– Cada vez trabajo menos.


Quisiera jubilarme.


El moro le miraba de arriba abajo y cabeceaba como si no le gustara lo que veía.


– Si además de ser tonto te sientes viejo, lo mejor que puede pasarte es que te traguen las arenas del desierto.


– Aprovecharé la primera ocasión.


Pero sin darse cuenta estaba recorriendo las calles donde era posible el encuentro con "el Mohamed", cuyo nombre concreto desconocía, y se sintió defraudado cuando no lo encontró. ¿Era inteligente ser fiel a Bromuro hasta el punto de no utilizar los servicios de un confidente de repuesto? El subsuelo de la ciudad seguía teniendo su código y lo que estaba sucediendo allí se parecía a lo que sucedía en la superficie.


Hace cincuenta años las calles las barrían los inmigrados murcianos o andaluces y ahora lo hacían muchos norteafricanos. Hace cincuenta años el subsuelo lo controlaban marginados o automarginados como Bromuro a cambio de una miseria relativizada y ahora aquel oficio pasaba a los bárbaros del sur que iban penetrando Europa de abajo arriba, como la habían penetrado los germanos de arriba abajo. Los germanos empezaron conquistando el Imperio romano con las armas y ante la imposibilidad empezaron a infiltrarse, acabaron siendo los policías del Imperio. Ya era suyo.


De momento los bárbaros del sur ya se habían apoderado de las sobras y Carvalho vio en ellos, de repente, un instrumento de justicia contra el asqueroso estado de autocomplacencia de los monos yuppys.


– ¿Han vuelto los Contreritas, Biscuter?


– No.


– Charo.


– No.


– ¿Brando?


– No.


– ¿Y…?


– No.


Contuvo el deseo de ir en busca de Lebrun y Claire, no fuera a llevar tras los talones de su deseo a Contreras y los suyos o no fuera a romper los pocos deseos que le quedaban. Una vez cumplido el recorrido por el laberinto, Claire y su griego, Lebrun y el suyo, habían ultimado el sentido de su indignación, de su viaje y cada cual habría partido dejándole a él la obligación de acompañante de otros buscadores de verdades imprescindibles. Cuanto antes recuperara su coherencia, mejor. Tenía el esqueleto en su sitio, Biscuter ya habría ingresado el cheque de Lebrun y la minuta de Brando Snr. iba a ser una broma al lado de la que le pasaría a Brando Jr.


Al fin y al cabo seguir a la señorita Brando representaba subir de escalafón, dejar de ser un huelebraguetas para convertirse en un huele coños, por si aquel ángel desnudo se dedicaba a esnifar por la zona más ensimismada de su cuerpo. ¿Para qué quería la droga la señorita Brando? Parecía un título de telefilm de bajo presupuesto, pero algo tenía que hacer para justificar las minutas. Se apostó ante el chalet de rico insuficiente o insuficiente para un rico. El viejo Brando le había advertido que Beba se levantaba tarde y mal, tanto que permanecía en casa en la penumbra de su habitación, escuchando discos con los pulmones de los altavoces a punto de reventar, llegando la onda sonora de sus conciertos rock privados hasta los chalets vecinos, por muy amplia que fuera la zona ajardinada separadora. Luego, al atardecer, Beba comía todo lo que encontraba en la nevera, se vestía lo escasamente que le permitía la estación y se echaba a la calle, de la que volvía a veces al poco tiempo, pero casi siempre de madrugada, sin que su padre conservara ya la paciencia de esperarla para conocer a su acompañante antes de la ya disminuida sorpresa de encontrárselo en el "office" devorando tostadas con crema de avellana, plato preferido de la muchacha. La próxima vez primero exigiré saber el programa de vida del que tengo que seguir, masculló mentalmente Carvalho cuando a las diez de la noche se abrió por fin la puerta de la casa y Beba saltó más que caminó al encuentro de la calle como si algo o alguien le hubiera impedido tal deseo durante todo el día. Carvalho encendió como pudo el Rey del Mundo que ya había desvitolado y tuvo que correr para que Beba no le tomara una delantera insalvable en su Volkswagen Golf lleno de etiquetas de discotecas y bares duros, de esos que no te dan ni una silla ni un buenas noches y en cambio regalan generosamente etiquetas para los coches de los clientes. Beba descendió hacia la barriada de Gracia y aparcó en un vado obligatorio como si la obligación no fuera con ella.


Caminaba bien, pero caminaría mejor cuando fuera consciente de lo contento que estaba el aire ciñéndose a su cuerpo de diosa aún breve. Carvalho trató de borrar diosa del almacén cerebral de palabras urgentes, le parecía que era un recurso de viejo o de cursi, un reconocimiento de distancia insalvable, necesariamente insalvable.


Beba tenía la melena castaña llena de caracoles y una piel tan hermosa que parecía un estuche de sí misma.


Ya en el local cruzó saludos y se fue a la barra donde la esperaba un hombre joven que la besó como si interpretaran la secuencia final de una película esperanzadora. Carvalho no sabía dónde meterse. Había otros de su edad, pero iban disfrazados de tener veinte años menos y en cambio él llevaba aquella noche su biología más sincera y barba de dos días. Se acodó en la barra junto a Beba y asumió la mirada intranquila del camarero que le correspondía. Quiso pedir algo agresivo para borrar la impresión de policía que había suscitado y pidió un whisky de malta doble, gran reserva, sin hielo. La sospecha del camarero iba en aumento, pero Carvalho convivió con ella y cuando se bebió el whisky de dos o tres sorbos empezó a contemplar el local y sus gentes con el desdén que se merecen las personas y las cosas que no nos aceptan. Por ejemplo, esa imbécil con una cresta de pelo color verde, que ante el gesto de Carvalho de reencender su mustio Rey del Mundo, agita la mano rechazando a priori el humo previsible, aquí, en este local donde la atmósfera huele a porro y a la brillantina que convierte los cabellos de los muchachos en escarabajos encaramados sobre sus sesos. Y así pasó el tiempo, sin nada que llevarse a los ojos hasta que Beba pegó una bofetada a su acompañante a las dos de la madrugada. Carvalho izó el cuerpo, por si debía intervenir, y en su interior burbujearon los diez o doce maltas gran reserva, sin hielo, que había tomado. La bofetada no fue respondida. El hombre escupió en el suelo, junto a los zapatos de ella, y la dejó abandonada en la pista de baile, donde Beba siguió la danza sin importarle el desparejamiento. Cuando terminó la pieza, Beba anduvo por el local, sorteando parejas, escudriñando penumbras, mientras Carvalho pedía la cuenta y dejaba mil pesetas de propina al camarero, al fin aliviado, porque jamás policía alguno ha dejado mil pesetas de propina.


– ¿Está bien ese guayabo, no?


Por más que el camarero agradecido trataba de encontrar un guayabo en la sala no lo conseguía.


Cuando Carvalho le señaló a Beba en plena búsqueda, todo quedó claro.


– ¿La titi esa? Muy buena.


Pero está como una regadera. Se cree… no sé lo que se cree.


No, no lo sabía porque enmudeció y prosiguió su servicio según la programación secreta de los mejores camareros. Beba había abrazado a una muchacha y mantenía una apasionada conversación que de pronto interrumpió para volver a la barra. Carvalho se movió como un jugador de fútbol a la espera de la pelota que va a caer más o menos en su zona. Beba cayó dos metros más allá y pidió una cerveza sin alcohol. Carvalho había seguido la trayectoria de la pelota y llegó a punto de comentarle.


– Bebidas duras, por lo que veo.


Beba le miró y no pareció gustarle lo que vio. Imposible que le hubiera reconocido a partir de aquel abrir y cerrar la puerta de su habitación. Simplemente, Carvalho no era su tipo de adulto.


Pero cuando Carvalho ya buscaba otra frase afortunada, fue ella quien se le encaró.


– ¿Qué bebe usted?


– Whisky. Cuando no sé qué hacer ni tengo ganas de hacer nada, pido whisky.


– ¿Y cuando sabe qué hacer y quiere hacerlo?


– Vino.


Beba hizo un mohín de asco ligero. Más parecía un comentario dirigido hacia sí misma que hacia Carvalho.


– He visto que sabe defenderse.


Vaya bofetada le ha dado a su compañero.


– No me gusta la gente egoísta.


– ¿Él es muy egoísta?


– Sólo es egoísta. En su carnet de identidad debería figurar, profesión: egoísta. Le he dicho que me llevara a ver las obras del pirulí, esa antena que están construyendo en el Tibidabo, tan guapa. Y me ha dicho que no quería.


– ¿Eso ha dicho?


– Eso ha dicho.


– Qué desalmado.


Esta frase le había gustado.


Cabeceaba y tenía lágrimas en los ojos.


– Un desalmado. Eso es. No tiene alma.


– Si tanto la apena no ver el pirulí, yo puedo llevarla. Está muy cerca de mi casa. Yo vivo en Vallvidrera.


Beba le puso la mano en el pecho y cerró los ojos.


– Usted no me debe nada. En cambio ese cerdo me debe muchos favores.


Tenía un sentido moral primitivo pero eficaz. El trueque. Era demasiado fácil adivinar qué le había dado ella a aquel egoísta, tan fácil que Carvalho pensó que tal vez se equivocaba.


– Ahí donde le ve, tan machote y con tanta planta, ese chico creía que era mariquita. ¿Le aburro?


No, no le aburría y ella estaba borracha de cerveza sin alcohol, probablemente estaba borracha todo el día sin necesidad de alcohol.


La historia empezaba en una exhibición de culturismo a cargo del egoísta y en un intento de ligue que en el momento definitivo se vino abajo porque al egoísta culturista no se le empinó. Llevaba sin dignidad el complejo de tenerla pequeña y en los desfiles de exhibición de musculatura se ponía un postizo entre las piernas para que el músculo preferido del hombre y de algunas mujeres no quedara en ridículo en comparación con el bíceps, el tríceps… Ella le pidió que se lo enseñara.


– Enséñamela, Juan Carlos, le insistí… Y él venga llorar, ese hombrón llorando como un niño. Me la enseñó y sonreí…


Volvió a sonreír. Tenía sonrisa de ángel femenino, rigurosamente femenino. Y tras sonreír, pareció como si en aquel local duro para nuevas generaciones duras, en lugar de la música astilladora de esternones sonara un violín húngaro para melodramas de atardecer.


– No. No la tienes pequeña, Juan Carlos. La tienes normal.


Lo que cuenta no es el tamaño, sino el deseo tuyo y la capacidad de amar a tu pareja.


Lo decía con voz de diecisiete años. Si lo hubiera dicho con voz de treinta, cuarenta o cincuenta, Carvalho ya estaría buscando un pliegue de local donde reírse o vomitar, pero aquella voz de cristal, opaco por las altas horas de la madrugada, podía narrar cualquier cosa trasmitiendo sinceridad.


