Capítulo 9

UNOS golpes en la puerta despertaron a Brett. Le costó un momento orientarse. La luz del sol entraba débilmente por la ventana. Francesca estaba en sus brazos, con la cara apoyada en su hombro.

Lo último que ella recordaba era que se había quedado dormida con los ojos húmedos y la piel caliente. Él la había acunado y había velado su sueño durante horas, temeroso de que las lágrimas volvieran a la carga-

– ¡Hey! ¡Brett! -una voz profunda resonó por toda la casa.

– ¡Oh, Dios mío! -Francesca se sentó de un salto, aferrándose a las sábanas -. ¡Dios mío! ¡Es Cario!

Brett alargó la mano hacia ella para apartar un mechón de cabello de su mejilla.

– No te preocupes, la puerta está cerrada. Los golpes pararon y Francesca lo empujó. -Tienes que salir

– ¡No! -Francesca y él tenían que hablar de lo que había pasado la noche anterior. Quería saber exactamente por qué había llorado y qué iban a hacer después.

Los golpes empezaron de nuevo.

– ¡Brett! -dijo Francesca con los ojos muy abiertos.

– Vale, vale, me libraré de él.

Saltó de la cama, se puso los calzoncillos y tropezó con los zapatos de Francesca mientras se dirigía a la puerta.

Inclinándose hacia la puerta cerrada le gritó a su amigo:

– ¡Cario! ¿Qué quieres?

Se impuso el silencio, y después Cario habló con voz extrañada.

– ¿No vas a dejarme entrar?

– Dame un instante. Me acabo de despertar. Es más, me acabas de despertar.

Otro silencio.

– Vale. Me da igual. ¿Te vienes a por un desayuno de muerte al restaurante de Judy?

Brett abrió la boca para negarse. Tenía que llevar a Francesca a desayunar. En una mesita en un lugar tranquilo podrían hablar de lo que había pasado.

Por el rabillo del ojo vio que algo se movía. Francesca entró en el salón vestida sólo con sus braguitas y el sujetador. De puntillas, avanzó hasta el vestido y lo recogió del suelo.

– ¿Brett? ¿A que es una idea de muerte?

De muerte estaba Francesca en ropa interior.

– N…

– Di que sí -susurró Francesca-, si dices que no, sospechará algo.

Brett continuó mirándola sin que pudiera asimilar sus palabras. Tenía el pelo revuelto, los labios enrojecidos por sus besos y aún podía verle marcas rosadas en el cuello, donde la había arañado con la barba.

– ¡Dile que sí! -susurró ella. -¿Brett? -dijo Cario de nuevo. Él se giró hacia la puerta.

– ¡Dame un segundo! Después se giró hacia Francesca: -Tenemos que hablar -murmuró él a su vez. Francesca sacudió la cabeza.

– No, en absoluto. Te dije que una noche. Fin de la historia.

– ¿Fin de la historia?

– ¿Qué? – gritó Cario al otro lado de la puerta-. ¿Estás hablando conmigo?

Francesca se mordió un labio.

– Te dije que no era para siempre.

Se metió en el vestido y empezó a forcejear con la cremallera. Brett se dirigió hacia ella, pero lo detuvo con la mano.

– Gracias, por cierto -dijo ella.

– ¿Qué es eso de «Gracias por cierto»? ¡Tenemos que hablar!

– Habla con Cario -dijo, poniéndose las sandalias-. Prométeme que lo mantendrás ocupado mientras yo salgo por la puerta de atrás y entro en mi casa.

Brett recordó que el apartamento de Cario estaba entre el suyo y el de Francesca. Menos mal que no lo había pensado hasta ese momento, y menos mal que su habitación estaba en el otro lado del apartamento y no compartía pared con el de Cario.

– Brett, ¿estás bien?

Los ojos de Francesca se abrieron como platos.

– ¡Dile que sí!

Pero ¿cómo iba a hacerlo si no estaba seguro de que fuera verdad? Necesitaba hablar con Francesca, pensarlo todo bien. Volver a probar el sabor de sus labios antes de que se marchara.

– De verdad, Fr…

– ¡Shhh! Estás invitado a la fiesta de Elise y David esta noche, ¿verdad? Hablaremos entonces.

– Brett, amigo. Mis antenas de detective me dicen algo-la voz bromista de Cario llegó desde el otro lado de la puerta -. ¿Tienes a alguien ahí?

