III LA METAFÍSICA CLÁSICA

Creo útil servirme de esta expresión, metafísica clásica, para designar la porción más larga de su historia, que encierra esenciales diversidades, pero que está definida por un área de supuestos comunes: quiero decir desde el platonismo hasta la crisis que se produce en el siglo XVIII y culmina en Kant, esto es, hasta que se pone en tela de juicio su posibilidad. Si se quieren tomar los dos extremos, serían Platón y Wolff.


Antes de Platón, en efecto, no existe la metafísica constituida como disciplina, aunque se haya alumbrado el problema metafísico, al hilo de una serie de conceptos que arrancan del comienzo mismo de la filosofía, por lo menos desde Anaximandro. La idea de naturaleza o physis es el modelo de la interpretación filosófica de lo real; si las cosas proceden por generación unas de otras y de un fondo primordial, a él se reducen en virtud de una identidad radical; esta interpretación sólo se realiza conceptualmente cuando a la noción de naturaleza se agrega su interpretación como principio o arkhé; una tercera noción -cuyo origen estaría en el pitagorismo- es la de consistencia: las cosas, además de brotar de un fondo originario o naturaleza, consisten en algo, tienen una consistencia determinada; cuando Parménides sustantiva la idea de lo consistente -el ente, tò eón-, se ha llegado al concepto que va a condicionar toda esa metafísica clásica y la consiguiente polémica sobre la posibilidad o imposibilidad de la metafísica.


Todavía en Platón no se encuentra un cuerpo de doctrina metafísica como tal. La forma literaria de los escritos platónicos -que en modo alguno es casual- contribuye a ello. En la división que suele hacerse de su pensamiento -dialéctica, física y ética- no aparece una disciplina que corresponda a lo que después se llamó así, y una reconstrucción de la "metafísica" platónica tendría que recurrir a distintos elementos de las tres ciencias. Pero al decir esto hay que subrayar que la mayoría de los conceptos metafísicos que caracterizan la filosofía primera de Aristóteles y han sido canónicos desde él se encuentran ya formalmente en Platón, en quien se da, por tanto, la primera metafísica madura, fundamento de todas las posteriores, aunque no en expresión literaria independiente.


Ésta es la de Aristóteles -si bien todavía en él conviene advertir que nunca escribió un "tratado de metafísica", pues otra cosa son los catorce libros sobre filosofía primera, escritos relativamente independientes, de diversas épocas y que nunca compusieron una obra unitaria y sistemática-. La forma suprema del saber, la sabiduría o sophía, es una ciencia, esto es, un saber demostrativo o epistéme, capaz de demostrar las cosas desde sus principios y a la vez de ver o contemplar éstos -que, por ser primeros, son indemostrables- mediante una visión noética. De esta ciencia, postulada así por sus exigencias, da Aristóteles una triple definición: 1) ciencia que considera universalmente el ente en cuanto tal; 2) ciencia divina (en dos sentidos: que sería la ciencia que tendría Dios, y que Dios es su objeto); 3) ciencia de la sustancia. Pero no se trata de tres ciencias, sino de una sola, y esta unicidad, que requiere la convergencia de las tres definiciones, es un problema para Aristóteles como lo será para toda la tradición posterior.