Ella había leído una vez una novela, sobre la guerra civil, sí, sí, sobre la guerra civil española, esa que pasó hace un montón de años, cuando al abuelo le incautaron la editorial los rusos, que sí, que sí, que habían sido los rusos en persona, que estaban entonces en todas partes. La novela contaba la historia de una enfermera y un prisionero de guerra, o quizá no era un prisionero, pero sí un herido de guerra, porque donde en una novela de guerra aparece una enfermera en seguida hay que buscar un herido de guerra. Y estaba tan triste el prisionero, tan mal herido, que la enfermera hace el amor con él, en un acto de generosidad.


– O de comunión de los santos.


Concluyó Carvalho para desconcierto de la chica.


– ¿Comunión de qué?


– La comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne… el Juicio Final.


– ¿Eres de alguna secta?


– Trataron de meterme en la católica, pero me salí en cuanto vi que me prohibían casi todo lo que me gustaba.


– Yo las sectas no las soporto.


¿Hemos tenido una conversación muy profunda, verdad? Hoy todo está lleno de buitres. Mi hermano. Mi hermano es un buitre de acero inoxidable.


¡Cómo adjetivaba aquel ángel!


– ¿Sus padres también lo son?


– Mi padre aún no tengo claro qué clase de animal es. Lo que está claro es que es un imbécil.


– Y su madre… si la tiene…


– Mi madre es una atleta.


Sin duda el amor filial la hacía exagerar, pero Carvalho encajó el juicio sobre la monitora con una complicidad casi entusiasmada.


– Practica el atletismo, ¿no?


– El atletismo espiritual.


Revolvió en el bolsito que llevaba y sacó un libro. "Peter Pan". James M. Barrie. Traducción Leopoldo María Panero. Lo hojeó sabedora de lo que buscaba.


Mientras movía las páginas obsesionada, hablaba de la mejor definición de madre que había encontrado, Ave Ilusión decía, una madrecita es como el Ave Ilusión.


Por fin encontró el párrafo y se lo ofreció a Carvalho con expresión radiante.


– Aquí, lea, desde aquí…


Carvalho miró a derecha e izquierda. Por fortuna nadie se había dado cuenta del acontecimiento y un noventa y nueve por ciento largo de los pobladores del local iban a la suya, pero el camarero no les quitaba ojo de encima y ese ojo era un mensaje de complicidad maliciosa. ¿No le he dicho que estaba como una regadera? Así que Carvalho se puso a leer "Peter Pan", en el exacto momento en que el Capitán Garfio le propone a Wendy ser la madrecita de todos ellos, conmovido ante el ejemplo del Ave Ilusión que sigue protegiendo su cría flotando sobre las aguas. Asintió Carvalho como si estuviera totalmente convencido, pero se notaba emocionalmente cansado y se ofreció para acompañarla.


– ¿A mi casa?


Se imaginó la cara de Brando al día siguiente cuando se lo encontrara en el "office" engullendo tostadas con crema de avellana.


– No. Hasta su coche. Por si el musculitos…


No dijo que no. Se le adelantó y el momento lo aprovechó el camarero para inclinarse sobre la barra e interrogarle.


– ?"Peter Pan"? ¿Le ha enseñado un libro que se llama "Peter Pan"? ¿No?


Perdió el tiempo justificándose, justificándola. Cuando salió a la calle, el Volkswagen bravuconeaba calle abajo, llevándose a Wendy.


El inspector Contreras reclamaba su presencia en Vía Layetana. Había aparecido un hombre muerto y, según sabía el inspector, Carvalho lo había estado buscando días atrás.


Y era cierto.


Había recibido la orden de encontrarlo. Vivo o muerto.


Cada vez que Contreras quería recordarle a un detective privado que era un simple huelebraguetas elegía a Carvalho, tal vez porque le suponía el "huelebraguetas" más soberbio, el que le devolvía equivalente cantidad de desprecio. En cuanto a Carvalho, Contreras le parecía simplemente un policía, un especialista en represión a sueldo de quienes más se beneficiaban de la represión. Reconocía que era un principio teórico heredado de su adolescencia anarquista, de su juventud premarxista o posmarxista y que era utópico e incluso peligroso soñar un mundo sin policía. Pero todos tenemos derecho a conservar parte de nuestra propia retórica y además las relaciones con Contreras le habían permitido añadir motivos a sus principios fundamentales. No fue una excepción aquel nuevo encuentro. Carvalho permaneció hora y media abandonado en un pasillo haciendo antesala, recibiendo de vez en cuando la mirada chulesca de alguno de los cachorros de Contreras y otras veces incluso algún resoplido que era una completa declaración de principios corporativos poco amistosos. Por fin fue introducido en el despacho del comisario, quien apenas si levantó la cabeza, pero sí lo suficiente como para dedicarle una mirada de cansado desdén. Parecía muy atareado el comisario con sus papeles y sólo abandonó su concentración cuando Carvalho se sentó sin su permiso. Le fulminó con la mirada, pero no consiguió abatirlo.


Carvalho sonreía amigablemente, a la espera del discurso airado que anunciaban los ojos del policía.


Para aplazarlo, recorrió con los ojos todo lo que se movía o yacía en aquel despacho y de pronto la linterna quedó aislada, como imponiendo su presencia con voluntad de hacerlo, estoy aquí, soy yo, ¿no me reconoces? Allí estaba con su tubo acanalado, en el que ya habían saltado algunas motas de pintura negra, con su ojo dióptrico, de plata acristalada, a la espera del alma de la luz, exagerando sus hazañas en la mano de Carvalho, los servicios prestados en el pasado para verificar su uniforme de investigador privado, y en vano Carvalho trataba de sacársela de encima, minimizando sus contribuciones o consolándola en su destino final de prueba circunstancial en manos primero de la policía y luego probablemente del señor juez. Procuró pues desinteresarse de ella para que Contreras no se diera cuenta del diálogo.


– ¿De qué conocía usted a Alekos Faranduris?


Pero la linterna estaba allí y al mismo tiempo notaba su volumen y sus estrías, incluso el calor de su luz en la mano, como si aún estuviera dirigiéndola por el laberinto que conducía a Alekos Faranduris.


Contreras sostenía la pregunta y por el tono de voz era poseedor de la suficiente información como para que Carvalho no pudiera hacerse el sueco fingiendo sorpresa ante el nombre de Alekos Faranduris. ¿Y si trataba de apoderarse de la linterna? En ningún caso iban a relacionarla con él, o si admitía haber investigado el caso, podía reclamarla, esa linterna es mía.


Pero pasarían varios meses hasta que la recuperara si el juez decidía que era prueba circunstancial, y lo que la linterna le pedía era que la rescatara cuanto antes.


¿Qué persona u objeto desea quedarse demasiado tiempo en un despacho de policía? Ni siquiera un policía. Contreras ya había fruncido el ceño. Ya se levantaba. Ya daba un pequeño paseo sin dejar de mirar de reojo a Carvalho. Finalmente se detuvo, se le enfrentó, tomó aire. La linterna le aconsejaba: no te dejes aplastar por las palabras, ni por la situación.


Sácame de aquí, sácame de aquí, por favor.


– ¿De qué conocía usted a Alekos Faranduris?


El usted indicaba que Contreras hacía esfuerzos iniciales de contención, esfuerzos que Carvalho debía agradecerle, por lo que fingió abandonar cualquier resistencia mental y contestó en un tono de voz relajado.


– Nunca llegué a conocerlo.


Contreras suspiró y pareció encontrar una verdad refutadora en un papel trascendental que luego agitó ante Carvalho.


– Empezamos a no estar de acuerdo. Aquí pone que usted se dedicó a buscar a Alekos Faranduris como un loco, como si le fuera en ello la vida. No iba usted solo, pero en cuanto me han dado la descripción de la pandilla en seguida me he dicho: tate, ése es Carvalho. Y luego resulta que horas después de la búsqueda del señor Carvalho, Alekos Faranduris aparece muerto de una sobredosis de droga, una sobredosis que podía haber matado a un caballo, y yo ahora, como usted con su natural listeza comprenderá, me veo obligado a preguntarle: ¿por qué buscaba con tanto ahínco a ese fiambre?


Carvalho carraspeó y puso gotas de la más inocente inocencia en sus ojos.


– Sólo puedo decirle que cuando yo dejé al señor Faranduris en la madrugada del miércoles al jueves gozaba de una excelente salud.


Parecía un moribundo.


– Aún no me ha dicho el porqué de tanto interés por localizar a ese cadáver.


– Al no hablar más de la cuenta, Contreras, hago un elogio a su inteligencia. Piensa usted, ¿qué interés puedo tener yo en encontrar a un griego moribundo?


– Usted es un mercenario, desde luego, y a eso voy. ¿Quién estaba interesado en encontrar a ese griego?


– Sus parientes. Me localizaron desde Francia. Estaban intranquilos por su desaparición y me pusieron en su pista. Les constaba que se movía por Barcelona y recurrieron a mí porque mi fama ha traspasado todas las fronteras.


– Enhorabuena.


– Lógicamente, a un artista había que buscarlo a partir de otros artistas y a usted puedo decirle que fue relativamente fácil, aunque a mis clientes les diré que fue extremadamente difícil para justificar la minuta.


– Lo comprendo, lo comprendo.


Hoy por usted y mañana por mí.


– Y eso es todo. Vi a Faranduris en un almacén abandonado de Pueblo Nuevo al que me llevaron las referencias de personas que lo habían conocido. Estaba muy mal.


Yo diría que estaba agonizando aunque él no lo sabía o quizá no quería reconocerlo.


– Y usted lo dejó allí tirado.


– No se dejó trasladar.


– ¿Iba usted solo?


– No.


– ¿Piensa decirme con quién?


– No. Ni creo que pueda añadir nada a lo que usted ya sabe o le interesa saber. Forma parte de mi secreto profesional y me hago responsable de lo que digo: si Faranduris no estaba muerto cuando yo le vi, poco faltaba. Parecía muy enfermo.


– En efecto lo estaba.


– ¿SIDA?


– SIDA, buen diagnóstico.


Tiene usted un ojo clínico.


– Tenía cara de enfermo de moda.


– Desde que llegó a Barcelona hace ocho meses, ocho meses, Carvalho, ha estado hospitalizado en tres ocasiones y de la última se marchó sin decir ni buenas. Estaba desahuciado y se limitó a desaparecer. Ahora reaparece, muerto. Y no precisamente en el interior de un almacén, señor Carvalho, sino en la playa.


– ¿Tenía la jeringuilla puesta?


Contreras no le contestó inmediatamente. Diríase que estudiaba el porqué de la pregunta o el interés que Carvalho exhibía hacia la respuesta. No era demasiado.


Parecía en cambio más interesado por lo que se amontonaba sobre la mesa.


– Desde luego.


– Bien, entonces caso cerrado.


