SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

Ahora Gisella y yo, más que amigas éramos socias. Verdad es que no nos poníamos de acuerdo en cuanto a los lugares de reunión, pues Gisella prefería los restaurantes y los locales de lujo y yo los cafés más humildes e incluso la calle, pero habíamos decidido una especie de acuerdo incluso para esta diferencia de gustos: íbamos por riguroso turno a los sitios preferidos por cada una. Una noche, después de haber cenado en vano en el restaurante, volvíamos juntas a casa cuando me di cuenta de que un coche nos seguía. Se lo dije a Gisella y aun me atreví a añadir que podríamos dejarnos abordar. Gisella estaba aquella noche de pésimo humor porque había tenido que pagar la cena sin provecho alguno y desde hacía algún tiempo estaba pasando verdadera estrechez. Me contestó de mala manera:

—Ve tú… Yo me voy a dormir.

Entre tanto, el coche se había acercado a la acera y caminaba lentamente a nuestro lado. Gisella iba junto al muro y yo por el borde de la calzada. Miré a hurtadillas y vi que en el coche iban dos hombres. Pregunté a Gisella en voz baja:

—¿Qué hemos de hacer? Si no vienes tú también, yo no hago nada.

—Yo no voy. Ve tú… ¿Acaso tienes miedo?

Ella lanzó a su vez una ojeada de través al coche y, por un momento, pareció vacilar, malhumorada.

—No, pero sin ti no voy —respondí.

Ella movió la cabeza, echó otra ojeada al coche que todavía iba lentísimo a nuestro lado y, como resignándose de pronto, contestó:

—Está bien, pero sigue como si tal cosa y vamos adelante… Aquí, en el Corso, no me gusta.

Caminamos todavía unos cincuenta metros, seguidas siempre por el automóvil. Entonces Gisella dobló una esquina y las dos nos metimos por una calleja oscura transversal, en una estrecha acera a espaldas de una vieja pared tapizada de carteles publicitarios. Oímos cómo el coche tomaba la misma dirección y después, con los faros encendidos, se nos plantó delante, envolviéndonos en un haz de luz blanca. Era como si aquella claridad nos desnudara, clavándonos a la húmeda pared entre los carteles descoloridos y arrancados en parte. Nos detuvimos. Gisella, irritada, me dijo en voz baja:

—¿Qué modales son éstos? ¿Es que ya no nos miraron bastante en el Corso? Estoy a punto de irme a casa.

—No, no —dije apresuradamente, como suplicando.

Yo misma ignoraba por qué, pero me interesaba muchísimo conocer a los dos hombres del automóvil.

—¿Qué te importa, al fin y al cabo? Todos hacen más o menos lo mismo.

Gisella se encogió de hombros y al mismo tiempo los faros trazaron un círculo, se apagaron y el coche se detuvo junto a la acera, delante de nosotras. El que conducía sacó por la ventanilla una cabeza rubia y rosada y dijo con voz sonora:

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió Gisella, conteniéndose.

—¿Dónde vais tan sólitas las dos? —siguió el otro—. ¿Podemos acompañaros?

A pesar del tonillo irónico, como de quien sabe que tiene gracia, eran las frases rituales que he oído centenares de veces.

Todavía envarada, Gisella contestó:

—Depende…

También ella decía siempre las mismas cosas.

—Bueno, bueno —insistió el del coche—. ¿De qué depende?

—¿Cuánto pensáis darnos? —replicó Gisella acercándose y poniendo una mano sobre la portezuela.

—¿Cuánto queréis?

Gisella dijo una cantidad.

—Vaya, sois caras —canturreó el hombre—. Sois verdaderamente caras.

Pero parecía dispuesto a aceptar. Su compañero, cuyo rostro yo no veía aún, se inclinó y le dijo algo al oído, pero el rubio movió los hombros y volviéndose hacia nosotras añadió:

—Está bien… Subid.

El compañero abrió la portezuela, descendió, volvió a subir a la parte posterior. Una vez dentro, abrió desde dentro la portezuela y me invitó con un gesto a subir a su lado. Gisella se instaló junto al rubio. Éste se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Adonde vamos?

—A casa de Adriana —contestó Gisella.

Y dio mi dirección.

—Muy bien —dijo el rubio—. Vamos a casa de Adriana.


Habitualmente, cuando me encontraba con esta clase de hombres todavía desconocidos, lo mismo en un coche que en otro lugar, me mantenía inmóvil y silenciosa esperando que ellos me hablaran o hicieran algo. Sabía por experiencia que los hombres son impacientes cuando se trata de tomar la iniciativa y que no necesitan en absoluto que se les anime. También aquella noche me quedé muda y quieta mientras el coche corría por las calles de la ciudad. De mi vecino, a quien la disposición de los puestos en el automóvil designaba como mi amante de turno, sólo veía las manos largas, delgadas y blancas, posadas sobre las rodillas. Tampoco él hablaba ni se movía y mantenía la cabeza echada hacia atrás, en la sombra. Pensé que debía de ser tímido y de pronto sentí simpatía por él. También yo había sido tímida y cualquier timidez me conmovía porque me llevaba a pensar cómo era yo misma antes de mis relaciones con Gino. En cambio, Gisella hablaba. Gustábale, mientras podía hacerlo, conversar con cierto distanciamiento y una especie de educación, como si fuera una señora de charla con hombres que la respetan. De pronto, le oí preguntar:

—¿Es suyo este coche?

—Sí —respondió su compañero—. Todavía no lo he empeñado.

Te gusta, ¿eh?

—Es muy cómodo —comentó Gisella con suficiencia—. Pero prefiero el «Lancia». Es más rápido y tiene mejor suspensión. Mi novio tiene un «Lancia».

Era verdad. Ricardo poseía un «Lancia». Sólo que nunca había sido novio de Gisella y hacía tiempo que no se veían. El rubio se echó a reír y dijo:

—Tu novio tendrá un «Lancia» de dos ruedas.

Gisella tenía un carácter puntilloso y por cualquier tontería se enfadaba. Preguntó, resentida:

—Vamos a ver. ¿Por quiénes nos toma?

—¡Yo qué sé! Dígame quiénes son —dijo el rubio—. No quisiera dar pasos en falso.

Otra idea fija en Gisella era la de hacerse pasar ante sus amantes circunstanciales por lo que no era: bailarina, mecanógrafa o dama de excelentes costumbres. Y no se daba cuenta de que aquellas pretensiones contrastaban bastante con el hecho de que se dejara abordar con tanta facilidad y planteara inmediatamente la cuestión del dinero:

—Somos dos bailarinas de la «Compañía Caccini» —dijo calmosamente—. No estamos acostumbradas a que nos invite el primero que se presente, pero como la compañía todavía no se ha formado, esta noche íbamos a dar un paseo… Yo no quería aceptar, pero mi amiga ha insistido porque le parecíais dos personas distinguidas… Si mi novio llegara a enterarse de esto, pobre de mí.

El rubio volvió a reír:

—Desde luego, somos dos personas muy distinguidas, pero vosotras sois dos putas de la calle… ¿Y qué hay de malo en eso?

Mi compañero habló por primera vez y dijo:

—Déjalo de una vez, Giancarlo.

Yo no dije nada. No me gustaba oírme llamar de aquel modo, sobre todo por la maligna intención que había en ello, pero, en fin de cuentas, era la verdad. Gisella dijo:

—Ante todo, no es verdad… Y usted es un bellaco.

El rubio no dijo nada. Pero aminoró la marcha y detuvo el coche junto a la acera. Estábamos en una calle secundaria, desierta y poco iluminada, entre dos hileras de casas. El rubio se volvió a Gisella:

—Vamos a ver… ¿Y si te echara del coche?

—Haga la prueba —dijo Gisella echándose atrás.

Era muy belicosa y no temía a nadie.

Entonces mi compañero se inclinó hacia el asiento delantero y pude verle la cara. Era moreno, con el cabello despeinado sobre la alta frente, los ojos superficiales y grandes, oscuros y brillantes, la nariz recortada, la boca sinuosa y una fea barbilla doblada hacia adentro. Era muy delgado y en el cuello le sobresalía la nuez. Dijo al rubio:

—¡Acabarás de una vez!

Pero lo dijo sin exasperación, o al menos así me lo pareció, y aunque con fuerza, sin una participación directa, como quien se mete voluntariamente en un asunto que ni le va ni le viene. Su voz no era muy fuerte ni muy masculina y se notaba que podría desviarse fácilmente al falsete.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo el otro volviéndose.

Lo dijo en un tono particular, como si ya estuviera arrepentido de su brutalidad y no le disgustara la intervención de su amigo. Éste prosiguió:

—No comprendo qué maneras son esas… Las hemos invitado, han confiado en nosotros y ahora les decimos insolencias.

Se volvió hacia Gisella:

—No le haga caso, señorita… Tal vez ha bebido un poco de más… Puedo asegurarle que su intención no ha sido ofenderla.

El rubio inició un gesto de protesta, pero el otro lo detuvo poniéndole una mano en el brazo y diciéndole en tono perentorio:

—Te digo que has bebido y que no tenías intención de ofenderla… Y ahora, vamos.

—Yo no he venido para que me insulten —empezó Gisella con voz insegura.

También parecía agradecida al moreno por su intervención. Él le dio la razón:

—Naturalmente, ninguno de nosotros quiere que se le insulte… Es natural.

El rubio los miraba con una cara estúpida. Su rostro era colorado y lleno de hinchazones irregulares, como manchado, con unos ojos redondos azules y una boca grande y roja, de expresión glotona y desenfrenada. Miró a su amigo, que con cierta gracia daba unas palmadas suaves en el hombro de Gisella, después la miró a ella y por último, inesperadamente estalló en una carcajada.

—Palabra de honor que no entiendo nada —exclamó—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué discutimos? Ni siquiera recuerdo cómo ha empezado todo esto… En vez de estar alegres, nos peleamos… Palabra de honor que es para volverse loco.

Reía de buena gana y sin dejar de reír se volvió hacia Gisella y le dijo:

—Anda, guapa… no me mires con esa cara… En el fondo somos el uno para el otro.

Gisella intentó sonreír y dijo:

—Realmente, también a mí me parecía…

El rubio prosiguió, con una voz chillona y riendo a mandíbula batiente:

—Yo tengo el mejor carácter de este mundo, ¿no es verdad Giacomo? Soy un verdadero santo… Lo que pasa es que hay que saber tomarme… Esto es todo… Y ahora, ¿me das un beso?

Se inclinó sobre Gisella y la ciñó por la cintura con un brazo. Ella echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—Espera.

Sacó del bolso un pañuelo, se lo pasó por los labios quitándose el carmín y después, compungida, le dio un beso seco en la boca. Mientras Gisella lo besaba, el rubio fingía burlonamente con las manos que se sofocaba. Se separaron en seguida y el rubio volvió a poner en marcha el automóvil con un gesto enfático.

—Caramba… Juro que de ahora en adelante no volveré a darle un solo motivo de queja… Seré muy fino, muy distinguido y serio y la autorizo para que me dé un pescozón si no me porto bien.

El coche se puso en marcha.


Durante el resto del trayecto, el rubio siguió hablando y riendo fuertemente y de vez en cuando, con peligro de nuestras vidas, levantaba las manos del volante y gesticulaba animadamente. En cambio, mi compañero había vuelto a la sombra y al silencio después de su breve intervención. Yo sentía ahora por él una viva simpatía y una animada curiosidad, y cuando ahora, pasado tanto tiempo, vuelvo a pensar en ello, comprendo que fue en aquel momento cuando me enamoré de él o, por lo menos, empecé a atribuirle todas las cosas que amaba y que hasta entonces no había tenido. Después de todo, el amor quiere ser completo y no una mera satisfacción de los sentidos, y yo seguía buscando aquella perfección que antes me había parecido poder atribuir a Gino. Tal vez era la primera ocasión, no ya desde que hacía aquel oficio, sino de toda mi vida, que encontraba una persona como él, es decir, con aquellos modales y aquella voz. El grueso pintor para el que había posado la primera vez se le parecía en cierto modo, pero era más frío y más seguro de sí, y por lo demás, con sólo que él lo hubiese querido, me habría enamorado de él. Aunque de distinta manera, su voz y sus actitudes despertaban en mi alma los mismos sentimientos que experimenté durante mi primera visita a la villa de los amos de Gino. Lo mismo que entonces me gustaban especialmente el orden, el lujo, la limpieza de la villa y me parecía que no valía la pena vivir sino en casa como aquélla, así su voz y sus gestos educados y razonables, y lo que dejaban suponer de él, me inspiraban una atracción apasionada y convencida. Al mismo tiempo experimentaba un intenso deseo de los sentidos y deseaba ser acariciada por aquellas manos y besada por aquella boca, y comprendía que, en un instante ignorado, se había producido en mí aquella mezcla vehemente e inefable de aspiraciones antiguas y de placer presente que es propia del amor y revela infaliblemente su nacimiento. Pero también tenía mucho miedo de que él se diera cuenta de estos sentimientos y huyera de mí. Impulsada por este temor, tendí una mano hacia la suya y procuré que me la estrechara. Pero bajo mis dedos que torpemente trataban de meterse entre los suyos y enlazarse con ellos, sus manos permanecían inmóviles. Me sentí invadida por una gran turbación, no queriendo retirar mi mano y, al mismo tiempo, sintiendo que debía retirarla en vista de su inmovilidad. Después, al dar bruscamente la vuelta a una bocacalle, el coche nos echó al uno contra el otro, fingí perder el equilibrio y me dejé caer con la frente sobre sus rodillas. El tuvo un sobresalto y no se movió. Sentí con placer cómo corría el coche, cerré los ojos y, como hacen los perros, presioné con mi cabeza entre sus manos hasta separarlas, las besé e intenté pasármelas por la cara en una caricia que hubiera deseado afectuosa y espontánea. Comprendí que había perdido la cabeza y oscuramente me asombraba de que semejante turbación hubiera sido provocada por unas simples palabras dichas con cortesía. Pero él no concedió la caricia que tan humildemente le suplicaba y, al cabo de un rato, retiró las manos. Casi al mismo tiempo se detuvo el automóvil.

El rubio saltó a tierra y con burlona cortesía ayudó a Gisella a salir. También salimos nosotros; abrí el portal de casa y entramos. Por la escalera nos precedió el rubio junto con Gisella. Era bajo y grueso, con unos vestidos que parecían ir a estallar, pero no era decididamente gordo. Gisella resultaba más alta que él, A mitad de la escalera, se rezagó un poco, quedó un peldaño más abajo que Gisella, y cogiendo el borde de la falda de ésta lo levantó, dejándole al descubierto los muslos blancos ceñidos por las ligas y parte de las nalgas, que eran pequeñas y enjutas.

—¡Arriba el telón! —gritó con una carcajada. Gisella se limitó a bajarse la falda de un manotazo. Pensé que tanta desfachatez disgustaría a mi compañero y quise darle a entender que también a mí me disgustaba.

—Su amigo es muy alegre —dije.

—Sí —respondió brevemente.

—Se ve que las cosas le van bien.

Entramos en casa, de puntillas, y los llevé directamente a mi cuarto. Una vez cerrada la puerta nos quedamos un rato de pie los cuatro, porque la habitación era pequeña y la llenábamos. El rubio fue el primero en deshacer el embarazo sentándose en la cama y empezando sin más preámbulos a desnudarse como si estuviera a solas. Mientras se desnudaba, no dejaba de reír y de parlotear, incansable. Hablaba de habitaciones de hotel y de cuartos privados y contó una aventura suya reciente:

—Me dijo que era una señora educada y que no quería ir a un hotel… Yo le dije que los hoteles están llenos de señoras educadas… Me contestó que ella no quería dar su nombre… Yo le propuse hacerla pasar como mi esposa. Al fin y al cabo, una más o menos… Bien, fuimos al hotel, la presenté como mi mujer. Subimos a la habitación… pero cuando se trató de pasar a los hechos, empezó a hacer una serie de melindres… que estaba arrepentida, que ya no quería, que verdaderamente era una dama educada… Entonces perdí la paciencia e intenté actuar por la fuerza… Nunca lo hubiera hecho, porque abrió la ventana y me amenazó con arrojarse a la calle… «Está bien —le dije—. La culpa es mía por haberte traído aquí…» Ella se sentó en la cama y empezó a lloriquear. Me contó una larga historia tristísima, muy conmovedora, capaz de destrozar el corazón, pero si tuviera que contárosla no podría hacerlo, porque la he olvidado… Sólo sé que al final me sentí tan emocionado que casi me eché de rodillas a sus pies para pedirle perdón por haberla tomado por lo que no era… «Está bien —dije—. No haremos nada.

Nos limitaremos a acostarnos y a dormir cada uno por su lado». Y dicho y hecho; yo me dormí inmediatamente… Bueno, a media noche me desperté, miré hacia su lado y vi que había desaparecido. Miré entonces mis vestidos y noté que estaban en desorden… Fui en seguida a ver y descubrí que también había desaparecido mi cartera… ¡Una señora educada, sí señor!

Estalló en risas con una alegría realmente irrefrenable y contagiosa que hizo reír a Gisella y a mí me obligó a sonreír. Se había quitado el traje, la camisa, los calcetines y los zapatos, y se había quedado con un vestido interior de lana, muy adherente, color tórtola, que lo cubría desde los tobillos al cuello y le daba el aspecto de un equilibrista o un bailarín de la ópera. El indumento, habitual en los hombres de cierta edad, aumentaba la comicidad de su figura, y en aquel momento olvidé la brutalidad de antes y casi sentí simpatía por él porque siempre me han gustado las personas alegres y yo misma soy más inclinada a la alegría que a la tristeza. Él empezó a dar vueltas por la habitación, haciendo mil muecas y gesticulaciones graciosas, pequeño, redundante, con un tórax abultado, orgulloso de su indumento de lana como de un uniforme.

Después, desde el rincón de la cómoda, dio un salto repentino sobre la cama cayendo encima de Gisella, que dio un chillido de sorpresa, y derribándola boca arriba como para abrazarla. Pero de pronto, de una manera cómica, como dominado por una idea repentina, quedando a cuatro patas sobre Gisella, levantó la cara roja y desenfrenada, se volvió a mirarnos a nosotros dos como hacen los gatos antes de tocar la comida, y preguntó:

—Y vosotros, ¿qué esperáis?

Miré a mi compañero y le pregunté:

—¿Quieres que me desnude?

El conservaba todavía levantado el cuello del abrigo y contestó temblando:

—No, no… Después de ellos.

—¿Quieres que salgamos?

—Sí.

—Dad una vuelta en coche —gritó el rubio, todavía inclinado sobre Gisella—. Las llaves están puestas.

Pero su compañero fingió no haber oído el ofrecimiento y salió de la habitación.

Pasamos a la antesala. Hice un gesto al joven para que me esperara allí y entré en la sala. Mi madre estaba sentada ante la mesa del centro, entretenida en distribuir las cartas de un solitario. En cuanto me vio, sin esperar siquiera a que yo dijese una palabra, se puso de pie y salió hacia la cocina. Entonces me asomé a la puerta y dije al joven que podía entrar.

Cerré la puerta y fui a sentarme en el canapé, en el rincón junto a la ventana. Hubiera querido que él se sentara a mi lado y me acariciara. Con otros hombres siempre ocurría así. Pero él no hizo caso alguno del canapé y se puso a dar pasos de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, alrededor de la mesa. Creí que estaría disgustado por tener que esperar y dije:

—Lo siento, pero sólo tengo una alcoba disponible.

El joven se detuvo y me preguntó con aire ofendido y cortés:

—¿Acaso te he pedido una habitación?

—No, pero creí…

Dio unos pasos más por el cuarto, y entonces yo no pude resistir más y le pregunté, señalando el canapé:

—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado?

Me miró, y después, como decidiéndose, vino a sentarse y me preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Adriana.

—Yo me llamo Giacomo —dijo cogiéndome la mano.

Eran unos modales insólitos, y de nuevo pensé que era tímido. Dejé que me cogiera la mano, y para animarle, le sonreí. Pero él dijo:

—Entonces, dentro de poco tendremos que hacer el amor, ¿no?

—Eso es.

—¿Y si yo no tuviera ganas?

—Entonces no haríamos nada —respondí con ligereza creyendo que bromeaba.

—Pues bien —exclamó con énfasis—, no tengo ganas, no tengo ninguna gana de hacer el amor.

—Bueno —dije.

Pero en realidad me resultaba nueva su repulsa, que aún no había comprendido.

—¿No te ofendes? A las mujeres no les gusta ser despreciadas.

Por fin comprendí y sintiéndome incapaz de hablar movía la cabeza en señal de negativa. ¡De manera que no me quería! De pronto me sentí desesperada, a punto de estallar en lágrimas.

—De veras, no me ofendo —balbucí—. Si no tienes ganas, esperemos entonces que acabe tu amigo y te vas.

—No lo sé —repuso—. Te hago perder la noche… Con otro hubieras podido ganar…

Pensé que más que no querer debía de ser que no podía, y propuse con esperanza:

—Si no tienes dinero, no importa… Otra vez me lo darás.

—Eres una buena chica —contestó—, pero dinero no me hace falta… Hagamos una cosa… Yo te doy el dinero… y así no te parecerá haber perdido la noche.

Metió la mano en un bolsillo de la chaqueta, sacó un fajo de billetes que parecían preparados para el caso y fue a ponerlos en la mesa, lejos de mí, con un gesto torpe y al mismo tiempo curiosamente elegante y desdeñoso.

—No, no —protesté—. Si no hacemos nada, de eso ni hablar.

