Alberto Moravia La romana

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

A los dieciséis años, yo era una verdadera belleza. Mi rostro tenía un óvalo perfecto, estrecho en las sienes y un poco ancho abajo, los ojos rasgados, grandes y dulces, la nariz recta, en una sola línea con la frente, la boca grande con los labios bellos, rojos y carnosos y, si me reía, mostraba unos dientes regulares y muy blancos. Mi madre solía decirme que parecía una virgen. Yo me di cuenta de que me parecía a una actriz de cine, muy de moda entonces, y empecé a peinarme igual que ella. Mi madre decía que, si mi cara era bonita, mi cuerpo era cien veces más bello. Un cuerpo como el mío, según ella, no se encontraba en toda Roma. Pero entonces yo no me preocupaba de mi cuerpo, me parecía que toda la belleza estaba en la cara, pero hoy puedo afirmar que mi madre tenía razón. Mis piernas eran firmes y derechas, las caderas redondas, el tronco largo, estrecho en la cintura y ancho en los hombros. Tenía el vientre, como siempre lo he tenido, un poco prominente, con el ombligo que casi no se veía de tan hundido como estaba en la carne; pero mi madre decía que eso era más bonito aún, porque el vientre debe ser un poco salido, y no liso como hoy se usa. También era prominente mi pecho, duro y alto, capaz de mantenerse sin necesidad de sostén, y lo mismo que con el vientre, si me lamentaba de que mi pecho era demasiado voluminoso, mi madre replicaba que era hermoso de veras y que el pecho de las mujeres, hoy día, no vale nada. Desnuda, como se me hizo notar más tarde, aparecía corpulenta y llena, formada como una estatua, pero vestida parecía una muchachita menuda y nadie hubiera podido pensar que estaba hecha de aquel modo. Aquello dependía de la proporción de las partes, como me dijo el pintor para el cual empecé a posar.

Fue mi madre quien me encontró aquel pintor. Antes de casarse y ser camisera, mi madre había sido modelo; un pintor había ido a encargarle unas camisas y ella, recordando su viejo oficio, le propuso hacerme posar.

La primera vez que fui a casa del pintor, mi madre se empeñó en acompañarme, por más que protesté de que podía perfectamente ir sola. Sentía vergüenza, no tanto por el hecho de tener que desnudarme ante un hombre por primera vez en mi vida, como por las cosas que preveía que mi madre diría para incitar al pintor a hacerme trabajar. Y, en efecto, después de haberme ayudado a quitarme el vestido por la cabeza y haberme dejado completamente desnuda de pie en medio del estudio, mi madre empezó a decir acaloradamente al pintor: «Pero fíjese ¡qué pecho… qué caderas… fíjese en las piernas…! ¿Dónde encontraría usted un pecho, unas caderas, unas piernas como éstas?» Y mientras decía estas cosas me tocaba, como se hace con las bestias para atraer a los compradores en el mercado. El pintor reía, yo me avergonzaba y, como era invierno, sentía mucho frío. Pero comprendía que no había malicia en mi madre y que ella estaba realmente orgullosa de mi belleza porque me había traído al mundo y, si yo era hermosa, a ella se lo debía. También el pintor parecía comprender los sentimientos de mi madre y reía sin malicia, afectuosamente, de modo que pronto sentí confianza y, venciendo mi timidez, fui acercándome de puntillas a la estufa para calentarme.

Aquel pintor podía tener unos cuarenta años y era un hombre grueso, de aspecto alegre y pacífico. Yo sentía que él me miraba sin deseo, como un objeto, y esto me producía una sensación de seguridad. Más tarde, cuando me conoció mejor, me trató siempre con cortesía y respeto, no como a un objeto, sino como a una persona. Experimenté pronto una gran simpatía por él y hasta hubiera podido enamorarme por gratitud, sólo porque era tan educado y afectuoso conmigo. Pero nunca me dio demasiadas familiaridades. Siempre me trataba como pintor y no como hombre. Y nuestras relaciones siguieron siendo, durante todo el tiempo en que posé para él, correctas y distantes como el primer día.

Cuando mi madre acabó de alabarme, el pintor, sin decir palabra, se dirigió a unos cartapacios que tenía amontonados en una silla y, después de haberlos hojeado, sacó una lámina de color y la enseñó a mi madre diciendo en voz baja:

—Ésta es tu hija.

Me aparté de la estufa para ver también la lámina. Representaba una mujer desnuda echada en un lecho cubierto con ricas telas. Tras la cama había una cortina de terciopelo y, como suspensos en el aire, entre los pliegues de la cortina, dos cupidos con alas parecidos a dos ángeles. La mujer, efectivamente, se parecía a mí; sólo que, aunque estuviera desnuda, por aquellas telas y unos anillos que llevaba en los dedos, se comprendía que debía de haber sido una reina o algún otro personaje importante, mientras que yo no era más que una muchacha del pueblo. Al principio, mi madre no comprendió y miró desconcertada la lámina. Después, de pronto, pareció ver la semejanza y exclamó jadeante:

—Justo, es ella… Ya ve como tenía razón… ¿Y quién es ésta?

—Es Dánae —contestó el pintor, sonriendo.

—¿Quién es Dánae?

—Dánae… Una divinidad pagana.

Mi madre, que se esperaba un nombre de persona que hubiera existido de verdad, quedó desorientada y, para ocultar su confusión, se puso a decirme que debía ponerme como el pintor me dijera, tendida, por ejemplo, como la figura de la lámina, o en pie, o también sentada, y estarme quieta todo el tiempo que él estuviera pintando. El pintor aseguró, riendo, que mi madre sabía más que él; e, inmediatamente, mi madre, lisonjeada, empezó a hablar de cuando era modelo y la conocía toda Roma como una de las modelos más bellas, y del enorme daño que se había hecho a sí misma casándose y dejando aquel oficio. El pintor, entre tanto, me había hecho tenderme sobre un sofá y me había colocado en pose. Él mismo me doblaba los brazos y las piernas en la actitud que deseaba, pero con una suavidad reflexiva y abstraída, sin tocarme apenas, como si ya me hubiera visto del modo que quería retratarme. Después, mientras mi madre seguía parloteando, se puso a trazar los primeros rasgos en una tela blanca dispuesta sobre un caballete. Mi madre se dio cuenta de que el pintor ya no la escuchaba, absorto como estaba en retratarme, y le preguntó:

—¿Y cuánto piensa pagarle a esta hija mía por cada hora de trabajo?

Sin apartar los ojos de la tela, el pintor dijo una cifra. Mi madre cogió mis vestidos que yo había colocado en una silla y me los echó encima ordenándome:

—Hala, vístete… Es mejor que nos vayamos.

—¿Puede saberse qué te pasa? —preguntó el pintor, asombrado, dejando de dibujar.

—Nada, nada —repuso mi madre fingiendo mucha prisa—. Vamos, Adriana… Tenemos aún muchas cosas que hacer.

—Pero, en fin —dijo el pintor—. Si tienes alguna propuesta que hacer, hazla… ¿Qué líos te traes?

Entonces, mi madre empezó a discutir, chillando con fuerza y diciendo al pintor que estaba loco si pensaba pagarme tan poco, que yo no era una de esas modelos ya viejas a las que nadie quiere, que tenía dieciséis años y era la primera vez que posaba. Cuando quiere obtener algo, mi madre grita siempre y de veras parece encolerizada. Pero, en realidad, no se enfada, y yo, que la conozco bien, sé que está tranquila como una balsa de aceite. Pero grita como lo hacen las mujeres en el mercado cuando un comprador les ofrece demasiado poco. Y grita, sobre todo, con la gente educada, porque sabe que, precisamente por educación, siempre acaban cediendo.

Y el pintor cedió también. Mientras chillaba mi madre, él sonreía y, de vez en cuando, hacía un ademán como para pedir la palabra. Por último, mi madre se detuvo a respirar y recobrar aliento y el pintor preguntó nuevamente cuánto quería. Pero mi madre no lo dijo inmediatamente. De una manera inesperada gritó:

—Me gustaría saber cuánto daba a su modelo el pintor que hizo el cuadro que usted acaba de mostrarme.

El pintor se echó a reír.

—¡Qué tiene que ver…! Eran otros tiempos… ¡Cualquiera sabe! Debió darle una botella de vino… o un par de guantes.

Mi madre se quedó otra vez desorientada, como cuando él le dijo que la lámina representaba a Dánae. El pintor se burlaba un poco de ella, aunque sin malignidad, pero mi madre no se daba cuenta de ello. Volvió a gritar, llamándolo avaro y exaltando mi belleza. Después, con la misma rapidez fingió calmarse y dijo la cantidad que quería. El pintor discutió otro poco y por fin llegaron a un acuerdo sobre una cifra escasamente inferior a la que mi madre pedía. El pintor se acercó a una mesita, abrió un cajón y pagó a mi madre. Ella, bastante satisfecha, cogió el dinero, me hizo sus últimas recomendaciones y se fue. El pintor cerró la puerta tras ella y después, volviendo al caballete, me preguntó:

—¿Grita siempre así tu madre?

—Mi madre me quiere mucho —contesté.

—Pues a mí me parece —replicó él tranquilamente reanudando su dibujo— que quiere sobre todo al dinero.

—Eso no es verdad —repliqué con vivacidad—. Me quiere a mí, sobre todo… Pero le disgusta que yo haya nacido pobre y quiere que gane mucho.


He querido contar extensamente este episodio del pintor, en primer lugar porque desde aquel día empecé a trabajar, aunque después haya seguido un oficio distinto, y después porque la conducta de mi madre aquel día explica muy bien su carácter y la clase de sentimientos que alimentaba con respecto a mí.

Terminada la hora de posar, fui a reunirme con mi madre con la que me había citado en una lechería. Me preguntó cómo habían ido las cosas y quiso que le contara minuciosamente las pocas cosas que el pintor, hombre más bien taciturno, me había dicho durante la sesión. Por último me dijo que debía tener cuidado, que tal vez aquel pintor no tenía malas intenciones, pero que muchos empleaban a las modelos con el propósito de convertirlas en amantes suyas. En todo caso, era mi deber rechazar cualquier proposición en ese sentido.

—Todos son unos muertos de hambre —me explicó— y de ninguno de ellos puede esperarse nada… Tú, con tu belleza, puedes aspirar a algo mejor, mucho mejor.

Era la primera vez que mi madre me hablaba así. Lo hacía con seguridad, como diciendo cosas meditadas hacía tiempo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, extrañada.

Ella contestó con cierta vaguedad:

—Es una gente con mucha palabrería, pero de dinero, nada…

Una chica tan guapa como tú debe ir siempre con señores.

—¿Qué señores…? Yo no conozco a ningún señor.

Me miró y, con más vaguedad aún, concluyó:

—Por ahora, puedes hacer de modelo… Más adelante, veremos… Una cosa trae otra.

Pero había en su cara una expresión reflexiva y ávida que casi me asustó. Aquel día no le pregunté nada más.


Por lo demás, las recomendaciones de mi madre eran superfluas porque yo entonces era muy seria, debido en parte a mi misma juventud.

Después de aquel pintor, encontré otros y pronto fui bastante conocida en el ambiente de los estudios. Debo decir que, en general, los pintores eran casi todos bastante discretos y respetuosos, aunque es verdad que hubo más de uno que no me ocultó sus sentimientos. Pero a todos los rechacé con tanta dureza que pronto me hice una reputación de virtud huraña.

He dicho que los pintores eran casi siempre bastante respetuosos. Supongo que esto se debía, sobre todo, a que su objeto no era hacerme la corte, sino pintarme y dibujar mi cuerpo, y dibujando y pintando me veían, no con ojos de hombre, sino de artista, igual que si fuera una silla o un objeto cualquiera. Estaban acostumbrados a las modelos y mi cuerpo desnudo, aunque joven y procaz, les hacía poca impresión, como les ocurre también a los médicos. Pero los amigos de los pintores me producían, a veces, cierto embarazo. Entraban y se ponían a conversar con el artista. Y yo me daba cuenta en seguida de que, por muy despreocupados que fingieran estar, no podían apartar sus ojos de mi cuerpo. Otros eran más descarados y empezaban a vagar adrede por el estudio a fin de mirarme a su gusto por todas partes. Fueron aquellas miradas, además de las oscuras alusiones de mi madre, las que despertaron mi coquetería y, al mismo tiempo, me dieron conciencia de mi belleza y del provecho que de ella podía sacar. Y al cabo de algún tiempo, no sólo me habitué a las indiscreciones de los visitantes, sino que no pude menos que experimentar cierta complacencia al sorprender alguna turbación en ellos o alguna desilusión si los veía realmente indiferentes. De esta manera, a través de la vanidad, pasé insensiblemente a pensar que, como decía mi madre, en cuanto quisiera, podría mejorar mi situación sirviéndome de mi belleza.


Pero en aquella época yo pensaba sobre todo en casarme. Mis sentidos no se habían despertado aún y los hombres que me miraban mientras posaba, no suscitaban en mi ánimo sentimiento alguno, fuera del de la vanidad. Entregaba a mi madre todo el dinero que ganaba y cuando no posaba me quedaba con ella en casa ayudándola a cortar y coser camisas, nuestro único medio de subsistencia desde que había muerto mi padre, que era ferroviario.

Vivíamos en un pequeño apartamento, en el segundo piso de una casa larga y baja, construida precisamente para los empleados de ferrocarriles cincuenta años antes. La casa se alzaba junto aun paseo suburbano al que daban sombra unos plátanos. A un lado había una hilera de casas semejantes a la nuestra, todas iguales, de dos pisos, con las fachadas de ladrillos sin enjabelgar, doce ventanas, seis en cada piso, y una puerta en medio, y en el otro lado, entre torre y torre, se desanudaban las murallas de la ciudad, que, en aquel lugar, estaban intactas y abarrotadas de matorrales. Se abría una puerta en la muralla a pocos metros de nuestra casa.

Junto a la puerta, pegado a la muralla, había un parque de atracciones que, en verano, encendía sus luces y dejaba oír sus músicas. Desde mi ventana podía ver un poco de través las guirnaldas de bombillas de colores, los techos embanderados de los pabellones y la multitud que se apretujaba en torno a la puerta, bajo las ramas de los plátanos. Oía a menudo y distintamente las músicas y por las noches solía quedarme oyéndolas y soñando despierta. Me parecía que llegaban de un mundo inalcanzable, al menos para mí, y ese sentimiento me lo reforzaban la angustia y las sombras de mi habitación. Era como si toda la población se hubiera reunido en el parque de atracciones y sólo faltara yo. Hubiera querido levantarme e ir, pero no me movía de la cama y las músicas seguían sonando impertérritas toda la noche y me hacían pensar en una privación definitiva por no sabía qué culpas que ignoraba haber cometido.

A veces, oyendo aquellas músicas, llegaba a llorar por la amargura de sentirme excluida. Entonces era muy sentimental y cualquier cosa, una desatención de una amiga, un reproche de mi madre, una escena conmovedora en el cine, bastaba para hacerme derramar unas lágrimas. Es posible que nunca hubiera experimentado ese sentimiento de un mundo feliz y prohibido si mi madre no me hubiera mantenido durante mi infancia tan alejada de aquel parque de atracciones como de cualquier otra diversión. Pero la viudez de mi madre, su pobreza y, sobre todo, su hostilidad para con las distracciones de las que su suerte había sido tan avara, no me permitieron poner los pies en el parque de atracciones ni en ningún otro lugar de diversión hasta mucho más tarde, cuando ya era muchacha y mi carácter estaba formado. Probablemente se debe a esto que toda la vida haya experimentado una sospecha de estar excluida del mundo alegre y brillante de la felicidad. Sospecha de la que no consigo liberarme en ningún momento, ni siquiera cuando estoy segura de ser feliz.


Ya he dicho que entonces pensaba sobre todo en casarme y ahora puedo explicar cómo se me ocurría este pensamiento. La calle del barrio suburbano en la que se alzaba nuestra casa penetraba un poco más arriba en una zona menos pobre. En vez de las alargadas y bajas casas de los ferroviarios que parecían cansados y polvorientos vagones de tren, surgían numerosos chalets rodeados de jardines. No eran lujosos, pues en ellos habitaban empleados y pequeños comerciantes, pero, comparados con nuestra sórdida casa, daban la sensación de una vida más desahogada y alegre. Ante todo, eran distintos el uno del otro y no mostraban los desconchados, los renegridos y las grietas que en mi casa y en las otras como la mía hacían pensar en un antiguo desamor de sus habitantes, y después, los pequeños pero espesos jardines que los rodeaban sugerían la idea de una celosa intimidad, apartada de la confusión y de la promiscuidad de la calle. En cambio, en mi casa la calle estaba por todas partes: en el amplio zaguán, que parecía un almacén para guardar mercancías, en la escalera ancha, sucia y desnuda, y hasta en las habitaciones cuyos muebles desvencijados y amontonados hacían pensar en los ropavejeros que, para venderlos, los exponen así en las aceras.

Una noche de verano, paseando con mi madre por la ancha calle, vi por la ventana de uno de aquellos chalets una escena familiar que me quedó grabada en la memoria y me pareció responder totalmente a la idea que yo tenía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero limpia, empapelada con papel floreado, un aparador y una lámpara en el centro, suspendida sobre la mesa preparada para la cena. Alrededor de la mesa, cinco o seis personas y entre ellas, creo, tres niños entre los ocho y doce años. En medio de la mesa, una sopera y la madre, de pie, sirviendo la sopa en los platos. Parecerá extraño, pero de todas aquellas cosas la que más me sorprendió fue la luz de la lámpara en el centro o, mejor aún, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que los objetos asumían con aquella luz.

Más tarde, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción que debía proponerme como objetivo vivir un día en una casa como aquélla, tener una familia como aquélla y alumbrarnos con aquella luz que parecía revelar la presencia de muchos afectos tranquilos y seguros.

Muchos pensarán que mis aspiraciones eran modestas. Pero hay que tener en cuenta mis condiciones de entonces. A mí, nacida en la casa de los empleados del ferrocarril, aquella villa me hacía el mismo efecto, probablemente, que a los habitantes de la villa que yo envidiaba podrían hacerles las casas más ricas y grandes de los barrios acomodados de la ciudad. Así, cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los demás.

Por su parte, mi madre hacía grandes proyectos para mí, pero me di cuenta en seguida de que eran proyectos que excluían toda clase de vida que se pareciera a la que yo deseaba. Mi madre pensaba, en resumidas cuentas, que con mi belleza podía aspirar a cualquier clase de éxito, pero no a convertirme en una mujer casada, con una familia, como las demás. Éramos muy pobres y mi hermosura se le presentaba como la única riqueza de que disponíamos, y, como tal, no únicamente mía, sino también suya, aunque no fuera más, como ya he dicho, porque había sido ella la que me había traído al mundo. Yo habría de servirme de esta riqueza de acuerdo con ella, sin ninguna consideración a las conveniencias, para mejorar nuestra situación. Probablemente se trataba, sobre todo, de una falta de imaginación. En una situación como la nuestra, la idea de aprovechar mi hermosura era lo primero que podía ocurrírsele a cualquiera. Mi madre se detuvo en esa idea y no volvió a separarse de ella.

Entonces yo tenía una imagen muy imperfecta de los proyectos de mi madre. Pero, incluso más tarde, cuando ya los conocí claramente, nunca me atreví a preguntarle por qué, con semejantes ideas en la cabeza, ella se había conformado con tanta pobreza, casada con un ferroviario. He comprendido por diversas alusiones que la causa del fracaso de mi madre fui yo precisamente, con mi nacimiento imprevisto y no deseado. En otras palabras, yo había nacido por casualidad, y mi madre, no habiendo tenido el valor de impedir mi nacimiento (como, de escucharla, debía haber hecho), se vio obligada a casarse con mi padre y a aceptar todas las consecuencias de semejante matrimonio.

Muchas veces, aludiendo a mi venida al mundo, repetía mi madre: «Tú has sido mi ruina», frase que, al principio, me resultaba oscura y me producía dolor, y cuyo significado pude comprender más tarde. Aquellas palabras querían decir: «Sin ti, no me hubiera casado y ahora iría en coche.» Se comprende que, pensando así sobre su propia vida, no quisiera que su hija, mucho más bonita que ella, cometiera los mismos errores y fuera a tropezar con el mismo destino. Y aun hoy, que puedo ver las cosas con suficiente perspectiva, no me atrevo a asegurar que estuviera equivocada.

Para mi madre, tener una familia había querido decir pobreza, servidumbre y pocos goces pronto finalizados con la muerte de su marido. Era natural, si no justo, que considerara la vida honesta y familiar como una desventura y que estuviera ojo avizor para que yo no me dejara seducir por los mismos espejismos que la habían perdido a ella.

A su modo, mi madre me quería mucho. Por ejemplo, cuando empecé a acudir a los estudios de pintores, me hizo un par de vestidos, uno de dos piezas, falda y bolero, y el otro, de una sola pieza. A decir verdad, hubiera preferido un poco de ropa interior, pues cada vez que tenía que desnudarme me avergonzaba el mostrar mi ropa interior burda, gastada y con frecuencia poco aseada, pero mi madre opinaba que por debajo podía ir de cualquier modo, que lo que importaba, sobre todo, era que me presentara bien.

Escogió dos telas baratas, de dibujos y colores brillantes, y ella misma cortó los vestidos. Pero como era camisera y nunca había hecho de costurera, por más que puso todo su empeño se equivocó en los dos vestidos. Recuerdo que el de una sola pieza hacía un pliegue en el escote por el que se me veía el pecho y así tuve que llevar siempre un imperdible. El otro, de dos piezas, tenía el bolero tan pequeño que la cintura, el pecho y las muñecas quedaban fuera; en cambio la falda era demasiado ancha y hacía unos pliegues horribles en el vientre. A mí me pareció todo muy bien, ya que hasta entonces aún había vestido peor, con unas falditas que dejaban al descubierto los muslos, y unos jerseys y unos chales que eran dignos de verse.

Mi madre me compró también un par de medias de seda. Hasta entonces, siempre había llevado calcetines hasta media pierna, con las rodillas al descubierto. Estos regalos me llenaron de alegría y de orgullo. No me cansaba de admirarlos y de pensar en ellos y andaba por la calle tiesa y con mucho cuidado, como si llevara un vestido precioso de una gran firma, y no aquellos andrajos.

Mi madre pensaba siempre en mi porvenir y no pasó mucho tiempo sin que empezara a mostrarse descontenta de mi oficio de modelo. Según ella, ganaba muy poco y, además, los pintores y sus amigos eran gente pobre y en los estudios no había esperanza de conseguir alguna amistad útil. De pronto, se le metió en la cabeza que yo podría ser bailarina. Estaba siempre llena de ideas ambiciosas, mientras yo no pensaba, como he dicho antes, más que en una vida tranquila, con un marido y unos hijos. La idea de la danza se le ocurrió al recibir un encargo del director de una compañía de variedades que se exhibía, entre dos películas, en el escenario de un cine del barrio. No es que creyera que la profesión de bailarina fuera muy productiva en sí, pero, como repetía a menudo: «Una cosa trae la otra», y, mostrándose en un escenario, había siempre la posibilidad de encontrar algún señor.


Un día, mi madre me dijo que había hablado con aquel director y que él la había animado a llevarme a verlo. Fuimos por la mañana al hotel en el que se alojaba el director con toda la compañía. Recuerdo que el hotel era un palacio viejo y enorme próximo a la estación. Era casi mediodía, pero los pasillos estaban todavía oscuros. El tufo del sueño, incubado en cien habitaciones, llenaba el aire y cortaba el aliento. Recorrimos varios de aquellos pasillos y, por fin, encontramos una especie de antesala oscura en la que tres bailarinas y un músico sentado ante un piano hacían ejercicio en aquella penumbra como si estuvieran en el escenario. El piano estaba en un rincón, junto a la puerta de vidrios esmerilados del retrete y en el rincón opuesto había un gran montón de sábanas sucias.

El músico, un viejo macilento, tocaba de memoria y, según me pareció, como pensando en otra cosa o tal vez durmiendo. Las tres bailarinas eran jóvenes y se habían quitado los corpiños, quedándose sólo con la falda, con el pecho y los brazos desnudos. Se cogían unas a otras por la cintura y cuando el pianista tocaba, avanzaban juntas hacia el montón de sábanas sucias, levantando las piernas, haciéndolas oscilar primero a la derecha y después a la izquierda y, por último, con un gesto provocativo que en aquel sitio oscuro y mezquino parecía extraño, volviéndose y moviendo con fuerza las nalgas.

Al mirarlas y sentirlas llevar el ritmo con los pies, con un ruido fuerte y sordo en el suelo, sentí que me faltaba el ánimo. Realmente, sabía que por largas y fuertes que tuviera las piernas no había en mí ninguna disposición para la danza. Con otras dos amigas mías había recibido ya algunas lecciones de baile en una escuela de mi barrio. Ellas, al cabo de poco tiempo, sabían ya seguir el ritmo y mover las piernas y las caderas como dos bailarinas expertas, pero yo me arrastraba como si de cintura para abajo fuera de plomo. Estaba segura de no ser como las otras chicas; sentía en mí algo de pesado y macizo que ni la música conseguía soltar. Además, las pocas veces que había bailado, al sentir que un brazo me ceñía la cintura me venía una especie de languidez y abandono, de manera que, en vez de mover las piernas, no hacía más que arrastrarlas.

Incluso el pintor me lo había dicho: «Tú, Adriana, deberías haber nacido cuatro siglos antes… entonces, gustaban las mujeres como tú… pero hoy, que están de moda las delgadas, eres como un pez fuera del agua… Dentro de cuatro o cinco años serás monumental.» Se equivocaba en esta previsión porque, todavía hoy, cuando los cinco años ya han pasado, no soy ni más gruesa ni más monumental que entonces, pero tenía razón al decir que yo no debía haber nacido en esta época de mujeres delgadas. Sufría con mi incapacidad y me hubiera gustado adelgazar y bailar bien como las demás muchachas. Pero, por poco que comiera, seguía siendo maciza como una estatua y, al bailar, no conseguía coger los ritmos saltarines y rápidos de la música moderna.

Todas estas cosas se las dije a mi madre porque estaba segura de que la visita al director de variedades no podía menos de ser un fracaso y me humillaba la idea de que me rechazaran. Pero mi madre se puso en seguida a gritar que yo era, con mucho, más guapa que todas aquellas desgraciadas que se exhibían en escena y que el director tenía que dar las gracias al cielo por tener la oportunidad de recibirme en su compañía y otras cosas por el estilo. Mi madre no entendía nada de la belleza moderna y creía de buena fe que una mujer es tanto más bella cuanto más abundante tiene el pecho y más redondas las caderas.

El director nos aguardaba en una habitación que daba a la antesala. Supongo que desde allí, con la puerta abierta, vigilaría los ejercicios de las bailarinas. Estaba sentado en una butaca a los pies de la cama deshecha. En la cama había una bandeja con el café y en aquel momento él acababa el desayuno. Era grueso y viejo, pero afeitado, perfumado y vestido con una elegancia flamante que, entre todas aquellas sábanas revueltas, en aquella penumbra y en aquel olor a cerrado, producía un singular efecto. Tenía una cara rozagante, que hasta me pareció pintada porque, bajo el color rojo de las mejillas apuntaban unas manchas desiguales, oscuras y malsanas. Llevaba un monóculo y movía continuamente los labios, jadeando y mostrando unos dientes de una blancura excesiva que hacía pensar en una dentadura postiza.

Como ya he dicho, iba vestido con mucha elegancia. Recuerdo, sobre todo, su corbata con lazo de mariposa del mismo color y con el mismo dibujo que el pañuelo que le salía del bolsillo superior. Estaba sentado, con el vientre entre las piernas, y cuando hubo terminado de comer se secó los labios y dijo con voz aburrida y casi lamentosa:

—Bueno, enséñame las piernas.

—Enseña las piernas al señor director —repitió mi madre, ansiosa.

Después de haber pasado por los estudios de pintores, nada me daba vergüenza, así que me levanté las faldas y enseñé las piernas, quedándome quieta con los bordes de la falda entre las manos y las piernas descubiertas. Tengo unas piernas muy bonitas, altas, derechas, juntas; sólo que, un poco más arriba de las rodillas, los muslos se desarrollan de una manera insólita, redondos y pesados, y no dejan de ensancharse hasta el arranque de las caderas. El director movió la cabeza, contemplándome, y después preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Ha cumplido dieciocho en agosto —respondió rápidamente mi madre.

El director no dijo nada, se levantó y, jadeando, fue hasta un gramófono que había sobre la mesa, entre papeles y trapos. Dio vueltas a la manivela, escogió cuidadosamente un disco y lo puso en el aparato. Hecho esto, me dijo:

—Ahora, intenta bailar con esta música… pero manteniendo la falda levantada.

—Sólo ha recibido unas lecciones de baile —explicó mi madre.

Sabía que aquélla iba a ser la prueba decisiva y, conociendo mi torpeza, temía el resultado del examen.

Pero el director le hizo una seña con la mano, como para obligarla a callarse, puso la música y, con otro gesto, me invitó a bailar. Comencé a bailar como me había dicho, teniendo la falda levantada. En realidad, apenas movía las piernas hacia un lado y hacia otro, de una manera blanda y pesada, y me daba cuenta de que estaba moviéndolas sin seguir el ritmo. El director se había quedado de pie junto al gramófono, con los codos en la mesa y la cara vuelta hacia mí. De pronto, cerró el gramófono y volvió a sentarse en la butaca, haciendo al mismo tiempo un gesto bastante claro en dirección a la puerta.

—¿No va bien? —preguntó mi madre, ya agresiva.

Él respondió sin mirarla mientras buscaba en sus bolsillos la petaca de cigarrillos:

—No, no va bien.

Yo sabía que cuando mi madre hablaba con un determinado tono de voz estaba a punto de pelea y por eso le tiré de la manga. Pero ella me rechazó de un empellón y, fijando en el director dos ojos llameantes, repitió en voz más alta:

—¿Con que no va bien, eh? ¿Y puede saberse por qué?

El director, que ya había dado con los cigarrillos, buscaba ahora los fósforos. Era corpulento y cada gesto debía de costarle una gran fatiga. Contestó tranquilamente, aunque jadeando:

—No va bien porque no tiene disposición para la danza y, además, porque no tiene el físico que se requiere.

En este punto, como yo me temía, mi madre empezó a gritar sus habituales argumentos. Que yo era una verdadera belleza, que mi cara era como la de una Virgen, que mirara qué pecho, qué piernas, qué caderas. Sin moverse, el director encendió el cigarrillo y esperó, fumando y mirándola, que mi madre hubiera acabado. Entonces, dijo con su voz cansada y lamentosa:

—Es posible que tu hija, dentro de unos años sea una buena ama de cría… pero bailarina, nunca.

Él no sabía a qué grado de violencia podía llegar mi madre, y se quedó tan asombrado que se quitó el cigarrillo de los labios y permaneció con la boca abierta. Quería decir algo, pero mi madre no se lo permitió. Mi madre era una mujer delgada y respiraba mal y era difícil comprender de dónde sacaba toda aquella voz y aquel ímpetu. Le dirigió una buena serie de injurias, a él personalmente y también a las bailarinas que había visto en la antesala. Por último, sacó unos cortes de seda para hacer camisas, que él le había confiado, y se los tiró a la cara, chillando:

—¡Que le corte las camisas quien le parezca… Si quiere, una de sus bailarinas… Yo, aunque me cubra de oro, no se las hago!

Esta conclusión no la esperaba el director, que se quedó con la tela de las camisas enrollada al cuerpo y a la cabeza, asombrado y congestionado. Yo, entre tanto, tiraba de la manga a mi madre, y llena de vergüenza y de mortificación, estaba a punto de llorar. Ella, por fin, me hizo caso y, dejando que el director se librara de sus cortes de seda, salimos de la habitación.


El día siguiente se lo conté todo al pintor, que ahora se había convertido un poco en mi confidente. Se rió mucho de la frase del director acerca de mi disposición para futura ama de cría, y después observó:

—¡Pobre Adriana mía…! Ya te lo he dicho muchas veces… Tu error está en haber nacido hoy… Deberías haber nacido hace cuatro siglos. Los que hoy parecen defectos tuyos, entonces eran cualidades, y al revés… Ese director no se equivocaba, desde su punto de vista… Él sabe que el público quiere mujeres delgadas, con el pecho pequeño, el trasero pequeño, las caras maliciosas y provocativas… En cambio tú, sin ser gorda, estás llenita, eres morena, tienes un pecho abundante, lo mismo el trasero, y una cara dulce y tranquila… ¿Qué vas a hacerle? Por mi parte, todo está muy bien… Sigue haciendo de modelo… Después, un buen día, te casarás, tendrás muchos niños parecidos a ti, morenos, llenitos y con las caras dulces y tranquilas.

Contesté con energía:

—Eso es lo que quiero hacer.

—Muy bien —dijo—. Y ahora inclínate un poco de costado, así…


Aquel pintor, a su manera, me quería bien, y si hubiera seguido siendo mi confidente, habría podido darme algún buen consejo y muchas cosas no hubiesen ocurrido. Pero se lamentaba sin cesar de que no vendía cuadros y, por fin, aprovechó la ocasión de una exposición que le preparaban en Milán y se fue definitivamente a aquella ciudad. Como me había recomendado, seguía haciendo de modelo. Pero los demás pintores no eran tan corteses y afectuosos como él y no me sentía inclinada a hablarles de mi vida. Que, además, era una vida imaginaria hecha de sueños, de aspiraciones y de esperanzas porque, en aquel período, no me sucedía nada.

CAPÍTULO II

Así, pues, seguí haciendo de modelo, aunque mi madre refunfuñara porque le parecía que ganaba poco. En aquel período, mi madre estaba siempre de mal humor, y aunque no lo decía, yo comprendía que la causa principal de su estado de ánimo era yo. Como ya he explicado, mi madre había confiado en mi belleza para no sé qué éxitos y fortunas. Para ella, el oficio de modelo nunca fue más que el primer peldaño, después del cual, como solía decir, una cosa traería la otra. Pero aquello de ver que me quedaba en simple modelo la amargaba y casi le inspiraba rencor contra mí, como si yo, con mi poca ambición, la hubiera defraudado de una segura ganancia. Naturalmente, no me decía lo que pensaba, pero me lo daba a entender con los enfados, las alusiones, los suspiros, las ojeadas melancólicas y otros gestos no menos transparentes.

Era una especie de continuo chantaje, y comprendí entonces por qué muchas jóvenes, continuamente fastidiadas de una manera semejante por madres decepcionadas y ambiciosas, acaban un día por escaparse de casa y entregarse al primero que se presente, con tal de no sufrir aquel tormento. Por supuesto, mi madre procedía así porque me quería, pero era el amor que ciertas amas de casa manifiestan a la gallina que pone huevos, y si no pone, empiezan a palparla, a sopesarla y a calcular si no convendría matarla.


¡Qué pacientes e ignorantes somos durante la juventud! Yo llevaba entonces una vida horrible y no me daba cuenta. Todo el dinero que recibía por mis largas, fatigosas y aburridas sesiones en los estudios se lo llevaba fielmente a mi madre, y el tiempo que no pasaba desnuda, helada y dolorida, dejándome pintar y dibujar, tenía que pasarlo en la máquina de coser, con la espalda doblada y los ojos fijos en la aguja, para ayudar a mi madre en su trabajo. La noche me encontraba cosiendo todavía y la mañana siguiente me levantaba con la luz del día porque los estudios estaban lejos y las sesiones empezaban pronto. Pero antes de ir al trabajo hacía mi cama y ayudaba a mi madre en la limpieza de la casa.

Era infatigable, sumisa y obediente; y, al mismo tiempo, me mantenía siempre serena, alegre y tranquila, con el ánimo desprovisto de envidia, de rencor y de celos y, sobre todo, lleno de esa dulzura y gratitud sin objeto determinado que son la flor espontánea de la juventud. No me daba cuenta de la pobreza de la casa: una gran habitación amplia y desnuda que servía de cuarto de trabajo, con una enorme mesa en el centro, cubierta de trapos; otros trapos estaban colgados de clavos en las paredes oscuras y sin cal y unas pocas sillas rotas, con la paja del asiento hundida; una alcoba en la que dormía con mi madre en la cama matrimonial, y precisamente sobre el lecho el cielo raso tenía una gran mancha de humedad y cuando hacía mal tiempo la lluvia nos goteaba encima; una cocinita negra llena de platos y cazuelas que mi madre, descuidada, nunca conseguía fregar del todo. No me daba cuenta del sacrificio de mi vida, sin diversiones, sin amor, sin afectos.

Cuando vuelvo a pensar en la muchacha que era yo, en mi bondad y en mi inocencia, no puedo menos de experimentar una gran compasión por mí misma, al mismo tiempo impotente y dolida, como cuando se leen en ciertas novelas las desventuras que le ocurren a un personaje simpático y uno quisiera evitárselas y sabe que no puede. Pero da lo mismo. Los hombres no saben qué hacer con la bondad y la inocencia, y tal vez no es éste el menor misterio de la vida, ni con otras cualidades donadas generosamente por la naturaleza y alabadas por todos de palabra y que después no sirven más que para aumentar la infelicidad.

En aquel tiempo me pareció que mis aspiraciones de casarme y fundar una familia podrían ser satisfechas algún día. Cada mañana tomaba el tranvía en una plaza poco distante de mi casa, a la cual, entre otras construcciones, daba un edificio largo y bajo adosado a las murallas, que servía de garaje para automóviles. A aquella hora hallábase siempre en la puerta del garaje un joven que lavaba y arreglaba su coche y me miraba con insistencia. Su rostro era moreno, fino y perfecto, con la nariz recta y pequeña, los ojos negros, la boca maravillosamente dibujada y los dientes blancos. Se parecía mucho a un actor americano entonces de moda y por esta razón me fijé en él y hasta lo confundí con una persona distinta de la que era, porque iba bien vestido y se comportaba con mucha educación y propiedad. Imaginé que el automóvil sería suyo y que él era un hombre acomodado, uno de aquellos señores de los que mi madre me hablaba tantas veces. En cierto modo, me gustaba, pero no pensaba en él más que cuando lo tenía delante; después en los estudios de los pintores, el recuerdo de aquel joven se me iba de la memoria.

Pero se ve que sin advertirlo yo, con sólo las miradas, aquel hombre me había seducido, porque una de las mañanas que esperaba el tranvía en el andén, sintiéndome llamada con un siseo como se llama a un gato, me volví y vi que él, desde el coche, me hacía señas de que me acercara. No dudé un momento y con una docilidad irreflexiva que me asombró a mí misma, fui hacia él. El joven abrió la portezuela y al entrar en el coche vi que su mano, posada en el vidrio abierto de la ventanilla, era grande y tosca, con las uñas rotas y negras y el índice amarillento de nicotina, como suelen ser las manos de los hombres que se dedican a trabajos manuales. Pero no dije nada y tomé asiento en el coche.

—¿Dónde quiere que la lleve? —preguntó cerrando la portezuela.

Dije la dirección de un estudio. Noté que tenía una voz suave y me pareció que me gustaba, aunque no pude por menos de notar en ella un algo falso y amanerado. Él propuso:

—Bueno, primero daremos una vuelta… Al fin y al cabo, es temprano… Después, la acompañaré adonde quiera.

El coche arrancó.


Salimos de mi barrio corriendo por el paseo suburbano paralelo a las murallas, recorrimos una larga calle flanqueada por casuchas y almacenes, y por último, salimos al campo. Aquí empezó a correr como un loco por una gran recta, entre dos hileras de plátanos. De vez en cuando, sin volverse, me decía señalando el cuentakilómetros:

—Estamos llegando a los ochenta… los noventa… los cien… los ciento veinte… los ciento treinta.

Quería impresionarme con la carrera, pero yo estaba preocupada sobre todo porque tenía que ir a posar y temía que por cualquier accidente el coche hubiera de detenerse en pleno campo. De pronto, frenó, de golpe, paró el motor y se volvió hacia mí.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contesté.

—Dieciocho… Creí que tenía más.

Realmente su voz era amanerada y, a veces, para subrayar alguna palabra, bajaba de tono, como si hablara consigo mismo o estuviera confiando un secreto.

—¿Y cómo se llama…?

—Adriana. ¿Y usted? —Gino.

—¿Y a qué se dedica? —pregunté.

—Soy comerciante —repuso sin vacilar.

—¿Y es suyo este coche?

Miró el coche con una especie de desdén y declaró:

—Sí, es mío.

—No lo creo —repliqué con franqueza.

—No lo cree… ¡Vaya! —repitió sin alterarse, bajando la voz, con un tono asombrado y burlón—. ¡Vaya…!

-¿Y por qué?

—Usted es el chofer.

Demostró aún más su irónico asombro:

—Realmente, me dice usted cosas extraordinarias… Mira, mira, mira… El chofer… ¿Y qué se lo hace pensar?

—Sus manos.

Se miró las manos, sin enrojecer ni confundirse; y dijo:

—Bueno, no puede ocultársele nada a la señorita… ¡Qué mirada tan penetrante! Es verdad, soy el chofer… ¿Y qué? ¿Está bien así?

—No, no está bien —repliqué con dureza—. Y le ruego que me lleve inmediatamente a la ciudad.

—Pero si estaba bromeando… ¿O es que ya no puede uno ni bromear?

—No me gustan esas bromas.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué mal carácter! Y yo que pensaba: «Es posible que esta señorita sea alguna princesa. Si llega a descubrir que yo soy sólo un pobre chofer, no vuelve a mirarme a la cara… Bueno, digámosle que soy un comerciante.»

Estas palabras eran muy astutas porque me halagaban y, al mismo tiempo, me daban a entender sus sentimientos para conmigo. Por otra parte, las pronunció con una gracia tan fatua que acabó conquistándome. Respondí:

—No soy una princesa… Hago de modelo para vivir como usted hace de chofer.

—¿Qué es eso de que hace de modelo?

—Voy a los estudios de los pintores, me desnudo y los pintores pintan o dibujan mi cuerpo.

—¿Y usted tiene madre? —preguntó con énfasis.

—Claro… ¿Por qué?

—¿Y su madre le permite ponerse desnuda delante de unos hombres?

