TERCERA PARTE

1

El edificio estaba situado en la cumbre de una colina.

Una enorme ciudad se extendía a sus pies. Era tan grande que incluso desde las ventanas de los pisos más altos, situados a doscientos metros de altura, no se veían sus confines.

Los infinitos cuadrados de tejados multicolores se extendían desde todas partes hasta el horizonte y se perdían en él. Parecía que la colina con el edificio único se encontraba en el centro de la ciudad, aunque en realidad esto no era así.

Casualmente, o a lo mejor obedeciendo a la idea de los arquitectos, los edificios próximos a la colina no eran altos, no llegaban a alcanzar su altura. Alrededor había un gigantesco anillo de rascacielos que superaban las dimensiones de toda la colina. Y más allá se veía la parte superior de edificios todavía más altos que se elevaban sobre la línea del horizonte.

De todas partes, de cualquier lugar, se divisaba el edificio que se encontraba en la colina. Era completamente diferente a los otros.

Por su forma semejaba un monumento. Parecía de cristal, con dos matices de color azul. Las franjas azuladas, más oscuras, formaban su armazón, las más claras, que parecían casi blancas, el hueco de las ventanas. Las unas y las otras estaban situadas oblicuamente, y todo el edificio en su conjunto parecía que se atornillaba en el cielo azul oscuro.

Sobre la cúpula, como si «flotara» en el aire, había una gigantesca estatua blanca que se veía de cualquier parte. Representaba a una mujer con un vestido corto, la cabellera flotando al aire, la cabeza echada hacia atrás y los brazos tendidos hacia el cielo. Toda ella era una encarnación de un llamamiento apasionado, dirigido a los que se encontraban tras el velo azul del cielo, en los abismos del universo.

El edificio era muy grande, pero desde abajo, desde la ciudad, parecía pequeño y estrecho, lo mismo que una aguja retorcida en espiral.

Las personas de la Tierra dirían que era semejante a un sacacorchos.



La ciudad era una de las antiguas capitales de este planeta, con historia milenaria, aunque ahora, en esta época, la palabra «capital» había sido olvidada hacía mucho.


El edificio, era en efecto un monumento consagrado a los que penetraron en el cosmos y no regresaron de allí. Era, además, panteón de cosmonautas y estado mayor del servicio cósmico del planeta.

En el piso bajo del edificio, en una inmensa sala inundada por los rayos del anaranjado sol que estaba en el cénit, se celebraba este día una gran reunión.

Alrededor de una enorme mesa, situada en el centro de la sala, estaban sentadas más de cien personas entre mujeres y hombres.

Sus trajes eran muy parecidos. Las mujeres llevaban un vestido, los hombres, una túnica corta. Las mujeres llevaban en las piernas cintas entrelazadas hasta la rodilla, y con hebillas en forma de hojas. Los hombres iban con las piernas desnudas. Las mujeres tenían cabello largo y espeso, la cabeza de los hombres estaba afeitada.

Todos estaban vestidos de blanco menos uno.

El tono verde de su piel, los ojos oblkuoiS elevados un poco cerca del puente de la nariz, la gran estatura tanto de los hombres como de las mujeres: todo esto era conocido para las personas de la Tierra, y sin equivocarse podrían decir que eran los compatriotas de Guianeya.

Si Marina Murátova hubiera podido encontrarse aquí, reconocería el idioma en el que hablaban todas estas personas.

Pero al reconocerlo se enteraría de que no era completamente igual al que hablaba Guianeya, algo le diferenciaba, aunque su raíz era la misma.

El hombre, que se distinguía de los demás por su vestido, por lo visto, también tenía dificultad en la comprensión de este idioma y algunas veces pedía que repitiesen la frase.

Entonces se levantaba uno d"los hombres y repetía lo dicho, exactamente en el mismo idioma en el que hablaba Guianeya.

En el centro, en una alta silla, destacándose sobre los demás, se hallaba un hombre vestido igual que los demás, todavía muy joven, de ojos tan estrechos que parecía que los tenía entornados. Miraba fijamente, sin pestañear, al que estaba delante de él, vestido de otra forma, el cual hablaba correctamente en el idioma de Guianeya, y que no siempre comprendía lo que le decían.

Este tenía todos los rasgos distintivos de los compatriotas de Guianeya, pero era un poco más bajo de estatura que los demás. El matiz verdoso de su piel se notaba poco debido al color tostado de su piel. No llevaba una túnica, sino algo parecido a una amplia capa que brillaba como verdadero oro a los rayos del anaranjado sol. Su cabeza no estaba afeitada y, unos cabellos negros, de brillo esmeraldino, descendían más abajo de los hombros.

El hombre joven de los ojos estrechos era, por lo visto, el que presidía esta reunión.

Su mirada insistente alteraba al de la capa dorada, que con frecuencia no la podía resistir y retiraba los ojos, pero nuevamente, como si fuera debido a una fuerza magnética, los volvía a dirigir hacia él.

En estos instantes todos veían cómo en los ojos negros del hombre con capa fulguraban chispas que podían ser de desafío o de temor cuidadosamente disimulado. Y el joven presidente se sonreía cada vez que se daba cuenta de estas miradas.

En su sonrisa se reflejaba el desprecio, la ironía, la ira, pero no había odio. Y parecía, que precisamente esto, la inexistencia de odio, era lo que más alteraba a la persona con capa.

Todo el tiempo estaba de pie. No podía ser de otra forma ya que cerca de él no había ninguna silla. Llevaba ya mucho tiempo de pie mientras que los demás estaban sentados.

Todo esto tenía el aspecto de un juicio.

En realidad era así, pero no en el sentido con que se comprende esta palabra en la Tierra.

Juzgaban no a esta persona, sino a otras, de las que formaba parte, pero que no se encontraban ahora en esta sala.

Y juzgaban la causa que querían llevar a cabo estas personas.

— Así que — dijo el presidente, mirando fijamente como antes a la cara del «acusado» — ¿nos lo has dicho todo, Liyagueya, no has ocultado nada?

— ¡Sí, todo! No tengo nada más que añadir. Estoy dispuesto a morir.

Con una sonrisa que reflejaba sólo desprecio fueron acogidas sus palabras.

— Eso vemos. — El joven presidente indicó con un ademán el vestido de Liyagueya —.

Pero te has apresurado. Llevas ya tres días en la patria. ¿Acaso no te has dado cuenta que te encuentras en otro mundo?

Liyagueya no contestó nada.

— ¿Es posible — continuó el presidente —, que no hayas comprendido nada de lo que han visto tus ojos? ¿O puede ser que no quieras comprender nada?

De nuevo no hubo ninguna respuesta.

— Pero tú lo comprenderás, Liyagueya. No te mataremos, como lo haríais vosotros si estuvierais en nuestro lugar. Ya hace tiempo que vuestras hogueras se han apagado y desaparecido de la mente de las personas. Vivirás entre nosotros.

— ¿Entonces no me permitís volver?

— No. Tú quedas aquí para siempre. El cosmos no es un lugar para personas como tú.

Allí hay que ir con ideas puras y las manos limpias. Tendrás que trabajar, Liyagueya.

Probablemente por primera vez en la vida — añadió con un tono de inmenso desprecio —.

Y de ti mismo depende el que las personas olviden quién eras y cuál era el negro asunto que intentabais realizar.

— ¿Intentábamos? — Por primera vez durante esta mañana se deslizó una sonrisa por los labios de Liyagueya.

— ¿Quieres decir que vuestro asunto lo habéis llevado a cabo? Otra vez te equivocas, Liyagueya. Te has olvidado que durante tu ausencia de nuestro planeta han pasado diez generaciones, y no han vivido en vano. Desde nuestro punto de vista vuestras naves son simples barcuchos. Visitaremos ese planeta… ¿cómo le has denominado?

— Lía.

— Estaremos en Lía muy pronto y el daño no se realizará. Y si tardamos — los ojos del joven presidente centellearon y por un instante se abrieron completamente; eran enormes, negros y profundos — vosotros responderéis de esto. No nos cuesta mucho recordar las costumbres de vuestra época.

— Esto significa que no me quemaréis ahora, sino un poco más tarde.

— He dicho que tú vivirás. No cambiamos nuestras decisiones y no mentimos como vosotros.

Liyagueya bajó la cabeza.

— No he dicho más que la verdad.

— Lo sabemos.

— ¿De dónde lo podéis saber?

— ¿De dónde? — El presidente indicó a un hombre entrado en años, que estaba sentado a su lado —. Hemos invitado especialmente para ti a un médico, ya que sabíamos muy bien con quién teníamos que tratar. Vas a la zaga de la ciencia, Liyagueya, y esto no es asombroso. Para felicidad tuya, has dicho la verdad.

— ¿Y si esto no resultara así? — preguntó con aire de desafío Liyagueya.

— Entonces nos veríamos obligados a hacerte decir la verdad.

— ¿Con tormentos? No me asustan.

El presidente guardó silencio algunos minutos, al parecer sorprendido por estas palabras. Después dirigió la mirada a todos los que estaban sentados a la mesa. Casi todos se reían.

— ¿Ves? — preguntó —. Esta es nuestra respuesta, Liyagueya. Será difícil para ti vivir entre nosotros. Eres una fiera primitiva. Y todos te considerarán así mientras no cambies tus puntos de vista. Te aconsejo que lo hagas lo antes posible. Nosotros hemos comprendido lo que has dicho, pero la mayoría de las personas del planeta no lo hubieran comprendido. Recuerda Liyagueya que estás en otro mundo.

— ¿Qué harán ustedes con nosotros si no llegan tarde? — preguntó, en vez de contestar, Liyagueya.

— Les haremos volver a todos. Los que se fueron entonces, y a sus hijos que nacieron durante este tiempo, todos vivirán en nuestra patria y trabajarán. Tienes que olvidar el estado privilegiado de tu casta.

En los ojos de Liyagueya brilló el odio. El presidente se rió.

— Si yo hubiera vivido en los tiempos de vuestra salida — dijo — probablemente tú no habrías querido hablar conmigo. Pero los tiempos han cambiado y, vosotros sabíais que iban a cambiar. ¿Para qué entonces teníais que volar en busca de otros planetas?

— Hicimos esto para salvar a las generaciones futuras — contestó con orgullo Liyagueya.

— Miente o no habla lo que piensa — dijo el que era el médico.

— Lo ves, Liyagueya. No has hecho más que apartarte de la verdad e inmediatamente lo hemos sabido. Yo diré la verdad por ti. Salisteis para mantener vuestra casta previendo un castigo inevitable. Vosotros sabíais que estaban contados los días de vuestro dominio en el planeta. Y decidisteis trasladaros a otro planeta, donde de nuevo podríais ser señores, vivir a cuenta de otros. La colonización es una cosa muy larga.

Liyagueya irgió la cabeza.

— Pero vosotros — dijo con desatado odio — vosotros, los nobles y sinceros, los que no soportáis el mal, ¿qué hacéis? ¿Condenáis a muerte a la población del planeta? Vosotros sabéis que no hay lugar en el planeta para la población creciente, y rechazáis la mano de ayuda que nosotros os tendemos. Si tú tuvieras razón, Viyaya, parece que te llamas así, ¿para qué tenía que regresar?

— No dice lo que piensa — dijo tranquilamente el médico.

— Lo sé. — El presidente se rió irónicamente —. Y todos lo saben. No, Liyagueya — dijo — tú no has regresado por esto, te han mandado por gente. Encontrasteis un planeta salvaje, que exigía mucho trabajo. Y esto no es de vuestro agrado. Entonces os dirigisteis en busca de otro, y encontrasteis a Lía. Allí todo está hecho, hay ciudades, carreteras, fábricas. Esto os gustó más. Pero la población de Lía que no es salvaje, no se sometería a vosotros. Entonces decidisteis aniquelarla. Y esta decisión concuerda completamente con vuestra formación moral. ¿Pero, qué ibais a hacer allí vosotros solos? Necesitabais gente. Y llegaste sólo para engañarnos, para llevar contigo miles de personas, que tendrían que trabajar para vosotros. Pero os habéis equivocado, Liyagueya. A este precio no queremos solucionar el problema de la superpoblación y no necesitamos que nadie nos venga a salvar. Ve, haz la prueba de llamar a alguien. No encontrarás ni una sola persona que no te vuelva la espalda al escuchar tus palabras, ni una sola en todo el planeta. Las personas no son las mismas que había en la época de vuestra salida. ¿No esperabais esto?

Liyagueya callaba. Su cara ardía, pero sus ojos de repente se apagaron, dejaron de brillar.

Después dijo sin odio, con un tono de cansancio:

— Habéis empleado muy bien el tiempo. Siento que no diéramos importancia a las palabras de Riyagueya.

— Riyagueya — dijo con acombro el presidente — recuerdo este nombre. Fue el comandante de vuestra escuadrilla y vuestro cómplice.

— Los tiempos cambian — repitió Liyagueya con un tono irónico las palabras de Viyaya —. ¿Qué más queréis de mí?

— Nada. Eres libre, Liyagueya.

— Entonces yo te haré una sola pregunta. ¿Por qué has dicho que no tenéis necesidad de ninguna salvación? ¿Acaso la población del planeta ha comenzado a disminuir bajo vuestro gobierno?

— No, aumenta y más rápidamente que en tu tiempo, bajo vuestro.gobierno — contestó Viyaya —. Pero ya te he dicho que no han vivido en balde diez generaciones sin el yugo de vuestra casta. Tú sabes, Liyagueya, cuan minuciosamente habéis guardado los secretos de vuestro poder, entre ellos también la técnica de los vuelos cósmicos. Todo os lo llevasteis con vosotros. Y estabais convencidos de que los «seres inferiores» nunca descubrirían estos secretos. Poco tiempo hizo falta para superar vuestra técnica. ¿Con qué manos construíais vuestras naves? Estas manos quedaron en el planeta. Y creíais que la inteligencia era un privilegio vuestro. Este es el error rnás grande, Liyagueya. Voy a responder a tu pregunta. El problema de la superpoblación, que a vosotros os interesaba lo más mínimo, aunque tú has intentado convencernos de lo contrario, obligó a nuestros antecesores a realizar lo que consideras mérito vuestro. Nos hemos dirigido al cosmos, casualmente en dirección contraria a la vuestra. Puesto que nosotros no sabíamos a dónde os habíais dirigido. Y encontramos hermanos que nos comprendieron y nos propusieron su ayuda. Ahora está próximo el tiempo de una emigración masiva a una nueva patria preparada con los esfuerzos comunes de los dos planetas.

— ¿Es decir, que a pesar de todo, estáis dispuestos a poblar otro planeta?

— Inhabitado, Liyagueya. Veo por la expresión de su rostro que tú no ves ninguna diferencia. Según tú, los seres inferiores que pueblan Lía, no merecen ni consideración, ni indulgencia, si tocan los intereses de seres «superiores» como tú. Pero desde nuestro punto de vista los seres «inferiores» sois tú y tus cómplices. No creo en tus palabras de que los habitantes de Lía son salvajes. Lo que has dicho sobre este planeta desmiente tu afirmación. Pasarán no muchos días y nuestra nave volará hacia allá. Sé que encontraremos allí hermanos que, lo mismo que nosotros, te considerarán a ti y a todos vosotros fieras bípedas.

Liyagueya alzó bruscamente la cabeza. Un fuego lúgubre brilló en sus oscuros ojos.

— ¿No te da vergüenza, Viyaya, llenar de insultos.a quien no está en condiciones de rechazarlos? Estoy solo. Pero si me consideras una fiera, ¿para qué invitas a una fiera a vivir entre vosotros? ¿No es mejor aniquilarla?

— Es posible que tengas razón, Liyagueya — contestó Viyaya — pero no estamos acostumbrados a matar a la gente. Y no te invitamos a vivir con nosotros, sino que te obligamos, como castigo.

2

Largo es el camino por las vías del universo.

Un rayo de luz vuela años enteros de una estrella a otra. Pero lo creado por la mano del hombre no puede volar con la velocidad de la luz.

¡Largo y penoso camino!

Si en la tripulación de una nave anida la alarma y la impaciencia, entonces se hace todavía más largo.

No podían pasar la mayor parte del camino durmiendo. Vivían con un régimen diario corriente: medio día velaban, y medio día dormían, sin nada que hacer en el tiempo libre.

Eran cuatro.

La idea les llevaba hacia adelante, hacia el lejano objetivo. Sacrificaban a la idea. No tenían la esperanza de regresar Habían salido de su planeta natal para siempre. Regresar no podían porque no sabían cómo gobernar la nave, cómo encontrar el camino en el infinito vacío.

La nave la dirigían aparatos automáticos.

Estos aparatos, lo mismo que personas inteligentes, prudentes y sensibles, conducían la nave por la ruta trazada no por aquellos que se encontraban ahora a bordo, sino por otros, los que habían construido la nave, sabían gobernarla, sabían cómo encontrar el camino en el cosmos. Ninguno de ellos se encontraba a bordo de la astronave.

Los aparatos automáticos eran seguros. Sabían más que sus actuales amos, y con la indiferencia de las máquinas traicionaron a los anteriores.

La nave volaba por la ruta calculada exactamente. Cualquier cosa que pudiera ocurrir, cualquier obstáculo que surgiera en el camino, el «comandante» de la nave tomaba una decisión en fracciones de segundo y salvaba cualquier peligro.

Las cuatro personas que formaban ahora la tripulación de la nave sabían esto perfectamente, e incluso tenían miedo de aproximarse al camarote de dirección. La puerta estaba herméticamente cerrada y en ella estaba pintada en amarillo una cruz torcida, para que nadie pudiera penetrar en la zona prohibida.

Todo dependía del «comandante». Su cerebro electrónico era la única esperanza de éxito, la única garantía para alcanzar el objetivo, la única probabilidad de vida.

Los cuatro no estaban seguros de que el aterrizaje se realizara tan favorablemente como el vuelo. No sabían si el «comandante» podría hacer que la nave tomara tierra en el planeta. Sólo tenían esperanza en que el «comandante» lo supiera.

Con frecuencia lanzaban miradas a un cajón grande herméticamente cerrado, pintado de amarillo vivo, que se encontraba en medio del local central de la gigantesca nave. En este local pasaban los cuatro todo el tiempo y sólo de vez en cuando lo abandonaban.

Aquí vivían, comían, dormían y conversaban, aunque este local no estaba destinado para vivienda.

Se esforzaban por estar siempre juntos, ayudándose uno a otro a salvar el miedo involuntario ante el espacio infinito del universo que les rodeaba por todas partes.

Los camarotes de la nave destinados para los miembros de la tripulación estaban aislados y eran para una sola persona.

El refinado confort de estos camarotes no atraía a los nuevos amos. Todo era extraño, insólito y profundamente odioso.

Odiaban cada objeto de la nave y a la misma nave. A todo, menos al cajón amarillo.

Era lo único que no había pertenecido a los amos anteriores, sino a ellos, hecho por ellos y que encerraba el objetivo conocido por ellos.

El cajón amarillo eran «ellos mismos». Porque, si por cualquier razón no llegaran vivos a alcanzar el objetivo, el contenido del cajón lo haría todo por ellos.

En cualquier caso la tarea sería cumplida.

El cajón era pesado, grande y muy fuerte. Si la nave se destruyese quedaría intacto.

Esto era lo más importante.

Y durante los largos años de camino se habían acostumbrado a considerar el cajón como al quinto miembro de la tripulación, y le llamaban cariñosamente «Grigo», que era nombre de persona.

La nave no carecía de nada. Largas avenidas llenas de vegetación invitaban a pasear.

Salones con toda clase de comodidades, salas de juego y deportivas, piscinas, cine, salas de lectura que invitaban a la distracción, y al descanso. Los observatorios astronómicos, gabinetes y laboratorios ofrecían todas las comodidades para realizar trabajo científico, y al lado de cada camarote se encontraba un local azul con una piscina oblonga, ahora vacía.

Los cuatro utilizaban sólo las avenidas. Tenían necesidad de moverse y a determinada hora cada «día» corrían por las avenidas.

El odio les impedía tocar lo restante.