No es el primer vagabundo extranjero que se mete una sobredosis para terminar de una vez por todas.


– No. No es el primero. Pero éste ha sido muy buscado y, además, usted es la única persona que puede llevarnos a sus parientes, por si quieren recuperar el cadáver antes de darle cristiana sepultura.


– Trataré de ponerme en contacto con mis clientes.


– Le hemos encontrado un pasaporte en el que consta la dirección de un hotel de París, no de un domicilio familiar. Un pasaporte relativamente reciente. Y lo curioso es que en ese hotel apenas vivió el tiempo durante el cual tramitó el pasaporte, como si quisiera borrar huellas.


– ¿Hay informe policíaco?


– Todavía no, pero parece limpio. De haber sido sucio ya habría llegado.


– ¿Tiene inconveniente en que eche un vistazo al pasaporte? Es por la fotografía. Por si hablamos del mismo hombre.


Contreras se encogió de hombros y lanzó el pasaporte sobre la mesa.


Carvalho se levantó y se adosó casi al tablero cubierto de papeles, carpetas, la linterna. Levantó el pasaporte, lo abrió por la página de la fotografía y lo alzó hasta sus ojos como si tuviera problemas de visión. Contreras parecía desentendido durante el tiempo que Carvalho empleara en aquella operación de reconocimiento. De pronto Carvalho manifestó su descontento por la escasa posibilidad de visión y se inclinó bruscamente sobre la mesa para situar el carnet bajo el haz de luz de la lámpara. En su brusca acción, con el codo izquierdo provocó una caída al suelo de papeles, carpetas, la linterna.


– Coño. Lo siento, comisario.


Contreras pertenecía a la especie de maridos irritables cuando la mujer rompe una copa en el fregadero o de padre capaz de lanzar un ultimátum al niño que ha volcado alocadamente el tazón de la leche.


Le molestaban los actos fallidos y dedicó a Carvalho una mirada condenatoria, al tiempo que le exigía una inmediata reparación de su torpeza.


– Sólo falta que usted contribuya al desorden de esta oficina.


Entre disculpas, Carvalho se agachó y parapetado tras la mesa empuñó la linterna con decisión, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y luego fue recogiendo con parsimonia los legajos y poniéndolos sobre la mesa uno por uno, para que Contreras los reconociera uno por uno, asintiendo uno por uno, sin abandonar el ceño.


– ¿Ya está todo?


– Ya está todo.


Mintió Carvalho de rodillas, mientras empuñaba la linterna en el bolsillo por si Contreras se la reclamaba. Pero parecía ya satisfecho con la recuperación de sus papeles y casi no reparaba en Carvalho, de nuevo de pie ante él.


– Agradezco mucho su confianza, comisario, pero tengo asuntos muy urgentes que me reclaman y no puedo seguir por más tiempo en su grata compañía.


– Deme la referencia de esos parientes, de esos clientes.


– Comprenderá usted que primero he de hablar con ellos. No puedo revelar una información así como así. Puedo asegurarle que sabrá pronto noticias mías.


– Sabré noticias de usted mucho antes de que usted las sepa, como me toque demasiado los cojones haciéndose el chulo de mierda.


Por fin le había salido la bestia. Nada indicaba que le impidiera marcharse, pero sí que a partir de este momento tendría siempre encima a Contreras oliéndole la bragueta. Por eso al salir a la calle no tomó una dirección predeterminada y haraganeó por el Moll de la Fusta, con la mano en la linterna agradecida y la mirada de la gamba de Mariscal, que no era gamba, sino bogavante, con ganas de cachondeo. Se metió en una cabina para llamar al Palace. Ni monsieur Lebrun ni mademoiselle Claire Delmas eran ya clientes del hotel. Habían cancelado su cuenta el día anterior y partido en dirección desconocida. Se imaginó a Georges Lebrun urdiendo la resolución del caso. Ganar tiempo y espacio no había sido una mala idea, pero quedaba Carvalho y habían confiado demasiado en su respeto al secreto profesional o le habían integrado gratuitamente en su juego, pensando incluso que podían haberle desorientado. En cuanto a Carvalho se limitaba a sufrir por Claire y a tratar de llegar antes que Contreras.


Volvió a callejear, ganando tiempo y distancia entre cabina telefónica y cabina telefónica y esta vez la llamada la dirigió a la Oficina Olímpica, al coronel Parra. Estaba reunido, reunidísimo, insistió la secretaria, con el alcalde, dijo al final ante la presión de Carvalho.


– Al alcalde le queda casi un año de mandato, señorita. En cambio mi asunto es de vida o muerte.


Por fin un alterado y razonablemente molesto ex coronel Parra se puso al teléfono.


– Necesito saber si el francés aquel del que te hablé, el de la ORTF, Georges Lebrun, sigue en Barcelona o ya ha terminado el asunto que os ocupaba.


– ¿Eso es todo?


– Es bastante, te lo juro.


– ¿Justifica que me hayas levantado de una reunión nada menos que con el señor alcalde?


– A Pascual le conoces de toda la vida.


– No va en broma.


– Es asunto de vida o muerte, coronel. Va en serio.


Carraspeó Parra contenido por el tratamiento que le convocaba parte de su mejor memoria y telegrameó la información.


– En efecto, Georges Lebrun sigue en Barcelona porque me han ratificado una entrevista con él mañana.


– ¿No ha dejado dirección?


– No. Tengo una cita a las diez y media. Eso es todo.


Y le colgó. Cría cuervos. En otros tiempos no había horas suficientes de conversación sobre la acumulación de capital o sobre el tránsito de la cantidad o la cualidad según los esquemas del materialismo dialéctico. Y Franco. Y Lumumba. Y la madre que les parió. Ahora se molestaba porque Carvalho se convertía en un ruido en la conversación con el excelentísimo señor alcalde. Pero tenía otros dolores cerebrales más urgentes, por ejemplo el que le causaba la necesidad de proteger a Claire, de encontrarla antes que Contreras, y para llegar a Claire sólo tenía la referencia de Lebrun y el punto remoto de la cita de mañana.


Demasiado tarde. Biscuter le esperaba con un bocadillo de pescado frito, berenjenas, pimientos y pan con tomate. Era el bocadillo "Señora Paca" que Carvalho había perfeccionado en homenaje a su abuela, y junto con el bocadillo la propuesta de la compra.


– Tengo una receta de puta madre, jefe, un tumbet a la mallorquina y morcillo cocido con salsa verde. Dietético. Bajas calorías.


– ¿Dónde buscarías a un hombre extraño acompañado de un hermoso adolescente griego y tal vez de una mujer distraída, falsamente distraída?


– ¿Qué preguntas, jefe? ¿El hombre extraño y el adolescente se entienden?


– No lo sé. Es demasiado extraño.


– Busque por la vida golfa.


Pero tiene muchas horas por delante. Ésos salen como los caracoles, al anochecer. ¿Y qué va hacer con el señor Brando? No para de llamar.


El señor y la ex señora Brando, el ex atleta, el hijo, la hija, la madre. Se inventó una excusa para Biscuter, pero la entendió como si se la dirigiera a sí mismo.


– No sé cómo dar la cara en ese asunto, Biscuter. He cometido todas las torpezas posibles.


– Ha pasado malos días, jefe.


– No parece que los próximos vayan a ser mejores. ¿Te gustaría dejar el delantal durante unos días y coger la lupa?


Había quedado ante Beba en la peor de las posiciones estratégicas. Si la seguía a cuerpo abierto ella le reconocería y si la abordaba proseguiría una relación no exactamente clasificable dentro del género de la corrupción de menores, sino más bien de la corrupción de adultos. Si de su propia corrupción ensayaba el marcaje a distancia durante dos o tres días, aquella diosa adolescente tenía alas y una conciencia dispersa que la llevaba de norte a sur, de la tierra al agua, del aire al fuego como si todo la atrajera y la cansara al mismo tiempo. Biscuter se emocionó cuando Carvalho le dijo que lo necesitaba para algo más que hacerle la comida, contestar al teléfono y quejársele porque no había cumplido su promesa de enviarle a París a seguir un curso sobre alta cocina.


Primer curso dedicado a sopas, sólo a sopas.


– Síguela, Biscuter. Pero cuidado si se mete por el Barrio Chino, tú ya me entiendes, porque si hay una redada tú tienes cara de pescadito frito.


– ¿Ya empezamos a faltar, jefe?


– Quiero decir que si te ve un "madero" te mete en la tocinera.


Tu aspecto es de no tener ni siquiera abogado de oficio.


– Vaya día tiene, jefe. Me pondré el traje de los domingos.


Peor, pensó Carvalho al imaginarse a aquel fetillo disfrazado de domingo, pero no se lo dijo para no reincidir en el menosprecio.


Colocada la familia Brando bajo la protección de Biscuter, Carvalho podía volver a obsesionarse con Claire.


– Jefe. Tendrá que darme para mis gastos. Cuando se sigue a una persona siempre hay que dar propinas y tomar cosas para disimular.


A veces hay que meterse en librerías y hasta comprar libros, o revistas. No voy a sacarlo de lo que usted me da para la compra y para los gastos del despacho.


– Ojo con los libros que compras, Biscuter.


– Todo el mundo habla de uno de un tal Terenci Moix que se llama "El peso de la paja".


– ¿A qué paja se refiere?


– A las dos, jefe.


– Sólo te falta a ti un libro sobre pajas. ¿Quién es ese Terenci?


– Es como Victor Mature pero en pequeñito y con más cejas. ¿No se acuerda usted de Victor Mature?


Le dio cinco mil pesetas extras a Biscuter invadiendo su cubil privado. Le sorprendió poniéndose desodorante en dos sobaquillos en los que apenas cabía la punta de la barra. Biscuter retiró el desodorante con precipitación, molesto por la invasión de Carvalho. También se había puesto gomina sobre los pelos rubios que en los parietales recordaban una vegetación víctima de alguna tragedia ecológica. Las dos paletillas de Biscuter parecían desgajadas del cuerpo, como dos alitas de hueso contenidas por una camiseta sin mangas, vieja, pero limpísima. Biscuter tenía espaldas de tuberculoso años cuarenta o de aquellos enfermos de la "la pleura" ¿Aún quedaban enfermos de "la pleura"?


– Abrígate, Biscuter.


Dejó al fetillo desconcertado porque aquel otoño era especialmente caluroso y se fue a la calle refunfuñando contra quien hubiera dicho que el mejor plan es no tener plan. Dio varias vueltas por el Barrio Chino, se coló por todos los pasajes y callejas que encontró por si le seguía alguno de los chicos de Contreras. No podía perder tanto tiempo. Se fue al Palace en un taxi al que hizo cambiar varias veces de objetivo. Finalmente en el Palace, el conserje le ratificó cuanto le había dicho por teléfono.


– ¿Se marcharon juntos?