Nunca había pensado que en mi oficio hubiera algo malo, como efectivamente no lo había, pero me gustaba que aquel hombre tuviera aquellos sentimientos que denotaban seriedad y sentido moral. Como ya he dicho, yo deseaba una vida normal, y él, en su falsedad, había intuido perfectamente (aun ahora ignoro cómo pudo comprenderlo) qué cosas debía decirme y cuáles debía callarse. No pude por menos de pensar que cualquier otro se hubiera burlado de mí o hubiese manifestado no sé qué excitación a la idea de mi desnudez. Así, la primera idea que su mentira me había sugerido se me modificó sin darme cuenta y pensé que, al fin y al cabo, debía ser un buen muchacho, serio y honesto, precisamente como en mis sueños veía al hombre que deseaba como marido.

Le dije con sencillez:

—Pues es mi madre quien me ha conseguido este trabajo.

—Esto significa que no la quiere mucho.

—No —protesté—. Mi madre me quiere, pero también ella, de joven, hizo de modelo… Y, además, le aseguro que no hay nada malo en ello… Muchas otras como yo hacen el mismo oficio y son chicas serias.

Movió la cabeza, con un gesto como de imprecación y después, poniendo una mano en la mía, dijo:

—Sepa que me ha gustado mucho conocerla…

—A mí también —dije con ingenuidad.

En aquel momento experimenté una especie de impulso que me llevaba a él y casi esperé que me besara. Estoy segura de que si me hubiese besado, yo no habría protestado pero dijo con voz seria y protectora:

—Desde luego, si dependiera de mí usted no sería modelo.

Me sentí un poco víctima y experimenté un sentimiento de gratitud hacia él.

—Una chica como usted —siguió diciendo— debe estar en casa y si es necesario trabajar… pero un trabajo honesto, que no la ponga nunca en situación de sacrificar su propio honor… una chica como usted debe casarse, poner un hogar, tener hijos y estar con su marido.

Eran precisamente las cosas que pensaba yo y no sé decir lo contenta que estaba de que él pensara, o pareciera pensar, lo mismo.

—Tiene razón —dije—. Pero aun así no debe pensar mal de mi madre… Ha querido que fuera modelo porque me quiere bien.

—Pues nadie lo diría —repuso con una seriedad entre apiadada e indignada.

—Sí, me quiere bien. Usted no puede comprender ciertas cosas.

Seguimos hablando así, sentados tras el cristal del parabrisas en el coche parado en la carretera. Recuerdo que era mayo, con un aire suave y las sombras juguetonas de los plátanos sobre la carretera hasta perderse de vista. No pasaba nadie, excepto algún coche a gran velocidad, de vez en cuando; también estaba desierto el campo en derredor, verde y lleno de sol. Por último, Gino miró el reloj y dijo que iba a llevarme a la ciudad. En todo aquel tiempo no me había tocado más que una mano una vez. Yo había esperado que, por lo menos, intentara besarme, y me sentí al mismo tiempo desilusionada y satisfecha de su discreción. Desilusionada, porque me gustaba y no podía menos de mirar una y otra vez su boca roja y fina, y satisfecha, porque me confirmaba en la idea de que era un joven serio como yo deseaba que fuese.


Me acompañó hasta el estudio y me dijo que a partir de aquel día, si me encontraba a una hora determinada en la parada del tranvía, me acompañaría siempre, pues a aquella hora él no tenía nada que hacer. Acepté de buena gana, y aquel día las largas horas de pose me parecieron ligeras. Me parecía que mi vida había encontrado un centro y estaba contenta de poder pensar en él sin resentimiento ni remordimientos, como en una persona que además de gustarme físicamente poseía las cualidades de carácter que yo consideraba necesarias. No dije nada a mi madre porque temía, y con razón, que no consentiría que me ligara con un hombre pobre y de porvenir modesto.

La mañana siguiente, como me había prometido, pasó a recogerme y aquel día se limitó a acompañarme directamente al estudio. Los días siguientes, cuando el tiempo era bueno, me llevó algunas veces a algún paseo de los barrios suburbanos o a alguna calle apartada y poco frecuentada para hablar a su gusto conmigo, pero siempre de manera respetuosa y con frases honestas y serias, a propósito para gustarme. Yo era entonces muy sentimental y todo lo que supiera a bondad, a virtud, a moralidad o a afectos familiares me conmovía singularmente, incluso hasta provocar unas lágrimas que me brotaban con facilidad infundiéndome una sensación angustiosa y embriagadora a la vez de consuelo, de simpatía y de confianza.

Así, poco a poco, llegué a pensar que aquel hombre era perfecto. Y, en realidad, a veces me sorprendía pensando qué defectos podía tener. Era guapo, joven, inteligente, honesto, serio; no podía reprochársele el menor defecto. Estas reflexiones me asombraban, porque no todos los días se encuentra la perfección, y esto casi me asustaba. «¿Qué hombre es éste —me preguntaba a mí misma—, que por más que lo mire no revela una sola mancha, ninguna falta?» Verdaderamente, sin darme cuenta, me había enamorado de él. Y sabido es que el amor es una lente a través de la cual hasta un monstruo parece fascinante.


Estaba tan enamorada que el día que me besó por primera vez, en el mismo paseo de nuestra primera conversación, experimenté un sentimiento de alivio, como un paso naturalísimo de un deseo ya maduro a su primera satisfacción. Pero la irresistible espontaneidad con que nuestras bocas se encontraron me asustó un poco porque pensé que en lo sucesivo mis actos ya no dependían de mí, sino de aquella fuerza dulcísima y poderosa que. con tanta urgencia me empujaba hacia él. Pero me sentí plenamente tranquila cuando al separarnos me dijo que ya debíamos considerarnos prometidos. También entonces tuve que pensar necesariamente que él había leído sin dificultad mis pensamientos más íntimos y había pronunciado exactamente las palabras oportunas. Desvaneció así el temor que me había producido el primer beso y durante todo el tiempo que estuvimos parados en la amplia calle, lo besé sin ninguna reserva, con una sensación de pleno, violento y legítimo abandono.


Desde entonces he dado y he recibido muchos besos, y Dios sabe que los he dado y los he recibido sin ninguna participación no sólo afectiva sino ni siquiera física, como se da y se recibe una moneda que ha pasado ya por mil manos, pero siempre recordaré aquel primer beso por su intensidad casi dolorosa en la que parecía desahogarse mi amor por Gino y la espera de toda mi vida. Recuerdo que experimenté una sensación como si a nuestro alrededor todo el mundo diera vueltas y el cielo estuviera a mis pies y la tierra sobre mi cabeza. En realidad, me había inclinado sólo un poco bajo su boca para prolongar el abrazo. Algo vivo y fresco chocaba y oprimía mis dientes y cuando los entreabrí noté que su lengua, tras haber acariciado tantas veces mi oído con la dulzura de sus palabras, ahora, penetrando en mi boca, me revelaba otra dulzura que yo no conocía. No sabía que pudiera besarse de aquella manera y durante mucho tiempo me quedé sin aliento y tan embriagada que, al fin, cuando nos separamos, me apoyé en el asiento con los ojos cerrados y la mente nublada como si estuviera a punto de perder el sentido.

Así, aquel día descubrí que en el mundo había otros goces además del de pasar Una vida tranquila en el seno de una familia. Pero no pensé que aquellos goces excluirían en mi caso aquellos otros más normales a los que hasta entonces había aspirado y, después de la promesa que me había hecho Gino, me sentí segura de poder saborear en el porvenir ambos goces, sin pecado y sin remordimiento.

Estaba tan convencida de la rectitud y la legitimidad de mi conducta que, aquella misma noche, tal vez con excesivo ímpetu y complacencia, se lo conté todo a mi madre. La encontré cosiendo a máquina junto a la ventana, a la luz cegadora de una lámpara sin pantalla. Con la cara llameante, le dije:

—Mamá, me he prometido.

Vi que fruncía la cara en una mueca de contrariedad como quien siente resbalarle por la espalda un hilillo de agua helada.

—¿Y con quién?

—Con un joven que he conocido estos días.

—¿Y en qué trabaja?

—Es chofer.

Quería añadir algo más, pero no tuve tiempo. Mi madre detuvo la máquina, saltó de la silla y me agarró por el pelo.

—Te has prometido… y sin decirme nada… y con un chofer… ¡Pobre de mí, tú vas a ser mi muerte!

Y diciendo todas estas cosas, intentaba abofetearme. Yo me protegía con las manos cuanto me era posible y, por último, pude escapar, pero ella me persiguió. Di la vuelta a la mesa que estaba en el centro de la habitación y ella corrió detrás de mí chillando y desesperándose. Me asustaba mucho su rostro enjuto que se inclinaba hacia mí, con una especie de doloroso furor.

—¡Te mataré! —gritaba—. Esta vez te mataré.

Y parecía que a cada «te mataré» su frenesí aumentara y la amenaza se hiciese más efectiva. Yo me mantenía en la punta de la mesa y estaba atenta a sus gestos porque sabía que en aquellos momentos ella no reflexionaba en absoluto y era capaz, si no de matarme, sí de herirme con el primer objeto que le viniera a las manos. En efecto, en un momento determinado, blandió las grandes tijeras de costurera y apenas tuve tiempo de apartarme cuando las tijeras volaron por el aire y dieron en la pared. Ella se asustó de su propio gesto, y de pronto, se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos y rompió en un llanto nervioso mezclado con toses, en el que parecía desahogarse más rabia que dolor.

Decía entre lágrimas:

—¡Y yo que había hecho tantos proyectos para ti, que ya te veía rica con tu belleza… ahora te prometes a un muerto de hambre!

—Pero no es un muerto de hambre —interrumpí tímidamente.

—¡Un chofer! —repitió moviendo los hombros—. ¡Un chofer!

Eres una desgraciada y acabarás como yo.

Dijo estas palabras despacio, como saboreando su amargura. Y al cabo de un rato añadió:

—Te casarás, tendrás que ser su criada, y ser la criada de tus hijos… Ahí tienes cómo acabará todo.

—Nos casaremos cuando tenga bastante dinero para comprarse un coche —dije anunciando uno de los proyectos de Gino.

—Haz lo que quieras, pero no me lo traigas aquí —gritó de pronto, levantando el rostro lleno de lágrimas—. No me lo traigas… no quiero verlo… haz lo que quieras, cítalo fuera… pero no me lo traigas aquí.


Aquella noche me fui a la cama sin cenar, muy triste y desolada. Pero me daba cuenta de que mi madre se comportaba de aquel modo porque me quería y había hecho para mi porvenir no sé qué proyectos y que mi noviazgo con Gino la desconcertaba. Más tarde, aun cuando supe cuáles eran aquellos proyectos, no tuve el valor de condenar a mi madre. A cambio de su vida honesta y laboriosa no había recibido más que amarguras, penalidades y miseria. ¿Qué podía extrañar que deseara para su hija una vida opuesta a la suya?

Debo añadir que, tal vez, más bien que unos planes propiamente dichos, debía de tratarse de unos sueños vagos y relumbrantes que, precisamente por esa vaguedad y ese relumbrón, podían ser acariciados sin demasiado remordimiento. Pero esto no deja de ser una suposición, y quizá mi madre, en el viejo extravío de su conciencia, había decidido realmente dirigirme un día hacia aquel camino que más tarde debía yo, fatalmente, emprender sola. Si digo estas cosas no es por rencor contra mi madre, sino porque todavía hoy tengo mis dudas acerca de lo que ella pensaba entonces y porque sé por experiencia que pueden sentirse y pensarse al mismo tiempo las cosas más diversas sin notar su contradicción y escoger una de ellas con preferencia a las demás.

Ella había jurado que no quería ver a Gino y por algún tiempo respeté su juramento. Pero Gino, después de los primeros besos, parecía ansioso de ponerse en regla, como él decía, y cada día insistía para que lo presentara a mi madre. Yo no me atrevía a decirle que mi madre no quería verlo porque consideraba demasiado humilde su profesión, y así, con diversas excusas, intentaba aplazar el encuentro. Por último, Gino comprendió que yo le ocultaba algo y tanto insistió que me vi obligada a revelarle la verdad:

—Mi madre no quiere verte porque dice que yo debería casarme con un señor y no con un chofer.

Estábamos en el coche, en la carretera de siempre. Él me miró con una expresión dolorida y exhaló un suspiro. Yo estaba tan enamorada de él que no advertí todo lo que había de falso en su dolor.

—Esto es lo que significa ser pobre —exclamó con énfasis.

Y permaneció en silencio un buen rato.

—¿Estás enfadado? —le pregunté por fin.

—Me siento humillado —respondió moviendo la cabeza—. Otro, en mi lugar, no habría pedido ser presentado, no hubiera hablado de noviazgo… ¡Esto para que haga uno las cosas como se debe!

—¡Qué te importa! —le dije—. Al fin y al cabo, te quiero y esto basta.

—Hubiera debido presentarme —continuó— con mucho dinero, sin hablar de matrimonio, naturalmente… y entonces tu madre hubiera estado satisfecha de recibirme.

No me atreví a llevarle la contraria porque sabía que lo que estaba diciendo era la pura verdad.

—¿Sabes qué haremos? —repuse al cabo de un rato—. Uno de estos días te llevo a mi madre por sorpresa… Tendrá que conocerte por fuerza. No va a cerrar los ojos.

Y una noche, como habíamos convenido, hice entrar a Gino en casa. Mi madre había terminado en aquel momento su trabajo y estaba recogiendo las cosas en el extremo de la mesa central para disponer la cena. Adelantándome a Gino, dije:

—Mamá, éste es Gino.

Me esperaba cualquier escena y había advertido de ello a Gino. Pero, con gran sorpresa mía, mi madre se limitó a decir secamente:

—Tanto gusto.

Y lanzándole una ojeada de arriba abajo, salió.

—Verás como todo va bien —le dije a Gino.

Me acerqué a él y tendiéndole la boca, añadí:

—Dame un beso.

—No, no —dijo él en voz baja rechazándome—. Tu madre tendría razón si pensara mal de mí.


Gino sabía decir siempre lo que debía y lo decía en el momento justo. No pude por menos de reconocer que tenía razón. Volvió mi madre y dijo, procurando no mirar a Gino:

—Sólo tenemos cena para dos… No me habías dicho nada… pero ahora salgo y…

No pudo acabar. Gino dio unos pasos y la interrumpió:

—¡No faltaría más! No he venido aquí para que me ofrezcan una cena… Permítame que las invite a usted y a Adriana.

Hablaba ceremoniosamente, como hablan las personas educadas. Mi madre no estaba acostumbrada a sentirse tratar de aquel modo ni a ser invitada. Por un instante, se quedó vacilante, mirándome. Después, dijo:

—Por mí, si Adriana quiere…

—Podemos ir aquí al lado, a la taberna —propuse.

—Donde ustedes quieran —remachó Gino.

Mi madre dijo que iba a quitarse el delantal y nos quedamos solos. Yo me sentía llena de una alegría ingenua. Me parecía haber vencido quién sabe qué gran batalla, cuando, en realidad, todo aquello era una comedia y la única que no sabía su papel era yo. Me acerqué a Gino y, antes de que pudiera evitarlo, lo besé con ímpetu. En aquel beso expresaba el alivio de la ansiedad que me atormentaba desde hacía tantos días, la convicción de que el camino que llevaba al matrimonio quedaba ya libre, la gratitud a Gino por su actitud cortés con mi madre. Yo no tenía ninguna trastienda, estaba allí tal como era, con mi deseo de casarme, mi amor a Gino, mi afecto por mi madre, sincera, confiada y desarmada como se puede estar a los dieciocho años cuando la desilusión todavía no ha rozado el alma. Únicamente más tarde he comprendido que este candor conmueve y gusta a muy pocos y que a la mayoría parece ridículo e inspira sobre todo el deseo de mancharlo.


Fuimos los tres juntos a un restaurante un poco distante, al otro lado de las murallas. En la mesa, Gino, sin ocuparse de mí, se dedicó a mi madre, con el claro propósito de conquistarla. Este deseo suyo de congraciarse con mi madre me parecía justo y por esto no hice caso de lo burdo de las adulaciones que le prodigaba. La llamaba «señora», título completamente nuevo para ella, y tenía buen cuidado de repetirlo a menudo, al principio o en medio de las frases, como un inciso. O también, como quien no quiere la cosa, decía: «Es usted inteligente y comprenderá», o: «Usted ha vivido y, desde luego, no hay necesidad de decir ciertas cosas», o, con más brevedad: «Con su inteligencia…» Y hasta encontró la manera de decirle que, a mi edad, debía haber sido mucho más hermosa que yo.

—¿De dónde lo sacas? —pregunté un poco molesta.

—Vaya, se comprende… Bueno, son cosas que se comprenden —repuso en una forma vaga y lisonjera.

Mi madre, pobrecilla, abría mucho los ojos al oírse tratar de aquella manera y hacía mohines entre zalamera y azucarada, y también, como pude observar, movía los labios repitiéndose para sus adentros los empalagosos cumplidos que Gino iba sacándose de la manga. Desde luego, era la primera vez en su vida que alguien le decía aquellas cosas, y su corazón en ayunas no parecía saciarse nunca de oírlas. En cuanto a mí, como ya he dicho, todas aquellas falsedades no me parecían otra cosa que un afectuoso respeto para con mi madre y conmigo, y por esto no hacían más que añadir una pincelada más al cuadro ya tan rico de las perfecciones de Gino.

Entre tanto, alrededor de una mesa próxima a la nuestra, se había sentado un grupo de jóvenes. Uno de ellos, que parecía borracho y me miraba con insistencia, dijo en voz alta una frase obscena y al mismo tiempo lisonjera para mí. Gino oyó la frase, se puso en pie de un salto y se dirigió al joven:

—Repite lo que has dicho.

—¿A ti qué te importa? —protestó el otro, verdaderamente borracho.

—La señora y la señorita están conmigo —repuso Gino levantando la voz—. Y mientras están conmigo, todo lo que se refiera a la señora y a la señorita, me importa, ¿entendido?

—Entendido, sí… No tenga miedo —respondió el joven, amedrentado.

Los otros parecían hostiles a Gino, pero no se atrevieron a ponerse de parte del amigo. Y éste, fingiéndose aún más borracho de lo que estaba, llenó un vaso y se lo ofreció a Gino. Pero él lo rechazó con un gesto.

—¿No quieres beber? —gritó el borracho—. ¿No te gusta el vino…? Pues estás en un error… El vino es bueno… Mira cómo lo bebo yo.

Y se lo bebió de un sorbo. Gino lo contempló aún un instante con serenidad. Después, volvió con nosotras.

—Unos maleducados —dijo sentándose y estirándose nerviosamente la chaqueta.

—No debía haberse molestado —dijo mi madre, halagada—. Es gentuza.

Pero Gino estaba encantado de poder demostrar su caballerosidad y respondió:

—¿Cómo no iba a molestarme? Hubiera tenido paciencia de haberme hallado con una de esas… aunque, en realidad… pero estando con una señora y una señorita, en un local público, en un restaurante… Pero ese tipo ha comprendido que iba en serio y ya han visto ustedes cómo se ha callado.


El incidente acabó de conquistar a mi madre; Contribuyó a ello que Gino le hacía beber un vaso tras otro y el vino la embriagaba tanto como las adulaciones. Pero, como sucede a menudo a los que están bebidos, aun bajo aquella rendida simpatía por Gino, seguía nutriendo el mal humor por nuestro noviazgo. Y en la primera ocasión que se presentó, quiso darle a entender que, a pesar de todo, no había olvidado.

La ocasión fue que saliera a lucir mi profesión de modelo. No recuerdo cómo, me puse a hablar de un nuevo pintor para el que había posado aquella misma mañana. Y entonces Gino intervino:

—Seré un estúpido, seré poco moderno y seré todo lo que quiera usted… pero eso de que Adriana se desnude cada día delante de esos pintores no acaba de convencerme.

—¿Y por qué? —preguntó mi madre con una voz alterada que a mí, más experta que Gino, me hizo comprender la borrasca que estaba preparándose.

—Porque… bien, porque no es moral.

No transcribo a la letra la respuesta de mi madre porque iba toda esmaltada de palabrotas y obscenidades, como solía decirlas cuando bebía o la dominaba la cólera. Pero aun expurgado, su discurso refleja bien sus ideas y sentimientos acerca de la cuestión.

—¡Ah, conque no es moral! —empezó a chillar con toda la fuerza de su voz, de manera que todos los clientes de las demás mesas interrumpieron el yantar y se volvieron hacia nosotros—. ¡No es moral! ¿Qué es moral, entonces? Será moral estar aperreada todo el santo día, lavar platos, coser, cocinar, planchar, barrer, fregar suelos y después, por la noche, ver que llega tu marido, cansado a más no poder, que en cuanto cena se mete en cama, se vuelve de cara a la pared y se duerme… Esto es moral ¿eh? Sacrificarse, no tener nunca un minuto de alivio, hacerse viejos y feos, y reventar… Esto es moral, ¿verdad? ¿Pues sabe lo que le digo? Que sólo vivimos una vez y que una vez muertos, buenas noches. Pueden irse al diablo usted y su moral. Y Adriana hace muy bien en desnudarse delante de los que la pagan… Y haría aún mejor si…

Y aquí metió una hilera de obscenidades que me ruborizaron a más no poder porque mi madre las decía con los mismos gritos que las otras cosas.

—Yo, si hiciera todo eso, no sólo no se lo impediría sino que la ayudaría a hacerlo… Sí, la ayudaría, la ayudaría… naturalmente, si se lo pagaran —añadió, como reflexionando de pronto.

—Estoy convencido de que no sería usted capaz —dijo Gino sin descomponerse.

—¿Que no sería capaz? Eso lo dice usted… ¿Qué cree? ¿Que estoy satisfecha de que Adriana se haya hecho novia de un hombre sin porvenir como usted, de un chofer? ¿Y que no preferiría mil veces que se diera a la vida? ¿O es que va a imaginarse que me gusta que Adriana, con su belleza, por la que tantos pagarían billetes de mil, se condene a ser su criada para toda la vida? ¡Pues bien, se equivoca… se equivoca de plano!

Mi madre gritaba, todos nos miraban y yo enrojecía cada vez más de vergüenza. Pero Gino, como he dicho antes, no parecía alterarse. Aprovechó un instante en que mi madre, sin aliento, guardó silencio, para coger la botella, llenarle el vaso y decir:

—¿Otro poco de vino?

Mi madre, pobrecilla, no tuvo más remedio que decir: «Gracias» y aceptar el vaso que Gino le ofrecía. La gente, como nos veía bebiendo, a pesar de la borrasca, como si no sucediera nada, volvió a sus conversaciones. Gino dijo:

—Adriana, con su belleza, merecería hacer la vida que hace mi dueña.

—¿Y qué vida hace? —pregunté con interés, deseosa de desviar la conversación de mi propia persona.

—Por la mañana —contestó Gino con un tono fatuo y vanidoso, como si de la riqueza de sus amos le correspondiera a él algún lustre—, se levanta a las once o a mediodía… Le llevan el desayuno a la cama, en una bandeja de plata, con todas las piezas de plata maciza… Después se baña, pero antes la doncella echa en el agua unas sales que la perfuman. A mediodía, la llevo en el coche a dar una vuelta… Va a tomar el aperitivo o de compras… Vuelve a casa, come, duerme la siesta y, al cabo de dos horas largas, se viste… Tendríais que ver cuántos vestidos tiene… Armarios llenos… Va de visitas, también en coche, y después a cenar… Por las noches, al teatro o a un baile… A menudo recibe a gente en casa y juegan, beben, hacen música… Es gente rica, pero rica de verdad.., Sólo en joyas creo que mi ama tiene muchos millones.

Como los niños que se distraen con cualquier cosa y basta una nonada para hacerles cambiar de humor, mi madre había olvidado ya a su hija y la injusticia de mi suerte y abría los ojos a más no poder ante la descripción de todo aquel esplendor.

—¡Millones! —repitió con avidez—. ¿Y es guapa?

Gino, que estaba fumando, escupió con desdén un poco de tabaco:

—¡Qué va a ser guapa! Es fea, flaca y parece una bruja.

Así siguieron hablando de la riqueza de la dueña de Gino, o mejor dicho, Gino siguió exaltando aquellas riquezas como si fueran suyas. Pero mi madre, al cabo de un momento de curiosidad, volvió a caer en un estado de ánimo sombrío y desconcertado, y no dijo esta boca es mía en el resto de la noche. Tal vez estaba avergonzada de haberse dejado dominar por tanta cólera; quizá sentía envidia de toda aquella riqueza y pensaba con despecho que me había hecho novia de un nombre pobre.


El día siguiente pregunté con cierta aprensión a Gino si estaba enfadado con mi madre, y él me contestó que, aunque no lo compartía, comprendía muy bien su punto de vista causado por una vida desgraciada y llena de necesidades y privaciones. Había que compadecerla y, además, se veía que hablaba de aquel modo porque me quería. Éste era también mi pensamiento y agradecí a Gino que mostrara tanta comprensión. Realmente, había temido que la escena provocada por mi madre pudiera estropear nuestras relaciones. Además de llenarme de gratitud, la moderación de Gino me confirmó la idea de su perfección. De haber sido menos ciega e inexperta, hubiera comprendido que sólo la falsedad premeditada puede conseguir aquella sensación de perfección y que es propio de la sinceridad presentar, junto con las pocas cualidades, muchos defectos y muchas faltas.

En resumidas cuentas, me encontraba con respecto a él en condiciones de constante inferioridad. Me parecía no haberle dado nada a cambio de su magnanimidad y de su comprensión. Quizá se debiera a ese estado de ánimo de persona beneficiada que siente oscuramente el deber de pagar una deuda, el que, pocos días después, no resistiera como hubiese hecho antes a sus manifestaciones de amor cada vez más atrevidas. Pero también es verdad, como dije ya a propósito de nuestro primer beso, que me sentía inclinada a entregarme a él, llevada por una fuerza al mismo tiempo poderosa y dulce, comparable a la del sueño que, para vencer nuestra voluntad contraria, a veces nos persuade a que durmamos con el sueño de estar despiertos. De manera que nos abandonamos a él, convencidos de que aún resistimos..


Recuerdo muy bien todas las fases de mi seducción, porque cada una de las conquistas de Gino fue querida y no querida por mí, y a la vez me proporcionó placer y remordimiento. Y también porque fueron realizadas con una graduación bien meditada, sin prisas ni impaciencias, como un general que invade un país más que como un amante que se deja arrastrar por el deseo, sobre mi cuerpo pasivo, descendiendo desde la boca hasta el vientre.

Todo esto no impide que Gino se enamorara más tarde de mí, y que la premeditación y el cálculo cedieran puesto, si no al amor, a un deseo violento y nunca satisfecho.

Durante todos aquellos paseos en coche, habíase limitado a besarme en la boca y en el cuello. Pero una de aquellas mañanas, mientras me besaba, sentí que sus dedos se enredaban entre los botones de mi blusa. Después tuve una sensación de frío en el pecho y, alzando los ojos por encima de su hombro hacia el espejuelo del parabrisas, vi que tenía un seno desnudo. Tuve vergüenza, pero no me atreví a cubrírmelo de nuevo. Fue él mismo quien con un gesto apresurado que parecía salir al paso de mi inquietud, volvió a tapar el seno con la blusa y a meter cada botón en su ojal. Yo le agradecí este gesto. Después, pensando en ello, una vez en casa, volví a sentirme turbada y atraída. El día siguiente, repitió el gesto y esta vez experimenté más placer y menos vergüenza. Desde entonces, me acostumbré a esta demostración de su deseo, y creo que, si no la hubiera repetido, habría temido que me amara menos.

Al mismo tiempo hablaba cada vez más de la vida que llevaríamos cuando nos casáramos. Hablaba también de su familia, que vivía en una provincia y no era pobre, puesto que poseía algunas tierras. Creo que, como suele ocurrir a los mentirosos, él mismo acabó por creer en su propia mentira. Desde luego, mostraba por mí un sentimiento muy fuerte que, probablemente, aumentando cada día nuestra intimidad, debía hacerse en la misma medida cada vez más sincero. En cuanto a mí, sus palabras adormecían mis remordimientos y me proporcionaban un sentido de felicidad pleno e ingenuo que, más adelante, no he vuelto a experimentar. Amaba, era amada y pensaba que me casaría pronto. Me parecía que en el mundo no podía aspirarse a más.

Mi madre se daba perfecta cuenta de que nuestros paseos matinales no eran del todo inocentes y a menudo me lo dio a entender con frases como: «No sé qué hacéis cuando salís en coche ni quiero saberlo», o también: «Tú y Gino estáis preparando algún lío… Peor para ti», y cosas semejantes. Pero no pude por menos de observar que esta vez sus reproches parecían curiosamente blandos e ineficaces. Parecía que no sólo se había resignado a la idea de que Gino y yo fuéramos amantes, sino que incluso lo deseaba. Hoy estoy convencida de que esperaba la ocasión para hacer fracasar nuestro noviazgo.

CAPÍTULO III

Un domingo, Gino me dijo que sus señores se habían ido al campo, que las criadas habían marchado con permiso a sus pueblos y que la villa quedaba confiada a él y al jardinero. ¿Quería visitarla? Me había hablado tan a menudo y en términos tan encomiásticos de la villa, que me había hecho sentir curiosidad de verla y acepté la invitación de buena gana. Pero al mismo tiempo que aceptaba, una turbación profunda y ansiosa me hizo comprender que mi curiosidad de ver la villa de aquellos señores podía no ser más que un pretexto y que el verdadero motivo de la visita era muy distinto. Pero como ocurre cuando se desea algo y al mismo tiempo se quisiera no desearlo, acabamos tanto él como yo por creer en el pretexto.

—Sé que no debería ir —advertí mientras subía al coche—, pero estaremos poco tiempo, ¿verdad?

Me di cuenta de que pronunciaba estas palabras con un tono provocativo y al mismo tiempo amedrentado, Gino contestó con seriedad:

—Sólo el tiempo de visitar la casa. Después iremos al cine.

La villa daba a una calle corta en cuesta, entre otros chalets, en un barrio nuevo y rico. Era un día sereno y todas aquellas casas ordenadas en la colina sobre un fondo de cielo azul, con sus fachadas de ladrillos rojos y piedra blanca, las galerías adornadas con estatuas, las ventanas con vidrieras de colores, los balcones y terrazas rebosantes de geranios y los jardines con altos árboles frondosos, me produjeron una sensación de descubrimiento y novedad, como si entrara en un mundo más libre y más bello en el que habría de ser agradable vivir. Sin querer, recordé mi barrio, la enorme calle a lo largo de las murallas, las casas de los empleados de ferrocarril, y dije a Gino:

—He hecho mal en aceptar el venir aquí.

—¿Por qué? —preguntó con desenvoltura—. Estaremos poco tiempo, tranquilízate.

—No me has entendido —repliqué—. He hecho mal porque después voy a avergonzarme de mi casa y de mi barrio.

—¡Ah, eso sí! —dijo, aliviado—. Pero, ¿qué vas a hacerle? Tendrías que haber nacido millonaria… En este barrio sólo viven millonarios.


Abrió la verja y me precedió por un caminito de gravilla entre dos hileras de pequeños árboles podados en forma de bolas y de azucarillos. Entramos en la casa por una puerta de vidrio macizo y nos encontramos en un blanco recibidor desamueblado con pavimento de mármol ajedrezado en negro y blanco, brillante como un espejo. Del recibidor pasamos a un atrio espacioso, con mucha luz, al que daban las habitaciones de la planta baja. Al fondo del atrio se veía la escalera, toda blanca, que subía al piso superior. Me sentí tan intimidada por el aspecto del atrio, que empecé a caminar de puntillas. Gino lo observó y me dijo riendo que podía hacer todo el ruido que quisiera, ya que en la casa no había nadie.

Me enseñó el salón, una estancia grande con muchas vidrieras y varios juegos de butacas y divanes; el comedor no era tan amplio y tenía una mesa ovalada, sillas y aparadores de bella madera oscura y brillante, y el guardarropa estaba lleno de armarios empotrados barnizados de blanco. En una salita más pequeña había incluso un bar empotrado en un recodo de la pared, un verdadero bar con las alacenas para las botellas, la máquina niquelada para hacer el café y la barra con mesa de cinc. Parecía una capillita, incluso por la pequeña verja dorada que cerraba la entrada. Pregunté a Gino dónde cocinaban y me explicó que la cocina y las habitaciones de la servidumbre estaban en el sótano. Era la primera vez en mi vida que entraba en una casa como aquélla y no podía resistir la tentación de tocar las cosas con la punta de los dedos, como si no creyera lo que veían mis ojos. Todo me parecía nuevo y hecho con materiales preciosos: vidrio, madera, mármol, tejidos, metales. No conseguía alejar de mi mente la comparación de aquellas paredes, los suelos, los muebles, con los suelos sucios, las paredes tan renegridas y los muebles desvencijados de mi casa, y me decía para mis adentros que le sobraba razón a mi madre cuando afirmaba que en el mundo sólo importaba el dinero. Pensaba también que las personas que vivían entre cosas tan bonitas por fuerza tenían que ser hermosas y buenas; no debían beber, ni blasfemar, ni gritar, ni pegarse, ni hacer nada de lo que yo había visto en mi casa y en otras casas como la mía.

Entre tanto, Gino me explicaba por centésima vez cómo era la vida allí dentro. Lo hacía con un orgullo especial, como si algo de todo aquel lujo y de tanta riqueza le tocara de cerca.

—Comen en platos de porcelana, pero la fruta y los dulces los toman en los de plata. Los cubiertos son todos de plata… Comen cinco platos y beben tres clases de vino. Por la noche, la señora se pone el traje escotado y el marido va de negro… Al terminar la comida, la doncella les lleva en una bandeja de plata siete clases de cigarrillos, naturalmente todos extranjeros… Después salen del comedor y se hacen servir el café y los licores en esa mesita de ruedas… Siempre tienen algún invitado, y algunas veces, dos, tres y hasta cuatro… La señora tiene unos brillantes así de gordos y un collar de perlas que es una maravilla… Únicamente en joyas debe de tener varios millones.

—Ya me lo has dicho —le interrumpí secamente. Pero él, envanecido, no se daba cuenta de mi fastidio y prosiguió:

—La señora nunca baja al sótano y da las órdenes por teléfono… Además, en la cocina todo es eléctrico… Está más limpia nuestra cocina que los dormitorios de muchos… ¡Y no sólo la cocina! Hasta los dos perros de la señora están más limpios y mejor tratados que mucha gente.

Hablaba con admiración de sus amos y con menosprecio de los pobres, y yo, en parte por sus palabras y en parte por la comparación que hacía continuamente entre aquella casa y la mía, me sentía muy pobre.

Por la escalera subimos al segundo piso. Mientras subíamos, Gino me ciñó la cintura con un brazo y me apretó con fuerza. Y entonces, no sé por qué, tuve la sensación de ser la dueña de aquella casa mientras subía en compañía de mi maridó, después de alguna fiesta o una comida, para ir a acostarme con él en la misma cama, en el segundo piso. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, pues tenía siempre esas intuiciones, Gino dijo:

—Y ahora nos vamos a dormir juntos, y mañana por la mañana nos llevan el café a la cama.

Me eché a reír y casi esperé que pudiera ser verdad. Aquel día para salir con Gino me había puesto mi mejor vestido, mi mejor par de zapatos, mi mejor blusa, mi mejor par de medias de seda. Recuerdo que el vestido era de dos piezas, un bolero negro y una falda a cuadros blancos y negros. La tela no era mala, pero la costurera del barrio, que me había cortado el traje, era poco más experta que mi madre. Me había hecho una falda muy corta, pero más corta por detrás que por delante, de manera que mientras me cubría las rodillas por un lado, por el otro dejaba ver los muslos. El bolero me lo había ceñido exageradamente a la cintura, con unas vueltas enormes en las mangas, que eran muy estrechas, de manera que me dolían las axilas. Parecía ir a estallar en aquel atuendo. El pecho se me salía fuera, como si al bolero le faltara un pedazo. La blusa era rosa, muy sencilla, de un tejido pasable, sin bordados, y transparentaba mi mejor combinación, que era de algodón blanco. Por último, los zapatos eran negros, brillantes, de piel buena, pero de una forma anticuada. No llevaba sombrero y los cabellos, castaños y ondulados, me caían en desorden sobre los hombros. Era la primera vez que me ponía este vestido y estaba orgullosa de él. Creía estar muy elegante y hasta me hacía ilusión de que en la calle todos se volvían a mirarme. Pero cuando entré en la alcoba de la dueña de Gino y vi el gran lecho bajo y blando con su colcha de seda calada, las sábanas de lino bordado y todos aquellos velos ligeros que caían desde arriba sobre la cabecera, y me vi a mí misma reflejada tres veces en el triple espejo del tocador que había al fondo de la habitación, me di cuenta de que iba vestida como una miserable, que mi orgullo por aquellos harapos era ridículo y digno de compasión y pensé que no podría considerarme feliz mientras no pudiera vestirme bien y vivir en una casa como aquélla. Casi tenía ganas de llorar, y me senté aturdida en la cama sin decir palabra.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Gino sentándose a mi lado y cogiéndome una mano.

—Nada —contesté—. Estaba mirando a una pareja que conozco bien.

—¿Quién? —preguntó, extrañado.

—Aquélla —le contesté señalando el espejo en el que me veía sentada en la cama, al lado de él.

Realmente parecíamos los dos, yo más que él, una pareja de salvajes hirsutos que, por casualidad, había entrado en una casa civilizada.

Esta vez comprendió la sensación de desaliento, de envidia y de celos que me angustiaba y dijo abrazándome:

—Ea, no te mires en ese espejo.

Temía por el éxito de sus planes y no se daba cuenta de que nada podía serle más propicio que aquel sentimiento mío de humillación. Nos besamos y el beso me devolvió valor porque sentía que, en fin de cuentas, amaba y era amada.

Pero cuando poco después me enseñó el baño, amplio como una sala, blanco y brillante de mayólicas, con la bañera empotrada en la pared y la grifería niquelada, y sobre todo cuando abrió uno de los armarios, dejándome ver dentro, apretados el uno contra el otro hasta no caber más, los vestidos de la dueña de la casa, la envidia y el sentimiento de mi miseria volvieron a adueñarse de mí y a suscitar en mi ánimo una especie de desesperación. Sentí de pronto una gran necesidad de no pensar en esas cosas y por primera vez quise convertirme de veras en la amante de Gino, en parte para olvidar mi condición y en parte para darme la ilusión, contra el sentimiento de esclavitud que me oprimía, de ser también libre y capaz de obrar. No podía vestir bien, ni poseer una casa como aquélla, pero por lo menos podía hacer el amor como los ricos y quizá mejor que ellos. Pregunté a Gino:

—¿Por qué me enseñas todos esos vestidos? ¿Qué me importan a mí?

—Creí que sentirías curiosidad —contestó, desconcertado.

—No siento ninguna curiosidad —dije—. Son bonitos, es verdad, pero no he venido aquí a ver vestidos.

Vi cómo sus ojos se encendían al oír mis palabras y añadí distraídamente:

—Prefiero que me enseñes tu habitación.

—Está en el sótano —dijo con vivacidad—. ¿Quieres que vayamos?

Lo miré un momento en silencio y después le pregunté con una franqueza nueva que me disgustó:

—¿Por qué haces el tonto conmigo?

—Pero yo… —empezó, turbado y sorprendido.

—Sabes mejor que yo que si hemos venido aquí no ha sido para visitar la casa o admirar los vestidos de tu ama, sino para ir a tu habitación y hacer el amor… Bien, pues vamos cuanto antes y no se hable más.

Así, en un instante, por la simple razón de haber visto aquella casa, había dejado de ser la muchacha tímida e ingenua que había entrado allí unos minutos antes. Esto me asombraba y a duras penas me reconocía. Salimos de la habitación y comenzamos a bajar la escalera. Gino me rodeaba la cintura con un brazo y a cada peldaño nos besábamos. Creo que jamás se bajó una escalera tan despacio. En la planta baja, Gino abrió una puerta disimulada en la pared y sin dejar de besarme y de ceñirme la cintura, me llevó al sótano. Había anochecido y el sótano estaba oscuro. Sin encender luces, por un corredor en sombras, unidas nuestras bocas en un beso, llegamos a la habitación de Gino. Abrió, entramos, oí que cerraba la puerta. Estuvimos en la oscuridad un buen rato de pie, besándonos. El beso no acababa nunca. Cuando yo quería interrumpirlo, él empezaba de nuevo, y si iba a interrumpirlo Gino, lo reanudaba yo. Después él me llevó hacia el lecho y caí en él boca arriba.

Gino me repetía en el oído afanosamente dulces palabras y frases persuasivas, con la clara intención de aturdirme para que no me diera cuenta de que, entre tanto, sus manos procuraban desnudarme, pero no había necesidad de todo aquello, en primer lugar porque había decidido darme a él y después porqué ahora odiaba aquellos pobres vestidos que antes me gustaban tanto y ansiaba liberarme de ellos. Pensaba que desnuda sería tanto o más bella que la dueña de Gino y que todas las mujeres ricas del mundo. Además, hacía meses que mi cuerpo esperaba aquel momento y, a pesar de mí misma, lo sentía estremecerse de impaciencia y de anhelos reprimidos como una bestia hambrienta y atada a la que, por fin, al cabo de largo ayuno, se la desata y se le ofrece comida.

Por todo esto, el acto del amor me pareció natural del todo y al placer físico no se le unió la sensación de estar cometiendo una acción insólita. Al contrario, como a veces ocurre con algunos paisajes que nos parece haberlos visto ya cuando en realidad es la primera vez que se ofrecen a nuestra mirada, me pareció estar haciendo cosas que ya había hecho, no sabía cuándo ni dónde, tal vez en otra vida. Todo ello no me impidió amar a Gino con pasión y con furor, besándolo, mordiéndolo, apretándolo entre mis brazos hasta casi sofocarlo. También él parecía poseído por la misma furia. Así, durante un tiempo que me pareció muy largo, en aquella habitación oscura, enterrada bajo dos pisos de una casa vacía y silenciosa, nos abrazamos violentamente, hurgándonos de mil maneras las carnes como dos enemigos que luchan por la vida y tratan de hacerse el mayor daño posible.

Pero cuando nuestros deseos se hubieron saciado y quedamos tendidos el uno junto al otro, lánguidos y extenuados, sentí un miedo enorme de que Gino, ahora que me había poseído, ya no quisiera casarse conmigo. Entonces me puse a hablar de la casa en la que viviríamos después de nuestro matrimonio.