Con gusto hubieran utilizado los locales azules y las piscinas. El tiempo durante el vuelo era un tormento. Pero las piscinas estaban vacías aunque daba lo mismo hubieran estado llenas, ya que los cuatro no sabían cómo provocar la anabiosis y cómo salir de ella. Este procedimiento les era completamente desconocido.

Los cuatro eran las primeras personas de su pueblo que penetraban en el cosmos. Sus actos los conducía y dirigía el odio.

El odio y el amor.

Odiaban a los que fueron antiguos amos de la nave. Amaban a la libertad y la vida anterior.

Pero existía también un tercero: las personas desconocidas, el planeta desconocido, que era amenazado por aquellos a quienes ellos odiaban.

Y se apresuraban a acudir en ayuda de las personas desconocidas e involuntariamente, sin conocerlas, las amaban como hermanos, que habían caído en la misma desgracia que ellos.

A pesar de todo lo más importante para los cuatro no era el amor, sino el odio.

Su patria era ahora libre y podía vivir como había vivido antes de la aparición de los «odiados».

Cuarenta y tres enemigos se habían escapado del justo castigo. Era necesario alcanzarlos y destruirlos.

Si volvieran y supieran lo que sucedió durante su ausencia, vengarían la muerte de sus correligionarios.

Los cuarenta y tres no debían volver.

A los tripulantes de la nave no les asustaba que ellos fueran sólo cuatro. Aunque fueran diez, cien veces más, de todas formas no podrían domeñar a los poderosos extranjeros.

Los «odiados» eran más fuertes. Dominaban fuerzas todavía desconocidas e inaccesibles para el pueblo al que pertenecían los cuatro. Y sólo tenían la esperanza puesta en la ayuda de aquellos a quienes corrían a ayudar.

En el planeta natal de los cuatro nadie pensaba, hasta hace poco, en la existencia de otros planetas, de otras humanidades. Nadie había pensado todavía en los secretos del universo. Eran hijos de la naturaleza, buenos y confiados. Su técnica era primitiva, los conocimientos limitados, la vida sencilla.

Tres generaciones vivieron bajo el yugo, bajo un terror implacable y feroz, trabajando para los extranjeros.

La naturaleza del planeta era rica y variada. Ofrecía generosamente a sus hijos todo lo que ellos necesitaban. Las personas no sufrían ni hambre, ni sed, ni frío. No había fieras, nadie de quien defenderse. Y les hizo un flaco servicio la falta casi absoluta de lucha por la existencia. Su inteligencia se estancó, no existía un impulso poderoso para marchar hacia adelante.

Por lo visto no siempre fue así pues de esta forma jamás hubiera aparecido el hombre.

Pero en esta época así sucedía. Y nadie de ellos recordaba otros tiempos, otras condiciones.

No sabían si existían en el planeta otras personas además de ellos. Todavía no había llegado el tiempo de las exploraciones. Por todas partes estaba rodeada de océano la enorme isla en la que desde tiempos inmemoriales vivían algunas decenas de miles de personas de su pueblo.

Generación tras generación vivió mimada por la naturaleza. La inteligencia dormitaba y fue preciso un impulso exterior para despertaría.

La aparición de los extranjeros fue el motivo de este impulso.

Tres generaciones vivieron bajo su yugo.

Los «odiados» trataban a los aborígenes con una fría crueldad. Les obligaron a construir para ellos toda una ciudad. A los que ofrecieron resistencia los aniquilaron.

Su fuerza residía en sus conocimientos y una técnica superiores. Eran pocos y gobernaban por el terror.

Fue necesario adaptarse para conservar la vida y comenzar la lucha por la existencia.

Los habitantes de la isla, tan sólo en el transcurso de tres generaciones, cambiaron en forma increíble. Llegaron a comprender y saber mucho. Dieron un gran salto en su desarrollo.

Los extranjeros no estaban dispuestos a enseñar a los subyugados, pero necesitaban su trabajo y se vieron obligados a darles a conocer algo de su ciencia y técnica.

Tratando con un profundo desprecio a los habitantes de la isla, los extranjeros subestimaron la agudeza natural de la inteligencia, el ingenio y la capacidad de sus esclavos. No se molestaron en pensarlo, y recibieron su pago.

Una inteligencia que se haya despertado no puede reconciliarse con la violencia. Y ocurrió lo que inevitablemente tenía que ocurrir.

Los extranjeros fueron borrados de la faz del planeta.

Pero cuarenta y tres quedaban todavía con vida. ¡También tenían que desaparecer!

Nadie sabía de dónde habían llegado los extranjeros, qué querían aquí, qué fin perseguían.

No hubiera sido difícil destruirlos inmediatamente, pero los habitantes de la isla acogieron cordialmente a los seres desconocidos, completamente diferentes a ellos, cuando ocho gigantescas naves descendieron en su país. Después ya fue tarde. Se necesitaba mucho tiempo para aprender a manejar la técnica de los extranjeros contra ellos mismos.

Los «odiados»: así llamó a los extranjeros la primera generación que cayó en su poder.

Y así les denominaban los isleños actuales que formaban la cuarta generación.

Tres generaciones fueron a la tumba, y los extranjeros seguían sin cambiar. Parecía que habían triunfado también sobre la muerte. Ninguno de ellos había muerto durante su estancia en la isla. Al contrario su número había aumentado, nacieron sus hijos.

Pero los extranjeros no eran inmortales. De esto se convencieron los isleños, cuando el odio durante mucho tiempo acumulado hizo estallar una sublevación y todos fueron aniquilados, excepto cuarenta y tres que casualmente evitaron la muerte, abandonando el planeta sin saber nada de la sublevación que se preparaba.

Uno de los extranjeros había salido aún antes.

De las ocho naves, seis quedaron en la isla.

Los extranjeros guardaban y vigilaban cuidadosamente sus naves. ¿Se preparaban para abandonar el planeta? Esto no lo sabía nadie. Hacía tiempo que los isleños habían perdido la esperanza.

…Cuatro volaban hacia la lejanía desconocida.

Sabían con qué objetivo salieron los cuarenta y tres que querían alcanzar.

Un planeta era poco para los «odiados», estaban dispuestos a subyugar el segundo.

Los isleños consideraban que su isla formaba «todo» el planeta.

Entre los extranjeros había diferentes personas. Algunos de ellos trataban bien a la población local, condescendían a mantener conversaciones, contestaban a sus preguntas.

Había uno de los extranjeros al que los isleños hasta le llegaron a querer, pero había partido con los cuarenta y tres.

Se llamaba Riyagueya.

Si se hubiera quedado le habrían perdonado la vida.

Hablaba frecuentemente con los isleños y les descubrió muchas cosas.

¿Con qué fin? No lo sabían.

Los cuatro estaban convencidos de que el planeta desconocido, era parecido al suyo, y que sus habitantes irían a parar bajo el yugo de los «odiados».

Era necesario decírselo todo, advertirles de la suerte que les amenazaba.

Los cuatro podían hacerlo.

Hacía mucho tiempo, durante la segunda generación, tres naves de los extranjeros habían abandonado la isla y después regresado. Habían regresado con la misma tripulación.

Entre ellos había uno que se llamaba Deya. Tenía una hija que llevaba por nombre Guianeya.

El padre había aprendido durante la expedición un idioma nuevo, nunca escuchado antes por nadie.

Los extranjeros obligaron a los isleños no sólo a trabajar en sus obras, sino también a servirlos. En cada casa había criados de la población local.

En la casa de Deya servía de criado Merigo, joven con una admirable memoria y uno de los cuatro que volaban ahora hacia el objetivo desconocido. En la actualidad ya no era joven.

Deya enseñó a su hija el idioma nuevo. En su casa se empleaba con más frecuencia este idioma que el de los «odiados», en el que hablaban todos.

Merigo no sabía para qué era necesario esto, pero sin querer aprendió este idioma.

Deya le llamaba «español», Merigo supo en seguida que éste era el idioma del planeta adonde habían volado Deya y sus acompañantes.

Y cuando Guianeya, ya crecida, voló con los cuarenta y tres, Merigo comprendió para qué le habían enseñado un idioma extraño. Ella debería de hablar con los habitantes del otro planeta.

Vio que Guianeya no quería salir de la isla. Lloró, pero los extranjeros eran crueles no sólo con los aborígenes subyugados, sino también entre sí. Incluso el padre con la hija.

Merigo y otros criados de Deya tuvieron que sufrir muchas veces la ferocidad de su amo. Por una pequeña falta los apaleaban, y tres pagaron con su vida una culpa insignificante. Fueron quemados vivos.

Así murió la hermana de Merigo. Y él odiaba profundamente a los extranjeros y a todo lo relacionado con ellos.

Merigo fue el primero en enterarse del vuelo de los «odiados» hacia otro planeta.

Tenían que haber salido dos naves, pero después, por algo, salió sólo una.

La segunda quedó completamente preparada. Por lo visto debía despegar un poco más tarde.

Pero no tuvo tiempo. Estalló la sublevación.

Los «odiados» no hacían nada. Utilizaron a los esclavos para preparar sus naves, a los esclavos más aptos e instruidos.

Para los isleños la técnica era, claro está, desconocida e incomprensible. No sabían adonde voló la nave, pero sí que la tripulación iba a dormir durante el camino y que la nave estaría gobernada por un mecanismo enigmático que los «odiados» denominaban «cerebro de navegación», el cual llevaría la nave hasta el objetivo.

Las dos naves fueron preparadas de la misma forma y simultáneamente.

Y cuando una salió y la segunda quedó, cuando se terminó con los extranjeros, surgió el plan de utilizar esta nave.

En el pueblo tan largamente oprimido se desarrolló el sentimiento de solidaridad.

Querían ayudar a otros a evitar la misma suerte y comprendieron perfectamente que no se podía dejar vivos a los cuarenta y tres.

A decir verdad, cuarenta y dos, ya que nadie levantaría la mano contra Riyagueya.

Sabían cómo poner en marcha el mecanismo de la nave y nada más. Y sin pensar en lo descabellado de su plan, salieron los cuatro.

Merigo debía relatar todo a aquellos desconocidos para ellos, y ayudar a sus tres acompañantes a hablar y comprender a aquellas gentes.

Les enseñaba ahora a hablar en español, ya que si tenían la suerte de llegar vivos al objetivo, se verían obligados a pasar toda su vida en un planeta extraño. ¿Quién les podía indicar el camino de regreso?

Sólo Riyagueya.

¿Pero, quería hacerlo? No sabían qué impresión le causaría la noticia de la liquidación de todos sus compatriotas.

Los cuatro estaban dispuestos a no volver jamás a la patria.

— De nuevo me encontraré allí con Guianeya — dijo Merigo —. Ella no espera este encuentro. Y yo, con mis propias manos la mataré. ¿Cuánto quedaba por volar? Ellos no lo sabían.

3

— ¡Ahí está! — exclamó Guianeya —. Lo que ustedes buscan.

Todo el tiempo estaba conectada la radiocomunicación entre los cuatro todoterreno.

Sus palabras, repetidas por Murátov, fueron escuchadas al mismo tiempo por todos. Y se podía decir con toda seguridad que los participantes de la expedición las habían acogido en las cuatro máquinas con la misma alegría y emoción que Stone.

— ¿Dónde? — preguntó en el idioma de Guianeya.

¡Encontrarla en el segundo día de las búsquedas! ¡Vaya suerte! Después de tres años de fracasos sistemáticos.

— Delante de usted. Y muy cerca. Murátov tradujo la contestación. Los todoterreno se detuvieron.

Por delante no se veía nada. Las mismas tenebrosas rocas marróngrises cortadas por grietas, polvo casi amarillo que en espesas capas cubría el suelo. Los contrafuertes escarpados de las montañas se ocultaban en el alto cielo.

¡No se veía nada!

Esto les parecía a las personas de la Tierra, pero Guianeya sí que veía.

A nadie se le hubiera ocurrido buscar la base en un lugar como éste. Aquí nada se podría haber encontrado.

Delante, a unos doscientos metros, la cordillera se retorcía terminando en agudos salientes, con enormes amontonamientos caóticos de piedras que en algún tiempo habían sido derrumbadas por un alud. La profundidad de los pliegues se ocultaba en una sombra negra e impenetrable.

¡Cuántos de estos pliegues habían sido encontrados durante las búsquedas!

La mano de Guianeya indicaba directamente hacia esta sombra.

— ¿Allí — preguntó Stone — en la sombra?

— Sí, en la misma profundidad.

— ¡Los proyectores! — ordenó Stone. Cuatro poderosos haces de rayos, procedentes de las cuatro máquinas, disiparon la negra sombra.

¡Nada! Las mismas rocas que al pie de las montañas. Lo mismo que en todas partes.

— Aquí de ninguna forma podíamos encontrar nada — dijo Véresov —. ¡Y tan cerca de la estación!

— ¿Está usted segura? — preguntó Stone.

— La veo — respondió sencillamente Guianeya.

Como se aclaró más tarde, en este momento a todos les acudió a la mente el mismo pensamiento:

«Aquí reina la sombra eterna. El Sol nunca ha iluminado este lugar. El terreno montañoso está enfriado casi hasta el cero absoluto. En este lugar no puede haber ninguna radiación infrarroja. ¿Cómo Guianeya puede ver algo? Es decir, a su vista es accesible no sólo la parte infrarroja del espectro.»

No podía dudarse de que Guianeya veía la enigmática base.

— ¡Qué superficie aproximada ocupa la base? — preguntó Stone.

Al escuchar la tradución de la pregunta, Guianeya se quedó pensativa. Murátov creyó que no conocía las medidas terrestres longitudinales y superficiales, pero resultó que Guianeya callaba por otra causa. Quería contestar lo más exactamente posible.

— Me es difícil determinarlo a ojo — dijo al fin —. Pero me parece que su superficie es de cerca de seis mil metros cuadrados.

«¡Caramba! — pensó Murátov —. Sabe el español como una auténtica española. Incluso le es conocida la aritmética. Completamente incomprensible».

Ahora no había tiempo para pensar en cosas ajenas. Murátov tradujo la contestación de Guianeya al impaciente Stone.

— Es decir — dijo el jefe de la expedición —, aproximadamente ochocientos por ochocientos metros. Esta superficie la podemos explorar con cuatro máquinas.

Al momento dio la disposición para que hacia este lugar saliera un todoterreno equipado más.

— A toda velocidad siguiendo nuestras huellas — ordenó por el micrófono —. No hay hendiduras ocultas, el camino es seguro. Avise a Szabo. Le espero dentro de quince minutos.

Los proyectores iluminaban brillantemente las desigualdades rocosas en la profundidad del pliegue. Los rayos de luz que por primera vez penetraron en este ámbito hacían caer sombras pronunciadas. Pero como antes nada extraño se notaba.

Un pensamiento alarmante le acudió a Stone.

— Pregúntele — dijo — ¿no es peligroso iluminar la base?

Guianeya contestó que no lo sabía.

Stone ordenó apagar los proyectores, retardando un poco las precauciones.

— Cuando sea necesario los encenderemos de nuevo.

— Es raro — señaló Murátov —. Los satélites no son transparentes. ¿Por qué no encubren las rocas que se encuentran tras ellas? ¿Por qué no hay sombra de los satélites?

— ¿Es posible que no estén aquí? — supuso Tókarev —. ¿Puede ser que aquí sólo se encuentre la base abandonada?

— Pregunte esto a Guianeya — dijo Stone. Murátov le explicó de la mejor forma lo que desconcertaba a él y al resto de los participantes de la expedición.

— A mí me parece algo raro — contestó Guianeya —, que ustedes mismos no la vean.

Pero comprendo por qué sucede esto. Nosotros — ella se refería a sus compatriotas — no sospechábamos esta particularidad de su vista. Yo he conocido esto sólo en la Tierra. — Guianeya parecía haber olvidado la conversación de ayer —. Ustedes no ven nada cuando no hay luz. Me refiero a la luz que ustedes perciben. Nosotros vemos mucho más. Para ustedes los objetos son oscuros, para nosotros iluminados. ¿Raro, no es verdad, Víktor?

¡Tan parecidos como son ustedes a nosotros!

Murátov pensó que ella no había elegido un tiempo a propósito para una conversación de este tipo, y no pudo ocultar su impaciencia cuando le rogó que contestara a la pregunta.

— ¿Por qué habla usted conmigo con un tono tan violento? — preguntó Guianeya como si no ocurriera nada —. No estoy acostumbrada a que se me hable de este modo.

— ¡Perdóneme! Estamos muy agitados.

— No hay motivo para agitarse. Lo que ustedes buscaban lo han encontrado. ¿Qué más necesitan?

En su tono se reflejaba claramente: «Yo he cumplido lo que ustedes querían. Ahora, déjenme en paz».

— Usted la ve, Guianeya — dijo Murátov —, nosotros no. Ayúdenos una vez más.

Alzó los hombros, gesto característico de ella, y dijo de la misma forma que lo hubiera hecho un maestro con un alumno torpe:

— Bajen los proyectores. La base — (por primera vez pronunció claramente esta palabra) — está ubicada en una cavidad. Parece artificial porque tiene bordes llanos. Los rayos de luz pasan por encima, por esto ustedes no ven nada.

Ella comprendía la diferencia de su vista pero sólo mentalmente. Guianeya no podía comprenderla de forma que lo sintiera.

— Esperaremos — dijo Stone, cuando Murátov le tradujo lo que había dicho Guianeya —. Es desconocido como actúa la luz en la instalación de esta base. Por no haberlo pensado bien nos hemos arriesgado mucho cuando hemos encendido los proyectores.

Esto es culpa mía.

A los quince minutos exactos llegó la quinta máquina. Comenzó el momento largamente esperado de la operación.

Stone colocó su todoterreno un poco atrás y a un lado. Cuatro máquinas operativas se colocaron en línea. Desde ellas hasta la base, hasta ahora invisible, había más de cien metros, distancia completamente suficiente para la seguridad y comodidad en el trabajo.

Incluso no causaría ningún daño si tuviera lugar una explosión de cualquier fuerza, así fuera la misma aniquilación. No había que temer ninguna sacudida del aire donde no lo había. Quedaba sólo la probabilidad teórica de que la base estallara como una bomba nuclear con una enorme elevación de la temperatura. Pero los todoterreno, construidos especialmente para las búsquedas de la base, estaban preparados para este caso y debían quedar intactos lo mismo que sus tripulaciones. Claro está que existía un grado de peligro que había que aceptar. No era posible llevar las máquinas más atrás, a una distancia en que hubiera absoluta seguridad, porque entonces se dificultaría mucho la dirección de los trabajos.

Ninguno de los participantes de la expedición pensaba en el peligro. Sólo sabían una cosa: la base había sido hallada y era necesario destruirla.

La palabra «necesario» era suficiente para ellos.

Apareció en la máquina de Stone el ingeniero Laszlo Szabo, que había llegado en el quinto todoterreno y que fue el dirigente técnico de las otras seis expediciones anteriores.

Era un hombre fuerte, ancho de hombros, de pequeña estatura y de edad indeterminada.

Su cara, con rasgos que denotaban una voluntad férrea, estaba sombreada por una pequeña barba puntiaguda, adorno que raramente se encontraba en esta época.

Ya en el camino de la Tierru. a la Luna, Murátov observó la hostilidad manifiesta de Guianeya hacia esta persona. Y la causa no consistía sólo en que Szabo fuera de estatura pequeña, ya que en los últimos tiempos Guianeya ya se había acostumbrado a tratar personas de esta clase. Por lo visto había comprendido o comenzaba a comprender, que las personas de ia Tierra son iguales, independientemente de su estatura. Los residuos de su anterior punto de vista renacieron durante su entrevista con Bolótnikov. La antipatía de Guianeya tenía raíces por ahora desconocidas.

Se extremeció cuando Szabo al pasar por el todoterreno a ocupar su lugar, la saludó con una inclinación de cabeza. Murátov vio cuánto trabajo le costó a Guianeya el contestarle con el mismo saludo.

A las manos de Szabo pasó el mando de toda la operación.

— ¡Atención! — dijo, casi sin terminar de quitarse la escafandra lunar —. Comenzamos con la exploración, primera parte de nuestro programa. ¡Lanzar el robot número uno!