– Juntos y con todas las maletas. Fue una decisión precipitada porque en principio habían apalabrado la habitación durante quince días.


– ¿Se marcharon en el mismo taxi? ¿Qué dirección dieron?


– Hable con el portero.


Se habían marchado en el mismo taxi y la despedida tenía aires de aeropuerto. Aunque no me lo digan.


– Yo distingo cuando se van al aeropuerto de cuando se van a otro sitio. No sé por qué, ni cómo.


Pero es una manera de mirar el equipaje, de sentarse en el taxi.


– ¿Era un taxista habitual del hotel?


– No tenemos taxistas habituales. Pero le conozco. Y a veces ronda por aquí o se pone en la parada de taxis del cruce de Gran Vía con rambla de Cataluña. Se llama Lorenzo, aunque a veces lleva el taxi su sobrino. También se dedica al transporte de prensa en furgoneta.


– ¿Qué prensa?


– "Avui", creo, ese diario en catalán.


La hora de comer le dio en un reloj invisible de su cerebro cuando había llegado a la conclusión de que Lorenzo tenía día de taxi y no de repartidor de prensa. Era su sobrino el que había hecho el reparto aquella mañana y nadie sabía o quería decirle dónde vivía. A lo sumo descubrió dónde estaba aparcada la furgoneta en un pequeño almacén de la calle Parlamento, pero las furgonetas no hablan y la licencia fiscal no aparecía en ninguno de los cristales. No tenía tiempo de volver al despacho para saborear el menú de Biscuter y se dedicó a tapear por la zona, en una deprimente comprobación de que las tapas ya no eran lo que habían sido o quizá él se había vuelto más exigente. La modorra de sobremesa le pilló desorientado, en plena acera del Paralelo. Tal vez si se dejara llevar por su impulso adolescente y llegaba hasta la desembocadura de las Ramblas, en el puerto, allí encontraría a la mujer soñada, esa que estaba esperando desde que había empezado a soñar con mujeres. Pero no se concedió el vencimiento sentimental y volvió al Palace, como quien vuelve al origen de su desorientación, por si desde allí partía algún camino oculto.


– Ha pasado Lorenzo.


Anunció el portero escuetamente, sin perder de vista el movimiento de las manos de Carvalho en busca de la cartera y el cálculo de los dedos dudando entre un billete de quinientas pesetas y otro de mil.


– Le he hablado de este asunto y algo me ha dicho.


Los dedos de Carvalho se decidieron por el billete de mil.


– Les llevó al aeropuerto.


– A los dos.


– A los dos. Fue el primer servicio, casi en la madrugada del jueves. Parecían muy cansados y ella estaba muy "pocha", muy deprimida, vamos.


– ¿Seguro que los dejó en el aeropuerto?


– Seguro.


Pero Lebrun no se había marchado. ¿Qué había hecho con Mitia? Además tenía una cita confirmada con el coronel Parra en la Oficina Olímpica, para mañana, a las diez y media. O había sido un simulacro para los dos o sólo una cobertura de la huida de Claire.


¿Y Dimitrios? Carvalho intuía que la policía no perseguiría demasiado la solución del caso. El mejor extranjero drogadicto es el extranjero muerto, pero él debía dar una respuesta coherente sobre el destino del cuerpo de Alekos.


Recordaba cómo Georges y Claire se habían repartido a los dos hombres en el momento del encuentro.


– Alekos.


Dijo ella.


– Mitia.


Dijo Lebrun.


Y Mitia no figuraba en la expedición, a no ser que les esperara en el avión. Contuvo el impulso inicial de ir hasta el aeropuerto del Prat para comprobar las salidas hacia París de la mañana del jueves. Contreras no tardaría en enterarse de su gestión. En cuanto abrieron las agencias de viajes por la tarde, le bastó ir a la central de Air France para recibir una compleja mezcla de alivio y angustia. Claire Delmas, viajera a París en el primer vuelo de la mañana del jueves. Pero no Lebrun. Ni nadie que pudiera recordar a Mitia. A no ser que hubieran elegido otro camino, Lebrun y Mitia continuaban en Barcelona y habían colocado a la mujer al otro lado de la línea de salvación.


Dejó pasar las horas como obstáculos para su impaciencia. Necesitaba el atardecer para iniciar la búsqueda de Lebrun, para provocar la casualidad de un encuentro y la definitiva aclaración, ganar tiempo a la prevista cita de mañana, a la imprescindible llamada de Contreras provisto de nuevos datos que colocaran en un primer plano peligroso a Claire. Lebrun no era hombre para quedarse en una madriguera, sino para salir en busca de objetivos visuales, de sangre visual que sorbía con sus ojos acolmillados, y en cuanto la luz menguó insinuando el próximo protagonismo de la noche, Carvalho empezó a recorrer los locales de la Barcelona ambigua, de la Barcelona para la que las pirámides de Egipto no eran tres, ni los sexos dos.


Se hartó de "lederones" con chaquetas de cuero, de sus pantalones tejanos, sus mostachos poblados y sus cogotes pelados, exhibiendo masculinidades profundas en locales como Chap, La Luna o El Ciervo, con sus "fulards" rojos y sus llaveros exhibidos y tintineantes, pura arqueología antropológica de los gays neoyorquinos de los años setenta. No. Lebrun no habría aceptado demasiado tiempo el espectáculo. Era pura reliquia.


Se trasladó a centros gays más modernos como el Strasse o el Greasse, llenos de homosexuales que hacen del vestirse una aventura de expresividad, un lenguaje personal ecléctico, resumidor de todas las artes. Eran arquitecturas vivientes. Diseños animados por sangres lentas y huesos blandos.


Empezó a angustiarse. Mientras él rondaba el norte de la Barcelona equívoca, Lebrun podía estar en el sur o al revés, podían cruzarse los puntos cardinales durante toda la noche y mientras tanto crecer la estatura de Claire sobre la mesa de Contreras. En el Divertidoh predominaban las parejas biológicamente desiguales; maduros padrinos amueblados y muchachos en flor timándose con los "voyeurs" acuarentados que iban a poner a prueba sus secretos deseos. Allí entró Carvalho en conversación con un cómplice en voyeurismo, un ejecutivo agredido con cinco whiskys de más.


– Está animado.


– Siempre es igual. Y están los de siempre.


– ¿Viene a menudo?


– No me confunda, amigo.


– No le confundo.


– Si busca plan, se equivoca.


Yo vengo a mirar. Como iría a un sitio de bolleras. La gente es el mejor espectáculo.


– Es usted de los míos. Me divierte tanto la gente que ni siquiera veo la televisión.


– Chóquela.


Le ofrecía la mano y Carvalho dejó que se la estrechara.


– Yo vengo un día a la semana.


Observo, repaso, recuerdo y me hago una idea de cómo van las cosas. Aquí casi todos son fijos.


– Es el sitio que está de moda.


– No del todo. Ahora lo que se lleva es Martin.s pero más tarde.


Allí hay de todo. Es como un supermercado de plumas. De todas clases y de todos los tamaños.


Se desentendió Carvalho de su interlocutor y esperó que el otro hiciera lo mismo. Pero notó como le ponía la mano en un brazo al tiempo que le ofrecía una copa.


– Un whisky se lo acepto. Pero ha de ser de malta. Cuando yo pago bebo malta. No veo por qué ha de ser diferente cuando me invitan.


– Chóquela. Usted es de los míos. Claro. Transparente.


– Un Knockando.


– Tengo del quince y también gran reserva.


Advirtió el camarero.


– Gran reserva para mi amigo.


Evitó el ejecutivo la vacilación.


– Es el whisky de la casa real inglesa.


Ilustró Carvalho y a su anfitrión se le agrandaron los ojos.


– Los reyes no se la machacan.


– La reina Isabel tiene pinta de pegarse más de un lingotazo.


– Y esa princesa gordita también, la Ferguson. El whisky es muy sano. Se mea todo.


– ¿Va a seguir usted por aquí mucho tiempo?


– Lo que me pida el cuerpo. En casa me espera una foca y cuatro hijos.


– ¿No ha pasado por aquí un hombre sin pestañas acompañado de un muchacho moreno, con aspecto de italiano o de griego o de andaluz de copla?


– Seguro que no. Me habría fijado. Qué bueno está este whisky, me apuntaré la marca. Usted sabe vivir, amigo. Yo soy una mula de trabajo y no sé vivir. Me quitan esta distracción de ver mariquitas un día a la semana y me hacen polvo.


– ¿De dónde le viene esa manía?


– De mi padre.


– ¿También era "voyeur"?


– No. Era una persona muy recta. Del Opus. De comunión diaria, y siempre me decía: Prefiero que un hijo mío sea comunista o separatista a que sea maricón.


Siempre lo decía y a mí me entró una gran curiosidad por los maricones. Porque no sé escribir, que si supiera yo iba a dejar un tratado científico sobre la cuestión.


Tras años y años de observación podría establecer una clasificación zoológica y botánica de mariquitas.


Lo sé todo. ¿Usted sabe escribir?


– Sé firmar.


– Es lo más importante. Sabiendo firmar se sabe casi todo.


– ¿Y usted a qué se dedica?


– Representante de conservas gallegas. Las mejores latas de sardinas y berberechos que se consumen en esta plaza pasan por mis manos. Deme sus señas y le envío un lote que no se lo acaba en una año.


Carvalho le dio una tarjeta donde constaban las señas del despacho.


– Detective privado. Algo me decía que usted tenía un oficio interesante. Entre usted y yo podríamos escribir una novela. ¿Ha probado usted los urinarios? No me interprete mal, pero ir por los locales de ese tipo es como ir por los salones de la buena sociedad.


Donde está la verdad de esta gente es en los urinarios y en los cines.


¿Conoce el ambiente del cine Arenas? Aquello es canela fina, y los urinarios del Boulevard Rosa también tienen su interés. Si tuviera un plano le haría un recorrido fascinante, un recorrido que a mí me ha costado años y años de experiencia, pero sin mojarme, eh, eso que quede claro. A mí los tíos no me dicen nada y tengo más motivos que otros para afirmarlo porque conozco el vicio, sé de qué va y de qué van, no soy como otros que se proclaman más machos que Dios y sólo han visto maricones en las películas.


A Carvalho empezaba a cansarle el tema y la ilustración del ejecutivo.


– ¿No tiene miedo que algún cliente le vea por aquí?


– Mis clientes no frecuentan estos sitios. Tienen miedo de pillar el SIDA hasta tomándose una tónica en un bar como éste. La gente ha perdido el sentido de la aventura y yo en cambio soy muy aventurero. A mí me quitan esta pequeña válvula de escape y es que me capan.


Carvalho dudó entre la gentileza de devolverle la invitación y las ganas de sacárselo de encima y optó por la segunda decisión. Al fin y al cabo la invitación había sido cosa suya.


– He de volver a casa.


