– Entonces el doctor Tobías le presentó el presupuesto para que lo firmara, como siempre hace, pero Marrasate le contestó que él era tan rico que no firmaba presupuestos previos. Era un chulo, ya ves. Y al doctor Tobías le dio apuro insistir.

– No se atrevió.

– Total, que le arregla la boca a la señora, termina el trabajo y le manda la factura al millonario. Y pasan dos semanas y nada, no hay respuesta. Así que una tarde el doctor Tobías se acerca por la casa de Marrasate, que daba la casualidad que vivía cerca de la consulta… -En el portal de al lado.

– Y entonces el portero le explica que no están, que se han ido corriendo a Barcelona porque la señora se ha puesto muy enferma. Bien, con esto el doctor Tobías se queda más tranquilo y vuelve a su trabajo. Y pasa un mes o así y una tarde llaman a la puerta de la consulta y es un mensajero que le entrega un paquete a la enfermera.

– Un paquete pequeño.

El Caníbal apuntalaba el relato de mi madre con sus acotaciones sin entorpecerlo ni interrumpirlo, y mi madre se tomaba a bien esas intervenciones, que no eran un intento de arrebatarle la palabra y el protagonismo, sino, por el contrario, una aportación para la voz común, para el discurso dual de las parejas. No hay nada que dé mejor la dimensión de la veteranía de una convivencia como esa manera inconsciente y automática de conversar a dos, de completar con el rebote de tus pensamientos el pensar del otro. Porque el roce continuo de la conyugalidad termina emborronando los límites del ser, Al cabo de los años, de muchos años, todo lo has vivido con el otro, o se lo has contado infinitas veces, o se lo has oído hasta el aburrimiento. No hay palabra, pues, que no resuene.

– Y abren la cajita y ¿qué te crees que había dentro? Pues los dientes de la mujer, o sea, los puentes falsos. Porque la señora se había muerto y ese tipejo le había arrancado los dientes para devolvérselos al dentista y no pagarle. Y date cuenta además de que eran puentes fijos, de esos que se quedan totalmente pegados, o sea que para quitarlos había que liarse a golpes con la boca de la muerta.

– A martillazos.

Mis padres habían vivido juntos más de treinta años, y no sólo todavía se llamaban entre sí papá y mamá, sino que además, me estremeció advertirlo, seguían manteniendo el eco marital, esa palabra compartida y pegoteada por la costumbre. Pero todo eso, esa construcción de la pareja, tan lenta y pertinaz como la formación de una estalactita, reventó al final en un momento dado. Mis padres se separaron hace más de una década. Atrás quedó el embeleso de su noviazgo, el aburrimiento de su madurez y la exasperación de los tiempos finales. Todo perdido. De los treinta años de convivencia sólo les queda ahora el viejo automatismo de un relato a dúo.

A veces voy por la calle y me pregunto qué historial de duelos tendrá cada uno de los peatones con los que me cruzo. Cuándo y cómo habrán perdido todos lo que todos perdemos. Ese señor del traje, por ejemplo, ¿habría llorado mucho la pérdida de su cabellera? ¿Cuánto tardó en aceptar su cráneo mondo, en dejar de estremecerse, por las mañanas, cuando se contemplaba en el espejo? ¿Sentiría todavía un hipo melancólico cuando se veía en fotos antiguas, con todo el pelo y todo el futuro brotándole con vigor juvenil de la cabeza? Y esa señora gorda, vieja y dilatada, ¿cómo pudo acostumbrarse a volverse invisible, a perder para siempre la mirada del hombre? Veamos ahora este autobús: ¿cuántos de los pasajeros habrán perdido ya a sus padres? ¿Cómo se vive eso, cómo lo llora y lo olvida cada uno? ¿Y casar a una hija, y romper con un amante, y dejar un empleo, y jubilarse? El otro día recibí la hoja publicitaria de un seguro de vida. Había una tabla minuciosamente descriptiva con la valoración de unas cuantas pérdidas atroces. Pérdida total del movimiento del hombro derecho, tres millones de pesetas; del izquierdo, dos. Ablación de la mandíbula inferior, tres millones. Amputación parcial de un pie, incluidos todos los dedos, cuatro millones. La lista proseguía de modo interminable con gélida indiferencia administrativa, como si uno pudiera reducir a una línea contable todo el duelo y la palpitación y la vida rota que se agazapan detrás de esas catástrofes. Pérdida de tres dedos de la mano, salvo pulgar e índice, dos millones y medio: eso es lo que hubiera podido cobrar Félix. Pérdida del medio, anular o meñique de la mano, un millón. Eso es lo que podría reclamar mi marido. Con todo, a la tabla de la compañía de seguros le faltaban las entradas más importantes; por ejemplo, no incluía la pérdida de la autoestima, pese a ser una dolencia tan grave y tan común. Y tampoco decía nada de los dientes arrancados de cuajo al chocar contra la trasera de un camión. Mi boca mutilada no tiene precio.

La pérdida, cualquier pérdida, es un aperitivo de la muerte. No nos cabe la pérdida en la cabeza, de la misma manera que no nos cabe la idea de nuestro fin. Uno nunca está preparado para perder.

– Yo no estaba preparada para esto -me dijo una mujer, hace algunos años, en la antesala del dentista.

Porque después del accidente, y una vez dada de alta en el hospital, tuve que ir durante muchos meses al dentista para intentar arreglar lo inarreglable: extraer las raíces partidas, recoser las encías, remendar la mandíbula. Y en una de mis múltiples visitas coincidí en la sala de espera con aquella mujer. Tenía unos treinta años y no era fea; pero estaba calva, calva por completo.

– Yo no estaba preparada para esto -me explicó con voz débil señalando su cráneo reluciente-. Nunca pensé, ni en mi niñez ni en mi adolescencia ni después, que me podría quedar sin un solo pelo en la cabeza. Pero me ha sucedido, y es una situación insoportable. Hay un antes y un después en mi memoria: antes era yo y después me convertí en una desconocida.

Me han mandado al dentista para ver si él puede encontrar alguna relación entre el estado de mi boca y el de mis cabellos. Pero yo sé que todo es inútil, sé que esta situación es irreversible. Más que perder el pelo es como si me hubiera perdido a mí misma. Me he perdido en mitad de mi vida, como otras personas se pierden en un bosque.

Eso dijo aquella mujer, y me sentí reflejada en sus palabras de tal modo que tuve una reacción inopinada y absurda: me saqué de la boca mis dientes de resina provisionales y los lancé al aire, hacia el techo del cuarto, como haciendo con ellos juegos malabares. Y durante un buen rato nos reímos las dos hasta llorar, la calva y la desdentada, reconciliadas con la precariedad por un momento.

Todo se pierde, antes o después, hasta llegar a la pérdida final. Incluso la Perra-Foca perdió vista y oído y ya no corre nada: ahora sólo caza gatos cuando está soñando. Ramón perdió su dedo. Y yo perdí a Ramón.

– Pero eso no es verdad. Vivir no es sólo perder. Vivir es viajar. Dejas unas cosas y encuentras otras. «La vida es maravillosa si no se le tiene miedo»; esta es una frase de Charles Chaplin -dijo Adrián.

Eso fue por la noche, pocas horas después de que hubiéramos recibido el dedo amputado de mi marido. Yo estaba metida en mi pijama chino y en la cama, me había tomado un válium, Félix se encontraba en la cocina preparándome una manzanilla, y Adrián, sentado en la butaquita junto a mí, había estado contándome tonterías para animarme. Eran los dos tan buenos conmigo…

– Eso lo dices porque tienes veintiún años -respondí-. Ya verás a mi edad.

– Tú no tienes edad. Pareces una niña ahí en la cama. Bueno, eres una niña.

Cogió mi mano entre las suyas y la palmeó un poco torpemente. Una sacudida eléctrica subió por mi brazo, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Tal vez él sintiera lo mismo, porque me soltó. Estaba muy guapo con su cara de gato y sus hoyuelos. Pero yo no era una niña.

– Adrián, ¿cómo se te ocurrió esta mañana eso de ponerte a hacer el nudo de una horca con tus cordones? -pregunté. Adrián enrojeció.

– Sí, fue una tontería. Una estupidez de crío. No sé, quería demostrarte que yo también sabía cosas curiosas. Quería llamarte la atención. Sólo le haces caso a Félix. En cuanto que abre la boca, te quedas pasmada. Todas esas cosas de su vida que cuenta. Son muy interesantes, sí, pero… A mí nunca me preguntas nada. Sólo le consultas a él.

Me lo quedé mirando. En realidad, tenía razón.

– Vale, bien, te pediré consejo más a menudo. Pero no te lo tomes tan a pecho. Es lógico que Félix tenga muchas más cosas que contar. Es una de las pocas ventajas que te aporta la vejez, precisamente. Félix está lleno de recuerdos y de palabras interesantes; y tú…

– ¿Y yo?

– Tú tienes la vida, Adrián, y eso me llena de irritación y de envidia. No te quejes tanto y aprovecha.


Creo que ya va siendo hora de que hable un poco de mí. Es decir, ya va siendo hora de que hable de Lucía Romero. Porque me resulta más cómodo referirme a ella: el uso de la tercera persona convierte el caos de los recuerdos en un simulacro narrativo y disfraza de orden la existencia. Como si estuviéramos aquí para algo, cuando de todos es sabido que este desvivirse que es la vida en realidad no conduce a nada.

En el comienzo de este libro, Lucía Romero estaba atravesando una época muy mala. De hecho, el secuestro de Ramón fue la guinda que colmó su congoja: porque por entonces se sentía perdida. La vida es como un viaje, y en mitad del trayecto, Lucía lo acababa de descubrir, comienza el desierto. ¿Adonde se había ido la belleza del mundo? ¿En qué momento había perdido su fe en la pasión y en el futuro? De repente, Lucía se encontraba mayor. No importaba que su apariencia física se mantuviera más o menos bien: esto no era más que el último bastión, la postrera línea de resistencia ante el derrumbe. Y además, ella conocía a la perfección, mejor que nadie, los fallos ocultos de la heroica defensa: las carnes fatigadas, las primeras arrugas. Y, sobre todo, los dientes de mentira. Cuando estampó sus verdaderos dientes en la carrocería de aquel camión, algo se le rompió por dentro. Algo se acabó para siempre jamás.

Pero la edad no se le manifestaba sólo en el cuerpo. El desierto peor era el mental. Ya no soñaba por las noches con ser otra persona que la que ya era. Y la que era le aburría bastante. Ya no pensaba en escribir mejor, en amar mejor, en conocer gente, en viajar por el mundo y tener aventuras. Su relación con Ramón era tediosa, sus amigos eran convencionales, su trabajo insulso y su gallinita Belinda una petarda insoportable. En cuanto a sus padres, estaban viejos, solos, en la cuesta de la decrepitud y la decadencia: dentro de poco tendría que empezar a hacerse cargo de ellos. El mundo entero le parecía un lugar inquietante, demasiado brutal, demasiado cínico y corrupto. Y además, tenía miedo. Cada vez más miedo. Un terror ontológico y elemental: tenía miedo de envejecer y de morir. No era esto, en fin, lo que ella había esperado de la vida en su niñez, en su adolescencia, en su juventud. No es que ella hubiera tenido unas ideas muy claras, una percepción del porvenir precisa y diáfana, pero de cualquier manera, de eso estaba segura, no previo este mundo alicaído y miserable, este mundo de mala calidad que parecía haber encogido tanto súbitamente que las sisas le empezaban a apretar de un modo insoportable. «Tú lo que tienes es la crisis de los cuarenta», le decía Emilio, su editor. «A lo mejor te estás poniendo menopáusica», comentaba Ramón cuando tenía el detalle de advertir que le pasaba algo. ¡Menopáusica! Sólo faltaba eso. No, no era el cambio hormonal: todavía era joven. Pero lo peor era pensar que se dirigía hacia allí de modo inexorable; y, si ahora ya se sentía tan mal, ¿cómo iba a estar después, en la árida meseta menopáusica, cuando tuviera que sumar a la depresión el consabido azote de las sofoquinas?

La crisis de los cuarenta, desde luego. El otro día Lucía estaba tomándose un café en un bar próximo a su casa y en un momento determinado bajó al baño. Y digo bajó porque los servicios se encontraban en la planta inferior, al otro extremo de una escalera pina y estrecha. Cuando salió de los lavabos, Lucía se dio de bruces con un hombre como de cincuenta y pico años que esperaba su turno para el teléfono. El bar en cuestión es un local de barrio barato y popular, frecuentado por obreros y castizos; y el hombre era un prototipo celtibérico de la subespecie Agreste Camionero, uno de esos individuos que llevan la testosterona en la solapa y que devoran indefectiblemente con la mirada a cualquier mujer que se les ponga al lado, así sea la más horrorosa del planeta mundo. Y hete aquí que ese día Lucía llevaba un jersecito elástico muy prieto por encima de su pecho sin sujetador; y una faldita negra más bien corta y estrecha. Pasó Lucía por delante del tipo sin prestarle atención y comenzó a subir el tramo de escalera; y cuando ya iba a coronar el descansillo se le atravesó una inquietante idea en la cabeza: «Voy a verificar que el Agreste Camionero me está mirando», se dijo, segura de atrapar, como quien apresa un pescado en una red, la mirada lujuriosa y bovina del individuo. De modo que en cuanto que acabó la ascensión giró con disimulo la cabeza. Y sí, en efecto, el hombre se encontraba todavía ahí abajo: pero con la vista vuelta hacia otra parte y completamente ajeno a Lucía, a las piernas de Lucía y a sus pechos sin sujetador resaltados por el tricot elástico. «Se acabó, te volviste invisible», se dijo ella. «Ahora sí que la has jodido para siempre.»

Ya lo dicen las encuestas: a partir de determinada edad desapareces. Todos los sondeos y estudios estadísticos que en el mundo son vienen ordenados por la cronología de los sujetos entrevistados: de los 18 a los 25 años, de los 26 a los 35, de los 36 a los 44… Y en todos se llega a una frontera en donde da comienzo la oscuridad: «De los 45 en adelante», dicen las groseras tablas estadísticas, como si a partir de ese mojón se extendiera el espacio exterior, la Tierra del Nunca Jamás, el despreciable universo de los Invisibles. Pues bien, justamente ahí se encontraba Lucía: pisando el confín del acabóse.

Tal vez convenga hablar un poco del pasado de Lucía Romero. Lucía es hija única y siempre se creyó poco querida. El Padre-Caníbal era un seductor y un egoísta, un buen actor de repertorio que aspiró a ser estrella sin conseguirlo y que ahora vivía con discreción de unas pocas colaboraciones televisivas. Sonreía maravillosamente y derrochaba encanto. Era su único derroche, porque por lo demás resultaba imposible obtener nada de él: ni dinero, ni tiempo, ni auténtica atención. Nunca discutía, nunca daba un grito: carecía de pasiones y tal vez de ideas, y por otra parte estaba convencido de que el malhumor le envejecía y le afeaba, y él se cuidaba mucho. Era inconsistente, superficial, ausente; a no ser que hablara de sí mismo, ningún tema podía absorber su atención durante mucho tiempo.

Toda esta graciosa vaguedad se convertía en peligroso hierro, sin embargo, a la hora de defender sus intereses. Él siempre contaba que, siendo aún un muchachito cuando empezó la guerra, intentó pasarse al bando nacional desde Madrid: por entonces era un chico de derechas y con veleidades falangistas, aunque con el tiempo se fue haciendo antifranquista, al menos de apariencia. El caso es que escapó en pleno invierno con dos amigos suyos e intentaron cruzar a campo traviesa los picachos nevados de Navacerrada. Era de noche, nevaba, estaban agotados y la ventisca les cegaba; el hielo cedió bajo sus pies y cayeron los tres en una grieta. Uno murió inmediatamente; el otro y el Caníbal quedaron heridos y atrapados. En las siguientes horas enronquecieron de pedir auxilio; pero estaban perdidos en el monte, en la zona más inaccesible y más desierta, en mitad de una guerra; además, el frío extremo, que por una parte impidió que se desangraran a causa de sus heridas, por otra amenazaba con acabar con ellos. Todas estas consideraciones hicieron que el padre de Lucía sacara la navaja cabritera al caer la tarde del primer día y que le rebanara un filete de brazo al amigo muerto. Se alimentaron del cadáver y bebieron nieve durante cuatro jornadas, hasta que les encontró, medio congelados, una patrulla republicana. El sargento que comandaba la patrulla se quedó admirado de su resistencia; les curaron y luego les metieron en la cárcel. Y el sargento les dijo que, después de todo, habían tenido suerte; que si les hubieran encontrado los nacionales, con todo ese cacao mental de la religión y el alma y lo demás que tenían los fascistas, les habrían fusilado allí mismo por antropófagos. Y cuando el padre de Lucía contaba esto siempre añadía: «Seguro que aquel sargento tenía razón. ¡Pues menudos eran los nacionales!» Porque para entonces los tiempos habían cambiado y el mundo del teatro era mayoritariamente antífranquista, y él compartía de modo habitual todas las opiniones mayoritarias.

Lucía Romero no sabía si el relato de su Padre-Caníbal era auténtico o no, porque había descubierto, ya de mayor, que su propia tendencia a inventarse mentiras y vivirlas como si fueran ciertas era un rasgo heredado de su progenitor. Y digo que lo había descubierto de mayor porque Lucía había creído a pies juntillas al Caníbal durante muchos años. Seducida por el seductor, había obviado sus continuos desplantes, las fugas, las ausencias, la falta de interés, el olvido sistemático de sus cumpleaños y sus alambicadas y fenomenales excusas, sus mentiras tan ramificadas como un árbol viejo. Era posible e incluso probable, pues, que el padre de Lucía nunca hubiera devorado de verdad a ningún muerto; pero ella lo había creído así durante mucho tiempo, y por lo tanto la antropofagia paterna era en gran medida una realidad incontestable, porque todos somos lo que los demás nos creen y como nos miran. Además, Lucía consideraba que este instinto caníbal encerraba una verdad poética con respecto a su progenitor, una metáfora ajustada de su talante. A ella misma, por ejemplo, su padre se la había comido viva durante muchos años; y su madre estaba aún medio masticada y con señales de dientes por el cuerpo.

La madre de Lucía había sido hermosísima, histérica, cobarde. Era mejor actriz que su marido, pero una educación machista, un ambiente retrógrado y su natural debilidad habían hecho que claudicara en sus aspiraciones y que se sometiera a un destino mediocre. No aceptó oportunidades profesionales importantes para no menoscabar a su marido; y aguantó que el Padre-Caníbal anduviera con estas y con aquellas, incluso que desapareciera durante meses con las de más allá, con tal de mantener la unión de la familia. Una familia que, por otra parte, había terminado convirtiéndose en una cárcel para ella:

– No tengas hijos, nena -solía decirle la madre de Lucía a Lucía cuando ésta tenía sólo seis o siete años, mientras le regalaba juegos de química y tiraba sus muñecas a la basura.

– No tengas hijos nunca, cariño: por tenerte yo a ti es por lo que no me he separado de tu padre, y ya ves qué vida me está dando -le repetía años después, cuando Lucía andaba cumpliendo los catorce.

La madre de Lucía resolvía sus muchas frustraciones con ataques de nervios, fenomenales tormentas de chillidos, paroxismos de llanto. Pero después la vida seguía igual, cansina y postergada. Hasta que un día, cumplidos ya los sesenta y pico, en un arranque de valor o hartura inesperado, la mujer hizo sus maletas y se fue a Mallorca. El Caníbal, que a la sazón estaba enamorado de una chica de veinte, no se enteró de la deserción hasta después de unas cuantas semanas, cuando volvió mustio y envejecido, rechazado, barrigón y cercano a los setenta, para encontrarse con la casa vacía. Fue un abandono irreversible: la madre de Lucía no quiso saber más de su marido ni del teatro. En Mallorca se hizo relaciones públicas del mundo de la moda; bebía, bailaba, se pintaba y salía. Llevaba diez años viviendo como una septuagenaria adolescente.

Lucía Romero no quería parecerse a su madre. Tampoco a su Padre-Caníbal, claro está, pero era el fantasma de su madre el que la perseguía, era el destino de su madre lo que la sofocaba, eran las mismas carnes de su madre las que descubría, con horror, en el espejo de los probadores de las tiendas, cuando Lucía se estaba embutiendo unos vaqueros o un traje de verano y de repente atisbaba sin querer su espalda en el azogue y reconocía ahí, qué escalofrío, la misma caída de hombros que su madre, los mismos michelines incipientes que la edad empezaba a amasar en las caderas, la misma estructura, en fin, del envejecer y quizá del ser. Y es que hay un momento en la vida de todas las mujeres en que empiezan a parecerse a sus madres, pero a sus madres mayores, a la decadencia maternal, como si la progenitora, al ir sucumbiendo, desarrollara compensatoriamente una invasión genética de la hija, una posesión casi diabólica de su cuerpo y su espíritu. A Lucía le espantaba este destino, no quería parecerse a su madre de ningún modo, y menos aún teniendo en cuenta que ella, que era hija sin hijas, solamente hija para el jamás de los jamases, nunca podría proyectar su propia imagen sobre los genes de su sucesora, rompiendo así la cadena materna interminable de vampirizadas y vampiras.

– «La tragedia de los hombres es que nunca se parecen a sus padres. Las mujeres, en cambio, siempre se parecen a sus madres: y esa es su tragedia.» Es una frase de Osear Wilde -había dicho un día Adrián, en una de sus abundantes y a menudo irrelevantes citas.

Pero esta cita sí despertaba ecos en la cabeza de Lucía: la frase seguía manteniendo dentro de sí un latido vivo y doloroso aunque las cosas hubieran cambiado mucho desde los tiempos de Wilde hasta nuestra época. No, Lucía no deseaba ser cobarde, como su madre: pero llevaba años y años sin hacer lo que quería hacer y sin vivir como quería vivir. No deseaba frustrar sus ambiciones profesionales, como su madre: pero sólo se atrevía a escribir sobre gallinas. No deseaba prescindir de un amor feliz, como su madre: pero se había acomodado a una rutina plana y miserable con Ramón. De joven, Lucía había sido mucho más inquieta, mucho más atrevida, mucho más ambiciosa. Después, en el trayecto de la vida, de algún modo se le apagó el motor. Hubo una novela que intentó escribir y que fue incapaz de terminar, y el alboroto de unos cuantos amores que fracasaron, y el accidente. En total, nada catastrófico ni verdaderamente insuperable, pero Lucía no había sabido sobreponerse. Aunque tal vez lo que sucedía es que ella era, sin más, una mujer de aliento vital corto. Pensaba en todas estas cosas Lucía al principio de este libro y se sentía fatal.

Quizá resulte conveniente contar aquí algo que ocurrió hace algunos años. Se trata de una anécdota menuda, pero nos puede aportar alguna clave para que todos entendamos mejor a la protagonista de esta historia. Fue poco antes de conocer a Ramón, cuando ella estaba terminando una relación nefasta con un hombre casado. El hombre se llamaba Hans y era un artista conocido, un pintor de moda. Tenía unos ojos negros admirables, de pestañas profundas y ojeras misteriosas; y unas manos fuertes y cuadradas, calientes y secas, con las que amasaba el cuerpo de Lucía con la misma autoridad con que Dios debió de amasar en su momento a Eva. Cruzada sobre la cama, nuestra protagonista se dejaba desnudar con quieta codicia; y Hans, todavía vestido, de rodillas en el embozo, le sujetaba las muñecas por encima de la cabeza con una mano imperativa y dura, mientras que con la otra la recorría entera: el cuello, la garganta, las axilas calientes, los pezones, el borde rizado de las aureolas, el ombligo que Eva no tenía, la curva del vientre, las ingles mordedoras. Aquí se detenía y abría a Lucía con ambas manos, despacio, con dominio del tacto, desplegando la oscuridad marina de ahí abajo, todo eso sin que ninguno de los dos dijera una palabra, él escrutando los recovecos femeninos con mirada atenta de entomólogo o quizá de artista, ella jadeante y casi loca, toda cuerpo ya, gozando de su propia pasividad desaforada. Entonces él (y ya había transcurrido un tiempo infinito a estas alturas, tal vez dos o tres vidas de mortales) comenzaba a desvestirse: se quitaba la camisa, el cinturón, se arrancaba al final los pantalones. Y una vez desnudo, sólido y hermoso, se le metía dentro de un único empellón.