La villa de la dueña de Gino me había impresionado mucho, y ahora estaba convencida de que no podía haber felicidad si no era entre cosas bonitas y limpias. Me daba cuenta de que nunca llegaríamos a estar en condiciones de poseer, no ya una casa como aquélla, sino ni siquiera una habitación de una casa así, pero me esforzaba con obstinación por superar esa dificultad explicándole que aun en una casa pobre podía haber algo semejante a las ricas si estaba verdaderamente limpia como un espejo. Después del lujo, y tal vez más que el mismo lujo, la limpieza de la villa había despertado en mi mente un verdadero hormiguero de reflexiones. Intentaba convencer a Gino de que la limpieza podía hacer parecer bella hasta una cosa fea, pero, en realidad, desesperada por la idea de mi pobreza y consciente al mismo tiempo de que el matrimonio con Gino era el único medio de que disponía para salir de ella, quería sobre todo convencerme a mí misma.

—Aunque sólo sean dos habitaciones, si están limpias, con los suelos fregados cada día —explicaba—, los muebles sin polvo, los metales brillantes y todo en orden, los platos donde deben estar, los trapos donde deben guardarse, los paños en su sitio y los zapatos en el suyo, puede ser una casa bonita… Se trata sobre todo de barrer bien y fregar los suelos y quitar el polvo a las cosas cada día… No debes juzgar por la casa en que ahora vivimos mi madre y yo porque mi madre es desordenada y nunca le queda tiempo, pero nuestra casa será un espejo, te lo prometo.

—Sí, sí —dijo Gino—, la limpieza ante todo… ¿Sabes qué hace la señora cuando encuentra un granito de polvo en un rincón? Llama a la doncella, la obliga a arrodillarse y se lo hace coger con los dedos, como se hace con los perros cuando se hacen sus necesidades… Y tiene razón.

—Yo —afirmé— estoy segura de que mi casa estará más limpia y ordenada que ésta… Ya lo verás.

—Pero tú seguirás haciendo de modelo —dijo Gino burlonamente—, y no te ocuparás de la casa.

—¡Qué modelo ni qué…! —repliqué con vivacidad—. No volveré a hacer de modelo. Estaré en casa todo el día, te la tendré limpia y ordenada y me ocuparé de la cocina… Mi madre dice que eso significa hacer de criada, pero cuando se quiere a alguien, también hacer de criada es un placer.

Así estuvimos charlando mucho tiempo. Poco a poco sentí que mis temores se desvanecían y dejaban lugar a la habitual e infatuada confianza. ¿Cómo iba a dudar? Gino, no sólo aprobaba mis proyectos, sino que hasta los discutía en sus detalles, los perfeccionaba, les añadía algo de su propia cosecha. Como creo haber dicho ya, debía ser relativamente sincero. Era un mentiroso que acababa por creer en sus propias mentiras.


Después de haber charlado quizás un par de horas, me adormecí dulcemente y creo que también Gino se durmió. Nos despertó un rayo de luna que, entrando por el ventanuco del sótano, iluminaba el lecho y nuestros cuerpos tendidos en él. Gino dijo que debía de ser muy tarde, y en realidad el despertador que había en la mesilla señalaba algo más de medianoche.

—¡Lo que va a hacerme mi madre ahora! —dije saltando de la cama y empezando a vestirme a la luz de la luna.

—¿Por qué?

—Es la primera vez en mi vida que vuelvo a casa tan tarde. De noche, nunca salgo sola.

—Puedes decirle —propuso Gino levantándose también— que hemos dado un paseo en coche y que hemos tenido que detenernos en el campo por una avería en el motor.

—No me creerá.

Salimos apresuradamente de la villa y Gino me acompañó en el coche hasta mi casa. Yo estaba segura de que mi madre no creería la historia de que se había estropeado el motor, pero no imaginaba que su intuición llegara a adivinar exactamente lo que había ocurrido entre Gino y yo. Llevaba conmigo las llaves del portal y de la puerta del piso. Entré, subí corriendo la escalera y abrí la puerta. Esperaba que mi madre se hubiera acostado ya, y me confirmó esta esperanza ver que todo estaba a oscuras. De puntillas, sin encender luces, me dispuse a ir a mi cuarto cuando alguien me cogió por el pelo con una violencia terrible. En la sombra, mi madre, pues era ella, me arrastró, a la habitación grande, me echó sobre el diván y, en el más profundo silencio, empezó a golpearme con el puño cerrado. Yo intentaba protegerme con el brazo, pero mi madre, como si lo estuviera viendo a la luz del día, hallaba siempre el modo de descargar algún puñetazo por debajo, en plena cara. Por último se cansó y sentí que se sentaba a mi lado en el diván, jadeando con fuerza. Después, se levantó, fue a encender la luz central y se puso delante de mí, con las manos en las caderas, mirándome fijamente. Bajo aquella mirada, me sentí llena de embarazo y de vergüenza y traté de arreglarme el vestido y acabar con el desorden en que me había dejado aquella especie de lucha. Ella dijo con su voz normal:

—Apuesto cualquier cosa a que tú y Gino habéis hecho el amor.

Hubiera querido decirle que sí, que era verdad, pero temía que me golpeara otra vez. Y más que el dolor, me asustaba, ahora que había luz, la exactitud de sus golpes. Me repugnaba ir por ahí con un ojo hinchado; y, sobre todo, que Gino me viera así.

—No, no hemos hecho el amor —contesté—. Se ha estropeado el coche en el campo y nos hemos retrasado.

—Pues yo sigo diciendo que habéis hecho el amor.

—No, no es verdad.

—Sí es verdad. Ve a mirarte en el espejo… Estás verde.

—Será que estoy cansada… pero no hemos hecho el amor.

—Sí lo habéis hecho.

—No, no lo hemos hecho.

Lo que me asombraba y me preocupaba vagamente era que no se transparentase ninguna irritación en aquella insistencia suya, sino más bien una curiosidad muy fuerte y nada ociosa que yo no hacía más que intuir. En otras palabras, mi madre quería saber si me había entregado a Gino, no para castigarme o reprocharme, sino porque por algún motivo suyo particular, tenía deseos de saberlo. Pero era demasiado tarde, y aunque estaba segura de que no volvería a pegarme, seguí negando obstinadamente. Entonces, de pronto, se acercó a mí y trató de cogerme por un brazo. Levanté la mano como para protegerme, pero ella dijo:

—No te toco, no tengas miedo…, pero ven conmigo.

Yo no comprendía a dónde quería llevarme, pero obedecí, asustada. Sin dejar de tenerme cogida por el brazo, mi madre me hizo salir del piso, bajamos la escalera y salimos juntas a la calle. A aquella hora, estaba desierta y en seguida me di cuenta de que mi madre caminaba junto a la acera hacia la lucecita roja de la farmacia nocturna, donde estaba el puesto de socorro. En el umbral de la farmacia, intenté resistir por última vez, pero ella me dio un tirón y entré, cayendo casi de rodillas. En la farmacia no estaban más que el farmacéutico y un médico joven. Mi madre dijo al médico:

—Ésta es mi hija… Quiero que la examine.

El médico nos hizo pasar a la trastienda donde estaba la camilla del puesto de socorro y preguntó a mi madre:

—Ahora dígame qué tiene… ¿Por qué he de examinarla?

—Ha hecho el amor con el novio esta puerca, y me asegura que no es verdad —gritó mi madre—. Quiero que la vea y me diga la verdad.

El médico, que empezaba a divertirse, se mordió el bigote sonriendo y dijo:

—Pero esto no es un diagnóstico, sino un peritaje.

—Llámelo como le parezca —contestó mi madre sin dejar de gritar—, pero yo quiero que la examine. ¿No es usted médico? ¿No está obligado a examinar a la gente que se lo pide?

—Calma, calma… ¿Cómo te llamas? —me preguntó el médico.

—Adriana —contesté.

Sentía vergüenza, pero no mucha. Al fin y al cabo, las escenas de mi madre y mi dulzura eran conocidas en todo el barrio.

—Y aunque lo hubiera hecho —insistió el médico, que parecía darse cuenta de mi embarazo y procuraba evitarme el examen—, ¿qué de malo habría en ello? Después se casarán y todo acabará bien.

—Usted ocúpese de sus asuntos.

—Calma, calma —repitió el médico con gracia. Y después, volviéndose a mí:

—Ya ves que tu madre lo desea de veras, desnúdate… Es un momento y después te vas. Hice de tripas corazón y dije:

—Está bien, sí, he hecho el amor… Vámonos a casa, mamá.

—¡Oh, no, querida! —replicó ella, autoritaria—. Tú debes hacerte examinar.

Resignada, dejé caer la falda al suelo y me eché boca arriba en la camilla. El médico me examinó y dijo a mi madre:

—Tenía usted razón, lo ha hecho. ¿Está contenta ahora?

—¿Qué le debo? —preguntó mi madre buscando en el bolsillo. Entre tanto, yo saltaba de la camilla y volvía a vestirme. Pero el médico rechazó el dinero y me dijo:

—¿Quieres a tu novio?

—Naturalmente —respondí.

—¿Y cuándo os casáis?

—No se casarán nunca —gritó mi madre. Pero yo afirmé tranquilamente:

—Pronto… Cuando tengamos los papeles. Debía de haber en mis ojos tanta y tan ingenua confianza que el médico sonrió con afecto, me dio un cachetito en la mejilla y nos empujó suavemente hacia la calle.


Yo esperaba que al llegar a casa mi madre me cubriera de insultos y tal vez volviera a pegarme. Pero en cambio, sin decir palabra, encendió el gas, a aquella hora tan tardía, y empezó a prepararme una cena. Puso en el fuego una cacerola y después fue a la habitación grande, quitó de la mesa las cosas que la cubrían y dispuso los cubiertos para mí. Yo estaba sentada en el diván donde poco antes me había arrastrado por el pelo y la miraba en silencio. Me sentía bastante desconcertada, porque no sólo no me hacía ningún reproche, sino que dejaba ver en su semblante no sé qué mal reprimida satisfacción.

Cuando hubo terminado de preparar la mesa, volvió a la cocina y al cabo de un rato vino con la cacerola:

—Ahora come.

A decir verdad, tenía mucha hambre. Me levanté y fui a ocupar, un poco embarazada, la silla que mi madre me ofrecía. En la cacerola de barro había un pedazo de carne y dos huevos, una cena insólita.

—Pero esto es mucho —dije.

—Come, te hará bien… Necesitas comer —repuso.

Realmente era extraordinario su buen humor, tal vez un poco maligno, pero nada hostil. Al cabo de un rato añadió, casi sin acrimonia:

—Gino no ha pensado en darte de comer, ¿eh?

—Nos dormimos —contesté—. Y después ya era demasiado tarde.

Ella no dijo nada y quedó de pie mirándome mientras yo comía. Siempre lo hacía así: me servía y me miraba mientras yo comía. Luego, ella se iba a comer a la cocina. Nunca comía conmigo, desde hacía ya mucho tiempo, y cada vez comía menos: lo que yo dejaba o cosas diferentes pero de menor calidad. Yo era para ella como un objeto precioso y delicado que debe ser tratado con toda clase de consideraciones, el único que se posee, y esa actitud servil y teñida de admiración, hacía tiempo que ya no me extrañaba. Pero esta vez, su serenidad, su alegría me causaban una incómoda inquietud. Al cabo de un rato dije:

—Estás enfadada conmigo porque hemos hecho el amor, pero él ha prometido casarse conmigo… Nos casaremos en seguida.

Ella contestó inmediatamente:

—No estoy enfadada contigo. Al principio estaba furiosa porque te había esperado mucho tiempo durante toda la noche y llegaste a preocuparme. Pero no pienses más en eso y come.

Su tono evasivo y falsamente apaciguador, semejante al que se adopta con los niños cuando no se quiere contestar a sus preguntas, aumentó mis sospechas. Insistí:

—¿Por qué? ¿No crees que se casará conmigo?

—Sí, sí, lo creo, pero ahora come.

—No, tú no lo crees.

—Lo creo, no temas… Come.

—No como más —declaré exasperada— si antes no me dices la verdad… ¿Por qué pones esa cara tan alegre?

—No pongo ninguna cara alegre.

Cogió la cacerola de barro vacía y se la llevó a la cocina. Esperé que volviera y le dije de nuevo:

—¿Estás contenta?

Me miró un momento en silencio y después contestó con una seriedad amenazadora:

—Sí, estoy contenta.

—¿Y por qué?

—Porque ahora estoy segura de que Gino no se casará contigo y te dejará plantada.

—No es verdad. Ha dicho que se casará conmigo.

—No, no se casará. Ahora ya ha obtenido lo que quería… No se casará y te dejará plantada.

—Pero, ¿por qué no va casarse? Tiene que haber una razón.

—No se casará y te dejará. Se divertirá contigo y ni siquiera te dará nunca un alfiler porque es un pobre muerto de hambre, y te abandonará.

—¿Y estás contenta por eso?

—Naturalmente, porque ahora estoy verdaderamente segura de que no os casaréis.

—¿Y qué te importa? —exclamé furiosa y dolorida.

—Si hubiera querido casarse contigo, no habría hecho el amor —dijo de pronto—. Yo fui novia de tu padre dos años y hasta unos meses antes de casarnos no había hecho más que darme algún beso, pero éste se divertirá contigo y un día te dejará plantada, ya lo verás… y estoy contenta de que te deje, porque si se casara contigo estarías arruinada.

Yo no podía dejar de reconocer para mis adentros que algunas de las cosas que decía eran verdad y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Ya lo sé —dije—. Tú no quieres que tenga una familia… Lo que quieres es que me haga de la vida como Angelina.

Angelina era una muchacha del barrio que después de dos o tres noviazgos se había dedicado abiertamente a la prostitución.

—Lo que quiero es que estés bien —repuso astutamente.

Y, recogidos los platos, los llevó a la cocina para limpiarlos.

Cuando estuve sola reflexioné un buen rato sobre las palabras de mi madre. Las comparaba con las promesas y la conducta de Gino y me parecía imposible que ella tuviera razón. Pero me desconcertaba su seguridad, su calma, su tono desenfadado y casi profético. Mientras tanto, mi madre lavaba los platos en la cocina. Después oí cómo iba poniéndolos en la alacena y pasaba a su habitación. Al cabo de un rato, cansada y humillada, apagué la luz y me reuní con ella en la cama.


El día siguiente me pregunté si tendría que contar a Gino las dudas de mi madre y después de muchas vacilaciones, decidí no hacerlo. En realidad, ahora tenía tanto miedo de que Gino me abandonara, como insinuaba mi madre, que temía sugerirle ese propósito si le contaba lo que decía mi madre. Descubría por primera vez que al entregarse a un hombre, una mujer se pone en sus manos y ya no dispone de ningún medio para obligarle a actuar según su voluntad. Pero seguía convencida de que Gino mantendría sus promesas, y su actitud, cuando volví a verlo, me confirmó en esta convicción.

Desde luego, esperaba muchas premuras y caricias, pero temía que se callara en cuanto a lo del matrimonio, o, por lo menos, que hablara de ello en una forma bastante vaga. En cambio, cuando el coche se detuvo en el sitio de siempre, Gino me dijo que había fijado ya la fecha de nuestra boda para cinco meses después, ni un día más. Mi alegría fue tan grande que, atribuyéndome las ideas de mi madre, no pude por menos de exclamar:

—¿Sabes qué había pensado, tonta de mí? Pues que después de lo ocurrido ayer me abandonarías.

—¿Es que me habías tomado por un puerco? —dijo con cara ofendida.

—No, pero sé que muchos hombres lo hacen.

—¿Sabes que podría ofenderme por tu suposición? —añadió, sin dar importancia a mis palabras—. ¿Qué idea tienes de mí? ¿Eso es todo lo que me quieres?

—Te quiero —repuse ingenuamente—, pero temía que tú no me quisieras tanto.

—¿Acaso te he dado motivos para pensar que no te quiero?

—No, pero nunca se sabe.

—Mira —dijo de pronto—, me has puesto de tan mal humor que ahora mismo te acompaño al estudio.

E hizo el gesto de poner en marcha el automóvil.

Asustada, le eché los brazos al cuello, suplicándole.

—No, por favor. ¿Qué te pasa? Lo he dicho sin pensar… No lo tomes en serio.

—Ciertas cosas cuando se dicen es que se piensan… y si se piensan quiere decir que no se ama.

—Pero yo te amo.

—Pues yo no —dijo con sarcasmo—. Yo, como tú dices, no he pensado más que en divertirme contigo y después dejarte plantada. Lo extraño es que hayas tardado tanto en darte cuenta.

—Pero, Gino, ¿por qué me hablas de ese modo? —grité, estallando en lágrimas—. ¿Qué te he hecho?

—Nada —contestó poniendo en marcha el coche—, pero ahora te acompaño al estudio.


El coche empezó a correr con Gino serio y duro al volante, y yo me entregué a un gran llanto, viendo los árboles y los hitos de la carretera desfilar ante la ventanilla y el perfil de las primeras casas de la ciudad aparecer en el horizonte, más allá de los campos. Pensé que mi madre se alegraría al enterarse de nuestra pelea y saber que Gino me abandonaba, como ella me había predicho, y en un impulso de desesperación abrí la portezuela y grité:

—O paras o me tiro.

Gino me miró, aminoró la marcha y dio la vuelta por un sendero lateral deteniéndose al pie de un talud coronado por una gran roca. Paró el motor, echó el freno y, mirándome fijamente, dijo con impaciencia:

—Bueno, habla. ¡Ánimo!

Pensé que quería dejarme de veras y empecé a hablar con un ímpetu y una pasión que hoy, al pensar de nuevo en aquello, me parecen al mismo tiempo ridículos y conmovedores. Le explicaba cuánto lo quería y llegué a decirle que no me importaba nada la boda, que me conformaría con seguir siendo su amante. Él me escuchaba, con el ceño adusto, moviendo la cabeza y repitiendo de vez en cuando: «No, no, por hoy basta. Tal vez mañana estaré más tranquilo». Pero cuando le dije que me conformaría con ser su amante, rebatió con firmeza: «No, o casados o nada».

Así discutimos un buen rato, y varias veces, con su perversa lógica, me empujó a la desesperación y me arrancó nuevas lágrimas. Después, gradualmente, su actitud inflexible pareció cambiar, y por último, tras haberle besado y acariciado inútilmente tantas veces, creí haber conseguido una gran victoria al convencerle para que pasara conmigo a los asientos de atrás y me tomara en un incómodo abrazo que mi ansiedad por agradarle me hizo parecer demasiado breve y afanoso. Debería darme cuenta de que al portarme así no conseguía ninguna victoria, sino que, por el contrario, me ponía aún más en sus manos, porque me mostraba más dispuesta a entregarme a él, no por puro impulso de amor, sino para amansarlo y convencerlo cuando ya no bastaban las palabras, y ésta es precisamente la conducta de todas las mujeres que aman y no tienen seguridad de ser amadas, pero estaba demasiado cegada por aquella perfección de actitud que su falsedad le consentía. Hacía y decía siempre las cosas que convenía hacer y decir y en mi inexperiencia no me daba cuenta de que aquella perfección era más propia de la imagen convencional de amante que yo misma me había creado que del hombre real que tenía delante.


Pero habíamos fijado la fecha de la boda y yo empecé inmediatamente los preparativos. Decidí con Gino que, por lo menos en los primeros tiempos, viviríamos con mi madre. Además de la habitación grande, de la cocina y de la alcoba, había en el piso una cuarta habitación que por falta de dinero nunca habíamos amueblado. Teníamos allí las cosas inservibles y los trastos viejos. Podéis imaginar en qué consistían éstos en una casa como la nuestra en la que todo parecía viejo e inservible. Al cabo de muchas discusiones, optamos por un programa mínimo: amueblaríamos aquella habitación y yo me haría un poco de ajuar. Mi madre y yo éramos muy pobres, pero sabía que mi madre había ahorrado algo y que había reunido aquellos ahorros para mí, para poder afrontar cualquier eventualidad, como ella decía. Lo que no estaba claro era de qué eventualidades se trataba, pero desde luego no figuraba la de un matrimonio mío con un hombre pobre y de porvenir inseguro. Fui a mi madre y le dije:

—Ese dinero lo has ahorrado para mí, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, si quieres verme feliz, dámelo ahora para preparar la habitación en que vamos a vivir Gino y yo… Si es verdad que lo ahorraste para mí, éste es el momento de emplearlo.

Esperaba reproches, discusiones y, al fin, una negativa. Pero mi madre acogió con mucha tranquilidad mi petición, mostrando otra vez aquella sardónica serenidad que tanto me desconcertó la noche después de mi visita a la villa de Gino.

—¿Y él no va a dar nada? —se limitó a preguntar.

—Claro que dará —mentí—. Ya me lo ha dicho… pero también yo debo contribuir.

Mi madre estaba cosiendo junto a la ventana y para hablar conmigo había interrumpido el trabajo.

—Ve a mi habitación —dijo—. Abre el primer cajón del armario y verás una caja de cartón… Allí encontrarás la libreta de ahorro y unas joyas. Coge la libreta y también las joyas… te las regalo.

Las joyas eran bien poca cosa: un anillo, dos pendientes y una cadenilla de oro. Pero siendo yo niña, aquel mísero tesoro escondido entre trapos y apenas entrevisto en circunstancias extraordinarias había encendido mi fantasía. Abracé impetuosamente a mi madre. Ella me rechazó, sin enfado, pero con frialdad diciendo:

—Cuidado, que tengo la aguja… Puedes pincharte…

Pero yo no estaba satisfecha. No me bastaba haber obtenido todo lo que quería y aún más. Quería también que mi madre fuese feliz como yo.

—Pero mamá —exclamé—, si tienes que hacerlo sólo para darme gusto, no quiero nada.

—Desde luego, no lo hago para darle gusto a él —repuso volviendo a su costura.

—¿Aún no crees que me casaré con Gino? —le pregunté cariñosamente.

—Nunca lo he creído y hoy menos que nunca.

—Y entonces, ¿por qué me das dinero para amueblar la habitación?

—Al fin y al cabo, no es un gasto inútil. En todo caso, te quedarán los muebles y las sábanas. Ajuar o dinero, da lo mismo.

—¿Y no vas a venir conmigo de compras?

—¡Por favor! —gritó—. No me interesa nada. Hacedlo vosotros. Id los dos de compras. Yo no quiero saber nada.


Era verdaderamente intratable cuando se hablaba de mi boda, y yo comprendía que aquel modo de comportarse no se debía tanto a la conducta, al carácter o a las condiciones de Gino, como a su modo de ver la vida. No había despecho en la actitud de mi madre, sino solamente una especie de trastorno completo de las ideas comunes. Las otras mujeres esperan con tenacidad que sus hijas se casen, pero mi madre, desde hacía mucho tiempo y con la misma tenacidad, esperaba que yo no me casara.

Así había como una tácita apuesta entre mi madre y yo. Ella quería que mi boda no se realizara y que yo me convenciera de la bondad de sus ideas y yo quería que la boda se llevara a cabo y que mi madre se convenciera de que mi modo de pensar era justo. Así, me afirmé aún más en la idea de casarme como si estuviera jugando mi vida a una sola baza, desesperadamente. Y sintiendo todo este tiempo, con mucha amargura, que mi madre espiaba hostilmente todos mis esfuerzos y se prometía su fracaso.


Debo recordar aquí una vez más que la maldita perfección de Gino no se desmintió ni siquiera con motivo de los preparativos para la boda. Yo había dicho a mi madre que Gino contribuiría a los gastos, pero era mentira, porque hasta aquel día Gino ni siquiera había aludido al asunto. Así que me sorprendió y me dejó sumamente contenta que Gino, sin que yo le pidiera nada, me ofreciera una pequeña suma diciéndome que no podía darme más por el momento porque tenía que mandar dinero a menudo a sus familiares. Hoy, cuando pienso en aquel ofrecimiento, no encuentro otra explicación que la extremada fidelidad, no exenta de complacencia, al papel que había decidido representar. Fidelidad originada, tal vez, en el remordimiento por el engaño de que me hacía víctima y por la tristeza de no poder casarse conmigo, como ya deseaba realmente. Triunfante, me apresuré a informar a mi madre de la oferta de Gino. Ella se limitó a observar que era muy reducida, pero suficiente para deslumbrarme.


Aquél fue un período de mi vida muy feliz. Me encontraba con Gino todos los días y hacíamos el amor donde podíamos: en los asientos traseros del coche, de pie en un rincón oscuro de una calleja, o en el campo tendidos en un prado o en la villa, en la habitación de Gino. Una noche me acompañó hasta casa e hicimos el amor en el descansillo delante de la puerta, a oscuras, echados en el suelo. Otra vez, en un cine, acurrucados en la última fila, justo debajo de la cabina de proyección. Me gustaba mezclarme con él en la muchedumbre en los tranvías y lugares públicos, porque la gente me empujaba contra él y aprovechaba la ocasión para apretar mi cuerpo al suyo. Experimentaba una continua necesidad de estrechar su mano o de pasarle los dedos por el pelo o hacerle alguna caricia, en cualquier sitio, aun en presencia de otras personas, haciéndome la ilusión de pasar desapercibida, como suele suceder siempre que se cede a una pasión irresistible. El amor me gustaba enormemente y quizás amaba al amor más que al mismo Gino sintiéndome llevada a hacerlo no sólo por el cariño hacia él, sino por el placer que me proporcionaba el acto mismo. Desde luego no pensaba que el mismo placer lo recibiría también de otro hombre que no fuera Gino. Pero me daba cuenta, de una manera oscura, de que el celo, la destreza y la pasión que ponía en aquellas caricias no se explicaban sólo con nuestro amor. Tenían un carácter autónomo, como de una vocación que, aun sin la ocasión que suponía Gino, no tardaría en manifestarse.

Con todo, la idea del matrimonio se imponía a todo lo demás. Para ganar dinero ayudaba más de lo posible a mi madre y a menudo me quedaba trabajando con ella hasta bien entrada la noche. De día, cuando no posaba en algún estudio, iba de paseo con Gino; íbamos de tiendas para elegir muebles y ropa para el ajuar. Tenía poco dinero y por esto precisamente mi elección era más cuidadosa y detallada. Pedía que me enseñaran incluso las cosas que sabía que no podía adquirir; las examinaba un buen rato, discutiendo su valor y pidiendo rebajas, y después, mostrándome insatisfecha o prometiendo volver, me iba sin comprar nada. No me daba cuenta del todo, pero aquellas agradables visitas a las tiendas, aquella búsqueda afanosa de cosas que me estaban vedadas, me llevaban a pesar mío a reconocer la verdad de la afirmación de mi madre de que sin dinero no hay felicidad.

Después de la visita a la villa era la segunda vez que echaba una mirada sobre el paraíso de la riqueza y, sintiéndome excluida de él sin culpa mía, no podía menos de experimentar cierta amargura y turbación. Pero intentaba olvidar la injusticia con el amor, tal como había hecho ya en la villa. Aquel amor que era mi único lujo que me permitía sentirme igual a tantas otras mujeres más ricas y afortunadas que yo.


Por último, después de muchas discusiones y búsquedas, decidí hacer mis compras, realmente bastante modestas, y compré a plazos, porque el dinero no me llegaba, una alcoba completa, de estilo moderno: cama de matrimonio, cómoda con espejo, mesitas, sillas y armario. Todo bastante ordinario, barato y de factura bastante tosca, pero es increíble la pasión que inmediatamente sentí por mis pobres muebles. Había hecho encalar las paredes de la habitación, barnizar puertas y ventanas y cepillar el pavimento, de manera que nuestra habitación era una especie de isla de limpieza en el sucio mar de la casa.

El día en que llegaron los muebles fue uno de los más felices de mi vida. Sentía una especie de incredulidad a la idea de poseer una alcoba como aquélla, limpia, ordenada, clara, que olía a cal y barniz, y a aquella incredulidad se mezclaba una complacencia que parecía interminable. A veces, cuando estaba segura de que mi madre no me veía, iba a la habitación, me sentaba en el desnudo somier y permanecía allí horas enteras, mirándolo todo. Quieta como una estatua, contemplaba mis muebles, como no creyendo en su existencia o temiendo que de un momento a otro desaparecieran dejando la estancia vacía. O me levantaba y con un paño limpiaba amorosamente el polvo y reanimaba la brillantez de la madera. Creo que, de haberme dejado llevar por mis sentimientos, hasta los hubiera besado.

La ventana, sin visillos, se abría sobre un patio sucio al que daban otras casas bajas y largas como la nuestra. Parecía el patio de un hospital o de una cárcel, pero yo, extasiada, ya no lo veía así, y me sentía feliz como si la ventana diera a un hermoso jardín lleno de árboles. Me imaginaba nuestra vida —yo y Gino— allí dentro, cómo íbamos a dormir, cómo nos amaríamos. Me complacía ya en los demás objetos que iría comprando cuando pudiera hacerlo: aquí un florero, allí una lámpara; un poco más lejos un cenicero o cualquier otra cosa. Mi único disgusto era no poder hacerme un cuarto de baño, si no semejante al que había visto en la villa, blanco y resplandeciente de mayólicas y grifos, por lo menos uno nuevo y limpio. Pero estaba decidida a tener mi habitación ordenadísima y limpia a más no poder. De mi visita a la villa había sacado la convicción de que el lujo empieza, precisamente, por el orden y la limpieza.

CAPÍTULO IV

Por aquel entonces seguía posando en los estudios de pintores y trabé amistad con una modelo llamada Gisella. Era una muchacha alta y de buen tipo, de piel muy blanca, el cabello negro y crespo, los ojos azules, pequeños y hundidos y una gran boca roja. Su carácter era muy diferente del mío, resentido, hiriente, altivo y al mismo tiempo práctico e interesado; tal vez era esta diversidad precisamente lo que nos unía. Para mí, su único oficio era el de modelo, pero vestía mucho mejor que yo y no ocultaba que recibía regalos y dinero de un hombre al que presentaba como su novio. Recuerdo que aquel invierno llevaba a menudo un chaquetón negro con cuello y mangas de astracán, que yo le envidiaba bastante. El novio de Gisella se llamaba Ricardo y era un joven corpulento y grueso, bien nutrido, plácido, con una cara lisa como un huevo, que entonces hasta me parecía un hombre guapo. Siempre iba brillante, engominado, y vestido con ropa nueva. Su padre tenía una tienda de corbatas y ropa interior de caballero. Era simple hasta la estupidez, bonachón, alegre y quizás hasta bueno. Él y Gisella eran amantes y no creo que hubiera entre ellos, como entre Gino y yo, una promesa de matrimonio. De todos modos, la intención de Gisella era casarse, aunque sin muchas esperanzas. En cuanto a Ricardo, estoy convencida de que la idea de casarse con Gisella ni siquiera se le había ocurrido. Gisella, que era muy estúpida pero mucho más experta que yo, estaba empeñada en protegerme y enseñarme. En una palabra, sobre la vida y la felicidad profesaba las mismas ideas que mi madre. Sólo que en mi madre estas ideas alcanzaban una expresión amarga y polémica, ya que eran fruto de decepciones y privaciones, y en cambio en Gisella las mismas ideas derivaban de una mente obtusa e iban acompañadas de una tozuda suficiencia.

En cierto sentido, mi madre se detenía en el enunciado de esas ideas, como si le importara más la afirmación de unos principios que su aplicación, pero Gisella, que siempre había pensado de aquel modo y ni siquiera sospechaba que se pudiera pensar de otra manera, se maravillaba de que no me comportase como ella, y sólo cuando, a pesar mío, dejé entrever que no la aprobaba, cambió su extrañeza en despecho y celos. De pronto descubrió que yo, no sólo no aceptaba su protección y sus enseñanzas, sino que, cuando se me ocurriera, podría condenarla desde lo alto de mis desinteresadas y afectuosas aspiraciones. Y entonces tuvo el propósito, quizá no del todo consciente, de enajenar mi juicio haciéndome semejante a ella lo más pronto posible.

Por el momento, empezó a repetirme que yo era una tonta puesto que me empeñaba en mantenerme virgen. Decía que daban lástima mi vida de sacrificios y mi pobre modo de vestir y añadía que, cuando yo quisiera, con sólo mi belleza podría cambiar totalmente mi situación. A mí me avergonzaba que creyera que no había conocido a ningún hombre, y tanto me insistió en sus reproches que por fin le confié un buen día mis relaciones íntimas con Gino. Claro que añadí que éramos novios y pensábamos casarnos pronto. En seguida me preguntó qué hacía Gino y cuando le dije que era chofer, torció la nariz en un gesto de desagrado. Pero me pidió que se lo presentara.

Gisella era mi mejor amiga y Gino mi prometido. Hoy puedo juzgarlos con frialdad, pero entonces mi ceguera acerca de sus caracteres era completa. Ya he dicho que a Gino lo consideraba perfecto y en cuanto a Gisella, he de confesar que notaba sus defectos, pero en compensación le atribuía un gran corazón y un enorme afecto hacia mí, ya que creía que su solicitud por mi suerte no procedía del despecho de saberme inocente y del afán de corromperme, sino de una bondad equivocada y excesiva. No sin temor preparé el encuentro de los dos, pero en mi ingenuidad me hubiera gustado que se hicieran amigos.


El encuentro ocurrió en una lechería. Gisella mantuvo un silencio sostenido y hostil. Me pareció entender que Gino hubiera deseado, en principio, atraerse a Gisella, y como de costumbre empezó a hablar de la villa y a ponderar la riqueza de sus amos, como si con tales descripciones esperara deslumbrarla y ocultar la modestia de su propia condición. Pero Gisella no cedió y siguió en su hostilidad inicial. Después, ya no recuerdo a propósito de qué, comentó:

—Tiene usted suerte por haber encontrado a Adriana.

—¿Por qué? —preguntó extrañado Gino.

—Porque, en general, los chóferes se lían con las criadas.

Vi que Gino cambiaba de color, pero no era de los que se dejan sorprender así como así.

—Desde luego, es verdad —dijo lentamente bajando el tono de voz como quien piensa por primera vez en un hecho evidente en el que hasta entonces no ha reparado—. Realmente, el chofer que había antes que yo se casó con la cocinera… Naturalmente, debía haber hecho lo mismo… Los chóferes se casan con las criadas y las criadas con los chóferes… Vaya, vaya, ¿cómo no lo habré pensado antes? Hubiera preferido que Adriana hubiese sido una fregona y no modelo. Y levantando una mano como adelantándose a una objeción de Gisella, prosiguió:

—¡Oh! No por el oficio en sí mismo, aunque si he de decir la verdad eso de desnudarse delante de los hombres no acaba de convencerme, sino, sobre todo porque en ese oficio se adquieren ciertas amistades que ya, ya…

Movió la cabeza y torció la boca. Después, ofreciendo el paquete de cigarros:

—¿Fuma?

Gisella no supo qué contestar y se limitó a rechazar el cigarrillo. Después, miró el reloj y anunció:

—Debemos irnos, Adriana. Es tarde.

Y así era. Saludamos a Gino y salimos de la lechería. En la calle, Gisella me dijo:

—Vas a hacer una gran tontería. La verdad, yo no me casaría nunca.

—¿No te ha gustado? —pregunté ansiosa.

—Nada… Me dijiste que era alto y casi es más bajo que tú, y tiene unos ojos falsos que nunca te miran a la cara. Además, no es nada natural y habla de un modo rebuscado, que se nota a una legua que no dice lo que siente… Y al fin y al cabo, después de tanta fanfarronería resulta que no es más que chofer.

—Pero le amo —objeté.

Gisella respondió con calma:

—De acuerdo. Pero él no te ama y verás cómo un día te dejará plantada.

Me impresionó su vaticinio, tan seguro y tan parecido a los de mi madre… Hoy puedo decir que, aparte la malevolencia, Gisella había comprendido el carácter de Gino en aquel breve espacio de tiempo mucho mejor que yo en tantos meses. Por su parte, Gino expresó acerca de Gisella un juicio igualmente malévolo, pero que más tarde he tenido que reconocer exacto, al menos en parte.

En realidad, ante mis ojos tendía un velo no sólo mi inexperiencia, sino también el hecho de que quisiera a los dos, hasta tal punto es cierto que quien piensa mal casi siempre acierta.

—Tu Gisella —me dijo— es lo que en mi pueblo se llamaría una buena mujer.

Me mostré extrañada. Y él explicó:

—Una mujer de la calle. Tiene el carácter y las maneras de ésas… Es soberbia porque viste bien, pero ¿cómo se ha ganado esos vestidos?

—Se los da su novio.

—Serán sus novios, uno por noche… Ahora escucha, o ella o yo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que hagas lo que te parezca, pero que si piensas seguir yendo con ella, tienes que renunciar a verme a mí. O ella o yo.

Traté de disuadirlo, pero no lo conseguí. Era verdad que le había ofendido la actitud desdeñosa de Gisella, pero en su indignada antipatía debía de haber también la misma fidelidad a su papel de prometido que la que hubiera debido sugerirle contribuir a los gastos para los preparativos de nuestra boda. Como de costumbre, era perfecto en la expresión de sentimientos que no experimentaba.

—Mi novia no debe tener amistad con mujerzuelas —repetía inflexiblemente.

Por último y por el temor de siempre de ver convertirse en humo nuestra boda, le prometí que no volvería a ver a Gisella, aunque sabía que no podría mantener la promesa, ya que ella y yo posábamos a la misma hora y en el mismo estudio.


Desde aquel día seguí viéndola sin que Gino lo supiera. Cuando nos encontrábamos, ni una sola vez dejó de aprovechar cualquier ocasión para aludir con desprecio y con ironía a mi noviazgo. Había cometido la ingenuidad de hacerle muchas confidencias sobre mis relaciones con Gino y ella se servía de estas confidencias para herirme y mostrarme con colores irrisorios mi vida de entonces y la de mi porvenir. Su amigo Ricardo, que no parecía establecer diferencia alguna entre Gisella y yo y a las dos nos consideraba como muchachas fáciles e indignas de respeto, se prestaba de buena gana a ese juego de Gisella y remachaba sus bromas y punzadas, pero bondadosa y obtusamente porque, como ya he dicho, no era ni inteligente ni malo. Para él, mí noviazgo sólo era tema de conversación burlona, algo así como para matar el tiempo. Pero Gisella, a la que mi virtud parecía un constante reproche y quería hacerme como ella para que yo no tuviera nunca derecho a reprocharla, ponía en ello mucha acrimonia y empeño buscando todos los medios de mortificarme y humillarme.

Me atacaba sobre todo por mi lado débil: los vestidos. Solía decirme:

—Hoy me da vergüenza pasear contigo.

O también:

—Ricardo no me permitiría salir con ciertas cosas encima… ¿Verdad, Ricardo?

—El bien, querida, se ve en estas cosas.

Yo tenía la ingenuidad de tragarme aquellos anzuelos tan descarados. Me apasionaba, defendía a Gino, defendía, aunque con menos convicción, mis vestidos, y acababa siempre por llevarme la peor parte, roja y con los ojos bañados en lágrimas.

Un día, Ricardo, movido a compasión, dijo:

—Hoy quiero regalarle algo a Adriana… Vamos, Adriana, quiero regalarte un bolso.

Pero Gisella se opuso con violencia:

—No, no, nada de regalos… Ella ya tiene a su Gino. Pues que le haga él los regalos.

Ricardo, que había hecho su propuesta por pura bonachonería, pero sin imaginar cuánto placer me hubiera proporcionado su regalo, renunció inmediatamente, y yo, por despecho, aquella misma tarde me fui a comprar con mis propios ahorros el bolso. El día siguiente me presenté a los dos con el bolso debajo del brazo y les dije que era un regalo de Gino. Ésta fue mi única victoria en aquella miserable guerrilla. Y me costó cara, porque era un bonito bolso que me costó bastante dinero.


Cuando Gisella creyó que a fuerza de ironías, de mortificaciones y discursos me había ablandado bastante y que ya debía de estar madura, me llamó y me dijo que tenía que hacerme una proposición.

—Pero déjame hablar hasta que te lo diga todo —añadió—. No te hagas la intransigente, como de costumbre, antes de saberlo todo.

—Bien, dime —contesté.

—Ya sabes que te estimo mucho —comenzó Gisella—. Digamos que para mí eres como una hermana… Con tu belleza podrías tener lo que quisieras… Me disgusta tanto verte ir de un lado para otro con esos cuatro trapos que pareces una harapienta… Pues óyeme.

Se interrumpió y me miró con solemnidad:

—Hay un señor muy fino, muy distinguido, muy serio, que te ha visto y siente gran interés por ti. Está casado, pero tiene a la familia en provincias… Es un pez gordo.

Y bajando la voz añadió:

—De la Policía… Si quieres conocerlo, puedo presentártelo. Es persona muy fina, muy seria y con él puedes estar segura de que nadie sabrá nunca… Además, tiene mucho trabajo y lo verás, entre una cosa y otra, dos o tres veces al mes… Él no se opone a que sigas con Gino, si eso te gusta, hasta que te cases… Y en cambio, él se encargará de mejorar tu vida… ¿Qué te parece?

—Me parece —contesté con franqueza— que se lo agradezco mucho, pero no puedo aceptar.

—Pero, ¿por qué? — exclamó Gisella, sinceramente asombrada.

—Porque no… Porque quiero a Gino y si aceptara eso no podría volver a mirarlo a la cara.

—Vaya, mujer… si ya te he dicho que Gino no sabría nada.

—Precisamente por eso.

—¡Y pensar que si a mí me hubiera hecho una proposición semejante hace tiempo…! —dijo Gisella como hablando consigo misma—. ¿Y qué le digo ahora? ¿Que te deje tiempo para pensarlo?

—No, nada de eso. Dile que no acepto.

—Eres una tonta —dijo con desilusión—. A eso se le llama darle una patada a la suerte.

Añadió otras muchas cosas por el estilo a las que respondí siempre de la misma manera y, por fin, se fue muy disgustada.

Yo había rechazado la oferta en un arranque impulsivo, sin meditar demasiado en su valor. Después, cuando estuve sola, experimenté una sensación de pesar. Tal vez Gisella tenía razón y aquél era el único modo de obtener todas las cosas que tan desesperadamente necesitaba. Pero alejé inmediatamente esta idea y me agarré con más fuerza a la del matrimonio y la vida ordenada, aunque pobre, que me prometía. El sacrificio que me parecía haber hecho me obligaba aún más a casarme a toda costa y aún con más empeño que antes.

Pero no supe resistir a una especie de impulso de vanidad y comuniqué a mi madre el ofrecimiento de Gisella. Suponía que iba a proporcionarle una doble satisfacción. Sabía que estaba tan orgullosa de mi belleza y al mismo tiempo tan apegada a sus ideas que aquella oferta habría de lisonjear a la vez su orgullo y confirmar la bondad de sus convicciones. Pero me sorprendió la agitación que suscitó en ella mi relato. Los ojos se le encendieron con una luz ávida y todo el rostro se le enrojeció de complacencia.

