La quinta cabeza de Cerbero

Cuando la hiedra se carga de nieve y

el búho le chilla al lobo que más abajo

devora al cachorro de la loba.

Samuel Taylor Coleridge,

La balada del viejo marinero


Cuando yo era chico a mi hermano David y a mí nos obligaban a acostarnos temprano, tuviéramos sueño o no. Sobre todo en verano, a menudo había que irse a la cama antes del anochecer; y como nuestro dormitorio estaba en el ala este de la casa, y la amplia ventana daba al patio central y por lo tanto al oeste, a veces nos pasábamos horas en vela bajo la dura luz rosada, mirando al mono tullido de mi padre encaramado a un parapeto desconchado, o contándonos cuentos, de una cama a otra, con gestos silenciosos.

El dormitorio estaba en el piso más alto de la casa, y la ventana tenía una celosía de hierro forjado que se nos había prohibido abrir. La teoría, supongo, era que una mañana de lluvia algún ratero —siendo la única ocasión en que encontraría desierta la azotea, arreglada como una especie de jardín de recreo abandonado— podía descolgar una soga y entrar en la habitación, a menos que encontrara la celosía cerrada.

El objeto del hipotético y muy valeroso ladrón no habría sido, por supuesto, meramente raptarnos. Los niños eran extraordinariamente baratos en Port-Mimizon, fueran varones o mujeres; y, por cierto, una vez me dijeron que en un tiempo mi padre había traficado con ellos, pero que ahora el mercado era demasiado reducido. Fuera esto cierto o no, todo el mundo —o casi todo el mundo— conocía algún profesional capaz de proveer lo que se necesitara, dentro de lo razonable, a bajo precio. Esa gente se dedicaba a estudiar a los hijos de los pobres y los descuidados, y si alguien quería, digamos, una pelirroja de piel morena, una regordeta o una que cojeara, un rubio como David o un chico pálido de pelo y ojos castaños como yo, podía proporcionárselo en pocas horas.

Con toda probabilidad, el imaginario ratero tampoco iba a pedir rescate por nosotros, aunque en algunos barrios se creyera que mi padre era inmensamente rico. Para esto había varias razones. Las pocas personas que sabían que mi hermano y yo existíamos, sabían también —o al menos habían sido inducidas a creer— que no le importábamos nada a mi padre. No puedo decir si esto era verdad; sin duda yo lo creía, y mi padre nunca me dio el menor motivo para dudar, aunque por entonces la idea de matarlo no se me había ocurrido ni una vez.

Y si estas razones no fueran lo bastante convincentes, cualquiera que comprendiese el estrato en el que mi padre era ahora quizá la característica más permanente, se habría percatado de que para él, forzado ya a sobornar a la policía secreta, gastar dinero de ese modo, aun una sola vez, lo habría dejado expuesto a mil ataques ruinosos; y acaso éste fuese el motivo real —éste y el miedo que le tenían— de que no nos hayan raptado nunca.

La celosía de hierro forjado, rígida e hipersimétrica, imita las ramas de un sauce (escribo ahora en mi viejo dormitorio). En mi infancia la había recubierto un jazminero trompeta —más tarde arrancado— que había trepado desde el jardín por el muro. Yo solía desear que la planta tapara del todo la ventana y nos evitara el sol cuando intentábamos dormirnos; pero David, que tenía la cama bajo la ventana, siempre se estiraba a cortar ramas para silbar por los tallos vacíos, con cuatro o cinco de los cuales se hacía una especie de zampoña. Por supuesto que el sonido, tanto más fuerte cuanta más audacia ganaba David, atraía a su vez la atención de Mister Million, nuestro tutor. Mister Million entraba en la habitación en perfecto silencio, deslizando los anchos tacones por el suelo desigual mientras David fingía dormir. A esas alturas la zampoña podía esconderse bajo la almohada, entre las sábanas y hasta bajo el colchón, pero Mister Million la encontraba siempre.

Hasta ayer había olvidado qué hacía con los pequeños instrumentos después de confiscárselos a David; aunque cuando una tormenta o una nevada intensa nos impedían salir, yo a menudo intentaba recordarlo. Romperlos, o tirarlos al patio por el postigo, habría sido totalmente impropio de Mister Million, que nunca rompía nada adrede, y nunca desperdiciaba nada. Yo visualizaba a la perfección el gesto semidoliente con que retiraba los tallos —la cara que parecía flotar tras la pantalla era muy semejante a la de mi padre— y su forma de girar y salir deslizándose de la habitación. Pero ¿qué pasaba con los tallos?

Como he dicho (éste es el tipo de cosa que me da confianza), ayer me acordé. Me había estado hablando aquí mientras yo trabajaba, y cuando salió tuve la impresión —mirándolo cruzar suavemente el umbral— de que faltaba algo, una suerte de floreo que yo recordaba de mis días tempranos. Cerré los ojos y procuré recordar, eliminando todo escepticismo y cualquier intento de figurarme de antemano lo que «habría debido ver», y al fin descubrí que el elemento ausente era un breve destello, el fulgor metálico en la cabeza de Mister Million.

Una vez establecido esto, comprendí que el destello provenía sin duda de un rápido movimiento ascendente, como un saludo, que Mister Million hacía con el brazo al salir de la habitación. Durante más de una hora no logré imaginarme el motivo de ese ademán y sólo llegué a suponer, fuera lo que fuese, que el tiempo lo había desgastado. Intenté recordar si había habido —en ese pasado en realidad no tan lejano—, algún objeto en el pasillo de fuera hoy ausente: una cortina o un postigo, un aparato que se activaba en algún momento, cualquier cosa que sirviera de explicación. No había nada.

Fui hasta el pasillo y examiné minuciosamente el suelo en busca de huellas de muebles. Apartando viejos y bastos tapices, busqué ganchos o clavos. Estiré el cuello para revisar el techo. Entonces, al cabo de una hora, examiné la puerta y vi lo que no había visto al pasar por ella cientos de veces: que, como todas las puertas de esta casa, tiene un macizo marco de listones de madera y que uno de éstos, en el dintel, sobresale de la pared y se extiende sobre la puerta como un estante angosto.

Llevé la silla al corredor y me subí a ella. En el espeso polvo del estante había cuarenta y siete flautas de mi hermano y una maravillosa miscelánea de pequeños objetos. Yo recordaba muchos de ellos, pero algunos ni siquiera alcanzan a despertar un parpadeo de respuesta en los recovecos de mi memoria…

Un huevecito de pájaro cantor, azul con motas marrones. Supongo que el pájaro anidó en el jazminero, y que David y yo expoliamos el nido sólo para que Mister Million nos lo robara. Pero del incidente no me acuerdo.

Y hay un rompecabezas —roto— hecho con vísceras bronceadas de algún animalito, y espléndidamente evocativa una de esas llaves grandes, con decoración fantasiosa, de venta anual, que durante todo un año permitían que el poseedor pudiera entrar después de hora a ciertas salas de la biblioteca del municipio. Supongo que Mister Million la debió haber confiscado al encontrarla, expirado ya el plazo, cumpliendo funciones de juguete; pero ¡qué reminiscencias!

Mi padre tenía una biblioteca propia, que ahora es mía; pero entonces se nos prohibía entrar. Guardo un tenue recuerdo de encontrarme —no sabría decir a qué temprana edad— ante la puerta labrada. Recuerdo cómo se abría, y el mono tullido en el hombro de mi padre, apretándose contra la cara de halcón, y el pañuelo negro y la bata roja debajo y las hileras e hileras de libros gastados y detrás los cuadernos, y el asqueante, dulzón olor a formol que venía del laboratorio, del otro lado del espejo corredizo.

No sé qué dijo él, ni si el que había golpeado era yo u otro, pero recuerdo que cuando la puerta se cerró, una mujer de rosa que consideré muy bonita se agachó a poner la cara al nivel de la mía y me aseguró que todos los libros que acababa de ver los había escrito mi padre, y que no tuviera de eso la menor duda.

A mi hermano y a mí, como he dicho, esa habitación nos estaba prohibida; pero cuando ya éramos algo mayores, Mister Million solía llevarnos un par de veces por semana a la biblioteca municipal. Eran prácticamente las únicas ocasiones en que nos dejaban salir de la casa, y como a nuestro tutor no le gustaba replegar la articulada extensión de sus módulos metálicos en una carreta de alquiler, y ningún asiento de automóvil habría soportado aquel peso ni habría contenido aquella masa, las incursiones se hacían a pie.

Durante largo tiempo, la ruta a la biblioteca fue la única parte de la ciudad que conocí. Tres manzanas por la calle Saltimbanque, donde estaba nuestra casa, a la derecha por la Rue dAsticot hasta el mercado de esclavos y después una calle hasta la biblioteca. El niño, que no sabe diferenciar lo extraordinario de lo corriente, por lo general se acomoda entre los dos: encuentra interés en incidentes que los adultos consideran triviales y acepta serenamente las más improbables ocurrencias. A mi hermano y a mí nos fascinaban los espurios anticuarios y las falsas gangas de la Rue d’Asticot, pero nos aburríamos cuando Mister Million insistía en demorarse una hora en el mercado de esclavos.

No era un mercado grande, porque Port-Mimizon no era centro de tráfico, y con frecuencia los subastadores de mercancías —devueltas una y otra vez por toda una colección de amos que les encontraba siempre el mismo defecto— se habían visto ya varias veces y se trataban como amigos. Mister Million no pujaba nunca, pero observaba, inmóvil, mientras nosotros correteábamos y masticábamos el pan frito que él nos había comprado en algún puesto. Había hombres coche, con piernas nudosas de músculos, y asistentes de baño de sonrisa boba; luchadores encadenados, con ojos aturdidos por las drogas o ardientes de ferocidad imbécil; cocineros, sirvientes y cien clases más; sin embargo, David y yo rogábamos que se nos permitiera seguir solos hasta la biblioteca.

La biblioteca era un edificio de enorme tamaño que en los viejos días de la lengua francesa había alojado oficinas del gobierno. Mezquinas corrupciones habían matado el parque en donde se alzara en un tiempo, y ahora la biblioteca asomaba entre una masa de comercios y viviendas. Una estrecha vía pública conducía a la puerta, y en cuanto entrábamos una especie de grandeza descascarada reemplazaba al vecindario desaparecido. El mostrador principal estaba justo bajo la bóveda, y la bóveda, que ascendía arrastrando una pasarela en espiral bordeada por la colección central de la biblioteca, flotaba a ciento cincuenta metros de altura. Un cielo de piedra: la caída de la más ínfima astilla habría matado a un bibliotecario en el acto.

Mientras Mister Million ascendía majestuosamente por la pasarela helicoidal, David y yo echábamos a correr hasta adelantarnos varias vueltas y poder hacer lo que quisiéramos. Cuando aún era muy joven a menudo se me ocurría que si mi padre —según testimonio de la señora de rosa— había escrito una habitación entera de libros, en ese lugar tenía que haber algunos; yo subiría resueltamente hasta casi alcanzar la bóveda, y allí hurgaría y buscaría. Dado que los bibliotecarios devolvían los libros a los estantes con gran laxitud, siempre estaba la posibilidad, me parecía, de encontrar lo que no había encontrado hasta entonces. Los estantes se encumbraban muy por arriba de mi cabeza, pero cuando no me sentía vigilado, yo trepaba por ellos como si fueran peldaños, pisando libros cuando no quedaba sitio para las cuadradas suelas de mis zapatos marrones, y de vez en cuando pateando libros al suelo, donde permanecían hasta nuestra visita siguiente y más aún: prueba de la reticencia del personal a subir la larga cuesta en caracol.

En los estantes superiores había, si es posible, un desorden peor que en los más accesibles, y un glorioso día en que llegué al más alto descubrí que esa empinada y polvorienta posición sólo la ocupaban (además de un traspapelado texto de astronáutica, La nave de una milla de largo, de un alemán), un solitario ejemplar de Lunes o Martes, apoyado en un libro sobre el asesinato de Trotsky, y un desvencijado volumen de los cuentos de Vernor Vinge que debía su presencia —eso al menos sospeché— a algún bibliotecario ya muerto que había confundido con «Winge» el V. Vinge del lomo.

Aunque nunca encontré ningún libro de mi padre, no me arrepiento de aquellas largas escaladas a lo alto de la bóveda. Cuando David estaba conmigo, corríamos cuesta arriba y abajo, o atisbábamos a través de la baranda el lento avance de Mister Million y discutíamos la factibilidad de terminar con él arrojándole una obra ponderosa. Si David prefería seguir intereses propios más abajo, yo subía hasta el final, donde la cima de la bóveda se curvaba por encima de mí hacia la derecha; y allí, desde un oxidado puente de hierro no más ancho que los estantes que acababa de escalar —y sospecho que tampoco tan fuerte—, se abrían a su vez varios agujeros circulares. La pared era de hierro, pero tan delgada, que cuando yo desplazaba las corroídas cubiertas podía asomar la cabeza y sentirme realmente fuera, con el viento y el revoloteo de las aves y el curvo verdín de la bóveda extendiéndose por debajo.

Al oeste, más alta que las casas circundantes y señalada por los naranjos del techo, divisaba nuestra casa. Al sur, los palos de los barcos del puerto y, en días claros —y si era la hora apropiada—, las crestas blancas de pleamar que Sainte Arme impulsa entre las penínsulas llamadas Índice y Pulgar. Y una vez, lo recuerdo muy bien, mirando al sur vi el gran géiser de rocío soleado que levantaba un crucero de estrellas al golpear el agua. Al este y al norte se extendía la ciudad misma, la ciudadela y el gran mercado, y más allá las montañas y los bosques.

Pero tarde o temprano, ya solo o junto con David, Mister Million me reclamaba. Entonces teníamos que acompañarlo a una de las alas a visitar tal o cual colección de ciencia. Eran libros para las lecciones. Mi padre insistía en que aprendiéramos a fondo biología, anatomía y química, y bajo la tutela de Mister Million bien que aprendíamos, porque nunca consideraba dominado un tema hasta que podíamos discutir todos los puntos mencionados en el último de los libros catalogados bajo el mismo rubro. Mis favoritas eran las ciencias de la vida, pero David prefería los idiomas, la literatura y el derecho; pues tanto de éstas como de antropología, cibernética y psicología recibíamos unas nociones.

Una vez elegidos los libros que estudiaríamos en los días siguientes, y después de instarnos a elegir más por nuestra cuenta, Mister Million se retiraba con nosotros a un rincón tranquilo de alguna de las salas de lectura, donde había sillas, una mesa y espacio suficiente para que él plegara la extensión articulada de su cuerpo o la alineara contra una pared o anaquel y así dejar libre el pasillo. Para indicar el comienzo formal de la clase, solía pasar lista, siendo siempre mi nombre el primero.

Yo decía:

—Presente —en señal de atención.

Y David:

—Presente.

David tiene abierto en las rodillas, donde Mister Million no puede verlo, un ejemplar de Cuentos de la Odisea, pero mira al señor Million fingiendo un brillante interés. De una ventana alta llega a la mesa un sesgado rayo de sol, revelando en el aire un enjambre de polvo.

—Me pregunto si alguno de vosotros ha reparado en los implementos de piedra en la sala por la que acabamos de pasar.

Ambos asentimos, cada cual con la esperanza de que hablara el otro.

—¿Fueron hechos en la Tierra, o aquí en nuestro planeta?

Es una pregunta con trampa, pero fácil. David dice:

—Ni una cosa ni otra. Son de plástico —y los dos nos reímos.

Paciente, Mister Million dice:

—Sí, son reproducciones de plástico, pero ¿de dónde vinieron los originales?

El rostro, tan parecido al de mi padre, pero que ahora se me antojaba que era sólo de él (de modo que verlo en un hombre vivo y no en aquella pantalla parecía una terrible inversión de la naturaleza), no expresaba interés, ni enfado ni aburrimiento, sino una serena distancia.

David responde:

—De Sainte Anne —Sainte Anne es un planeta hermano que gira con nosotros airededor de un centro común, como nosotros giramos alrededor del sol—. Eso decía el cartel, y los hicieron los aborígenes… Aquí no había abos.

Mister Million asiente y vuelve hacia mí el rostro impalpable.

—¿Crees que esos implementos de piedra ocupaban un lugar central en las vidas de quienes los hicieron? Di que no.

—No.

—¿Por qué no?

Pienso frenéticamente, sin ayuda de David, que por debajo de la mesa me está pateando las espinillas. Llega un destello.

—Habla. Responde en seguida.

—Eso es evidente, ¿no? —salida siempre útil cuando uno no está seguro de que «eso» sea siquiera posible—. En primer lugar, no pueden haber sido herramientas muy eficaces; ¿por qué entonces los aborígenes iban a confiar en ellas? Quizá diga usted que necesitaban las flechas de obsidiana y los anzuelos de hueso para conseguir alimento, pero no es así. Podían envenenar el agua con los jugos de ciertas plantas, y quizá hubiera sido más eficaz pescar con cercas de estacas, o con redes de cuero crudo o fibra vegetal. Del mismo modo, más eficaz que cazar animales habría sido atraparlos o arrearlos con fuego; y en cualquier caso no harían falta herramientas de piedra para recoger bayas, brotes de plantas comestibles y cosas por el estilo, que probablemente eran el alimento principal de esas gentes… Esos objetos de piedra están en la vitrina porque las trampas y redes se pudrieron, y porque son lo único que queda; de modo que los que se ganan la vida con esto pretenden que son importantes.

—Bien. ¿Y tú, David? Sé original, por favor. No repitas lo que acabas de oír.

David levanta del libro unos ojos azules que nos desdeñan a los dos.