Ya habrá quedado claro, me imagino, que a Lucía le gustaba una barbaridad el susodicho Hans. Le deseaba con todo su cuerpo, que es lo mismo que decir que le amaba con todo su espíritu, porque el sexo es una experiencia mental y espiritual, un barrunto de fusión con el amante, una comunión de las almas realizada por vía genital. Y si carece de esta dimensión trascendente entonces es mal sexo, es sexo rutinario y gimnástico y mortecino, y siempre masturbatorio aunque se juegue a dos.

Lucía nunca pudo llegar a la rutina sexual con Hans, porque su amante la rehuía. Él cada vez se desentendía más de ella y ella cada vez se entendía menos a sí misma. Hans no la quería, la historia se acababa, y Lucía estaba atravesando ese momento de desesperación aguda del final, cuando una pierde la poca dignidad que le queda y telefonea cuando no debe telefonear, y suplica, y llora, y dice frases patéticas que jamás sospechó que pudiera escuchar de sus propios labios. Y, así como al herido todos los golpes le van a parar a la reciente brecha, al enfermo de desamor toda la realidad le aumenta la angustia de la pérdida. De modo que el corazón se le detiene cuando ve un coche semejante al de él; o cuando oye, a través de la televisión de cualquier bar, la canción que escucharon juntos una tarde; o cuando huele, en un peatón casual con el que se cruza (tal vez un gordo horrible con la nariz peluda), la estela inconfundible de la misma colonia que él usaba.

En mitad de ese tormento se encontraba Lucía Romero, precisamente, cuando sucedió lo que quiero contarte. Era Nochebuena y ella estaba sola. Hubiera podido irse a cenar con sus padres, que aún no se habían separado; pero por entonces no les soportaba, de manera que mintió y les dijo que estaría de viaje. Ellos, por otra parte, tampoco mostraron demasiado interés o pesadumbre.

Estaba sola, pues, y era Nochebuena, dos magníficas excusas para aumentar con saña masoquista su depresión de amante rechazada. Estuvo en su casa el día entero esperando el milagro de una llamada de Hans, pero por la noche, a la hora de la cena (ahora no iba a llamar; ahora estaría celebrando la fiesta con su mujer e hijos), sacó a pasear a la Perra-Foca, que por entonces no se había convertido en la Perra-Foca todavía, sino que era una Cachorrita-Linda de apenas unos meses. Al regresar había un recado parpadeando en el contestador. Pero no era de Hans, por supuesto. Decía así:

– Oye, soy tu tía Victoria. Te llamo para decirte que tu padre se está muriendo. Los médicos no creen que pase de esta noche. Está consciente y no hace más que preguntar por ti. Ya sé lo que piensas, pero es tu padre. Está en la clínica de La Concepción, habitación 507. Yo creo que deberías ir. Es tu padre y se muere. No seas descastada. En fin, yo ya he cumplido avisándote. Ahora allá tú con tu conciencia.

Eso decía el mensaje. Bastante inquietante, desde luego, sobre todo si consideramos que Lucía Romero no tenía ninguna tía Victoria. Lo primero que hizo Lucía fue llamar a su familia; cogió el auricular el Padre-Caníbal:

– ¿Lucía? ¡Pero qué raro que llames! ¿Dónde estás?

– En Viena -mintió ella. Y en pocos minutos verificó que el Caníbal gozaba de perfecta salud y que ni él ni su madre la echaban de menos: habían invitado a cenar a unos amigos y se oía un jolgorio formidable.

Tras cumplir esta comprobación algo supersticiosa, lo segundo que hizo Lucía fue rebobinar el mensaje y volverlo a escuchar un par de veces. Descubrió entonces que la tía Victoria no decía al principio «Oye», sino «Toñi». Ella, pues, se llamaba Toñi. Ella se llamaba Antonia y tenía un padre agonizando en un hospital.

¿Y ahora qué iba a hacer? Allá tú con tu conciencia, había dicho tía Victoria, y la conciencia de Lucía estaba inquieta. Podía ignorar la llamada, borrar el mensaje y olvidarse de esa tía postiza. Pero la situación le parecía demasiado irrevocable, demasiado desgarradora como para quedarse sin hacer nada. Tenía que localizar a la tal tía Victoria, tenía que explicarle que Toñi, Antonia, no había escuchado todavía el mensaje. ¡Por Dios, pero si era Nochebuena! ¿Es que ni siquiera podía pasar la Nochebuena deprimiéndose masoquistamente en su propia casa sin que la molestaran? Sintió un ataque de autoconmiseración. Sólo a ella le sucedían cosas como esa. Era triste, su vida.

Intentó telefonear al hospital, pero la centralita no respondía a las llamadas. Claro, por supuesto, en una noche de fiesta como esa. Se hizo una tortilla a la francesa, probó dos bocados, telefoneó de nuevo inútilmente. A eso de las doce no pudo resistirlo por más tiempo y decidió ir allá.

La clínica era antigua, destartalada y laberíntica. No había nadie en la puerta, aunque un pequeño transistor vomitando villancicos sobre una mesa daba fe de la presencia de algún vigilante en el edificio. Lucía cogió el primer ascensor que encontró y subió al quinto piso. Pero allí no había habitaciones de pacientes, sino departamentos médicos (Oftalmología, Medicina Nuclear, Litotricia), todos ellos cerrados a cal y canto. Lucía subió y bajó escaleras, recorrió vestíbulos, se asomó a salas de espera fantasmales con horrorosos sillones de eskay rojo. Los pasillos estaban solitarios y en penumbra, únicamente iluminados por una débil luz de emergencia. De cuando en cuando se oía el estallido de alguna carcajada a lo lejos, o unos pasos menudos repiqueteaban en una esquina sin que se viera a nadie. Olía a medicina y las luces de situación rebotaban en los viejos azulejos de las paredes, pintando las sombras de reflejos turbios y anaranjados y confiriendo a los corredores del hospital un aspecto extraordinario y un poco inhumano, como si fueran pasadizos sumergidos bajo el agua o el interior de una nave de marcianos. De pronto, una pareja joven apareció riendo por la escalera: traían un ramo de flores y una botella de champán en una champanera llena de hielo. Saludaron a Lucía desternillados e intentando controlar el tono de voz; comprobaron los números de las puertas, golpearon brevemente en una de ellas e irrumpieron en el cuarto dando gritos festivos. Era la planta de Maternidad.

La habitación 507 pertenecía, en cambio, al departamento de Oncología. Allí el silencio le pareció más espeso a Lucía, el aire más sofocante y más oscuro. Se pasó cinco minutos ante la puerta sin saber qué hacer. Estaba loca, ella estaba loca, ¿qué pintaba allí? ¡Pero si ni siquiera sabía cómo se llamaba el moribundo! Si por lo menos hubiera encontrado a una enfermera, tal vez hubiera podido dejarle una nota explicándole el malentendido. También podía hacer eso, escribir una nota y pasarla por debajo de la puerta. O marcharse sin más, marcharse a su casa ahora mismo y olvidarse de todo. Pero no, una vez en el hospital ya no podía dejar las cosas así: se había acercado demasiado a la situación y había quedado atrapada en su campo gravitatorio. Cogió aire tres veces y golpeó la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Resopló como un ballenato y empujó muy despacio la hoja, que se abrió hacia dentro sin hacer ruido.

La habitación estaba vacía. Esto es, vacía si exceptuamos al enfermo, que ocupaba una de las dos camas. Pero no había ni rastro de la tía Victoria. Lucía entró de puntillas en el cuarto. También se encontraba medio en sombras, alumbrado sólo por la luz de noche, un rectángulo luminoso empotrado en la pared a ras del suelo. La cama vacante estaba perfectamente hecha, con el embozo impecable y sin arrugas. El sillón y la silla que suelen amueblar todos los cuartos de hospital permanecían arrimados a las paredes con esmero, como si nunca hubiera venido nadie a visitar al enfermo. En cuanto a éste, Lucía se acercó de puntillas a observarlo: estaba boca arriba, quieto y tieso, una menudencia anciana y arrugada del color de las pasas de Co-rinto, con tubos por la nariz y por los brazos. Tenía los ojos cerrados y parecía muerto. Lucía se inclinó un poco más. No. No estaba muerto. Su barbilla temblaba, sus manos se movían ligeramente. Y se le escuchaba respirar, un pitido entrecortado y fatigoso. Le estaba contemplando Lucía apenas a dos palmos de distancia cuando el agonizante abrió los ojos. Ella dio un respingo. Los ojos del hombre eran dos pequeños botones opacos y febriles. El enfermo la miró durante un rato.

– Toñi -dijo al fin, con voz débil pero perfectamente audible.

Lucía calló.

– Antonia -volvió a decir el hombre, ahora con más vehemencia.

Y levantó una mano en el aire, temblorosa y ensartada de cables.

– Sí -contestó Lucía. Cogió la mano del viejo entre las suyas. El anciano cerró los ojos:

– No tengo orgullo -musitó. Dos lágrimas resbalaron por sus mustias mejillas.

Lucía le apretó la mano engarabitada por la artritis y acarició el dorso maltratado. No quería hablar para no delatarse. Y además, ¿qué podría haber dicho? ¿Que se sentía más cerca de ese anciano moribundo y anónimo de lo que nunca se había sentido de su padre? Ahora se abrirá la puerta y entrarán el médico o la enfermera, se dijo Lucía con angustia; ahora se abrirá la puerta y llegará la tía Victoria y me preguntará que qué hago aquí, una intrusa, una hija fraudulenta, una impostora. Madrid, al otro lado de la ventana, parecía una ciudad deshabitada. Era una noche fría y líquida, con reflejos de semáforo sobre el asfalto mojado. Aferrada a esa mano terminal como el náufrago que se aferra a un madero, Lucía pensó que tal vez la vida entera no fuera más que una preparación para la salida, de la misma manera que el juego de ajedrez no era más que una preparación para el jaque mate. Y se dijo: cómo será mi hora, quién cogerá mi mano, qué llovizna caerá detrás de qué ventana, qué habré hecho de mi vida para entonces. Pero también pensó: tú te estás muriendo y yo estoy viva. Y sintió un alivio elemental y bárbaro.


Envolvimos el dedo de Ramón en papel de plata y lo guardamos en el congelador: fue una iniciativa de Adrián, una idea asquerosa pero tal vez sensata. Eso sí, mientras estuvo el despojo en la nevera no pudimos poner cubitos de hielo en nuestros vasos, porque me negué a volver a abrir ese provisional sepulcro electrodoméstico. Todo había empezado de nuevo, la espera y la impaciencia, la incertidumbre, el miedo. No salíamos de casa más que lo estrictamente necesario: para comprar leche, el periódico y el pan, o para pasear a la Perra-Foca, y siempre se quedaba alguno de los tres de guardia junto al teléfono. Pero el teléfono callaba, o, lo que era aún peor, sonaba y provocaba graves sobresaltos con llamadas inútiles y tediosas, del inspector García, por ejemplo, o de mi madre, o del Caníbal, o incluso de mi amiga Gloria, que ahora me parecía un ser insoportable y tan lejano a mí como un extraterrestre.

Era notable lo mucho que había cambiado mi percepción de las cosas desde el secuestro de Ramón, como si antes de aquello mi vida no hubiera sido verdaderamente mía sino de otra, de una mujer que se llamaba como yo y que se parecía a mí, pero que de algún modo no era del todo reconocible por mi yo de ahora, por este yo intenso y atípico y un poco alucinado de los últimos días, días que parecían semanas, que parecían meses, que parecían años, como si en realidad toda mi existencia hubiera consistido en esto, en ser la mujer de un secuestrado, en esperar la llamada de los secuestradores, en trasladar de acá para allá doscientos millones de pesetas con olor a pienso para perros. Si al principio de la ordalía me asombraba que Adrián y Félix hubieran podido vivir por sí solos antes de que apareciéramos mi problema y yo, ahora en cambio me resultaba difícil imaginar cómo me las había podido arreglar yo misma para ir tirando en aquella vida pálida y normal previa al desastre.

A ellos, al muchacho y al viejo, la desaparición de Ramón parecía haberles ordenado la vida, dándoles una razón para levantarse por las mañanas, para moverse, para hacer y deshacer. A mí, por el contrario, el secuestro me había desbaratado la existencia. Todo el orden anterior, mi trabajo, las conversaciones telefónicas con mis padres cada dos semanas, la gallina Belinda, las agradables y aburridas cenas con amigos, las discusiones con mi marido y con mi editor, los paseos estrictamente estipulados de la Perra-Foca, la melancolía de todas las tardes a las siete y las angustias de todas las madrugadas a las dos, todo ese orden, ese entramado de existencia previsible, compacta y continua, se había derrumbado como un castillo de naipes.

Con los años, los humanos nos solemos ir achicando por dentro. De las mil posibilidades de ser que tenemos todos, a menudo acabamos imponiendo sólo una: y las demás se petrifican, se marchitan. Los escritores-profetas del sentimiento ñoño le llaman a eso madurar, aclararse las ideas y asumir la edad, pero a mí me parece que es como pudrirse. Ahí están luego esos muertos vivientes: les conozco. Hombres y mujeres cuarentones, tal vez bien situados, incluso triunfantes en su profesión, que de cuando en cuando suspiran y te dicen: «A mí antes me gustaba tanto hacer deporte…» (ahora la sedentariedad les ha convertido en gordos infames), «de joven me encantaba escribir» (ahora no sólo no escriben ni una sílaba, sino que además el único libro que han leído en los últimos cinco años es el manual de instrucciones del vídeo), o bien «no te lo creerás, pero yo antes vivía al día, disfrutaba haciendo cosas imprevistas y me pasé un año recorriendo Europa a dedo» (y, en efecto, resulta difícil de creer, porque ahora el tipo en cuestión es tan vital como una acelga y tan móvil como un champiñón, y ni siquiera se atreve a comprar el periódico en el quiosco sin haberlo reservado antes por teléfono). Todos ellos acarrean en su interior una colección de momias, todos tienen por almario una necrópolis. Cuando Ramón desapareció, yo también tenía el almario un poco enmohecido y las personalidades interiores con telarañas, y probablemente la crisis me ayudó a rescatarlas. La buena noticia es que, si sobrevives, el sufrimiento enseña. La mala noticia es que el verdadero sufrimiento casi siempre mata.

El caso es que estábamos otra vez como al principio, digo, pendientes del timbre telefónico como enamorados en síndrome de espera, cuando por fin se produjo la llamada al atardecer del segundo día. Fui yo quien levantó el auricular:

– Lucía…

¡Era Ramón! Sentí el sobresalto en el estómago, como una punzada, como un golpe. Era ridículo, pero no había pensado que pudiera llamarme Ramón en persona. Supongo que lo imaginaba enfermo, postrado, gimiente, febril. Pero era él, no cabía duda. Era él aunque hablara con esa voz tan rara, con voz de enfermo, de postrado, de gimiente y de febril.

– ¡Oh, Ramón, cariño, qué te han hecho, cómo estás! -casi lloré.

– Mal, estoy mal… -balbució-. Escucha, Lucía, sólo me permiten hablar un minuto contigo, son feroces, son brutales, están dispuestos a todo, dales el dinero, por favor, haz lo que te dicen…

– ¡Lo hago, lo hago, lo del otro día no fue por mi culpa, llevamos el dinero y lo hicimos todo, pero cuando llegamos allí descubrimos que estaba la policía, yo no les dije nada, te lo juro, debieron de seguirnos por su cuenta! -farfullé muy deprisa, sin pararme a pensar si nos estarían escuchando.

– Haz lo que te dicen o me matarán -gimió Ramón.

– ¡Esta vez saldrá bien! -prometí.

Pero ya no me pudo oír: habían colgado.

Dos horas más tarde llegó a casa un chico de Interflora con un maravilloso ramo de tulipanes azules. Precisamente de tulipanes, que era mi flor preferida: resultaba irónico, siniestro. Abrí el sobre de la tarjeta con dedos temblorosos; el mensaje, escrito en letra minúscula con una impresora láser, decía así:

«La entrega se efectuará esta tarde, a las 19.46, en la estación de Atocha. En el vestíbulo de la primera planta, a la altura de las vías del AVE y del Talgo, hay un quiosco de golosinas, y junto al quiosco, un banco. Siéntese en el extremo derecho y deje la maleta en el suelo, a su lado, perpendicular al banco. Mire hacia delante, disimule y espere hasta que la entrega se produzca. Esta es su última oportunidad. Si falla otra vez no volverá a ver con vida a su marido. Orgullo Obrero.»

¡Si fallaba otra vez! Pero entonces, ¿era de verdad todo culpa mía, como siempre temí? ¿Era culpable de ser una mediocre, de haber defraudado las expectativas de mis padres, de no querer adecuadamente a los demás, de quedarme tan bajita como soy, de haber estampado los dientes en la carrocería de un camión, de mi infelicidad, de la infelicidad de los demás y del hambre del mundo? ¿Y ahora además también era culpable del secuestro de Ramón y del fracaso de la primera entrega y de la amputación del dedo meñique de mi marido? Me entró una tiritera de puro terror.

– ¡Tranquila! Todo va a salir bien esta vez -dijo Félix con voz serena.

Pero yo seguía temblando.

– Tranquila, bonita. Yo estoy aquí -dijo Adrián.

Y me abrazó por detrás, pegando su pecho a mi espalda (o más bien su estómago a mi espalda: soy tan diminuta) e inclinando su cabeza sobre mi hombro. Como un oso amoroso, como el rico abrigo de una capa en mitad del invierno, como un refugio protector, todo él tan fuerte y grande y cálido envolviéndome en sus brazos y en su aroma. Fíjate qué estupidez: se me acabó el temblor. En realidad, confiaba más bien poco en el muchacho, y no pensaba que su presencia pudiera proporcionarme una seguridad adicional ante los secuestradores ni tranquilizarme frente a mis propios miedos. Pero bastó la presión suave de sus brazos y su cara de gato tan hermosa y el calor de su cuerpo sobre mi espalda, e incluso bastó su inocente jactancia, ese «yo estoy aquí» que me hubiera parecido risible en otros labios, para que me derritiera por completo y se me aflojaran las piernas y dejara de temer y temblar, toda yo instantáneamente femenina, o más bien feminoide, lo cual es un estado regresivo, un retorno a las añejas esencias culturales, a la bicha de la mujer antigua, como si de repente apagaras la cabeza y fueras toda sustancia, toda viscera, algo semejante a una medusa marina, a un grumo de gelatina pulsátil, sal y agua, que flota ciegamente hacia donde las corrientes quieran llevarla.

De modo que me dejé mecer por los brazos de Adrián y gimoteé, ya algo más calmada:

– Volverá a salir mal. ¡Pero si ni siquiera entiendo bien las instrucciones!

Y era verdad: leí varias veces la tarjeta sin comprender palabra, como si estuviera repasando el enunciado de un problema de matemáticas en mitad de un examen.

– No te preocupes, es bastante sencillo -dijo Félix-. Sólo tenemos que preocuparnos de dos cosas: de llegar pronto, para evitar que el banco esté ocupado, y de que la policía no nos siga. Y de eso me encargo yo.

Eran las cuatro y media de la tarde y no disponíamos de mucho tiempo por delante. Volvimos a rebuscar en el saco de pienso, volvimos a llenar la maleta, volvimos a salir a la calle arrastrando el peso del maldito dinero. Félix tenía un plan, efectivamente, para evitar que fuéramos seguidos.

– En primer lugar, no vamos a llevar mi coche. Es demasiado identificable y fácil de seguir. Será mejor que cojamos un taxi.

– Está bien. Llamaré por teléfono para que venga uno -dije.

– No, no. Lo más probable es que tengamos el teléfono intervenido, y son capaces hasta de mandarnos un coche conducido por un policía camuflado. No, cogeremos el taxi en la calle, es más seguro.

Era más seguro, sí, pero también más lento y más incómodo, sobre todo teniendo en cuenta que llevábamos con nosotros doscientos millones de pesetas. Estuvimos casi diez minutos en el portal a la espera de que Adrián atrapara algún vehículo, y todo el tiempo me atormentó el recuerdo del intento de atraco que habíamos sufrido unos días atrás.

– Acabarán robándonos el dinero -gemí al fin, incapaz de aguantar la tensión en un digno silencio de heroína.

Félix sonrió y se abrió un poco la chaqueta de tweed. Horror, llevaba consigo el pistolón, negro como un mal pensamiento y recio como un cañón napoleónico. Al contrario que el abrazo de Adrián, que por lo menos despertó en mí ancestrales espejismos de cobijo, el arma de Félix no aumentó mi seguridad, sino mi desconsuelo. ¿Adonde iba yo con un octogenario majareta que llevaba un mortero de museo en el sobaco?

– Nos robarán el dinero y la pistola -aventuré lúgubremente.

Pero en ese momento llegaba Adrián subido al taxi.

– Vamos a la plaza de Callao -le dijo Félix al conductor.

El desvío formaba parte del plan de mi vecino para despistar a los posibles perseguidores. Cuando alcanzamos nuestro destino, Félix pagó al taxista y añadió una propina majestuosa.

– Mire usted, tenemos que recoger a mi esposa, que está muy enferma y tiene graves dificultades para moverse -explicó Félix al taxista poniendo un gesto compungido de anciano indefenso-. Nos haría usted un favor enorme si ahora se dirigiera al paso subterráneo de la plaza de Jacinto Benavente y nos recogiera allí abajo, junto a la entrada del parking. Estaremos allí en cinco minutos. Le quedaría muy agradecido y además le daría mil pesetas más sobre el precio de la carrera.

– Eso está hecho -dijo el taxista.

– Estupendo. Ya sabe, en el túnel. Debajo del túnel. Junto al parking. En cinco minutos.

– Voy para allá.

El plan era bueno, desde luego. La cosa consistía en bajarnos en Callao frente a la zona peatonal y recorrer andando la calle de Preciados: los músculos jóvenes de Adrián podían hacerse cargo de la engorrosa y pesada maleta. Nuestros supuestos perseguidores no tendrían más remedio que seguirnos a pie, y para cuando llegáramos al otro lado de la zona peatonal, el coche de la policía estaría lejos y tardaría en llegar hasta nosotros. Entonces nos meteríamos en el paso subterráneo, y allí abajo nos estaría esperando un taxi. Abandonado en mitad del túnel, con su propio coche de policía aún lejos y sin posibilidad alguna de coger inmediatamente otro taxi para perseguirnos, el policía que hubiera venido a pie detrás de nosotros no tendría más remedio que perder unos segundos preciosos hasta salir del paso subterráneo, y para entonces nosotros ya habríamos desaparecido en el espeso tráfico. Por último, unas cuantas calles más allá abandonaríamos ese vehículo de alquiler y nos subiríamos a otro, por si el perseguidor hubiera tomado la matrícula.

– Cumpliendo esa precaución última y elemental, es imposible que nos puedan seguir la pista -dijo Félix con tono satisfecho cuando nos explicó el programa de escape y disimulo.

Y sí, en efecto, parecía un buen plan, sensato y no demasiado complicado. Lástima que cuando llegamos a lo más hondo del paso subterráneo no apareciera el taxi por ningún lado. Nos pusimos a esperar.

– Qué raro -exclamó Félix con absoluto desconcierto.

– Pues vaya una idea tan estupenda. Ya me parecía a mí. Menudo profesional que estás hecho -gruñó Adrián, aún sudoroso y jadeante tras atravesarse medio Madrid a la carrera arrastrando veinte kilos de maleta.

Esperamos más. Los coches pasaban a nuestro lado haciendo vibrar el aire y atufándonos de anhídrido carbónico. Ni rastro del canalla del taxista. Me indigné con el tipo: la pobre mujer de Félix, muy grave e impedida, podía estar ahora mismo muriéndose de asco en el túnel infecto. Y luego pensé: en cualquier momento va a parar un coche a recogernos y serán los de la policía, que ya han llegado.

– No lo entiendo… -balbució Félix. Se le veía derrotado, confuso, de nuevo súbitamente envejecido.

– Pues no hay mucho que entender: que el tipo ese no viene -se impacientó Adrián.

Así es que tuvimos que volver a salir a la superficie, compuestos y sin taxi y tironeando de la Samsonite. Fuera, en la plaza, tardamos por lo menos otros cinco minutos en encontrar un vehículo libre. Me desojé mirando a todas partes y no pude descubrir ningún coche de aspecto o comportamiento sospechoso, de la misma manera que antes tampoco había identificado a ningún perseguidor entre los peatones. Pero, claro, la esencia del buen perseguidor estriba precisamente en la invisibilidad, de manera que no cabía seguridad alguna. Estábamos tan desfondados y tan deprimidos que nos dejamos de pamemas disuasorias y ni tan siquiera volvimos a cambiar de taxi. Nos dirigimos directamente a la estación de Atocha. Eran las seis y veinte cuando llegamos.