Francesca miró a Brett asustada y después se echó a correr descalza hacia la puerta de atrás.

– Déjale entrar y mantenle ocupado unos minutos – susurró por última vez.

En unos segundos, se había ido y Brett abrió la puerta, pasándose la mano por el pelo y consciente de que no necesitaba actuar para tener la apariencia estúpida y confusa de un tío que acaba de ser despertado en medio de un sueño especialmente lujurioso.

– ¿Qué pasa? -dijo Cario, a modo de saludo mientras entraba.

Brett desearía saberlo.

Francesca fue la primera en llegar a la barbacoa que los padres de Elise habían organizado para la pareja antes de su boda. Cuando Elise se quedó sin la boda íntima que quería, sus padres le prometieron una celebración previa más informal.

Con un precioso vestidito, Elise miró de arriba abajo a Francesca, que llevaba unos chinos, una blusa blanca atada en el ombligo y una gorra de béisbol, después la llevó a un lado para interrogarla.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó – Aparte de un desastre…

Francesca se hundió más la gorra y metió las manos en los bolsillos.

– Cometí un error.

Elise entrecerró los ojos.

– Voy a matarlo. Mejor aún, se lo diré a tus hermanos y ellos se encargarán de todo.

– No lo hagas. Fue culpa mía.

– Estás destrozada, ¿no?

– Pues sí. Pero ya lo superaré. Volveré a ser la antigua Francesca. Tiraré esos estúpidos vestidos y volveré a mis viejos vaqueros.

– Eso no va hacer cicatrizar las heridas de tu corazón.

– Pero estaré mucho más cómoda -Francesca intentó esbozar una sonrisa-. Vamos, tu madre sabrá mantenerme ocupada.

Francesca se propuso voluntaria para pasar comida entre los invitados en una bandeja. Eso le daba la oportunidad para hablar con todo el mundo en la fiesta pero sin entretenerse demasiado con nadie. Además podía elegir a quién se acercaba y a quién no.

Cuando llegó Brett, ella se metió en la cocina y pasó allí varios minutos rellenando la bandeja más grande. Después de tomar aliento, salió al patio y empezó a circular con la bandeja otra vez. Daba igual si el grupo de hombres con el que estaba Brett no tenían oportunidad de comer nada, tampoco tenían cara de tener hambre.

Bueno, Brett un poco sí. Se las arregló para pillarla mientras lo miraba desde lejos, y la expresión de sus ojos hizo que a Francesca se le pusieran los pelos de punta. Ella echó a andar en dirección contraria para volver a rellenar innecesariamente la bandeja.

Cuando salió de la cocina, allí estaba él. Cuando la agarró de un brazo, ella le preguntó:

– ¿Quieres un canapé?

Él no bajó la mirada hacia la bandeja que ella le ofrecía.

– Quiero hablar. Ella levantó las cejas.

– Me han encargado que me ocupe de esto. No puedo desertar hasta, hum, hasta después del postre.

Él ignoró su excusa.

– ¿Cuándo vamos a hablar? -el tacto de sus dedos sobre su brazo le provocaba escalofríos que hacían que sus pezones se endurecieran y se le hiciera un nudo en el estómago.

La sacudió un poco del brazo.

– ¿Cuándo, Francesca?

Dentro de unos meses, o tal vez años. Para cuando hubiera olvidado el tacto de la piel de su pecho, de sus labios sobre sus pezones, su penetración, para cuando él no la hiciera perder la respiración.

– Yo… -intentó ella, humedeciéndose los labios-. Oye, ¿no podríamos dejarlo?

Toda expresión desapareció de la cara de Brett.

– Quieres decir que te deje en paz.

Ella no creía tener que estar de acuerdo con eso.

– ¿Tenemos que volver a analizarlo todo, Brett? Estoy bien y parece que tú también. ¿Qué más hay que hablar?

Él se encogió de hombros.

– No me gusta esa actitud tan indiferente.

– Hombres -dejó escapar Francesca en un susurro casi inaudible -. Vale. ¿Cuándo nos casamos?

Él abrió los ojos como platos por la sorpresa y se quedó boquiabierto.

La bandeja empezaba a resultar pesada.

– Toma -dijo ella, ofreciéndole comida de nuevo-. Métete algo de esto en esa boquita que tienes.