De la máquina en que se encontraba Sinitsin se deslizó una esfera metálica sobre orugas que brillaba fuertemente bajo los rayos del Sol.

Véresov había descrito detalladamente su construcción a Murátov en vísperas del vuelo. Esta era una máquina muy complicada y perfecta, fruto del trabajo de muchas personas, que probablemente, ahora, estaba condenada a ser destruida.

El robot se deslizó alejándose del todoterreno unos diez metros y se detuvo.

Esperaba el mando.

Szabo realizó una conexión en el cuadro de radiocomunicación.

— ¡Adelante! — dijo, pronunciando cada sílaba por separado —. ¡Primera prueba!

El robot se movió un poco y rápido se deslizó hacia el pliegue de la montaña.

García se acercó al radar. Era necesario estar atentos por si apareciese alguna radioseñal. Stone se inclinó ante la pantalla infrarroja.

No tomaron ninguna medida contra la posibilidad de una explosión, parecida a la que tuvo lugar en la aniquilación del robotexplorador, hace tres años, durante la expedición de la «Titov».

Las pantallas no dejaban pasar los rayos de luz excesivamente fuertes, los ojos de las personas estaban completamente protegidos de todo lo que pudiera ocurrir.

Se veía perfectamente que el robot retardaba su movimiento según se acercaba al límite de la sombra negra. Lo mismo que un ser vivo y racional se acercaba con mucha precaución al objetivo. La máquina no era un ser vivo pero poseía un «cerebro» altamente desarrollado.

Después el robot se detuvo. Su parte delantera se internó en la sombra e inmediatamente desapareció de la vista. La parte trasera continuaba brillando al sol.

Producía la impresión como si una mano desconocida hubiera instantáneamente cortado la máquina por la mitad.

Chasquearon los contactos del receptor y resonó una clara voz metálica:

— Grieta. Dos metros de profundidad. Distancia diecinueve metros. Visibilidad nula.

— No es una grieta — dijo Stone —. Es una excavación en la que se encuentra la base.

¿Qué hacer, Laszlo? Es peligroso conectar la luz.

— ¿En qué hay peligro? — refutó Szabo — ¿Qué explota? Pues que explote. Nosotros mismos queríamos destruir esta base. — Se inclinó ligeramente hacia adelante, hacia el micrófono, y como lo había hecho antes pronunció separando las sílabas:

— ¡Luz! Teletransmisión.

En los cinco todoterreno las personas se apresuraron a dar vuelta a los interruptores.

La parte inferior de las pantallas panorámicas se oscureció un poco. Ahora esta parte se convirtió en telepantalla. La parte superior era como al principio, para la observación visual.

Brilló un fuerte rayo de luz en la penumbra donde se ocultaba la parte delantera del robot. Se vio cómo dirigía hacia abajo la luz del proyector. En las pantallas de televisión apareció la línea de la excavación, recta, como si hubiera sido trazada con una regla. Por apreciación de las personas ésta se encontraba a unos veinte metros del robot, según este último, a diecinueve.

— ¡Aproximarse! — mandó Szabo.

El robot desapareció por completo. Sólo la luz de su proyector indicaba el lugar donde se encontraba.

La línea de la excavación se aproximó. No cabía la menor duda de que era artificial.

— ¡Foco de luz más amplio! — volvió a mandar Szabo.

Se escuchó perfectamente cómo chasquearon dentro de la esfera los contactos de los interruptores. El haz de luz se amplió y aumentó su brillantez.

Ahora se veía perfectamente toda la cavidad excavada en el terreno rocoso. Tenía una forma cuadrada exacta, una profundidad de dos metros con el fondo llano y liso.

¡He aquí, por fin, la base misteriosa del mundo extraño que las personas buscaron en balde durante tres años!

A todos les pareció en el primer momento que la base estaba vacía. Ni satélitesexploradores, ni ningunos aparatos. Pero más tarde se notó una sombra al parecer proyectada por el espacio vacío. Los aparatos invisibles de la base no eran transparentes, sino, como se suponía, absorbían completamente la luz sin reflejarla.

Había muchas sombras que se encontraban una al lado de otra. Nada se podía determinar claramente.

El robot estaba delante del mismo borde de la cavidad, muy cerca de los satélites que indudablemente se encontraban aquí. Pero no ocurrió nada, el robot quedaba intacto. No tuvo lugar la explosión de aniquilación que esperaban todos.

¿Era posible que la instalación de defensa estuviera desconectada? ¿Era posible que sólo funcionara durante el vuelo?

— Vamos nosotros o enviemos personasexploradores — propuso Stone.

— ¡Es pronto! — contestó cortante Szabo —. ¡Atención! Lanzar los robots números ocho, nueve, once y doce.

Cuatro máquinas salieron al terreno lunar. A diferencia de la primera, eran oblongas, en forma de puro. En la parte delantera de cada una se destacaba un saliente cónico.

— ¡Adelante! ¡De frente!

Como buenos soldados de los tiempos pasados, los robots se formaron en una línea y rápidamente desaparecieron en la sombra del pliegue. La luz del proyector de la primera máquina no los iluminaba y por eso no se veían en las pantallas.

— ¿Comprenden todo lo que les dicen? — preguntó Guianeya.

— No — contestó García —. Tienen una determinada reserva de palabras que comprenden y pueden pronunciar.

— ¿Ustedes tienen estas máquinas? — preguntó Murátov.

Guianeya arrugó el ceño lo mismo que si la pregunta no le fuera agradable, pero contestó:

— Yo no las he visto. Pero tenemos máquinas pensantes.

La voz metálica del robot número uno informó que habían llegado las cuatro máquinas auxiliares y estaban dispuestas a comenzar el trabajo.

— ¡Polvo! — mandó Szabo —. ¡Segundo programa!

Murátov miraba con particular interés a la pantalla. Ahora se llevaba a cabo su idea.

Se veía perfectamente cómo en la cavidad iluminada por el proyector penetró con enorme fuerza un chorro de pintura negra en forma de abanico. Después el segundo, de color rojo, el tercero, amarillo, y el último, verde. Un velo de humo multicolor tapó toda la cavidad.

Y cuando terminaron de trabajar los pulverizadores y se dispersó el velo de humo, ante los ojos de las personas se presentó un cuadro admirable.

4

Hacía tiempo que las personas de la Tierra habían conocido a sus vecinos estelares, los planetas del sistema solar. Los ojos de los hombres de la Tierra estaban acostumbrados a observar los cuadros de naturaleza extraña, a estudiar la vegetación y el reino animal de otros mundos.

No estaba lejano el tiempo cuando potentes astronaves de la Tierra, justificando su nombre, se lanzarían no hacia los planetas, sino hacia las estrellas, para en otros sistemas solares y planetarios encontrar una vida racional.

A nadie se le había ocurrido dudar de su existencia en el universo. Y nadie había aceptado la aparición de Guianeya como una prueba, ya que no lo exigía una verdad incontrovertible.

Pero si se excluye el vestido de Guianeya con el que se presentó a las personas en Hermes, nadie había visto hasta ahora nada que hubiera sido hecho por las manos de seres racionales de otro mundo.

Y ante un grupo pequeño de personas, entre las cuales, como a propósito, se encontraba la representante de un intelecto extraño, que con su misma presencia confirmaba la realidad de lo visto, aparecía todo un complejo de objetos no hechos en la Tierra, y no objetos separados, aislados, sino precisamente un complejo de objetos ligados por un objetivo, por una idea única, por un pensamiento científico y técnico común para todos ellos.

Pensamiento extraño, del mundo ajeno a la Tierra.

El momento era tan emocionante, que aquellos participantes de la expedición a quienes les fue encargado sacar fotos de la base cuando fuera hallada y visible, se olvidaron un momento de sus obligaciones, pero se acordaron de ellas cuando comenzó la operación, y como prueba todo lo que habían visto fue grabado en películas.

Las tripulaciones de los cinco todoterreno estuvieron no menos de diez minutos calladas mirando aquello que había aparecido ante ellas. Cada uno quería que no se le olvidara nunca esta visión.

Abigarrados, como juguetes infantiles, se encontraban dos enormes cuerpos ovoides.

Eran completamente lisos, sin ningún abultamiento y nada que fuera parecido a toberas; cada uno tenía cuarenta metros de longitud.

Estos eran los satélitesexploradores misteriosos, que tanto tiempo hicieron pensar a los científicos, que tanta preocupación y cuidados causaron al servicio cósmico.

De unas pequeñas elevaciones que tenían la forma de cúpula y que se levantaban sobre la tierra no más de veinte centímetros, salían largas mangueras que iban a cada «huevo». Estaba claro que ésta era la parte superior y lo restante estaba oculto en el terreno lunar y se necesitaba excavar para saber cómo eran.

En lo profundo de la cavidad, en su rincón se veía un objeto largo en forma de rombo.

Las personas miraban conteniendo la respiración la base y los satélites que parecían nacer de la nada. Todo estaba inmóvil, congelado, como si estuviera paralizado por el terrible frío de la sombra lunar.

Las pinturas casi no tocaron el terreno, y todo lo que había caído bajo su acción se destacaba en relieve. El rombo, las cúpulas, las mangueras y los mismos satélitesexploradores parecían metálicos, pero impedía determinarlo exactamente la misma pintura que los hacía visibles.

Szabo rompió el largo silencio.

— ¡Quitar los pulverizadores! — Su voz resonó lo mismo de tranquila e inalterable que antes —. ¡Atención! ¡Lanzar los robots números dos y tres!

Aparecieron ahora mecanismos que no recordaban en nada a los primeros. Eran robots» personas», con brazos, pies y «cabezas» redondas de cristal. Un poco torpe, pero rápidamente, caminaron hacia la cavidad.

Las cuatro máquinas en forma de puro regresaron cada una a su todoterreno y fueron recogidas dentro.

Comenzó el momento más responsable e interesante de la operación.

Los aparatos automáticos cibernéticos podían realizar una investigación detallada y completa de cualquier objeto tanto en el exterior como en el interior, sin abrir su envoltura.

Rápida y muy exactamente podían determinar las dimensiones, materiales, la composición química, «ver» todo lo que se encuentra dentro, entender cualquier esquema, incluso uno tan complicado como el de ellos mismos.

Estos robots se empleaban frecuentemente para los más diferentes fines y corrientemente la información obtenida se guardaba en su «memoria», entregándola cuando se exigía. Esta vez fue introducido un cambio en su construcción. Hubo que tener en cuenta la posibilidad de que los robots fueran destruidos por las instalaciones defensivas de la base o de los satélites. Todo lo que los robots pudieran saber lo transmitirían inmediatamente al cuadro de mandos del todoterreno donde estaba el estado mayor.

Szabo se preparó para recibir los comunicados.

¿Se podría saber algo? ¿Lo «permitirían» los satélites y su base?

Muchos dudaban del éxito.



El robot número dos acercándose al borde del talud vertical descendió ágilmente a la hondonada. El número tres se atrasó por algo pero después también descendió.


— ¡Número uno! — dijo Szabo —. ¡Transfiero la dirección! ¡Segunda prueba!

— Segunda prueba — repitió con indiferencia la esfera, invisible en la pantalla.

Murátov recordó la explicación de Véresov. Los dos robots» personas» se transferían al mando del cerebro electrónico que se encontraba en la esfera, e iban a cumplir tan sólo sus órdenes. La esfera estaba más próxima al lugar de acción y tenía enlace «visual»

directo con los ejecutores. Tenía suficiente «reflexión» para en cualquier sorpresa tomar una decisión acertada, mucho más rápidamente que el cerebro del hombre.

Los robots se apartaron uno del otro. Uno se dirigió hacia el satélite próximo y el otro hacia el rombo.

La base no reaccionaba. Se creaba la impresión de que no tenía ninguna instalación de defensa contra la invasión de cuerpos extraños. Pero se sabía perfectamente que los satélites la poseían.

¿Por qué no actuaba?

Murátov miró a Guianeya. Ella observaba con visible interés todo lo que ocurría. En su rostro no había ninguna señal de alarma.

¿En qué pensaba ahora? ¿Qué sentía?

Las personas de la Tierra estaban a punto de descubrir el secreto que los compatriotas de Guianeya les querían ocultar. Ella no podía permanecer indiferente ante esto pero aparentemente era así.

De repente el robot número tres se detuvo y, volviéndose, retrocedió hacia la esfera.

— Por lo visto ha decidido que es necesario realizar las investigaciones por turno — dijo Stone refiriéndose al cerebro electrónico —. Teme equivocar las informaciones simultáneas.

— Por lo visto es así — estuvo de acuerdo Szabo.

El robot número dos se acercó sin obstáculos al rombo.

Se encendió la lámpara verde de señales en el tablero del receptor, con un murmullo suave se deslizó la cinta de grabar detrás del cristal de la estrecha mirilla.

El robot comenzó a trabajar.

Funcionaba según un orden establecido, con la minuciosidad de una máquina. Dio las dimensiones del rombo, indicó que su mayor parte estaba incrustada en la roca, y comenzó a examinar el material de que estaba hecha la superficie exterior.

Al comienzo todo iba como una seda. En la cinta se grababan rápidamente los símbolos de los elementos químicos: hierro, aluminio, manganeso, calcio.

Y de repente apareció un signo de interrogación. Esto significaba que el robot había encontrado un elemento desconocido o la aleación de varios que él no podía descifrar.

¡Y después apareció la segunda interrogación, la tercera…!

— ¡Malo! — dijo Szabo —. La construcción no se ha pensado hasta el fin. El aparato no puede realizar análisis desconocidos.

— Nada de eso — resonó una voz de otro todoterreno —. Tiene el programa de cualquier análisis de los que se realizan y han realizado en la Tierra. Como es natural no puede realizar lo que no han podido o no pueden hacer hasta ahora las personas.

— No necesitan abogado — dijo bromeando Szabo —. Esta profesión hace tiempo que ha desaparecido.

— ¿Arrancará un trozo del rombo para analizarlo en la Tierra? — preguntó Stone.

Szabo no tuvo que contestar a esta pregunta, por él contestó la esfera.

Vieron cómo el robot cogía un instrumento, que era, por lo visto, un cortador, y empezaron a saltar chispas.

— El material resiste — informó fríamente el cerebro electrónico —. Envíen otro aparato.

— Más perfecto no lo tenemos — cortestó Szabo.

— Mando cesar el trabajo — dijo la esfera.

Y al instante el robot número dos retiró el cortador eléctrico.

Murátov nunca había visto estas máquinas. Le pareció algo raro escuchar el intercambio de frases y ver que hablaban no dos personas, sino una persona con una máquina.

— ¡Malo! — repitió Szabo —. Precisamente en lo que no pueden comprender nuestros exploradores está el secreto de la invisibilidad.

— ¿Probemos a cortar un trozo de la cúpula? — propuso Stone.

El cerebro electrónico de la esfera dio esta misma solución. El robot se dirigió a la cúpula más próxima.

Aquí tampoco hubo ningún resultado. Se resistía también el material de que estaban hechos los aparatos de la base.

El robot regresó hacia el rombo.

Levantó las manos y las colocó en la superficie.

De nuevo no sucedió nada.

Bruscamente cambió el color de la pantalla, adquiriendo un matiz verdoso. El rombo y el robot que estaba cerca de él se aproximaron y ocuparon toda la pantalla.

Después todos vieron cómo perdía el brillo, engrosaba la superficie del rombo y cómo se distinguieron unos cables, palancas, cabezas agudas de aparatos desconocidos.

Se había descubierto el interior del rombo.

— Si es el cerebro electrónico de la base — dijo Tókarev — ¿para qué estas palancas?

— Es posible que no sean palancas — replicó Szabo — sino algo parecido. No se olvide que ante usted hay una obra no terrestre.

— De ninguna forma puede uno olvidarse de esto.

El robot seguía inmóvil. La cinta del receptor continuaba moviéndose lo que indicaba que funcionaba el «pensamiento» en la «cabeza» de cristal del aparato cibernético.

— El esquema no se puede descifrar, mande otro — resonó la voz metálica de la esfera.

— Más perfecto no lo tenemos — contestó Szabo con las mismas palabras de antes.

Pero ahora no resonó la palabra «ceso». Por lo visto la esfera no perdía la esperanza de que su ayudante pudiera entender el esquema del cerebro electrónico de la base, al parecer más complicado que el de él.

La visión del interior del rombo se mantenía igual en la pantalla del televisor.

En la pantalla visual se observó que el robot número tres se dirigía de nuevo hacia el satélite. La esfera no quería perder tiempo. Debido a que el robot número dos dejó de transmitir temporalmente la información, ordenó al número tres comenzar el trabajo.

— Parece que a pesar de todo podremos examinar la base y conocer a fondo sus aparatos — dijo Stone —. ¿Dónde se encuentra el peligro de que nos habló Guianeya?

Oyó su nombre y miró interrogativamente a Murátov.

Le tradujo las palabras del jefe de la expedición, procurando que no se ofendiera al ver que parecía dudar de ella.

Guianeya, al escucharlo, se encogió de hombros.

— Yo no sé en qué consiste el peligro — dijo ella — pero recuerdo perfectamente las palabras de Riyagueya. Dijo, que si las personas de la Tierra intentaran acercarse a la base, esto provocaría una catástrofe. Esto es todo. Yo considero como mi deber el advertirles a ustedes. Sus palabras turbaron a todos.

— Es posible… — comenzó a hablar Tókarev, pero Stone le cortó.

— Guianeya ha podido no comprender bien a Riyagueya o no sospechar que sus palabras pudieran tener otro sentido — dijo Stone —. No se puede, por un temor no fundamentado en nada, perder la única posibilidad.

— ¿No fundamentado en nada? — dijo Tókarev —. ¿Acaso se puede hablar así?

— ¡Da lo mismo! — Stone hizo con la mano un gesto de despecho. Estaba claramente muy enfadado.

«No será porque siente no tener razón», pensó Murátov.

— Estoy de acuerdo con Stone — dijo Szabo —. Ya que hemos empezado es necesario continuar.

Los demás guardaron silencio. Mientras transcurría esta conversación el robot número tres se arrimó al satélite.

— ¡Miren, camaradas! — exclamó Murátov, indicando la pantalla de televisión.

Pero todos lo habían visto al mismo tiempo que él.

Dentro del rombo surgió un movimiento. Cortas llamaradas, como manojo de chispas, corrieron por los cables o por lo que las personas se figuraron que eran.

— ¡Señales! — dijo García, que estaba sentado en el radar —. Ondas ultracortas.

Apenas tuvo tiempo de pronunciar sus palabras cuando una gran explosión inundó de luz toda la pantalla. Fue de intensa luminosidad y sólo gracias a la acción amortiguadora de las pantallas no cegó a las personas.

— ¡Ya lo sabía! — dijo Stone. ¡¿Aniquilación?!

Las pantallas continuaban estando iluminadas, lo que significaba que el robot número uno no había sufrido nada, sino todo lo contrario continuaba dirigiendo la operación.

La imagen que transmitía éste volvió a alejarse en las pantallas de televisión. De nuevo se veía toda la base.

El robot número dos estaba como antes al lado del rombo. Al número tres no se le veía por ninguna parte.

Su suerte estaba clara. Se había acercado demasiado al satélite, el cual lo «comunicó»

al rombo. Inmediatamente se dio una orden y el robot fue destruido.

Esto mismo ocurrió con el robotexplorador enviado hace tres años por la «Titov».

Por lo visto entonces el satélite también recibió la orden procedente de este mismo rombo.

— ¡Y usted dijo! — exclamó Tókarev.

— Ahora tampoco cambio mi punto de vista — manifestó Stone —. La base para nosotros no ofrece peligro. Sólo los satélites tienen defensa.

— ¡Atención! — dijo Szabo —. ¡Lanzar el robot número cuatro!

La palabra «atención» se pronunció especialmente para que los robots que se encontraban actuando supieran que no se refería a ellos.

— Desde el comienzo había que haber enviado el número cuatro — refunfuñó Szabo —.

¡En balde se ha perdido la máquina!

— Usted mismo estaba de acuerdo en que era necesario probar el grado de peligro — dijo Stone.

