Rosa Montero
La Hija Del Canibal

UNAS PALABRAS PREVIAS


Quiero dejar constancia de las principales fuentes en las que he documentado el trasfondo histórico de esta novela: el magnífico artículo de Marcelo Mendoza-Prado sobre las andanzas de Durruti en América, publicado en El País el 27 de noviembre de 1994; el bellísimo libro de Hans Magnus Enzensberger El corto verano de la anarquía; los dos volúmenes de Los anarquistas editados por Irving Louis Horowitz, y los tres de la Crónica del antifranquismo, de Fernando Jáuregui y Pedro Vega; La España del siglo XX, de Tuñón de Lara; Durruti, de Abel Paz; Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, de Julián Casanova, y la Historia de España de Tamames.

Añadiré una obviedad: aunque los datos históricos son sustancialmente fieles, me he permitido, como es natural, unas cuantas licencias. Por ejemplo, es cierto que, durante la posguerra, uno de los líderes catalanes de la CNT era un infiltrado de la policía, y que al ser descubierto fue ejecutado por dos pistoleros anarquistas venidos expresamente desde Francia; pero la escena en sí es por completo imaginaria, y además he cambiado los nombres de los tres implicados para no herir la posible susceptibilidad de los familiares.

También es verdad que el famoso José Sabater murió en noviembre de 1949 en un tiroteo con la policía; pero el pobre Germinal que les delata es un invento mío de arriba abajo. Me interesa que esto quede bien claro, porque la realidad es una materia vidriosa que a menudo se empeña en imitar a la ficción; de modo que a lo peor luego aparece por ahí algún Germinal (nombre libertario por excelencia) y sus descendientes se sienten impelidos a defender la buena fama del abuelo. La vida, como diría Adrián, uno de los personajes de este libro, está llena de extrañas coincidencias.

Aunque en el ambiente anarquista he cambiado prudentemente algunas identidades, en el taurino, por el contrario, todos los citados existieron. Si doy aquí los nombres verdaderos de Crespito, de Teófilo Hidalgo y de Primitivo Ruiz es precisamente para rescatarlos del olvido negro de la muerte, como un modesto tributo a sus vidas épicas y terribles.


***

La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas.

Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcíto del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara:

– No tardes, ¿eh? No tardes.

Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula a bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró.

Me entretuve pensando en todo esto mientras contemplaba el batir de la puerta de los urinarios, si bien lo pensaba sin pensar, quiero decir sin ponerle mucho interés a lo pensado, sino dejando resbalar la cabeza de aquí para allá. Y así, pensaba en Ramón, y en que tenía que hablar con el ilustrador de mi último cuento para decirle que cambiara los bocetos del Burrito Hablador porque parecía más bien una Vaquita Vociferante, y en que estaba empezando a sentir hambre. Pensé en ir a ver la Venus de Willendorf en Viena, y la imagen de esa estatuilla oronda me trajo de nuevo a la cabeza a Ramón, que tardaba demasiado, como siempre. Del servicio de caballeros entraban y salían de cuando en cuando los caballeros, todos más diligentes que mi marido. Ese muchacho que ahora empujaba la puerta, por ejemplo, había entrado mucho después que Ramón. Empecé a odiar a Ramón, como tantas veces. Era un odio normal, doméstico, tedioso.

Ahora un chaqueta roja sacaba de los urinarios a un viejo medio calvo que iba en silla de ruedas. Dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos. Muchos viejos, sí, pero sobre todo muchísimas viejas. Ancianas sarmentosas y matusalénicas atrapadas por la edad en el encierro de sus sillas y trasladadas de acá para allá como un paquete: en los ascensores las colocan de cara a la pared y ellas contemplan estoicamente el lienzo de metal durante todo el viaje. Pero, por otro lado, son ancianas triunfadoras que han vencido a la muerte, a los maridos, a las penurias probables de su pasada vida; viejas viajeras, zascandiles, supersónicas, que están en un aeropuerto porque van de acá para allá como cohetes y que probablemente se sienten encantadas de ser transportadas por un chaqueta roja; qué digo encantadas, más aún que eso, probablemente se sientan vengadas: ellas, que llevaron a multitud de niños durante tantos años, ahora son llevadas, como reinas, en el trono duramente conquistado de sus sillas de ruedas. Una vez coincidí con una de estas ancianas volanderas en el ascensor de no sé qué aeropuerto. Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad. Yo la estaba contemplando a hurtadillas, a medio camino entre la compasión y la curiosidad, cuando la anciana levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: «Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda», dijo con una vocecita fina pero firme; y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas.

Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme.

Pensé entonces, no sé bien por qué, en si alguien sabría identificarme si yo me perdiera. Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex amante. Había estado varios meses con él y hacía apenas un par de años que no le veía, pero en ese momento no podía estar segura de si ese hombre era Tomás o no. Lo miraba desde el otro lado de la sala y por momentos se me parecía a él como una gota de agua: el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el pelo liso y largo recogido en la nuca con una goma, la línea de la mandíbula, los ojos ojerosos como un panda. Pero al instante siguiente la semejanza se borraba y se me ocurría que no eran iguales, ni en el gesto, ni en la envergadura, ni en la mirada. Me acerqué un poco a él, disimulando, para salir de la agonía, y ni siquiera más cerca conseguí estar segura; tan pronto me convencía su presencia y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo ajeno. Quiero decir que, con tan sólo dos años de no verle, ya no era capaz de reconstruirle con mi mirada, como si para poder reconocer la identidad del otro, de cualquier otro, tuviéramos que mantenernos en constante contacto. Porque la identidad de cada cual es algo fugitivo y casual y cambiante, de modo que, si dejas de mirar a alguien durante un tiempo largo, puedes perderlo para siempre, igual que si estás siguiendo con la vista a un pececillo en un inmenso acuario y de repente te distraes, y cuando vuelves a mirar ya no hay quien lo distinga de entre todos los otros de su especie. Yo pensaba que a mí podría sucederme lo mismo, que si me perdiera tal vez nadie podría volver a recordarme. Menos mal que en esos casos cabe recurrir a las señas de identidad, siempre tan útiles: Lucía Romero, alta, morena, ojos grises, delgada, cuarenta y un años, cicatriz en el abdomen de apendicitis, cicatriz en la rodilla derecha en forma de media luna de una caída de bicicleta, un lunar redondo y muy coqueto en la comisura de los labios.

En ese momento empezaron a llamar para nuestro vuelo por los altavoces y la sala entera se puso de pie. Agarré la bolsa de Ramón y la mía y me dirigí enfurecida hacia la puerta batiente del servicio, a contra dirección de todo el mundo, sintiéndome una torpe fugitiva que, en el momento crucial de la huida masiva de la ciudad sitiada, pone rumbo hacia el lugar inadecuado. En todas las subidas y bajadas de un avión hay algo de éxodo frenético.

– ¡Ramón! ¡Ramón! ¡Que se va el vuelo! ¿Qué haces ahí dentro? -llamé desde la puerta.

De los urinarios salieron apresuradamente un par de adolescentes y un señor cincuentón con cara de tener problemas de próstata. Pero Ramón no aparecía. Empujé un poco la hoja batiente y atisbé hacia el interior. Parecía vacío. La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno), y entré resueltamente en el habitáculo. Era un cuarto grande, blanco como un quirófano. A la derecha había una fila de retretes con puerta; a la izquierda, las consabidas y tripudas lozas adheridas al muro; al fondo, los lavabos. No había ni otra salida ni una sola ventana.

– Perdón -voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento-. ¿Ramón? ¡Ramón! ¿Dónde estás? ¡Vamos a perder el avión!

En el silencio sólo se escuchaba un tintineo de agua. Avancé hacia la pared de los lavabos, abriendo las puertas de los reservados y temiendo encontrarme a Ramón tumbado en el suelo de alguno de ellos: un infarto, una embolia, un desmayo. Pero no. No había nadie. ¿Cómo era posible? Estaba convencida de no haber dejado de vigilar la entrada de los servicios durante todo el tiempo. Bueno, estaba casi convencida: era evidente que Ramón había salido, así es que tenía que haberme distraído en algún momento; seguro que Ramón estaría ahora esperándome fuera, tal vez hasta se sentiría irritado por no encontrarme, a fin de cuentas era yo quien tenía los billetes. Salí corriendo de los urinarios y me dirigí a la puerta de embarque, frente a la que se apelotonaba aún un buen número de gente, y busqué a Ramón con la mirada entre la masa abigarrada de viajeros. Nada. Entonces le odié, cómo le odié, uno de esos odios de repetición, secos y fulminantes, que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad.

– Pero qué cabrón, dónde demonios estará, seguro que se ha ido al free shop a comprar más tabaco, siempre me hace lo mismo, como si no supiera lo nerviosa que me pongo con los viajes -mascullé en tono casi audible.

Y me retiré a un lado de la cola, en un sitio bien visible, depositando las pesadas bolsas en el suelo y esperando desesperadamente su regreso.

Las horas siguientes fueron de las más amargas de mi vida. Primero el aluvión de pasajeros que se agolpaba ante la puerta fue disminuyendo y disminuyendo de la misma manera, fluida e implacable, con que un reloj de arena vacía su copa, y al rato ya no quedaba nadie frente al mostrador. La empleada de Iberia me dijo que pasara, yo le expliqué que estaba esperando a mi marido, ella me pidió que lo buscara porque el vuelo estaba ya muy retrasado.

– Sí, claro, buscarlo, pero ¿dónde?-gemí desconsolada.

Y sin embargo lo busqué, dejé las bolsas a la empleada y corrí alocadamente por el aeropuerto, me asomé al free shop, al bar, a las tiendas, al quiosco de prensa, mientras oía cómo empezaban a llamarle por los altavoces:

«Don Ramón Iruña Díaz, pasajero del vuelo de Iberia 349 con destino Viena, acuda urgentemente a la puerta de embarque B26.»

Regresé sin aliento y empapada de sudor dentro de mis ropas invernales, con la esperanza de encontrármelo, contrito y con alguna explicación plausible, junto a la puerta. Pero desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados.

– Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar más a su marido.

Siempre me ha deprimido que me llamen señora, pero en aquel momento deseé morirme.

– No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo -decía una de las mujeres, supongo que con la pretensión de consolarme.

Y yo tenía que balbucir que Ramón era abstemio.

– O se han marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para escaparse de fin de semana con su secretaria? -comentó con su compañero uno de los hombres.

Y yo intentaba reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso.

Me pareció advertir, aun dentro de mi tribulación, que en los comentarios de los empleados de Iberia se agazapaba una irritación considerable, cosa en cierto modo natural si tenemos en cuenta que tuvieron que sacar nuestras maletas de la bodega del avión y que, entre unas cosas y otras, el vuelo salió con cerca de hora y media de retraso. Una supervisora de Iberia y un señor de civil que luego resultó ser policía se quedaron hablando conmigo durante unos minutos. Conté por enésima vez lo de los urinarios y el policía entró a inspeccionarlos.

– No parece haber nada raro. Mire, señora, yo que usted me marchaba a casa, seguro que luego acaba apareciendo, estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa.

¿Pero qué cosas ocurrían en los matrimonios? La frase del policía sonaba críptica, ominosa. De repente me sentí como una adolescente ingenua y boba que ignora las más básicas realidades de la vida adulta: cómo, ¿pero no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos? El rubor me subió a las mejillas y me sentí culpable, como si la responsabilidad de la desaparición de Ramón fuera de algún modo mía.

La supervisora me vio arder la cara y aprovechó mi turbación para quitarse el muerto de encima y despedirse. Otro tanto hizo el policía, y de pronto me encontré sola en medio de la sala de embarque vacía, sola con un carrito cargado de maletas que ya no iban a ninguna parte, sola en esa desolación de aeropuerto desierto, viajera estancada y sin destino, tan desorientada como quien se ha perdido dentro de un mal sueño.

En ese estupor pasé unas pocas horas, no sé cuántas, esperando el milagro del advenimiento de Ramón. Me recorrí varias veces el aeropuerto empujando el incómodo carrito y vi embarcar un número indeterminado de vuelos desde la fatídica puerta B26. Al fin la certidumbre de que no iba a volver se fue abriendo paso en mi cabeza. Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas (aunque Marina tenía sesenta años). O puede que, en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en cualquier esquina. Pero ¿cómo habría podido hacer todo eso sin abandonar los urinarios? Yo le había visto entrar, pero no había salido.

De manera que cogí un taxi y me fui a casa, y cuando comprobé lo que ya sabía, esto es, que Ramón tampoco estaba allí, me acerqué a la comisaría a presentar denuncia. Me hicieron multitud de preguntas, todas desagradables: que cómo nos llevábamos él y yo, que si Ramón tenía amantes, que si tenía enemigos, que si habíamos discutido, que si estaba nervioso, que si tomaba drogas, que si había cambiado últimamente de manera de ser. Y, aunque fingí una seguridad ultrajada al contestarles, el cuestionario me hizo advertir lo poco que me fijaba en mi marido, lo mal que conocía las respuestas, la inmensa ignorancia con que la rutina cubre al otro.

Pero esa noche, en la cama, aturdida por lo incomprensible de las cosas, me sorprendió sentir un dolor que hacía tiempo que no experimentaba: el dolor de la ausencia de Ramón. A fin de cuentas llevábamos diez años viviendo juntos, durmiendo juntos, soportando nuestros ronquidos y nuestras toses, los calores de agosto, los pies tan congelados en invierno. No le amaba, incluso me irritaba, llevaba mucho tiempo planteándome la posibilidad de separarme, pero él era el único que me esperaba cuando yo volvía de viaje y yo era la única que sabía que él se frotaba minoxidil todas las mañanas en la calva. La cotidianeidad tiene estos lazos, el entrañamiento del aire que se respira a dos, del sudor que se mezcla, la ternura animal de lo irremediable. Así es que aquella noche, insomne y desasosegada en la cama vacía, comprendí que tenía que buscarlo y encontrarlo, que no podría descansar hasta saber qué le había ocurrido. Ramón era mi responsabilidad, no por ser mi hombre, sino mi costumbre.


Bien, no he hecho nada más que empezar y ya he mentido. El día que desapareció Ramón no fue el 28 de diciembre, sino el 30; pero me pareció que esta historia absurda quedaría más redonda si fechaba su comienzo en el Día de los Inocentes. El cambio se me ocurrió sobre la marcha, a modo de adorno estilístico; aunque supongo que en realidad eso es lo que hacemos todos, reordenar y reinventar constantemente nuestro pasado, la narración de nuestra biografía. Hay quien cree que la música es el arte más básico, y que desde el principio de los tiempos y la primera cueva que habitó el ser humano hubo una criatura que batió las palmas o golpeó dos piedras para crear ritmo. Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos.

Yo siempre he disfrutado inventando. Es algo natural en mí, no puedo evitarlo; de repente se me dispara la cabeza, y todo lo que pienso me lo creo. Recuerdo que una vez, yo debía de tener unos nueve años, mi Padre-Caníbal me dejó esperando dentro del coche de la compañía en la que trabajaba como actor, mientras él recogía los bártulos en el local de ensayo antes de salir de gira por los pueblos. El coche era un Citroen Pato destartalado y negro; era junio, el sol se aplastaba sobre la chapa y yo me estaba muriendo de calor. No sé si fue cosa del agobio o del aburrimiento, pero el caso es que me puse de rodillas en el asiento, asomé medio cuerpo por la ventanilla abierta y empecé a pedir socorro.

– ¡Socorro! ¡Ayúdenme, por favor!

No había mucha gente por la calle, pero enseguida se pararon dos muchachos, y luego un matrimonio joven, y una señora gorda, y un anciano. Eran tiempos inocentes todavía.

– ¿Qué te pasa, bonita?

Compungidísima, fui respondiendo a sus preguntas y les conté mi vida: mis padres habían muerto atropellados por un tren, sí, los dos a la vez, una mala suerte, una cosa horrible: y ahí empezaron a saltárseme las lágrimas, aunque luché con bravura por contenerme. Yo vivía con mis tíos, que me trataban muy mal. Me pegaban y me mataban de hambre: ahora mismo llevaba sin comer desde el día anterior. Para que no les molestara, me encerraban durante horas en el coche; a veces, incluso me habían hecho pasar la noche ahí. Para entonces yo ya sollozaba amargamente y los transeúntes estaban por completo horrorizados; intentaron abrir la puerta del Citroen, pero mi Padre-Caníbal había echado la llave para evitar que yo anduviera zascandileando, de manera que el hombre que estaba allí con su mujer me agarró por los sobacos y me sacó a través de la ventanilla. Era un tipo joven, fuerte y guapo, y yo me abracé a su cuello dejándome mecer por su dulce consuelo, tan necesario para mí en aquel momento de orfandad triste y negra. Pero justo entonces llegaron mis progenitores, y antes de que las cosas pudieran aclararse el Caníbal ya había recibido un par de guantazos. Terminamos todos en comisaría. Creo que el Caníbal no me ha perdonado aquello todavía, aunque después se pasó muchos años repitiendo: «Esta chica ha salido como yo, va a ser actriz.» Pero también en eso se equivocó.

A Ramón siempre le irritaron mis improvisaciones sobre la vida, mi sentido de la innovación. Por ejemplo, una vez fuimos a pasar un fin de semana a un hotel de Cuenca, y la señora de la recepción, confundiendo mi traje flotante e informe con un embarazo, me preguntó con una sonrisita de complicidad matriarcal si era mi primero.

– ¿Mi primero? No, mi sexto -respondí de inmediato, aprovechándome de que Ramón se había acercado al coche y me había dejado sola unos momentos.

– ¿Seis? ¡Admirable! Las mujeres de ahora ya casi nunca tienen tantos hijos. Yo misma sólo tengo tres, y eso que soy de otra generación.

– Pues sí, yo tengo seis: los gemelos y luego Anita y Rosita, y después Jorge y Damián.

– Pero entonces este es el séptimo, no el sexto -dijo la mujer con puntillosa sorpresa, siguiendo el cómputo de mis hijos con sus gruesos dedos.

– Eso es, el séptimo. Pero es que a los gemelos, como se parecen tanto, casi siempre les consideramos como uno solo.

Cuando Ramón se enteró de que tenía seis hijos se puso furioso. Pero como siempre fue un cobarde respecto al qué dirán, no se atrevió a contradecirme públicamente. Cuando desayunábamos, cuando comíamos, cada vez que entrábamos o salíamos, la matrona nos hacía algún comentario sobre nuestra prole; o sobre los cuidados idóneos que se deben guardar en el cuarto mes de embarazo, que era el mío; o sobre los dolores y las grandezas del parto. Era una de esas mujeres que viven por y para la maternidad, como si parir fuera la obra suprema de la Humanidad, aquella que nos entroniza en el Olimpo junto a los conejos.

– Qué, ¿ya han hablado hoy con los niños? -nos preguntaba la matrona, por ejemplo, con enternecida obsequiosidad.

– Pues sí, pues sí -contestaba yo mientras Ramón se ponía amarillo.

– ¿Y qué tal?

– Nada, muy bien, todo estupendo: Rosita se ha caído y se ha pelado una rodilla, los gemelos están algo acatarrados y a Jorgito se le ha empezado a mover el primer diente. Ya sabe usted lo que sucede con los niños, siempre les ocurre algún percance…

– Claro, claro -contestaba la mujer, refulgente de sabiduría maternal.

Entre unas cosas y otras, para Ramón fue un fin de semana muy amargo.

Yo no tengo niños. Quiero decir con esto que sigo siendo hija y sólo hija, que no he dado el paso habitual que suelen dar los hombres y las mujeres, las yeguas y los caballos, los carneros y las ovejas, los pajaritos y las pajaritas, como diría yo misma en mis abominables cuentos infantiles. A veces esta situación de suspensión biológica resulta algo extraña. Todas las criaturas de la creación se afanan prioritaria y fundamentalmente en parir y poner y desovar y empollar y criar; todas las criaturas de la creación nacen con la finalidad de llegar a ser padres, y hete aquí que yo me he quedado detenida en el estadio intermedio de hija y sólo hija, hija para siempre hasta el final, hasta que sea una hija anciana y venerable, octogenaria y decrépita pero hija.

Volviendo al principio: también he mentido en otros dos detalles. En primer lugar, no soy lo que se dice alta, sino más bien bajita. O sea, para ser exactos, diminuta, hasta el punto de que los vaqueros me los compro en la sección de niños de los grandes almacenes. Y tampoco tengo los ojos grises, sino negros. ¡Lo siento! No pude remediarlo. Sí es cierto que, para mi edad, parezco más joven. Incluso muchísimo más joven. Muchas veces la gente, al verme tan menuda, me toma por una adolescente cuando estoy de espaldas. Luego me contemplan por delante y dicen: «Perdone usted, señora», sin advertir que es justamente esa frase lo que no les perdono. Una vez me encontraba tendida boca abajo en la playa, en biquini, lagarteando al sol, cuando escuché una voz chillona a mis espaldas:

– ¿Te quieres venir conmigo a dar una vuelta en el pedaló?

Me incorporé sobre un codo y miré hacia atrás: era un chaval de unos quince o dieciséis años. No sé cuál de los dos se quedó más atónito.

– ¿Cómo? -dije torpemente.

– Que si se quiere venir usted a dar una vuelta en el pedaló -repitió el muchacho con gran presencia de ánimo.

– No, muchas gracias; el mar me marea.

Tras lo cual el chico se retiró y los dos seguimos a lo nuestro, aliviadísimos. Fue como un encuentro intergaláctico en la tercera fase.

De modo que parezco más joven, y aunque mis ojos son negros son bonitos. Mi nariz es pequeña y la boca bien dibujada y más bien gruesa. Tengo también unos dientes preciosos que son falsos, porque los míos los perdí todos en el accidente de hace tres años. A veces, cuando estoy muy nerviosa, me dedico a mover la prótesis para atrás y para delante con la punta de la lengua.

Asimismo es cierto que Lucía Romero posee un lunar coqueto en la comisura de los labios. Esa marca menuda es el centro de gravedad de su atractivo, el vértice de sus relaciones con los hombres, porque todos sus amantes, incluidos los más vertiginosos y fugaces, han pretendido poetizar sobre ese milímetro de piel. «Es el mojón que marca el camino hacia tu boca», le dijo una vez uno, por ejemplo. «Es una isla desierta en la que he naufragado», adornó un segundo. «Es un lunar de puta que me la pone dura», comentó algún otro expeditivamente. De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas que en algún momento tal vez devenga en cáncer.

Por último, a veces a Lucía Romero le parece estar contemplándose desde el exterior, como si fuese la protagonista de una película o de un libro; y en esos momentos suele hablar de sí misma en tercera persona con el mayor descaro. Piensa Lucía que esta manía le viene de muy antiguo, tal vez de su afición a la lectura; y que esa tendencia hacia el desdoblamiento hubiera podido ser utilizada con provecho si se hubiera dedicado a escribir novelas, dado que la narrativa, a fin de cuentas, no es sino el arte de hacerse perdonar la esquizofrenia. Pero algo debió de torcerse en la vida de Lucía en algún momento, porque, pese a que siempre deseó dedicarse a escribir, hasta la fecha sólo ha pergeñado horrorosos cuentos para niños, insulsos parloteos con cabritas, gallinitas y gusanitos blancos, una auténtica orgía de diminutivos.

A base de escribir todas esas necedades para los más pequeños, Lucía Romero se ha hecho un nombre entre los autores infantiles y es capaz de vivir de sus libros. Pero no se puede decir que su trabajo le apasione. De hecho, y como la mayoría de sus colegas, Lucía detesta a los niños. Porque los escritores de literatura infantil suelen odiar a los niños, de la misma manera que los críticos cinematográficos odian las películas y los críticos literarios odian leer. A veces, Lucía coincide con sus colegas, en una feria, por ejemplo, o en un congreso; y es entonces cuando más abominable y más insoportable le parece su oficio, con todos esos hombres y mujeres tan talludos fingiendo destreza juvenil e insensata alegría. Todos esos charlatanes, ella incluida, embadurnando el aire de viscosa dulzura y de diminutivos. Cuando cualquiera sabe que la infancia es en verdad cruel y siempre mayúscula.