—¿Y quién es? —preguntó finalmente.

—Un señor —contesté.

Me daba vergüenza decir que era un policía.

—¿Y te ha dicho que es muy rico?

—Sí… Parece ser que gana mucho dinero.

Mi madre no se atrevía a expresar lo que visiblemente estaba pensando: que había hecho mal rechazando aquella oferta.

—Te ha visto y ha dicho que le interesas… ¿Por qué no dices que te lo presenten?

—¿Y de qué serviría eso si yo no quiero?

—¡Lástima que esté casado!

—Aunque fuese soltero no querría conocerlo.

—Hay muchas maneras de hacer las cosas —dijo mi madre—.

Es un hombre rico y te quiere… Una cosa trae la otra… Podría ayudarte, sin pedirte nada a cambio.

—No —dije—. Esa gente no hace nada por nada.

—¡Quién sabe!

—No, no —repetí.

—No importa —dijo mi madre moviendo la cabeza—. Sin embargo, Gisella es una buena muchacha y te quiere mucho… Otra hubiera estado celosa de ti y no te habría hablado de eso. En cambio, se ha comportado como una verdadera amiga.


Después de mi negativa, Gisella no volvió a hablarme de su distinguido señor, y hasta, con gran sorpresa por mi parte, dejó de zaherirme a propósito de mi noviazgo. Yo seguía viéndome a escondidas con ella y con Ricardo, y más de una vez volví a hablar de ella a Gino, con la ilusión de que se reconciliaran, porque aquellos subterfugios no me gustaban. Pero él ni siquiera me dejaba terminar, renovando sus expresiones de odio y jurando que si llegaba a saber que yo veía a Gisella todo acabaría entre nosotros. Hablaba en serio, y hasta me pareció que no le disgustaría tener ese pretexto para abandonar nuestro proyecto de matrimonio. Conté a mi madre lo de la antipatía de Gino por Gisella y ella comentó, casi sin malicia:

—No quiere que la veas porque teme que te abra los ojos comparando los harapos con que te deja ir por ahí con los vestidos que a Gisella le regala su novio.

—No es eso. Dice que Gisella no es buena.

—El que no es bueno es él… Tal vez si se enterara de que ves a Gisella rompiera contigo.

—Mamá —exclamé muy asustada—, no se te ocurrirá ir a decírselo…

—¡Oh, no! —contestó apresuradamente y como lamentándolo—. Son cosas vuestras y yo no me meto.

—Si se lo dijeras —repuse apasionadamente—, no volverías a verme.


Esto ocurría durante el veranillo de San Martín y los días eran tibios y limpios. Un día, Gisella me dijo que habían decidido hacer una gira en automóvil, ella, Ricardo y un amigo de Ricardo. Se necesitaba otra mujer para hacer compañía a aquel amigo y habían pensado en mí. Acepté con gusto porque entonces, en la angustia en que vivía, estaba siempre al acecho de cualquier diversión que pudiera aliviarme un poco. Dije a Gino que tenía que posar unas horas extraordinarias, y por la mañana, muy temprano, acudí al lugar de la cita, que era al otro lado del Puente Milvio. El coche ya me esperaba y cuando me acerqué ni Gisella ni Ricardo, que estaban sentados delante, se movieron, pero el amigo de Ricardo saltó del coche para venir a mi encuentro. Era un hombre joven de mediana estatura, calvo, de cara amarilla, ojos grandes y negros, nariz aguileña y una boca ancha con los extremos rugosos que parecía sonreír siempre. Vestía con elegancia, pero de una manera completamente distinta a la de Ricardo, seriamente, con una chaqueta de color gris oscuro y el pantalón también gris más claro, el cuello almidonado y una corbata negra con una perla. Su voz era suave y también los ojos me parecieron dulces, pero al mismo tiempo melancólicos, como si miraran con repugnancia. Era muy cortés y hasta ceremonioso. Gisella me lo presentó con el nombre de Stefano Astarita y en seguida comprendí que el señor distinguido cuyas galantes proposiciones ella me había transmitido era aquél. Pero no me disgustó conocerlo, ya que en el fondo aquéllas proposiciones no tenían nada de ofensivo y, por el contrario, me lisonjeaban en cierto modo. Le tendí la mano y él la besó con una devoción extraña, de una intensidad casi dolorosa. Subí al coche, me senté a su lado y partimos.

Casi no hablamos mientras el coche corría entre los campos amarillos por una carretera llena de sol. Estaba contenta de sentarme en un automóvil, contenta con la excursión, con el aire que por la ventanilla me daba en el rostro y no me cansaba de mirar el campo. Tal vez era la segunda o tercera vez en mi vida que hacía una excursión en coche y temía no saborearla lo bastante. Abría mucho los ojos y trataba de observarlo todo: pajares, granjas, árboles, campos, colinas, bosques… Pensaba que pasarían meses, tal vez años, antes de que pudiera dar otro paseo como aquél y que tenía que fijar todos sus detalles en la memoria para conservar un recuerdo preciso para cada vez que quisiera evocarlo. Pero Astarita que, un poco apartado y rígido, se sentaba a mi lado, no parecía mirar otra cosa que a mí. No apartaba un solo instante sus ojos melancólicos y ansiosos de mi cara y de mi cuerpo y verdaderamente su mirada me hacía el efecto de una mano que se fuera posando poco a poco sobre todo mi ser. No voy a decir que esa atención me disgustara; sólo me embarazaba un poco. Lentamente fui sintiendo el deber de ocuparme de él y hablar. Estaba sentado con las manos sobre las rodillas y en una mano tenía la alianza y una sortija con un brillante. Aturdida, comenté:

—¡Qué anillo tan bonito!

Astarita bajó los ojos, miró su anillo sin mover la mano y contestó:

—Era de mi padre… Yo mismo se lo quité del dedo cuando murió.

—¡Oh! —hice como excusándome.

Y señalando la alianza, añadí:

—¿Está usted casado?

—¡Ya lo creo! —contestó con una sombría complacencia—.

Tengo mujer y tengo hijos… Lo tengo todo.

—¿Y es guapa su mujer? —pregunté tímidamente.

—Menos que usted —repuso sin sonreír, con voz muy baja y enfática, como si acabara de enunciar una verdad importante.

Y con la mano del anillo intentó coger mi mano. Lo evité instintivamente y le pregunté al azar:

—¿Y vive usted con ella?

—No —respondió—. Ella está…

Nombró una lejana ciudad de provincias y prosiguió:

—Yo estoy aquí. Vivo solo y espero que usted vendrá un día a visitarme.

Fingí no haber oído estas palabras pronunciadas en un tono trágico y casi convulso y pregunté:

—¿Por qué? ¿No le gusta vivir con su esposa?

—Estamos separados legalmente —explicó haciendo una mueca—. Cuando me casé era un muchacho… Fue mi madre la que arregló lo del matrimonio. Ya sabe usted cómo suceden esas cosas. Una chica de buena familia con una buena dote… Los padres arreglan los matrimonios y después son los hijos los que tienen que casarse… ¿Vivir con mi mujer…? ¿Es que viviría alguien con una mujer así?

Se sacó la cartera del bolsillo, la abrió y me enseñó una fotografía. Vi dos niñas que parecían gemelas, morenas y pálidas, vestidas de blanco. Tras ellas, con las manos posadas en sus hombros, una mujer pequeña, morena, pálida, con los ojos casi juntos como los del búho y la expresión maliciosa. Le devolví la fotografía, él volvió a guardarla en la cartera y dijo con un suspiro:

—No… Yo quisiera vivir con usted.

—Pero usted no me conoce —repuse, desconcertada por aquella actitud obsesiva.

—La conozco muy bien. Hace un mes que la sigo y lo sé todo de usted.

Hablaba distante, respetuoso, pero la intensidad de su sentimiento le hacía casi poner los ojos en blanco.

—Tengo novio —dije.

—Ya me lo ha dicho Gisella —murmuró con voz ahogada—. Pero no hablemos de su novio… ¿Qué importa eso?

Hizo con la mano un gesto torpe y breve, de cuidada negligencia, y siguió mirándome.

—Pues a mí sí me importa —dije.

Me miró y siguió como si tal cosa:

—Usted me gusta…

—Ya lo he notado.

—Me gusta mucho —repitió—. Es posible que no se dé cuenta de todo lo que me gusta.

Realmente hablaba como un loco. Pero me tranquilizaba el que estuviera sentado un poco distante y no intentara cogerme la mano.

—No hay nada malo en que le guste —concedí.

—¿Y yo le gusto?

—No.

—Tengo dinero —dijo con una mueca convulsiva—. Tengo el dinero suficiente para hacerla feliz… Si viene a visitarme no se arrepentirá.

—No necesito su dinero —repuse con calma, casi con cortesía.

Como si me hubiera oído, dijo mirándome:

—Es usted muy bonita.

—Gracias.

—Tiene unos ojos preciosos.

—¿Lo cree usted?

—Sí. Y su boca también es muy bonita… Quisiera besarla.

—¿Por qué me dice eso?

—Y también quisiera besar su cuerpo… todo su cuerpo.

—¿Por qué me habla así? —protesté de nuevo—. No está bien.

Tengo novio y voy a casarme dentro de dos meses.

—Perdóneme —dijo—. Pero necesito decir todas esas cosas… Imagínese qué no hablo con usted.

—¿Falta mucho para llegar a Viterbo? —pregunté para cambiar de tema.

—Estamos llegando. En Viterbo comeremos; prométame que en la mesa se sentará a mi lado.

Me eché a reír porque, al fin y al cabo, aquella pasión tan intensa me lisonjeaba.

—Bien —dije.

—Se sentará a mi lado —continuó—, como ahora… Me conformo con sentir su perfume.

—Pero yo no me he perfumado.

—Yo le regalaré un perfume.


Estábamos ya en Viterbo y el coche aminoraba la marcha. Durante toda la excursión, Gisella y Ricardo, que iban delante de nosotros, habían guardado silencio. Pero cuando nos adentramos por una calle abarrotada de gente, Gisella se volvió y me dijo:

—¿Qué tal vosotros dos? ¿Acaso creéis que no os he visto?

Astarita no dijo nada, pero yo protesté:

—No puedes haber visto nada. No hemos hecho más que hablar.

—¡Vaya, vaya! —dijo ella.

Me sentí profundamente asombrada y un poco irritada también, lo mismo por la actitud de Gisella como porque Astarita no protestara.

—Pero te digo…

—Sí, sí —me interrumpió Gisella—. No tengas miedo, que no le diremos nada a Gino.

Habíamos llegado a la plaza, dejamos el coche y nos pusimos a pasear por entre la gente endomingada por el Corso, a la luz del sol suave y brillante de noviembre. Astarita no me dejaba un instante, cada vez más serio y hasta sombrío, con la cabeza rígida sobre el alto cuello de la camisa, una mano en el bolsillo y la otra caída. Más que seguirme parecía hacerme la guardia. En cambio Gisella reía y bromeaba en voz alta con Ricardo y mucha gente se volvía a mirarnos. Entramos en un café y sin sentarnos tomamos el aperitivo. De pronto, me di cuenta de que Astarita estaba mascullando furioso unas palabras y le pregunté qué le ocurría.

—Ese imbécil que está en la puerta, que no hace más que mirarla —contestó, resentido.

Me volví y vi, efectivamente, un joven rubio y flaco que me miraba en el umbral del establecimiento.

—Me mira… ¿y qué?

—Soy capaz de ir y romperle la cara.

—Si lo hace, no volveré a mirarle ni a hablar con usted —le dije, un poco fastidiada—. No tiene derecho a hacer nada, puesto que no es usted nada mío.

Astarita no dijo nada y se dirigió a la caja a pagar. Salimos del bar y volvimos a pasear por el Corso. El sol, el ruido y el movimiento de la gente, todas aquellas caras sanas y rojas de provincianos, me alegraron. Cuando llegamos a una plazuela apartada, al fondo de una travesía del Corso, dije de pronto:

—Si yo tuviera una casa bonita como aquélla…

Señalé una pequeña y sencilla, de dos pisos, al lado de una iglesia.

—Me gustaría mucho vivir en un sitio así.

—¡Qué horror! —exclamó Gisella—. Vivir en provincias, y por si fuera poco en Viterbo… ¡Ni cubierta de oro!

—Te cansarías pronto, Adriana —dijo Ricardo—. El que está acostumbrado a vivir en una gran capital, no puede vivir en una ciudad de provincias.

—Os equivocáis —les dije—. Yo estaría muy a gusto con un hombre que me quisiera y cuatro habitaciones limpias, una pérgola y cuatro ventanas… No pediría más.

Hablaba con sinceridad porque estaba viéndome con Gino en aquella casita viterbense.

—¿Y usted qué piensa? —le pregunté a Astarita.

—Con usted, desde luego me quedaría —respondió casi entre dientes, procurando que no lo oyeran los otros.

—Tu defecto, Adriana —dijo Gisella— es ser demasiado modesta. En esta vida, quien desea poco no obtiene nada.

—Yo no deseo nada —repliqué.

—Pero casarte con Gino, sí —observó Ricardo.

—¡Ah, eso sí!


Ya era tarde. El Corso iba quedando desierto y entramos en un restaurante. La sala de la planta baja estaba llena mayormente de campesinos llegados a Viterbo para el mercado. Gisella frunció la nariz observando que había un hedor que cortaba la respiración y preguntó al dueño si podíamos comer en el piso superior. El dueño contestó afirmativamente y, precediéndonos por una escalerilla de madera, nos condujo a una habitación larga y estrecha con una sola ventana que daba a un callejón. Abrió las contraventanas y cerró los cristales y después cubrió con un mantel una gran mesa rústica que ocupaba gran parte de la estancia. Recuerdo que las paredes estaban cubiertas con un viejo papel descolorido y roto en diversas partes que aún mostraba un dibujo de flores y de pájaros y que además de la mesa no había más que un pequeño aparador con un armario de vidrio lleno de platos.

Gisella, entretanto, iba de un lado para otro de la habitación, examinándolo todo y hasta mirando por la ventana. Por último empujó una puerta que parecía comunicar con otra habitación y, tras haber curioseado un momento, se volvió al dueño y le preguntó con su fingida desenvoltura qué habitación era aquélla.

—Es una alcoba —respondió el del restaurante—. Si después de comer alguno de ustedes quiere descansar…

—Descansaremos, ¿eh Gisella? —dijo Ricardo con su estúpida sonrisa.

Pero Gisella fingió no haber oído y, tras haber mirado de nuevo dentro de la alcoba, volvió a cerrar la puerta con precaución, aunque limitándose a entornarla dejándola entreabierta.

El comedor aquel, tan pequeño y tan íntimo, me había devuelto una cierta alegría y no me fijé en aquella puerta que había quedado entreabierta ni en una mirada de complicidad que me pareció sorprender entre Gisella y Astarita. Nos sentamos a la mesa y yo me senté al lado de Astarita, como le había prometido, pero él no pareció reparar en ello, parecía preocupado hasta el punto de ser incapaz de hablar. Al cabo de un rato, volvió el dueño del establecimiento con los entremeses y el vino, y yo, que tenía un hambre canina, me puse a comer con verdadero ímpetu, lo que hizo reír a los demás. Gisella aprovechó la ocasión para reanudar sus habituales punzadas acerca de mi matrimonio.

—Come, come —dijo—. Con Gino nunca comerás tanto ni tan bien.

—¿Y por qué? —repuse—. Gino gana lo suyo.

—Sí, para comer judías a todas horas.

—Las judías son buenas —dijo Ricardo riendo—. Voy a pedir que me traigan un plato inmediatamente.

—Eres una tonta, Adriana —prosiguió Gisella—. Tú necesitarías un hombre con posibilidades, un hombre serio, ordenado, que piense en ti y procure que nada te falte y te permita valorizan tu belleza… Y vas a meterte con ese Gino…

Yo guardaba silencio, obstinada, con la cabeza baja, y me preocupaba sólo de comer. Ricardo observó, riendo:

—Si yo estuviera en el lugar de Adriana, no renunciaría a nada, ni a Gino, puesto que tanto le gusta, ni al hombre serio. Me quedaría con los dos… Y hasta podría ocurrir que Gino no tuviera nada que oponer a eso.

—¡Eso sí que no! —repliqué apresuradamente—. Si se enterara de que hoy he hecho esta excursión con vosotros, rompería nuestro noviazgo.

—¿Y por qué? —preguntó Gisella, picada.

—Porque no quiere que salga contigo.

—¡Puerco asqueroso, andrajoso, ignorante! —dijo con rabia Gisella—. Me entran ganas de hacer la prueba, ir a él y decirle:

«Adriana sale conmigo, hoy ha pasado todo el día a mi lado, y ahora rompe con ella.»

—¡No, no! —supliqué, asustada—. ¡No lo hagas!

—Para ti sería una suerte.

—Sí, pero no lo hagas —volví a suplicar—. Si me quieres de veras, no lo hagas.


Durante toda esta conversación, Astarita no dijo una palabra ni casi probó bocado. En cambio, no apartaba sus ojos de mí, con aquella mirada suya cargada, pesada, desesperada, que me embarazaba de un modo indecible. Me hubiera gustado decirle que no me mirara de aquella manera, pero temía las bromas de Gisella y Ricardo. Por el mismo motivo no tuve el valor de protestar cuando Astarita, aprovechando un momento en que apoyé la mano derecha en el banco, me la cogió apretándola con fuerza y obligándome a comer con una sola mano. Hice mal, porque Gisella exclamó en seguida, riendo:

—Mucha fidelidad a Gino de palabra, pero con los hechos… ¿O es que crees que no me doy cuenta de que Astarita y tú os estáis cogiendo las manos por debajo de la mesa?

Enrojecí por la confusión y traté de soltar la mano. Pero Astarita la retuvo con fuerza. Ricardo dijo:

—Déjalos en paz, mujer. ¿Hay algo de malo en eso? Se aprietan la mano… Pues hagamos nosotros lo mismo.

—Bromeaba —dijo Gisella—. La verdad es que estoy contenta.


Tras haber comido la pasta asciutta esperamos un buen rato el segundo plato. Gisella y Ricardo no hacían más que reírse y bromear y entre tanto bebían y me hacían beber. El vino, tinto, era bueno, pero muy fuerte, y en seguida se me subió a la cabeza. Me gustaba el sabor cálido y punzante del vino y en mi embriaguez me parecía no estar bebida y que podía beber indefinidamente. Astarita, serio y sombrío, seguía apretándome la mano y yo no me rebelaba. Pensaba que, al fin y al cabo, podía concederle un estrujón de manos. Sobre la puerta había colgada una litografía en la que se veía un balcón con rosas y una mujer y un hombre, vestidos a la moda de cincuenta años antes, abrazados de una manera artificiosa y complicada. Gisella observó la oleografía y dijo que no entendía cómo aquellos dos podían besarse de aquel modo.

—Probemos —propuso a Ricardo—. Vamos a ver si podemos imitarlos.

Ricardo, riendo, se puso de pie e imitó al hombre del cuadro, mientras Gisella, también entre risas, se pegaba a la mesa del mismo modo que la mujer del cuadro se cogía a la balaustrada florida del balcón. Con gran esfuerzo lograron unir sus bocas, pero, al mismo tiempo, faltó poco para que perdieran el equilibrio y cayeran los dos sobre la mesa. Gisella, excitada por el juego, gritó:

—Ahora os toca a vosotros.

—¿Por qué? —pregunté, alarmada—. ¿Qué tenemos que ver nosotros?

—Sí, sí, haced la prueba.

Noté que Astarita me pasaba el brazo alrededor de la cintura y traté de librarme diciendo:

—No quiero.

—¡Uf, qué aburrida eres! —gritó Gisella—. Pero si es un juego, sólo un juego…

—Pues yo no quiero.

Ricardo reía y también incitaba a Astarita para que me obligara a besarlo.

—Astarita, si no la besas no vuelvo a mirarte a la cara.

Pero Astarita estaba serio y casi me daba miedo. Era evidente que para él no se trataba de un juego.

—Déjeme en paz —dije, volviéndome a él.

Astarita me miró y miró a Gisella interrogadoramente, como esperando que lo animara.

—¡Duro, Astarita! —gritó Gisella, que parecía más empeñada que él mismo, con una actitud que -oscuramente— noté cruel y despiadada.

Astarita me ciñó con más fuerza por la cintura atrayéndome hacia él. Ahora ya no se trataba de un juego; quería abrazarme a toda costa. Sin decir una sola palabra, intenté librarme, pero él era muy fuerte y, por mucho que yo lo empujara con las manos, sentía que poco a poco iba acercando su cara a la mía. Pero aun así no hubiera logrado besarme de no haber acudido Gisella en su ayuda. De pronto, dando un grito agudísimo de júbilo, Gisella se levantó, se puso detrás de mí y me cogió los brazos sujetándomelos. Yo no la veía, pero podía sentir su furia en las uñas metidas en mi carne y en su voz que repetía entre risas, con acento quebrado, furioso y cruel:

—¡Ya, Astarita, ahora es el momento!

Astarita estaba encima de mí. Intenté en lo posible volver la cara, único movimiento que en aquellas circunstancias me era posible hacer, pero él me cogió la barbilla con una mano y volvió mi rostro hacia el suyo; después, me besó en la boca, con fuerza y durante un buen rato.

—¡Ya está! —chilló Gisella, triunfante.

Y volvió a su sitio, muy contenta.

Astarita me dejó. Irritada y dolorida dije:

—No volveré a salir con vosotros.

—¡Oh, Adriana! —bromeó Ricardo—. ¡Por un beso!

—¡Astarita está todo manchado de carmín! —exclamó Gisella—. ¡Qué diría Gino si entrara ahora!

Era verdad. Astarita tenía la boca manchada de carmín y aquella mancha escarlata en su rostro amarillo y triste me pareció ridícula.

—¡Ea! —gritó Gisella—. Haced las paces… Tú, quítale el carmín con tu pañuelo. Si no, ¿qué va a pensar el camarero cuando entre?

Tuve que hacer de tripas corazón y con una punta de mi pañuelo, mojado en mi propia saliva, fui quitando el carmín de la cara fúnebre e inmóvil de Astarita. E hice mal en mostrarme blanda otra vez, porque en cuanto volví a guardar el pañuelo, él intentó volver a cogerme por la cintura.

—Déjeme —le dije.

—¡Oh, Adriana! —suplicó.

—Pero, ¿qué te importa? —intervino Gisella—. A él le gusta y a ti no te hace nada… Además, ahora que lo has besado, bien puedes dejarle que lo haga…

Y cedí una vez más. Nos quedamos juntos, él con el brazo alrededor de mi cuerpo y yo rígida y reservada. Entró el camarero con el segundo plato. Mientras comía, aunque Astarita seguía ciñéndome, se me pasó el mal humor. La comida era muy buena y sin notarlo bebí todo el vino que Gisella no cesaba de servirme. Después del segundo plato, siguió la fruta y el dulce. Era un postre excelente y yo no estaba acostumbrada a comerlo así y cuando Astarita me ofreció su parte no tuve el valor de rechazarla y me la comí también. Gisella, que también había bebido mucho, comenzó a hacer mil zalemas a Ricardo, metiéndole en la boca gajos de mandarina y acompañando de un beso cada gajo. Yo me notaba embriagada, pero no en una forma desagradable, sino con mucho placer y el brazo de Astarita ya no me molestaba. Gisella, cada vez más caprichosa y excitada, se levantó y fue a sentarse en las rodillas de Ricardo. No pude menos que reírme al ver a Ricardo dar un fingido grito de dolor, como si Gisella lo hubiera aplastado con su peso. De pronto, Astarita, que hasta entonces había permanecido inmóvil, limitándose a ceñirme la cintura con el brazo empezó a besarme rápidamente en el cuello, en el pecho y en las mejillas. Esta vez no protesté, ante todo, porque estaba demasiado bebida para luchar y después porque era como si aquel hombre estuviera besando a otra persona, hasta tal punto yo no sentía nada con aquellas expansiones y permanecía quieta y rígida como una estatua. En mi embriaguez me parecía estar fuera de mí misma, en algún rincón de la sala, observando con indiferente curiosidad de espectadora la furiosa pasión de Astarita. Pero los demás tomaron esa indiferencia mía por complacencia y Gisella me gritó:

—¡Bravo, Adriana, así se hace!

Hubiera querido contestarle, pero, ignoro por qué, cambié de idea y, tomando mi vaso lleno de vino, lo alcé y exclamé con voz clara y sonora:

—Estoy borracha.

Lo vacié de un trago. Creo que los demás aplaudieron. Astarita dejó de besarme y, mirándome fijamente, me dijo en voz baja:

—Vamos allí.

Me di cuenta de que Gisella y Ricardo habían dejado de reír y hablar y nos miraban. Gisella dijo:

—¡Animo, muévete! ¿Qué esperas?

De pronto, me pareció que la embriaguez se me había pasado. En realidad, estaba embriagada, pero no tanto como para no darme cuenta del peligro que me amenazaba.

—No quiero —dije.

Y me puse de pie.

Astarita también se levantó y cogiéndome por un brazo intentó arrastrarme hacia la puerta. Los otros dos empezaron a incitarlo:

—¡Duro, Astarita!

Astarita me arrastró hasta cerca de la puerta, aunque yo me debatía. Después, de un empujón, me liberé y corrí hacia la puerta que daba a la escalera. Pero Gisella fue más rápida que yo.

—¡No, simpática, no! —gritó.

Se levantó rápidamente de las rodillas de Ricardo y de una carrera llegó antes que yo a la puerta, dio vuelta a la llave y la quitó de la cerradura.

—No quiero —repetí con voz asustada deteniéndome ante la mesa.

—Pero ¿qué te importa? —gritó Ricardo.

—¡Estúpida! —dijo con dureza Gisella empujándome hacia Astarita—. ¡Anda, acaba de una vez! ¡Cuánta tontería!

Comprendí que, a pesar de su testarudez y de su crueldad, Gisella no se daba cuenta de lo que hacía. Aquella especie de trampa que me había tendido debía de parecerle algo alegre y gratamente ingenioso. También me sorprendió la indiferencia y la alegría de Ricardo, a quien sabía bueno e incapaz de cometer una acción que le pareciera malvada.

—¡No quiero! —dije otra vez.

—¡Vaya! —insistió Ricardo—. ¿Qué hay de malo en ello?

Gisella seguía empujándome, solícita y excitada, y diciendo:

—No te creía tan tonta. Entra de una vez… ¿Qué esperas?

Hasta entonces Astarita no había dicho palabra, inmóvil como una piedra junto a la puerta de la alcoba, fijos los ojos en mí. Después vi que abría la boca como para hablar. Lenta, confusamente, como si las palabras tuvieran una consistencia pegajosa y a duras penas se le despegaran de los labios, dijo:

—Ven, o le diré a Gino que has venido con nosotros y que has hecho el amor conmigo.


Comprendí que haría lo que estaba diciendo. Porque si uno puede equivocarse sobre el sentido de unas palabras, no es posible errar acerca del tono de una voz. Desde luego, hablaría con Gino y para mí terminaría todo antes de empezar. Hoy pienso que habría podido rebelarme. Quizá debatiéndome o gritando con violencia le hubiera convencido de la inutilidad del chantaje y de la venganza. Pero también es posible que no hubiera servido de nada porque su deseo era mucho más fuerte que mi repugnancia. Me sentí vencida de una vez y más que en rebelarme pensé en evitar el escándalo con el que me amenazaban. En realidad, había llegado desprevenida a aquel momento, lleno el ánimo de los proyectos para el porvenir, a los que no quería renunciar en modo alguno. Y lo que entonces me sucedió de una manera tan cruda creo que ocurre también de diversos modos a quienes tienen ambiciones por modestas que sean, por las que tarde o temprano tienen que pagar un elevado precio, y sólo los abandonados y quienes han renunciado a todo pueden esperar no verse obligados a pagarlo.

Pero al mismo tiempo que aceptaba mi destino experimenté un dolor consciente y agudo. Y una repentina clarividencia, como si el camino de mi vida, habitualmente tan oscuro y tortuoso, se abriera de pronto ante mis ojos recto y clarísimo, me reveló en un instante todo lo que iba a perder a cambio del silencio de Astarita. Los ojos se me llenaron de lágrimas y, cubriéndome el rostro con un brazo empecé a llorar. Comprendí que no lloraba por rebeldía, sino por una última resignación, y de hecho, aun entre lágrimas, sentí que mis pies me llevaban hacia Astarita. Gisella me conducía del brazo repitiéndome:

—Pero ¿por qué lloras…? Como si fuera la primera vez.

Oí que Ricardo se reía y, sin verlos, sentí los ojos de Astarita fijos en mí mientras iba hacia él lentamente, llorando. Después noté su brazo alrededor de mi cintura y cómo la puerta de la alcoba se cerraba a nuestras espaldas.

No quería ver nada. Todo lo que ocurría era ya demasiado. Así mantuve obstinadamente el brazo sobre los ojos por más que Astarita intentara retirarlo. Supongo que hubiera deseado portarse como cualquier amante en semejantes circunstancias, es decir, doblegándome a sus deseos lentamente y por grados casi insensibles. Pero mi obstinación en mantener el brazo sobre el rostro lo forzó a ser más brutal y rápido de lo que él mismo hubiera querido. Así, tras haberme hecho sentar al borde del lecho y haber intentado inútilmente aplacarme, me derribó sobre la almohada y se echó sobre mí. De la cintura abajo, todo mi cuerpo me pesaba como el plomo y lo sentía inerte. Nunca un abrazo fue soportado con mayor tolerancia y menos participación. Pero dejé de llorar casi de pronto, y cuando él cayó sobre mi pecho jadeando, me quité el brazo con que me cubría los ojos y los abrí en la oscuridad.


Estoy convencida de que Astarita me amaba en aquel momento todo lo que un hombre puede amar a una mujer y, desde luego, más que Gino. Recuerdo que, con un gesto convulso y apasionado, muy suyo, no cesaba de pasarme la mano una y otra vez por la frente y las mejillas mientras todo su cuerpo se estremecía con violencia y murmuraba palabras de amor. Pero mis ojos estaban secos y muy abiertos, y mi cabeza, limpia ya de la embriaguez, estaba poseída por una frialdad lúcida y vertiginosa. Dejaba que Astarita me hablara y me acariciara mientras seguía el hilo de mis pensamientos. Volvía a ver mi propia alcoba, tal como la había arreglado con los muebles nuevos que aún no había acabado de pagar y experimentaba una especie de consuelo amargo y tenaz. Ahora, me decía, nada ni nadie me podría impedir casarme y vivir la vida a que aspiraba. Pero, al mismo tiempo, sentía que mi ánimo había cambiado irremediablemente y que, donde antes había tan frescas e ingenuas esperanzas, había ahora una seguridad nueva y una resolución firme. De una vez para siempre me sentía mucho más fuerte, aunque con una fortaleza triste y exenta de amor.

Por último dije, hablando por primera vez desde que entráramos en la alcoba:

—Será hora de volver con los otros.

Él me preguntó en voz baja:

—¿Estás enfadada conmigo?

—No.

—¿Me odias?

—No.

—Te amo mucho —murmuró.

Y volvió a cubrirme de besos rápidos y furiosos la cara y el cuello. Dejé que se desahogara y repetí:

—Debemos irnos.

—Tienes razón —respondió.

Y apartándose de mí empezó a vestirse en la oscuridad, según me pareció. Yo me arreglé los vestidos como pude, me puse de pie y encendí la lámpara de la cabecera. A la luz amarilla se mostró a mis ojos una habitación tal como la había hecho imaginar el olor a cerrado y a espliego: un techo bajo y vigas blanqueadas, unas paredes cubiertas de papel de Francia y unos muebles viejos y macizos. En un rincón había un lavabo de pie de mármol, con dos palanganas y dos jarras adornadas con flores verdes y rosa y un gran espejo con marco dorado. Fui al lavabo, eché agua en una de las palanganas y con una punta mojada de la toalla me limpié los labios descoloridos por los besos de Astarita y los ojos, todavía colorados por el llanto. El espejo, desde su fondo arañado y herrumbroso, me devolvía mi propia imagen dolorida y por un momento me quedé mirándome, con el alma llena de compasión y de asombro. Después me rehice, ordené mi cabello lo mejor que pude y me volví hacia Astarita. Estaba esperándome junto a la puerta y cuando vio que yo estaba lista la abrió evitando mirarme y volviéndome la espalda. Apagué la luz y lo seguí. Fuimos acogidos festivamente por Gisella y Ricardo, que seguían con el mismo humor alegre y despreocupado con que los habíamos dejado. Antes no habían entendido mi dolor y ahora no comprendieron mi nueva serenidad. Gisella gritó:

—Menudo tipo de inocente eres tú… No querías, no querías, pero al parecer te has conformado pronto y bien… Bueno, si te gustaba, has hecho bien, pero no valía la pena hacer tantas historias.

La miré. Me parecía extrañamente injusto que fuera ella precisamente la que me había empujado a ceder y hasta me había sujetado por los brazos para que Astarita me besara a su gusto. ¡Y ahora me reprochaba mi complacencia! Ricardo, con su grosero sentido común, observó:

—Pero tú no tienes lógica, Gisella… Antes tanto insistir, y ahora casi vas a decirle que ha hecho mal.

—¡Naturalmente! —repuso Gisella con dureza—. Si no quería, ha hecho muy mal… Por ejemplo, si yo no quisiera, ni con toda la fuerza del mundo podrías obligarme tú…

Y mirándome con ojos atentos y disgustados, añadió:

—Pero ella quería. Ya los vi en el coche mientras veníamos. Por eso digo que no debía hacer tantas historias.

Yo seguía callada, admirando la perfección de una crueldad tan despiadada y tan inconsciente al mismo tiempo. Astarita se acercó a mí e intentó torpemente cogerme una mano. Pero lo rechacé y fui a sentarme al extremo de la mesa.

—¡Vaya, Astarita! —gritó Ricardo estallando en una carcajada—. Parece que venís de un funeral.

En realidad, aunque a su manera, Astarita, con su lúgubre y mortificada seriedad, mostraba comprenderme mejor que los otros.

—Siempre jugáis —gruñó.

—Bueno, ¿acaso tendríamos que llorar? —gritó Gisella—. Ahora os toca a vosotros tener paciencia, como antes la tuvimos nosotros… A cada uno un poco. Vamos, Ricardo.

—Pero os aconsejo… —dijo Ricardo levantándose.

Estaba borracho como una cuba y no sabía qué quería aconsejarnos.

—¡Vamos, vamos!


Salieron a su vez del comedor y Astarita y yo nos quedamos solos. Estábamos sentados cada uno a un extremo de la mesa. Un rayo de sol que entraba por la ventana iluminaba brillantemente los platos en desorden y llenos de cáscaras de fruta, los vasos a medio vaciar y los cubiertos sucios. Pero la expresión de Astarita, aunque el sol le diera en la cara, seguía siendo triste y oscura. Había satisfecho su deseo, pero seguía experimentando (y se veía en las miradas que me lanzaba) la misma borrascosa intensidad de los primeros momentos de nuestro encuentro. En aquel instante sentí compasión por él, a pesar del daño que me había hecho. Comprendí que había sido muy desgraciado antes de poseerme y que ahora, aun después de haberme poseído, seguía siendo igualmente desdichado. Antes sufría porque me deseaba, y ahora, porque yo no correspondía a su amor.

Pero la piedad es el peor enemigo del amor. Si lo hubiera odiado, es posible que él hubiese podido esperar que un día llegara a quererlo. Pero no lo odiaba, sino que sentía compasión por él, y me daba cuenta de que nunca me inspiraría más que un sentimiento de frialdad y de repugnancia.


En silencio permanecimos largo rato en aquella estancia llena de sol, esperando el regreso de Gisella y Ricardo. Astarita fumaba sin descanso, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y, aun fumando, me dirigía, entre las nubes de humo con que rabiosamente se envolvía, las miradas elocuentes de quien quisiera hablar y no se atreve a hacerlo. Me había sentado al lado de la mesa, con las piernas cruzadas, y ponía toda mi mente en un solo deseo: marcharme. No me sentía cansada ni avergonzada; a lo sumo hubiera preferido estar sola para reflexionar a mi gusto acerca de lo ocurrido. En ese gran deseo de marcharme mi cabeza vacía se distraía continuamente en fútiles observaciones: la perla que Astarita llevaba en la corbata, el dibujo del papel de la pared, una mosca que paseaba por el borde de un vaso, una manchita de tomate que, comiendo la pasta asciutto me había hecho en la blusa, y me irritaba contra mí misma por no encontrarme en condiciones de pensar en cosas más serias. Pero esa futilidad me vino bien cuando Astarita, tras un larguísimo silencio, venciendo por fin su timidez, me preguntó con voz sofocada:

—¿En qué piensas?

Reflexioné un momento y contesté con sencillez:

—Tengo una uña rota y estaba preguntándome cuándo y dónde me la habré roto.

Era verdad, pero él puso una cara amarga e incrédula y desde aquel momento pareció renunciar definitivamente a dirigirme la palabra.


Por fin volvieron Gisella y Ricardo, un poco ajetreados, pero tan alegres y despreocupados como antes. Se extrañaron de encontrarnos tan callados y tan serios, pero ya era tarde y a ellos hacer el amor, al revés que a Astarita, les surtía el efecto de un tranquilizante. Gisella se mostró incluso afectuosa conmigo, sin la excitación y la crueldad que había manifestado antes y después del chantaje de Astarita, y a punto estuve de pensar que ese chantaje había sido para ella, aquel día, un condimento nuevo y sensual para sus insípidas relaciones con Ricardo. En la escalera, Gisella me abrazó por la cintura y murmuró:

—¿Por qué pones esa cara? Si estás preocupada por lo de Gino, puedes estar tranquila. Ni yo ni Ricardo hablaremos con nadie.

—Estoy cansada —mentí.

No soy rencorosa, y bastó el brazo de Gisella alrededor de mi cintura para disipar mi resentimiento.

—También yo estoy cansada —repuso—. Me ha dado mucho viento en la cara…

Y al cabo de un rato, deteniéndose en la puerta del restaurante, mientras los dos hombres se adelantaban hacia el coche, murmuro:

—No estarás enfadada conmigo por lo ocurrido…

—Imagínate —contesté—. ¿Qué tienes que ver en todo eso?

Y así, después de haber exprimido de su intriga el jugo de las diversas satisfacciones que se había prometido, quería asegurarse también de que yo no conservaba ningún rencor contra ella. Creí entenderla bien, y precisamente por eso, porque temía que ella comprendiera que la había entendido y se ofendiera, quise disipar sus dudas y mostrarme afectuosa. Volví el rostro hacia ella y le besé una mejilla añadiendo:

—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Tú siempre has pensado que debería dejar a Gino e ir con Astarita.

—Esto es —aprobó con énfasis—. Y sigo pensándolo… pero tengo miedo de que nunca me lo perdones.

Parecía ansiosa, y yo, por un curioso contagio, estaba aún más ansiosa que ella temiendo que adivinara mis verdaderos sentimientos.

—Se ve que no me conoces —repuse con simplicidad—. Ya sé que tú querrías que dejara a Gino, porque me quieres y te disgusta que no vele por mis propios intereses. Y puede ser que tengas razón.

Tranquilizada por esta última mentira, me cogió por el brazo y me dijo en un tono de conversación confidencial y tranquila:

—Tienes que comprenderme. Astarita o cualquier otro, pero no Gino. Si supieras lo que siento ver como una chica tan guapa como tú pierde así el tiempo… Pregúntaselo a Ricardo… No hago más que hablarle de ti todo el día.

Como de costumbre, hablaba sin trabas y yo procuraba asentir a todo lo que decía. Así llegamos al coche. Volvimos a ocupar los mismos sitios de antes y nos pusimos en marcha.


Ninguno de los cuatro habló durante el viaje de regreso. Astarita seguía mirándome, aunque con más mortificación que deseo. Sus miradas ya no me molestaban y no sentía, como por la mañana, el deseo de hablar y de mostrarme cortés con él. Respiraba a gusto el aire que me daba en la cara por la ventanilla abierta y, maquinalmente, controlaba en los hitos de la carretera la distancia que nos separaba de Roma. Pero de pronto sentí que la mano de Astarita rozaba la mía y noté que intentaba dejar en la palma de mi mano algo, como un papel. Asombrada, pensé que, no atreviéndose a hablarme, había recurrido al sistema de las cartas para comunicarse conmigo. Pero, bajando los ojos, vi que era un billete de Banco doblado en cuatro.

Me miraba fijamente, mientras intentaba hacerme cerrar los dedos sobre el billete. Por un momento tuve la idea de arrojárselo a la cara. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que habría realizado un acto externo inspirado más por un ánimo de imitación que por un profundo impulso del alma. Me asombró el sentimiento que experimenté en aquel momento y después, siempre que he recibido dinero de los hombres, no he vuelto a experimentarlo con tanta claridad ni tan intensamente. Era un sentimiento de complicidad y de acuerdo sensual como ninguna de sus caricias había logrado inspirarme en la alcoba del restaurante. Un sentimiento, digo, de sujeción inevitable que, de una sola vez, me reveló todo un aspecto de mi carácter que yo ignoraba. Sabía, desde luego, que debía rechazar aquel dinero, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que deseaba aceptarlo. Y no tanto por avidez como por el nuevo placer que el ofrecimiento despertaba en mi alma.

Aun habiendo decidido aceptarlo, insinué el gesto de rechazar el billete, y aun este gesto fue instintivo, sin sombra alguna de cálculo. Astarita insistió, sin dejar de mirarme a los ojos, y entonces pasé el billete de la mano derecha a la izquierda. Me invadía una extraña sensación, sentía su ardor en el rostro y la turbación en la respiración.

Si Astarita hubiera podido adivinar en aquel momento mis sentimientos, habría podido pensar que lo amaba. Pero nada era menos verdadero. Eran sólo el dinero y la forma y el motivo por el que se me daba lo que ocupaba con tanta fuerza mi mente. Sentí cómo Astarita me cogía la mano y se la llevaba a los labios. Dejé que la besara y después la retiré. No volvimos a mirarnos hasta la llegada a Roma.


Una vez en la ciudad nos separamos todos como fugitivos, como si cada uno de nosotros supiera haber cometido un delito y le urgiera sólo ir a esconderse. Y en realidad algo muy semejante a un delito lo habíamos cometido todos aquel día: Ricardo por tontería, Gisella por envidia, Astarita por concupiscencia y yo por inexperiencia. Gisella me citó para el día siguiente, para ir a posar, Ricardo me deseó las buenas noches y Astarita no supo hacer otra cosa que estrechar silenciosamente mi mano, serio y turbado. Me habían acompañado hasta mi casa y, a pesar del cansancio y el remordimiento que sentía, recuerdo que no pude por menos de experimentar una sensación de vanidad complacida cuando bajé de aquel hermoso automóvil ante mi portal, bajo las miradas de la familia del ferroviario, nuestros vecinos, que nos observaban desde la ventana.