—Si hubiera podido interrogarlos, le habrían dicho que lo importante eran la magia y la religión, las canciones que cantaban y las tradiciones populares. Mataban a los animales de sacrificio con mayales o conchas afiladas como navajas, y no dejaban que sus hombres engendraran hijos antes de haber pasado por el fuego y quedar lisiados de por vida. Copulaban con los árboles y ahogaban a los niños para honrar a los ríos. Eso era lo que importaba.

Sin cuello, la cara de Mister Million asintió.

—Ahora debatiremos la humanidad de esos aborígenes. David negativo y primero.

Le doy un puntapié, pero ha puesto las duras piernas pecosas bajo el cuerpo o las ha escondido tras las patas de la silla, lo cual es trampa.

—En la historia del pensamiento humano —dice, en su voz más inaceptable—, humanidad implica descendencia de lo que podríamos llamar Adán; es decir, la original estirpe terráquea, y si ustedes no lo entienden es que son un par de idiotas.

Espero a que continúe, pero ha terminado. Digo entonces, para ganar tiempo:

—Mister Million, no es justo dejar que me insulte en un debate. Dígale que eso no es debatir, es pelearse, ¿no?

Mister Million dice:

—Sin alusiones personales, David.

Esperando que yo siga un buen rato, David ya está echando un vistazo a Odiseo y Polifemo el cíclope. Acepto el desafío:

—El argumento de que hubo una estirpe terráquea original no es válido ni concluyente. Parece bastante probable que los aborígenes de Sainte Anne descendieran de una ola anterior de expansión humana; una ola, quizá, aun anterior a los griegos homéricos.

Tibiamente, Mister Million dice:

—Si estuviera en tu lugar, me limitaría a argumentos de probabilidad más alta.

No obstante, yo gloso la historia de los etruscos, la Atlántida y la tenacidad y las tendencias expansionistas de una hipotética cultura tecnológica que habría ocupado el continente de Gondwana. Cuando acabo, Mister Million dice:

—Ahora a la inversa. David, afirmativo sin repetir.

Mi hermano, claro, en vez de escuchar ha estado mirando el libro, y yo lo pateo entusiasmado, esperando que se atasque; pero él dice:

—Los abos son humanos porque están todos muertos.

—Explícalo.

—Si estuvieran vivos, aceptarlos como humanos sería un peligro porque pedirían cosas; pero estando muertos, es más interesante que hayan sido humanos y los colonos los hayan matado.

Y así seguimos. La mancha de luz viaja por la mesa negra listada de rojo; viajó por la mesa un centenar de veces. Salíamos por una de las puertas laterales y cruzábamos un descuidado patio entre dos alas. Había allí botellas vacías y papeles de todas clases al viento; y una vez, un muerto en harapos brillantes, sobre cuyas piernas los muchachos saltamos mientras Mister Million lo evitaba rodando en silencio. Al salir del patio a una calle angosta, las cornetas de la guarnición de la ciudadela —que sonaban tan lejanas— llamaban a los soldados de caballería a misa vespertina. En la Rue d'Asticotya se afanaba el farolero, y en las tiendas cerradas habían puesto las rejas de metal. Mágicamente despejadas de muebles viejos, las aceras parecían anchas y desnudas.

Cuando llegaban los primeros juerguistas, nuestra calle Saltimbanque cambiaba. Hombres canosos y bullangueros guiando a chicos y jovencitos, hombres y chicos guapos y musculosos pero una pizca sobrealimentados; jóvenes que contaban chistes tímidos y sonreían con buenos dientes. Siempre eran ésos los que llegaban temprano, y años después he llegado a preguntarme si los hombres canosos llegaban pronto porque deseaban tener placer y también dormir sus buenas horas, o porque sabían que después de medianoche los jóvenes que ellos estaban introduciendo en el establecimiento de mi padre se pondrían somnolientos e inquietos, como chicos que se han mantenido despiertos hasta muy tarde.

Como Mister Million no quería que anduviéramos por los callejones después del anochecer, entrábamos en la casa junto con los hombres canosos y sus sobrinos e hijos. Había un jardín, no mucho mayor que una pieza pequeña y empotrado en el frente de la casa, que no tenía ventanas. Los helechos crecían en parterres del tamaño de tumbas; el agua de una fuente caía tintineando sobre cañas de vidrio que había que proteger de los muchachos de la calle, y con los pies firmemente plantados —de hecho, casi hundidos en el musgo— se alzaba la estatua de hierro de un perro con tres cabezas.

Era esa estatua, supongo, la que daba a nuestra casa el nombre popular de Maison du Chien, aunque acaso hubiera también una referencia a nuestro apellido. Las tres cabezas, de orejas y hocicos puntiagudos, eran de una poderosa elegancia. Una mostraba los dientes y otra, la del centro, miraba el mundo del jardín y la calle con una expresión de tolerante interés. La tercera, la más cercana al sendero de ladrillos que llevaba a la puerta, sonreía francamente —no encuentro otra expresión—, y era costumbre de los clientes de mi padre, cuando subían por el sendero, palmearle la cabeza entre las orejas. Los dedos habían pulido el sitio, que ahora parecía de cristal negro.

Ese fue, pues, mi mundo durante siete de los largos años de nuestro mundo, y quizá durante medio año más. Pasaba la mayoría de las jornadas en la pequeña aula que presidía Mister Million, y las noches en el dormitorio donde jugaba y peleaba con David en silencio completo. La variedad la ponían los viajes a la biblioteca que ya he descrito, o rara vez a alguna otra parte. De tanto en tanto apartaba las hojas del jazmín trompeta para mirar a las muchachas y sus benefactores en el patio, u oír la corriente de charla en el jardín de la azotea; pero ni lo que hablaban ni lo que hacían me interesaba demasiado. Sabía que el hombre alto con cara de hacha que gobernaba la casa, y a quien muchachas y sirvientes llamaban «Maître», era mi padre. Ya en mis primeros años había sabido que en algún lugar había una mujer temible —los criados le tenían pavor— llamada «Madame», pero que no era mi madre ni la de David, ni tampoco la esposa de mi padre.

Esa vida y mi niñez, o al menos mi infancia, terminaron una noche cuando David y yo, cansados de luchas y discusiones silenciosas, ya estábamos dormidos. Alguien me sacudió por los hombros, llamándome, y no era Mister Million sino uno de los criados, un hombrecito jorobado de raída chaqueta roja.

—Te requiere —informó el enviado—. Levántate.

Lo hice, y él vio que yo llevaba ropa de cama. Esto sin duda no estaba en sus instrucciones, y por un momento durante el cual yo bostezaba de pie, lo debatió consigo mismo.

—Vístete —dijo al fin—. Péinate.

Obedeciendo, me puse los pantalones de terciopelo negro que había llevado el día anterior, pero —guiado por cierto instinto— una camisa limpia. La habitación a la cual me condujo por tortuosos corredores, vacíos ahora de los últimos clientes; y por otros, mohosos, sucios de excremento de rata, donde los clientes nunca eran admitidos, era la biblioteca de mi padre: la de la gran puerta labrada, ante la cual había recibido yo las susurradas confidencias de la mujer de rosa. Nunca había estado allí; pero cuando mi guía golpeó discretamente, la puerta se retiró, y casi sin darme cuenta de lo que ocurría me encontré adentro.

Mi padre, que había abierto la puerta, la cerró a mis espaldas, y dejándome allí caminó hasta el extremo más distante de la larga estancia y se echó en un gran sillón. Llevaba la bata roja y el echarpe negro que yo le había visto casi siempre, y tenía el pelo largo y ralo peinado hacia atrás. Me miró fijamente, y recuerdo que el esfuerzo por no romper en sollozos me hizo estremecer el labio inferior.

—Bien —dijo, después de que nos miráramos un tiempo—, hete ahí. ¿Cómo te llamaré? —le dije mi nombre, pero meneó la cabeza—. Así no. Para mí has de tener otro nombre; un nombre privado. Si quieres elígelo tú mismo.

No dije nada. Me parecía del todo imposible tener un nombre diferente de las dos palabras que, en cierto sentido místico que yo respetaba pero no entendía, eran mi nombre.

—Entonces te lo elegiré yo —dijo mi padre—. Eres Número Cinco. Acércate, Número Cinco —me acerqué, y cuando me tuvo delante continuó—. Ahora jugaremos a un juego. Voy a mostrarte unos dibujos, ¿entiendes? Y mientras tú los miras no debes dejar de hablar. Hablar de los dibujos. Si hablas, ganas; pero si paras, aunque sólo sea un segundo, gano yo. ¿Entiendes? —le dije que sí—. Bien. Sé que eres un chico brillante. Por cierto, Mister Million me ha enviado todos los exámenes que te ha hecho y las cintas que graba cuando hablas con él. ¿Estabas enterado? ¿Alguna vez te preguntaste para qué le servían?

—Pensé que las tiraba —le dije, y noté que al escucharme mi padre se inclinaba hacia adelante, circunstancia que en ese momento me pareció halagadora.

—No, las tengo yo aquí —apretó un botón—. Bien, recuerda que no debes dejar de hablar.

En la habitación, como por magia, aparecieron un niño considerablemente menor que yo y un soldado de madera pintada casi de mi tamaño; pero cuando extendí la mano descubrí que eran insustanciales como el aire.

—Di algo —dijo mi padre—. ¿Qué estás pensando, Número Cinco?

Yo pensaba en el soldado, claro está; lo mismo que el niño, que parecía tener unos tres años. Atravesó mi brazo como una niebla, tambaleándose, e intentó derribar la figura del soldado.

Eran sólo hologramas: imágenes tridimensionales formadas por la interferencia de dos frentes de ondas luminosas; cosas que en mi libro de física, ilustradas por chatos dibujos de ajedrecistas, me habían parecido muy insulsas. Pero necesité un rato para relacionar aquellos ajedrecistas con los fantasmas que esa noche andaban por la biblioteca de mi padre. Todo ese tiempo mi padre siguió diciendo:

—¡Habla! ¡Di algo! ¿Qué crees que siente el pequeño?

—Bueno, el soldado le gusta, pero si quiere puede derribarlo, porque el soldado es sólo un juguete, sí, pero es más grande que él…

Yhablando así continué, supongo, horas enteras. La escena cambiaba una y otra vez. El soldado gigante fue reemplazado por un pony, un conejo, un plato de sopa con galletas. Pero la figura central era siempre el niño de tres años. Cuando el jorobado de la chaqueta raída volvió, bostezando, para llevarme de nuevo al dormitorio, mi voz no era más que un oscuro susurro y me dolía la garganta. Esa noche, en sueños, vi al niño correteando de una actividad a otra, su personalidad confundida en cierto modo con la mía y con la de mi padre, de modo que yo era a la vez el observador, el observado y una tercera presencia que observaba a los otros dos.

La noche siguiente me dormí casi en seguida de que Mister Million nos mandase a la cama, y apenas tuve tiempo de felicitarme por lo que estaba pasando. Me desperté cuando entró el jorobado; pero no fue a mí a quien sacó de las sábanas, sino a David. En silencio, fingiendo que dormía —pues se me había ocurrido, y parecía de lo más razonable, que si me veía despierto quizá nos llevara a los dos—, miré a mi hermano vestirse y tratar de poner algún orden en su maraña de pelo rubio. Cuando volvió yo dormía profundamente, y no tuve oportunidad de interrogarlo hasta que Mister Million nos dejó solos, como hacía a veces, para que desayunásemos. Yo le había contado mis experiencias como cosa natural, y lo que él tenía para contarme era simplemente que había pasado una velada muy similar a la mía. Había visto dibujos holográficos, y en apariencia los mismos: el soldado de madera, el pony. Había tenido que hablar constantemente, como nos lo exigía Mister Million tan a menudo en debates y exámenes, orales. El único punto en que su entrevista con nuestro padre había diferido de la mía, hasta donde yo podía saberlo, surgió cuando le pregunté por qué nombre lo había llamado.

Me miró perplejo, con un trozo de tostada a medio camino de la boca. Le pregunté de nuevo:

—¿Cómo te llamaba al hablarte?

—Me llamaba David. ¿Qué habías pensado?

Con el comienzo de esas entrevistas cambió mi modo de vivir: los ajustes que yo había supuesto pasajeros se hicieron muy poco a poco permanentes, amoldándose en una forma nueva de la que ni yo ni David teníamos verdadera conciencia. Cesaron los juegos y los cuentos a la hora de acostarnos, y las flautas que David hacía con tallos de jazmín empezaron a escasear. Mister Million nos permitía dormirnos más tarde, y de un modo sutil reconoció que éramos más adultos. Más o menos por entonces, también, empezó a llevarnos a un parque donde había un campo de arquería y previsiones para diversos juegos. Uno de los lados de ese parque, no muy distante de nuestra casa, estaba bordeado por un canal. Y allí, mientras David le disparaba flechas a un ganso relleno de paja o jugaba al tenis, yo solía sentarme a mirar el agua serena, sólo levemente sucia, o a esperar alguno de los barcos blancos —grandes barcos de proa afilada como el pico de un martín pescador y cuatro, cinco o hasta siete palos— que entraban en el puerto remolcados, insólitamente, por diez o doce yuntas de bueyes.

En el verano de mi undécimo o duodécimo año —duodécimo, creo— se nos permitió por primera vez quedarnos en el parque después de la puesta del sol, sentados en la declinante margen de hierba del canal, a mirar una exhibición de fuegos artificiales. Media milla por encima de la ciudad se había apagado apenas el vuelo de la ristra preliminar de cohetes, cuando David se sintió mal. Corrió al agua y vomitó —hundiendo los brazos en el cieno hasta los codos— mientras arriba ardían gloriosamente estrellas rojas y blancas. Mister Million lo tomó en brazos, y cuando el pobre David se sintió más aliviado nos fuimos deprisa a casa. La enfermedad no duró mucho más que el contaminado sandwich que la había provocado, pero mientras nuestro tutor acostaba a David, decidí que no me perdería el resto de la exhibición, parte de la cual había vislumbrado entre las sucesivas casas durante el camino de vuelta.

De noche me tenían vedada la terraza, pero sabía muy bien dónde estaba la escalera más próxima. La emoción que sentí al penetrar en ese prohibido mundo de follaje y sombras, coronado por flores de fuego purpúreo, dorado y rojo llameante, me afectó como la secuela de una fiebre, dejándome en pleno verano con frío, temblores y el aliento entrecortado.

En la terraza había mucha más gente de la que yo había previsto: los hombres sin capa, sombrero ni bastón —que habían dejado en el guardarropa de mi padre— y las muchachas empleadas de mi padre, en trajes que exhibían los pechos acarminados en jaulas de alambre retorcido, o les daban la apariencia de una gran altura —sólo desvanecida cuando alguien se les acercaba mucho—, o vestidos cuyas faldas reflejaban las caras y bustos de las usuarias —como refleja el agua quieta los árboles de la orilla—, de modo que entre los intermitentes fogonazos de colores parecían reinas de tarot extrañamente ataviadas.

Me vieron, claro, porque estaba demasiado excitado como para encontrar un buen escondite; pero nadie me ordenó que me fuese, y supongo que asumieron que se me había permitido subir a ver los fuegos artificiales.

Duraron largo rato. Recuerdo que un cliente —un hombre de cuerpo macizo, cara cuadrada y aspecto estúpido— que parecía importante, deseaba tanto gozar de la compañía de su protegée —quien no quería entrar hasta que la exhibición acabase— que a fuerza de exigir cierta intimidad, logró que le reordenaran veinte o treinta arbustos y árboles del parterre para hacer un bosquecillo alrededor de los dos. Yo ayudé a los camareros a trasladar las macetas y tiestos más pequeños, y cuando la estructura quedó concluida me las ingenié para esconderme allí. A través de las ramas pude mirar cómo explotaban los cohetes y bombas aéreas, y al mismo tiempo al cliente y su nynmphe du bois, que los miraban con bastante más atención que yo.

Hasta donde recuerdo, no me movía la lascivia sino la curiosidad. Estaba en la edad en que nos interesamos apasionadamente, pero con pasión científica. La mía había quedado casi satisfecha cuando alguien llegó desde atrás y me sacó de entre las matas agarrándome por la camisa.

De pronto me soltó, ya fuera de la espesura, y me volví esperando ver a Mister Million; pero no era él. Mi captora era una mujercita de pelo gris y vestido negro, cuya falda —lo noté aun entonces— caía derecha de la cintura al suelo. Supongo que hice una reverencia, pues claramente no era una criada, pero ella no reaccionó; me miró fijamente a la cara y me hizo pensar que veía tan bien en los intervalos entre salvas como a la luz de los fulgores. Por último, en lo que debía ser el final de la exhibición, un gran cohete se alzó bramando en un río de llamas, y por un instante ella consintió en levantar los ojos. Luego, cuando el cohete hubo explotado en una orquídea malva de tamaño y brillantez inconcebibles, la formidable mujercita volvió a agarrarme y me llevó firmemente a la escalera.

Por lo que yo pude ver mientras cruzábamos el jardín de la terraza, ella, más que caminar, parecía deslizarse sobre el pavimento como una pieza de ajedrez de ónix sobre un tablero lustrado; y es así, pese a todo lo que he pasado desde entonces, como todavía la recuerdo: como la Reina Negra, una reina de ajedrez ni siniestra ni benéfica, y negra sólo para distinguirla de cierta Reina Negra que nunca fue mi destino encontrar.

Cuando llegamos a la escalera, no obstante, ese suave deslizamiento se convirtió en un meneo fluido que ponía dos pulgadas o más del ruedo del vestido negro en contacto con cada escalón, como si el torso los bajara así, como una canoa sortea unos rápidos: precipitándose unas veces, otras deteniéndose, otras más casi retrocediendo en las contracorrientes.