– ¿Le espera otra foca?


– Tres. Soy mormón.


Dejó al ejecutivo braceando en un mar de confusiones culturales, en la duda de si un mormón era una aberración sexual o algo relacionado con la secta Moon. No era un niño, pero tal vez ya pertenecía a esas generaciones estúpidas que no han leído a Karl May y que por lo tanto jamás sabrán qué es un mormón, ni dónde está Salt Lake City. En estas reflexiones sobre la literatura sana estaba Carvalho cuando se descubrió de nuevo sin objetivo hasta que llegara la hora de ir a Martin.s como gran almacén de todo el escaparate gay barcelonés, otro pajar para encontrar la aguja de Lebrun, del estúpido y prepotente Lebrun que había prescindido de él como si ignorarle pudiera borrar cuanto había sucedido aquella noche. Pasó por el despacho para hacer los honores de la comida que había preparado Biscuter y que las circunstancias habían convertido en cena. El hombrecillo estaba vestido de domingo y dormido ante un pequeño televisor que transmitía inútilmente un documental sobre la obra de Luis Buñuel, y Carvalho no lo apagó para que el silencio no despertara a su ayudante. Comió de pie en la cocina, sonó un despertador en el despacho y cuando fue a pararlo Biscuter estaba despierto, obsesionado por lo que transmitía la televisión.


– Es muy interesante todo esto, jefe. ¿Conoció usted a Buñuel?


– No. ¿Por qué tendría que conocerle?


– Porque usted conoce a casi todo el mundo. ¿A qué se dedicaba este señor?


– A hacer gamberradas.


– Pues vaya.


– ¿Y la chica, Biscuter?


– ¿Se refiere usted a la señorita Beba?


– ¿Tienes otra chica, Biscuter?


– Todo controlado. El despertador. El vestuario. Ahora saldré en su seguimiento. ¿No ha dicho que es un ave nocturna?


– Estaba muy bueno tu guiso, Biscuter.


– Lo había hecho para el mediodía y recalentado es otra cosa.


Pero con usted nunca se pueden hacer previsiones.


– ¿No ha llamado nadie?


– ¿A quién se refiere, jefe?


Cuando usted me pregunta si ha llamado alguien quiere decir si ha llamado fulano de tal.


– Los franceses del otro día.


Ella o él.


– Nadie. En este sentido, nadie. Ha llamado Charo.


– Charo.


El nombre le sonaba como un ruido y se arrepintió de que le sonara como un ruido molesto.


– ¿Qué gamberradas hacía ese Buñuel?


– Metía burros muertos en los pianos.


– Hostia, jefe, que los españoles nos llevamos la fama y otros cardan la lana. Yo no sé qué le encuentran a eso de meter burros muertos en los pianos.


– Era un sueño. Además, Buñuel era español.


– Bueno. Eso es otra cosa. En los sueños puede pasar de todo. Me voy a por la señorita Brando.


¿Qué soñaba Biscuter? ¿Qué estaturas alcanzaba en sus sueños?


Recordó de pronto un rincón de memoria que le cristalizó el pecho hasta el dolor. Una vez muerta su madre, después de varios años de invalidez y de casi no poder hablar, su padre le dijo que de noche la oía soñar y hablar en voz alta.


Dormida hablaba y a él no se le había ocurrido velar aquel sueño, recibir aquellos mensajes que la mujer no conseguía sacar de las profundidades de su alma a lo largo del día. El hombre es un animal racional que tiene remordimientos y se complace además en construirlos, lentamente, en acumular cosas de las que va a arrepentirse, gestos, silencios, como los que él estaba acumulando en su relación con Charo. Y por un momento tuvo el propósito de no seguir corriendo tras la sombra de Claire, de dejarla a su suerte, presumiéndola fuerte en su andar erguido, con aquellos ojos geológicos y transparentes. ¿Pero qué sería de la relación entre un hombre y una mujer sin el autoengaño de la protección? ¿Para qué sirve ese duro forcejeo entre dos animales espiritualmente enemigos, congénitamente enemigos si no mediara la convención de la fragilidad del uno y la fuerza protectora del otro? Por eso le había dolido la frialdad con la que Claire lo había expulsado de su encuentro con Alekos, pero a pesar de aquel dolor, de su teoría sobre el remordimiento, de su mala conciencia en relación con Charo porque Claire no le afectaba superficialmente, sino por debajo de la cintura de su conciencia a la defensiva, se vio en la calle, en dirección a Martin.s, cumpliendo el Vía Crucis de la búsqueda de Lebrun, que era la búsqueda de ella. Y se encontró a sí mismo ante las puertas del Martin.s como si se topara con un desconocido sorprendente. Casi se le echan encima cuatro muchachos jóvenes que reían alegrías secretas y comentaban en voz alta:


– Aquí hay que entrar con el preservativo puesto.


Dentro no se veía nada, pero se olía una curiosa mezcla de sudor barato y colonia cara o a la inversa, de colonia barata y sudor caro. El negro era el color dominante, en la planta de abajo porque estaba pintada de negro y en la de arriba porque la oscuridad era cómplice de los pulpos que amasaban las más secretas carnes humanas aprovechándose de la oscuridad.


Sintió un profundo desánimo, porque no era lugar para Georges. A Lebrun le gustaba ver y aquí no se veía nada, salvo cuando la luz de un cigarrillo permitía ver rincones de pornografía, vistos y no vistos, como diapositivas movidas por una mano sádica. Era su última, pueril oportunidad y mantuvo la búsqueda a riesgo de parecer un fisgón que se jugaba la nariz cada vez que la acercaba a un bulto.


– ¿A quién buscas, Caperucita?


– A mi abuelita.


– Aquí sólo vienen abuelitos.


Por un momento se le ocurrió encaramarse sobre una mesa y gritar el nombre de Lebrun, pero se arriesgaba a que los matones del local le convirtieran en un escarabajo pelotero y lo dejaran tirado en la calle. Mierda, pensó y dijo.


Mierda. Mierda. Mierda. Y se rindió no sólo por la imposibilidad de distinguir a Lebrun, sino por la clarividencia que iba adquiriendo progresivamente de que aquel local no correspondía al estilo del francés. Sintió un alivio antiguo, casi la memoria total del alivio, cuando recuperó la calle y el frescor del otoño. Si no estuviera escondido en su hotel, ¿dónde podría estar Georges Lebrun? La noche empezaba a convertirse en madrugada y se acercaba tanto la hora del encuentro previsto con Lebrun que casi era inútil ganar unas horas.


Empezaba a ser funcionalmente inútil. Contreras debía estar durmiendo y el cadáver de un griego drogadicto no le iba a quitar el sueño. Pero se equivocaba. A su lado creció una sombra provocada por el lucerío del rótulo de Martin.s y una bocanada de humo de puro barato le rozó la nariz. El hombre sonreía y tenía cara de criado de Contreras.


– Vaya sitios frecuenta, Carvalho.


– Se supone que me han de seguir disimulando.


– No siempre. Me he cansado de seguirle.


– Se habrá aburrido, porque me he pasado toda la tarde en la plaza de Cataluña tirando alpiste a las palomas.


– ¿Qué palomas?


Se había puesto tan molesto que evidentemente no había conseguido seguirle toda la tarde, probablemente sólo lo llevaba enganchado detrás desde que había salido del despacho.


– Cada mochuelo a su olivo y yo a mi casa.


– ¿Lo de mochuelo es por mí?


– No. Es un refrán castellano.


Aprovechó la llegada de un taxi con dos hombrones férricos que no habrían resistido la proximidad de un imán y se metió en el coche vaciado dejando al policía en una sorprendida soledad. Por el cristal trasero vio como el otro no reaccionaba, pero no podía asegurarse a sí mismo que no fuera con pareja y ya la tuviera en sus talones. Tuvo la inspiración de pedirle al taxista que le llevara a Horta y allí se quedó solo en la ciudad dormida a la espera de otro taxi al que encauzó hasta la plaza Medinaceli. Se le había ocurrido que tal vez Lebrun había acudido a otra sesión en casa de los Dotras, tan fascinado le había parecido por aquella comedia nostálgica de huérfanos del 68, aunque por el camino, las luces escasas y lejanas de Vallvidrera y el Tibidabo le transmitieron añoranza y deseos de volver a casa. Inertemente se dejó llevar al destino anunciado y ya en tierra anduvo cansinamente por las calles humedecidas por la brisa marina hasta adentrarse en el callejón del estudio de los Dotras.


Todo estaba abierto de par en par, incluso el estudio donde dormitaban docena y media de personas arrulladas por Leonard Cohen. En seguida vio a Lebrun sentado sobre cojines, meditabundo y melancólico, a su lado Mitia dormía sin reservas y los demás, cada cual con su sueño o con sus sueños, se aprestaban a tirar una noche al pozo oscuro de la más irrecuperable de las nadas. Lebrun le vio inmediatamente pero no movió ni una ceja y Carvalho reprimió sin demasiado esfuerzo sus ganas de abordarle.


Estaba cansado y temía que el resultado de tanta búsqueda no estuviera a la altura del esfuerzo de la búsqueda. Se sirvió una copa de cubalibre preparado en una gran olla tras pedir un permiso a un Dotras embalsamado por el aroma de todos los porros que se había fumado y con la copa en la mano se fue hacia la cocina separada por una cortina y la corrió en busca de algo sólido que llevarse a la boca.


Allí estaba la señora Dotras con las tetas semidesnudas sobre los fogones, las faldas levantadas y en el centro del culo las arremetidas del ariete morado y húmedo de un jovenzuelo demasiado delgado para la empresa. Pero cumplía la empresa de follarse a la patrona con una profesionalidad de cinema porno y ella se quejaba en sordina con la melena gris desparramada sobre cazuelas semivacías. No se retiró Carvalho prudentemente, sino que permaneció contemplando el espectáculo y valorando la perfección de la escenificación. Se trataba de un contacto sexual salvaje y espontáneo, muy en la línea de los rojos más jóvenes que él a fines de la década de los sesenta. Se jodía entonces con una naturalidad que jamás generación alguna volverá a conocer y la vieja Dotras volvía a ser reina por un día, excitada por la proximidad del ambiente convencional y de un marido que flotaba en una nube de memoria y olvido.


La escena tenía cierta belleza vital y a Carvalho casi se le humedecieron los ojos. Se hubiera acercado a la mujer para acariciarle los cabellos y desearle un orgasmo eterno, pero un profundo sentido del ridículo le hizo desistir y abandonar la cocina como si nada hubiera visto. Ahora le esperaba la mirada de Lebrun y no le regaló la satisfacción de un abordaje inmediato. Al contrario, Carvalho buscó la esquina opuesta de la habitación y se entregó con parsimonia a la degustación de la copa.