Habíamos acordado que entraría yo sola, para no inquietar a los secuestradores: esta vez no queríamos dejar ningún cabo suelto en la perfecta ejecución de la maniobra. De manera que Adrián y Félix se quedaron fuera, junto a la parada de taxis, y yo arrastré la maleta hasta el vestíbulo principal con el ánimo sobrecogido. Localicé el banco y, para mi alivio, estaba vacío. Tenía por delante hora y media de espera, y en el entretanto, para mayor seguridad, coloqué la maleta en el asiento y me mantuve bien agarrada a ella. De nuevo el tiempo transcurrió con lentitud crispante, de nuevo escruté con avidez todas las caras, intentando descubrir a los policías o a los secuestradores. Una estación central es un lugar muy transitado. A los pocos minutos los rostros se volvieron borrosos, mareantes. Fisonomías intercambiables y sin sentido. Pero nada parecía tener sentido entonces, sentada allí, en la atmósfera desoladora de la estación, en la fría luz artificial. Me vi reflejada en el cristal del comercio de enfrente: una silueta oscura, forrada de ropa de abrigo, que me pareció triste y ajena. ¿De verdad era yo esa mujer madura y solitaria sentada en un banco de estación? La quietud de la figura, la actitud de espera, el olor a invierno y a calefacción insuficiente y a ropa húmeda, el ruido de los pasos presurosos, todo me deprimía. A veces parece que la vida no es más que una estación de paso, de ferrocarriles o tal vez de autobuses, nada más que un vasto y destartalado vestíbulo de suelo gris y sucio con colillas y papeles de chicle en las esquinas, y el invierno apretándose en la puerta.

A las siete y cuarenta puse la maleta junto al banco, de acuerdo con las instrucciones recibidas, y el desvarío melancólico en el que estaba inmersa se trocó en ansiedad. ¿Y si ahora pasara un ratero cualquiera y se llevara tan tranquilamente la maleta? ¿Acaso no eran célebres las estaciones por la abundancia de ladrones que las pululaban? ¿Y no era mi maleta, colocada con aparente descuido junto a mí, una presa tentadora y fácil? En ese momento anunciaron la llegada de un AVE, y un minuto más tarde empezó a sobrepasar mi banco una nueva oleada de viajeros. Yo mantenía el rostro hacia delante, pero mi mirada, no podía evitarlo, se escurría por la comisura de los ojos hacia la maleta. La Samsonite era una mancha negra en torno a la cual se arremolinaba el flujo humano, como una roca lamida por las olas. Ahora tiene que ser, me dije. Justo ahora. Pero pasaban los minutos y el caudal de personas iba disminuyendo. Al cabo, los últimos viajeros se deslizaron presurosos a mi alrededor y el vestíbulo volvió a quedar en calma. Era una tranquilidad mortífera, exasperante.

– No va a salir bien. Lo presiento. Hoy tampoco sale -gemí para mí misma.

En ese instante se paró frente a mí una señora que arrastraba tras de sí a una niña zangolotina y cejijunta de la misma manera que otras señoras arrastran el carrito de la compra.

– Es usted… ¿Es usted? -dijo, redundante, señalándome con un dedo acusador.

– ¿Cómo? -me sobresalté: no era posible que esa mujer fuera mi contacto.

– ¡Sí, es usted! -insistió triunfal la señora, dándome golpecitos en el hombro con el dedo-. Usted es la escritora infantil esa, ¿verdad?

No eran ni el lugar ni el momento apropiados para entablar una charla literaria y hubiera debido mentir, fingir, librarme de la mujer, decir que no. Pero era la primera vez en mi vida que me asaltaba una fan en plena calle y no pude resistir la tentación de la gloria.

– Pues sí, supongo que sí.

– ¡Qué alegría! Mira, Martita, esta señora es la autora de esos libros que te gustan tanto.

Martita sonrió con candor. Era como una copia reducida de su madre, con la misma narizota e idénticos mofletes poderosos.

– Qué alegría, precisamente los Reyes le han traído este año el último volumen de la colección, no se pierde ni uno, ¿verdad, Martita? Le encanta Patachín el Patito, los tiene todos.

Sentí un pequeño retortijón en el orgullo, que viene a estar localizado como a la altura del hígado.

Belinda. Belinda, la Gallinita Linda -murmuré.

– ¿Cómo dice?

– Que yo no soy la autora de Patachín el Patito. La autora es Francisca Odón.

– ¡Vaya! ¡Qué me dice! ¿Está usted segura?

– Mis libros son los de Belinda, la Gallinita Linda -repetí con cierta esperanza mientras miraba a mi alrededor nerviosamente.

– ¡Vaya! Pues esos no los conocemos, ¿verdad, Martita? ¡Qué pena! Pues nada, usted perdone, ¿eh? -dijo algo embarazada la señora.

Y salió a todo correr arrastrando a su hija tras de sí.

Me estaba intentando reponer del encuentro cuando se acercó a mí un niño pequeño y mugriento que vendía flores de plástico. Qué minuto tan intenso: en mi vida había estado tan solicitada. Con tanto visitante inopinado volvería a fracasar la operación de entrega del rescate.

– No quiero comprar nada, guapo -me apresuré a decirle: quería que se fuera y que no estorbara.

– Pero qué dices, tía. Si yo no vendo nada. Te traigo un recado. Y la flor te la regalo -contestó con desparpajo el mico, que apenas si levantaba un palmo del suelo. Y me metió en la mano un papelito y una rosa encarnada.

Desdoblé el papel: traía un texto impreso en letra minúscula, semejante a la del anterior mensaje de Orgullo Obrero. Decía así:

«Esto ha sido una cita de seguridad. Vaya ahora mismo, repetimos, AHORA MISMO, al cine Platerías. Compre una entrada y entre usted sola, repetimos, USTED SOLA. Siéntese en las últimas filas, en la zona de la derecha y en una de las butacas del pasillo, dejando libre un asiento a su lado. Ponga la maleta a sus pies y disfrute con la película. No se detenga a telefonear a nadie: la estamos vigilando.» Levanté la cabeza buscando al niño de las flores, pero había desaparecido. Me apresuré a salir de la estación y enseñé la nota a mis compañeros, que para entonces estaban ya desesperados por mi tardanza.

– Dicen que nos están vigilando -susurré, sobrecogida.

– Puede que sea cierto y puede que no -contestó Félix-. De todas formas, vamonos.

Un taxi nos trasladó en sólo diez minutos hasta el cine. El Platerías estaba en una calleja de la zona antigua de Madrid, por detrás de la Puerta del Sol. Era un local mísero y diminuto con un cartelón pintado a mano que decía: «Hoy, fabuloso programa triple: El Último Nabo en París, Chúpate ésa y Huevos a Granel». El cogote se me inundó de sudor frío: de manera que tenía que entrar ahí y además sola. Era noche cerrada y la calle estaba poco iluminada y aún menos transitada. El interior del cine parecía tan acogedor como la cueva de una serpiente cascabel.

– Pues me parece que no tienes más remedio que ir -dijo Félix.

– Te esperaremos aquí, no te preocupes -dijo Adrián-. Y si no sales en un ratito voy a buscarte.

Me acerqué a la taquilla para sacar la entrada, muerta de vergüenza de que me vieran. Pero a la taquillera, una momia de pelo pelirrojo y nariz verrugosa, mi presencia le pareció de lo más normal:

– Toma, tesoro. Y date prisa, que ahora mismo está empezando Chúpate ésa. Es la más bonita de las tres, tiene un argumento la mar de interesante -dijo la momia.

Y en efecto entré, arrastrando con dificultad la pesada maleta por encima de una moqueta sucia hasta la náusea. Atravesé una cortina ajada y me encontré dentro de una tórrida y sofocante oscuridad que apestaba a pies y a bajos mal lavados. Poco a poco empezó a emerger de las tinieblas el perfil de las butacas: era una sala pequeña y estaba casi vacía. Busqué un lugar a la derecha y hacia atrás, siguiendo las instrucciones, y me desplomé sobre el asiento con el corazón bailándome un zapateado dentro del pecho. Era una suerte que estuviera tan oscuro, porque así no podía ver la porquería que tapizaba los sillones: el posabrazos, en donde coloqué un instante mi mano, tenía un tacto húmedo y viscoso. Puse la maleta junto a mí, entremedias de mi silla y la de al lado, y me dispuse a esperar. Pasaron unos pocos minutos y empecé a ser consciente de lo que estaba viendo en la pantalla: carne por aquí y carne por allá, agujeros negros y peludos, bocas babeantes, penes descomunales. Bien, me dije con alivio, es una película porno para homosexuales. Miré a mi alrededor y todos los demás espectadores estaban repartidos en parejitas, afanosamente atentos a lo suyo: de modo que el Platerías era un cine gay, circunstancia que me tranquilizó bastante. Si no cogía alguna enfermedad venérea, si no me quedaba embarazada por el mero hecho de estar sentada en uno de esos sillones sustanciosos, y si no moría asfixiada por el aire fétido, tal vez conseguiría en esta ocasión entregar el dichoso dinero del rescate, me dije esperanzada. Y en ese mismo instante, como si hubiera sido convocado por mi mente, se sentó a mi lado un tipo alto y grueso.

Lo de alto y grueso lo advertí por su sombra, por el volumen de aire que desalojaba junto al rabillo de mis ojos, porque no me atreví a mirarlo de frente. Seguí con la vista clavada en la pantalla, en donde un negro inmenso le clavaba a su vez la verga a un blanco delgaducho. Bien, el recién llegado empezó a maniobrar junto a mí. Noté que la maleta se movía: chocó contra mi pierna. ¿Pero qué demonios estaba haciendo el tipo? ¿Pretendía quizá contar los millones antes de llevárselos? Entonces vi algo de refilón que me llenó de pánico: el hombre tenía en la mano una pistola. ¿Tal vez iba a matarme? Me volví hacia él de manera instintiva y lo miré de frente: un rostro ancho y anodino, la boca medio abierta, la lengua asomando entre los labios. Y lo que había en sus manos era un sexo amorcillado y renegrido, tieso como la vara de un perchero. No se trataba de mi contacto, no era el terrorista, sino el único bisexual que debía de haber en todo el cine, tal vez el único verdadero bisexual de todo el planeta, y justamente me había tocado a mí, justamente se le había ocurrido sentarse a mi lado y meneársela.

Pegué un bufido, me puse de pie y salí arreando con la Samsonite. Y entonces sucedió: estaba retrocediendo por el pasillo en busca de otra butaca, cuando alguien salió por detrás y agarró la maleta.

– Esto es nuestro -susurró una voz en mi oído,

Fue un movimiento suave y bien ejecutado: yo sentí su mano sobre la mía y solté el asa. Vi las espaldas del hombre, envueltas en un traje oscuro, caminando por delante de mí hacia la salida. Me quedé paralizada en medio del pasillo durante unos instantes, hasta que un espectador empezó a protestar diciendo que no veía. Salí corriendo y me encontré con Félix y Adrián en la puerta del cine.

– ¿Lo habéis visto, lo habéis visto? -les grité muy excitada.

– ¿A quién?

– Al hombre de la maleta.

– No, no. Por aquí no ha pasado nadie. Debe de haber otra salida.

En realidad, me daba igual por dónde se hubiera ido: lo importante era que lo habíamos conseguido. ¡Habíamos conseguido pagar el rescate! El juego de policías y ladrones había acabado.

Regresamos a casa en silencio, agotados. Curiosamente, yo no había pensado en ningún momento en lo que pasaría después de la entrega: todas mis energías habían estado concentradas en la operación de pago del rescate. Ahora, una vez aflojada la tensión, mi cabeza se había sumido en el aturdimiento. Bien, habíamos conseguido pagar la cantidad exigida, y ahora era de suponer que Ramón sería liberado y que volvería a casa. Me aliviaba, claro que me aliviaba la idea de su liberación. Pero me acongojaba, claro que me acongojaba la idea de su regreso. Ahora que Ramón iba a volver conmigo ya no me parecía tenerle tanto cariño como en los días pasados. Me lo imaginaba entrando por la puerta con su mano maltrecha (pobrecito) y sentándose en la sala y explicando su secuestro una y otra vez, ciento cincuenta mil veces en los próximos años, ciento cincuenta mil explicaciones reiterativas y aburridísimas todas ellas, porque Ramón era lento y tedioso y un narrador horrible. Me imaginé a Ramón contando su secuestro por milésima vez y fumando de la manera que él fuma, agarrando el cigarrillo con su mano mutilada (pobrecito) y sosteniéndolo recto ante la boca mientras chupa, para después hacer ruido con los labios al echar el humo; cierra y abre los labios con un chasquido húmedo y neumático, cierra y abre los labios como si fuera un barbo boqueante. Para entonces yo ya no soportaba ese ruidito ni esa manera piscil de abrir la boca. Es curioso ver cómo se desarrollan las inquinas domésticas: al principio lo que te desespera de tu pareja es que no te escuche cuando le hablas o que no sea todo lo cariñoso que esperabas o que tenga un mal genio inaguantable, pero luego, con el tiempo, superada ya la línea de flotación de las disputas conyugales, lo que de verdad te enferma y exaspera es que tu pareja haga ruiditos al comer la sopa o que tenga la costumbre de silbar en la ducha; de modo que estas manías personales, inocentes del todo, pasan a convertirse en el núcleo del rencor y del desencuentro, en la madre de todas las furias y del gran desencanto. Y así, lo que más me espantaba del regreso de Ramón era verle y oírle boquear mientras fumaba con su mano cortada (pobrecito): porque cada vez que se ponía a barbear me entraba por él un odio tal que, por poner un ejemplo, le hubiera incrustado gustosamente un paraguas de tamaño regular entre los labios.

Pensé con inquietud, por otra parte, que esta repentina ferocidad contra Ramón podía estar de algún modo influida por la turbadora presencia de Adrián. Volvería Ramón con su hablar parsimonioso y sus cigarrillos y su dedo amputado, pobrecito, y yo regresaría a mi vida de siempre. Sin Félix y sus estupendos relatos. Y sin Adrián. No es que yo quisiera llegar a nada con Adrián, ni mucho menos; pero nuestra relación era como un juego, algo cálido y brillante que iluminaba el mundo y emborrachaba un poco. Me iba a costar bastante quedarme sin los dos, ahora me daba cuenta. Me iba a costar bastante prescindir de él.

Pensando estaba en todo esto en la cocina mientras nos tomábamos unos bocadillos y un vaso de vino, cuando Adrián dijo en tono algo solemne:

– He descubierto algo que creo que es importante.

Le miramos con expectación.

– Veréis, un tipo de veintiocho años ha sido fulminado por un rayo en el zoo de Madrid. Y lo más curioso es que ese día no hubo ni una nube en toda la ciudad, ni una gota de lluvia, ni una tormenta, y desde luego ese rayo fue el único que cayó en toda la Comunidad.

Le miramos desconcertados.

– Otro chico, de veintitrés años, se estrelló con su coche en la carretera de Guadalajara. Resulta que el coche salió volando por una racha de viento fortísima que le sacó de la carretera. Pero ese día no había viento, y menos de la velocidad que hubiera sido necesaria para que desplazara el coche. El chico murió, naturalmente. Y otra cosa más: dos días más tarde, otro tipo de veinticinco años, que también iba conduciendo por una autopista madrileña, sufrió un accidente fatal cuando una piedra atravesó el parabrisas. Han analizado la piedra y era ¡un meteorito! ¡Un pedazo de materia estelar, un trozo de asteroide, un fragmento del cosmos! Que un meteorito atraviese tu parabrisas es algo tan improbable, por lo visto, que es casi imposible. Pero sucedió. ¿Qué os parece?

Le miramos un poco irritados.

– No sé. ¿Qué nos tiene que parecer? -dije.

– ¡Pues muy raro, extremadamente raro, eso, es lo que es!

– ¿Adonde quieres ir a parar con todo esto?

– Bueno, es que… Ya sé que suena paranoico, o estúpido, o incluso ambas cosas a la vez, pero ¿no parecería algo así como una especie de conspiración para matar gente joven? Desde luego, se diría que hay algo paranormal en todo esto. Ya sabéis que no creo en las coincidencias.

Le miramos desconsolados. O quizá el desconsuelo fuera sólo mío: Félix se sonreía burlonamente. Ese chico inmaduro, ese muchacho absurdo, capaz de soltar apasionados disparates sin dejar de comer su bocadillo, me parecía hoy mucho más atractivo, más delicioso y más deseable que Ramón, mi marido (el pobrecito). De quedarme con Adrián, de convivir con él, probablemente llegaría un momento en el que le odiaría por hablar y masticar al mismo tiempo, como ahora mismo estaba haciendo, llenándolo todo de perdigones de pan y de saliva. Pero hoy incluso esa porquería me resultaba enternecedora. No hay en el mundo arbitrariedad mayor ni injusticia más atroz que la del sentimiento.


Pero no volvió. Me refiero a Ramón: no volvió esa noche, ni al día siguiente, ni el día de después del día siguiente. No volvió con su boca de barbo y su dedo cortado, el pobrecito. A medida que el tiempo transcurría sin saber nada de él, la culpabilidad empezó a roerme las entrañas. Pensé que, en efecto, la maleta se la había debido de llevar un vulgar ratero. Pensé que tal vez los secuestradores habían cambiado de parecer y ahora planeaban reclamar aún más dinero. Pero sobre todo pensé que mi marido no volvía porque yo había deseado que no volviera; que mi mal amor era la causa mágica y fatal de su desgracia; que quizá Ramón hubiera muerto, ejecutado por el desdén de mis sentimientos. Entonces tuve fiebre, me mareé, se me llenaron los labios de calenturas. Pero ni siquiera estos castigos consiguieron que Ramón apareciera.

Quien apareció fue una juez llamada María Martina. Al segundo día recibí una llamada sorprendente: se me pedía que acudiera a ver a la magistrada esa misma tarde. Era una visita informal, no una citación obligatoria; pero se trataba de un asunto concerniente a la desaparición de mi marido y me convenía acudir, explicó con altivez administrativa el secretario.

Llegué al juzgado un tanto intimidada: para cuando me introdujeron en el despacho de María Martina mi culpabilidad había adquirido dimensiones tan monumentales que hubiera podido admitir fácilmente la autoría del robo al tren-correo de Glasgow. Para mi sorpresa, yo no era la única convocada: en una silla, con aire modoso y aburrido, las rodillas muy juntas, como se suelen sentar las señoras talludas, estaba el inspector José García. Me saludó con un pequeño cabezazo e indicó con la mano la otra silla sobrante. Estábamos solos. El cuarto era pequeño y miserable, un perfecto ejemplo de oficina siniestra, con las paredes llenas de lamparones y una mesa de trabajo desvencijada y enorme que ocupaba casi todo el espacio disponible. No había más detalle personal que un cojín que cubría el sillón de madera de la juez; pero era desde luego un cojín llamativo, hinchado como un globo, amarillo rabioso, satinado, con una gallina blanca bordada en todo lo alto, una gallinita con tacones y falda de lunares. Mi sino parecía estar marcado por las gallinitas repugnantes.

– Gracias por venir, señora Iruña.

Me volví. La juez acababa de entrar en la habitación. Era casi tan bajita como yo y mucho más joven: tal vez menos de treinta años. Llevaba un traje suelto azul marino y una voluminosa barriga, un ostentoso tripón de embarazada que ella manejaba como el patrón de un yate de lujo maneja la proa de su nave: alardeando, desdeñando, embistiendo. Trepó con cierta dificultad a lo alto del cojín y dio un suspiro: tal vez quisiera el cojín para estar más alta que sus interlocutores, para imponerse más, para amedrentar. Era una mujer cortante, expeditiva. No me había mirado todavía, y aparte de su seca frase de la entrada no se había molestado en presentarse, en darme la mano o en intercambiar cualquier saludo convencional. Abrió una carpeta azul y se enfrascó en la lectura de unos papeles. Luego levantó la cabeza y se dirigió a mí:

– ¿Desde cuándo estaba trabajando su marido con Orgullo Obrero?

– ¿Cómo?

– ¿Desde cuándo estaba pasando dinero su marido a los de Orgullo Obrero?

– ¿Cómo dice?

En la vida hay conocimientos que se buscan y conocimientos que se encuentran. Los conocimientos que se buscan suelen ser técnicos, o eruditos. Normalmente se adquieren paso a paso, con una presunción previa de lo que vendrá. Claro que también puede tratarse de asuntos emocionales e íntimos; una muchacha virgen puede querer saber lo que es el sexo, por ejemplo. Pero, aun en estos casos, los conocimientos que se buscan suelen ser un desarrollo de la propia vida. Añaden, no restan. Aportan datos, memorias y vivencias. Acumulan.

Los conocimientos que se encuentran, por el contrario, suelen amputar una parte de ti. Por lo pronto, te roban la inocencia. Tú estabas tan tranquilo, ignorante feliz de tu ignorancia, cuando, zas, te atrapa una novedad, una maldita sabiduría a la que no aspirabas. Por lo general, una revelación es eso: un fogonazo de insoportable claridad, un rayo de realidad que te cae encima. Una luz despiadada bajo la que descubres que lo que antes eran para ti paisajes no son más que forillos, y que has vivido en un teatro creyendo que era vida; de modo que has de recolocar tu pasado, reescribir de nuevo tu memoria y perdonarte a ti mismo por tanta estupidez y tan feroz ceguera. Para bien o para mal, nada sigue igual tras una revelación como es debido.

Eso me sucedió aquel día en el despacho de la juez Martina: que los diez años de convivencia con Ramón cayeron hechos trizas bajo el terremoto de las palabras de esa mujer. Pero quién era realmente mi marido, qué pensaba, qué hacía. Y quién era yo, para no haberme enterado.

– Por lo que sabemos, Ramón Iruña llevaba varios años en contacto con Orgullo Obrero. En la caja fuerte de su despacho del ministerio hemos encontrado estas dos cartas.

¡En el despacho de Ramón, naturalmente! ¿Por qué no se me ocurrió a mí ir a mirar ahí? Aunque, por otra parte, ¿acaso los secuestrados van dejando pistas previamente de sus propios secuestros? Cogí los dos papeles que me tendía la juez y los leí con avidez. Eran cuartillas blancas impresas con la misma letra diminuta que la tarjeta de los tulipanes. La primera estaba fechada tres años atrás y decía así:

«Esta es la última vez que se lo decimos: esperamos el próximo pago para el día 27, cinco talones bancarios contra los bancos acordados. No aceptaremos ninguna excusa más. Colabore y todo irá bien. Pero si no colabora, morirá. Orgullo Obrero.»

El otro mensaje había sido escrito apenas un mes antes:

«Queremos los doscientos. No somos bandoleros, sino combatientes de la justicia social. No consentiremos que un pequeño burgués corrupto como tú se aproveche de nuestra causa. Elige: o nos das el dinero o te lo quitamos. Pasado mañana, a las doce, en el punto Z. Tu ausencia tendría fatales consecuencias. Orgullo Obrero.»

– ¿Qué le sugieren esas notas? -preguntó la juez. Levanté la cabeza:

– No sé.

La juez estaba acariciando un gato salido súbitamente de quién sabe dónde. Pero no, no era un macho, sino una hembra: era una gataza atigrada y con un barrigón bamboleante de avanzada preñez.

– Veamos. Esto de los «doscientos» de la segunda carta, ¿le suena de algo? -dijo la magistrada en tono frío-. ¿Cree usted que se refiere quizá a doscientos quesos manchegos, o a doscientos tornillos, o a doscientos pares de patucos para bebés?

Vaya por Dios, la juez cultivaba el género sarcástico. Hemorroides. Tenía que usar ese horrible cojín porque sufría de hemorroides como casi todas las embarazadas, pensé con oscura satisfacción (¿o lo de las hemorroides era en las parturientas?).

– Supongo que se trata de dinero, de doscientos millones de pesetas -contesté muy digna.

– Eso es, doscientos millones. Justo la cantidad que usted les ha dado.

Guardé silencio.

– Mire, señora Iruña, creo que le conviene contármelo todo. Sabemos que tienen ustedes una caja de seguridad en el Banco Exterior; y sabemos que el día dos usted retiró algo muy pesado de esa caja. Le voy a decir algo más, porque quiero creer que no lo sabe: en los últimos cuatro años, su marido ha estado desviando fondos del ministerio, falseando informes y recolectando multas que en realidad no había incoado oficialmente. Hablo de mucho, muchísimo dinero: una cifra cercana a los seis mil millones. El dinero era ingresado en las cuentas de dos sociedades anónimas fantasmas, Capital SA y Belinda SA, y de ahí salía por medio de talones al portador o complicadas operaciones financieras. Las dos sociedades han desaparecido y los responsables han resultado tener identidades falsas. Quiero decir que los seis mil millones se han esfumado.