Pero lo dije blandamente, porque en el fondo no me disgustaba recibir aquel dinero. En todo caso era un lazo de unión entre los dos y hallándome en deuda con él podría esperar una ocasión para pagársela. Él interpretó esa negativa insegura como una aceptación, como era en realidad, y no recogió el dinero, que quedó sobre la mesa. Volvió a sentarse en el canapé, y yo, con la sensación de realizar un gesto torpe y estúpido, tendí mi mano y cogí la suya. Por un momento nos miramos y después, con sus dedos largos y delgados, me torció el meñique con fuerza.

—¡Ay! —exclamé un poco fastidiada—. ¿Qué te pasa?

—Perdóname —dijo.

Mostró una expresión tan confusa que me arrepentí de la sequedad de mi reproche.

—Me has hecho daño, ¿sabes? —murmuré.

—Perdóname —repitió.

Y presa de una repentina agitación, se levantó otra vez y reanudó sus paseos de un lado para otro. Después se detuvo y me preguntó:

—¿Salimos? Esto de tener que esperar me molesta.

—¿Y dónde quieres ir?

—No lo sé… ¿Quieres que demos una vuelta en el coche? Recordé las veces que había paseado en coche y contesté apresuradamente:

—No, en coche no.

—Podemos ir a tomar un café… ¿Hay algún café por aquí cerca?

—Cerca no, pero me parece que hay uno inmediatamente después de la Porta.

—Entonces, vamos allí.

Me levanté y salimos de la sala. Ya en la escalera dije, tratando de bromear:

—Te advierto que el dinero que me has dado te da derecho a venir a verme cuando quieras…

—De acuerdo.


Era una noche de invierno, tibia, húmeda y oscura. Había llovido todo el día y en el pavimento de la calle había unos charcos negros en los que se reflejaban las luces tranquilas de los faroles. Por encima de las murallas el cielo estaba sereno pero sin luna y con pocas estrellas oscurecidas por la niebla. De vez en cuando, unos tranvías invisibles pasaban detrás de las murallas, arrancando de los cables del tendido breves resplandores violentos que por un momento iluminaban el cielo, las torres truncadas y los salientes cubiertos de verde. Cuando estuve en la calle recordé que hacía meses que no iba al parque de atracciones. Habitualmente me dirigía hacia la derecha, camino de la plaza donde me esperaba Gino. No iba al Luna Park desde jovencita cuando paseaba con mi madre, tomábamos el paseo a lo largo de la muralla e íbamos a gozar las luces y la música sin entrar en el recinto del parque porque no teníamos dinero. En el paseo, en aquella dirección, estaba también la villa por cuya ventana había visto una vez una familia reunida alrededor de la mesar aquella villa que me hizo soñar por primera vez con casarme, tener una casa propia y hacer una vida normal.

Me asaltó el deseo de hablarle a mi compañero de aquellos tiempos, de mis sueños de aquella edad, de mis aspiraciones, y de decir que esto fue no sólo por un impulso sentimental, sino también por cálculo. Hubiera querido que no me juzgara por las apariencias, que me viera con un aspecto distinto y mejor, que yo consideraba más verdadero. Para recibir a las personas de respeto, otros se ponen sus trajes de fiesta y abren las estancias más bellas de sus casas, y como lo que yo había sido, lo que había soñado y deseado ser, eran mis vestidos de gala, mis bellas estancias, me apoyaba, en aquellos recuerdos, aunque pobres y faltos de interés, para hacerle cambiar de idea y acercarlo a mí.

—Por esta parte de la calle —dije— nunca pasa nadie, pero en verano, la gente del barrio viene aquí a pasear. Yo también paseaba hace tiempo por aquí, y ahora has tenido que venir tú para que reviviera mi pasado.

Me había cogido por el brazo y me ayudaba a andar por la encharcada calle.

—¿Con quién paseabas? —me preguntó.

—Con mi madre.

Se echó a reír con una risa desagradable que me sorprendió.

—La madre —repitió apoyando la voz sobre la «m»—. La madre… Siempre hay una madre… La madre… ¿Qué dirá la madre? ¿Qué hará la madre? La madre, la madre.

Pensé que por algún motivo debía sentir algún rencor contra su madre y pregunté:

—¿Es que tu madre te ha hecho algo?

—No, no me ha hecho nada —contestó—. Las madres nunca hacen nada… ¿Quién no tiene una madre…? Y dime, ¿tú quieres a tu madre?

—¡Naturalmente! ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada —dijo apresuradamente—. No te ocupes de mí… Sigue, paseabas con tu madre y…

El tono de su voz no era muy tranquilizador ni invitaba a hablar, pero, en parte por cálculo y en parte por simpatía, me sentía impulsada a continuar la confidencia.

—Sí, paseábamos juntas, y sobre todo en verano, porque en nuestra casa en verano no se puede ni respirar… Mira, ¿ves esa villa?

Se detuvo y miró. La villa no tenía las ventanas abiertas. Incluso parecía deshabitada. Ceñida entre dos casas largas y bajas de empleados de ferrocarriles, me pareció más pequeña de lo que yo recordaba y bastante fea y ceñuda.

—Bien, ¿qué había en esa villa?

Ahora casi me avergonzaba de lo que iba a decir. Proseguí con esfuerzo:

—Yo pasaba todas las noches por delante de esa villa, que tenía las ventanas abiertas porque era verano, y veía una familia que a aquella hora se sentaba a la mesa…

Me detuve y guardé silencio de pronto, confusa y preocupada.

—¿Y qué más?

—Estas cosas no te interesan —dije.

Y con mi habitual vergüenza, me pareció que al mismo tiempo era sincera y falsa.

—¿Por qué? A mí me interesa todo.

—Bueno —concluí de prisa—. Se me metió en la cabeza la idea de que algún día yo tendría también una casita así y haría las mismas cosas que veía hacer a aquella familia.

—Entiendo, te hubiera gustado una casita así… Te conformabas con poca cosa.

—Comparada con la casa en que vivimos… Además, no es fea…

Y a esa edad se piensan tantas cosas…

Me arrastró por un brazo hacia la villa.

—Vamos a ver si esa familia está aún aquí.

—¿Qué haces? —exclamé resistiéndome—. Seguramente estará.

—Muy bien, vamos a verlo.


Estábamos en la puerta de la villa. El jardín, estrecho y tupido, estaba oscuro y también estaban oscuras las ventanas y la torreta. Él se acercó a la verja y dijo:

—Hay un buzón para las cartas… Llamemos y veamos si hay alguien, pero tu casita parece deshabitada.

—No, no —dije riendo—. Déjalo. ¿Qué vas a hacer?

—Probemos.

Levantó el brazo y oprimió el botón del timbre. Me vinieron ganas de huir por temor a que apareciera alguien.

—Vámonos, vámonos —supliqué—. Ahora saldrá alguien ¿y qué le diremos?

—¿Qué dirá mamá? —repitió como un estribillo, dejándose arrastrar—. ¿Qué hará mamá?

—La tienes tomada con eso de la madre —dije caminando apresuradamente.


Llegábamos al Luna Park. De la última vez que había estado allí recordaba el gentío reunido en aquel lugar, las guirnaldas de bombillas de colores, los puestos con candiles de aceite, los decorados de los pabellones, la música y el bullicio de la gente. Quedé un poco decepcionada al no encontrar nada de todo aquello. El vallado del Luna Park parecía rodear, más que un lugar de diversión, un oscuro y abandonado depósito de materiales de construcción. Sobre las puntas de la valla se alzaban los arcos de los ocho volantes con los pequeños carruajes suspendidos aquí y allá, semejantes a panzudos insectos detenidos en su vuelo por una parálisis repentina. Los tejados puntiagudos de los pabellones, sin lámparas, ceñudos y bajos, producían una sensación de sueño. Todo parecía muerto, cosa lógica puesto que estábamos en invierno. La plaza que había delante del parque estaba desierta y llena de charcos. Sólo una farola la iluminaba débilmente.

—Aquí, en verano, está el Luna Park —dije—. Siempre hay mucha gente… pero en invierno está cerrado… ¿Donde vamos?

—A ese café, ¿no?

—Realmente es una taberna.

—Pues vamos a la taberna.

Pasamos la puerta de la muralla. Enfrente, en la planta baja de una hilera de casuchas, había una puerta de cristales iluminada. Sólo cuando estuve dentro me di cuenta de que era la misma taberna en la que tiempo atrás había cenado con Gino y mi madre, cuando Gino se enfrentó con el impertinente borracho. En las mesitas no había más de tres o cuatro personas que comían sobre el mármol cosas envueltas en papel de periódico y bebían el vino de la taberna. Hacía más frío que fuera; el aire olía a lluvia, a vino y a virutas y era de suponer que los hornillos estaban apagados. Nos sentamos en un rincón y Giacomo pidió un litro de vino.

—¿Y quién va a beberse un litro? —pregunté.

—¿Por qué? ¿No bebes?

—Bebo poco.

Se sirvió un vaso hasta el borde y se lo bebió de un trago, pero con esfuerzo y sin gusto. Ya lo había observado, pero aquel gesto me lo confirmó. Hacía siempre las cosas como por fuerza, externamente, sin participar en ellas, como si estuviera representando un papel. Permanecimos un rato en silencio. Él me miraba con sus ojos brillantes e intensos y yo paseaba mi mirada a nuestro alrededor. El recuerdo de la lejana noche en la que había acudido allí con Gino y mi madre volvía a mi memoria y no acababa de comprender si sentía nostalgia o fastidio. Entonces era muy feliz, es verdad, pero al mismo tiempo bastante ilusa. Por último, para mis adentros, decidí que era como cuando se abre un cajón hace tiempo cerrado y en vez de la buena ropa que una espera sólo se encuentran harapos, polvo y polilla. Todo había acabado, y no sólo mi amor a Gino, sino también la adolescencia y sus sueños traicionados. Y que esto era verdad lo demostraba el hecho de haber podido servirme con cálculo y a conciencia de mis recuerdos con el propósito de conmover a mi compañero. Dije al azar.

—Tu amigo me era antipático al principio, pero ahora casi siento simpatía por él… Es muy alegre.

Me respondió bruscamente:

—Primero, no es amigo mío, y segundo, de simpático no tiene nada.

Quedé asombrada por la violencia de su voz. Dije blandamente:

—¿Lo crees así?

Bebió y dijo:

—Habría que guardarse de las personas graciosas como de la peste… Bajo toda esa gracia casi nunca hay nada. Tendrías que verlo en su despacho. Allí no gasta bromas.

—¿Qué negocio tiene?

—No lo sé, algo así como un despacho de patentes.

—¿Y gana mucho?

—Muchísimo.

—¡Dichoso él!

Me sirvió vino y pregunté:

—¿Y tú por qué vas con él, si te resulta tan antipático?

—Es un amigo de la infancia —respondió haciendo un gesto—. Fuimos juntos a la escuela… los amigos de la infancia son todos así.

Bebió otra vez y añadió:

—Pero en cierto sentido es mejor que yo.

—¿Por qué?

—Cuando hace una cosa, la hace en serio… Yo, en cambio, primero quiero hacerla y después…

Su voz pasó repentinamente al falsete y se estremeció:

—Cuando llega el momento, no la hago… Por ejemplo, esta noche me ha telefoneado y me ha dicho si quería, como suele decirse, ir de mujeres… Yo he aceptado y cuando os encontramos deseé realmente hacer el amor contigo, pero después, una vez en tu casa, todos los deseos se me han esfumado…

—Se te ha esfumado el deseo —repetí mirándolo—. Y me has convertido en un objeto, en una cosa…

—¿Te acuerdas cuando te he torcido el dedo y te he hecho daño?

—Sí.

—Pues bien, lo he hecho para darme cuenta de que existías realmente… así, haciéndote sufrir.

—Sí, desde luego existía —dije sonriendo—. Y me has hecho mucho daño.

Ahora empezaba a comprender con alivio que su distanciamiento no se debía a antipatía. Por lo demás, nunca hay nada de extraño en las personas. En cuanto se intenta comprenderlas se descubre que su conducta, aunque insólita, se debe a algún motivo perfectamente plausible.

—De manera que no te he gustado…

Él movió la cabeza:

—No, no es eso… Con otra muchacha hubiera ocurrido lo mismo.

Después de un momento de vacilación pregunté:

—Dime, ¿no serás impotente?

—¡Qué va!

Ahora sentía un fuerte deseo de mostrarme cariñosa con él, de salvar la distancia que nos separaba, de amarlo y ser amada por él. Había negado que su repulsa me hubiese ofendido, pero en realidad, si no estaba ofendida precisamente, me sentía mortificada, herida en mi amor propio. Me sentía segura de mi atractivo y creía que él no podía tener ninguna razón válida para no desearme. Propuse con sencillez:

—Mira, ahora acabemos de beber y vámonos a casa a hacer el amor.

—No, es imposible.

—Eso significa que no te gusté ni siquiera cuando nos vimos por primera vez en la calle.

—No… Trata de comprenderme…

Sabía que no hay hombre que resista a ciertos argumentos. Repetí con calma fingidamente amarga:

—Se ve que no te gusto.

Y al mismo tiempo tendí la mano y le cogí la barbilla. Tengo una mano larga, grande y cálida, y si es verdad que el carácter se lee en la mano, mi carácter no debe tener nada de vulgar, al contrario de Gisella, que tiene una mano roja, tosca y deforme. Empecé a acariciarle poco a poco la mejilla, la sien, la frente, mirándolo al mismo tiempo con una dulzura insistente y ansiosa. Recordé que Astarita, en el ministerio, había hecho conmigo el mismo gesto, y comprendí una vez más que estaba realmente enamorada de aquel joven, ya que no había duda de que Astarita me amaba y aquél era un gesto propio de amor. Bajo mi caricia permaneció primero tranquilo e impasible; después, el mentón empezó a temblarle, lo que era en él, como pude observar después, señal de turbación, y todo el rostro se llenó de una expresión trastornada, inmensamente juvenil, como de un muchacho. Sentí compasión y alegría de sentir compasión porque quería decir que me acercaba a él.

—¿Qué haces? —murmuró como un muchacho avergonzado—. Estamos en un lugar público.

—¿Y qué me importa? —respondí tranquilamente. Sentía fuego en mis mejillas, a pesar del frío de la taberna, y casi me asombraba al ver cada vez que respirábamos una nubecilla de vapor ante nuestras bocas.

—Dame la mano —le dije.

Se la dejó coger de mala gana y yo me la llevé a la cara añadiendo:

—¿Ves cómo me queman las mejillas?

No dijo nada. Se limitaba a mirarme y el mentón le temblaba. Entró alguien haciendo tintinear los vidrios de la puerta y yo retiré la mano. Exhaló un suspiro de alivio y se sirvió vino. Pero en cuanto hubo pasado el importuno, tendí de nuevo la mano e introduciéndola entre los bordes de la chaqueta le desabroché la camisa y puse la mano en su pecho desnudo, buscando el lugar del corazón.

—Quiero calentarme la mano —dije— y sentir cómo te late el corazón.

Di la vuelta a la mano, primero sobre el dorso y después sobre la palma otra vez.

—Tu mano está fría —dijo mirándome.

—Ahora se calentará —repuse sonriendo.

Tenía el brazo tendido y poco a poco le pasaba la mano sobre el pecho y el delgado costado. Sentía una gran alegría porque él estaba cerca de mí y yo sentía cada vez más amor por él, tanto amor que incluso podía prescindir del suyo. Mirándolo con burlona amenaza le dije:

—Siento que dentro de muy poco habrá llegado el momento de besarte.

—No, no —replicó tratando de bromear también pero, en el fondo, asustado—. Intenta dominarte.

—Entonces, vámonos de aquí.

—Vamos, si quieres.


Pagó el vino que no había acabado de beber y salimos juntos de la taberna. Él parecía excitado, pero no conmigo, por amor, sino por no sé qué fermento que los acontecimientos de aquella noche habían suscitado en su mente. Más tarde, conociéndolo mejor, descubrí que aquella excitación surgía siempre que, por algún motivo, descubría un aspecto ignorado de su propio carácter o recibía una confirmación de él. Porque era muy egoísta, aunque de manera amable; mejor dicho, se preocupaba excesivamente de sí mismo.

—Siempre me sucede esto —empezó a decir mientras yo, casi corriendo, lo llevaba a casa—. Siento un enorme deseo de hacer algo, un gran entusiasmo, todo me parece perfecto, estoy seguro de que obraré de acuerdo con la intención que tengo y después, en el momento de actuar, todo se viene abajo… Se diría que dejo de existir o que existo solamente con lo peor que hay en mí: me convierto en un ser frío, ocioso, cruel… como cuando te he torcido el dedo.

Hablaba absorto, como en un monólogo, y quizá no sin una amarga complacencia. Pero yo no lo escuchaba porque me sentía henchida de júbilo y los pies casi me volaban sobre los charcos. Repliqué con alegría:

—Ya me has dicho todo eso, pero yo en cambio no te he contado lo que siento… Siento el deseo de abrazarte con fuerza, de calentarte con mi cuerpo, de sentirte junto a mí y hacer que hagas lo que no quieres hacer… No me sentiré satisfecha hasta que lo hayas hecho.


No dijo nada. Lo que yo iba contándole ni siquiera parecía llegar a sus oídos hasta tal punto estaba absorto en sus propias palabras. De pronto, le pasé el brazo alrededor de la cintura y le dije:

—Apriétame el talle, ¿quieres?

No pareció haberme oído, y entonces cogí su brazo y lo mejor que pude, como se hace para meterse la manga de un abrigo, me lo ceñí en torno a la cintura. Reanudamos nuestro camino, con cierta dificultad, porque los dos llevábamos pesados abrigos y los brazos apenas llegaban a rodear el cuerpo.

Cuando estuvimos de nuevo bajo la villa de la torreta, me detuve y le dije:

—Dame un beso.

—Más tarde.

—Dame un beso.

Se volvió y lo besé con fuerza rodeándole el cuello con los dos brazos. Tenía los labios cerrados, pero yo metí mi lengua entre sus labios y después entre sus dientes que, por fin, se separaron. No estuve muy segura de que me devolviera el beso, pero esto no me importaba. Nos separamos y vi en su boca una mancha torcida de carmín que parecía extraña, un poco cómica, en su cara seria. Estallé en una risa feliz. Giacomo murmuró:

—¿Por qué te ríes?

Vacilé un poco y preferí no decirle la verdad, porque me gustaba verlo andar a mi lado tan serio, con aquella mancha en la cara y sin saberlo.

—Por nada —dije—. Porque estoy contenta… No te preocupes de mí.

Y en el colmo de la felicidad le di otro beso, rápido, en los labios.

Cuando llegamos a mi casa, el coche ya no estaba en el portal.

—Giancarlo se ha ido ya —dijo malhumorado—. ¡Quién sabe lo que tendré que andar para volver a casa!

No me ofendí por el tono de su voz, tan poco cortés, ya que en aquel momento no podía ofenderme por nada. Como sucede cuando una está enamorada, sus defectos se me mostraban a una luz particular que me los hacía simpáticos. Alzando los hombros dije:

—Hay los tranvías nocturnos… Y además, si quieres puedes quedarte a dormir conmigo.

—No, eso no —contestó precipitadamente.

Entramos en la casa y subimos la escalera. Una vez en el vestíbulo lo empujé a mi cuarto y me asomé a la sala. Todo estaba a oscuras, excepto la parte de la ventana, donde el rayo de luz de un farol de la calle iluminaba la máquina de coser y la silla. Mi madre debía de haberse acostado y quién sabe si había visto a Giancarlo y Gisella y hablado con ellos. Volví a cerrar la puerta y me dirigí a mi habitación. Allí estaba Giacomo dando vueltas entre la cama y la cómoda.

—Oye —dijo—. Será mejor que me vaya. Fingí no haber oído, me quité el abrigo y lo colgué de la percha. Me sentía tan feliz que no pude menos de decir con vanidad de propietaria:

—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda? Miró a su alrededor e hizo una mueca que no entendí. Le cogí de la mano y le hice sentarse en la cama.

—Ahora déjame hacer —le dije.

El me miraba. Tenía aún alzado el cuello del abrigo tras la nuca y las manos en los bolsillos. Le quité el abrigo con cuidado y después la chaqueta y colgué las dos prendas en la percha. Sin prisa, le deshice el nudo de la corbata y después le quité la camisa y la corbata juntas y las puse sobre una silla. Hecho esto, me arrodillé y, poniéndome una pierna suya en el regazo, como hacen los zapateros, le quité los zapatos y los calcetines y le besé los pies. Había empezado con orden y sin prisa, pero a medida que le quitaba la ropa crecía en mí no sé qué furor de humildad y de adoración. Quizá era el mismo sentimiento que a veces experimentaba al arrodillarme en la iglesia, pero era la primera vez que lo sentía por un hombre, y me sentía feliz porque notaba que era verdadero amor, apartado de toda sensualidad y de todo vicio.

Cuando estuvo desnudo, me arrodillé entre sus piernas y tomé su sexo entre las palmas de las manos, semejante a una flor morena, y por un instante lo apreté a mi mejilla y entre mi pelo, con fuerza, cerrando los ojos. Él me dejaba hacer todo aquello y había en su cara una expresión extraviada que me gustaba. Después me puse de pie, fui al otro lado de la cama y me desnudé apresuradamente dejando caer la ropa al suelo y pisándola. Giacomo permanecía sentado al borde del lecho, transido de frío, con la mirada en el suelo. Me eché a sus hombros, animada por no sé qué violencia alegre y cruel, lo cogí y lo derribé boca arriba, con la cabeza sobre la almohada. Su cuerpo era largo, delgado y blanco y su rostro tenía una expresión casta y juvenil. Me eché a su lado, con mi cuerpo junto al suyo y en comparación con su delgadez, con su fragilidad, su blancura, me pareció ser muy ardiente, morena, carnosa y fuerte. Me apreté violentamente a él, ceñí mi vientre a los huesos de sus caderas, puse mis brazos a través de su pecho y mi rostro sobre el suyo aplastando mis labios contra su oreja. Era como si quisiera no tanto amarlo como envolverlo con mi cuerpo con un cobertor cálido y comunicarle mi ardor. Giacomo se mantenía boca arriba, con la cabeza algo levantada y los ojos abiertos, como si deseara observar todo lo que yo hacía. Aquella mirada atenta me producía un escalofrío haciéndome sentir un inexplicable malestar, pero, llevada por mi primer impulso, no hice caso por un momento.