Lebrun levantó la suya en un brindis lejano y decantó la cabeza para comprobar o vigilar o proteger el sueño de Mitia. Salió de la cocina el audaz espadachín con un plato de ensaladilla de arroz en una mano y la otra comprobando por última vez la cerrazón de la bragueta y segundos después apareció la Dotras con una ligereza de movimientos renovada y la voz cantarina anunciando "urbi et orbe" que aún quedaba comida para un regimiento. Pero le quedó colgada la voz entre los vapores de la estancia como una propuesta inútil y regresó la mujer a su cocina alcoba una vez recuperada la normalidad íntima. Pasaron los minutos y Carvalho se preguntaba quién de los dos daría su brazo a torcer.


Fue Lebrun quien, tras comprobar una vez más que Mitia dormía, se alzó con una ligereza que Carvalho le envidió y buscó acomodo sentándose a su lado. Permanecieron en silencio mientras Lebrun acababa el porro que tenía entre los dedos, previo al rechazo de Carvalho en compartirlo.


– ¿Me buscaba o ha sido un encuentro casual?


– No soy un habitual de estos funerales. De hecho es la segunda vez que vengo.


– La verdad es que me atrajo más el primer día. Hoy ha cambiado la música pero todo lo demás es igual.


– Nunca segundas partes fueron buenas.


– Nunca hay que forzar las circunstancias.


Era una clara indirecta y Carvalho suspiró.


– Usted cree controlarlo todo y no es así. La policía me ha hecho preguntas y debo contestarlas cuanto antes.


– ¿Por ejemplo?


– Quién reclamará el cadáver.


– Solucionado. A estas horas Claire, con su nombre real, ya se ha puesto en contacto, desde París, con el consulado francés. Le ha llegado la onda del hallazgo de un cadáver, onda que le ha transmitido un amigo residente en Barcelona que ha podido leer los periódicos. Una vez ratificada la identidad de Alekos, yo me haré cargo de todo. Me quedan unos cuantos días de estancia.


– ¿Claire no se llama realmente Claire?


– No. ¿Cómo ibamos a dar esa facilidad de identificación? Pero entre nosotros seguiremos llamándola Claire.


– Mañana tiene usted una cita en la Oficina Olímpica.


– ¿Cómo lo ha sabido?


– No sólo soy un guía de "Barcelona la nuit", también soy detective privado. No menosprecio a Contreras, el policía que se cuida del asunto. Tiene reacciones imprevistas y un aguijón de alacrán.


Sabe que yo iba acompañado.


– Puede dar mi nombre.


– Puede llegar a saber que nos acompañaba una mujer.


– Tengo a esa mujer. Una mercenaria francesa que sabe de memoria todo cuanto hicimos aquella noche.


– Claire o como se llame queda a salvo.


– Si. Y yo. El que más peligra es Mitia y si Mitia peligra entonces todo puede derrumbarse.


Mi primera idea era colocarle en la frontera, pero estaba tan decaído a ratos e histérico en otros momentos, que me dio miedo dejarlo solo. Desde que comenzó su huida con Alekos todo ha sido muy duro para él. Pero creo que bastará reclamar el cadáver para pasar la página.


Carvalho se mordió los labios para no formular la pregunta que él deseaba y Lebrun esperaba. Parecía más interesado en explicarle el papel jugado por Mitia en el drama que el sentido del desenlace del drama.


– Es un muchacho muy joven pero muy responsable. En París lo tenía todo. Yo había conseguido matricularle en un liceo privado donde conseguiría ponerse al día en sus estudios, apenas un año. Pero Alekos ejercía sobre él una fascinación morbosa que se acentuó cuando conoció su enfermedad y le siguió fuera a donde fuera, acabara como acabara. Para mí fue un desafío porque Mitia era mi estatua, mi razón de ser Pigmalión. Cuando le conocí era un jovencillo haragán y desconfiado que crecía a la sombra de Alekos y sus amigos, alimentándose con sus sombras, en todos los sentidos de la palabra.


Fue en el viaje de Patmos cuando me sentí conmovido por la calidad profunda del muchacho, por una clase innata.


– Es decir, que a Patmos fueron los tres.


– Sí, Alekos, Mitia y yo.


– ¿Mitia era la pareja de Alekos o la suya?


– ¿Por qué tenía que ser necesariamente nuestra pareja? Tenga más capacidad de matiz, por favor.


Era nuestra obra. Alekos la entendía a su manera y yo a la mía.


Él desde el desespero de un "meteque" que jamás se sentiría integrado en cultura alguna y yo tratando de darle a Mitia la estatura de una estatua admirable.


– Y Claire…


– Pobre Claire…


Pobre Claire. Era un irritante, sutil desprecio el que acentuaba las palabras de Lebrun.


Pobre Claire.


– Reaccionaba como una hembra histérica. Algo, alguien quería quitarle a su Alekos y eso no podía tolerarlo. Yo era su vecino y tenía una cierta relación ocasional con ellos como pareja; lo que Claire desconocía era que poco a poco fui frecuentando más a Alekos, por separado. Era mucho más interesante. Y de esa relación vino el encuentro con Mitia.


– Cada uno de ustedes me mintió a su manera. Usted ocultó mientras pudo esa relación con Alekos, hasta que surgió la historia de Patmos, el Apocalipsis y todo eso. Y nada me dijo de Mitia. En cuanto a ella me ocultó que sabía la condena a muerte de Alekos.


– Lo sabía. Alekos huyó de París herido de muerte y cometió la irresponsabilidad de llevar consigo a Mitia. Desde entonces Claire y yo les hemos buscado, cada uno con un objetivo diferente.


Ella quería comprobar que Alekos no era de otra o de otro y yo que Mitia estaba a salvo y podía recuperarlo para completar mi obra.


– Y cuando encontraron a Alekos.


– Agonizaba. Era cuestión de días.


– Pero alguien le dio la sobredosis. Alguien tuvo la piedad o la soberbia de rematarle.


– La piedad o la soberbia, no está mal visto.


– ¿Fue piedad o soberbia?


– Tal vez las dos cosas.


– ¿Usted? ¿Claire?


Ahora Lebrun sonreía, como si el drama se hubiera convertido en un acertijo de sobremesa aburrida.


La sonrisa de aquellos ojos sin pestañas proponía: adivínelo. Siniestro y curioso personaje que introducía el juego en una historia de vida o muerte. Lebrun estaba esperando su veredicto y Carvalho no quiso darle la satisfacción de mendigarle la respuesta. Se dejó caer de espaldas sobre los cojines, a contemplar los altos techos, sus vigas de madera y los vapores de hachís que subían de aquella humanidad lánguida y adormecida. De pronto se oyó ruido de cuerpos en lucha y Carvalho se incorporó sobre sus codos. Dotras forcejeaba como un gigante cogiendo por un brazo y zarandeando a uno de los yacientes.


– ¡Ya está bien, hijos de puta!


¡El espectáculo se ha terminado!


¡Ésta es mi casa! ¡Os lo coméis todo! ¡Hasta os coméis mi memoria y mi inteligencia! ¡No vale lo que pagáis! Hijos de la gran puta, a vuestras casas si es que tenéis.


Yo a los doce años ya trabajaba y todos vosotros sois niños de papá… A los doce años repartía sombreros y pasteles del Horno del Cisne… Sois tan mediocres y desgraciados que vuestros recuerdos darán pena… Serán recuerdos incoloros, inmaduros e insípidos…


Su mujer había salido bruscamente de la cocina y hacía señas de que todo el mundo se marchara, mientras ella se acercaba a su marido como si se acercara a un niño enfurruñado.


– Papá, no te pongas así, papá…


– Mira cómo lo han puesto todo estos imbéciles. No me pagan ni las miradas.


– Papá…


La mujer había escondido la cabeza del hombre entre sus pechos y sus brazos e insistía con gestos en que los demás se marcharan. Algunos dormían y no estaban en condiciones de recibir el mensaje. El resto inició el desfile hacia la salida perseguido por las advertencias económicas de la patrona.


– Los que no hayáis pagado dejad el dinero en esa pieza de cerámica de Lloren amp; Artigas. Tú, Carlet, tú no has pagado, que te veo…


Y se lo decía al mismo que le había hecho la carretilla en la cocina, implacable manager, mientras no dejaba de acunar el cabezón de su marido que lloraba silenciosa o silenciadamente. Mitia presentía que alguna relación especial había entre Lebrun y Carvalho, aunque no le había reconocido como uno de los intrusos en la noche última de Alekos, ni había podido escuchar la conversación sostenida entre los dos hombres. Al llegar a la calle la hilera de desterrados de Chez Dotras se fue deshilando y al final el grupo más compacto fue el trío compuesto por Carvalho, Lebrun y Mitia.


– Este señor fue el detective que nos ayudó a encontraros.


El recelo se instaló en los ojos oscuros de Mitia y retardó los pasos para dejar que los dos hombres prosiguieran su secreto acuerdo.


– A pesar de todo fue una noche inolvidable y no por el motivo que usted supone. Eso fue un simple detalle, una conclusión lógica de una larga huida y de una larga búsqueda. Fue hermoso el recorrido, el viaje en sí. Primero Dotras y su negocio sobre ruinas de la memoria. Luego todos aquellos almacenes, aquellas fábricas… como arqueologías fugazmente recuperadas para industrias de sueños, fugaces, etéreas… Escultores, fotógrafos…


– Moribundos.


La palabra no le había gustado a Lebrun, que cerró los ojos y comentó:


– Los españoles son demasiado trágicos. De toda aquella noche yo retengo todas las Icarias y usted una sórdida jeringuilla y el asesinato de un cadáver.


E impulsó un malhumurado silencio hasta que decidió dar por terminada la historia y su relación con Carvalho.


– Fue Claire. No permitió que yo lo hiciera por ella. Alekos era suyo. Esa propiedad no peligraba a causa de otra mujer o de un hombre, sino por el cerco de la muerte.


Claire llevaba la inyección preparada en el bolso desde que habíamos llegado a Barcelona. ¿La recuerda con los brazos cruzados sobre el bolso y el bolso sobre el pecho? Era como proteger la contraeucaristía. Allí llevaba toda su piedad y toda su soberbia hacia Alekos.


– ¿Y él?


– No sé que hablaron. Usted mismo pudo comprobar que ella se apoderó de él en cuanto le vio y los demás sobrábamos. Lo cierto es que Alekos se dejó poner la inyección sin protestar y yo diría que con un cierto alivio. Mitia lo adivinó todo cuando ya era irremediable, tuvo un berrinche, pero ya pasó. Para él todo vuelve a empezar.


Se detuvo en seco y tendió la mano hacia los brazos lánguidos de Carvalho.


– Supongo que ha recibido mi cheque. Además le ofrezco mi agradecimiento y mi contento. Ha sido un placer.


Estrechó la mano que le tendía el francés y dejó que se marchara Ramblas arriba, con un brazo pasado sobre los hombros del muchacho. Carvalho optó por descender las Ramblas y compensar con una ración de despacho el poco caso que le había hecho en los últimos días.