Entró una secretaria en el despacho y la magistrada se detuvo. No te lo creerás, pero la secretaria también estaba embarazada. Era alta y robusta como una lanzadora olímpica de disco, y tenía una panza como un planeta. La pequeña habitación empezó a oler a menstruos retenidos: la concentración de estrógenos por metro cuadrado era asfixiante. La juez firmó unos papeles, la grávida energúmena se fue y la exposición de los hechos continuó.

– Creemos que su marido fue contactado por Orgullo Obrero y forzado, bajo amenazas, a desviar los fondos del ministerio. No debe de ser al único funcionario al que han amenazado: nos consta que por lo menos hubo otro hombre en Valencia, un alto cargo autonómico. Ese hombre también desapareció, y estamos casi seguros de que fue secuestrado por Orgullo Obrero. Creemos que es una especie de impuesto revolucionario, sólo que muy selectivo. Extorsionar a los ricos no resulta fácil. Orgullo Obrero es una organización pequeña y probablemente les sea más rentable concentrarse en dos o tres personas colocadas en puestos decisivos y ordeñar al Estado a través de ellas. Claro que, para organizado todo, entre los terroristas debe de haber alguien con un buen conocimiento administrativo y financiero. ¿Observó usted algún cambio en el carácter de su marido en los últimos cuatro años? ¿Estaba más nervioso, inquieto, parecía asustado?

¿Observar? ¡Pero si hacía una eternidad que yo ni tan siquiera miraba a Ramón! Claro que esta era una de esas indignidades conyugales que todos nos callamos.

– No. No noté nada -dije con incomodidad.

– Ya veo. Bien, creemos que en algún momento de este proceso su marido empezó a quedarse con parte de los fondos que desviaba. Se fue haciendo un pequeño tesoro personal. Con el tiempo, suponemos, unos doscientos millones.

Calló y me miró con intención durante unos instantes. -Probablemente la tentación de ver pasar todo ese dinero por sus manos fue superior a sus fuerzas. Aunque también es posible que estuviera reuniendo ese capital para desaparecer. Para fugarse. Debe de ser muy duro vivir sometido a un chantaje terrorista durante años.

Le agradecí mentalmente a la juez esa puerta abierta a la dignidad. Sí, se lo agradecí de corazón.

– El caso es que los de Orgullo Obrero se enteraron de algún modo de ese fondo alternativo que Ramón Iruña se estaba haciendo, y le conminaron para que se lo entregara. Pero parece evidente que su marido fue mucho más heroico a la hora de defender sus propios millones que cuando estaba en juego el dinero público. Debió de negarse, y entonces lo secuestraron.

Le retiré el agradecimiento a la magistrada. En realidad, se trataba de una mujer muy fastidiosa.

– Le diré que ha tenido usted el teléfono intervenido, y que por sus conversaciones, y porque suelo tener un talante apacible y confiar en la bondad humana, he decidido creer por el momento en su ignorancia sobre todo este asunto. Comprendo que al principio mantuviera usted el silencio para proteger a su marido, pero ahora le puede ayudar mejor si lo cuenta todo. Y de paso se ayudará usted misma. Porque podría procesarla por complicidad en los delitos cometidos por el señor Iruña. Que son una buena colección, se lo aseguro.

Pues sí, lo conté todo. Ya estaba pagado el rescate y la juez conocía todo lo que no debía conocer, así que ¿qué mal podía causar a estas alturas que yo hablara? Al contrario: Ramón no aparecía, y tal vez lo que yo pudiera decir ayudara a la localización de los delincuentes. Por consiguiente, expliqué lo de los millones, y lo de los almacenes Mad amp; Spender, y lo del dedo seccionado, todo ello ante la presencia berroqueña del inspector García, que ni se movió ni dijo palabra en todo el tiempo. Por cierto que fueron a buscar el dedo de Ramón y le hicieron unas pruebas en el laboratorio, comparando los vellos congelados de la falange con unos cabellos que yo recogí del cepillo de mi marido. Al cabo, dictaminaron lo que yo ya sabía: que ambas muestras pertenecían al mismo individuo. Pero esto sucedió una semana después y en el entretanto pasaron muchas cosas.

Aquel día regresé a casa y expuse a mis amigos lo que la juez había dicho. Al repetirlo en alta voz, advertí con mayor claridad lo bochornoso de mi papel en el asunto. ¿Cómo era posible no haber notado nada? Conocí una vez a una mujer que me contó su historia: estaba casada y tenía tres hijos ya crecidos, y, según ella, su familia la trataba con la misma atención y sentimiento con que trataban al calentador de la ducha o al frigorífico, unos útiles domésticos imprescindibles para la comodidad cotidiana, pero con los que no solían mantener conversaciones apreciables. Y como prueba de lo que decía explicaba que una vez se golpeó con la puerta de una alacena y se le quedó el ojo morado durante dos semanas; y que durante todo ese tiempo nadie, ni su marido ni los tres gamberros salidos de sus entrañas, mencionaron ni una sola vez el ojo machucado. Pues bien: esta omisión que a mí me pareció ignominiosa cuando me la contaron, este desapego escandaloso y bárbaro, quedaba ahora empalidecido ante la supina insensibilidad de mi comportamiento.

– Parece mentira. No me puedo creer que haya vivido todos estos años con Ramón sin conocerle en absoluto. Cómo es posible que le estuvieran extorsionando durante tanto tiempo y que yo no me haya dado cuenta de nada… Pobre Ramón.

– Pues sí, en efecto, parece mentira… -dijo Félix, pensativo-. Pero sobre todo porque toda la historia suena bastante rara.

– ¿Qué quieres decir? A mí me parece de lo más lógica y razonable… O sea, todo eso del impuesto revolucionario y de ordeñar al Estado y demás que contó la juez.

– Ya. Y resulta que tu marido guarda en su caja fuerte dos cartas de los terroristas. No todas, sino sólo esas dos, que son justamente las que permiten deducir por qué defraudaba al ministerio y por qué le secuestraron.

– ¿Y qué hay de raro en eso? Posiblemente fueran las únicas cartas que recibió. Seguro que los terroristas se comunicaban con él por teléfono, para no dejar huellas. O en persona.

– Eso es verdad -intervino Adrián, que le quitaba la razón a Félix siempre que podía-. Me han contado que los etarras, por ejemplo, utilizan mucho el contacto personal para sus extorsiones.

– Sí, claro -remachó el vecino-. Y también es muy habitual que los terroristas pongan la fecha en sus cartas amenazantes. Ponen fecha, mandan copia a los archivos y apuntan el número de la carta en el registro de entrada y salida de correspondencia. ¿Pero no comprendes que eso es ridículo?

Vale, bien, de acuerdo; ahora que lo mencionaba Félix, me daba cuenta de que el detalle de la fecha ya me había resultado algo chocante en el momento en que leí las notas. Me extrañó, pero no le di mayor importancia, embebida como estaba en el extrañamiento general de toda la situación, en la desmesura de las revelaciones de la magistrada.

– Sí, eso es algo raro -concedí-. Pero entonces, ¿tú qué crees que sucede?

– A lo mejor hay una conspiración para intentar cargar a Ramón con las culpas del robo -se animó Adrián-. A lo mejor han falsificado las cartas y han secuestrado a tu marido para que parezca que el responsable es él. Por eso no notaste nada, porque no sucedía nada, porque todo es mentira.

Me sentí muy tentada de creer esa versión tan consoladora, esa versión que exculpaba a Ramón, que me exculpaba a mí. Félix sacudió la cabeza, incrédulo:

– Hay demasiados puntos oscuros en esta historia. Deberíamos buscar entre las pertenencias de tu marido, a ver si descubrimos algo.

– ¿Como qué?

– Lo que sea, algo, cualquier cosa que nos proporcione alguna información suplementaria. Por cierto, ¿no dijiste que habías encontrado la cuenta de un teléfono móvil? Repasemos todos los números. Tal vez haya alguno que sea interesante.

Era una buena idea, desde luego. Lástima que resultara imposible localizar la dichosa cuenta. Miramos en la mesa de trabajo de mi marido, en el cajón de la cocina en donde guardo los papeles de la casa, encima de las estanterías, junto al cuaderno del teléfono, entre los libros, entre las cartas del recibidor, incluso escudriñamos debajo del armario, por si se había caído. Nada. Nos pasamos una hora buscando ese papel, que yo creía haber dejado encima del escritorio de Ramón; y a medida que la batida se iba revelando infructuosa empecé a abrigar locas sospechas que guardé para mí: porque sólo podía haber sido Adrián quien se lo hubiera llevado. Él estaba en mi casa todo el tiempo, él entraba y salía con libertad, le hubiera sido muy fácil deshacerse del recibo del teléfono. A fin de cuentas, no conocía a ese muchacho en absoluto, me dije de nuevo. A fin de cuentas, había aparecido catapultado en mitad de mi vida como un alienígena llegado en una nave. No tenía amigos, no había referencias, nadie daba fe de su identidad y de su pasado. Y esa forma suya de ser tan contradictoria, en ocasiones aniñado y en ocasiones lúcido y maduro, ¿no sería en realidad una impostura? Como el hecho mismo de su coquetería. Porque a esas alturas ya estaba casi segura de que coqueteaba conmigo. ¿Era normal que un chico de veintiuno años encontrara atractiva a una mujer de cuarenta y uno? ¿O tal vez eso también formaba parte de su papel de emboscado, de su disfraz?

– Está bien -dijo Félix-. Olvidémonos de la dichosa cuenta. Vamos a ver si encontramos alguna otra cosa de interés.

Entonces iniciamos un registro sistemático de la casa y en especial de las zonas de influencia de mi marido, como sus armarios, sus estanterías y sus maletas. Resultó ser un trabajo extenuante, inútil y molesto. Al caer la tarde no habíamos hallado nada de interés y habíamos tragado más polvo que si hubiéramos atravesado una tormenta de arena en mitad del desierto. Iba a rendirme ya cuando Félix cantó victoria:

– ¡Mirad lo que hay aquí!

Era un teléfono móvil. Es decir, debía de ser el móvil de Ramón, ese aparato que yo nunca le había visto usar y con el que llamaba a los números eróticos. Estaba metido dentro de un calcetín y escondido en la puntera de una bota de mi marido. Un sitio un tanto extravagante, desde luego, para guardar un teléfono. En la otra bota, y arropado por otro calcetín, encontramos el cargador de la batería.

– ¡Qué raro que lo tuviera tan oculto! ¿No? -exclamó Adrián.

Félix no dijo nada: sólo gruñó de modo lastimero. Llevaba un buen rato a cuatro patas rebuscando entre los zapatos del armario y ahora estaba intentando ponerse de pie sin conseguirlo.

– Echadme una mano, por favor -tuvo que pedir al fin, mortificado.

– Perdona, sí, perdona -me apresuré a decir.

– Es cosa de la rodilla. Tuve un choque con una furgoneta y la articulación se me quedó algo dura -exclamó Félix, muy digno, cuando le levantamos: prefería creerse y hacernos creer que su decadencia tenía una causa externa y accidental, que no era producto de esa ignominia personal que es la vejez que nos crece dentro.

– Todavía le dura la batería. Está bajo, pero no se ha descargado del todo -dijo Adrián tras encender el móvil.

Y entonces Adrián hizo algo evidente, algo que se me acababa de ocurrir también a mí, algo en lo que hubiera pensado Félix al instante si no fuera porque Félix pertenece a otro mundo, a otra época, a una realidad sin teléfonos móviles ni memorias electrónicas: pulsó la tecla de llamada y la pantalla mostró automáticamente el último número que había sido marcado en ese aparato. Era el 91-3378146. No era una línea erótica, sino un abonado de Madrid.

– ¿Te suena ese teléfono? -dijo Félix.

– No. En absoluto.

– Entonces podríamos probar, a ver si hay suerte.

– ¿Probar a qué? -pregunté, temiéndome la respuesta.

– Podríamos llamar. A ver qué pasa. Llama tú. Y si contestan, di que es de parte de Ramón. Di que eres su mujer. Es la verdad.

Nunca me ha gustado hablar por teléfono, y resulta comprensible que aún me hiciera menos gracia hablar por el móvil que mi marido secuestrado tenía escondido en la puntera de una bota. Pero también a mí me intrigaba ese número. Tomé aire, apreté la tecla con mano temblorosa y me arrimé el aparato al oído. Un timbrazo, dos, tres. Empezaba a relajarme pensando que no contestaría nadie cuando descolgaron al otro lado:

– Qué hay.

Era una voz de hombre joven y desabrida.

– Ho… hola, soy… Llamo de parte de Ramón. Hubo un brevísimo silencio.

– Se ha equivocado.

– De Ramón Iruña. Ya sabe… Iruña.

El silencio fue mayor en esta ocasión. Cuando volvió a hablar, la voz del hombre se había tensado. Ahora era cortante, más chillona.

– No conozco a ningún Ramón.

– Creo que sí que lo conoce. Ramón me dijo que le llamara. Soy Lucía. La mujer de Ramón.

– Le he dicho que se ha equivocado. No moleste más -barbotó el tipo. Y colgó abruptamente.

Bien, la conversación no había servido de mucho. Pero yo estaba convencida de que aquel tipo mentía. Que ocultaba algo. Que por supuesto que conocía a mi marido. Estaba explicándoles esta sensación a mis amigos, y describiendo el tono de mi interlocutor y sus silencios, cuando de repente sonó el timbre del móvil. Dimos un respingo los tres y nos miramos los unos a los otros, sobrecogidos. Era como recibir una llamada telefónica del Más Allá.

– ¡Cógelo! ¡Cógelo! Terminará colgando -me instaron al fin Félix y Adrián.

Agarré el aparato con extremo cuidado, como si se tratara de un alacrán, y me lo acerqué al oído, temerosa:

– ¿Sí?

– ¿Ramón Iruña?

Era la voz. Era el mismo tipo con el que antes había hablado.

– No… No está. Soy Lucía, su mujer. Ya… ya le he dicho que le llamaba de parte de él. De nuevo una breve pausa.

– Aja. Comprenderá que tenía que comprobar la llamada -dijo al fin.

– Sí, sí, claro.

– Además, él me dijo que usted no sabía nada.

– Sí, sí, claro. O sea, no sabía. No, no, no sabía.

– ¿Estamos hablando de lo mismo?

– Sí, sí, claro -dije, más perdida que Robinsón Crusoe.

– Aja. Pues siento el susto, pero comprenderá que no era nada personal.

– Nada. Nada personal.

– Yo soy un profesional, que quede claro.

– Por supuesto.

– Aja. Bien, dígame.

– ¿Qué? -me espanté.

– ¿Qué quiere que haga?

– ¡Ah, eso! -me espanté más: se me había quedado la cabeza en blanco.

– Pero le aviso de que ahora mi precio ha subido al doble. Esta vez no quiero más sorpresas.

– Aja -asentí, mimética perdida por mi nerviosismo. Entonces se me ocurrió una idea salvadora-. Mire, no quiero hablar del tema por el móvil. Ya… ya sabe cómo son los móviles, lo que dices lo escucha todo el mundo. Mejor nos vemos.

– Bien. ¿En el sitio de siempre?

– Aja. ¡Digo no! En el sitio de siempre, no. Mejor en… En… Félix me pasó una notita garabateada a toda prisa.

– ¿En la barra del Paraíso? -aventuré-. Ya sabe, el café que está en…

– Aja. Lo conozco. Muy bien, mañana a la una de la tarde en el Paraíso. Y traiga dinero. Sin dinero no hay trato.

Corté la comunicación presa de una excitación increíble. Sudaba, me ardían las orejas, me temblaban las manos y el corazón me daba brincos en el pecho, y he de decir que todos estos síntomas resultaban enardecedores, estimulantes. Supongo que el placer ancestral del cazador es semejante a eso.

Sin embargo, a medida que se me fue pasando el vértigo del acecho y enfriando el nerviosismo hizo su aparición otra emoción que al cabo de pocos minutos ya se había adueñado por completo de mi cabeza: un ataque de terror puro, acompañado del arrepentimiento más completo por habérseme ocurrido telefonear a nadie.

– ¡Dios mío! ¿Pero cómo he podido ser tan irresponsable, cómo me habéis dejado hacer lo que he hecho? ¡Ahora he quedado con no sé quién, tal vez con un terrorista, o con un asesino, y ahora ese asesino me pide dinero por no sé qué, y sabe quién soy yo, y debe de saber también en dónde vivo, y si no aparezco mañana en el Paraíso me vendrá a buscar, y si aparezco seguro que todavía será mucho peor!

Tanto me angustié, y, a decir verdad, tenía tantas razonables razones para angustiarme, que acabamos decidiendo entre los tres que avisaríamos a la policía. De modo que llamé al inspector García, que en cuanto se enteró de lo que se trataba se vino para casa presuroso. A la media hora lo tenía sentado a la mesa de la cocina, con el móvil en la mano y su cara de hurón anoréxico algo más vivaz que de costumbre.

– Muy interesante. Importante pista. Bien hecho. La cita. La llamada. Mañana iremos todos -telegrafió en su habitual estilo.

– ¿Cómo? ¿Pretende usted que vaya al Paraíso?

– Claro. Estará protegida. No pasará nada. Muchos policías.

¡Eso es precisamente lo que más me asusta! Que esté todo lleno de policías. O sea, el tipo ese se dará cuenta de que le he traicionado y me rebanará el cuello.

– No, no. Le detendremos. Seguro.

– ¿Y no podrían poner a una mujer policía en mi lugar? -aventuré, recordando alguna película.

– No. Él la conoce a usted. Me parece. Tiene que ir.

En efecto, eso también lo sabía yo: tenía que ir. Era la única pista que podía llevarnos a Ramón, que seguía sin dar señales de vida. Ramón y su dedo amputado, pobrecito; Ramón desconocido, Ramón ignorado por mí, un Ramón un poco turbio e inquietante pero que seguía siendo mi marido y que tal vez se encontrara ahora mismo en una situación de extremo peligro. Se lo debía.

De manera que fui. En ayunas, porque vomité la tila que intenté beberme. El Paraíso es ese antiguo café de la Gran Vía al que suelen acudir habitualmente los artistas: pintores, escritores. Tiene una barra grande en forma de U y unos veladores de hierro oscuro y mármol que fueron tomados por una horda de policías camuflados. Fue un despliegue de seguridad digno, de una superproducción de Hollywood; pero, a diferencia de las películas, aquí los agentes del orden despedían tal peste a policías que resultaba imposible ignorar su presencia. Por muy de paisano que estuvieran, era evidente, al menos para mí, que aquellos tres sólidos y rústicos muchachos de la esquina, con un sonotone cada uno en la oreja, no eran parroquianos casuales, lo mismo que el hombre de bigote de la puerta que leía eternamente la misma página del periódico, por no hablar del inspector José García, que permanecía acodado en el viejo mostrador de bronce y madera con un aire tan desinteresado e inocente como el de un buitre junto a un moribundo. Para las doce y media, me dijeron, ya estaban todos los hombres en sus puestos; para la una menos diez llegué yo. Me instalé en un extremo de la barra, el más lejano de la entrada, y permanecí allí con la boca seca, basculando el peso de un pie a otro y dejando de respirar cada vez que alguien empujaba desde fuera la alta y estrecha puerta de cristales opacos. Transcurrió muchísimo tiempo; el café que me habían servido se enfrió sin que lo probara, y las mandíbulas me empezaron a doler de tanto apretar los dientes. A las dos y cuarto de la tarde hubo un sobresalto, un súbito revuelo, una carga policial en toda regla. Un muchacho que había intentado escapar fue zarandeado, espachurrado en cruz contra la pared, acoquinado y registrado. Le encontraron una china de hachís y un gramo de coca de calidad mediocre, pero evidentemente no era nuestro hombre. A las tres de la tarde, mientras los del sonotone pedían bocadillos de jamón de Jabugo al camarero, el inspector García decidió que debíamos dar por terminada la operación.

– No funcionó. Estas cosas pasan. Ser policía es duro. Es una vocación, más que una profesión -me dijo, taciturno-. Quizá no ha venido. Quizá sí ha venido y sospechó algo. Voy a ponerle escolta, por si acaso.

O sea que regresé a casa de la peor manera posible: con el mismo miedo que antes, con mayor inseguridad e incertidumbre y con dos hombres de vigilancia pegados a la espalda. Los gorilas subieron conmigo y entraron los primeros en mi piso para verificar que todo estuviera en orden, y después se bajaron al portal.

– Por lo menos ahora, con los guardias ahí abajo, te sentirás más segura -dijo Adrián, intentando animarme.

Pero a mí me parecía que era justo al contrario: los guardias estaban ahí abajo precisamente porque la situación era ahora más indeterminada y peligrosa. Mi vida de antes, tediosa e insustancial, empezaba a parecerme la mejor de las vidas. Siempre he sido muy cobarde: tengo la imaginación y la debilidad emocional suficientes para ello. Así es que en esas horas posteriores a la cita frustrada del café imaginé las mil y una maneras posibles de asesinarme: cómo el desconocido del teléfono se colaría por la ventana de la cocina descolgándose desde la terraza; cómo despistaría a los policías y entraría tranquilamente por la puerta; cómo se habría escondido en el cuarto de calderas del sótano; cómo subiría trepando por el canalón del patio; o cómo se encontraría ya (tal vez) en casa de Adrián, si es que Adrián (tal vez) tenía relación con los secuestradores.

Sin embargo, este rapto de paranoia acabó muy pronto y de manera abrupta. Esa misma noche recibí una llamada del inspector García. Fue al filo de las doce, la hora de las maldiciones y las brujas.

– Véngase a comisaría, por favor. Información importante.

Fui para allá con el ánimo encogido y escoltada por los gorilas. El inspector me hizo pasar enseguida a su despacho, que olía a tigre y a tabaco frío. Me tendió un periódico abierto por las páginas locales.

– Es El País de mañana.

«Hombre asesinado a tiros a la salida de su casa en un posible ajuste de cuentas», decía el titular, y debajo venía una pequeña foto de carné: un tipo joven, moreno, con aspecto campesino, no desagradable en sus facciones. Un rostro para mí familiar.

– Creo… Creo que este hombre fue uno de los que nos intentaron atracar -dije con desmayo.

– ¿Sí? Interesante.

García me enseñó entonces otras fotografías, retratos de archivos policiales, sombrías instantáneas hechas en los momentos de la detención. Sí, no cabía duda: ese hombre era el atracador.

– Pues él era él -dijo García tautológicamente-. El del Paraíso. Al que esperábamos. Su teléfono es el teléfono. Por eso no vino.

– ¿Por qué?

– Porque estaba tieso.

Leí la noticia con atención: le habían matado a las 10.45 de la mañana. Desde un coche. Una mano desconocida asomando con letal precisión por la ventanilla. El método no era muy común, pero había sido abundantemente usado por los terroristas. «Urbano Rejón Olla, alias el Ruso, tenía numerosos antecedentes por robo a mano armada, extorsión y estragos.» Urbano Rejón Olla era el finado, la voz, mi atracador. Un muerto que me salpicaba con su sangre, haciéndome sentir extrañamente implicada o incluso responsable, hundiéndome un poco más en el pantano de la pesadilla.

– Mala suerte. Alguien lo ha callado para que no hablara.

Regresé en taxi, porque García decidió quitarme la escolta esa misma noche. Según él, desaparecido Urbano, yo ya no estaba en peligro, un razonamiento que yo no acababa de entender.

– Tengo la sospecha de que no te puso la escolta para protegerte, sino para usarte de cebo y detener a Urbano si intentaba ponerse en contacto contigo -dijo Félix-. En realidad, no creo que tú hayas corrido nunca ningún riesgo.

Podía ser; pero el asesinato del atracador demostraba que esta gente mataba. No sólo secuestraban, no sólo rebanaban dedos: además, mataban. Pobre Ramón. Aunque no, tal vez pobre de mí. Porque ahora empezaba a entender la conversación del móvil con el hombre. Lo que le habían dicho que yo no sabía. Y por qué decía que no era nada personal. ¿Le había encargado Ramón que me atracara? Pero no, era absurdo, no tenía sentido. Alguien debía de haberse hecho pasar por mi marido. Eso sí. Eso era posible. Alguien que aparentaba ser lo que no era. Eso es fácil de hacer. Eso es muy común. Cuántos hay que fingen que son otros, que son quienes no son. Esa mañana, Adrián había bajado muy tarde a desayunar: eran casi las once y media de la mañana. Dijo que había pasado una noche muy mala, inquieta e insomne, y que después había dormido en exceso. Muchas explicaciones, tal vez demasiadas. Palabras para tapar la ausencia y para construir una coartada. Palabras que camuflan la posibilidad de un viaje en coche y de una mano armada que dispara y que mata.