Con la desaparición de Ramón aprendí que el silencio puede ser ensordecedor y la ausencia invasora. No es que echara exactamente de menos a mi marido: ya digo que estábamos acostumbrados a ignorarnos. Pero llevábamos una década viviendo a dos, y eso crea una relación especial con el espacio. Ya no me cruzaba con él en el cuarto de baño por las noches, no le oía resoplar en la cama a mi lado, no encontraba los restos de su café en la cocina cuando me levantaba -porque siempre me levantaba después que él: Ramón era funcionario del Ministerio de Hacienda y tenía un horario regular-. Cuando vives a dos el mundo se adapta a ese ruido, a ese ritmo, a esos perfiles, y la súbita ausencia del otro desencadena un cataclismo en el paisaje. Me sentía como el ciego a quien un día cambian los muebles de lugar sin advertírselo, de manera que el salón de su casa, tan conocido, se convierte de repente para él en un territorio tan ajeno y desconcertante como la tundra.

La mañana del 31 de diciembre, después de una noche insomne e interminable, telefoneé temprano a la comisaría para ver si tenían alguna noticia. No, no sabían nada; pero ante mi desesperación y mi insistencia me sugirieron que me acercara a la central de la calle Rafael Calvo, en donde podría hablar con los inspectores encargados de las desapariciones. Llegué a Rafael Calvo casi vestida de viuda, con un sobrio, férreo traje de chaqueta color plomo, para intentar impresionar con mi apariencia: a las personas menudas siempre nos es difícil que nos tomen en serio. Pero de todas maneras me hicieron esperar en una salita miserable durante casi una hora. Al fin entró un tipo a hablar conmigo. Se llamaba García. José García, un nombre original. Tenía aspecto de estar aburridísimo.

– Yo que usted me quedaba tranquila durante algunos días. Seguro que al final regresará. Estas cosas pasan muy a menudo -dijo el tipo, como antes había dicho el policía del aeropuerto, sin darle la menor importancia a mi inquietud.

Sus palabras me hicieron visualizar un mundo abarrotado de esposas abandonadas, una muchedumbre de mujeres esperando con eterno desasosiego junto al teléfono. Me sentí insultada.

– ¡Estupendo! ¡Así trabaja la policía en este país! ¡Por supuesto que es mucho más cómodo pensar que Ramón me ha dejado que ponerse a buscarlo! -barboté, furiosa.

Sin perder su expresión de aburrimiento, el hombre abrió una carpetilla azul de gomas y sacó unos cuantos faxes y papeles mecanografiados.

– Mire. Sí que le buscamos. Hemos seguido la rutina habitual. Todos los hospitales, todos los centros de primeros auxilios, todas las estaciones de tren y autobús. Y el aeropuerto, claro. Además del depósito de cadáveres. No está. Mire, hoy es 31 de diciembre. Fin de Año. Hay fiestas, compromisos, cosas. De repente a la gente le entran ganas de cambiar de vida. Si yo le contara. Déle usted unos días.

García tenía tendencia a hablar sincopadamente, usando pocos verbos y llenándose la boca de puntos y seguido. Era un hombre alto y enjuto, de piel cetrina, con una cara difícil erizada de huesos: la barbilla puntiaguda, la nariz aguileña. Uno de esos rostros que, cuando intentan besar una mejilla, sólo picotean en el moflete con sus prominencias óseas, sin que la boca sumida en las profundidades alcance jamás a tocar la carne. Hablaba García moviendo sus labios abisales y yo, al escucharle, imaginé a millones de mujeres desdeñadas que se comían las uvas de fin de año a solas, ataviadas con brillantes y lacrimosos trajes negros. Sentí náuseas y me despedí. No se puede decir que aquella primera entrevista fuera un éxito.

Pasé por la guardería a recoger a la Perra-Foca y luego regresé a casa. No sabía qué hacer, así es que empecé a llamar a los amigos. Se iban quedando atónitos a medida que se enteraban de la historia. Pero cuando les comentaba lo que me había dicho el policía, creí advertir en ellos (¡en mis amigos!) un silencio estúpido y turbado. Tal vez la tensión y el agotamiento fomentaron en mí la paranoia, pero me pareció intuir que aceptaban como posibles las ridiculas sospechas del inspector. Por eso, cuando Gloria comentó con poco tiento que «hacía tiempo que se nos veía un poco mal», colgué el auricular furiosa y decidí no telefonear a nadie más. De hecho, activé el contestador automático para que me sirviera de parapeto frente a las numerosas llamadas que enseguida se empezaron a producir; y bajé al máximo el volumen, para no tener ni siquiera la tentación de contestar. ¿Qué amigos tenía yo que no sabían actuar como yo esperaba que actuasen? ¿Cómo podían creer en algo tan absurdo como que Ramón había desaparecido de modo voluntario? No había más remedio que reconocerlo, aunque resultara una constatación amarga: más que amigos eran conocidos, parejitas con las que cenar una vez al mes, relaciones puramente sociales. Lucía Romero, autora infantil, pierde de repente a su marido en los urinarios de un aeropuerto y no tiene a nadie a quien recurrir. Qué drama tan ridículo, qué lugar tan desairado el de las mujeres abandonadas, viudas sin viudez, hembras que se desesperan esperando.

Entré en el despacho de Ramón, que era un cuartito pequeño que daba a un estrecho patio, y durante un buen rato contemplé el lugar con atención: la librería, la mesa, la silla rotatoria, el televisor de catorce pulgadas. Todo ello dispuesto con una pulcritud meticulosa: el cenicero siempre en la misma esquina, los libros alineados por orden alfabético, los adornos equidistantes en las baldas. Incluso los clips estaban colocados apretadamente de pie dentro de una cajita: una manía suya de obsesivo.

Miré y remiré por todo el cuarto antes de atreverme a tocar nada, porque a Ramón le ponía frenético que le revolvieran sus cosas. Y cuando al fin aventuré mi mano y abrí los compartimentos de la mesa, asumí por vez primera en toda su dimensión que Ramón no estaba, porque de otro modo jamás hubiera metido un solo dedo en sus cajones. Era una sensación obscena, casi escatológica, como si estuviera hurgando en las visceras de un muerto. Perseguía una revelación, pero no encontré nada: porque uno no sabe ver aquello que ignora que está buscando.

Aunque, a decir verdad, sí que me topé con algunas cosas. Sorpresas pequeñas, poco trascendentales, como, por ejemplo, tres cajas de condones apiladas al fondo del cajón. Que no eran, desde luego, para usar en nuestro lecho conyugal. Además había lápices, todos con las puntas relucientes y afiladas, como soldaditos en formación con bayonetas; chequeras de nuestros bancos, cuadernos cuadriculados con las cuentas domésticas, agendas de regalo sin utilizar de años pasados, caramelos de menta, unos folletos turísticos sobre unas Fabulosas Vacaciones En Tailandia (no, no pensé que se hubiera escapado allí con una rubia: un par de años atrás estuvimos a punto de hacer ese viaje), varias llaves de diferentes formas guardadas en una vieja caja de bombones, calderilla de distintas monedas europeas metida dentro de una bolsa transparente y un fajo de los recibos más recientes: el gas, la luz, el agua, todos ellos sujetos con una gran pinza metálica. Los revisé de modo somero e iba a volver a dejarlos en su lugar cuando uno de los papeles despertó en mí una vaga inquietud. Lo saqué del mazo: no era más que una simple cuenta de teléfono. Pero un momento: aunque estaba a nombre de Ramón, la cuenta no correspondía a nuestro número, sino a un 908. ¡De modo que Ramón tenía un móvil! Qué cosa tan extraña: ¿por qué no dijo nada? Me puse a leer con atención el desglose del servicio: la inmensa mayoría de las llamadas habían sido hechas al extranjero. Tuve una intuición, una sospecha; cogí el teléfono y tecleé el primer número, que además se repetía varias veces:

– Hola, amor… Te estaba esperando… Estoy desnuda, y me he pintado los pezones de rojo para ti… -susurró una voz rasposa al otro lado.

Eran teléfonos eróticos. Ramón tenía un móvil clandestino para que le dijeran guarradas al oído. Marqué al azar un par de números más:

– Mmmmm… Menos mal que llamas, estoy tan caliente que ya no te podía esperar más… He empezado a tocarme…

Todas decían que estaban esperando, lo mismo que las esposas abandonadas esperaban, también ellas, una llamada de hombre en sus teléfonos.

– Te estaba esperando, cabrón… Quieres follarme, ¿verdad? Pero me das miedo, porque eres muy malo y siempre me haces daño…

¡Y encima juegos sádicos! Estaba asombrada. Para entonces yo ya sabía que los seres humanos somos como icebergs, y que sólo enseñamos al exterior una mínima parte de nuestro volumen: todos ocultamos, todos mentimos, todos poseemos algún pequeño secreto inconfesable. Con la convivencia, sin embargo, la imagen del otro se suele ir quedando más y más achatada, como si el iceberg se disolviera en el caliente mar de la rutina. Y a menudo terminamos reduciendo a nuestro cónyuge a un simple garabato en dos dimensiones, a una calcomanía de persona, a una imagen tan repetitiva y tan estrecha que resulta a la fuerza aburridísima. Esta es una de las muchas maneras en que puede terminar un matrimonio: cuando los dos se miran y al otro lado sólo ven una cabecita plana, como un sello.

Pues bien, dentro del estereotipo que yo me había hecho de Ramón no casaba que llamara a los números eróticos, ni que tuviera apetencias sadomasoquistas, y ni tan siquiera que fuera capaz de gozar telefónicamente: ¡pero si en la cama era tan mudo como un madero! El descubrimiento del recibo me dejó un tanto sobrecogida: de repente se había abierto ante mí, espectacular, la enormidad del enigma de las personas, la imposibilidad absoluta de conocer al otro.

Abandoné el despacho y me senté en la sala, seguida como siempre, mansa en su gordura, por la Perra-Foca. Escuché los mensajes del contestador: un revoltijo de pitidos y de frases ansiosas de diversos amigos, algunos invitándome a pasar la noche con ellos (entonces recordé que era fin de año); una llamada histérica de mi madre desde Palma de Mallorca, diciéndome que se había enterado por televisión, y un cuervo periodista intentando picotear en la carnaza. Pero, cómo, ¿el asunto había salido por televisión? Miré el reloj: eran las seis en punto de la tarde. Puse Radio Nacional, para ver si decían algo en el boletín informativo. Y sí, sí que lo decían, al final, en medio de una especie de resumen. No debían de tener muchas más noticias que contar en el 31 de diciembre:

«Desaparece un funcionario de Hacienda en el aeropuerto de Madrid-Barajas mientras espera la salida de su vuelo. Ramón Iruña, de cuarenta y seis años, está casado con Lucía Romero, hija del veterano actor Lorenzo Romero y escritora de cuentos infantiles, entre los que destaca la conocida serie de Patachín el Patito.»

Eso fue todo. Apenas cuarenta palabras y un fastidioso error, porque la autora de Patachín el Patito es Francisca Odón, mi más directa competidora y enemiga (mi personaje más famoso es Belinda, la Gallinita Linda). Y para colmo me definían filialmente, como si toda mi identidad estuviera basada en el hecho de ser la Hija del Caníbal. La única compensación ante tanta amargura fue que calificaran a mi Padre-Caníbal de Veterano Actor, en vez de Célebre, o Famoso, o Estupendo. Estaba segura de que a él le iba a repatear verse tratado así.

Apagué la radio en cuanto que comenzaron a emitir villancicos. El teléfono seguía sonando y el contestador contestando: de nuevo mis amigos, de nuevo el periodista, de nuevo mi madre. No descolgué: me sentía incapaz de hablar con nadie. La Perra-Foca se levantó pesadamente. Se acercó a mí y empezó a darme enérgicos cabezazos en las piernas: no era una manifestación de cariño, sino su manera de decirme que quería hacer pis y que tenía hambre. Las necesidades de la Perra-Foca son siempre puras, concretas, perentorias. Así es que la saqué a la calle, y ella meneó su viejo corpachón de pastora alemana por las esquinas de la vecindad; y después regresamos a casa y le llené el cuenco con su ración de pienso.

Atendida la bestia, me quedé sin saber qué hacer con mi tiempo y mi vida. Afuera de las ventanas era ya de noche; de cuando en cuando se escuchaba el festivo estallido de un petardo. Era uno de esos raros instantes de suspensión del mundo, como si el rotar de la Tierra se hubiera detenido y las cosas estuvieran conteniendo la respiración. Lucía Romero hubiera debido estar en esos momentos en Viena, preparándose para la cena de gala. Lucía Romero había perdido a su marido súbitamente, incomprensiblemente. Cuando él regresara de quién sabe dónde, Lucía se abrazaría a él y le diría: «Ramón, Ramón, ¿qué ha sucedido?», con la voz enronquecida por la emoción y los ojos enternecidos, líquidos. Aunque tal vez no, tal vez Ramón hubiese muerto. «Ha muerto, señora. Lo siento», diría el policía. Y Lucía se agarraría al marco de la puerta con mano temblorosa, y le faltaría el aire, y ni siquiera le dolería, de primeras no, es así como hieren los traumas, al principio ni siquiera le dolería aunque las lágrimas corrieran aparatosamente por sus mejillas. Justo en ese instante sonó el timbre de la puerta y Lucía fue a abrir, incluso corrió a abrir, por si se trataba de Ramón (¿habría perdido la llave?) o del policía portador de la fatal noticia. Pero no era ninguno de los dos. Tan sólo era un viejo. Lucía se lo quedó mirando con aturdimiento.

– Hola. He oído las noticias. Sólo quería recordarle que estoy ahí enfrente, para lo que usted quiera. No dude en avisarme.

Entonces lo reconocí: era el vecino. Un anciano discreto y educado que vivía solo al otro lado del descansillo. Jamás habíamos intercambiado otras palabras que algún saludo casual y pasajero.

– Me llamo Félix, Félix Roble. Tenga usted…

Me tendió un pañuelo blanco y bien doblado, y entonces advertí que mi cara estaba cubierta de lágrimas. Enrojecí, a medias avergonzada y a medias furiosa: me irritaba no sólo haberme puesto a llorar con mis ensoñaciones, sino que además el vecino me hubiera sorprendido. Debía de estar dando la típica imagen de la viuda desconsolada. Un exhibicionismo repugnante.

– No se imagine cosas raras -dije con sequedad, mientras le arrebataba el pañuelo de las manos y me frotaba la cara expeditivamente-. Estaba viendo una película y por eso he llorado -añadí sin mentir demasiado.

– Claro. Yo también lloro a menudo en el cine. Pero lo mío es cosa de la edad. Con el tiempo nos volvemos blandísimos. Y diciendo esto sonrió. Fue una sonrisa muy agradable, ni conmiserativa ni paternalista, una sonrisa cotidiana y tranquila que me devolvió a la realidad.

– No sé por qué me da la sensación de que no ha debido de comer usted mucho últimamente -añadió el hombre-. En casa tengo un jamón de Jabugo excepcional, un paté pasable, un rioja estupendo y pan fresco y crujiente. Me haría usted feliz si quisiera acompañar a este pobre viejo.

Siempre he detestado a las personas que usan lugares comunes al hablar, pero el hombre dijo «este pobre viejo» como si fuera un reto, una broma privada, una coquetería. Como si en realidad no fuera viejo cuando desde luego que lo era, viejo viejísimo y cubierto de arrugas por todas partes. Pero era un viejo gracioso y con estilo. Y yo, lo descubrí de repente, tenía hambre. Así es que antes de que pudiera darme cuenta ya estaba en casa de Félix, el vecino, descorchando la botella de rioja; la cual, por cierto, me bebí yo sola, porque el anciano no probó ni una gota.

Dos horas más tarde yo sabía ya que Félix Roble estaba jubilado, que era viudo, que había regentado una papelería en el barrio pero que la había traspasado a raíz de la muerte de su mujer, que no tenía hijos y que acababa de cumplir ochenta años.

– ¡Ochenta! Pues está usted estupendo.

Lo dije para halagarle, pero además era verdad. Vestía de una manera informal que le confería un aire juvenil, con pantalón de pana, jersey y chaqueta de tweed: parecía un profesor emérito de Oxford. Era alto y delgado y se movía con bastante agilidad: tan sólo el cuello, pegado con cierta rigidez al tronco (cuando giraba la cabeza también hacía girar los hombros), delataba el endurecimiento de un esqueleto añoso. En la oreja llevaba incrustado un sonotone y, por lo que pude advertir, no te entendía del todo bien si no le estabas mirando mientras hablabas. Tenía mucho pelo, todo blanco y brillante, y unos ojos azules muy hermosos: algo lagrimeantes, pero aún intensos de color y de expresión. El resto era una cara fina y aguileña sepultada entre arrugas muy profundas.

– No se lo creerá usted, pero hago una hora de gimnasia todos los días -respondió el vecino con un orgullo pueril que me encantó.

Entonces comencé a explicarle con todo detalle el absurdo misterio de la desaparición de mi marido. No sé por qué lo hice: supongo que necesitaba contárselo a alguien. Félix Roble escuchó con atención, inteligentemente. O eso me pareció a mí, perdida como estaba entre los vapores del vino tinto.

– Bien, recapitulemos sobre lo que tenemos -dijo al cabo-. Primero, una desaparición cuya causa ignoramos por completo. No hay ninguna sospecha, ningún indicio, ningún presentimiento. Y segundo, un enigma que aún no se ha resuelto: cómo salió Ramón del cuarto de baño sin que usted lo viera. Creo que por el momento podríamos concentrarnos en intentar resolver ese acertijo. No por qué se fue, sino cómo se fue. Y se me ocurre que sólo hay cuatro posibilidades: una, que no se fuera.

– ¿Qué quiere decir?

– Que Ramón siga allí, en los servicios.

– ¿Pero cómo? Yo miré…

– Sí, pero hay paredes dobles, trampillas, armarios escondidos. ¿Sabe usted si algún especialista de la policía ha revisado los urinarios?

Guardé silencio: acababa de visualizar a Ramón emparedado detrás de las pulcras baldosas blancas del retrete; Ramón metido en un zulo; Ramón asfixiado, apuñalado, amoratado, muerto.

– Dos -prosiguió el viejo-. Que, lo mismo que puede haber un armario escondido, haya también alguna puerta camuflada. Esto es, que haya salido o le hayan sacado por otro lado.

Félix calló y se me quedó mirando atentamente.

– ¿Y qué más? -le animé.

– Tres, que haya salido por la puerta normal… y que usted estuviera distraída y no se diera cuenta.

– No. No es posible. Lo he pensado mucho y no es posible. Estuve vigilando el baño todo el rato. Soy un poco maniática, ¿sabe usted? Y me pone nerviosa que a la gente se le ocurra irse al servicio justo cuando nos vamos a embarcar.

– Y cuatro, entonces: que haya salido por la puerta, pero disfrazado. Esas son las únicas posibilidades que tenemos. Yo creo que merecería la pena que nos acercáramos ahora mismo a Barajas a inspeccionar esos urinarios, ¿no le parece?

Bien, lo más extraordinario es que me pareció. El nivel de mi estupor etílico puede intuirse en el hecho de que me resultara tan normal la idea de irnos al aeropuerto, en mitad de la noche de Nochevieja, para escudriñar al alimón unos retretes públicos. En un abrir y cerrar de ojos me encontré instalada en el asiento delantero del coche de Félix Roble. Porque el hombre tenía coche: para ser exactos, un vehículo bastante extraordinario. Era un viejo Renault 5 pintado a mano de color amarillo rabioso, con una gruesa franja negra, también artesanal, que cruzaba de la proa a la popa trepando por el techo:

– Se lo compré a un macarrita de discoteca. Es feo, pero me salió barato y marcha bastante bien -explicó mi vecino.

Íbamos por el paseo del Prado en mitad de un río de coches todos despendolados. Félix charlaba con animación, soltaba el volante demasiado a menudo, no miraba jamás por el retrovisor, se cambiaba de carril sin previo aviso. Alrededor nuestro las muchedumbres nos pitaban, pero mi vecino no parecía darse por aludido. Abrí de par en par la ventanilla: el aire frío de la noche me entumecía las mejillas, pero iba introduciendo un resquicio de luz en el pegajoso caos de mi cabeza. Estábamos en Cibeles y Félix acababa de atascar la circulación al intentar hacer un giro prohibido a la exasperante velocidad de una tortuga coja. Las muchedumbres empezaron a insultarnos. Contemplé consternada a mi vecino: se le veía por completo sobrepasado, sumido en la desorientación y el desconcierto.

– ¡Vete al asilo, viejo! -rugió alguien a nuestro lado.

Y era cierto: ahora yo también veía que Félix era un viejo, por primera vez me parecía un verdadero anciano. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí a esas horas, en ese coche absurdo, con ese octogenario extravagante?

Sin embargo, llegamos. Nos perdimos un par de veces en la autopista, pero llegamos. El aeropuerto estaba prácticamente vacío, salvo una legión de alborotados japoneses que se arrojaban serpentinas unos a otros mientras esperaban ser embarcados. Pasamos a la salida internacional enseñando nuestro carné de identidad y sin que nos pidieran la tarjeta de embarque: reinaba una atmósfera de fiesta y de relajo. Félix fue el primero en entrar a los servicios: le vi desaparecer tras la puerta batiente con una inquietud casi supersticiosa, como si ahora fuera a evaporarse también él, como si esa modesta puerta un poco amarillenta fuera la boca camuflada de un agujero negro. Pero al instante me llamó:

– Pase usted, que no hay nadie.

En efecto, los urinarios estaban tan vacíos como cuando yo había entrado el día anterior. Roble había sacado una llave inglesa de no sé dónde y estaba dando golpecitos en los muros.

– Por favor, mientras yo acabo con esto, pulse usted todas las cisternas y abra todos los grifos a ver si funcionan normalmente -me ordenó con una voz que de repente me pareció acostumbrada al mando.

Obedecí, y a los pocos minutos nos encontrábamos inmersos en un tronar de agua semejante al de las cataratas del Niágara. Aquí estábamos, en mitad de unos retretes de luz desangelada que olían a meados, ensordecidos por el rugir de las cisternas y buscando inútilmente una puerta imposible.

– No hay nada -gritó al fin el vecino sobre el estruendo-. De modo que ahora estoy casi por completo convencido de que su marido era aquel viejo inválido que vio usted sacar en silla de ruedas por un chaqueta roja.

Me quedé impresionada a mi pesar: por supuesto, ¿cómo no había caído antes? Un súbito fogonazo me hizo fijar de nuevo la mirada en Félix Roble: el hombre había encendido una bengala y la mantenía frente a sí sujeta entre el índice y el pulgar. El vivo fulgor de los chisporroteos me hizo descubrir que tenía la mano mutilada: le faltaban, arrancados de raíz, los dedos meñique, corazón y anular. La última de las cisternas soltó un postrero y desanimado gorgorito y se calló. En el silencio recién recuperado se oía el sisear de la bengala.

– Feliz Año Nuevo -dijo Félix Roble-. ¿No se ha dado cuenta? Son las doce.


