Capítulo 8

Charlotte se sintió como una princesa consentida durante el resto del viaje, tanto en Londres como en París. En un momento dado dejó de discutir con Alec sobre el dinero, e incluso desistió de pagarse su propia ropa.

El podía llegar a ser muy testarudo y persuasivo.

Pero ya estaban de vuelta en la Provenza. Uno de los conductores de Alec les había llevado el Lamborghini al aeropuerto y, tras meter el equipaje en la limusina de Kiefer y Raine, habían salido a toda velocidad rumbo a la mansión Montcalm.

– Ya casi hemos llegado -dijo Alec, reduciendo marchas al ver el desvío hacia Chateau Montcalm.

Mientras se acercaban a la mansión y los álamos y robles se sucedían tras la ventanilla, Charlotte trató de ponerle palabras a sus sentimientos.

– ¿Qué? -le preguntó él al ver que ella lo observaba con insistencia.

– Lo he pasado muy bien, Alec.

El sonrió.

– Yo también.

Sus miradas se cruzaron un momento.

– Gracias -dijo ella con franqueza.

– De nada -respondió volviendo la vista hacia la carretera y aminorando la velocidad al ver acercarse el camino que conducía a la casa.

Charlotte dejó escapar un suspiro y se preparó para volver a la vorágine del rodaje. Los tráilers seguían donde los habían dejado y el césped aún estaba destrozado.

Alec detuvo el coche y fue a abrirle la puerta del pasajero. Charlotte se bajó y estiró el cuello y también la espalda, que estaban entumecidos después del largo viaje.

El lugar de rodaje estaba tranquilo. Sólo había algunos ayudantes de producción y guardias de seguridad merodeando por la zona y ordenando las cosas para el día siguiente.

Pero entonces Alec abrió la puerta principal de par en par y en un instante se desvaneció la quietud que reinaba en el jardín. Se oían murmullos risueños y música animada provenientes del salón de la casa, y la inconfundible voz de Lars proponía un brindis en honor de Isabella.

Charlotte sintió un nudo en el estómago de inmediato, pero antes de que pudiera decirle nada a Alec, éste echó a andar hacia las puertas del salón. Su rostro, serio y circunspecto, auguraba la tormenta que se les venía encima.

– ¿Señor Montcalm? -dijo Henri, interceptándolo por el camino.

– Ahora no, Henri -rugió Alec, sin detenerse. -Pero, señor…

– Ahora no -repitió, siguiendo adelante.

Charlotte se sorprendió. Era la primera vez que le oía hablarle así a uno de sus empleados.

– La señora Lillian Hudson ha llegado esta tarde.

Alec no mostró reacción alguna, pero ella sí. ¿Lillian estaba allí? ¿Su abuela se había presentado en el plato?

– Dada su enfermedad y avanzada edad… -recalcó Henri, yendo detrás de Alec-. Creí oportuno invitarla a pasar unos días en la casa.

Alec vaciló un instante.

– Tenía la certeza de que usted así lo habría querido de haberse encontrado en la casa -dijo Henri, intentando explicarse.

– ¿Está enferma? -preguntó Alec, contrayendo la mandíbula.

– Tiene cáncer -respondió Charlotte en un tono triste.

– La he alojado en la habitación Bombay. Su hijo Markus está en la habitación contigua. El resto de la familia se aloja con Jack en el hotel.

Alec respiró hondo.

– Lo siento mucho -dijo Charlotte en un susurro.

El la miró, pero guardó silencio.

– La cena de hoy es en honor de la señora Lillian, para darle la bienvenida a la Provenza -dijo el mayordomo.

Alec permaneció callado durante unos segundos y entonces asintió con la cabeza.

– Gracias, Henri.

– De nada, señor.

– ¿Me presentas a tu familia? -le dijo de pronto, tomándola de la mano.