Cabría preguntarse por qué Lucía Romero desconfiaba tanto de Adrián. ¿Por qué no sospechaba de Félix, que a fin de cuentas, y según propia confesión, había sido un delincuente y un terrorista? ¿O de José García, el inspector, que tenía la mirada torva y la boca sumida de un malo de película? Pero no, ella concentraba sus recelos en el muchacho. Era cierto que contra él se podían aducir algunas raras coincidencias, el entramado acusador de un puñado de suposiciones. Pero eran argumentos nimios y a la postre inconsistentes. No bastaban para justificar su actitud.

Probablemente el miedo de Lucía viniera de otro lugar. De la juventud de Adrián, por ejemplo. De su atractivo. Y del hecho fundamental de que fuera un hombre. La juventud, por empezar por el principio, era un atributo inquietante. Algunos suponían que toda juventud era inocente, entendiendo la inocencia como una suerte de predisposición automática a la bondad. A Lucía, en cambio, los jóvenes le producían desasosiego por su imprecisión: no eran inocentes, sino indeterminados, seres a medio hacer que todavía no habían revelado su capacidad para la grandeza o la miseria, para la solidaridad o la tiranía. Y no es que no fueran ya, dentro de sí, lo que luego serían: egoístas mediocres, o salvadores de la humanidad, o asesinos seriados. Eran todo eso y mucho más, sólo que aún no habían cumplido los actos que los construirían públicamente como personas. Hitler fue adolescente, y Jack el Destripador fue adolescente, y Stalin debió de lucir, en su primera edad, una sonrisa deliciosa de adolescente georgiano. De modo que los jóvenes eran una especie de emboscados de sí mismos, identidades camufladas que se iban construyendo con los años, hasta llegar a la culminación final del ser, que es la vejez. Por eso Félix no asustaba a Lucía: el anciano ya había demostrado lo que era, había completado la metamorfosis. Pero Adrián todavía era una incógnita. A saber qué traiciones, qué maldades e ignominias podía esconder aún dentro de sí.

Pero todavía temía más Lucía, en Adrián, el peligro del hombre. No hay mujer en la tierra que no conozca o no intuya el daño del varón, el dolor que el otro puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y con esto Lucía no se refería a las lágrimas del desamor y del desencanto, a que no te quieran como tú deseas ser querida, a que al final tu amado te abandone por otra. Estos son dolores simples de corazón, aunque resulten lacerantes como un cuchillo al rojo. No, lo que de verdad temía Lucía, el peligro del hombre en su sustancia, era todo lo indecible que engloba el otro sexo, era la perversión, el espejo oscuro. La capacidad que el hombre tiene de acabarte.

Todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. ¿En qué momento, por qué y cómo se convierte el vagabundo en vagabundo, el fracasado en un fracaso, el alcohólico en un ser marginal? Seguramente todos ellos tuvieron padres y madres, y tal vez incluso fueron bien queridos; sin duda, todos creyeron alguna vez en la felicidad y en el futuro, y fueron niños zascandiles, y adolescentes de sonrisas tan brillantes como la de Stalin. Pero un día algo falló y venció el caos.

La perdición personal es insidiosa: se agazapa en nuestro interior como una enfermedad tropical, latente y furtiva, aguardando durante años o puede que décadas a que bajemos la guardia, a que se nos agrieten las defensas, para poner en marcha entonces el mecanismo de la demolición. Ahora bien, Lucía había observado que el amor era a menudo el caballo de Troya que permitía el triunfo del enemigo interior. Ese era el miedo principal de Lucía al hombre: miedo a perderse, a enajenarse. Pavor al varón que tiraniza y a la mujer que se deja tiranizar. A darlo todo por él, incluso la cordura, y llamar amor a ese penoso acto de vulgar destrucción. A basar la relación en el dolor y depender de ello. Por toda esa oscuridad que hay entre los sexos, Lucía temía a los hombres. Y tal vez fuera por eso por lo que sospechaba de Adrián: era peligroso porque era atractivo. Años atrás, mucho antes de que apareciera Ramón en su vida, en una época promiscua y un tanto loca, a Lucía le sucedió algo extraño. Empezó a encontrar mensajes insultantes en su contestador: «Guarra, puta, cabrona.» Era una voz de mujer, una voz joven; y desgranaba insultos muy manidos, muy poco elaborados, casi candidos en la simple rotundidad del exabrupto. En otras ocasiones alguien llamaba mientras Lucía estaba en casa, y al descolgar el auricular no se escuchaba nada, o, mejor dicho, se escuchaba ese silencio expectante y húmedo, empapado de aliento retenido, que una presencia al otro lado de la línea siempre impone. El asunto duró tres o cuatro semanas y para Lucía era un pequeño fastidio sin importancia, porque ni la voz ni el contenido de los mensajes resultaban en verdad alarmantes: tal vez fuera una adolescente estúpida, tal vez una loca inofensiva, tal vez una telefonista aburrida que fuese al mismo tiempo adolescente, estúpida y un poco loca. Salvo en el momento de escuchar los mensajes, Lucía ni se acordaba de esa voz anónima.

Una noche regresaba de cenar y estaba abriendo la puerta de la calle cuando escuchó el timbre del teléfono. Se abalanzó hacia el aparato con el sobresalto que provocan las llamadas tardías, y supongo que también con la esperanza de que fuera Hans. Pero no. Era una voz de mujer.

– ¿Lucía?

– Sí.

– Soy Regina.

– Ah, Regina -dijo Lucía, disimulando educadamente mientras rebuscaba en su memoria. El nombre no era demasiado común, pero pese a ello no le evocaba nada-. Regina… ¿Qué Regina?

– Hazte la tonta ahora… Hazte la despistada… No creí que fueras capaz de fingir que no me conoces.

Lo que más sorprendió a Lucía no fueron las palabras, sino el rencor y la amargura con que fueron dichas.

– ¿Pero qué dices? Perdona, pero ahora mismo no tengo ni idea de quién eres.

– Soy la mujer de Constantino -escupió la voz.

Nueva indagación en la memoria. Constantino: ni un eco en las neuronas. Y mucho menos ya el binomio Regina y Constantino, tan de emperadores austrohúngaros. De haberlos conocido, no hubieran sido fáciles de olvidar con ese nombre.

– Pues sigo igual: no me suena ningún Constantino y no te localizo.

– ¡¿También le niegas a él?! ¡Pero qué cinismo! Eres lo… lo más bajo, eres… eres horrible.

Cualquier persona sensata que recibe una llamada de este tipo a las doce y media de la noche, no se queda con el auricular en el oído dejando que una loca anónima la insulte. Incluso Lucía, a quien no se puede definir como sensata, estaba en efecto a punto de colgar, harta de la incoherente agresividad de su interlocutora, cuando la mujer añadió algo más:

– En cambio, para ser la amante de mi marido, para alardear de él y pasearlo por todo Madrid, sí que tienes descaro, pero ahora no te atreves a admitirlo delante de mí. Eres una cobarde.

¿Amante de su marido? Nueva búsqueda frenética por los recovecos de la memoria: Constantino, o quizá Constante, o tal vez Tino, ¿conocía ella a alguien llamado así? ¿Se habría acostado con él, quizá, y lo había olvidado? Un abismo se abrió a los pies de Lucía: ¿era posible que hubiera mantenido una relación semejante sin recordarlo? ¿Podemos vivir una vida diurna paralela y amnésica, semejante a la vida nocturna del sonámbulo? La habitación, fría y todavía medio a oscuras, porque con las prisas sólo había encendido provisionalmente la luz del pasillo, empezó a convertirse bajo la mirada de Lucía en un lugar extraño, como si ya no fuera posible reconocer los conocidos muebles, como si todas las superficies hubieran sufrido una ligera pero indudable distorsión, como si el aire mismo empezara a convertirse en un aire inhumano e irrespirable.

– ¿Cómo dices? -preguntó Lucía con la boca seca.

– Y le regalas sortijas para que se las ponga y me mortifique. Ah, no, eso sí que no. Ella no recordaba haber regalado nunca una sortija a un hombre. No se le ocurriría. ¡Qué mal gusto! No entraba en su cabeza. ¡No podía ser ella, por supuesto! El aire recuperó su antigua ligereza y la habitación dejó de derivar hacia la irrealidad.

– Pero ¿con quién quieres hablar? -preguntó entonces, más tranquila.

Por primera vez, la voz del otro lado pareció algo confundida:

– Con… Con Lucía Romero, claro.

– ¿Lucía la chica morena, pequeñita, como de veintitantos años? -insistió Lucía, redefiniéndose en cada dato frente a la inquietud de un posible e indeterminado aluvión de Lucías Romero pululando por ahí y regalando sortijas a los hombres casados.

– Sí, sí, ¡claro! La que escribe cuentos para niños,-replicó la otra con impaciencia.

Lucía suspiró: pues sí, era ella. Pero no era ella.

– Pues soy yo, en efecto. Pero no soy yo. Te aseguro, te prometo, te juro que no conozco a ningún Constantino.

Regina empezó a mostrar alguna fisura en su convencimiento: enumeró sus pruebas con voz airada, pero en realidad parecía recitarlas para convencerse:

– ¡Cómo que no, si le he oído hablar contigo por teléfono, si he leído cartas tuyas, si he visto la sortija! Y dale con la sortija.

– ¿Has oído mi voz cuando se supone que él hablaba conmigo? ¿A que no has oído nada? Y las cartas se pueden falsificar muy fácilmente. Lo mismo que la sortija. Se la habrá comprado él.

– Es verdad que una vez, cuando quise coger el auricular, ya habías colgado… -murmuró Regina, pensativa-. Pero no puede ser. No puede ser que todo sea mentira, no me lo creo. Y además, él lo conoce todo de ti y de tu casa, él sabe tu dirección y tu teléfono, ¡a que te puedo describir la sala en donde estas! Tienes una mesa redonda con un paño indio sobre el tablero, y una mecedora antigua de rejilla, y un sofá rojo…

Cualquier persona sensata a la que llama una mujer anónima a las doce y media de la noche para contarle una historia tan peregrina como esta hubiera decidido a estas alturas que ya había tenido suficiente, y habría cortado la comunicación sin más demora. Pero Lucía tal vez no esté del todo en sus cabales, y además era cierto que tenía una mesa redonda con un paño indio, y una mecedora de madera. El sofá, en cambio, era azul oscuro, pero en la penumbra alucinada de la habitación el color empezó a virar rápidamente hacia un rojo sangrante. Lucía hizo un esfuerzo para controlarse:

– Sí, que el tal Constantino conozca algunos datos míos es inquietante, y me gustaría saber por qué es así. Pero te aseguro que no sé quién es, y que no tenemos ninguna relación, y que yo no le he regalado una sortija a nadie.

Eso, la sortija, era el principio de realidad, el detalle tranquilizador e inamovible.

– Y si no me crees, estoy dispuesta a encontrarme con ese tal Constantino ahora mismo, a ver si es capaz de mantener su historia. Mira, a mí me da lo mismo, pero lo digo por ti, porque ten por seguro que ese hombre te está engañando.

Cualquier persona sensata, etcétera; pero Lucía, en vez de etcétera, es decir, en vez de colgar, empezaba a sentirse imbuida de un afán clarificador irresistible. Es por esta chica, es por esta pobre víctima, por la tal Regina, por solidaridad con la esposa engañada, se decía Lucía mientras intentaba convencer a la mujer de que se vieran. Pero en realidad era por la inquietud que le producía la existencia de esa otra Lucía Romero fantasmal. Necesitaba acabar con ella, asesinarla, saberse definitivamente a salvo de esa otra vida suya. Bastante barullo era ya tener que convivir con las personalidades interiores como para tener que afrontarlas además en la superficie.

De modo que Lucía consiguió convencer a la angustiada y dubitativa Regina, que para entonces ya estaba francamente histérica, de la conveniencia de hacer una cita.

– Pero él no querrá venir, estoy segura…

– No le digas que has hablado conmigo. Llévatelo a algún bar al que vayáis normalmente, y ahí aparezco yo.

El lugar elegido fue un mísero barecito en la calle de la Victoria, porque los Emperadores Austrohúngaros vivían cerca. Regina iría a recoger a su marido, que trabajaba en la cocina de un restaurante y salía a la una y media de la mañana (antes había sido repartidor de pizzas, y se supone que fue así como conoció a Lucía, eso contó la chica: un día salió Lucía en televisión y Constantino dijo: «a esa mujer la conozco, ésa es clienta mía, la he llevado algunas pizzas, es una coqueta, quiere ligar conmigo), y le convencería para acercarse al bar.

Cuando Lucía llegó al cafetucho de la cita no había nadie. Eran las dos menos veinte de la madrugada y el malencarado camarero se negó a servirla:

– Estamos cerrando.

Tuvo que salir y esperar en la puerta: el efecto sorpresa quedaba estropeado. Era el mes de febrero, hacía frío, las estrechas calles estaban desiertas. Los vetustos edificios, desconchados y sucios, parecían más pobres y más tristes a la luz desapacible de las farolas. El camarero arisco echó estruendosamente el cierre y se marchó. Lucía siguió esperando, cada vez más inquieta. No le gustaba estar allí, en el viejo centro de Madrid, sola y de noche. Estaba empezando a pensar en marcharse cuando vio llegar corriendo a una muchacha.

Porque era una muchacha: no aparentaba más de veinte años.

– Hola… Soy Regina… -dijo sin aliento.

Era verdaderamente guapa, una belleza, pese a su pelo mal teñido de rubio, y a sus pantalones baratos muy apretados, y a la horrorosa chaqueta vaquera forrada de borrego sintético y con tachuelas doradas sobre los hombros. Pero tenía unos ojos verdosos espectaculares, la expresión fina y viva, una boca perfecta; y era alta, mucho más alta que Lucía, una chica grande y bien formada.

– No he podido traerle… Ha sospechado algo… Se ha ido corriendo en dirección a casa… Si nos damos prisa, lo alcanzamos.

Y se dieron en efecto tanta prisa que Lucía no pudo pararse a pensar en lo que estaba haciendo. Salió Regina disparada y Lucía fue detrás, torciendo esquinas del laberinto urbano, escurriéndose entre coches mal aparcados, enfilando calleja tras calleja, cada vez más oscuras, más estrechas, negros callejones húmedos y relucientes por la cercana lluvia, abandonados pasadizos de una ciudad fantasma, hasta que Regina se internó en un pasaje comercial, una decrépita galería que debía de resultar sórdida incluso a plena luz, pero que ahora, con las tiendas cerradas y en penumbra (ruines pañerías, mercerías polvorientas, destartaladas casas de ortopedia), era el escenario de una pesadilla. Adonde me lleva, qué quiere verdaderamente de mí esta mujer, por qué me he metido en esta trampa, se dijo Lucía con terror súbito mientras cruzaba el corredor infame, ensordecida por el eco de sus propios pasos y con la cabeza llena de vagas imágenes sangrientas. Pero no, ya acababan de atravesar la galería, ya salían al otro lado, de nuevo la calle y la noche y la lluvia y las farolas de luz mortecina. El pasaje comercial había sido un atajo, porque allí, unos metros más arriba, en la otra acera, una figura cabizbaja y oscura caminaba con rapidez entre las sombras.

– Es él -gimió la muchacha-. Es Constantino. Salió corriendo en pos del hombre con fuerte zancada de valquiria, mientras Lucía la seguía al paso y sin aliento. Les vio juntarse en lo alto de la cuesta, dos cabezas inclinadas susurrando inaudibles murmullos, y el fatigado corazón le dio un brinco en el pecho. Era el final de la búsqueda, la solución del enigma, el espejo encantado. Hizo un esfuerzo por avivar el paso y cubrió los últimos metros de la subida. Cayó sobre la pareja por la espalda; estaban a poca distancia de un farol y pudo verle bien la cara cuando se volvió. Era también joven, tal vez veinticinco. Menudo, muy bajito, apenas un palmo más alto que Lucía; feo y dentón, con cara de roedor y cuatro pelos lacios y rubiatos que ya dejaban entrever los estragos de una calvicie prematura. Pero lo más llamativo eran sus ojos, agrandados por unas gruesas gafas de astigmático, unos ojos despavoridos que parecían enormes y bulbosos tras los lentes, sus ojos como peces espantados moviéndose dentro de la pecera de las gafas. -Perdón… perdón -balbució el roedor medio desfallecido. No le conocía, pensó Lucía con alivio triunfante, era verdad que no le conocía, la otra Lucía Romero no existía, sólo había una Lucía Romero y era ella. Y también pensó: de modo que era esto. Un hombre extraordinariamente feo y una mujer bellísima. Un hombre inseguro que tortura a su amada para retenerla. Y una mujer masoquista que ama a quien le daña. Reconocía Lucía esa materia abisal, magma caliente. Los infiernos acaban siendo parecidos. En alguna de sus vidas, presentía Lucía, ella podría haber sido Regina, o Constantino, o la amante que regalaba anillos. En el daño hay una zona oscura, indeterminada, en donde todos los papeles son intercambiables.

– Bueno, no… No te preocupes -respondió Lucía al hombrecito de los desencajados ojos-peces-. No importa, está perdonado, por mí no pasa nada; ahora tienes que cuidarte tú y ver por qué haces eso, porque no es muy normal.

No, no era normal, o tal vez fuera lo más normal del mundo, propio de la locura general que nos habita, que Constantino se inventara una vida falsa, que Regina telefoneara anónimos insultos a la supuesta rival, que Lucía saliera a todo correr a perseguir espejeantes quimeras de madrugada. Y todo esto, el dolor, la inquietud, la indigna dependencia, la miseria de los días y las noches, todo esto por amor, o así denominaban a esta patología, a la necesidad del otro que destruye, a la ferocidad antropofágica, son caníbales aquellos que para amar devoran. Si lo siniestro es la irrupción del horror en lo cotidiano y lo apacible, no hay nada más siniestro que el amor que envilece; y por ese agujero negro, rugiendo como un dragón y echando fuego, emerge la perdición de cada cual.

Recordaba ahora Lucía, apenas veinticuatro horas después de la muerte del delincuente, aquella vieja historia de Constantino y Regina, y sentía que con Adrián podría correr el riesgo de abrir un pantano parecido. Su relación con el muchacho era cada vez más turbia, más fangosa. Cada vez desconfiaba más de él, pero era un recelo irracional, involuntario. Adrián había bajado tarde a desayunar el día anterior, pero esto ¿le convertía acaso en un asesino? ¿Creía verdaderamente Lucía que Adrián estaba en connivencia con los terroristas? No, la verdad es que no, en el fondo Lucía no lo creía. Entonces, ¿por qué tantas suspicacias, y por qué sentía esa agresividad creciente hacia él?

Una agresividad idiota e incontrolable que hacía que se comportara como una niña. Así había sucedido esa misma tarde, después de comer, cuando Félix y Adrián se enzarzaron en una de sus discusiones habituales:

– Pues sí, por supuesto, claro que creo que hay algo más. No digo un Dios, un Dios a la antigua, me refiero, pero sí algo, no sé… Por ejemplo, la reencarnación me parece una idea de lo más sensata -estaba diciendo Adrián acaloradamente.

– Ya, la reencarnación. Pues ya ves, a mí no me cabe en la cabeza. Eso de haber sido una prostituta en el siglo XVI, pongo por caso. Absurdo -contestó Félix, displicente.

– Es que no es eso, exactamente. Lo estás ridiculizando, lo estás abaratando.

– Puede que sí. Pero es que tú no sólo crees en la reencarnación, sino que pareces dispuesto a creer casi en cualquier cosa. Tienes una credulidad universal. Eres un chico listo, pero a veces te impresionan cosas que pertenecen directamente al ámbito de la magia de feria. De verdad, sin ánimo de ofender, a veces sostienes unas tonterías irracionales que me dejan atónito. Como esa teoría tuya de las coincidencias, de los rayos sin tormentas y las muertes extrañas -dijo Félix.

– Vaya, me encanta, es comodísimo eso de decir: «sin ánimo de ofender, sin ánimo de ofender», y luego ponerse a insultar al oponente. Y además, no me llames chico listo: me revienta. En cuanto a lo otro, yo no digo que tenga una respuesta para todas esas muertes, y ni siquiera aseguro al cien por cien que sea un fenómeno paranormal; sólo digo que son unas coincidencias muy extrañas, y no soy el único en desconfiar de las coincidencias, ¿sabes? Arthur Koestler, por ejemplo, que era un intelectual muy interesante, tiene un libro que dice que las coincidencias son…

– ¡Bah! Un comunista, el Koestler ese. Menudos intelectuales, los comunistas.

– No señor, no señor, porque da la casualidad de que se salió enseguida del partido y escribió libros feroces denunciando el estalinismo, así que ya ves por dónde te estás equivocando -alardeó de erudición Adrián, encantado de haberse apuntado un tanto tan fácil.

– Da lo mismo que se saliera luego, ya sé que lo dejó. Es el haber pertenecido al partido alguna vez lo que indica el modo en que tenía organizada la cabeza. El anarquismo enseñaba a pensar, enseñaba a leer, a desarrollar el criterio individual, a ser libre intelectual y moralmente. Pero el comunismo siempre fue una secta. Allí iban a parar las mentes débiles que buscaban el alivio de los dogmas de fe y de las certidumbres.

– No pienso ponerme a discutir ahora sobre el comunismo o sobre la cuadratura del círculo. Estábamos hablando de la cantidad de cosas que no conocemos. Mira, el libro este de Koestler, El abrazo del sapo, trata de un biólogo vienes de los años veinte, Paul Kammerer, que dijo que las coincidencias no existían, sino que se debían a una ley del Universo aún no descubierta, una ley física como la de la gravedad, él la llama la ley de la serialidad, por la cual las cosas y los elementos y las formas y los hechos tienden a ordenarse por tandas de semejanza, por series homogéneas. Porque en el Universo, decía Kammerer, hay una pulsión ciega hacia la armonía y la unidad.

– No, si acabarás inventando a Dios un día de estos.

– Pues te diré que la teoría de Kammerer le pareció muy interesante a un montón de gente importante, ¿sabes? A Einstein y a Jung y gente así. Claro que para entenderla hay que tener la cabeza un poco abierta, porque tú alardeas mucho de flexibilidad intelectual, pero a mí me parece que eres un dogmático.

– ¿Dogmático yo? Ahora sí que eres tú el que está insultando. ¿Dogmático yo, que he combatido toda mi vida contra el totalitarismo intelectual y político? ¿Pero tú tienes alguna idea de lo que es el anarquismo? Mira, te voy a decir lo que sucede. Lo que sucede es que los de vuestra generación no tenéis cojones para ver el mundo como es, un mundo sin Dios y sin paraíso y sin Más Allá; no hay más mundo que este y eso es duro de tragar, eso amarga, hay que ser muy persona para aguantar el miedo, y eso te lo digo yo, que tengo ochenta años y casi estoy ya en el agujero; y que he visto cómo casi todos mis conocidos, a medida que iban envejeciendo, se iban haciendo creyentes como por milagro, de jóvenes eran ateos furiosos y luego se convirtieron en meapilas; porque la oscuridad acojona, te lo aseguro. Pero hoy los jóvenes sois tan cobardicas, tan insustancíales y poco sólidos, que ni siquiera de jóvenes aguantáis el vacío, y así os va, que estáis dispuestos a creer hasta en los cuentos de hadas, hasta en el Imperio de las Galaxias, vamos, con tal de creer en algo. Los de mi generación, por lo menos, supimos aguantar el vértigo de vivir sin apoyarnos en ninguna creencia. En realidad, Lucía no estaba de acuerdo con el viejo; en realidad, pensaba que en los años de juventud de Félix el mundo estaba lleno de creencias, tal vez no divinas pero sí religiosas, creencias en la victoria final del proletariado, o en la revolución futurista de las máquinas, o en la refundación nacional-socialista; incluso el propio Félix había sido un hombre de fe, un apóstol de la buena nueva, un predicador de la humanidad feliz y libertaria. En realidad, era ella, Lucía, ella y su generación de cuarentones, quienes se habían quedado de verdad en tierra de nadie, en un mundo desprovisto de fe y de trascendencia, en una sociedad mediocre y sin grandeza en la que nada parecía tener ningún sentido. ¡Qué sabía Félix de vivir en la inclemencia y sin abrigo! Todo esto era lo que hubiera debido contestarle a Félix, pero eso hubiera supuesto un apoyo, un refuerzo para Adrián, y Lucía no estaba dispuesta a concederle al muchacho ni una brizna de aprecio aquella noche. Antes al contrario, quería hacerle daño y vengarse de las heridas aún no recibidas, de las cicatrices del porvenir. De manera que dijo:

– Estoy de acuerdo contigo, Félix.