A veces me embarga la intuición de la profundidad, de que somos más que el mero momento que vivimos y que la carne efímera. De esa visión singular, que te asalta en los momentos más absurdos (mientras tuestas una rebanada de pan para el desayuno, mientras conduces en medio de un atasco, mientras estás guardando cola para pagar los impuestos municipales), extrajeron los iluminados de todas las épocas el impulso necesario para inventar sus religiones. Como no soy creyente, para mí esta emoción del Más Allá se confunde con un deseo de belleza, tan agudo y concreto como si se tratara del ataque de hambre de un bulímico. Estoy hablando de cosas vulgares y cotidianas, porque, ¿qué puede haber más tópico y ramplón que ese afán de ser y no morir? No ha debido de existir ni un solo ser humano, desde el principio de los tiempos, que no haya experimentado alguna vez ese espejismo de hermosura, esa necesidad de permanencia. Hasta los idiotas tienen inquietudes trascendentes y aspiran alguna vez a la eternidad. La metafísica es la más común de las bajas pasiones.

Pues bien, estaba yo el día 1 de enero melancólicamente sumida en un rapto trascendente de este tipo, asomada a la ventana de mi casa a eso de las diez de la mañana (el aire frío, el mundo quieto y transparente tras los excesos de la fiesta, los perfiles de las cosas cristalinos), cuando el teléfono sonó a mis espaldas sacándome del trance. Descolgó el contestador y primero escuché mi voz grabada, tremendamente ruidosa en el silencio. Luego, una voz seca y ronca que jamás había oído me congeló la sangre:

– Este es un mensaje de Orgullo Obrero. Si quiere volver a ver con vida a Ramón Iruña, reúna doscientos millones de pesetas. No avise a la policía o lo lamentará. Volveremos a ponernos en contacto.

Corrí al teléfono, pero no llegué a tiempo. No se puede decir que mis reflejos fueran excepcionales ese día.

Acabo de mentir: sí que llegué. Tenía el aparato al lado y hubiera podido descolgar e interrumpir el mensaje del comunicante; hubiera podido interrogarle, increparle, insultarle. Pero no me atreví. Sufrí una repentina sensación de riesgo, sudores fríos, mareos, galopar de pulso, agitación de pecho, toda la pa-rafernalia de los cobardes. Siempre fui muy miedosa. Así es que mi mano se quedó detenida a dos centímetros del auricular, y allí se mantuvo un largo rato, incluso bastante tiempo después de que aquel hombre hubiera colgado. A Ramón, es curioso, no le importaba que yo tuviera siempre tanto miedo. A decir verdad, creo que incluso le gustaba. Ramón Iruña era un hombre rutinario y aburrido, muy poco expresivo y tan indolente que casi nunca se tomaba la molestia de discutir con nadie. O sea, era lo que todo el mundo entiende por un buen hombre. Pero cuando yo sufría alguno de mis ataques de cobardía aguda, entonces se transmutaba en otro: era atento, ocurrente, cariñoso, gracioso. Por ejemplo: cruzábamos un río en un paseo campestre y yo me quedaba atrancada en la mitad del cauce, agarrotada de temor en una piedra y sin atreverme ni a retroceder ni a saltar por encima de la espuma hasta el próximo apoyo. Pues bien, en esas ocasiones, Ramón regresaba desde la otra orilla y me decía lindezas, me intentaba calmar, me hacía reír, aguantaba mis exabruptos, estiraba la mano sobre el agua rugiente, me explicaba una y otra vez cómo poner mis torpes pies sobre el filo rocoso y al fin lograba sacarme del atolladero agradecidísima. Creo que esos momentos de ternura y compenetración (su juego protector encajando como en un rompecabezas con mi miedo) fueron lo más cercano a la pasión que Ramón y yo hemos vivido.

Volviendo a aquel 1 de enero, cuando conseguí desencallar de mi ataque de pánico y recuperar la movilidad, rebobiné el mensaje y lo escuché de nuevo: Orgullo Obrero, ¿pero qué demonios era eso? ¿De manera que Ramón había sido secuestrado? ¿Eso que siempre les ocurre a otros? ¿Eso que sucede dentro de la televisión y en las películas? Corrí a la casa del vecino y aporreé la puerta. Félix abrió mucho tiempo después, o eso me pareció. Tenía todo el pelo alborotado alrededor del cráneo, como plumas blancas de gallina.

– ¿Qué ocurrió, qué pasa, qué ha sucedido? -dijo, aturullado, en todas las gamas verbales. Seguro que le había levantado de la cama.

No perdí tiempo con explicaciones: le empujé hacia mi casa y él se dejó llevar, arrastrando un poco al caminar sus chancletas de fieltro.

– Escuche -exclamé, tal vez en un tono demasiado trágico. Y reproduje el mensaje de los secuestradores.

– ¿Qué le parece? -pregunté.

– ¿Cómo? -dijo el vecino, arrimándose una mano a la oreja.

Resulta que no tenía encendido el sonotone, así es que tuvimos que empezar de nuevo. Pasé la cinta varias veces hasta que el viejo consiguió que su oído reacio pescara todas las palabras de los secuestradores.

– Vaya, vaya. Pues sí. Así es que estas tenemos… -murmuró al fin muy pensativo.

A mí de repente me acometió la risa:

– ¡Y los muy cretinos piden doscientos kilos! ¡Ya puestos, podrían haber pedido mil! ¿Pero se creerán que están tratando con Rockefeller? ¡Entre Ramón y yo no reunimos ni siquiera dos millones, así es que ya pueden esperar sentados! ¡Ja! ¡Tiene gracia! ¡Se van a quedar con un palmo de narices esos desgraciados! ¡Vaya equivocación!

Entonces vi la expresión con la que el vecino me miraba, entre el desconcierto y la censura, y en ese mismo instante comprendí que la situación no era chistosa en absoluto. La risa se me petrificó en la boca.

– Claro… Usted cree que el hecho de no poder reunir los doscientos millones empeora aún más la situación del pobre Ramón. Oh, Dios mío, cómo me ha podido hacer gracia que… No sé qué me pasa, estoy tan confusa…

Estaba, en efecto, tan confusa que permití que Félix Roble tomara la iniciativa en todo y me dejé llevar por sus consejos. Hoy lo pienso y me parece una locura: no lo conocía de nada, y además no era más que un anciano. En vez de cuidarlo yo a él, como correspondería por la edad, él se hizo cargo de mí y de mi problema. Y su primera decisión fue que llamáramos en el acto a la policía.

– Pero en el mensaje me ordenan precisamente que no haga eso…

– No importa. Eso lo dicen todos los secuestradores en sus comunicados. Es una especie de norma profesional, una costumbre del oficio. Quiero decir que lo sueltan de manera rutinaria, como el administrativo que escribe siempre eso de «en respuesta a su atenta carta del 17 del corriente». Bueno, pues los secuestradores siempre dicen que no se avise a la policía. Pero todo el mundo sabe que sí que la van a avisar.

Hora y media después estábamos en un bar esperando al inspector García. En un bar porque, cuando le localizamos a través de su móvil, García dejó claro, con bastante desinterés, que ese 1 de enero él se encontraba de vacaciones, y que no tenía ninguna gana de pasarse sus vacaciones en la comisaría. Cuando llegó, con veinte minutos de retraso, seguía igual de aburrido y de apático.

– Bien -resopló, desplomándose en el asiento-. ¿Han traído la cinta?

Sí, claro, la habíamos traído. El inspector sacó una pequeña grabadora del bolsillo, introdujo la minicinta del contestador y escuchó el mensaje con atención un par de veces. Luego se quedó pensativo y callado: el esfuerzo cerebral le apelotonaba el ceño en cuatro pliegues.

– A ver. Tengo una duda. Quiero consultarles -dijo al fin. Félix y yo adelantamos nuestras cabezas, expectantes.

– ¿Debo o no debo tomar alcohol? Estoy de vacaciones. Podría beberme una copa de coñac. Es lo que me apetece. Pero también estoy de servicio. O algo parecido. Quiero decir aquí, con ustedes. Y estando de servicio, se acabó la bebida. Todo el mundo lo sabe. ¿Ustedes qué piensan?

Nos quedamos atónitos. Antes de que pudiéramos decir nada, el inspector García levantó el brazo hacia el camarero:

– ¡Una cerveza! -gritó; y luego se dirigió a nosotros nuevamente-. Una cerveza es mitad y mitad. Ni carne ni pescado. Ni fu ni fa. Es una solución de compromiso.

Empecé a sentirme irritadísima:

– ¿Pero qué hay del mensaje? ¿Qué es eso de Orgullo Obrero? ¿Cree que de verdad le han secuestrado? ¿Estará bien? ¿Lo van a matar? ¿Qué podemos hacer? Porque no se creerá que hemos venido aquí sólo para tomarnos una caña -exclamé.

José García sacó la cinta del aparato, la metió en un sobre blanco, escribió en la solapa: «Caso Ramón Iruña. Prueba Uno», y se guardó el sobre en el bolsillo, todo con desesperante lentitud. Luego se bebió la mitad de su jarra y chascó la lengua:

– Muchas preguntas. Algunas respuestas. Primero, no me suena eso de Orgullo Obrero. Preguntaré a los especialistas. Segundo, sí, parece que está secuestrado. Tercero, no sé si está bien. Cuarto, no sé si lo van a matar. Quinto, si usted paga el rescate, acabará en la cárcel.

– Pero ¿cómo? Eso es injusto. Y, además, yo no tengo doscientos millones.

– Si nos enteramos, si nos enteramos de que paga, la tendremos que detener.

– ¿No me oye? ¡No tengo ese dinero!

– Está prohibido pagar rescate a terroristas. Pero, claro, todo el mundo lo intenta. A escondidas. Yo que usted, a lo mejor pagaba. Salvar al secuestrado. Eso es lo primero para la familia. Pero yo soy policía. No puedo enterarme de que paga. Porque mi deber es impedirlo.

– No tengo ese dinero -repetí, a punto de echarme a llorar.

– Muy bien. Allá usted. Yo sólo le digo que no quiero saber nada. Es un aviso. Yo, mientras tanto, investigaré y estudiaré. Eso hacemos los policías. Investigamos. Somos inspectores. Inspeccionamos. Y ahora tengo que irme. Estaremos en contacto. No se preocupe.

Regresamos a casa muy desanimados: de todos los policías del Estado, nos había tocado el más estúpido. Eso dijo exactamente mi vecino mientras salíamos del ascensor en nuestro piso:

– Nos ha tocado el policía más estúpido.

No pude por menos que advertir esa primera persona del plural con que Félix se había sumado a mi tragedia. Ahora resulta que estábamos los dos desanimados, desconcertados e inquietos. Félix se había apoderado del caso como si fuera suyo. Estos jubilados son tremendos, pensé con rencor: hacen lo que sea para llenar sus vidas. Entonces abrí la boca para decir algo apropiado que lo alejara de mí, para despedirme educadamente de él, para darle las gracias y la espalda. Pero no llegué a musitar palabra, porque de pronto descubrí que por debajo de mi puerta asomaba el pico de un papel. De nuevo la sensación de riesgo, los sudores fríos, los mareos. Fue una intuición de cobarde, una intuición certera: el papel (un folio grande dentro de un sobre en blanco) era una carta de los secuestradores. Mejor dicho, era una carta de Ramón:

«Por favor, haz lo que te dicen estos hombres. Dales lo que pidan. Me tratan bien, pero están dispuestos a cualquier cosa, de verdad, Lucía, A CUALQUIER COSA. Tengo dinero. ¿Te acuerdas de la herencia de mi tía Antonia? Es más de lo que te dije. Está en una caja de seguridad en el Banco Exterior de España. En la central. La caja tiene el número 67 y la abrí a nombre de los dos, por si pasaba algo: fue aquel papel del banco que te hice firmar hace unos meses. Perdona que no te dijera nada de todo esto, pero me daba vergüenza. Es dinero negro y trabajo en Hacienda. Por favor, vete a recogerlo cuanto antes. La llave está en el cajón de mi mesa.Y haz todo lo que esta gente diga. Por favor, por favor, HAZLO. Te quiero mucho.»

Reconocí enseguida la letra de Ramón, aunque sus contornos, normalmente tan meticulosos y regulares (mi marido tenía una letra pulcra y diminuta), estaban ahora temblorosos y crispados, lo cual denotaba, no me cupo la menor duda, un estado de ansiedad casi insoportable. Leer sus palabras me hizo daño: cada frase pesaba como el plomo. Además, ¿qué era eso de que tenía dinero? ¿Cuánto dinero? ¿Tanto como para poder pagar un rescate astronómico? Y lo peor de todo, ¿cómo había llegado ese sobre a mi puerta? Con sólo plantearme la pregunta se me heló el espinazo: era evidente que habían venido en persona hasta allí. Hasta mi casa. Hasta el mismo umbral. Los secuestradores. Los de Orgullo Obrero. Los terroristas.

– Venga. No se deje hundir. Vamos a buscar la llave -dijo Félix con oportuno ánimo.

Y echó a andar pasillo adelante alisándose las greñas con los dedos.

Revolvimos entre las llaves del cajón y encontramos una, grande y modesta, de latón, que tenía el número 67 grabado en la cabeza.

– ¿Dónde está la central del Banco Exterior? -preguntó Félix.

– En la Carrera de San Jerónimo.

– Iremos mañana mismo, en cuanto que abran -dictaminó mi vecino, usando nuevamente esa primera persona del plural tan fastidiosa.

– Bueno. Iremos algo más tarde, sobre las once -puntualicé con recelosa puñetería, sólo por dejar bien sentado que era yo quien tomaba las últimas decisiones.

Pero lo cierto era que no estaba en el mejor de mis momentos para decidir nada. De hecho, en aquellos instantes lo único que me daba vueltas en la cabeza de manera obsesiva era la frase final de la carta de Ramón, ese «te quiero mucho» acongojante que me había dejado desconsolada, aunque para entonces yo supiera de sobra que es siempre en los momentos de debilidad cuando más creemos querer a quien necesitamos. (La última vez que Ramón me había dicho «te quiero mucho» fue cuando le operaron del apéndice.)


Después de su conversación con el inspector García, Lucía Romero había decidido no contar nada a la policía sobre la carta de Ramón y el dinero de la caja de seguridad. De manera que Félix y ella se encontraron abandonados a su suerte y obligados a decidir por su cuenta y riesgo un sinfín de complicados pormenores. Para ir sobre seguro se estuvieron preparando el esquema de la jornada durante el desayuno, con la misma minuciosidad con que Atila debió de prepararse la invasión de las Galias. En primer lugar, Lucía tendría que llevar un bolso con capacidad suficiente como para meter un número indeterminado de millones, de modo que después de mucho reflexionar se decidió por una bolsa de loneta que usaba para la playa en los veranos. Pero luego estaba el tema del transporte, porque no era cosa de pasearse por todo Madrid con una fortuna colgando del hombro.

– Llevaremos mi coche -propuso Félix-. Y como el banco está en una zona en la que no se puede aparcar, daré unas cuantas vueltas a la manzana mientras usted recoge su dinero.

Cuando termine, quédese en la puerta, junto a los guardias, esperando hasta que yo pase de nuevo por delante.

Acordaron hacerlo así, aunque en realidad a ella la presencia del vecino le parecía un engorro. La compañía de semejante viejo le impediría moverse con la necesaria celeridad: no sólo iba a tener que cuidar de los millones, sino también de él. Pensaba en todo esto Lucía y se iba enfureciendo, pero se sentía incapaz de enfrentarse al dinámico anciano. Eso, la falta de carácter en los momentos álgidos, era uno de sus defectos principales. Lucía callaba demasiado, consentía demasiado, asentía demasiado; era asquerosamente femenina en su silencio público, mientras por dentro la frustración rugía. Lucía envidiaba a aquellas mujeres capaces de imponerse y de pelearse dialécticamente en el espacio exterior, siempre tan desolado. Como Rosa Montero, la escritora de color originaria de la Guinea española: era un tanto marisabidilla y a veces una autoritaria y una chillona, pero abría la boca la tal Rosa Montero (dientes deslumbrantes en su rostro redondo de luna negra) y la gente callaba y la escuchaba. Lucía hubiera deseado ser así, un poquito más animosa y más segura.

Pero no lo era, y por eso se veía ahora como se veía, cargando con un abuelo cargante, de la misma manera que antes cargó con Ramón durante demasiados años, cuando ya los dos sabían que la relación se había terminado. En fin, ahora no quería ponerse a criticar a Ramón, al pobre Ramón, en manos de unos facinerosos sin escrúpulos. Ahora incluso había veces en que el recuerdo de su marido la conmovía tanto que creía poder recuperar su amor por él.

Salieron hacia el banco a la hora que ella había dicho, en torno a las once de la mañana, y llegaron a eso de las doce tras quedarse sin gasolina, meterse por una dirección prohibida y discutir con el guardia que les paró.

– Hágame el favor de no buscarse más líos con el tráfico -dijo Lucía al bajarse del coche frente a la puerta.

– No se preocupe. Usted, tranquila; ocúpese del dinero, que yo estaré esperando.

El banco era un edificio imponente y opresivo, tan solemne como un ministerio estalinista. Lucía entró amedrentada en el vestíbulo reluciente de latones y preguntó por las cajas de seguridad.

– Dos pisos más abajo, por esas escaleras o por el ascensor. Un agobio, una angustia. Descender era como ir bajando hacia la tumba; era ir sintiendo crecer, en las espaldas, la pesadumbre del dinero y de la piedra. Abajo, al fin, una cripta acorazada. Por todas partes aceros y barrotes, y un señor muy aburrido en una mesa.

– Yo quería… ejem, querría sacar algo de una caja… -tartamudeó Lucía, sintiendo la misma culpabilidad que si viniera a atracar el banco.

El hombre abrió la reja y la miró con cierto recelo, o eso pensó ella.

– Identificación, por favor.

Lucía sacó el carné de identidad, la llave. Le temblaban las manos y optó por dejarlo todo encima de la mesa para disimular las sacudidas.

– Firme aquí, por favor. Venga conmigo.

Entraron en la cámara acorazada, una habitación de regulares dimensiones forrada en todas sus paredes con casilleros metálicos. El número 67 era uno de los grandes; el hombre insertó las dos llaves, abrió la portezuela y sacó con evidente esfuerzo una caja de considerables dimensiones, que depositó en la repisa del centro de la sala.

– Avíseme cuando termine -dijo, antes de retirarse, como quien recita una apolillada frase de película.

Toda la operación tenía algo de escatológico, algo de necesidad íntima inconfesable: la cripta era como un urinario subterráneo y el hombre como un ayudante de hospital acostumbrado a bregar con inmundicias. Lucía aguantó la respiración y abrió la tapa. Ahí estaban las visceras, azuladas, impresionantes. Era enorme. Era mucho. Era una cantidad espectacular. Todo en billetes de diez mil, fajos y fajos, un mareo de papeles bien cinchados. ¡Caramba con tía Antonia! Fue contando los fajos a medida que los metía en el bolso: le salieron en total 201. Cupieron bien, y colocó por encima unos periódicos para disimularlos; pero al ir a levantar la bolsa se dio cuenta de que no había pensado en el peso del botín. Era una carga abrumadora que deformaba la estructura de loneta y que tironeaba aparatosamente de las asas. Lucía levantó el bolso en vilo: por todos los santos, debía de pesar lo menos veinte kilos. Se lo colgó con doloroso esfuerzo del hombro derecho y llamó al empleado.

– Ya estoy.

Cuando el encargado levantó la caja para colocarla de nuevo en su lugar se quedó mirando a Lucía inquisitivamente: claro, tradujo ella con paranoica intuición, se ha dado cuenta de que ya no pesa, y sabe que ahora llevo encima de mí toneladas de billetes fraudulentos. Intentó estirarse y caminar con toda naturalidad, como si el hombro no se le estuviera partiendo en dos; pero la bolsa pesaba tanto que antes de llegar al ascensor tuvo que detenerse, depositar la carga en el suelo y descansar un poco, so pena de quedar desmembrada en ese mismo instante. El hombre la miraba sin decir palabra ni ofrecer su ayuda, sabedor de la cualidad innominable de la mercancía y de que su misión como encargado de la cripta bancaria consistía precisamente en no enterarse. Al fin, Lucía reptó hasta el ascensor, y luego, ya en la planta principal, del ascensor a la puerta, arrastrando el bolsón penosamente e intentando aparentar que en realidad era un bulto muy leve. Por fortuna, ahí estaba esperando el viejo Félix con su coche amarillo rabioso. Después de todo, a lo mejor la idea de venir con el vecino no había sido tan mala.

– Ya está. Es una cantidad increíble. Montones y montones de dinero -le dijo a Félix nada más entrar en el vehículo; y se dio cuenta de que estaba susurrando sin necesidad.

¿Decía Lucía que había 201 fajos? Pues entonces eran 201 millones, porque cada uno de los atados contenía cien billetes, dictaminó Félix Roble tras escuchar sus agitadas explicaciones. Mientras el vecino conducía, ella recontó su tesoro: sí, 201. De manera que tenían suficiente para el rescate. Ramón estaba salvado: porque le devolverían sano y salvo, ¿no era así? Pero entonces a Lucía le asaltó una idea aterradora:

– Le han torturado.

– ¿Cómo dice? -preguntó el anciano.

– ¿De qué otra manera podían saber los terroristas que tenían que pedir doscientos millones? Han torturado a Ramón y por eso le han sacado la información.

– Tranquila, mujer, tranquila. No lo creo. Ya tenían que conocer lo del dinero antes de secuestrarle, porque, si no, ¿para qué molestarse en hacerlo? Pudieron sacar el dato por otro lado, no sé, quizá algún empleado del banco les dio el chivatazo…

El hombre de la cripta, pensó ella. El hombre de la cripta podía ser tan buen profesional que dedujera, con tan sólo sopesar las cajas en el aire, cuántos millones se acurrucaban dentro. El hombre de la cripta podía ser un infiltrado de Orgullo Obrero, o tal vez un delator mercenario que vendiera sus conocimientos al mejor postor, ora a un grupo terrorista, ora a una divorciada dispuesta a exprimir a su ex marido, ora a unos pandilleros de la zona salvaje de Madrid. Quizá en ese mismo instante el hombre de la cripta hubiera empuñado el teléfono negro de las delaciones y estuviese informando a algún facineroso de que acababa de salir una palomita con más de veinte kilos de sobrepeso.

Tuvieron mucha suerte con el aparcamiento: había sitio en una esquina cerca de la casa. Antes de salir del coche estudiaron la calle con recelo, a la espera de un momento de tranquilidad y de relativo vacío de peatones. Al fin se aventuraron arrastrando el bolsón, sin entretenerse pero sin correr para no hacerse notar. Se detuvieron frente al portal, como siempre cerrado a cal y canto; Félix empezó a rebuscarse los bolsillos en pos de la llave, mientras Lucía se impacientaba.

– Tranquila… -exhortó el vecino-. Aquí la tengo. Bueno, pues ya estamos en casa.

Justo en ese momento, cuando Félix daba la vuelta a la llave, empujaba la hoja y soltaba su frase de triunfo, Lucía sintió una oscura embestida en sus ríñones. Se precipitó dentro del portal dando un traspié y escuchó el retumbar de la puerta que se cerraba a sus espaldas.

– ¿Pero qué…?

No pudo decir más: el centelleo de una hoja de metal en la penumbra cautivó su atención y la dejó muda. Frente a ella había un cuchillo de dimensiones colosales flotando en el aire, con la punta enfilada hacia su estómago. Aunque en realidad el cuchillo no flotaba en el aire por sí solo: al mango tenía adherida una mano, y la mano se continuaba en el cuerpo de un varón amenazante.

– Dame la bolsa, rápido -dijo el hombre.

La bolsa o la vida, pensó Lucía bobamente en el estupor del momento; y por encima de su agresor, que era más bien bajo, vio cómo otro hombre tenía sujeto a Félix por el cuello y le apretaba una navaja contra la garganta.

– ¡Dámelo, estúpida!

El tipo alargó la mano para coger la bolsa, pero ella se echó hacia atrás de manera instintiva. El dinero de Ramón, pensó. La vida de Ramón. Y apretó el puño que sujetaba el asa. Una actitud insensata que hubiera podido resultar fatal de no ser por la repentina aparición, en el recodo de la escalera, de un chico joven.