—¿No te encuentras mejor ahora? —murmuré.

—Sí —respondió en tono neutro y lejano.

—Espera —dije.

Pero cuando me disponía, con ímpetu renovado, a abrazarlo otra vez, su mirada fría y fija, tensa sobre su propio pecho, semejante a un hilo de hierro, volvió a penetrar en mí y al instante me sentí perdida y avergonzada. Cesó mi ardor, lentamente me separé de él y me dejé caer boca arriba a su lado. Había hecho un gran esfuerzo de amor poniendo en él todo el ímpetu de una desesperación inocente y antigua y el sentimiento repentino de lo vano de este esfuerzo me llenó los ojos de lágrimas y me coloqué el brazo sobre la cara para ocultarle que estaba llorando. Parecía haberme engañado, que no podía amarle y ser amada, y pensaba además que estaba viéndome y me juzgaba sin ilusiones, tal como yo era en realidad. Yo sabía estar viviendo en una especie de niebla que me había creado a mí misma a fin de no reflejarme más en mi propia consciencia. Él, en cambio, con aquellas miradas suyas disipaba esa niebla y colocaba de nuevo el espejo ante mis ojos. Y me vi tal como era realmente o, mejor aún, tal como debía de ser para él, porque de mí misma nada sabía ni pensaba, como he dicho, puesto que aun a duras penas creía en mi existencia. Por fin, dije:

—Vete.

—¿Por qué? —preguntó incorporándose sobre el codo y mirándome turbado—. ¿Qué sucede?

—Es mejor que te vayas —dije con calma manteniendo el brazo sobre mi rostro—. No creas que esté enfadada contigo, pero me doy cuenta de que no sientes nada por mí y por lo tanto… No pude terminar y moví la cabeza.

No contestó, pero noté que se movía y se apartaba de mi lado y empezaba a vestirse. Sentí entonces una pena aguda, como si me hubieran herido profundamente y me hurgaran con un hierro agudo y sutil en lo más vivo de mi herida. Sufría al sentir que se vestía, sufría al pensar que poco después se habría ido para siempre y no volvería a verlo, sufría por sufrir.


Se vistió lentamente, tal vez esperando que yo volviera a llamarlo. Recuerdo que por un momento esperé poder retenerlo excitando su deseo. Me había tumbado sobre el pecho, cubriéndome con la manta. Con una coquetería triste y desesperada, me volví y moví una pierna de modo que la manta se deslizara dejando mi cuerpo al aire. Nunca me había ofrecido de aquel modo y, por un instante, mientras yacía desnuda con las piernas abiertas y el brazo sobre los ojos, tuve casi la ilusión física, de sus manos en los hombros y de su respiración sobre mi boca. Pero casi al mismo tiempo oí que la puerta se cerraba.


Quedé como estaba, boca arriba e inmóvil. Creo que pasé sin darme cuenta del dolor a una especie de duermevela y después al sueño. Muy avanzada la noche me desperté y por primera vez me di cuenta de que estaba sola. Durante aquel primer sueño, aun en la amargura de la separación, me había quedado la sensación de su presencia. No sé cómo, volví a dormirme.

CAPÍTULO II

Con gran sorpresa mía, el día siguiente me sentí lánguida, melancólica y decaída como si hubiera pasado una enfermedad de un mes. Tengo un carácter alegre y la alegría, que procede de la salud y el vigor corporal, ha sido siempre en mí más fuerte que cualquier adversidad hasta el punto de que alguna vez me he enfadado conmigo misma al sentirme alegre aun a mi pesar y en circunstancias adversas. Por ejemplo, al levantarme cada día era raro que no me vinieran ganas de cantar o decir alguna frase ocurrente a mi madre. Pero aquella mañana, aquella alegría involuntaria me faltó del todo; sentíame dolorida, opaca, carente del habitual e impetuoso apetito por las doce horas de vida que la jornada me ofrecía. Dije a mi madre, que inmediatamente se dio cuenta del insólito mal humor, que había dormido mal.

Era verdad, pero yo sólo daba como causa uno de los muchos efectos de la profunda mortificación inferida a mi ánimo por la repulsa de Giacomo. Como ya he dicho, hacía tiempo que no me importaba nada ser lo que era: frente a mí misma no hallaba razón alguna para no serlo. Pero había esperado amar y ser amada y la negativa de Giacomo, a pesar de las complicadas razones que me había dado, me parecía achacable a mi oficio, el cual, por este motivo, se me hacía de repente odioso e intolerable.

El amor propio es una bestia curiosa que puede dormir aun bajo los golpes más crueles y en cambio se despierta herido de muerte aun por el más leve rasguño. Sobre todo me punzaba un recuerdo y me llenaba de amargura y vergüenza: el de una frase que yo misma había pronunciado la víspera mientras colgaba mi abrigo en la percha. Le había preguntado:

—¿Qué te parece esta habitación? ¿Verdad que es cómoda?

Recordaba que él no había contestado, reduciéndose a mirar a su alrededor con una mueca que por e! momento no comprendí. Ahora entendía que se trataba de un gesto de disgusto. Desde luego, debió de haber pensado que era el cuarto de una mujerzuela. Al pensar en ello, me quemaba sobre todo el haber dicho esa frase con una complacencia tan ingenua. Por el contrario, debería haber pensado que a una persona como él, tan educada y sensible, aquel cuarto debió parecerle un antro sórdido, doblemente feo por los muebles, bastante modestos, y por el uso que de él hacía.

Hubiera deseado no haber dicho aquella desdichada frase, pero estaba dicha y no tenía remedio. Aquellas palabras me parecían una prisión de la que no podía salir por nada del mundo. La frase era yo misma, inalterable, tal como me había hecho por propia voluntad. Olvidarla o hacerme la ilusión de no haberla dicho sería como olvidarme a mí misma o hacerme la ilusión de no existir.


Estas reflexiones me envenenaban como una pócima que avanzaba maligna poco a poco hacia la mejor sangre de mis venas. Habitualmente, por las mañanas, aunque intentara prolongar mi ocio, llegaba siempre el momento en que las sábanas me disgustaban y mi cuerpo, como movido por una voluntad independiente, se liberaba de ellas saltando fuera del lecho. Pero aquel día sucedió lo contrario. Pasó toda la mañana, llegó la hora de comer y yo, por mucho que me animara a levantarme, seguía sin moverme. Me sentía como atada, inerte, impotente y torpe y al mismo tiempo dolorida como si la inmovilidad me costara un enorme y desesperado esfuerzo. Era como una de esas viejas barcas que aparecen atracadas en una ensenada pantanosa con la panza llena de agua negra y fétida y cuyas maderas podridas, si alguien se aventura a subir, ceden al peso y se hunden en el acto.

No sé cuánto tiempo estuve así, torpemente envuelta en las sábanas, mirando el vacío y tapada hasta la nariz por el embozo. Oí sonar las campanadas de mediodía; después, el toque de la una, de las dos, de las tres, de las cuatro. Había cerrado la puerta con llave. De vez en cuando mi madre, preocupada, venía a llamar y yo le contestaba que iba a levantarme en seguida y que me dejara en paz.

Cuando la luz empezó a descender, con un esfuerzo que me pareció sobrehumano, arrojé las mantas y me levanté.

Sentía los miembros como hinchados por la inercia y el disgusto. Me lavé y me vestí arrastrándome más que caminando de una parte a otra de la estancia. No pensaba en nada; sólo sabía, pero no con la mente sino con todo el cuerpo, que al menos aquel día no sentía el menor deseo de ir en busca de amantes. Cuando me hube vestido, le dije a mi madre que aquella noche estaríamos juntas y que saldríamos las dos a pasear por las calles de la ciudad y a tomar un aperitivo en un café.


La alegría de mi madre, no acostumbrada a invitaciones de aquella clase, me irritó sin saber por qué, y una vez más pude observar sin simpatía hasta qué punto sus mejillas eran blandas y estaban hinchadas y sus ojos pequeños y llenos de una luz falsa e insegura. Pero rechacé la tentación de decirle alguna frase molesta que hubiera podido destruir su alegría y, mientras esperaba que se vistiera, me senté en la sala semioscura, junto a la mesa. La luz blanca del farol, que entraba a través de los vidrios de la ventana sin cortinas, iluminaba la máquina de coser alargándola por la pared. Bajé los ojos hacia la mesa y, en la penumbra, entreví, alineadas, las figuras de las cartas del solitario con el que mi madre engañaba el aburrimiento de las largas veladas. Entonces, de pronto, experimenté una sensación extraña: me pareció que yo misma era mi madre, en carne y hueso, esperando a que su hija Adriana, en su cuarto, hubiera acabado de hacer el amor con el amante de turno. Probablemente esta sensación procedía del hecho de haberme sentado en su silla, junto a su mesa, ante sus cartas. A veces los lugares tienen esas sugestiones, y más de uno, al visitar una cárcel, por ejemplo, cree experimentar el mismo frío, la misma desesperación, el mismo sentimiento de aislamiento del prisionero que durante algún tiempo languideció allí. Pero la sala no era una cárcel ni mi madre sufría penas tan pesadas y tan fácilmente imaginables. No hacía más que vivir como siempre había vivido. Pero, quizá precisamente porque un instante antes había sentido un impulso de hostilidad contra ella, el sentimiento de aquella vida suya bastó para causar en mí una especie de reencarnación. La buena gente, para excusar ciertas acciones reprochables suele decir: «Ponte en su lugar». Pues bien, en aquel momento yo me había puesto en el lugar de mi madre hasta el punto de hacerme la ilusión de ser ella misma.

Lo era, pero a sabiendas, cosa que no le sucedía a ella, pues de lo contrario, se hubiera rebelado de alguna manera. De pronto me sentí marchita, envejecida, cansada, y comprendí qué era la vejez, que no sólo la cambia a una, sino que la hace débil e incapaz. ¿Cómo era mi madre? A veces la había visto mientras se desnudaba, observando sin reflexionar en ello sus pechos flacos, arrugados y oscuros, su vientre amarillento y flojo. Ahora, aquellos pechos que me habían alimentado, aquel vientre del cual yo había salido, los sentía en mí misma, tan próximos como para poder tocarlos, y creía experimentar la misma sensación de nostalgia y de lástima impotente que debía de inspirar a mi madre la vista de su cuerpo transformado.

La belleza y la juventud hacen soportable y hasta alegre la vida. ¿Pero y cuando ya no existen? Tuve un estremecimiento de miedo y, despertándome por un momento de aquella pesadilla, me alegré de ser realmente la Adriana bella y joven y de no tener nada que compartir con mi madre, que ya no volvería a ser ni bella ni joven. Al mismo tiempo, lentamente, como un mecanismo parado que poco a poco va recobrando el movimiento, hormigueaban en mi mente los pensamientos que debían de asaltarla mientras a solas me esperaba en la sala. Desde luego no es fácil imaginar qué puede pensar una persona como mi madre en semejantes circunstancias, sólo que, en la mayoría de los casos, la imaginación no puede por menos que nacer de la reprobación y el desprecio, y en realidad, más que imaginar, esas personas se crean un fantoche sobre el que vuelcan su hostilidad.

Pero yo amaba a mi madre y procuraba ponerme en su lugar. Sabía que sus pensamientos en aquellos instantes no eran interesados, ni amedrentados, ni vergonzosos, ni siquiera se relacionaban con lo que yo era y hacía. En cambio, sabía que sus pensamientos eran casuales e insignificantes, como convenía a una persona como ella, anciana, pobre e ignorante, que en toda su vida había podido creer o pensar la misma cosa dos días seguidos sin recibir de la necesidad los desmentidos más perentorios.

Los grandes pensamientos y los grandes sentimientos, incluso los tristes y negativos, necesitan una duración y una protección. Son como plantas delicadas que exigen largo tiempo para fortalecerse y echar sólidas raíces. Pero mi madre nunca había podido cultivar en su mente ni en su corazón más que hierbas efímeras de reflexiones, de resentimientos y de preocupaciones diarias. Por ello podía yo, tal como lo hacía, entregarme por dinero en mi propia habitación, y mi madre, en la sala, delante de su solitario, seguía dando vueltas en su mente a las mismas tonterías, si es justo llamar así a las cosas de las que había vivido durante tantos años desde su infancia hasta aquel día: el coste de los alimentos, los chismes de las vecinas, los cuidados de la casa, el temor a los achaques, los trabajos pendientes y otras pequeñeces por el estilo. A lo sumo, de vez en cuando, atendía el sonido de la campana de la iglesia cercana y pensaba, sin darle importancia: «Esta vez Adriana emplea más tiempo de lo acostumbrado». O también, oyendo que yo abría la puerta y hablaba en el recibidor: «Ya ha terminado». ¿Qué más? Ahora, con estas imaginaciones, yo misma era mi madre en cuerpo y alma, y precisamente porque sabía serlo de manera tan desnuda y real, estaba segura de amarla otra vez y aún más que antes.


El ruido que hizo la puerta al abrirse me despertó de esta especie de sueño. Mi madre encendió la luz y me preguntó:

—¿Qué haces a oscuras?

Yo, deslumbrada, me puse de pie y la miré. Inmediatamente me di cuenta de que llevaba un traje nuevo. No se había puesto sombrero porque no había llevado nunca, pero el vestido, negro, estaba hecho a medida. Del brazo le colgaba un gran bolso de cuero negro con el cierre de metal amarillo y del cuello una piel de gato. Se había mojado los cabellos grises y los llevaba peinados con cuidado, muy tirantes y reunidos en un pequeño moño lleno de horquillas. Hasta se había dado colorete en las mejillas, hacía poco enjutas y quemadas y ahora de nuevo floridas. Me vinieron ganas de sonreír, casi. a pesar mío, viéndola tan peripuesta y solemne, y con mi habitual afecto le dije, poniéndome en marcha:

—Vamos.


Sabía que a mi madre le gustaba pasear lentamente, en la hora en que el tráfico es más intenso, por las calles principales donde están los mejores comercios de la ciudad. Así, pues, cogimos un tranvía, nos apeamos en el principio de la Vía Nazionale. Cuando era niña, mi madre solía llevarme de paseo por aquella calle. Comenzaba en la plaza de la Esedra, por la acera de la derecha, y lentamente, paso a paso, mirando con atención los escaparates de los comercios, uno a uno, llegaba hasta la plaza Venezia. Allí pasaba a la acera opuesta y, sin dejar de mirar minuciosamente las cosas expuestas en los escaparates, tirándome de la mano, volvía a la plaza de la Esedra. Entonces, sin haber comprado un alfiler ni haberse arriesgado a entrar en ninguno de los muchos cafés de la calle, me llevaba a casa, cansada y muerta de sueño. Recuerdo que estos paseos no me gustaban porque, al revés de mi madre, que parecía contentarse con sus contemplaciones caprichosas y meticulosas, yo hubiera preferido entrar en las tiendas, comprar y llevarme a casa algunas de aquellas cosas nuevas ofrecidas entre tantas luces, detrás de aquellos cristales pulidos. Pero había comprendido muy pronto que éramos pobres y nunca expresaba mis deseos. Una sola vez, ya no recuerdo por qué, me mostré caprichosa. Y recorrimos una buena parte de la calle abarrotada de gente, mi madre tirándome de un brazo y yo resistiendo con todas mis fuerzas, chillando y llorando. Hasta que mi madre, perdida la paciencia, en vez del objeto ansiado me dio un par de bofetadas y yo olvidé el dolor de la privación por aquel otro, más reciente, de los golpes.

Y héteme de nuevo en el extremo de la acera hacia la plaza de la Esedra, del brazo de mi madre, como si todos los años hubieran pasado en vano. Y he aquí las losas de la acera, un hormiguero de pies calzados con pequeños zapatos, botines, botas altas, zapatos sin tacón y sandalias que, mirándolo, marea; he aquí los viandantes que van de un lado para otro, por parejas, o solos, o en grupos de hombres, mujeres y niños, unas veces despacio, otras de prisa, todos iguales quizá porque querrían ser todos distintos, con los mismos vestidos, los mismos sombreros, las mismas caras, los mismos ojos, las mismas bocas; he aquí las peleterías, las zapaterías, las papelerías, los joyeros, los relojeros, los libreros, las floristas, las tiendas de tejidos, los comercios de juguetes, los objetos para la casa, las casas de modas, las de medias, las de guantes, los cafés, los cines, los Bancos; he aquí las ventanas iluminadas de los edificios con personas que van de un lado para otro por las habitaciones o trabajan en sus mesas; he aquí los anuncios luminosos, siempre los mismos; he aquí, en las esquinas, los vendedores de periódicos, las vendedoras de castañas asadas, los desocupados que ofrecen papel de Armenia y anillos de goma para los paraguas; y he aquí los mendigos, el ciego al principio de la calle con la cabeza apoyada en la pared, las gafas negras y la gorra en la mano, más allá la mujer casi vieja con un crío colgando del pecho arrugado, y más allá aún el idiota con un muñón amarillento y brillante como una rodilla en vez de la mano.

Al volver a encontrarme en aquella calle, entre todas aquellas cosas conocidas, experimenté un fúnebre sentimiento de inmovilidad que me estremeció profundamente y por un instante tuve la impresión de estar desnuda, como si entre la ropa y mi piel me hubiera pasado un hálito glacial de espanto. La radio de un café dejaba oír la voz apasionada y clamorosa de una mujer que cantaba. Era el año de la guerra de Etiopía y la mujer cantaba Faccettañera.

Naturalmente mi madre no se daba cuenta de estos sentimientos míos, ni yo los dejaba traslucir. Como ya he dicho, tengo un aspecto bondadoso, dulce, flemático y es difícil que los demás adivinen lo que pienso. Pero de pronto me sentí conmovida contra mi voluntad (la voz de la mujer había atacado una canción sentimental), los labios me temblaron y dije a mi madre:

—¿Recuerdas cuando me traías a pasear por esta calle y a mirar los escaparates?

—Sí —contestó ella—. Pero entonces todo costaba menos… Ese bolso, por ejemplo, te lo llevabas a casa por treinta liras.

Pasamos de la tienda de bolsos a la de un platero. Mi madre se detuvo a contemplar las joyas y dijo extasiada:

—Mira ese anillo… ¡Quién sabe lo que costará! Y ese brazalete de oro macizo… Yo no siento gran pasión por los anillos y los brazaletes, pero por los collares sí… Tenía uno de coral, pero tuve que venderlo.

—¿Cuándo?

—Bueno, hace muchos años.

No sé por qué, pensé que, a pesar de las ganancias de mi profesión, todavía no había podido comprarme siquiera un miserable anillo. Y dije a mi madre:

—¿Sabes? He decidido que de ahora en adelante no volveré a llevar a nadie a casa… Se acabó.

Era la primera vez que hablando con mi madre aludía explícitamente a mi oficio. Puso una cara que en aquel momento no comprendí, y dijo:

—Ya te lo he dicho muchas veces… Haz lo que quieras… Si tú estás contenta, yo también estoy contenta. Pero no parecía contenta. Yo continué:

—Habrá que volver a la vida de antes… Tendrás que volver a cortar y coser camisas.

—Lo he hecho tantos años…

—No tendremos el dinero de ahora —insistí un poco cruelmente—. Ahora nos habíamos acostumbrado bien… En cuanto a mí, no sé qué haré.

—¿Qué harás? —preguntó mi madre con esperanza.

—No lo sé —dije—. Volveré a hacer de modelo… o tal vez te ayudaré en tu trabajo.

—¿Y en qué vas a ayudarme? —preguntó en un tono desanimado.

—O puedo ponerme a servir… ¿Qué se le va a hacer?

Mi madre había puesto una cara amarga y triste, como si de pronto hubiese sentido destacarse de ella toda la gordura de los últimos tiempos, como las hojas muertas de los árboles con los primeros fríos del otoño. Con todo, dijo convencida:

—Haz lo que quieras… con tal que estés contenta.


Comprendí que en ella luchaban dos sentimientos opuestos: su amor por mí y su afición a la vida cómoda. Me dio pena y hubiera preferido que tuviese la fuerza de sacrificar decididamente uno de esos dos sentimientos: o todo amor o todo cálculo. Pero esto ocurre pocas veces y nos pasamos la vida anulando los efectos de nuestras virtudes con los de nuestros vicios.

—No estaba contenta antes —dije— y no estaré contenta ahora… Sólo que no puedo seguir más de esta manera.


Después de estas palabras, no dijimos nada más. Mi madre tenía una cara gris y descompuesta; parecía delinearse ya otra vez, bajo la reciente floridez, la antigua y tensa delgadez. Miraba los escaparates con el mismo cuidado, con las mismas prolongadas contemplaciones de poco antes, pero sin ninguna alegría ni ninguna curiosidad, mecánicamente y como pensando en otra cosa. Quizá no veía nada mientras miraba, o ya no veía las cosas expuestas en las tiendas, sino la máquina de coser con su infatigable pedal, con su aguja subiendo y bajando como una loca, los montones de camisas a medio coser sobre la mesa de trabajo, el paño negro en el que se envuelven las piezas ya dispuestas para ser llevadas a los clientes a través de la ciudad. En cambio, yo no tenía esos fantasmas entre mis ojos y los escaparates. Los veía muy bien y pensaba con claridad.

