19. Revuelta en las minas

—No, no —había gritado Ost.

Lo habíamos encontrado junto a la válvula que vaciaba el depósito de agua en el calabozo de los esclavos, que se encontraba unos sesenta metros más abajo. Llevaba las ropas de un esclavo del látigo, como premio a su traición. Arrojó el látigo lejos de sí y trató de huir, agitando las piernas como un urt pero, fuera cual fuese la dirección que tomase, estaba rodeado por una cadena de hombres macilentos y furiosos, y cuando el círculo se cerró Ost se hincó de rodillas, temblando.

—No le hagáis daño —dije.

Pero la mano del fornido Kron de Tharna ya apretaba el cuello del traidor.

—Esto corre por cuenta de los hombres de Tharna —dijo. Sus ojos, de un azul acerado, se clavaron en las caras inflexibles de los esclavos encadenados.

También los ojos de Ost, semejantes a los de un urt aterrorizado, erraron implorantes de cara en cara. No halló compasión en los hombres que tenían la mirada fija en él, como si fueran de piedra.

—¿Ost pertenece a nuestra cadena? —preguntó Kron.

—¡No! —exclamó una docena de voces—. No pertenece a nuestra cadena.

—Sí —gritó Ost—, yo pertenezco a la cadena.

Miraba, con expresión de roedor, los rostros de sus compañeros esclavos.

—¡Llevadme! ¡Liberadme!

—Esas palabras merecen su castigo —dijo uno de los hombres.

Ost comenzó a temblar.

—Encadenadlo y dejadlo aquí —dije.

—Sí, sí —rogó Ost histéricamente y se echó a los pies de Kron—. ¡Hacedlo, señores!

Entonces intervino Andreas de Tor:

—Haced lo que dice Tarl de Ko-ro-ba. No manchéis nuestras cadenas con la sangre de esta serpiente.

—Muy bien —dijo Kron con excesiva tranquilidad—. No manchemos nuestras cadenas.

—Gracias, señores —dijo Ost, resoplando aliviado, y su rostro volvió a reflejar la expresión ladina que yo conocía tan bien.

Pero Kron le miraba y Ost palideció.

—Tendrás más suerte de la que nos has deparado a nosotros —dijo el fornido hombre de Tharna. Ost chilló aterrorizado.

Traté de adelantarme, pero los hombres de la cadena no se movieron de su lugar. Por consiguiente, no pude acudir en ayuda del traidor.

Quiso arrastrarse en dirección hacia mí, extendiendo las manos. Yo también extendí las mías; pero Kron le agarró y le echó hacia atrás.

El hombrecillo fue arrojado de esclavo en esclavo a lo largo de la cadena, hasta que el último hombre lo tiró cabeza abajo al pozo estrecho y negro por el que habíamos ascendido. Oímos cómo su cuerpo golpeó los muros del túnel una docena de veces, oímos su grito de horror que se extinguió lentamente y fue finalmente silenciado al caer su cuerpo en el agua, allí en lo más hondo.


Nunca se había vivido una noche semejante en las minas de Tharna.

Conduciendo la cadena de esclavos, que formaban una doble fila detrás de mí, corrimos a través de los pozos como si fuéramos una erupción de lava ardiente en el interior de la tierra. Armados únicamente con trozos de mineral y de los picos con los que extraíamos éste de los muros, tomamos por asalto los cuarteles de los esclavos del látigo y guardianes, quienes apenas tuvieron tiempo de asir las armas. Quienes no fueron muertos en las violentas luchas que, en gran medida se desarrollaron en la oscuridad de los túneles, fueron encadenados con grilletes y encerrados en las celdas de provisiones, y puede decirse que los hombres de la cadena no trataron con especial suavidad a sus antiguos opresores.

Poco después encontramos los martillos que nos liberarían de nuestras cadenas, y uno después de otro, pasamos junto al gran yunque donde Kron de Tharna, miembro de la Casta de los Metalistas, desprendió, con destreza, los aros de metal que sujetaban nuestras muñecas y tobillos.

—¡Al Pozo Central! —grité sosteniendo una espada que le había quitado a un guardián.

Un esclavo que solía traernos la comida se mostró sumamente dispuesto a guiarnos.

Por fin llegamos junto al Pozo Central.