– ¡Ehhhhh! ¿Pero qué es esto? -gritó el muchacho.

Y se lanzó sobre el delincuente que atenazaba a Félix, que era el que más cerca le pillaba, con el mismo ardor heroico con que don Pelayo debió de lanzarse a la Reconquista. Ayudado por la sorpresa, el muchacho embistió con tal energía al asaltante que le postró de rodillas, y hubiera podido arrancarle la navaja de las manos si no hubiera sido porque el otro hombre, abandonando momentáneamente a Lucía y su bolsa, golpeó con algo contundente la cabeza del chico, que se desplomó sobre el suelo como un traje vacío.

De manera que ya estaban otra vez como al principio, pensó Lucía a mil por hora mientras repasaba de una ojeada la situación: volvían a tener el control los asaltantes.

– A ver, quietos todos. Tirad los cuchillos y levantad los brazos.

No, no tenían el control los asaltantes. Era increíble, era imposible, era sin duda el producto de una alucinación de los sentidos, pero Félix tenía una pistola en las manos, o por mejor decir un pistolón, un arma negra y enorme y de aspecto pesado y peligroso, un hierro mortal que él manejaba como si tal cosa. A Lucía casi le dio más miedo el viejo que los atracadores. La acción se congeló entonces durante unas décimas de segundo, como si todos se hubieran convertido en las figuras de sal de una maldición bíblica. Entonces el chico golpeado se removió en el suelo y se quejó, Félix bajó la vista un breve instante y los ladrones salieron disparados hacia la puerta. Abrieron atropelladamente y se lanzaron calle abajo a todo correr. También Félix salió detrás de ellos con la pistola:

– ¡Alto o disparo!

– ¿Qué hace? ¡No sea loco! -gritó Lucía.

Pero antes de que pudiera evitarlo le vio plantar los pies con firmeza en la acera, bien separados, y agarrar el pistolón delante de sí con las dos manos, como en las películas. Apuntó atentamente y luego bajó el ángulo de tiro, buscándoles las piernas. Y disparó.

Sonó un clic ridículo, impropio de un pistolón tan imponente.

– ¡Maldita sea! -farfulló Félix-. ¡Ya se me ha estropeado otra vez!

– ¿Otra vez? ¿Pero es que esto de disparar lo hace a menudo? -dijo Lucía, horrorizada.

– Tengo que engrasarla. Una pena, porque yo creo que le hubiera dado.

– ¡Por todos los santos!

Un nuevo gemido interrumpió sus palabras. El chico que les había ayudado se asomó a la puerta, apoyado de modo precario en el umbral.

– ¡Ay! Mi cabeza…

Se llevó la mano a la coronilla y luego la puso delante de sus ojos: tenía la palma embadurnada de sangre. Al constatar que estaba herido se puso blanco como la tiza y empezó a escurrirse pared abajo.

– ¡Ay, ay, ay!

– ¿Qué tienes, qué te duele, dónde te ha dado, cómo te llamas, dónde vives? -preguntó Lucía sin emplear más de medio segundo en decir todas las frases.

– ¡Ay, ay, ay!

– No es nada. Un golpecito. La sangre, que es muy escandalosa -dijo Félix, estudiándole la brecha.

– ¿No deberíamos llevarlo al hospital?

– Bueno. Dentro de un rato, cuando se recupere, si él quiere, vamos. Yo creo que no hace ni falta. Mira, ya no sangra.

Así es que le ayudaron a subir a casa de Lucía, y le lavaron la cabeza, y le dieron una copa de coñac, además de las gracias más efusivas. Se llamaba Adrián y llevaba un par de meses viviendo en los altillos del edificio, que habían sido remozados para hacer apartamentos diminutos. Era gallego, dijo, y quería ser músico. De vez en cuando tocaba la gaita con un grupo de irlandeses en un bar. Contó todo esto repantingado en el sofá de la sala, y luego colocó las piernas sobre la mesa, reposó la heroica cabeza herida en un cojín y se quedó inconcebiblemente dormido:

– ¡Ha entrado en coma! ¡Eso es del golpe! -se espantó Lucía, que tenía la pésima costumbre de pensar siempre en lo peor. Adrián tuvo la delicadeza de soltar un ronquido.

– ¡Pero qué coma ni qué nada! Está como un tronco: ya le has oído decir antes que anoche tuvo una actuación, seguro que todavía no se había acostado -dijo Félix-. Mejor que se quede aquí un rato, así comprobamos que está bien.

Le abandonaron en la sala, pues, arropado amorosamente con una manta, y se trasladaron los dos a la cocina. Los dos y la bolsa de loneta, que habían dejado a la vista, en el disimulo de su aparente inocencia, durante toda la conversación con el muchacho.

– ¿Y ahora qué hacemos con todo este dinero? -dijo Lucía.

– Esconderlo. Guardarlo bien guardado por el momento.

– Sí, pero ¿dónde? Abulta mucho.

– No sé, ¿en el horno?

Lucía imaginó el horno encendido por equivocación, los billetes crepitando y churruscándose como en el infierno de un banquero.

– No, no; en el horno, no.

– ¿En una caja de zapatos? -aventuró Félix.

– No cabrían. Ya está, ya sé, tengo una idea.

Y era una buena idea: en el paquete de pienso de la Perra-Foca. Se trataba de un saco de veinte kilos y estaba a la mitad. Lucía sacó el pienso que quedaba, metió el dinero en bolsas de plástico, lo colocó en el fondo del costal y luego volvió a extender por encima las secas y polvorientas bolas. La Perra-Foca inspeccionó todo el proceso con mirada curiosa y vagamente inquieta. Era muy glotona y nunca le gustó bromear con la comida.

Una vez libres del peso del dinero, Lucía y Félix se sentaron con un suspiro de alivio en torno a la mesa de la cocina.

– Estoy agotada.

– No tienes por qué estar asustada, querida. Yo estoy aquí -respondió el anciano palmeándose el pecho a la altura del corazón y de la pistola.

Lucía lo miró con incredulidad y desagrado:

– No he dicho «asustada», sino «agotada». Estoy agotada -repuso fríamente.

– Ah, eso. Yo también, la verdad.

Pero qué viejo loco, pensó ella. Aunque, por otra parte, había que reconocer que el hombre la había salvado.

– ¿Quieres tomarte un coñac? -le preguntó; y en ese momento se dio cuenta de que llevaban algún tiempo tuteándose.

– Prefiero un café, gracias -contestó él.

Mientras preparaba la cafetera, Lucía observó de refilón al anciano: pálido y ojeroso pero erguido, con los pelos alborotados en la cabeza.

– ¿Tienes todavía por ahí la pistola esa?

– Claro -dijo Félix.

Se metió la mano al pecho, por dentro de su chaqueta informe, y sacó el armatoste espeluznante. Lucía lo contempló con esa mezcla de temor y desprecio que suelen sentir las mujeres por las armas de fuego.

– Le hubieras matado, así, sin más -gruñó con voz reprobadora.

– No. Apuntaba a las piernas.

– Los cementerios están llenos de gente a la que algún listi-llo apuntó a las piernas.

– Pero yo sé disparar -contestó Félix, muy tranquilo.

– Ya. Y aunque así fuera, ¿les hubieras disparado por la espalda mientras huían?

No sabía bien por qué, pero Lucía se sentía cada vez más furiosa.

– Pues sí, porque pensé que a lo mejor tenían algo que ver con el secuestro, pensé que tal vez podrían llevarnos hasta Ramón.

– ¿Tú crees? -dijo Lucía, impresionada a su pesar por el razonamiento-. No puede ser; yo creo que son los típicos atracadores y que nos siguieron a la salida del banco.

– Es posible.

– Porque, ¿para qué nos iban a robar los secuestradores?

– prosiguió Lucía con inquietud-. Si de todas maneras les vamos a dar el dinero…

El viejo sonrió y se encogió de hombros, levantando las manos delante de sí, como dando a entender lo enigmático e im-predecible del comportamiento humano. El pistolón reposaba en la mesa, junto a la taza de café. Lucía se lo quedó mirando, pensativa.

– A mí me parecía que los comerciantes que enseguida tiraban de pistola eran más bien los joyeros, los de los bares, gente así. Pero no creí que el dueño de una librería o de una papelería como tú le tuviera esa afición a las armas.

– Yo no saqué ni una sola vez la pistola en mi tienda. Mi mujer ni siquiera sabía que la tenía.

– ¿Ah, no?

– Pues claro que no. Una de las poquísimas ventajas que tiene envejecer es que vas acumulando vida a las espaldas. Esta pistola viene de un tiempo antiguo. Muy antiguo. Antes de ser librero yo tuve otras vidas.

Mientras decía esto, Félix se quitó la chaqueta de tweed y la colgó en el respaldo de la silla vecina. Sobre el jersey, sujeta con correas, llevaba una sobaquera de cuero vieja y arañada. Cogió el pistolón y empezó a desmontarlo con destreza. Su mano mutilada se movía con toda precisión, como una pinza.

– ¿Qué otras vidas? -preguntó Lucía en un susurro. Félix suspiró:

– Es una historia muy larga.

– No importa -dijo ella mientras rellenaba las tazas de café-. Lo que más me gusta en el mundo es una buena historia.


Todo esto que acabo de relatar me ha sucedido a mí, pero podría haberle ocurrido a otra persona: resulta que a menudo los recuerdos propios nos parecen ajenos. Ignoro de qué sustancia extraordinaria está confeccionada la identidad, pero es un tejido discontinuo que zurcimos a fuerza de voluntad y de memoria. ¿Quién fue, por ejemplo, la niña que yo fui? ¿Dónde se ha quedado, qué pensaría de mí si ahora me viera? Tampoco mi cuerpo sigue siendo el mismo: no sé dónde leí que cada siete años renovamos todas las células de nuestro organismo. Así es que ni siquiera mis huesos, de los que hubiera esperado cierta contumacia y continuidad, son presencias fiables en el tiempo. Desde el astrágalo del pie al diminuto estribo del oído, todos esos huesecillos y huesazos han ido mutando con las décadas. Nada hay hoy en mí que sea igual a la Lucía de hace veinte años. Nada, salvo el empeño de creerme la misma. Esa voluntad de ser es lo que los burócratas llaman identidad; o lo que los creyentes llaman alma. Yo me imagino a la pobre alma como una sombra flojamente entretejida en el vapor de una tela de araña; y esa sombra se aferraría con dedos transparentes a las células vertiginosas de la carne (células veloces que mueren y que nacen a toda prisa) intentando mantener la continuidad, de igual manera que una vasija, puesta debajo de un grifo y rebosante de agua, impone en el líquido una misma forma, aunque el agua que contenga sea siempre distinta. O sea que, bien mirados, los humanos no somos otra cosa que una especie de botijos rebosantes. Gracias a los desvelos de esa alma sombría, en fin, puedo decir ahora que este cuerpo mutante es mi cuerpo. Lo cual es un alivio y simplifica mucho las cosas a la hora de escribir en primera persona.

Pero en realidad yo no soy la que fui ni la que seré; como mucho, no soy más que este instante de conciencia en la negrura, y ni siquiera estoy segura de ser eso, porque a menudo me veo a mí misma desdoblada. Como cuando Félix y yo estuvimos pensando en dónde esconder el dinero de Ramón: me veía ahí fuera, enfrente de mí, en esa escena típica de película negra, discutiendo sobre el botín en torno a una mesa de cocina, con las tazas manchadas de café, la botella de coñac y la pistola, como una atracadora con su colega. No sé qué es lo que tienen los momentos de acción, que tienden a ser vividos disociados, o aún más disociados que otros instantes de la vida. Cuando sufrimos un accidente de coche, cuando nos caemos por las escaleras, cuando corremos los metros finales para ganar un premio deportivo: al rememorar todos esos instantes siempre los sentimos como imágenes exteriores, como recuerdos de otro. Y qué decir de la sexualidad, que es acción por excelencia, esquizofrenia pura: mientras nos amamos nos estamos viendo en la distancia, como los actores de una mala película pornográfica (a veces, cuando hay suerte, como los actores de una buena película).

Y todavía hay más: sucede que en ocasiones no alcanzo a distinguir con nitidez un recuerdo mío del pasado de algo que soñé o imaginé, o incluso de un recuerdo ajeno que alguien me narró vividamente. Como el extenso, fascinante relato que empezó a contar Félix esa tarde. Sé que yo no soy él, pero de algún modo siento parte de sus memorias como si fueran mías; y así, creo haber vivido la aguda emoción de los atracos, y el mortífero fragor del público en una plaza de toros miserable, y el embrutecimiento del alcohol, y sobre todo la quemadura irreparable de la traición. Aunque a veces imagino que en realidad todo es imaginario; que vivimos un presente dormido desde el que soñamos que tuvimos pasado. De modo que yo, Lucía Romero, soñaría que viví cuarenta y un años antes de este presente eterno; y puede que incluso sueñe que un día conocí a un tal Félix Roble que a su vez me contó lo que soñaba.


Yo nací en 1914, el año en que estalló la Gran Guerra, cuando el mundo conocido se hizo trizas. Después de aquello nada volvió a ser igual -dijo Félix Roble la tarde en que empezó a contarme su pasado-. Fue una mala fecha para nacer, un comienzo nefasto. Pese a ello, o quizá a causa de ello, mis padres me llamaron Félix. No me quejo, aunque a veces, cuando me sentía un desgraciado, el nombre me parecía un sarcasmo. Mi hermano se llamaba Víctor. Y fue derrotado en casi todo. Los nombres son importantes, eso deberían saberlo los padres. Los nombres actúan sobre nosotros, nos condicionan, nos obligan. Y a veces son como una maldición de la que resulta imposible escaparse.

De modo que nací en 1914, pero siempre he considerado que mi vida empezó de verdad en marzo de 1925, cuando descendí en el puerto mexicano de Veracruz de un carguero tan negro y apestoso como una ballena. Todo lo que sucedió antes de aquel día no me interesa, todo lo anterior he intentado olvidarlo. Ahora que soy viejo, sin embargo, aquellos años primeros vuelven a mí, obsesivos como malos sueños, cada vez más frecuentes. Ahora recuerdo a menudo a mi padre, Beni Roble, que fue un conocido cenetista. Era un andaluz emigrado a Barcelona, en donde yo nací. Y era tipógrafo de profesión, haciendo honor a la tradición libertaria española. ¿Sabes cómo llegó el anarquismo a España? Fue cosa del italiano Fanelli, antiguo compañero de armas de Garibaldi y luego fervoroso seguidor de Bakunin. Fanelli vino a Madrid en 1868 y se reunió con diez tipógrafos. Fanelli sólo hablaba francés e italiano, y los tipógrafos sólo hablaban español; pero el espíritu santo libertario les debió de conceder el don de lenguas, porque al final se entendieron o se adivinaron. Cinco años más tarde ya había 50.000 anarquistas en el país.

De esa tradición fundacional de tipógrafos-apóstoles descendía mi padre. Murió muy joven: mi hermano y yo crecimos enseguida por encima de la línea de su edad. Siempre llevamos a mi padre en la memoria, Víctor y yo, como si en vez de padre hubiera sido un hermano más pequeño, el benjamín malogrado y mártir. Era un recuerdo que pesaba como el plomo. Mi padre murió en 1921, cuando la huelga de La Canadiense y las revueltas de Barcelona. El general Martínez Anido y el jefe de policía Arlegui organizaron una represión tan brutal que incluso pareció excesiva en aquella época. Utilizaban pistoleros y aplicaban la ley de fugas. Así, por la espalda, asesinaron a muchos. Mi padre cayó junto al líder cenetista, el Noi del Sucre.

Luego fue peor. Lo diré pronto y sin adornos, porque aún me quema en la memoria: mi madre murió de tuberculosis, de miseria y de hambre. También era muy joven; mi hermano Víctor nació cuando nuestros padres eran casi unos crios. Toda mi vida he querido olvidar los años de la infancia. Suenan demasiado truculentos, demasiado mezquinos. Suenan a costumbrismo. Toda mi vida he odiado el costumbrismo. Prefiero la picaresca; al menos el picaro es un héroe que sabe defenderse, a base de ingenio, de las atrocidades del destino. Sin embargo ahora, en la vejez, vuelven a perseguirme los recuerdos. Imágenes alucinadas y fugaces. Sobre todo, mi madre. Mi madre junto al ventanuco abierto, jadeando.

Pero te decía que en realidad empecé a vivir el 16 de marzo de 1925, cuando desembarqué en Veracruz con mi hermano Víctor y con Gregorio Jover. El anarquista Gregorio era uno de los activistas del mítico grupo de los Solidarios. Era un hombre atractivo que siempre vestía impecable: trajes con chaleco, camisa, corbata. Le llamaban el Chino por sus ojos rasgados y sus fuertes pómulos, y las mujeres se volvían locas por él. Eso fue lo primero que me gustó de los Solidarios: que las mujeres se volvieran locas por Gregorio. Ahora bien, él no les hacía ningún caso; los anarquistas auténticos eran unos tipos austeros, puritanos, casi calvinistas. Estaban en contra del alcohol y eran fieles a sus compañeras hasta la muerte. A mí, a los once años, aquello me parecía un desperdicio. A mí siempre me gustaron demasiado las mujeres. Por eso nunca fui un buen anarquista. Y por eso sucedió al final lo que sucedió. Pero esa es otra historia. Una historia agobiante y angustiosa; y ahora no tengo ganas de acordarme de ella. Prefiero volver al barco y a Veracruz.

Como te iba contando, los Solidarios eran muy puritanos, una especie de misioneros ateos que extendían su fe a sangre y fuego. Sin embargo, el Chino debía de haber tenido en su pasado alguna etapa más frivola, porque recuerdo que un día, estando todavía en alta mar, se puso a conversar conmigo sobre la mujer, ese inmenso enigma de la Humanidad, y tuvo la condescendencia de enseñarme cómo tenía que bailar con las muchachas. Según él, había una manera infaliblemente viril de cogerlas por el talle:

«Tienes que pasar bien el brazo, nada de quedarte en la mitad de la cintura de la chica. El brazo tiene que cruzar dos tercios de espalda, tampoco más, porque eso le haría sentirse demasiado atrapada, que luego las mujeres son muy mañosas; dos tercios es la distancia justa. Y luego tienes que abrir bien la zarpa y depositarla en la carne con firmeza, sin apretar, pero sintiendo cómo apoyas toda la palma y cada uno de los dedos, ¿te enteras?, para que ella se dé cuenta de que está en tus manos.»

De Jover conservo el recuerdo de ese consejo, que me dejó agradecido e impresionado durante mucho tiempo; pero en todo lo demás, en lo fundamental, en la creación del mundo, mis héroes eran Buenaventura Durruti y mi hermano Víctor, en este orden; si bien Víctor, que tenía dieciocho años, me parecía mucho más fácil de imitar que Durruti, que debía de andar por los veintimuchos y era para mí monumental, el Gran Líder, el Héroe, la Leyenda.

Porque Víctor y yo fuimos a México para unirnos a la banda de Durruti y Ascaso. Mejor dicho, el que tenía que unirse a ellos era mi hermano, a quien Durruti había reclamado a su lado en honor de la memoria de mi padre. Pero Víctor se negó a dejarme huérfano y miserable en Barcelona y me embarcó con él. Cuando llegamos a Veracruz, Ascaso se puso furioso:

«No sabía yo que hubiéramos venido a América a cuidar nenitos», siseó desdeñosamente. Sus cóleras eran frías y sarcásticas, tanto más temibles cuanto más tenue fuera el tono de su voz.

Francisco Ascaso y Durruti eran amigos inseparables y constituían, junto a Juan García Oliver, la cabeza del anarquismo español: la gente les llamaba los tres Mosqueteros. Ellos crearon los Solidarios, un grupo clandestino de pistoleros enfrentados a los pistoleros del Estado. Por entonces, los matones policiales asesinaban a centenares de sindicalistas de la CNT, a palos o con un tiro por la espalda, como hicieron con mi padre. A eso se le llamaba el Terror Blanco, como blancos eran los rusos contrarrevolucionarios; el azul no había aparecido todavía en la historia como color político y amenazante. Los Solidarios, por su parte, respondían matando policías, empresarios, chivatos: en realidad, se trataba de una guerra encubierta. Los obreros acudían al trabajo con un revólver en la caja de herramientas y sin saber si regresarían vivos por la noche; y en el café Español, en el Paralelo de Barcelona, los cenetistas distribuían las pesadas pistolas Browning y discutían con vehemencia sobre quiénes serían las personas que a su vez ajusticiarían ellos al día siguiente. Una tarde estuve allí con mi madre, en el café Español; no sé bien a qué fuimos: a recoger algún dinero, me supongo, porque tras la muerte de mi padre nos ayudaron económicamente en lo que pudieron, que era poco. Aquel día escuché cómo planeaban sus acciones; tenían los rostros encendidos y las voces roncas y ponían las pistolas abiertamente sobre la mesa. Uno de ellos, un hombre de bigote, me dio un terrón de azúcar empapado en leche.

Los Solidarios habían llevado a cabo acciones espectaculares. Mataron al arzobispo de Zaragoza, por ejemplo; y atracaron el Banco de España en Gijón, con el fin de sacar fondos para la CNT. Eran tipos violentos, desde luego. Pero ya te digo que también los tiempos eran violentos. Tiempos desesperados, increíblemente injustos, en los que la gente moría de hambre y de miseria. Tiempos de oligarcas y de víctimas. Fíjate si serían pobres los afiliados a la CNT que, a pesar de que llegaron a ser un millón, el sindicato siempre estaba en quiebra, hasta el punto de que en 1936 sólo disponían de un empleado a sueldo. Ser un sindicalista libertario era entonces muy duro: les estaban ilegalizando y metiendo en prisión continuamente. Durruti fue condenado tres veces a muerte y se pasó media vida entre rejas.

Entonces, en 1925, cuando llegamos a Veracruz, la CNT atravesaba por una de sus etapas de clandestinidad. Era la época de la dictadura de Primo de Rivera y había 40.000 anarquistas en la cárcel. Por eso murió mi madre: porque el sindicato no tenía dinero para sostener a tanta familia desahuciada. La situación era tan crítica que los Solidarios decidieron hacer una temporada de atracos en América para llenar las arcas Genetistas. Y para allá marcharon Durruti y Ascaso en diciembre de 1924 con pasaportes falsos, en un carguero holandés con destino a Cuba. Se fueron solos, y primero se pusieron a trabajar la zafra en Santa Clara. Pero hubo una huelga para reclamar una subida de sueldo, y los capataces hicieron lo que solían hacer los capataces de entonces con los huelguistas: cogieron a tres de los campesinos y los apalearon sañudamente, dejándolos reventados y medio muertos. A la mañana siguiente, el propietario de los cañaverales apareció en su casa con la cabeza atravesada de un disparo. Sobre el pecho tenía un papel escrito a lápiz que decía: «La justicia de los Errantes».

Fue la primera vez que se mencionó ese nombre. Era una idea de Ascaso: pensó que, mientras que durara el periplo americano, los Solidarios deberían cambiar su denominación por la de los Errantes, Ascaso era así, tenía ideas. Pero no sabría decirte si eran buenas ideas. Era un hombre ardiente, muy menudo, muy irónico. Tenía aspecto de señorito y modos retadores. Como si tuviera que compensar su talla exigua y lo escuchimizado de su envergadura. Era uno de esos tipos que, cuando entran en un cuarto, impregnan de inmediato el aire de tensión. Me lo imaginaba en su oficio de camarero, achicharrándose de furia por el oprobio del uniforme y de la servidumbre. Aunque probablemente soy injusto con él: nunca me cayó bien porque cuando llegué a Veracruz me hizo sentir como un gusano. Yo quería ser un hombre y él me humilló públicamente:

«Bien, muy bien. La próxima vez que nos enfrentemos a la policía le decimos a este mocoso que les llore un poco. A lo mejor les impresiona. En serio, Pepe, no podemos tener con nosotros a un crío de mierda.»