A Charlotte se le agarrotó el estómago. A juzgar por las voces y el jolgorio, casi toda la familia Hudson, por no hablar del equipo de producción, estaba reunida en el salón de Alec. Pero ella estaba cansada y lo último que deseaba era hacerles frente en ese momento.

No obstante, no podía decirle que no. El había sido muy paciente con ellos y no podía rechazar su petición.

Charlotte asintió con la cabeza, le agarró del brazo y le condujo a través del arco que daba paso al salón de alto puntal.

Entre los presentes en la celebración estaban su abuela Lillian, su tío Markus, su padre, David, su hermano, sus primos, Devlin y Max, y también Isabella, que charlaba animadamente con Ridley Sinclair.

– Alec -lo saludó Jack con entusiasmo, extendiendo la mano-. Me alegro de que estés de vuelta.

– Gracias -respondió Alec, intentando contener la tensión que endurecía su voz. Jack se dio la vuelta.

– Este es Alec Montcalm, nuestro anfitrión. Todos lo saludaron con efusividad, pero se hicieron a un lado al ver que Lillian Hudson iba hacia él.

– Señor Montcalm -dijo la débil anciana.

Alec dio un paso adelante.

– Señora Hudson -asintió con la cabeza y tomó su mano a modo de saludo-. Es un placer conocerla por Fin.

– Soy yo quien le debe dar las gracias por su hospitalidad, en nombre de toda mi familia.

– Por favor, no es necesario -dijo Alec-. Ha sido un placer.

A juzgar por su tono de voz y actitud, ninguno de los presentes habría adivinado los dolores de cabeza que el rodaje le había dado en las últimas semanas.

Charlotte miró a su hermano y entonces se dio cuenta de que él la miraba de arriba abajo, recordándole que su atuendo no era el más apropiado para el evento. Si la puerta del jardín hubiera estado más cerca, habría podido escabullirse sin problemas, pero lo último que deseaba en ese momento era llamar la atención.

– Como saben -dijo Lillian-, esta película es muy importante para mí.

Alec se hizo a un lado y le hizo señas a Charlotte.

– Su nieta me ha transmitido su deseo con mucha elocuencia.

Tanto Lillian como los otros miembros de la familia se volvieron hacia Charlotte.

Y ella no pudo evitar llevarse la mano a la cabeza, consciente de su apariencia desaliñada y polvorienta, después de un largo viaje.

– Hola, Lillian -la saludó.

– Me alegro mucho de verte, cariño -le dijo su abuela.

– Fue Charlotte quien me convenció -afirmó Alec.

Charlotte no tardó en darse cuenta de lo que intentaba hacer Alec, pero también advirtió la creciente incomodidad de Markus. Ese era su proyecto y no parecía acostumbrado a que otros se llevaran todos los elogios.

– Markus Hudson -dijo, dando un paso adelante con gran confianza en sí mismo-. Soy el director general de Hudson Pictures -añadió, estrechándole la mano a Alec.

Charlotte aprovechó para emprender la retirada. Lo único que deseaba en ese momento era escapar hacia la ducha y ése era el momento.

– He oído que estuviste en Londres -le dijo su hermano de repente, parándose a su lado.

Charlotte no tuvo más remedio que seguirle la conversación.

– Y también en Roma y en París.

Jack asintió, mirando a Alec de reojo.

– Raine quería ir de compras. Conoces a Raine, ¿verdad? Fue ella quien me ayudó a convencer a Alec para que os dejara filmar aquí. Debe de estar a punto de llegar -miró hacia el vestíbulo-. Viene con Kiefer, el vicepresidente de Montcalm.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Jack.

– Sí -dijo Charlotte sin más. Jack miró hacia su padre.

– ¿No vas a saludarle?

– No tengo mucha prisa -dijo ella, pensando que lo mejor era evitar el momento.

David observaba a su hermano Markus con los labios fruncidos, visiblemente molesto. Tenía una copa de Martini en sus manos.

Era un secreto a voces que los dos hermanos no se llevaban bien.