– Francesca…

– Por favor, Brett. Hazme caso. Estaba de broma. Ya sé como sois los hombres. He vivido rodeada de ellos toda la vida, ¿no?

Él se cruzó de brazos.

– ¿Y qué te ha enseñado la experiencia, dime, oh Pequeña-Pero-Sabia-Mujer?

– Que los hombres dais mucha importancia a los montones de ropa sucia y a la comida de microondas y a la libertad para dejar lo que sea por salir con los amigos a tomar cervezas y jugar al billar. Es necesaria una bomba atómica para sacaros de la soltería.

Él la miró, incómodo.

– ¿Bomba atómica?

– Claro -se encogió de hombros y señaló con la cabeza a Elise y a su novio-. David es el ejemplo claro. Él está completamente entregado y se quieren de un modo explosivo.

Brett miró a la pareja.

– Eso puede desaparecer cualquier día.

– Apuesto a que no.

La mirada de Brett se endureció.

– Francesca, puedes creer que sabes algo…

– ¡Franny! – la voz de un Milano sonó desde la otra punta del patio-. ¡Por aquí hay hambre!

Francesca miró al grupo de sus hermanos que la llamaba.

– Lo sé, Brett. Y tú eres un caso especial. Dos veces soltero -dijo ella causando el asombro de Brett-. Un chico como tú comerá comida de microondas toda su vida.

O, pensó Francesca, encontrará un nuevo ejemplo de feminidad absoluta como lo era Patricia. Una mujer que sabía vestirse y hacer el amor, y no llorar como un bebé pensando en que nunca más la volvería a abrazar.

– ¡Franny! -gritaron de nuevo los Milano.

Ella se giró, obediente, hacia los «hermanos hambrientos», dando gracias por tener una excusa para marcharse, justo antes de decir algo muy estúpido.

– Yo he acabado con el tema.

Tal vez los abogados tuvieran que decir siempre la última palabra o tal vez fueran los hombres en general, porque Brett le gritó mientras ella se alejaba:

– Perfecto. Así me escucharás cuando llegué mi turno.

Saciado de chuletas, ensalada y maíz asado, Brett se sentó en una de las sillas del patio mientras miraba a Francesca dirigirse a una pequeña pista de cemento con una canasta que había al lado del patio. Había encontrado un balón escondido bajo los arbustos y estaba lanzando a canasta sin mucho cuidado. Para ser bajita y una chica, era bastante buena lanzadora. También manejaba bien el balón.

Soltero. Soltero doble. Meneó la cabeza. Ella creía tenerlo todo muy claro. Si él hubiera sabido qué era lo mejor para él, hubiera dejado las cosas estar donde lo había dejado ella. Se sentiría aliviado de saber que ella no quería nada más allá de lo de la noche anterior y que no tenían que continuar nada.

Pero su instinto protector no se apagaba así como así, aunque había intentado hacerlo desaparecer toda la tarde.

Como un animal mítico, surgía cada vez que la veía hablar con otro hombre, cada vez que la oía reírse. A pesar de que le hacía sentirse estúpido, mientras Francesca andaba entre la gente no podía quitarse de la cabeza la imagen de ella ofreciéndose a otro hombre. Sobre todo ahora, que había probado el primer trozo del pastel.

Pensaba en cómo había gritado ella la noche anterior, cuando la había penetrado, pero una vez que el dolor hubo desaparecido de su cara, algo lo había invadido, una especie de «fuerza» que no podía identificar.

Se frotó la cara con las manos mientras pensaba en que había una línea muy fina entre ser protector y ser posesivo y que él tenía que mantenerse en el lado correcto.

Ese propósito no le impidió mirar con los ojos entrecerrados al hombre que se acercaba a Francesca. Brett reconoció al hombre que la había llevado a casa hacía unos días.

Ella dejó de botar el balón y le sonrió.

El hombre le dijo algo, sonriendo también, mientras imitaba un tiro al aro.

Francesca le puso una cara rara y se llevó una mano a la cadera.

Ambos se rieron.

Brett podía entender claramente su lenguaje gestual. Habían planteado un reto que había sido aceptado. Una partida uno contra uno.