Nuestra mina se abría al pozo a unos trescientos metros debajo de la superficie. Pudimos ver las poderosas cadenas que oscilaban en el centro del pozo, iluminadas por las pequeñas lámparas que estaban en la entrada de otras minas, encima de nosotros, y hasta bien arriba, inclusive, por el reflejo de la luz lunar. Los hombres se agolparon sobre la superficie del pozo, que se encontraba sólo a unos pocos centímetros debajo de la entrada a nuestra mina, ya que ésta era la más profunda de todas.

Miraron fijamente hacia arriba.

El hombre que se había vanagloriado de haber tomado Kal-da tres veces en las minas de Tharna rompió a llorar cuando contempló una de las tres lunas goreanas.

Envié a varios hombres para que treparan por la cadena hasta llegar arriba.

—Tenéis que proteger las cadenas. No deben ser cortadas.

Los hombres comenzaron a trepar, como si la rabia y la esperanza les hubieran prestado alas.

Me enorgullecí del hecho que nadie propusiera que los siguiéramos, nadie pidió que huyéramos antes que dieran la alarma.

¡No! Trepamos a la segunda mina.

¡Qué terribles fueron aquellos instantes para los guardianes y para los esclavos del látigo, en que de pronto se encontraron frente a nosotros, libres de cadenas e irresistibles, una avalancha de furor y venganza que caía sobre ellos! Dados, barajas, tableros y bebidas cayeron al suelo en las cámaras de los guardianes, cuando éstos y los esclavos del látigo alzaron su mirada y se encontraron con una cuchilla al cuello, acosados por hombres desesperados y condenados, de hombres ahora embriagados por el sabor de la libertad y decididos a liberar a sus compañeros de infortunio.

Se abrió una celda después de otra y los pobres esclavos fueron puestos en libertad, ocupando sus lugares los guardianes y esclavos del látigo, que sabían que la menor señal de resistencia les acarrearía una muerte rápida y sangrienta.

Liberamos una mina tras otra y los esclavos, renunciando a una pronta oportunidad de hallar su propia seguridad, se nos unieron penetrando en las minas superiores para liberar a sus compañeros de esclavitud. Esto sucedió como si respondiera a un plan preconcebido y, sin embargo, yo sabía que se trataba de una acción espontánea, de hombres que habían reconquistado el respeto de sí mismos, los hombres de las minas de Tharna.

Fui el último esclavo en abandonar las minas. Trepé por una de las gruesas cadenas hasta el enorme cabrestante que se encontraba encima del pozo, y me encontré en medio de cientos de hombres que me vitoreaban, libres de la carga de sus cadenas y cuyas manos empuñaban algún arma, aunque a veces sólo se tratara de un pedazo de roca o de unas esposas. Las figuras que me vitoreaban, muchas de las cuales estaban encorvadas y consumidas por las privaciones sufridas, me saludaron al resplandor de las tres lunas goreanas. Gritaban mi nombre y el de mi ciudad, sin ningún temor. Yo estaba de pie al borde del pozo y sentía sobre mi rostro el soplo frío del viento nocturno.

Me sentía feliz.

Me sentía orgulloso.

Miré la gran válvula con la cual se podían inundar todos los pozos y vi que estaba cerrada.

Me sentí orgulloso de que mis esclavos hubieran defendido la válvula, ya que en las proximidades había cuerpos de soldados muertos que se habían propuesto alcanzarla, pero me sentí aún más orgulloso al ver que los esclavos no habían abierto la válvula ahora, a pesar de saber que abajo, en los estrechos pozos y en las celdas, encadenados e indefensos, yacían sus opresores y enemigos mortales. Podía imaginar el terror de estos pobres seres que, encadenados, esperaban el lejano rumor del agua en los túneles; pero no escucharían ese ruido.

Me pregunté si entenderían que tal acción era indigna de una persona realmente libre, y que los hombres que habían triunfado en esta noche fría y ventosa, que habían combatido como larls en la oscuridad de los túneles, que no habían pensado en su propia seguridad sino en la liberación de sus compañeros, eran realmente hombres libres.

Salté sobre el cabrestante y levanté los brazos. A mis pies se abría la oscuridad del pozo central.

Todos callaron.

—Hombres de Tharna y de otras ciudades goreanas —exclamé—. ¡Sois libres!

Se oyó una gran exclamación de júbilo.

—La noticia de nuestras hazañas ya habrá llegado al palacio de la Tatrix —continué.

—¡Que tiemble la Tatrix! —exclamó Kron de Tharna violentamente.