Murátov sabía que el robot número cuatro era una máquina análoga a las número dos y tres pero dotada de defensa contra la aniquilación. Comprendió que Szabo quería probarla enviándola hacia el mismo satélite.

Caminaba hacia la cavidad el tercer robot» persona» que era mucho más alto y sólido que los dos primeros.

Pero no había recorrido ni la mitad del camino cuando ocurrió lo que nadie podía prever y esperar.

El satéliteexplorador más próximo empezó a moverse de repente y se levantó rápidamente adquiriendo la posición vertical.

Tras el primero el segundo.

Algo brilló en la parte inferior de los aparatos…

Y los dos «huevos» salieron fuera de la cavidad, se detuvieron un segundo… de nuevo centellearon dos relámpagos… y los dos satélitesexploradores desaparecieron en el abismo negro del cielo lunar.

5

Szabo lanzó con ira una blasfemia.

— ¡Nos hemos pasado de listos! — resonaron en el altavoz las palabras de Sinitsin.

Stone se enfurruñó pero no dijo nada, aunque la insinuación de Sinitsin se refería claramente a él.

— ¿No sería esto lo que quería decir Riyagueya? — dijo Murátov —. ¿No sería esto lo que él comprendía bajo la palabra «catástrofe»?

— No veo ninguna catástrofe — dijo Stone —. Los satélites han salido en vuelo. Los alcanzaremos en el aire. La base queda a nuestra disposición.

— ¡Es dudoso! — señaló Véresov.

— ¡Sin ninguna duda!

En la superficie de la base estaba como antes todo tranquilo. Pero nuevamente algo empezó a moverse. Las numerosas mangueras comenzaron a recogerse hasta que se ocultaron dentro de las cúpulas.

Y de nuevo todo se paró.

Resonó inesperadamente una carcajada, se reía Guianeya.

— ¿Qué han hecho ustedes? — dijo ella.

— ¿Cómo lo íbamos a saber? — contestó Murátov. — . Usted no nos lo ha advertido.

— Yo misma no esperaba esto.

— Tanto más nosotros.

El giro inesperado de los acontecimientos turbó a los participantes de la expedición.

Las palabras de Murátov hicieron pensar a todos. Se deducía que la orden de despegar fue dada por el.rombo, precisamente porque en la base habían aparecido personas, porque había sido descubierta por ellas. Esto lo previeron sus constructores y tomaron las medidas correspondientes. Por lo visto no tenían nada en contra de que los «terrestres» conocieran la base pero de ninguna forma los satélites. Y cumpliendo su voluntad los dos «huevos» salieron al tener una vecindad no deseable.

¿Pero, sólo han salido a volar? ¿Han salido sólo para realizar el vuelo de turno alrededor de la Tierra? Era poco probable que Riyagueya calificara de catástrofe una simple huida.

Era completamente inútil el hacer conjeturas.

— ¿Usted sabe — preguntó García a Guianeya — después de qué tiempo estos satélites regresarán?

— No lo sé. Pero vuelan durante mucho tiempo.

— Habrá que alcanzarlos en el cielo — dijo Szabo —. Esto, claro está, es mucho más difícil y complicado. Es una pena que haya ocurrido así. Hubiera sido más sencillo el haberlos destruido aquí. Pero no hay mal que por bien no venga. Ahora podemos conocer a fondo las instalaciones de la base. Y no existe ninguna razón para destruirla.

— Según se considere — refutó Tókarev —. Puede ser precisamente todo lo contrario:

destruir la base y de esta forma privar a los satélites de la posibilidad de abastecerse, y cuando llegue el tiempo y regresen se encuentren en nuestras manos.

— Esto no tiene viso de probabilidad — dijo Véresov —. Primero, pueden defenderse un tiempo indeterminado, incluso perdiendo la capacidad de volar. Segundo, es poco probable que puedan regresar a la base si se destruye el rombo.

Stone estuvo callado largo rato.

— Me he equivocado en algo — dijo —. Mi decisión es que hay que destruir la base, pero después de haberla examinado detalladamente. A los satélites hay que destruirlos en el cielo. ¿Hay algo en contra?

— El examen de la base hay que realizarlo con extrema precaución — dijo Sinitsin —.

¿Quién puede saber cuál es la sorpresa que nos espera?

— Seremos prudentes.

La proposición de Stone fue aceptada.

El robot número dos todavía estaba inmóvil al lado del rombo. El cuarto se quedó allí donde le sorprendió el vuelo inesperado de los satélites. Por lo visto recibió de la esfera la orden de detenerse.

Los dos robots empezaron a moverse. El cerebro electrónico de la esfera comprendió la situación y decidió continuar el trabajo. El número dos levantó de nuevo las «manos» y las colocó en la superficie del rombo, el cuarto marchó hacia adelante.

— En realidad ya no hay necesidad de él — dijo Szabo.

— No tiene importancia — contestó Stone —. No le estará de más la defensa contra la aniquilación.

Guianeya se volvió hacia Murátov.

— ¿Por qué continúan cometiendo errores? — dijo ella —. ¿O quieren destruir sus máquinas? Me da pena de ellas, ya que son admirables.

— ¿Es que las amenaza algún peligro cuando no hay satélites?

— Ya les he dicho: ¡destruyanlos!

— Expliqúese más claro, Guianeya.

— ¡Es que yo lo sé! — dijo ella con voz apenada, según le pareció a Murátov —. Yo sé poco.

— ¿Por qué usted, con tanta insistencia, nos recomienda destruir y además rápidamente?

— Porque yo oí cuando Riyagueya dijo a uno de los nuestros que nunca las personas de la Tierra podrían conocer la construcción ni de los satélites, ni de la base, aunque los encontraran. Y añadió: «Les costará caro ese intento». El sabía bien esto.

Murátov tradujo rápidamente estas palabras a los demás.

— Me parece ahora — añadió Murátov — que Riyagueya al decir esto tenía en cuenta que al tocar la base pondríamos en acción algo, por lo visto peligroso, que se refiere a los satélites.

— Usted tiene razón — dijo con alarma Stone —. Nos hemos olvidado completamente de que en cuanto fue encontrada la base los satélites han despegado. Puede venir a continuación la orden de actuar.

— Es lo más probable — resonó la voz de Sinitsin — Indudablemente ellos tenían que haber previsto la posibilidad de que nosotros encontráramos esta base y comprendieron perfectamente que la destruiríamos.

— ¡Número uno! — Esta vez la voz de Szabo no era tan tranquila —. ¡Cesar las búsquedas! ¡Atrás! — Se volvió hacia Stone —. El peligro en realidad es muy grande.

Mejor es no tentar la suerte.

— Aunque sea una pena, pero por lo visto, esto es lo mejor.

— ¿Destruirla?

— Sí — respondió con firmeza Stone.

La decisión fue aprobada, pero llegó tarde.

Los amos de la base lo decidieron antes.

En la Luna no hay sonidos, y la primera explosión las personas la vieron. El robot número uno todavía no había apagado su proyector, esperando que salieran de la cavidad sus dos ayudantes. Acababan de aparecer en el borde de la cavidad, cuando de repente se abrió una de las cúpulas saliendo de su interior un haz de fuego, y al cabo de un instante en este lugar no quedaba más que una profunda fosa.

Y a continuación explotó la segunda, después la tercera…

La cuarta explosión tuvo lugar ya en la oscuridad. La esfera se deslizó rápidamente hacia los todoterreno. Delante de ella «corrían» los dos robotshombres».

Y allí, en la negra oscuridad de la sombra, con una minuciosidad metódica, fulguraban, a intervalos regulares, columnas de fuego que destruían las complicadas instalaciones de la base, condensación del pensamiento técnico de un pueblo ignoto, desconocidas por las personas de la Tierra y traídas aquí por los compatriotas de Guianeya.

Eran impotentes las personas de la Tierra. Nada podía detener la destrucción. Nunca podría conocer nadie lo que representaba las cúpulas y el rombo. No quedaban más que las conjeturas.

Refulgió la última explosión silenciosa, la más potente, y volvió a reinar la «calima» anterior.

Cinco proyectores sin orden ninguna, pero simultáneamente, alumbraron el terreno cubierto de fosos.

Todo se había convertido en polvo. Allí, donde se encontraba el rombo, la fuerza de la explosión había demolido parte de las rocas y los trozos de granito llenaban la mitad del lugar donde había estado la base, y sólo las líneas rectas de sus límites indicaban que aquí había habido una obra artificial.

Y esto fue todo lo que quedó a las personas como recuerdo de los forasteros del cosmos.

¡No, no era todo!

¡Quedaban todavía dos satélites!

En un lugar del espacio giraban de nuevo alrededor de la Tierra, llevando consigo un peligro desconocido.

No se podía dudar, según dijo Stone, que había sido dada la «orden de actuar». Esto lógicamente se desprendía del hecho de que la base había dejado de existir. El rombo tenía que cumplir su última misión, y la cumplió.

¿Qué amenazaba a la Tierra en las próximas horas y, posiblemente en los próximos minutos?

¡Y en la Tierra nada sabían!

El todoterreno del estado mayor se dirigió a toda marcha hacia la estación. La emoción y la alarma eran tan grandes que se acordaron sólo por el camino de los demás todoterreno y por radio les explicaron la causa de tan rápida salida.

Pasados diez minutos Szabo y Stone se encontraban en el puesto de radio. En menos de un minuto fue establecida la comunicación directa con el Instituto de cosmonáutica, y Szabo, exteriormente tranquilo, transmitió el alarmante comunicado.

— Usted debe salir inmediatamente — dijo Stone a Véresov — alcanzar a los satélites y destruirlos. ¡Ah — exdamó con desconsuelo — me había olvidado de que en su nave no hay catapultas antigás!

— Las tiene la «Titov» — contestó tranquilamente Véresov —. ¿Acaso usted piensa que en la Tierra no se sabe lo que hay que hacer?

— Tiene usted razón — contestó Stone —. He perdido la cabeza.

Guianeya en cuanto llegó a la estación se dirigió a la piscina. Le gustaba con locura el agua.

Murátov tenía necesidad de hacerle algunas preguntas y sin pensarlo se encaminó al mismo lugar.

Guianeya nadaba como siempre, rápidamente. Esperó a que se aproximara a él y la llamó.

Se detuvo y quedó en el agua casi sin moverse. Era asombrosa la propiedad de flotación de su cuerpo. La cola negra de sus cabellos se ondulaba ligeramente sobre su espalda.

— Perdóneme — dijo Murátov —. La he molestado.

— No tiene importancia — contestó sonriéndose Guianeya.

— Le rogamos que recuerde si Riyagueya dijo en qué consistía el peligro de los satélites para las personas de la Tierra.

— No oí nada de esto.

— ¿Pero usted sabía para qué volaba a la Tierra?

— Lo sabíamos.

— ¿Entoces para qué?

— Para llevar a cabo el plan hace mucho tiempo pensado.

— ¿Cuál? Guianeya se rió.

— Usted no es consecuente, Víktor — dijo ella bromeando —. Si yo pudiera contestar a esta pregunta, también hubiera contestado a la primera. Es lo mismo. Sabía que queríamos llevar a cabo nuestro plan. ¿Pero cuál? Esto lo sabía Riyagueya y tres más.

Marina le había dicho a su hermano que Guianeya era capaz de mentir. Y estaba completamente convencido de que ahora mentía. La seguridad en esto la reforzó la frase de ella: «Las personas de la Tierra no merecen la suerte que se les preparaba». Para decir esto, había que saber lo que se preparaba.

— Usted lo sabe, Guianeya — dijo en voz baja.

De nuevo resonó su melódica risa.

— Supongamos que lo sé — dijo ella sin alterarse lo más mínimo —. Pero usted no tiene necesidad de saberlo.

Murátov se indignó.

— Después de lo que usted nos ha comunicado — dijo con violencia — está obligada a decirlo todo.

— ¿Me reprocha usted?

Murátov comprendió que había que cambiar el tono. En los ojos de Guianeya brillaba un fuego peligroso.

— Yo no le reprocho nada, Guianeya — dijo él —. Al contrario, estoy admirado de su noble actitud. Nos ha prestado un enorme servicio. Pero siga siendo consecuente. Lo desconocido nos causa gran alarma.

— Claro está que tiene que alarmarles. Pero aunque a usted se lo diga no lo comprenderá… — Por tercera vez Guianeya repitió esta frase.

Murátov no reaccionó por un esfuerzo de voluntad.

— Haga la prueba — dijo —. Es posible que seamos capaces de comprenderla.

Se cogió con las manos al borde de la piscina, salió con facilidad del agua (sus movimientos siempre eran ligeros, pero sobre todo aquí, en la Luna) y con desenvoltura se sentó a su lado. La luz eléctrica jugaba con sus brillos sobre su húmedo cuerpo verdoso.

— Para esto tiene usted que saber lo que fue la.causa del surgimiento de nuestro plan.

— Entonces, dígalo.

— Lo diré.

— ¿Cuándo?

— Después. Aquí no es un sitio a propósito para una conversación tan larga.

— Pero mientras usted se decide — de nuevo no se pudo contener Murátov — puede ocurrir algo irreparable.

— Es posible. Pero ahora ya nada se puede corregir o cambiar. Y no me hable con brusquedad, esto no me gusta. Nuestro plan está realizándose sin participación nuestra.

Esto ha ocurrido por culpa de ustedes. Yo les advertí.

Su sangre fría y tesonería inexplicable eran capaces de sacar de sus casillas a cualquiera. Murátov se contenía con trabajo. Ella dijo una vez que «salvaba» a la gente, y ahora ni con una sola palabra intenta ayudarla.

¡Era muy posible que una sola palabra de ella fuera suficiente!

Sintió algo parecido al odio contra esta mujer de un mundo extraño que con tanta indiferencia hablaba del peligro que amenazaba a la humanidad.

«Se ha conformado con su suerte de no volver nunca a su patria — pensó Murátov —. Y nuestra suerte no le interesa en nada. Es posible que la alegre».

Comprendía que no era justo con Guianeya. Su parecido exterior asombroso, casi idéntico, con las personas de la Tierra le hacía olvidar frecuentemente que era una persona de otro mundo, que razonaba, pensaba y se comportaba de otra forma. Otros puntos de vista, ideas, conceptos, otra educación completamente distinta dictaba su conducta. ¿De qué se podía acusar a Guianeya? ¿De qué no era como las personas de la Tierra? Ella no podía ser igual a ellas.

Hubo un momento, todavía en la Tierra, cuando Murátov pensó que las palabras de Guianeya «les salvo a ustedes» eran provocadas no por la preocupación de la suerte de las personas, sino por el instinto de conservación, ya que viviendo en la Tierra, Guianeya compartiría la suefte de la humanidad. Pero él comprendía ahora que entonces ella fue sincera. Su propia suerte le era indiferente. Si esto no hubiera sido así, Guianeya lo hubiera dicho todo inmediatamente.

— Todo lo que hizo Riyagueya ha resultado en vano — dijo pensativa Guianeya, probablemente pensando en voz alta —. Pero así tenía que ocurrir.

Murátov oyó estas palabras aunque fueron dichas en voz muy baja.

El no le hizo ninguna pregunta, hablaba no para él sino para sí misma.

Y de repente comprendió que Guianeya había pronunciado esta frase en español.

No había tenido tiempo de comprender el significado de este hecho, cuando Guianeya se arrojó al agua con un movimiento violento. Lo salpicó de pies la cabeza.

— No tiene por qué intranquilizarse — gritó ella sonriéndose —. Marina me dijo que ustedes pueden salvar cualquier peligro.

6

Murátov siguió maquinalmente con la vista varios minutos a Guianeya. Por primera vez vio como nadaba e involuntariamente admiró la belleza de sus movimientos. Jugando al waterpolo Guianeya nadaba de otra forma.

Pero sus pensamientos estaban muy lejos.

Habló con sí misma, pensó en voz alta, ¡y esto lo hizo en una lengua terrestre!

A veces ocurre que las personas expresan en voz alta sus pensamientos a sí mismas cuando están profundamente sumidas en sus meditaciones. No tenía nada de particular el hecho de que Guianeya, evidentemente sin notarlo, hubiera expresado su pensamiento en voz alta. ¿Pero por qué «pensó» en español? Sería mucho más natural si ella hubiera dicho esta frase en su idioma. La persona siempre piensa en su idioma y rio en uno extraño.

Murátov sentía que se encontraba en el umbral de un descubrimiento muy importante.

«Se deduce — pensó — que Guianeya conoce el español desde hace tiempo, posiblemente desde la infancia. Lo conoce tan bien, está tan acostumbrada que, incluso, puede pensar en él. Esto es algo raro e inexplicable, pero hay que aceptado como un hecho. Está claro que Guianyea no comprende las cuestiones técnicas, no conoce el objetivo de su vuelo al Sistema solar, sabe sólo a grandes rasgos el plan de sus compatriotas. ¿Por qué? En los vuelos cósmicos no se toman tripulantes innecesarios.

Para algo les hacía falta. ¿Para qué? Sólo había una cosa para la que podía series útil: él conocimiento de un idioma de la Tierra, del idioma español. ¡Guianeya debería ser su traductora! Pero entonces resulta que la tripulación de la nave destruida tenía el propósito de aterrizar en la Tierra, y no sólo en la Luna, donde según su criterio no había todavía personas. ¡Deducción extraordinariamente importante!»

Murátov casi echó a correr en busca de Stone. Encontró al jefe de la expedición en compañía de Szabo, Tókarev y Véresov.

— ¡Escuchen, camaradas! — Con su emoción Murátov no se dio cuenta que había interrumpido a Stone sin dejarle terminar la palabra —. Les puedo comunicar una novedad muy importante.

Les expuso detalladamente su conversación con Guianeya y sus deducciones.

— Resulta — terminó — que no sólo tenían intención de llevar a cabo su plan, sino también de permanecer algún tiempo en la Tierra. ¿Cómo se puede concordar esto?

El informe de Murátov produjo un gran efecto. Stone emocionado pegó un salto en el sillón.

— Usted tiene razón, mil veces razón — dijo —. Somos tontos por no haber comprendido esto antes. Toda la situación cambia. Si a la Tierra le amenaza un peligro por terrible que éste sea no será una catástrofe. Su plan se realizaría no momentáneamente, para ello necesitan tiempo y, bastante largo. Si esto es así no hay nada de terrible. Sabremos librarnos de cualquier peligro — (Stone, sin saberlo, repitió las palabras dichas hace poco por Guianeya) —. Los satélites serán destruidos en las próximas horas. ¡Bravo, Murátov! Ningún otro hubiera prestado atención a que Guianeya piensa en español. Es completamente evidente que ella sabe este idioma desde la infancia, y desde entonces había sido destinada para que desempeñara el papel de traductora. Acuérdense que en una ocasión dijo que había volado a la Tierra en contra de su voluntad.

— Si esto es así — dijo Tófcarev — ¿para qué tuvo Riyagueya que destruir la nave y a sí mismo? Si era amigo de la Tierra, lo lógico hubiera sido que se presentara a nosotros y nos avisara del peligro.

— Si esto lo hubiera podido hacer — refutó Szabo —. Nuestra desgracia es que no sabemos nada.

— A pesar de esto no se puede olvidar que todas nuestras suposiciones pueden resultar completamente erróneas — dijo Stone —. Es posible que la nave no haya sido destruida, sino que haya ocurrido una desgracia y todos hayan perecido.

— No, no es posible — refutó Murátov, después de haber pensado un poco —.

Guianeya ha dicho: «Lo que ha hecho Riyagueya ha sido en vano». ¿Por qué en vano?

Porque a pesar de todo los satélites han recibido la orden de actuar. Esto también se desprende de sus propias palabras.

— Ella puede equivocarse — dijo Stone con su habitual tesonería.

Pero según se aclaró muy pronto, Guianeya no se había equivocado.

