de la poesía y se sabe un poema sobre un tal primo Anselmo.


– Seguro que no era yo.


– ¿Cómo es el poema dedicado al primo Anselmo?


Le preguntó Claire.


– Yo recito con acento de perro perplejo.


– Me encanta el acento de perro perplejo.


– Tú no eres de aquí. Tienes acento extranjero. Pero te recitaré el poema. Una belleza, tía.


Un poema surrealista de esos que te abren el cerebro con un gillette.


Ese jorobado que se mete por la cerradura clava alfileres en mis ojos juega con tus nalgas tus senos se orina en un libro de Mao -parece ser el segundo tomose come un faisán lacado eructa y recupera el aire con la mano mientras defeca lenta mansamente sobre tu mousse de chocolate: es el primo Anselmo ¿recuerdas?


Cómo no Manolo me había hablado mucho de ti.


Carvalho consideró por un momento la posibilidad de preguntar el título del libro por si alguna vez se ponía al alcance de las llamas de su chimenea. Pero le molestaba el evidente interés que Claire manifestaba por el diseñador de alcachofas, al que ahora identificaba como el autor del extraño marisco que había instalado en el Moll de la Fusta, un bogavante risueño que se alzaba sobre los chiringuitos como un monstruo de película japonesa de monstruos conscientes de su condición de cartón piedra.


– Le hemos preguntado por un griego.


– Hay un griego tirado por ahí, pero no sé dónde. Es pintor o era pintor.


– Alekos. Se llama Alekos.


Informó, preguntó Claire.


– Sí, creo que aún se llama Alekos.


– ¿Qué quiere decir ese aún se llama Alekos?


– ¿Qué eres tú de ese griego?


– Como si fuera su mujer.


– Está casi siempre en una fábrica abandonada de esta calle. No la utiliza nadie porque apenas tiene techo, pero queda algún rincón para guarecerse.


– La fábrica está cerrada y creemos que Alekos está dentro.


– Si está dentro no está solo.


Siempre va con otro griego.


– ¿Se llama Dimitrios, Mitia?


Terció Lebrun.


– Me parece que sí.


Carvalho se encaró con Lebrun.


– Esto es nuevo ¿A cuántos griegos buscamos?


– A dos.


Le respondió Lebrun aguantándole la mirada. Carvalho regresó a por el artista.


– ¿Hay manera de entrar en esa fábrica por otro lado?


El escultor estudió a Carvalho más que a su pregunta.


– No serás un "madero", pero preguntas como un "madero". No lo sé. La alcachofa me espera. He de entregarla antes de fin de mes y no me gusta esta prueba de fundición.


Me la he hecho traer aquí porque fue en este espacio donde hice el cálculo de dimensiones en función de la maqueta. Pero hay algo en ella que no me gusta.


Y volvió a subirse a su andamio. Carvalho era el más impaciente por marcharse. Los otros dos habían perdido parte del interés que les había merecido el griego, sobre todo Lebrun que daba una y otra vez vueltas a la alcachofa gigante, como si tratara de ayudar al artista a encontrar la razón de su disgusto visual.


– Tal vez el tallo sea demasiado macizo.


– O es macizo o se la lleva el viento y tengo que ponerle cables, y eso no. Ya le puse un cable al bogavante del Moll de la Fusta y parece una "titella".


– ¿Qué es una "titella"?


Le preguntó Lebrun a Carvalho.


– Un títere.


Consiguió que Claire y Lebrun le siguieran, aunque el francés lo hizo con la cabeza vuelta hacia la alcachofa, evidentemente impresionado por su volumen y significaciones que secretamente descifraba. Cuando la perdió de vista, Lebrun se frotó las manos y proclamó:


– Hemos de recorrer nave por nave, metro por metro. Esto está lleno de locos, Carvalho. Habría que levantar los techos de estas zonas límites de las ciudades, estos espacios todavía de nadie y veríamos el ejército de la marginación creadora.


– No se haga demasiadas ilusiones. Todo esto no es un nuevo continente, sino una isla que se hunde.


– Alekos.


Dijo Claire con la voz estrangulada. Carvalho miró rápidamente alrededor, por si algo indicara la presencia del hombre, pero estaban de nuevo en la senda del laberinto y Claire se había limitado a recuperar la razón de su angustia.


– Hay que reencontrar a esa modelo, era la que parecía más enterada de dónde puede estar Alekos.


– Hay que escoger el caserón del que salgan las mejores luces.


Los modelos siempre están al lado de las mejores luces.


Opinó Lebrun y Carvalho le dio la razón.


Quedaban tres naves por explorar y la elección parecía fácil.


Una estaba en sombras, en otra brillaba una macilenta luz amarilla y de la tercera salían resplandores azules de ficticio cielo iluminado por las estrellas más propicias.


Fueron hacia allí por recorridos que parecían repetidos, pero nada más traspasar la puerta de un inmenso hangar fue como si atravesaran el muro invisible que separa las dimensiones desconocidas y penetraron en un mercado árabe donde las huríes danzaban en torno de tres caballeros de smoking, según las consignas de un hombre gordito encaramado a la plataforma de una cámara giratoria.


– Maribel, súbete los pechos.


– Es que no tengo.


– Que le metan algo a Maribel en los balcones. ¡A estas horas de la noche y aún estamos así! Y tú, Pep, de acuerdo con que no eres Fred Astaire, pero procura dar los pasos de claqué sin mirar al suelo… parece como si pisaras cucarachas. ¿Habéis matado ya a la familia de ratas que había en aquella esquina? No las quiero ver ni muertas. La botella. Los efectos de luz sobre la botella gigante. Que en cuarenta y ocho horas hay que hacer lo que no hemos sido capaces de hacer en dos semanas. ¿Cómo van esos pechos, Maribel?


– Es que no tengo.


– Pues opérate, chica, que te pongan dos balones de reglamento.


Esos pechos, Paquita… Arréglale los pechos a Maribel. ¿Qué hacen ustedes en el estudio?


Desde sus alturas de Dios Padre había reparado en el trío recién llegado.


– Para hacer espionaje publicitario, se les entiende todo. ¿De qué agencia son?


– Estamos rodando un spot sobre caspa artificial.


El director primero se enfadó ante el comentario de Carvalho, pero luego le entró progresivamente la risa. Todos los figurantes del plató estaban pendientes de los recién llegados y la despechada Maribel acudió hacia ellos. Era la guía que habían conocido en el restaurante.


– Son amigos míos.


– Pues salúdales de tu parte y de la mía y vuelve al trabajo, joder.


Maribel se los llevó hacia el espacio libre que quedaba tras las cámaras.


– ¿Qué pasa?


– El almacén está cerrado, o desde fuera o desde dentro. Si no está allí, ¿dónde puede estar?


– Está allí.


Lo decía como si Alekos no pudiera estar en parte alguna y ella misma captó la trascendencia de su tono y comprendió que no podía dejar a media luz a Claire.


– No te asustes, pero está bastante mal. Estuvo internado en un hospital y se marchó porque decía que de allí no saldría vivo. Ahora vive con ese muchacho en el almacén del que os hablé. Él apenas sale.


Está allí. Lo más probable es que hayan atrancado la puerta por dentro. Los almacenes y las fábricas vacías son tierra de nadie y a veces funciona la ley de la selva.


– ¿Si llamamos nos abrirán?


– No creo que os oigan. Viven en el otro extremo, en la otra punta. Podéis hacer algo más sencillo. Os metéis en el almacén de al lado… Pero será mejor que esperéis a que acabe esta toma y yo os explicaré cómo podréis entrar.