Su padre siempre había sido un director egocéntrico y narcisista, y su tío Markus tenía poca paciencia con los divos y divas de la industria del espectáculo.

– Demuéstrale que no tienes miedo -sugirió Jack de pronto.

– No tengo miedo -respondió Charlotte, mintiendo. No era sólo su padre quien la intimidaba, sino toda la familia.

Sabía que si hablaba con David volvería a ser la niña pequeña a la que nadie quería.

– Me alegra oír eso -dijo Jack, bebiendo un sorbo de su bebida-. Porque, definitivamente, no merece la pena -le dijo con desprecio.

Charlotte se limitó a asentir.

– ¿Por qué no vas a saludar a Cece? -sugirió Jack, refiriéndose a su esposa.

– Deja que me dé una ducha y enseguida estoy de vuelta. De verdad que necesito recomponerme un poco después del viaje.

– Theo es un gran chico -dijo Jack en un tono suave y tierno, mirando a su recién estrenada esposa una vez más-. Creo que voy a ser un padre estupendo -añadió. Su esposa Cece tenía un hijo, Theo, pero Jack se había enterado de su paternidad muy recientemente-. Y ese hombre… -su voz se volvió afilada de repente-. Ese hombre jamás tendrá nada que ver conmigo. Yo no soy él -dijo con resentimiento.

Charlotte sintió una repentina oleada de empatia por su hermano. Era evidente que él había logrado superar los traumas de la infancia y se alegraba mucho por él.

– Nunca me pareceré a él -insistió Jack.

Charlotte sintió envidia sana por su hermano y deseó ser tan fuerte como él.

Alec tenía razón: estaba enfadada, pero también sentía dolor y soledad. Y así, rodeada por el clan Hudson, la familia que tanto la había despreciado, no podía evitar preguntarse si alguien llegaría a amarla de verdad; si alguien la elegiría por sí misma, por lo que era como persona…


En cuanto tuvo ocasión Alec fue al encuentro de David. Era fácil ver que Markus y el padre de Charlotte no tenían una relación fraternal y amistosa pero, a juzgar por el comentario de Isabella, la visión artística y dramática de David no era fácil de encontrar en Hollywood.

Y ése era el motivo por el que él dirigía la película a pesar de las claras desavenencias entre hermanos.

– Alec Montcalm -le dijo, estrechándole la mano.

David se puso en pie.

– David Hudson.

– Me ha parecido entender que usted es el director de la película.

– ¿Eso es todo lo que le ha parecido entender? -preguntó David, mirando a su hermano Markus de reojo.

– ¿Le apetece una copa? -preguntó Alec, mirando su copa medio vacía. David bajó la vista.

– Un Glen Klavit con un cubito de hielo.

Alec llamó a uno de los miembros del servicio y señaló la copa de David.

– Yo tomaré lo mismo -le dijo al camarero.

– Un hombre que entiende de whisky-comentó David.

– El año pasado estuve en el castillo de Klavit. Es muy difícil acceder y hace mucho frío. Pero no hay un sitio mejor en todo el mundo para destilar whisky.

David asintió. El camarero les sirvió las bebidas en una bandeja de plata.

– Charlotte y yo estuvimos en Londres hace poco -comentó Alec para prolongar la conversación.

– He dado un paseo por la casita de la piscina -dijo David, como si Alec no acabara de mencionar a su hija-. Y me preguntaba si estaría dispuesto a hacer una pequeña reforma.

– Nos quedamos en el Ritz. Fuimos a ver al Royal Ballet.

David entornó los ojos, como si intentara comprender lo que Alec pretendía.

– Ya, estupendo. Hay un problema con la iluminación y necesitamos añadir una ventana en el frente. Cuando giremos el plano a la izquierda perderemos la iluminación natural, y no queremos que la intención de la película sea tan sombría. Se trata de la escena principal, cuando Lillian y Charles se juran amor eterno. He pensado en añadir unas luces posteriores, pero tampoco queremos algo demasiado edulcorado, sino realista.