El comunicado de la Séptima expedición lunar fue acogido en la Tierra con atención, pero sin una alarma particular. Los que la recibieron, discutieron la noticia y llegaron a la deducción, de que a la Tierra, es decir, a todo lo que fue construido en ella por las personas, no le podía amenazar ningún peligro. ¡Qué podían hacer al enorme planeta dos pequeños «huevos» de cuarenta metros de longitud cada uno, tuvieran lo que tuvieran dentro! Incluso la explosión de los dos satélites, cuya fuerza superase en cien veces la potencia de su completa aniquilación, no causaría ni la más pequeña destrucción, encontrándose a tal distancia de la superficie de la Tierra. Sólo se podía pensar de que en los satélites se hubiera puesto algo nocivo para la población de la Tierra, lo más probable, la fuente de una potente radiación que actuara sobre los organismos vivos. Y esto podía ocurrir sólo en el caso de que en realidad se hubiera pensado causar daño a las personas sobre lo cual muchos dudaban grandemente.

Pero no había ningún fundamento para no creer en las palabras de Guianeya. Se había recibido una señal de alarma y era necesario tomar las medidas de defensa, que fueron adoptadas rápida y organizadamente.

El Servicio cósmico recibió la orden de que saliera inmediatamente la astronave «Guerman Titov» en persecución de los satélites y que los destruyera. Sólo en esta nave había sido instalada, ya hace tiempo, la catapulta con antigás. No había tiempo para armar otra nave más en ayuda de la «Titov»

Los radioobservatorios y las estaciones de rayos cósmicos reforzaron las observaciones de todas las radiaciones que se dirigían a la Tierra procedentes del cosmos.

Y virtualmente pasados sólo contados minutos después de haber sido recibido el telegrama sobre la salida de la Luna de los dos satélitesexploradores (por antigua costumbre se les continuaba llamando así), ésitos fueron captados por los vigilantes rayos de los radares, por los objetivos de los telescopios visuales, por los potentes tentáculos de los gravímetros, instalados en numerosos satélites artificiales de la Tierra.

Los dos «huevos», coloridos por una parte y, por la otra, como antes, invisibles, después de haber salido de su base lunar sólo habían podido volar unas cuantas horas.

Fue muy útil lo que hizo la Séptima expedíción al «ahuyentar» a los satélites. Los «huevos» no habían podido todavía alejarse en d espacio cuando fueron alcanzados por la «Titov» casi en el mismo lugar: sobre el meridiano de las islas Hawai.

En este momento reinaba sobre el Océano Pacífico una noche profunda. No fue mucha la gente que pudo ver el brillo resplandeciente de los relámpagos de la aniquilación, proclamando que habían dejado de existir los dos satélites de un mundo extraño.

¿Habían podido cumplir en algún grado aquello para lo que estaban destinados? ¿O dejaron de existir sin ninguna utilidad para sus amos?

La respuesta a estas preguntas fue recibida pasadas dos horas de su destrucción.

Y las dos preguntas obtuvieron una respuesta positiva.

Los satélites tuvieron tiempo de causar daño, aunque no grande. Hubo que tomar medidas para purificar la atmósfera y recurrir a intervenciones médicas en relación con los que fueron afectados por las radiaciones de los satélites. Las instalaciones montadas en ellos, por lo visto, comenzaron a actuar inmediatamente después de su salida de la Luna.

Pero los satélites no pudieron cumplir por completo su fin. En este sentido su pérdida había sido inútil.

Las personas supieron antes de lo esperado lo que les amenazaba, con qué querían sorprender a los habitantes de la Tierra los compatriotas de Guianeya.

Su objetivo quedó claro.

Involuntariamente se sonrieron al saberlo los que estaban al corriente de los acontecimientos, que hasta ahora eran pocos: destacados científicos, funcionarios del servicio cósmico, personal de los observatorios.

Fue demasiado burdo el cálculo, demasiado bajo habían calificado la ciencia y la técnica de la Tierra los compatriotas de Guianeya. Si incluso ellos estuvieron por primera vez en la Tierra durante la Edad Media, debían haber tenido en cuenta las leyes del desarrollo de la sociedad, que no podían ser desconocidas para ellos.

Pero nada previeron y por esto se equivocaron.

— No sería cosa de risa — dijo una de los más destacados físicos de la Tierra, la profesora Marlen Frezer — si ellos hubieran realizado su idea hace unos siglos. E incluso en los últimos siglos, las personas estaban divididas por el régimen de explotación, sus acciones hubieran causado la muerte de numerosos pueblos subdesarrollados que entonces existían. Pero ahora, entre nosotros… ¿Quién puede causar daño a la humanidad unida?

— Tenemos que reconocer — completó sus palabras otro científico — que nos equivocamos en lo que se refiere a los plazos de los lanzamientos de los satélitesexploradores.

Por lo visto aparecieron cerca de la Tierra no hace mucho tiempo. De aquí resulta que sus «amos» también visitaron la Tierra hace poco y por eso todavía son menos comprensibles sus errores en el cálculo. Para equivocarse de esta forma es necesario poseer un concepto extraordinariamente alto de sí mismo, una soberbia inaudita en el trato con otros y un profundo desprecio hacia todos los que consideran inferiores a ellos.

Nadie en la Tierra tenía la menor sospecha de cuan cerca de la verdad estaba este científico.

Todo peligro había desaparecido.

¡Ahora! ¿Pero en el futuro?

¿Se podía esperar un nuevo ataque?

Podría tener lugar, pero no habría que temerlo viendo entre el pueblo de Guianeya habían aparecido personas como Riyagueya. Era evidente que la humanidad desconocida había alcanzado un nivel de desarrollo tal que son imposibles actos de hostilidad contra otra humanidad.

Era un enigma como seres con una ciencia y técnica tan potentes, pudieron pensar e intentar llevar a cabo el inhumano plan de obligar a la población del globo terráqueo a desaparecer de la faz del planeta, a desaparecer de forma «natural», haciendo cesar la natalidad, y ellos mismos ocupar los lugares que quedaban vacíos.

Esto testimoniaba, primero, la superpoblación de su propio planeta, y segundo, el bajo nivel moral.

Pero era incompatible, desde el punto de vista terrestre, el bajo nivel moral con el altísimo desarrollo de la técnica.

El conocido historiador y filósofo Andréi Pérventsev publicó un artículo, al poco tiempo de estos acontecimientos, en el que exponía sus puntos de vista sobre todos los aspectos de estos enigmas.

Según su criterio era necesario buscar la única explicación en casos análogos existentes en la historia terrestre.

Las leyes del desarrollo de la sociedad de los seres racionales son en todas partes aproximadamente iguales. Pero la diversidad de la naturaleza es infinita, e infinitos los caminos de desarrollo de los seres racionales. Tanto más cuando se trata del Universo.

Hace más o menos cien años, Alemania, uno de los países más desarrollados de la Tierra, sumió al mundo en una guerra devastadora, llevando a la realidad la doctrina de la destrucción de otros pueblos… ¿Acaso la posesión de las fuerzas termonucleares no demuestra la existencia de una alta técnica? Sin embargo, hubo un tiempo en que las personas que estaban en posesión de esta técnica, prepararon una catástrofe nuclear, que amenazó a la humanidad con la misma suerte que le preparaban los compatriotas de Guianeya.

«La naturaleza de los explotadores — deducía como conclusión Pérventsev — es siempre y en todas partes igual. Para mí no hay ninguna duda de que en el planeta de Guianeya existía, en el tiempo cuando fue pensado el plan, un régimen de explotación altamente desarrollado. Ahora, con toda probabilidad, este régimen ha dejado de existir o vive los últimos días. Lo que hizo Riyagueya nos convence de esto».

Pérventsev era el que estaba más próximo a la verdad, pero, por ahora, no lo sabían.

Una cosa estaba clara: Un acto tan hostil, como el que conocieron las personas de la Tierra, era una rarísima excepción. Y no había ningún fundamento para pensar que esta excepción pudiera repetirse.

La intervención cósmica, según había dicho justamente Frezer, podría haber tenido éxito en los tiempos de la juventud de la sociedad humana. Pero nunca cuando las personas se han unido y juntas pueden defenderse de cualquier peligro.

Es invencible la sociedad que vive formando una familia amiga y cohesionada, que ha alcanzado las altas cumbres de la ciencia y técnica.

7

— Esto comienza a intranquilizarme — dijo Marina.

Se levantó y defendiéndose los ojos con la palma de la mano miró hacia la lejanía del mar, refulgente por miríadas de lucecillas.

Las olas azul esmeralda del Mar Negro llegaban perezosamente a la orilla. Una neblina nacarada ocultaba la línea del horizonte. Y allá, en la lejanía se divisaba como colgado en el aire, un barco blanco. Estaba tan lejos que parecía inmóvil. Era un día casi sin viento, de vez en cuando se sentía un ligero soplo que no traía frescor, sino bochorno.

La negra cabeza de Guianeya no se veía por ninguna parte.

— Nada admirablemente — dijo indolente Víktor Murátov.

— Ha pasado más de una hora.

— ¿Qué quieres decir con esto?

— Que me intranquiliza.

Raúl García se irguió apoyándose en los codos.

— Vamos a buscarla — propuso.

— ¿En qué?

— En cualquier lancha. Si explicamos de qué se trata cualquiera nos la dejará.

— Esperemos un poco más.

La intranquilidad de la hermana se apoderó de Víktor. Se levantó y marchó hacia el agua.

Hoy habían nadado mucho. Guianeya todo el tiempo había estado con ellos, y cuando todos se cansaron se alejó sola. Pasó una hora entera y Guianeya no aparecía.

Había pasado un mes desde el regreso a la Tierra de la Séptima expedición lunar. La mayoría de las personas habían olvidado la alarma y emoción de aquellos días. Y sólo la presencia de Guianeya en la Tierra hacía recordar los extraordinarios acontecimientos.

Los participantes de la expedición decidieron disfrutar un mes de descanso y fueron al litoral del Cáucaso.

En los primeros días Guianeya no estaba con ellos porque había ido al Japón a buscar a Marina.

Durante este mes se aclararon muchas cosas. Guianeya era cada vez más franca. Se aclaró definitivamente que existía un mundo cuyos habitantes tenían una necesidad parentoria de encontrar un planeta para poblarlo. Dejó de ser un enigma el que Guianeya no recordara su patria, circunstancia que en su tiempo tanto soprendió a Víktor Murátov.

Había nacido en otro planeta encontrado por sus compatriotas y reconocido por ellos como no apto para su colonización. Guianeya nunca había visto su verdadera patria.

También quedó clara la personalidad de Riyagueya, científico, ingeniero (según conceptos terrestres), dirigente técnico de la expedición cósmica, que era, por lo visto, completamente distirito de los otros compatriotas de Guianeya. Siempre estuvo en contra del plan de sus colegas en lo referente a la Tierra, considerándolo como inhumano.

Insistía en quedarse en el primer planeta, reconstruir y poblarlo. No estaba claro por qué no estuvieron de acuerdo con él. Guianeya sobre esto calló algo.

Y aunque quedó completamente claro el objetivo del vuelo de la nave de la que desembarcó Guianeya, nadie en la Tierra experimentaría hacia ella un sentimiento de hostilidad.

Fue evidente el papel pasivo de esta muchacha, todos creyeron en sus palabras de que había volado hacia la Tierra en contra de su voluntad, y esto explicaba la simpatía que todos sentían hacia Guianeya.

Según Marina Murátova, Guianeya había cambiado asombrosamente después de su regreso de la Luna. Si antes se notaba en ella un temor velado ahora no quedaba ni rastro. Si antes Guianeya esquivaba a las personas, ahora buscaba su sociedad. Y por su deseo, por su iniciativa, Marina y Guianeya se unieron en seguida a los participantes de la Séptima expedición.

No era un misterio para nsdie la causa de este cambio. Guianeya sabía el peligro que amenazaba a las personas de la Tierra, esperaba la realización del plan criminal y temía de venganza. Era evidente que juzgaba a las personas según las costumbres y representaciones de sus compatriotas que, por lo visto, debían de ser severos y feroces.

Por algo, después de que habló con franqueza, Guianeya manifestó que estaba cerrado para ella el camino a la patria.

Ahora, cuando nada había pasado, cuando el plan había sido liquidado de raíz y ningún peligro se cernía sobre las personas, Guianeya dejó de tener miedo.

Todo esto era suficientemente verosímil para considerado como una verdad.

Claro está que nadie hubiera tocado a Guianeya incluso con la realización del plan, pero su alarma era comprensible.

Guianeya respondió con un «¡No!» categórico y firme a la pregunta de si sus compatriotas podrían enviar a la Tierra nuevos satélitesexploradores, y se negó a fundamentar detalladamente su respuesta.

— Yo no quiero — dijo a Marina — que se forme en ustedes un criterio excesivamente malo de nosotros. Ya es bastante poco halagüeño. Comprendo que, por su parte, esto no es sólo una curiosidad, pero crean en mis palabras. Nunca se repetirán los intentos de causar daño a las personas de la Tierra. Hablo en nombre de Riyagueya aunque él ha muerto. Si esto no fuera así él no habría hecho lo que hizo.

Estas palabras, comunicadas por Marina, convencieron a todos. La personalidad de Riyagueya, al que nadie había visto, ni verían, continuaba influyendo en los acontecimientos aún después de su muerte. Creían en él, y lo que dijo Guianeya en su nombre era de una lógica aplastante. No tenía ningún sentido el sacrificarse y sacrificar a sus camaradas, si había la posibilidad de enviar nuevos satélites hacia la Tierra con el mismo objetivo. Entonces, como una vez dijo Tókarev, hubiera sido lógico presentarse ante las personas y advertirles del peligro.

Es cierto que no estaba claro el por qué Riyagueya prefirió destruir la nave y matarse, ya que podía en este caso haberse presentado ante las personas, pues, según había confirmado Guianeya, la nave iba a descender en la Tierra.

Guianeya era mucho más franca pero no hasta el fin. Había callado mucho, y a lo que fue dado a conocer por ella hubo que añadirle una serie de reflexiones.

Pero se podía abrigar la esperanza de que, tarde o temprano, Guianeya diría todo.

Fue decidido dejarla obrar como ella quisiera y no forzar los acontecimientos.

Guianeya estaba rodeada con la atención y cuidados de siempre.

A muchos le causaba asombro el que a ella no le fuera penoso el ocio. Pronto se cumplirían dos años de su llegada a la Tierra. En este tiempo había recorrido todo el globo terráqueo, había visto todo y, según entendían las personas de la Tierra, hacía tiempo que debía haber experimentado la necesidad de realizar algún trabajo. Pero no se había observado en Guianeya ningún síntoma de que sintiera esta necesidad.

Se sabía que Guianeya era muy joven. Marina pudo obtener, por fin, contestación a la pregunta sobre la edad de la huésped del cosmos. Guianeya supo incluso calcular sus años según el tiempo terrestre. Resultó que si se calculaba por los años terrestres Guianeya tendría sólo diecisiete años.

Esto en parte explicaba el que Guianeya no hubiera tenido tiempo de acostumbrarse al trabajo.

A la pregunta natural de cuántos años vivían, como término medio, sus compatriotas, ella dio una contestación que a muchos les pareció increíble. Guianeya dio la gigantesca cifra de 500 años. Se deducía que, según los años terrestres, sus compatriotas vivían seis veces más que las personas de la Tierra.

Las causas de su longevidad, y la cuestión de que si ésta había sido siempre así o solamente en los últimos siglos interesó a muchos científicos, pero la contestación de Guianeya fue simple y desilusionadora:

— No lo sé — dijo ella.

Había pocas esperanzas de saber lo que no sabía Guianeya. Le era desconocido dónde se encontraba su primera patria.

— ¿Pero allí saben a dónde voló su nave? — le preguntaron a Guianeya.

— No — fue una respuesta la más de rara. Muchas cosas quedaron ocultas y por lo visto para siempre. Si en la patria de Guianeya no sabían la existencia de la Tierra, no había ninguna probabilidad de que saliera una nave cósmica. Se excluía el hallazgo casual de un planeta en los espacios dol universo, y además aquel que se necesitaba.

Las probabilidades para tal casualidad eran completamente nulas.

Esto apenaba y al mismo tiempo irritaba. Se quería involuntariamente que en lugar de Guianeya se hubiera encontrado en la Tierra una persona más informada.

— ¡Si Riyagueya estuviera aquí! — dijeron los científicos.

Entonces, claro está, la comunicación entre los dos mundos no estaría rota como ahora.

Pero esto no podía cambiarse o corregirse. Así era y había que conformarse.

El sueño secular de establecer, al fin, comunicación con los habitantes de otros mundos, amenazaba con quedarse, durante un tiempo indeterminado, como antes, en sueño.

— Suerte que por lo menos es agradable mirar a esta representante de otro mundo racional — bromeaban en la Tierra —. Podría haber sido un monstruo.

Era el único consuelo.

Pasaron diez minutos más.

Ya varias decenas de personas miraban con alarma el mar, buscando con prismáticos a la desaparecida Guianeya. Murátov y García habían recibido una lancha y se preparaban para buscar a la muchacha.

— ¡Ahí está! — dijo Marina con alivio, que fue la primera que vio a la fugitiva.

La negra cabellera que ondeaba con los movimientos de la nadadora se acercaba rápidamente hacia la orilla. Guianeya nadaba con su estilo peculiar. No se observaba cansancio en ella después de casi hora y media de nado. Las manos verdosas cortaban con uniformidad y energía el agua.

Cuando salió del agua nadie pudo observar una respiración agitada. Parecía como si no hubiera hecho nada.

— ¡Nos tenía muy intranquilos! — dijo Marina.

Guianeya se sonrió.

— He nadado muy lejos — dijo con una voz en la que no se notaba la menor alteración —.


Quiería haber alcanzado el barco blanco, pero no he podido. Después me puse a pensar y me olvidé de que ustedes me esperaban. ¡Perdónenme!


Se dejó caer sobre los guijarros que mezclados con la arena cubrían la playa. En este acto tampoco se vio que estuviera cansada.

— ¿En qué pensaba usted? — preguntó García.

El joven ingeniero tenía una simpatía particular hacia Guianeya. Esta simpatía que rayaba en el enamoramiento, sirvió de motivo para frecuentes bromas.

Guianeya se volvió hacia Murátov.

— Estoy apenada — dijo ella, y Víktor captó inmediatamente en su tono una nueva nota.

La miró a los ojos. No había lágrimas en ellos pero se sentían en sus palabras —. Me acordaba de mis padres, de mis hermanas, de mis hermanos. Y son grandes los deseos que tengo de verlos.

No se dirigió a García para contestar la pregunta, pero éste no se ofendió. Todos sabían muy bien que Guianeya se dirigía sólo a Murátov cuando la pregunta le aprecia muy importante.

— Pero esto nunca se realizará — añadió Guianeya.

¡Pobre muchacha, estaba ignorante de todo!

— Temo que sea así — contestó con suavidad Murátov —. Haríamos todo lo posible para que usted tenga la posibilidad de regresar, pero usted misma no sabe dónde se encuentra su segunda patria. A lo mejor sale de allí hacia la Tierra una nave más.

— Tenía que haber salido — dijo inesperamente Guianeya —. Pero en el último momento se decidió no enviarla.

— Sus compatriotas pueden haberlo vuelto a pensar. Oiga, Guianeya — Murátov quería aliviar sus penosos pensamientos —, ¿por qué precisamente usted fue elegido como traductora? ¿Es que sólo usted sabía español?

— Lo sabe bien mi padre — dijo Guianeya — pero ya es viejo para volar por segunda vez a la Tierra y yo era la que mejor aprendí este idioma.

— ¿Su padre estuvo en la Tierra?

— Tomó parte en el primer vuelo, en el que fue encontrado su planeta.

— ¿Estuvo mucho tiempo en la Tierra?

— Exactamente no lo sé, pero me parece que mucho. Mi padre tuvo tiempo de aprenderlo bien.

— ¿Cuándo tuvo lugar esto?

Raúl y Marina aguzaron el oído al escuchar esta pregunta que hacía tanto tiempo interesaba a todos. ¿Respondería Guianeya?

— Les parecerá a ustedes raro — dijo Guianeya — pero no lo sé. En los vuelos cósmicos es muy difícil comprender la marcha del tiempo. Pero me parece que, calculando según los años de ustedes, esto tuvo que tener lugar aproximadamente hace medio siglo.