Volvió corriendo al plató y se dejó rellenar la pechera por la señora Paquita. Un ayudante de dirección dio las últimas instrucciones y la voz del director llenó desde los cielos pidiendo silencio y acción. Carvalho aguardó fascinado a que algo importante ocurriera, pero las huríes se limitaron a dar gasazos a los bellos caballeros y ellos fingieron patear el mundo a ritmo de claqué mientras a sus espaldas crecía una gigantesca botella de "Eau de Toilette" para hombre.


– ¡Corten! ¡Mejor, mucho mejor! Otra toma más y basta. Tú, Ingrid, cuando le lanzas la gasa a la cara a tu pareja procura hacerlo con cariño.


– Es que es un hijo de puta.


– Pero eso a nuestro anunciante no le interesa y al público tampoco.


– Serás mía.


Proclamó el muchacho insultado mientras trataba de abrazar a una rubia alta y delgada. El director bebía directamente de una botella de Coca-Cola de litro que dejó sobre la plataforma, con cuidado, para que no se le alterara el contenido ambrosiaco. Repartió gritos e instrucciones por los cuatro puntos cardinales y se repitió la escena. A Carvalho le pareció exactamente igual que la anterior, pero el director estaba entusiasmado por el resultado.


– Por fin. Os ha costado, pero lo hemos conseguido.


La unidad de grupo quedó rota por el cansancio y las ganas de marcharse a casa. Maribel se puso un abrigo ligero sobre el traje de hurí y corrió hacia los recién llegados forzándoles a seguir su caminar y a saltitos sobre los zapatos de tacón. Salieron a la alta noche y Claire trataba de ponerse a la altura de la mujer mientras le preguntaba por la enfermedad de Alekos.


– Si quieres que te diga la verdad no lo sé muy bien y prefiero no saberlo. Era un tío muy majo y de pronto empezó a perder, perder.


No quiero asustarte, pero prepárate para un espectáculo que no te gustará.


Salieron del laberinto a la calle donde insistía el protagonismo de los gatos y las ratas. La modelo abrió la puerta del almacén vecino a Skala y se adentraron en un ámbito que parecía haber sido depósito de material de la construcción. Se acercó a la tapia lateral izquierda y señaló el escalonamiento de restos de baldosas.


– Subiendo por aquí llegáis al borde del muro y es fácil saltar al otro lado, porque también allí hay restos abandonados. Tal vez al señor le cueste más.


Señalaba a Carvalho y la ironía llegó tarde para desagriar la respuesta del detective.


– Aún no me ceden el asiento en los autobuses.


– No quería molestarle.


– ¿Usted no viene?


Preguntó Lebrun.


– No. No puedo. Me esperan mis compañeros y yo no he traído coche, pero ahora les resultará fácil. Busquen con paciencia. Esto es muy grande y a ellos les gusta esconderse.


Besó las mejillas de Claire y se dejó retener por los brazos de la muchacha.


– ¿Tan mal está?


– No lo sé, parace estar muy mal. La verdad es que hace días que no se acerca por el bar de la plaza y Mitia es muy huidizo, como si no quisiera hablar con nadie.


Lanzó un beso con los dedos a Carvalho y Lebrun y se marchó por donde había venido, como una muñeca tintineante engullida por la noche.


Lebrun parecía preocupado por la faceta gimnástica de la expedición.


– ¿De verdad quieres ir ahora, Claire?


– ¿Cuándo, si no?


– Mañana, temprano. Esto me parece especialmente macabro. No se ve ni una luz. ¿Cómo vamos a buscarlo? ¿Palpando?


– Tengo una linterna de bolsillo.


Avisó Carvalho.


– Aunque no hubiera linterna de bolsillo. He esperado este momento durante meses. Necesito terminar esta historia, ¿no lo comprendes?


¿Acaso tú no la necesitas terminar también?


– Tranquila… vayamos.


Claire retenía a Lebrun cogiéndole una manga con una mano.


– No digas nada, no hagas nada… ¿entiendes? Todo según lo convenido.


– ¿Todo?


– Todo.


Ahora miraban a Carvalho como si les estorbara, pero apreciaron la linterna en su mano y se resignaron a su compañía. Fue ella la primera en trepar y asomarse al patio del almacén vecino.


– No es tan fácil.


Advirtió desde su posición.


– Deberías saltar antes tú o el señor Carvalho.


Los dos hombres llegaron hasta su altura y la linterna de Carvalho descubrió un salto de más de tres metros, apenas suavizado por un fondo de cajas de cartón amontonadas al pie de la tapia.


– Yo soy bastante elástico.


Informó Lebrun. Cabalgó sobre el borde de la tapia, lo asió con las dos manos y dejó caer el cuerpo hacia el otro lado, balanceándose desde el sostén de las manos y buscando con la punta de los zapatos un punto de apoyo para preparar el salto de espaldas. Por fin pareció encontrarlo, se dio impulso con los riñones, soltó las manos y se dejó caer. La linterna lo descubrió sentado sobre las cajas de cartón.


Si se había hecho daño, su rostro impasible no lo demostraba.


– Es su turno, Carvalho.


Pidió Lebrun y Carvalho repitió los movimientos del francés.


El borde de la tapia era de arenisca dura que le despellejó la palma de las manos en cuanto trató de aferrarse a él para soltar el cuerpo hacia el vacío. Le dolían las manos y había sentido una sacudida dolorosa en los sobacos, por lo que se soltó más por huir del dolor que para terminar el movimiento iniciado. Lebrun le dio un empujón suave y amortiguó su caída y Carvalho se encontró perniabierto y sacudido por el golpe sobre un colchón insuficiente de cajas de cartón podridas. Se puso en pie con el cuerpo dolorido y se situó junto a Lebrun para recibir a Claire. La linterna descubrió dos piernas desnudas, bien llenas, como badajos de la campana de la falda y la muchacha cayó como un paracaídas sobre los cuatro brazos de los hombres. Nunca la había tenido Carvalho tan cerca y recibió el impacto de carne prieta y aroma de patria al amanecer que sus ojos habían presentido desde el primer momento que la vio y que ahora había podido comprobar, palpar, sentir entre sus brazos, en aquel abrazo funcional compartido con Lebrun que se despegó del grupo en cuanto Claire estuvo segura. En cambio Carvalho retuvo el abrazo y la cara de Claire se levantó hacia sus ojos. No era de ironía ni de promesa, su mirada. Tal vez de sorpresa y también de amable disuasión. Luego recuperaron el movimiento descendiendo por la loma de cartón. La mujer abrió la marcha hasta que se metieron en la única e inmensa nave que ocupaba casi la totalidad del solar. Entonces Carvalho empuñó la linterna y les precedió ofreciéndoles con la luz el relato de todos sus descubrimientos dentro de aquel ábside industrial que en la oscuridad parecía revestido de la ambigüedad de una iglesia románica sumergida. A pesar de que el edificio era una unidad, estaba muy compartimentado y recorrieron habitaciones preparatorias de usos que desconocían, pero en su búsqueda adquirían el sentido de morosa iniciación de su hora de la verdad. Balas de tejidos sucios, de borras y de cordeles, papeles de contabilidades ya inútiles, calendarios de comienzos de los años sesenta, lámparas de metal sin bombilla, cables eléctricos trenzados, damajuanas destapadas y obscenas cubiertas de polvo y telarañas, animales furtivos corriendo hacia las más ocultas oscuridades y el haz de luz como una pluma estilográfica escribiendo un inventario de ruina y naufragio.


De pronto la zona compartimentada daba paso a una gran nave central de cuyo techo aún colgaban poleas y ambiguos engranajes para procesos de trabajo definitivamente muertos.


– Es como penetrar en una gran pirámide de la civilización industrial.