Distinguía detrás de los cristales todos los objetos, uno a uno, con los letreritos de los precios, y me decía que podría no querer, como en efecto no quería, seguir haciendo mi oficio, pero que, en realidad, no podía hacer otra cosa. Aunque dentro de ciertos límites, ahora hubiera podido comprar algunas de aquellas cosas, pero el día en que volviera a trabajar de modelo o en otro empleo semejante, tendría que renunciar para siempre a todo esto y empezaría de nuevo para mí y para mi madre la vida incómoda y avara, llena de deseos reprimidos, de sacrificios inútiles y de ahorros sin resultados. Ahora podría aspirar hasta a tener una joya, si encontraba alguien que me la regalara. Pero si volvía a la vida de antes, las joyas se convertirían para mí en algo tan inaccesible como las estrellas del cielo. Sentí un fuerte disgusto por la vieja existencia que se me presentaba estúpidamente dura y desesperante y, al mismo tiempo, experimenté una viva sensación de absurdo al pensar en los motivos que me impelían a cambiar de vida. Porque un estudiante, por el que me había encaprichado, no había querido saber nada de mí. Porque se me había metido en la cabeza que aquel joven me despreciaba. Porque me hubiera gustado no ser lo que en aquel momento era. Pensé que no era más que orgullo y que no podía, por un simple orgullo, volver a ponerme, y sobre todo poner otra vez a mi madre, en nuestras antiguas y míseras condiciones de vida.

De pronto vi cómo la vida de Giacomo, que por un momento se había acercado a la mía y confundido con ella, se alejaba en otra dirección, mientras yo proseguía por el camino iniciado.

—Si encontrara alguien que me quisiera bien y se casara conmigo, entonces sí, aunque fuese pobre —me dije—, pero por una contrariedad no vale la pena.


Con este pensamiento me llenó el alma una gran tranquilidad hecha de liberación y de dulzura. Era un sentimiento que después he experimentado a menudo, cada vez que, no sólo no he rechazado el destino que la vida parecía imponerme, sino que he salido a su encuentro. Yo era la que era y debía ser aquello y nada más. Podía ser una buena esposa, aunque esto pueda parecer extraño, o bien una mujer que se vende por dinero, pero no una pobrecilla que se afana y sufre penalidades sin otro fin que el de dar satisfacción a su propio orgullo. Reconciliada por fin conmigo misma, sonreí.

Estábamos delante de una tienda de ropa femenina, de prendas de lana y de seda, y mi madre dijo:

—Fíjate qué bonito pañuelo… Uno así me gustaría. Tranquila y serena, levanté la vista y miré al pañuelo que indicaba mi madre. Realmente era un bonito pañuelo, negro y blanco, con un dibujo de pájaros y de ramas. La puerta de la tienda estaba abierta y podía verse el mostrador y, sobre el mostrador, una especie de anaquel con diversos compartimientos llenos de pañuelos por el estilo, revueltos y en desorden.

—¿Te gusta ese pañuelo? —pregunté a mi madre.

—Sí, ¿por qué?

—Pues lo tendrás… pero antes dame tu bolso y toma el mío.

Ella no me comprendía y me miró con la boca abierta. Sin decir palabra, cogí su gran bolso de cuero negro y puse entre sus manos el mío que era mucho más pequeño. Abrí su bolso y lo mantuve abierto con los dedos mientras lentamente, con el paso de quien va a comprar algo, entré en la tienda. Mi madre, que todavía no comprendía, pero tampoco se atrevía a preguntarme nada, me siguió.

—Queríamos ver algunos pañuelos —dije a la dependienta, acercándome al anaquel de los compartimientos.

—Estos son de seda, estos de cachemir, estos otros de lana y estos de algodón —dijo la empleada venteándome los pañuelos debajo de los ojos.

Me acerqué mucho al mostrador, manteniendo el bolso a la altura del vientre, y con una sola mano empecé a examinar los pañuelos, abriéndolos y exponiéndolos a la luz para observar mejor los dibujos y los colores. De los pañuelos blancos y negros había por lo menos una docena, todos iguales. Dejé caer uno al lado de la caja, con un borde fuera del mostrador. Después dije a la dependienta:

—Realmente quería algo más vivo…

—Tenemos un artículo más fino —dijo la dependienta —, pero más caro.

—Enséñemelo.

La empleada se volvió para sacar una caja de los estantes del fondo. Yo estaba ya preparada y, apartándome un poco del mostrador, abrí el bolso. Hacer caer el pañuelo por el borde y apretar de nuevo el vientre contra el mostrador fue cosa de un instante.

La dependienta, entre tanto, había sacado la caja de su sitio. La puso sobre el mostrador y me enseñó otros pañuelos más grandes y más bonitos. Los examiné un buen rato, con calma, haciendo mis observaciones sobre los colores y los dibujos y mostrándoselos a mi madre con ciertas frases de admiración a las que ella, que lo había visto todo y estaba más muerta que viva, contestaba con inclinaciones de cabeza.

—¿Cuánto cuestan? —pregunté por fin.

La muchacha me dijo el precio.

—Tenía usted razón, son demasiado caros, por lo menos para mí —repuse con un tono de desilusión—. De todos modos, gracias.


Salimos de la tienda y empecé a caminar apresuradamente hacia una iglesia cercana, porque temía que la dependienta pudiera darse cuenta del hurto y corriera detrás de nosotras entre la gente. Mi madre, que iba cogida de mi brazo, miraba a todas partes con gesto extraviado y medroso como el borracho que piensa si están embriagadas las cosas que vacilan y se confunden a su alrededor. Me vinieron ganas de reír por su aspecto. No sabía porqué había robado el pañuelo; por lo demás, la cosa no tenía importancia, porque ya había robado la polvera en casa de la dueña de Gino y en estos asuntos sólo cuenta el primer paso. Pero había experimentado nuevamente el placer sensual de la primera vez y me parecía comprender ahora por qué hay tanta gente que roba.

En pocos pasos estuvimos delante de la iglesia, en una bocacalle, y dije a mi madre:

—¿Entramos en la iglesia un momento?

—Como quieras —contestó en voz baja.


Entramos en la iglesia, que era pequeña y blanca, de planta redonda, y parecía, con sus columnas dispuestas alrededor, una sala de baile. Había dos hileras de bancos brillantes por el uso; sobre ellos, desde la linterna de la cúpula, caía una claridad ya mortecina. Levanté los ojos y vi que la cúpula estaba pintada al fresco con unas figuras de ángeles con las alas desplegadas. Me sentí segura porque aquellos ángeles tan bellos y fuertes me protegerían y porque la empleada de la tienda no notaría el hurto antes de la noche. También el silencio, el olor del incienso, la sombra y el recogimiento de la iglesia me tranquilizaron tras el tumulto y las luces demasiado fuertes de la calle. Había entrado de prisa, casi chocando con mi madre, pero inmediatamente me calmé y sentí que se desvanecía todo temor.

Mi madre hizo el gesto de hurgar en mi bolso, que todavía tenía en sus manos. Le tendí el suyo, diciéndole:

—Ponte el pañuelo.

Abrió el bolso y se puso el pañuelo robado. Mojamos los dedos en agua bendita y fuimos a sentarnos en la primera fila de bancos, ante el altar mayor. Me arrodillé y mi madre permaneció sentada, con las manos en el regazo y el rostro sombreado por el pañuelo, que era demasiado grande. Comprendí que estaba turbada, y no pude por menos que comparar mi calma con su turbación. Me sentía en una disposición de ánimo suave y apacible, y aunque sabía haber cometido una acción condenada por la religión, no experimentaba ningún remordimiento y me consideraba más cerca de la religión que cuando no hacía nada reprochable y trabajaba todo el día para ir adelante en la vida. Recordé el estremecimiento de desaliento que acababa de sentir poco antes al ver la calle abarrotada de gente y me sentí confortada por la idea de que había un Dios que veía claramente dentro de mí y sabía que no había nada de malo y que yo, por el simple hecho de vivir, era inocente, como lo eran todos los seres humanos. Sabía que, por esto, Dios no estaba allí para juzgarme y condenarme, sino para justificar mi existencia, que no podía por menos que ser buena, puesto que dependía directamente de él.

Aun rezando mecánicamente, con las palabras de la oración, miraba al altar, más allá de las llamitas de los cirios, entreveía en un cuadro una imagen oscura que me parecía la de la virgen y comprendía que entre la virgen y yo no se trataba de si yo debía comportarme de uno u otro modo sino, más radicalmente, de si debía considerarme animada a vivir o no. Me pareció de pronto que los ánimos partían de la figura oscura tras las velas del altar, en forma de calor repentino que me envolvió del todo. Sí, me animaban a vivir, aunque no comprendiera nada de la vida ni por qué vivía.

Mi madre estaba allí, cabizbaja y aturdida, con aquel pañuelo nuevo que le formaba una especie de pico sobre la nariz, y yo, volviéndome y viéndola, no pude por menos que sonreír con afecto.

—Reza un poco —susurré—. Te hará bien.

Se estremeció, vaciló y después, como de mala gana, se arrodilló y juntó las manos. Yo sabía que mi madre no quería creer en la religión, que todo aquello le parecía una especie de falsa consolación para que estuviese tranquila y olvidase las durezas de la vida. Pero la vi mover mecánicamente los labios y aquel rostro suyo lleno de desconfianza y de mal humor me hizo sonreír otra vez. Hubiera querido tranquilizarla, decirle que había cambiado de idea, que no temiera, que no la obligaría a trabajar otra vez como antes. Había algo de infantil en el mal humor de mi madre, como un niño al que se niega un pastel que se le ha prometido, y éste me parecía el aspecto más importante de su conducta. Porque, de lo contrario, hubiera podido pensar que contaba con mi oficio para gozar sus comodidades y caprichos, lo que, en el fondo, sabía que no era verdad.

Cuando acabó de rezar, se santiguó, pero con despecho y sequedad, como para hacerme notar que lo había hecho por complacerme. Me levanté e hice acción de salir. Entonces se quitó el pañuelo, lo dobló cuidadosamente y volvió a meterlo en el bolso. Volvimos a la Vía Nazionale y me dirigí a una pastelería.

—Ahora tomaremos un aperitivo —dije.

Mi madre contestó inmediatamente:

—No, no. ¿Por qué, si no hay necesidad?

Su voz sonaba al mismo tiempo contenta y temerosa. Siempre hacía lo mismo, siempre temía, por vieja costumbre, que yo gastara demasiado.

—¿Y qué es un vermut? —dije.

Mi madre calló y me siguió a la pastelería.

Era un local viejo, con el mostrador y el zócalo de caoba brillante y varios escaparates llenos de cajas de dulces. Nos sentamos en un rincón y pedí dos vermuts ¿Mi madre parecía intimidada por el camarero y, mientras yo pedía los vermuts, mantuvo los ojos bajos, quieta y preocupada. Cuando el camarero hubo traído los aperitivos, tomó el vasito, mojó los labios, volvió a ponerlo en la mesa y dijo muy seria mirándome:

—Es bueno.

—Vermut —dije.

El camarero había traído una dulcera de cristal con pasteles. La abrí y dije a mi madre:

—Toma un pastel.

—No, no, de ningún modo.

—Tómalo.

—Me estropearía el apetito.

—¿Por un pastel?

Miré la dulcera, escogí un pastel de hojaldre con crema y se lo di diciendo:

—Come éste… Es ligero.

Lo cogió y lo comió a pequeños bocados, como compungida, mirando de vez en cuando el pastel donde lo había mordido.

—Verdaderamente es bueno —dijo por fin.

—Toma otro —dije.

Esta vez no se hizo rogar y cogió un segundo pastel. Cuando terminamos el vermut, permanecimos silenciosas, contemplando el ir y venir de los clientes de la pastelería. Comprendí que ella se sentía contenta de estar sentada en aquel rincón con un vermut y dos pasteles en el estómago, que el ir y venir de la gente la divertía y despertaba su curiosidad y que no tenía nada que decirme. Probablemente era la primera vez que se veía en un local semejante y la novedad de la experiencia le impedía cualquier reflexión.

Entró una señora joven que llevaba de la mano una niña con un cuellecito de piel blanca, un vestidito corto y las medias y los guantes de hilo blanco. La madre escogió del escaparate del mostrador un pastel y se lo dio. Dije a mi madre:

—Cuando yo era niña, tú nunca me trajiste a una pastelería.

—¿Cómo iba a poder traerte? —contestó.

—Y en cambio ahora —acabé tranquilamente— soy yo quien te traigo.

Calló un instante y después dijo, cabizbaja:

—Ahora me echas en cara el haber venido… Y yo no quería.

Puse una mano sobre la suya y dije:

—No te echo en cara nada. Al contrario, estoy contenta por haberte traído… ¿Te llevaba la abuela a las pastelerías?

Movió la cabeza y dijo:

—Hasta los dieciocho años no salí del barrio.

—Pues ya lo ves. En una familia tiene que haber alguien que un día u otro haga ciertas cosas… Tú no las hiciste, ni tu madre, ni probablemente la madre de tu madre… y entonces las hago yo porque las cosas no pueden continuar eternamente.

Ella no dijo nada y estuvimos otro cuarto de hora mirando la gente. Después abrí mi bolso, saqué la pitillera y encendí un cigarrillo. A veces las mujeres como yo fumamos en los lugares públicos para llamar la atención de los hombres. Pero en aquel momento yo no pensaba en atraerme un amante. Por lo menos aquella noche había decidido no tener ninguno. Quería fumar y nada más. Me puse el cigarrillo entre los labios, aspiré el humo y lo eché por la boca y la nariz, mientras sostenía el pitillo entre los dedos y miraba a la gente.

Pero, sin yo quererlo, debió de haber en este gesto algo de provocador porque inmediatamente vi que alguien junto al mostrador, que tenía una taza de café en la mano y se preparaba a beber, se detenía con la taza cerca de la boca y me miraba fijamente. Era un hombre de unos cuarenta años, bajo, de frente espesa y ceñuda, ojos saltones y mandíbula pesada. Tenía una nuca tan maciza que daba la impresión de no tener cuello. Como un toro que acabara de ver un trapo rojo y se quedara inmóvil antes de atacar con la cabeza baja, permaneció con la tacita suspendida mirándome. Vestía bien, aunque sin elegancia, con un abrigo ceñido que dejaba bien a la vista la anchura de los hombros. Bajé los ojos y por un momento, con el cigarrillo entre los labios, sopesé el pro y el contra de aquel hombre. Comprendí que tenía un temperamento que bastaría una mirada para que se le hincharan las venas del cuello y se le amoratara el rostro, pero no estaba segura de que me gustara.

Después me di cuenta de que, como una linfa secreta que aflora de una rugosa corteza en numerosos y tiernos retoños, el deseo de atraerlo me cosquilleaba por todo el cuerpo impeliéndome a dejar mi actitud reservada. Y esto apenas una hora después de haber decidido dejar el oficio. Pensé que no había nada que hacer, que era más fuerte que yo. Pero lo pensé con alegría porque desde que había salido de la iglesia me había reconciliado con mi suerte, cualquiera que fuese, y me daba cuenta de que esta aceptación valía para mí mucho más que cualquier renuncia por noble que pareciera. Así pues, al cabo de un rato de reflexión, levanté los ojos hacia el hombre. Seguía allí, absorto, con la taza en la gruesa mano velluda y los ojos bovinos fijos en mí. Entonces me rehice con toda la malicia de que era capaz y le dirigí una larga mirada acariciadora y sonriente. El la recibió en plena cara y, como había imaginado, se le congestionó el rostro. Sorbió el café, dejó la taza en el mostrador y, con pasos menudos, rígido e hinchado en su ceñido abrigo, fue a la caja y pagó. Ya en la puerta, se volvió y me hizo una clara señal de acuerdo. Le respondí asintiendo con los ojos. El hombre salió y le dije a mi madre:

—Te dejo, pero tú quédate. En fin de cuentas, no podré volver a casa contigo.

Mi madre estaba gozando el espectáculo de la pastelería y se asustó:

—¿Dónde vas? ¿Por qué?

—Tengo a uno que me espera fuera —dije levantándome—. Aquí tienes el dinero, págalo todo y vuélvete a casa… Yo me adelanto, pero no sola.

Me miró demudada y, según creí entender, con una especie de remordimiento. Pero no dijo nada. Le hice un gesto de saludo y me fui. El hombre me esperaba en la calle. Apenas salí, ya estaba a mi lado, apretándome con fuerza el brazo:

—¿Dónde vamos?

—Vamos a mi casa.

Así, después de unas horas de angustia, renuncié a luchar contra lo que parecía ser mi destino y hasta lo abracé con más amor, como se abraza a un enemigo a quien no se puede vencer, y me sentí liberada.

Alguien pensará que es muy cómodo aceptar una suerte innoble, pero fructífera, en vez de rechazarla. Pero yo misma me he preguntado a menudo por qué la tristeza y la rabia conviven tantas veces en el ánimo de quienes quieren vivir según ciertos preceptos o adaptarse a determinados ideales, y por qué, en cambio, quienes aceptan la propia vida, que es sobre todo nulidad, oscuridad y pequeñez, viven tantas veces alegres y despreocupados. Por otra parte, en estos casos, cada uno obedece, no a preceptos, sino al propio temperamento, que así adquiere forma de verdadero destino. El mío, como ya he dicho, era ser, a toda costa, alegre, dulce y tranquila y yo lo aceptaba.

CAPÍTULO III

Renuncié totalmente a Giacomo y decidí no volver a pensar en él. Me daba cuenta de que lo amaba y que, si volviera, me sentiría feliz y lo querría más que nunca. Pero sentía también que nunca más me dejaría humillar por él. Si volviera, me mantendría firme, encerrada en mi vida como en una fortaleza que, hasta cuando no quería salir de ella, era realmente inconquistable y difícil de derribar. Le diría:

—Soy una puta, una mujer de la calle, nada más… Si me quieres, tienes que aceptarme como soy.

Había comprendido que mí fuerza no estaba en desear ser lo que no era, sino aceptar lo que era. Mi fuerza era la pobreza, mi oficio, mi madre, mi casa fea, mis vestidos modestos, mi origen humilde, mis desgracias y, más íntimamente, aquel sentimiento que me hacía aceptar todas estas cosas y que yacía profundamente en mi corazón como una piedra preciosa en el seno de la tierra. Pero estaba segura de que no volvería a verlo, y esta certidumbre me inducía a amarlo de una manera nueva para mí, impotente y melancólica, pero no exenta de dulzura. Como se ama a los que han muerto y ya no volverán.


Por aquellos días rompí definitivamente mis relaciones con Gino. Como ya he dicho, no me gustan las interrupciones bruscas y quiero que las cosas vivan y mueran con su propia vida y su propia muerte. Mis relaciones con Gino son un buen ejemplo de esta voluntad mía. Cesaron porque la vida que había en ellas dejó de existir y no por mi culpa, y ni siquiera, en cierto sentido, por culpa de Gino. Y cesaron de manera que no me dejaron ni remordimientos ni tristezas.

Había seguido viéndolo de vez en cuando, dos o tres veces al mes. Gino me gustaba, como ya he dicho, aunque había perdido mi estima por él. Uno de aquellos días me citó en un bar, por teléfono, y le dije que acudiría.

Era un bar en mi barrio. Gino me aguardaba en el interior, una estancia sin ventanas, toda ella cubierta de azulejos. Cuando entré, vi que no estaba solo. Alguien estaba sentado con él, de espaldas a mí. Vi únicamente que llevaba un impermeable verde y que era rubio, con el cabello cortado como un cepillo. Me acerqué y Gino se puso de pie, pero su compañero siguió sentado. Gino dijo:

—Te presento a mi amigo Sonzogno.

Entonces el otro también se levantó y yo le tendí la mano sin dejar de mirarlo. Pero cuando me la estrechó, me pareció queme la apretaban unas tenazas y proferí un grito de dolor. Él aflojó el apretón y yo me senté sonriendo y diciéndole:

—¡Caramba, qué daño hace usted! ¿Siempre hace así?

No dijo nada y ni siquiera sonrió. Su rostro era blanco como el papel, la frente dura y saliente, los ojos pequeños, de un color celeste claro, la nariz roma y la boca semejante a un corte. Sus cabellos eran rubios, hirsutos y descoloridos, cortos, y las sienes, aplastadas. Pero la base del rostro era amplia, con unas mejillas gruesas y sin gracia. Parecía apretar los dientes continuamente, como si estuviera triturando algo. Veíase como un nervio que se estremecía y saltaba siempre bajo la piel de la mejilla. Gino, que parecía considerarlo como un amigo digno de respeto y de admiración, dijo entre risas:

—Pues esto no es nada. Si supieras lo fuerte que es… Tiene el puño prohibido.

Me pareció que Sonzogno lo miraba con hostilidad. Dijo después, con voz sorda:

—No es verdad que tenga el puño prohibido, pero podría tenerlo…

—¿Pero qué es el puño prohibido? —pregunté.

Sonzogno respondió brevemente:

—Cuando se puede matar a un hombre de un puñetazo… entonces está prohibido usar el puño porque es como usar una pistola.

—Pero mira qué fuerte es —insistió Gino, excitado y como deseoso de congraciarse con Sonzogno—. Mira… Déjale tocar tu brazo.

Yo dudaba, pero Gino estaba empeñado y parecía que su amigo esperaba de mí también ese gesto. Tendí blandamente una mano para tocarle el brazo. Dobló el antebrazo para poner tensos los músculos. Pero seriamente, casi de manera sombría. Entonces, con sorpresa, porque a la vista parecía delicado, sentí bajo mis dedos, a través de la manga, como un paquete de cuerdas de hierro. Y retiré la mano con una exclamación, ignoro si de maravilla o de repugnancia. Sonzogno me miró complacido. Con los labios distendidos en una leve sonrisa, Gino dijo:

—Es un viejo amigo. ¿No es verdad, Primo, que nos conocemos hace tiempo? Somos casi hermanos.