Inocente y divertido. Pero Brett se vio levantándose de la silla cuando Francesca dejó caer el balón para empezar a desabotonarse la camisa, y no volvió a sentarse hasta ver que debajo llevaba una camiseta de tirantes. Después, ella se quitó la camisa del todo para dejar ver la dorada piel de los brazos que la noche anterior habían rodeado su cuello. La sangre de Brett empezaba a circular con mayor rapidez por sus venas.

La camisa quedó abandonada sobre los arbustos y Francesca dejó que el otro tirara primero. Brett se dio cuenta de que necesitaba la ventaja, pues era un pésimo tirador. O estaba fingiendo. Porque dejaba a Francesca controlar la pelota casi todo el tiempo mientras defendía con dureza con el pecho. Intentaba intimidarla con su presencia física o sólo era una excusa para frotarse contra ella.

La partida acabó pronto. Su princesita chicazo ganó y su oponente la felicitó con una reverencia. Brett se dio cuenta de que estaba sonriendo.

Pero entonces plantearon un segundo reto y pudo comprobar como Francesca aceptó la subida de la apuesta. Así era como Cario la había convencido para entrar en aquella apuesta temeraria.

Con el pulso a mil por hora, Brett se levantó de su asiento. Se dirigió a la pista con los músculos tensos. No podía ignorar aquella estúpida apuesta y le preocupaba que ahora que Francesca le había descartado, buscara otro modo de ganar a Cario.

A ella le gustaba ganar, pero a Brett también.

La pelota aún estaba en el suelo de la pista. La tomó en sus manos mientras Francesca lo miraba abriendo y cerrando los ojos.

– Juego contra el ganador -dijo.

– Vamos a echar otra partida -dijo el hombre-. Jugarás después.

Brett no estaba de humor para charlas.

– Me toca a mí -dijo a Francesca-. Ahora.

– ¡Oye! – protestó el perdedor-. Ella acaba de aceptar un doble o nada.

Brett notó como su cuerpo se ponía rígido. – ¿Qué habéis apostado? -le preguntó a Francesca.

Ella lo miró y se encogió de hombros.

– Me parece que no es…

– Te he preguntado qué habéis apostado.

– Por Dios, Brett. Pizza. Nos hemos apostado una pizza.

Ya, podía imaginarse el plan. Una cena íntima en un restaurante italiano con luz tenue. Las mejillas de Francesca enrojecieron y sus labios rosados y aquel… aquel… cretino compartiendo una pizza con ella primero y la cama después.

– Eso no va a pasar -le dijo al hombre.

– ¿Qué?

– Que eso no va a ocurrir nunca -dijo Brett con cara implacable-. Esta es mi partida.

El otro miró a Brett, miró a Francesca, de nuevo a Brett y después levantó las manos aceptando la derrota.

– Vale. Lo he entendido.

Con una sonrisa volvió con el resto de la gente.

Tío listo. A Brett le caía mejor ahora.

Se giró hacia Francesca. Ella tenía de nuevo las manos sobre las caderas. La camiseta marcaba sus curvas y Brett sintió una puñalada de deseo.

– ¿A qué ha venido esto? – Dijo ella echando llamaradas por los ojos-. Estás comportándote de un modo muy extraño.

El sacudió la cabeza. Lo extraño hubiera sido dejarla marchar así. Sólo faltaban unos días para la boda y ella estaría buscando un modo de ganar la apuesta. El único que la iba a ayudar a ganarla sería él.

Botó el balón unas pocas veces.

– No me gusta apostar pizzas.

– Vale -se cruzó de brazos -. Jugamos por orgullo entonces.

– No, por eso no -no quería pensar en orgullo en ese momento.

– ¿Entonces? ¿Qué ocurre, Brett? -dijo ella, encogiéndose de hombros.

Una gota de sudor comenzaba a correr por su sien y a Brett le resultó muy tentadora. Dando un paso hacia ella, tomó la gota en su pulgar y lo chupó.

Dulce y salado a la vez. Como Francesca.

Las pupilas de Francesca se dilataron y tragó saliva-

– ¿Brett?

– A once puntos - dijo él -. Si gano, volverás a mi cama esta noche.

No era una mala idea, pensó él. La mantendría ocupada y él no se volvería loco.

Francesca podía haberse negado a jugar con esas condiciones, pero en su lugar, negoció una ventaja de seis puntos. No la habían educado para echarse atrás.

Hasta que no empezaron a jugar no se dio cuenta de que no estaba segura de si quería ganar o perder. Brett quería estar con ella, se lo veía en la cara, lo notaba cada vez que sus cuerpos chocaban.