Musitó Lebrun, pero ni la mujer ni Carvalho le secundaron el comentario. Desde el centro de la nave, la luz de la linterna recorrió detalladamente todas las geometrías posibles del suelo, las paredes y el techo de su entramado férrico. Nadie y casi nada, pero aún se adivinaban otros recintos, antes de acabar el recorrido y por una pequeña puerta final pasaron al pie de una escalera que se encaramaba hacia un altillo. Fue al pie de esa escalera cuando Claire gritó por primera vez.


– ¡Alekos!


Y los dos hombres se quedaron quietos, para que sus movimientos no entorpecieran la posibilidad de una respuesta. Les pareció oír la sombra del ruido de vida, allá en las alturas, pero no tenían suficiente luz para mirarse y corroborarlo, ni ganas de hablar para comunicar sus impresiones. Carvalho empezó a subir la escalera con la linterna en ristre y llegaron ante una puerta que parecía atrancada desde detrás con un objeto apuntalador.


– ¡Alekos!


Volvió a repetir Claire y no hubo respuesta, ni esta vez siquiera la impresión de sombra de ruido de vida. Carvalho lanzó su cuerpo contra la puerta y el ruido de la madera al desgajarse y del palo atrancador al troncharse llenaron de escándalo y amenaza los silencios sedimentados en la gran nave. Cuando se evaporaron los últimos ecos y ellos recompusieron el gesto, más allá del rectángulo abierto vieron un pasillo y del fondo les llegó un murmullo sofocado por el miedo o la prudencia.


La claridad abierta por la linterna de Carvalho fue ocupada por la figura rotunda de Claire que quiso ser la primera en llegar al final de la aventura y Carvalho tuvo que bajar la linterna para iluminarle el camino desde detrás. El pasillo desembocaba en un cruce de caminos, pero los ruidos sofocados se adivinaban a la derecha y hacia allí fue Claire penetrando en una habitación final en la que una alta ventana metía claridades de luna de pronto vencedora de las nubes. Y a aquella claridad ya se percibían los dos bultos acurrucados contra la pared y luego la linterna les acosó durante el tiempo necesario para describirlos, sorprenderse, aterrarse, apiadarse. Allí estaba el hombre de la fotografía, lo que quedaba de él, y a su lado un muchacho maltratado por causas que no tuvieron tiempo de explicarse.


Alekos era un esqueleto vestido y de su rostro calavera emergían dos ojos agrandados por la pequeñez de su restante biología destruida y sus labios musitaban el nombre de Claire y Georges, les preguntaba si eran ellos, como si pudieran ser otros. En cambio, a su lado, el muchacho sonreía y parecía impaciente, como si hubiera aguardado durante mucho tiempo aquel encuentro que podía ser una liberación.


– Alekos.


Dijo Claire.


– Mitia.


Dijo Lebrun.


Y entonces Carvalho comprendió que la muchacha y Lebrun no buscaban lo mismo. Pero no era su misión ahora comprender, sino facilitar el encuentro manteniendo la luz de la linterna sobre los hallazgos. Claire avanzó y tapó con su cuerpo el de Alekos semiincorporado desde el suelo. La luz de la linterna paladeaba la silueta de la mujer, hasta que se inclinó para oír sólo ella lo que decían los labios de Alekos. Mitia, Lebrun, Carvalho se habían convertido en convidados de piedra y durante minutos prosiguió aquella sofocada confesión, secundada por una mano de Claire que acariciaba, como descubriéndola, la cara del hombre caído. Nadie se atrevía a meterse en aquel territorio sentimental prohibido, e incluso en un momento dado, ella se volvió airada contra la cruda luz de la linterna y Carvalho la apagó mascullando una disculpa que sólo él oyó, y tal vez Lebrun que asistía a su lado a la escena, dominado por un repentino y total abatimiento. Y así estuvieron minutos y minutos, sin hablar, sin moverse, respetando la campana del tiempo y silencio que protegía la conversación entre Claire y el hombre de su vida. Por fin Claire recuperó la estatura y permaneció unos segundos ensimismada, luego volvió a acariciar el rostro de Alekos y dio media vuelta para reencontrar a Lebrun y Carvalho.


Apartó a Lebrun y lo sumergió en un ángulo oscuro donde dialogaron en voz baja. Dialogaron casi tanto como callaron y a veces incluso llegaron al borde de una discusión, pero entonces era ella la que abrazaba a Lebrun, le pedía algo que podía ser comprensión y de nuevo reencontraban el camino de la confidencia. Por fin terminaron de parlamentar y regresaron junto a Carvalho. Fue Claire quien tomó la iniciativa.


– Nosotros nos quedamos.


– Puedo esperarles fuera, el tiempo que haga falta.


– No, usted se va y nosotros nos quedamos.


Era una orden y algo crispada.


Lebrun tomó por un brazo a Carvalho y le invitó a que le acompañara fuera de la habitación.


Cuando llegaron al cruce de pasillos, el francés dijo:


– Discúlpela, está muy conmocionada y realmente todo lo que usted podía hacer ya lo ha hecho y muy bien, muy rápido, asombrosamente rápido.


– Ha sido relativamente sencillo. Para encontrar vagabundos hay que recurrir a vagabundos.


– No queremos molestarle, pero usted ya ha terminado. Ahora es cosa nuestra.


– Comprendo.


– Le acompañaré hasta la salida.


– Puedo encontrarla solo.


Pero adivinó que el otro necesitaba comprobar su marcha y se dejó acompañar con el pretexto de que después le dejaría la linterna para cuando decidieran abandonar el lugar. Lebrun le siguió hasta que salió de aquel ámbito, una vez desatrancada la puerta principal de un madero cruzado que impedía el acceso desde fuera.


– Tenga la linterna. Van a necesitarla cuando salgan de aquí.


Me la devuelven cuando vengan a arreglar las cuentas.


– Incluiré el precio de la linterna en la minuta. Le mandaré un cheque. Probablemente no volvamos a vernos.


Carvalho estaba desconcertado y algo le dolía en el pecho. No era quedarse a oscuras sobre el final de la historia, sino saber que ya no volvería a ver a Claire.


– Tal vez sería necesario…


– No tendrá queja del cheque.


Adiós, señor Carvalho.


Y le tendía una mano que le expulsaba. La aceptó Carvalho y cuando recuperó la soledad se hizo reproches a sí mismo por la muestra de dependencia que había dado en el último momento, como si hubiera sido un niño indígena encariñado con los dos turistas franceses y bruscamente apeado de la estatura de guía de los hombres blancos, de guía de la mujer blanca. Hay rincones de adolescencia sensible que permanecen escondidos en el espíritu y emergen cuando menos te los esperas, se dijo Carvalho, necesitado de un buen trago de reserva de Knockando y del tacto propicio de sus sábanas, precisamente de sus sábanas, tan sabias de los vencimientos y necesidades de su cuerpo.


Apretó el paso para recuperar la zona domesticada de Pueblo Nuevo y cuando encontró un taxi dudó en pedirle que le acompañara a donde tenía el coche aparcado o que le llevara directamente a su casa, a Vallvidrera. Tenía urgencia de sábanas, sueño y whisky y optó por la segunda solución y cuando llegó a su casa llenó la bañera de agua caliente y se sumergió en un baño limpiador de todas las oscuridades, telarañas y premoniciones de muerte de aquella noche. Muerte. La palabra se descompuso en todas sus letras y la M le bailó por la cabeza sumergida en el agua jabonosa, hasta que la sacó y le pareció acceder a la limpieza absoluta, por dentro y por fuera. En lugar de la poderosa M estaba la poderosa cabeza sonriente de Claire, aquellos labios carnales e irónicos, aquel tono de piel de fruta, la melena melosa y una vez más se dijo que la excepción confirmaba la regla de su vida, sus trabajos y sus días, su Biscuter y su Charo y el pobre Bromuro, tan muerto.