Se afirmaba en esos escalones apoyándose en mí, y aferrando el brazo de una criada que nos había esperado al borde de la escalera y la asistía por el otro lado. Mientras cruzábamos el jardín de la terraza, yo había supuesto que el deslizamiento era mero producto de una buena postura y un paso maravillosamente controlado, pero ahora comprendía que la mujer era en cierto modo una impedida, y tuve la impresión de que sin nuestra ayuda habría caído de cabeza.

En cuanto llegamos abajo reanudó el suave avance. Con un movimiento de cabeza despidió a la criada, y alejándonos de nuestro dormitorio y el aula, me condujo por el pasillo hasta un hueco de escalera metido muy al fondo del edificio, con un tirabuzón de peldaños muy empinado y apenas una baja barandilla de hierro que lo separaba de una caída de seis pisos hasta la bodega. Allí me soltó, y me dijo resueltamente que bajara. Yo bajé unos peldaños y me volví a ver si ella tenía dificultades.

No las tenía, pero tampoco estaba usando los peldaños. Con la larga falda colgando como una cortina, flotaba, observándome, suspendida en el centro del hueco. Yo me asombré tanto que me detuve —lo que hizo que sacudiera la cabeza, enfadada—, y luego eché a correr. Por una y otra vuelta de la espiral, ella giraba conmigo; siempre volviéndome una cara extraordinariamente parecida a la de mi padre, siempre tomada al pasamanos. Una vez que llegamos a la segunda planta, se abalanzó hacia mí, me prendió con la facilidad con que un gato se encarga de una cría errante y me llevó por habitaciones y pasajes adonde nunca me habían permitido ir, hasta que me confundí tanto que bien podría haber estado en una casa extraña. Por fin se detuvo ante una puerta, en nada distinta de las demás. La abrió con una anticuada llave de latón —la guarda parecía serrada— y me indicó que entrase.

La habitación estaba muy iluminada, y pude ver claramente lo que en la terraza y los pasillos sólo había presentido: que el ruedo de la falda colgaba a dos pulgadas del suelo, se moviera ella como se moviese, y que entre el ruedo y el suelo no había nada en absoluto. Me indicó un pequeño taburete cubierto con un tejido y dijo…

—Siéntate.

Y una vez que lo hice, flotó hasta una hamaca orejera y se sentó frente a mí. Al cabo de un momento preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Y cuando se lo dije alzó una ceja, y apoyando levemente los dedos en una lámpara de pie que había al lado se meció en la hamaca. Largo rato después dijo:

—¿Y cómo te llama él?

—¿Él? —yo me sentía atontado, supongo, por falta de sueño.

Frunció los labios.

—Mi hermano.

Me aflojé un poco.

—Ah —dije—. Entonces usted es mi tía. Ya pensé yo que se parecía a mi padre. Me llama Número Cinco.

Continuó mirándome un momento, torciendo hacia abajo las comisuras de la boca como solía hacer mi padre. Luego dijo:

—Es un número demasiado bajo, o demasiado alto. Vivos, estamos tú y yo, y me parece que está incluyendo al simulador. ¿Tienes una hermana, Número Cinco?

Mister Million nos había estado leyendo David Copperfield, y en ese momento la mujercita me recordó tan pasmosa e inesperadamente a la tía Betsy Trotwood que grité de risa.

—¿Qué le ves de absurdo? Tu padre tuvo una hermana… ¿Por qué tú no? ¿No tienes ninguna?

—No, señora, pero tengo un hermano. Se llama David.

—Llámame tía Jeannine. ¿David se parece a ti, Número Cinco?

Negué con la cabeza.

—No tiene el pelo como yo, sino rubio y rizado. Tal vez se me parece un poco, pero no mucho.

—Supongo —dijo mi tía entre dientes— que utilizó a alguna de mis chicas.

—¿Perdón?

—¿Sabes quién era la madre de David, Número Cinco?

—Como somos hermanos, me figuro que la misma que la mía, pero Mister Million dice que se marchó hace mucho.

—No era la misma madre —dijo mi tía—. No. De la tuya podría mostrarte un retrato. ¿Te gustaría verlo? —hizo sonar una campanilla, y de alguna otra habitación entró una doncella haciendo reverencias; mi tía le susurró algo y la doncella se fue. Al volverse de nuevo hacia mí, mi tía preguntó—. ¿Y qué haces todo el día, Número Cinco, aparte de corretear por la terraza cuando no deberías? ¿Te enseñan?

Le conté de mis experimentos —yo estaba estimulando huevos de rana no fertilizados, y una vez inducido un desarrollo asexual duplicaba los cromosomas con un tratamiento químico que hacía posible una nueva generación asexual— y de las disecciones que Mister Million me proponía llevar a cabo en ese entonces, y mientras hablaba dejé caer al azar un comentario sobre lo interesante que sería llevar a cabo una biopsia en un aborigen de Sainte Anne, si aún había alguno, pues las descripciones de los primeros exploradores diferían mucho entre sí y ciertos pioneros habían afirmado que los abos podían cambiar de forma.

—Vaya —dijo mi tía—, los conoces. Te haré una prueba, Número Cinco. ¿Qué es la hipótesis de Veil?

Eso lo habíamos aprendido hacía varios años; así que dije:

—La hipótesis de Veil supone que los abos tenían la capacidad de imitar a los humanos a la perfección. Veil pensaba que cuando llegaron las naves de Tierra, los abos mataron a todos y ocuparon sus lugares. O sea que no están muertos; somos nosotros.

—Quieres decir que somos los de Tierra —dijo mi tía—. Los seres humanos.

—¿Perdón?

—Si Veil estaba en lo cierto, tú y yo somos abos de Sainte Anne, al menos por origen; supongo que eso quieres decir. ¿Piensas que tenía razón?

—Pienso que da igual. Dijo que la imitación habrá tenido que ser perfecta; y si es así, de todos modos son lo mismo que nosotros.

Se me ocurrió que había dicho algo muy inteligente, pero mi tía sonrió, meciéndose con más energía. Hacía calor en esa pequeña habitación cerrada y brillante.

—Número Cinco, eres muy joven para la semántica, y me temo que las palabras “a la perfección” te han confundido. Estoy segura de que el doctor Veil no pretendió usarlas con tanta precisión como pareces creer, sino en un sentido más amplio. Difícilmente la imitación podría ser exacta, ya que los seres humanos no tienen esa capacidad, y para imitarlos a la perfección los abos tendrían que perderla.

—¿Y no podrían?

—Mi querido niño… cualquier capacidad, del tipo que se te ocurra, ha de evolucionar tarde o temprano. Y cuando evoluciona tiene que ser usada, o se atrofia. Si los abos hubieran podido imitar a otros hasta el punto de perder esa misma capacidad, para ellos habría sido el fin, y eso sin duda mucho antes de que llegaran las primeras naves. Por supuesto, no hay la más leve prueba de que pudieran hacer algo por el estilo. Simplemente desaparecieron antes de que fuera posible estudiarlos a fondo, y Veil, que busca una explicación dramática para la crueldad y la irracionalidad que ve alrededor, ha puesto cincuenta libras de teoría sobre nada.

Me pareció que esta última observación, sobre todo por lo amistosa que se mostraba mi tía, era una excusa ideal para preguntarle por su notable medio de locomoción, pero en ese mismo momento nos interrumpieron, casi simultáneamente, desde dos puntos. La doncella regresó trayendo un gran libro encuadernado en cuero, y no bien se lo entregó a mi tía hubo un golpe en la puerta. Ausente, mi tía dijo «Atiende eso», y como la observación podía haberse dirigido tanto a la doncella como a mí, satisfice mi curiosidad de otra forma precipitándome a responder al golpe.

En el pasillo esperaban dos de las mundanas de mi padre, ataviadas y pintadas hasta parecer más extrañas que cualquier abo, majestuosas como álamos de Lombardía e inhumanas como espectros, con ojos de color verde amarillo grandes como huevos y pechos inflados que se les alzaban casi hasta los hombros; y aunque mantuvieron aquella inculcada compostura, me complació percibir que las sorprendía verme en el umbral. Con una reverencia les di paso, pero mientras la doncella cerraba la puerta, mi tía, abstraída, dijo:

—Un momento, muchachas. Quiero enseñar algo a este chico; después se irá.

Ese «algo» era una foto, hecha —supuse— con una técnica novedosa que lavaba todo color salvo un marrón suave. Era de pequeño tamaño, y por el aspecto general y los bordes ajados muy vieja. Mostraba a una muchacha de unos veinticinco años, flaca y hasta donde yo podía juzgar bastante alta, junto a un joven fornido en un sendero adoquinado y sosteniendo un bebé. El sendero bordeaba todo el frente de una casa notable, una muy larga casa de madera de una sola planta, con un porche o galería que cada ocho o diez metros cambiaba de estilo arquitectónico hasta dar casi la impresión de una cantidad de casas excesivamente angostas construidas con los muros laterales adosados. Menciono este detalle —que en el momento apenas advertí— porque desde que salí de la cárcel he intentado muchas veces encontrar algún rastro de esa casa. La primera vez que me mostraron la foto me interesó mucho más el rostro de la muchacha, y el del bebé. En verdad el bebé estaba casi asfixiado entre blancas mantas de lana y apenas se lo veía. La muchacha tenía facciones largas y una sonrisa que sugería ese encanto poco habitual que es a un tiempo negligente, poético y taimado. «Gitana» fue mi primer pensamiento, pero sin duda la tez era demasiado rubia. Como en este mundo todos descendemos de un grupo relativamente pequeño de colonizadores, somos una población bastante uniforme; pero mis estudios me han familiarizado un tanto con las razas terrestres originales, y mi segunda impresión, casi una certeza, fue que era celta.

—De Gales —dije en voz alta—. O Escocia. O quizás Irlanda.

—¿Qué? —dijo mi tía. Una de las chicas dejó escapar una risita; se habían sentado las dos en el diván, las piernas cruzadas relucientes como mástiles barnizados.

—No importa.

Mi tía me echó una mirada penetrante y dijo:

—Tienes razón. Cuando estemos más libres te mandaré llamar y hablaremos de esto. De momento mi doncella te conducirá a tu cuarto.

No recuerdo nada de la larga caminata que me llevó junto con la doncella hasta el dormitorio, ni de qué excusas le di a Mister Million por la no autorizada ausencia. Cualesquiera que fuesen, supongo que no llegué a engañarlo, o que él descubrió la verdad interrogando a los criados; porque, si bien durante semanas la esperé diariamente, no hubo ninguna convocatoria para volver al apartamento de mi tía.

Esa noche —estoy razonablemente seguro de que fue la misma noche— soñé con los abos de Sainte Anne, abos bailando con penachos de hierba fresca en la cabeza y los brazos y los tobillos, abos agitando los escudos de junco tejido y las flechas con punta de nefrita, hasta que el movimiento afectó a la cama y se transformó en rojas ropas astrosas, en los brazos del criado de mi padre, que como casi todas las noches me llamaba a la biblioteca.

Esa noche —y esta vez estoy bien seguro de que fue la misma, es decir, la noche que por primera vez soñé con los abos— la pauta de mis horas con él, que en los cuatro o cinco años pasados se había convertido en una predecible secuencia de conversación, hologramas, asociación libre y despido —secuencia que yo había llegado a creer inalterable— cambió de repente. Tras la charla preliminar —preparada, estoy seguro, para ponerme cómodo… en lo que fracasó, como siempre—, se me dijo que me remangara un brazo y me tendiese en una vieja mesa de examen que había en un rincón de la sala. Luego mi padre me hizo mirar a la pared, o sea a los estantes repletos de cuadernos raídos. Sentí una aguja pinchándome la parte interna del brazo, pero me mantuvieron la cabeza echada y la cara vuelta, de modo que no podía ni sentarme ni mirar qué estaban haciendo. Una vez retirada la aguja se me dijo que permaneciera allí tranquilo.

Tras un rato que pareció muy largo, y durante el cual mi padre me abrió los párpados o me tomó el pulso una y otra vez, en un lugar lejano de la habitación alguien se puso a contar una historia muy larga y de trama confusa. Mi padre tomaba notas de lo que se decía, y de vez en cuando hacía alguna pregunta que a mí me parecía innecesario responder, ya que lo hacía el narrador.

Los efectos de la droga no se atenuaron con el curso de las horas, como yo había esperado. Al contrario; era como si paulatinamente me alejara más de la realidad y apenas fuese consciente de mis propios pensamientos. El despellejado cuero de la mesa de examen desapareció debajo de mí, y pasó a ser ya la cubierta de un barco, ya el ala que una paloma batía muy arriba del mundo; y dejó de importarme si la voz que oía recitar era la mía o la de mi padre. A veces el timbre era más alto, a veces más bajo; pero luego, de tanto en tanto, me sentía hablar desde lo hondo de un pecho más ancho que el mío, y la voz de él, identificada por el suave rumor de las páginas de su cuaderno, se parecía a un griterío agudo de niños corriendo por la calle, tal como yo solía oírlo en verano cuando en la base de la cúpula de la biblioteca asomaba la cabeza por una ventana.


Con aquella noche mi vida volvió a cambiar. Las drogas —pues al parecer eran varias, y aunque el efecto habitual era el que he descrito, a veces me resultaba imposible quedarme quieto, y durante horas corría de un lado a otro sin parar de hablar, o me hundía en sueños dichosos o indescriptiblemente aterradores— me afectaron la salud. Muchas mañanas me despertaba con una jaqueca que me atormentaba todo el día, y tenía períodos de nerviosismo y aprensión extremos. Lo más alarmante era que a veces desaparecían partes enteras de los días, con lo que me encontraba despierto y vestido, leyendo, paseando y hasta conversando, sin ningún recuerdo de lo que había ocurrido desde que la noche anterior yaciera en la biblioteca de mi padre, murmurándole cosas al techo.

Si bien las lecciones que tomaba junto con David no se interrumpieron, en cierto sentido mi papel y el de Mister Million llegaron a invertirse. Era yo, ahora, el que insistía en dar clases, cuando se daban; yo el que elegía el tema, y en la mayoría de los casos quien interrogaba a David y Mister Million. Pero a menudo cuando ellos iban a la biblioteca del parque me quedaba acostado leyendo, y creo que muchas veces estudiaba y leía desde el momento en que despertaba en la cama hasta que el valet de mi padre volvía a buscarme.

Las entrevistas de David con nuestro padre, debo anotar, cambiaron también como las mías y al mismo tiempo; pero como eran menos frecuentes —y aún se volvieron menos frecuentes a medida que el centenar de días de verano se agotaba en el otoño y al fin en el largo invierno—, y en general él parecía reaccionar mejor a las drogas, el efecto que tenían en él no era ni mejor ni tan fuerte.

Si hubo un momento definido en que terminó mi niñez, fue durante aquel invierno. La mala salud me obligó a apartarme de las actividades infantiles, y alentó los experimentos con animalitos y las disecciones de los cadáveres que Mister Million proveía, en una corriente inagotable de bocas abiertas y ojos desafiantes. También, como he dicho, me pasaba horas y horas estudiando o leyendo… o simplemente echado con las manos bajo la cabeza, pugnando por recordar —a veces durante días— las historias que yo le había contado a mi padre. Ni David ni yo pudimos recordar nunca lo suficiente como para construir alguna teoría sobre la naturaleza de aquello que se nos preguntaba, pero aún tengo fijas en la memoria ciertas escenas. Aunque quizá no eran reales, sino visualizaciones de sugerencias susurradas mientras me mecía y buceaba en estados alterados de conciencia.

Mi tía, hasta entonces tan remota, ahora me hablaba en los pasillos y hasta venía a nuestro cuarto. Me enteré de que dirigía los arreglos internos de la casa, y por su intermedio conseguí que me instalaran un pequeño laboratorio. Pero, como he descrito, me pasé el invierno sobre todo junto a mi esmaltada mesa de disecciones o en la cama. Blancos, flotantes copos de nieve daban contra la mitad alta del ventanal, y se aferraban a las ramas desnudas del jazminero. Los clientes de mi padre, en las raras ocasiones en que yo los veía, entraban con las botas mojadas, con nieve en los hombros y el sombrero, y resoplantes y enrojecidos se sacudían el abrigo en el vestíbulo. Los naranjos habían desaparecido. Nadie usaba el jardín de la terraza, y en el patio bajo nuestra ventana sólo por la noche, tarde ya, media docena de clientes y sus protegées, exaltados de vino e hilaridad, luchaban con bolas de nieve, actividad que invariablemente concluía cuando ellos desnudaban a las chicas y las tumbaban en la nieve.

La primavera me sorprendió al llegar, como suele suceder a quienes pasamos la mayor parte de la vida puertas adentro. Un día, mientras aún pensaba —si es que pensaba algo en el clima— en términos de invierno, David abrió la ventana e insistió en que fuese con él al parque… y era abril. También fue Mister Million, y recuerdo que cuando salimos por la puerta delantera al pequeño jardín que se abría a la calle —un jardín que yo había visto por última vez con montículos de nieve apartada del sendero, pero que ahora brillaba con bulbos tempranos y una fuente cantarina—, David golpeteó al can de hierro en la mueca del hocico y dijo:

Y de allí el perro cuatricápite

fue traído a estos reinos de luz.

Hice una observación trivial sobre que no había contado bien.

—Oh, no. ¿No sabes que el Viejo Cerbero tiene cuatro cabezas? La cuarta es la doncellez, y tan feroz que no hay perro que pueda quitársela.