Dio una palmada en el hombro de Sonzogno y murmuró:

—Viejo Primo.

Pero el otro sacudió el hombro como para alejar la mano de Gino y respondió:

—No somos ni amigos ni hermanos. Trabajamos juntos en el mismo garaje, eso es todo.

Gino no se turbó:

—Bueno, ya sé que no quieres ser amigo de nadie, siempre solo por tu cuenta y riesgo, ni hombres ni mujeres.

Sonzogno lo miró. Tenía una mirada fija, de una inmovilidad y una insistencia increíbles. Bajo aquella mirada, Gino entornó los ojos. Sonzogno dijo:

—¿Quién te ha contado esas bolas? Yo voy con quien me parece, mujeres y hombres.

—Bueno, hablaba por hablar…

Gino parecía haber perdido su arrogancia:

—Desde luego, no te he visto nunca con nadie.

—Tú nunca has sabido nada de mí.

—Bueno, te veía todos los días, mañana y tarde.

—Me veías todos los días… ¿y qué?

—¡Vaya! —insistió Gino, desconcertado—. Siempre te he visto solo y he pensado que no ibas con nadie… Cuando un hombre tiene una mujer o un amigo, acaba siempre por saberse.

El otro dijo brutalmente:

—No seas cretino.

—Y ahora, encima, me llamas cretino —protestó Gino con la cara colorada.

Fingía un caprichoso y familiar malhumor. Pero se veía que estaba asustado.

Sonzogno repitió:

—Sí, no seas cretino… Si no, te parto la cara.

Comprendí inmediatamente que no sólo era capaz de hacerlo, sino que tenía intención de hacerlo de veras. Y dije, poniéndole una mano en el brazo:

—Si queréis pegaros, hacedlo cuando yo no esté. No puedo sufrir la violencia.

—Te presento una señorita amiga mía —se lamentó Gino, cabizbajo—, y tú la asustas con tus modales. Pensará que somos enemigos.

Sonzogno se volvió hacia mí y sonrió por primera vez. Cuando sonreía entornaba los ojos, arrugaba desigualmente la frente y además de los dientes, que eran pequeños y feos, descubría las encías.

—La señorita no está asustada, ¿verdad? —preguntó.

Respondí con sequedad:

—No, no estoy asustada, pero ya les he dicho que no me gusta la violencia.

Siguió un largo silencio. Sonzogno estaba quieto, con las manos en los bolsillos del impermeable, haciendo saltar los nervios de la mandíbula y mirando el vacío; Gino fumaba, con la cabeza baja, y el humo, al salirle de la boca, le subía por la cara hasta las orejas, que seguían coloradas. Después, Sonzogno se levantó y dijo:

—Bueno, yo me voy.

Gino se puso de pie con rapidez y le tendió una mano:

—Entonces, sin rencor, ¿eh, Primo?

—Sin rencor —contestó el otro rechinando los dientes.

Me estrechó la mano, pero esta vez sin hacerme daño, y se alejó. Era delgado y de baja estatura, y realmente era difícil comprender de dónde le venía toda aquella fuerza.

Cuando se hubo ¡do, dije burlonamente a Gino:

—Seréis amigos y quizás hasta hermanos, pero te ha dicho unas cosas…

Gino parecía haberse reanimado y movió la cabeza:

—Es así, pero no es mal tipo… Además me conviene tenerlo a mi lado, pues me ha sido útil.

—¿Cómo?

Me di cuenta de que Gino estaba excitado y hasta temblaba por las ganas de decirme algo. De pronto puso una cara alegre, hinchada e impaciente:

—¿Recuerdas la polvera de mi ama?

—Sí… ¿y qué?

Los ojos de Gino brillaron de alegría y bajando la voz dijo:

—Pues bien, lo pensé mejor y no la devolví.

—¿No la devolviste?

—No… al fin y al cabo, la señora es rica y no puede importarle una polvera más o menos… Además, la cosa ya estaba hecha, y, en el fondo, el ladrón no había sido yo.

—Había sido yo —apunté tranquilamente.

Fingió no oírme y prosiguió:

—Pero quedaba el problema de esconderla. Era un objeto vistoso, podían reconocerlo fácilmente y no me fiaba, así que lo tuve en el bolsillo bastante tiempo, hasta que encontré a Sonzogno y le conté lo que ocurría…

—¿Y le hablaste de mí también? —interrumpí.

—No, de ti no… le dije que me lo había dado una amiga, sin decir ningún nombre… Y él, imagínate, en tres días consiguió venderla no sé cómo y me dio el dinero, naturalmente, quedándose con su parte, como habíamos acordado.

Estaba como estremecido por la alegría. Después sacó del bolsillo un fajo de billetes.

Sin saber por qué, en aquel momento experimenté una intensa antipatía por él. No es que lo desaprobara, pues no tenía derecho a hacerlo, pero me fastidiaba ya su tono jubiloso. Además intuía que no me lo había contado todo y que lo que pasaba en silencio debía de ser peor. Dije, con sequedad:

—Hiciste bien.

—Toma —prosiguió desenvolviendo el fajo de billetes—. Esto es para ti. Los he contado.

—No, no —contesté con rapidez—. No quiero nada… nada.

—¿Por qué?

—No quiero nada.

—Quieres ofenderme —dijo.

Una sombra de suspicacia y de tristeza pasó por su rostro y temí haberlo ofendido de veras. Hice un esfuerzo y dije cogiéndole una mano:

—Si no me los hubieras ofrecido, me habría parecido extraño, aunque sin ofenderme, pero es mejor así. No los quiero porque para mí es un asunto concluido, pero me gusta que tengas ese dinero.

Él me miraba sin entenderme, entre dudas, escrutándome como si deseara descubrir el motivo secreto que se ocultaba en mis palabras.


Más tarde, pensando en aquella escena muchas veces, he descubierto que aquel hombre no podía entenderme porque vivía en un mundo diferente del mío, de acuerdo con unos sentimientos y unas ideas que no eran los míos. No sé si su mundo era mejor o peor que el mío, pero sé que ciertas palabras no tenían para él el sentido que yo les daba y que gran parte de sus acciones, que a mí me parecían reprobables, él las consideraba lícitas y hasta una especie de deber. En particular parecía dar mayor importancia a la inteligencia entendida como astucia. Dividía a los hombres en astutos y no astutos y a toda costa procuraba pertenecer a la primera categoría. Pero yo no soy astuta y quizá ni siquiera inteligente. Y nunca he comprendido cómo una mala acción, por el mero hecho de haber sido realizada con inteligencia, pueda ser no ya admirable, sino ni siquiera excusable.

De pronto pareció salir de la duda que lo angustiaba y exclamó:

—Entiendo. No quieres el dinero porque tienes miedo de que se descubra el hurto… Pero no temas, todo ha ido perfectamente.

Yo no tenía miedo, pero no me preocupé de negarlo porque la segunda parte de su frase me resultaba oscura.

—¿Quieres decirme qué significa eso de que todo ha ido perfectamente? —pregunté.

—Sí, todo ha ido bien —contestó Gino—. ¿Recuerdas que te dije que en la casa sospechaban de una camarera?

—Sí.

—Bien… Yo se la tenía jurada a esa camarera porque andaba contando historias de mí a espaldas mías. Unos días después del hurto, comprendí que las cosas se ponían mal para mí. El comisario había ido dos veces y yo estaba seguro de que me vigilaban. Aún no habían hecho ningún registro, y entonces se me ocurrió la idea de provocar con otro hurto el registro y hacer de tal modo que la culpa de los dos robos recayera sobre aquella mujer.

No dije nada y él, después de haberme mirado un momento con los ojos muy abiertos y brillantes para ver si admiraba su astucia, siguió:

—La dueña tenía unos dólares en un cajón. Cogí los dólares y los oculté en la habitación de la camarera, dentro de una maleta vieja. Naturalmente, hicieron un registro, encontraron los dólares y la arrestaron. Ella juró y perjuró que era inocente, pero ¿quién iba a creerla? Los dólares habían aparecido en su cuarto.

—¿Y dónde está esa mujer?

—En la cárcel y no quiere confesar, pero ¿sabes qué le ha dicho el comisario a la señora? Que esté tranquila porque la camarera acabará confesando por las buenas o por las malas. ¿Has entendido? ¿Y sabes qué quiere decir eso de «por las malas»? Pues que la harán hablar a golpes.

Yo lo miraba y al verlo tan excitado y orgulloso me sentía helada y como sin sentido. Pregunté al azar:

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Luisa Fellini… Ya no es muy joven y es orgullosa. Si haces caso de lo que dice, es camarera por equivocación y no hay nadie tan honrado como ella.

Gino rió divertido por la ocurrencia.

Hice un gran esfuerzo como quien deja escapar un profundo suspiro y dije:

—¿Sabes que eres un grandísimo canalla?

—¿Cómo? —preguntó sorprendido—. ¿Por qué? Después de haberle llamado canalla me sentí más libre y decidida. La ira me encrespaba y solté:

—¡Y querías que yo cogiera ese dinero! Menos mal que adiviné que era un dinero que no debía coger.

—¿Y qué importa? —exclamó tratando de rehacerse—. No confesará y la dejarán por fin.

—Pero tú acabas de decir que está en la cárcel y que la harán hablar a golpes.

—¡Bah, es un decir…!

—No me importa… Has mandado a la cárcel a una inocente y encima tienes la desvergüenza de venir a contármelo. ¡Eres realmente un canalla!

Gino se encolerizó de pronto. Se puso pálido y me cogió una mano:

—Acaba de una vez de llamarme canalla.

—¿Por qué? Creo que eres un canalla y te lo digo.

Perdió la cabeza y tuvo un gesto de extraña violencia. Me torció la mano en la suya como si quisiera rompérmela y después, de pronto, inclinó la cabeza y me la mordió. De un tirón liberé mi mano y me puse de pie:

—Pero… ¿te has vuelto loco? ¿Qué te pasa ahora? Puedes morderme, pero es inútil. Eres un canalla, un granuja y un sinvergüenza.

No contestó, pero se cogió la cabeza entre las manos, como si quisiera arrancarse el pelo.

Llamé al camarero y pagué todas las consumiciones, la suya, la de Sonzogno y la mía. Después dije a Gino:

—Me voy, y quiero decirte que entre nosotros todo ha terminado… No vuelvas a presentarte delante de mí, no me busques, no vengas, no quiero volver a verte.

Él no dijo nada ni levantó la cabeza. Y yo me marché.


El bar estaba al comienzo de la ancha calle, a poca distancia de mi casa. Empecé a caminar lentamente, por el lado opuesto a la muralla. Era de noche, con un cielo cubierto de nubes y una lluvia sutil, como un polvillo de agua entre el aire tibio e inmóvil. Como de costumbre, la muralla estaba casi a oscuras, sin más claridad que la de algunas farolas, distanciadas unas de otras. Pero al salir del bar vi inmediatamente como un hombre se apartaba de una de aquellas farolas y empezaba a andar a lo largo de la muralla, despacio como yo y en mi misma dirección. Reconocí a Sonzogno por el impermeable ceñido a la cintura y por la cabeza rubia y rapada. Al pie de la muralla parecía pequeño. De vez en cuando desaparecía en la sombra y volvía a reaparecer a la luz de un farol. Quizá por primera vez experimenté hastío de los hombres, de todos los hombres, siempre detrás de mis faldas, como si fueran perros en pos de una perra. Me sentía todavía estremecida por la rabia, y pensando en la mujer a la que Gino había enviado a la cárcel, no podía menos de sentir algún remordimiento porque, al fin y al cabo, era yo quien había robado la polvera. Pero más que remordimiento era un impulso de rebelión y de cólera. Aun rebelándome contra la injusticia y odiando a Gino, me enfurecía odiarlo y saber que había cometido aquella infamia. Realmente, no he sido hecha para semejantes cosas; experimentaba un violento malestar y me parecía no ser la misma de siempre.

Caminaba de prisa, deseando llegar a mi casa antes de que Sonzogno me abordara, pues ésa parecía ser su intención. Después, oí a mis espaldas la voz de Gino que gritaba jadeante:

—Adriana… Adriana…

Fingí no haberlo oído y apresuré el paso. Pero él corría y me alcanzó, cogiéndome por el brazo:

—Adriana, hemos estado siempre juntos… No podemos separarnos ahora de este modo…

Me solté de un tirón y seguí caminando. Al otro lado de la calle, al pie de la muralla, la figura pequeña y clara de Sonzogno había salido de la oscuridad entrando en el círculo de luz de una farola. Gino, a mi lado, decía:

—Pero yo sigo queriéndote, Adriana…

Me inspiraba compasión y odio al mismo tiempo, y esta mezcla me era más desagradable de cuanto pudiera, decir. Por eso mismo procuraba pensar en otra cosa. De pronto, no sé cómo me vino una especie de inspiración. Me acordé de Astarita, que siempre me había ofrecido su ayuda, y pensé que con toda seguridad estaría en condiciones de hacer salir de la cárcel a aquella pobre mujer. Esta idea surtió inmediatamente un efecto beneficioso. Sentí que mi ánimo se aliviaba del peso que lo oprimía y hasta me pareció no odiar más a Gino y sólo sentir por él compasión. Me detuve y le dije tranquilamente:

—Gino, ¿por qué no te vas?

—Te quiero.

—También yo te he querido, pero ahora hemos terminado… Vete, será mejor para ti y para mí.

Estábamos en un lugar oscuro de la ancha calle, donde no había ni farolas ni comercios. Gino me cogió por la cintura y trató de besarme. Hubiera podido librarme por mis propios medios porque era fuerte y nadie puede besar a una mujer si ella no quiere. Pero no sé qué espíritu malicioso me sugirió llamar a Sonzogno que, al otro lado, al pie de la muralla, se había detenido y nos miraba inmóvil, con las manos en los bolsillos del impermeable. Creo que lo llamé porque habiendo hallado el medio de salir al paso de la mala acción de Gino volvía a aflorar en mi ánimo la coquetería y la curiosidad. Grité dos veces:

—Sonzogno, Sonzogno…

Él, inmediatamente, atravesó la calle y Gino, desconcertado, me dejó.

—Dígale que se vaya —dije con calma cuando Sonzogno se acercó a nosotros—. Ya no lo quiero y no me cree… Tal vez le crea a usted que es su amigo.

Sonzogno dijo:

—¿Has oído lo que dice la señorita?

—Pero yo… —empezó Gino.

Pensé que seguiría discutiendo un poco, y que, por último, acabaría resignándose y se alejaría. Pero, inesperadamente, vi que Sonzogno hacía un gesto que no entendí y Gino, después de mirarlo atónito un instante, sin decir una palabra, cayó redondo a tierra, rodando de la acera a la calzada. Quizá solamente vi a Gino caer y, por su caída, reconstruí el gesto de Sonzogno. Porque aquel gesto había sido tan rápido y tan silencioso que me parecía sufrir una alucinación. Moví la cabeza y volví a mirar. Sonzogno estaba ante mí, con las piernas separadas y se miraba el puño, aún cerrado. Gino, en el suelo, de espaldas a nosotros, iba reanimándose y, apoyando un codo en tierra, había levantado poco a poco la cabeza. Pero no parecía querer ponerse en pie. Diríase que estaba mirando fijamente a unos papeles blancos que resaltaban entre el fango de la calle. Sonzogno dijo:

—Vamos.

Un poco confusa me dirigí con él a mi casa.


Caminaba apretándome un brazo y en silencio. Era más bajo y yo sentía su mano alrededor de mi brazo semejante a una garra metálica. Al cabo de un rato le dije:

—Ha hecho usted mal en golpear así a Gino… Se hubiera ido sin necesidad de ese puñetazo.

—Así no la fastidiará más —contestó.

—Pero ¿cómo lo hace usted? —pregunté—. Ni siquiera he visto su mano, sólo he visto caer a Gino.

—Cosa de costumbre.

Hablaba como masticando las palabras antes de pronunciarlas o, mejor dicho, como probando su consistencia entre dientes, que mantenía siempre apretados y que yo me imaginaba encajados como los de los felinos. Experimenté un gran deseo de tocarle el brazo y de sentir bajo mis dedos todos sus músculos, duros y tensos. Me inspiraba más curiosidad que atracción y, sobre todo, miedo. Pero el miedo, hasta que se aclara el motivo, puede ser un sentimiento grato y, en cierto modo, excitante.

—Pero ¿qué tiene en el brazo? Todavía me cuesta creerlo.

—Y sin embargo, ya lo ha tocado antes —repuso con un tono de vanidad que me pareció siniestro.

—No del todo bien porque Gino estaba delante… Déjeme tocarlo otra vez.

Se detuvo y dobló el brazo, mirándome serio y, en cierto modo, ingenuo. Pero con una ingenuidad que no tenía nada de infantil. Tendí la mano y lentamente, desde el hombro, fui palpando sus músculos. Era para mí una extraña sensación sentirlos tan vivos y tan duros. Y dije con voz incolora:

—Realmente es usted muy fuerte.

—Sí, soy fuerte —confirmó con sombría convicción.

Y reanudamos nuestro camino.


Empezaba a arrepentirme de haberlo llamado. No me gustaba aquella seriedad y sus modales me daban miedo. En silencio llegamos a mi casa. Saqué la llave del bolso y dije:

—Gracias por haberme acompañado.

Y le tendí la mano.

Se acercó a mí.

—Voy a subir contigo —dijo.

Hubiera querido decirle que no. Pero su modo de mirar con fijeza, con increíble insistencia, a los ojos, me subyugó y me confundió.

—Si quieres… —dije.

Y sólo después de haber hablado, me di cuenta que lo tuteaba.

—No tengas miedo —murmuró interpretando a su manera mi desánimo—. Tengo dinero. Te daré el doble de lo que te dan los demás.

—¿A qué viene eso? —protesté—. No es por el dinero…

Pero le vi hacer un gesto extraño, como si una amenazadora sospecha le atravesara la mente. Entre tanto, yo había abierto la puerta.

—Es que me siento un poco cansada…

Él entró conmigo en el portalón.


Cuando estuvo en mi alcoba, se desnudó con unos gestos precisos de hombre ordenado. Llevaba una bufanda en el cuello y la enrolló con cuidado y la guardó en el bolsillo del impermeable. Puso la chaqueta en el respaldo de la silla y dobló los pantalones para que no se estropeara la raya. Dejó los zapatos debajo de la silla, con los calcetines dentro. Noté que iba vestido con prendas nuevas, de la cabeza a los pies, y no eran prendas finas, sino sólidas y de excelente calidad. Lo hacía todo en silencio, ni despacio ni apresuradamente, con una regularidad sistemática, sin preocuparse de mí que, entre tanto, me había desnudado y me había tendido en el lecho. Si me deseaba, desde luego no lo daba a conocer, a menos que aquel continuo «tic» de los músculos bajo la piel de la mandíbula no delatara una turbación, pero no podía ser así, puesto que lo tenía ya antes, cuando aún no pensaba en mí.

Ya he dicho que el orden y la limpieza me gustan mucho y me parecen cualidades correspondientes del alma. Pero el orden y la limpieza de Sonzogno aquella noche despertaron en mí sentimientos completamente diversos, entre el horror y el miedo. No pude por menos que pensar que de aquella manera se preparan en los hospitales los cirujanos cuando se disponen a efectuar una operación peligrosa. O peor aún, los matarifes, ante los mismos ojos del cordero que van a degollar. Me sentía, tendida así en el lecho, indefensa e impotente como un cuerpo exánime que va a sufrir algún experimento. Y su silencio y su despreocupación me hacían dudar acerca de lo que se proponía hacer conmigo cuando hubiera acabado de desnudarse. Así pues, cuando se acercó totalmente desnudo a la cabecera y me cogió de una manera extraña por los hombros con las dos manos como si quisiera mantenerme quieta, no pude evitar un estremecimiento de espanto. El lo notó y me preguntó entre dientes:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Tienes las manos heladas —contesté.

—No te gusto, ¿eh? —repuso manteniéndome aún por los hombros, erguido junto a la cabecera—. Prefieres a los hombres que te pagan, ¿verdad?

Y al hablar me miraba fijamente, con una mirada realmente insoportable.

—¿Por qué? —dije—. Eres un hombre como los demás y tú mismo has dicho que vas a pagar el doble.

—Yo sé lo que digo. Tú y las que son como tú no amáis más que a los ricos, a la gente fina… Yo, en cambio, soy uno como tú… Y vosotras, desvergonzadas, no queréis más que a los señores.

Reconocí en el tono de su voz la misma inflexible inclinación a buscar pelea que poco antes le había inducido a insultar a Gino con un ligero pretexto. Creí entonces que sentiría algún rencor especial por Gino. Pero ahora comprendía que su sombría e imprevisible susceptibilidad estaba siempre dispuesta a excitarse y que cuando aquella especie de furor lo dominaba, uno se equivocaba siempre de cualquier manera que actuase con él. Un poco resentida, le pregunté:

—¿Por qué me ofendes? Ya te he dicho que para mí todos los hombres sois iguales.

—Si fuera así, no pondrías esa cara… No te gusto, ¿eh? Conque no te gusto, ¿eh?

—Pero si acabo de decirte…

—No te gusto, ¿eh? Pues lo siento porque he de gustarte a la fuerza.

—Déjame en paz —exclamé con repentina irritación.

—Cuando te he servido para librarte de tu chulo, me querías… Después hubieras preferido alejarme, pero ya lo ves, aquí estoy… Conque no te gusto, ¿eh?