Y lanzó a su vecino una sonrisa encantadora que en realidad estaba dedicada sólo a Adrián. El muchacho frunció el ceño:

– Está bien, si os ponéis ya los dos en contra de mí, entonces no quiero seguir con esta discusión absurda -dijo, y se levantó y salió de la cocina.

Lucía le echó de menos al instante. Pero qué me sucede, pensó con turbación, por qué me comporto de este modo. Porque por entonces Lucía sabía mucho menos de sí misma que lo que yo sé ahora sobre ella, y todas estas cosas que acabo de escribir sobre el miedo a los hombres, y el peligro, y el daño, aunque ya las barruntaba Lucía por entonces, no las tenía tan claras. Así es que echó de menos a Adrián y se sintió furiosa por añorarlo. Entonces decidió reparar la lámpara de la sala, que llevaba rota un par de meses. Sí, repararía la lámpara y así arreglaría cuando menos una diezmillonésima parte de este jodido mundo. Cogió la escalera plegable, los destornilladores, los alicates. Era una lámpara halógena, un grueso cuenco de vidrio y metal. Podía ponerse a mayor o menor altura, subiéndola o bajándola del techo por medio de un sistema de poleas, pero uno de los cables se había salido de su riel y la lámpara había quedado arriba del todo, escorada y atrancada. Desasosegaba verla, lo mismo que desasosiega un cuadro torcido.

Lucía abrió la escalera de mano y subió a ella. La casa era antigua y los techos altos, de manera que tuvo que trepar hasta el último escalón, el quinto, para alcanzar la lámpara; y aun así necesitaba empinarse y estirar los brazos. Era muy incómodo y bastante inestable. Resultaba un fastidio ser tan pequeñita.

– Te vas a caer. Déjame a mí -dijo Félix. Ni pensarlo, se dijo Lucía. Pues sólo faltaba ahora que se subiera el viejo a la escalera y se descalabrara. Ni pensarlo.

– No, no. Puedo perfectamente.

Bueno, no tan perfectamente. El cable estaba pillado debajo de un reborde y era imposible liberarlo, sobre todo teniendo en cuenta que apenas si alcanzaba. Decidió descolgar la lámpara, arreglar con comodidad el desperfecto y después instalarla de nuevo. Comenzó a desatornillar trabajosamente los soportes.

– Te vas a caer. Ya te dije que eso lo iba a arreglar yo.

Era Adrián, que había aparecido junto a ella. Cierto, Adrián había dicho que él enderezaría la lámpara. Así es que para qué demonios se había metido Lucía en ese lío. Además, al muchacho le hubiera sido todo más fácil. Para empezar, era mucho más alto.

– No te molestes -respondió Lucía con voz gélida-. Ya me las arreglo sola.

Estaba furiosa. Agarró la media esfera de cristal y tiró de ella hacia fuera, sacándola de las guías metálicas. Un inmenso error, porque el vidrio, descubrió de repente, pesaba muchísimo, mucho más de lo que ella podía soportar de puntillas en el quinto peldaño de una escalera sin desnivelarse.

– ¡Que te vas a caer! -repitió Félix.

Más que una advertencia fue un grito descriptivo, pues Lucía, en efecto, se estaba ya cayendo abrazada a la lámpara.

Pero no, no llegó a golpearse. Porque Adrián, con una agilidad sólo comparable a su fuerza (y ambas parangonables a las de los héroes de las novelas románticas), se subió de un brinco a la escalera y sujetó a Lucía y su lámpara mientras se desplomaban. Acogida en el nido de sus brazos, con el pecho del muchacho de respaldo y su aliento cosquilleándole la oreja, Lucía sintió la deliciosa tentación del desfallecimiento. Puedo desmayarme, se dijo en un instante alucinado, casi sin pensarlo, no más que sintiendo las palabras. Puedo desmayarme en su regazo, y dejarle que me coja, y convertirme en una segunda piel, toda pegada a él. Como adivinando su pensamiento, Adrián la levantó en vilo y la bajó hasta el suelo. Luego, tras quitarle el cristal y depositarlo en el sofá, se la quedó mirando.

– Por qué poco… Pero mira que eres cabezota, Lucía -dijo Adrián.

Y sonrió encantador, tal vez incluso tierno.

El amor es un invento occidental, un invento reciente, quizá no más antiguo que el Romanticismo, se dijo Lucía. En la India, en China, en Etiopía, hombres y mujeres habían vivido sin amor durante cientos de años, y se casaban por medio de matrimonios de conveniencia que probablemente resultaban más felices y estables que los matrimonios apasionados. En sociedades así, los vaivenes del corazón no ocuparían ningún espacio de importancia en la vida.

– Déjame en paz -gruñó Lucía, venenosa de ira. Adrián arrugó la frente con gesto herido:

– Descuida, ya te dejo.

Tal vez fuera la ausencia de creencias, la carencia de marco, la falta de sentido a la que antes se refería Félix. En la sinsustancia de la vida moderna, en el caos de los días, el amor podía ser una luz deslumbrante, como el fanal del pescador al que acuden los peces sin saber que aquello que los embelesa va a matarlos. El amor como droga, compulsivo. El amor como abismo y como peligro. Ese amor espléndido por el que uno se pierde.


En lo que yo creía de verdad cuando regresé a España, a los doce años recién cumplidos, con unos cuantos huesos y pellejos y uñas menos, era en la absoluta, completa veracidad de mi sobrenombre -dijo Félix Roble un día, retomando el hilo de su relato-. Yo era Fortuna porque era auténticamente afortunado, y pensaba comerme el mundo ayudado por mi buena estrella. De aquella época recuerdo sobre todo eso, el hambre de vivir, la confianza. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, horas que parecían días y minutos que parecían horas. ¡Cuánto dura el tiempo en la niñez! Justo cuando no lo necesitas. Un desperdicio.

Llegué a Madrid en marzo de 1926 y me pareció una ciudad fría y gris, una ciudad del Norte, aunque estuviera más al sur que mi Barcelona natal. La dictadura de Primo de Rivera estaba en su apogeo y la situación de los compañeros era muy penosa. Las cárceles se encontraban atestadas de anarquistas, y hay que recordar cómo eran las cárceles de la época: sucias y ruinosas, infrahumanas. Allí dentro la gente se moría de frío y de hambre. Paquita, la prima de Jover que había ofrecido hacerse cargo de mí, era una mujer de edad indefinida, muy fea y muy robusta. Regentaba un diminuto puesto de frutas y verduras en el mercado de la plaza del Carmen, en el centro de Madrid, y se las apañaba para sacar ella sola adelante su negocio y para cuidar de sus cuatro hijos pequeños, el mayor apenas si tendría siete años, a los que dejaba todo el día encerrados bajo llave en la mísera casa en la que vivían, un único cuarto con estufa a modo de calefacción y de cocina. Del padre nunca supe: tal vez se hubiera muerto, tal vez se hubiera ido, quizá era un anarquista encarcelado o quizá incluso hubiera varios padres que se repartieran la responsabilidad de la prole. Porque los niños, pese a ser tan iguales de edad, eran físicamente muy distintos: uno moreno, otro pelirrojo, otro con la nariz demasiado larga. Nunca me atreví a preguntarle nada a Paquita: sobrecogía porque siempre estaba de muy mal humor, era áspera y cortante y más callada que una piedra. Trabajaba todo el día como una bestia y supongo que en su vida no había tenido muchas razones para sentirse alegre. Paquita poseía unas enormes manos de pelotari con las que era capaz de partir en dos una manzana, proeza que no he vuelto a ver en toda mi vida. Esto, partir manzanas en público, era su única debilidad, el único momento de placer que se permitía. De cuando en cuando venían a solicitarle una exhibición los chicos del barrio, o los clientes, o algún forastero que había escuchado hablar de la extraordinaria gesta. Ella siempre se hacía de rogar, sacudiendo con enfado la cabeza:

«¡Bobadas! ¡Bobadas! ¡Ahora no tengo tiempo! ¡Ahora no tengo tiempo!»

Pero al final cogía una manzana, le daba dos o tres vueltas entre sus gruesos dedos para encontrar el agarre adecuado y luego, zas, de una sola y en apariencia facilísima torsión la rompía limpiamente en dos mitades. Y entonces sonreía, un relámpago de sonrisa diminuta y desdentada en la comisura de sus labios. En el mercado la llamaban la Sansona. Era una buena mujer. Parte del dinero que ganaba con tan enconado esfuerzo se esfumaba en manos de los compañeros anarquistas.

«Los hombres, ja… Todos son iguales. O detrás de una mujer o detrás de una imaginación, pero nunca trabajan», refunfuñaba a veces.

O bien:

«Ya podían dejarse de tanta pamplina anarquista y tanta pamparrucha [por paparrucha] y arrimar el hombro como es debido.»

Pero a pesar de todas sus protestas, luego daba para la causa todo lo que podía: era tan generosa como sólo pueden serlo los pobres. Paquita pertenecía a esa clase de mujeres que se han ido haciendo cargo de la vida cotidiana a lo largo de la historia, mientras los hombres guerreaban y descubrían continentes e inventaban la pólvora y la trigonometría. Si no llega a ser por ellas, que se ocuparon de gestionar cosas tan vulgares y nimias como la alimentación y la procreación y la realidad, la Humanidad se habría acabado hace milenios.

Yo dormía en el puesto de verduras, cosa que tomé como un cumplido, porque demostraba que Paquita me consideraba un hombre, o al menos lo suficiente hombre como para que no durmiera con ella en el mismo cuarto. Por lo demás, me trataba igual que a sus hijos, con el mismo malhumor y torpísimo cariño, e incluso me pagaba un salario de aprendiz siempre que podía.

Sin embargo, después de tanto alardear y de haberme sentido en la gloria con Durruti, yo me adaptaba bastante mal a la vida menestral del mercado del Carmen. Me humillaba verme obligado a llevar el blusón de faena, y me desesperaba tener que callar, por prudencia clandestina, mi reciente y espléndido pasado. En el mercado del Carmen yo era un aprendiz más dentro de una legión de aprendices mugrientos y famélicos. ¡Si ellos supieran que he estado en América, que he puesto bombas, que he atracado bancos con Durruti! ¡Si ellos supieran que tengo un muerto mío!, me decía por las noches, lleno de frustración, mientras daba vueltas en el jergón de la parada. Y durante el día me dedicaba a zurrarme con los compañeros. Me llamaban el Manco, y yo no lo podía consentir. Me pegué con todos, me parece, aunque mi muñón estaba todavía rosa y tierno y apenas si podía utilizar la mano. Pero no debí de hacerlo del todo mal, porque al final conseguí imponer mi sobrenombre y ser de nuevo Fortuna para todos.

Intenté tomarme ese tiempo mediocre como un castigo por mi error, como pago por el dolor causado y por mi muerto, que no dejaba de atosigarme la conciencia. Pero aun así la frustración y el tedio resultaban excesivos. Víctor me había prohibido meterme en líos políticos sin estar él cerca para controlarme, y Durruti me había hecho prometer que estudiaría. Yo cumplía con los dos, pero me desesperaba. Necesitaba hazañas, aventuras y gloria.

Una mañana, era el mes de noviembre, noviembre de 1926, sucedió algo extraordinario. Yo estaba en el puesto y vi cómo una agitación inexplicable empezaba a extenderse entre los vendedores y los parroquianos. Era como el empuje de una ola, como la brisa que va tumbando la mies conforme avanza. Al fin, el rumor alcanzó mi puesto:

«¡Un toro! ¡Un toro!»

Era un toro que llevaban al matadero; se había desviado del pastoreo y había subido por la Gran Vía, perdido en mitad de la ciudad, furioso y asustado. Todo el mundo corría hacia algún lado, los más a encerrarse en sus casas y otros, como casi todos los chicos del mercado, en dirección contraria, hacia el espectáculo y el peligro. Un puñado de hombres se arremolinaban en la esquina de Fuencarral y se decían los unos a los otros con excitación:

«¡Es Fortuna! ¡Ese de ahí es Fortuna!»

Es tal el egocentrismo de la adolescencia que, de primeras y por unos instantes, llegué a pensar que se referían a mí. Pero no. Era otro. Había otro.

Fortuna era el apodo de un matador de unos treinta y cinco años, Diego Mazquiarán, que se había casado con una bella y vivía por ahí al lado, en la calle Valverde. Este Mazquiarán era un torero veterano; hacía mucho que su mejor momento había pasado y ahora estaba instalado en la decadencia, cada vez más bajo de cartel. Esa mañana, en fin, salía en dirección al parque del Retiro para darse una vuelta, cuando se encontró con el toro perdido. Se quitó la gabardina y le dio al animal dos o tres regates, para evitar que siguiera corriendo y sembrando el pánico por la avenida arriba; y en ese momento los taxistas, que eran prácticamente los únicos conductores de vehículos a motor que transitaban entonces por Madrid, tuvieron el improvisado y tácito ingenio de bloquear la calle con sus coches, formando así una especie de plaza en la Gran Vía, frente al antiguo café Pidoux, entre las calles de Fuencarral y Peligros. Tenías que haber visto la escena: aquel torazo oscuro bufando en medio de los elegantes edificios, los taxis relucientes, las bellas asomadas a las ventanas, los mirones abajo con la boca abierta. Era un mundo mucho más ingenuo, más inocente, y casi cualquier cosa nos dejaba pasmados. Un camarero del Pidoux fue a casa de Mazquiarán a buscar el estoque, y Fortuna, ayudado de su gabardina, mató al toro. El asunto se convirtió en un acontecimiento nacional; Fortuna recibió la cruz de Beneficencia, se volvió a poner de moda como matador y firmó contratos sustanciosos durante un par de temporadas, haciendo honor a su sobrenombre. Yo quedé deslumbrado: había descubierto una manera de vivir que era legal y que podía ser tan intensa como atracar bancos, con la ventaja de que la única vida humana que ponías en riesgo era la tuya propia, cosa que resultaba para mí fundamental, perseguido como estaba por la mirada vidriosa de mi muerto. Para colmo, el torero se llamaba como yo. Me pareció un buen augurio, una coincidencia favorable. ¡Sí, una coincidencia! También a mí me pueden impresionar las casualidades, pero no veo la necesidad de inventarse rocambolescas teorías al respecto. Además, apenas si tenía doce años. De algún modo sentí que todo aquello, la fuga del toro, el oportuno paseo de Mazquiarán, el cercado de taxis, el estoque certero, había existido sólo para mí. Que el acontecimiento se había celebrado en mi beneficio.

En Barcelona no había tenido ningún contacto con el mundillo taurino, porque además allí era prácticamente inexistente. Pero en Madrid los toros ocupaban un lugar importante de la vida pública. Empecé a frecuentar los ambientes de aficionados; toreaba de salón con mi mandil, merodeaba por los alrededores de las plazas cuando había corrida y me hacía amigo de los maletillas. Transcurrieron así un par de años con lentitud horrible. Víctor regresó, aunque permaneció en la clandestinidad. Nos veíamos a escondidas, muy de cuando en cuando. Me contó que Ascaso y Durruti estaban en Francia: eran demasiado conocidos como para atreverse a volver. Ambos se habían echado dos novias francesas, mejor dicho, dos esposas, porque convivían con ellas en toda regla y con esa absoluta seriedad que los anarquistas ponían en lo privado. Mi hermano no entendía mi súbita pasión por lo taurino:

«Tú estás chalado, Félix, tú es que estás chalado», decía Víctor, que siempre se negó a llamarme Fortuna.

Le parecía que mi vocación torera era una frivolidad, una tontería. Que me alejaría de la actividad revolucionaria y del sindicato, que era para él lo fundamental. Víctor quería que yo siguiera sus pasos y los de nuestro padre. Con más control y más cabeza que la que había demostrado tener con la bomba de México, pero sin dejar de entregarme por completo a la causa. Durruti, enterado de mi vocación y del desagrado de mi hermano, mandó un mensaje desde Francia: le parecía bien siempre que estudiara. «Déjale en paz, todavía es muy niño», le dijo a mi hermano. «Que se forme en los textos anarquistas y que se distraiga con los toros durante algunos años.» De manera que Víctor me dejó. La palabra de Durruti seguía siendo ley entre nosotros.

Conseguidos todos los beneplácitos, a los quince me convertí yo mismo en maletilla y me dejé crecer la coleta en la nuca a la manera antigua, aunque ya se estaba empezando a generalizar el uso del postizo. Pero no para mí: yo me trenzaba mi auténtico pelo en el cogote y luego lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una horquilla, llevándolo debajo de la gorra o del sombrero. Porque me compré un sombrero de fieltro: me parecía que un torero tenía que estar en torero a todas horas, uno era torero todo el día, desde por la mañana hasta la noche. También me compré los trastros de matar, la muleta, el capote; y un traje de tercera o cuarta mano, azul y plata, que me tuvo que arreglar Paquita (eso sí, refunfuñando horriblemente todo el tiempo) porque me estaba enorme. En cuanto que cumplí los dieciséis me fui a Barcelona para hablar con mi hermano y con Durruti, que acababa de regresar del exilio. «Quiero dedicarme en serio a torear», les dije, muy nervioso. «Tengo ya dos corridas apalabradas para dentro de un mes.» Recuerdo la escena con claridad; estábamos en una mesa del bar del Paralelo: Ascaso, Buenaventura, Víctor. Ascaso sonrió chungón y despectivo: «Vaya con el pequeño Félix Roble, nunca acabará de sorprenderme. A los once años ponía bombas y era el anarquista más anarquista, y ahora resulta que todo aquello se ha olvidado y es el torero más torero. Tú lo que de verdad quieres es que te admiren las mujeres. Tú lo que quieres es ser rico y burgués y señorito.» Observé que Víctor empalidecía: supongo que pensaba de mí lo mismo que Ascaso, pero no podía soportar que se pusiera públicamente en entredicho el buen nombre de nuestra familia. Cortocircuitado entre dos sentimientos tan contradictorios, mi hermano apretaba las mandíbulas y sudaba. Me sentí una basura, menos que una basura, un rizo de serrín: porque había algo de verdad en las palabras de Ascaso, siempre tan hábil y tan certero para herir; y, por su manera de decirlo, mis ambiciones parecían sucias, traidoras, miserables. Bajé la cabeza, acongojado. Durruti me dio un cariñoso pescozón en el cogote y me obligó a mirarle: «Deja a estos pelmazos y vente conmigo, Fortuna. Vamos a darnos una vuelta.»

Caminamos el uno junto al otro por las calles, Durruti hablándome de sus problemas económicos y de sus dificultades para encontrar trabajo ahora que había vuelto. «Así es que quieres ser torero», dijo al fin. «Sí», contesté. «Me parece muy bien. Un hombre tiene que hacer lo que de verdad le gusta. A mí me gusta mi trabajo. Soy un buen mecánico, un buen metalúrgico.» Anduvimos un rato sin hablar. «El anarquismo no es una religión», dijo Durruti. «Ni es tampoco una obligación que otro puede imponerte, como quien se mete en el Ejército. No. El anarquismo está dentro de uno, es una necesidad del corazón y de la cabeza. Y hay muchas maneras de trabajar para la causa.» Nuevo silencio. «¿Qué tal la mano?» Su pregunta me sorprendió. Habían pasado cuatro años desde que perdí los dedos. Para mí, entonces, una vida entera. «Bien», contesté. «¿Y lo otro?», dijo. «¿El qué?» «El recuerdo del hombre. De tu muerto.» Nunca habíamos hablado antes de eso. La precisión de sus palabras me estremeció: de mi muerto, sí, así lo sentía yo, exactamente. Meneé la cabeza con desaliento, me encogí de hombros y gruñí un poco, todo al mismo tiempo; y esperé que ese conjunto de sonidos y gestos fuera respuesta suficiente para Durruti, porque no sabía qué decir. Seguimos caminando. Pensé en toda la vida que tenía por delante, hermosa y fascinante pero también inquietante y oscura; y en lo fácil que era matar y tal vez morir. «Tengo miedo», musité, sin saber muy bien qué era lo que temía. Pero Buenaventura sí que debía de saberlo: «Yo tengo tanto miedo como tú», dijo. «El miedo y el valor vienen juntos. A veces no sé dónde termina uno y empieza el otro.» Cuando regresamos al bar del Paralelo dijo a los demás: «Yo creo que le puede venir muy bien al sindicato que Fortuna se dedique a los toros y parezca limpio. Así le podremos utilizar en momentos difíciles.» Y pidió una botella de vino para brindar por mi éxito. No hubo más que hablar sobre el asunto, como siempre. Cuatro semanas después pisaba por vez primera un ruedo. Decidí usar como nombre profesional el apodo de Fortunita, para que no me confundieran con el otro.

No os podéis imaginar cómo era el mundo de los toros entonces. Aunque quizá fuera mejor decir que no os podéis imaginar cómo era el mundo, a secas, porque los toros no hacían sino reflejar la brutalidad general de aquella vida. El ambiente taurino, desde luego, era atroz y era épico. No había penicilina, y las cornadas derivaban en gangrenas inevitablemente. Para luchar contra la infección, las heridas no podían coserse, de manera que las curas se convertían en un martirio interminable. Durante tres o cuatro meses había que quemar la herida todos los días; y todos los días tenían que sacar y meter por el boquete metros y metros de gasa empapada en éter. Cada año moría una decena de toreros, y eso que entonces había muchos menos de los que hay ahora, porque era un oficio demasiado duro, insoportable. Era una realidad de sol y de vértigo, de sangre y de visceras. Los caballos de los picadores eran destripados todas las tardes por los toros; les metían las entrañas a puñados por la herida, les recosían en vivo en el patio de cuadrillas y les volvían a sacar al ruedo. Cuando la dictadura de Primo de Rivera estableció el uso del peto, acabando así con la matanza de caballos, el filósofo Ortega y Gasset escribió un artículo espeluznante diciendo que con esa medida protectora se había acabado el arte de los toros y que él no volvería a pisar una plaza. Y eso que Ortega era un intelectual, un buen intelectual. Ya os he dicho que la vida, entonces, era salvaje. Toda esa ferocidad y esa violencia estallaron después en la guerra civil.

Además, no sabíamos nada. Los toreros aprendices, quiero decir. No había televisión que emitiera corridas, no teníamos dinero para pagar la entrada de los toros. Llegábamos al ruedo sin haber visto torear a nadie, encandilados por vagos sueños de gloria y empujados por el hambre y el analfabetismo. A torear se aprendía toreando por los pueblos, en plazas de carros sin picadores y sin médicos. Cada novillero, cada matador, estaba obligado a llevar una cuadrilla de tres toreros, según las ordenanzas. Pero por los pueblos se cobraba muy poco, así es que el matador fracasado o el novillero primerizo llevaba tan sólo a un verdadero torero, a un subalterno profesional a quien pagaba, y a un par de tocinos, que eran los novatos que querían aprender a torear, y a los que tan sólo costeaba los gastos.