Controlaba los puntos cardinales de su casa y se le desvaían los límites del mundo de ruinas que había recorrido aquella noche.


Pero no podía olvidar del todo aquella selección espontánea que Claire y Lebrun habían evidenciado cuando se encontraron con los dos hombres.


– Alekos.


Dijo ella.


– Mitia.


Dijo Lebrun.


¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué estarían haciendo ahora entre tinieblas? ¿Qué historia se contarían?


¿Qué historia construirían entre aquellas paredes de ruina para hacer posible el futuro? Necesitó tres whiskys para sentirse relajado y envuelto por la propuesta del sueño. Sus sábanas le ayudaron.


Estaban recién cambiadas y al día siguiente estarían hechas a la medida de su sueño profundo pero agitado.


Cuando se despertó lo hizo con el propósito de llamar a Charo y demostrarle que le era necesaria, como cualquier marido redescubre a la esposa cuando fracasa en aventuras reales o imaginarias. Era la prolongación de un sueño que reproducía la búsqueda de la noche anterior, en el que Charo aparecía como cuarto miembro de la expedición, aunque tanto Claire como él la ignoraban, Claire con una ceguera total hacia su presencia, en cambio él desde la mala conciencia de quien no quiere admitir al peor de los intrusos. Pero Charo trataba de imponer su presencia, incluso de ser útil, de dar opiniones sobre la mejor manera de encontrar a Alekos, como si conociera la historia y se sumara con el mejor de los propósitos constructivos.


De vez en cuando Lebrun le daba conversación y Charo, aunque alegre por la deferencia, no tenía ojos para él, sino para que Carvalho asumiera su presencia. Obstinadamente, se pasó todo el sueño no aceptando que Charo iba con ellos. Contestando sus observaciones como si las hiciera Claire, Lebrun, él mismo. Pero cuando regresaba de la aventura, por un paisaje de escombros estilizados, era Charo la que iba junto a él y hablaba, hablaba, hablaba haciendo un balance no memorizable de todo lo sucedido. Era el tono de un balance, pero ¿qué decía realmente Charo en el sueño? Algo de dinero, porque de pronto empezó a preocuparse por el cheque. O tal vez sobre la visibilidad, porque Charo y el cheque fueron sustituidos por la linterna. Le molestaba desprenderse de sus objetos hasta el punto de almacenarlos cuando eran inservibles. ¿Igual hacía con las personas? Aquella linterna había vivido excelentes momentos en el fondo de los bolsillos de sus chaquetas. Cientos y cientos de veces había muerto con las pilas agotadas y cientos y otras cientos la había hecho revivir cambiándole las pilas, probándola como fuente de luz, emitiéndole ella la señal de su resurrección con la satisfacción de todo objeto que funciona. Se la imaginó abandonada en aquel paisaje en ruinas, a la espera de la piqueta o de la excavadora que abría las carnes de la vieja Barcelona para dar a luz una nueva ciudad que sepultaba buena parte de su mejor y su peor memoria. Probablemente Claire y Lebrun la habrían arrojado sobre un montón de escombros en un panorama en el que no escasean. Y ni siquiera habrían elegido unos restos dignos para el penúltimo reposo de su linterna.


¿Qué era aquella barra de nada para ellos? En cambio, en las palmas de las manos de Carvalho la linterna había dejado su textura, el volumen de su doble vida. Desde su abandono, el objeto habría contemplado la marcha de aquella extraña comitiva, esperando que Carvalho regresara para salvarla, para devolverle su sentido. La linterna no se merecía aquel final y se indignó consigo mismo por haberla dejado tan implacablemente, desde el egoísmo del amante que quiere dejar cerca de Claire algo que le pertenece, que ella va a tocar necesariamente, que prolongaba su presencia en el aquelarre.


Entre llamar a Charo y hacer cualquier cosa, optó por hacer cualquier cosa. Remoloneó por la casa, por el jardín tratando de aliviar desastres de ausencias y olvidos, sin coche y sin ganas de bajar a Barcelona y afrontar o la realidad del final del caso del griego perdido o la urgencia de la ninfómana señorita Brando, su padre, su hermano, la madre que la parió. Llamó por teléfono. Biscuter le informó que sobre la mesa del despacho le esperaba un sobre con el remite del Avenida Palace y unas letras de mosca al servicio de un escueto subremitente: Georges Lebrun.


– Ábrelo.


Un cheque de doscientas cincuenta mil pesetas. Por dos días de trabajo. Tuvo que admitir que aun quedaba generosidad en el mundo o quizá, simplemente, la eficacia de la mala conciencia de Lebrun.


¿Sólo de Lebrun? Doscientas cincuenta mil pesetas por dos días de trabajo, sin otro saldo negativo que la piel de las manos algo maltratadas, agujetas en los sobacos y un dolor liviano en el corazón cada vez que recordaba a Claire. Invitaría a Charo a almorzar y al cine. A lo que ella quisiera. Él eligiría restaurante y ella la película. Pasada la tormenta inicial Charo no sería muy exigente, ni pediría demasiadas explicaciones por días y días de olvido, ni siquiera paliados por una llamada telefónica. Ella intuiría tal vez el cruce de una sombra probablemente femenina, por los ojos de Carvalho, una sombra más en su ya de por sí sombrío, residual afecto, pero gozaría de la comida, del cine, de la recuperada compañía, fingiendo excesivos temores y alegrías por encima de una tristeza y un temor concreto, para abrazarse a Carvalho en cuanto tuviera ocasión y pedirle una protección imaginaria. O no tan imaginaria. Pero el mal oscuro proseguía su trabajo y Carvalho volvió a esconderse en la soledad de su casa, allá en las alturas, con el cerebro lleno de imágenes rotas de una ciudad, de aquella ciudad, de su ciudad y de tan extraños visitantes. Y el griego. Los griegos.


– Alekos.


Dijo ella.


– Mitia.


Dijo Lebrun.


Los dos al final de un laberinto o de lo que parecía el final de un laberinto descubierto con la colaboración de su pobre linterna.


No. De momento no llamaría a Charo, pero necesitaba hablar con alguien y telefoneó a su vecino, el gestor Fuster, por si aún estaba en casa. No estaba. Pero sí en su despacho de abogado, tan sorprendido como Charo por el repentino recuerdo de Carvalho.


– ¿Estás enfermo?


– El cuerpo me pide guisar, comer lo que he guisado con alguien que sepa apreciarlo.


– Para eso estoy yo.


– Cenar. Dame todo el día para hacer algo difícil, planearlo, buscar lo que me falta, probarme a mí mismo.


– He de elegir entre la Orquesta Ciudad de Barcelona dirigida por nuestro común vecino Blanqueras o lo que tú guises.


– No quiero ser instrumento de la barbarie. Te esperaré. ¿Qué tal como entrante una base de pirámide de berenjena frita y sobre ella una espesa salsa de tomate y anchoas y un huevo escalfado y salsa holandesa y una cucharada de caviar? La pregunta se la hizo a sí mismo cuando vio que en la nevera aún le quedaba una lata de caviar de cincuenta gramos, los suficientes para repartir dos copiosas y generosas cucharadas sobre los huevos falsamente marmorizados.