Yo ahora tenía realmente miedo. Sus palabras apresuradas, su voz tranquila y despiadada, la mirada fija de sus ojos que de azules parecían haberse puesto rojos, todo parecía guiarlo hacia no sé qué meta espantosa. Y me daba cuenta, ya demasiado tarde, de que detenerlo en aquel camino sería una empresa tan desesperada como detener una roca cuando se precipita por una ladera hacia el abismo. Me limité a mover con violencia los hombros. Él siguió:

—No te gusto, ¿eh? Pones cara de asco cuando te toco, pero ahora mismo te voy a cambiar la cara, simpática.

Alzó la mano para abofetearme. Yo esperaba un gesto así y procuré evitarlo protegiéndome con el brazo, pero Sonzogno consiguió golpearme con dureza ultrajante, primero en una mejilla y después en la otra. Era la primera vez en mi vida que me sucedía una cosa semejante y, a pesar del dolor de los golpes, durante un momento quedé más sorprendida que dolorida. Retiré mi brazo de la cara y le grité:

—¿Sabes lo que eres? ¡Un desgraciado, eso es lo que eres!

Pareció sorprendido por esta frase. Se sentó en el borde de la cama y cogiendo el colchón con ambas manos se balanceó un momento. Después, sin mirarme, dijo:

—Todos somos unos desgraciados.

—Realmente se necesita valor para pegar a una mujer —añadí.

De pronto no pude seguir y los ojos se me llenaron de lágrimas, no tanto por los golpes como por el agotamiento de toda aquella noche en la que habían ocurrido tantos acontecimientos desagradables. Recordé a Gino arrojado al barro y pensé que me había desentendido de él yéndome alegremente con Sonzogno, deseosa solamente de tocar aquellos músculos extraordinarios, y sentí piedad y remordimiento por Gino y disgusto por mí misma y comprendí que se me castigaba por mi insensibilidad y mi estupidez y que el castigo venía de la misma mano que había tirado al suelo a Gino. Me había complacido en la violencia y ahora esa misma violencia se volvía contra mí. Entre lágrimas, miré a Sonzogno. Estaba sentado al borde de la cama, completamente desnudo, blanco y sin vello, un poco encorvado de espaldas; los brazos le colgaban y no dejaban ver en modo alguno su fuerza. Experimenté un deseo repentino de anular la distancia que nos separaba y dije con esfuerzo:

—¿Pero se puede saber por lo menos por qué me has pegado?

—Estabas poniendo una cara…

La piel le saltaba en la mandíbula. Parecía estar reflexionando.

Comprendí que si quería acercarme a él tenía que decirle todo lo que pensaba, no ocultarle nada, y respondí:

—Creíste que no me gustabas… y te engañaste.

—Será así…

—Te engañaste… En realidad, no sé por qué me das miedo, y por eso puse esa cara que dices.

Al oír estas palabras se volvió bruscamente hacia mí, con una expresión de recelo, pero se calmó en seguida y preguntó, no sin cierta vanidad:

—¿Te daba miedo?

—Sí.

—¿Y ahora sigo dándote miedo?

—No. Ahora puedes matarme si quieres… Ya no me importa nada.

Y decía verdad; más aún, en aquel momento casi deseaba que me matara porque, de pronto, me sentía sin ganas de vivir. Pero él se irritó y dijo:

—¿Quién habla de matarte…? Y dime, ¿por qué te daba miedo?

—¡Qué se yo! Me dabas miedo… Hay cosas que no pueden explicarse.

—¿Te daba miedo Gino?

—¿Por qué tenía que dármelo?

—Y entonces, ¿por qué te lo doy yo?

Ahora había perdido su tono de vanidad y volvía a haber en su voz un oscuro furor.

—Bueno —dije para aplacarlo—, me dabas miedo porque se nota que tú eres un hombre capaz de cualquier cosa.

No dijo nada y permaneció meditabundo un instante. Después, volviéndose, preguntó con un tono amenazador:

—¿Quiere decir esto que debo vestirme y marcharme?

Lo miré y comprendí que estaba otra vez furioso y que cualquier negativa mía lo hubiera impulsado a una nueva y peor violencia. Había que aceptarlo. Pero recordé sus ojos claros y sentí cierta repugnancia al pensar que los tendría clavados en los míos. Dije blandamente:

—No… Si quieres, quédate… pero antes apaga la luz.

Se levantó, blanco, pequeño, pero muy bien proporcionado, excepto el cuello, un poco corto, y anduvo de puntillas hasta el interruptor, junto a la puerta. Pero inmediatamente comprendí que no había sido una buena idea hacerle apagar la luz. Porque, cuando la estancia quedó a oscuras, me asaltó de nuevo, inevitablemente, aquel miedo del que creía haberme liberado. Era verdaderamente como si en la habitación tuviera conmigo no un hombre, sino un leopardo u otro animal feroz que lo mismo podía estar acurrucado en un rincón que lanzarse sobre mí y destrozarme.

Quizá tardó más al volver a la cama buscando el camino a tientas entre las sillas y los otros muebles o quizás el miedo me hizo mucho más largo aquel tiempo. Me pareció una eternidad hasta que llegó al lecho y cuando sentí sus manos en mi cuerpo no pude evitar un fuerte estremecimiento. Esperaba que no lo hubiera notado, pero, como los animales, tenía un finísimo instinto y oí su voz, muy próxima, que me preguntaba:

—¿Todavía tienes miedo?

Seguramente mi ángel de la guarda debía de estar presente en aquella oscuridad. No sé qué matiz de su voz me hizo intuir que había levantado el brazo y que, según fuera mi respuesta, se disponía a golpearme. Comprendí que Sonzogno sabía el miedo que producía y que deseaba no causar miedo, sino ser amado como los demás hombres. Pero para lograrlo no encontraba otro medio que causar más miedo. Alcé una mano y fingiendo acariciarle el cuello y el hombro derecho reconocí que, como me había imaginado, tenía el brazo levantado, dispuesto a golpearme. Intentando dar a mi voz su habitual entonación suave y tranquila, dije:

—No… esta vez es realmente el frío. Podemos meternos debajo de las mantas.

—Así va bien —dijo.

Y este «va bien» en el que aún quedaba un eco de amenaza, confirmó mis temores si es que necesitaba confirmarlos. Entonces, mientras bajo las mantas me abrazaba y estrechaba y en torno a nosotros todo era sombra, pasé un momento de angustia aguda, uno de los peores de mi vida. El miedo me dejaba rígidos los miembros, que muy a pesar mío parecían retirarse y temblar al contacto con su cuerpo singularmente liso, huidizo y serpeante, pero al mismo tiempo me decía a mí misma que era absurdo que yo experimentara miedo de él en tal momento, y con toda la fuerza de mi alma trataba de dominar el espanto y de abandonarme a él, sin temor, como a un amante querido. Sentía el miedo, no tanto en mis miembros, que todavía me obedecían, aunque llenos de repugnancia, como en lo profundo de mi regazo, que parecía cerrarse y rechazar con horror el acto amoroso.

Por último, me tomó y experimenté un placer que el espanto hacía negro y atroz, y no pude por menos que proferir un grito agudo, largo, como un lamento en aquella oscuridad, como si el abrazo final no hubiera sido el del amor sino el de la muerte y aquel grito hubiera sido el de mi vida que se me iba sin dejar tras de sí más que un cuerpo inánime y destrozado.


Después permanecimos en la oscuridad sin hablar. Yo estaba extenuada y me dormí casi inmediatamente. Inmediatamente sentí una sensación de peso sobre el pecho, como si Sonzogno se hubiera acurrucado sobre él, recogido en sí mismo, tal como estaba, desnudo, con las rodillas entre los brazos y el rostro sobre las rodillas. Se había sentado sobre mi pecho, con las nalgas desnudas y duras apretadas contra mi cuello y los pies sobre el estómago. A medida que me dormía, el peso de él iba en aumento y aun dormida procuraba moverme a un lado y a otro, como intentando liberarme de él, o por lo menos hacer que se moviera. Por último creí que me ahogaba y quise gritar. Mi voz quedó en el pecho sin poder salir durante un tiempo que me pareció una eternidad. Por fin conseguí emitirla y con un fuerte lamento me desperté.

La lámpara de la mesita estaba encendida y Sonzogno, con la cabeza apoyada en el codo, me miraba.

—¿He dormido mucho? —pregunté.

—Una media hora —dijo entre dientes.

Le dirigí una mirada breve en la que debía de reflejarse aún el terror de la pesadilla porque me preguntó, con un curioso acento, como para iniciar una conversación:

—¿Y ahora sigues teniendo miedo?

—No lo sé.

—Si supieras quién soy —dijo—, tendrías aún más miedo que antes.


Después de haber hecho el amor todos los hombres se sienten inclinados a hablar de sí mismos y a hacer confidencias. Sonzogno no parecía ser una excepción de la regla. El tono de su voz, contra lo que era habitual en él, era casual, lánguido, casi afectuoso, con una punta de vanidad y complacencia. Pero me asusté de nuevo, terriblemente, al oír sus palabras, y el corazón empezó a saltarme en el pecho con tanta fuerza como si quisiera destrozarlo.

—¿Por qué lo dices? —pregunté—. ¿Quién eres?

Me miró, no tanto vacilando como saboreando el visible efecto de sus palabras.

—Yo soy el de la calle Palestro —dijo por fin lentamente—. Ya sabes quién soy.

El pensaba que no tenía necesidad de explicar lo que había ocurrido en la calle Palestro, y esta vez su vanidad no se equivocaba. En una casa de aquella calle había sido cometido, precisamente aquellos días, un horrible delito del que habían hablado todos los periódicos y que había sido comentado por la gente sencilla que se apasiona por este género de cosas. Más aún, mi madre, que se pasaba las horas muertas llevando la cuenta de los sucesos, había sido la primera en contarme lo ocurrido. Un joven platero había sido asesinado en su propia casa, en la que vivía solo. Al parecer, el arma de la que se había servido Sonzogno, puesto que ahora sabía quién era el asesino, había sido un pesado pisapapeles de bronce. La Policía no había encontrado ningún indicio útil. Al parecer, el platero recibía también objetos robados y se suponía, justamente, como se verá, que había sido asesinado durante alguna transacción ilícita.


He notado a menudo que cuando una noticia nos llena de estupor o de horror, nuestra cabeza se vacía y nuestra atención se fija en un objeto cualquiera, el primero que se pone ante sus ojos, de un modo particular, como si quisiera atravesar su superficie y alcanzar no sé qué secreto que se oculta en él. Así me ocurrió aquella noche cuando Sonzogno hizo su declaración. Tenía los ojos muy abiertos y mi mente se había vaciado de golpe, como un recipiente con un líquido o con polvo fino, que de pronto es agujereado; sólo que, aun estando vacía, me daba cuenta de que mi mente estaba dispuesta a contener otra materia y esta sensación era dolorosa porque hubiera querido llenar el vacío y no lo conseguía. Entre tanto, yo fijaba mi mirada en el pulso de Sonzogno que, echado junto a mí, apoyaba el codo en la cama. Tenía un brazo blanco, liso, redondo y sin vello, sin ninguna señal de aquellos músculos suyos extraordinarios. También la muñeca era redonda y blanca, y en la muñeca, única cosa que Sonzogno conservaba en su desnudez total, había una correa de cuero, semejante a la de un reloj, pero sin el reloj.

El color negro y brillante de la correa parecía dar un significado, no sólo al brazo, sino a todo el cuerpo blanco y desnudo, y yo me distraía con aquel significado, aunque sin lograr explicármelo. Era un significado de color sombrío que sugería el eslabón de una cadena de prisionero. Pero también había algo de gracioso y de cruel en aquella simple correa negra, como de un adorno que confirmara el carácter repentino y felino de la ferocidad de Sonzogno. Esta distracción duró un instante. Después, de repente, mi mente se llenó de un enjambre de pensamientos tumultuosos que se agitaban en ella como pájaros en una jaula estrecha. Recordé que había tenido miedo de Sonzogno desde el primer instante, pensé que había hecho el amor con él y comprendí que en aquella oscuridad, al ceder a su abrazo, había sabido lo que él me ocultaba, con mi cuerpo horrorizado antes que con mi mente ignorante, y por esto había gritado de aquella manera.

Por último le dije lo primero que se me ocurrió:

—¿Por qué lo hiciste?

Contestó, casi sin mover los labios:

—Tenía un objeto de valor que vender. Sabía que aquel comerciante era un bandido, pero era el único que yo conocía. Me propuso un precio ridículo, y yo, que lo odiaba ya porque me había estafado otra vez, le dije que me llevaba el objeto y añadí que era un estafador… Y él me contestó algo que me hizo perder la paciencia…

—¿Qué? —pregunté.

Ahora me daba cuenta, asombrada, de que a medida que Sonzogno me contaba lo ocurrido, mi terror disminuía por primera vez y que, a pesar mío, mi ánimo iba calentándose con un sentimiento de participación. Y al preguntarle qué le había dicho el platero, me di cuenta de que esperaba que hubiera sido algo atroz, capaz de excusar, si no de justificar, el delito. Y Sonzogno dijo brevemente:

—Dijo que si no me largaba iba a denunciarme… Bien, yo pensé que era demasiado… y cuando se volvió… No terminó y se quedó mirándome.

Le pregunté cómo era aquel hombre y en el acto me pareció que aquella curiosidad no tenía ningún motivo.

—Calvo, bastante bajo —contestó—, con una cara astuta, como de liebre…

Pero dijo estas cosas con una entonación de tranquila antipatía que me hizo ver y odiar al encubridor de cara leporina mientras sopesaba con desconfianza y falsedad el objeto que le ofrecía Sonzogno. Ahora ya no tenía miedo. Era como si Sonzogno hubiera conseguido comunicarme su rencor contra su víctima, y ya no estaba ni siquiera segura de condenarlo. En realidad, me parecía comprender tan bien lo ocurrido que estaba segura de haber sido capaz de cometer yo misma aquel delito. ¡Cómo comprendía la frase: «Me contestó algo que me hizo perder la paciencia»! Había perdido ya la paciencia una vez con Gino y otra conmigo, y sólo la casualidad había hecho que ni Gino ni yo fuéramos asesinados. Lo entendía tan bien, me hallaba hasta tal punto dentro de él, que ya no sólo no sentía miedo, sino que experimentaba hacia él una especie de horrorizada simpatía, la simpatía que no había sabido inspirarme mientras ignoraba el delito y él no era más que uno de tantos amantes.

—¿Y no estás arrepentido? —pregunté—. ¿No sientes remordimiento?

—Ya no tiene remedio —dijo.

Lo miré intensamente y me sorprendí aprobando con la cabeza, bien a pesar mío, su respuesta. Recordé en aquel momento que también Gino era una carroña, como decía Sonzogno, y, sin embargo, era igualmente un hombre que me había amado y a quien yo había amado; pensé que del mismo modo hubiera podido aprobar, el día de mañana, el asesinato de Gino; pensé que el platero muerto no era ni mejor ni peor que Gino, con la única diferencia de que no lo conocía y que me parecía justo que hubiera sido asesinado, sólo porque había oído decir con un cierto tono de voz que tenía una cara de liebre, y todos estos pensamientos suscitaron en mí remordimiento y horror. Pero no por Sonzogno, que era así y a quien había que comprender antes de juzgarlo, sino por mí misma, que no era como Sonzogno y a pesar de ello me dejaba conquistar por el contagio del odio y de la sangre. Me invadió una especie de agitación y de un salto me senté en la cama.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste? ¿Y por qué me lo has contado?

—Tenías tanto miedo —respondió con simplicidad— y no sabías nada… Me parecía extraño y te lo he dicho… Y como si le divirtiera su propia reflexión, añadió:

—Por fortuna, los demás no son como tú… De lo contrario, ya me habrían descubierto.

—Es mejor que te vayas —le dije—. Vete.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó.

Reconocí el tono de voz de cuando se ponía furioso. Pero creí descubrir también no sé qué dolor de saberse solo, condenado incluso por mí, que unos momentos antes me había entregado a él. Y añadí apresuradamente:

—No creas que te tengo miedo… No tengo miedo, pero he de acostumbrarme a la idea, he de pensar… Después puedes volver y seré distinta.

Sonzogno dijo:

—¿Qué es lo que has de pensar? No estarás maquinando denunciarme, ¿eh?

Al oír sus palabras, experimenté otra vez la sensación que me había producido la actitud de Gino cuando me contaba su traición a costa de la camarera, la sensación de estar hablando con una persona que viviera en un mundo diferente del mío. Hice un gran esfuerzo y repliqué:

—Ya te he dicho que puedes volver… ¿Sabes lo que te hubiera dicho otra mujer? «No quiero saber más de ti, no quiero volver a verte.» Eso es lo que te hubiera dicho.

—Pero el hecho es que quieres que me vaya.

—Creí que querías irte, y un minuto más o menos… pero si quieres quedarte, quédate. ¿Quieres dormir aquí? Si quieres, puedes dormir conmigo y marcharte mañana… ¿Quieres?

A decir verdad, le proponía todo esto con voz apagada, triste y confusa, y debía de haber en mis ojos una expresión de extravío. Pero aun así le hacía proposiciones y me sentía contenta al hacérselas. Me dirigió una mirada en la que creí entrever una lucecita de gratitud, aunque es posible que me engañara. Después movió la cabeza:

—He hablado por hablar… Realmente, debo irme. Se levantó y fue hacia la silla donde había colocado su ropa.

—Como quieras —dije—, pero si quieres quedarte, quédate… Y si uno de estos días necesitas dormir aquí, ven.

Sonzogno, sin decir nada, iba vistiéndose. Me levanté también y me eché por encima una bata.

Al moverme experimentaba una sensación de locura, como si la habitación estuviera llena de voces que me susurraban al oído palabras intensas y locas. Tal vez fue esta sensación la que me llevó a hacer un gesto cuyo objeto no entendí bien entonces. Mientras daba vueltas por la habitación, lenta en mis gestos, pero con la sensación de frenesí, vi que se inclinaba para atarse los zapatos. Me arrodillé ante él, diciendo:

—Déjame que te lo haga yo.

Él pareció asombrado, pero no protestó. Cogí su pie derecho y apoyándomelo en el regazo, hice un nudo doble en el zapato. Después hice lo mismo con el pie izquierdo. No me dio las gracias ni dijo nada; probablemente ninguno de los dos comprendíamos por qué había hecho yo aquello. Se puso la chaqueta, sacó del bolsillo el billetero e hizo acción de darme dinero.

—No, no —dije con un temblor involuntario en la voz—. No me des nada… No importa.

—¿Por qué? ¿No es bueno mi dinero como el de los demás? —preguntó con voz ya alterada por la ira.

Me pareció extraño que no entendiera mi repugnancia por aquel dinero, sustraído quizá del bolsillo todavía caliente del muerto. O tal vez lo entendía, pero deseaba comprometerme en una especie de complicidad y al mismo tiempo conocer mis verdaderos sentimientos para con él. Objeté:

—No… No pensaba en el dinero cuando te llamé… Déjalo. Pareció aplacarse.

—Bien, pero por lo menos aceptarás un recuerdo. Se sacó del bolsillo un objeto y lo puso sobre el mármol de la cómoda.

Lo miré sin cogerlo y reconocí la polvera de oro que unos meses antes yo misma había robado en la casa de la dueña de Gino.

—¿Qué es? —murmuré.

—Me lo dio Gino… Es el objeto que yo tenía que vender y que aquel maldito quería quedarse por nada… Pero creo que tiene un cierto valor, pues es de oro.

Me serené y dije:

—Gracias.

—De nada —contestó.

Puesto el impermeable, se ceñía el cinturón.

—Entonces, hasta la vista —dijo desde la puerta.


Al cabo de un rato oí que la puerta de la casa se cerraba de golpe.

Una vez sola, me dirigí a la cómoda y cogí la polvera. Me sentía confusa y al mismo tiempo sombríamente maravillada. La polvera brillaba en mi mano y el rubí engarzado en el cierre pareció de pronto ensancharse, redondo y rojo; se ensanchaba cada vez más en mi mano hasta cubrir todo el oro. De pronto tuve la mano cubierta por una mancha como de sangre, que me pesaba con todo el peso de la polvera. Moví la cabeza y la mancha rojiza desapareció y volví a ver la polvera de oro con el rubí en el cierre. La dejé sobre la cómoda, me eché en la cama, con el cuerpo envuelto en la bata, apagué la luz y me puse a reflexionar.

Pensé que si alguien me hubiera contado la historia de la polvera, me hubiese divertido como si se tratara de un caso extraordinario y casi inverosímil. Era una de esas historias fantásticas que hacen exclamar: «¡Qué casualidad»,y de ellas, las mujeres como mi madre acababan deduciendo los números para la lotería: éste para el muerto, éste para el oro, éste para el ladrón. Pero esta vez la cosa me había sucedido a mí, y con sorpresa me daba cuenta de la diferencia que existe entre estar dentro y no fuera de ciertas cosas. En realidad me había sucedido como a quien, después de haber enterrado una semilla y habiéndola olvidado luego, la encuentra al cabo de algún tiempo convertida en una planta crecida y lozana, cargada de hojas y con todos los retoños a punto de estallar. ¡Pero había que ver qué semilla, qué ramas y qué retoños eran aquéllos! Mentalmente retrocedía en el tiempo, dé una cosa a otra, sin hallar el principio. Me había entregado a Gino porque esperaba que se casara conmigo, pero él me engañó y yo por despecho robé la polvera. Después le había revelado el hurto, él se asustó, y, para evitar que lo expulsaran, le devolví el objeto robado para que lo restituyera a su dueña. Pero Gino no lo devolvió, se quedó con él y en cambio hizo que fuera a la cárcel la camarera, que era inocente y a la que golpeaban en prisión. Entre tanto, Gino había dado la polvera a Sonzogno para que la vendiese, y Sonzogno había ido a Ver al platero para venderla y el platero había ofendido a Sonzogno, y éste, furioso, lo había matado. El platero había muerto y Sonzogno se había convertido en un asesino. Yo comprendía que la culpa no procedía de mí, pues de otro modo, habría deducido que el deseo de casarme y tener una familia era la causa primera de tantas desventuras, pero tampoco lograba liberarme de un sentimiento de remordimiento y de consternación. Por último, a fuerza de pensar, se me ocurrió que, en resumidas cuentas, la culpa era de aquellas piernas, de aquel pecho, de aquellas caderas, de aquella belleza de la que mi madre estaba tan orgullosa y que en sí misma no tenía nada de culpable como todas las cosas que proceden de la naturaleza.