Ella tiró. Punto. Siete a cero para ella. Pero la ventaja no amilanó a Brett, que hizo cuatro puntos seguidos en cuanto la pelota cayó en sus manos. Francesca estaba atada por la confusión y el deseo. Él no jugaba de manera caballerosa. Jugaba con una intensidad casi aterradora mientras ella fallaba tiros y él atrapaba los rebotes.

Ahora ella tenía la pelota. Brett se había quitado la camisa y ella podía ver el sudor correr por su pecho, distrayéndola. Cerró los ojos y lanzó a ciegas.

Ocho a cinco.

La partida se puso seria. Brett inició una excitante táctica de distracción.

– Vas a ser mía esta noche -dijo él.

Ella falló el tiro.

Brett recogió el balón y lanzó. La diferencia se acortaba. Diez a nueve para ella.

– No hay motivos para lamentarse -dijo él mientras sus ojos azules chispeaban.

A ella no le gustaba que la considerara tan fácil. Tendría que esforzarse al máximo. Por los dos.

Ella intentó recuperar la pelota por orgullo, pero él fue más rápido y marcó. Empate a diez.

Ella perdió su siguiente oportunidad, Brett le quitó el balón y lanzó, pero ella consiguió detenerlo.

– Vas a invitarme a pizza.

– Voy a hacerte gritar.

Ella sabía que podía ganarle y lanzó, pero el tiró rebotó contra el aro. Brett recogió el rebote y no falló.

Se secó el sudor de la frente con la mano y dijo mientras sus ojos brillaban.

– Eres mía, cariño.

Francesca pensó por un momento en negarse, pero no pudo.

Estaban sirviendo la tarta cuando ellos se deslizaron por una puerta lateral. Nadie pareció notar su marcha y Francesca, arrastrada de la muñeca por Brett, no vio a ninguno de sus hermanos excepto a Cario, solo, en el jardín.

El coche de Brett ardía aunque él había puesto el aire acondicionado a la máxima potencia. Francesca sabía que no era sólo el aire lo que estaba caliente. El deseo los invadía a los dos. Brett le pasó una mano por el muslo posesivamente y un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Brett…

– Nada de charla. Enseguida llegamos.

Ella notaba el pulso golpeándole en las muñecas y también en un punto muy cercano al que Brett acariciaba con la mano.

Se detuvo en el parking y él se vio tirando otra vez de ella mientras se dirigían a su apartamento.

Por un momento ella recordó la noche anterior, cuando él iba a darle una lección. Cuando llegaron a la puerta, Francesca sintió un nudo en la garganta y tosió.

Brett se detuvo y la miró. Su mirada estaba llena de deseo.

– ¿Estás bien?

No estaba segura. ¿Era mala idea hacer el amor con él otra vez?

– Estoy pegajosa -dijo ella, intentando ganar tiempo.

El la miró y su mirada decía que no se iba a escapar con tanta facilidad.

– Tengo agua y jabón.

Francesca se echó hacia atrás, en dirección a su casa.

– Mi casa… tal vez más tarde.

– No, Francesca -dijo, sacudiendo la cabeza. Después, sin dejarla ir, abrió la puerta y la condujo directamente al baño.

En un segundo ajustó la ducha y la miró.

– Ya… -dijo ella, haciendo un gesto hacia la puerta- ya te avisaré cuando acabe.

El sonrió mientras sus manos tiraban de la camiseta hacia arriba.

– Estoy seguro de ello.

La camiseta cayó al suelo y entonces se dirigió al botón de sus pantalones.

Mientras le quitaba la ropa le quitó también el deseo de resistirse. Ya sin ropa, le acarició todo el cuerpo y, después de haberse desnudado él, entró en la ducha con ella y la enjabonó entera.

Después le lavó el pelo dándole un masaje hasta que ella gimió de placer. Cuando el agua empezaba a enfriarse, la empujó contra los azulejos y persiguió con sus manos los dos torrentes que se precipitaban al vacío desde sus pezones y navegó por el río que se formaba en su ombligo en dirección a su entrepierna hasta que, como le había prometido, Francesca gritó.

Ella volvió a gritar de placer de nuevo sobre la cama, con Brett dentro de ella y con todos los miedos y dudas ahogados por aquella riada de sensaciones carnales y emocionales.

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