– Siempre y cuando no usen explosivos, no hay ningún problema -dijo Alec.

David se echó hacia atrás con el ceño fruncido. Era evidente que no había entendido la broma.

– Es una escena de amor.

– Entiendo -dijo Alec.

– Está hacia la mitad del guión. Los conflictos de los personajes se encuentran muy bien definidos y los protagonistas son…

– Claro -le interrumpió Alec, dándole un buen trago al whisky con la esperanza de encontrar fascinantes los comentarios del padre de Charlotte. Sin duda alguna debería haber elegido algo más fuerte para beber-. Pongan la ventana.

– Estupendo-dijo David, asintiendo-. Entonces, hablaré con el personal de vestuario para lo del sombrero de Lillian.

– Desde luego -dijo Alec, sin saber muy bien de qué estaba hablando.

Charlotte no tenia nada en común con su padre, eso estaba claro.

Miró a su alrededor. Jack estaba hablando con su primo Max, pero, mirándolo bien, el hermano de Charlotte tampoco tenía mucho parecido con David Hudson.

– Necesitaremos algunos días más para el rodaje -añadió David-. Cece tiene que revisar algunas partes del guión.

– No hay ningún problema -dijo Alec.

Siempre y cuando Charlotte permaneciera en la casa, el equipo de rodaje podía quedarse todo el tiempo que quisiera.


– Buenos días -dijo Charlotte al entrar en la cocina al día siguiente.

Eran casi las diez y el ruido del rodaje ya se filtraba a través de las gruesas paredes de piedra.

Cece estaba tomando el desayuno en compañía de su hijo, Theo, cuya paternidad había sido desvelada muy recientemente por su madre.

Theo era hijo de su hermano y, por alguna razón, Charlotte no se sentía tan incómoda en su presencia.

Quizá era porque tanto él como su madre eran nuevos en el clan Hudson.

– Buenos días -contestó Cece, sonriendo.

– ¿Te importa que desayune aquí contigo? -le preguntó Charlotte, sirviéndose una taza de café.

– Claro que no. David lleva toda la mañana incordiando. Pero no le quedará más remedio que esperar por la nueva versión del guión.

Las páginas de la nueva copia del argumento estaban sobre la mesa, delante de Cece.

– Oh, lo siento -dijo Cece al recordar que estaba hablando del padre de Charlotte.

– No hace falta que te disculpes por criticar al hombre que me abandonó después de hacerle la vida imposible a mi madre -Charlotte tomó asiento frente a Cece-. Vaya. Disculpa mi sinceridad.

– Bueno, seguro que David se lo tiene bien merecido.

– Imagino que Jack y tú habéis hablado de nuestro padre.

– Jack y yo hemos hablado de muchas cosas en los últimos meses.

Charlotte sintió una inesperada punzada de envidia sana.

– Me alegro de que os tengáis el uno al otro. Y siento haberme perdido la boda.

– Avisamos con muy poca antelación.

– Estábamos en China y no podía dejar al embajador -dijo Charlotte.

– Jack me lo dijo -de pronto Cece se volvió hacia su hijo-. No te metas eso en la boca, Theo.

Charlotte miró al pequeño, que mordisqueaba un tren de juguete con gesto sonriente.

– Es adorable -le dijo a Cece. -Es igual que su padre.

Al oír las palabras de su cuñada, Charlotte sintió el picor de las lágrimas en los ojos.

– ¿Vas a darle un hermanito o una hermanita? -le preguntó, parpadeando rápidamente.

Cece sonrió.

– No sé. Creo que vamos con retraso, pero tenemos pensado recuperar el tiempo perdido. Charlotte se echó a reír.

Max y su asistente, Dana Fallón, pasaron por la ventana.

– Creo que hoy van a filmar en la parte de atrás. Escenas en el jardín, me parece -dijo Cece.