— ¿Qué? — Murátov se levantó fuertemente emocionado —. ¿No se equivoca usted, Guianeya?

— Pienso que no me equivoco. ¿Qué es lo que le asombra a usted?

— No, nada. Pensábamos que esto había sucedido mucho antes.

La respuesta de Guianeya derrumbó en un instante todo el edificio de conjeturas e hipótesis levantado por las personas. Parecía indudable que los compatriotas de Guianeya habían estado en la Tierra durante la Edad Media. Era difícil concebir que nadie los hubiera notado en los últimos tiempos. ¡Medio siglo! Esto significaba que una nave extraña descendió en la Tierra en los últimos veinticinco años del siglo veinte, en la época del socialismo y del florecimiento impetuoso de la cosmonáutica. ¡Increíble!

— Vamos a aclarar las cosas — dijo Murátov, intentando ocultar a Guianeya su emoción creciente —. No tenemos nada que hacer y podemos dedicarnos un poco a las matemáticas. ¿Cuántos años tenía usted cuando su padre voló a la Tierra?

— Ninguno — sonrió Guianeya —. No había tenido tiempo de nacer.

Esto dificultaba el problema.

— Bien, ¿pero cuántos años tenía su padre?

— No lo sé.

— Pero, por ejemplo, su madre, tenía que recordar cuánto tiempo estuvo ausente.

— Probablemente esto lo recuerde, pero yo nunca se lo pregunté.

Se derrumbó el plan de Murátov.

A pesar de todo no podía creer en sus palabras. ¡Medio siglo! Guianeya se equivocaba.

Se podía creer que esto hubiera ocurrido al comienzo del siglo diecinueve, pero al final del veinte… Guianeya confundía la diferencia del tiempo que hay para las gentes que se encuentran en el planeta y para aquellos que vuelan en el cosmos con una velocidad cercana a la de la luz. Todo consistía en esto.

Pero Guianeya se podía equivocar en un siglo, en siglo y medio, pero no más. Había que rechazar la hipótesis de que esto había ocurrido en los siglos de la Edad Media de la historia terrestre.

Esto cambiaba todo el cuadro que habían ideado los científicos de la Tierra con la colaboración y participación activa del mismo Murátov.

«Es una verdadera pena que en vez de Guianeya — pensó Murátov — no estuviera aquí el mismo Riyagueya. ¿Se descubrirá alguna vez la verdad o quedará desconocida por los siglos de los siglos?»

Murátov estaba tan pensativo que no contestó a una pregunta que le hizo Guianeya.

Ella se encogió de hombros y se volvió hacia Marina.

— Miren, camaradas — dijo García — hacia nosotros corre Stone.

— ¿Corre? — dijo Marina asombrada. Todos se volvieron.

Stone, en efecto, no andaba sino que corría. Esto no era habitual en él. Por lo visto, algo había ocurrido.

Incluso sin saludar, lo que en él era completamente extraño, dijo jadeando:

— ¡Traduzcan! Cerca de la Tierra ha aparecido una nave cósmica, y sin duda alguna pertenece a sus compatriotas.

8

Los gravímetros de las estaciones lunares fueron los primeros que captaron la presencia de una nave invisible que se aproximaba a la Tierra.

La invisibilidad, de por sí, hizo pensar que esta nave pertenecía a los mismos que volaron hace año y medio, ya que no podía ser que durante tan corto espacio de tiempo visitaran la Tierra personas de dos planetas diferentes. Esto hubiera sido una casualidad extraordinariamente inconcebible, puesto que una visita de esta clase ni una vez tuvo lugar durante miles de años, sin tener en cuenta la que hicieron los compatriotas de Guianeya. Estaba claro que eran ellos.

¿Pero para qué y con qué objeto se presentaban tan pronto?

El plan de los compatriotas de Guianeya estaba completamente claro y esto daba la posibilidad de prever sus ulteriores acciones.

Se consideraba que era prematuro el vuelo a la Tierra de la segunda nave.

Aunque fue pequeño el tiempo que actuaron los emisores de radiaciones de los satélitesexploradores, sus radiaciones fueron captadas por los aparatos, estudiadas y descifradas. Pertenecían al grupo de las radiaciones atómicas, y su influencia sobre el organismo humano conducía inevitablemente al cese completo de la natalidad. La humanidad de la Tierra debía «extinguirse» de forma natural.

Para la realización de este plan se exigía como mínimo de ochenta a noventa años, y sólo después de este plazo se esperaba el segundo vuelo.

La tripulación de la primera nave fue aniquilada por Riyagueya, y los que habían quedado en el planeta no podían saber que el plan había fracasado.

Sin embargo aparecían pasado sólo año y medio.

Sin duda alguna ellos estaban seguros que sus camaradas de la primera nave habían conectado las instalaciones de los satélites, pero lo que había pasado no lo sabían y no lo podían saber.

¿Para qué entonces habían volado?

Había tres explicaciones.

La primera, la más inverosímil, era que la nave de Riyagueya no regresaría a su debido tiempo. Su inverosimilitud consistía en que la tripulación de la nave debía de pasar un cierto tiempo en la Tierra. Esto lo demostraba la presencia de la traductora. Pero año y medio era un plazo demasiado pequeño para poder salvar la distancia de la Tierra hasta cualquiera de las estrellas más próximas, aunque sólo se estuviera en la Tierra un mes.

La segunda, que parecía la más verosímil, expresaba la idea de que la nave aparecida había volado para realizar una comprobación. Y poniéndose en lo más desagradable, había volado con el fin de reforzar la acción de los satélites, de acelerarla, para lanzar sobre la Tierra nuevas porciones más potentes de diabólicas radiaciones.

La última explicación parecía que la desmentía la acción de Riyagueya y lo que había dicho en su nombre Guianeya. Pero ella podía también equivocarse.

Llegó el momento de pensar en ¿cómo recibir a los huéspedes no invitados?

La humanidad de la Tierra tenía todos los derechos morales para destruir la nave que se acercaba. Esto sería un acto legal, como se decía en la antigüedad, un acto de autodefensa y esto era fácil hacerlo.

Pero a nadie se le ocurrió una acción de este tipo.

Los científicos e ingenieros sentían una gran desilusión ya que la base y los satélites habían desaparecido sin dejar rastro, sin que nadie pudiera saber su construcción y principios de funcionamiento. Esta era técnica de otro mundo, y como era natural, existían grandes deseos de estudiarla.

¡Destruir también esta nave! Esto significaría renunciar definitivamente y para siempre a la idea de poder conocer la técnica de aquel mundo.

La curiosidad científica es un impulso muy fuerte y es casi imposible luchar contra él.

¿Ha hecho del hombre lo que es, ha sido siempre una cualidad del hombre!

¡Destruir la nave! ¡No, nunca! Sólo en caso extremo, si no queda otro remedio.

La poderosa técnica de la Tierra impulsaba a seguir otro camino.

Era necesario intentarlo. Y si fracasaba, en cualquier momento se podía dispersar la nave en átomos.

Desde el momento de su aparición en el «campo visual» de los gravímetros hasta la adopción del acuerdo, pasó poco tiempo. Al cabo de dos horas la Tierra ya estaba preparada para cualquiera de las variantes.

Los rayos de los radares tenían «atrapada» a la nave. Eran ya conocidos su volumen y dimensiones. Se envolvió al planeta con una capa protectora antirradiación. Cuatro astronaves se habían aproximado al huésped y le seguían con insistencia.

Todo estaba preparado.

Los advenedizos se encontraban inermes completamente, en poder de las personas de la Tierra.

¿Sabía esto su tripulación? Debían haber notado la «escolta» de honor, comprender para qué era, y hacer la conclusión correspondiente.

¿Qué medidas tomarían?

En la Tierra esperaban tranquilamente. El Instituto de cosmonáutica se convirtió en el estado mayor de las operaciones de recibimiento, y Laszlo Szabo tenía la mano sobre el botón. Una pequeña presión y las cuatro astronaves al recibir la señal de ataque lanzarían cuatro cohetes mortíferos que no dejarían nada del advenedizo.

Su conducta era muy rara.

Por lo visto ya hacía tiempo que se habían conectado los motores de freno y la nave volaba muy lentamente, disminuyendo constantemente su velocidad, en un grado mayor de lo necesario.

Por fin su velocidad llegó casi al cero.

Por lo visto los advenedizos no pensaban descender en la Luna. Para entrar en la órbita alrededor de la Tierra, como hicieron los satélitesexploradores, era necesaria una gran velocidad. Era incomprensible que pudieran descender en la Tierra tan lentamente.

Se había creado la impresión de que el comandante de la nave no sabía qué hacer.

Era posible que hubiera visto todo y comprendiera que había caído en una trampa.

Entonces la nave podía inesperadamente dar la vuelta y desaparecer en el cosmos.

Szabo decidió firmemente no permitir esto. ¡De la Tierra no marcharán «vivos» los advenedizos!

¿A quién se le podía ocurrir que la nave no la dirigía nadie, que los cuatro seres que se encuentran en ella, incluso no saben que su camino ha terminado, que los aparatos automáticos esperan la orden que nadie les puede dar?

No sería suficiente tener la imaginación más perspicaz para poder sospechar la verdad.

En la Tierra estaban perplejos. La nave gigantesca — su longitud era de medio kilómetro — al «empantanarse» cerca de la Tierra gastaba tiempo y energía inútilmente. De ella no se desprendía ninguna radiación.

El que la nave no hubiera caído en la Tierra testimoniaba que funcionaban las instalaciones de freno. Mantener, cerca de un cuerpo celeste tan grande como la Tierra, en un mismo sitio, un gigante de este tipo costaba un gasto colosal de energía.

Y surgió la idea de que había ocurrido una nueva tragedia, de que la tripulación de la nave estaba muerta.

¿Qué podía haber conducido a este final el vuelo interestelar? ¿Un segundo Riyagueya?

Urgentemente consultaron a Guianeya. Confirmó sus palabras de que la segunda nave, que era exactamente igual que la primera, estaba preparada para el vuelo, pero que después se decidió que saliera sólo una. Ignoraba lo que pudo hacer cambiar esta decisión.

Existían ahora muchos más fundamentos para llevar a cabo el plan trazado.

Pero para esto era necesario convencerse de que no era peligrosa la aproximación de la nave, de que en ella no había instalaciones defensivas, parecidas a las que tenían los satélites.

Las astronaves que acompañaban al «huésped» recibieron la orden de comprobar esto.

Cuatro robotsexploradores se aproximaron desde diferentes partes al advenedizo del cosmos y sin obstáculo tocaron su superficie.

No tuvo lugar aniquilación. ¡La nave no tenía instalaciones de defensa!

En las pantallas de los cuadros de mando de las astronaves surgieron los contornos difusos de lo que se encontraba dentro del «huésped»…

¡Y una nueva sorpesa!

La transmisión de uno de los robots que se encontraba en la parte media de la nave cósmica, mostró claramente que algo se movía dentro…

¡Este «algo» recordaba a seres vivos, a personas!

Había que desechar la suposición anterior, ¡la tripulación estaba viva!

Todo esto puso al Instituto de cosmonáutica en un callejón sin salida. ¿Qué significaba la absurda conducta de los forasteros? No se podía concebir, que en la nave que había realizado un vuelo interestelar, se encontraran personas que no tuvieran idea de las leyes de la mecánica estelar, que no se dieran cuenta de sus actos.

¡Pero por lo que se veía resultaba así!

No cabía lugar para dudas.

¡Instalaciones defensivas no existían, la aproximación a la nave no ofrecía ningún peligro!

— Les ayudaremos a tomar una decisión — dijo Szabo.

Salió de la Tierra la misma escuadrilla que en algún tiempo dirigió Murátov. Ya hace tiempo que estaba preparada con el fin de convertir un asteroide más en estación científica cósmica. No se tenía grandes deseos de gastar energía en un objetivo no previsto, pero no quedaba otro remedio.

La potencia de la escuadrilla, que hizo cambiar la órbita de Hermes, era más que suficiente.

Las naves eran muy pequeñas en comparación con el gigantesco advenedizo, pero eran ocho. Por cuatro partes se acercaron al «huésped», dos por cada una, y se pegaron a su bordo. La nave era invisible incluso desde cerca, pero se distinguía bien como una «hendidura» negra en el cosmos, en el fondo estelar.

Potentes imanes adhirieron las naves al advenedizo formando un todo único.

La nave fue apresada y ya no podía desprenderse.

Inmediatamente se puso en claro que los motores de la nave advenediza repelían la atracción de la Tierra.

Había sido cumplida la primera parte de la operación planeada pero se planteaba la cuestión de ¿cómo obrar en lo sucesivo?

Sin duda alguna la fuerza de las ocho astronaves podría vencer la fuerza de los motores de la nave. ¿Pero qué pasaría en la Tierra después del aterrizaje?

¿Se detendrían los motores de la nave o continuarían funcionando inútilmente?

La actitud del «huésped» cerca de la Tierra era lo suficientemente inconcebible para que esta pregunta no se hiciera en balde.

Sería ridículo sujetar la nave con cadenas al cohetódromo. ¿Y, además, qué cadenas podrían mantener sujetada una nave cósmica de tales dimensiones?

El comandante de la escuadrilla comunicó sus dudas al estado mayor de la operación, donde no pensaron mucho tiempo.

Los aparatos automáticos del huésped — estaba claro que en el momento actual dirigían la nave no personas sino aparatos — resultaron «sensatos». Claro está que los aparatos terrestres, correspondientes a los de la nave, eran «más inteligentes» y no hubieran permitido un gasto inútil de energía, pero a pesar de todo obraban con una cierta lógica, si les había sido incluido en el programa la orden de esperar al arribar a otro planeta.

Esto significaba que al «sentir» tierra debían detener los motores.

Szabo contestó en este sentido al jefe de la escuadrilla.

Las ocho naves cambiaron su plan. ¿Para qué oponer resistencia a los motores de «huésped», si se les podía utilizar?

Las personas de la Tierra querían comprobar, además, cuan «sensatos» eran los aparatos automáticos del advenedizo.

La nave podía conducirse hacia la Tierra con la proa hacia adelante. Entonces, sus motores, si funcionaban como antes, no lo impedirían sino todo lo contrario, ayudarían.

Pero si ellos comenzaban a funcionar en dirección contraria, entonces habría que emplear la fuerza aunque era una pena gastar tanta energía.

Resultó que el «juicio» de la nave de los huéspedes era más perfecto de lo que se suponía.

Apenas se empezó a remolcarlo cuando los motores del huésped dejaron de funcionar por completo. El «cerebro», por lo visto, sintió y «comprendió» que a la nave la gobernaban desde afuera.

Era posible que no hubiera comprendido nada, sino que fuera corriente un aterrizaje de esta forma, teniendo en cuenta las gigantescas dimensiones de la nave.

Fuera lo que fuera esto no tenía ya gran importancia; el «huésped» no ofreció resistencia y después de hora y media aterrizaron las ocho naves de la escuadrilla en el cohetódromo de los Pirineos, completamente libre de todos los cohetes. Entre ellos se encontraba algo parecido a un espectro.

El cuerpo gigantesco tapaba todo lo que se encontraba tras él, pero era absolutamente invisible, parecía un vacío opaco.

Por primera vez veían las personas de la Tierra tal espectáculo.

Recibieron al forastero sólo los empleados del servicio cósmico. Una precaución elemental obligó a cerrar el cohetódromo para los ajenos. Se hizo una excepción sólo para dos personas: Murátov y Guianeya.

Se separaron las naves auxiliares y volaron hacia el extremo del cohetódromo. Quedó solo el huésped.

Era necesario hacerlo visible. La «visión» en todos sus aspectos no era muy agradable.

Nadie salía de la nave. Los aparatos acústicos no captaban ningún sonido dentro de él.

Los aparatos teleradiográficos, que se acercaron inmediatamente, no registraron ningún movimiento.

¿Por qué ahora había cesado lo que se vio en las pantallas de la escuadrilla?

Parecía como si se hubieran ocultado los que se encontraban dentro de la nave.

Las personas de la Tierra no temían ninguna amenaza, ya que la nave aquí no podía causar un gran daño, debido a que se encontraba en poder comlpeto de los amos del planeta. Pero la ausencia de movimiento producía la impresión de que pudiera existir alguna amenaza.

La tripulación de la nave debía comprender que había sido hecha prisonera. ¿Cómo obraría el comandante?

Si pensaba elevarse y salir volando, esto no le salvaría. Cuatro astronaves de la escolta que no habían descendido a la tierra, estaban sobre el cohetódromo a una gran altura vigilando atentamente al huésped. En caso de que intentara huir sería destruido inmediatamente.

Las personas se esforzaban vanamente en averiguar qué es lo que pasaba ahora dentro de la nave.

Lo mismo que antes, nadie, incluso Guianeya, podían sospechar en lo más mínimo la situación real de las cosas.

9

Merigo y sus tres camaradas no observaron y tampoco sintieron la disminución de la velocidad del vuelo. No sabían lo que pasaba con su nave, no sospechaban que había terminado su largo y atormentador viaje, que habían alcanzado felizmente el objetivo.

El intento descabellado, que nunca podría haber emprendido una persona que dominara la técnica fue coronado con éxito gracias a una serie de casualidades. Pero esto tampoco lo sabían ellos.

Una de las casualidades fue el que los cuatro hubieran quedado vivos. Su ingenuidad los hizo pensar que el camino al otro planeta era corto.

Y si en la astionave de los «odiados» no hubiera existido un depósito de víveres, si esta nave, que estaba preparada para volar tras la primera, la hubieran descargado de todo, entonces los cuatro hubieran muerto de hambre, y si hubieran retirado el agua preparada para las piscinas los cuatro hubieran muerto de sed.

Y hubieran quedado para simpre en el cosmos, si hubiera ocurrido la más pequeña avería en los aparatos de dirección, ya que si hubieran sonado las señales de alarma ninguno de los cuatro hubiera podido arreglar la avería, porque ni tan siquiera comprendían el significado de estas señales.

Y otras muchas más cosas hubieran podido surgir en su camino.

Los cuatro habían realizado un vuelo cósmico, que sin duda alguna era único e inigualable en la historia de cualquier planeta.

Podrían estar orgullosos, pero para esto era necesario comprender la importancia de su hazaña. Ellos no comprendían nada e incluso no pensaban en que habían realizado una proeza valiente, abnegada y humana.

No sabían que su viaje había terminado, y al sentir un pequeño choque en el aterrizaje, no comprendieron lo que esto significaba.

No hubo ningún cambio de la fuerza de gravedad dentro de la nave e incluso ahora no sintieron ningún cambio en su peso.

Nada les podía indicar que la nave había terminado su vuelo, que estaba inmóvil sobre el planeta, y probablemente hubieran estado durante mucho tiempo sin conocer esto hasta que las personas de la Tierra no se presentaran ante ellos.

Pero los «odiados» habían pensado por ellos.

Inesperadamente para los cuatro parecían desaparecer las paredes del local central donde se encontraban. Ante los cuatro se presentó un cuadro incomprensible y asombroso.

Esperaban ver en el planeta hacia donde volaron, bosques espesos, chozas de los habitantes, un mundo parecido al suyo.

La nave estaba en el centro de un enorme campo, desprovisto de vegetación y singularmente plano, como una meseta de montaña. En el horizonte se levantaban edificios fantásticos, que en cierto grado se asemejaban a los edificios erigidos por los «odiados» en su planeta. Unas máquinas se aproximaban por todas partes. Eran también parecidas a las de los «odiados» pero tenían una forma un poco distinta. En ellas venían personas a las que se podía ver perfectamente.

Los cuatro, llenos de desesperación, cayeron al suelo.

«Los odiados»!..

La nave les llevó no a donde ellos querían. ¡Estaban en el planeta de los «odiados», en su patria!

¡Todo fracasó, todos los planes se derrumbaron!

Los cuatro yacían sin movimiento, resignados con su suerte, conformes con su aciago fracaso. ¡Que vengan y hagan lo que quieran!

Para los cuatro la vida no tenía ya ningún valor.

El primero que volvió en sí fue Vego, el más viejo de los cuatro.