Y ni siquiera se dirigía a mí, sino a Durruti. No me miró ni una sola vez, eso fue lo que más me destrozó. Pero entonces Buenaventura se me acercó, grandón y peludo, y me miró a los ojos, él sí, como midiendo o sopesando; luego colocó en mi hombro su manaza de metalúrgico y se volvió hacia Ascaso con una sonrisa suave:

«Tienes razón, Paco, tienes razón como siempre, pero por ahora el chico se va a quedar, y luego ya veremos.»

Así es que me quedé, porque Durruti era el que decía siempre la última palabra, aunque se las apañaba para que pareciera que Ascaso decía más palabras que él.

Formaban una curiosa pareja, Durruti y Ascaso. Buenaventura, al que todos los íntimos llamaban Pepe, era un hombrón atlético y vehemente que daba puñetazos sobre las mesas y hacía temblar el aire con su vozarrón. Era un personaje de increíble energía; y parte de esa energía, eso era evidente, podía ser letal. Ante Durruti, sentías con claridad que era un hombre que, de desearlo, podía matarte: tenía la fuerza, la furia, la disciplina, la decisión, la fiereza necesarias. Pero también percibías, con el mismo nivel de certidumbre, que Durruti no deseaba hacerlo. Luego, durante la guerra, se acuñó una leyenda de increíbles desmanes supuestamente cometidos por él. Como eso de que prendió fuego a la catedral de Lérida. Mentira: su columna pasó por allí un mes antes del incendio, y cuando los pirómanos, que fueron unos anarquistas rezagados, se juntaron en el frente con las tropas de Durruti, éste les hizo castigar. Siempre intentó ser justo; era un hombre vehemente y emotivo, pero tenía un prodigioso sentido de la medida a pesar de lo desmesurado de su época: de la guerra, de la revolución, del caos. Fue un héroe sangriento porque le tocó vivir los años de la sangre, pero nunca perdió del todo la inocencia.

Ascaso era distinto. Ya te digo, sé que soy injusto con su memoria: pero todos somos subjetivos, no hay más realidad que la que completamos, traducimos, alteramos con nuestra mirada. Tantas realidades como ojos. Y mis ojos me dicen que Ascaso era frío, desdeñoso, altivo. Siempre con su sonrisilla sardónica en los labios. Donde Durruti tenía sentimientos, Ascaso tenía ideología. Él era el intelectual del grupo, el famoso estratega. Un hombre fino e inteligente, desde luego. Pero a mí me daba miedo. Durruti el gigante, con su vozarrón de trueno y sus puñetazos sobre los veladores, no asustaba ni la mitad que Ascaso el gnomo, menudo, tranquilo y susurrante. Era cinco o seis años más joven que Durruti, y Buenaventura le trataba con el amor admirativo y protector con que se trata a un hermano pequeño, a ese benjamín al que reconoces más listo y más leído, pero que aún tiene que aprender mucho de la vida. Por eso Ascaso hablaba mucho, y se le escuchaba con toda atención; pero cuando Durruti decía una palabra, era definitiva.

Por lo demás, eran jóvenes, ardientes, audaces, atractivos. Eran los más leídos en un mundo de analfabetos, los más modernos, los más innovadores, la avanzadilla de la época. Tenías que haberlos visto: con sus trajes bien cortados, los lazos de pajarita, el pañuelo asomando a juego por el bolsillo. Vestidos a la última. Eran los disfraces, la ropa de pasar inadvertidos, para no parecer los pistoleros que eran. O tal vez fuera justamente para parecerlo, porque recuerdo que los matones de la derecha también iban vestidos así. Como maniquíes. En cualquier caso, los Solidarios caminaban por las calles comiéndose el mundo. Lo recuerdo con claridad porque yo iba con ellos; aunque no fuera más que un mocoso que se pavoneaba con los mayores, yo también sentí ese vértigo, esa fiebre. Date cuenta de que por entonces estábamos convencidos de que el futuro salía de nuestras manos, de que nuestros actos de hoy creaban el mañana. ¿Tú sabes lo que habían hecho los Solidarios con el dinero que robaron en el banco de Gijón? Eso fue en 1923, antes de Veracruz. Pues verás, se fueron exiliados a París y abrieron la Librería Internacional, en el número 14 de la calle Petit. Y empezaron a editar la Enciclopedia Anarquista. Porque estaban creando un mundo nuevo y necesitaban nuevas palabras para nombrarlo.

En eso metieron todo el dinero que tenían, absolutamente todo. La pistola y la Enciclopedia son las llaves de la libertad», solía decir Ascaso. Era muy aficionado a soltar frases.

Nunca se quedaron con una sola peseta de los atracos. Para vivir, para comer, para pagar el alquiler de sus ruines casas y las medicinas de los niños, todos ellos dependían de sus empleos. En París, por ejemplo, Durruti trabajó de mecánico en la Renault. Buenaventura siempre fue más pobre que una hormiga: se pasaba la mitad del tiempo en la cárcel y luego no le quería contratar nadie, era demasiado famoso como sindicalista. A menudo no disponía de dinero ni para tomarse un café. Cuando lo mataron en el 36 no tenía más posesiones que la ropa que llevaba puesta, la pistola, una muda, unas gafas y su gorra de cuero, esa típica gorra que luego fue llamada la durruti, ya sabes cuál te digo. Aunque no, probablemente no lo sepas: ha pasado ya tantísimo tiempo…

Pero me estoy adelantando. Estábamos en Veracruz y Durruti había dicho que me quedaba. Así es que me quedé. Nos fuimos todos a una granja en Ticomán para preparar las acciones. La granja era de la viuda de un anarquista: una mujer entrada en carnes que a mí me parecía muy mayor pero que debía de estar todavía en la treintena. Era muy morena, con una sola ceja recta y negra que le atravesaba de parte a parte la frente, como si fuera un bigote. Pero tenía unos ojos hermosos, y los dientes más blancos que jamás he visto. Al atardecer, cuando sonreía en la penumbra de la casa, encendía las paredes con su brillo. Aunque no sonreía casi nunca. Sólo cuando miraba a Gregorio Jover. Entonces le relampagueaban los ojos y enseñaba sus dientes luminosos.

Allí nos pasábamos los días, ellos, los mayores, encerrados en una habitación haciendo planes, y yo de pinche de la viuda, arreando al buey hasta la charca, sacando agua del pozo, recogiendo tomates. La viuda era una matarife espeluznante: cogía una gallina, colocaba la pelona cabeza sobre el tajo de madera y antes de que el bicho pudiera parpadear ya le había seccionado el cuello con el hacha. Degollaba gorrinos, desnucaba gazapos, rebanaba el gaznate de indefensos corderos. Ahí aprendí a matar: le corté el pescuezo a un pato. Recuerdo el brillo de la sangre bajo el sol mexicano: un reguero de gotas refulgentes.

Un día se fueron todos de la granja, muy temprano, en un Ford enorme y despintado. Mi hermano me abrazó muy fuerte antes de subir al automóvil: no me había dicho nada, pero yo sabía que iban a dar un golpe. Desaparecieron entre el polvo del camino y nos quedamos los dos solos, la viuda y yo, en esa granja asfixiante y reseca. La viuda suspiró ruidosamente y luego mató un gallo. No sé por qué lo hizo: no nos lo comimos. Yo creo que fue un rito auspiciatorio, un sacrificio antiguo, un residuo de su memoria azteca.

Funcionó, porque a los dos días regresaron. Venían muy contentos: habían asaltado un par de fábricas y traían un botín sustancioso.

«Fue todo facilísimo, no pegamos ni un tiro», gallardeó mi hermano. Víctor estaba muy cambiado: ahora se embadurnaba el pelo para atrás con brillantina, como Jover, y dejaba resbalar la mirada por las comisuras de los ojos, como Ascaso. Ahora se sentía importante, ahora se había ganado su lugar entre los Solidarios. Se encontraba de muy buen humor, como todos los demás, por otra parte: a todos ellos se les veía contentos. Durruti, eufórico, me puso un programa de lecturas: estaba muy preocupado con mi educación, como buen anarquista. Y luego, por las noches, me enseñaba el oficio de activista. Así aprendí a construir bombas con pólvora y viejas latas de carne, por ejemplo. O a mirar fijamente a los ojos al hombre al que estás atracando: «El truco consiste en no dejar de mirarlo ni un momento; tienes que pillarle los ojos y no soltarlo, como si fuera un pez colgando del sedal», explicaba Durruti. «Si de repente entra un hombre en el banco en el que trabajas y te pone un pistolón a la altura de la boca y te mira a los ojos de ese modo, te aseguro que te entra tal espanto que tú no ves más que el agujero negro del arma y el agujero negro de las pupilas y el agujero negro de tu propio pánico. Así que el atracador hasta puede ir con la cara descubierta, porque luego los testigos no le recuerdan.» Incluso Ascaso parecía dulcificado. Empezó a dirigirme la palabra y ni siquiera se quejó cuando los demás se pusieron a planear el futuro en mi presencia. Pronto tuve claro, para mi inmenso alivio, que me iban a llevar con ellos cuando dejáramos la granja. A partir de ahí iba a empezar lo mejor: los golpes más audaces, el viaje más aventurero, el sabroso peligro. Yo estaba cxcitadísimo, contando los días para la partida; lo mismo que los contaba la viuda, pero ella melancólica. Supongo que andaba algo enamorada de Gregorio, pero fue a mí a quien buscó la noche antes de nuestro viaje. Yo estaba durmiendo encima de un jergón en la cocina, como siempre, cuando me despertó un roce, una presencia. Abrí los ojos espantado: era la viuda. Se había acuclillado junto a mí y me miraba con una expresión extraña, indescifrable. Estaba cubierta desde el cuello a los pies con un camisón grisáceo de tela grosera; con una mano sostenía una vela torcida, y con la otra me acariciaba ligeramente la cabeza. Era ese leve toque lo que me había espabilado. «¿Ocurre algo?», casi grité, ronco de susto y sueño. «Shhhhhh», dijo ella, arreciando en sus caricias, como quien calma a un niño: «Shhhhhh.»

Y se tumbó a mi lado, en el jergón.

Estuvimos juntos hasta el amanecer. Ella, que nunca hablaba, me susurró interminables dulzuras maternales: nanas apenas tarareadas, arrullos mimosos, consejos saludables.

«Cuídate, m'hijito, mi chaparrito, abrígate bien, que la Virgen te bendiga, pórtese bien, estése usted sosiego…»

He conocido luego, en el amor, a mujeres taciturnas y calladas a las que la cama desataba, sorpresivamente, una lengua florida y prodigiosa. Algo parecido sucedió aquella noche con la viuda, pero la voz que se desanudó en su garganta no fue erótica, sino íntima y doméstica. No hubo nada sexual entre nosotros: la viuda, sin marido y sin hijos, en la frontera de la edad madura, vio en mí durante algunas horas a su propia criatura; y yo, huérfano y añorante de madre, me dejé mecer embelesado en sus brazos inmensos. Así estuvimos hasta el amanecer, apretados el uno junto al otro, mi camisola deshilachada y sucia contra su camisón basto y crujiente, su olor nutritivo a pan y a sudor perfumándolo todo, sus manos de matar gallos y cochinos y patos acariciando mi cabeza con un roce dulcísimo, esas poderosas manos de mujer capaces de degollar y alimentar y apaciguar de manera indistinta. Fue una noche inolvidable, porque a partir de entonces se acabó mi niñez. Fue la noche de la última inocencia.


Yo estaba sola y eso no me gustaba. Aunque son tan diminutos que no podemos verlos, lo cierto es que nos encontramos rodeados de billones de organismos microscópicos que comparten el mundo con nosotros. Los más comunes son los ácaros, unos arácnidos ínfimos que andan por todas partes. Los he visto en fotos magnificadas: tienen el cuerpo globuloso, largas patas y un aspecto horroroso de criatura extra- terrestre y deletérea. Desde que leí que en cada centímetro de nuestro colchón hay no sé cuántos cientos de miles de estos bichos, por las noches, cada vez que me acuesto, los escucho conversar bajo mi oreja. Cri-crís, chasquiditos, rumores de pasos menudísimos. Los ácaros ignoran que su Universo entero no es más que mi colchón. Pensándolo bien, a lo peor nuestro propio Universo no es más que el colchón de un megagigante. Teniendo en cuenta lo atiborrado que está el mundo de vidas, entre insectos, ácaros, bacterias y otros microbios, no sé cómo es posible que los humanos nos sintamos solos.

Pero así es como me sentía yo cuando secuestraron a Ramón, sola hasta la desesperación, sola hasta el miedo. Ahora comprendía por qué no me había separado de mi marido: aunque me aburriera con él, aunque me exasperara, Ramón era el aliento animal de mi guarida, el cobijo elemental del otro de tu especie, unos ojos que te ven y una presencia cómplice frente al terror de la intemperie, frente a ese mundo exterior lleno de tormentas, violentos huracanes y cataclismos. Por entonces la soledad me daba pánico.

Debió de ser por eso por lo que permití que Félix Roble se metiera de tal modo en mi vida, por lo que le abrí de la noche a la mañana las puertas de mi casa y de mi cotidianidad. Félix, por su parte, entró a tumba abierta. Él también debía de sentirse acorralado por la soledad, como tantos otros ancianos viudos y jubilados. Dadas sus circunstancias, no era de extrañar que se sumara al caso desde el primer momento.

Algo parecido sucedió con Adrián. Aquel primer día del frustrado atraco, nuestro joven vecino despertó de su siesta y nos pilló en la cocina a Félix y a mí hablando de Durruti y engrasando el viejo pistolón. El muchacho se quedó contemplando el arma con sorpresa, y creí conveniente ponerle en antecedentes de la situación. Claro que no le expliqué toda la verdad: me guardé de decirle, por ejemplo, que tenía 200 millones de pesetas metidos en el saco de pienso de la Perra-Foca.

– ¿Que han secuestrado a tu marido? -se asombró Adrián, claramente fascinado por la noticia-. Qué cosa tan tremenda. Desde luego, me gustaría ayudarte. Puedes contar conmigo para lo que quieras.

Era un chico agradable, un poco taciturno. No hablaba demasiado: pensé que era tímido. No obstante, le invité a cenar aquella noche en casa, junto con Félix Roble. Adrián apareció con un cactus de regalo, una plantita diminuta y delicada con una menudencia de flor en todo lo alto; y se me antojó que esa mezcla de rudeza espinosa y de fragilidad podría representar su propio carácter. El viejo, por su parte, llegó con una botella de rioja de la cual tampoco probó un solo trago.

Fue una cena estupenda. Para mi sorpresa, me encontraba muy cómoda con ellos. Claro está que les necesitaba, y uno tiende a idealizar aquello que necesita. Yo precisaba de ellos porque no quería estar sola y porque no soportaba ni a mi familia ni a mis amigos, con toda su circunspección, su pamema de duelo permanente, sus preguntas insidiosas, sus paternalismos. Cuando mis parientes y conocidos me llamaban por teléfono, o cuando venían a mi casa (pues en los primeros días acudieron a visitarme de improviso unos cuantos), percibía en el tono de su voz o en sus ojos escrutadores una actitud censora tan cargante que me deshacía de ellos enseguida, probablemente con demasiados malos modos, porque pronto dejaron de insistir. No sé bien qué actitud esperaban mis amigos de mí como esposa de un secuestrado, pero yo veía con claridad que esperaban alguna: tal vez un agobio elegante, un desasosiego contenido, una especie de viudez en suspensión.

Félix y Adrián, en cambio, no exigían nada de mí: ninguna representación, ninguna respuesta. Establecimos entre nosotros una intimidad de crecimiento rápido, una de esas camaraderías aceleradas que suelen brotar entre los viajeros en vacaciones, o entre los damnificados de un barrio inundado. El secuestro de Ramón fue la fuerza mayor que nos atrajo, náufragos como debíamos de ser los tres de quién sabe qué remotas derivas. A fin de cuentas, ninguno de nosotros tenía un trabajo fijo, nada definido que hacer en la vida, ninguna responsabilidad familiar concreta. Primero fue Félix el que empezó a pasarse las horas muertas en mi casa con una excusa u otra; y enseguida Adrián se fue sumando a esa nueva rutina. Vivaqueábamos en mi piso, a la espera de que los secuestradores se pusieran en contacto conmigo, como quien habita en un campamento sitiado, echando a los imprudentes que se atrevían a llegar hasta mi puerta, despachando escuetamente a los que telefoneaban, diciéndole mentiras al inspector García, comiendo naranjas y tortillas a la francesa y escuchando a retazos el relato de la vida de Félix. A las veinticuatro horas nos queríamos tanto que ya le habíamos dicho a Adrián que teníamos cuarenta millones de pesetas escondidos en el bote de azúcar. A los dos días nos sentíamos tan íntimos que le confesamos que no eran cuarenta millones, sino doscientos, y que estaban encima del armario. Y al tercer día, inseparables ya, le explicamos con pelos y señales lo del saco de pienso de la Perra-Foca.

– Ya lo sabía-contestó Adrián.

– ¿Cómo que lo sabías?

– Pues sí, desde el primer día. No estaba dormido del todo y os escuché cuchichear y barajar posibles escondites y arrastrar la bolsa de pienso y todo eso.

– ¿Y por qué no lo dijiste, por qué nos has dejado hacer el ridículo todos estos días?

– Pues ya ves. Quería comprobar que confiabais en mí. El hombre que no teme a las verdades nada debe temer a las mentiras. Es una frase de Thomas Jefferson. Además, estaba seguro de que el engaño no iba a durar mucho. Una mentira nunca vive hasta hacerse vieja. Esto lo dijo Sófocles.

Al cuarto día era como si siempre hubiéramos vivido así, en esa especie de existencia entre paréntesis, a la espera de algo impreciso pero definitivo. Sólo nos separábamos para dormir, cosa que cada uno hacía en su casa. Yo cerraba la puerta detrás de ellos echando con frenesí todas las llaves, tiraba a la basura las cascaras de naranja, dedicaba a la barriga de la Perra-Foca la correspondiente sesión de caricias nocturnas, me metía en la cama, leía durante horas la misma página de una novela porque la ansiedad me impedía concentrarme y, cuando el amanecer empezaba a golpear la persiana de mi cuarto con la consabida barahúnda de pájaros piando y vecinos pulsando clamorosas cisternas, apagaba la luz y me dejaba caer en el pozo del miedo. Entiéndeme bien: no estoy hablando del temor por la suerte de Ramón ni del sobresalto por el secuestro, sino del miedo personal que cada uno arrastra, del pozo que te vas cavando alrededor a medida que creces, ese miedo exudado gota a gota, tan tuyo como tu piel, el pánico de saberte viva y condenada a muerte. Quién no ha visitado ese pozo del miedo alguna noche, en el entresueño antes de aletargarse. Dormir es ensayar la muerte, por eso atemoriza.

Tuve un amante una vez que no soportaba meterse en la cama: tenía en su habitación un lecho escueto y monacal sobre el que en ocasiones nos amábamos, pero él para dormir siempre utilizaba el sofá de la sala. Allí se instalaba, entre cojines, a medio desvestir y con una manta de viaje sobre las piernas, como si en vez de acostarse sesteara, como si no existieran las noches ni los días, ni el paso del tiempo, ni ese sueño profundo que te borra de la faz de la tierra, sino tan sólo una sucesión de ligeras e intrascendentes cabezadas, situaciones siempre provisionales y reversibles. Justo es reconocer que la cama es un mueble inquietante, el nido de las pesadillas, el último reducto o madriguera del animal que somos. En íntimo refrote con ese cachivache pasamos la mayor parte de nuestra vida, ahí sudamos y enfermamos y sanamos y soñamos y engendramos, y en ese barco varado de metal o de tablas nos morimos. Porque, en efecto, lo más probable es que muramos dentro de una cama, tal vez incluso dentro de nuestra propia cama, en ese maldito mueble tomado por los ácaros que frecuentamos más que ningún otro lugar del planeta y en el ahora ensayamos, cada noche, la oscuridad del fin. Sólo pensar en esto, desde luego, te hace cobrar antipatía a los colchones.

El caso es que entre la ansiedad del secuestro y mis miedos de siempre yo no pegaba ojo por entonces; y cuando al fin caía dormida, de madrugada, era con un sopor de piedra, como desmayada. Por eso cuando empezó a sonar el teléfono en la mañana del quinto día tardé un tiempo incalculable en despertarme.

– ¡Ya va, ya va! -grité absurdamente, atrapada aún entre las telarañas del sueño e incapaz de discernir qué era ese ruido.

Poco a poco fui aterrizando en el planeta. La casa estaba fría y por la ventana entraba un sol tardío e invernal. Anduve descalza hasta el teléfono, que seguía chillando como un animal rabioso: ya no ponía nunca el contestador, por si acaso llamaban los secuestradores. Descolgué el auricular de mal humor:

– ¿Qué pasa?

– Escuche con atención. Este es un mensaje de Orgullo Obrero. Le voy a dar las instrucciones para el pago del rescate. Escuche con atención: sólo voy a decirlas una vez y le conviene no olvidarse.

Eran ellos. Al fin. El sueño se me quitó de golpe, pero fue sustituido por una especie de estupor, por una sensación de cámara lenta. Pensé: estoy sola, todos estos días he estado acompañada y justamente ahora resulta que estoy sola, qué mala suerte. Pensé: no sabré hacerlo, no sabré escucharle, no sabré entenderle, se me olvidará, lo confundiré todo, Ramón será asesinado por mi culpa. Pensé: se me están quedando los pies helados, debí ponerme las chanclas, sólo me faltaba ahora constiparme. Todas estas cosas se me pasaron por la cabeza mientras el hombre hacía un ínfimo instante de pausa en el punto y seguido que venía después de «no olvidarse». Enseguida continuó:

– Vaya a los grandes almacenes Mad amp; Spender y compre una maleta del nuevo modelo de Samsonite, la más pequeña de la gama, en carcasa dura y de color negro. El dependiente le atará al asa una bolsa de la tienda: no la quite. Vuelva a casa, meta el dinero dentro de la Samsonite y pegue en el exterior, con cinta adhesiva, el recibo de la compra. Regrese esta tarde a los Mad amp; Spender, vaya a la sección de maletas y póngase en la cola de la caja central, como si quisiera hacer una devolución. Coloque la maleta a su lado, en el suelo, y mire hacia delante; de lo demás nos encargamos nosotros. Tiene que estar en la cola a las siete en punto de la tarde. No avise a la policía o no volverá a ver a su marido.

Eso fue todo. El hombre colgó y yo me quedé temblando. ¿Cómo había dicho que era la maleta? ¿De qué tamaño? ¿A qué hora tenía que estar? Tuve que repetir el mensaje varias veces, extrayéndolo de la memoria mecánica auditiva, para ir entendiendo su significado. Cuando lo tuve claro lo apunté en un papel y corrí a casa de Félix.

– Mmmm. Insiste tanto en el recibo y en que mantengas la bolsa de plástico atada al asa porque esos son los comprobantes de que la Samsonite no ha sido robada -reflexionó el vecino-. O sea, que piensan salir de los Mad amp; Spender con la maleta en la mano, como si fueran clientes y la acabasen de comprar. Qué desfachatez, qué desparpajo. Hace falta temple para atravesarse así los grandes almacenes: hasta alcanzar la calle van a ser muy visibles durante largo rato. Desde luego, no se puede negar que tienen redaños.

Y lo dijo, cosa extraordinaria, como si le encantara que los secuestradores fueran eficientes, como si la dimensión de los enemigos diera la medida de su propia gloria.