Max le gritó algo al asistente de dirección, que estaba al otro lado del césped, y el hombre le contestó con gestos.

Dana empezó a decir algo, pero Max no le hizo ningún caso.

– Oh, Dios -dijo Charlotte, suspirando. La mirada de Dana no dejaba lugar a dudas.

– Lo sé -dijo Cece-. Está loca por Max.

– ¿Y él lo sabe?

Cece sacudió la cabeza.

– El hombre no se entera de nada que no tenga que ver con el trabajo. Ella es una buena chica.

– A lo mejor alguien debería darle alguna pista. ¿Jack, quizá?

Cece arqueó una ceja.

– Si tú fueras ella, ¿querrías que alguien te echara una mano en eso?

Charlotte no pudo evitar pensar en su relación con Alec. El era un mujeriego empedernido, un hombre que no tenía ni el más mínimo interés en una relación seria.

Ni hablar… Ella nunca habría querido que alguien lo pusiera al tanto de los sentimientos que albergaba por él. Jamás habría querido que supiera que se estaba enamorando de él.

Ese era un secreto que no podía revelar.

– No -admitió-. Supongo que lo mejor que podría pasarle a Dana es que Max se dé cuenta por sí mismo. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudar?

Cece sonrió.

– Buenos días -dijo Raine, entrando en ese momento en la cocina.

– Hola, Raine -respondió Charlotte-. ¿Conoces a Cece? Es la guionista de la película y mi nueva cuñada -las palabras sonaban extrañas en su boca, pero tenía que usarlas de todos modos.

– No, no nos conocíamos -dijo Raine, extendiendo la mano.

– Tienes una casa preciosa -dijo Cece-. La película será más realista aquí.

– Sólo espero que siga en pie cuando hayáis terminado -dijo Raine, sirviéndose una taza de café y escogiendo unas pastas.

– He oído lo de la explosión. Y también he visto los daños. Nosotros nos haremos cargo de todo.

– Lo importante es que nadie resultó herido.

Cece miró las páginas del guión.

– De ahora en adelante no habrá más escenas de batalla.

– Te lo agradecemos -dijo Charlotte.

– Pero no me puedes negar que fue de lo más emocionante -comentó Raine.

– Lo fue -dijo Charlotte, recordando las horas previas a la catástrofe. Esa había sido la primera vez que había hecho el amor con Alec-. Voy a cambiarme -dijo, intentando ahuyentar esos pensamientos.

Al ponerse en pie sintió un repentino mareo que la hizo tambalearse.

– ¿Demasiadas noches en vela? -le preguntó Raine.

Las palabras de Raine despertaron la curiosidad de Cece.

– Demasiadas fiestas en Londres y París -respondió Charlotte, aguantando las ganas de fulminar a Raine con la mirada-. Anoche dormí muy bien.

– Ya no somos tan jóvenes como antes -dijo Cece.

– Eso lo dirás por ti -replicó Raine-. Yo me voy de Fiesta como cualquier quinceañera.

– Sí, y por eso las ventas de tu revista no hacen más que bajar -dijo Kiefer de repente, lanzándole una mirada sarcástica al entrar en la cocina.

Algo ocurría entre ellos; algo íntimo e intenso que despertaba los celos de Charlotte.

Pero, ¿por qué iba a sentir celos? Si Raine y Kiefer eran felices juntos no podía sino alegrarse por ellos. Y si Jack y Cece también habían encontrado la felicidad, mucho mejor.

Sin embargo, una emoción inefable le atenazaba las entrañas…

– Tengo que ir a vestirme -dijo a toda prisa y dejó la cocina.

Alec había sido demasiado dulce con ella durante los últimos días, pero eso no le daba derecho a hacerse ilusiones.

Había empezado a ver cosas que en realidad no estaban ahí, y eso sólo podía significar una cosa cuando se trataba de un hombre como Alec.

Un corazón roto.

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