Hasta Mister Million soltó una risita. Pero más tarde, mirando la rubicunda salud de David y el atisbo de virilidad de manifiesto ya en el porte de los hombros, yo pensé que si las tres cabezas representaban a Maître, Madame y Mister Million, es decir mi padre, mi tía —la doncellez a que hizo referencia David, supongo— y mi tutor, (como siempre me había parecido) sin duda pronto habría que soldar una para representar a mi hermano.

El parque tiene que haber sido para él un paraíso; pero con mi mala salud yo lo encontré harto desolado y me pasé la mayor parte de la mañana acurrucado en un banco, mirando a David jugar al squash. Hacia el mediodía se me unió —no en mi banco, sino en otro lo bastante cercano para que hubiera una sensación de proximidad— una chica morena con un tobillo escayolado. Había llegado con muletas, acompañada por una niñera o gobernanta que, estoy seguro que adrede, se sentó entre la chica y yo. Esa desagradable mujer, sin embargo, era de espalda demasiado rígida como para imponer un completo protectorado. Permaneció al borde del banco, mientras la chica, con la pierna lastimada adelante, se echaba atrás ofreciéndome así una buena vista de su perfil, que era hermoso. De tanto en tanto, cuando se volvía a decirle algo a la criatura que la acompañaba, podía estudiarle toda la cara: labios carmín y ojos violeta, contorno más redondo que oval y una ancha brizna de pelo negro dividiéndole la frente; cejas negras de arco delicado y largas pestañas rizadas. Cuando una vendedora, una anciana, vino a ofrecer rollos cantoneses de huevo —más largos que la mano, y tan recién sacados de la grasa hirviente que había que comerlos con gran precaución, como si en cierto modo estuvieran vivos—, la tomé de mensajera, y además de comprarle uno para mí, envié sendas quemantes delicadezas a la chica y su monstruosa asistente.

El monstruo, por supuesto, las rechazó. Me encantó ver que la chica suplicaba. Los enormes ojos y las brillantes mejillas proclamaban con elocuencia argumentos que lamentablemente yo no alcanzaba a oír, pero que pude seguir en pantomima: negarse era un insulto gratuito a un desconocido inocente; ella tenía hambre y de todos modos había pensado en comprar un rollo de huevo. ¡Qué despilfarro oponerse cuando le ofrecían gratis lo que había deseado! La vendedora, a quien el papel de mensajera deleitaba claramente, pareció a punto de llorar ante la mera idea de verse obligada a reembolsarme el oro —en realidad un billete pequeño, tan grasiento como el papel en que ella envolvía su mercancía, y bastante más sucio—, y al cabo las voces subieron lo suficiente para que yo oyera la de la chica, que era clara y de un agradable timbre de contralto. Al final, por supuesto, aceptaron; el monstruo me concedió un frígido gesto de asentimiento, y por detrás de ella la chica me guiñó un ojo.

Media hora más tarde, cuando David y Mister Million, que me habían estado mirando desde el borde de la pista de tenis, me preguntaron si quería almorzar, les dije que sí, pensando que cuando regresáramos podría sentarme más cerca de la chica sin parecer descarado. Comimos, yo con gran impaciencia —al menos, eso me temo—, en un pequeño y limpio café próximo al mercado de flores; pero cuando volvimos al parque la chica y su gobernanta se habían ido.

Regresamos a la casa, y alrededor de una hora después mi padre me mandó buscar. Acudí con cierta inquietud, ya que para la entrevista era mucho más temprano que de costumbre. De hecho, aún no habían llegado los primeros clientes, cuando por lo general sólo lo veía después de que se hubieran ido los últimos. Podría no haberme preocupado. Empezó preguntándome por mi salud, y cuando le dije que parecía mejor que durante la mayor parte del invierno, se puso a hablar —en un tono afectado y hasta pomposo, sin nada de su habitual mordacidad fatigada— de su empresa y de la necesidad de que los jóvenes se preparasen para ganarse la vida.

—Entiendo que eres un estudioso de la ciencia —dijo.

Respondí que dentro de todo esperaba serlo, y me previne para el habitual ataque contra la inutilidad de estudiar química o biofísica en un mundo de base industrial tan reducida, cosas que en los exámenes de aspirantes a funcionario no servían de nada, ni siquiera lo preparaban a uno para un oficio. En cambio, dijo:

—Me alegra saberlo. Para serte franco, le pedí a Mister Million que te alentara en eso todo lo posible. Estoy seguro que de todos modos lo habría hecho; así lo hizo conmigo. Además de darte grandes satisfacciones, estos estudios serán… —hizo una pausa, se aclaró la garganta y se masajeó la cara y el cráneo— valiosos en todos los sentidos. Y, por así decir, son una tradición familiar.

Dije, y sin duda lo sentía, que me hacía muy feliz oír aquello.

—¿Has visto alguna vez mi laboratorio? ¿Detrás de ese espejo? —preguntó.

No lo había visto, aunque sabía que detrás del espejo corredizo de la biblioteca había una suite de habitaciones, y a veces los criados hablaban del «dispensario» donde él preparaba dosis médicas, examinaba mensualmente.a las muchachas empleadas y de tanto en tanto prescribía tratamientos para «amigos» de clientes, hombres de imprudencia temeraria que —al contrario que los clientes sagaces— no se habían limitado exclusivamente a visitar nuestro establecimiento. Le dije que me gustaría mucho verlo.

Sonrió.

—Pero nos estamos alejando del tema. La ciencia es de gran valor, pero no obstante descubrirás, como he descubierto yo, que consume más dinero del que produce. Necesitarás aparatos y libros y muchas otras cosas, así como ganarte el sustento. Aquí tenemos un negocio no poco rentable, y aunque espero vivir largo tiempo, gracias en parte a la ciencia, tú eres el heredero y al fin será tuyo…

¡Así que yo era mayor que David!

—…cada etapa de lo que hacemos. Créeme: no hay ninguna que no sea importante.

Estaba tan asombrado por el descubrimiento, y en verdad tan eufórico, que me había perdido una parte de lo que había dicho él. Asentí, lo que parecía seguro.

—Bien. Quiero que empieces atendiendo la puerta de entrada. Hasta ahora lo hacía una criada, y en el primer mes te acompañará ella, porque hay que aprender más de lo que crees. Le avisaré a Mister Million para que se encargue de todo.

Le di las gracias, y abriendo la puerta de la biblioteca indicó que la entrevista había terminado. Mientras salía, me era difícil creer que ése fuera el mismo hombre que en las primeras horas de cada mañana me devoraba la vida.

Entonces no relacioné ese súbito ascenso de rango con los acontecimientos del parque. Ahora me doy cuenta de que Mister Million, que muy literalmente tenía ojos en la nuca, debió informarle a mi padre que yo había alcanzado la edad en la cual los deseos subliminalmente sujetos en la infancia a las figuras paternas empiezan, no del todo conscientes, a alejarse a tientas de la familia.

Como fuera, esa misma noche me hice cargo de las nuevas tareas, convirtiéndome en lo que Mister Million llamaba «el recibidor» y David —subrayando la relación de la palabra con puerta— «el portero» de nuestra casa, con lo que en la práctica asumí las funciones simbólicamente ejecutadas por el perro de hierro del jardín. Como me prometiera mi padre, la criada que las había desempeñado previamente —una muchacha de nombre Nerissa, elegida porque era no sólo una de las sirvientas más bonitas, sino también de las más altas y fuertes; una muchacha sonriente, de huesos y rostro largo, con hombros más anchos que muchos varones— se quedó a ayudarme. No se trataba de deberes onerosos, pues los clientes de mi padre eran todos hombres de cierta posición y riqueza, no dados a las grescas ni las discusiones estridentes salvo en inusuales circunstancias de intoxicación; y en su mayor parte ya habían visitado nuestra casa docenas de veces, y en algunos casos cientos. Nosotros los llamábamos con apodos que sólo se usaban aquí —y de los cuales Nerissa me informaba sotto voce mientras avanzaban por el sendero—, les colgábamos los abrigos y los acompañábamos —y en caso necesario los conducíamos— a las diversas partes del establecimiento. Nerissa hacía aspavientos —visión formidable, observé, para todos los clientes, salvo los de proporciones más heroicas—, se dejaba pellizcar, aceptaba propinas. Después, en los períodos de poco trabajo, me hablaba de las veces en que la habían «llamado arriba» a pedido de algún sibarita de calibre, y del dinero que había ganado en esas noches. Yo me reía con los chistes y rehusaba las propinas, como para dar a entender a los clientes que era parte de la administración. A la mayoría no hacía ninguna falta recordárselo, y a menudo me decían lo asombrosamente que me parecía a mi padre.

Hacía muy poco que oficiaba así de recepcionista —creo que fue la tercera o cuarta velada— cuando tuvimos un visitante insólito. Llegó temprano, pero el día había sido tan oscuro —uno de los últimos de verdadero invierno— que las luces del jardín llevaban ya más de una hora encendidas, y aunque se los oyera, era imposible ver los carruajes que de vez en cuando pasaban por la calle. Le abrí la puerta, y como siempre hacía con los extraños, le pregunté educadamente qué deseaba.

—Quisiera hablar con el doctor Aubrey Veil.

Me temo que me quedé perplejo.

—¿Esto es Saltimbanque 666?

Por supuesto, y aunque no consiguiera identificarlo, el nombre del doctor Veil me pareció familiar. Supuse que algún cliente había usado la casa de mi padre como adresse d'accommodation, y puesto que el visitante era a las claras legítimo, y aunque el jardín nos resguardara a medias, no convenía mantener a nadie discutiendo en el umbral y le pedí que entrase; luego mandé a Nerissa a traernos café para poder hablar un momento en privado en la salita de recepción que se abría junto al foyer. Era un lugar poco usado, y como vi tan pronto hube abierto la puerta, las criadas no habían acabado de limpiarlo. Decidí contárselo a mi tía, y en ese momento recordé dónde había oído mencionar al doctor Veil. En la primera ocasión en que había hablado con ella, mi tía se había referido a la teoría del doctor: que tal vez nosotros fuéramos en realidad los nativos de Sainte Anne; que habíamos asesinado a los colonizadores terrestres y los habíamos desplazado por completo, al punto de olvidar nuestro pasado.

El extraño se había sentado en uno de los mohosos sillones dorados. Llevaba una barba muy negra y más tupida que las de estilo corriente; era joven, aunque desde luego bastante mayor que yo, y habría sido guapo de no haber tenido la piel de la cara —lo que se veía— de un blanco tan incoloro que era casi una desfiguración. La ropa negra parecía anormalmente pesada, casi de fieltro; recordé haber oído de algún cliente que el día anterior había descendido en la bahía un crucero de estrellas de Sainte Anne, y en el acto le he preguntado si acaso él había venido a bordo. Por un momento pareció desconcertado; luego se rió.

—Veo que es usted listo. Y viviendo con el doctor Veil, ha de estar familiarizado con su teoría. No, vengo de Tierra. Me llamo Marsch.

Me dio una tarjeta, y la leí dos veces antes de que mi mente registrara el significado de las abreviaturas en delicado relieve. El visitante era un científico: doctor en filosofía antropológica, de Tierra.

—No pretendía hacerme el listo —dije—. Realmente creí que podía ser de Sainte Anne. Aquí la mayoría tenemos una cara un poco planetaria, excepto los gitanos y los delincuentes; y no se ve que usted responda a la pauta.

—Ya lo había advertido —me dijo él—. En cambio, usted sí.

—Se supone que me parezco mucho a mi padre.

—Ah —dijo él, y me miró—. ¿Lo han clonado?

—¿Clonado?

Yo había leído el término, pero sólo en relación con asuntos de botánica; y como me pasaba a menudo cuando intentaba impresionar a alguien de una inteligencia similar a la mía, no se me ocurrió nada. Me sentí como un niño estúpido.

—Reproducción partenogenética, de modo que el nuevo individuo, o individuos, pues si uno quiere puede obtener miles, tendrá una estructura genética idéntica a la del padre. En Tierra no está permitido pues obstaculiza la evolución natural, pero supongo que aquí no hay tanta vigilancia.

—¿Me está hablando de seres humanos? —él asintió—. No lo había oído nunca. La verdad, dudo que aquí encontrara la tecnología necesaria. Comparados con Tierra, estamos muy atrasados. Claro que quizá mi padre pueda arreglar algo para usted…

—No es eso lo que quiero.

Entonces Nerissa entró con el café, interrumpiendo efectivamente cualquier cosa que el doctor Marsch hubiera podido agregar. En realidad, la sugerencia sobre mi padre yo la había introducido más que nada por costumbre, y me parecía muy improbable que él pudiera llevar a cabo un tour de force semejante; pero siempre estaba la posibilidad, en especial si se ofrecía una suma alta. El caso es que callamos mientras Nerissa disponía las tazas y servía, y cuando se fue, Marsch dijo con admiración:

—Una chica de lo más inusual.

Noté que tenía los ojos de un verde brillante, sin los tonos marrones que hay en la mayoría de los ojos verdes. Yo me moría por preguntarle sobre Tierra y los nuevos avances, y ya se me había ocurrido que quizá las muchachas fueran un medio eficaz de retenerlo, o al menos de que volviera.

—Debería ver algunas —le dije—. Mi padre tiene un gusto fabuloso.

—Prefiero ver al doctor Veil. ¿O el doctor es su padre?

—Oh, no.

—Ésta es su dirección, o al menos la dirección que me han dado. Calle Saltimbanque 666, Port-Mimizon, Departamento de la Main, Sainte Croix.

Daba una impresión de seriedad total, y si yo le decía tajantemente que se había equivocado era posible que se fuera.

—Supe de la hipótesis del doctor Veil por mi tía; me pareció muy versada en la cuestión. Quizá más entrada la noche quiera usted conversar con ella.

—¿No podría verla ahora?

—Mi tía ve a muy pocos visitantes. Para serle franco, me dicen que se peleó con mi padre antes de que yo naciera, y rara vez sale de sus habitaciones. Las encargadas le informan allí y ella administra lo que podríamos llamar la economía doméstica; pero es tan raro ver a Madame fuera de sus dependencias como que se deje entrar allí a extraños.

—¿Y esto por qué me lo dice?

—Para que entienda que tal vez ni con la mejor voluntad del mundo me sea posible arreglarle una entrevista.

—Podría preguntarle simplemente si conoce la dirección actual del doctor Veil, y en caso de que la conozca cuál es.

—Intento ayudarlo, doctor Marsch. De veras.

—Pero no cree que ésta sea la mejor vía.

—Exacto.

—En otras palabras, si a su tía simplemente se le preguntara, sin darle oportunidad de que se formara un juicio de mí, ¿no me daría la información aunque la tuviese?

—Ayudaría que antes habláramos un poco. Hay muchísimas cosas que quiero saber de Tierra.

Por un instante creí ver una amarga sonrisa bajo la barba negra.

—Supongamos que primero le pido a usted…

Nerissa interrumpió de nuevo, imagino que para ver si necesitábamos algo más de la cocina. La habría estrangulado: el doctor Marsch se paró en medio de la frase y en cambio dijo:

—¿Esta muchacha no podría preguntarle a su tía si me quiere recibir?

Tuve que pensar deprisa. Había planeado ir yo mismo, y después de una conveniente espera, volver a decirle al doctor Marsch que mi tía lo recibiría más tarde, lo que entre tanto me daría la ocasión adicional de interrogarlo. Pero había por lo menos una posibilidad —magnificada sin duda a mis ojos por la ansiedad de enterarme de los nuevos descubrimientos llevados a cabo en Tierra— de que él no esperase; o de que, cuando al fin viera a mi tía, si la veía, mencionara el incidente. Si mandaba a Nerissa, al menos lo tendría un rato para mí mientras se cumplía el recado; y yo contaba con una excelente eventualidad, o eso imaginaba yo: que mi tía quisiera terminar algún asunto que tuviera entre manos antes de recibir a un extraño. Le hablé a Nerissa, y después de escribir unas palabras al dorso, el doctor Marsch le dio una tarjeta.

—Pues bien —dije yo—, ¿qué es lo que iba a preguntarme?

—El porqué de que en un planeta habitado desde hace menos de doscientos años, esta casa parezca tan absurdamente vieja.

—La construyeron hace más de ciento cuarenta años; pero en Tierra han de tener otras, mucho más antiguas.

—Supongo. Cientos. Pero por cada casa antigua, hay diez mil levantadas hace menos de un año. Aquí casi todos los edificios que veo parecen tan viejos como éste.

—Nunca hemos estado muy apretados, y no hemos tenido que derribar; eso dice Mister Million. Y hay menos gente que hace cincuenta años.

—¿Mister Million?

Le hablé un rato de Mister Million, y al final él me dijo:

—Suena como si tuvieran aquí un simulador autónomo diez nueve, lo que sería interesante. Nunca se han hecho más que unos pocos.

—¿Un simulador diez nueve?

—Mil millones. Diez a la novena potencia. El cerebro humano tiene varios millones de sinapsis, claro; pero se ha descubierto que pueden imitarse bastante bien…

Me pareció que no había pasado nada de tiempo desde que Nerissa nos dejara solos, pero ya estaba de vuelta. Le hizo al doctor Marsch una reverencia y dijo:

—Madame lo verá.

—¿Ahora? —solté yo.

—Sí —dijo Nerissa, con aire de ingenua—. Ha dicho Madame que ahora mismo.

—Entonces lo llevaré. Tú ocúpate de la puerta.

Escolté al doctor Marsch por los oscuros pasillos, tomando una ruta larga para tener más tiempo; pero, a medida que pasábamos frente a manchados espejos y combadas mesitas de nogal, él parecía estar ordenando mentalmente las preguntas que deseaba hacerle a mi tía, y a mis intentos de preguntarle por Tierra contestaba con monosílabos.