Mientras las ciencias particulares consideran sólo una parte de la realidad -por ejemplo, los números o las plantas- y desde un punto de vista parcial, para estudiar un accidente o atributo suyo -las propiedades cuantitativas o el carácter de organismos vegetales-, la metafísica se refiere a la totalidad de las cosas, pero no por lo que tiene de peculiar cada una, sino en cuanto son. Ahora bien, al examinar los diversos modos de ser, los diversos tipos de entes, Aristóteles se ve forzado a una radical innovación intelectual: frente a la idea del ente uno e inmóvil de Parménides, frente a la proclamación por los sofistas de la radical movilidad e inconsistencia de lo real, Aristóteles establece la doctrina de los modos del ser, unidos por un vínculo de analogía; el ente es uno y múltiple, se dice de muchas maneras, pero siempre por referencia a una que es primaria y fundamento de las demás; y ésta es la sustancia (ousía). La metafísica, al estudiar el ente en cuanto tal, culmina en la teoría de la sustancia; y la forma suprema de sustancia, aquella en que se realizan de modo plenario y suficientes las condiciones del ente (ón), es Dios, el "primer motor inmóvil", acto puro, en quien todo es realidad actual, sin mezcla de potencia ni materia. Por último, la contemplación de lo real en tanto que es, la theoría en la cual las cosas se patentizan y están a la luz, constituye la sabiduría, la sophía y ésta la posee sólo Dios de modo estable, permanente y propio; el hombre sólo la alcanza precariamente y a intervalos; a lo sumo, puede aspirar a un hábito, una forma de vida definida por una cierta amistad con la sabiduría; ésta es la philosophia, la ciencia divina en el doble sentido expresado; por eso en la vida teorética, cuya cima es la metafísica, el hombre alcanza una cierta semejanza con la Divinidad.


La metafísica aristotélica se enlaza estrechamente con la lógica de un lado, con la física de otro, con la ética por último. El ser se dice de cuatro maneras: 1) ser por esencia o por accidente; 2) según las categorías; 3) verdadero y falso; 4) en potencia y en acto. En todo caso, lo que se divide es el ente, pero a esta división acompañan los diversos modos de enunciación o predicación; así, las flexiones del ser son a la vez los predicamentos o categorías en que puede decirse (sustancia, cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, estado, acción, pasión), todas las cuales están fundadas en la primera, la de sustancia, a la que se refieren las demás. Análoga relación con la lógica presenta la división del ente en verdadero y falso, pues la verdad y la falsedad se dan primariamente en el enunciado o juicio, A es B, que patentiza lo que la cosa realmente es (verdad, alétheia) o lo encubre con un ser aparente (falsedad, pseûdos). La física, por otra parte, es la ciencia de las cosas naturales o que son por naturaleza, y naturaleza (physis) es el principio del movimiento; la teoría aristotélica de la potencia y el acto, de la materia y la forma, que explica la estructura de la sustancia, hace posible el movimiento y, por tanto, el carác-ter real de la naturaleza; el movimiento (en su sentido general de cambio) no es un imposible paso del no ser al ser o del ser al no ser -como habría aparecido entre los eleáticos- sino un paso de un modo de ser a otro modo de ser, de ser en potencia a ser en acto. Esto muestra que la Física aristotélica -de la cual forma parte la doctrina del alma- sería un elemento de la metafísica en el sentido moderno de la palabra. Por último, la metafísica como forma acabada del bíos theoretikós o vida contemplativa, es la clave de la ética aristotélica, pues es la vida propiamente humana y aquella en que se puede dar la felicidad.


De este planteamiento del problema metafísico por Aristóteles ha dependido toda la historia ulterior de esta disciplina. Su cultivo como tal ha estado unido siempre a la reaparición de la obra aristotélica. Así en la Edad Media, tanto en la escolástica musulmana (Avicena, Averroes) como en la cristiana (Santo Tomás, Duns Escoto) y en cierto modo en la judía (Maimónides). Todos ellos invocan a Aristóteles, y buena parte de la obra metafísica que realizan es un comentario aristotélico. Claro es que, a pesar de este designio, la situación histórica en que se hallan y el propósito de su acción intelectual dan un sentido bien distinto a una metafísica que pretende con frecuencia ser la misma de Aristóteles. No se olvide que Santo Tomás, por ejemplo, es primariamente un teólogo, y que su obra intelectual íntegra está orientada hacia la teología. Gilson ha hablado certeramente de un orden teológico, propio de Santo Tomás, a diferencia de un orden puramente "filosófico", ajeno a la revelación, que sería "tomista" en el sentido de que se trataría de una filosofía compuesta con elementos tomados de su obra. En rigor, la escolástica no es filosofía, sino una peculiar combinación de teología y filosofía.