Y eso hice yo, naturalmente: a los dieciséis años me puse de tocino. Me arrimé a un viejo subalterno, Crespito, un hombre cabal, una buena persona y un buen torero, y él me fue metiendo en las corridas a las que le llamaban. En septiembre de aquel primer año, era 1930 y yo apenas si llevaba un par de meses de tocino, nos fuimos a torear a una plaza de carros en el pueblo de Bustarviejo. íbamos de cuadrilla con Teófilo Hidalgo, un novillero de veintisiete años que parecía un anciano. Salió un toro serio. Eran malos toros, los toros de los pueblos, y su peligro aumentaba al estar sin picar. Eran animales sin clase y sin bravura, bichos de seis años y 25 arrobas, o sea, 300 kilos, ágiles y fuertes como demonios. Y aquel de Bustarviejo era un toro serio. Recuerdo a Crespito exhortándole a Teófilo desde el burladero: «¡Ligero! ¡Ligero!» Pero aquel muchacho que parecía un anciano no fue lo suficientemente ligero. El toro lo agarró y le pegó cuatro cornadas monumentales. Le partió el pulmón, le sacó los órganos genitales. Cualquiera de las cornadas hubiera sido mortal, pero fueron cuatro. Se quedó en el suelo como un muñeco roto. Recuerdo el sol cegador, siempre es cegador el sol cuando hay una cogida, aunque esté nublado. Recuerdo el resol, mis ojos entrecerrados y lagrimeantes, el olor de la sangre, el rugido del público. Eran las fiestas del pueblo y estaban borrachos. Borrachos y excitados por el espectáculo de la muerte. Se llevaron a Teófilo a la escuela, que servía de enfermería improvisada. Allí quedó tirado sobre la mesa astillada de la maestra, como un gato reventado por un carro. Crespito, en la plaza, dijo: «Este toro hay que matarlo.» Es el rito, es lo justo, no ha de poder la bestia con el hombre, no ha de salir el animal entero de la plaza hacia la ignominia del matarife. De manera que Crespito cogió el estoque. A mí las mujeres me agarraban, desde sus asientos sobre los carros las mujeres me agarraban por el cuello, por los hombros, de la cabeza: «¡No salgas, chico, no salgas!» Yo apenas si era un niño y les daba lástima; temían verme destripado, como a Teófilo. Pero la banda de música empezó a tocar y, después de que Crespito acabara con el animal aquel, quisieron obligarnos a lidiar el otro toro, y nos amenazaron con meternos en la cárcel. La vida no valía un céntimo por entonces y ni siquiera la tragedia de una muerte pública y violenta como la de Teófilo podía ennoblecer, aunque sólo fuera por un momento, el aturdimiento de una fiesta de pueblo, toda sudor y polvo y alcohol barato. Cuando regresamos a Madrid, Paquita quemó mi traje azul y plata en la estufa del cuarto, y luego me sentó en una silla y cortó mi coleta de un solo tajo. Yo la dejé hacer: no era cuestión de resistirse a sus poderosas manos de Sansona. Pero dos semanas más tarde estaba toreando de nuevo con Crespito, con un traje prestado que tenía que atarme a la cintura con una cuerda.

A Crespito le partió un toro la femoral en Torrelaguna al año siguiente, o sea, en 1931. Y murió un mes después de la cornada. El toro dejó el cuerno clavado en la madera de la plaza de carros, después de atravesarle. Crespito tenía cincuenta y tres años y ya estaba torpe; por eso ahora se veía obligado a torear esas corridas de mala muerte. Antes, en su buen momento, había sido un subalterno muy solicitado y había ido con maestros. Aquel día en Torrelaguna el burladero estaba lleno de gente, gente que no debía de haber estado allí, y por eso Crespito no se pudo guarecer cuando lo necesitó. Un médico que estaba entre el público le ligó las arterias. Pero yo vi que se moría. Me vine a Madrid desesperado para buscar una ambulancia. Pero en aquella época sólo había tres ambulancias para atender a toda la ciudad, y no consintieron en desplazarse. Entonces cogí todo el dinero que tenía y empeñé mi traje y el capote; y gracias a Paquita, que me dio lo demás, alquilé un taxi con conductor, uno de esos grandes Citroen Pato; y metí un colchón dentro del taxi y ahí me traje a Crespito. Ya se le había gangrenado la pierna y en Madrid se la tuvieron que amputar. «¡Y que ese toro se haya quedado vivo!», repetía él con lamento obsesivo, porque el animal que lo había clavado contra el carro había sido devuelto a los corrales. Aguantó el hombre lo que pudo, pero a los veinte días se murió. «Es que a esas edades…», decía el médico, como si se tratara de un anciano ¡Y sólo tenía cincuenta y tres años! Y en cambio aquí me tenéis a mí ahora, con ochenta, pudriéndome por dentro como a Crespito se le pudrió la pierna.

Luego me puse de novillero, y trampeé por los pueblos intentando hacer una carrera de figura. Solía llevar, como subalterno profesional, a un buen hombre llamado Primitivo Ruiz; ese Primitivo tuvo durante mucho tiempo una fístula en el ano de una cornada y se tenía que poner paños en los pantalones, pero como necesitaba el dinero seguía trabajando. Un día que fui a buscarle para marcharnos a torear a algún pueblo me lo encontré lívido, temblando, con una fiebre enorme. «No puedo ir, mira cómo estoy.» Me quedé horrorizado. «Primitivo, voy solo. No llevo nada más que dos tocinos.» Y Primitivo, que era un profesional y sabía todo lo que podía pasarle a un torero solo y a dos tocinos en una maldita plaza de carros de un maldito pueblo, se puso sus paños, se vistió y se vino. Era un mundo de honor.

Pero no todo era tan atroz, naturalmente. No todo era dolor y necesidad y cuerpos rotos. También estaba la emoción del arte de torear, la embriaguez del peligro, el brillo siempre evasivo de la gloria. Uno era torero las veinticuatro horas, ya lo he dicho. Ser torero era tener donaire, era ser arrogante, era disfrutar de la vida porque se estaba vivo. Ser torero joven, y más si eras rubio como yo, era conquistar el favor de las hembras. Recuerdo que en el año 1934 le brindé un toro a un apoderado que conocía de vista, y que estaba acompañado de unas mujeronas muy aparentes. Cuando fui a recoger la montera, la señora situada a la derecha del tipo me la devolvió con una nota: «Vale por una dormida a elegir mujer.» La señora aquella era Adela la Botones, una madama célebre. Fueron años felices. Incluso llegué a tener cierto éxito; y toreé en Madrid junto a Pascual Montero El Señorito, un novillero que estaba de moda.

Siendo joven como yo lo era, la vida torera era una buena vida. Sobre todo entre corridas, cuando no había que dejarse matar en una plaza de carros. Por la mañana entrenabas durante algunas horas, como hacen los atletas. Y a la hora del aperitivo te ibas al Rompeolas, que era la parte alta de la calle Sevilla. Ahí nos reuníamos a la vez los cómicos y los toreros. Los cómicos a un lado, junto al Café Inglés, y los toreros al otro lado, esquina con Alcalá. Nos estudiábamos los unos a los otros, separados tan sólo por unos cuantos metros de acera, sin que se mezclaran nunca los corrillos. Éramos dos razas de vanidosos, y rivalizábamos en garbo, en rumbo y en majeza. Estábamos tiesos, no teníamos entre todos una peseta, pero alardeábamos muchísimo. Recuerdo un chascarrillo que circuló durante algunos días por el Rompeolas: en un punto intermedio de los corros coinciden un par de taurinos y un par de actores. Los actores preguntan: «¿Y esos nuevos de allá?» «Son también toreros», les contestan los otros. Los cómicos se burlan: «¡Toreros! ¡Aquí todos fanfarronean de ser toreros, pero si apareciera de repente un toro por aquí ya verían ustedes la que se armaba!» «Pues no pasaría nada, porque antes de que la pobre bestia hubiera podido llegar hasta los toreros, ustedes los cómicos se la habrían comido», contestan los otros. Allí, en el Rompeolas, conocí a tu padre, que era algo menor que yo; él no se acuerda de mí, pero yo me quedé con su cara, porque luego le seguí viendo en los teatros.

Después, por la tarde, te ibas a la tertulia. Y al caer la noche comenzaba la fiesta. Y qué fiestas aquellas. Era una mezcolanza de flamencos, y artistas, y toreros; de ladrones y señoritos finos; de escritores y de picadores analfabetos; de putas regeneradas y convertidas en estupendas señoras o de jovencitas inquietas y demasiado hermosas que iban para putas. La gente de bronce, como decía Valle Inclán. Eran noches que nunca se acababan, las noches eternas de la juventud, que vistas desde mi edad, os lo aseguro, llegan a fundirse en una sola.

Era una vida fronteriza, en muchos sentidos mísera y marginal, pero que al mismo tiempo te permitía codearte con la aristocracia de la sangre y del dinero. Era una vida transgresora y nada convencional que se adecuaba muy bien a mi ideología. Sin embargo, cosa extraordinaria, la mayoría de los taurinos eran políticamente de derechas. Yo me fingía republicano y discutía con ellos, pero me cuidaba mucho de mostrar mis verdaderas inclinaciones: seguía manteniendo mi vertiente libertaria en el secreto. Era una cautela necesaria: los anarquistas continuaron siendo la bestia a perseguir durante la República, hasta el punto de que en 1932 Durruti y Ascaso fueron deportados durante varios meses al África Oriental. Cuando no estaban deportados, cuando no estaban en la cárcel, yo me veía clandestinamente con ellos y con mi hermano Víctor, que se había convertido en un dirigente del sindicato. Me usaban para las ocasiones extremas: para pasar unas órdenes escritas que nadie más podía pasar porque la policía los vigilaba, o para sacar de Madrid, camuflado de tocino, a un compañero en fuga: y qué miedo pasó el aguerrido activista cuando tuvo que salir al ruedo a hacer el paripé de su trabajo.

Un día, recuerdo, mi hermano me aconsejó que acudiera a una subasta: «Va a ser divertido. Tú ve allí y mira.» El Gobierno de la República había confiscado de modo abusivo las rotativas de Solidaridad Obrera, el periódico libertario, y las sacaba a la venta aquella tarde. Acudí por mi cuenta, intrigado, y al llegar a la sala de la puja empecé a reconocer entre la gente a una veintena de compañeros del sindicato. Comenzó la licitación, se remataron unos cuantos objetos, y llegó al fin el turno de la imprenta. En cuanto que se abrió la puja, Durruti levantó la mano y dijo: «Veinte pesetas.» Era una cantidad ridicula, una burla. Un comerciante calvo, situado algunas filas más atrás, ofreció entonces mil; al instante siguiente el cañón de una Browning le aplastaba una oreja, así es que el comerciante comprendió la indirecta y retiró lo dicho. Nadie se atrevió a añadir palabra. Y entonces Ascaso, con sorna achulapada, hizo una nueva puja: «¡Cuatro duros!» Así estaban las cosas por entonces. Todo era un deambular de pistoleros, un latir soterrado de los preparativos para la guerra.

Pero hubo también otros momentos más conmovedores. Recuerdo de manera especial una visita a Buenaventura Durruti ya casi al final de todo, en la primavera de 1936. Yo había ido a torear al sur de Francia, y al regresar a Madrid pasé por Barcelona con la intención expresa de visitar a mi antiguo héroe. Durruti estaba atravesando momentos muy difíciles; llevaba muchos años incluido en la lista negra y nadie le ofrecía trabajo, y el sindicato era demasiado pobre como para poder ayudar económicamente a sus líderes. Vivía en una covacha inmunda junto a Emilienne, su compañera, que le había seguido desde Francia, y Colette, la hijita de ambos, que debía de tener entonces cuatro o cinco años. Emilienne trabajaba de cuando en cuando como acomodadora en un cine, y de esos magros ingresos malvivían. Fui a verle acompañado por Germinal, un medio primo mío de Barcelona, también anarquista. Nos encontramos a Durruti con un delantal atado a la cintura, fregando platos y preparando la cena para la cría y para su mujer, que aún no había vuelto del trabajo. Germinal se echó a reír: «Pero, hombre, esto es cosa de señoras…» Era cierto que Buenaventura resultaba chistoso con ese delantal de mujer que parecía diminuto en su pecho de toro, y con su cabeza de gorila emergiendo por encima de los volantes. Pero entonces Durruti se irguió, y su entrecejo se encapotó, y sus ojos relampaguearon; y ya no pareció chistoso en absoluto, sino feroz y peligroso. Germinal dio un par de pasos para atrás y yo mismo, aun queriendo a Durruti como se quiere a un padre, no pude por menos que encogerme en mi asiento. «Toma este ejemplo», tronó Buenaventura, señalando con el dedo al amedrentado Germinal. «Cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la nena y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en una taberna o un café mientras su mujer trabaja, es que no has entendido nada.»

No, no entendíamos nada todavía. No imaginábamos lo que se nos venía encima, aunque olfateáramos nerviosamente el aire como perros excitados que intuyen la proximidad de la caza. No sabíamos que muy pronto todo se acabaría. Adiós a los sueños libertarios, adiós para siempre a los amigos; y a los toros, a la juventud y la vida alegre. El mundo conocido caminaba a su fin.

Pero por entonces no sabíamos nada de esto; éramos inocentes, es decir, unos ignorantes, y teníamos la cabeza llena de esos pequeños afanes que siempre nos ocupan a los humanos, de esas nimiedades que luego quedan en suspenso ante las catástrofes. Yo estaba satisfecho con el avance de mi carrera taurina y quería tomar la alternativa; y además, y por primera vez, tenía una novia en serio. Pero sobre todo estaba feliz de poder encontrarme con Durruti, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Buenaventura también parecía contento con mi visita; tras el rapapolvo a Germinal, su ceño de niño grande volvió a distenderse. Bajó a comprar vino a la taberna y a pedir unos huevos prestados a la vecina. Preparó una estupenda tortilla de patatas y cuando llegó Emilienne nos dimos un banquete de tortilla, chorizo, queso y pa amb tomaca. Durruti estaba un poco achispado y de muy buen humor. «Vaya con el niño Félix, todo lo que ha crecido», dijo. «Aquí le tenéis, haciéndose una figura del toreo. Me parece muy bien, pero que no se te olvide que la lucha sigue siendo lo más importante. La lucha, la solidaridad y la libertad. Se lo debes a tu padre y a tu hermano. Me lo debes incluso a mí, coño. Pero sobre todo se lo debes a todos los pobres, a todos los desgraciados. Félix Roble Fortunita, el torero de moda… Siempre tuviste buena estrella, cabrón… Brindo por ti, Fortuna. Me alegro de que hayas venido. Seguro que me vas a dar suerte, y la necesito.»

Aquella fue la última vez que vi a Durruti. Apenas un mes después estalló la guerra.


A grandes males, grandes remedios. En vista de que pasaban los días y no volvíamos a tener noticias de Ramón, Félix ideó un plan de emergencia:

– Tenemos que viajar a Holanda cuanto antes. Adrián y yo nos quedamos atónitos. Chochea, pensé para mí con inquietud.

– Podría ir yo solo, pero creo que sería conveniente que me acompañaras. Y si lo desea, también puede venirse el chico con nosotros.

– Vaya, hombre, gracias -dijo Adrián con sorna.

– Pero ¿por qué a Holanda? ¿Y para qué? -pregunté.

– Porque es el centro mundial del comercio ilegal de diamantes. O por lo menos lo era en mis tiempos de activismo político. Y seguro que sigue ocupando un papel relevante en el negocio: un imperio clandestino como ese no es fácil de derribar.

– Pues sigo sin entender nada. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los diamantes?

– Dejadme hablar. Sois los dos demasiado impacientes, demasiado jóvenes. Veréis, el grueso del dinero negro que circula en el mundo se convierte en diamantes, bien para blanquearlo o bien por la facilidad que ello supone para mover grandes cantidades. Estoy hablando del dinero negro de verdad, de sumas importantes y que han de recorrer trayectorias difíciles. Hablo de los narcotraficantes y de los comerciantes de armas, por ejemplo, pero también del dinero político. Las mafias italianas compran a sus ministros y sus jueces con diamantes, la ETA y el IRA utilizan diamantes en sus operaciones, Gaddafi paga con diamantes los movimientos terroristas de los países que pretende desestabilizar. De mis tiempos de pistolero aprendí que hay muchos mundos en el mundo, y el más amplio, el más sólido y más estable es el mundo clandestino de la criminalidad internacional. La alta delincuencia es la mayor multinacional que existe en el planeta; posee unas normas estrictas, una administración colegiada, una jerarquía bien establecida. Y funciona en todos los países de la tierra. Eso sí que es internacionalismo, y no los sueños bolcheviques o libertarios. Yo conozco en Amsterdam a un tipo, o lo conocía, tal vez se haya muerto, que mandaba bastante en el comercio de los diamantes. Podemos ir allí e intentar hablar con él; y si no es con él, con sus descendientes: suelen ser negocios familiares. Hay un puñado de comerciantes holandeses que ocupan un lugar elevado en la jerarquía mundial de la delincuencia. Puede que ellos conozcan algo de Orgullo Obrero, o, en su defecto, por lo menos sí nos podrán decir a quién tenemos que dirigirnos en España para aclarar el caso. Porque todo se trata de saber a quién preguntar, como en un ministerio. Pregunta a la persona adecuada y obtendrás respuestas. Yo creo que deberíamos probar: no tenemos nada que perder. Vamonos a Holanda e intentemos encontrar a mi viejo amigo.

Explicado así, tal y como Félix lo explicó, el asunto sonaba exótico pero bastante fácil, como si una pudiera llegar a una oficina de información en Amsterdam, y presentar una instancia, y ser introducida en un despacho ante un funcionario correctísimo dispuesto a contártelo todo amablemente.

– Está bien, ¿por qué no? -concedí-. Vamonos a Holanda. Me envenena la sangre permanecer aquí sin hacer nada.

Aunque Félix estaba empeñado en pagarse el viaje de su bolsillo (Adrián no tenía un duro, y se dejaba invitar con ese desparpajo que suelen mostrar los jóvenes a la hora de explotar económicamente a los mayores), conseguí convencerle de que usáramos el dinero sobrante de la caja de seguridad: habíamos recogido 201 millones de pesetas, pero sólo habíamos entregado 200 a los de Orgullo Obrero.

– No es dinero mío, no es dinero limpio, no me gusta y no lo quiero. Qué mejor fin que gastarlo entre todos para intentar descubrir alguna pista.

Una vez tomada la decisión, nos pusimos a organizar el viaje con diligencia. Me costó un buen rato convencer a Félix de que no se llevara su Trabuco-Pistola; tuve que explicarle que no habría manera de evitar los arcos de metales y los túneles de rayos X de los aeropuertos; que detectarían el revólver y acabaríamos teniendo un problema, puesto que Félix carecía de permiso de armas. Mi vecino fruncía con enojo sus hirsutas cejas blancas: no estaba del todo convencido de mis palabras. Por su confusión respecto a las medidas de seguridad, descubrí que hacía muchos, muchísimos años que no volaba:

– Es que a Margarita, mi mujer, le daba miedo el avión, y luego yo, ya de jubilado, pues… -se justificó con cierto rubor.

Qué extraño personaje, este Félix Roble; tan pronto sabio, cosmopolita y conocedor de los más profundos arcanos de la vida, como sedentario ancianito pensionista que ni tan siquiera sabe que no puedes pasar un cañón por un aeropuerto. Aunque, en realidad, me dije entonces, qué estrambóticos éramos todos, qué trío tan absurdo. Félix, que ya estaba fuera de la vida por ser viejo, pero que no se resignaba a su vejez y andaba jugando al pistolero; Adrián, que estaba fuera de la vida por ser joven, un chico sin oficio ni beneficio, sin pasado y sin un futuro previsible; y yo, Lucía Romero, la peor de todos, justo en la edad del ser y del estar, pero ni estando en ningún lado ni sabiendo quién era, pura contradicción y desconcierto, una cuarentona mareada de miedo. A nuestros pies, la Perra-Foca hacía el mismo ruido al respirar que un motor de explosión con las bujías sucias; dormitaba feliz y absolutamente convencida de que nosotros la protegeríamos, de que éramos dioses omnipotentes capaces de nutrirla y rascarla y pasearla durante toda la eternidad perruna, en vez de vernos como en el fondo éramos, unos humanos miserables y atónitos. Al otro lado de las ventanas, el resto de las personas de la tierra se afanaban en sus obligaciones; iban y venían, laboriosos, como si tuvieran razones suficientes para moverse; y cumplían horarios, plantaban árboles, daban papillas a los niños, compraban pasteles los domingos, se iban de vacaciones en agosto con un remolque-caravana. Hacían cosas. Vivían.

Bien, ahora nosotros por lo menos íbamos a hacer algo: nos marchábamos a Amsterdam a buscar la verdad. Porque ya no era Ramón, o no era sólo Ramón, lo que estaba en juego. Tuve que admitir la evidencia en el aeropuerto, mientras revivía, con cierto escalofrío, la desaparición de mi marido; y durante el vuelo, mientras yo fingía dormitar y Adrián y Félix discutían; y en el taxi, camino del barato y deprimente hotel donde nos alojamos, cercano a las calles de escaparates de las putas. Lo que ahora me movía era el afán de desentrañar la verdad, si es que tal cosa existe y tiene entrañas. Sí, quería recuperar a Ramón, y socorrerle, en el supuesto de que le hiciera falta ser socorrido. Pero también necesitaba saber qué había hecho mi marido para acabar así; cuál era su implicación con Orgullo Obrero; cómo era en realidad aquel Ramón con quien conviví más de diez años; por qué me dejé engañar tan fácilmente. Quién era, en fin, esta Lucía Romero que habitaba en la inopia.

La mañana de nuestro primer día en Amsterdam amaneció oscura como (¿por qué siempre dicen «como boca de lobo»? Pobres lobos, de colmillos resplandecientes y lenguas rosadas), oscura como boca de urinario subterráneo. Hacía un frío extremado y una desagradable aguanieve hería las mejillas. Amsterdam, tan hermosa como siempre, mostraba un aspecto solemne y sepulcral bajo el cielo de plomo. Las calles estaban vacías, los canales negros y revueltos, y en cualquier esquina podía estarse cometiendo un asesinato. Salimos del hotel envueltos en lúgubres presagios. Esas eran mis sensaciones, por lo menos; a Félix se le veía animado y verborreico. Tal vez fueran los nervios.

La Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba a dos minutos de Rokin, la arteria principal de los comerciantes de diamantes. Comerciantes legales, con joyerías honorables y dignas; sólo que, amparados en el sólido prestigio de los orfebres holandeses, unos pocos empleaban la trastienda para el otro negocio. Para las transacciones millonarias y secretas.

En la Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba la venerable joyería Van Hoog, una pequeña tienda de portada de madera labrada y aspecto orgulloso en cuyo frontispicio se podía leer «Founded in 1754» en letras talladas y estofadas en oro. Remoloneamos un poco alrededor del pequeño escaparate antes de atrevernos a entrar: en los exhibidores había sobre todo diamantes, pero también esmeraldas, aguamarinas o rubíes; y hermosas joyas antiguas, dispuestas con primor sobre fondos de terciopelo rojo. Por ningún lado se veían las horrorosas cadenitas de oro para turistas, con miniaturas de molinos o de zuecos, que solían atestar las demás tiendas. Van Hoog era una joyería exquisita, un lugar de categoría y con buen tono.

De manera que entramos y nos detuvimos frente al mostrador, un poco pavisosos y apocados.

Can I help you?

Quien se había ofrecido a atendernos era un duque de unos cuarenta años. Digo yo que era duque porque llevaba el traje gris perla más elegante que jamás he visto, con doble botonadura y una tela increíble; camisa azul a juego, corbata de seda en amarillos. Por encima de eso, una cara de príncipe consorte de Inglaterra, con punzantes ojos grises, la nariz aguileña y un mentón nobilísimo que consentía en dirigirse a nosotros con cortesía. Son tan magnánimos los verdaderos aristócratas…

May I speak with Mr Van Hoog, please? -dijo Félix con aceptable sintaxis y calamitoso acento: ¿Puedo hablar con el señor Van Hoog? Qué sorpresa: ignoraba que el viejo supiera idiomas.

– Yo soy el señor Van Hoog. ¿Qué desea? -contestó el duque en su inglés exquisito.

– No, perdone, usted no; me refiero al viejo señor Van Hoog, un hombre de mi edad. Somos antiguos conocidos, aunque hace mucho que no lo veo. Espero que todavía esté vivo -explicó Félix.

– Supongo que se refiere usted a mi padre. Se ha retirado del negocio. Ya no viene nunca por aquí. ¿En qué puedo servirle? -respondió el hombre, imperturbable.

Félix me miró, un poco agobiado. Bien, puestas así las cosas, no había más remedio que aventurarse. Le vi prepararse para dar el salto y aguanté la respiración cautelosamente.

– Bueno, se trata de… Es un asunto un poco difícil de abordar… -empezó Félix con voz titubeante-. Me llamo Fortuna y… Mi hermano y yo pertenecíamos a la guerrilla anarquista española… Éramos pistoleros anarquistas, ¿sabe usted? Y hace años veníamos aquí para comprarle a su padre diamantes del mercado negro.

Aunque estábamos solos en la tienda, Félix había bajado la voz.

– Me temo que está usted equivocado, señor. Nosotros jamás trabajamos en el mercado negro -respondió el duque sin menear un músculo.

– Perdóneme que insista, pero por lo menos cerramos cuatro o cinco transacciones con su padre. Y yo fui el encargado de venir a esta tienda y traté en persona con el señor Van Hoog.

– Le repito que se ha equivocado.