Pero pensé todo esto por irritación y por desesperación, como se piensa una cosa absurda para resolver otras que son cien veces más absurdas. En el fondo sabía que nadie era culpable y que todo había sido como tenía que ser, aunque todo ello fuese insoportable, y que si realmente era necesario que hubiese culpa e inocencia, todos eran inocentes y culpables al mismo tiempo. Entre tanto la oscuridad entraba en mí lentamente como el agua de una inundación sube desde la planta baja a los pisos superiores de una casa.

Mi facultad de juicio fue la primera en quedar anegada. En cambio, mi imaginación estuvo hasta el final dando vueltas, fascinada, al delito de Sonzogno. Pero apartado de toda reprobación y de todo horror, como un acto incomprensible y por esto extrañamente agradable a su manera. Me parecía ver a Sonzogno vagando por la calle Palestra, con las manos en los bolsillos del impermeable, entrar en la casa, esperar de pie en la salita del platero. Me parecía ver a éste entrar y estrechar la mano de Sonzogno. Estaba detrás de su escritorio y Sonzogno le tendía la polvera. El otro la examinaba y sacudía falsamente la cabeza en señal de menosprecio. Después levantaba su cara de liebre y decía una cifra irrisoria. Sonzogno lo miraba fijamente, con los ojos llenos ya de furor y le arrancaba el objeto de la mano con violencia. Después lo acusaba de querer estafarlo. El platero le amenazaba con denunciarlo y le decía que se marchara. Además, como quien no quiere discutir más, se volvía de espaldas o se inclinaba. Sonzogno cogía entonces el pisapapeles de bronce y le golpeaba la cabeza una primera vez. El otro intentaba escapar y entonces Sonzogno lo golpeó otras veces hasta que estuvo seguro de haberlo matado. Después Sonzogno lo arrastraba por el suelo, abría los cajones, se apoderaba del dinero y huía. Pero antes de salir, como yo había leído en los periódicos, en un nuevo arrebato de furor, golpeaba la cara del muerto tendido en el suelo con el tacón del zapato.

Arrebatada, me detenía mentalmente en todos los detalles del delito. Seguía a Sonzogno casi acariciando sus gestos; yo misma era su mano que llevaba la polvera, que cogía el pisapapeles, que golpeaba al platero; era su pie airado que en el último instante destrozaba el rostro del cadáver. Como ya he dicho, en estas imaginaciones no había horror y reprobación, pero tampoco había aprobación. A lo sumo experimentaba el mismo sentimiento de singular delicia que sienten los niños al oír las fábulas que les cuenta su madre: están calientes, recogidos alrededor de la madre y su fantasía sigue arrebatada las aventuras de los héroes fabulosos. Sólo que mi fábula de ahora era sombría y sangrienta, que el héroe era Sonzogno y que mi encanto iba mezclado con una tristeza impotente y atónita.

Como para comprender del todo el significado secreto de la fábula, empezaba de nuevo, recorría una vez más las fases del delito, saboreaba nuevamente el oscuro placer y me encontraba otra vez frente al misterio. Mientras volvía a estos pensamientos, como quien saltando de una a otra orilla del precipicio no mide bien el salto y se hunde en el vacío, me adormecí.


Tal vez dormí un par de horas y volví a despertarme. O acaso empecé a despertarme con el cuerpo, mientras la mente, presa de una especie de estupor, dormía aún. Comencé a despertarme con las manos que, como las de un ciego, tendía en las tinieblas sin conseguir reconocer el sitio en que me encontraba. Me había dormido echada en mi cama, pero ahora estaba de pie, en un lugar muy estrecho entre unas lisas y herméticas paredes verticales. Inmediatamente se me ocurrió la idea de una celda en la prisión, y, al mismo tiempo, el recuerdo de la camarera a la que Gino había hecho encarcelar. Yo era la camarera y sentía en mi ánimo el dolor por la injusticia que estaba sufriendo. De este dolor procedía la sensación física de no ser yo misma, sino la camarera, y sentía que este dolor me transformaba, me encerraba en su cuerpo, me imponía su rostro, me forzaba a hacer sus gestos. Me llevaba las manos a la cara y lloraba y pensaba que estaba cerrada injustamente en una celda de la cárcel y que no podía salir de ella de ningún modo. Pero al mismo tiempo sentía que seguía siendo aquella Adriana con la que no se había cometido ninguna injusticia, que no había sido encarcelada, y comprendía que me hubiera bastado un solo gesto para liberarme de la pesadilla y no ser ya la camarera. Pero no conseguía adivinar cuál debiera ser aquel gesto, aunque sufría indeciblemente por el deseo de salir de aquella cárcel mía de piedad y de angustia.

Después, inesperadamente, rodeado de aquella luz hecha de espasmos y de tinieblas que suele deslumbrar un ojo cuando se le golpea con violencia, el nombre de Astarita brilló en mi mente. «Iré a Astarita y la haré poner en libertad» —pensé. Tendí nuevamente las manos y en seguida descubrí que las paredes de la celda estaban separadas por una estrecha hendidura vertical por la que podía salir. Di unos pasos en la oscuridad, hallé bajo los dedos el interruptor de la luz y le di la vuelta con una prisa histérica. La habitación se iluminó. Me hallaba junto a la puerta, jadeante y desnuda, con el rostro y el cuerpo bañados en un abundante sudor frío. La celda en la que creía estar encerrada no era más que el espacio comprendido entre el armario, el rincón de la alcoba y la cómoda, espacio estrecho casi completamente cerrado por las paredes y los dos muebles. En sueños me había levantado y había ido a encerrarme allí.

Apagué otra vez la luz y midiendo los pasos volví a la cama. Antes de dormirme otra vez pensé que no podía resucitar al platero, pero podía salvar a la camarera, o por lo menos intentarlo, y esto era lo único importante. Y debía hacerlo con más empeño, puesto que acababa de descubrir que no era yo tan buena como siempre había creído. O por lo menos de una bondad que no excluía el gusto por la sangre, la admiración por la violencia y la complacencia por el delito.

CAPÍTULO IV

La mañana siguiente me vestí con cuidado, puse la polvera en mi bolso y salí para telefonear a Astarita. Me sentía muy alegre, lo cual podía parecer extraño, y la angustia que Sonzogno me había inspirado la noche anterior en su revelación había desaparecido del todo. Después he observado muchas veces en mi vida que la vanidad es la peor enemiga de la caridad y de la reprobación moral. Más que horror y miedo, experimentaba un sentimiento de vanidad ante el pensamiento de ser la única en toda la ciudad que sabía cómo había ocurrido el delito y quién había sido su autor. «Yo sé quién ha matado al platero» —me decía, y me parecía mirar a los hombres y las cosas con ojos diferentes de los del día anterior.

Estaba segura de que algo había cambiado incluso en mi aspecto y casi temía que el secreto de Sonzogno pudiera leerse claramente en la expresión de mi cara. Al mismo tiempo sentía un deseo suave, agradable, irresistible, de contar a alguien todo lo que sabía. Como un agua demasiado abundante en un pequeño recipiente, el secreto desbordaba mi ánimo y me sentía tentada a derramarlo en el de otro.

Supongo que éste debe ser el principal motivo por el que tantos criminales confían a sus amantes y a sus esposas las fechorías que han cometido y éstas a su vez las cuentan a algún amigo íntimo y éste a otro hasta que la noticia llega a oídos de la Policía provocando la pérdida de todos. Pero creo también que, al confiar sus delitos, los delincuentes tratan de descargarse en parte de un peso que se les hace insoportable haciendo que otras personas lo compartan con ellos. Como si la culpa fuera una suma susceptible de ser repartida y distribuida entre muchas espaldas, hasta el punto de hacerla leve y sin importancia. Y como si no fuera, como en realidad lo es, un fardo inalienable cuyo peso no disminuye por mucho que se imponga a otras personas, sino que, por el contrario, se multiplica por cuantos son los que aceptan cargar con él.

Mientras caminaba por las calles en busca de un teléfono público, compré un par de periódicos y busqué entre los sucesos noticias sobre el delito de la calle Palestro. Pero habían pasado ya varios días desde aquello y sólo di con unas pocas líneas bajo el título: «Ninguna luz sobre el asesinato del platero». Me di cuenta de que, a menos de cometer algún error por su parte, Sonzogno podía estar seguro de que no lo descubrirían. El mismo carácter ilícito de los negocios a que se dedicaba la víctima hacía muy difíciles las indagaciones de la Policía. El platero, como habían contado los periódicos, se relacionaba, a menudo en secreto y por motivos inconfesables, con personas de todas clases y condiciones. El asesino podía ser incluso alguien a quien no hubiera visto nunca y que lo había matado sin premeditación. Esta hipótesis estaba muy próxima a la verdad. Pero precisamente porque era perfectamente justa, dejaba comprender que la Policía había renunciado ya a descubrir al culpable.


Encontré un teléfono público en un restaurante y marqué el teléfono de Astarita. Hacía por lo menos seis semanas que no lo llamaba y debí cogerlo por sorpresa porque, al principio, no reconoció mi voz y me habló con aquel tono perentorio y rápido que usaba en su despacho. Por un momento llegué incluso a tener la impresión de que no quería saber nada de mí, y me dio un salto el corazón pensando en la camarera encarcelada y en la fatalidad que quería que Astarita dejara de amarme precisamente cuando su intervención se hacía necesaria para salvar a aquella pobrecita. Con todo, ese desánimo me produjo placer porque, devolviéndome la sensación perdida de mi propia bondad, me hizo comprender que la liberación de la mujer era un verdadero empeño por mi parte y que en resumidas cuentas, a pesar de mis relaciones con Sonzogno, seguía siendo la Adriana dulce y compasiva de siempre. Asustada, le dije a Astarita mi nombre y oí con alivio cómo su voz cambiaba de tono repentinamente, tropezando en las palabras, turbada y solícita. Confieso que casi sentí un impulso de afecto por aquel hombre porque semejante amor, siempre lisonjero para una mujer en aquel momento me tranquilizaba y me llenaba de gratitud. Decidí con voz acariciante la cita, prometió acudir y salí del restaurante.


Durante toda aquella noche pasada por mí en una continua pesadilla había llovido a cántaros. Varías veces, entre sueños, había oído el crepitar de los aguaceros mezclado con los silbidos del viento que formaba como un muro de mal tiempo alrededor de la casa aumentando la soledad y la intimidad de las tinieblas en las que me debatía. Pero al amanecer la lluvia había cesado y el viento, con sus últimas ráfagas, había reunido fuerzas suficientes para barrer las nubes dejando un cielo limpio y un ambiente recién lavado e inmóvil.

Después de haber llamado por teléfono a Astarita, empecé a caminar por un paseo de plátanos, bajo el primer sol de la mañana. Del mal sueño, tantas veces interrumpido, no me quedaba más que un leve aturdimiento y el aire fresco me lo borró muy pronto. Sentía una intensa complacencia por aquel hermoso día y todas las cosas en las que posaba mi mirada me parecían cubiertas por una calidad atractiva que encantaba la vista y me producía un gran deleite. Me gustaban las orlas de humedad en los bordes de las lajas de piedra, ya secas; me gustaban los troncos de los plátanos con sus cortezas de escamas blancas, verdes y amarillas, que a lo lejos parecían de oro; me gustaban las fachadas de las casas que conservaban en grandes manchas húmedas las huellas del lavado nocturno; me gustaban los viandantes de la mañana, hombres que iban apresurados al trabajo, criadas con sus cestas al brazo, niños y niñas con sus libros y cartapacios, llevados de la mano por sus padres o por los hermanos mayores. Me detuve a dar una limosna a un viejo mendigo y, mientras buscaba el dinero en el bolso, me di cuenta de que contemplaba con afecto su capote militar y me enamoraba de los remiendos que ostentaba.

Eran unos remiendos grises, marrones, amarillos y de un verde menos pálido y comprendí que me gustaba detenerme en cada color y ver lo bien cosidos que estaban con gruesas puntadas visibles de hilo negro y me sorprendí pensando en el trabajo que aquel hombre habría hecho una de aquellas mañanas cortando con unas tijeras las partes lisas, sacando el remiendo de algún viejo harapo y ajustándolo en el brazo y cosiéndolo con todo cuidado. Los remiendos me gustaban como gusta al hambriento la vista del pan recién salido del horno y mientras me alejaba no pude por menos de volverme a mirar al mendigo. Y entonces, de pronto, pensé que sería bello tener una vida semejante a aquella mañana, tan límpida, tan diáfana, tan agradable. Una vida que hubiera sido lavada de todos sus aspectos opacos y en la que se pudieran mirar con amor todas las cosas, aun las más humildes.

Con este pensamiento volvió a mí el deseo, hacía tanto tiempo mudo y adormecido, de una vida normal, con un hombre solo, en una casa nueva, ordenada, clara y limpia. Me di cuenta de que mi oficio no me gustaba, por más que, por una especie de singular contradicción, la naturaleza me inclinara a él. Pensé que no era un oficio limpio; que siempre había a mi alrededor, sobre mi cuerpo, en mis dedos, en mi cama, como una sensación de sudor, de semen viril, de calor impuro, de viscosidad pegajosa que, por mucho que me lavara y pusiera en orden mi habitación, parecía subsistir en todo. Pensé también que aquello de desnudarme y volver a vestirme casi todos los días ante los ojos de hombres siempre distintos me impedía mirar mi propio cuerpo con aquella sensación de complacencia y de intimidad que me hubiera gustado y que recordaba haber experimentado, siendo jovencita, al mirarme en el espejo o mientras me bañaba. Es hermoso poder mirar el propio cuerpo como una cosa nueva y desconocida que crece, se robustece y se embellece por sí sola, pero yo, para dar siempre esta sensación de novedad a mis amantes, me la había quitado a mí misma para siempre.

A la luz de estas reflexiones, el delito de Sonzogno, la maldad de Gino, la desventura de la camarera y las demás intrigas en que me debatía, se me mostraban como otras tantas consecuencias de la irregularidad de mi vida. Pero eran consecuencias sin especial significado, que no producían ningún sentimiento de culpa y que podrían ser removidas con sólo que lograra satisfacer mis viejas aspiraciones a una vida normal.

Sentí un gran deseo de encontrarme en regla en todo sentido. En regla con la moral que no me permitía un oficio como el mío; en regla con la naturaleza que quería que a mi edad una mujer tuviera hijos; en regla con el gusto de vivir entre objetos hermosos, con vestidos nuevos y agradables, en casas luminosas, limpias y cómodas. Sólo que una cosa excluía a la otra y si deseaba estar en regla con la moral no podría estarlo con la naturaleza y el gusto contradecía al mismo tiempo la moral y la naturaleza.

Con este pensamiento experimenté el despecho de siempre, antiguo como mi misma vida, de saberme siempre en deuda con la necesidad e impotente para satisfacerla si no era con el sacrificio de mis mejores aspiraciones. Una vez más me pasaba por alto el hecho de no aceptar del todo mi suerte y esto me devolvió cierta confianza porque pensé que en cuanto se presentara ocasión de cambiar de vida no me dejaría coger de improviso y la aprovecharía con decisión y plena conciencia.


Me había citado con Astarita a mediodía, cuando él saliera de la oficina. Faltaban todavía algunas horas y como no sabía qué hacer, decidí ir a casa de Gisella. Hacía algún tiempo que no la veía y sospechaba que alguien había ocupado en su vida el sitio que antaño tuviera Ricardo, un puesto entre novio y amante. Igual que yo, Gisella esperaba ponerse en regla algún día y supongo que ésa es una esperanza común a todas las mujeres de mi clase. La diferencia estaba en que yo me sentía inclinada a poner en orden mis cosas por una especie de impulso ingénito mientras que para Gisella, que daba especial importancia a la consideración mundana, se trataba sobre todo de un asunto de decoro social. Le daba vergüenza que los otros pensaran que era lo que realmente era, y ahí estaba todo; y eso aun cuando su vocación a esta clase de vida era mucho más profunda que la mía. En cambio, yo no me avergonzaba; a lo sumo, en determinados momentos, me asaltaba una sensación de servidumbre y de pérdida de la propia naturaleza.

Llegué a casa de Gisella y me dispuse a subir escaleras arriba cuando la voz de la portera me detuvo:

—¿Va a ver a la señorita Gisella? Ya no vive aquí.

—¿Y dónde ha ido?

—Calle Casablanca, número siete.

La calle Casablanca era una calle nueva, en un barrio nuevo. La portera siguió:

—Un día vino un señor rubio, con un coche, recogieron todas sus cosas y se fueron.

Inmediatamente me di cuenta de que yo había acudido allí para oír aquello, que se había ido con alguien. No sé por qué, me invadió repentinamente una sensación de cansancio, las piernas se me doblaron y tuve que cogerme a la puerta del portal para no caer. Pero me rehice y después de haberlo pensado un poco decidí ir a ver a Gisella en su nuevo piso. Llamé un taxi y dije al conductor que me llevara a la calle Casablanca.

A medida que el taxi corría nos alejábamos del centro y de sus viejas casas alineadas en calles estrechas, hacinadas una sobre otra. Las calles se ensanchaban, se bifurcaban, confluían en plazas y se hacían cada vez más amplias. Las casas eran nuevas y entre las casas se veía de vez en cuando algún jirón verde del campo. Me daba cuenta de que aquel viaje tenía un significado oculto, bastante penoso, y esto me ponía triste. Recordé de pronto los esfuerzos que había hecho Gisella para arrancarme la inocencia y convertirme en una mujer de la calle, y aun sin quererlo, con la misma naturalidad con que una herida sangra, empecé a llorar desconsoladamente.

Cuando bajé del taxi, al término de la carrera, tenía los ojos brillantes y las mejillas bañadas en llanto.

—No hay que llorar, señorita —me dijo el conductor.

Y yo me limité a mover la cabeza y me dirigí rápidamente al portal de la casa de Gisella.


Era un edificio blanco de estilo moderno y de construcción recentísima, como atestiguaban unos toneles, unas vigas y unas palas acumuladas en el jardín pequeño y seco, y las salpicaduras de cal que manchaban la verja. Entré en un portal blanco y completamente desnudo; también era blanca la escalera, con unas ventanas de vidrios lechosos que filtraban una luz tranquila. El portero, un joven pelirrojo con un mono de obrero, muy distinto de los porteros de siempre, viejos y sucios, me hizo entrar en el ascensor, oprimí el botón y comencé a elevarme. Den­tro del ascensor había un grato olor a madera nueva encerada. Hasta el rumor del mecanismo parecía indicar algo nuevo, como de un motor recién estrenado. Nos acercábamos al último piso y a medida que subía aumentaba la luz, como si en aquella casa no hubiera tejado y subiéramos hacia el cielo. Después se detuvo, salí y me encontré en medio de una gran claridad, en un descansillo de una blancura deslumbradora, ante una hermosa puerta de madera clara con unas manijas de latón brillante. Llamé y acudió a abrirme una criadita morena y delgada, de rostro agradable, con la cofia de encaje y un delantal bordado.

—¿La señora De Santis? —dije—. Dígale que está Adriana. Se fue por el corredor hasta una puerta de cristales esmerilados parecidos a los de las ventanas de la escalera. También el corredor era blanco y desnudo como el resto de la casa. Pensé que el piso debía de ser pequeño, no más de cuatro habitaciones. Estaba caliente y la tibieza de la calefacción reavivaba el olor penetrante de la cal fresca y de los barnices nuevos. Después se abrió la puerta al fondo del pasillo y la criadita reapareció diciéndome que podía pasar.

Al entrar no vi nada, porque a través de una amplia vidriera que parecía ocupar toda la pared frente a la puerta el sol invernal entraba de lleno, deslumbrante. Era el último piso y a través de la vidriera no se veía más que el cielo azul, resplandeciente de sol. Por un instante olvidé el objeto de mi visita, experimenté una gran sensación de bienestar y cerré los ojos en aquel sol cálido y dorado como un viejo licor. Pero la voz de Gisella me sacó de aquel encantamiento. Estaba sentada ante la vidriera y tenía delante de ella una mujercita de pelo gris a la que tendía la mano sobre una mesita baja llena de frascos. Era la manicura. Gisella dijo con falsa desenvoltura:

—Oh, Adriana, siéntate… Espera un momento. Me senté cerca de la puerta y miré a mi alrededor. La estancia era larga, en el sentido de la vidriera, y estrecha. En realidad no había muchos muebles, sólo una mesa, un aparador y unas cuantas sillas de madera clara. Pero todo era nuevo y además había el sol, un sol que tenía algo de lujoso, y no pude por menos de pensar que sólo en una casa rica podía haber un sol como aquél.

Cerré los ojos en aquella dulzura, gustosamente, y por un momento no pensé en nada. Después sentí que algo pesado y blando me caía sobre las rodillas; abrí los ojos y vi que era un gato enorme, de una raza que nunca había visto, con el pelo muy largo y mórbido, como seda, de color gris casi azul, y una cara ancha con una expresión airada y majestuosa que no me gustó. El gato empezó a restregarse contra mí, levantando en el aire el penacho de su cola y maullando roncamente. Después se acurrucó en mi regazo y se puso a runrunear.

—¡Qué bonito gato! —dije—. ¿De qué raza es?

—Es un gato persa —respondió Gisella con orgullo—. Es una raza muy apreciada… Esos gatos se venden hasta mil liras cada uno.