Tenía mantequilla para una salsa holandesa para dos y unas gambas congeladas con las que tramar un caldo espeso de marisco con el que diluir y aromatizar la salsa holandesa. ¿Y de segundo? Revolvió los ahorros congelados de su nevera y lanzó un eureka cuando descubrió que aún le quedaban restos de telilla de hígado con los que poder envolver cualquier farsa. Ni siquiera necesitaba salir de casa, era casi autosuficiente y fue inmensamente feliz cuando lo descubrió. En las dos horas que le faltaban hasta el mediodía, hizo el caldo corto de marisco con las cabezas de las gambas, zanahorias, restos de un apio macilento, ajos, un puerro que ya casi parecía una cebolleta momificada. Trituró toda la cocción, la pasó por el chino, le subió el tono con un vaso de vino blanco, la redujo a fuego lento hasta conseguir casi una crema.


Paralelamente iba haciendo el relleno, una pechuga de pollo, un pie de cerdo previamente cocido y deshuesado, la carne de unas costillas de cerdo que había guardado para hacerse unos fideos a la cazuela, cebolla, tomate, una cabeza de ajos, un ramillete de hierbas aromáticas que tenía por el jardín, la salvia la mejor conservada, la mejorana patéticamente abandonada por cualquier riego, el laurel con las hojas secas propicias al pie de su propia exuberancia verde. Las hojas amarillas, muertas del laurel le devolvieron el recuerdo de la linterna. Bien regado con coñac el guiso y luego flambeado, esperó a que se enfriara para retirar las carnes, picarlas, añadirle miga de pan con huevo y trufa y reservó el fondo para la salsa final. Enfriado el picadillo, extendió la telilla sobre el mármol de la cocina y obtuvo cuatro retales rectangulares, en cuyo centro colocó un montón de farsa. Consiguió cuatro paquetitos de delicias futuras, los enharinó y los frió lentamente en un aceite no demasiado caliente para que no se rompiera la telilla.


Poco a poco los hatillos iban adquiriendo color y forma de falsos pies de cerdo deshuesados. Mezcló grasas y fondos resultantes con los que había reservado de guisar las carnes ya metamorfoseadas en su final feliz de farsa y sobre ese fondo sofrió verduras, añadió caldo de carne, más vino blanco y coñac para pasar por el chino tanto trabajo y obtener una salsa espesa destinada a ser la charca oscura donde los cuatro envoltorios se instalaron con la precisión de un cuarteto agradecido. Ya estaba el segundo plato al completo. Fritas una vez enharinadas las berenjenas base de la pirámide, obtenida la salsa de tomate, el caviar en su lata, pendiente el huevo escalfado y la salsa holandesa marisquizada al momento de la llegada del gestor melómano y eran las siete, casi las siete en punto de la tarde. ¿Por qué no un postre? Sobre todo teniendo en cuenta las críticas de Fuster por su desdén hacia los postres, fruto de una mala educación sentimental gastronómica, llena de platos hondos y únicos o de añoranzas de proteínas inasequibles. Recordó la simplicidad de los postres populares de origen italiano, frente a la obviedad de la repostería equivalente española, en la que con harina, almendra y huevo se resuelve el expediente de cinco mil variedades de dulcería.


Recurrió pues a un libro, algo tenso porque se trataba de un libro de cocina, uno de los pocos saberes inocentes que respetaba y con ellos a su vehículo transmisor, el libro "Talismano della felicitá", la biblia de la divulgación culinaria italiana, de la especialista Ada Boni, un regalo que había recibido de un matrimonio hispano-italiano con el que había trabado conversación sobre cocina e imperialismo en un vuelo Roma-Barcelona. Incluso se lo habían dedicado: del matrimonio Corti-Pellejero a Pepe Carvalho después de una conversación difícil. Hubo coincidencia entre la primera página que abrió y lo que le permitía realizar su reserva de alimentos otoñales.


Suflé de castañas. Las había comprado por ritual y por nostalgia, en recuerdo de aquellos tiempos en que su madre asaba las castañas en una sartén vieja agujereada, todavía en el fuego de carbón mediocre de posguerra o de bolas de polvo de carbón, a la luz de carburo, aún a ciegas eléctricas en aquel barrio de la ciudad vieja ahora amenazado por las buenas y malas intenciones de la posmodernidad. Y junto a las castañas asadas en una sartén reconvertida, los "panellets" de boniato, única materia prima de dulcería al alcance de todos los españoles. Mis recuerdos no me sobrevivirán, se dijo Carvalho y silbó un tango para luego cantar una letra improvisada:


La memoria se fue con otro y me ha dejado juguete roto lleno de llantos lleno de mocos en un rincón.


No fue más allá del estribillo mientras preparaba la base del futuro suflé. Cocidas las castañas, despellejadas concienzudamente, sometidas al pasapurés, pasaron a una pequeña cacerola de donde recibieron el bálsamo de la mantequilla, una cucharada de chocolate en polvo, dos cucharadas de azúcar, todo bien mezclado con una espátula de madera, que seguía removiendo la mezcla a un fuego lento, perfumada con unas gotas de vainilla líquida. Ya estaba obtenido el lecho para el añadido de las claras batidas y el futuro crecimiento mágico del suflé. La mezcla obtenida la dejó en una terrina de barro refractario, barro leonés o zamorano, el que mejor retiene los calores obtenidos.


Hasta que llegara Fuster y casi estuviera ultimada la cena, el suflé permanecería en el sueño de los justos. Eran las nueve de la noche. ¿Por qué no había intentado localizarle en casa? ¿Charo?


¿Claire? ¿A qué hora acabaría el concierto? A una hora discreta, porque la cultura equilibrada no puede imponer normas de vida desequilibradas. En efecto, dormitaba, cuando a las diez y media de la noche llamó Fuster a su puerta.


Iba vestido de gestor y abogado que va a un concierto, incluso pudo atribuirle una bufanda de seda o ¿cuando es de seda deja de ser bufanda? Fuster escuchó la propuesta del menú con falsa imperturbabilidad y arqueó una ceja cuando Carvalho le prometió un suflé de castañas como postre.


– En esta casa se empieza a comer bien.


Puso Carvalho al fuego una cacerola con agua y vinagre y al empezar la ebullición cascó dos huevos y arrojó su contenido en las bullientes y avinagradas aguas.


Agitó la cacerola para que la melena blanca de la clara montase la yema y a los tres minutos se valió de una espumadera para pasar los huevos a una fuente honda llena de agua fría donde terminó de producirse la transustanciación marmórea. Mientras tanto utilizó las mismas aguas bullientes donde los huevos habían pasado del crudo al semicocido, como vapor para una cacerolita en cuyo fondo trababa mantequilla, yemas de huevo, sal, pimienta y media cucharadita de zumo de limón para conseguir una espesa holandesa. La retiró del fuego, le añadió cucharadas de caldo concentrado de marisco hasta obtener el sabor y la textura que decidió conveniente y empezó a construir en cada plato la pirámide. Debajo la berenjena, sobre la berenjena la salsa de tomate y las anchoas, a continuación el huevo escalfado con las faldas de clara cocida recortadas, sobre el huevo un generoso baño de salsa que impregnó la pirámide y sobre la salsa una cucharada de caviar iraní, gelatinoso, aterciopelado, definidor y definitivo. Comió Fuster barrocamente aquella barrocada.


Barroco era su éxtasis ante cada aportación del tenedor, barrocos sus comentarios.


– Maravilloso el juego de texturas y la mezcla de sabores fundamentales: ácidos, dulces, salados. Y este acento del caviar, como un acento esdrújulo sobre una palabra llena de sílabas y de satisfacciones finales aplazadas.


– Barroco estás.


– Es que como bien.


Fue algo crítico en cambio con los pies rellenos, en los que echó en falta alguna guarnición.


– Setas, por ejemplo.