—Reflexiona, Kron de Tharna —proseguí—, pronto los tarnsmanes abandonarán los muros de Tharna y la infantería vendrá a nuestro encuentro.

Se escuchó un murmullo de aprensión entre los esclavos liberados.

—Habla, Tarl de Ko-ro-ba —dijo Kron, usando el nombre de mi ciudad como si se tratara de una ciudad cualquiera.

—No tenemos ni las armas, ni el entrenamiento, ni los animales que necesitaríamos para hacer frente a los soldados de Tharna —dije—. Seríamos aniquilados, aplastados como urts. Por esta razón debemos dispersamos en los bosques y en las montañas, buscando protección donde podamos hallarla. Todos los soldados y guardianes de Tharna nos buscarán. Nos perseguirán los jinetes armados de lanzas que montan los grandes tharlariones y nos atravesarán con sus lanzas. ¡Nos traspasarán las flechas de los tarnsmanes!

—¡Pero moriremos libres! —exclamó Andreas de Tor, y cientos de voces hicieron eco a su grito.

—¡Y eso también vale para otros! —exclamé—. Debéis escondeos de día y avanzar durante la noche. ¡Debéis eludir a vuestros perseguidores y llevar la libertad a los demás!

—¿Acaso pretendes que nos convirtamos en guerreros? —preguntó una voz.

—Sí —exclamé. Tales palabras jamás habían sido pronunciadas en Gor—. En esta causa tenéis que ser guerreros, aunque pertenezcáis a la Casta de los Campesinos o de los Poetas, de los Metalistas o de los Talabarteros.

—Lo seremos —dijo Kron de Tharna, y blandió el poderoso martillo, con el que había destrozado nuestras esposas.

—¿Es ésta la voluntad de los Reyes Sacerdotes? —preguntó una voz.

—Si es la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije—, que se cumpla.

Luego volví a levantar las manos y de pie sobre el gran cabrestante encima del pozo, sacudido por el viento, con las lunas de Gor iluminándonos, exclamé:

—¡Y si no es la voluntad de los Reyes Sacerdotes, que igualmente se cumpla!

—Que así sea —resonó la voz de Kron.

—Que así sea —dijeron los hombres, primero uno, luego otro, hasta que finalmente se oyó un sobrio coro de asentimiento tranquilo pero poderoso, y yo sabía que en este rudo mundo los hombres nunca se habían expresado de esta manera hasta ese momento. Y me pareció extraño que esta rebelión, esta conformidad de hacer justicia tal como ellos la entendían, independientemente de la voluntad de los Reyes Sacerdotes, no había partido de los orgullosos Guerreros de Gor, ni de los Escribas, Constructores o Médicos u otras castas elevadas de las numerosas ciudades goreanas, sino de los hombres más degradados y despreciados, de los míseros esclavos de las minas de Tharna.

Permanecí allí contemplando la partida de los esclavos. Se alejaron silenciosos como sombras, al encuentro de su nueva vida como proscriptos, de un destino que los colocaba fuera de la ley y de las tradiciones de sus ciudades.

En silencio brotó de mis labios la frase de despedida goreana:

—Os deseo felicidad.

Kron se detuvo junto al pozo y yo me coloqué a su lado. El hombre fornido de la Casta de los Metalistas permanecía allí, los pies bien separados. Sostenía el poderoso martillo como si fuera una lanza. Vi que su pelo, que antes llevaba rapado, estaba ahora largo y enmarañado, de un color rubio desteñido, y sus ojos azul acero me parecieron más tiernos de lo que recordaba.

—Te deseo felicidad, Tarl de Ko-ro-ba —dijo.

—Y yo a ti lo mismo, Kron de Tharna —respondí.

—Pertenecemos a la misma cadena —dijo.

—Sí —contesté.

Luego se apartó, algo bruscamente según me pareció, y se perdió entre las sombras.

Ahora sólo Andreas de Tor permanecía a mi lado.

Echó hacia atrás su largo mechón de pelo negro, que recordaba al de un larl, y me sonrió. —Bueno —dijo—, ya probé las minas de Tharna y pienso que ahora probaré las Grandes Granjas.

—Que tengas suerte —dije.

Yo deseaba de todo corazón que encontrara a la dulce Linna de cabellos castaños, que llevaba ropas de esclava.

—¿Y adónde irás tú? —preguntó Andreas con aparente despreocupación.