– Mire, sólo quiero hablar un momento con su padre. ¿Por qué no me pone en contacto con el señor Van Hoog? Si no, no tendré más remedio que buscarlo por otra parte. Tendré que ir a hablar con los vecinos de esta calle. Contarles mi historia. Preguntar por él.

A medida que Félix insistía, el plan general de este viaje a Holanda y el particular de esta visita a la joyería Van Hoog empezaban a parecerme una auténtica locura. Aun en el caso de que Félix no hubiera confundido sus recuerdos (la memoria de los viejos es como un calcetín agujereado) y estuviéramos en el lugar correcto, ¿quién nos mandaba ir diciendo semejantes burradas a un principesco hijo que probablemente ignoraba las andanzas juveniles de su padre? Claro que la cosa todavía podía resultar peor. Aun podía ser cierto que este establecimiento tan exquisito fuera el centro de una mafia mundial; y, en ese supuesto, venir a tartamudearles impertinencias, como Félix estaba haciendo, se me antojaba ahora una de las cosas más inconvenientes e insalubres a las que uno podía dedicarse en la vida.

Intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como un barril de harina.

– Bien… -el seudoduque dejó vagar por un instante su mayestática mirada gris en la lejanía-. Supongo que este no es el lugar más adecuado para discutir el asunto. Si son tan amables, ¿no les importaría acompañarme al piso superior?

No nos importó, naturalmente, aunque para mi coleto yo estaba convencida de que nos iban a pegar una paliza en cuanto que nos metieran en la trastienda. Pero no, me equivoqué. De la joyería pasamos a una minúscula salita con archivadores y sillones de cuero, y de ahí, por una escalera de madera chirriante que el príncipe consorte subió en primer lugar (se disculpó por pasar por delante y explicó que era para enseñarnos el camino), ascendimos hacia el piso superior, primero a un corredor oscuro y luego a una sala. Fue ahí donde nos atizaron.

Es decir, le atizaron a Adrián. Nada más entrar en la habitación, dos enormes gorilas vestidos de Armani se abalanzaron sobre nosotros; en un santiamén sujetaron a Félix y al muchacho, retorciéndoles los brazos por detrás de la espalda. El duque, mientras tanto, me agarró por el cuello. Fue una humillación: me llevaba medio en volandas, casi de puntillas, como un conejo. Se acercó a Félix conmigo colgando de una mano.

– ¿Quiénes sois y qué queréis? -dijo el hombre, con voz tranquila, planteando las preguntas de rigor.

– ¡He dicho la verdad! -gritó Félix-. No vengo en busca de problemas, sólo necesito un poco de ayuda de su padre; pregúntele al señor Van Hoog sobre Fortuna y Víctor el Figurín, los anarquistas españoles…

El hombre no pareció muy convencido. Levantó el puño derecho y por un momento pensé que lo iba a estrellar en la cara de Félix. Pero debió de parecerle de mal gusto golpear a un anciano: el duque era un señor muy fino, desde luego. De modo que giró un poco sobre sí mismo y golpeó la boca de Adrián. Fue un puñetazo notable, teniendo en cuenta que apenas si había tomado impulso, que su equilibrio estaba desnivelado por el peso de mi cuerpo en su mano izquierda y que no parecía estimulado por la pasión o la saña: el príncipe consorte seguía tan civilizado y tranquilo como antes. Casi esperé que le pidiera disculpas a Adrián por haberle manchado la camisa con la sangre que caía de su labio roto.

Las cosas hubieran podido ponerse bastante tenebrosas para nosotros si no hubiera sido porque de repente sonó una voz enérgica que dijo algunas frases en flamenco. Podrían haber sido las palabras con que Moisés separó el mar Rojo: los gorilas dejaron libres a Félix y a Adrián de manera instantánea, y el duque soltó mi cogote y se alejó unos cuantos pasos. Acudía a presentar sus respetos a un viejo que entraba en la habitación apoyándose en un andador de tubos metálicos. Era un viejo lindo, envuelto en una alegre bata de franela a cuadros, con pantuflas a juego y un gorro de lana de dormir como los de los cuentos, rojo, largo y acabado en punta con un pompón. Por debajo del gorro se escapaban unos rizos blancos despeinados que enmarcaban una cara rosada y mofletuda, de candidos ojos azules y aspecto bonachón. Parecía Papá Noel a punto de acostarse.

– ¿Tú dices que anarquista? -preguntó el viejo en mediano español-. ¿Tú hermano de dos hermanos guerrilleros? Veremos.

Se acercó penosamente con el andador hasta colocarse a un palmo del rostro de Félix. Le escrutó con interés durante un rato.

– Sí… Recuerdo… ¿Tú Suerte?

– Fortuna, soy Fortuna, señor Van Hoog.

– Eso sí, Fortuna. Y hermano Victoria.

– Víctor. Víctor el Figurín.

Eso sí.

Van Hoog volvió a pasar revista a Félix de arriba abajo.

– Mmmm… Tú bien, muy bien, ¡yo cojo! Viejo, un asco. ¿Cuántos años tú?

– Ochenta, señor Van Hoog.

– ¡Yo setenta y nueve! Tú cabrón.

Pero sonreía, tal vez encantado de encontrarse con un antiguo conocido de los tiempos jóvenes. O a lo mejor es que se aburría estando jubilado.

Esa sonrisa de Papá Noel lo cambió todo. El hijo cruzó unas cuantas frases en flamenco con su padre y después nos dedicó una somera inclinación de cabeza y se bajó a la tienda. Los guardaespaldas vestidos de Armani se transmutaron en atentos camareros y nos sirvieron un café con pastas, en delicadas tazas de porcelana inglesa, sobre una mesita de caoba. Incluso trajeron una bolsa de hielo para el labio tumefacto de Adrián.

Estuvimos con él toda la mañana, bebiendo café y mordisqueando pastas. El viejo Van Hoog sólo se comía las guindas que hay en el centro de esas pastitas radiales como soles pequeños. Devoraba guinda tras guinda y la masa la tiraba a una papelera. A medida que se iban acabando las pastas de ese tipo, los Camareros-Gorilas traían más.

Le explicamos con minucia nuestra historia, y me parece que la encontró amena. Cabeceaba y asentía con pequeños gruñidos a las explicaciones de Félix, a mis comentarios; pero cuando terminamos de hablar, empezó a hablar él. Nos contó sus andanzas juveniles cuando la Segunda Guerra. Cómo participó en la Resistencia contra los nazis; cómo ayudó a la fuga de judíos. Sus novias, sus amigos, sus primeros negocios. Todo esto en su lengua de trapo, en su español comanche. A eso del mediodía ya estábamos los tres desesperados. No nos decía nada sobre nuestro asunto y la conversación empezaba a languidecer. En un momento dado, el viejo Van Hoog cerró los ojos e inclinó la barbilla sobre el pecho.

– Y ahora va y se nos duerme, el tío -farfulló Adrián, que estaba comprensiblemente indignado por la hinchazón creciente de su morro.

– No duerme, pienso -se agitó el joyero, abriendo los ojos y enderezándose en la silla.

Levantó una mano y pidió algo en flamenco a uno de los gorilas. El Mayordomo-Matón salió de la habitación con expresión solícita y regresó al poco tiempo con una preciosa caja de laca china. Van Hoog sacó unas cuartillas de un papel de magnífica textura, cremoso y con grumos irregulares. Desenroscó una Mont-Blanc tripuda y escribió con letra temblorosa:

«They only want to talk. They are my friends. (Sólo quieren hablar. Son mis amigos.)»

Firmó debajo con su nombre completo y luego puso un sello en tinta verde al pie de la hoja: una torre rechoncha de almenas recortadas, en todo parecida a una pieza de ajedrez.

– Eso sí. Hablar con.

Volvió a agitar una mano en el aire y se acercó el gorila, quien, tras escuchar la orden de su jefe, abandonó la habitación. Esperamos todos en silencio. A los tres minutos regresó el energúmeno con una hoja en la mano y se la dio a Van Hoog.

– Hablar con Manoel Blanco, eso sí -dijo el joyero leyendo la nota-. Teléfono Madrid, aquí papel. Él pequeño hombre nuestro. ¡Pequeño! Ayudará. Aquí mi documento. Mi sello. Mi firma. Ayudará también. Muchos amigos Madrid. Algunos grandes. Ellos sí saben. Es todo. Adiós. Próxima vez yo y tú te vemos, Fortuna, los dos un poco muertos. Eso sí.

Y se rió a carcajada abierta de su propia gracia, más parecido a Papá Noel que nunca. Luego dijo algo al guardaespaldas y éste le levantó en brazos como quien levanta una muñeca. El otro gorila agarró el andador metálico, y el grupo desapareció sin añadir palabra por la pequeña puerta del rincón. Ahí quedamos nosotros, con los dos papeles que nos había dado el viejo, los restos del café y una cesta llena de pastas mordisqueadas. Salimos por nuestra cuenta del local (el despacho del piso de abajo tenía una puerta directa a la calle que nos evitó el paso por la tienda) y cuando estuvimos fuera respiramos.

– Lo hemos conseguido.

Era increíble, pero lo habíamos conseguido. La euforia burbujeó dentro de mí, como el principio de una borrachera. Habíamos hablado con un pez gordo, teníamos un contacto en Madrid, incluso disponíamos de una especie de carta de recomendación, ¡y todo eso sin que nos partieran la boca! O, por lo menos, sin que nos la partieran demasiado.

– Pobre Adrián. ¿Qué tal estás? -dije, recordando el puñetazo y advirtiendo que el muchacho iba demasiado callado.

– Bien. No es nada -contestó.

Pero al acercarme a él advertí que estaba temblando.

– ¿Qué te pasa?

Le toqué una mejilla: era como arrimar la mano a una caldera.

– Tienes fiebre. Yo creo que mucha fiebre.

– Ya me encontraba mal esta mañana. Cierto, lo había dicho. Había dicho que se sentía mareado, aunque yo, con la tensión del día, no le hice mucho caso. Ahora iba dando tumbos por la calle, con los ojos desenfocados y brillantes. Cogimos un taxi y nos trasladamos al hotel; subimos a pie los dos tramos de sórdida escalera y entramos los tres en la habitación de Adrián, que era angosta y larga, con una camita virginal y estrecha, un armario desvencijado a los pies y una ventana que daba a un patio oscuro.

– Métete en la cama enseguida -dije inútilmente, porque Adrián ya se estaba desatando las zapatillas deportivas-. ¿Quieres que te ayudemos?

– No, no -respondió él, aturdido y torpe, sacándose el jersey por la cabeza.

Aunque para torpe yo, que no sabía si irme o si quedarme. Pensé: que un muchacho de veinte años se quede en paños menores es una nimiedad; si no me gustara, no me daría ningún apuro que Adrián se desvistiera frente a mí. Pero el problema era que me gustaba. Miré a Félix, turbada.

– Pues parece que no nos necesita.

Para entonces Adrián se había quitado los vaqueros y se había quedado en calzoncillos, y al instante siguiente estaba ya metido entre las sábanas. Un relámpago de carne blanca y sólida, un pecho robusto y delicioso de hombre ya cuajado.

Pero dentro de la cama, mostrando tan sólo su cara de gato entristecido, parecía un niño.

– No os vayáis -dijo.

Pequeño, muy pequeño. Y muy mal tenía que estar para pedir que nos quedáramos. Adrián nunca pedía nada. Ese era uno de sus problemas.

– Quédate tú con él. Yo voy a ir a buscar un médico -dijo Félix.

Y, en efecto, se marchó a la calle para volver más tarde con un doctor que dictaminaría que Adrián tenía una amigdalitis, es decir, anginas, unas anginas gordas y rabiosas como las de los crios. Pero eso fue más tarde. Ahora Félix se acababa de ir y yo me senté en una esquina de la cama. Adrián ardía, casi me parecía verle humear, irisar el aire en torno a su cabeza, como sucede con las arenas del desierto bajo el sol calcinante. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos fulgurantes, el labio superior deliciosamente hinchado por el golpe. Estaba hermoso hasta el dolor, atractivo como un abismo. Cómo deseé acariciar su cara. Pasar un dedo por la rosca suave y caliente de sus orejas. Por su cuello. Por sus labios resecos. Pero no podía hacerlo. Él pensaría que le acariciaba por amor maternal, porque estaba enfermo. No por rijo y lujuria y frenesí y hambre desaforada de su cuerpo.

– Lucía…

– Sí.

– Esa torre, la torre de la nota, la torre del sello…

– ¿Sí?

– No, nada. Es una casualidad, hoy he soñado uno de mis sueños… De las adivinanzas. Y había una torre. Una torre de piedra con muchos, muchos pisos, muchísimas ventanas, una torre muy alta. Pero está toda rota, medio derruida. Un hombre. En lo alto de la torre hay un hombre triste. Se asoma al vacío; y entonces se tira. Pero mientras va cayendo por el aire, camino de la muerte, de repente oye un ruido. Entonces pone una expresión de extrema desesperación y grita: ¡Noooooooo!

– ¿No?

– ¡Noooooooo!

– ¿Y después?

– No hay más. Me desperté. Todavía no sé por qué grita, no sé la solución. Como estoy con fiebre…

Cerró Adrián los ojos, agotado por el esfuerzo de contarme la adivinanza. Pero una de sus manos trepó por el embozo como un cangrejo ciego y me buscó. Se metió el cangrejo, seco y ardiente, entre las palmas de mis manos, como buscando un refugio seguro. Para no caerse de la torre. Yo me quedé quieta, muy quieta. Tal vez así, pensé, Adrián no notará que estoy temblando.


Conocí a Van Hoog en mis andanzas finales como pistolero. Pero eso fue en la posguerra, y antes de llegar a la posguerra hay que hablar de la guerra, aunque resulte amargo -dijo Félix Roble-. Cuando empezó la guerra yo tenía veintidós años, y una novia formal, Dorita, Dorotea, y una responsabilidad que cumplir. Una responsabilidad política, social, libertaria. Como dijo Durruti, se lo debía a mi padre; pero sobre todo se lo debía a mi madre, muerta de miseria, y a mí mismo. A mi idea de lo justo. A los sueños y la rabia de mi niñez.

Aunque todo el país esperaba la guerra, yo había preferido ignorar los preparativos, los crecientes signos del combate. Por eso, cuando al fin estalló, me sentí culpable. Me abrumó entonces mi falta de compromiso con la causa; los escrúpulos anteriores, esa pequeña angustia que siempre me acompañó por la muerte de mi muerto, se me antojó de repente una excusa egoísta para librarme de la parte más dura de la militancia, para dedicarme a mi propio placer y a mis pasiones, a torear, a gustar a las mujeres, a vivir. Me había comportado como un desahogado, como un maldito parásito, casi peor que los burgueses a los que pretendía combatir (la burguesía expropiada y el Estado abolido: así se emanciparía la clase obrera), porque yo sabía. De modo que la asonada de Franco supuso para mí una profunda crisis de conciencia. Volví a sentirme ardiendo de furor anarquista, de solidaridad y de esperanza histórica. Había llegado el momento de la verdad. La Revolución o la muerte. Teníamos a nuestro alcance el Paraíso.

Aquel 18 de julio yo hubiera tenido que torear en Calatayud. Abandoné mi equipaje en la pensión, el traje de luces, el capote, todo, y me marché con unos compañeros de la FAI en un agitado viaje hacia Barcelona. Quería ponerme a las órdenes de Buenaventura: quería entregarle mi vida y que él hiciera con ella lo que quisiera. La Revolución y la guerra (porque los anarquistas hicimos las dos cosas) eran como el ojo de un huracán: lo chupaban todo, de manera que nada tenía importancia fuera de ellas. Nada de índole personal, quiero decir. Ni la emoción de los toros, por ejemplo; ni el amor de Dorita. A ella le pilló el alzamiento en Madrid. No volví a verla en muchos años. Era una buena chica: fue la primera mujer que me enterneció, la primera a la que quise arropar cuando dormía a mi lado. Pensé que eso era el amor; creí que ya lo había conseguido, que ya había llegado. Cuando se enamoran por primera vez, los jóvenes creen que ese amor es una meta, el lugar definitivo en el que instalarse; cuando en realidad es la línea de partida de la peripecia amorosa, que es como una larga carrera de obstáculos. Me encontré una vez con Dorita en una estación de metro en los años sesenta, cuando regresé a Madrid. La reconocí enseguida, aunque había engordado y tenía la cara marchita y como triste. «Estás igual», nos dijimos mutuamente. Mintiéndonos. Dorita iba con dos adolescentes granujientos y sucios. «Son mis dos pequeños», explicó. «¿Cuántos tienes?» «Cuatro», respondió Dorita con rubor, como disculpándose. Contemplé a los chicos: narigudos, feos. Si hubieran sido míos, pensé con orgullo idiota, habrían sido más guapos.

Pero estábamos hablando de la guerra. Llegué a Barcelona el 20 de julio, justo a tiempo de enterarme de la muerte de Ascaso. Le habían abatido unas horas antes en el asalto a Las Atarazanas. Había sido un héroe, había sido un loco, un valiente, un suicida, nos explicaron diferentes voces. Se había ido él solo, en descubierta, para intentar acallar una ametralladora. Armado con una pistola, nada más. Conociendo a Ascaso, yo pensé que había sido, sobre todo, orgulloso. Que debió de sentir miedo en el asalto al cuartel, tanto miedo que necesitó vencerse con un alarde de temeridad. Le mató su soberbia, la terrible altura del listón con que se medía a sí mismo. Los toreros sabemos bien lo que es convivir con el miedo. Cuanto más miedo tienes y más te sobrepones, más te arrimas. Pobre Ascaso. Vi su cadáver, tumbado sobre una mesa en el local de la FAI. Llevaba un traje ligero marrón, de señorito, elegante y a la moda, aunque ahora arrugado y empapado en su sangre. Y unas alpargatas de obrero. Murió con estilo y con un punto de locura. Tal y como él era.

Yo creía que iba a encontrarme con Durruti en el velatorio de Ascaso, pero no fue así. En aquellos primeros días Buenaventura era como Dios, enorme, ubicuo, omnipotente e inalcanzable, por lo menos para mí. Combatió sin dormir y sin pararse a llorar a su hermano Ascaso hasta acabar con la resistencia de los nacionales sublevados, negoció el poder militar y político con Companys, y organizó en un abrir y cerrar de ojos la columna Durruti, que salió cuatro días después hacia Zaragoza, en poder de los nacionales. En esos cuatro días, hasta que se fue, Buenaventura y yo anduvimos buscándonos el uno al otro cuando el tiempo de la guerra lo permitía, pero no conseguimos vernos. Al cabo, Durruti me mandó un mensaje por un cenetista: yo debía conseguir llevar a Bilbao, fuera como fuese, un camión con fusiles para los compañeros vascos. Las armas, ese fue el problema durante la guerra: nos escatimaban las armas a los anarquistas, no teníamos municiones, los oxidados naranjeros nos estallaban en la cara. Mientras me preparaban el envío, aún tuve tiempo de ver la partida de la columna Durruti. Era una preciosa tarde de verano y las calles de Barcelona estaban abarrotadas: todo el mundo quería despedir a los milicianos. No era un desfile militar, no había paso marcial, ni orden, ni filas que mantener. Era una marcha festiva, tres mil jóvenes vestidos con ropas multicolores, tres mil jóvenes cantando y besando a las muchachas y recibiendo ofrendas de claveles desde las ventanas.

Aunque llevaban granadas prendidas en los correajes, no parecía que aquellos chicos fueran camino de la guerra y de la muerte, y en realidad no lo iban: en aquella radiante tarde veraniega del 24 de julio, la columna Durruti marchaba hacia el futuro, hacia el triunfo de la Revolución y hacia la felicidad histórica.

La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en el ser humano; a la creencia de que en la tierra puede existir el Paraíso, es decir, una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño se moriría de hambre. Hoy ya no creemos en la posibilidad de alcanzar una ventura semejante. Digo los occidentales. Los orgullosos ciudadanos del llamado Primer Mundo. No creemos en la felicidad porque ya no necesitamos esa fe. Sólo los pueblos miserables y paupérrimos necesitan creer en la posibilidad de alcanzar el Paraíso. De otro modo, ¿cómo podrían soportar tanto sufrimiento? Los milicianos de la columna Durruti salían a recoger esa felicidad, la dicha prometida y al fin llegada, la que se les debía a los pobres y a los desheredados desde hacía milenios, la que se habían ganado, día a día, con su dolor.

Soy un viejo idiota. Por eso se me humedecen los ojos ahora. Nos sucede mucho a los octogenarios: lloriqueamos por cualquier nimiedad como perros falderos con moquillo. Bien, lo admito, me ha emocionado. Creía que ya no dolía, pero aún duele. Recordar aquella entrega, todo aquel entusiasmo. La entereza anónima de tantas y de tantos. Y la justicia histórica: porque era cierto que se nos debía la felicidad. Pero enseguida comenzó el horror y nos ahogó la sangre; y ese horror se prolongaría durante varias décadas. Toda guerra es abominable; las guerras civiles son, además, perversas. Ya lo habéis visto ahora en Yugoslavia. En España fue también así. Violencia y crueldad hasta la náusea. En la zona republicana, la fragmentación del poder y el caos de las luchas intestinas dificultaron el control de los excesos. En la zona nacional, las atrocidades las cometía un ejército regular y disciplinado con el beneplácito de las autoridades. Para mí esto implica un grado y una diferencia, pero no creo que estas sutilezas morales le importen mucho al hombre al que le cortan lentamente las orejas antes de darle un tiro en la cabeza. Con el tiempo he aprendido que un muerto es un muerto en todas partes.

El sueño se acabó muy pronto para mí. Yo estaba en Bilbao, adonde había conseguido llegar con mis fusiles, cuando en enero de 1937 los bombarderos alemanes arrasaron la ciudad. La gente, que ya estaba muerta de hambre por el asedio, enloqueció de rabia y de miedo. Turbas desaforadas se echaron a la calle, dispuestas a asaltar las prisiones de los presos políticos. El Gobierno mandó entonces un batallón de la UGT para defender las cárceles, pero los soldados se contagiaron de la locura de la sangre y se unieron a la chusma. En la prisión de Laronga, el batallón de la UGT asesinó a 94 presos; en el convento del Ángel Custodio, a 96. Rematados a golpes, como alimañas. Yo asistí a la fase final del asalto al convento, horrorizado, e intenté detener, inútilmente, a un par de cenetistas a los que reconocí entre el populacho. Oí decir que iban a dirigirse después al convento de las Carmelitas, también convertido en cárcel provisional para presos políticos, y corrí hacia allí para avisarles. Dentro del edificio, ya muy asustados por los rumores de la carnicería, había seis guardias vascos dispuestos a resistir. Decidimos sacar a los presos de sus celdas, y entre todos construimos una gran barricada en la escalera con los muebles. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya empezaban a llegar los linchadores. Sólo disponíamos de siete armas de fuego, las de los seis guardias y la mía, y enfrente teníamos un batallón perfectamente equipado y una horda de salvajes provista de los artefactos de matar más variopintos. Pensé que había llegado mi hora y me maldije: ¿cómo se me había ocurrido meterme en ese lío? Los guardias vascos, a fin de cuentas, no tenían más remedio que actuar así, había sido cosa de su destino, estaban moralmente obligados a defender a los presos. Pero yo, ¿qué pintaba yo en esa masacre? ¿Quién me mandaba a mí ponerme quijotesco y dejarme el pellejo por un puñado de fascistas? Aunque en realidad yo no lo hacía por ellos. Lo hacía por nosotros. Entonces sucedió algo increíble. Uno de los presos, un tipo con buena cabeza y con conocimientos técnicos, tuvo el ingenio de manipular el anticuado y precario tendido eléctrico del convento, de manera que, en un momento dado, consiguió hacer estallar al unísono todas las bombillas del edificio. La muchedumbre, histérica como estaba, creyó que volvían a bombardear los alemanes, y salió corriendo; y de esa manera tan chusca salvamos la vida. He de decir que el Gobierno republicano quedó consternado ante la atrocidad de los hechos; arrestaron a numerosos milicianos, y seis integrantes del batallón de la UGT fueron condenados a muerte y ejecutados. Además, se levantó la censura de guerra de los periódicos, para que pudiesen sacar la noticia de la masacre y la vergüenza pública sirviera de escarmiento. Pero a mí el horrible espectáculo me había dejado sobrecogido, desfondado. Creo que fue entonces cuando empezó a flaquear mi fe en la felicidad histórica. Recuerdo que pensé: hemos perdido la revolución, vamos a perder la guerra. Y si ganamos, será como si la hubiéramos perdido.

Загрузка...