Pero Carvalho fingió preocuparse por el estado del suflé que subía y se doraba por el prodigio del atormentado crecimiento de las claras batidas, empujando hacia falsas esperanzas de huida la timidez del puré de castañas. Sobre la mesa botellas de cava brut nature de Recadero y vino tinto Valduero tan vacías que habían perdido el alma en los estómagos de Fuster y Carvalho. Con el suflé de castañas sirvió Carvalho un licor corso de castañas refugiado desde hacía años en los interiores de una botella de cerámica.


– Las carreteras de Córcega están llenas de cerdos oscuros.


Parecen salvajes, pero al atardecer vuelven a casa hartos de castañas. Estuve allí hace demasiados años. Cuando quise despedirme de mi libertad de viajar. Un día volveré. He de empezar a seleccionar los lugares a donde quiero volver.


– ¿De qué va esta vez?


– ¿A qué te refieres?


– Cada vez que me invitas a cenar en realidad te estás desafiando a cocinar y cuando tú cocinas es que estás neurótico, obsesionado por algo que no digieres bien.


– Me gusta demasiado una mujer y no me gusta que me guste demasiado una mujer. La otra noche, mientras la seguía en una extraña operación de caza, de pronto quise que se quedara conmigo para siempre, que cambiara su vida, que cambiara mi vida. Me irrita sentirme vulnerable, aunque sea durante cuarenta y ocho o durante setenta y dos horas. Ella se ha marchado o se marchará pronto y me deja hecho un adolescente, un viejo adolescente con los colmillos bailones y frustrados.


– La última vez que estuve enamorado fue más o menos cuando estrenaron una película de Lee Marvin, Jean Seberg y Clint Eastwood… "La leyenda de la ciudad sin nombre". Hace veinte años. Casi. He de hacer excavaciones arqueológicas en mí mismo para encontrar los restos de aquella sensación. Recuerdo la película porque mostraba un "ménage á trois" en el que el viejo pierde finalmente la partida.


– Hace veinte años tú no eras viejo.


– Tengo casi tu misma edad.


Pertenecemos a esa clase de tipos que a los dieciocho años ya tienen cuarenta y luego les cuesta cuarenta años cumplir cuarenta y uno. Es consecuencia de la madurez de la posguerra.


– Me siento tan inseguro que hasta escribiría poemas.


– ¿Y Charo?


– Por favor.


– Bebamos algo enérgico que nos devuelva la musculatura de Supermán.


Buscó Carvalho en sus reservas etílicas y volvió al comedor con una botella de aguardiente Mirambel. Fuster apuraba un tazón de café.


– Hay que abrir camino a los alcoholes definitivos. Este café es muy bueno. Nunca me habías ofrecido café bueno en una cena.


– He decidido completar mis saberes inútiles y me da clases un cafetero de la plaza Buensuceso.


Tiene un establecimiento que se llama La Puertorriqueña y me ha preparado mezcla de ochocientos gramos de café colombiano de primera y doscientos de torrefacto dominicano.


– Llega un momento en que el saber ocupa lugar. Feliz tú que no lees y no tienes que almacenar ya el saber de los otros. Deberías volver a leer.


Carvalho fingió escupir, pero Fuster ya estaba recitando en francés.


– "Cher moi!, le meilleur de mes amis, le plus puissantes de mes protecteurs, et mon souverain le plus direct, agreez l.hommage que je vous fait de ma dissection morale: ce sera tout a la fois un remerciement pour tous les services que vous m.avez rendus, et un encouragement á m.en rendre de nouveaux…" ¡Qué lucidez, la de Restif de La Bretonne, un hombre del Xviii que sabía investigar sobre sí mismo! Me estoy leyendo la colección de La Pléyade. Me la he comprado toda, todo lo que me faltaba, y me he suscrito a los títulos venideros hasta mi muerte.


He dejado a mis parientes el encargo de si en mis últimos días soy incapaz de leer, que me lean ellos en voz alta. ¿Conoces a Restif de La Bretonne?


– No tengo el gusto.


– Escribió una obra dieciochesca espléndida, "Monsieur Nicolas". Era un espíritu ilustrado y disciplinadamente anarquista. Puede ser pues un punto de referencia en estos tiempos de confusión. ¿Se puede ser otra cosa que un espíritu ilustrado disciplinadamente anarquista? ¿Se puede desear ser otra cosa?


– Me gustaría aprender a vivir desnudo de mis memorias, de todas mis memorias, desde las más antiguas a las más inmediatas.


– Basta con dosificarlas. Hay quien dice que en el cerebro aún tenemos todas las memorias de la evolución, de cuando éramos peces, luego anfibios, luego reptiles.


Siguió recitando Fuster fragmentos, cada vez más alejados de sus últimas lecturas, y Carvalho desconectó cuando el innoble erudito se puso a declamar poetas italianos del Renacimiento y entre ellos un poema sobre la sífilis en latín de un tal Fracastoro. La botella de aguardiente iba mimbando a medida que la cultura del recital de Fuster se oscurecía o quintaesenciaba. Cansado de verbalizar o definitivamente nublada su frente, Fuster contempló a un Carvalho que trazaba ríos de aguardiente sobre la mesa con dedos juguetones.


– Enric, nos escondemos detrás de las palabras.


Fuster se levantó vacilante.


– La cena exquisita y antropológica a la vez. Regreso a mis aposentos.


Pero Carvalho no tuvo fuerzas para acompañarle hasta la puerta.


Ya había usado a Fuster como siempre para escucharse y se hizo un sitio para los brazos y la cabeza sobre el tablero lleno de restos de festín de manjares y la sombra invisible del festín de palabras. Se durmió hasta que los músculos de la espalda le exigieron mejorar la postura. Se rellenó de agua fría el cuerpo botella y lo dejó caer como un odre húmedo sobre la cama. Amaneció sin resaca, porque todo lo que bebimos era bueno y todo lo que hablamos era inútil, se dijo, y tras una ducha reclamó un taxi por teléfono, y durante el vacilante descenso añoró su coche que bajaba de memoria las rampas de Collcerola, la sierra sitiada por las obras de cinturones y túneles vulneradores de las coordenadas de su ciudad. Ya en las Ramblas quiso recuperar toda la realidad aplazada y compró varios diarios, incluso los leyó, sobre todo "El Periódico", empeñado en informarle del hallazgo de un cadáver en Pueblo Nuevo. Un súbdito extranjero, muerto de sobredosis. Los ojos de Carvalho juguetearon con la información y el pensamiento se le detuvo. Un súbdito extranjero.


Muerto de sobredosis. Pueblo Nuevo. Ninguna referencia concreta. Ni un nombre. Ni iniciales. Alejó la tentación del pensamiento excesivo, pero Biscuter, casi en la puerta del despacho, le devolvió todo lo que había vivido dos noches atrás, detalle a detalle.


– Jefe, el inspector Contreras ha enviado a uno de sus chiquillos.


Quiere verle. Por si acaso me han estado sonsacando, con el aliento en la nariz, es decir, con malos modos, jefe, que para esta gente uno siempre es el que tienen en la ficha, en ese fichero que llevan tatuado en los cojones, porque de los cojones les salen las fichas, jefe. Y mister Brando, perdón, jefe, el señor Brando, que está muy mosca, que quiere rescindir el contrato, que no sabe nada. Y Charo, jefe, la señorita Charo que dice que usted se enterará de todo por carta.


– ¿De qué me voy a enterar yo, Biscuter?


– De lo que vale un peine, me ha dicho la señorita Charo, que sólo hace que llorar y gritar.


– ¿Los de Contreras que querían? ¿Por qué tanto acoso?


– Me han hablado de un griego.


Del griego ése. Yo no he dicho ni mu. ¿Es verdad que ha muerto?


– Es posible. Llama a mister Brando y dile que estoy en lo suyo, que estoy atando cabos. ¿No ha llamado nadie más?