Esto condiciona incluso el detalle de la metafísica medieval. Piénsese que, a diferencia de la griega, su problema capital no es el movimiento, sino la creación; que al ser no se opone tanto el no ser (mè ón) como la nada; que el sentimiento radical del problema de la analogía no es el de los modos del ser de las cosas sino el del ser creador y el ser creado; que son consideraciones teológicas (trinidad, encarnación, pecado original, eucaristía) las que provocan y orientan el planteamiento de problemas como el de los universales o la sustancia. Pero hay que subrayar tanto como esto el hecho de que toda la metafísica de la Edad Me dia permanece dentro del ámbito intelectual del aristotelismo, utiliza sus conceptos y sólo difiere de él en la medida en que es inevitable.


Esta metafísica, distinguida de la teología en Santo Tomás, pero unida a ella, que se va desligando en el siglo XIV, alcanza su existencia como disciplina independiente y autónoma a fines del siglo XVI, en manos de Francisco Suárez (1548-1617). Las Disputationes metaphysicae (1597) son -si se prescinde del problemático Sapientiale, de Tomás de York, en el siglo XIII- el primer tratado de metafísica que ha existido, elaborado -son las propias palabras de Suárez- "distinta y separadamente". Suárez, que tiene que repensar la tradición en vista de las cosas, va a hacer una teología natural distinta de la sobrenatural o revelada; la metafísica sigue ordenada a la teología, porque Suárez es teólogo; pero es una fundamentación previa de ésta. La metafísica adquiere, pues, autonomía y figura de ciencia; tiene que hacerse cuestión de sí misma, de su tema y estructura.


Las Disputaciones metafísicas se inician con una discusión sobre el objeto de la metafísica; Suárez examina diversas opiniones y las critica, para llegar a su propia definición: el ente en cuanto ente real es el objeto total de la metafísica; y teniendo en cuenta el grado de abstracción que le es propio, la define como "la ciencia que contempla al ente en cuanto ente, o en cuanto prescinde de materia según el ser" (Disp. I, sect. III). La metafísica así entendida es una ciencia especulativa y no práctica, cuyo fin es la contemplación de la verdad por sí misma; se ocupa del conocimiento de las cosas y las causas más altas, de los entes más nobles y las nociones más universales y más abstractas; es, en suma, sabiduría, y la ciencia más apetecible naturalmente para el hombre en cuanto hombre.


Finalmente, el esquema de la metafísica sufre una última inflexión en el siglo XVIII. Descartes había renovado la expresión aristotélica en el título latino original de sus Meditationes de prima philosophia, y había centrado este saber en las cuestiones de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. A partir de aquí y especialmente de la distinción cartesiana entre la sustancia pensante y la sustancia extensa, toda la metafísica del siglo XVII -Malebranche, Spinoza, Leibniz, Berkeley- va a tener como tema central el problema de la comunicación de las sustancias, en conexión estricta con la realidad del mundo exterior y la existencia de Dios. Cuando se llega, en manos de Wolff (1679-1754), a un "escolasticismo" de la filosofía moderna, aparece un esquema de la metafísica que va a influir sobre todo en la neoescolástica tomista desde la segunda mitad del siglo XIX. Para Wolff, la metafísica se divide en metafísica general u ontología y metafísica especial, que comprende tres ciencias: cosmología racional, psicología racional, teología natural. Ésta es la última forma de lo que podemos llamar "metafísica clásica", anterior a la crisis que, iniciada en la filosofía inglesa desde el siglo XVII, alcanza su forma madura en la Crítica de la razón pura, de Kant. Al ponerse en duda la posibilidad misma de la metafísica, se hace necesaria una reflexión distinta y más honda sobre sus supuestos y su justificación; y toda metafísica posterior a la crisis kantiana está condicionada por venir de ella, por haberse constituido y afirmado teniéndola en cuenta y, por consiguiente, absorbiéndola e incluyéndola en sus entrañas.

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