Fui a encerrarme en mi habitación y por primera vez examiné el dinero. Descubrí que no era uno, sino tres billetes de mil, y por un momento, sentada en el borde de la cama, casi me sentí feliz. Aquel dinero, no sólo bastaba para pagar los últimos plazos de los muebles, sino también para comprar alguna otra cosa que necesitaba. Era más dinero del que nunca había tenido y no me cansaba de mirar y tocar los billetes. Mi antigua pobreza me hacía aquel espectáculo más que agradable, incluso increíble. Tuve que mirar un buen rato los billetes, como había mirado mis muebles, para convencerme definitivamente de que me pertenecían.

CAPÍTULO V

El sueño de aquella noche, largo y profundo, borró, o por lo menos me lo pareció, el recuerdo de la aventura de Viterbo. El día siguiente desperté tranquila y decidida a perseguir con la constancia habitual mis aspiraciones a una vida normal y familiar. Gisella, a la que vi aquella misma mañana, fuese por remordimiento, o más probablemente por astuta discreción, no aludió a la excursión, cosa que le agradecí. Pero me sentía ansiosa ante la perspectiva de mi próximo encuentro con Gino. Aunque estaba convencida de no tener ninguna culpa, pensaba que me sería necesario mentir y esto me disgustaba, pues, además, yo estaba segura de que no podría mentir porque era la primera vez y hasta entonces había sido siempre sincera con él. Es verdad que le había ocultado mi nuevo contacto con Gisella, pero este subterfugio tenía motivos tan inocentes que nunca lo consideré una mentira, sino a lo sumo, un repliegue al que me había visto obligada por su irracional antipatía por Gisella.

Me sentía tan inquieta que cuando nos encontramos aquel mismo día tuve que contenerme a duras penas para no estallar en lágrimas, decirle todo lo que había ocurrido y pedirle perdón. La historia de la excursión a Viterbo me pesaba en el alma y experimentaba un fuerte deseo de liberarme de ella contándosela a alguien. Si Gino hubiera sido otro y yo supiera que era menos celoso, se lo habría contado todo sin duda alguna y con toda seguridad nos hubiéramos amado más que antes y me sentiría protegida y unida a él con lazos más fuertes incluso que los del amor. Como de costumbre, nos hallábamos en el coche, por la mañana, detenidos en el sitio habitual fuera de la ciudad. Gino notó mi preocupación y me preguntó:

—¿Qué te pasa?

Yo pensé: «Ahora se lo digo todo, aunque me eche del coche y tenga que volver a pie a Roma». Pero no tuve valor y le pregunté:

—¿Me quieres?

—¡Y me lo preguntas!

—¿Me querrás siempre? —insistí con los ojos llenos de lágrimas.

—Siempre.

—¿Y nos casaremos pronto?

Pareció fastidiado por mi insistencia.

—Palabra de honor —respondió—, pero cualquiera diría que no te fías de mí… ¿Acaso no hemos decidido casarnos en Pascua?

—Sí, es verdad.

—¿No te he dado ya dinero para la casa?

—Sí.

—Pues, ¿qué? ¿Soy o no soy un hombre de honor? Cuando digo una cosa, la hago… Apuesto a que es tu madre la que te mete esas ideas…

—No, no, mi madre nada tiene que ver —respondí alarmada—. Y dime, ¿viviremos juntos?

—Natural.

—¿Y seremos felices?

—Dependerá de nosotros.

—¿Viviremos juntos? —pregunté otra vez, incapaz de escapar de aquel círculo cerrado de ansiedad.

—¡Uf! Ya me lo has preguntado y te he contestado.

—Perdóname —dije—. Pero es que a veces me parece imposible.

Y sin poder contenerme me eché a llorar. Él quedó bastante asombrado de mis lágrimas y mostraba una turbación que parecía llena de remordimiento y cuyos motivos sólo más tarde vería claros.

—¿Por qué tienes que llorar?

Yo, en realidad, lloraba por la amargura y la angustia de no poder contarle cuanto había ocurrido y dejar así libre mi conciencia del peso del remordimiento. Lloraba también por la mortificación de sentirme indigna de él, tan bueno y tan perfecto.

—Tienes razón —dije por fin con un esfuerzo—. Soy una tonta.

—No digas eso… Pero no veo qué motivos hay para llorar. A mí me quedaba aquel peso en el alma. Y cuando hube dejado a Gino aquella misma tarde me fui a una iglesia para confesarme. No me confesaba desde hacía casi un año. Todo aquel tiempo confiaba en poder hacerlo en cualquier momento y esto parecía bastarme.


Había dejado de confesarme desde mi primer beso a Gino. Me daba cuenta de que mis relaciones con Gino eran pecado según la religión, pero, sabiendo que íbamos a casarnos, no experimentaba ningún remordimiento y pensaba que me absolverían una vez por todas antes de la boda.

Me dirigí a una pequeña iglesia del centro de la ciudad, que abría sus puertas a espaldas de un cine y al lado de un escaparate de medias. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor y una capilla lateral dedicada a la Virgen. Era una iglesia muy desordenada y sucia. Las sillas de paja desvencijadas y dejadas en desorden por los fieles, más que en una iglesia hacían pensar en alguna aburrida reunión de la cual la gente se había alejado con verdadero alivio.

Una luz débil que caía desde la linterna de la cúpula parecía desvelar el polvo del suelo y los blancos desconchados del enlucido amarillo y veteado que en las columnas imitaba el mármol. Los innumerables «ex-votos» de plata en forma de corazones llameantes colgados uno junto al otro en las paredes daban una sensación de melancólica quincallería. Pero había en el aire un antiguo olor de incienso que me reanimó. Siendo niña había aspirado aquel olor, y los recuerdos que suscitaba en mi memoria eran todos inocentes y agradables. Así me pareció hallarme en un sitio familiar, y aunque era la primera vez que entraba, creí que había ido siempre a aquella iglesia.

Antes de confesarme quise ir a la capilla lateral en la que había entrevisto una imagen de la Virgen. Desde el día de mi nacimiento había sido consagrada a la Virgen y hasta mi madre decía que me parecía a ella con mi cara de facciones regulares y mis negros ojos grandes y dulces. Siempre había amado a la Virgen porque tiene al Niño en brazos y porque ese Niño, una vez hombre, lo mataron, y ella, que lo trajo al mundo y lo amó como se ama a un hijo, sufrió mucho viéndolo colgado de una cruz. A veces pensaba que la Virgen, que había sufrido tanto, era la única que podía comprender mis dolores y de niña no quería rezar más que a ella, como la única que estaba en condiciones de entenderme. Además me gustaba la Virgen porque era tan diferente de mi madre, tan serena y tranquila, ricamente vestida, con aquellos ojos que me miraban con afecto, y me parecía que mi verdadera madre era ella y no la que me chillaba continuamente y siempre andaba ajetreada y mal vestida.

Así, pues, me arrodillé y recé una larga oración, y cubriéndome el rostro con las manos, con la cabeza baja, pedí fervorosamente que me excusara por todo lo que había hecho e invoqué su protección para mí, para mi madre y para Gino. Después me acordé de que no debía conservar rencor alguno a nadie e invoqué la protección de la Virgen también para Gisella, que me había traicionado por envidia, para Ricardo, que por estupidez había secundado a Gisella, y por último para Astarita. Rogué por Astarita más tiempo que por los demás, precisamente porque sentía un profundo resentimiento contra él y deseaba destruir aquel resentimiento y amarlo como amaba a los demás, perdonarlo y olvidar completamente el daño que me había hecho. Por último me sentí tan conmovida que acudieron las lágrimas a mis ojos. Los levanté hacia la imagen de la Virgen, sobre el altar, y las lágrimas eran como un velo y la estatua aparecía confusa y como vacilante, como si la viera bajo el agua, y las velas que brillaban en derredor de la estatua formaban muchas manchas de oro, dulces a la vista, pero al mismo tiempo amargas, como ocurre a veces con las estrellas que quisiéramos tocar y que sabemos que están tan lejanas.

Así estuve un buen rato mirando a la Virgen, casi sin verla. Después las lágrimas se desprendieron de mis ojos y se deslizaron por las mejillas con un cosquilleo amargo, y vi la Virgen, con su Niño en brazos, que me miraba y tenía el rostro iluminado por las llamas de los cirios. Me pareció que me miraba con compasión y simpatía y le di las gracias de todo corazón. Después me levanté y, sintiéndome más tranquila, fui a confesarme.


Los confesonarios estaban vacíos, pero cuando me volví buscando con la mirada un sacerdote vi uno que salía por una puerta de la izquierda del altar mayor, pasaba ante el altar haciendo la genuflexión y santiguándose y se dirigía hacia el otro lado. Era un religioso, no comprendí bien de qué orden. Procuré armarme de valor y lo llamé sin levantar la voz demasiado. Él se volvió e inmediatamente se dirigió a mí. Cuando lo tuve cerca vi que era un hombre todavía joven, muy corpulento y lleno de vida, con un rostro rosado, fresco y viril, enmarcado en una escasa barba rubia, con unos ojos azules y una frente alta y blanca. Pensé involuntariamente que era un hombre muy guapo, de los que hay pocos, no sólo en las iglesias, sino también fuera de ellas; y me sentí satisfecha de poder confesarme con él. Le comuniqué en voz baja mi deseo y él, con un leve gesto de asentimiento, me precedió hacia uno de los confesonarios.

Entró en la pequeña garita y yo fui a arrodillarme ante la reja. Una plaquita esmaltada clavada en el confesionario ostentaba el nombre de Padre Elías, y el nombre me gustó y me inspiró confianza. Me arrodillé, él rezó una breve oración y después me preguntó:

—¿Hace mucho tiempo que no te confiesas?

—Casi un año —contesté.

—Es demasiado tiempo, demasiado… ¿Por qué?

Observé que hablaba el italiano imperfectamente, con unas erres gangosas, como hacen los franceses, y por dos o tres errores que cometió adaptando palabras extranjeras a la pronunciación italiana comprendí que era francés. También me satisfizo que fuera extranjero y esta vez no sabría decir por qué. Quizá porque cuando uno se decide a realizar una acción a la que se da cierta importancia, cada detalle que parece insólito se ofrece como una señal propicia.

Le dije que el motivo de aquella larga interrupción en los deberes de buena cristiana lo comprendería por la historia que iba a contarle. Y él, después de un corto silencio, me preguntó qué tenía que decir. Entonces, con calor y confianza, le conté mis relaciones con Gino, mi amistad con Gisella, la excursión a Viterbo y el chantaje de Astarita. Mientras hablaba no podía menos de preguntarme a mí misma qué efecto podrían hacer en el fraile mis confidencias. No era un sacerdote como otros y su aspecto desacostumbrado, como de hombre de mundo, me inducía a pensar con curiosidad qué razones lo habrían llevado a hacerse sacerdote. Parecerá extraño que, tras la fuerte conmoción despertada en mí por la oración a la Virgen, me distrajera ahora hasta el punto de sentir curiosidad por aquel religioso, pero creo que no había contradicción entre esta curiosidad y la conmoción anterior. Las dos partían del fondo de mi ánimo en el que devoción y coquetería, aflicción y sensualidad, estaban embarulladamente mezcladas.

Y aun pensando en él en la forma que he dicho, sentía a medida que iba hablando un dulce alivio y una avidez consoladora de decir más y más hasta haberlo dicho todo. Me parecía ir descargando un peso y liberarme cada vez más de la grave angustia que hasta ese momento me oprimiera, como una flor aplastada por el bochorno que recibe por fin las primeras gotas de la lluvia.

Al principio hablé a duras penas y excitada; después, cada vez con más fluidez, y por último, con una sinceridad vehemente y henchida de esperanza. No omití nada, ni siquiera el dinero que Astarita me había dado, los sentimientos que me inspiraba aquel regalo y el uso que pensaba hacer de aquel dinero.

El confesor me escuchó sin hacer comentarios y cuando hube acabado dijo:

—Para evitar lo que te parece un mal, es decir, la ruptura de tu noviazgo, has aceptado hacer un daño mil veces mayor a ti misma…

—Sí, es verdad —dije conmovida, satisfecha dé que fuera abriéndome el alma con tanta delicadeza.

—En realidad —prosiguió como si hablara consigo mismo —, tu noviazgo no tiene nada que ver. Cediendo a aquel hombre has obedecido a un impulso de avaricia.

—Es verdad, es verdad…

—Pues bien, mejor hubiera sido no realizar el matrimonio a hacer lo que has hecho.

—Sí, eso mismo creo.

—No basta creerlo. Ahora te casarás, es verdad; pero ¿a qué precio? Nunca podrás ser una buena esposa.

Me sorprendió la dureza y la inflexibilidad de sus palabras y exclamé angustiada:

—¡Ah, eso no! Para mí es como si no hubiese ocurrido nada.

Estoy segura de que seré una buena esposa.

La sinceridad de mi respuesta debió de gustarle. Guardó silencio un largo rato y después dijo, con voz más dulce:

—¿Te arrepientes sinceramente?

—¡Eso sí! —dije con ímpetu.

Por un momento pensé que me impondría la obligación de restituir el dinero a Astarita, y aunque sentía un disgusto anticipado a la idea de la restitución, sólo porque la imposición partiría de él, me gustaba y me dominaba de una manera tan singular que llegué a pensar que obedecería con júbilo. Pero él, sin aludir al dinero, siguió con aquella voz suya, fría y distante, a la que el acento extranjero daba una entonación curiosamente afectuosa:

—Ahora debes casarte lo antes posible, debes ponerlo todo en regla, debes decir a tu novio que vuestras relaciones no pueden seguir así.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y qué dice él?

No pude por menos de sonreír a la idea de aquel hombre tan guapo y tan rubio que me hacía aquella pregunta desde la sombra del confesionario. Repliqué con un esfuerzo:

—Ha dicho que nos casaremos en Pascua.

—Sería mejor —dijo tras un rato de reflexión y con un tono que no parecía que hablase como sacerdote sino como un hombre de mundo cortés y al mismo tiempo un poco fastidiado por tener que ocuparse de mis asuntos— que te casaras en seguida… La Pascua está lejos.

—No podemos casarnos antes. Tengo que hacerme el ajuar y él tiene que ir a su pueblo a hablar con sus padres.

—Bien —prosiguió—. Pero debes casarte lo antes posible, y hasta el día de la boda debes interrumpir toda relación carnal con tu novio. Es un pecado grave. ¿Entendido?

—Sí, lo haré.

—¿Lo harás? —repitió con tono de duda—. Para fortificarte contra la tentación, trata de rezar.

—Sí, rezaré.

—En cuanto a ese otro hombre —siguió—. No debes volver a verlo, por ningún motivo… Y eso no ha de serte difícil, puesto que no lo amas. Si insiste, si vuelve a presentarse, aléjalo.

Le contesté que lo haría así y él, después de alguna otra recomendación pronunciada con la misma voz fría y reticente, y sin embargo tan grata por su acento extranjero y por la sensación de cultura que emanaba de él, me impuso como penitencia rezar cada día un determinado número de oraciones, y después me dio la absolución. Pero antes de despedirme quiso que rezara con él un Padrenuestro. Acepté con gusto porque sentía alejarme y aún no me había saciado de oír su voz. Dijo:

—Padre nuestro que estás en los cielos… Y yo repetí:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

—Venga a nosotros tu reino…

—Venga a nosotros tu reino…

—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…

—Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…

—Danos hoy el pan de cada día…

—Danos hoy el pan de cada día…

—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

—Y perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…

—No nos dejes caer en la tentación y líbranos de mal…

—Así sea.

—Así sea.


He reproducido entera la oración para volver a evocar el sentimiento que experimenté mientras la decía con él. Era como ser muy pequeña y que me llevara de la mano de una frase a otra. Pero entre tanto pensaba en el dinero que me había dado Astarita y casi me sentía decepcionada de que el religioso no me hubiera ordenado devolverlo. En realidad, deseaba que me lo mandara, porque quería darle una prueba concreta de mi buena voluntad, de mi obediencia y de mi arrepentimiento y quería hacer por él algo que me costara un verdadero sacrificio. Terminada la oración, me levanté y él salió del confesionario y empezó a alejarse, sin mirarme, insinuando apenas con la cabeza un gesto de saludo. Entonces, casi a mi pesar y sin pensarlo, le tiré de la manga. El fraile se detuvo y me miró serenamente.

Me pareció más guapo que nunca y mil locas ideas cruzaron mi mente. Pensé que hubiera podido amarlo y busqué el modo de darle a entender que me gustaba. Pero, al mismo tiempo, la voz de mi conciencia me advertía que estaba en la iglesia, que él era un sacerdote y que me había confesado. Todas estas ideas, asaltándome al mismo tiempo, produjeron en mi ánimo una gran turbación y por un instante fui incapaz de hablar. El, entonces, tras una espera razonable, me preguntó:

—¿Querías decirme alguna otra cosa?

—Quería saber —dije— si tengo que devolver el dinero a aquel hombre.

Me lanzó una rápida ojeada que me pareció llegaba hasta el fondo de mi alma, tan recta y aguda era, y después dijo brevemente:

—¿Tienes mucha necesidad de él?

—Sí.

—Bien, puedes no devolverlo… Pero, de todos modos, obra según tu conciencia.

Dijo estas palabras con un tono particular, como dando a entender que nuestra conversación había terminado, y yo susurré: «Gracias», sin sonreír, mirándolo fijamente. En realidad, había perdido la cabeza y casi esperaba que de algún modo, con un gesto o una palabra, me diera a entender que no le era indiferente. Comprendió con seguridad el significado de mi mirada y una leve llama de estupor le pasó por los ojos. Hizo un ligero gesto de saludo y, volviéndome la espalda, se fue dejándome confusa y llena de turbación junto al confesionario.


Nada dije a mi madre acerca de la confesión, como tampoco le había hablado de la excursión a Viterbo. Sabía que mi madre tenía unas ideas muy concretas sobre los curas y la religión. Solía decir que eran cosas bonitas, pero que entre tanto los ricos seguían siendo ricos y los pobres continuaban siendo pobres. «Se ve que los ricos saben rezar mejor que nosotros», decía. Pensaba de la religión como de la familia y el matrimonio. Había sido religiosa practicante y, a pesar de ello, todo le había salido siempre mal, por lo que ya no creía en nada. Una vez le había dicho que el premio nos esperaba en el otro mundo y ella se puso furiosa y afirmó que quería el premio inmediatamente, en este mundo, y que si no lo obtenía aquí quería decir que todo eran mentiras. Pero, como ya he dicho, me había dado una educación religiosa, porque en cierta época ella misma lo había sido. Sólo en los últimos años la adversidad fue haciéndola más áspera y acabó cambiando de idea.


La mañana siguiente monté en el coche de Gino y me dijo que sus amos partían y que, durante unos días, tendríamos la posibilidad de vernos en la villa. Mi primer impulso fue de alegría porque, como creo haber dado a entender, el amor me gustaba y me gustaba hacer el amor con Gino. Pero inmediatamente recordé la promesa hecha al confesor y dije:

—No, no es posible.

—¿Por qué?

—Porque no es posible.

—Está bien —dijo con un suspiro de paciencia—. Entonces, mañana…

—No, mañana tampoco. Nunca.

—¿Nunca? —repitió con fingido estupor bajando la voz—. ¿Conque esas tenemos? ¡Nunca! Por lo menos me darás una explicación.

En su cara se reflejaban sospechas y celos.

—Gino —dije apresuradamente—, yo te quiero y nunca te he querido tanto como ahora… Pero precisamente porque te quiero he decidido que hasta que estemos casados no vuelva a haber nada entre nosotros… nada, en el sentido de hacer el amor.

—Ahora todo está claro —dijo con malignidad—. Tienes miedo de que no quiera casarme, ¿eh?

—No, estoy segura de que te casarás conmigo. Si tuviera ese miedo no haría tantos preparativos ni me gastaría tanto dinero de mi madre, que ha empleado toda su vida en ahorrarlos.

—¡Uf, ya estamos con el dinero de tu madre! —dijo con un tono cada vez más desagradable que yo casi no le conocía—. Entonces, ¿por qué?

—Me he confesado y mi confesor me ha ordenado que no vuelva a hacer el amor contigo hasta que nos hayamos casado.

Gino hizo un gesto de disgusto y dejó escapar una exclamación que casi me pareció una blasfemia.

—Pero, ¿con qué derecho mete la nariz ese cura en nuestras cosas?

Preferí no decir nada. Gino insistió:

—Di, ¿por qué no hablas?

—No tengo nada más que decir.

Debí de parecerle inamovible, porque de pronto cambió de idea y dijo:

—Bueno, está bien… ¿Quieres que te lleve a la ciudad?

—Como quieras.


Debo decir que ésta fue la única vez que Gino se mostró desagradable y descortés conmigo. Al día siguiente ya parecía resignado y se mostraba como siempre había sido, afectuoso, lleno de premura, cortés. Seguimos así viéndonos todos los días, como de costumbre; sólo que ya no hacíamos el amor y nos limitábamos a charlar. De vez en cuando le daba un beso, aunque él parecía haber hecho una cuestión de honor el no pedírmelo. Creía que besarle no era realmente pecado ya que, al fin y al cabo, éramos novios e íbamos a casarnos pronto. Hoy, pensando en aquellos días, creo que Gino se resignó tan pronto a su nuevo papel de novio respetuoso por la esperanza de enfriar gradualmente nuestras relaciones y, sin más razones, llevarme poco a poco a una especie de insensible alejamiento.

Cada día sucedía qué chicas como yo, después de noviazgos larguísimos y extenuantes, volvían a quedar libres sin otro daño que el haber perdido lo mejor de su juventud. Sin saberlo, con aquella imposición del confesor, le había ofrecido el pretexto que tal vez andaba buscando para terminar nuestras relaciones. Desde luego, por sí solo nunca hubiera tenido el valor de hacerlo, ya que su carácter era débil y egoísta y el placer que le producían nuestras relaciones era mucho más fuerte que su voluntad de abandonarme, Pero la intervención del confesor le permitía adoptar una solución hipócrita y aparentemente desinteresada.

Al cabo de algún tiempo empezó a verme con menos frecuencia, un día sí y otro no. Y me di cuenta de que nuestros paseos en coche se hacían menos largos y que prestaba menos atención a mis discursos matrimoniales. Pero aun dándome oscuramente cuenta de ese cambio de actitud, no sospechaba nada. Además, se trataba de matices o naderías y seguía portándose conmigo con su habitual modo afectuoso y cortés. Por último, un día, con una cara compungida, me dijo que por motivos de familia teníamos que aplazar la fecha de nuestra boda hasta después del verano.

—¿Te disgusta mucho? —preguntó viendo que yo no comentaba de ninguna manera la noticia y me limitaba a mirar a lo lejos con una cara pensativa y un gesto amargo.

—No, no —dije volviendo a mis cabales—. No importa… Paciencia… Además, así tendré más tiempo para coser mi ajuar.

—No es verdad —replicó—. Te disgusta y mucho.

Era extraño su empeño en que el aplazamiento de nuestra boda me disgustara.

—Te digo que no.

—Entonces, si no te disgusta, quiere decir que no me amas de veras y que, en el fondo, quizá no te disgustaría que no nos casáramos nunca.

—No digas eso —dije, asustada—. Sería terrible para mí. No quiero ni pensarlo.

Hizo un gesto que por el momento no comprendí. En realidad, él había querido probar mi empeño y había comprendido con disgusto que todavía resultaba demasiado fuerte.

Pero el aplazamiento de nuestra boda, si no bastó aún para despertar mis sospechas, confirmó en cambio las antiguas convicciones de mi madre y de Gisella. Mi madre, cosa extraña dado su carácter impulsivo y violento, no comentó inmediatamente la noticia. Pero una noche, mientras me servía la cena como de costumbre, en pie, silenciosa y atenta a mis órdenes, cuando hice no sé qué alusión a la boda, dijo:

—¿Sabes cómo se llamaba en mis tiempos a una muchacha que espera casarse y no se casa nunca?

Palidecí y me falló el corazón:

—¿Cómo?

—Pues la muchacha al fresco —dijo mi madre plácidamente—. Él te tiene al fresco como a la carne que sobra, y a veces la carne, a fuerza de tenerla en la fresquera, se estropea, y entonces hay que tirarla.

Sentí una enorme rabia y dije:

—No es verdad. Al fin y al cabo, es la primera vez que lo aplazamos, y sólo por unos meses. La verdad es que tú le tienes manía a Gino porque es un chofer y no un señor.

—No tengo manía a nadie.

—Sí, sí se la tienes. Y también porque has tenido que gastar el dinero para nuestra alcoba… Pero no tengas miedo, que…

—Hija mía, el amor te está volviendo estúpida.

—No te preocupes, porque todos los plazos que quedan los pagará él, y los que has pagado tú te los devolveremos. Mira…

Y exaltada por la pasión abrí la bolsa y le enseñé los billetes que me había dado Astarita.

—Esos billetes son suyos.

Estaba tan convencida que me parecía estar diciendo la verdad.

—Me los ha dado él y me dará otros.

Abrió mucho los ojos y puso una cara contrita y desilusionada que me llenó de remordimiento. Era la primera vez, al cabo de tanto tiempo, que la trataba tan mal. Y simultáneamente me di cuenta de que le había mentido, pues aquel dinero no me lo había dado Gino. Sin decir palabra, mi madre levantó la mesa, cogió los platos y salió. La vi de espalda, erguida ante el fregadero, dedicada a lavar los platos que poco a poco iba colocando sobre el mármol, para enjuagarlos. Tenía la cabeza y los hombros inclinados levemente y esta actitud suscitó en mí una gran compasión. Impetuosamente le eché los brazos al cuello, diciéndole:

—Perdóname lo que te he dicho. No lo sentía de veras, pero es que cuando me hablas de Gino me haces perder la cabeza.

—Déjame, déjame —dijo, fingiendo luchar para soltarse de mi abrazo.

—Pero debes entenderme —añadí con pasión—. Si Gino no se casa conmigo… me mato o me dedico a la vida pública.


Gisella acogió la noticia del aplazamiento de la boda de una manera no muy diferente de la de mi madre. Estábamos en su habitación, yo completamente vestida, sentada al borde del lecho, y ella en camisón en el tocador, peinándose. Me dejó hablar hasta el fin, sin hacer ningún comentario. Después, sonriendo tranquilamente dijo:

—¿Ves como tenía razón?

—¿Por qué?

—Él no quiere casarse contigo y no se casará. Ahora ya no es la Pascua, sino Todos los Santos, y después de Todos los Santos será la Navidad… y un buen día acabarás cayendo del árbol y serás tú quien lo deje.

Me daban rabia sus palabras. Pero en cierto modo ya me había desahogado con mi madre y además sabía que, de haber dicho cuanto pensaba, hubiera tenido que romper con Gisella, y yo no quería, pues al fin y al cabo era mi única amiga. Hubiera debido responderle, como lo pensaba, que ella no quería que me casara porque sabía que Ricardo no iba a casarse nunca con ella. Era la verdad, pero no me parecía justo ofender a Gisella sólo porque, quizá a su pesar, al hablarme de Gino cedía al feo sentimiento de la envidia y de los celos. Me limité a contestar:

—No hablemos más de eso, ¿quieres? A ti, en el fondo, no te importa que me case o no y a mí me disgusta hablar de ello.

Gisella se levantó y vino a sentarse en la cama, a mi lado.

—¿Qué es eso de que no me importa? —protestó con vivacidad.

Y después, cogiéndome por la cintura agregó:

—Pues me disgusta mucho el ver cómo se burlan de ti.

—Esto no es verdad —dije en voz baja.

Se calló un momento y después, como al azar:

—A propósito, Astarita no hace más que atormentarme porque quiere volver a verte. Dice que no puede vivir sin ti. Está realmente enamorado… ¿Quieres que fijemos una cita?

—No me hables de Astarita —contesté.

—Se da cuenta de que se portó mal el día de Viterbo —siguió Gisella—. Pero en el fondo lo hizo porque te ama y está dispuesto a hacerse perdonar.

—El único modo de hacerse perdonar —dije— es que no se deje ver más.

—Mujer, al fin y al cabo es un hombre serio y te ama de veras. Quiere verte, hablar contigo. ¿Por qué no podéis citaros en un bar, por ejemplo, y delante de mí?

—No —repliqué con decisión—. No quiero volver a verlo.

—Te arrepentirás.

—Ve tú con él.

—Iría inmediatamente, querida, porque es un hombre generoso que no repara en gastos. Pero te quiere a ti y no a mí.

Realmente es una idea fija la suya.

—Sí, pero yo no quiero.

Gisella insistió aún bastante a favor de Astarita, pero no me dejé convencer. Me hallaba entonces en el colmo de mi desesperado deseo de casarme y crear una familia y estaba firmemente decidida a no dejarme seducir ni por razones ni por dinero. Hasta había olvidado el estremecimiento de complacencia que Astarita supo suscitar en mi ánimo poniéndome a la fuerza el dinero en la mano al regreso de Viterbo. Como suele ocurrir, precisamente porque temía que Gisella y mi madre tuvieran razón y que por cualquier motivo no se realizara la boda, me acogí a la idea del matrimonio con mayor y más firme esperanza.

CAPITULO VI

Entre tanto, había pagado todos los plazos de los muebles y trabajaba más que nunca a fin de conseguir más dinero y pagar el ajuar. Por la mañana posaba para los pintores y por la tarde me encerraba en la sala con mi madre y cosía hasta la noche. Ella trabajaba en la máquina de coser junto a la ventana y yo, un poco apañada, cosía a mano sentada junto a la mesa. Mi madre me había enseñado a coser en blanco y siempre he sido muy eficaz y muy rápida. Siempre había muchos ojales y pespuntes que hacer y reforzar y además cada camisa debía llevar bordadas sus iniciales y yo sabía hacerlas especialmente bien, realzadas, duras, que parecían salir fuera del tejido. La ropa interior de hombre era nuestra especialidad, pero también solíamos coser alguna blusa o camiseta o alguna otra prenda interior de mujer, pero siempre cosas comunes y de poca monta porque mí madre no sabía trabajar muy fino y no conocía señoras que le hicieran encargos.

Mientras cosía, mi mente iba perdiéndose en reflexiones acerca de Gino, el matrimonio, la excursión a Viterbo, mi madre, mi vida y así el tiempo pasaba pronto. Nunca he sabido qué pensaba mi madre, pero desde luego debía pensar algo porque cuando cosía a máquina siempre tenía una expresión furiosa y si le hablaba, la mayor parte de las veces me contestaba mal. Al atardecer, en cuanto se hacía de noche, me levantaba, me sacudía los hilos y tras haberme puesto mi mejor vestido salía de casa e iba a encontrarme con Gisella o, cuando tenía cierta libertad, con Gino. Hoy me pregunto si entonces era feliz. En cierto sentido lo era porque deseaba con fuerza una cosa y la consideraba próxima y posible. Después he sabido que la verdadera infelicidad viene cuando no se tiene ninguna esperanza y entonces de nada sirve estar bien y no necesitar nada.

Más de una vez, durante aquel período, me di cuenta de que Astarita me seguía por la calle. Esto solía suceder bastante pronto por la mañana, cuando iba a los estudios de los pintores.


Habitualmente, Astarita esperaba que yo saliera, quieto en un entrante de las murallas, al otro lado de la calle. Nunca atravesaba la calzada y mientras yo caminaba apresuradamente por la acera hacia la plaza, él desde la otra acera se limitaba a seguirme más lentamente bordeando las casas. Me observaba, y esto parecía bastarle, actitud propia de un hombre perdidamente enamorado como era él. Cuando llegaba a la plaza, Astarita iba a situarse en la parada del tranvía, enfrente de la otra en la que yo esperaba. Seguía mirándome, pero bastaba que dirigiera mis ojos hacia él para que inmediatamente se confundiese y fingiese escrutar la calle para ver si llegaba un tranvía. Ninguna mujer puede permanecer indiferente ante un amor como aquél, y yo, aun estando firmísimamente decidida a no corresponderle nunca, experimentaba a veces por él una especie de compasión. Después, llegaba Gino (o el tranvía, según los días), yo subía al coche o al tranvía y Astarita quedaba en la parada mirando cómo yo me alejaba y desaparecía.

Una de aquellas tardes, cuando volvía a casa a cenar, al entrar en la sala, me encontré con Astarita de pie, sombrero en mano conversando con mi madre. Al verlo en mi casa, el pensamiento de lo que hubiera podido decir a mi madre para convencerla de que interviniese a su favor, me hizo olvidar toda compasión y fui presa de un acceso de verdadera rabia.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

Él me miró y le volvió a la cara aquella expresión convulsa y temblorosa que mostró en el coche cuando íbamos a Viterbo mientras me decía que le gustaba. Pero esta vez, ni siquiera conseguía hablar.

—Este señor dice que te conoce —comenzó mi madre, con aire confidencial—. Quería saludarte…

Por su tono comprendí que Astarita le había hablado precisamente en el sentido que yo me temía, y quién sabe, tal vez hasta le había dado dinero.

—Por favor, tú vete —dije a mi madre.

Ella se asustó por el tono de mi voz, que era casi salvaje, y sin decir palabra salió por la puerta que da a la cocina.

—¿Qué hace usted aquí? Váyase —grité.

Él me miró, pareció mover los labios, pero no llegó a pronunciar palabra. Tenía los ojos hundidos y casi se veía el blanco, y estuve a punto de pensar que de un momento a otro podía caer en un deliquio.

—¡Váyase! —repetí con voz fuerte golpeando con el pie el suelo—. Váyase o llamo a la gente, a un amigo nuestro que vive aquí abajo.

Más tarde me he preguntado muchas veces por qué Astarita no me hizo un chantaje por segunda vez amenazándome si no cedía a su deseo con contar a Gino lo sucedido en Viterbo. Ahora podía hacerme chantaje con más probabilidades de éxito que la primera vez, porque realmente me había poseído, había testigos y yo no podía negarlo. Y he llegado a la conclusión de que la primera vez sólo me deseaba y la segunda me amaba además. El amor quiere ser correspondido, y Astarita, amándome, debió sentir toda la insuficiencia de poseerme, como aquel día en Viterbo, muda e inerte, como una muerta. Por otra, parte, esta vez estaba decidida a dejar estallar la verdad. Después de todo, si Gino me amaba, debía comprenderme y perdonarme. Mi resolución, desde luego, convenció a Astarita de la inutilidad de un segundo chantaje.

A mi amenaza de llamar a la gente, no contestó. Pero, restregando el sombrero sobre la mesa, inició una retirada hacia la puerta. Cuando llegó al extremo de la mesa, se detuvo, bajó la cabeza y por un momento pareció recogerse como para ir a hablar. Pero cuando levantó de nuevo los ojos hacia mí y movió los labios, pareció como si el ánimo le faltara de nuevo y se quedó mudo mirándome fijamente. Esta segunda mirada me pareció muy larga. Después, con una inclinación de cabeza, salió cerrando tras de sí la puerta.

Fui inmediatamente donde estaba mi madre, a la cocina, y le pregunté con furor:

—¿Qué le has dicho a ese hombre?

—Yo, nada —respondió asustada—. Me ha preguntado qué trabajo hacíamos… Me ha dicho que le gustaría que le hiciera unas camisas.

—Si vas a su casa, te mato —grité.

Me miró atemorizada y respondió:

—¿Quién ha dicho que voy a ir a su casa? Que le haga otra sus camisas.

—¿Y no te ha dicho nada de mí?

—Me ha preguntado cuándo te casabas.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que te casabas en octubre.

—¿Y no te ha dado dinero?

—No. ¿Por qué iba a dármelo? —repuso con fingido estupor—. ¿Es que tenía que darme algo?

Por el tono de su voz, me quedé convencida de que Astarita le había dado dinero. Me acerqué a ella y la cogí por un brazo con violencia.

—Dime la verdad, ¿te ha dado dinero?

—No, no me ha dado nada.

Mantenía la mano en el bolsillo del delantal. Le cogí con fuerza la muñeca y con una violencia terrible hice que saliera del bolsillo, junto a la mano, un billete doblado por la mitad. Aunque yo seguía apretándola, mi madre se inclinó y lo recogió con tanta avidez que de pronto cesó mi furor. Recordé la turbación y la felicidad que había despertado en mi ánimo el dinero de Astarita el día de la excursión a Viterbo y pensé que no tenía derecho a condenar a mi madre porque experimentara los mismos sentimientos y cediera a las mismas tentaciones. Entonces, hubiera deseado no haberle preguntado nada, no haber visto el billete, y me limité a observar con voz normal:

—Ya ves como te lo ha dado.

Y sin esperar más explicaciones, me fui de la cocina.


Durante la cena, por una alusión comprendí que ella hubiera deseado volver a hablar de Astarita y del dinero, pero cambié de tema y mi madre no insistió.

Al otro día, Gisella vino sin Ricardo al bar donde nos citábamos habitualmente. Cuando se sentó, sin preámbulos me dijo:

—Hoy tengo que hablarte de una cosa muy importante.

Una especie de presentimiento hizo que la sangre abandonara mi rostro y dije con voz apagada:

—Si es una mala noticia, te ruego que no me la digas.

—Ni buena, ni mala —contestó con vivacidad—. Es una noticia y nada más… Ya te he dicho quién es Astarita…

—No quiero oír hablar de Astarita.

—Pero escúchame y no seas niña… Astarita, como ya te he dicho, es un hombre importante, un pez gordo, todo un personaje de la Policía política.

Me sentí un poco tranquilizada, porque después de todo, no me preocupaba de la política. Dije con un esfuerzo:

—Lo que sea Astarita, aunque sea ministro, no me importa.

—¡Uf, qué tonta eres! —bufó Gisella—. Óyeme, en vez de interrumpirme… Astarita me ha dicho que debes ir sin tardanza a verlo en el ministerio. Tiene que hablarte, pero no de amor…

Y viendo que me disponía a protestar, añadió:

—Debe hablarte de algo muy importante… y que se relaciona contigo.

—¿Conmigo?

—Sí, por tu bien… Al menos, eso me ha dicho.

¿Por qué decidí, después de tantos propósitos en contrario, aceptar esta vez la invitación de Astarita? Ni siquiera yo lo sé. Pero más muerta que viva dije:

—Está bien, iré.

Gisella se quedó un poco desconcertada por mi pasividad y por primera vez se dio cuenta de mi palidez y de mi susto.

—Pero, ¿qué tienes? —preguntó—. ¿Porque es de la Policía? No es que tenga nada contra ti. ¿De qué tienes miedo? No irás a pensar que va a arrestarte.

Me levanté, aunque me sentía vacilante.

—Está bien —repetí—. Iré. ¿Qué ministerio es?

—El ministerio del Interior. Justo frente al «Supercinema», pero escucha…

—¿A qué hora?

—Durante toda la mañana… Pero escucha…

—Hasta la vista.


Aquella noche dormí poco. No comprendía qué podía querer Astarita, aparte de satisfacer su pasión. Pero un presentimiento que parecía infalible me decía que no iba a ser nada bueno. El lugar donde me convocaba me hacía suponer que la Policía tenía algo que ver en todo aquello. Sabía por otra parte, como saben todos los pobres, que cuando la Policía se mueve nunca es para dar una alegría, y después de haber examinado detenidamente mi conducta, llegué a la conclusión de que Astarita quería hacerme otro chantaje sirviéndose de alguna información que hubiera obtenido acerca de Gino. Yo no conocía la vida de Gino y pudiera ser que se hubiera comprometido en asuntos políticos. Nunca me había preocupado de política, pero no era tan ignorante como para no saber que había muchas personas a las que no gustaba el Gobierno fascista y que hombres como Astarita eran precisamente los encargados de cazar a esos enemigos del Gobierno. Mi imaginación me pintaba con vivos colores el dilema que me plantearía Astarita: o darme nuevamente a él o dejar que Gino fuera a la cárcel. Mi angustia procedía del hecho de que no quería en modo alguno complacer a Astarita y por otra parte tampoco me gustaba que Gino acabara en una prisión. Pensando en estas cosas, ya no sentía compasión alguna por Astarita, sino solamente odio. Me parecía un hombre vil y bajo, indigno de vivir, al que convendría castigar despiadadamente. Y en realidad, entre otras soluciones, aquella noche me pasó por la mente la de matarlo.

Pero más que una solución era una fantasía enfermiza causada por el insomnio, y como una fantasía que no se traduce en una firme decisión, me acompañó hasta el amanecer. Me veía meter en el bolso el cuchillo afilado y agudo, de largo mango, que utilizaba mi madre para pelar las patatas, ir a ver a Astarita, oírle hacerme la proposición temida y después, con toda la fuerza de mi robusto brazo, descargarle un golpe en el cuello, entre la oreja y la camisa almidonada. Me veía salir de su despacho fingiendo la mayor tranquilidad, y después, correr para refugiarme en casa de Gisella o de cualquier otra amiga. Pero aun mezclando estas imaginaciones sanguinarias, sabía que nunca hubiera podido hacer semejante cosa. Me horroriza la sangre y me espanta hacer daño a los demás; mi carácter me inclina más a padecer la violencia ajena que a imponer la mía.


Al amanecer me dormí un poco. Después, lució el día, me levanté y fui a la habitual cita con Gino. Cuando nos encontramos en el paseo suburbano, después de las primeras palabras de siempre le pregunté, tratando de dar a mi voz una entonación casual:

—Dime, ¿te has metido alguna vez en política?

—¿En política? ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, así como hacer algo contra el Gobierno.

Me miró con un gesto astuto y después me preguntó:

—Oye, ¿es que te parezco tonto?

—No, pero…

—Ante todo, contéstame a esto. ¿Te parezco tonto?

—No —respondí—. No lo pareces, pero…

—Entonces —acabó—, ¿por qué diablos quieres que me haya ocupado de política?

—Bien, no sé… A veces…

—Nada… pero a quien te haya hecho esa insinuación, dile que Gino Molinari no es un estúpido.