– No.


– ¿No te has movido de aquí?


– No. Ella no ha llamado.


Ella no había llamado, hasta Biscuter sabía de qué mal se estaba muriendo, y bien para aplicarse una cura de urgencia, bien porque necesitaba distanciar todo lo ocurrido, Carvalho recuperó las notas del caso Brando y tras aquel ángel desnudo ensartada en la verga de un viejo reaparecieron los rostros de su padre, de su madre, el gimnasta y la cara vacía del hermano virtuoso, aposentado y bíblico. Hacía una excelente mañana para entrevistarse con hermanos bíblicos y buscó entre sus notas la dirección de José Luis Brando, director gerente de Ediciones Brando, S.A.


– Es un traidor que quiere vender la empresa al capital extranjero.


Le había advertido el padre.


– Tiene dos cerebros. Uno en lugar del corazón y el otro en el sitio normal.


Le había advertido la madre.


La editorial era de nueva planta, parecía fruto del diseño de un arquitecto importante y tenía tanto zaguán que allí podrían almacenar todos los libros que Fuster hubiera podido leer a lo largo de una vida y todos los que Carvalho hubiera podido quemar en el mismo periodo. Las muchachas de la recepción iban vestidas de azafatas de nave en el espacio y las puertas de cristal se deslizaban como si flotaran en una burbuja ingrávida.


Aquí y allá aparecían fotografías gigantescas de los autores de la casa con el rostro granulado por la retícula desmesurada y Carvalho sólo reconoció algunos rostros impuestos por su memoria o por los medios de comunicación. Le pareció reconocer a algunos autores que habían pasado por su chimenea crematoria y no tuvo el menor asalto de remordimiento. Al fin y al cabo había comprado sus obras. La muchacha que le atendió tenía cierta dificultad en modular las palabras, tal vez a causa de un exceso de maquillaje, pero el sentido de lo que quería transmitirle lo expresaba mejor el desdén de una mirada que ni siquiera se molestaba en discernir si Carvalho era un hombre o un esturión descarriado. El señor Brando no estaba. Como Carvalho no aceptara el veredicto, lo corrigió. El señor Brando no estaba para nadie. Nadie era Carvalho. El interfono cambió la respuesta en cuanto la muchacha le comunicó la última ocurrencia de Carvalho.


– Aquí hay un señor que dice que van a detener a su hermana.


Un breve silencio y finalmente el inevitable "que pase". Carvalho notó de pronto como si algo o alguien le infiltrase una dosis de miedo en las venas. Diez años atrás habría ido en pos de su mentira, con el cuerpo dispuesto a hacer frente a cualquier agresión.


Ahora temía vivir en un constante desfase entre la forma y el fondo, como si su cuerpo y su espíritu ya no se responsabilizaran de su musculatura para hacer frente a la violencia ajena. Te haces viejo, se dijo, y no era el mejor estado de ánimo para ponerse ante aquel hombre joven, atlético en casi todos los sentidos de la palabra.


Situado al fondo de un salón inacabable, tras una mesa tres veces más cara que la de su padre. En la pared colgaban fotos de los Brando, dedujo Carvalho al comprobar que dos hombres antiguos precedían una foto bastante reciente del primer Brando que había conocido.


Un negocio familiar ahora regentado por el heredero en ciernes.


– Su padre…


– Si empezamos por mi padre ya puede marcharse…


– Su madre…


– Lo mismo digo.


– Su hermana.


– ¿Qué pasa con mi hermana?


Toda fortaleza tiene su brecha de entrada. Carvalho le contó la historia de la redada y aquel joven tan moderno que parecía una caricatura de yuppy ni se inmutó. Le dejó hablar y se instaló en un progresivo fastidio.


– Pero ¿qué viene a contarme?


La historia de la detención la conozco porque fui yo quien movió los hilos que pusieron a mi hermana en la calle.


– Su padre dice que fue él.


– Él se limitó a ir a buscar el paquete. Yo hice todos los trámites previos. Una editorial como la nuestra tiene muchas relaciones.


No hay tipo importante que no aspire a publicar algún día sus memorias en nuestra casa, es la que mejor paga y la que mejor vende.


Acabo de contratar una "Autobiografía de Franco".


– ¿A Franco?


– No. A un escritor rojo, rojísimo: le he puesto sobre la mesa un cheque, no voy a decirle por cuánto, y todos sus prejuicios se han hecho añicos. Me ha pedido libertad de tratamiento, la que quiera, luego ya vendrán las rebajas antes del segundo cheque.


– ¿Siempre hay un segundo cheque?


– Es el mejor sistema. Un cheque para comprar y otro para matar.


Lo siento pero usted no tiene nada que venderme.


Carvalho se calló y le aguantó la mirada.


– No siempre se vende lo que se hace. A veces se vende lo que no se hace.


Brando Jr. repitió la frase de Carvalho mentalmente y le dedicó una mirada de interés.


– Yo tengo mi deontología profesional, señor Brando. Consulte usted entre las gentes del oficio, incluso entre los policías, algunos me odian, y le dirán que soy fiel a mi cliente hasta el final aunque el cliente me parezca un miserable.


En ese caso todo termina cuando le entrego mi informe y le dejo entender que me parece un miserable.


Yo nunca abandono un caso. Mi oficio es desvelar el misterio y luego ya no me interesa qué hagan con el misterio los almacenadores de misterios, los capadores de misterios, los vampiros de misterios… clientes, policías, jueces… Ése no es mi trabajo. Hubo un tiempo en que estudié filosofía y me enseñaron que todo consiste en quitarle velos a la diosa y detrás del último velo está la verdad.


Alezeia creo que se llama esta técnica, o quizá no sea una técnica, sino una manera como otra de creer en que aún quedan desnudos misteriosos.


Estaba hastiado de tanta filosofía, aunque fuera griega, pero fingía atenderle. Era un chico educado hasta que dijo en un tono de voz helado:


– No me haga una teoría de la novela. Al grano. Por favor.


– Usted se movilizó por su hermana. Lógicamente no se limitó a sacarla de allí, sino que también sabe por qué estaba allí, o al menos sabe que sabe la policía y vaya usted a saber si incluso le han hecho partícipe de lo que saben los mandos políticos de la policía.


Todo eso a mí me va a costar días y días de trabajo, de meter las narices, de remover mierda, aspectos de la cuestión que a su padre no le preocupan porque él llama al pan pan y al vino vino… a propósito. ¿También usted es de los que llaman al pan pan y al vino vino?


– Detesto a las personas que presumen de no tener pelos en la lengua.


Aquel muchacho no era tan siniestro como parecía, pero podía ser siniestro si se lo proponía.


Se esponjó en el sillón gerencial rotatorio, unió las puntas de los dedos de sus manos y se las llevó a la boca, mientras cabeceaba como calculando por qué orificio de Carvalho debía meter la bala letal.


– ¿Si yo le dejo ver unas notas, resultado de mis buenos oficios entre las autoridades, me asegura usted que da el caso por zanjado? Al cheque de mi padre yo le adjunto otro mío.


– El de su padre serviría para comprar y el suyo para matar.


– Yo he levantado un negocio moribundo, en cinco días. Mi padre lo heredó a plena vela y lo llevó al puerto más estúpido que encontró, hecho a su imagen y semejanza.


No me interesa que las historias de mi hermana salpiquen a una editorial que está a punto de recibir una aportación de capital extranjero que triplica su activo actual.


Ya ve que le enseño mis cartas, pero no toleraré que usted juegue con ellas.


– Sólo puedo prometerle que el trabajo que usted me dé hecho ya no tendré que hacerlo.