Llegados a la puerta de mi tía llamé. Abrió ella misma, el ruedo del vestido colgando exhausto sobre la alfombra inmaculada, pero no me pareció que él lo notase.

—Siento mucho molestarla, Madame —dijo—, y si lo hago es sólo porque su sobrino pensó que tal vez pueda ayudarme a localizar al autor de la hipótesis deVeil.

Mi tía dijo:

—El doctor Veil soy yo. Pase, por favor.

Y cerró la puerta tras el visitante, dejándome boquiabierto en el corredor.


Cuando volví a ver a Fedria le conté el incidente, pero a ella le interesaba más saber cosas sobre la casa de mi padre. Fedria, si no la he mencionado antes, era la chica que se había sentado cerca de mí mientras miraba a David jugar al squash. En mi siguiente visita al parque me la había presentado nada menos que el monstruo, que la había acomodado en un asiento junto al mío y —milagro de milagros— prestamente se había retirado a un punto desde el cual, aunque no dejara de vernos, no podía oírnos. Fedria había estirado el tobillo roto hasta el sendero de grava, y me miraba con una radiante y seductora sonrisa.

—¿No te opones a que me siente aquí? —sus dientes eran perfectos.

—Me encanta.

—Tú también estás sorprendido. Cuando te sorprendes se te agrandan los ojos, ¿sabías?

—Estoy sorprendido. He venido varias veces a buscarte pero no estabas.

—Nosotras hemos venido a buscarte a ti y tampoco estabas, pero supongo que en realidad nadie puede pasarse mucho tiempo en un parque.

—Si hubiera sabido que me buscabas, yo habría venido —le dije—. De todos modos vine lo más pronto posible. Temía que ella… —con un cabezazo señalé al monstruo— no te dejara volver. ¿Cómo la convenciste?

—No fui yo —dijo Fedria—. ¿No te imaginas? ¿No sabes nada?

Le confesé que no. Me sentía estúpido, y era estúpido —al menos en lo que decía—, porque tenía una gran parte de la mente ocupada no en formular respuestas a sus observaciones, sino en encomendar a la memoria el tañido de esa voz, el púrpura de sus ojos, hasta el tenue perfume de su piel y el suave y cálido toque de ese aliento en mi mejilla fría.

—Ya ves entonces —decía Fedria— cómo son mis cosas. Cuando tía Urania llegó a casa… en realidad, es sólo una prima pobre de mamá… y le contó a mi padre de ti, él averiguó quién eras y aquí me tienes.

—Sí —dije, y ella se rió.

Fedria era una de esas chicas criadas entre la esperanza del matrimonio y la idea de la venta. Como ella misma decía, los negocios de su padre eran «inestables». Especulaba con cargamentos, sobre todo de barcos que venían del sur: telas y drogas. La mayor parte del tiempo debía largas sumas, que los prestamistas no podían tener la esperanza de cosechar si no se avenían a darle tiempo y permitir que se resarciera. Tal vez fuera a morir pobre, pero entretanto había criado a su hija sin descuidar ningún detalle de educación ni de cirugía plástica. Si para cuando ella alcanzase la condición de casadera podía costearle una buena dote, la uniría con alguna familia rica. Si en cambio estaba en aprietos, una niña criada así tendría cincuenta veces el valor de un chico común de la calle. Por supuesto, nuestra familia sería ideal para cualquiera de los dos propósitos.

—Cuéntame de tu casa —dijo ella—. ¿Sabes cómo la llamamos los chicos? «La Cave Canem», y a veces sólo «La Cave». Los varones piensan que haber estado ahí es una gran cosa… y dicen mentiras. La mayoría no ha ido.

Pero yo quería hablar del doctor Marsch y las ciencias de Tierra, y casi tan ansioso estaba por averiguar sobre el mundo de ella— «los chicos» que había mencionado muy de paso, el colegio y la familia—, como estaba ella por saber de nosotros. Además, aunque tenía ganas de detallar los servicios que las chicas de mi padre prestaban a sus benefactores, había ciertas cosas —como que mi tía bajara la escalera flotando— que me resistía a discutir. Pero le compramos croquetas de huevo a la misma vieja para comerlos a la fría luz del sol y cambiamos confidencias, y en cierto modo nos despedimos no sólo amantes sino también amigos, con la promesa de encontrarnos de nuevo al día siguiente.

A cierta altura de la noche, creo que casi exactamente cuando yo volvía a mi cama —o más precisamente era devuelto, pues apenas podía hablar— tras largas horas de sesión con mi padre, el tiempo cambió de pronto. A través de las celosías se deslizó el hálito almizclado de la primavera tardía o el verano incipiente, y casi al instante el fuego de nuestro pequeño hogar pareció extinguirse de vergüenza. El valet de mi padre abrió la ventana y en la habitación se vertió esa fragancia, y me habló de las últimas nieves que se fundían bajo los abetos más profundos y oscuros de la ladera norte de la montaña. Yo me había citado con Fedria a las diez, y antes de ir a la biblioteca de mi padre había pegado una nota en el escritorio que tenía junto a la cama, pidiendo que me despertaran una hora antes; y esa noche dormí con la fragancia en la nariz y en la mente la idea —a medias plan, a medias sueño— de que de algún modo podríamos eludir completamente a la tía, y encontrar un prado desierto con la hierba moteada de flores amarillas y azules.

Me desperté una hora después del mediodía; cortinas de lluvia barrían la ventana. Mister Million, que leía un libro en el otro extremo de la habitación, me dijo que estaba lloviendo desde las seis y que por eso no se había molestado en despertarme. A mí se me partía la cabeza, como a menudo después de una larga sesión con mi padre, y tomé uno de los polvos que él me había prescrito para aliviar la jaqueca. Era grisáceo y olía a anís.

—No se te ve bien —dijo Mister Million.

—Tenía la esperanza de ir al parque…

—Lo sé.

Se deslizó por la habitación hacia mí, y recordé que el doctor Marsch lo había llamado simulador autónomo. Por primera vez desde muy pequeño me incliné —con cierto costo para la cabeza— a leer los sellos casi obliterados de su gabinete central. No había más que el nombre de una empresa cibernética de Tierra, y en francés —como siempre había supuesto yo— el nombre: M. Million: «Monsieur» o «Mister» Million. Luego, pasmoso como un golpe por detrás para quien se está hamacando cómodamente, recordé que en ciertas álgebras la multiplicación se indica con un punto. Mister Million notó enseguida mi cambio de expresión.

—Capacidad central de mil millones de palabras —dijo—. Un billion inglés o un milliard francés, siendo M, claro, el símbolo romano para el número mil. Pensé que lo habías entendido hace ya tiempo.

—No.

El rostro de la pantalla, el rostro que siempre había sido para mí el de Mister Million, meneó la cabeza.

—Llámame bisabuelo; al menos llama así a la persona simulada. Está… estoy muerto. Para lograr la simulación es preciso examinar las células del cerebro, capa por capa, con un haz de partículas aceleradas, y así poder reproducir… nosotros decimos «centroproyectar»… las tramas neurales. El proceso es fatal.

Al cabo de un momento pregunté:

—¿Y los simuladores dependientes?

—Si la simulación ha de tener un cuerpo de aspecto humano hay que conectar, «ligar» el cuerpo mecánico a un centro remoto, ya que ningún centro verbal de un billón de palabras sería tan pequeño como un cerebro humano —hizo otra pausa, y por un instante la cara se le disolvió en una miríada de puntitos chispeantes, arremolinados como motas de polvo en un rayo de sol—. Lo siento. Por una vez tú deseas escuchar, pero yo no quiero dar lecciones. Hace mucho tiempo, justo después de la operación, me dijeron que en ciertas circunstancias mi simulación, ésta, sería capaz de emocionarse. Hasta hoy siempre pensé que era mentira.

De haber podido lo habría parado, pero antes de que yo lograra asimilar mi sorpresa, Mister Million salió flotando de la habitación.

Estuve mucho tiempo sentado, supongo que más de una hora, escuchando el tamborileo de la lluvia y pensando en Fedria y en lo que había dicho Mister Million, todo confundido con las preguntas que mi padre me había hecho la noche anterior —preguntas que habían parecido robarme las respuestas hasta dejarme vacío—, y con los sueños que habían ido a parpadear en la oquedad, sueños de cercos y muros y zanjas ocultas de esas que se llaman jajás, barreras que uno no ve hasta que ha tropezado. Una vez, en sueños, me había visto en un patio de pavimento cercado de columnas corintias tan apretadas, que aunque en el sueño apenas tenía tres o cuatro años, yo no podía meter el cuerpo entre ellas. Después de probar largo rato en distintos lugares, había notado que en cada columna había grabada una palabra —la única que recordaba era caparazón— y que los adoquines del patio eran tabletas funerarias, como las que hay en el suelo de ciertas iglesias francesas, cada una con mi nombre y una fecha diferente.

Este sueño me estuvo acosando incluso en los momentos en que intentaba pensar en Fedria, y cuando una criada me trajo agua caliente —pues entonces me afeitaba dos veces a la semana— descubrí que ya tenía la navaja en la mano, y que de hecho me había cortado y que la ropa de dormir y las sábanas estaban veteadas de sangre.

Cuando volví a ver a Fedria, cuatro o cinco días después, estaba enfrascada en un nuevo proyecto y nos reclutó a David y a mí. Era nada menos que una compañía teatral, compuesta sobre todo de chicas de nuestra edad, que en el verano presentaría obras en un anfiteatro natural del parque. Puesto que la compañía, como he dicho, constaba principalmente de chicas, había gran urgencia de varones, y David y yo pronto nos encontramos metidos hasta el cuello. La obra había sido escrita por una comisión del elenco, e inevitablemente giraba en torno a la pérdida de poder político por parte de los primitivos colonos francófonos. Fedria, que no tendría el tobillo curado a tiempo para la función, interpretaría a la hija lisiada del gobernador francés; David al amante, un gallardo capitán de cazadores, y yo al propio gobernador, papel que acepté de buen grado porque era mucho mejor que el de David y daba cabida a una gran cantidad de afecto paternal hacia Fedria.

La noche de la función, que fue a comienzos de junio, la recuerdo vívidamente por dos razones. A último momento mi tía, a quien no había visto desde que cerrara la puerta detrás del doctor Marsch, me notificó que deseaba asistir y yo debía escoltarla. Y los actores teníamos tal miedo de que la sala estuviera vacía que yo le había pedido a mi padre si le era posible enviar a algunas muchachas, que así perderían sólo la primera parte de la noche, cuando de todos modos nunca había mucho trabajo. Para gran sorpresa mía consintió —porque pensó, supongo, que sería una buena publicidad—, estipulando únicamente que si él mandaba un mensajero diciendo que las necesitaba, las muchachas volverían al final del tercer acto.

Como yo debía llegar al menos una hora antes para maquillarme, llamé a mi tía cuando aún no había anochecido. Me hizo pasar ella misma, y en seguida me pidió que ayudase a su criada, que estaba tratando de bajar un objeto pesado del estante superior de un armario. Resultó ser una silla rodante plegable, y mi tía nos explicó cómo prepararla. Una vez que terminamos, ella dijo abruptamente:

—Echadme los dos una mano.

Y alzando los brazos la bajamos a la silla. La falda negra, que como una tienda colapsada caía lacia en el apoyapiés, revelaba unas piernas no más gruesas que mis muñecas; pero también un extraño bulto bajo las caderas, casi como de silla de montar. Advirtiendo que yo la miraba, me espetó:

—Eso no me hará falta hasta que vuelva, calculo. Levántame un poco. Ponte detrás y sujétame por debajo de los brazos.

Lo hice, y la criada, hurgando sin ceremonia bajo la falda de mi tía, sacó un adminículo de cuero acolchado sobre el que había estado sentada.

—Vamos —bufó mi tía—. Llegarás tarde.

La empujé hasta el pasillo; la criada nos abrió la puerta. En cierto modo, saber que la capacidad de mi tía para flotar en el aire como un humo era de origen físico, de hecho mecánico, la hacía más perturbadora que nunca. Cuando me preguntó por qué estaba tan callado, se lo dije y añadí que yo había tenido la impresión de que nadie había conseguido producir aún una antigravedad que funcionara.

—¿Y crees que yo sí? Entonces ¿por qué no iba a aprovecharla para ir a tu obra?

—Porque no quiere que la vean, me figuro.

—Disparates. Es un dispositivo protésico común. Se compra en las tiendas de cirugía.

Se torció en el asiento y me miró, la cara parecidísima a la de mi padre, las inertes piernas como las varillas que David y yo usábamos de pequeños haciendo magia de salón, para convencer a Mister Million de que yacíamos boca abajo cuando en realidad estábamos acuclillados bajo nuestras propias supuestas figuras.

—Crea un campo de superconducción, y luego induce corrientes turbulentas en las varas de refuerzo del suelo. El flujo de las corrientes inducidas se opone al de la máquina y yo floto, hasta cierto punto. Para avanzar me inclino hacia delante, para detenerme me enderezo. Pareces aliviado.

—Lo estoy de veras. Supongo que la antigravedad me asusta.

—Una vez que bajé la escalera contigo usé la barandilla de hierro; tiene una forma de espiral muy práctica.

La obra transcurrió sin problemas, con previsibles ovaciones del público que descendía —o al menos, deseaba ser tomado por descendiente— de la vieja aristocracia francesa. De hecho, la asistencia fue mejor de lo que nos atrevíamos a esperar: quinientas personas o más, aparte del inevitable rocío de carteristas, policías y paseantes. El incidente que recuerdo con más nitidez ocurrió hacia la segunda mitad del primer acto, mientras yo permanecía unos diez minutos sentado a un escritorio, con unas pocas líneas que decir, escuchando a mis colegas. El escenario daba al oeste, y el ocaso había dejado en él un fárrago de colores escabrosos: rojos púrpura veteados de oro, llamas y negro. Contra ese fondo violento, que habría podido ser una masa de estandartes del infierno, empezaron a aparecer, de a una o de a dos, algo como alargadas sombras de granaderos fantásticos con almenas y plumas: las cabezas, los delgados cuellos, los hombros angostos de un pelotón de las mundanas de mi padre. Habiendo llegado tarde, iban ocupando los últimos asientos del patio superior del teatro, rodeándolo como la soldadesca de un insólito gobierno antiguo habría rodeado a una turba traicionera.

Se sentaron al fin, llegó mi parlamento y las olvidé; y esto es todo lo que recuerdo hoy de nuestra primera representación, salvo que en un momento algún ademán mío le sugirió al público un manierismo de mi padre y hubo un estallido de risa descolocada; y que en el comienzo del segundo acto, claramente visible, con sus mansos ríos y grandes prados de hierba, surgió Sainte Anne bañando al público en luz verde; y que al cierre del tercero vi al pequeño y encorvado valet de mi padre recorriendo las filas de arriba y a las chicas marchándose, negras sombras de ribete verde.

Aquel verano produjimos tres obras más, todas con éxito, y David, Fedria y yo concertamos en transformarnos en una sociedad. Fedria se repartía más o menos equitativamente entre los dos; si era por inclinación propia, o mandato de sus padres, nunca lo supe. Con el tobillo ya soldado era para David una apta compañera de deportes, la mejor de todas las niñas del parque en los juegos de raqueta o pelota; pero no menos rápidamente dejaba todo para sentarse conmigo, donde se identificaba —aunque en realidad no lo compartiera— con mi interés por la botánica y la biología, y contaba chismes, y se complacía en exhibirme antes sus amigos, pues la lectura me había dado una suerte de talento para el juego de palabras y la réplica.

Fue Fedria quien sugirió, cuando se hizo evidente que la taquilla de la primera obra no alcanzaría para los trajes y la escenografía que codiciábamos para la segunda, que al cierre de futuras funciones el elenco circulara entre el público recolectando dinero, y esto, claro, entre las apreturas y el bullicio, se prestó fácilmente a consumar pequeños robos para nuestra causa. La mayoría de la gente, sin embargo, era demasiado sensata como para llevar al teatro —de noche, en el parque en tinieblas— más dinero del requerido para comprar billetes y a lo sumo un helado o una copa de vino durante el intervalo; de modo que por deshonestos que fuéramos, los beneficios siguieron siendo exiguos y pronto empezamos a hablar, sobre todo Fedria y David, de adentrarnos en aventuras más peligrosas y lucrativas.

Más o menos por entonces, supongo que a resultas del continuo e intenso sondeo de mi inconsciente por parte de mi padre —un examen violento y casi cotidiano cuyo propósito no entendía aún claramente, y que, habituado ya desde hacía tiempo, yo apenas cuestionaba—, empecé a ser víctima de alarmantes lapsus de control consciente. Parecía —tal como me contaban David y Mister Million— muy compuesto, aunque quizá un poco más callado que de costumbre, respondiendo preguntas con inteligencia si bien algo ausente; y entonces, de golpe, volvía en mí, daba un respingo y contemplaba las habitaciones conocidas, las caras familiares, entre las cuales me encontraba ahora, sin el menor recuerdo de haberme despertado, vestido, afeitado, de haber comido y de haber dado un paseo.