Hacia las once, después de haber vagado más de una hora alrededor del ministerio sin decidirme a entrar, me presenté al portero y pregunté por Astarita. Subí primero por una gran escalera de mármol; después, por otra más pequeña, aunque igualmente ancha y pasé finalmente por unos corredores hasta una antesala a la que daban tres puertas. Estaba acostumbrada a asociar la palabra «Policía» con sitios sucios y estrechos como los de los comisariados de barrio y me quedé asombrada al ver el lujo de las oficinas en las que trabajaba Astarita. La antesala era un verdadero salón con el suelo de mosaico y unos cuadros antiguos como los que se ven en las iglesias, unos sillones de cuero aparecían dispuestos ante las paredes y una maciza mesa ocupaba el centro. No pude por menos de pensar, intimidada por aquel lujo, que Gisella tenía razón: Astarita debía de ser realmente un personaje importante. Y la importancia de Astarita me la confirmó, de pronto, un hecho inesperado. Acababa de sentarme cuando de una de aquellas puertas salió una señora muy alta y muy bella, aunque ya no muy joven, elegantemente vestida de negro, con un velo en la cara; Astarita la seguía inmediatamente después. Me puse de pie, creyendo que era mi turno. Pero Astarita, haciéndome desde lejos una señal con la mano, como advirtiéndome que me había visto pero que aún no era mi hora, siguió hablando con la dama, ya en el umbral. Después de haberla acompañado hasta el centro de la sala y de haberse despedido de ella con una inclinación y besándole la mano, hizo una seña a otra persona que también estaba sentada en la antesala, un viejo con gafas y una barbita blanca, vestido de negro, que parecía un profesor. A la seña de Astarita, se levantó inmediatamente, servil y alborotado, y se precipitó hacia él. Los dos desaparecieron en la estancia de al lado y yo volví a quedarme sola.

Lo que más me había sorprendido en esta aparición de Astarita era la diferencia de sus modales con respecto al que yo había conocido en la excursión a Viterbo. Entonces lo había visto preocupado, convulso, mudo, trastornado. Ahora me parecía un hombre muy dueño de sí mismo, desenvuelto y acompasado a la vez, lleno de no sé qué sentido de superioridad, al mismo tiempo autoritaria y discreta. También su voz había cambiado. Durante la excursión me había hablado con tono bajo, cálido, ahogado, pero su voz, mientras hablaba con la señora del velo, tenía un timbre claro, frío, mesurado y tranquilo. Iba vestido, como de costumbre, de gris oscuro, con el cuello de la camisa blanco y alto que daba a su cabeza algo de hierático, pero ahora, el traje y el cuello, que en la excursión yo había observado sin atribuirles un significado especial, me parecían totalmente a tono con el lugar, los muebles severos y macizos, la amplitud de la sala, el silencio y el orden que reinaban en ella, ni más ni menos que si se hubiera tratado dé un uniforme. Gisella tenía razón. Aquel hombre debía de ser un personaje importante, y sólo el amor podía explicar sus maneras torpes y su constante sentimiento de inferioridad en sus relaciones conmigo.

Estas observaciones me distrajeron un poco de mi primera turbación de manera que, cuando al cabo de unos minutos se abrió nuevamente la puerta y salió el viejo, me sentía bastante dueña de mí misma. Pero esta vez Astarita no apareció para llamarme desde el umbral. En cambio, sonó un timbre, entró un ujier en el despacho de Astarita, cerró la puerta, volvió a aparecer, se acercó a mí y, preguntándome en voz baja mi nombre, me dijo que podía pasar. Me levanté y sin prisa fui hacia la puerta.


El despacho de Astarita se hallaba en una sala un poco más pequeña que la antesala. Esta otra habitación estaba casi vacía. No había más que un tresillo de cuero en un rincón y, enfrente, una gran mesa en la que trabajaba Astarita. Por dos ventanas, a través de unas cortinas blancas, entraba en la habitación un día frío, sin sol, silencioso y triste, que me hizo pensar en la voz de Astarita mientras hablaba a la señora del velo. Había una grande y blanda alfombra en el pavimento y dos o tres cuadros en las paredes. Recuerdo uno que representaba una extensión de prados verdes limitados en el horizonte por una cadena de montañas rocosas.

Como ya he dicho, Astarita estaba sentado tras su gran mesa de trabajo y cuando entré ni siquiera levantó los ojos de unos papeles que estaba leyendo o fingía leer. Digo «fingía» porque en seguida tuve el convencimiento de que todo era una comedia con el fin de intimidarme y sugerirme el sentimiento de su autoridad y de su importancia. De hecho, cuando me acerqué a la mesa, pude ver que la hoja en la que tenía fijos los ojos con tanta atención no contenía más que tres o cuatro líneas y debajo un garabato de firma. Además, la mano con la que sujetaba la frente y que apretaba entre dos dedos un cigarrillo encendido, revelaba su turbación, temblando visiblemente. Con el temblor, había caído un poco de ceniza sobre el papel que estudiaba con tanta y tan artificiosa atención.

Puse las manos en el borde de la mesa y dije:

—Aquí estoy.

Como a una señal, al oír estas palabras dejó de leer, se levantó apresuradamente y se acercó a saludarme, cogiéndome las manos. Pero todo ello en un silencio que contrastaba bastante con la actitud autoritaria y desenvuelta que procuraba mantener. En realidad, como comprendí en seguida, mi voz había bastado para hacerle olvidar el papel que se había propuesto representar, y la habitual turbación le invadió de nuevo, irresistiblemente. Me besó las manos, primero una y después la otra, me miró, casi poniendo los ojos en blanco, melancólicos y anhelantes; fue a hablar, pero los labios le temblaron y estuvo callado un rato.

—Has venido —dijo por fin, con la voz que ya conocía, baja y ahogada.

Ahora, quizá por contraste con su actitud, me sentía del todo tranquila.

—Sí, he venido —dije—. Verdaderamente no hubiera debido venir. ¿Qué tiene que decirme?

—Ven, siéntate aquí —murmuró.

No había dejado mi mano y la estrechaba con fuerza y, sujetándome todavía, me llevó al diván. Me senté, pero él, de pronto, se arrodilló ante mí, rodeándome las piernas con sus brazos y apretando su frente entre mis rodillas. Todo ello en silencio, mientras le temblaba todo el cuerpo. Apretaba la frente con tal fuerza que me hacía daño y tras una larga inmovilidad levantó la cabeza calva como queriendo acomodar su cara en mi regazo. Entonces hice un gesto como para levantarme diciendo:

—Tenía usted que decirme algo importante… Dígalo, o me voy.

Al oír estas palabras se levantó, como a duras penas, se sentó a mi lado, me cogió una mano y dijo:

—Nada… Quería volver a verte.

Hice acción de levantarme y él, reteniéndome, dijo:

—Sí… Y quería decirte que tenemos que ponernos de acuerdo.

—¿De qué modo?

—Te amo —dijo hablando muy de prisa—. Te amo mucho. Ven a vivir conmigo, a mi casa… Serás la dueña, como si fueras mi mujer… Te compraré vestidos, joyas, todo lo que quieras.

Parecía fuera de sí. Las palabras le salían confusamente por entre los labios, que seguían inmóviles y como torcidos.

—¿Y es para esto para lo que me ha hecho venir aquí? —pregunté con frialdad.

—¿No quieres?

—Ni siquiera hablar de ello.

Cosa extraña. No dijo nada después de mi respuesta. Pero levantó una mano y casi fascinándome con la fijeza de su mirada me la pasó por la cara como si quisiera reconocer su perfil. Sus dedos eran ligeros y yo los sentía estremecidos por un temblor, mientras las yemas daban la vuelta a mi rostro desde las sienes a la mejilla, de la mejilla al mentón y desde el mentón a la mejilla y a la sien otra vez. Era realmente el gesto de un hombre enamorado y es tan fuerte la persuasión del amor, aun cuando no se quiera corresponderle, que por un momento casi me sentí movida a decirle por compasión alguna palabra menos dura y definitiva.

Pero él no me dejó tiempo porque, acabada la caricia, se puso de pie, diciendo con un tono jadeante en el que se mezclaban la turbación del deseo y no sé qué nuevo empeño:

—Espera… Es verdad, tengo que decirte algo importante.

Se acercó a la mesa y cogió un fascículo rojo.

Ahora correspondió a mí turbarme, cuando lo vi venir a mi lado con el fascículo. Pregunté con un hilo de voz:

—¿Qué es?

—Es… es…

Era extraño como el tono autoritario y oficioso se mezclaba con su excitación:

—Es un informe referente a tu novio.

—¡Ah!

Por un momento cerré los ojos, muy turbada. Astarita no lo vio. Hojeaba el fascículo, enredándose en sus páginas, excitado.

—Gino Molinari, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y debes casarte con él en octubre, ¿no es así?

—Sí.

—Pero Gino Molinari está ya casado —prosiguió—. Y precisamente con Antonieta Partini, hija del difunto Emilio y de Diomira Lavahna, hace ya cuatro años, y tienen una niña llamada María… Actualmente, la esposa vive en Orvieto, con su madre…

Yo no dije nada. Me levanté del diván y fui hacia la puerta. Astarita quedó erguido en medio de la habitación, con su fascículo entre las manos. Abrí la puerta y salí.


Recuerdo que cuando me encontré en la calle, entre la gente, en una jornada blanda y nubosa de aquel suave invierno, tuve la sensación amarga y segura de que la vida, tras una interrupción debida a mis aspiraciones y a mis preparativos matrimoniales, como un río que ha sido durante algún tiempo y artificialmente sacado de su antiguo cauce, volvía a fluir por la orilla acostumbrada, sin cambios ni novedades. Quizás esa sensación derivaba de que, en mi extravío, miraba a mi alrededor con una atención en la que ya no cabía la antigua gallardía. Y la gente, las tiendas y los vehículos se me presentaban por primera vez al cabo de tantos meses, a una luz despiadada de normalidad, ni feos ni bonitos, ni interesantes ni insignificantes, simplemente como eran, como deben presentarse a un borracho cuando ha pasado la embriaguez. Pero quizás y mas probablemente surgía de la comprobación de que la normalidad de la vida no eran mis proyectos de felicidad, sino al contrario, todas las cosas rebeldes a planes y proyectos, las cosas casuales, que se manifiestan defectuosas e imprevisibles, que causan desilusión y dolor. Y no cabía duda, si aquello era verdad, como parecía serlo, de que yo, después de una borrachera de varios meses, volvía a vivir aquella mañana.

Éste fue el único pensamiento que me inspiró el descubrir la doblez de Gino. Pero no pensé en condenarlo, ni creo que experimenté ningún rencor contra él. No me había engañado sin alguna complicidad por mi parte, y era demasiado reciente el recuerdo del placer que había sentido entre sus brazos para no encontrar, si no una justificación, por lo menos una excusa a su mentira. Pensé que, ciego por el deseo, había sido más débil que malo y que, en el fondo, la culpa, si podía llamarse así, había sido de mi belleza, que hacía perder la cabeza a los hombres hasta hacerles olvidar todo escrúpulo y toda clase de deberes. En resumidas cuentas, Gino no era más culpable que Astarita; sólo que había recurrido al fraude, mientras que Astarita se había servido del chantaje. Además los dos me amaban y, de haber podido hacerlo, hubieran usado medios lícitos para poseerme y me habrían asegurado aquella modesta felicidad que yo colocaba por encima de todo. Pero la fatalidad había querido que con mi belleza fuera a toparme con hombres que no podían procurarme esta felicidad. Por desgracia, si no era seguro que hubiera un culpable, era cierto que había una víctima. Y esa víctima era yo.

Tal vez a alguien le parecerá flojo este modo de sentir y de razonar después de una traición como la de Gino. Pero siempre que he sido ofendida, y lo he sido a menudo por mi pobreza, mi ingenuidad y mi soledad, siempre he sentido el deseo de excusar al ofensor y olvidar lo antes posible la ofensa. Si en mí se produce algún cambio después de una ofensa, no se manifiesta en mi actitud o en mi aspecto externo, sino más profundamente en mi ánimo que se cierra en sí mismo como una carne sana y sanguínea que ha sufrido una herida y procede a restañarla lo antes posible. Pero las cicatrices quedan, y esos cambios casi inocentes del ánimo son siempre definitivos.

Y con Gino ocurrió lo mismo esa vez. No sentí rencor contra él, tal vez ni un solo momento. Pero dentro de mí sentí que muchas cosas caían hechas pedazos, para siempre: mi estima por él, mis esperanzas de crear una familia, mi voluntad de no ceder a Gisella y a mi madre, mi fe religiosa o por lo menos aquella clase de fe que había tenido hasta entonces. Me comparaba a una muñeca que había tenido siendo niña. Después de haberla golpeado y arrastrado todo un día, aun siguiendo intacta con la cara sonriente, y rosada, sentía dentro de la muñeca como un quejido, un ruidillo de mal augurio. Destornillé la cabeza y entonces cayeron del cuello pedazos de porcelana, cuerdecillas, tornillos y pequeños hierros del mecanismo que la hacía hablar y mover los ojos y hasta ciertos misteriosos pedazos de madera y tela, cuyo destino nunca conseguí descubrir.

Aturdida, pero tranquila, fui a casa y durante aquella tarde hice lo de siempre sin revelar a mi madre lo sucedido ni confiarle las consecuencias que había deducido. Pero me di cuenta de que era imposible llevar la ficción hasta ponerme a coser mi ajuar como los demás días. Cogí la ropa ya preparada y la que aún quedaba por coser y la guardé toda en un armario cerrándolo con llave, en mi habitación. A mi madre no se le escapó el detalle de que estaba triste, cosa insólita en mí, que en general soy alegre y despreocupada, pero le dije que me sentía cansada, como era verdad.

Al atardecer, mientras mi madre cosía a máquina, dejé de trabajar, me retiré a mi habitación y me eché en la cama. Me di cuenta de que miraba mis muebles, pagados ya gracias al dinero de Astarita, verdaderamente míos, con ojos muy distintos de los de otros tiempos, sin complacencia y sin esperanza. Me parecía no sentir dolor, sino sólo cansancio y un sentimiento de indiferencia como al cabo de un enorme esfuerzo totalmente vano. Por lo demás, estaba cansada incluso físicamente, como con los miembros rotos, con un profundo deseo de reposo. Casi inmediatamente, pensando confusamente en mis muebles y en la imposibilidad de usarlos como había esperado, me dormí vestida sobre el lecho. Dormí quizá cuatro horas, con avidez, con un sueño que me pareció triste y negro.


Me desperté muy tarde y llamé en voz alta a mi madre, desde la oscuridad que me envolvía. Ella acudió en seguida y dijo que no había querido despertarme al ver que dormía tan tranquila y con tantas ganas.

—La cena está lista hace una hora —añadió permaneciendo de pie a mi lado y mirándome—. ¿Qué haces? ¿No vienes a comer?

—No tengo ganas de levantarme —contesté cubriéndome los ojos deslumhrados con un brazo—. ¿Por qué no me lo traes aquí?

Salió de la habitación y volvió al poco tiempo con una bandeja en la que estaba mi cena habitual. Puso la bandeja en el borde de la cama y yo, incorporándome y apoyándome en un codo, comencé a comer desganada. Mi madre siguió de pie mirándome. Pero después de los primeros bocados dejé de comer y me eché de nuevo sobre la almohada.

—¿Qué haces? ¿No comes? —preguntó mi madre.

—No tengo hambre.

—¿No te encuentras bien?

—Estoy perfectamente.

—Entonces, me lo llevo —farfulló.

Quitó la bandeja de la cama y fue a colocarla en la mesa junto a la ventana.

—Mañana no me despiertes temprano —dije al cabo de un rato.

—¿Por qué?

—Porque he decidido no hacer más de modelo. Se trabaja mucho y se gana poco.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó, inquieta—. Yo no puedo mantenerte… Ya no eres una niña y cuestas mucho… Además, hay tantos gastos… el ajuar…

Empezaba a quejarse y lloriquear, y yo, sin quitarme el brazo de la cara, dije lenta y fatigosamente:

—Ahora no me molestes. Quédate tranquila, que el dinero no faltará.

Siguió un largo silencio.

—¿Quieres algo más? —preguntó por fin, mortificada y solícita, como una criada a la que se ha reprochado una excesiva familiaridad y quiere que se la perdone.

—Sí, hazme el favor… Ayúdame a desnudarme. Estoy muy cansada y tengo mucho sueño.

Obedeció y, sentándose en el lecho, empezó por quitarme los zapatos y las medias, que puso ordenadamente en la silla a la cabecera de la cama. Después me quitó el vestido, la combinación y me ayudó a quitarme la camisa. Yo permanecía con los ojos cerrados y, en cuanto me sentí bajo las sábanas, me encogí envolviéndome la cabeza con el embozo. Oí a mi madre desearme las buenas noches desde la puerta, después de haber apagado la luz, y no contesté. Volví a adormecerme pronto y dormí toda la noche, hasta bien entrado el día.


Por la mañana debiera haber ido a la acostumbrada cita con Gino, pero al despertarme comprendí que no tenía ganas de verlo hasta que el dolor me hubiera pasado y me hallara en condiciones de considerar su traición con objetividad y perspectiva, como algo que le hubiera sucedido a otra persona y no a mí. Desconfiaba entonces, y siempre he desconfiado, de las cosas que se dicen y hacen bajo los impulsos del sentimiento, sobre todo si ese sentimiento, como ocurría en este caso, no era de simpatía y de afecto. Desde luego, no amaba ya a Gino, pero tampoco quería odiarlo porque pensaba que, en este caso, al daño de la traición añadiría otro, tal vez peor, el de obstruir mi ánimo con una pasión desagradable e indigna de mí.

Por lo demás, aquella mañana experimentaba una pereza especial, casi voluptuosa, y me sentía menos triste que la noche anterior. Mi madre había salido bastante temprano y no volvería antes de mediodía. Así, pues, estuve un buen rato bajo las sábanas y éste fue el primer placer que sentí al comienzo de una nueva fase de mi vida, que en lo sucesivo quería solamente agradable. Para mí, que todos los días de mi existencia me había levantado muy temprano, permanecer en el lecho cómodamente y dejar que el tiempo corriese inútilmente era, en verdad, un lujo. Durante mucho tiempo me lo había ganado, pero ahora estaba decidida a concedérmelo siempre que me viniera en gana, y lo mismo pensaba hacer con las demás cosas a las que hasta entonces había tenido que renunciar por mi pobreza y mis sueños de vida normal y familiar. Pensé que me gustaba el amor, que me gustaba el dinero, que me gustaban las cosas que con el dinero pueden obtenerse, y me dije que desde aquel momento, cada vez que se me presentara la ocasión, no rehusaría ni el amor, ni el dinero, ni lo que el dinero podía dar. Pero no se crea que pensaba estas cosas con cólera, por resentimiento y espíritu de venganza. Las pensaba con dulzura, acariciándolas y gozándolas anticipadamente.


Toda situación, por desagradable que sea, tiene su reverso. Yo había perdido, al menos por el momento, el matrimonio y todas las modestas ventajas que me prometía, pero, en cambio, había recuperado la libertad. Era verdad que mis profundas aspiraciones seguían igual, pero la vida fácil me gustaba mucho y el resplandor de esa perspectiva me ocultaba lo que de triste y resignado hubiera en el fondo de mis nuevas decisiones. Ahora, los continuos sermones de mi madre y de Gisella empezaban a dar sus frutos. Siempre, aun llevando una vida virtuosa, había sabido que mi belleza podría procurarme cuanto deseara con sólo quererlo.

Aquella mañana, por primera vez, consideré a mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido alcanzar.

Estos pensamientos o, mejor aún, estos anhelos, me permitieron pasar en un instante las horas de la mañana, y casi me quedé asombrada al oír de pronto las campanas de la iglesia próxima dar las doce y al ver que un largo rayo de sol entraba por la ventana hasta la cama en que yo estaba. También las campanadas y el rayo de sol, como la pereza de aquella mañana, me parecieron cosas preciosas, insólitas, de lujo. De la misma manera, acostadas y fantaseando en sus lechos, en aquel mismo momento oirían las mismas campanas y mirarían asombradas el mismo rayo de sol, las damas ricas que habitaban en villas parecidas a la de los dueños de Gino. Con esta sensación de no ser ya la Adriana necesitada y ajetreada del día anterior, sino una Adriana completamente distinta, me levanté por fin y me quité el camisón ante el espejo del armario. Me contemplé desnuda en el espejo y entonces, por primera vez, comprendí a mi madre cuando con orgullo decía al pintor: «Mire qué pecho, qué piernas, qué caderas». Pensé en Astarita, a quien el deseo de aquel pecho, de aquellas piernas y de aquellas caderas hacía cambiar el carácter, los modales y hasta la voz y me dije que ciertamente encontraría otros hombres que para gozar de mi cuerpo me darían tanto dinero como me había dado él, y quizá más.

Indolentemente, de acuerdo con mi nuevo humor, me vestí, tomé un café y salí. Fui a un bar allí cerca y telefoneé a la villa de Gino. Él mismo me había dado el número, pero recomendándome con su característica precaución servil que no abusara de llamadas porque a los señores no les gustaba que el servicio usara el teléfono. Hablé con una mujer que debía ser la doncella y después, casi en seguida, se puso Gino al aparato. Me preguntó si no me encontraba bien; no pude por menos de sonreír al reconocer en su solicitud su antigua perfección, quizá no del todo falsa, que tanto había contribuido a llamarme a engaño.

—Estoy muy bien —dije—. Nunca me he encontrado mejor.

—¿Y cuándo nos vemos?

—Cuando quieras —contesté—. Pero me gustaría que nos viéramos como antes… quiero decir, en la villa, si tus dueños se van.

Comprendió inmediatamente mis intenciones y dijo solícitamente:

—Se van dentro de unos diez días, para las fiestas de Navidad… no antes.

—Entonces —repuse con despreocupación—, nos veremos dentro de diez días.

—¡Eh! —exclamó asombrado—. ¿Por qué no nos vemos antes?

—Tengo que hacer.

—Pero ¿qué tienes? —preguntó con tono suspicaz—. ¿Estás enfadada conmigo?

—No —respondí—. Si estuviera enfadada contigo, no te diría que nos viéramos en la villa.

Pensé que hubiera podido sentir celos y molestarme, y añadí:

—No tengas miedo. Te quiero como siempre. Sólo que debo ayudar a mi madre en un trabajo extraordinario… las fiestas de Navidad ¿sabes…? Y como sólo podré salir de casa muy tarde y a esas horas nunca estás libre, prefiero esperar a que tus amos se vayan.

—¿Y por la mañana?

—Por la mañana dormiré —dije—. Y a propósito, ¿sabes que ya no hago de modelo?

—¿Por qué?

—Me he cansado… Te alegras, ¿verdad…? Bien, nos veremos dentro de diez días… Te llamaré.

—Está bien.

Dijo: «Está bien», con poca convicción, pero yo lo conocía lo suficiente para estar segura de que, a pesar de sus sospechas, no se presentaría antes de los diez días. Precisamente porque sospechaba algo, no se dejaría ver. No era un hombre valiente y la idea de que yo hubiera descubierto su traición debía llenarlo de inquietud y de nerviosismo. Cuando colgué el auricular, me di cuenta de que había hablado a Gino con voz tranquila, bondadosa y hasta con afecto y me sentí satisfecha de mí misma. Pronto mi sentimiento para con él sería igualmente tranquilo, bondadoso y afectuoso y podría verlo sin temor de hundirme a mí misma, a él y a nuestras relaciones en el ambiente falso y enojoso del odio.

CAPÍTULO VII

Aquel mismo día, por la tarde, fui a ver a Gisella en su habitación amueblada. Como de costumbre, a aquella hora acababa de levantarse de la cama y se vestía para ir a su cita con Ricardo. Me senté en la cama deshecha y mientras ella iba y venía por la estancia en penumbra y llena de trapos y de cosas en desorden, le conté con mucha tranquilidad mi visita a Astarita y cómo éste me había revelado que Gino tenía esposa y unos hijos. Al oír la noticia, Gisella dejó escapar una exclamación, no sé si de alegría o de sorpresa, corrió a sentarse a mi lado, en el lecho, y me cogió los hombros con las manos abriendo mucho los ojos:

—No, no puedo creerte… Mujer e hija… Pero ¿es verdad?

—La hija se llama María.

Era evidente que quería profundizar y comentar la noticia todo lo posible y que mi actitud serena la desilusionaba.

—Mujer y una hija y la hija se llama María. ¿Y lo dices así?

—¿Pues cómo he de decirlo?

—Pero ¿es que no te disgusta?

—Sí, me disgusta.

—Pero ¿te lo ha dicho así, Gino Molinari tiene mujer y una hija, así por las buenas?

—Sí.

—¿Y qué has contestado?

—Nada… ¿Qué iba a contestar?

—Pero, ¿qué sentiste? ¿No has tenido ganas de llorar? Al fin y al cabo, para ti es un desastre.

—No, no he tenido ganas de llorar.

—Vaya, ya no puedes casarte con Gino —exclamó con aire reflexivo y gozoso—. ¡Qué cosa, qué cosa! ¡Qué conciencia! Una pobre chica como tú, que no vivía más que para él… ¡Todos los hombres son unos sinvergüenzas!

—Gino ignora aún que lo sé todo —dije.

—En tu lugar, querida —prosiguió Gisella, excitada—, le cantaría las verdades… y un par de bofetadas no se las quitaba nadie.

—Lo he citado para dentro de diez días —repuse—. Creo que seguiremos haciendo el amor.

Gisella se echó hacia atrás, abriendo mucho los ojos.

—¿Y por qué? ¿Es que te gusta aún después de todo lo que te ha hecho?

—No —contesté bajando la voz, conmovida—. Ya no me gusta tanto… pero…

Vacilé y después mentí, haciendo un esfuerzo:

—No siempre los bofetones y los gritos son la mejor manera de vengarse.

Me miró un rato, entornando los ojos y retrocediendo unos pasos como hacen los pintores con sus cuadros. Después exclamó:

—Tienes razón… No lo había pensado… ¿Y sabes qué haría en tu lugar? Pues lo dejaría cocerse en su caldo, tranquilo, seguro… y después, un buen día, cataplum, lo dejaría plantado.

No dije nada. Gisella siguió, al cabo de un rato, con voz menos excitada, pero igualmente animada y cantarina:

—Aún no puedo creerlo… ¡Mujer y una hija, y hacía contigo tantos arrumacos… y te ha hecho comprar los muebles, el ajuar…! ¡Qué barbaridad!

Yo seguía callando. Gisella gritó victoriosa:

—Pero yo lo había comprendido… Debes reconocerlo… ¿Qué te dije la primera vez? Ese hombre no es sincero… ¡Pobre Adriana!

Me echó los brazos al cuello y me besó. Dejé que me besara y le dije:

—Sí, y lo peor es que me ha hecho gastar el dinero de mi madre.

—¿Y lo sabe tu madre?

—Todavía no.

—Por el dinero, no temas —gritó—. Astarita está tan enamorado de ti que bastará que lo quieras y te dará todo el dinero que necesites.

—A Astarita no quiero volver a verlo —protesté—. Cualquier otro hombre, pero Astarita no.

Debo decir que Gisella no tenía un pelo de tonta. Comprendió que al menos por el momento era mejor no hablarme de Astarita y comprendió también qué quería decir con aquella frase «cualquier otro hombre». Fingió reflexionar un momento y dijo:

—En el fondo, tienes razón… Te comprendo… También a mí, después de lo ocurrido, me daría cierto reparo ir con Astarita… Es un hombre que todo lo quiere a la fuerza y te ha contado lo de Gino para vengarse.

Calló de nuevo y en seguida dijo con voz solemne:

—Déjame a mí… ¿quieres conocer a alguien dispuesto a ayudarte?

—Sí.

—Pues déjamelo a mí.

—Pero no deseo atarme con nadie —añadí—. Quiero ser libre.

—Déjamelo a mí —repitió por tercera vez.

—Ahora —seguí— quiero devolver el dinero a mi madre y comprarme algunas cosas que necesito… Y quiero que mi madre no trabaje más.

Entre tanto, Gisella se había levantado, yendo a sentarse ante el tocador.

—Tú —dijo dándose polvos con mucha prisa— has sido siempre demasiado buena… ¿Ves ahora lo que le pasa a una por ser demasiado buena?

—¿Sabes que esta mañana no he ido a posar? —dije—. He decidido no volver a hacer de modelo.

—Haces bien —aprobó—. Yo poso sólo para…

Dijo el nombre de cierto pintor y explicó:

—Sólo voy por darle gusto, pero en cuanto termine con él, se acabó.

Experimenté entonces un gran afecto por Gisella y me sentí confortada. Aquellos: «Déjamelo a mí», sonaban tranquilizadores a mis oídos, como otras tantas cordiales y maternales promesas de atender lo antes posible a mis necesidades. Me daba cuenta de que a Gisella no la impulsaba a ayudarme ningún verdadero afecto, sino, como en el asunto de Astarita, el deseo quizás inconsciente de verme cuanto antes reducida a su misma situación, pero nadie hace las cosas por nada y, ya que en este caso la envidia de Gisella coincidía con mi provecho, no tenía ningún motivo para no buscar su ayuda sólo porque la sabía interesada.


Gisella tenía mucha prisa, pues ya llegaba con retraso a la cita con su novio. Salimos de su habitación y empezamos a bajar en la oscuridad la escalera, empinada y estrecha, de la vieja casa. En la escalera, impelida por la excitación y quizá por el deseo de suavizar la amargura de mi desilusión mostrándome que no estaba sola en la desgracia, me dijo:

—Y ¿sabes? Sospecho que también Ricardo quiere hacerme la misma jugada que te ha hecho Gino.

—¿También está casado? —pregunté ingenuamente.

—Eso no, pero me hace unas historias… Tengo la impresión de que quiere tomarme el pelo… Pero yo ya se lo he dicho: «Querido, no tengo ninguna necesidad de ti. Si quieres, te quedas y si no te vas.»

No dije nada, pero pensé que había una gran diferencia entre ella y yo y entre sus relaciones con Ricardo y las mías con Gino. Ella, en el fondo, nunca se había hecho ilusiones sobre la seriedad de Ricardo ni, como sabía yo, había tenido demasiados escrúpulos en traicionarle de vez en cuando. En cambio, yo había esperado con todas las fuerzas de mi ánimo, todavía inexperto, llegar a ser la esposa de Gino y siempre le había sido fiel, ya que no podía llamarse traición la complacencia a la que me había obligado Astarita en Viterbo con su chantaje. Pensé que Gisella hubiera podido ofenderse si le decía tales cosas y preferí callar. A la salida del portal, me citó para la tarde siguiente en un bar recomendándome que fuera puntual porque probablemente no estaría sola y se alejó corriendo.

Yo me daba cuenta de que hubiera debido contar a mi madre lo sucedido, pero no tenía valor para hacerlo. Mi madre me quería de veras, y a diferencia de Gisella que en la traición de Gino veía el triunfo de sus ideas y ni siquiera pensaba en disimular su cruel satisfacción, habría experimentado más dolor que alegría al ver que, en fin de cuentas, tenía razón. Ella, en el fondo, no quería más que mi felicidad y poco le importaba por qué caminos pudiera llegar, y estaba convencida de que Gino no podría dármela. Después de mucho vacilar acabé por decidir que no le diría nada. Sabía que, la tarde siguiente, los hechos y no las palabras le abrirían los ojos, y aunque me daba cuenta de que era un modo brutal de revelar el gran cambio ocurrido en mi existencia, me gustaba la idea de que así evitaría muchas explicaciones, reflexiones y comentarios, de los que Gisella había sido tan generosa al contarle yo la historia de la doblez de Gino. En realidad, experimentaba una especie de profundo desagrado por el tema de mi matrimonio y deseaba hablar lo menos posible de él y hacer que los otros no hablaran.

El día siguiente, para que no me molestara mi madre, que ya se mostraba suspicaz, fingí tener una cita con Gino y estuve fuera de casa toda la tarde. Para la boda me había hecho un vestido nuevo, un traje sastre gris, que pensaba ponerme después de la ceremonia. Era mi mejor vestido y vacilé antes de ponérmelo. Pero después pensé que algún día tendría que llevarlo y no sería un día más puro ni más feliz que aquél y que, por otra parte, los hombres juzgaban por las apariencias y me convenía presentarme con mi mejor aspecto para obtener dinero. Y dejé a un lado los escrúpulos. Me puse, por lo tanto, y no sin algún remordimiento, mi hermoso vestido que hoy, cuando de nuevo pienso en él, me parece tan feo y modesto como todas mis cosas de entonces; me peiné con cuidado y me pinté la cara, pero no más de lo que acostumbraba. A propósito de este último detalle, quiero decir que nunca he entendido por qué tantas mujeres de mi profesión se emplastan de tal modo la cara y van de un lado a otro que parecen máscaras de Carnaval. Tal vez porque con la vida que hacen estarían muy pálidas o porque temen, si no se pintan de aquella manera tan violenta, no atraer la atención de los hombres y no darles a entender lo suficiente que están dispuestas a dejarse abordar. Yo, en cambio, por más que me canse y ajetree, conservo siempre mis colores sanos y bronceados y, sin modestia, puedo decir que mi belleza ha sido siempre suficiente, sin ayuda de pinturas y cremas, para hacer que los hombres volvieran la cabeza en la calle al pasar yo. No atraigo a los hombres por el carmín o el negro en las cejas, o un falso color rubio pajizo, sino por el porte majestuoso (así por lo menos me lo han asegurado muchos), por la serenidad y la dulzura del rostro, por los dientes perfectos al reír y por la abundancia y la juventud del cabello ondulado y oscuro.

Las mujeres que se tiñen el pelo y se emborronan la cara no comprenden que los hombres, juzgándolas desde el principio por lo que son, experimentan una especie de decepción anticipada. Pero yo, tan natural y tan sobria, siempre los he dejado en duda acerca de mi verdadera naturaleza, proporcionándoles así la ilusión de la aventura, cosa que ellos, en el fondo, buscan mucho más que la mera satisfacción de los sentidos.

Vestida y peinada, me fui a un cine y vi dos veces la misma película. Salí del cine cuando ya había anochecido y me dirigí al bar donde me había citado Gisella. No era uno de aquellos lugares modestos en los que nos veíamos otras veces con Ricardo. Era un bar elegante y entraba en él por primera vez. Comprendí que la elección del sitio respondía al propósito concreto de dar valor a mi persona y elevar el precio de mis complacencias. Todos estos y otros detalles de los que hablaré después pueden llevar efectivamente a una mujer de mi especie que sea bella y joven y haga de ello un uso inteligente a aquella estable comodidad y holgura que, en realidad, es el fin que se proponen. Pero pocas lo hacen, y yo no fui de ellas.

Mi Origen plebeyo siempre me ha inducido a mirar con desconfianza los locales de lujo. En los restaurantes, en las salas de té, en los cafés burgueses siempre me he sentido incómoda, avergonzándome de sonreír y guiñar los ojos a los hombres y sintiéndome como puesta en evidencia por todas aquellas luces despampanantes. En cambio, siempre he sentido una profunda y afectuosa atracción por las calles de mi ciudad, con sus palacios, sus iglesias, sus monumentos, sus tiendas y sus portales, que las hacen más bellas y acogedoras que cualquier sala de té o restaurante. Siempre me ha gustado ir a la calle a la hora del paseo, al atardecer y, caminando despacio, junto a los escaparates iluminados de los comercios, ver cómo la noche oscurece lentamente en el cielo, allá arriba entre los tejados. Siempre me ha gustado ir y venir entre la gente y escuchar sin volverme las proposiciones amorosas que los viandantes más imprevistos, en una repentina exaltación de los sentidos, se arriesgan a veces a susurrar. Siempre me ha gustado andar de un lado para otro, hasta hartarme, por la misma calle, sintiéndome al final del paseo casi extenuada, pero con el ánimo aún fresco y ávido como en una feria cuyas sorpresas no terminan nunca. Mi salón, mi café, mi restaurante ha sido siempre la calle, y esto deriva del hecho de haber nacido pobre. Sabido es que los pobres buscan sus ocios a un precio económico y gozan contemplando los escaparates de los comercios en los que no pueden hacer compras y las fachadas de las casas en las que no están en condiciones de habitar. Por el mismo motivo siempre me han gustado las iglesias, tan numerosas en Roma, abiertas a todos y lujosas para todos, en las que, entre mármoles, oros y preciosas decoraciones, el olor antiguo y humilde de la pobreza es a veces más fuerte que el aroma del incienso.

Pero, naturalmente, el ricachón no pasea por la calle ni va a las iglesias; a lo sumo, atraviesa la ciudad en coche, echado sobre unos cojines y quién sabe si leyendo el periódico. Y como yo prefiero la calle a cualquier otro sitio, me impido a mí misma todos aquellos encuentros que, según Gisella, debiera haber buscado aun a costa de sacrificar mis gustos más íntimos. Este sacrificio no quise hacerlo nunca, y durante todo el tiempo que duró mi alianza con Gisella, mis preferencias fueron objeto de encarnizadas discusiones entre las dos. A Gisella no le gustaba la calle, no le decían nada las iglesias y la gente sólo le inspiraba repugnancia y desprecio. En lo más alto de sus ideas ponía, en cambio, los restaurantes de lujo en los que solícitos camareros acechaban con ansiedad los mínimos gestos de los clientes; las salas de baile de moda, con músicos de frac y las parejas bailando en traje de noche; los cafés más elegantes, las salas de juego.

En aquellos sitios, Gisella parecía otra, cambiaba sus gestos, sus actitudes y hasta el tono de voz. Afectaba comportarse como una gran señora, lo que era la meta ideal que ella se había propuesto y que más tarde, como veremos, consiguió en cierta medida. Pero el aspecto más curioso de su éxito final fue que la persona destinada a satisfacer sus ambiciones no la encontró en locales de lujo sino, gracias a mí, precisamente en la calle que ella tanto odiaba.

Encontré a Gisella en el bar con un hombre de mediana edad, un viajante de comercio, al que me presentó con el nombre de Giacinti. Sentado, parecía de estatura normal, en parte porque sus hombros eran muy anchos, pero, una vez de pie, me pareció un enano, y la misma anchura de sus hombros contribuía a hacerlo más bajo de lo que era en realidad. Su cabello era abundante y blanco, limpio como la plata, en corte de cepillo sobre la cabeza, quizá para parecer más alto. El rostro era rojo y lleno de salud, de rasgos regulares y nobles como los de una estatua: una bella frente serena, unos ojos grandes y negros, una nariz recta y una boca bien dibujada. Pero una expresión antipática de vanidad, de suficiencia y de falsa benevolencia, hacía aquel rostro, a primera vista atractivo y majestuoso, decididamente repulsivo.

Me sentí un poco nerviosa y después de las presentaciones me senté sin decir una palabra. Giacinti, como si mi llegada sólo hubiera sido una cosa incidental y sin importancia, cuando era en realidad el principal acontecimiento de la velada, siguió la conversación que mantenía con Gisella.

—No puedes quejarte de mí, Gisella —dijo poniendo una mano sobre la rodilla de mi amiga y manteniéndola así mientras hablaba—. ¿Cuánto tiempo ha durado la que podemos llamar nuestra alianza? ¿Seis meses? Pues bien, ¿puedes decir en conciencia que en esos seis meses te dejara disgustada una sola vez?

Tenía una voz clara, lenta, marcada, silabeada, pero era evidente que hablaba de aquel modo no tanto para que se le entendiera como para escucharse a sí mismo y gozar de cada palabra que pronunciaba.

—No, no —repuso Gisella con aire aburrido y bajando la cabeza.

—Que se lo diga Gisella, Adriana —siguió Giacinti con la misma voz clarísima y martilleante—. No sólo no he ahorrado dinero por lo que podríamos llamar prestaciones profesionales, sino que siempre que he vuelto de Milán le he traído algún regalo… ¿Te acuerdas, por ejemplo, de aquella vez que te traje un frasco de perfume francés? ¿Y aquella otra vez que te regalé un traje de terciopelo y encajes? Las mujeres creen que los hombres no entendemos de ropa interior, pero yo soy una excepción ¿eh?

Rió discretamente mostrando una dentadura perfecta pero de una blancura extraña que la hacía parecer falsa.

—Dame un cigarrillo —dijo Gisella, un poco aburrida.

—En seguida —contestó él con irónica premura.

Me ofreció a mí otro, cogió un tercero para él y, después de haber encendido los tres, continuó:

—¿Y recuerdas aquel bolso que te traje otra vez… grande, de piel brillante, un verdadero regalo? ¿Ya no lo llevas?

—Pero si era un bolso para las mañanas —dijo Gisella.

—Me gusta hacer regalos —comentó Giacinti volviéndose hacia mí—, pero no por razones sentimentales, claro…

Movió la cabeza echando el humo por la nariz.

—Me gusta por tres motivos bien claros… Primero, porque me gusta que me lo agradezcan; segundo, porque no hay nada como un regalo para que a uno le sirvan bien, pues quien ha recibido un regalo siempre espera otro; y tercero, porque a las mujeres les gusta ser engañadas y un regalo da la impresión de un sentimiento aunque el sentimiento no exista.

—Pues no eres muy astuto —dijo Gisella con indiferencia y sin mirarlo siquiera.

Giacinti movió la cabeza con su bella sonrisa henchida de dientes.

—No, no soy astuto… Simplemente soy un hombre que ha vivido y sabido deducir una lección de la experiencia. Con las mujeres, sé que hay que hacer ciertas cosas; con los clientes, otras; y con los dependientes, otras, etcétera… Mi mente es como un fichero ordenadísimo… Por ejemplo, mujer a la vista. Saco la ficha, miro y veo que ciertas medidas obtuvieron el efecto buscado y otras no. Vuelvo a guardar la ficha en su sitio y procedo en consecuencia… Esto es todo.

Calló y volvió a sonreír.

Gisella fumaba con gesto aburrido y yo no dije nada.

—Y las mujeres quedan contentas de mí —prosiguió Giacinti— porque en seguida comprenden que conmigo no tendrán desilusiones, que conozco sus exigencias, sus debilidades y sus caprichos, como a mí me place el cliente que me comprende al vuelo, que no se pierde en palabrerías, en fin, que sabe lo que él quiere y lo que quiero yo. Sobre mi mesa, en Milán, tengo un cenicero en el que figura esta inscripción: «Señor, bendice a quien no hace perder el tiempo.»

Dejó el cigarrillo y sacando la muñeca de la manga miró el reloj y añadió:

—Creo que es ya hora de ir a cenar.

—¿Qué hora es?

—Las ocho… Con permiso, vuelvo en seguida.

Se levantó y se alejó hacia el fondo de la sala. Era realmente pequeño, con los hombros anchos, el cabello blanco, abundante y erizado sobre la cabeza. Gisella aplastó el cigarrillo en el cenicero y dijo:

—Es un pesado. No sabe más que hablar de sí mismo.