– Voy a asumir su promesa y voy a añadir un encargo, pagando, naturalmente. Siga a mi hermana y preocúpese de que no se meta en más líos, de los líos en que ya se metiera en el pasado.


– Primero quiero leer esas notas.


Brando Jr. se levantó, caminaba como si su traje fuera de seda. Era de seda. Caminaba bien y gesticulaba como esos jóvenes atletas antes del esguince o de la rotura de ligamentos. Nadie podrá juzgar jamás qué es caminar bien si no ha visto hacerlo a un joven atleta antes de romperse por cualquier tontería. Tan buen caminar le llevó hasta la estanterías de maderas provenientes de un bosque aún más antiguo que el que había suministrado materias primas a la mesa de su padre y de un "secrétaire" cuya clave fue vista y no vista, sacó una carpeta de buena piel, casi piel humana, que dejó sobre la mesa al alcance de Carvalho.


Cuando el detective se disponía a abrirla, el yuppy había recuperado su estatura de cíclope ligero y proclamaba:


– Esto no es una sala de lectura.


"Beatriz Brando Matasanz, _"Beba_", menor de edad, ha sido detectada en tres ocasiones por las calles inmediatas a Arco del Teatro, en evidente búsqueda de droga, preferentemente cocaína, en cantidades de consumo personal, por lo que nos hemos limitado a seguirla rutinariamente, para comprobar las conexiones entre la red de pequeños camellos. Su proveedor más habitual es Belisario Bird, alias "Palomo", de nacionalidad hondureña, ligado al clan Perla, habitualmente en activo en el rectángulo comprendido entre la calle Barberá, San Olegario, Arco del Teatro y las Ramblas. Interrogado "Palomo" a requerimiento del demandante del presente informe, ha confirmado confidencias anteriores en el sentido de la periodicidad de compra de la antedicha, aunque no se responsabiliza de otros acopios que haya podido hacer en los alrededores de la plaza Real, donde también ha sido vista en actitud sospechosa, aunque menos veces que en el rectángulo referido. Durante las breves horas en que estuvo detenida no se la presionó según lo habitual por razones obvias, pero declaró que nunca había comprado ninguna clase de drogas y que sólo había fumado hacía ya tiempo un _"porro_" (nombre vulgar del petardo de marihuana) y se había mareado. Sobre la extraña presencia de una joven de su edad por aquellos andurriales, precisó que siendo su vocación la de escritora, desde los tiempos en que ganó el premio provincial de redacción de tercero de EGB, tiene necesidad de contemplar cómo viven las diferentes clases sociales de la ciudad y muy especialmente aquellas que le parecen más interesantes. Advertida sobre lo peligroso de su proceder, utilizó el ejemplo de la propia policía, que arriesga su vida en lugares peligrosos, por unos motivos tan profesionales como los de ella. En una conversación más relajada con la inspectora Vinuesa Cobos, encargada de la sección de menores, insistió en la necesidad de conocer todos los rincones de la ciudad e incluso propuso sumarse a la brigada antiestupefacientes para ver de cerca cómo opera. La inspectora Vinuesa Cobos realizó pues un informe favorable, aunque con algunas observaciones sobre la necesidad de que alguien con autoridad moral sobre la señorita Brando Matasanz estuviera al tanto de sus andanzas, habida cuenta que por el idealismo de sus propósitos podría colocarse a veces en situaciones poco agradables, para las que no está preparada por su corta edad. No sería tan benévolo el juicio del que esto suscribe, por cuando en más de un momento del interrogatorio tuvo la sospecha de que la antedicha era muy hábil para tirar pelotas fuera y con pocos escrúpulos a la hora de distinguir la verdad de la mentira, condición que estaría en disposición de detectar por las muchas experiencias similares que ha vivido y la comprobación de que hoy la gente joven está más preparada para mentir que en tiempos pasados, extremo éste que, aun no viniendo al caso, podría deberse a la cantidad de falsedad que nuestros jóvenes absorben desde la más temprana infancia a través de la televisión y de las canciones decadentes que pueblan sus cerebros de imágenes amorales que más tarde o más temprano influirán en un planteamiento amoral de sus propias vidas. Por todo ello y desde la corresponsabilidad que el que suscribe siente por su condición de funcionario del orden público y de padre, sugiero que se tenga en cuenta el consejo de la inspectora, para que también se intervenga con mano dura, quien estuviera en condiciones de hacerlo, para cortar lo que aún es sano, lo que mañana estaría podrido." Había mejorado mucho la prosa de la policía desde que Carvalho había tenido ocasión de leer sus informes y lamentó en cambio, en sus frecuentes choques con Contreras y otros guripas, que el lenguaje coloquial siguiera siendo el mismo: chulesco y lleno de silencios amenazadores. Una vez más se le imponía la reflexión sobre la hipocresía de la cultura: ponerse a escribir y adoptar un continente de comunicador había sido fácil para el informante, en cambio a viva voz no habría recurrido a oraciones compuestas tan largas y las coordinadas y subordinadas no hubieran tenido más coordinaciones y subordinaciones que gruñidos, respiraciones contenidas, tacos e interjecciones explosivas. A ninguna parte le llevaba el informe, como no fuera a Belisario Bird, confidente y camello de poca monta que no añadiría ni una coma a lo que ya sabía la policía. Desde la muerte de Bromuro andaba a ciegas por el subsuelo de la ciudad. Todas las ratas pertenecían a una nueva generación y Carvalho se negaba a buscar nuevos informadores, como si sustituir a Bromuro fuera un acto de póstuma fidelidad, no sólo al limpiabotas, sino a sí mismo, a una ciudad que se le moría en la memoria y que ya no existía en sus deseos. Se muere una ciudad en la que era necesaria la compasión y nace una ciudad en la que ya sólo tendrá sentido la distancia más corta entre el comprarse y el venderse a sí misma.


Era incapaz de admitir la vejez de su cuerpo o de asumirla como preocupación y en cambio le aterraba la vejez de su memoria, como si en el progresivo alejamiento del presente y del futuro quedaran condenados una serie de personas y situaciones que confiaban en él para ser inmortales. Y en la metaformosis de su Barcelona había como un ejercicio de sadismo implacable para destruir incluso los cementerios de su memoria, el espacio físico donde podrían residir los protagonistas de sus recuerdos.


En la añoranza de Bromuro, el limpiabotas que le servía de informador a cambio de unas pocas pesetas y de que le escuchara en la evocación de sus tiempos de joven caballero legionario al servicio de Franco, cumplía un papel referente la supervivencia de espacio físico en el que solía encontrar el viejo, bares, esquinas, la miserable pensión donde vivía amenazada ahora por la demolición de parte del Barrio Chino. A veces se topaba con "el Mohamed", que según Bromuro era el hombre mejor informado del Barrio Chino. "No hay pinchazo en esta ciudad que ese tío no controle." El morito, como le llamaba Bromuro, primero le sonreía desde la complicidad del que se ha liado a puñetazos con él, como asegurándole que un día u otro habría otra ración.


Pero un día le abordó con su tensa sonrisa de bárbaro del sur.


– Tú me necesitas, tonto. El mejor amigo del cazador es el hurón. Si una persona lista no sabe lo que necesita, entonces no es una persona lista, es un tonto.


Ya volvía con sus silogismos que casi siempre conducían a la palabra tonto. Había recibido sus puñadas y le había devuelto algunas cuando investigaba el caso del delantero centro amenazado de muerte y paralelamente asistía a la agonía de Bromuro. Ahora el ex limpiabotas y ex legionario debía revolverse en su nicho alquilado por Carvalho y Charo en el cementerio de Montjuich cada vez que "el Mohamed" le ofrecía sus servicios.

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