Luego resultó que no. Luego resultó que, pese a las admirativas sospechas de Félix, los secuestradores no iban a ser nada visibles en el momento de la entrega del rescate. Era el 7 de enero. O sea, justo el día en que comienzan las famosas rebajas de Mad amp; Spender, de modo que los grandes almacenes parecían Sarajevo en el momento más crudo de la guerra. Masas desaforadas de compradores asaltaban los percheros por doquier, hociqueando entre los colgadores como animales de presa. Los dependientes, pálidos y sudorosos, ellas con los botones de las blusas arrancados y ellos con el nudo de las corbatas debajo de la oreja, se atrincheraban vanamente detrás de los mostradores. Tardamos casi dos horas en comprar la maldita maleta, y eso que íbamos a tiro hecho. Salimos de la tienda medio mareados. Y por la tarde aquello prometía ser aún peor.

No sé si sabré contar atinadamente lo que sucedió aquella tarde. Lo recuerdo a fragmentos, como en la alucinación de una fiebre. O como los retazos de una pesadilla. Pero la adrenalina te hace vivir las cosas así, convulsas, hipnóticas en su claridad, descoyuntadas. Es una droga más poderosa que el hachís. Y aquella tarde íbamos todos altos de adrenalina.

En vista del gentío, decidimos llegar al lugar de la cita una hora antes, de manera que a la seis atravesábamos las puertas de los almacenes arrastrando penosamente la maleta, que para entonces ya estaba atiborrada de dinero y pesaba como un cadáver. Habíamos llegado a la aventurada suposición, producto de mi pánico a acudir sola, de que la prohibición de avisar a la policía no tenía nada que ver con que me acompañara algún amigo; porque en todo secuestro hay intermediarios de la familia, y si eso lo sabía yo gracias a las noticias y a las películas, mejor aún lo debían de saber los secuestradores. Así es que Félix se vino conmigo todo el tiempo: su edad, confiábamos, le haría merecedor de la dispensa de los bandidos. En cuanto a Adrián, después de mucha discusión se decidió que nos seguiría a prudente distancia y disimulando. Y fue en verdad tan disimulado y tan prudente que desde que entramos en los grandes almacenes le perdí de vista.

Llegamos, pues, al departamento de maletas, que estaba en la planta de caballeros; y aunque esta no era una de las zonas más disputadas del edificio, el barullo resultaba de todas formas indescriptible. Rugían las masas, con un rumor sordo y amenazante, como de mar furioso; y a veces los empujones de los vecinos te desplazaban tres o cuatro metros hacia la derecha o hacia la izquierda de tu ruta. Atravesarse la planta arreando con el peso muerto de la maleta fue desde luego heroico. Félix y yo alcanzamos las estribaciones de la caja central sin aliento, empapados en sudor y temblorosos.

Nos quedamos allí, cerca de la caja y precariamente resguardados por una columna, durante media hora, a la espera de que llegara el momento exacto de la cita. Estábamos tan ansiosos que durante todo ese rato no cruzamos palabra. Yo no sé qué hizo Félix: no le miré. Estaba concentrada en escuchar mi propia respiración y el zumbido del tiempo en mis oídos, transcurriendo a una velocidad menuda, exasperante, los segundos dividiéndose en fragmentos de segundo y arrastrándose como gusanos paralíticos unos detrás de otros. Contemplaba los rostros de la gente: la señora mayor de abrigo de piel y frente perlada de sudor, el joven de cara desagradable y chaqueta demasiado grande, el dependiente flaco de aspecto comatoso. ¿Sería alguno de ellos el secuestrador? Incluso el dependiente, ¿por qué no? En este lío, bien podría colocarse una chapa en la solapa y fingir ser empleado. O incluso se podría haber contratado para la ocasión: durante las rebajas, los grandes almacenes echaban mano de muchos trabajadores eventuales. Lo que era evidente es que ellos tenían que estar ya allí. Sentí la certidumbre de que en esos momentos me estaban observando. Una gota de sudor helado resbaló desde mi nuca cuello abajo. «Bien, aunque parezca mentira, todo se acaba. Esto es, no sólo se terminan los momentos felices, los amores, el sexo apasionado, el dinero y la juventud, sino también, es un alivio, las discusiones, los dolores de cabeza, las noches tenebrosas y las sesiones del dentista. Igualmente acabó aquella crispante espera en el departamento de maletas y llegó la hora convenida. A las siete menos dos minutos nos pusimos en movimiento; y a las siete menos treinta segundos estábamos instalados al final de la nutrida cola de la caja central. Dejé la maleta en el suelo junto a mí, y los dos, Félix y yo, nos pusimos a mirar hacia otro lado con expresión olímpica e inocente.

Al cabo de un tiempo larguísimo no pude resistirlo más y bajé los ojos hacia el lugar prohibido: demonios, aún seguía ahí la Samsonite, como por otra parte me temía, porque no había notado ningún movimiento junto a mí. Miré el reloj: ¡las siete y cuatro! ¿Pero cómo era posible que sólo hubieran transcurrido cuatro miserables minutos?

– ¿Y si no vienen? -aventuré con voz ahogada.

– Vendrán. Ahora mismo están dando vueltas a nuestro alrededor, verificando que todo esté en orden. Quédate tranquila y quieta -respondió Félix.

Me quedé quieta pero no muy tranquila, si he de ser sincera. Ocasionalmente teníamos que avanzar un paso, porque la cola progresaba con lentitud. Era una cola apelotonada y con clara tendencia al juego sucio; de vez en cuando se organizaba un pequeño guirigay por delante o por detrás nuestro, y dos o tres individuos se enzarzaban en una chillona discusión sobre quién estaba antes; además, se trataba de una cola tan larga que era constantemente rota por las personas que la cruzaban transversalmente. En mitad de ese caos, Félix y yo le íbamos dando patadas a la maleta hacia delante. Pero el tiempo pasaba y nada sucedía. Yo me esforzaba por seguir manteniendo la mirada al frente, pero cada poco se me escurrían los ojos hacia el costado, con la misma ansiedad y el mismo miedo de sorprender a los secuestradores como cuando, de niña, me despertaba en mitad de la noche de Reyes y miraba a hurtadillas hacia los pies de la cama, para ver si ya habían pasado sus majestades y me habían dejado los regalos (haber pillado a los Reyes Magos en el instante de depositar los paquetes hubiera resultado también una pifia fatal). Y pasaron diez minutos, y luego veinte, y después media hora; y a las siete y cincuenta ya estábamos en el último tramo de la cola, junto a un mostrador alargado que llegaba hasta la caja, y por delante de nosotros sólo quedaban siete u ocho personas. Pues bien, justo en ese momento, después de tanta y tan exasperante inactividad, sucedió de repente un desgraciado cúmulo de acontecimientos. En primer lugar, Félix, que estaba delante de mí, se desplomó súbitamente como un pelele. Me abalancé sobre él, lo mismo que otra media docena de personas: los españoles solemos ser muy cooperativos en los desmayos públicos.

– ¡Félix!

– Es un desvanecimiento -dijo uno.

– A ver. Con el calor que hace -dijo otra.

– Con el lío este que hay.

– No, si yo también estoy mareada, y no hace ni dos minutos que le he dicho a mi hija: «Laurita, si no salimos pronto de aquí me voy a caer redonda.»

– A ver. Con todo este barullo.

– Y la edad, porque es viejo, el pobre.

– No le digo, si hasta yo me estaba mareando, así es que el abuelo, pues calcule.

De rodillas en el suelo junto a Félix, le levanté la cabeza y le abaniqué la cara con una tarjeta de garantía que alguien me dejó. Me sentía consternada e irritada conmigo misma: por supuesto que se había desvanecido, ¿pues qué esperaba yo? La vivacidad y la buena disposición del vecino me hacían olvidar que era un anciano. Pero lo era. Demasiado viejo para meterle en estos trotes. Félix abrió los ojos. Me miró aturdido, intentando recolocar el mundo:

– ¿Qué ha pasado?

– Nada. Te has desmayado.

– El calor -dijo uno.

– El barullo-terció otra.

– A ver.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté.

¾Sí -contestó Félix, algo más despejado.

Entonces torció la cara hacia la derecha y se puso rígido.

– Mira -musitó con voz estrangulada.

Miré hacia donde él miraba. Ya he dicho antes que nos encontrábamos a la altura del mostrador corrido; desde el suelo, en donde estábamos ahora, descubrí que el mostrador era más bien una especie de cajón alargado, con dos baldas vacías y sin fondo, de manera que se podía ver a través de él. Y nosotros vimos: es decir, vimos asomar al otro lado, medio parapetado detrás de unas perchas y a ratos oculto por la muchedumbre, el rostro pilongo e inconfundiblemente estúpido del inspector José García. El corazón se me detuvo durante una décima de segundo, y en ese tiempo pensé todo lo que tenía que pensar para la ocasión. Por supuesto, me dije, soy una idiota: ¿cómo no me iba a controlar la policía? Probablemente incluso tenía el teléfono intervenido. Era obvio que el inspector nos estaba vigilando, si bien todavía no se había dado cuenta de que le habíamos descubierto. La presencia de García ponía en peligro toda la operación; sin duda intentaría detener al secuestrador, con lo cual Ramón lo pasaría muy mal, y además me incautaría los 200 millones, eso desde luego. ¿Cómo iba a poder pagar el rescate, después de eso?

– ¿Qué ocurre? -preguntó Adrián, apareciendo de pronto a nuestro lado: el desmayo de Félix le había asustado.

– ¡Hay que abortar la entrega! -sólo atiné a balbucir.

Y me volví para coger la maleta. Medio agachada aún, entre el gentío, contemplando rodillas por todas partes, agarré el asa. Pero el asa se removió bajo mis dedos, blanda, caliente y húmeda. Estupefacta, comprobé que mi mano estaba encima de otra mano; y durante un vertiginoso instante mis ojos se miraron en otros ojos, también a mi misma altura, también sorprendidos, unos ojos negros, masculinos y jóvenes, sólo eso vi, no podría añadir ni un dato más de su propietario. Entonces el secuestrador pegó un tirón y se quedó con la Samsonite, pero su triunfo resultó muy efímero: justo en ese momento una especie de tromba pasó entre nosotros y le arrancó la maleta de las zarpas. Era Adrián. El hombre de los ojos negros desapareció de inmediato en el bosque de piernas, tan silenciosa y rápidamente como una piedra desaparece en un pantano. Yo me puse de pie, aturdida; en la mano aferraba aún el recibo de compra de la maleta: debí de arrancarlo durante el forcejeo. Miré a mi alrededor: no había ni rastro del inspector García, ni rastro del secuestrador, ni rastro de Adrián.

– Te espero en el aparcamiento, donde el coche -le dije a Félix.

Y, movida por una corazonada, corrí todo lo que pude entre la muchedumbre hacia las escaleras mecánicas de bajada, y luego hacia la salida. Casi había alcanzado la puerta principal cuando vi a Adrián: estaba un par de metros delante de mí, cerca del umbral, y acababa de ser detenido por un tipo corpulento vestido de civil que evidentemente era un vigilante de Mad amp; Spender.

– ¿Le importaría enseñarme el recibo de compra de la maleta, por favor? -estaba diciendo el gorila, muy fino él.

Adrián tartamudeó no sé qué, dejó la Samsonite en el suelo, procurando que no se notara lo que pesaba, e hizo ademán de rebuscarse en los bolsillos. De una zancada llegué junto a ellos:

No mires más, que lo tengo yo.

Tendí al hombre el papel engurruñado. El tipo lo analizó atentamente y luego me lo devolvió con una leve sacudida de cabeza.

– Muy bien, muchas gracias.

Adrián volvió a coger la maleta con fingida desenvoltura y nos encaminamos hacia la salida. Corrimos hasta el aparcamiento arrastrando el bulto sin decirnos palabra y sin que nadie más nos detuviera. Casi nos derrumbamos al llegar al ruinoso coche de Félix. Estábamos empapados en sudor y jadeando.

– ¿Adonde ibas tan deprisa cuando te alcancé en la puerta? -dije al fin, al cabo de un rato, cuando el resuello me lo permitió. Y creo que mi voz no sonó muy amistosa.

– ¿Cómo que adonde iba? Pues intentaba poner a salvo el dinero, como es obvio.

– ¿A qué le llamas tú poner a salvo? -insistí.

– ¿Qué quieres decir? -contestó Adrián encapotando el ceño.

Bien, ya estábamos los dos en el mismo punto, cuestionándonos el uno al otro con evidente suspicacia. Reflexioné durante unos instantes sobre el camino verbal a seguir y aventuré una nueva pregunta.

– ¿Por qué te llevaste la maleta?

– ¿Cómo que por qué? Tú me acababas de decir que había que abortar la operación.

– Eso es verdad.

– Si crees que me quiero llevar tus doscientos millones, te los puedes meter por donde te quepan.

– No te enfades. Perdona. Estoy hecha un lío. Como te vi salir a esa velocidad…

– Se me ocurrió que lo mejor sería salvar el dinero y esperaros aquí, en el coche.

En efecto, era lógico que pensara en encontrarnos aquí; de hecho, ahora también estábamos los dos aquí esperando a Félix. Miré a Adrián: se le veía rabioso. Estaba muy guapo con su aire atormentado y ese gesto altivo de dignidad doliente. Yo no sé si lo he dejado claro antes, pero Adrián es guapo. Muy atractivo. Miré sus ojos verde oscuro, más oscurecidos ahora por la furia, y sentí un vacío en el estómago, un pellizco de náusea, un ligero mareo. Sentí ese desfallecimiento singular que uno a veces percibe cuando se asoma a depende qué precipicios, a depende qué ojos. Suspiré y el aire me salió tembloroso de la garganta.

– Perdona -repetí-. Estoy muy confusa.

Adrián desarrugó el ceño, me miró, sonrió. Creo que pude oler sus feromonas en el frío viento de la noche de enero. El espacio que mediaba entre él y yo, apenas dos palmos de distancia, se convirtió en aire incandescente.

– Bueno. En realidad, no importa. Mira, ahí está Félix -dijo al fin Adrián, rompiendo el sortilegio.

Y era cierto. El anciano avanzaba sorteando los coches, agitando una mano, sonriendo en la negrura. Ya éramos tres de nuevo.


Adrián era joven, raro e impertinente. Solía citar frases célebres, probablemente porque aún no confiaba lo suficiente en las suyas propias. Y poseía un conocimiento extraordinario de hechos por completo irrelevantes. Quiero decir que coleccionaba curiosidades y coincidencias de la misma manera que otros muchachos coleccionaban cómics o discos de rock duro.

– ¿Sabías que Carlos II de Inglaterra llevaba una peluca que se había mandado hacer con el vello del pubis de sus amantes? -decía, por ejemplo.

Pues no, no lo sabía, y sospecho que dicha información no alumbró mi vida de manera especial. Adrián era obstinado y áspero. Tenía cara de gato y un cuerpo un poco incongruente con la ligereza de su cabeza; porque era robusto, musculoso de muslos y de brazos, ancho de estructura, pesado de osamenta. A mí, que siempre me han encantado los hombres correosos y de culo fino, más delgados que fuertes, me atraía sin embargo extrañamente ese niño con corpachón de hombre. Porque era un niño. De hecho, yo hubiera podido ser su madre. Ya lo dijo él mismo con pérfida inocencia:

– ¿Así que tienes cuarenta y un años? Vaya, qué gracia. Mi madre acaba de cumplir cuarenta y dos.

Yo no le veía la gracia por ninguna parte. Como mucho, veía el despropósito, la inquietud de que me resultara atractivo ese mocoso. Yo no soy una estrecha. Tuve, siendo joven, mis más y mis menos amatorios. Pero Adrián era veinte años más pequeño; y yo me teñía las canas de la cabeza, y me daba cremas reafirmantes en el pecho, y tenía celulitis en las nalgas, y por las noches, encerrada a cal y canto en el cuarto de baño, me quitaba los malditos dientes para lavarlos. ¿Alguna miseria más? Pues sí: manchitas en el dorso de las manos, el interior de los brazos pendulante, arrugas insufribles en el morro, las mejillas alicaídas y apagadas. Quiero decir que creo que no estaba preparada psicológicamente para coquetear con un muchacho como Adrián.

Era una situación exasperante. Una vez le puse la mano en el pecho en un gesto casual, o quizá no tan casual, mientras hablaba, y descubrí debajo de la punta de mis dedos, al otro lado del levísimo lienzo de la camisa, una carne de caucho contundente y tibia que me erizó el cabello. Y cuando él me tocaba casualmente, o quizá no tan casualmente; por ejemplo, cuando me rozaba la espalda con un brazo al cruzar una puerta, en el punto de contacto entre ambos se hubiera podido encender una astilla. Sin embargo, tanto él como yo nos comportábamos con total compostura y representábamos con pulcritud nuestros papeles; y así, él me hablaba con fruición de su madre y de las chicas que le gustaban, de modo alternativo, y yo le aconsejaba y reprendía cordialmente, como si fuera mi hijo. Pero no lo era, porque yo no tengo hijos. Y donde las madres ven carne infantil, culitos empolvados retroactivos, reminiscencias del candido pataleo en el baño o del dodotis (ellas, que hicieron el milagro de crear cuerpos de varón en sus entrañas, son capaces de imaginarles siendo niños), yo sólo veía carne masculina, turbadora e intensa carne de hombre, el enigma del otro que te completa.

Por lo demás, Adrián era imprevisible y un poco loco. Tenía visiones, barruntos, fantasías. Una mañana, al principio de conocernos, bajó a desayunar a casa; y estábamos los tres, Félix, él y yo, sentados a la mesa de la cocina masticando tostadas, cuando Adrián comenzó a hablar:

– Os voy a contar algo. Veréis, están dos montañeros subiendo a una cima remota de los Alpes cuando…

– ¿Es un chiste?

– No, no es un chiste. Decía que están subiendo a una cima remota de los Alpes cuando de repente cede la nieve y queda al descubierto un bloque de hielo. Y resulta que dentro del hielo están atrapados los cadáveres desnudos de un hombre y una mujer. Los montañeros, asombrados, rompen el hielo y sacan los cuerpos a la superficie. Los miran y remiran bien y entonces uno de los escaladores se excita muchísimo y dice: «¡Son Adán y Eva! ¡Hemos descubierto la primera pareja de la Humanidad!» ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Por qué está tan seguro el tipo ese de que los cadáveres son de Adán y Eva.

Me encogí de hombros.

– Ni idea. ¿Por qué?

– No, si yo tampoco lo sé. De vez en cuando sueño acertijos de este tipo, adivinanzas. Y luego a veces me obsesiono durante horas o durante días hasta que descubro la respuesta. Lo de Adán y Eva lo acabo de soñar esta misma noche.

Adrián no era un genio, pero tenía un encanto especial. Claro que los hombres y mujeres guapos suelen parecer criaturas especiales con una frecuencia sorprendente, mientras que los feos tienen que sudar tinta para demostrar sus cualidades. Tendemos a atribuir a la belleza virtudes ajenas a lo meramente físico, como si los seres hermosos en la carne tuvieran que serlo también en el espíritu. Y así, del guapo no solemos decir que es guapo, sino justamente todo lo demás: qué inteligente, qué elegante, qué estilo, qué serenidad, qué simpatía, qué bondad. Luego puede ser un asesino en serie, como ese psicópata de Milwaukee que descuartizó a una veintena de adolescentes; pero qué perfil de ángel poseía, qué ojos azules tan inocentes, qué labios tan perfectos para besar bebés. Cuántas mujeres debieron de suspirar por él, cuántas vecinas le considerarían sensible y tiernísimo, ignorantes de que en ese mismo momento el celestial muchacho andaba despellejando niños en el sótano.

Yo temía que a mí me estuviera sucediendo lo mismo con Adrián. Que a lo peor me hubiera cegado su guapeza, haciéndome confiar en él de modo prematuro. No podía apartar de mi memoria la imagen del chico arrebatando la maleta y corriendo como una exhalación hacia la salida. En realidad, no tenía ni idea de quién era ese Adrián. Había salido de la nada apenas una semana antes. Por lo que yo sabía, el chico podía ser un yonqui, o un ladrón. O incluso, ahora que lo pensaba, incluso podía estar compinchado con los de Orgullo Obrero. ¿No había irrumpido en mi vida justamente después del secuestro de Ramón? Félix, por lo menos, había sido mi vecino desde siempre; no le trataba, pero le conocía de vista. Pero Adrián se había instalado en el ático, qué casualidad, apenas un mes antes de la desaparición de mi marido. Y los grupos terroristas eran así: contaban siempre con apoyos sociales, con militantes legales camuflados.

Me obsesioné de tal modo con estos pensamientos que hablé con Félix del asunto al regreso de nuestra frustrada expedición a los grandes almacenes.

– ¿Adrián un ladrón? Nooooo, no creo -respondió el vecino-. Si hubiera querido robarnos los doscientos millones podría haberlo hecho antes. Recuerda que sabía dónde los guardábamos.

– Pero date cuenta de que en mi casa nunca estuvo solo -repuse, dando por no escuchada esa primera persona del plural con la que Félix se adueñaba del dinero-. Aquí hubiera sido más difícil para él, habría tenido que sacar los billetes del escondite y guardarlos en algún lado; no sé, supongo que era más sencillo agarrar la maleta y salir corriendo en mitad del barullo de Mad amp; Spender.

– Tonterías. Si hubiera querido robar la maleta en la tienda, ¿por qué esperar hasta que el secuestrador y tú la tuvierais agarrada? Y si pertenece, como dices, a Orgullo Obrero, ¿para qué le iba a arrebatar el rescate a su compañero? Piensa un poco: si Adrián quería llevarse los millones, pudo cogerlos cien veces antes, en casa, de una manera más discreta y más cómoda. Por ejemplo, pudo drogarnos y dormirnos. Pudo sacar copia de la llave de la puerta y entrar por la noche. O simplemente pudo aprovechar algún descuido nuestro. En realidad, era fácil. No, yo creo que esta tarde Adrián ha salido corriendo porque es un chico muy nervioso. Cuando dijiste que había que abortar la operación, se le disparó la cabeza. Hizo lo primero que pensó, y lo hizo incluso antes de acabar de pensarlo. Adrián es un tocino, o sea, un novato. Pero, en fin, tampoco lo ha hecho tan mal. Ahora ya nunca podremos saber si el secuestrador se las habría apañado para llevarse la maleta, pero es probable que el inspector García hubiera interrumpido la entrega. Así es que la intervención de Adrián puede haber sido providencial.

Las palabras de Félix me tranquilizaron considerablemente, pero no por completo. Porque había visto las miradas de todos cuando sacamos el dinero del saco de pienso: la expresión de increíble avidez con que Adrián y Félix contemplaron el montón de fajos alineados. Y el fascinado Adrián llegó incluso a exclamar:

– ¡Qué espectáculo!

Pongamos que Adrián fuera un buen chico. Pongamos que nunca hubiera pensado con anterioridad en robar nada a nadie. Pero pongamos también que fuera un tipo lo suficientemente débil. Que no hubiera podido soportar el deslumbramiento de la tentación; esto es, que la visión material del dinero le hubiese emborrachado hasta el punto de salir al galope con la maleta. La vida es justamente eso, un camino azaroso entre tentaciones; y la probidad no depende únicamente de la virtud de cada cual, sino también, y en cierta medida, de la suerte. De cómo, cuándo y dónde te han tentado. Tengo para mí que en el mundo hay una minoría irremediable de malvados, gente dura, cruel y desfachatada que vive instalada en la perfidia; y también una sólida minoría de personas honestas y maduras, capaces de mantener la dignidad hasta en el peor de los momentos. Y entre estos dos extremos se extienden los demás, la masa viva, criaturas bien intencionadas pero débiles; seres normales, esto es, dubitativos y confusos, que serán buenos si el entorno es favorable, y malos si el medio en el que viven se pervierte. En esa pulsión entre lo mejor y lo peor que somos vamos construyendo o tal vez destruyendo nuestro camino.