— Es necesario que destruyamos el contenido del cajón amarillo — dijo — antes que los «odiados» aparezcan aquí. Nos han engañado. La nave debíia volar no donde voló la primera. Pero aquí no saben nada. Callaos, hagan lo que hagan con vosotros.

— Callaremos, pase lo que pase — respondieron los tres.

No duró mucho tiempo el pintar de color gris el cuerpo invisible. Potentes pulverizadores realizaron esta labor en media hora.

Ante los ojos de las personas se elevaba como una montaña el cuerpo colosal del gigante cósmico de una longitud de quinientos metros. Tema una forma alargada, nervada, con abultamientos en sus extremos. No se veía nada que pudiera parecerse a toberas. Por lo visto la nave no era de reacción.

— Es la misma — dijo Guianeya — que tenía que haber volado después de nosotros, pero decidieron no enviarla. ¡Qué raro! ¿Por qué está aquí?

— ¿La suya era igual? — preguntó Murátov.

— Las dos eran completamente iguales. Esperaron pacientemente más de una hora.

Pero nadie salía de la nave.

— ¿La entrada se puede abrir desde afuera? — preguntó Stone.

— Sí.

Las dos frases las tradujo Murátov.

— Tenemos que entrar nosotros mismos — propuso Szabo —. A lo mejor la tripulación de la nave necesita nuestra ayuda.

— Abriremos la entrada — dijo Matthews — y esperaremos. Es posible que la composición del aire en el interior de la nave se diferencie de la terrestre. Es necesario hacer una desinfección.

— Sin duda alguna — acordó Stone —. ¿Pero se podrán abrir las dos puertas? Porque probablemente existe una cámara de salida.

Guianeya confirmó que existía la cámara de salida y que las dos puertas, una exterior y otra interior, no se podían abrir simultáneamente.

— Pero la defensa — añadió — es automática. No puede penetrar nada nocivo ni en la nave, ni salir de ella. Todo lo que entra o sale se vuelve inofensivo. Nada tienen que temer. El aire interior en nada se diferencia del de ustedes.

— ¿Cómo proceder? — preguntó Matthews. Las palabras de Guianeya no convencieron a nadie.

— Se pueden introducir en la nave robotsdesinfectadores — dijo Stone —. Pero hacen falta muchos. Habrá que esperar mucho hasta que los traigan.

— En las naves cósmicas es corriente que el aire esté destilado — señaló Leschinski.

— Sí, pero no tenemos la seguridad de que en ésta sea así.

La situación resultaba difícil. Era arriesgado entrar en la nave incluso con escafandra, teniendo en cuenta la defensa de que había hablado Guianeya. Los microbios de la atmósfera de la nave podían resultar peligrosos para las personas. Quién sabía si sería efectiva la segunda desinfección al salir de la nave. Incluso algunos microbios, de un planeta extraño, que penetraran en la atmósfera de la Tierra podrían ocasionar una epidemia de alguna enfermedad desconocida.

Pero no amenazaba ningún peligro a los que se encontraban dentro de la nave. Prueba de ello era Guianeya que no había enfermado de nada en la Tierra.

Claro que la tripulación no lo podía saber y es posible que por eso no saliera.

— Estarán realizando el análisis de nuestra atmósfera — supuso Murátov —. Pero esto durará mucho. Creo que debemos de mostrarles a Guianeya. Sin duda ellos ven lo que pasa en el exterior. Que Guianeya escriba con letras grandes en una hoja de papel:

«¡Salgan! ¡No hay ningún peligro!» — y que se acerque con esta hoja a la portilla. Creo que ella debe de saber dónde se encuentra.

La idea de Murátov gustó a todos.

— Propóngaselo a ella — dijo Stone. Guianeya accedió con gusto.

Una persona se dirigió al cosmodromo para traer papel y pinturas.

— Pero su salida — dijo Szabo — es también peligrosa para nosotros, si no se desinfectan perfectamente en la cámara de salida.

— Es difícil que esto sea así — le respondió Stone —. A juzgar por la nave su técnica está a un alto nivel. Ellos saben manejarla. En esto hay diferencia.

— Nosotros no tenemos portillas — dijo Guianeya dirigiéndose a Murátov —. Los objetivos exteriores transmiten la imagen a las pantallas interiores. Es una cosa parecida a sus televisores.

— Tendrá usted que escribir en caracteres muy gruesos — dijo García — y acercarse mucho. La tripulación puede encontrarse en el centro de la nave que está muy lejos del bordo. ¿O las pantallas pueden aproximar los objetivos exteriores?

— Reflejan los objetos de forma natural — contestó Guianeya —. Pero yo me acercaré a la parte delantera, al cuadro de dirección y allí indudablemente tiene que haber alguien.

— ¿Dónde se encuentra la entrada — preguntó Stone —, en qué parte?

— En la izquierda, la que da a nosotros.

Inesperadamente sus palabras obtuvieron una confirmación práctica.

Todos vieron cómo en el bordo de la astronave se formó una abertura, de donde descendía una escalera metálica.

Se veía perfectamente. Y se confirmó que poseía la propiedad de invisibilidad tan sólo el material de la envoltura exterior.

El grupo de personas se encontraba lejos de la nave. Viendo que la tripulación decidió salir todos se lanzaron a los vechemóviles.

A nadie le vino a la mente la posibilidad de la existencia de peligro. Sería insensato cualquier acto hostil en la situación en que se encontraban los huéspedes.

Las máquinas marchaban a toda velocidad y en unos segundos salvaron los cuatrocientos metros.

La tripulación de la nave había salido. Se componía tan sólo de cuatro personas. ¿Era posible que los demás hubieran quedado dentro?

De repente Guianeya lanzó un grito. Murátov, que se había vuelto, vio en su cara un gesto de enorme asombro.

Pero el asombro no sólo fue de Guianeya sino de todos.

Las naves cósmicas de los compatriotas de Guianeya habían de traer cada vez nuevas sorpresas. De la primera apareció Guianeya con un vestido dorado, pero de ninguna forma vestida a lo cósmico. Y ahora…

Cuatro pequeñas figuras se encontraban en la escalera.

Estaban vestidas no sólo de una forma rara, sino absurda. Las camisas cortas, ceñidas por un cinturón, no llegaban a cubrir la rodilla. Los pies y las manos estaban cubiertos de espeso vello. No llevaban calzado. En la cabeza tenían también cabellos espesos y enmarañados, y sus barbas eran muy largas.

Los cuatro eran rechonchos y achaparrados, de una estatura no mayor de metro y medio. Estaban uno muy junto a otro, y parecían muy asustados. Los cuatro rostros eran humanos, pero se diferenciaban grandemente no sólo de los terrestres, sino también del de Guianeya. En su piel no tenían ningún tono verdoso, sus ojos eran completamente redondos, sin cejas ni pestañas, sus narices eran chatas. Los labios finos ponían al descubierto unas encías amarillas y dos filas de dientes pequeños, también de color amarillo.

Los pasajeros de los vechemóviles miraban en silencio a los asombrosos cosmonautas. Nadie comprendía nada.

— ¿Qué pasa? — preguntó Murátov — ¿Acaso no son los suyos, Guianeya?

Ella callaba sin apartar la mirada de los llegados. Después se extremeció y sus ojos brillaron.

— ¡Merigo! — exclamó asombrada y desconcertada.

Este la oyó, levantó la cabeza y vio a Guianeya. No hizo más que pasar un segundo y se lanzó velozmente hacia el vechemóvil.



— ¡Matarla! — gritó, con asombro de todos, en un español casi correcto —. ¡A ella y a todos! ¡Son enemigos y han venido para torturarlos!


Su aspecto producía la impresión de que quería ahogar a Guianeya allí mismo, con sus propias manos.

Guianeya ni se movió. Todos los que iban en la máquina la miraron y vieron cómo sus labios se contrajeron con una sonrisa de desprecio indescriptible. Sus ojos entornados miraron sólo un segundo al cosmonauta. Después se volvió despectivamente.

— ¡Muy interesante! — exclamó Stone. García ya había tenido tiempo de traducirle las palabras del cosmonauta.

— Tranquilícese, amigo — dijo cariñosamente Murátov —. ¿Para qué matar a nuestra huésped? Está sola y con nada puede causarnos daño.

— ¿Por qué sola? — El desconocido hablaba ya tranquilamente —. Eran cuarenta y tres —.Añadió una palabra, por lo visto, en su idioma, que reflejaba, un odio profundo.

— Eran cuarenta y tres — contestó Murátov, acertando de qué hablaba el desconocido —. Pero cuarenta y dos han muerto y sólo ella ha quedado viva.

— ¿Está usted seguro?

— Completamente seguro. ¡No hay duda! No hay ninguna causa para que se intranquile usted.

— ¿Saben lo que querían hacer con ustedes?

— Claro que lo sabemos. Pero a nosotros nadie nos puede causar daño. ¿Digan mejor, de dónde han venido ustedes y cuántos son?

— Somos cuatro. Hemos venido de nuestra patria.

— ¿Dónde se encuentra?

— ¡Allí! — el desconocido señaló el cielo.

— ¿Cuánto tiempo han volado ustedes? Según el cálculo de sus años.

— No comprendo.

— ¿Ha durado mucho su vuelo?

— Muchísimo. Creíamos que no llegaríamos nunca.

— ¿Quién de ustedes es el jefe? ¿Quién ha dirigido la nave?

— El jefe es Vego. La nave nadie la ha dirigido. No sabemos hacerlo.

— ¡¿Qué?!

Murátov se volvió a Stone y de forma breve le tradujo el contenido de la conversación.

— No comprendo nada — terminó Murátov.

— Sí, es difícil de comprender. No tienen nada de parecido a los cosmonautas. Es un enigma.

La risa argentina de Guianeya cortó sus palabras.

— Ellos — Guianeya despectivamente, por encima del hombro, indicó a los llegados — han robado la nave. Y han llegado aquí sin saber adonde iban. ¡Es asombroso que hayan quedado vivos!

— De sus palabras no se deduce esto — contestó Matthews —. Se ve que tenían un objetivo. ¿Pero cómo han conseguido llegar a la Tierra sin saber gobernar la nave?

— Porque quedó el programa de vuelo que había antes. Esta nave debía volar después de nosotros.

— Al fin todo está claro — dijo Stone después de haber escuchado la traducción —. A la astronave la ha gobernado un cerebro electrónico, que ya cerca de la Tierra esperó la orden que no le dieron. ¡Es un caso asombroso e inigualable! El realizar este vuelo es un acto de una audacia insensata.

Murátov se dirigió de nuevo al «cosmonauta».

— ¿Ha escuchado lo que ha dicho esta muchacha? — preguntó.

— Sí, lo he oído.

— ¿Han robado ustedes esta nave?

— Ahora es nuestra.

Guianeya se volvió hacia el llegado. Se inclinó un poco hacia él y le preguntó algo en su idioma.

Los ojos redondos brillaron con una alegría feroz. El forastero pronunció una larga frase.

Guianeya palideció enormemente. Unos segundos miró a la cara de Merigo con los ojos desmesuradamente abiertos. Después los cerró, lanzando un gemido y cayó sin sentido a los pies de Matthews que no le dio tiempo de sujetarla.

10

Parecía que ya no había ningún enigma más, que todo estaba claro.

Los ingenieros de la Tierra pudieron fácilmente comprender la construcción de la astronave y sus motores que funcionaban bajo el principio de la interacción de campos gravitacionales y antigravitacionales. La técnica terrestre ya había llegado a la solución de problemas parecidos, y se encontraron pocas cosas nuevas en el «descubrimiento».

Esto no causó a nadie asombro. Juzgando por las instalaciones de la astronave, el desarrollo de la técnica en la patria de Guianeya se encontraba aproximadamente al mismo nivel que la técnica de la Tierra.

El camino recorrido por la nave, reflejado en el programa del cerebro electrónico, fue descifrado incluso sin la ayuda de Guianeya. Y en las cartas estelares se marcó una estrella, el Sol del planeta, de donde partieron los cuatro.

Estuvieron en camino casi siete años, según el tiempo terrestre. La velocidad fue grande, y en la patria de los astronautas transcurrió mucho más tiempo.

No ofrecía ninguna dificultad el que regresaran los cuatro. Era fácil introducir en el programa la orden de aterrizar. Pero los científicos de la Tierra decidieron de otra forma, ya que no querían dejar pasar la feliz ocasión que se les había presentado.

A los cuatro les dijeron que podían regresar y añadieron que no volarían solos, que con ellos irían personas de la Tierra. El camino les parecerá mucho más corto y no había que atormentarse durante siete años ya que el baño de anabiosis había sido completamente reparado y de esta forma los siete años se transformarían en un solo mes.

Las leyes de la relatividad eran incomprensibles para Merigo y sus compañeros, y no creían que al regresar no encontrarían a aquellos que dejaron. Pero con alegría acogieron la idea de regresar a la patria.

— Estábamos convencidos de que nos quedaríamos aquí para siempre — dijo Merigo, el único de los cuatro con el que se podía hablar.

Los otros tres podían, con dificultad, pronunciar sólo unas cuantas frases en español.

Claro está que también podían hablar con ellos los que dominaban el idioma de Guianeya.

— Ustedes dicen que nosotros no veremos más a nuestros familiares — añadió Merigo —. Ya nos hemos hecho a esta idea, y nos despedimos de ellos para siempre cuando abandonamos nuestra patria.

La grandeza de la abnegada hazaña de los cuatro admiró a los habitantes de la Tierra, y destacaba esta hazaña el que los cuatro no tenían conciencia de lo que habían realizado. Y aunque su acto fue completamente innecesario, las personas estaban dispuestas a todo para agradecer a los cuatro sus buenas intenciones.

La presencia de Guianeya en la Tierra demostró a Merigo y a sus amigos que habían ido a parar precisamente a donde deseaban. Pero les fue muy difícil creerlo, ya que este planeta no tenía nada de parecido al que ellos esperaban ver.

Ya en la nave comprendieron en seguida que les había engañado la primera impresión y que las personas que se encontraban cerca de la nave no eran los «odiados», sino seres parecidos a ellos, y por esto salieron.

La acogida que se les dio, todo lo que les rodeaba y la atención que se les prestaba, pronto les hizo convencerse de que se encontraban entre amigos, no menos poderosos que los «odiados», sino mucho más.

El instinto no les había engañado: eran sus hermanos.

Los cuatro se adaptaron de una forma asombrosamente rápida.

Merigo y sus camaradas habían nacido bajo el poder de los «odiados». Desde la infancia recibieron instrucciones de los «odiados», ya que ellos no querían tener criados y obreros «salvajes» e incultos.

Entre Merigo y sus antepasados, que no conocieron la invasión de los advenedizos del cosmos, había una enorme diferencia en su desarrollo. Para todos esto quedó claro cuando Merigo relató lo que había pasado en su patria.

Su relato lo escucharon con atención extraordinaria pero con horror. La feroz colonización de la isla pacífica, el apoderamiento brutal de la tierra, la crueldad de los conquistadores, todo esto recordaba los terribles tiempos de la época del colonialismo en la Tierra.

¿Y quién llevaba a cabo la violencia? ¡Gente que estaba en posesión de una alta técnica, seres que volaban con toda facilidad de un planeta a otro!

¡Esto parecía inconcebible, imposible, pero era un hecho real!

— ¡Queda oculto algo! — dijo a todos la misma Marlen Frezer —. Ni Guianeya ni Merigo saben todas las causas. Es completamente imposible el empleo de la violencia por una humanidad que se encontraba a un nivel tan alto, como la de Guianeya, sobre otra. Está excluido. Evidentemente en este caso se reveló la maligna voluntad de un grupo relativamente pequeño. No se puede hacer deducciones apresuradas y juzgar a todo el pueblo de Guianeya por la conducta de un grupo no grande, separado de él. Me parece, que Pérventsev tiene razón: que nos hemos encontrado con seres altamente desarrollados, que ocupaban las mismas posiciones que los capitalistas norteamericanos a mediados del siglo veinte, que preparaban la ruina de la humanidad en una guerra termonuclear. Su nivel moral era el mismo. En el caso mensionado eran nada más que conquistadores que se dirigían en busca de nuevos planetas y que se exacerbaron al verse alejados de su patria. Es posible que estas personas no hayan tenido nada de común con su pueblo. Podían haber sido personas expulsadas de su planeta. Sin embargo, incluso entre ellos aparecieron tendencias progresistas, lo que se ve en el ejemplo de Riyagueya.

Guianeya no sabía dónde se encontraba su primera patria, por lo tanto, no era raro que no lo supieran los otros cuatro. Pero era posible que en los archivos de los «odiados» hubiera alguna indicación. Merigo dijo que cuando sus compatriotas aniquilaron a los advenedizos no tocaron nada que perteneciera a los «odiados».


No podía perderse la posibilidad, que se presentaba casualmente, de que se establecieran relaciones con las humanidades de dos planetas diferentes, y las personas se preparaban activamente para la primera etapa: el vuelo a la patria de los cuatro.

Debían volar tres naves: una en la que vinieron los cuatro y otras dos que se construían apresuradamente en la Tierra.

La salida se había señalado para dentro de un año.

No se sabía por qué a Guianeya no le gustaba el radiófono. Y Murátov no se asombró cuando recibió una carta de ella, a pesar de vivir ahora en la misma ciudad que él.

Guianeya le pedía a Víktor que viniera a verla el mismo día por la tarde.

En esto no había nada de extraordinario porque lo invitaba con frecuencia.

Guianeya, después del desmayo que sufrió, abandonó inmediatamente la península Ibérica. Desde entonces, habían pasado sólo diez días y Murátov no la había vuelto a ver.

La causa del desvanecimiento estuvo clara después del relato de Merigo. Habían muerto todos los que conocía Guianeya, entre ellos sus padres, hermanos y hermanas.

Las personas, de la Tierra tenían conmiseración con Guianeya, pero entendían la actuación del pueblo de los cuatro. La violencia exigía venganza.

Pero compartían la pena de Guianeya. Todos la querían porque en ella había muchas cosas buenas. Ahora estaba claro que a Guianeya le había estropeado la vida, la educación recibida desde el momento de su nacimiento entre colonizadores empedernidos. La influencia evidente de la personalidad de Riyagueya en Guianeya mostraba que en esta muchacha existía una aspiración inconsciente hacia la nobleza de espíritu y la justicia. Y se vio claramente qué gran cambio se había efectuado en ella durante el año y medio que tenía de vivir en la sociedad comunista de la Tierra.

Merigo exigió la muerte de Guianeya. Exigió insistentemente que le entregaran a la «odiada», probablemente para castigarla. La sentencia había sido dictada por su pueblo, y él consideraba su deber llevarla a cabo.

Las personas no estaban de acuerdo con esta demanda. Le hablaron a Merigo del acto de Riyagueya, se esforzaron por convencer a los cuatro de que Guianeya ya no era un enemigo.

Pero ellos no daban su brazo a torcer.

Guianeya era necesaria, la querían convencer de que volase a la patria de los cuatro, donde ella había nacido, para que ayudase a encontrar el camino hacia la verdadera patria, el planeta que ella no conocía.

Las personas se orientaban por otros sentimientos en las conversaciones con Merigo, pero las consideraciones que se hicieron eran de por sí suficientes para no entregársela.

Le expusieron todo esto y de nuevo no estuvo de acuerdo: era más fuerte el odio que la voz de la razón.

Ambas partes no cedieron un ápice de su criterio.

No les preocupaba a las personas la seguridad de Guianeya en el planeta de los cuatro, podían defenderla en cualquier momento, pero muchos dudaban de si la huésped estaría de acuerdo.

Murátov decidió aclarar esta cuestión aprovechando la visita a Guianeya.

Llegó exactamente a la hora marcada.

Guianeya estaba sola.

Lo primero que saltó a los ojos de Murátov fue el vestido de la muchacha. Llevaba de nuevo el vestido dorado, en el que se presentó por primera vez a las personas en Hermes.

Vio una pequeña mesa, servida para dos. Dos copas estaban llenas de una bebida dorada.

Marina no estaba y, por lo visto, Guianeya no esperaba su llegada.