Aunque quería a Mister Million casi tanto como de pequeño, tras la conversación en que descubrí qué significaban las familiares letras que tenía en un flanco nunca logré restablecer del todo la vieja relación. Siempre tuve conciencia, como la tengo ahora, de que esa personalidad que yo amaba había perecido años antes de mi nacimiento y que ahora trataba con una imitación, de naturaleza fundamentalmente matemática, que respondía como aquella misma personalidad a los estímulos del habla y la acción de los humanos. Nunca pude determinar si Mister Million es realmente consciente, en el sentido que le daría derecho a decir, como siempre ha dicho, «pienso» y «siento». Cuando se lo pregunté, sólo alcanzó a decir que ni él mismo sabía la respuesta, que al no tener una pauta de comparación no podía estar seguro de si sus procesos mentales representaban o no una verdadera conciencia; y, desde luego, le era imposible saber si esta respuesta era la representación de un pensamiento más hondo, de un alma que en cierto modo vivía en las danzantes abstracciones de la simulación, o si era meramente una réplica fonográfica disparada por mi pregunta.

Como he dicho, nuestro teatro siguió funcionando todo el verano y dimos la última representación con las hojas caídas flotando sobre el escenario, como oscuras y perfumadas cartas de un baúl desechado. Una vez que acabaron las llamadas a escena, a quienes habíamos escrito y actuado las obras de la temporada nos flaqueaba demasiado el ánimo para hacer algo más que quitarnos los trajes y los cosméticos y escurrirnos, con el último público que se retiraba, por el sendero habitado de chocatacabras hacia las calles de la ciudad y las casas. Recuerdo que yo estaba dispuesto a asumir mis tareas en la puerta de mi padre, pero esa noche él había apostado al valet en el foyer a esperarme, y fui directamente conducido a la biblioteca, donde mi padre explicó bruscamente que la última parte de la noche tendría que dedicarla a los negocios, y por eso me hablaría —según expresó— temprano. Se lo veía cansado y enfermo, y creo que por primera vez se me ocurrió que un día iba a morir; y que ese día yo iba a ser a la vez rico y libre.

Qué dije esa noche bajo las drogas no me acuerdo, claro, pero recuerdo el sueño que siguió con tanta nitidez como si hubiera despertado de él esta misma mañana. Estaba en un barco, uno de esos barcos blancos tirados por bueyes, tan lento que la afilada proa no dejaba estela en el agua verde del canal que bordeaba el parque. Yo era el único tripulante, y por cierto que el único hombre vivo a bordo. En la popa, aferrando el timón tan flojamente que la rueda parecía sostenerlo y guiarlo, en vez de él a ella, veía el cadáver de un hombre alto y flaco cuya cara, cuando un balanceo de la cabeza me la presentó, era la que flotaba en la pantalla de Mister Million. Como he dicho, esa cara era muy semejante a la de mi padre, pero yo sabía que el muerto del timón no era él.

Estuve mucho tiempo a bordo del barco. Al parecer íbamos a la deriva, con viento fuerte y unos grados a babor. Cuando por las noches subía a la jarcia, palos, mástiles y cordajes se estremecían y cantaban al viento, y por encima de mí se empinaban vela sobre vela, y se extendían por debajo, y delante y detrás de mí se alzaban palos y más palos cubiertos de velas. Cuando de día trabajaba en la cubierta, el rocío me mojaba la camisa y dejaba en las tablas manchas como lágrimas, que el sol brillante no tardaba en secar.

No recuerdo haber estado alguna vez en un barco así, aunque quizá estuve muy de pequeño, pues los ruidos, el crujido de los palos, el silbido del viento en las mil cuerdas, el choque de las olas contra la madera del casco eran tan claros, tan reales, tan ellos mismos como las risas y el ruido de copas rotas que había oído en mi infancia cuando intentaba dormirme, o las cornetas de la ciudadela que a veces, en aquel entonces, me despertaban por la mañana.

A bordo de ese barco yo andaba trabajando en algo, no sé exactamente en qué. Acarreaba cubos de agua con los que quitaba costras de sangre de la cubierta y tiraba de cabos sueltos, o de cuerdas firmemente atadas a objetos inamovibles mucho más arriba, en las jarcias. Miraba la superficie del mar desde la proa y la regala, y desde encima de un gran camarote que había en medio del barco; pero cuando a lo lejos un crucero de las estrellas —con las insignias de entrada al rojo vivo— se zambullía en el mar con un siseo, yo no informaba a nadie.

Y durante todo ese tiempo, el muerto de la rueda me hablaba. La cabeza le colgaba flojamente, como si tuviera roto el cuello; y las sacudidas de la rueda que aferraba, cada vez que una ola grande golpeaba el timón, le echaban la cabeza de un hombro a otro, o hacia atrás para mirar el cielo, o hacia delante. Pero seguía hablando, y las pocas palabras que yo captaba sugerían que estaba disertando sobre una teoría ética cuyos postulados incluso a él le parecían dudosos. A mí me daba miedo oírlo y procuraba mantenerme cerca de la proa; pero a veces el viento me traía sus palabras con gran claridad, y cada vez que paraba de trabajar y alzaba la cabeza me encontraba mucho más cerca de la popa de lo que había supuesto, a veces casi tocando al timonel.

Después de haberme pasado mucho tiempo en ese barco, y por eso ya muy cansado y solo, se abría una puerta del camarote y aparecía mi tía, flotando muy erguida por encima de la cubierta inclinada. En vez de colgar verticalmente como yo siempre había visto, la falda le ondeaba al viento como un banderín, de modo que parecía a punto de irse volando. Por alguna razón yo decía:

—No te acerques tanto al hombre del timón, tía. Te puede hacer daño.

Tan naturalmente como si nos hubiéramos encontrado en el pasillo, frente a su dormitorio, ella contestaba:

—Pamplinas. Ése ya no le puede hacer mal a nadie, Número Cinco, ni tampoco bien. Por quien tenemos que preocuparnos ahora es por mi hermano.

—¿Dónde está?

—Allí abajo —señalaba la cubierta como indicando que estaba en la bodega—. Intenta descubrir por qué el barco no se mueve.

Yo corría a la regala y miraba por encima, pero lo que veía no era agua sino el cielo nocturno. En lo alto, a infinita distancia, se esparcían las estrellas, innumerables estrellas; y al mirarlas me daba cuenta de que el barco, como había dicho mi tía, en vez de avanzar, de deslizarse siquiera, permanecía escorado y quieto. Me volvía a mirarla y ella decía:

—No se mueve, porque él lo ha sujetado hasta descubrir por qué no se mueve…

Y en ese momento me encontraba descolgándome por una soga en lo que supuestamente era la bodega del barco. Olía a animales. Me había despertado, aunque al principio no lo supe.

Mis pies tocaron el suelo, y vi a mi lado a David y Fedria. Estábamos en una habitación enorme, una especie de desván, y mientras yo miraba a Fedria, que estaba muy hermosa pero tensa y se mordía los labios, cantó un gallo. David dijo:

—¿Dónde crees que han puesto el dinero? —llevaba un maletín de herramientas.

Y Fedria, como si hubiese esperado que él añadiera algo más, o respondiendo a sus propios pensamientos, dijo:

—Tendremos un montón de tiempo; Marydol está vigilando —era una de las chicas que aparecía en nuestras obras.

—Si es que no se escapa. ¿Dónde crees que está el dinero?

—Aquí arriba no. Abajo, tras del despacho.

Ella había estado en cuclillas, pero se incorporó y empezó a gatear hacia adelante. Estaba vestida toda de negro, desde las zapatillas de ballet hasta la cinta negra que le sujetaba el pelo negro, con la cara y los brazos blancos en asombroso contraste y los labios de carmín como un error involuntario, una pizca de color dejada allí por equivocación. David y yo la seguimos.

Dispersas en el suelo, ampliamente separadas, había cajas de embalaje; y al pasar vi que dentro había aves de corral, una sola en cada una. Cuando estuvimos casi en la escalera que se sumergía por una escotilla en el suelo, al otro lado del lugar, me di cuenta al fin de que esas aves eran gallos de riña. Entonces en una caja dio un haz de sol de una claraboya y el gallo se alzó a estirarse, mostrando unos feroces ojos rojos y un plumaje chillón como de guacamayo.

—Vamos —dijo Fedria—. Ahora vienen los perros.

Y la seguimos por la escalera. En el piso de abajo estalló el pandemonio.

Los perros estaban encadenados en compartimientos, con tabiques demasiado altos para que cada uno viera a los que tenía a los lados y amplios pasillos entre las hileras. Eran todos perros de riña pero de los tamaños más diversos, desde terriers de cuatro kilos hasta mastines más grandes que poneys, brutos de cabeza más deforme que los tumores de los árboles viejos, y mandíbulas que de un solo mordisco podían cercenarle la pierna a un hombre. El estruendo de los ladridos era increíble, una sustancia sólida que al bajar por la escalera nos sacudía; y ya al pie yo tomé a Fedria del brazo y por signos traté de indicarle —pues me parecía que estábamos allí sin permiso, donde quiera que estuviésemos— que debíamos irnos en seguida. Ella negó con la cabeza, y como yo era incapaz de entenderla aunque exagerara los movimientos de los labios, con un dedo mojado escribió en una pared polvorienta: «Lo hacen todo el tiempo… por un ruido de la calle… por cualquier cosa».

Se accedía al piso de abajo por medio de una escalera, a la que se llegaba atravesando una puerta pesada, pero sin cerrojo; creo que había sido instalada en gran medida para anular el estrépito. Cuando la cerramos me sentí mejor, aunque el ruido todavía era muy fuerte. A esas altura yo ya había vuelto en mí del todo, y habría debido explicarles a David y Fedria que no sabía dónde estaba ni qué hacía allí, pero me lo impidió la vergüenza. Y en cualquier caso me era fácil imaginar nuestro propósito. David había preguntado por la localización del dinero, y a menudo habíamos hablado —palabras que en su momento yo había considerado no más que un hueco alarde— de un solo robo que nos librara de la necesidad de otros delitos menores.

Dónde estábamos lo descubrí más tarde, cuando salimos; y supe cómo habíamos llegado a través de conversaciones sin importancia. Originalmente el edificio había sido diseñado como depósito y estaba en la Rue des Egouts cerca de la bahía. El dueño proveía a los entusiastas que montaban combates deportivos de cualquier tipo, y se le atribuía la colección más grande de esas criaturas en todo el Departamento. Por casualidad el padre de Fedria había oído que hacía poco ese hombre había embarcado parte de sus existencias más valiosas; al ir a verlo había llevado a Fedria, y como se sabía que el local no abría sus puertas hasta después del último ángelus, al día siguiente habíamos ido poco después del segundo y habíamos entrado por una claraboya.

Me resulta difícil describir lo que vimos al bajar del piso de los perros al siguiente, en la segunda planta del edificio. Yo ya había visto esclavos de pelea muchas veces cuando con Mister Million y David cruzaba el mercado de esclavos para ir a la biblioteca; pero nunca más de uno o dos, fuertemente esposados. Aquí estaban sentados, tendidos u holgazaneando por doquier, y durante un momento me pregunté por qué no se hacían trizas unos a otros, y también a nosotros tres. Entonces vi que a cada uno lo retenía una corta cadena sujeta al suelo, y por los círculos de rasguños y astillas en los tablones no era difícil decir hasta dónde podía llegar el esclavo que ocupaba el centro del recinto. Los muebles que tenían, camastros de paja y unas pocas sillas y bancos eran o bien demasiado ligeros para hacer daño si se los arrojaba, o demasiado macizos para alzarlos, aparte de estar clavados. Yo había esperado que gritaran y nos amenazasen como los había oído amenazarse entre sí en los fosos antes del cierre, pero al parecer comprendían que atados como estaban no podían hacer nada. A medida que bajábamos los escalones todas las cabezas se iban volviendo hacia nosotros, pero no teníamos comida y tras el primer examen se interesaron por nosotros mucho menos que los perros.

—No son personas, ¿no? —dijo Fedria.

Ahora andaba erguida como un soldado en un desfile y miraba los esclavos con interés; estudiándola, se me ocurrió que era bastante más alta y menos gruesa que las «Fedria» que yo me componía cuando pensaba en ella. No sólo era bonita; era hermosa.

—En realidad son una especie de animales —dijo.

A mí los estudios me habían informado mejor, y le expliqué que de bebés habían sido humanos —incluso de niños, y en ciertos casos más tiempo—, y que sólo diferían de la gente normal debido a la cirugía (en parte cerebral) y a alteraciones químicamente inducidas en el sistema endocrino. Y en el aspecto, claro, a causa de las heridas.

—Vuestro padre hace cosas así con niñas, ¿no? Para vuestra casa.

—Sólo de vez en cuando —dijo David—. Lleva mucho tiempo, y la mayoría prefiere a las normales, aunque es cierto que a normales bastante raras.

—Me gustaría ver algunas. De ésas en las que ha trabajado, digo.

Yo seguía pensando en los esclavos de pelea de alrededor:

—¿No sabías nada de estos esclavos? Creí que ya habías estado aquí. De los perros sabías.

—Sí, claro, los había visto, y el hombre me contó. Supongo que estaba pensando en voz alta. Sería horrible que todavía fueran gente.

Los ojos nos seguían; me pregunté si la habían entendido.

La planta baja era muy distinta de las de arriba: paredes revestidas en madera, enmarcados retratos de perros, gallos, esclavos y animales curiosos. Las ventanas, que se abrían a la Rue des Egouts y la bahía, eran altas y angostas, y sólo dejaban pasar unos delgados rayos de sol brillante que rescataban de la penumbra el mero brazo de un pesado sillón de cuero rojo, un cuadrado de alfombra castaña no mayor que un libro, una jarra medio llena. Me adentré tres pasos y supe que nos habían descubierto. A zancadas se nos acercaba un joven alto y de fornidos hombros, que con mirada atónita se detuvo justo cuando lo hice yo. Era mi reflejo en un espejo de entrepaño de marco dorado, y yo sentí la dislocación momentánea que nos asalta cuando un desconocido, una forma extraña, se vuelve o mueve la cabeza y resulta ser un amigo que acaso por primera vez vemos desde fuera. El muchacho de aspecto lúgubre y mentón agudo que había visto cuando aún no sabía que era yo mismo, había sido yo tal como me veían Fedria, David y Mister Million.

—Aquí habla con los clientes —dijo Fedria—. Cuando intenta vender algo, los traen de a uno para que cada cual no vea a los demás; pero hasta desde aquí abajo se oye ladrar a los perros, y a papá y a mí nos llevó arriba y nos mostró todo.

—¿Te mostró dónde guarda el dinero? —preguntó David.

—Atrás. ¿Ves ese tapiz? En realidad es una cortina, porque mientras él y papá hablaban entró un hombre que le debía algo y pagó, y él se metió por allí con el pago.

Detrás del tapiz una puerta se abría a una pequeña oficina, que en la pared opuesta tenía una puerta más. No había signo alguno de caja de caudales. David forzó la cerradura del escritorio con una palanca de su maletín, pero sólo encontró la habitual pila de papeles. Yo iba a abrir la segunda puerta cuando oí que de la habitación más próxima venía un ruido de rasguño o pasos arrastrados.

Por un minuto o más, ninguno de los tres se movió. Yo había dejado la mano en el picaporte. A mi espalda y a la izquierda, Fedria, que había estado buscando algún escondite bajo la alfombra, permaneció agachada, la falda como un charco negro a sus pies. De algún punto cercano al escritorio violado me llegaba la respiración de David. Hubo un nuevo ruido de pies, y crujió una tabla. Muy suavemente, David dijo:

—Es un animal… —retiré los dedos del picaporte y lo miré. Todavía aferraba la palanca y estaba pálido, pero sonreía—. Un animal encadenado que está sacudiendo los pies. Nada más.

—¿Cómo lo sabes? —dije yo.

—Cualquiera que estuviese allí nos habría oído, sobre todo cuando rompí el escritorio. De ser una persona habría salido; y si tuviera miedo se escondería bien callada.

—Me parece que tiene razón —dijo Fedria—. Abre.

—Antes decidme: ¿y si no es un animal?

—Es un animal —dijo David.

—Pero ¿y si no lo es?

Vi la respuesta en sus rostros; David aferró la palanca y abrí la puerta.

La habitación era más grande de lo que había esperado, pero estaba desierta y sucia. La única luz provenía de una sola ventana que había en lo alto de la pared más distante. En medio del suelo había un gran arcón de madera oscura con guardas de hierro, y frente a él algo que parecía un hato de trapos. Cuando entré desde el despacho alfombrado los trapos se movieron, y una cara se volvió hacia mí, una cara triangular como de mantis. La barbilla se alzaba a poco más de una pulgada del suelo, pero bajo el ceño profundo los ojos eran llamitas rojas.

—Tiene que ser eso —dijo Fedria. Miraba no a la cara, sino el arcón de guardas de hierro—. David, ¿puedes abrirlo?

—Creo que sí —dijo David; pero, como yo, él estaba mirando los ojos de la cosa harapienta—. ¿Y eso qué? —dijo al cabo de un momento, y la señaló.

Sin dar tiempo a que Fedria o yo respondiéramos, la boca de la cosa se abrió, mostrando largos dientes estrechos de un amarillo grisáceo.

—Enfermo —dijo.

Ninguno de nosotros, creo, había pensado que pudiera hablar. Fue como si hubiese hablado una momia. Fuera pasó un carruaje, las ruedas de hierro traqueteando en los adoquines.

—Vámonos —dijo David—. Larguémonos de aquí.

—Está enfermo —dijo Fedria—. ¿No veis? El dueño lo trajo aquí para tenerlo cerca y cuidarlo. Está enfermo.

—¿Y encadenó el esclavo enfermo a la caja de seguridad? —la miró David, arqueando una ceja.

—Es lo único pesado que hay en la habitación, ¿no te das cuenta? Tú no tienes más que acercarte y golpear a la pobre criatura en la cabeza. Si te da miedo, pásame la barra y lo haré yo.

—Lo haré.

Lo seguí hasta medio metro del arcón. Esgrimió imperiosamente la barra de acero ante el esclavo.