De vez en cuando volvía la cabeza Ramblas arriba para comprobar el paulatino alejamiento de la pareja, hasta que se confundieron con las últimas penumbras de la rambla de las Flores y los escasos paseantes con voluntad de jungla. Se puso la cara de pocos amigos para evitarse diálogos molestos con miserables camellos transparentes baratamente calzados para la huida, pero todavía alguno en plena bancarrota comercial se le acercaba lo suficiente hasta que los ojos de Carvalho le detenían, como sólo pueden detener los ojos de un hombre armado.


Se metió en el despacho y tardó en comprender por qué Biscuter no estaba en su camastro. Le había regalado la condición de ayudante y a estas horas estaría asombrando a la Barcelona nocturna con sus hombreras de acero y su fumar de galán de ojos atormentados por el humo y las perspicacias. Desde hacía muchos años no había experimentado la sensación de estar solo en su propio despacho y la acentuó oscureciéndolo. Se entregó al sillón giratorio, puso los pies sobre la mesa, sacó del bolsillo de la chaqueta la linterna rescatada, dejó que se sintiera acariciada entre sus manos y cuando la iba a guardar en el cajón presionó el conmutador y salió la alegría de la luz, con la que buscó ángulos de la habitación, la senda de Biscuter hacia su madriguera y finalmente su propia cara, iluminada espectralmente desde la punta de la barbilla.


Luego se puso el ojo dióptrico iluminado en la sien, en la boca, apagó bruscamente la linterna y la precipitó en el fondo de un cajón demasiado grande para ella. Oyó cómo rodaba por el interior cuando empujó el cajón hasta su límite y permitió que aquel ruido paulatinamente extinguido le hiciera compañía. Luchaba contra la congoja o trataba de recordar cómo podía convocarla, cuando una llave se metió decidida en la cerradura y en el dintel se recortó la silueta de Biscuter tenuemente iluminado por la baja luz del descansillo.


– Soy yo, Biscuter.


– ¿Es usted, jefe? ¿A estas horas?


Se hizo la luz y Carvalho paladeó a sus anchas a aquel viejo muchacho con traje nuevo de veinte años de antigüedad y una corbata casi de primera comunión.


– ¿Qué tal?


– De puta madre, jefe. Si no está cansado paso a informarle.


Se buscó el escudero acomodo en la silla habitualmente dedicada a la clientela, dispuesto a dar una larga referencia de sus idas y venidas tras la señorita Brando. Se sacó una libretita de papel cuadriculado del bolsillo y empezó su informe con una voz en falsete, con ligero acento portorriqueño, como si imitara a los narradores de los telefilms norteamericanos doblados al castellano en Puerto Rico.


– Jueves, veintidós treinta.


BB sale de su casa aprovechando las primeras sombras de la noche.


– A esa hora, en otoño, ya no son las primeras sombras de la noche…


Pero Biscuter no le hizo caso.


Prosiguió su relato de seguimientos a bares, restaurantes, discotecas…


– ¿Nada de droga?


– Por ahora no.


Y siguió con su inútil inventario de idas y venidas hasta que de pronto dijo algo de pasada que activó la atención de Carvalho.


– Viernes, dos quince. BB sale de KGB. Es noche cerrada.


La ciudad descansa. Parada en Nick Havanna. Toma de contacto con BB…


– Repite, Biscuter…


– Toma de contacto con BB.


– ¿Tú sabes que si tomas contacto ya no puedes seguirla? ¿No te das cuenta que a partir de ahora te va a reconocer?


– Lo siento, jefe. Fue ella la que se me echó encima y me hizo más preguntas que un médico. Le tuve que contar toda mi vida. Y ella iba diciendo: "Pobret! Pobret!" (1) [3]. Me entró una congoja. Yo no sabía o no recordaba que mi vida hubiera sido tan desgraciada. Me regaló este libro. "Peter Pan". James M. Barrie. Traducción Leopoldo María Panero. Carvalho estaba boquiabierto. Biscuter también.


– ¿Qué iba a hacer? ¿Tenía que haber escapado? Es una gran chica.


Me invitó a ir a su casa, pero pensé que eso era pasarse. Pagó ella las consumiciones. Jefe. Y además, el libro.


Brando Snr. escuchó el extenso pero inútil reportaje de Carvalho, en el que omitía la participación de Biscuter. Apreciaba su trabajo. Se notaba porque cavilaba, como si fuera consciente de que detrás de tanto movimiento ritual, chico sigue a chica, una y otra noche, podía haber una segunda lectura. Carvalho sólo sabía vender la nada. Cuando el detective dejó de hablar, Brando se apresuró a concluir.


– Es decir, que…


– El cerco se estrecha.


– Eso es. El cerco se estrecha.


– Ya tengo anotados todos sus circuitos normales. Son cinco o seis y a partir de esas bases improvisa. En el momento en que se salga de un circuito normal, ya está, ya sabemos que nos acerca al objetivo.


– Muy bien, Carvalho. Lento pero seguro. Se lo digo tal como lo siento, porque yo llamo al pan pan y al vino vino.


El trato de Brando Jr. fue radicalmente diferente. Carvalho repitió lo mismo que había recitado ante su padre, pero en un tono de voz menos lírico, más enunciativo, adecuado a un hombre de treinta años que había vivido malos tiempos para la lírica y para la épica.


– ¿Eso es todo?


– Sí.


– Pues es muy poco. Usted no ha forzado ninguna situación. Mi hermana puede hacer esa vida meses y meses, y cuando usted esté distraído, en un momento de descuido se la cuela. Ha de provocar usted la situación. En teoría empresarial eso se llama hacer la oferta para provocar la venta. ¿Comprende?


Pensó en mandarle a paseo, pero reflexionó sobre los tiempos venideros y la raza. Brando Jr. no mejoraría; al contrario, empeoraría. Convenía relacionarse con los mutantes para apoderarse de su lenguaje, como paso previo para apoderarse de su alma. Tanto él como Biscuter habían quedado en malas condiciones ante la muchacha, pero en cualquier caso, Biscuter servía todavía para la vanguardia, expuesto a ser visto, comprensible su papel de enamorado seguidor del Ave Ilusión.


– Si alguna vez te descubre, tú te pones nervioso.


– No hace falta que me lo recomiende, jefe. Me pondré.


– Pero más de lo normal. Como si fueras un adolescente descubierto por la chica a la que está siguiendo.


– Insinúa usted que yo he de hacer ver que estoy enamorado de ella… Y que me declaro. Le diría: desde la primera vez que la vi salir aprovechando las primeras sombras de la noche… perdón, que lo de la hora ya me dijo…


– No. Puedes decirle que la sigues desde la primera vez que salió de su casa aprovechando las primeras horas de la noche… Así se pensará que la sigues desde junio.


– Ya me he declarado, jefe. ¿Y después? No quisiera que se hiciera falsas ilusiones.


No había elección. Biscuter en la vanguardia. Él en la retaguardia. El joven Brando tenía razón.


Había perdido capacidad de iniciativa. No se fiaba del sistema y por ello los primeros días Biscuter seguía a Beba y Carvalho a Biscuter, y cuando el auxiliar llegaba a alguna encrucijada interesante y volvía sobre sus pasos para comunicársela al jefe, Beba mientras tanto había volado. Finalmente acordaron que durante dos días Carvalho permanecería de guardia en el despacho y Biscuter le telefonearía en cuanto advirtiera algo fuera de lo normal en Beba. Y ocurrió durante la noche del segundo día del nuevo sistema, porque Biscuter le telefoneó agitado desde una cabina telefónica, que Carvalho podía ver desde la ventana de su despacho, en las Ramblas. Como si estuviera en la otra punta de la ciudad o del mundo, Biscuter gritaba su información.


– Que te estoy viendo desde la ventana, Biscuter.


– ¡Es que la chica se ha metido…!


– ¿Dónde se ha metido?


– Aquí al lado, en Arco del Teatro, y está tratando con camellos, jefe…


– Ahora bajo.


Saltó los escalones de tres en tres y se maravillaba de insospechados restos de elasticidad, aunque ya en la calle tuvo que recuperar la respiración y el ritmo de una marcha normal para no alarmar a los zombies de la noche que merodeaban buscando su alimento entre las sombras, basuras en los containers y en los otros noctámbulos que buscaban en el sur de las Ramblas los restos de los naufragios de la ciudad. Biscuter estaba junto al chiringuito dedicado a la venta de cazalla con un inconfundible aspecto de espía chino a la espera del cuchillo que le cortaría el último resuello. Allí, allí… Allí estaba Beba, avanzando hacia ellos, un cuerpo iluminado por los faroles más sucios del mundo y perseguido por los ojos de los habitantes de aquella leprosería social. Carvalho despidió a Biscuter para su sorpresa.


– ¡Si ahora empieza lo interesante!


– Ya te lo contaré.


Beba tenía el coche mal aparcado al pie de la estatua de Pitarra. Un retén de la guardia municipal empezaba a husmear el vehículo, pero Beba les debió parecer una aparición y la saludaron militarmente, aunque luego a sus espaldas cuchichearon ruindades.


Carvalho subió a su coche y atravesó las Ramblas sobre el pavimento de la calzada peatonal para orientarse en dirección contraria, tras el coche de la muchacha. Era tan ilegal la maniobra que los policías reaccionaron tarde y apenas pudieron salpicarle de insultos, ni siquiera le pareció ver, por el retrovisor, que sacaran el bloque de multas. La muchacha conducía hacia las alturas de la ciudad, y al llegar a la Diagonal en vez de buscar el camino de su casa hacia la zona residencial de Can Caralleu, se fue a por el paseo de la Bonanova y aparcó ante el chaletgimnasio donde su madre insultaba cada día a los apellidos más ilustres de la ciudad. Saltó del coche y se fue ligera hacia la puerta principal. Tenía llave porque no hizo llamada alguna y se metió en la casa como si fuera la suya, mientras Carvalho repasaba en la guantera el juego de ganzúas que mejor pudiera servirle. Estaba la alarma desconectada y la entrada de la muchacha era esperada, porque la puerta quedó cerrada de golpe y bastó una tarjeta de crédito para abrirla. Carvalho tuvo que dar un salto atrás para no toparse con la extraña comitiva que salía del despacho. Al frente la silla de ruedas con el sonriente ex gimnasta, impulsada por Beba, mientras al lado avanzaba como entusiasmado paje la madre, abriendo a machetazos de brazos el aire mientras cantaba más que pregonaba:


– ¡Ésta va a ser tu noche de gloria, Sebastián!


Sebastián trataba de impulsar la marcha de la silla moviendo el culo y dando pataditas sobre el reposapiés, repartiendo sonrisas hacia su mujer y hacia Beba, que empujaba la silla como si fuera la reina de la situación. La madre iniciaba ahora los compases de " La Marsellesa " y movía los brazos a la altura del rostro radiante de Sebastián cuando llegó al verso:


– "Le jour de glorie est arrivé".