— Le he pedido que me dejara sola toda la tarde — contestó Guianeya a la pregunta de Víktor —. Ella no sabía que usted iba a venir.

Murátov no le preguntó la causa.

Guianeya con un gesto le invitó a que se sentara delante de ella. Y Murátov se dio cuenta en seguida que la conversación iba a tener un carácter no corriente.

— Aquí — dijo Guianeya alargando dos gruesos álbumes —, están los dibujos que hice del planeta de donde he venido. Tómelos y entregúelos a los que vayan allí. Que sepan cómo es la naturaleza y las personas de este planeta.

— ¿Esto quiere decir que usted no irá? — preguntó Murátov.

— No — contestó Guianeya con extraña irritación — yo me quedo aquí para siempre.

— ¿ruede suceder que usted cambie su decisión si sabe que estamos dispuestos a buscar el camino de su primera patria?

— ¿Qué es para mí? Nunca la he visto, no la conozco y seré allí una extraña.

Riyagueya dijo que en la patria todo había cambiado, todo era diferente.

— ¿Estuvo él allí?

— No. Pero Riyagueya lo sabía todo. Era un gran sabio. Ahora estoy contenta de que haya muerto.

Murátov puso su mano encima de la de Guianeya que la tenía sobre la mesa. Al sentirlo tembló pero no la apartó.

— Créame — dijo él — me apena mucho su desgracia. Le compadezco de todo corazón.

Los ojos de Guianeya brillaron de odio.

— No se atreva a hablar así — dijo en tono violento —. Ustedes han justificado la feroz violencia de estos salvajes. Ustedes no los han castigado. Por lo demás — Guianeya soltó una carcajada. Murátov se estremeció (cuánto dolor oculto había en esta risa) — ustedes tampoco me han castigado a mí aunque tenían todos los motivos para hacerlo. Al mandarme Riyagueya al asteroide estaba convencido de que iba a la muerte.

— ¿El?

— ¿Le asombra a usted? No sabíamos cómo eran las personas de la Tierra. He leído todos los libros que trajeron los primeros que les visitaron y les representaban a ustedes de otro modo.

— ¿Pero si Riyagueya estaba convencido de que usted iba a la muerte para qué la dejó descender en Hermes?

— Porque no podía matar con su propia mano — Guianeya se inclinó hacia Murátov.

Sus ojos se nublaron y durante un largo rato estuvo callada recordando el pasado.

Después comenzó a hablar entrecortadamente, no pensando en la ligazón de sus palabras, con frecuencia incomprensible —: Todos dormían. Riyagueya no despertó a la tripulación, aunque ya era hora. Sufría mucho. Tenía pena pero no vacilaba. Lo había decidido firmemente. La segunda nave no iba a volar después de nosotros. Otra tercera no existía. Pasaría mucho tiempo. Me despertó. Yo todavía no sospechaba nada. Nada había pensado. Y me dijo. Nunca olvidaré su rostro. No, yo no intenté disuadirle.

Comprendía que era en vano.

Todos conocían cuál eran sus concepciones. Y me dijo que los miembros de la tripulación habían decidido ajusticiarle en cuanto la nave descendiera en la Tierra. No tenían confianza en él. Me pidió que me marchara. ¿Marcharse? Era algo que causaba risa. Adonde ir al salir de la nave encontrándose en el cosmos. Volamos durante mucho tiempo dando vueltas. Le miraba, estaba tranquilo, irrevocablemente decidido. Yo sabía que si no encontraba lo que buscaba, de todas formas cumpliría lo que había decidido.

Para él era muy difícil matarme. Sabía hace tiempo que Riyagueya me amaba como a una hija. No podía matarme con sus propias manos. No podía. Me envió a la muerte Estaba convencido de ello. No tuve más remedio que obedecerle. Me dijo: «Sé que salvo a la humanidad de Lía. Pero no es necesario que conozcan esto. Calla, si quedas viva.

Calla también ante la faz de la muerte». Le prometí callar. En aquel instante estaba dispuesta a cumplir cualquier deseo suyo. El último ante la terrible muerte.

Guianeya se tapó los ojos con la mano.

— ¿Usted le amaba? — preguntó Murátov después de un largo silencio.

— No lo sé. Era demasiado joven, y ahora ya soy vieja. La más vieja de todos. Ya que nadie ha quedado de mis coetáneos. A todos los han matado esos… — agachó la cabeza, Murátov sabía que era para ocultar sus lágrimas.

Murátov apoyaba en todos los sentidos a Merigo y a su pueblo. Pero en este momento comprendió que se podía odiar a aquellos con los que simpatizaba. Estaba embargado por una conmiseración grande hacia Guianeya, que no era culpable de nada, que recaían sobre ella las consecuencias de la conducta de otros entre los que había nacido.

— Usted, Víktor, se parece mucho a Riyagueya — dijo Guianeya —, por esto le he pedido que viniera hoy.

— Estoy contento si con esto puedo aliviar un poco su pena — contestó él.

Todo lo que ella dijo le incitaba a hacerle muchas preguntas, pero comprendió que no serían oportunas. Que hablara ella misma.

Guianeya levantó la cabeza. En sus ojos no había ni una lágrima e incluso se sonreía, pero Murátov sabía que esto sólo era una ficción.

— ¿Usted quería preguntarme algo?

— Si no tiene nada en contra.

— Pregunte.

— ¿Por qué Riyagueya fue tan poco consecuente? De sus palabras se deduce que él comprendía que las personas de la Tierra habían avanzado, que no eran como las de antes. ¿Por qué pensó que usted iba a la muerte?

— La explicación a esto hay que buscarla en nuestra historia — contestó Guianeya completamente tranquila —. Alguna vez la sabrá usted. Tengo fe en que ustedes lleguen a nuestra patria. Su desarrollo es más rápido que el nuestro, e incluso Riyagueya no previo esto. Yo lo he comprendido en la Tierra, Ahora, Víktor, no puedo relatar nada. Lo mismo que Riyagueya estaba convencida de que las personas me matarían, y al dirigirme al asteroide me vestí para esperar la muerte.

— ¿Entonces, este vestido?…

— Es una mortaja. De color dorado se visten los muertos y los condenados a muerte.

— ¿Para qué se lo ha puesto usted hoy?

— Entierro mi juventud.

Parecía que no hablaba sinceramente. Murátov empezó a sentir una vaga alarma, pero se esforzó por mostrar una sonrisa.

— ¿Pero cuando se presentó ante nosotros comprendió que nada le amenazaba?

— No inmediatamente. Era demasiado fuerte el concepto adquirido desde la infancia, y en parte la influencia de lo leído sobre la Tierra. Es posible que no fueran bien elegidos los libros. Esto no lo sé. Cuando usted me trasladó a su nave yo pensé: «Coincidencia rara».

— ¿En qué?

— Nosotros tenemos una costumbre. Cuando el hombre elige su esposa la lleva a su casa en los brazos. Yo pensé: «Riyagueya podía haber hecho esto para la vida, y esta persona tan parecida a él por la cara, hace lo mismo para la muerte».

— Guardó silencio y después dijo —: Ahora me parece extraño, pero entonces estaba convencida de que iba a morir en la Tierra, y al descender de su nave estaba dispuesta a ir directamente a la hoguera. Es una muerte que me causaba horror.

— ¿Por qué a la hoguera?

— Entre nosotros existe esa clase de pena, y leí que en la Tierra también la había.

Después comprendí que incluso Riyagueya se había equivocado; ustedes son mejores que nosotros, su vida es clara y bella, comprendí que yo debía terminar lo que comenzó Riyagueya, que si él lo supiera me habría librado de la palabra empeñada.

— La mirada de Guianeya se detuvo en el reloj que estaba en el rincón de la habitación.

Murátov recordó para siempre que marcaban las diez en punto —. Ya es tarde, ya es hora de ¡terminar nuestra conversación. — Guianeya alargó la mano y cogió su copa. Murátov ni se movió —. Brindo, Víktor, por su patria, por su vida feliz. Un tiempo pensé que ella se convertiría en mi tercera patria.

— ¿Acaso no es así?

— No. Entre ustedes y yo hay un abismo. Es posible que yo no tenga razón y usted sí.

Pero nada puedo hacer conmigo misma. He luchado, Víktor, si no, le hubiera llamado antes. Perdóneme.

La vaga sospecha se convirtió en seguridad. Murátov comprendió perfectamente lo que iba a ocurrir ahora, lo que significaba el vestido dorado de Guianeya.

Saltó del asiento derribando el sillón.

— ¡Deténgase!

Alargó su mano para sujetar la de Guianeya pero tardó una fracción de segundo.

Guianeya había tragado el contenido de la copa.

Epílogo En una terraza llena de plantas, estaban sentados dos hombres a una pequeña mesa.

Uno de ellos era Víktor Murátov.

El otro, mucho más alto de estatura, con un fuerte matiz verdoso en la piel, con unos ojos alargados como si estuvieran entornados, era por todo su aspecto un compatriota de Guianeya. De vez en cuando sus ojos se abrían. Eran enormes, negros y profundos.

La conversación se realizaba en el idioma de Guianeya. Murátov ya lo hablaba con toda soltura.

— Es una pena que hayamos tardado — dijo el hombre de los ojos alargados —. En las naves de nuestra construcción el camino hubiera sido mucho más corto. Claro está, en lo que se refiere al tiempo y no a la distancia.

— Ya no se puede hacer regresar la expedición — dijo Murátov —. Pero usted mismo ha dicho, Viyaya, que se podía adelantarla y presentarse en el planeta antes. Había que ver cómo se asombrarían nuestros camaradas.

Se sonrió al permitirse esta broma, pues no le había abandonado un sentimiento de embarazo.

Los raros ojos de Viyaya se detuvieron en su rostro.

— ¿Por qué se altera en mi presencia? — preguntó él —. Y no sólo usted. ¿Por qué no me tratan de «tú»? Entre nosotros ya hace tiempo que no hay otro tratamiento. Todas las personas son hermanos.

— Nos acostumbró a esto Guianeya — contestó Murátov —.Hasta su llegada no hemos conocido el pronombre «tú» de su idioma.

— Ahora ya lo saben.

Murátov calló confuso. Podía decir muchas cosas a su interlocutor, pero comprendió que para Viyaya sus explicaciones no tendrían ningún sentido.

La visita de Viyaya fue inesperada para Murátov. Sabía que todos los que habían llegado en la maravillosa nave sentían hacia él una simpatía especial, y comprendía de dónde procedía. Era el parecido de Murátov con ellos, aquello mismo que atrajo a Guianeya hacia él. Murátov no se hubiera alterado si alguien otro le hubiera venido a visitar, pero Viyaya…

Los huéspedes llevaban ya más de un mes en la Tierra. Hacía tiempo que estaban en claro las causas de su vuelo, eran conocidos el nombre y la biografía de los cosmonautas, la historia de su patria. Las personas de la Tierra, supieron no sólo dónde se encontraba el planeta, sino también cómo era. Los cosmonautas trajeron consigo todo lo necesario para, de la forma más completa y detallada, hablar de su patria.

Y las personas supieron que a Viyaya se le consideraba un gran sabio en el planeta que en mucho había adelantado a la Tierra, en lo relativo a la ciencia y técnica. Según el concepto de la Tierra era un genio en el completo sentido de la palabra. Y de ningún modo era viejo, más bien se le podía considerar joven.

Murátov tenía ahora cerca de cuarenta años. Esto era casi la mitad del término medio de duración de vida. Viyaya, según el cálculo terrestre, tenía un poco más de cien años.

Pero para las personas que vivían como término medio quinientos años, era la quinta parte.

Si los científicos de la Tierra durante su vida podían acumular grandes conocimientos, entonces se podía uno imaginar cuánto podrían saber los compatriotas de Viyaya.

Y entre estas personas Viyaya se destacaba. Por eso no es asombroso que se sintiera cohibido al encontrarse junto a esta persona, sabiendo el abismo que les separaba.

Pero Viyaya no comprendía su situación.

— He venido a pasar contigo la tarde — dijo, tratándole de «tú» y, con toda seguridad, esperando lo mismo de Murátov —. ¿Acaso quieres que lamente esto?

— Qué sea a tu gusto — contestó Murátov.

— ¡Por fin! Todos te queremos, Víktor. Eres asombrosamente parecido a nosotros y me es particularmente agradable encontrarme a tu lado. Trátame como a un amigo.

Pero el estar de acuerdo no significa todo. Murátov buscaba con ansiedad una pregunta natural pero nada le venía a la cabeza.

Viyaya comenzó a hablar, sacándole del apuro.

— Fue algo raro — dijo —. De dos planetas se apresuraron las personas a acudir en ayuda de Lía, quiero decir, de la Tierra. Y no sabían que no necesitaba ninguna ayuda.

Todo este hecho es algo raro y, claro está, que no se volverá a repetir.

A Murátov le agradó el tema de la conversación, sobre el que podría preguntar muchas cosas a Viyaya.

— Nos causó mucho asombro — dijo — que los cómplices de Liyagueya no hicieran funcionar inmediatamente la radiación. ¿Para qué tenían necesidad de dejar los satélites cerca de la Tierra, construir una base lunar y sólo en su segundo vuelo llevar a cabo su plan?

— Sobre esto ya me han preguntado — contestó Viyaya —. Se explica por diferentes causas técnicas y psicológicas. Ellos salieron con el objeto de buscar un planeta para colonizarlo sin saber si lo encontrarían o no, y al salir no concordaron sus actos con aquellos que quedaban. En vuestra sociedad de explotadores reinaba el individualismo. Las acciones colectivas por su propia esencia eran ajenas a las clases dominantes. Esta? causas coadyuvaron en mucho a su ruina. — («¿Cuándo ha podido saber todo esto?», pensó Murátov) —. Entre nosotros, aunque esto te parezca raro, el colectivismo era una propiedad de la casta de ios señores. Estaban acostumbrados a concordar sus acciones.

Lo que, junto con otras causas, dificultó nuestra liberación. Para emplear la radiación, como muy acertadamente se ha denominado, contra la humanidad de la Tierra, tenían que regresar y recibir la conformidad de los demás. Esta es la primera causa. La segunda es puramente técnica. Huyendo de nuestro planeta se llevaron consigo todas las naves cósmicas que entonces existían. En una de ellas se encontraban los dos cohetes que vosotros encontrasteis y destruisteis. No tenían otros y era imposible construirlos en un planeta de paso donde no existía ninguna fábrica. — («Guianeya dijo la verdad», pensó Murátov) —. Estos cohetes estaban destinados para otros fines y como es natural en ellos no existía ningún emisor de rayos. En las naves tampoco los había. Entonces montaron estos emisores en la Luna, donde descendieron primero. Pero al no existir las sustancias que son la base de la radiación tuvieron necesidad de regresar por ellas. Encontraron la solución montando una base de carga en la Luna. Vosotros os equivocáis al pensar que esta base servía para cargar a los motores, que, entre paréntesis, no necesitaban ninguna carga. En la base sintetizaban la sustancia necesaria para los emisores de rayos, y según la iban preparando la cargaban en los cohetes. Pero la síntesis exigía mucho tiempo.

— ¿Cuánto?

— No puedo decirlo exactamente pero no menos de cien años vuestros. En general, todo les salió bien. Después de haber pensado su plan tenían tiempo de regresar e informar de ello a los demás.

— ¿Es decir que estuvieron en la Tierra hace cien años?

— Aproximadamente.

Murátov recordó todas las suposiciones e hipótesis relativas al tiempo en que aparecieron cerca de la Tierra los satélitesexploradores. Al principio su aparición se refería al año 1927, después, al período de imperio de Carlos V. Según Guianeya aparecieron a finales del siglo veinte. Resultaba que la suposición más justa era la primera.

— ¿Por qué nadie los percibió? — preguntó Murátov.

— Las naves son invisibles para vuestros ojos — contestó Viyaya —. ¿Y las personas?

Necesitaban poca cosa para borrar la diferencia.

«Tiene razón — pensó Murátov —. Bastan un traje de la Tierra, un fuerte tostado al Sol, gafas y nadie sospecha nada».

— ¿Y el idioma? — dijo —. Al descender a la Tierra no podían hablar con nadie.

La cara de Viyaya se entenebreció.

— Esta es una de las manchas negras — dijo —. Pero tú, Víktor, ya conoces el aspecto moral de estas personas, y, por lo tanto, lo que te diga no debe asombrarte. Hicieron prisionero a un hombre de la Tierra y de él aprendieron el idioma y todo lo que les era necesario. ¿Quién fue el primero que vio a los advenedizos de otro mundo? No sería posible conocer ahora su nombre. Pero le costó caro a él. No podían permitir que estuviera en libertad y pudiera hablar de ellos.

Murátov no preguntó nada. Todo esíaba claro.

Quería disipar la lúgubre impresión que le produjeron estas palabras de Viyaya que también quedó deprimido recordando este episodio.

— ¿Cómo se puede conjugar — preguntó, cambiando de tema — la alta técnica de vuestro planeta con la existencia de la casta de señores?

— Por lo que se ve — contestó Viyaya — esto interesa a todos. He contestado muchas veces a esta pregunta. La causa consiste en que la duración de la vida del hombre es diferente en nuestros dos planetas. Nosotros vivimos varias veces más que vosotros y esto acelera el progreso técnico y frena el social. El segundo queda en zaga del primero.

— Lo comprendo — dijo Murátov.

Hacía un rato que había oscurecido. En el cielo despejado relucían las estrellas como una red de brillantes.

Viyaya se levantó y se acercó a la barandilla de la terraza.

— Mira, Víktor — dijo — allá está el Sol de nuestro planeta.

Murátov vio una estrellita anaranjadoroja cuya velada luz se perdía entre otras. La pudo encontrar con dificultad a pesar de las indicaciones de Viyaya.

¡El Sol de otro mundo!

— Yo sé — dijo Viyaya — que nos visitarás. Y es posible que muy pronto. Nuestros planetas irán hombro con hombro por el camino infinito de la vida.

Murátov pensó en Guianeya.

Esta estrellita que cintila débilmente en el cielo de la Tierra fue también su sol, el que ella nunca había visto.

— Es interesante cómo comprenderá Guianeya vuestro mundo — preguntó pensativo.

— Esta cuestión está clara — contestó Viyaya —. Guianeya está preparada para nuestra vida debido a su larga estancia en la sociedad comunista de la Tierra. Si Liyagueya jamás se adaptaría a nuestra vida como un miembro completamente igual, Guianeya lo hará con toda facilidad. Está preparada — repitió —. Y además es muy joven.

— ¿Y si no es así?

— ¿Tienes en cuenta la vejez moral?

— Ha pasado a través de la muerte — respondió evasivamente Murátov.

Viyaya le miró fijamente.

— Yo comprendo — dijo — lo que te obliga a ti y a todos vosotros a preocuparos de Guianeya. Teméis las consecuencias de vuestro último acto. Pero créeme, Víktor, llegará el tiempo, y no dentro mucho, cuando Guianeya agradecerá a todos vosotros el que no la hayáis dejado cometer este gran error.

— ¿Cuándo pensáis despertarla?

— Sólo cuando estemos en la patria. Será lo mejor — continuó Viyaya —. Para ella sería más difícil volver a la vida consciente en la Tierra.

— ¡Tienes razón!

— Guianeya se adaptará rápidamente entre nosotros. Y pronto, muy pronto será una mujer más entre las nuestras y encontrará su felicidad. La habéis preparado bien.

Murátov quedó pensativo. Tenía fe en la sabiduría y la experiencia de su interlocutor, y se enorgulleció de la ciencia de la Tierra, que supo cerrar ante Guianeya las puertas de la muerte. ¡Vivirá!

Guianeya, con todas las contradicciones de su naturaleza complicada, era una prueba brillante de que no existen vicio, odio y maldad congénitos. Todo depende en dónde y cuándo viva la persona, depende del medio ambiente que forma sus concepciones y su carácter.

— Hasta ahora no sé cómo llamáis a vuestro planeta — pronunció Murátov mirando al cielo lleno de estrellas.

— Aquella que tú también conoces — respondió Viyaya — recibió el nombre de su patria. Nuestro planeta se llama Guianeya.


FIN

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