—¡Anda! ¡Apártate de aquí!

Con una especie de gorgoteo, arrastrando la cadena, el esclavo se movió a un lado. Estaba envuelto en una manta sucia y andrajosa y parecía apenas más grande que un niño, aunque noté que las manos eran enormes.

Me volví y di un paso hacia Fedria, intentando convencerla de que nos fuéramos si David no podía abrir el arcón en pocos minutos. Recuerdo que antes de oír o sentir nada vi que se le dilataban los ojos, y aún me estaba preguntando por qué cuando el maletín de David retumbó en el suelo y el mismo David cayó con un estruendo sordo y un grito entrecortado. Fedria lanzó un alarido y todos los perros del tercer piso se echaron a ladrar.

Todo esto, claro, fue en menos de un segundo. Me volví a mirar casi al tiempo que David caía. El esclavo había extendido un brazo agarrando a mi hermano del tobillo, y en el acto se había quitado la manta y había caído sobre él —no encuentro otro modo de decirlo— de un salto.

Tomé a David por el cuello y tiré hacia atrás, pensando que el esclavo no lo soltaría, pero en el instante en que sintió mis manos arrojó a David a un costado y retorciéndose como una araña me buscó a mí. Tenía cuatro brazos.

Vi que los sacudía intentando alcanzarme, y retrocediendo bruscamente me libré de él como si me hubieran tirado una rata a la cara. Esa repulsión instintiva me salvó; el esclavo lanzó hacia atrás una patada que, si él me hubiera estado aferrando con fuerza y hubiese tenido en mí un punto de apoyo, sin duda me habría roto el hígado o el bazo y me habría matado.

En cambio la patada lo impulsó hacia adelante, y a mí, boqueando, me echó hacia atrás. Caí y rodé, y salí del círculo de la cadena; David había escapado a gatas y Fiedra estaba ya lejos.

Mientras intentaba sentarme, estremecido, por un momento los tres nos quedamos un rato mirándolo. Entonces David citó irónicamente:

Canto a los hombres y las armas que por fuerza del destino,

y del odio implacable de la altiva Juno,

partieron al exilio expulsados de las playas troyanas.

Ni Fedria ni yo nos reímos, pero Fedria soltó el aliento en un largo suspiro y me preguntó:

—¿Y eso cómo lo hicieron? ¿Cómo lo volvieron así?

Le dije que, suponía, le habían transplantado el par extra después de suprimir el rechazo natural a los implantes de tejido extraño, y que probablemente la operación había reemplazado algunas costillas por la estructura del hombro del donante.

—Yo he estado aprendiendo a hacer algo parecido con ratones, en una escala mucho menos ambiciosa, claro, y lo que me sorprende es que al parecer este monstruo gobierna sin problemas el par injertado. A menos que uno disponga de gemelos idénticos, las terminales nerviosas casi nunca se unen bien, y es probable que el hacedor haya fracasado cien veces antes de conseguir lo que quería. Este esclavo debe valer una fortuna.

—Yo creía que habías terminado con los ratones —dijo David—. ¿No trabajas ahora con monos?

No, aunque tenía la esperanza; pero trabajara o no, estaba claro que con hablar de la cuestión no íbamos a conseguir nada. Se lo dije a David.

—Pensé que te morías por irte.

Había sido cierto, pero ahora quería mucho más otra cosa. Más de lo que David o Fedria habían querido nunca el dinero, quería llevar a cabo una operación exploratoria en esa criatura. A David le gustaba pensar que era más audaz que yo, y supe que la cuestión quedaría zanjada cuando dije:

—Quizá tú quieras huir, pero no me uses a mí de excusa, hermano.

—De acuerdo. Y ¿cómo lo mataremos? —me miró con irritación.

—Estamos fuera de su alcance. Podemos tirarle cosas… —sugirió Fedria.

—Y él puede devolvernos aquellas que no le hayan dado.

Mientras tanto la criatura, el esclavo de cuatro brazos, nos miraba con una sonrisita. Yo estaba bastante seguro de que entendía al menos parte de lo que decíamos, y con una seña les indiqué a David y Fedria que debíamos volver a la habitación del escritorio. Una vez allí cerré la puerta.

—No quiero que nos oiga. Si tuviéramos un filo sujeto a una vara, formando una especie de lanza, conseguiríamos matarlo sin acercarnos demasiado. ¿Qué podría servirnos? ¿Alguna idea?

David sacudió la cabeza, pero Fedria dijo:

—Un momento, me acuerdo de algo.

Los dos la miramos y ella frunció las cejas, fingiendo que trataba de recordar y disfrutando de nuestra atención.

—¿Y bien? —preguntó David.

Ella chasqueó los dedos.

—Varas para ventanas. Ya sabéis, esos chismes largos con un gancho en un extremo. ¿Os acordáis de las ventanas del cuarto donde recibe a los clientes? Están muy cerca del techo, y mientras papá y él hablaban, un empleado trajo una de esas varas y abrió una ventana. Tendrían que estar aquí en algún sitio.

En cinco minutos de búsqueda encontramos dos. Parecían satisfactorias: casi seis pies de largo y una pulgada y cuarto de diámetro, de madera dura. David hizo un floreo con la suya y fingió acometer a Fedria; después preguntó:

—Bien, y de punta ¿qué usamos?

En el bolsillo interior de la chaqueta, en un estuche, yo llevaba siempre un bisturí, y lo fijé a mi vara con un rollo de cinta engomada que por suerte David guardaba en el cinturón y no en el maletín; pero no encontraba nada para la vara de David hasta que él sugirió un vidrio roto.

—No vas a romper una ventana —le dijo Fedria—; te oirían desde afuera. Además, ¿no se quebrará cuando trates de ensartarlo?

—Si es vidrio grueso, no. Eh, mirad.

Miré, y una vez más, vi mi cara. David estaba señalando el gran espejo que me había sorprendido después de bajar la escalera. Mientras yo miraba le dio un puntapié, y el espejo se hizo añicos con tal estrépito que los perros se pusieron a ladrar otra vez. Escogió un trozo triangular largo, casi recto, y lo alzó a la luz; el vidrio destelló como una gema.

—Es casi tan bueno como los que hacían en Sainte Anne con ágata y jaspe, ¿no?

De común acuerdo nos acercamos desde lados opuestos. El esclavo saltó a la tapa del arcón y desde allí nos miró con calma, volviendo los hundidos ojos primero a David, luego a mí, hasta que al fin, cuando los dos estábamos ya muy cerca, David lo atacó.

No bien el vidrio le raspó las costillas, el esclavo dio media vuelta, agarró la lanza de David por el mango y de un tirón lo atrajo hacia sí. Descargué un golpe entonces, pero fallé, y aún no me había recobrado cuando él ya saltaba al suelo y se ponía a forcejear con David al otro lado del arcón. Encaramado, me incliné sobre él y lancé un golpe, pero sólo al oír el grito de David comprendí que había hundido el bisturí en el muslo de mi hermano. Vi el borbotón de brillante sangre arterial empapando el palo, lo dejé caer y desde la tapa del arcón me precipité sobre ellos.

Me esperaba, boca arriba y sonriendo, con las piernas y los cuatro brazos alzados como una araña muerta. Seguro que en los segundos inmediatos me habría estrangulado de no haber sido porque David, cuan conscientemente no lo sé, le puso un brazo por encima de los ojos, con lo que él no logró atraparme y caí entre las manos extendidas.

No hay mucho más que contar. De un sacudón se libró de David y tirándome hacia él intentó morderme la garganta; pero yo le hundí un pulgar en uno de los ojos y lo detuve. Fedria, con más coraje del que yo le hubiera atribuido, me puso la lanza de David en la mano libre y yo clavé la punta de vidrio en el cuello del esclavo; creo que antes de que muriera le corté ambas yugulares y la tráquea. Le hicimos a David un torniquete en la pierna y nos fuimos, sin el dinero ni el conocimiento técnico que yo esperaba obtener del cuerpo del esclavo. Marydol nos ayudó a llevar a David a casa, y a Mister Million le dijimos que se había caído explorando un edificio vacío, aunque dudo de que nos creyera.

Hay otra cosa que contar sobre aquel incidente —la muerte del esclavo, quiero decir—, aunque me siento tentado de seguir adelante y describir en cambio un descubrimiento que hice inmediatamente después y en ese momento me impresionó mucho más. Es sólo un recuerdo, seguro que distorsionado y amplificado por la memoria. Al apuñalarlo me acerqué tanto a él que llegué a ver —supongo que a la luz de las ventanas altas que teníamos detrás— mi cara reflejada y duplicada en las córneas de sus ojos, y me pareció que era una cara muy semejante a la suya. Desde entonces no he podido olvidar lo que me dijo el doctor Marsch sobre la producción de un número ilimitado de individuos idénticos, ni que cuando yo era más pequeño mi padre tenía reputación de tratante de niños. Desde mi liberación he intentado encontrar algún rastro de mi madre, la mujer de la foto que me mostró mi tía; pero sin duda esa foto fue tomada mucho antes de que yo naciese… quizá incluso en Tierra.

El descubrimiento que mencioné lo hice casi en cuanto salimos del edificio donde había matado al esclavo, y fue sencillamente éste: que ya no era otoño, sino un día de estío. El hecho de que estuviéramos los cuatro —Marydol ya se nos había unido— tan preocupados por David, y atareados en tramar una historia que explicase la herida, amortiguó un poco nuestra conmoción; pero no podía haber ninguna duda. Era un tiempo caluroso, de ese calor húmedo letárgico peculiar del verano. Los árboles que yo había visto casi desnudos estaban tupidos y repletos de oropéndolas. En la fuente de nuestro jardín el agua no era caliente, como cuando había peligro de helada y caños reventados; mientras ayudábamos a David a remontar el sendero hundí las manos en la pila, y la encontré fresca como el rocío.

Era obvio que mis períodos de acción inconsciente, mi sonambulismo, habían crecido hasta devorar todo un invierno y toda una primavera. Sentí que me había perdido.

Cuando entramos en la casa, me saltó al hombro un mono que al principio creí de mi padre. Más tarde Mister Million me dijo que era mío, uno de los animales de laboratorio que yo había tomado como mascota. No conocía a la bestezuela, pero las cicatrices que tenía bajo la piel y los miembros retorcidos indicaban sin duda que él me conocía a mí.

He conservado a Popo desde entonces, y mientras estuve preso lo dejé al cuidado de Mister Million. En los días claros todavía trepa por los muros grises y destartalados de esta casa; y cuando la forma gibosa corre a lo largo de los parapetos, se me ocurre que mi padre todavía vive y puede volver a convocarme para las largas sesiones en la biblioteca; pero esto a mi mascota se lo perdono.

En vez de llamar a un médico para David, mi padre lo trató él mismo; y si tenía curiosidad por saber cómo habían llegado a infligirle esa herida, no lo demostró. Mi impresión —valga lo que valga a estas alturas— es que creyó que yo lo había apuñalado en una pelea. Digo esto porque, en adelante, cada vez que estaba conmigo a solas parecía aprensivo. No era un hombre temeroso, y durante años había tratado de vez en cuando con la peor clase de criminales; pero conmigo ya no estaba cómodo: me esquivaba. Puede haber sido, quizá, mera consecuencia de algo que yo había dicho o hecho en el invierno olvidado.

Tanto Marydol como Fedria, así como mi tía y Mister Million, venían con frecuencia a visitar a David, de modo que su habitación se convirtió para todos en una suerte de punto de encuentro, sólo perturbado por las ocasionales visitas de mi padre. Marydol era una chica delgada, rubia y bondadosa, y yo le tomé mucho afecto. A menudo cuando volvía a su casa yo la acompañaba, y en el camino de regreso paraba en el mercado de esclavos —como tantas veces hiciéramos en un tiempo con David y Mister Million— a comprar pan frito y café azucarado y mirar la puja. Las caras de los esclavos son lo más insulso del mundo; pero yo me sorprendía observándolas, y sólo pasado un largo tiempo, al menos un mes, comprendí —muy de repente, cuando descubrí qué cosa estaba buscando— por qué lo hacía. A la cuadra llevaron un día un macho joven, un barrendero. Le habían marcado a latigazos la cara y la espalda; pero yo lo reconocí: esa cara marcada era la mía, la de mi padre. Le hablé, y lo habría comprado y liberado; pero me contestó al modo servil de los esclavos y yo me aparté con disgusto y volví a casa.

Esa noche, cuando mi padre me llamó a la biblioteca —como no había hecho por varias noches—, miré los reflejos de los dos en el espejo que escondía la entrada al laboratorio. El parecía más joven de lo que era; yo más viejo. Podríamos haber sido casi el mismo hombre, y en el momento en que se volvió a enfrentarme, y yo, mirando por encima del hombro de él, vi sólo sus brazos y los míos sin ninguna imagen de mi propio cuerpo, podríamos haber sido también el esclavo de pelea.

No sabría decir quién sugirió primero que lo matáramos. Sólo recuerdo que una noche, mientras me disponía a acostarme después de haber llevado a Marydol y Fedria a sus casas, comprendí que un rato antes, sentados los tres con Mister Million y mi tía en torno a la cama de David, habíamos estado hablando de eso.

No abiertamente, desde luego. Tal vez nosotros mismos no hubiéramos admitido en qué estábamos pensando. Mi tía había mencionado el dinero que supuestamente él tenía escondido, y Fedria, enseguida, de un yate lujoso como un palacio. David había hablado de las grandes cacerías, y del poder político que era posible comprar con dinero.

Yyo, sin decir nada, había pensado en las horas, las semanas y los meses que mi padre me había quitado: en la destrucción de mi identidad, que él había roído noche a noche. Pensé en que acaso esa misma noche entrara en la biblioteca para encontrarme, cuando volviera a despertar, hecho un viejo y tal vez un mendigo.

Entonces supe que inevitablemente debía matarlo, porque si le contaba estos pensamientos mientras yacía drogado sobre el raído cuero de la mesa, él no dudaría un momento y me mataría allí mismo.

Mientras esperaba al valet hice un plan. Tratándose de mi padre, no habría investigaciones ni certificado de defunción. Yo lo reemplazaría. Nuestros clientes tendrían la impresión de que nada había cambiado. A los amigos de Fedria se les diría que habíamos discutido y yo me había largado de casa. Por un tiempo no me dejaría ver y después, maquillado, en una habitación en penumbra, hablaría de vez en cuando con algún privilegiado visitante. Era un plan imposible, pero en ese momento yo lo creía posible y hasta fácil. Tenía el bisturí listo en el bolsillo. Podía destruir el cadáver en el mismo laboratorio.

Él me lo leyó en la cara. Me habló como siempre, pero creo que sabía. En la habitación había flores, algo que no había pasado nunca, y me pregunté si él no lo habría sabido antes aún y las habría encargado como para un evento especial. En vez de hacerme acostar en la mesa tapizada de cuero, me indicó una silla y se sentó tras el escritorio.

—Hoy tendremos compañía —dijo; lo miré—. Tú estás enfadado conmigo. Cada vez más, lo vengo viendo. ¿No sabes quién…?

Lo interrumpió un golpecito en la puerta, y cuando exclamó «Adelante», quien abrió fue Nerissa. Hizo entrar a una mundana y al doctor Marsch y me sorprendió verlo; y más me sorprendió ver a una de las muchachas en la biblioteca de mi padre. Ella se sentó junto a Marsch, como indicando que por esa noche era su protegida.

—Buenas noches, doctor —dijo mi padre—. ¿Lo está pasando bien?

Marsch sonrió, mostrando unos dientes grandes y cuadrados. Vestía ropa del corte más en boga, pero el contraste entre la barba y la incolora piel de las mejillas era tan notable como siempre.

—Sensual e intelectualmente —dijo—. He visto a una muchacha desnuda, una gigante dos veces más alta que un hombre, que atravesaba una pared caminando…

—Eso se hace con hologramas —dije.

Volvió a sonreír.

—Lo sé. Y también he visto muchísimas cosas más. Estaba a punto de recitarlas todas, pero quizá sólo consiga aburrir a mi público; me conformaré con decir que tiene usted un establecimiento notable. Pero… eso ya lo sabe.

—Siempre es halagador oírlo de nuevo —dijo mi padre.

—Y ahora, ¿tendremos la discusión de que hablamos antes?

Mi padre miró a la mundana; ella se levantó, besó al doctor Marsch y se fue. La maciza puerta de la biblioteca se cerró tras ella con un leve chasquido. Como un ruido de interruptor, o de viejo cristal quebrándose.

Desde entonces, he pensando muchas veces en esa muchacha como la vi cuando salía: los zapatos de plataforma con tacón alto y las piernas grotescamente largas, el vestido sin espalda abierto hasta un centímetro por debajo del coxis; el pelo amontonado, cardado e hilvanado de cintas y luces diminutas. Al cerrar la puerta estaba poniendo fin, aunque no habría podido saberlo, al mundo que ella y yo habíamos conocido.

—Cuando salga lo estará esperando —le dijo mi padre al doctor Marsch.

—Y si no está, seguro que usted puede proporcionar otras —los ojos verdes del antropólogo parecían fulgurar a la luz de la lámpara—. Pero bien, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Usted estudia las razas. ¿Llamaría raza a un grupo de hombres similares, que tienen pensamientos similares?

—Y mujeres —dijo Marsch, sonriendo.

—Y aquí —continuó mi padre— aquí en Sainte Croix, ¿está reuniendo material para llevárselo de vuelta a Tierra?

—Estoy reuniendo material, sin duda. Si volveré o no al planeta madre, es un asunto problemático… —quizá lo miré con brusquedad; volvió hacia mí la sonrisa, que se hizo, si era posible, aún más condescendiente que antes—. ¿Te sorprende?