—Ya lo he notado.

—Tú déjalo hablar y dile siempre que sí —prosiguió Gisella—. Verás cómo te hace un montón de confidencias… Se cree no sé qué, pero es generoso y los regalos los hace de verdad.

—Sí, pero después no hace más que recordártelos.

Gisella no dijo nada, pero movió la cabeza como dando a entender: «¿Y qué vas a hacerle?» Permanecimos en silencio hasta que volvió Giacinti, pagó y salimos del bar.

—Gisella —dijo Giacinti en la calle —, la noche está dedicada a Adriana, pero si quieres honrarnos cenando con nosotros…

—No, no, gracias —dijo Gisella apresuradamente—. Tengo una cita.

Nos saludó a Giacinti y a mí y se fue. Cuando estuvimos solos, dije a Giacinti:

—Es simpática Gisella.

Él hizo una mueca y respondió:

—No está mal. Tiene un buen cuerpo.

—¿No le es simpática?

—Yo —dijo caminando a mi lado y estrechándome muy fuerte el brazo, casi en la axila— nunca pido a una mujer que sea simpática, sino que haga bien lo que hace… Por ejemplo, a una mecanógrafa, no le pido que sea simpática, sino que escriba a máquina con rapidez y sin errores, y a una mujer como Gisella no le pido que sea simpática, sino que sepa hacer su oficio, o sea que me haga pasar gratamente la hora o dos horas que le dedico… Pero Gisella no sabe hacer su oficio.

—¿Por qué?

—Porque sólo piensa en el dinero y siempre tiene miedo que no se le pague su trabajo o que no se le dé lo suficiente… Desde luego no exijo que me ame, pero es parte de su profesión portarse como si realmente me amara y darme esa ilusión… La pago para eso, pero Gisella no disimula que lo hace por interés. Apenas deja siquiera tiempo de decir esta boca es mía, inmediatamente acaba, ¡qué diantre!


Habíamos llegado al restaurante, un local ruidoso, lleno, según me pareció, de hombres por el estilo de Giacinti: viajantes de comercio, agentes de bolsa, comerciantes, industriales que estaban de paso en Roma. Giacinti entró primero y entregando el abrigo y el sombrero al botones, preguntó:

—¿Está libre mi mesa de siempre?

—Sí, señor Giacinti.

Era una mesa junto a una ventana. Giacinti se sentó frotándose las manos y después me preguntó:

—¿Tienes un buen estómago?

—Creo que sí —contesté torpemente.

—Bien, eso me gusta. En la mesa quiero que se coma. Gisella, por ejemplo, nunca quería comer. Decía que tenía miedo a engordar. ¡Tonterías! Cada cosa a su tiempo… En la mesa, se come.

Mostraba un verdadero rencor para con Gisella.

—Pero es verdad —dije tímidamente —que si se come demasiado se engorda… Y ciertas mujeres no quieren engordar.

—¿Tú eres de ésas?

—No, pero de mí ya dicen que soy demasiado fuerte.

—Pues no les hagas caso. Pura envidia… Estás muy bien como estás, te lo digo yo, que entiendo.

Y como para tranquilizarme, me acarició paternalmente la mano.

Acudió el camarero y Giacinti le dijo:

—Primero, fuera estas flores que me molestan… Y después, lo de siempre. Entendido, ¿verdad? Y pronto.

Y volviéndose hacia mí:

—Me conoce y sabe lo que me gusta… Déjalo que se cuide él y ya verás como no tienes queja.

Realmente no tuve queja. Todos los platos que fueron sucediéndose en nuestra mesa eran sabrosos, si no finos precisamente, y muy abundantes. Giacinti demostraba un gran apetito y comía con una especie de énfasis, con la cabeza baja, empuñando sólidamente el cuchillo y el tenedor, sin mirarme ni decir palabra, como si estuviera solo. Realmente lo absorbía la comida y en su avidez perdía incluso aquella calma de la que tanto se ufanaba haciendo al mismo tiempo una infinidad de gestos, como si temiera no tener tiempo de acabarlo todo y quedarse con hambre.

Se metía un pedazo de carne en la boca, se apresuraba con la mano izquierda a cortar un trozo de pan, lo masticaba, con la otra mano se servía un vaso de vino y lo bebía antes de haber concluido la masticación. Y todo lo hacía chasqueando los labios, moviendo de un lado para otro las pupilas y sacudiendo la cabeza de vez en cuando como hacen los gatos cuando el bocado es demasiado grande. En cambio yo, contra mi costumbre, no tenía hambre. Era la primera vez que me disponía a hacer el amor con un hombre al que no amaba y al que ni siquiera conocía, y lo miraba con atención, tratando de imaginarme cómo iba a salir de aquella aventura.

Después no he vuelto a prestar atención a la apariencia de los hombres a los que he acompañado, tal vez porque, empujada por la necesidad, he aprendido muy pronto a encontrar a la primera mirada el aspecto bueno y atractivo que bastara para hacerme soportable la intimidad. Pero aquella noche aún no había aprendido esa sutileza de mi profesión que consiste en captar a la primera ojeada algo simpático que haga menos desagradable el amor venal. Por decirlo así, lo buscaba instintivamente y sin darme cuenta de ello.

Ya he dicho que el rostro de Giacinti no era feo, más aún, cuando estaba callado y no manifestaba las pasiones que lo dominaban, podía hasta parecer bello. Esto era ya mucho porque, al fin y al cabo, el amor es en gran parte comunión física, pero no me bastaba, porque nunca he podido, no ya amar, sino ni siquiera soportar a un hombre sólo por sus cualidades corporales. Y cuando la cena hubo concluido y Giacinti, calmada su desaforada voracidad, después de uno o dos eructos, volvió a ponerse a hablar, me di cuenta de que en él no había, o por lo menos yo no era capaz de descubrirlo, nada que pudiera hacérmelo simpático, ni siquiera débilmente.

No sólo hablaba siempre de sí mismo, como me había advertido Gisella, sino que lo hacía de una manera desagradable, vanidosa y aburrida, contando en general cosas que no le hacían ningún honor y que confirmaban de lleno mi primer e instintivo sentimiento de repulsión. Realmente no había nada en él que me gustara y las cosas que él presentaba como cualidades, ufanándose de ellas y potenciándolas, me parecían horribles defectos. Más tarde he vuelto a encontrar, aunque raras veces, hombres semejantes a él, que no valen nada ni ofrecen nada bueno a lo que acogerse para sentir alguna simpatía por ellos, y siempre me he extrañado que pueda haberlos y me he preguntado sí no será culpa mía no poder descubrí a primera vista la cualidad que, sin duda alguna, poseen.

Como quiera que sea, con el tiempo he ido acostumbrándome a estas desagradables compañías y finjo reír, bromear y ser como ellos quieren que sea. Pero aquella noche, mi primer descubrimiento me proporcionó bastantes reflexiones melancólicas. Mientras Giacinti parloteaba hurgándose en los dientes con un palillo, yo me decía a mí misma que era un oficio muy duro el que había elegido, que consistía en fingir transportes de amor cuando en realidad me inspiraban, como en el caso de Giacinti, sentimientos opuestos. Que no había dinero que pudiera compensar aquellos favores. Que era imposible, por lo menos en casos como éste, no portarse como Gisella, que pensaba únicamente en el dinero y no lo disimulaba.

Pensé también que aquella noche iba a llevar aun ser tan antipático como Giacinti a mi pobre habitación destinada a usos tan diferentes y pensé que no tenía suerte y que el azar había querido que desde la primera vez no pudiera hacerme ilusiones, haciéndome encontrarme precisamente a Giacinti y no un joven ingenuo en busca de aventuras o un buen hombre sin pretensiones, como los hay tantos, y que, en fin, la presencia de Giacinti entre mis muebles sellaría mi renuncia a los viejos sueños acariciados de seguir una vida decente y normal.

Él seguía hablando, pero no era tan estúpido como para no darse cuenta de que apenas lo escuchaba y de que no estaba alegre.

—Muñeca —me preguntó de pronto—, ¿estamos tristes?

—No, no —contesté de prisa, reaccionando.

Pero casi sentía la tentación, frente a aquel tono ilusorio suyo, de confiarme y hablarle un poco de mí después de haberle dejado hablar tanto tiempo de sí mismo.

Giacinti siguió:

—Así es mejor porque la tristeza no me gusta y además no te he invitado para que estés triste… No dudo de que tendrás tus razones, pero mientras estés conmigo, deja la tristeza en casa…

A mí no me interesan tus cosas, no quiero saber quién eres, ni qué te sucede, ni nada… Hay cosas que no me interesan… Entre nosotros hay un contrato, aunque no lo hayamos escrito… Yo me comprometo a pagarte una cierta cantidad de dinero y tú, a cambio, te comprometes a hacerme pasar agradablemente la noche. Lo demás no me importa.

Dijo todo esto sin reír, tal vez un poco fastidiado porque yo no había dado señales de escucharle con bastante atención.

Sin mostrarle en absoluto los sentimientos que me agitaban el ánimo, contesté:

—No estoy triste… Sólo que aquí hay humo y mucho ruido…

Me siento un poco aturdida.

—¿Nos vamos? —preguntó, solícito.

Dije que sí. Cuando estuvimos en la calle propuso:

—¿Vamos a un hotel?

—No, no —dije de prisa.

Me asustaba la perspectiva de tener que enseñar mi documentación. Además, ya lo tenía decidido:

—Vamos a mi casa.


Cogimos un taxi y le di al chofer la dirección de mi casa. Apenas el taxi se puso en marcha, Giacinti se echó sobre mí manoseándome el cuerpo y besándome el cuello. Por su aliento comprendí que había bebido mucho y debía de estar borracho. Repetía la palabra «muñeca» que se suele decir a las niñas y que, en su boca, me irritaba como un término ridículo y de un tono ligero de profanación. Le dejé hacer un momento y después le dije señalando a la espalda del chofer:

—Será mejor que esperemos a haber llegado, ¿no?

No dijo nada y volvió a caer pesadamente sobre el asiento, con el rostro rojo y congestionado, como fulminado por un repentino malestar. Después farfulló con despecho:

—Le pago para que me lleve a donde quiero y no para que fisgonee lo que hago en el taxi.

Era una idea fija en él eso de que el dinero pudiera cerrar todas las bocas, sobre todo su dinero. Yo no contesté y durante el resto del recorrido permanecimos inmóviles, uno junto a otro, sin tocarnos. Las luces de la ciudad entraban por la ventanilla, nos iluminaban un instante las caras y las manos y después desaparecían. Me parecía extraño hallarme junto a aquel hombre cuya existencia ignoraba unas horas antes y correr en su compañía hacia mi casa, para darme a él como a un querido amante. Estas reflexiones me hicieron breve el viaje. Tuve casi un estremecimiento de asombro al ver que el taxi se detenía en mi calle, en la puerta de mi casa.

En la escalera dije a Giacinti en la oscuridad:

—Por favor, no hagas ruido al entrar; vivo con mi madre.

—No te preocupes, muñeca —contestó.

Al llegar al descansillo, abrí la puerta. Giacinti estaba detrás de mí, lo cogí por la mano y sin encender luces, lo llevé a través del recibidor hasta la puerta de mi habitación, que era la primera a la izquierda. Le hice entrar delante, encendí la lámpara que había junto al lecho y desde el umbral dirigí a mis muebles una mirada que parecía un adiós. Contento de haber encontrado una habitación nueva y limpia cuando quizá temía verse entre miseria y suciedad, Giacinti exhaló un suspiro de satisfacción y se quitó el abrigo echándolo sobre una silla. Le dije que me esperara y salí del cuarto.

Fui directamente a la sala y encontré a mi madre cosiendo, sentada ante la mesa. Al verme, dejó el trabajo y se dispuso a levantarse pensando quizá que debía prepararme la cena como las demás noches. Pero le dije:

—No te muevas, porque ya he cenado… y… tengo a alguien ahí… No vengas por nada del mundo.

—¿Alguien? —preguntó con extrañeza.

—Sí, alguien —contesté rápidamente—. Pero no es Gino… Es un señor.

Y sin esperar otras preguntas, salí de la sala.

Volví a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Giacinti, impaciente y con el rostro encarnado, vino a mi encuentro al centro de la habitación y me cogió entre sus brazos. Era bastante más bajo que yo y para llegar a mi cara con los labios me inclinó hacia atrás contra la madera de la cama. Yo procuraba no dejarme besar en la boca y ya volviendo el rostro como por pudor, ya echándolo hacia atrás como por voluptuosidad, conseguí lo que deseaba.

Giacinti amaba como comía, con avidez, sin discriminación ni delicadeza, yendo de una parte a otra del cuerpo, como temiendo dejarse algo, cegado por la comida. Después de haberme abrazado, pareció querer desnudarme, de pie como estaba. Primero un brazo y un hombro y como si aquella desnudez le confundiera las ideas, comenzó de nuevo a besarme. Temí que con sus gestos bruscos fuera a desgarrarme el vestido y por fin dije, aunque sin rechazarlo:

—Desnúdate.

Me dejó inmediatamente, se sentó en la cama y empezó a desnudarse. Yo, en el otro lado, hice lo mismo.

—¿Y lo sabe tu madre? —preguntó.

—Sí.

—¿Y qué dice?

—Nada.

—¿Le disgusta?

Era evidente que aquellas informaciones no eran para él más que un condimento más para la picante aventura. Éste es un rasgo común a casi todos los hombres. Son pocos los que resisten a la tentación de mezclar con el placer un interés de diverso género o incluso de compasión.

—Ni le gusta ni le disgusta —respondí secamente poniéndome de pie y quitándome la combinación—. Soy libre para hacer lo que quiera.

Cuando estuve desnuda ordené mi ropa sobre una silla y me eché en la cama, boca arriba, con un brazo doblado bajo la nuca y el otro estirado hasta cubrir el regazo con la mano. No sé por qué, recordé que tenía la misma postura de la diosa pagana que se me parecía en el grabado en color que el pintor grueso había enseñado a mi madre y experimenté de pronto un dolor despechado al pensar en el enorme cambio sufrido en mi vida en aquel tiempo. Giacinti debió de quedar asombrado de la belleza plena y sólida de mi cuerpo que, como ya he dicho, no se notaba bajo los vestidos, porque interrumpió su operación de desnudarse y me miró con un rostro atónito, la boca abierta y los ojos más abiertos todavía.

—Date prisa —le dije—. Tengo frío.

Acabó de desnudarse y se echó sobre mí. Ya he hablado de su modo de amar: incluso porque ese modo se parecía a él y de él creo que he dicho lo bastante. Básteme añadir que era uno de esos hombres a quienes el dinero que han pagado o se disponen a pagar inspira una exigencia meticulosa como si, al renunciar a cualquier cosa a la que creen tener derecho, temieran ser defraudados. Era muy ávido, como he dicho, pero no tanto como para no tener siempre presente en el pensamiento su dinero y procurar sacar de él el máximo rendimiento posible. Su propósito, según observé en seguida, era prolongar cuanto pudiera nuestro encuentro y obtener de mí todo el goce que creía debérsele.

Con este fin, se afanaba en torno a mi cuerpo como un instrumento que exigiera una larga preparación antes de ser usado y me incitaba continuamente a hacer lo mismo con el suyo. Pero, aun obedeciéndole, empecé en seguida a aburrirme y a observarlo con frialdad, como si sus cálculos transparentes me lo hicieran de pronto distante y viera desde muy lejos, a través de un vidrio de desamor y de disgusto, no sólo a él sino también a mí misma. Era precisamente lo contrario del sentimiento de simpatía que instintivamente había tratado de experimentar por él al principio de la noche. De pronto, tuve no sé qué vergonzosa sensación de remordimiento y cerré los ojos.

Por fin se cansó y yacimos juntos, el uno junto al otro, sobre la cama. Dijo con voz satisfecha:

—Debes reconocer que, aunque ya no soy joven, soy un amante excepcional.

—Sí, es verdad —repuse con indiferencia.

—Todas las mujeres me lo dicen —prosiguió—. ¿Y sabes qué pienso? Que en los toneles pequeños está el mejor vino… Hay hombrones que me llevan el doble de tamaño y no valen para nada.

Empecé a sentir frío y, sentándome, tiré lo mejor que pude un pedazo del cobertor sobre nuestros cuerpos. El interpretó ese gesto como una señal de afecto y dijo:

—¡Estupendo! Ahora dormiré un poco.

Y se acurrucó contra mí, durmiéndose de veras.


Quedé quieta, boca arriba, con su cabeza de cabello blanco junto a mi pecho. El cobertor nos envolvía a los dos hasta la cintura, y mirando su torso velludo y con arrugas que delataban su edad madura tuve una vez más la impresión de estar con un extraño. Pero Giacinti dormía y, por lo tanto, ya no hablaba, no miraba, no hacía gestos. Dado su carácter poco grato, durante el sueño quedaba, por decirlo así, lo mejor de él, que en fin de cuentas consistía en ser un hombre como los demás, ya sin profesión ni nombre, sin cualidades ni defectos, sino sólo un cuerpo humano con una respiración que elevaba su pecho.

Parecerá extraño, pero al mirarlo y observar su sueño confiado casi sentí afecto, y lo comprendí por el cuidado que ponía en evitar algún movimiento que fuera a despertarlo. Era el sentimiento de simpatía que en vano había buscado hasta entonces, y que, por fin, la visión de su cabeza canosa, pesadamente reclinada sobre mi pecho joven, despertaba en mi alma. Este sentimiento me consoló y casi me pareció tener menos frío. Por un momento experimenté una especie de exaltación amorosa que me humedeció los ojos. En realidad, tenía entonces en el corazón el mismo exceso de afecto que tengo ahora. Ese afecto que, a falta de objetos legítimos en los que centrarse, no vacilaba en cubrir a personas y cosas incluso indignas con tal de no quedar suspendido e inoperante.

Pasados unos veinte minutos, se despertó y preguntó:

—¿He dormido mucho?

—No.

—Me encuentro bien —dijo levantándose y frotándose las manos—. ¡Ah, qué bien me siento! Lo menos veinte años más joven.

Comenzó a vestirse sin dejar de proferir exclamaciones de gozo y alivio. También yo me vestí, en silencio. Cuando estuvo listo, preguntó:

—Quiero volver a verte, muñeca… ¿Cómo he de hacerlo?

—Telefonea a Gisella —contesté—. La veo todos los días.

—¿Y siempre estás libre?

—Siempre.

—¡Viva la libertad!

Y sacando el billetero, añadió:

—¿Cuánto quieres?

—Lo que te parezca —dije.

Y añadí con sinceridad:

—Si me das mucho, harás una buena acción, porque lo necesito.

Pero él, de rechazo, replicó:

—Si te doy mucho, no será para hacer una buena acción. Yo no hago nunca buenas acciones… Será porque eres una guapa chica y porque me has hecho pasar unas horas deliciosas.

—Como quieras —repuse encogiéndome de hombros.

—Todo tiene un valor y cada cosa debe pagarse según su valor —prosiguió sacando el dinero del billetero—. Las buenas acciones no existen… Tú me has proporcionado ciertas cosas de una calidad superior a las que me hubiera dado, por ejemplo, Gisella, y es justo que recibas más que Gisella. Las buenas acciones nada tienen que ver… Y otro consejo: no digas nunca: «Como quieras…» Eso déjalo a los vendedores ambulantes. A quien me dice : «Como quieras», estoy tentado de darle menos de lo que se merece.

Hizo una mueca significativa y me tendió el dinero.

Como me había dicho Gisella, era generoso. En efecto, el dinero que me dio superaba todas mis previsiones. Al cogerlo volví a experimentar aquella sensación tan fuerte de complicidad y sensualidad que me había inspirado el dinero de Astarita al regreso de Viterbo. Pensé que esto denotaba en mí una vocación y que yo debía estar hecha precisamente para aquel oficio, aunque con el corazón aspiraba a algo muy diferente.

—Gracias —dije.

Y antes de que pudiera darse cuenta, le besé impetuosamente la cara, llena de gratitud.

—Gracias a ti —respondió mientras se iba.

Le cogí una mano y lo guié en la oscuridad hacia el recibidor y hacia la puerta. Durante un momento, cerrada la puerta de mi habitación y sin abrir aún la de la escalera, anduvimos en la oscuridad más absoluta. Y entonces no sé qué intuición casi física me reveló que mi madre debía de estar en algún rincón del recibidor, en las mismas tinieblas en las que yo vagaba con Giacinti. Debía de haberse acurrucado detrás de la puerta, o en el otro rincón entre el aparador y la pared, y ahora esperaba que Giacinti se hubiera ido. Recordé la otra vez que había hecho lo mismo, la noche que volví tarde después de haber estado con Gino en la villa de sus amos, y me invadió un gran nerviosismo al pensar que como entonces al irse Giacinti mi madre pudiera echárseme encima, cogerme por el pelo, arrastrarme al canapé de la sala y allí darme de bofetadas.

La notaba en la sombra, casi creía verla y sentía un estremecimiento en los hombros como si su mano estuviera sobre mi cabeza, dispuesta a agarrarme por el cabello. Con una mano retenía la de Giacinti y en la otra apretaba el dinero. Pensé que cuando mi madre se me echara encima, le enseñaría el dinero. Era una manera callada de decirle que ella me había empujado siempre a ganarlo de aquel modo, y un intento de cerrarle la boca cogiéndola por la pasión de la avaricia que yo sabía predominaba en su alma. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Entonces, hasta la vista —dijo Giacinti—. Llamaré a Gisella.


Lo vi bajar la escalera, ancho de hombros, con sus cabellos blancos erguidos sobre la cabeza, agitando sin volverse una mano en señal de saludo, y cerré la puerta. Inmediatamente, en la sombra, como había previsto, mi madre se me vino encima. Pero no me cogió por los cabellos como temí, sino que, de una manera tan torpe que al principio no lo comprendí, pareció abrazarme. Fiel a mi plan, busqué su mano con la mía y le dejé el dinero. Pero ella lo rechazó y el dinero cayó al suelo. Lo encontré, la mañana siguiente, cuando salí de mi cuarto. Todo esto ocurrió un poco precipitadamente, pero sin que ninguna de nosotras abriera la boca.

Entramos en la sala y me senté junto a la mesa. Mi madre se sentó también y me miró. Parecía ansiosa y yo me sentí inquieta. Ella dijo de pronto:

—¿Sabes que mientras estabas ahí he tenido miedo?

—¿Miedo de qué? —pregunté.

—No lo sé —dijo—. Ante todo, me sentí sola y tuve mucho frío… Y después ya no me parecía ser yo misma. Todo me daba vueltas, ¿sabes?, como cuando una ha bebido… Todo me parecía extraño. Pensaba: «Eso es la mesa, aquello es la silla, y aquello la máquina de coser», pero no me convencía de que eran realmente la mesa, la silla o la máquina de coser… Y hasta me parecía que yo misma no era yo. Me he dicho: «Soy una vieja que trabaja en coser, tengo una hija que se llama Adriana», pero no me convencía… Para tranquilizarme me he puesto a pensar en lo que fui cuando era pequeña, cuando tenía tu edad, cuando me casé y naciste tú… Y he tenido miedo porque todo ha pasado como en un día y de pronto me he hecho vieja sin darme cuenta… Y cuando me haya muerto será como si nunca hubiera existido.

—¿Por qué piensas en eso? —dije lentamente—. Todavía eres joven… ¿Qué tiene que ver la muerte?

No pareció oírme y siguió con aquel énfasis que me daba pena y me parecía falso:

—Te digo que he tenido miedo, y he pensado que si una no quiere seguir viviendo no tiene que continuar en la vida a la fuerza… No digo que una tenga que matarse porque para matarse se necesita valor, pero solamente no querer vivir más, como no se quiere comer o caminar más… Pues bien, te juro por el alma de tu padre que quisiera no vivir más.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios le temblaban. También sentí ganas de llorar, aunque no sabía por qué. Me levanté, la besé y fui a sentarme con ella en el canapé. Allí estuvimos un rato, abrazadas, llorando las dos. Yo me sentía desorientada, en parte porque estaba muy cansada, y las palabras de mi madre, con su incoherencia y su oscura lógica, aumentaban mi desorientación. Pero fui la primera en reaccionar porque, al fin y al cabo, lloraba por simpatía. Hacía tiempo que había acabado de llorar por mí misma.

—Vaya, vaya…

—empecé a decirle dándole golpecitos en el hombro.

—Te aseguro, Adriana, que no quisiera vivir más —repitió llorando.

Yo seguía dándole palmadas en el hombro y, sin hablar, la dejé sollozar a gusto. Pensaba que sus palabras eran una clara expresión de remordimiento. Había predicado siempre que debía seguir el ejemplo de Gisella y venderme al mejor postor, esto era cierto. Pero del dicho al hecho hay un gran trecho, y verme llevar un hombre a casa y sentir el dinero en la mano debió ser para ella un golpe muy fuerte. Entonces tenía ante los ojos el resultado de sus sermones y no podía por menos de horrorizarse. Pero al mismo tiempo debía de haber en ella no sé qué incapacidad de reconocer que se había equivocado y, quizá, como una amarga complacencia en la ineficacia ya irreparable de aquel reconocimiento. Y así, en vez de decirme abiertamente: «Has hecho mal… No lo hagas más», preferiría hablarme de cosas que nada tenían que ver conmigo, de su vida y de su deseo de no vivir más.

He observado a menudo que muchos, en el mismo momento en que se abandonan a una acción que saben reprobable, tratan de rehacerse y rescatarse hablando de cosas más altas que los muestren, a sí mismos y a los demás, con un aspecto de desinterés y de nobleza, a mil millas de distancia de lo que hacen o, como en el caso de mi madre, de lo que dejan hacer. Sólo que la mayoría procede así con perfecto conocimiento de lo que hace, y en cambio mi madre, pobrecilla, lo hacía sin darse cuenta, tal como su ánimo y las circunstancias se lo dictaban.

Pero su frase sobre la voluntad de no vivir más me parecía justa. Pensé que tampoco yo querría vivir, después de haber descubierto el engaño de Gino. Sólo que mi cuerpo seguía viviendo por su cuenta, sin preocuparse de mi voluntad. Seguían viviendo el pecho, las piernas, las caderas que tanto gustaban a los hombres, y seguía viviendo, entre mis muslos, el sexo, haciéndome desear el amor aun cuando no lo hubiera querido más. Podía echarme cuanto quisiera en la cama y decidir no vivir más y no despertarme por la mañana, pero mientras dormía mi cuerpo seguía viviendo, mi sangre corría por las venas, el estómago y los intestinos digerían, el vello en las axilas apuntaba de nuevo donde lo había depilado, las uñas crecían, la piel se bañaba de sudor, mis fuerzas se rehacían, y a cierta hora de la mañana, sin quererlo yo, mis párpados se abrirían y mis ojos volverían a ver aquella realidad que odiaban y, en fin, me daría cuenta de que no obstante mi voluntad de morir, estaba aún viva y tenía que seguir viviendo. Lo mejor era, como pensé a manera de conclusión, adaptarse a la vida y no preocuparse más.

Pero a mi madre no le dije nada de esto porque me daba cuenta de que eran pensamientos tan tristes como los suyos y no la consolarían. En cambio, cuando me pareció que ya no lloraba, me aparté un poco de ella y dije:

—Tengo hambre.

Era verdad porque en el restaurante, con el nerviosismo, casi no había probado bocado.

—Ahí está tu cena —dijo mi madre, bastante satisfecha de que le propusiera ser útil y hacer lo que hacía las demás noches—. Ahora voy a preparártela.

Salió y yo me quedé sola.


Me senté a la mesa, en el puesto de siempre, y esperé que ella volviera. Sentía la cabeza vacía y de todo lo ocurrido no me quedaban más que el olor dulzón del amor en los dedos y las huellas saladas y secas de las lágrimas en las mejillas. Estaba quieta y miraba las sombras que la lámpara de contrapeso difundía en las paredes desnudas de la habitación. Después volvió mi madre con carne y verdura.

—No te he recalentado la sopa porque no iba a estar buena… Y había poca.

—No importa, así está bien.

Me llenó el vaso de vino hasta los bordes y se quedó como siempre de pie a mi lado, inmóvil y atenta a mis órdenes, mientras yo comía.

—¿Está bueno el filete? —preguntó al cabo de un rato, preocupada.

—Sí, está bueno.

—He insistido con el carnicero para que me lo diera tierno.

Parecía más serena y todo volvía a ser realmente como cualquier noche. Acabé lentamente de comer y después bostecé un poco estirando los brazos y el cuerpo. De pronto me sentí bien y aquel gesto me inspiró una sensación de complacencia porque sentí mi cuerpo joven, fuerte y satisfecho.

—Tengo mucho sueño —dije.

—Espera, voy a arreglarte la cama —se ofreció mi madre con premura.

Iba a salir, pero yo la detuve:

—No, no… Ya lo haré yo.

Me levanté y mi madre cogió el plato vacío.

—Mañana déjame dormir —dije—. Ya me despertaré.

Contestó que lo haría así y tras haberle deseado una buena noche y haberla besado me fui a mi cuarto. La cama estaba en desorden, como Giacinti y yo la habíamos dejado. Me limité a dar un repaso a la almohada y a la colcha, me desnudé y me metí dentro. Estuve un rato con los ojos muy abiertos, en la oscuridad, sin pensar en nada. «Soy una puta», dije por fin en voz alta, para ver qué efecto me hacía. Me pareció que no me hacía ningún efecto y, cerrando los ojos, me dormí inmediatamente.

CAPÍTULO VIII

Los días siguientes volví a ver a Giacinti cada noche. Telefoneó a Gisella a la otra mañana y ella me dio el recado por la tarde. Giacinti tenía que ir a Milán la noche anterior al día de mi cita con Gino y por ello consentí en recibirlo todas aquellas noches. De lo contrario, hubiera dicho que no, porque me había jurado a mí misma que no volvería a tener relaciones continuadas con ningún hombre. Creía que era preferible, si iba a dedicarme al oficio, hacerlo francamente, cambiando de amante cada vez, sin engañarme a mí misma con la ilusión de no hacerlo porque me dejaba mantener por un solo hombre. Además, había el peligro de aficionarme a él o de que él se aficionara a mí, con lo que no sólo perdería la libertad física, sino también la de los sentimientos.

Por lo demás, aún conservaba intactas mis ideas acerca de la vida conyugal y normal, y pensaba que, si algún día llegaba a casarme, no sería con un amante que me mantuviera y por fin se decidiese a legalizar, aunque sin hacerla moral, una relación interesada. Me casaría con un joven que me amara y al que yo amara también, un hombre de mi clase, con mis gustos y con mis ideas. En fin, quería que el oficio escogido por mí quedara enteramente al margen de mis viejas aspiraciones, sin contaminaciones ni compromisos, ya que en cierto sentido me veía igualmente inclinada a ser una buena esposa que una buena cortesana, pero completamente incapaz, como pensaba hacer Gisella, de seguir un prudente e hipócrita camino intermedio. Entre otras razones, porque en fin de cuentas se podía sacar mucho más del escrúpulo de muchos que de la generosidad de uno solo.


Todas aquellas noches me llevó Giacinti a cenar al restaurante de siempre y después me acompañó a casa quedándose conmigo hasta bien entrada la noche. Mi madre había renunciado ya a hablar de esas horas mías y se limitaba a preguntarme si había dormido bien, cuando por la mañana, a hora avanzada, entraba en mi cuarto llevándome el café en una bandeja. En otros tiempos iba yo a la cocina a tomar el café, muy temprano, de pie ante el fogón, con el frío del agua helada del lavabo en las manos y la cara. Pero ahora mi madre me lo llevaba a la habitación y yo lo tomaba en cama mientras ella abría las contraventanas y se ponía a arreglar el cuarto.

Nunca le decía nada que ya no le hubiera dicho en otros tiempos, pero ella había comprendido que todo era diferente en nuestra vida y demostraba con su conducta haber entendido muy bien de qué clase de cambio se trataba. Obraba como si existiera un tácito acuerdo entre las dos y con sus premuras parecía pedirme humildemente que le concediera, en nuestra nueva vida, servirme y serme útil como en el pasado. Debo añadir que el llevarme el café al cuarto debía tranquilizarla en cierto sentido, porque hay muchos, y entre ellos mi madre, que atribuyen a las costumbres un valor positivo aunque, y éste era el caso, no sean positivas. Con el mismo celo introdujo otros mil pequeños cambios en nuestra vida diaria, como, por ejemplo, prepararme un gran cubo de agua caliente para lavarme cuando me levantaba o poner unas flores en mi cuarto y otras cosas por el estilo.

Giacinti me daba siempre la misma cantidad de dinero y yo, sin decir nada a mi madre, iba a ponerla en una cajita en la que entonces ella guardaba sus ahorros. Para mí apenas me reservaba unas liras. Supongo que se daba cuenta de los aumentos diarios de nuestro patrimonio, pero ni una palabra sobre ese tema medió entre las dos. A lo largo de mi vida he observado que aun aquellos cuyas ganancias tienen un origen lícito no gustan hablar de ello, no ya con extraños, sino ni siquiera con los más íntimos. Probablemente va unido al dinero un sentimiento de vergüenza, o por lo menos de pudor, que lo borra de la lista de los temas normales de conversación y lo relega entre las cosas de las que no está bien hablar, secretas e inconfesables, como si el dinero fuera siempre mal ganado, cualquiera que fuese su origen. Pero tal vez es verdad que a nadie le gusta mostrar el sentimiento que el dinero despierta en el ánimo, sentimiento muy fuerte que casi nunca va separado de una sombra de culpa.

Una de aquellas noches, Giacinti manifestó el deseo de dormir conmigo en mi habitación, pero con el pretexto de que los vecinos lo verían por la mañana al salir de casa, lo eché fuera. Realmente, mi intimidad con él no había dado un solo paso desde la primera noche, y no por culpa mía. Hasta el día de su marcha se había portado igual que la primera vez. Era realmente un hombre de poco o ningún valor, por lo menos en las relaciones afectivas, y todo el sentimiento que pudiera experimentar por él lo experimenté ya en la primera noche, mientras él dormía, un sentimiento vago, que tal vez ni siquiera se refería a él. Me repugnaba la idea de dormir con aquel hombre y temía el aburrimiento, pues estaba segura de que me tendría despierta toda la noche haciéndome confidencias y hablándome de sí mismo. Con todo, Giacinti no se dio cuenta de mi hastío ni de mi antipatía y me dejó convencido de haberse hecho en pocos días muy simpático a mis ojos.


Llegó el día de mi cita con Gino y habían sucedido tantas cosas aquellos diez días que me parecían cien años desde que lo veía antes de ir al estudio y trabajaba para ganar dinero y poner nuestra casa y podía considerarme una novia a punto de casarse. Gino estaba en el sitio de siempre a la hora fijada, con exacta puntualidad. Mientras me instalaba en el coche me pareció muy pálido y como alicaído. Ni al más intrépido traidor le gusta verse echar en cara una traición, y él debía haber pensado y sospechado mucho durante aquellos diez días de interrupción de nuestras relaciones habituales. Pero yo no mostré resentimiento alguno y a decir verdad no tenía que fingir, ya que no sólo me sentía perfectamente tranquila, más aún, pasada la amargura del primer desengaño, casi me sentía inclinada a un indulgente y escéptico afecto. Al fin y al cabo, Gino seguía gustándome, según me di cuenta en cuanto lo vi, y eso era ya mucho.

Poco después, mientras el coche corría hacia la villa, me preguntó:

—¿Así, pues, tu confesor ha cambiado de idea?

Su tono era ligeramente burlón y al mismo tiempo inseguro. Yo contesté con sencillez:

—No… Soy yo quien ha cambiado de idea.

—¿Y han terminado los trabajos que tenías con tu madre?

—Por ahora, sí.

—¡Qué raro!

Gino no sabía lo que decía, pero era evidente que me zahería para saber si sus sospechas eran ciertas.

—¿Por qué ha de ser raro?

—Lo decía por decir…

—¿No crees que es verdad lo del trabajo?

—No creo ni dejo de creer.

Había decidido avergonzarlo, pero a mi manera, jugando un poco con él, como el gato con el ratón, sin las violencias que me había aconsejado Gisella y que, desde luego, no cuadraban con mi temperamento. Le pregunté con coquetería:

—¿Estás celoso?

—¿Celoso yo?

—Sí… Y si fueras sincero, lo confesarías.

Se tragó el anzuelo que yo le echaba y dijo de pronto.

—Cualquiera en mi lugar estaría celoso.

—¿Por qué?

—Vamos a ver, ¿quién puede creer en un trabajo tan importante que ni siquiera te dejaba cinco minutos para verme?

—Pues es la verdad —dije tranquilamente—. He trabajado mucho.

Y era verdad. ¿Qué era sino trabajo, y muy fatigoso por cierto, lo que había hecho con Giacinti todas aquellas noches?

—Y he ganado lo suficiente para pagar todos los plazos y el ajuar —añadí burlándome de mí misma—. Así, por lo menos, podremos casarnos sin deudas.

No dijo nada. Era evidente que trataba de convencerse de la verdad de cuanto yo decía abandonando sus primeras sospechas. Hice entonces un gesto que me era habitual en otro tiempo. Le eché los brazos al cuello y le besé con fuerza debajo de la oreja, murmurando:

—¿Por qué estás celoso…? Ya sabes que en mi vida no hay nadie más que tú.


Llegamos a la villa. Gino entró con el coche en el jardín, cerró la verja y fue conmigo hacia la puerta de servicio. Era la hora del crepúsculo y ya las luces brillaban en las ventanas de las casas de alrededor, rojizas en la niebla azulina de la tarde invernal. El pasillo del sótano estaba casi a oscuras y había olor de humedad y de ambiente cerrado. Me detuve y le dije:

—Esta noche no quiero ir a tu habitación.

—¿Por qué?

—Quiero que hagamos el amor en la alcoba de tu dueña.

—Tú estás loca —exclamó, escandalizado.

Habíamos estado a menudo en las habitaciones superiores de la villa, pero el amor lo habíamos hecho siempre en el sótano, en el cuarto de Gino.

—Es un capricho —dije—. ¿Qué te importa?

—Me importa y mucho… Imagínate que se rompe algo… ¿Cómo hago yo si después lo notan?

—¡Pobre, qué desastre! —contesté con ligereza—. Pues te echarán de la casa y se acabó.

—Y lo dices como si tal cosa.

—¿Y cómo voy a decirlo? Si me amaras de verdad, ni lo pensarías un momento.

—Te amo, pero eso ni pensarlo… No hablemos de ello, no tengo ganas de historias.

—Pero tendremos cuidado… Ni siquiera se darán cuenta.

—No… no.

Me hallaba perfectamente tranquila, y fingiendo sentimientos que no experimentaba, exclamé:

—Yo que soy tu novia te pido este favor y tú, por miedo a que ponga mi cuerpo donde lo pone tu ama y apoye mi cabeza donde ella apoya la suya, me lo niegas… ¿pero qué te crees? ¿Que ella es mejor que yo?

—No pero…

—Pues valgo mil veces más que ella —proseguí—. Pero peor para ti… Puedes hacer el amor con las sábanas y la almohada de tu señora… Yo me voy.

Como ya he observado, en Gino eran muy fuertes el respeto y la sumisión a sus amos, de los cuales estaba ingenuamente orgulloso, como si todas sus riquezas le pertenecieran también a él, pero al verme hablar de aquella manera y marcharme impetuosamente, con una decisión desconocida en mí y a la que no estaba acostumbrado, perdió la cabeza y corrió detrás de mí, diciendo:

—Espera, ¿dónde vas? No ha sido más que una broma… Vamos arriba, si quieres.

Me hice rogar todavía un poco, fingiéndome ofendida. Después acepté y, abrazados, deteniéndonos de vez en cuando en los peldaños para besarnos como hicimos la primera vez, pero con el ánimo muy distinto, al menos por mi parte, subimos al piso.

Una vez en la alcoba de la dueña, me dirigí directamente a la cama y descubrí el lecho. Gino objetó, presa del temor otra vez:

—No pensarás meterte bajo las sábanas…

—¿Y por qué no? —respondí tranquilamente—. No pienso pasar frío.

Calló, con visible disgusto, y yo, una vez preparada la cama, pasé al baño, encendí el gas y abrí el grifo del agua caliente, dejando salir apenas un hilo de agua, para que la bañera se llenara despacio. Gino me seguía, preocupado y con disgusto, y protestó de nuevo:

—¿También el baño?

—Ellos se bañan después del amor, ¿no?

—¡Qué sé yo lo que hacen! —repuso encogiéndose de hombros.

Pero vi que mi atrevimiento no le disgustaba; sólo que le costaba aceptarlo. Era un hombre poco valeroso y le gustaba sobre todo estar siempre en regla. Pero las infracciones a la regla lo atraían porque se las permitía pocas veces.

—Al fin y al cabo, tienes razón —observó al poco tiempo con una sonrisa entre mortificada y complacida mientras probaba con la mano el colchón—. Aquí se está bien… Mejor que en mi cuarto.

—¿No te lo había dicho?

Nos sentamos en el borde de la cama.

—Gino —le dije echándole los brazos al cuello—, imagínate lo bonito que será cuando tengamos una cama para los dos… No será como ésta pero será nuestra.

Ignoro por qué hablaba así. Probablemente porque sabía con certeza que todas esas cosas eran ya imposibles y me gustaba pincharme a mí misma allí donde más me dolía el alma. Él dijo:

—Sí… sí…

Y me besó.

—Yo sé la vida que me gusta —proseguí con aquel cruel sentido de describir una cosa perdida para siempre—. No una casa tan bella como ésta… Me bastarían dos habitaciones y la cocina, pero con todas las cosas de mi propiedad y limpia como un espejo… Y vivir tranquilos en ella, y los domingos pasear juntos… Comer juntos, dormir juntos… Imagínate, Gino, lo hermoso que será.

No dijo nada. A decir verdad, yo no me conmovía al decir todo aquello. Me parecía estar recitando un papel, como un actor en el escenario. Por eso mismo era más amargo, porque aquel papel tan frío, tan exterior, que no despertaba en mi ánimo la más lejana participación, aquel papel había sido realmente el mío diez días antes. Entre tanto, mientras hablaba, Gino iba desnudándome con impaciencia y una vez más, igual que en el momento de subir a su coche, me di cuenta de que me gustaba aún y pensé con triste despecho que mi cuerpo estaba siempre dispuesto a aceptar el goce, mucho más que mi ánimo, tan distante ya, a hacerme tan bondadosa y dispuesta al perdón. Gino me acariciaba y besaba y bajo aquellas caricias y aquellos besos, sentí que mi mente se confundía y que el placer de los sentidos se imponía a la reluctancia del corazón.