La silla de ruedas y su contenido fue introducida en la sala de gimnasio, donde la madre dispuso como únicos elementos de "atrezzo" una mesita, una banqueta y los aros que desplazó por una guía metálica hasta que coincidieron con la situación del inválido. Sebastián miró hacia arriba y sus ojos se empaparon de gozo al ver los aros colgando sobre su cabeza. Beba abrió el bolso, sacó un sobre y vertió parte de su contenido sobre la mesa, recibiendo de manos de su madre un canuto de plata del que se valió para marcar tres rayas de polvo blanco sobre el tablero. La madre contemplaba la operación con el hociquillo salido y todo el cuerpo pendiente del acierto de la muchacha, sin descuidar un juego completo de miradas de complicidad hacia Sebastián. Por fin estuvieron las tres rayas de coca sobre la superficie pulimentada y Beba tendió el canuto al inválido, que lo tomó como si fuera un instrumento litúrgico, se lo calzó en un orificio de la nariz con una mano, mientras con la otra se tapaba el orificio contrario. Fueron tres aspiraciones sabias, tres sendos alzamientos de la cabeza, para que el polvo llegara a las mucosas más sensitivas, y luego los dedos palparon con avidez las motas de polvo supervivientes sobre el tablero que fueron esparcidas por las encías de una boca abierta en una mueca de pato hambriento. Las mujeres se situaron al otro lado de la mesa y Sebastián las miraba desafiante, convocándolas a la segunda parte del espectáculo que empezó a insinuarse minutos después. Primero apartó la silla de ruedas de un culazo y se quedó a solas sobre la tierra con las piernas ligeramente abiertas y los brazos aleteando, para mantener el nuevo equilibrio.


Ya seguro de sí mismo fue juntando las piernas, luego flexionándolas y finalmente, ayudado por las mujeres, se subió a un taburete que le permitió empuñar los aros en las manos.


– ¡Ya está! ¡Ya está!


Ordenó, y las cuatro manos de Beba y su madre se precipitaron hacia la banqueta retirándola.


Sebastián ya se alzaba como Cristo, con los brazos trémulos alejando los aros para permitirse el espacio de la cruz, las piernas juntas, la cabeza en alto, los nervios del cuello al borde del estallido y las cuatro manos de las mujeres ahora aplaudiendo al gimnasta inválido entre jaleamientos y comparaciones.


– ¡Mejor que nunca!


– ¡Maravilloso, Sebas…!


Carvalho se retiró quedamente y por el camino de reencuentro de su casa pensó en cómo redactaría el informe para Brando Snr. o como le diría a Brando Jr. que no aceptaba convertirse en el ángel de la guarda de Beba. "Atrás, atrás, señora. A mí no hay quien me coja para hacerme hombre", había dicho Peter Pan en el momento en que definitivamente se niega a crecer.


Ya en casa buscó el libro de James M. Barrie para quemarlo y no lo encontró. Luego, progresivamente, recordó la circunstancia personal en que lo había quemado.


Había sido hacía diez u once años, después de una borrachera, al recuperar la indignación infantil que había sentido porque Wendy no puede volar y por lo tanto nunca compartirá el destino de Peter Pan. Tendría que comprar otra edición para volver a quemarlo y ante las llamas convocaría la inocente desnudez de Beba, sin valor para pedirle que a él también tratara de compensarle su invalidez. Pero de pronto, Carvalho se recuperó a sí mismo y se oyó mascullar: ¡Nos ha jodido, la diosa!


Y al ponerle el rostro a la diosa desnuda, desvelada, pasaba de los rasgos de Beba a los de Claire, de los de Claire a los de Beba, molesto porque la señorita Brando pudiera usurpar un espacio que quería sólo perteneciera a Claire.


La escena del supuesto inválido drogado podría ser tan hermosa como sórdida y la de Claire rematando a Alekos tan sórdida como hermosa.


Hay mujeres que engullen, como un sumidero.


Pepe. Durante varias semanas habrás sabido de mí por Biscuter, al que he utilizado como paño de lágrimas. Sólo te he llamado al despacho, porque quería dejarte en libertad de contestarme o no. Sabía que llamarte a casa era una encerrona y no quería adivinar en tu voz el fastidio por mi llamada.


Ya no te pregunto, como tantas otras veces, qué nos pasa, Pepe, porque no quiero que me contestes: nada y que me invites al cine, o a cenar, o a subir a tu casa en Vallvidrera para hacer el amor con mi cliente preferido. Nunca me habías huido como ahora. Perdóname, pero te he seguido varios días y te he visto revoloteando en torno a dos chicas preciosas, francesa la una, según me contó Biscuter, una de esas mujeres que a ti te pueden gustar, porque no se sabe si van o vienen, si vienen o van, y a ti te gustan los misterios que no sabes resolver.


Lo de la otra chica me preocupa más, porque es casi una niña, y aunque ya estoy curada de espantos ante las burradas que hacen los hombres de tu edad cuando van de vampiros y creen que chupar sangre joven les rejuvence, no te considero de esa clase de tontos y tal vez estés pasando un mal momento, tan malo que no me necesitas, Pepe, y darme cuenta de ello me da mucha tristeza, me pone mala y no hago más que llorar. Biscuter me dice que la chica joven es otro caso profesional, pero le noto en la voz que él también se ha dado cuenta de que algo te pasa, muy hondo, muy hondo, muy escondido, muy escondido, como si se te hubiera muerto lo que te quedaba de corazón. Me he renovado el Documento Nacional de Identidad y no he tenido más remedio que volver a leer la fecha de mi nacimiento. Desde hace años me pongo cuatro clase de cremas al día en invierno, y hasta seis en verano, cremas, no "pomadas" como tú sueles llamarlas. Mi maquillaje ha ido cambiando con los años, antes era a la acuarela, como tú lo calificaste, ahora al óleo, como tú sigues calificando, pero por debajo de mis cremas y mis colores sale el tiempo y lo noto en mis gestos, en lo que recuerdo, en lo que añoro, en lo que deseo. Son malos tiempos para una puta madura que se ha quedado a medias, entre el penco desorejado del montón y esas tías impresionantes de veinte años y metro ochenta de estatura que sólo saben poner preservativos y hablan como pijas de buena familia, aunque no sean pijas, ni de buena familia. Mis clientes fijos han envejecido, se van rindiendo a la vida ordenada, sus mujeres ya son abuelas relativamente bien conservadas y empiezan a tener miedo de sus hijos, de sus nietos, tan fuertes como ellos, con toda la vida por delante. Ya ni me hablan mal de sus mujeres, al contrario, las pocas veces que recurren a mí tratan de que me caigan simpáticas, de que las llame por el diminutivo que ellos mismos emplean. Tienen miedo de sus mujeres, porque envejecen mejor, les sobrevivirán.


A veces me pagan sin follar y entonces no dejan propina. Síntomas, Pepe, síntomas de que esto se acaba y me van a pillar los cincuenta años más pintada que nunca, con más cremas que nunca y esperando junto al teléfono que me llamen y que no me llames. No hubiera sido mejor que te dijera personalmente lo que voy a decirte. Lo veo muy claro. Mejor que quede por escrito y me recuerdas tal como era, tal como éramos la última tarde que me sacaste a pasear para que se me fuera la neura o en aquel viaje a París que, por fin, hicimos la primavera pasada. ¿Recuerdas aquel viaje a París, Pepe? ¿Recuerdas lo mucho que hablé, lo poco que hablaste? ¿Recuerdas lo feliz que fui, lo poco feliz que tú fuiste? En fin. A lo que iba, que ya se me acaba el alfabeto y tú nos has leído tanto desde aquellos tiempos en que leías para descubrir que los libros no te habían enseñado a vivir. Me voy. Tengo una oportunidad, no muy clara es cierto, pero oportunidad al fin, en Andorra. Un antiguo cliente tiene allí un hotel y le da pereza subir y bajar para controlar cómo van las cosas. Me ofrece ser la supervisora del hotel. Vigilar si le roban, sonreír a los clientes en la recepción, pasearme entre las mesas durante la cena y preguntarles si todo va bien. La vida allí es un poco aburrida, pero muy sana, me dice, que no sabe él cómo puedo respirar yo la mierda que se respira en este Barrio Chino, aunque hayan abierto esa brecha y hayan quedado con el culo al aire, aún más, las vergüenzas del barrio, entregando un solar como escaparate de tanta ruina humana. Y voy a aceptar. Los tratos no son malos. Comida, casa, cien mil limpias al mes y una consideración que sólo tú me habías dado, de igual a igual, de persona a persona. Biscuter conoce bien Andorra, de cuándo en cuando chorizaba por allí coches para sus "razzias" de fin de semana y contrabandeaba botellas de whisky y vajillas de duralex. Biscuter no me ha dicho que sí, ni que no, pero tú con tu silencio me has dicho que sí. Hubiera querido escribirte sobre momentos bonitos, que los ha habido de tantos años de relación entre nosotros, pero ya ha sido una hazaña escribir lo que he escrito y me los llevo como recuerdos. No quiero que te sientas culpable. En el fondo siempre he sabido que me habías hecho caso para no tener que hacerme caso y así no sentirte nunca culpable. Te quiero. Charo.


Biscuter se había refugiado en su trastienda. Casi le oía respirar. Le había dado la carta con los ojos nublados y Carvalho no tenía ganas de ver ojos nublados.


Salió a la calle razonablemente dispuesto a ir a casa de Charo y hacerle desdecirse y cuando llegó a la iglesia de Santa Mónica su vista se distrajo entre el anuncio de la exposición de pintura allí albergada y el tráfico calcuteño que envolvía el monumento a Colón, un colapso preolímpico a costa de las obras que en el futuro facilitarían las Olimpiadas. Y sus pies dejaron la senda que llevaba hacia Charo, tal vez mañana, y siguieron lo que queda de pendiente de las Ramblas, hacia el puerto, por si se producía el encuentro con la mujer de sus sueños. Presentía que era la última vez en la vida que iba a comportarse como un adolescente sensible, al margen de las edades reales que marcasen los calendarios y los documentos nacionales de identidad, y se dejó llevar por las piernas, hacia el puerto, sorteando paquidermos mecánicos varados e histéricos, hasta llegar al borde mismo de los muelles, y sobre las sucias aguas llenas de chorretes de aceite y de restos de naufragios indignos, vio el cuerpo flotante de Claire, aquellos ojos geológicos, transparentes, aquella sonrisa que ocultaba tanta verdad como transmitía, aquella sonrisa de máscara de espuma. Cerró los ojos y al abrirlos sólo estaban las aguas como un cristal sucio y las estructuras pesadas de los barcos, tan anclados, que parecían de piedra.-

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