—Debo saldar cuentas con los Reyes Sacerdotes —respondí.

—Ah —dijo Andreas y permaneció callado.

Nos miramos. Parecía triste, cosa poco frecuente en él.

—Yo te acompañaré —dijo.

Me sonreí, Andreas sabía tan bien como yo que nadie regresaba de los Montes Sardos.

—No —dije—. No creo que en las Montañas encuentres muchas canciones.

—Un poeta —respondió— busca sus canciones en cualquier parte.

—Lo siento, pero no puedo permitir que me acompañes.

Andreas puso sus manos en mis hombros:

—Escucha, guerrero tonto, mis amigos me importan aún más que mis canciones.

Traté de responderle bromeando; me hice el escéptico:

—¿Realmente perteneces a la Casta de los Poetas?

—Nunca más que en este momento —dijo Andreas—, pues ¿cómo podrían serme más importantes mis canciones que los asuntos que en ellas se cantan?

Me maravilló que dijera esto, pues sabía que el joven Andreas de Tor hubiera dado su brazo o años de su vida por una buena canción, digna de lo que había visto, sentido y amado.

—Linna te necesita —dije—. Debes buscarla.

Andreas de la Casta de los Poetas se encontraba indeciso delante de mí. Me miró con expresión atormentada.

—Te deseo felicidad, Poeta —le dije.

Asintió con la cabeza.

—Yo también te deseo felicidad —dijo—, Guerrero.

Quizás a los dos nos extrañara que entre miembros de castas tan diferentes pudieran existir tales lazos de amistad, pero tal vez también sabíamos, aunque no lo expresáramos, que en los corazones humanos las armas y las canciones nunca se hallan muy alejadas.

Andreas se había vuelto para irse, pero aún titubeaba, y dijo:

—Los Reyes Sacerdotes te estarán esperando.

—Naturalmente —dije.

Andreas levantó la mano.

—Tal —dijo tristemente.

Me extrañó que dijera esto, ya que «Tal» es en Gor un saludo de bienvenida.

—Tal —dije, respondiendo a su saludo.

Pienso que quizás quiso saludarme una vez más; que creía que nunca más tendría ocasión de volver a hacerlo.

Andreas se había vuelto y desapareció.

Debo comenzar mi viaje a los Montes Sardos.

Tal como había dicho Andreas, me estarían esperando. Sabía que pocas cosas que sucedían en Gor escapaban al conocimiento de los Reyes Sacerdotes. El poder y saber de éstos supera tal vez la comprensión de los mortales o, como se decía en Gor, de los hombres que vivían a la sombra de las Montañas.

Se dice que la misma relación que hay entre nosotros y las amebas, es la que tienen los Reyes Sacerdotes en comparación con nosotros; que los vuelos más elevados y líricos de nuestro intelecto son, comparados con el pensamiento de los Reyes Sacerdotes, semejantes a las reacciones químicas de un organismo unicelular.

Había conocido de cerca el poder de los Reyes Sacerdotes, hacía años, en las montañas de New Hampshire, cuando inutilizaron la aguja de mi brújula, y después también en el valle de Ko-ro-ba donde había visto una ciudad aniquilada, como si fuera un descuido, como si alguien hubiera pisado un hormiguero.

Sí, yo sabía que el poder de los Reyes Sacerdotes que, según los rumores, inclusive llegaba a influir sobre el control de la gravedad, podía devastar ciudades, dispersar poblaciones enteras, separar amigos y amantes, causar una muerte horrible a quienquiera deseara. Y sabía, como todos los hombres de Gor, que su poder inspiraba terror a todo un mundo y que era irresistible.

En mis oídos resonaban aún las palabras del hombre de Ar, que se me apareció llevando las vestiduras de los Iniciados y que me había traído el mensaje de los Reyes Sacerdotes, hacía nueve meses en el camino a Ko-ro-ba:

—¡Quítate la vida con la espada, Tarl de Ko-ro-ba!

Pero yo sabía entonces como ahora, que no me mataría con la espada. Y sabía entonces también, que en lugar de ello iría a los Montes Sardos, que entraría en ellas y buscaría a los Reyes Sacerdotes.

Y que los encontraría.

En alguna parte, en medio de aquellas rocas escarpadas, ni siquiera accesibles a un tarn salvaje, ellos me esperaban. Esos dioses tan poderosos de un mundo tan rudo.

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