Pues bien, quizá 200 millones de pesetas en billetes supusieran una tentación demasiado abrupta, demasiado grosera. Quizá el joven Adrián no pudiera o no supiera resistirse ante tanta opulencia. Esto es lo que yo pensaba aquella noche; pero no compartí con Félix mis últimos temores, porque, bien mirado, también él podría ser material ético fungible, también él podría sucumbir a la ambición. A fin de cuentas, ¿no había sido Félix en el pasado un ladrón de bancos, un atracador y un bandolero? Él mismo lo había contado, con todo detalle, en aquellos primeros días de enero, mientras esperábamos la llamada de los secuestradores y comíamos naranjas escuchando el relato de su vida.


De México nos fuimos a Santiago de Chile -había seguido relatando Félix Roble-. Entonces el mundo era mucho más grande de lo que ahora es. Para ir desde México hasta Chile se tardaban semanas, sobre todo si tenías que viajar con papeles falsos. Cogimos trenes, barcos, coches. A veces nos alojábamos en hoteles de lujo y en otras ocasiones dormitábamos en pensiones inmundas. Dábamos, permíteme el plural aunque yo era un mico, dábamos la mitad del dinero que robábamos a las organizaciones anarquistas locales, para que hicieran escuelas y socorrieran viudas y compraran libros, y los compañeros de ultramar nos consideraban unos dioses. Yo me miraba en los espejos y me decía: «Atento, Félix, no te pierdas ni ripio: perteneces a la banda de Durruti, estás en América, este es el mejor momento de tu vida.» En realidad, a mí no me llevaban a los golpes: asaltaron el Club Hípico de Chile y luego un cajero de los ferrocarriles, y yo me quedé en casa, cocinando. Me tenían de pinche y de criada. Pero era cierto que convivía con la banda de Durruti, y que mi destino estaba unido al de ellos, y que en cualquier momento podía llegar la policía y dejarnos secos. El peligro era para mí un incentivo, el mayor d-vertimento de todo aquello. Los adolescentes comprenden tan dificultosamente lo que es el morir que suelen tomar su propia muerte como un atributo de la vida, como si fuera algo que uno pudiera hacer y luego explicar animadamente a los amigos: «¡Imaginaos, fue todo tan emocionante y tan peligroso que incluso me mataron!» Fueron unos meses maravillosos.

Un día, el 16 de julio de 1925, en pleno invierno, planearon cometer una acción muy importante. Iban a asaltar un banco, la sucursal Matadero del Banco de Chile. Yo estaba fastidiado porque me dejaban siempre en casa; haciéndome el distraído y aguzando la oreja había conseguido enterarme de los pormenores del atraco, y decidí no perderme esa magna ocasión. Fui a Matadero en un tranvía y me quedé remoloneando por los alrededores del banco. Al poco llegó un taxi grande, un Hudson, que ellos habían asaltado a punta de pistola, obligando al taxista a que los trasladara: ya habían utilizado este método en otras ocasiones. Víctor se quedó con el conductor para impedir su huida, mientras Jover, Ascaso y Durruti entraban en la sucursal. No permanecieron dentro mucho tiempo: se escucharon disparos, gritos, un ruido de cristales al romperse. No pude resistir la tensión y salí como un autómata de detrás del árbol en el que me escondía; pero antes de que pudiera llegar a la altura del taxi aparecieron los tres en la puerta del banco a la carrera, con las pistolas en las manos y las caras embozadas en pañuelos. La calle estaba bastante concurrida, pero todos los peatones se quedaron quietos, congelados, contemplando la escena sin hacer nada. Y lo más grande es que entonces el coche falló, o a lo mejor fue cosa del taxista, que estaba nerviosísimo y no atinaba; el caso es que el Hudson no arrancaba, fue una escena increíble, Durruti y Ascaso sacando la cabeza y las Browning por las ventanillas y gritando: «¡Adelante, adelante, vamos, vamos!», y aquello que no se movía ni un centímetro. Mientras tanto, también dentro del banco arreciaban los gritos de «¡ayuda, ayuda, al ladrón!»; y al poco aparecieron en la puerta dos empleados llamando a voces a la policía, pero cuando vieron que los atracadores aún no se habían ido se callaron de golpe. Durruti y Jover se bajaron del coche y empezaron a empujarlo. Era un automóvil de los de antes, enorme y tan pesado como un tanque. Victor siguió apuntando al conductor y Ascaso vigilaba la concurrencia, que para entonces había formado ya un corro amplio y atento, todos los vecinos muy entretenidos viendo cómo un par de pistoleros enmascarados se dejaban los riñones empujando ese monstruo. Yo no pude resistirlo y me arrimé a ellos, añadiendo mis escasas fuerzas al empellón. «¿Qué haces aquí?», rugió Buenaventura cuando me vio; pero no le dio tiempo a decir más porque mi incorporación al grupo animó insospechadamente a los mirones. Tres o cuatro hombres que estaban en el corro se sumaron al envite, y entre todos consiguieron darle al Hudson el suficiente impulso. Arrancó el motor y Buenaventura me metió en el taxi agarrándome con su manaza por el cogote, como quien agarra a un conejo. A lo lejos se escuchaban ya las sirenas de la policía. Pero los despistamos.

Por la noche hubo reunión de análisis. Mi hermano Víctor fue reconvenido por permitir que el conductor apagara el motor, y yo recibí una buena bronca por haberlos seguido. Pero en el fondo estaban tan contentos que enseguida se les pasó el enfado. Habían conseguido 30.000 pesos de botín; aquel fue el primer asalto a un banco de la historia de Chile. «Después de todo -dijo Durruti-, tenemos que agradecerle a Félix que haya venido detrás nuestro. Si no llega a ser por él, los demás no se animan a empujarnos. ¿Lo ves, Paco? Este chico nos da suerte. Desde que está él todo nos sale bien. Es nuestra mascota.»

A partir de entonces Buenaventura empezó a llamarme Fortuna, y con ese nombre me quedé; y además se me permitió una mayor participación en la vida del grupo. Siguieron dejándome en casa cuando los atracos, por supuesto, pero empezaron a adjudicarme algunas tareas menores. Por ejemplo, yo fui el encargado de ir a llevarle dinero a la esposa del taxista. El Hudson había sido localizado por la policía y el conductor detenido. No quisieron creer que el pobre hombre era inocente y le metieron un montón de meses en la cárcel, además de darle unas cuantas palizas y de arrancarle los dientes para que hablara. No recuerdo su nombre, pero sí el de su esposa: Engracia. Era una mujer delgadísima de la cintura para arriba, con el pecho hundido y los huesos frágiles; pero de cintura para abajo engrosaba extraordinariamente, lo que le daba cierto aire de centauro. Durruti pensó que un niño como yo no llamaría la atención, de manera que fui a verla de parte de los Errantes y le llevé 2.000 pesos. «Tengo unos amigos que son amigos de su marido», le dije. «Esto es por los inconvenientes.» Me había aprendido las palabras de memoria. Ella no decía nada, sólo me miraba y lloraba como una Magdalena. «Por los inconvenientes», repetí, empujando el dinero hacia la señora. Yo creía que la mujer del taxista se iba a volver loca de contenta con los 2.000 pesos, que eran una fortuna; creí que me iba a mirar con agradecimiento, adoración y asombro. Pero no, nada de eso: de haber algo en sus ojos, además de una increíble cantidad de lágrimas, era rabia y desprecio. «Ninguno de los amigos de mi marido tiene tanta plata», dijo al fin con voz ronca. «Así que esto tiene que ser de un enemigo.» No quise saber más; dejé los billetes sobre la mesita y me marché. Pero me fui muy inquieto, muy revuelto por dentro. Todavía me parece estar viéndola, ese torso tan chiquito y delicado posado como un pájaro sobre las nalgas opulentas. Fue el único punto oscuro de aquellos meses formidables.

Después de dar dos o tres golpes más en Chile nos fuimos a Buenos Aires. Allí nos instalamos en una pensión limpia y decente, porque Durruti quería «salir a flote», que era como él llamaba a pasarse una temporada sin delinquir y viviendo más o menos legalmente, para despistar así a nuestros perseguidores. Porque para entonces todas las policías de los países hispanos estaban siguiendo el rastro de un grupo de bandidos y revolucionarios españoles. De modo que en Buenos Aires Ascaso se contrató de cocinero en un hotel, Jover de ebanista, mi hermano de chico de los recados en un colmado y Durruti, que era un toro, de estibador en el puerto. En cuanto a mí, me mandaron al colegio sin contemplaciones, y no tuve más remedio que aplicarme porque Víctor me tomaba las lecciones los domingos. Así estuvimos un par de meses, como si fuéramos una familia normal, sólo que no había mujeres y que teníamos las pistolas cosidas dentro de los colchones.

Pero un día Víctor, Durruti, Ascaso y yo volvíamos en tranvía desde el centro, cuando de repente se me heló la sangre. Justo encima de las cabezas de Ascaso y de Buenaventura, que estaban sentados, había un cartel de Se Busca con sus fotos y sus nombres. La semana anterior una banda había atracado dos bancos en Buenos Aires, y aunque esta vez no habíamos sido nosotros nos habían adjudicado los delitos y estábamos en condición de caza y captura. De modo que nos arrojamos en marcha del tranvía, corrimos hasta la pensión y nos pusimos nuestras mejores ropas, yo un jersey y un pantalón de aplicado escolar y ellos los disfraces de pistoleros, trajes caros; y vestidos de este modo, con las armas debajo del sobaco, sacamos pasajes de primera clase en el primer barco que salía hacia Uruguay. Supongo que aquí debo explicar que, antes de la Segunda Guerra, el mundo era otra cosa. Por entonces había tanta distancia entre la primera clase y las clases segunda y tercera como entre el Sol y la Luna. El mundo se dividía en compartimentos estancos, en realidades tan ajenas las unas de las otras que jamás se mezclaban. Era esa organización rígida y jerárquica lo que los anarquistas intentábamos reventar con nuestras bombas.

En aquel momento de apuro, sin embargo, el clasismo extremo nos ayudó: porque la policía no osó molestar a los exquisitos viajeros de primera y sólo pidió la documentación a los de las clases inferiores. Esta discriminación no era tan estúpida como parece a simple vista; ya digo que la distancia entre los mundos era a la sazón enorme, y resultaba verdaderamente muy difícil que un obrero pudiera confundirse con un señor: por sus modos, sus ropas, su manera de hablar y comportarse; por su físico, hambriento de generaciones en el caso del pobre y lozano y rozagante en el del rico. De manera que la policía suponía que sólo en la tercera clase, o como mucho en la segunda, podrían pasar inadvertidos esos rudos y malencarados bandidos y revolucionarios españoles.

Pero se daba la circunstancia de que algunos de los líderes anarquistas eran más leídos y más refinados que muchos de los grandes burgueses. Por su aspecto y sus modos, Ascaso podía pasar perfectamente por un petimetre desdeñoso; mi hermano Víctor, que en los últimos meses de alimentarse bien había echado envergadura y pecho de hombre, estaba cada día más elegante (con el tiempo se ganaría el apodo de el Figurín), y en cuanto a Jover, ya quedó dicho que era un tipo sobrio y de buena planta. El problema era Durruti. Veréis: Durruti también llevaba un traje caro, pero dentro de él seguía teniendo aspecto de patán. Su pelo era imposible: espeso como el de un gorila, y disparado. Y lo mismo sus manos, esas manazas rústicas, enormes y llenas de callos, o sus andares. Durruti tenía una mirada llena de inteligencia y era capaz de actuar con una sensibilidad y una finura sorprendentes, pero su aspecto era tan rudo como el de un ogro y no tenía ni idea de las normas de urbanidad, que formaban parte de las convenciones sociales que él despreciaba. Por ejemplo, siempre se negó a llevar sombrero porque le parecía una prenda de señoritos, y sólo consintió en ponerse gorra; una obcecación bastante peligrosa en una época en la que la ausencia de sombrero era uno de los signos inequívocos de la baja estofa.

Todo esto estuvo a punto de crearnos un grave problema en aquella ocasión de nuestra huida. El trayecto tan sólo duraba unas pocas horas, pero coincidía con el almuerzo, así es que decidimos acudir al restaurante, como el resto del pasaje de primera, para disimular mejor. Pero ya a la entrada del salón Durruti empezó a equivocarse: no le dio su gorra al botones de la puerta, como hubiera sido lo normal, y cuando el chico corrió detrás de él para pedírsela, Buenaventura se metió la gorra toda arrebuñada en un bolsillo, ante el pasmo de la concurrencia. Un pasmo que no hizo sino aumentar al contemplar los modos gastronómicos de nuestro amigo. Entiéndeme, no es que fuera un cerdo comiendo, pero desde luego tampoco era la reina Victoria: destripaba las naranjas con sus enormes dedos y comía el pan a bocados de la barra. Cada vez llamábamos más la atención y Ascaso se estaba poniendo nerviosísimo: «Nos vamos a delatar, nos está mirando todo el mundo. Tenemos que inventar algo. Podríamos decir que somos artistas», sugirió. Pero Durruti no lo veía claro: «¿Artista yo? ¿Qué quieres, que me ponga a caminar de un modo raro?», dijo. A veces, Durruti era un ser de lo más elemental. Entonces a mí se me ocurrió una idea magnífica. Permitidme que alardee de ello: a fin de cuentas sólo tenía once años; hace tanto tiempo de todo esto que es como si estuviera hablando de otra persona, no de mí. Y esa personita que yo fui propuso: «¿Por qué no os hacéis pasar por pelotaris?»

Y eso dijeron que eran, campeones pelotaris españoles que venían para un torneo; y la coartada era tan buena, y parecía tan apropiada y tan real, que en cuanto que se la soltamos al camarero, y éste, a su vez, al resto de los presentes en la sala, vimos cómo se relajaba el ambiente en torno nuestro, cómo cundían las sonrisas de cortesía de mesa en mesa, cómo el aire se iba volviendo respirable. «Muy bien hecho, Fortuna», dijo Ascaso. Fue la única vez que Ascaso me felicitó, la única vez que utilizó mi apodo.

La situación en América era ya tan peligrosa para nosotros que tuvimos que dividirnos: Ascaso y Durruti se quedaron no recuerdo por dónde, y Jover, Víctor y yo regresamos a México, En México gobernaba con mano dura el general Plutarco Elias Calles. Apenas si quedaban residuos de la revolución de Zapata y Pancho Villa, y los anarquistas estaban en una situación de extrema debilidad y consumidos por las luchas internas. Era un ambiente asfixiante y depresivo; malvivíamos en una choza horrible, una chabola que nos habían prestado y de la cual apenas si se nos permitía salir, para no llamar la atención. Fue un cambio demasiado duro, después de tanta libertad y tanta gloria. Echaba mucho de menos a Durruti y me sentía encendido por los ideales libertarios: nunca volví a estar tan enardecido por la pasión política como entonces. Aunque quizá sí: quizá al principio de la guerra, de nuestra guerra.

Sea como fuere, el caso es que allí estaba yo, a mis once años, como un potro desbocado, totalmente desesperado por la inactividad y la situación. Entonces, para rematar mi desconsuelo, me enteré de algo horrible: la viuda de Ticomán había muerto. Siguiendo nuestra pista, o tal vez a consecuencia de un chivatazo, la policía había tomado la granja en la que estuvimos y se había llevado a la viuda de la gran ceja negra. La mujer murió en las dependencias policiales, unos días después, en circunstancias oficialmente no aclaradas: previsiblemente de las palizas. Recordé aquella última noche en la granja: su olor a carne maternal y blanda, la aspereza de la tela del camisón. Yo no quería llorar porque ya era mayor; no quería llorar porque yo era un Errante, un pistolero revolucionario de la banda de Durruti, aunque todavía no llevara pistola. Pero me ardía tanto el pecho y tenía tan apretada la garganta que tuve que hacer algo. Y así, para no soltar la lágrima, construí una bomba.

Utilicé una lata de carne en conserva, tal y como me había enseñado Buenaventura; y pólvora de casquillos deshechos, y tornillos rotos, y estopa, y un cabo de vela. Me quedó una bomba pequeña pero bastante apañada, o eso pensé yo; la había construido por las noches, cuando no me veían ni Víctor ni Jover.

Una mañana, en fin, salí de la choza muy temprano, antes de que los otros se despertaran. Llevaba el artefacto en el bolsillo del pantalón y la camisa por encima con los faldones sueltos. Cogí la camioneta de extrarradio y me fui a la central de la policía. No sabía en qué comisaría había muerto mi viuda, pero pensé que atacar el cuartel general sería venganza suficiente. En la puerta puse cara de desolación y de inocencia y expliqué que era español e hijo de emigrante; que vivíamos en la miseria en unos galpones a las afueras de la ciudad, y que mi padre había desaparecido cuatro días atrás y yo ya no sabía qué hacer. Se tragaron la milonga como unos benditos, yo creo que confundidos por la falsa ingenuidad de mis ojos azules y mi pelo rubio, y me hicieron pasar a un vestíbulo destartalado y grande con un montón de gente esperando.

Mi plan consistía en arrojar la bomba y aprovechar el revuelo para darme a la fuga; pero había demasiadas personas alrededor, campesinos y ancianas enlutadas y hombres desasosegados embutidos en trajes demasiado estrechos que olían a sudor rancio y naftalina. Tipos inocentes, en fin, que no merecían reventar, y que además probablemente hubieran dado la voz de alarma si me veían manipular el artilugio. Porque yo tenía que sacar la bomba y colocarla en algún sitio idóneo y lo suficientemente cerca del objetivo, ya que era un explosivo poco potente; y por añadidura había que encender la mecha con el chisquero y evitar que alguien la apagara en los segundos que necesitaba de combustión. En mi imprevisión y mi estupidez, yo había creído que, una vez dentro del edificio, podría moverme más o menos libremente y a mi antojo. Pero no, no era así. Ser un terrorista no era tarea fácil, ahora me daba cuenta; y pasaban los minutos, y corría el peligro de ser llamado por el burócrata de turno para solventar mi situación, y a lo peor mi mentira iba a terminar poniendo en riesgo a toda la banda. Empecé a sudar de pánico y de angustia. Fue extraordinario, porque después he pasado en mi vida por muchos momentos de desesperación y de agudo miedo, pero nunca volví a sudar como en aquel instante. Estaba sentado en el filo de una banqueta y mis manos goteaban como fuentes y formaban dos charquitos en el suelo; me agarré las rodillas para disimular y empapé en un segundo los pantalones.

Entonces se me ocurrió una idea salvadora: irme a los retretes. El conserje me indicó un pasillo al final del vestíbulo y hacia allá me dirigí, con las piernas temblando. El pasillo desembocaba en una habitación apestosa, grande y destartalada, con unas cuantas letrinas adosadas al muro y unas puertas medio rotas y sin cerrojo que apenas si tapaban al ocupante. Los hombres entraban y salían del lugar: visitantes civiles, pero también policías de uniforme. Me metí en uno de los cubículos y cerré la puerta, sujetándola con la mano por el borde inferior de la hoja. A mi izquierda había un muro, pero a mi derecha había otro retrete; por debajo del sucio panel separador, que no llegaba al suelo, yo podía ver el agujero de la letrina y los pies y los pantalones bajados del usuario. Estuve un rato en el cuartito, atufado por la peste reinante y viendo pasar alpargatas y zapatos agrietados, hasta que al fin entraron un par de botas de reglamento. Era un policía, de eso no cabía la menor duda: al momento vi caer el pantalón del uniforme. Todas las letrinas tenían, al fondo del cubículo, medio bidón roñoso para los papeles sucios; yo había pensado colocar mi bomba ahí detrás, de manera que pasara inadvertida. Así es que aguanté la respiración, intenté no temblar y encendí la mecha con el chisquero, mientras el vecino gruñía y refunfuñaba dedicado a lo suyo. Y la mecha prendió y se puso a arder silenciosa y constante, como las mechas de las bombas de los chistes, o mejor aún, como las de las bombas de verdad. Alargué la mano con mucho cuidado y coloqué el explosivo detrás del bidón, en el rincón más cercano a la pared, a dos palmos del culo del sujeto. No le había visto ni siquiera la cara, pero yo era tan bestia por entonces que me regocijaba la idea de reventarle.

Pero todo salió mal, peor que mal. Todo se estropeó en medio segundo. Yo me había apresurado a dejar mi letrina en cuanto que coloqué el regalo en su lugar: me movía con ligereza pero sin correr, para no quedar grabado en la memoria de ningún testigo. Pero apenas si estaba enfilando hacia el pasillo cuando escuché unos ruidos a mi espalda: me volví y vi salir del excusado a mi policía, todavía subiéndose los pantalones el muy guarro. Pero lo peor es que inmediatamente entró otro hombre en su lugar: un tipo con aspecto campesino, de camisa barata, un ojo bizco y las mejillas picadas de viruela. No me paré a pensarlo, fue un gesto automático: corrí de nuevo hacia mi letrina, que aún estaba vacía; cerré la puerta de una patada tras de mí, me arrojé de rodillas sobre el pringoso suelo y estiré la mano intentando recuperar la bomba y apagar la mecha.

Lo demás, en fin, podéis imaginarlo. El artefacto estalló y me destrozó la mano: desde entonces tengo este muñón tal y como lo veis. La mampara intermedia me protegió, pese a su endeblez, del resto del impacto. A decir verdad, no sentí nada. Sólo un ruido seco, un golpe en la espalda. De primeras pensé que simplemente me había caído, que había resbalado. Me recuerdo sentado sobre el agujero de la letrina, con los hombros apoyados en el muro. Me miraba la mano mutilada y no me dolía. Al lado, el bizco clavaba sus fijos ojos en mí mientras permanecía tumbado sobre un montón de astillas ensangrentadas. Había voces, gritos, revuelo de personas a mi alrededor. Me tomaron en brazos y corrimos por habitaciones y pasillos. Quizá me desmayé: sólo recuerdo con claridad el hospital, y eso fue después.

Tuve mucha suerte. Aquel pobre hombre al que mató mi bomba guardaba un machete dentro del pantalón, cosa que, por otra parte, solían llevar muchos campesinos. Pero la presencia del arma hizo creer a los policías que era él quien había traído la bomba; que se había metido en las letrinas para cebarla, y que le había estallado encima por simple falta de pericia. Detuvieron entonces a los dos indios que venían con él, un cuñado y un hermano joven; y les torturaron hasta que el muchacho confesó que sí, que el bizco había estado construyendo la bomba por las noches en la cocina del cuchitril en que vivían. En cuanto a mí, pensaron que yo, el verdadero asesino, era su víctima; y me llevaron al hospital y me cuidaron bien, temiendo repercusiones diplomáticas. Un par de semanas después apareció mi hermano por el hospital: los compañeros le habían preparado una nueva documentación y se hacía pasar por recién llegado de Venezuela.

«¿Cómo se te pudo ocurrir esa estupidez?», me susurró, in-dignado. «Para ti se te ha acabado la aventura. Una prima de Jover, que trabaja en una frutería de Madrid, ha consentido en ha-cerse cargo de ti. En cuanto que te pongas bueno te vuelves para España.»

Me sentí humillado, pero no protesté. Estaba atormentado por la muerte del bizco: no dormía por las noches, y cuando lo hacía me despertaba chillando. Y no se trataba tan sólo de la zozobra por el asesinato, de la mirada fija de mi víctima y de su pobre vida desperdiciada, sino también del martirio de los otros dos, de su estancia en la cárcel y de la desesperanza de las esporas y de la viuda, de todas esas mujeres enlutadas y hambrientas que los pobres siempre dejan atrás. Me volvía loco mi responsabilidad en todo ese dolor, hasta el punto de que no quería pararme a pensar en ello. Por eso cuando mi hermano me dijo que regresaba a casa, la medida me pareció en el fondo un castigo justo y una toma de distancia favorable.