—Siempre consideré que Tierra era el centro del pensamiento científico —dije—. No me cuesta imaginar a un científico abandonándola para hacer trabajo de campo, pero…

—Pero ¿es inconcebible que quiera quedarse en el campo? Piensa en mi posición. Felizmente para mí, no eres el único que respeta las canas y la sabiduría del mundo madre. Como hombre formado en Tierra, vuestra universidad me ha ofrecido un departamento, prácticamente con el sueldo que se me ocurra pedir y un año sabático cada dos. Y el viaje de aquí a Tierra insume veinte años de tiempo newtoniano… Subjetivamente, para mí sólo son seis meses, claro; pero cuando vuelva, si vuelvo, mi educación tendrá cuarenta años de retraso. No, me temo que vuestro planeta ha llegado a convertirse en una luminaria intelectual.

—Creo que nos estamos desviando del tema —dijo mi padre.

Asintiendo, Marsch añadió:

—Pero yo iba a decir que los antropólogos están especialmente equipados para sentirse como en casa en cualquier cultura, hasta en una cultura tan extraña como la que esta familia ha construido a su alrededor. Pienso que puedo hablar de familias, ya que hay otros dos miembros residentes. ¿No te opones a que hable de los dos en singular?

Me miró como esperando una protesta; y como yo no decía nada, continuó:

—Me refiero a tu hijo David. Éste, y no el de hermano, es el parentesco real del muchacho con tu personalidad continua. Lo mismo digo de la mujer que llamas tía. En realidad, ella es hija de una… ¿diré «versión»?… anterior de ti mismo.

—Está intentando decirme que soy un duplicado clónico de mi padre, y veo que los dos esperan que me horrorice. No es así. Hace algún tiempo que lo sospechaba.

—Me alegro de oírlo —dijo mi padre—. Francamente, cuando tenía tu edad el descubrimiento me perturbó mucho. Fui a la biblioteca de mi padre… esta habitación, a hacerle frente, y pensaba matarlo.

—¿Y lo hizo? —preguntó el doctor Marsch.

—No creo que importe… lo importante es que ésa era mi intención. Espero que su presencia aquí le haga a Número Cinco las cosas más fáciles.

—¿Así lo llama?

—Es más práctico, porque tiene el mismo nombre que yo.

—¿Es el quinto hijo que produce por clonación?

—¿Mi quinto experimento? No…

Los encorvados, altos hombros de mi padre, envueltos en el escarlata lúgubre de la vieja bata, le daban un aspecto de pájaro salvaje; en un libro de historia natural recuerdo haber leído sobre uno llamado halcón de hombros rojos. El monito, gris ya por los años, se había subido a la mesa.

—No, más bien el quincuagésimo, si quiere saber. Solía hacerlos como ejercicio. Como han oído que es posible, quienes no lo han probado nunca creen que es una técnica simple, pero no saben lo difícil que es prevenir diferencias espontáneas. Cada gen dominante que haya en mí ha de seguir siendo dominante, y las personas no son alubias. Hay muy pocas cosas gobernadas por pares mendelianos simples.

—Y los fracasos, ¿los destruía usted? —preguntó Marsch.

—Los vendía —dije yo—. Cuando era chico solía preguntarme por qué Mister Million se paraba a mirar los esclavos del mercado. Desde entonces lo he descubierto —todavía tenía el estuche con el bisturí en el bolsillo; lo sentía pesar en mi saco.

—Quizá Mister Million —dijo mi padre— sea un poco más sentimental que yo. Además, a mí no me gusta salir. Vea, doctor, tendrá que modificar la suposición de que en verdad todos somos el mismo individuo. Hay pequeñas variaciones.

El doctor Marsch estaba a punto de replicar, pero yo lo interrumpí.

—¿Por qué? —dije—. ¿Por qué David y yo? ¿Por qué hace mucho tía Jeannine? ¿Por qué seguir con esto?

—Sí —dijo mi padre—: ¿por qué? Hacemos la pregunta para hacer la pregunta.

—No te entiendo.

—Busco el autoconocimiento. Si quieres decirlo de otro modo, buscamos el autoconocimiento. Tú estás aquí porque yo lo hice y lo hago, y yo estoy aquí porque lo hizo el individuo precedente… que a su vez tuvo origen en aquel cuya mente está simulada en Mister Million. Y una de las preguntas cuya respuesta buscamos es… por qué buscamos. Pero todavía hay más —se inclinó hacia delante, y el monito alzó el morro blanco y los brillantes ojos perplejos para mirarlo a la cara—. Deseamos descubrir por qué fallamos, por qué otros crecen y cambian y nosotros seguimos aquí.

Pensé en el yate del que habíamos hablado con Fedria y dije:

—Yo no me quedaré.

El doctor Marsch sonrió. Mi padre dijo:

—Creo que no me entiendes. No digo aquí en el sentido físico, sino aquí en el social e intelectual. He viajado, y quizá viajes tú, pero…

—Pero termina aquí —dijo el doctor Marsch.

—¡Terminamos en este nivel! —fue la única vez, creo, que vi a mi padre excitado. Casi sin habla, señalaba los cuadernos y las cintas que abarrotaban las paredes—. ¿Después de cuántas generaciones? No ganamos fama, ni siquiera el gobierno de este miserable planeta colonial. Hay que cambiar algo, pero ¿qué? —echó al doctor Marsch una mirada llameante.

—Usted no es único —dijo el doctor Marsch, y sonrió—. Parece un lugar común, ¿no? Pero no me refería al hecho de que usted se duplique. Quise decir que desde que se volvió posible, allá en Tierra durante el último cuarto del siglo veinte, se ha hecho varias veces en cadenas parecidas. Para describirlo tomamos prestado un término técnico; mala nomenclatura, pero no hay nada mejor. ¿Sabe usted qué es relajación en el sentido técnico?

—No.

—Hay problemas que no es posible abordar directamente, pero que sí es posible mediante una sucesión de aproximaciones. En la transferencia de calor, por ejemplo, al comienzo tal vez no sea posible calcular la temperatura de todos los puntos superficiales de un cuerpo de forma extraña. Pero el ingeniero, o su computadora, pueden suponer temperaturas razonables, ver cuánto se acercarán los valores supuestos a la estabilidad y luego hacer nuevas suposiciones basadas en los resultados. A medida que avanzan los niveles de aproximación, los bloques sucesivos se vuelven más y más similares hasta que en lo esencial deja de haber cambio. Por eso digo que esencialmente ustedes dos son el mismo individuo.

—Lo que quiero de usted —dijo mi padre, impaciente— es que le haga entender a Número Cinco que los experimentos que he realizado en él, en particular los exámenes narcoterapéuticos que tanto le molestan, son necesarios. Que si vamos a ser más de lo que hemos sido debemos descubrir… —había llegado casi a gritar, pero paró bruscamente y puso la voz bajo control—. Por esta razón fue producido, por la misma fue producido David: yo esperaba que una cruza exterior me enseñase algo.

—Lo que sin duda también era razonable para la existencia del doctor Veil en una generación anterior —dijo el doctor Marsch—. Pero en lo que concierne a los exámenes de su identidad menor, igual de útil sería que él lo examinase a usted.

—Un momento —dije yo—. Usted no para de decir que somos idénticos. Es incorrecto. Yo veo que en ciertos aspectos somos similares, pero en realidad no soy como mi padre.

—No hay diferencias que no puedan explicarse por la edad. Tú, ¿cuántos años tienes? ¿Dieciocho? Y usted —miró a mi padre—, diría yo que casi cincuenta. En la diferenciación de los seres humanos sólo actúan dos fuerzas: la herencia y el medio, la naturaleza y la crianza. Y como en gran medida la personalidad se forma durante los tres primeros años de vida, lo decisivo es el medio que provee el hogar. Ahora bien, todo individuo nace en algún medio hogareño, aunque quizá tan duro que puede llegar a matarlo, y no hay nadie, salvo en la situación que llamamos relajación antropológica, que proporcione ese medio por sí mismo; siempre lo reciben de la generación precedente.

—Por el mero hecho de haber crecido los dos en esta casa no…

—Que usted construyó, amuebló y llenó de gente que fue eligiendo. Pero, espere un momento. Hablemos de un hombre que ninguno de los dos ha visto nunca, un hombre nacido en un lugar proporcionado por padres muy diferentes: hablo del primero…

Yo ya no escuchaba. Había ido a matar a mi padre, y era preciso que el doctor Marsch se fuera. Lo miraba echarse adelante en el sillón, sacudiendo las largas manos blancas, moviendo los labios crueles en un marco de pelo negro; yo lo miraba y no oía nada. Era como si me hubiera vuelto sordo, o como si él sólo pudiera comunicarse por pensamientos y yo, sabiendo que los pensamientos eran mentiras bobas, no los tuviera en cuenta.

—Usted es de Sainte Anne —le dije.

Me miró asombrado, deteniéndose en medio de una frase sin sentido.

—He estado allí, es cierto. Pasé varios años en Sainte Anne antes de venir aquí.

—Nació allí. Estudió allí antropología en libros escritos en Tierra, veinte años antes. Usted es un abo, o al menos un semiabo; en cambio nosotros somos hombres.

Marsch miró de reojo a mi padre, contestándome:

—Los abos han desaparecido. La opinión científica de Sainte Anne sostiene que se extinguieron hace casi un siglo.

—No pensaba eso cuando vino a ver a mi tía.

—Nunca he aceptado la hipótesis de Veil. He hablado aquí con todos los que han publicado algo en mi campo. Sinceramente, no tengo tiempo de escuchar esas cosas.

—Usted es un abo, y no es de Tierra.

Y en un momento, mi padre y yo estuvimos solos.


La mayor parte de mi sentencia la cumplí en un campo de trabajo de las Montañas de Andrajos. Era un campo pequeño, que por lo habitual sólo albergaba ciento cincuenta presos. A veces menos de ochenta, cuando el invierno dejaba muchas muertes. Cortábamos madera y quemábamos carbón, y cuando encontrábamos buen abedul hacíamos esquíes. Por encima de la línea del bosque recogíamos un musgo salino supuestamente medicinal, y urdíamos largos planes con aludes que aplastarían a las máquinas de rastrear que eran nuestros guardias, aunque por alguna razón el momento no llegaba nunca: las rocas nunca se desprendían. El trabajo era pesado, y los guardias administraban la exacta mezcla de severidad y benevolencia con que algún comité de la prisión había decidido programarlos, zanjando para siempre la cuestión de la brutalidad o el favoritismo de que se acusa a los mercenarios, de modo que ser crueles o bondadosos sólo cupiera a hombres elegantes que discutían en reuniones.

Al menos, eso pensaban. Yo a veces me pasaba horas hablando con los guardias sobre Mister Million, y una vez encontré un pedazo de carne escondido en el rincón donde dormía, y otra vez un pastel de azúcar dura, marrón y arenosa.

Puede que el crimen no beneficie al delincuente, pero el tribunal —eso me contaron mucho después— no encontró prueba alguna de que David fuera en realidad hijo de mi padre, y nombró heredera a mi tía.

Ella murió, y una carta de un abogado me informó que yo había heredado «una gran casa en la ciudad de Port-Mimizon, junto con los muebles y enseres que guardaba». Y que dicha casa, «situada en el 666 de Saltimbanque, se encuentra actualmente bajo el cuidado de un robot servidor». Como los robots servidores bajo cuya dirección me encontraba yo no me permitían tener materiales de escritura, no pude contestar.

Viajó el tiempo en las alas de los pájaros. En otoño encontré alondras muertas a los pies de los acantilados que daban al norte, y en primavera a los pies de los que daban al sur.

Recibí una carta de Mister Million. Durante la investigación de la muerte de mi padre la mayoría de las muchachas se habían ido; a las demás se había visto obligado a despedirlas a la muerte de mi tía, habiendo descubierto que él, como máquina, no podía garantizar que le obedecieran. David se había marchado a la capital. Fedria se había casado bien. A Marydol los padres la habían vendido. La carta estaba fechada tres años después de mi juicio, pero yo no tenía medio de saber cuánto había tardado en llegar hasta mí. El sobre había sido abierto muchas veces, y estaba ajado y sucio.

Después de una tormenta llegó aleteando al campo un ave marina —un alcatraz, me pareció—, demasiado exhausto para volar. Lo matamos y nos lo comimos.

Uno de los guardias se volvió loco: quemó a quince prisioneros y luchó toda la noche contra los demás guardias, con espadas de fuego blanco y azul. No lo reemplazaron.

A mí me transfirieron con algunos otros a un campo más al norte, junto a unos abismos de piedra roja. Eran tan hondos, que si yo pateaba un guijarro oía crecer el repique del descenso hasta un trueno de rocas desprendidas, y en medio minuto lo oía fundirse con el silencio, a lo lejos, pero perdiéndose en algún punto de la oscuridad sin golpear nunca el fondo.

Yo fingía que conmigo estaba la gente que había conocido. Cuando me sentaba a proteger del viento mi tazón de sopa, en un banco cercano se sentaba Fedria, sonriendo, y hablaba de sus amigos. David jugaba por horas al squash en el polvoriento terreno de las barracas, y dormía contra la pared, cerca de mi rincón. Marydol me daba la mano cuando llevaba mi sierra a las montañas.

Con el tiempo estas figuras se desdibujaron un poco, pero ni siquiera el último año me dormí una sola vez sin decirme, antes de cerrar los ojos, que a la mañana siguiente Mister Million nos llevaría a la biblioteca de la ciudad; ni una vez me desperté sin miedo a que el valet de mi padre viniera a buscarme.

Después me dijeron que me tocaba cambiar de campo, junto con otros tres. Nos llevamos la comida, y en el camino casi morimos de hambre y agotamiento. De allí nos hicieron marchar a un tercer campo, donde nos interrogaron unos hombres que no eran presos como nosotros sino hombres libres con uniforme, que apuntaban nuestras respuestas y que al fin ordenaron que nos bañáramos, y quemaron nuestra ropa vieja y nos dieron un espeso estofado de carne y cebada.

Recuerdo muy bien que fue entonces cuando me permití comprender, por fin, qué significaba todo aquello. Hundí mi pan en el cuenco y lo saqué empapado de caldo fragante, con trocitos de carne y granos de cebada adheridos; y entonces pensé en el pan frito y el café del mercado de esclavos no como algo del pasado sino como algo del futuro, y me temblaron las manos hasta que no pude sostener el cuenco y quise correr gritando contra las vallas.

En dos días más nos pusieron a seis en una carreta de mulas, y siempre cuesta abajo anduvimos por caminos ondulantes hasta que el invierno —que venía agonizando detrás de nosotros— desapareció, y también los abedules y abetos, y en las ramas de los altos castaños y cedros del camino aparecieron flores de primavera.


Las calles de Port-Mimizon bullían de gente. Me habría perdido en un momento si Mister Million no me hubiera alquilado una silla; pero hice que los portadores se detuviesen, y con dinero que él me dio le compré un periódico a un vendedor para saber al fin en qué fecha estábamos.

Mi sentencia había sido la habitual de entre dos y cincuenta años, y aunque yo conocía el mes y el año del comienzo de mi reclusión, en los campos no había modo de medir el tiempo. Un hombre pillaba una fiebre y diez días después, repuesto ya para volver al trabajo, decía que habían pasado dos años o que nunca había tenido nada. Luego la fiebre le daba a uno. No recuerdo un solo titular, un solo artículo del periódico que compré. Durante todo el camino a casa no leí otra cosa que la fecha.

Habían sido nueve años.

En el momento de matar a mi padre había tenido dieciocho. Ahora tenía veintisiete. Había pensado que podía tener cuarenta.

Los descascarados muros grises de la casa eran los mismos. El can de hierro con tres cabezas de lobo se alzaba aún en el jardín delantero, pero la fuente estaba callada, y los parterres de helechos y musgo llenos de hierbajos. Mister Million pagó a los portadores y abrió con una llave la puerta que en los días de mi padre siempre había tenido cadena, pero no cerrojo; pero entre tanto una mujer inmensamente alta y desgarbada que voceaba pralinés en la calle se precipitó hacia nosotros. Era Nerissa, y ahora yo tenía sirvienta y habría tenido compañera de cama si lo hubiera deseado, aunque no tenía con qué pagarle.

Y ahora, supongo, tengo que explicar por qué he estado escribiendo este relato, que ya es trabajo de varios días; y he de explicar también por qué explico. Bien, pues. He escrito para develarme a mí mismo, y escribo ahora porque, lo sé, algún día leeré lo que estoy escribiendo y me asombraré.

Tal vez en el tiempo en que lo lea ya haya resuelto mi propio misterio; o quizá ya no me importe conocer la solución.

Hace tres años que me liberaron. Cuando Nerissa y yo volvimos a entrar, había en esta casa una gran confusión, pues mi tía había pasado sus últimos días —me contó Mister Million— buscando el supuesto tesoro de mi padre. No lo encontró, y no me parece que se pueda encontrar algo; conociendo el carácter de mi padre mejor que mi tía, creo que la mayor parte de lo que le traían las chicas la gastó en experimentos y aparatos. Al principio estuve muy necesitado de dinero, pero la reputación de la casa trajo mujeres en busca de compradores y hombres que buscaban comprar. Apenas es preciso, me dije cuando empezamos, hacer algo más que presentarlos; y ahora tengo un buen plantel. Fedria vive con nosotros y también trabaja; a la larga el brillante matrimonio fue un fracaso. Anoche estaba trabajando en mi quirófano cuando la oí a la puerta de la biblioteca. La abrí y tenía con ella al niño.

Algún día nos requerirán.

Загрузка...