—Me haces morir —murmuré por fin con sinceridad dejándome caer de espaldas sobre el lecho.

Más tarde metí las piernas entre las sábanas y él hizo lo mismo.


Yacimos juntos bajo la colcha de encaje de aquella cama suntuosa, que nos llevamos hasta la barbilla. Sobre nuestras cabezas aparecía suspendido una especie de baldaquino del que pendían en derredor unos velos blancos y vaporosos. Toda la alcoba era blanca, con ligeros y largos cortinajes en las ventanas, hermosos muebles bajos a lo largo de las paredes, espejos redondos, objetos brillantes de vidrio, de mármol y de metal. Las sábanas, finas y delgadas, eran como una caricia y en cuanto me movía un poco el colchón cedía blandamente despertando en mí un hondo deseo de sueño y de descanso. Desde el baño, por la puerta abierta, llegaba tranquilo y parlanchín el rumor del agua que caía en la bañera. Yo sentía un gran bienestar y ningún rencor contra Gino.

Aquél me pareció un momento apropiado para decirle que lo sabía todo porque estaba segura de que iba a decírselo con suavidad, sin una sombra de resentimiento.

—Así, pues, Gino —dije al cabo de un largo rato con tono acariciador —, tu mujer se llama Antonietta Partini.

Gino debía estar medio dormido, porque tuvo un violento sobresalto, como si alguien le hubiera dado de pronto un golpe en un hombro.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Y tu hija se llama María, ¿no es así?

Él hubiera querido protestar, pero me miró y comprendió que hubiera sido inútil. Teníamos los dos la cabeza sobre la misma almohada, los rostros muy próximos y yo le hablaba casi sobre su boca.

—¡Pobre Gino! —proseguí—, ¿Por qué me has dicho tantas mentiras?

Gino contestó con violencia:

—Porque te amaba.

—Si verdaderamente me amabas, hubieras debido pensar que cuando descubriera la verdad sufriría mucho… Pero no has pensado en eso, ¿eh, Gino?

—Te amaba —repitió—. Perdí la cabeza y…

—¡Basta! —le interrumpí—. En el primer instante me disgusté mucho… Nunca pensé que fueras capaz de engañarme, pero ahora ya está hecho… No hablemos más del asunto, y ahora voy a bañarme.

Retiré las sábanas, salí de la cama y fui al cuarto de baño. Gino se quedó donde estaba.

La bañera estaba llena de agua muy caliente, azulada, grata a la vista entre todas aquellas mayólicas blancas y entre tantos grifos brillantes. Me puse de pie en la bañera y poco a poco fui metiéndome en el agua. Tendida en el fondo, cerré los ojos. De la alcoba no llegaba rumor alguno. Gino debía de estar rumiando mi revelación y seguramente trataba de trazar apresuradamente un plan para no perderme. Sonreí pensando en él, perdido en el gran lecho matrimonial, con aquella noticia todavía en plena cara, como una bofetada. Pero sonreí sin malignidad, como sonreímos ante una cosa cómica que no nos afecta en absoluto, porque, como ya he dicho, no sentía ningún rencor contra él y por el contrario, conociéndolo ahora tal como era, casi me parecía sentir una especie de afecto. Después lo oí andar por la sala. Probablemente estaba vistiéndose. Al cabo de un rato apareció en la puerta del cuarto de baño y me miró con ojos de perro apaleado, como si no se atreviera a entrar.

—Entonces, no volveremos a vernos —dijo con voz apagada tras un largo silencio.

Comprendí que me amaba verdaderamente, aunque a su manera y no tanto como para que le repugnara el hecho de engañarme. Me acordé de Astarita y pensé que también éste me amaba a su manera. Mientras me enjabonaba un brazo le contesté:

—¿Por qué no vamos a vernos más? Si no hubiera querido verte, no habría venido… Nos veremos, pero con menos frecuencia que antes.

Al oír estas palabras pareció recobrar ánimos. Y entró en el baño:

—¿Quieres que te enjabone? —preguntó.

No pude menos de pensar en mi madre. También ella, después de alguna renuncia de su autoridad, se mostraba llena de consideración. Le dije secamente:

—Si quieres… la espalda, donde no puedo llegar.

Gino cogió el jabón y la esponja, me puse de pie y me enjabonó toda la espalda. Yo me miraba en un largo espejo que estaba precisamente ante el baño y creí ser aquella señora a la que pertenecían todas aquellas cosas. También ella se pondría de pie como yo y una doncella, una pobre muchacha semejante a mí, la enjabonaría y lavaría, procurando no arañarle la piel. Pensé que debía de ser muy grato que otra persona lo hiciera sin tener que usar una sus propias manos: una estaría de pie, quieta, inerte, mientras la otra se afanaría en frotarla con cuidado y servilismo. Volvió a mi mente el pensamiento de la primera vez que estuve en la villa y pensé que sin mis trapos, desnuda, valía tanto como la dueña de Gino. Pero mi destino, injustamente, había sido distinto. Enfadada dije a Gino:

—Basta… Basta…

Él cogió una toalla. Yo salí de la bañera y me la puse alrededor del cuerpo. Quiso abrazarme, tal vez para ver si lo rechazaba, y yo, erguida y envuelta en la toalla, dejé que me besara en el cuello. Después se puso a frotarme todo el cuerpo, en silencio, desde los tobillos hasta el pecho, con cuidado y habilidad, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, y cerré los ojos, pensando nuevamente que yo era la dueña y él la doncella. Gino interpretó mi pasividad como consentimiento y de pronto noté que en vez de frotarme estaba acariciándome. Entonces lo rechacé, dejé caer la toalla de mi cuerpo desnudo y seco y, caminando de puntillas con los pies descalzos, pasé a la alcoba. Gino se quedó en el baño vaciando la bañera.

Me vestí apresuradamente y después anduve por la estancia contemplando los diversos objetos. Me detuve ante el tocador, lleno de piezas de tortuga y oro. En un extremo vi, entre cepillos y frascos de perfume, una polvera de oro. La cogí y la contemplé detenidamente. Pesaba mucho, parecía oro macizo. Era cuadrada, llena de rayas y, en el broche del cierre, tenía engarzado un gran rubí. No sentía tanto una tentación como el descubrimiento. Ahora lo podía hacer todo, incluso robar. Abrí mi bolso y metí dentro la polvera que, con su pesa, cayó al fondo, entre las monedas y las llaves de casa. Al cogerlo experimenté una complacencia sensual, no muy distinta de la que sentía con el dinero que me daban mis amantes. A decir verdad, no sabía qué hacer de una polvera tan preciosa, que desde luego no encajaba ni con mis vestidos ni con la vida que llevaba. No la usaría nunca, estaba segura de ello. Pero, robándola, me pareció obedecer a la lógica que determinaba los sucesos de mi vida. Pensé que cuando se ha hecho la casa hay que poner también el tejado.

Gino volvió a la alcoba y con un escrúpulo servil puso en orden la cama y todo lo que le pareciera fuera de su sitio.

—¡Vaya! —le dije con desprecio al verle mirar en derredor, una vez acabado su trabajo, para asegurarse de que todo estaba en su sitio acostumbrado—. La dueña no notará nada… Esta vez no te echarán.

Noté en la cara de Gino una mueca de pesar al oír mis palabras; y sentí remordimiento por haberlas dicho, porque eran malignas y no tenían ninguna sinceridad.


No dijimos una sola palabra mientras bajábamos por la escalera interior de la casa, ni después, en el jardín, al subir al coche. Hacía tiempo que había anochecido y cuando el automóvil empezó a correr por las calles de los barrios elegantes, como si hubiera estado esperando a aquel momento, me puse a llorar dulcemente. Ni yo sabía por qué lloraba y, sin embargo, la amargura era grande. No estoy hecha para disimular mis desilusiones y mis accesos de cólera, y durante toda la tarde, por más que me había esforzado en aparecer serena, la desilusión y la cólera habían sellado más de un acto y de una palabra mía. Por primera vez, sollozando, sentí un verdadero resentimiento contra Gino por haberme llevado, con su traición, a experimentar unos sentimientos que me disgustaban, que no encajaban en mi carácter. Pensé que siempre había sido suave y buena y que quizá no volvería a serlo desde aquel momento, y este pensamiento me llenó de desesperación. De todo corazón hubiera querido preguntar a Gino: «¿Por qué has hecho todo esto? ¿Cómo podré olvidarlo y no pensar más en ello?» Pero guardé silencio, sorbiéndome las lágrimas y moviendo de vez en cuando la cabeza para que saltaran de los ojos, como se hace con una rama para arrancarle las frutas más maduras. Casi no me di cuenta de que íbamos atravesando toda la ciudad. Después, el automóvil se detuvo, bajé y tendí la mano a Gino, diciéndole:

—Te llamaré por teléfono.

Él me miró con una esperanza que se mudó en estupor cuando vio mi cara llena de lágrimas. Pero no tuvo tiempo de hablar porque, con un gesto de saludo y una sonrisa forzada, me alejé.

CAPÍTULO IX

Y así, la vida volvió a girar para mí siempre en el mismo sentido y con idénticas figuras, como los tiovivos de Luna-Park que veía cuando era niña desde las ventanas de mi casa y me metían tanto júbilo en el corazón con sus luces deslumbrantes.

También en los tiovivos las figuras son pocas y siempre las mismas. Al son de una música estridente, tintineante y lamentosa, se ve pasar el cisne, el gato, el automóvil, el caballo, el trono, el dragón y el huevo, siempre los mismos durante toda la noche. Igualmente empezaron de nuevo a girar a mi alrededor las figuras de mis amantes. Aunque fueran nuevos, se parecían a los primeros. Volvió Giacinti de Milán, trayéndome unas medias de seda como regalo, y durante unos días lo vi cada noche. Después Giacinti volvió a marcharse y vi nuevamente a Gino, una o dos veces por semana. Las demás noches iba con otros hombres que encontraba por la calle o que Gisella me presentaba. Los había jóvenes, menos jóvenes y viejos; algunos, simpáticos que me trataban con cortesía, y otros, desagradables que me consideraban como un objeto de compraventa. Pero, en resumidas cuentas, como había decidido no aficionarme a ninguno, en el fondo era siempre el mismo cantar. Nos encontrábamos por la calle o en el café, algunas veces íbamos a cenar y después corríamos a mi casa. Allí nos encerrábamos en mi habitación, hacíamos el amor, hablábamos un poco y después el hombre pagaba y se iba y yo volvía a la sala, donde encontraba a mi madre que me esperaba. Si tenía hambre, cenaba, y después me acostaba.

En algunas ocasiones, si todavía era temprano, salía otra vez a la calle en busca de otro hombre. Pero también pasaban días enteros sin ver a ninguno y me quedaba en casa sin hacer nada. Me había hecho muy perezosa, de una indolencia triste y voluptuosa en la que parecía desahogarse el hambre de descanso y de tranquilidad, no sólo mía sino también de mi madre y de toda la gente siempre fatigada y siempre pobre. A veces, sólo la vista de la caja de nuestros ahorros vacía conseguía echarme de casa y pasear por las calles del centro en busca de compañía, pero muchas veces mi pereza era más fuerte y prefería que Gisella me prestara el dinero o que mi madre fuera a las tiendas a comprar a crédito.

Y sin embargo, no puedo decir que aquella vida me disgustara realmente. Pronto me di cuenta de que mi inclinación por Gino no tenía nada de particular ni era única, pues, en el fondo, casi todos los hombres me gustaban por algún motivo. No sé si esto les sucede a todas las mujeres que hacen el mismo oficio que yo o si indica la presencia de una vocación especial; sólo sé que cada vez experimentaba un estremecimiento de curiosidad y de esperanza y que pocas veces sufría una decepción. De los jóvenes me gustaban los cuerpos longuilíneos, delgados, todavía adolescentes, los gestos torpes, la timidez, los ojos acariciantes, la frescura de labios y de cabellos; de los maduros me gustaban los brazos musculosos, los pechos amplios y llenos, aquel no sé qué de macizo y poderoso que la virilidad pone en los hombros, en el vientre y en las piernas, y por último hasta los viejos me gustaban, porque el hombre, a diferencia de la mujer, no está ligado a la edad y aun en la vejez conserva su atractivo o adquiere otros de un género peculiar.

Cambiar cada día de amante me permitía distinguir a simple vista cualidades y defectos, con aquella observación exacta y penetrante que se adquiere sólo a través de la experiencia. Además, el cuerpo humano era para mí una fuente inagotable de misteriosa e irascible complacencia, y más de una vez me sorprendí escrutando con los ojos o acariciando con las puntas de los dedos los miembros de mis compañeros de una noche, como si más allá de las relaciones superficiales que nos unían quisiera descubrir el significado de su atractivo y explicarme a mí misma por qué me sentía tan atraída a ellos. Pero procuraba disimular todo lo posible aquella atracción porque aquellos hombres, en su vanidad siempre despierta, hubieran podido interpretarla por amor y pensar que estaba enamorada de ellos, cuando en realidad el amor, por lo menos tal como ellos lo entendían, no tenía nada que ver con mi sentimiento que, a lo sumo, se parecía a la reverencia y al estremecimiento que experimentaba antes al realizar ciertos actos religiosos en la iglesia.

Pero el dinero que ganaba de este modo no era tan abundante como podría creerse. Ante todo, no sabía ser tan ávida y tan mercantil como Gisella. Desde luego procuraba que se me pagara, porque no iba con hombres por diversión pero mi misma naturaleza me llevaba a darme más por una especie de exuberancia física que por cálculo y no pensaba en el dinero hasta el momento de hacerme pagar, es decir, demasiado tarde. Siempre me quedaba la oscura convicción de que daba a los hombres una mercadería que no costaba nada y que habitualmente no se pagaba, una sensación de recibir aquel dinero más como regalo que como un salario. Me parecía que el amor no debía pagarse o que nunca era pagado suficientemente, y entre esta modestia y esta presunción me sentía incapaz de fijar un precio que no me pareciera arbitrario.

Así, cuando me daban mucho, lo agradecía excesivamente, y cuando me daban poco, no lograba sentirme defraudada y no protestaba. Sólo más tarde, amaestrada por alguna amarga experiencia, me decidí a imitar a Gisella, que hacía tratos antes de aceptar. Pero en principio siempre me avergonzaba, y no lograba dar una cifra sino entre dientes, de manera que muchos no entendían y tenía que repetirla.

Otro motivo contribuía a hacer insuficiente el dinero ganado. Era el hecho de que, reparando mucho menos en gastos y habiéndome extendido bastante en la compra de algún vestido, perfumes, objetos de tocador y cosas por el estilo que necesitaba por mi profesión, el dinero que recibía de mis amantes no me bastaba, exactamente como el que ganaba antaño haciendo de modelo y ayudando a mi madre en sus trabajos. De este modo me parecía seguir tan pobre como antes, a pesar del sacrificio de mi honor. Como antes y aún más a menudo había días que no teníamos un céntimo en casa. Como antes y aún peor, me angustiaba la inseguridad del mañana.

Soy bastante despreocupada y flemática por naturaleza y esta inquietud nunca llegaba a tener un carácter obsesivo como ocurre en tantas personas menos equilibradas y despreocupadas. Pero quedaba en el fondo de la oscuridad de mi conciencia como una carcoma en las fibras de un mueble viejo, y me advertía continuamente que estaba desprovista de todo y que no podía olvidar aquel estado y descansar, ni mejorarlo definitivamente con la profesión que había escogido.

Quien no sentía o por lo menos no parecía sentir ya inquietud alguna, era mi madre. Yo le había advertido que ya no era necesario que se matara cosiendo todo el día, y ella, como si lo hubiera esperado toda su vida, abandonó de golpe la mayor parte de sus trabajos, limitándose a aceptar poquísimos encargos y aún de mala gana, más por pasatiempo que por interés de ganancia. Era como si el esfuerzo de tantos años, iniciado cuando era niña y servía en la familia de un empleado, se hubiera venido abajo de repente, sin dejar rastro y sin remedio, a la manera de esas viejas casas que se hunden disolviéndose y de las que no queda ni una pared en pie, sino solamente un montón de polvo.

Para una persona como mi madre, el dinero significaba sobre todo comer y descansar hasta la saciedad. Comía más que antes y se concedía aquellas comodidades que distinguían, de acuerdo con sus ideas, a las personas ricas de las pobres. Se levantaba tarde, dormía después de comer y paseaba de vez en cuando. Debo añadir que el efecto de estas novedades en ella era quizás el aspecto menos grato de mi nueva vida. Es probable que quien está acostumbrado a trabajar no debiera dejarlo nunca, pues el ocio y el bienestar lo corrompen y aunque éste no era su caso, tenga unos orígenes buenos y justos.


Cuando mejoraron nuestras condiciones, mi madre engordó o, mejor dicho, dada la rapidez con que desapareció su ansiosa y ajetreada delgadez, se hinchó torpemente, de una forma que se me hacía significativa aunque no llegara a comprender su significado. Las caderas, que en otro tiempo eran huesudas, se le redondearon; los hombros enjutos se le llenaron; las mejillas, que siempre había tenido como tirantes y anhelosas, se le pusieron floridas y de buen ver. Pero el detalle más triste de ese engrosamiento de mi madre eran los ojos, que antes eran grandes y muy abiertos, con expresión siempre abierta y vigilante y ahora parecían pequeños, llenos de no sé qué luz incierta y ambigua. Había engordado, pero sin rejuvenecer ni hacerse más bella. Me parecía que llevaba en la cara, en vez de hacerlo yo, las huellas visibles de nuestro cambio de vida, y me era imposible mirarla sin sentir un cierto penoso remordimiento, mezcla de compasión y repugnancia.

Además, mi madre aumentaba mi malestar cayendo continuamente en actitudes de satisfacción golosa y beatífica. En realidad, le parecía mentira no tener que volver a penar, y sus gastos y actitudes eran los de quien en su vida no había comido ni descansado lo bastante.

Naturalmente, yo no le dejaba adivinar esos sentimientos, porque no quería molestarla y además me daba cuenta de que ciertas cosas debiera decírmelas a mí misma antes que a ella. Pero de vez en cuando se me escapaba algún gesto de disgusto, y creía amarla menos ahora que estaba gorda, hinchada y caminaba balanceando las caderas, que cuando chillaba y corría y se lamentaba todo el día, flaca y desvencijada. A menudo me hacía esta pregunta: «Si yo me hubiera hecho rica por un buen matrimonio, ¿hubiera engordado mi madre de la misma manera?» Hoy pienso que sí, y aquella especie de elemento innoble que me parecía observar en su gordura, lo atribuyo a las miradas que le dirigía yo, cargadas, a mi pesar, de conformidad y de remordimiento.


A Gino no le oculté mucho tiempo mi nueva condición. Más aún, me propuse revelársela pronto, la primera vez que volví a verlo, unos diez días después de haber hecho el amor en la villa. Una mañana, mi madre acudió a despertarme y con una voz cómplice y baja me dijo:

—¿Sabes quién está ahí y quiere hablarte? Gino.

—Hazlo pasar —dije simplemente.

Un poco decepcionada por mi brevedad, abrió la ventana y salió. Al poco tiempo entró Gino e inmediatamente me di cuenta de que estaba turbado y furioso. No me saludó, dio la vuelta alrededor de la cama y vino a ponerse delante de mí, que lo miraba aún tendida y somnolienta. Después preguntó:

—Oye, el otro día, por casualidad, ¿no cogiste equivocadamente un objeto del tocador de la señora?

«Ya está» —pensé. Observé que no experimentaba ningún sentimiento de culpabilidad. En cambio, me producía la misma penosa impresión de siempre el espanto servil de Gino.

—¿Por qué me lo preguntas? —dije.

—Ha desaparecido una polvera de gran valor, de oro con un rubí… La señora ha organizado una escena de mil diablos… y como en cierto modo la villa quedó confiada a mí, no es que lo digan, pero yo comprendo que sospechan de mí. Menos mal que no se ha dado cuenta hasta ayer, al cabo de una semana de su regreso, y así hay también la probabilidad de que lo haya robado una de las doncellas… De lo contrario, ya me habrían echado, denunciado, arrestado, o qué sé yo…

Temí que por mi culpa hubiera pagado algún inocente y pregunté:

—¿Y no les han hecho nada a las doncellas?

—No —contestó bastante nervioso—. Pero ha venido un comisario de la Policía y desde hace dos días es imposible vivir en aquella casa.

Vacilé un momento y dije:

—Yo cogí la polvera.

Gino abrió mucho los ojos, hizo una horrible mueca y exclamó:

—La cogiste tú… ¿Y me lo dices así?

—¿Y cómo iba a decírtelo?

—Pero, eso se llama robar.

—Ya.

Me miró y de pronto se puso furioso. Quizá temía las consecuencias de mi acción o tal vez, de una manera oscura, adivinaba que yo le atribuía la responsabilidad última del robo.

—Pero, ¿en qué estabas pensando? ¿De manera que por eso querías ir a la habitación de la señora…? Ahora comprendo, pero yo, querida, no quiero entrar en el juego… ¡Ladrona! Estaba apañado si llego a casarme contigo… ¡Casarme con una ladrona!

Le dejé desahogarse, observándolo con atención. Ahora me asombraba el haber pensado durante tanto tiempo que era perfecto. Por fin, cuando creí que había agotado todos los reproches, dije:

—¿Por qué te enfureces tanto, Gino? Al fin y al cabo, no te acusan de que la hayas robado tú… Hablarán de eso unos días y después no volverán a pensar en ello… Además, quién sabe cuántas polveras tendrá tu señora…

—¿Pero por qué la has robado? —preguntó. Era evidente que deseaba oír lo que, como ya he dicho, intuía oscuramente.

—Así.

—Así, no es una respuesta.

—Entonces, si realmente quieres saberlo —dije tranquilamente—, no lo he robado porque lo deseara ni por necesidad, sino porque, al fin y al cabo, ahora puedo incluso robar.

—¿Qué quieres decir? No le dejé acabar:

—Cada noche voy por la calle, busco un hombre, lo traigo a casa y después me paga… Comprenderás que si puedo hacer eso, también puedo robar, ¿no?

Gino comprendió y su reacción fue característica:

—De manera que también haces eso… Está bien. ¡Pobre de mí si llegaba a casarme contigo!

—No lo hacía —dije—. Lo hago desde que supe que estás casado y que tienes una hija.

Gino había esperado todo aquel tiempo esta frase y la refutó rápidamente:

—No, querida… Ahora no vengas a echarme a mí la culpa… Sólo se hace puta y ladrona la que quiere serlo.

—Se ve que yo lo era sin saberlo —repuse—, y tú me has dado la ocasión de llegar a serlo.

Por mi calma comprendió que no tenía nada que esperar y cambió de táctica.

—Bueno, lo que eres o lo que haces no me atañe, pero tienes que devolverme la polvera… De lo contrarío, tarde o temprano pierdo mi puesto. Tienes que devolvérmela y fingiré haberla encontrado en cualquier sitio, en el jardín, por ejemplo.

—¿Por qué no lo has dicho antes? Si es para que no pierdas tu puesto, puedes cogerla… Está ahí, en el primer cajón del armario.

Inmediatamente, con una prisa impregnada de alivio, fue al armario, abrió el cajón, cogió la polvera y se la metió en el bolsillo. Se volvió a mirarme, con unos ojos que ya eran diferentes, en los que parecía alborear una disposición de ánimo mortificada y conciliadora. Pero no tuve el valor de enfrentarme con la escena embarazosa que anunciaba su mirada.

—¿Tienes el coche abajo? —pregunté.

—Sí.

—Bien, es tarde y no te conviene quedarte. Hablaremos de todo la próxima vez que nos veamos.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No, no estoy enfadada contigo.

—Sí lo estás…

—Te repito que no. Suspiró, se inclinó sobre el lecho y dejé que me besara.

—¿Me llamarás por teléfono? —preguntó desde la puerta.

—Puedes estar tranquilo.


Así supo Gino mi nuevo género de vida. Pero el día en que volvimos a vernos no hablamos para nada ni de la polvera ni de mi oficio como si se tratara ya de cosas aceptadas y carentes de interés cuya importancia hubiera consistido solamente en su novedad. En fin de cuentas, se comportó más o menos como mi madre, pero no parecía haber sentido por un solo momento la tristeza de mi madre el primer día que llevé a Giacinti a casa y que todavía creía adivinar de vez en cuando bajo su satisfacción y hasta bajo el aspecto insano de su gordura. El carácter principal de Gino consistía, en cambio, en una cierta astucia no muy inteligente y de cortos horizontes. Creo que después de haber sabido mi cambio de vida a partir de su traición, debió de encogerse de hombros y decir: «¡Bah, dos pájaros de un tiro! Así no puede reprocharme nada y sigo siendo su amante». Hay hombres que consideran una suerte conservar lo que poseen, lo mismo si se trata de dinero o de la mujer como de la vida, aun a costa de su dignidad, y Gino era uno de esos.

Seguía viéndole porque, como ya he dicho varías veces, a pesar de todo seguía gustándome y no había otro que me gustara tanto como él, y además porque aunque pensara que todo había acabado ya entre nosotros, no deseaba que el fin fuera brusco y desagradable. Nunca me han gustado los cortes en seco, las interrupciones repentinas. Creo que las cosas de la vida mueren por sí mismas, tal como nacieron, por aburrimiento, por indiferencia o hasta por costumbre, que es una especie de aburrimiento fiel, y me gusta sentirlas morir así, naturalmente, sin culpa mía ni de otros, y poco a poco verles ceder el puesto a las demás. Al fin y al cabo, nunca se dan en la vida cambios decididos y netos, y quien quiere cambiar con precipitación corre peligro de ver reaparecer cuando menos lo espera, todavía vivas y tenaces, las viejas costumbres que creía haber extirpado de golpe y de una manera definitiva. Yo deseaba también que las caricias de las manos de Gino me dejaran indiferente igual que sus palabras y temía que, si no daba tiempo al tiempo, podría reaparecer en cada momento en mi vida y obligarme contra mi voluntad a reanudar nuestras antiguas relaciones.

Otra persona que entonces reapareció en mi vida fue Astarita. Con él todo fue más sencillo que con Gino. Gisella lo veía a escondidas y creo que Astarita hacía el amor con ella sólo por tener ocasión de hablar de mí. Como quiera que fuese, Gisella acechaba la ocasión propicia para hablarme de él y cuando le pareció que ya había pasado bastante tiempo y me habría apaciguado, procuró hablar conmigo a solas y me dijo que se había encontrado con Astarita y que le había preguntado por mí.

—No me ha dicho nada en concreto —prosiguió—, pero he entendido que sigue enamorado de ti. Si he de decirte la verdad, me ha dado lástima… Parece realmente desgraciado. Te repito que no me ha dicho nada, pero he adivinado que tiene grandes deseos de volver a verte… Ahora, al fin y al cabo… Pero la interrumpí diciendo:

—Oye, es inútil que sigas hablando así.

—¿Cómo, así?

—Bueno, con tantas precauciones… Vale más que digas claramente que él te manda, que quiere volver a verme y que le has prometido llevarle mi respuesta.

—Supongamos que sea así —admitió, desconcertada—. ¿Y entonces?

—Entonces —repuse tranquilamente—, dile, si quieres, que no me opongo a verlo. Naturalmente, como veo a los demás, sin ningún compromiso, de vez en cuando…

Gisella se quedó realmente asombrada de mi actitud. Estaba convencida de que yo odiaba a Astarita y que por nada del mundo consentiría en volver a verlo. No comprendía que para mí ya no existían ni el odio ni el amor y, como de costumbre, pensó que yo ocultaba una segunda intención.

—Haces bien —dijo al cabo de un rato con aire reflexivo y astuto—. Yo, en tu lugar, haría lo mismo. En ciertos casos, conviene pasar por encima de las antipatías. Astarita te ama de veras y sería capaz de hacer anular su matrimonio y casarse contigo… ¡Vaya, veo que eres lista! ¡Y pensar que te creía una ingenua!

Gisella nunca había comprendido nada de mí, y yo sabía por experiencia que sería en vano tratar de abrirle los ojos. Por eso aprobé con fingida desenvoltura:

—Eso es, precisamente…

Y la dejé en un estado de ánimo mezcla de envidia y de injuriosa admiración.


Comunicó a Astarita mi respuesta y volví a verlo en el mismo bar en el que me encontré por primera vez con Giacinti. Como había dicho Gisella, me amaba aún furiosamente y cuando me vio se puso pálido como un muerto, perdió toda su gallardía y no volvió a abrir la boca. Debía de ser más fuerte que él, y creo que tienen razón ciertas mujeres sencillas del pueblo como, por ejemplo, mi madre, cuando hablando de casos de amor dicen que ciertos hombres han sido embrujados por sus amantes. Sin darme cuenta ni quererlo, había echado una especie de embrujo sobre él, y por mucho empeño que él pusiera en sustraerse a su efecto, no lograba desprenderse de mi influencia. De una vez por todas lo había hecho inferior, dependiente de mí, sometido. Lo había desarmado, paralizado y puesto a mi merced.

Más tarde me explicó que a veces se preparaba a solas para representar el papel frío y desdeñoso que hubiera querido representar conmigo, aprendiéndose incluso las palabras de memoria. Pero después, apenas me veía, la sangre se le iba de las mejillas, una especie de angustia le oprimía el pecho, la mente se le vaciaba y la lengua se negaba a hablar. Hasta mi mirada se le hacía insostenible. Perdía la cabeza y experimentaba un irresistible deseo de ponerse de rodillas ante mí y de besarme los pies.

Realmente no era como los demás hombres. Quiero decir que había en él algo de obsesivo. La noche de nuestro encuentro, después de haber comido juntos en el restaurante, en un silencio tenso y convulso, fuimos a mi casa y allí me rogó que le contara detalladamente, sin omitir nada, mi vida desde el día de la excursión a Viterbo hasta la ruptura con Gino.

—Pero, ¿por qué te interesa tanto? —le pregunté, asombrada.

—Así, por ninguna razón… Pero, «qué te cuesta? No pienses en mí, cuéntamelo, y nada más.

—Por mí —dije encogiéndome de hombros—, si realmente te gusta…

Y con toda minuciosidad, como me había pedido, le conté todo lo sucedido desde el día de la excursión: la explicación que tuve con Gino, cómo seguí los consejos de Gisella, mi encuentro con Giacinti. Tan sólo callé el asunto de la polvera, ni siquiera sé por qué, quizá por no inquietarlo dada su profesión de policía. Me hizo muchas preguntas, sobre todo acerca de mi encuentro con Giacinti. No parecía saciarse de los pormenores como si, más que saber las cosas, quisiera incluso verlas y tocarlas y, en resumen compartirlas. No podría decir cuántas veces me interrumpió con frases como: «¿Y tú que hiciste?», o también: «¿Y qué hizo él?» Y cuando acabé mi relato, me abrazó farfullando:

—Todo ha sido por mi culpa.

—No, no… —repliqué, un poco aburrida—. No ha sido culpa de nadie.

—Sí, ha sido culpa mía… Soy yo quien te ha arruinado… Si no me hubiera portado de aquella manera en Viterbo, todo hubiera sido diferente.

—Esta vez te equivocas —respondí con vivacidad—. A lo sumo, la culpa habrá sido de Gino… Tú no tienes nada que ver… Tú, querido, quisiste poseerme por la fuerza en Viterbo, y las cosas obtenidas por la fuerza no cuentan. Si Gino no me hubiera traicionado, me hubiese casado con él, le habría contado después todo lo ocurrido y las cosas seguirían como si no te hubiese conocido.

—No. Ha sido por mi culpa… Aparentemente, tal vez la culpa sea de Gino, pero en el fondo la culpa es mía.

Parecía bastante aferrado a esta idea de su culpabilidad, pero, según creí entender, no porque sintiera remordimiento, sino al contrario, porque le complacía pensar que me había corrompido y arruinado. Pero decir que le complacía es decir poco: lo excitaba, y tal vez éste era el motivo principal de su pasión por mí. Esto lo entendí después, cuando me di cuenta de que a menudo, en nuestros encuentros, insistía para que le contara con toda clase de detalles cuanto ocurría entre mis amantes circunstanciales y yo. Durante estos relatos, ponía una cara turbada, tirante y atenta, que acababa turbándome a mí y llenándome de vergüenza. Inmediatamente después se echaba sobre mí y mientras me poseía repetía con pasión palabras injuriosas, brutales, obscenas, que no quiero repetir aquí y que parecerían ofensivas incluso a la más depravada de las mujeres.

Nunca he podido comprender cómo podría coordinarse esta actitud suya con la adoración que me profesaba. A mi modo de ver, es imposible amar a una mujer y no respetarla, pero en aquel hombre, el amor y la crueldad parecían mezclarse y el uno prestaba a la otra su propio color y su fuerza. A veces llegué a pensar que esta singular voluptuosidad de imaginarme degradada por su culpa se la sugería su mismo oficio de policía político. Como pude saber, este oficio consistía precisamente en buscar el punto débil de los acusados, a fin de corromperlos y envilecerlos y así convertirlos en seres inocuos para siempre. El mismo Astarita llegó a decirme, no recuerdo en qué ocasión, que siempre que lograba hacer confesar, o doblegar como fuera, a un acusado, experimentaba una satisfacción particular, casi física, semejante a la de la posesión en el amor.

—El acusado es como una mujer —me explicó—. Mientras resiste, mantiene erguida la cabeza, pero una vez que ha cedido, se convierte en un harapo y puedes tenerlo en tus manos cuando quieras y como te parezca.

Y hasta es probable que ese carácter suyo tan cruel fuera innato y que él mismo hubiera elegido aquel oficio precisamente porque tenía aquel carácter y no al contrario.

Astarita no era feliz; más aún, su infelicidad me pareció siempre la más completa e irremediable que había visto, porque no se debía a motivo exterior alguno, sino a una cierta incapacidad o torpeza suya que no conseguí captar. Cuando no me obligaba a contar mis asuntos personales y de mi profesión, solía arrodillarse delante de mí, ponía su cabeza en mi regazo y se quedaba así, a veces hasta una hora, inmóvil. A mí no me tocaba hacer otra cosa que pasarle levemente una mano por la cabeza, como suelen hacer las madres con sus hijos. De vez en cuando, gemía y a veces incluso lloraba. Nunca he amado a Astarita, pero en aquellos momentos me inspiraba mucha compasión porque comprendía que sufría y que no existía medio capaz de aliviar su sufrimiento.


Hablaba con la mayor amargura de su familia: de su mujer, a la que odiaba; de sus hijas, por las que no sentía ningún cariño; de sus padres, que le habían hecho difícil la infancia y, siendo aún inexperto, lo habían obligado a un matrimonio desastroso. Casi nunca aludía a su trabajo. Sólo una vez, con una mueca particular, llegó a decirme:

—En las casas hay muchos objetos útiles, aunque no sean limpios… Yo soy uno de esos objetos, soy el basurero en el que se dejan las inmundicias.

Pero, en general, tuve la sensación de que consideraba su oficio como perfectamente honorable. Tenía un gran sentido del deber y era, según comprendí por la visita que le había hecho en el ministerio y por otras conversaciones con él, un funcionario modelo, celoso, buen guardián de secretos, perspicaz, incorruptible, rígido. Aun perteneciendo a la Policía política, confesaba no entender nada de política.

—Soy una rueda que se mueve con las otras en una máquina —me dijo una vez—. Ellos mandan y yo obedezco.


Astarita hubiera querido verme todas las noches, pero, además de que yo no quería atarme a nadie, como ya he dicho, me aburría y me dejaba incómoda con su convulsa seriedad y sus rarezas, así que, aunque me daba compasión, yo no podía retener cuando me dejaba un sincero suspiro de alivio. Por esta razón procuraba verlo pocas veces, no más de una a la semana. Esta escasez de relaciones contribuyó, desde luego, a mantener despierta y ardiente su pasión por mí. En cambio, si yo hubiera aludido al deseo de vivir con él, como no dejaba de proponerme, se hubiera acostumbrado lentamente a mi presencia y hubiese acabado por verme como era en realidad: una pobre muchacha como tantas otras. Me dio el número de teléfono que tenía sobre su mesa en el ministerio. Era un número secreto, sólo conocido por el jefe del Gobierno, el ministro del Interior, el gobernador Civil y alguna que otra personalidad. Cuando lo llamaba, contestaba inmediatamente, pero en cuanto se daba cuenta de que era yo, su voz, poco antes limpia y tranquila, se enturbiaba y empezaba a balbucear. Realmente estaba sumiso y sojuzgado a mí como un esclavo. Recuerdo que una vez le hice una caricia en la cara sin que él me la pidiera. Inmediatamente me cogió la mano y me la besó con fervor. Después, otras veces, me suplicó espontáneamente que repitiera la caricia. Pero las caricias no se hacen por decreto.

Como he dicho ya, a veces no tenía ganas de ir a la calle en busca de hombres y me quedaba en casa. Tampoco quería estar con mi madre porque, aunque entre las dos por una especie de acuerdo tácito no se hablaba de mi oficio, la conversación iba a parar siempre, entre alusiones y medias palabras, al mismo tema y en esos casos me gustaría haber hablado sin velos y en forma clara. Así, pues, me encerraba en mi habitación, advirtiendo antes a mi madre para que no me molestara y me echaba en la cama. La alcoba daba al patio; ningún ruido llegaba de fuera a través de la ventana cerrada. Dormitaba un rato, me levantaba después y daba vueltas por la habitación, entretenida en alguna pequeña tarea, ya fuera poniendo en orden las cosas o bien quitando el polvo de los muebles. Estas ocupaciones no eran más que estímulos para poner en marcha la máquina de mis pensamientos, para crearme a mi alrededor un ambiente de densa intimidad. Reflexionaba con profundidad progresiva, y al final, casi no reflexionaba en absoluto y me bastaba sentirme vivir después de tantas dispersiones y tan afanosas costumbres.

En aquellas horas de soledad llegaba siempre un momento en el que me sorprendía un intenso extravío. De pronto me parecía percibir con una clarividencia glacial toda mi vida y a mí misma como de una vez. Las cosas que hacía se desdoblaban, perdían su sustancia significativa, se reducían a simples apariencias absurdas e incomprensibles. Me decía a mí misma: «Muchas veces traigo aquí un hombre que sin conocerme me ha esperado en la noche… Cogidos el uno al otro, luchamos sobre esta cama como dos enemigos… Después me da un pedazo de papel con un color y un grabado determinados… El día siguiente cambio ese pedazo de papel por comida, vestidos y cosas semejantes». Pero tales enunciados no eran más que el primer paso en el camino de un extravío más profundo. Servían para barrer de mi alma el juicio que seguía albergando en ella acerca de mi oficio, y me representaba el oficio como una serie de gestos sin sentido, equivalentes a otros gestos de diversos oficios. En seguida, un ruido lejano de la ciudad o el crujido de un mueble en mi habitación, me producían una sensación absurda y casi delirante de mi presencia. Me repetía a mí misma: «Estoy aquí y podría estar en cualquier otro sitio… Y podría estar hace mil años o dentro de otros mil… Y podría ser negra, o vieja, o rubia, o pequeña…» Pensaba que había salido de una tiniebla sin fin y que pronto entraría en otra tiniebla igualmente ilimitada y que este breve paso estaría señalado solamente por actos absurdos y casuales. Entonces comprendía que mi angustia no se debía a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al escueto hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato.

Estas ideas me hacían estremecer de miedo, durante unos momentos. Me estremecía profundamente y sentía como si mis cabellos se revolvieran en su raíz. De pronto, era como si las paredes de la casa, la ciudad y hasta el mundo entero se desvanecieran y yo me hallara suspendida en un espacio vacío, negro y sin límites, y por añadidura suspendida precisamente con aquellos vestidos, aquellos recuerdos, aquel nombre, aquella profesión. Una muchacha llamada Adriana suspendida en la nada. Parecíame que aquella nada era una cosa solemne, terrible e incomprensible y que el aspecto más triste de toda la cuestión era precisamente presentarme en aquella nada con los modales y las apariencias con los que por la noche me presentaba en la cafetería donde me esperaba Gisella. Y no me consolaba la idea de que también los demás se movieran y actuaran de un modo igualmente fútil e inadecuado bajo aquella nada dentro de la nada rodeados de la nada. Sólo me asombraba que no lo notaran y, como sucede cuando muchas personas descubren juntas el mismo hecho, no se comunicaran sus observaciones ni hablaran de ello con más frecuencia.

En aquellos momentos me arrodillaba y me ponía a rezar, tal vez más por una costumbre de la infancia que por clara voluntad y pleno conocimiento. Pero no rezaba con las palabras de las oraciones habituales, que me parecían demasiado largas para mi repentino estado de ánimo. En cambio, me dejaba caer de rodillas con tal violencia que a veces me dolían las piernas durante varios días y oraba brevemente: «Cristo, ten piedad de mí», en voz alta y desesperada. No era realmente una oración, sino una especie de fórmula mágica con la que pensaba disipar mi desaliento y volver a encontrar la realidad de siempre. Después de haber clamado de esta manera, impetuosamente, con toda mi fuerza, me quedaba absorta, con la cara entre las manos, un buen rato. Por último me daba cuenta de que ya no pensaba en nada, que estaba aburriéndome, que era la Adriana de siempre, que me hallaba en mi habitación. Me tocaba el cuerpo, como incrédula de poder encontrarlo intacto y presente y, levantándome, me iba a la cama. Estaba cansada y dolorida, como si todas mis articulaciones se hubieran endurecido, y me dormía inmediatamente.

Pero esos estados de ánimo no influían en nada en mi vida habitual. Seguía siendo la Adriana de cada día, con mi carácter, que por dinero llevaba hombres a casa, acompañaba a Gisella y hablaba de cosas sin importancia con su propia madre y con los demás. A veces se me hacía extraño ser tan distinta en la soledad de cuando estaba acompañada, en mis relaciones conmigo misma y con los demás. Pero no me hacía la ilusión de estar sola y experimentar sentimientos tan violentos y desesperados. Creía que por lo menos una vez al día todos debían sentir la propia vida reducirse a una situación de angustia inefable y absurda. Sólo que a los demás ese conocimiento no les producía ningún efecto visible. Salían después de sus casas como yo, e iban de un lado para otro representando sinceramente sus papeles que no tenían nada de sinceros. Y ese pensamiento me confirmaba en la convicción de que todos los hombres, sin excepción, son dignos de compasión, aunque no sea más que porque viven.

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