De manera que ahí me tenéis poco después, en el barco de vuelta, manco, con doce años recién cumplidos y teniendo ya una muerte en la conciencia. Abandonar México alivió mi angustia: fue como cumplir condena por el mal cometido. Me recuerdo acodado en la borda del transatlántico pensando animadamente en mi futuro. ¿No era yo Fortuna, el chico de la suerte? La suerte había hecho que el pobre tipo bizco volara en mi lugar; y la suerte me enviaba ahora de nuevo para España, en donde me quedaba por delante, eso pensaba yo, una vida enorme y llena de aventuras. Con ese egoísmo feroz de los adolescentes decidí olvidar lo sucedido en México. Pero no todo lo sucedido, por supuesto, sino sólo la parte dolorosa. Era tan ignorante por entonces que creí que podría dejar a mi muerto atrás pero mantener el orgullo por mi proeza. Porque me enorgullecía haber sido capaz de construir una bomba, y de meterla en la central de la policía, y de hacerla estallar. Y sobre todo me vanagloriaba de estar mutilado: mi mano reventada era una especie de condecoración de anarquista duro y veterano. Es curiosa la relación que los humanos tenemos con la pérdida: entonces, en la primerísima juventud, la pérdida de mis tres dedos fue vivida en realidad como una ganancia: porque adquiría una cicatriz, una herida gloriosa y, sobre todo, un pasado que atesorar y que contar.

Luego, con el tiempo, me sucedieron dos cosas inevitables. Una, que aquel muerto inocente no se resignó a ser olvidado y se fue convirtiendo más y más en mi propio muerto, hasta el punto de que su rostro picado de viruelas me persigue ahora, cuando cierro los ojos, con mayor claridad que en mis primeros años juveniles. Y dos, que fui aprendiendo de verdad lo que es la pérdida. Cómo no aprenderlo, si vivir es perder, precisamente. Desde entonces, desde mis doce años, lo he ido perdiendo todo. La vista, el oído, la agilidad, la memoria. También perdí la guerra; y a Margarita, mi querida compañera de la madurez. A Manitas de Plata, que fue mi ruina y mi locura; y a mi hermano. No quiero seguir hablando. Las pérdidas, después, llegan a ser imposibles de nombrar. Insoportables. De niño uno cree que la vida es una acumulación de cosas, que con los años vas conquistando y ganando y coleccionando y atesorando, cuando en realidad vivir es irte despojando inexorablemente. Y así, creí que mi mano manca no era sino el comienzo del acopio, cuando en realidad era el comienzo, sí, pero de la infinita decadencia. Era tan ignorante que pensé que, al volarme tres dedos, estaba haciendo una suma y no una resta.


A veces me pregunto si la Perra-Foca tendrá conciencia de su finitud. Si le dará miedo morirse, como a mí. Tiene doce años, que equivalen a ochenta y cuatro en un humano. De manera que viene a ser de una edad parecida a la de Félix Roble, aunque me parece que su estado general es bastante peor. Está gorda y torpe, y a veces le fallan las patas traseras; además, se ha quedado sorda como una piedra, y como no hay sonotones para perros hay que hablar con ella por medio de gestos. Vente para acá, siéntate, vete, mira en tu cacharro de comida: todo se lo tengo que decir con vaivenes de manos. Con vaivenes muy amplios, porque además padece cataratas. Yo no sé si en su obstinado cerebro de mosquito la Perra-Foca sabe que se está muriendo, o si esa percepción de la fatalidad nos pertenece sólo a los humanos, egocéntricos como somos, atosigados por el yo, empeñados en tener recuerdos y futuro.

Sí, ya sé que los animales no poseen, o eso se supone, la prerrogativa y el tormento de la autoconciencia. Pero a veces miro a la Perra-Foca y se me ocurre que sí, que ella conoce que el fin está cercano, que la negrura acecha. En el mundo salvaje, los animales viejos saben bien de su indefensión; saben que serán desbancados por el próximo competidor, o devorados por el próximo tigre. La Perra-Foca carece de tigres enemigos, pero no carece de miedo. De hecho, no hay criatura viviente que no tenga miedo: se diría que la sustancia misma de la vida es el temor.

Y así, la Perra-Foca teme evidentemente su propio desamparo. Teme no escuchar a quien llega y no oler a quien ama. Teme no enterarse y no controlar. Desde que está así, achacosa y atontada, se pega mucho más a mí, para no perderse; y se tumba en mitad de las puertas, para que quien entre tenga que chocar inevitablemente con su cuerpo; y suspira melancólica, porque el perro es el único animal, además del ser humano, capaz de suspirar; y pone la cabezota entre sus patas y me mira con cara de vieja y de tristeza. Claro que sí: ella también lo sabe. Ella también barrunta la pérdida, como Félix diría; y el desconsuelo.

Claro que, para pérdidas apoteósicas, las mías en aquellos días del secuestro. Porque no sólo había perdido a mi marido, sino que además había estropeado la oportunidad de pagar el rescate y de acabar con la pesadilla. A la mañana siguiente de la fallida operación en los grandes almacenes yo me encontraba histérica.

– ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Le harán daño a Ramón? ¿Tú qué crees que deberíamos hacer? -le pregunté a Félix a la hora del desayuno.

– Pues ahora no tenemos más remedio que esperar -respondió él-. Se volverán a poner en contacto con nosotros, estoy seguro.

– Pero los secuestradores no deben de entender nada -sostuve, cada vez más agitada-. ¡Ellos no conocen al inspector! Y si le reconocieron, todavía peor: creerán que fuimos nosotros quienes avisamos a la policía.

– No, mujer, tranquila -dijo Félix-. Estoy seguro de que no vieron a García, de otro modo no se hubieran atrevido a coger la maleta.

– ¡Pues entonces, peor! Porque pensarán que les hemos traicionado, que estamos locos. ¡Imagínate! -gemí-. Justo cuando el tipo agarra el dinero, ¡hala!, aparece Adrián como un poseso y se lo arranca de las manos.

– Yo no aparecí como un poseso -se picó Adrián-. Yo te oí decir que había que abortar la entrega y la aborté.

– Sí, sí, sí. Perdona, hombre -me disculpé-. No he querido criticarte. Es que estoy… ¡estoy angustiada! Pero sí, tienes razón, a lo mejor si no te llevas la maleta el inspector hubiera detenido al tipo aquel, y entonces sí que se nos hubiera caído el pelo.

– En efecto -intervino Félix-. Lo mejor es aceptar la vida como viene. Porque las cosas son como son, y siempre hubieran podido ser mucho peores. De hecho tuvimos la increíble suerte de que García no detuviera a Adrián. Eso es algo que todavía no acabo de entender…

– A lo mejor quiere atraparnos justo cuando le demos el dinero al secuestrador. Para pillarnos a todos, quiero decir ¾aventuré.

– Supongo que sí, debe de ser eso. Pero de todas formas tuvirnos mucha suerte. Quizá Adrián actuó un poco atolondradamente, pero su reacción…

– Puede que yo actuara atolondradamente, pero actué -le cortó Adrián-. Mientras que tú, tan listo como eres y tan veterano y tan acostumbrado a los atracos y todo eso, ahí estabas tirado en el suelo como una momia.

– Bueno, el caso es que estamos otra vez como al principio -intervine para abortar la naciente discusión-. O peor. Porque ahora sabemos que la policía nos vigila. ¿Tú crees que debo llamar al inspector García, Félix?

El vecino calló, muy digno, mientras se servía otra taza de café con la cafetera colocada a una altura innecesaria y excesiva. Me había dado cuenta de que a veces hacía cosas así; en ocasiones, cuando creía puesta en cuestión su capacidad física y mental, cuando se sentía tachado de viejo, Félix ejecutaba ciertos alardes juveniles, pequeñas pruebas de potencia y pericia. Por ejemplo, intentaba saltar de una sola zancada los tres escalones del portal; o se empeñaba en abrir inabribles tarros de mermelada. O, como ahora mismo, lanzaba el chorro de café desde la estratosfera, para demostrar que conservaba aún un pulso magnífico. Pero no lo conservaba. La mitad del líquido inundó el platillo y le salpicó generosamente la pechera.

– Pues sí, creo que deberíamos llamar al inspector -dijo, ignorando con elegancia el café vertido y utilizando su fastidiosa primera persona del plural-. Hazte la inocente. A ver qué nos dice. No sabemos nada de él desde ayer, y conviene tenerlo controlado. Además, tal vez hayan descubierto algo de utilidad. Aunque lo dudo.

– ¿A que no sabes cómo se hace el nudo de una horca? -me preguntó de repente Adrián lleno de animación.

– Ni lo sé ni me importa -contesté sin prestar mucha atención a su pregunta. Luego proseguí, dirigiéndome de nuevo a Félix-. Tienes razón. Ahora que lo pienso, es extraño que el inspector no haya llamado hoy.

Desde la desaparición de Ramón, García telefoneaba todas las mañanas.

– Pues sí. Y es doblemente raro si pensamos que el inspector sospechaba algo sobre la entrega. Quiero decir que, si yo estuviera en el lugar de García, y me hubiera enterado de lo del pago del rescate, bien porque nos haya intervenido el teléfono, o por medio de un chivatazo, o como haya sido, pues hubiera llamado inmediatamente para intentar sonsacarte alguna información -reflexionó Félix.

Mientras tanto, Adrián se había quitado una de sus zapatillas deportivas, la había puesto el muy cerdo sobre la mesa del desayuno y estaba muy entretenido sacando afanosamente el cordón de sus ojales. Una súbita sospecha iluminó mi mente con claridad diáfana:

– Adrián – dije con severidad-. No estarás quitando ese cordón para hacer el nudo corredizo de una horca, ¿verdad? Adrián detuvo sus manejos.

– Ah. ¿No quieres verlo?

– ¡Claro que no! Es el colmo. Es… morboso. Es idiota.

– Bueno, vale.

Arrugó el ceño, algo abochornado, y volvió a meter el cordón en su sitio.

– El ombligo -dijo Félix con delectación.

– ¿Cómo?

– La adivinanza del otro día. Esa que dices que soñaste. La solución es el ombligo. El hombre y la mujer encerrados en el bloque de hielo no tienen ombligo, y por eso se conoce que son Adán y Eva.

– Ya lo sabía -gruñó Adrián, desdeñoso-. ¡A buenas horas vienes con la solución! Resolví el enigma enseguida, el primer día. Era una estupidez de adivinanza.

– Sería estúpida, pero fuiste tú quien la planteaste.

– Hay algo peor que ser viejo, y es ser un viejo gruñón e impertinente -masculló Adrián medio para sí.

– ¿Cómo dices? -se irritó el vecino, abarquillando la mano sobre su oreja: le indignaba no poder escuchar lo que le decían-. ¡A ver si hablas más claro, que no se te entiende una palabra!

Así estábamos, en mitad de la bronca, cuando sonó el timbre de la puerta. En casa de un secuestrado todos los timbres son un sobresalto; de modo que nos pusimos los tres de pie y fuimos hacia la puerta amedrentados. Atisbé por la mirilla y vi un casco brillante de pelo blanco-rubio. Un color y un corte inconfundibles. Abrí. Era mi madre.

– ¡Pero mamá! ¿Qué haces aquí? -exclamé consternada. Me había ofrecido venirse a Madrid al principio del secuestro, y yo había conseguido quitarle la idea de la cabeza con relativa facilidad. Pero se ve que no había logrado convencerla del todo.

– ¿Pues qué voy a hacer, hija mía? Cuidarte, ayudarte y apoyarte.

– Por Dios, mamá: me cuidabas, me apoyabas y me ayudabas muy bien desde Mallorca.

– ¿Pero qué dices? ¡Si todos los días me colgabas el teléfono enseguida! Y no contestabas a ninguna de mis preguntas. Eres igual de seca y de desagradable que tu padre, hija.

Fue como un conjuro. No había hecho más que nombrar al Caníbal cuando, en una de esas coincidencias imposibles que a veces se dan en la vida real, el hombre apareció por la escalera como una alucinación, medio calvo, adiposo y resoplando. Los dos se miraron el uno al otro, sorprendidos, y tras un instante de silencio se saludaron con recelo:

– Hola, mamá.

– Hola, papá.

Resultaba chocante que siguieran tratándose de mamá y papá, teniendo en cuenta que llevaban lo menos diez años separados y bastantes sin verse.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó mamá, asumiendo el mando en plaza inmediatamente.

– Eso digo yo, ¿qué haces aquí? -me apresuré a intervenir.

– ¿Como que qué hago? Acabo de regresar de viaje. Y eres mi hija, He venido corriendo para ayudarte en lo que pueda -dijo el Padre-Caníbal con aire ofendido. No había que preocuparse: la dignidad herida era una de las emociones que mejor interpretaba en los escenarios.

Tuve que hacerles pasar, naturalmente, y preparar otra cafetera, y convencerles, desplegando mis mayores encantos, de la conveniencia de que se fueran.

– Os agradezco de corazón a los dos que hayáis venido, pero si os quedáis por aquí yo sé que estaré tensa y preocupada por vosotros, y eso es lo último que necesito ahora.

– No queremos que te preocupes por nosotros, lo que pretendemos es cuidarte.

Cuidarme. A estas alturas. Después de no haberme hecho el menor caso durante toda mi infancia. No sabes lo que es tener dos padres artistas. Aunque tal vez el problema no radicara en que fueran artistas, sino en que fueran ellos. Estaba convencida de que, si no habían venido antes, era porque uno y otro habían esperado a terminar sus planes de Navidad. Mi Padre-Caníbal, sus vacaciones en Roma. Mi madre, sus fiestas de Reyes con sus amigos. Por eso habían coincidido ahora los dos, ansiosos de cuidarme en su tiempo sobrante.

Al cabo, y con la elocuente ayuda de Félix y de Adrián, que juraron acompañarme todo el tiempo, conseguí convencerles para que se marcharan: mamá, al piso de una amiga y después a Mallorca; el Caníbal, a su casa de las afueras de Madrid.

– Pero nos llamarás inmediatamente si necesitas algo.

– Desde luego.

Quedé para cenar con ellos, un día con cada uno, por supuesto, porque, para mayor agobio, siempre me reclaman por separado: la gente no suele tener en cuenta que los hijos de padres divorciados tienen que duplicar sus desvelos filiales. Y al fin, al cabo de tres horas, les pude empujar con suavidad escaleras abajo. Se marcharon discutiendo y yo quedé agotada.

Hubiera querido meterme en la cama, taparme la cabeza con la almohada y fallecer en paz, o al menos dormir durante un buen rato, pero Félix y Adrián no me dejaron. Empecé a preguntarme cómo se las habrían arreglado para vivir antes de conocerme a mí, antes de verse inmersos en un secuestro. Ahora se habían puesto a preparar unos espaguetis para la comida. No sé cómo lo hacíamos, pero nos pasábamos la mitad de nuestro tiempo sentados alrededor de la mesa de la cocina.

íbamos a empezar el almuerzo cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta. Otra visita insospechada: el inspector García.

– ¡Inspector! ¡Qué sorpresa! Precisamente le iba a haber llamado esta mañana. Pero luego vinieron mis padres y…

El hombre entró sin esperar a ser invitado y dejándome con la palabra en la boca. Cerré la hoja y le seguí. García echó un vistazo rápido a la sala y levantó un par de cojines del sofá, como si pudiéramos tener a Ramón escondido en los entresijos de la tapicería. ¿O tal vez andaba detrás del dinero? Recordé con alivio que los millones estaban de nuevo bien ocultos en el saco de pienso de la Perra-Foca. Comencé a impacientarme:

– ¿Busca algo?

El inspector me lanzó una sonrisa torcida desde el abismo de sus labios. ¿Estaría casado ese tipo horroroso? ¿Tendría alguna esposa amante o resignada que le esperara en casa, una esposa que algún día fue novia y que pudo desear, aunque la idea misma resultara intolerable, atravesar el hondo desfiladero que formaban la nariz y el mentón del policía, para llegar, con afán inconcebiblemente lujurioso, a estampar un beso en su boca remota?

– ¿Por qué? -contestó García.

– Hombre, porque parece que está usted husmeando por ahí entre los cojines…

– Digo que por qué quería llamarme esta mañana.

– ¡Ah! Pues para ver si había novedades, naturalmente. Llevábamos algún tiempo sin hablarnos.

Habíamos llegado, cómo no, a la cocina, y nos sentamos los cuatro en las cuatro sillas en torno a la mesa recién puesta.

– Iban ustedes a comer -comentó García inexpresivamente.

– Pues sí.

– Espaguetis. Me gustan los espaguetis -añadió con la misma atonía.

Hubo un instante de silencio. En general me resulta muy difícil ser grosera, pero no podía soportar la idea de comer con ese hurón delante. Así es que respondí, algo forzada y ronca:

– A nosotros, también.

Nuevo silencio. García suspiró con lo que parecía hondo sentimiento; luego hizo chascar las articulaciones de los dedos y se aclaró la garganta.

– Bien. Lo preguntaré una vez. ¿Ha tenido noticias de los secuestradores? -dijo.

– No.

– Ya veo. Yo pregunto. Usted niega. Así es el juego. Yo investigo. Usted negocia a mis espaldas. Eso hacen todos.

– Yo no negocio nada.

– No sea tonta: no conteste aquello que no le he preguntado. ¿Para qué mentir innecesariamente? Se ve que no tiene usted costumbre de secuestrada.

– Pues no, desde luego. ¿Y usted, tiene usted costumbre de policía? Quiero decir, ¿hace usted algo, investiga o trabaja, además de venir aquí a mirar debajo de los cojines? -contesté, furiosa. García tenía la virtud de sacarme de mis casillas.

– Muy nerviosa. Está usted muy nerviosa, como todas las esposas de los secuestrados. Pues sí, trabajamos. Y descubrimos cosas. Primero, sabemos que está vivo.

– ¿Y cómo se ha enterado de eso?

– Secretos del oficio. Segundo, Orgullo Obrero. Orgullo Obrero es un grupúsculo político de extrema izquierda de orígenes maoístas. Han formado una guerrilla urbana influida por las tácticas del grupo peruano Sendero Luminoso. Creemos que son los mismos que secuestraron a un alto cargo autonómico en Valencia hace unos meses. Son pocos, pero muy peligrosos. Y eficientes. Lo que dicen, lo cumplen.

Me estremecí.

– ¿Y entonces?

– Entonces. Yo investigo. Usted negocia y paga. Yo no me entero. Usted me avisa cuando el señor Iruña quede en libertad. Así son las cosas. Me parece que se les están quedando fríos los espaguetis.

Se nos había quedado mucho más frío el ánimo. Después de que el inspector se fuera, sólo Adrián pudo devorar, con su proverbial hambruna de lobezno, el cuenco de pasta pegoteada. Félix y yo estuvimos intentando desentrañar la razón de la visita de García.

– Quizá no quiera nada. Quizá venía tan sólo a decirnos lo que sabía y a aconsejarnos honestamente que pagáramos -aventuré.

– No, no, no. Eso sería demasiado simple. Creo que, en efecto, quiere que paguemos, pero para utilizarnos de cebo. Creo que pretende atrapar a los secuestradores en el acto de cobrar el rescate, y apuntarse así un tanto. Le importa un comino lo que esos fanáticos puedan hacerle a tu marido.

Entonces, qué día tan fatídico, volvió a sonar el timbre de la puerta, como en un vodevil de enredos, pero tenebroso. Y en esta ocasión era el portero: que mientras estaba fuera en la hora de la comida le habían dejado un paquete para mí en la portería. Era un paquete pequeño, como la cuarta parte de una caja de zapatos. Lo remitía la editorial de Belinda, la Gallinita Linda. Rompí el papel de estraza con cierta ilusión, esperando un detalle de aliento por parte de mi editor, un regalito enviado con cariño. Dentro había una bonita caja de cartón floreada; dentro de la caja, un montón de papel de seda muy arrugado. Y dentro del papel de seda, como acurrucado en ese nido pálido y crujiente, había un dedo seccionado. El dedo meñique de la mano izquierda de Ramón.

Lo reconocí enseguida, el dedo ese. No se puede vivir diez años con un hombre sin saber cómo son sus dedos, el olor de sus axilas, los pelánganos que le asoman por la oreja. Todas esas intimidades que llegas a conocer del otro como si fueran tuyas. El dedo de Ramón era largo y bien formado: siempre tuvo las manos bonitas. Tenía la uña cuadrada y recortada con primor (incluso en el secuestro: me admiré), y un puñadito de vellos en la primera falange. El corte era limpio, sin pingajos de piel o de tendones, sin astillas de huesos. Tan limpio como si lo hubieran seccionado con un hacha, ¿o quizá la violencia del hachazo hubiera aplastado o maltratado más la piltrafa de carne? También era posible que hubieran utilizado una cuchilla de cortar embutidos. Estuve barajando mentalmente estas opciones y me tuve que ir a vomitar. Después me pasé llorando toda la tarde.

El dedo de Ramón. Pobre dedo, tan solo, pálido y muerto, carente de sangre y sustancia. Pobre Ramón, sometido al horror, al dolor y a la mutilación. Mi cabeza no funcionaba bien, estaba llena de relámpagos de cuchillas. El dedo de Ramón. Yo había dado la mano a ese dedo cuando estaba vivo y lleno de movimientos y adherido al resto del continente ramoniano. Yo había sentido moverse ese dedo, caliente y sudoroso en verano, frío en invierno, pero seguro que nunca tan frío como ahora, en el hueco de la palma de mi mano. Ese dedo me había acariciado la cabeza, me había pasado el periódico durante el desayuno, incluso debía de haber estado dentro de mí: diez años de vida conyugal dan para todos los dedos, aunque se trate de una conyugalidad bastante mortecina. Y ahora ese pedazo de persona no era más que un fragmento de basura orgánica.

– Es una brutalidad, es un espanto, es cierto. Pero también te digo que en estos casos se suele sufrir más con la imaginación que con el hecho en sí -me decía Félix, intentando sacarme del ataque de angustia-. Tú estás ahora reviviendo mil veces, y de mil maneras distintas, el momento de la mutilación. Pero para él ese instante acabó hace tiempo. Te recuerdo que yo perdí tres dedos y tampoco fue un trauma tan terrible.

– Pero tú mismo has dicho que para ti no fue una pérdida. No tiene comparación en absoluto. Lo que habrá sufrido, pobrecito.

Ramón había perdido su dedo y yo había perdido a Ramón, mucho antes incluso de que lo secuestraran. Lo había perdido dentro de mí, junto con mi juventud, mis dientes, mis ambiciones literarias, mi capacidad para sentirme viva, mis ganas de enamorarme, mi cuerpo de mujer y tantas otras cosas sonoras y sustanciales en las que no quería ni pararme a pensar. Félix estaba en lo cierto: vivir era perder. Todo se acababa, todo decaía.

Mis padres, por ejemplo. En el rato que estuvieron en casa hablaron de mil temas, compitiendo en locuacidad como siempre habían hecho. En un momento dado empezaron a relatar la extraña historia que les había contado muchos años atrás un amigo dentista. Fue mi madre quien llevó la voz cantante en la narración:

– Pues la cosa sucedió cuando el doctor Tobías acababa de montar su nueva consulta. Un día le llegó un tipo mayor con su mujer diciendo que quería que le arreglara la boca a la señora -explicó mi madre.

– Un arreglo caro e importante -añadió el Caníbal.

– Y este señor era Marrasate, ya sabes, el de los embutidos Marrasate, un tipo riquísimo.

– Forrado de millones -apuntó él.

Загрузка...