—Nunca había visto uno así —repuse pasando la mano por el lomo del gato.

—¿Sabe quién tiene un gato como ése? —intervino la manicura—. La señora Radaelli. Y si viera qué bien lo trata… Mejor que a una persona… El otro día llegó incluso a perfumarlo con el pulverizador… Bien, ¿le doy un repaso a las uñas de los pies?

—No, Marta, por hoy, basta —dijo Gisella.

La manicura volvió a poner sus instrumentos y sus frascos en un maletín, saludó y salió de la habitación.


Cuando nos quedamos solas, nos miramos. Gisella me pareció también completamente nueva, como la casa. Llevaba un bonito jersey rojo, de lana de angora y una falda color tabaco que yo no le había visto. Había engordado, y había más pecho dentro del jersey y más caderas dentro de la falda de lo que había visto siempre en ella. Noté también que sus párpados estaban un poco hinchados, como ocurre a quien come bien, duerme mucho y no tiene preocupaciones. Los párpados le daban un aspecto un poco burlón. Se miró un momento las uñas y después preguntó como por casualidad:

—Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Qué te parece mi casa?, ¿te gusta?

No soy en absoluto envidiosa. Pero en aquel momento, quizá por primera vez en mi vida, experimenté el zarpazo de la envidia, y me sorprendió el que hubiera gente que pudiese albergar durante toda la vida en su ánimo semejante sentimiento porque me pareció doloroso y desagradable en sumo grado. De pronto sentí como si mi cara se estirase, igual que si hubiera adelgazado de golpe, y aquel fenómeno me hacía impotente para sonreír y decir a Gisella las frases de cortesía que hubiera deseado. Además, seguía sintiendo por Gisella un arraigado sentimiento de aversión. Hubiera deseado decir alguna frase maligna, herirla, ofenderla, humillarla, amargarle su gozo. «¿Qué me está ocurriendo? —pensé sin dejar de acariciar el gato—. ¿Ya no soy yo misma?» Afortunadamente, este sentimiento no duró mucho. En el fondo de mi alma, toda la bondad de que soy capaz empezaba ya a oponerse al asalto de la envidia. Pensé que Gisella era mi amiga y que debía estar satisfecha por su buena suerte. Me imaginé a Gisella entrando por primera vez en su casa y palmoteando de alegría, y al mismo tiempo, el frío y la parálisis de la envidia abandonaron mi rostro y sentí de nuevo el calor de aquel sol que entraba por los cristales, pero de un modo más íntimo, como si el sol hubiese penetrado hasta mi alma.

—¿Y me lo preguntas? —repuse—. Es una casa bonita y alegre… ¿Cómo ha sido?

Me pareció haber pronunciado esas palabras con sinceridad y sonreí más a mí misma, como un premio, que a Gisella. Ella contestó con aire de importancia y confidencia:

—¿Recuerdas a Giancarlo, aquel rubio con el que tanto peleé aquella noche? Pues bien, después de aquello volvió a buscarme. Era mucho mejor de lo que parecía a primera vista… Volvimos a vernos varias veces y hace unos días me dijo: «Ven conmigo, que quiero darte una sorpresa». Yo, imagínate, pensé que querría regalarme un bolso, un perfume, cualquier cosa así, pero él me hizo subir en su coche, me trajo hasta aquí, me hizo entrar… La casa estaba vacía y pensé que sería su casa. Me preguntó si me gustaba, yo dije que sí, pero sin imaginar nada, naturalmente… Y entonces me dijo: «He alquilado este piso para ti». ¡Figúrate cómo me quedé!

Sonrió con una complacencia contenida mirando a su alrededor. Me levanté impulsivamente y la abracé diciendo:

—¡Qué contenta estoy! ¡No sabes lo contenta que estoy! Esto acabó de disipar en mi ánimo todo sentimiento hostil. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. Alzábase la casa en una especie de promontorio bajo el cual se extendía un inmenso paisaje. Era una llanura cultivada, atravesada sinuosamente por un río con manchas de bosques aquí y allá, con granjas y promontorios rocosos. De la ciudad no se veían más que algunas casas blancas, últimas ramificaciones de un barrio de la periferia, en un rincón del panorama. En el horizonte, una línea de montañas azules se diseñaba claramente sobre el fondo del cielo luminoso. Me volví a Gisella y le dije:

—¿Sabes que tienes una vista magnífica?

—¿Verdad? —murmuró.

Fue al aparador, sacó dos vasitos y una botella panzuda y los puso sobre la mesa.

—¿Un poco de licor? —preguntó con negligencia.

Era evidente que todos esos gestos de ama de casa la llenaban de satisfacción.

Nos sentamos a la mesa y bebimos en silencio. Comprendí que Gisella estaba como cohibida y decidí salir al encuentro de su embarazo diciéndole con dulzura:

—Sin embargo, no te has portado bien conmigo… Deberías habérmelo dicho.

—No he tenido tiempo —dijo apresuradamente—. Ya sabes, el traslado… Tuve que comprar lo más indispensable, los muebles, la ropa y la vajilla y no me quedaba un momento para respirar…

Para poner en pie una casa se requiere mucho.

Hablaba con los labios cerrados, como las damas de categoría.

—Te comprendo —repuse sin sombra de malicia ni de amargura, como si se hubiera tratado de algo que no tenía nada que ver conmigo—. Ahora que tienes casa puesta y estás mejor, te fastidia verme, te avergüenzas de mí.

—No me avergüenzo —replicó con ligera impaciencia, más ofendida por mi tono razonable que por mis palabras—. Si piensas tal cosa, eres una estúpida. Lo único que hay es que en lo sucesivo no podremos vernos como antes, quiero decir, salir juntas porque si él llegara a saberlo, estaría fresca.

—Puedes estar tranquila —dije con suavidad—. No me verás más… Hoy he venido solamente para saber qué era de ti.

Fingió no haber oído, confirmando así mis sospechas. Hubo un silencio momentáneo. Después preguntó con tono de falsa premura:

—¿Y tú?

Inmediatamente, con una espontaneidad que me asustó, pensé en Giacomo. Contesté con voz sofocada:

—¿Yo? Nada, como de costumbre.

—¿Y Astarita?

—Lo he visto alguna vez.

—¿Y Gino?

—Terminé con él.


El recuerdo de Giacomo me había oprimido el corazón. Pero Gisella interpretó a su manera la intensa mortificación que se transparentaba en mi rostro pensando probablemente que me sentía amargada por su suerte y por sus modales displicentes. Y con una forzada solicitud, después de un instante de reflexión, dijo:

—Y sin embargo, nadie me convencerá de que bastaría que tú quisieras para que Astarita te pusiera un piso.

—Pero yo no quiero —respondí tranquilamente—. Ni Astarita ni ningún otro.

Vi su cara desconcertada:

—¿Por qué? ¿No te gustaría tener una casa como ésta?

—La casa es bonita —contesté—. Pero yo quiero sobre todo estar libre.

—También yo soy libre —repuso, resentida—, más libre que tú… Tengo todo el día para mí.

—No hablaba de esa libertad.

—¿De cuál, entonces?

Comprendí que la había ofendido, ya que no por otra razón, porque no parecía admirar bastante aquella casa de la que estaba tan orgullosa. Pero explicarle que este desprecio no existía y que, en realidad, yo no quería ligarme a un hombre al que no amara, hubiera sido ofenderla aún más. Preferí cambiar de tema y dije muy de prisa:

—¿Por qué no me enseñas la casa? ¿Cuántas habitaciones tiene?

—¿Qué te importa la casa? —replicó con ingenuo disgusto—. Tú misma has dicho que no quieres tener una casa como ésta.

—No he dicho eso —repliqué con calma—. Tu casa es muy bonita, y ojalá tuviera yo una igual.

No dijo nada. Miraba al suelo cada vez más mortificada.

—Vamos —insistí sin fuerza, al cabo de un rato—. ¿No quieres enseñármela?

Levantó los ojos y vi con asombro que estaban llenos de lágrimas:

—No eres mi amiga, como creía —exclamó—. Tú estás rabiando de envidia y tratas de tirármelo todo por tierra sólo por disgustarme.

Hablaba al aire, con el rostro lleno de lágrimas. Eran lágrimas de despecho y la envidiosa, esta vez, era ella, con una envidia sin objeto que se alimentaba sin saberlo de mi desesperado amor a Giacomo y de la amarga distancia que me imponía, pero aun entendiéndola tan bien, y precisamente porque la entendía, tuve compasión de ella. Me levanté, fui a su lado y le puse una mano en un hombro:

—¿Por qué dices eso? No estoy envidiosa… Lo que pasa es que me gustarían otras cosas, pero estoy satisfecha de que a ti te vaya bien.

Y concluí abrazándola:

—Ahora, enséñame las otras habitaciones.

Se sonó y dijo como quien cede a una tentación:

—Son cuatro, pero están casi vacías.

—Vamos.

Se levantó, fue delante de mí por el pasillo y, abriendo una puerta, me mostró una alcoba en la que no había más que la cama y una butaca a sus pies, una habitación vacía, en la que pensaba poner otra cama «para los huéspedes», y un cuartito para la criada, un verdadero tugurio. Me enseñó estas tres habitaciones con una especie de despecho, abriendo cada puerta y explicándome brevemente, sin complacencia, el uso. Pero su mal humor cedió a la vanidad cuando llegó el turno al cuarto de baño y la cocina, los dos con paredes de azulejos, con toda la instalación eléctrica y la grifería resplandeciente. Me explicó el uso de cada cosa y cómo era superior la electricidad al gas, su limpieza y su rendimiento, y aunque aquello no me interesaba mucho, esta vez mostré todo el entusiasmo posible, con exclamaciones de admiración y de sorpresa. Estaba tan contenta de esta actitud mía que, acabada la visita, me dijo:

—Ahora vamos a tomar otro vasito…

—No, no —contesté—. Tengo que marcharme.

—¡Qué prisa! Espera un momento.

—No puedo.

Estábamos en el pasillo. Ella vaciló —un momento y después dijo:

—Pero tienes que volver… ¿Sabes qué podemos hacer? Él se va a menudo fuera de Roma… yo te lo comunico, uno de estos días, y tú traes a dos amigos tuyos y nos divertimos un poco, ¿eh?

—¿Y si él se entera?

—¿Por qué ha de enterarse?

—Está bien, de acuerdo.

Vacilé a mi vez y por fin hice de tripas corazón:

—A propósito, dime… ¿Él no te ha hablado nunca de aquel amigo con el que estaba aquella noche?

—¿El estudiante? ¿Por qué? ¿Te interesaba?

—No, era sólo por curiosidad.

—Pues precisamente anoche lo vimos.

No pude disimular mi turbación y dije con voz insegura:

—Mira… si vuelves a verlo, dile que venga a visitarme… Pero díselo sin darle importancia.

—Bien, se lo diré —respondió.

Pero me miraba suspicaz y yo, bajo sus miradas, me sentí confusa porque me parecía que mi amor por Giacomo estaba escrito con letras muy claras en mi rostro. Comprendí por el tono de la respuesta que Gisella no haría lo que le había pedido. Desesperada, abrí la puerta, saludé a Gisella y bajé apresuradamente la escalera, sin volverme. En el segundo descansillo me detuve y me apoyé en la pared, mirando hacia arriba.

«¿Por qué se lo he dicho? —pensaba—. ¿Qué me ha pasado?» Y seguí bajando con la cabeza gacha.


Me había citado con Astarita en mi propia casa y cuando llegué estaba agotada. Ya había perdido la costumbre de salir por la mañana y aquel sol y aquel ir y venir me habían cansado. Ni siquiera me sentía triste; la visita a Gisella ya la había pagado anticipadamente llorando en el taxi que me llevaba a su nueva casa. Vino a abrirme mi madre y me dijo que alguien me esperaba en mi cuarto hacía casi una hora. Fui directamente allí y me senté en la cama, sin reparar en Astarita que, erguido en pie junto a la ventana, parecía mirar el patio. Por un momento permanecí inmóvil, con la mano en el pecho, jadeando por la prisa con que había subido las escaleras. Volvía la espalda a Astarita mirando con ojos ausentes la puerta de la habitación. Él me había dado los buenos días, pero yo ni siquiera le había contestado. Después acudió a sentarse a mi lado y me ciñó la cintura con un brazo mirándome fijamente.

Entre tantas preocupaciones me había olvidado de su loca lascivia siempre encendida y siempre en acecho. Experimenté un disgusto agudo.

—Pero, vamos, ¿es que siempre tienes ganas? —pregunté con voz lenta y desagradable echándome hacia atrás.

No dijo nada. Me cogió una mano y se la llevó a los labios mirándome de arriba abajo. Creí enloquecer y retiré la mano.

—¿Siempre tienes ganas? —repetí—. ¿Incluso por la mañana? ¿Después de haber trabajado toda la mañana? ¿En ayunas? ¿Antes de comer? Eres extraordinario.

Vi que sus labios temblaban y que los ojos se le salían de las órbitas:

—Te amo.

—Pero hay el momento para el amor y él momento para lo demás. Te cito a la una precisamente para darte a entender que no se trata de amor y tú… Realmente eres extraordinario… ¿Pero no te da vergüenza?

Me miraba fijamente, sin decir nada. De pronto creí comprenderlo demasiado bien. Estaba enamorado de mi y había esperado aquella cita quién sabe durante cuánto tiempo. Mientras yo me debatía entre tantas dificultades, él no había hecho otra cosa que pensar en mis piernas, en mi pecho, en mis caderas, en mi boca.

—De manera —añadí un poco conciliadora— que si ahora me desnudara… Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me vinieron ganas de reír, sin malicia, pero no sin algún despecho.

—¿Y no se te ocurre pensar que yo podía estar triste o simplemente lejana de todas estas cosas… que podía tener hambre o sentirme cansada, o tener otras preocupaciones…? Nada de esto se te ocurriría, ¿verdad?

Se limitaba a mirarme. Después, repentinamente, se echó sobre mí y abrazándome con mucha fuerza hundió su rostro en la cavidad entre el cuello y el hombro. No me besaba; sólo apretaba la cara contra mi carne, como para sentir su tibieza. Respiraba con fuerza y de vez en cuando dejaba escapar un suspiro. Yo no estaba irritada con él. Estos gestos me producían la habitual y consternada compasión, y únicamente me sentía triste. Cuando creí que había suspirado bastante, lo aparté y le dije:

—Te he llamado para una cosa seria.

Me miró, me cogió una mano y se puso a acariciarla. Era tenaz y para él no había realmente otra cosa que su deseo.

—Tú eres de la Policía, ¿verdad?

—Sí.

—Bien, pues haz que me arresten, méteme en la cárcel.

Dije todo esto con decisión. En aquel momento deseaba de veras que lo hiciese.

—¿Pero por qué? ¿Qué pasa?

—Pasa que soy una ladrona —dije con fuerza—. Pasa que he robado y que por mi culpa está detenida una pobre inocente. Por esto arréstame… Iré a la cárcel de buena gana… Es lo que quiero.

Astarita no parecía sorprendido, sino aburrido. Hizo una mueca y dijo:

—Despacio… ¿Qué ha ocurrido? Explícate.

—Ya te lo he dicho, soy una ladrona, Y en pocas palabras le conté lo del hurto y cómo en mi lugar, había sido detenida la camarera. Le expliqué la maña de Gino, pero sin nombrarlo, limitándome a designarlo con el término genérico de sirviente. Sentí un violento deseo de hablarle también de Sonzogno y de su delito, pero me contuve a duras penas. Por último concluí:

—Ahora escoge tú, o haces que esa mujer salga de la cárcel o voy yo sin esperar más a entregarme en la comisaría.

—Despacio —repitió levantando una mano—. ¿Qué prisa hay? Al fin y al cabo, esa mujer está en la cárcel, pero no se la ha condenado… Esperemos.

—No puedo esperar… Está en la cárcel y parece que le pegan. No puedo esperar, tienes que decidirte ahora mismo.

Por mi tono comprendió que hablaba en serio y con una expresión de disgusto se levantó y dio unos pasos por la habitación. Después dijo como hablando consigo mismo:

—Además, hay el asunto de los dólares…

—Pero ella siempre lo ha negado… Los dólares fueron encontrados… Podremos decir que fue la venganza de alguien que la quería mal.

—Y la polvera, ¿la tienes?

—Aquí está —dije sacándola del bolso y entregándosela.

Pero él la rechazó:

—No, no… No debes dármela a mí.

Pareció dudar un instante y después añadió:

—Yo puedo hacer salir de la cárcel a esa mujer, pero al mismo tiempo la Policía debería tener la prueba de su inocencia… precisamente esta polvera.

—Pues bien, llévate la polvera y devuélvesela a su dueña.

Hubo en su cara una sonrisa desagradable:

—Se ve que no entiendes estas cosas… Si recibo de ti la polvera, estoy moralmente obligado a hacerte arrestar… Si no, preguntarán cómo he podido obtener el objeto robado y quién me lo ha dado y otras cosas por el estilo… No, no… Deberías hacer que la polvera llegara a manos de la Policía, pero sin descubrirte.

—Podría mandarla por Correo.

—Por Correo no.

Dio unos pasos por el cuarto y después vino a sentarse a mi lado.

—Ya está. He aquí lo que debes hacer… ¿Conoces a algún religioso?

Me acordé del fraile con quien me había confesado al regreso de la excursión a Viterbo y contesté:

—Sí, mi confesor.

—¿Te confiesas todavía?

—Me confesaba.

—Bien… Pues vas a tu confesor y se lo cuentas todo como me lo has contado a mí y le pides que se haga cargo de la polvera y la entregue por encargo tuyo a la Policía… Ningún confesor puede negarse a hacer una cosa así… Además, no tiene ninguna obligación de decir nada porque está vinculado por el secreto de confesión… Un día o dos después, yo telefonearé y haré… En definitiva, tu camarera será puesta en libertad.

Sentí una gran alegría y no pude por menos de echarle los brazos al cuello y besarlo. Él siguió con un acento ya trémulo y ansioso:

—Pero no deberías hacer esas cosas… Cuando necesites dinero pídemelo a mí y yo te lo daré.

—¿Puedo ir hoy mismo al confesor?

—Desde luego.

Con la polvera en la mano, mirando fijamente el vacío, permanecí un largo rato inmóvil. Experimentaba un profundo alivio, como si la camarera fuese yo misma, y realmente creí serlo, al pensar en su gozo, tanto mayor que el mío, cuando la pusieran en libertad. Ya no me sentía triste, ni cansada, ni disgustada. Entre tanto, Astarita me hurgaba en la muñeca con los dedos, intentaba meter la mano bajo mi manga y seguir por todo el brazo. Me volví y le pregunté con dulzura, mirándolo acariciadora:

—Verdaderamente, ¿sientes tanto deseo?

Hizo que sí con la cabeza, incapaz de hablar.

—¿Y no te sientes cansado? —proseguí con voz tierna y cruel—. ¿No piensas que es tarde y que sería mejor otro día?

Vi que con la cabeza negaba.

—¿Tanto me amas?

—Ya lo sabes que te amo —respondió en voz baja.

Y fue a abrazarme, pero yo me solté y dije:

—Espera.

Se tranquilizó en seguida porque había comprendido que yo aceptaba. Me levanté, fui despacio a la puerta y di la vuelta a la llave. Luego fui a la ventana, la abrí, bajé las persianas y volví a cerrarla. Astarita me seguía con los ojos mientras yo andaba por la habitación con una actitud de perezosa y magnánima complacencia. Sentía sus miradas sobre mí y comprendí hasta qué punto debía serle grata mi inesperada docilidad. Una vez cerradas las persianas, me puse a canturrear en voz baja, con un tono alegre e íntimo y siempre canturreando, abrí el armario, me quité el abrigo y lo colgué. Después, sin dejar de cantar, me miré en el espejo. Me pareció que nunca había sido tan bella, con los ojos que brillaban profunda y dulcemente, con la nariz encrespada y la boca entreabierta mostrando anos dientes blancos y regulares. Comprendí que estaba tan bonita porque me sentía satisfecha de mí misma y me creía buena, y levanté un poco la voz cantando mientras empezaba a desabrocharme el vestido. Cantaba una canción estúpida que estaba de moda por entonces y que decía:


Canto quel motivetto che mi piace tanto

e che fa dudu dudu dudu;


y aquel estúpido estribillo me parecía la vida misma, absurda sin duda, pero en ciertos momentos suave y encantadora. De pronto, cuando ya tenía desnudo el pecho, alguien llamó a la puerta.

—No puedo —dije tranquilamente—. Más tarde.

—Es una cosa urgente —respondió la voz de mi madre.

Tuve una sospecha. Fui a la puerta y la entreabrí, asomándome.

Mi madre me hizo una seña para que saliera y cerrara la puerta. Después, en la sombra del recibidor, susurró:

—Ahí hay alguien, que dice que quiere absolutamente hablar contigo.

—¿Y quién es?

—No lo sé. Un joven moreno.

Lentamente entreabrí la puerta de la sala y miré. Apoyado en la mesa, vi un hombre que me daba la espalda. Reconocí inmediatamente a Giacomo por la nuca y cerré la puerta a toda prisa diciéndole a mi madre:

—Dile que vengo en seguida… Y no lo dejes salir de la sala.

Me aseguró de que así lo haría y volví a entrar en mi cuarto. Astarita seguía sentado en la cama, tal como lo había dejado.

—Pronto —le dije—. Pronto… Lo siento, pero tienes que marcharte.

Se turbó y empezó a farfullar no sé qué palabras de protesta. Pero no le dejé acabar y seguí:

—Mi tía se ha encontrado mal en plena calle… Mamá y yo tenemos que ir al hospital… Pronto, de prisa…

Era una mentira un poco descarada, pero en aquel momento no se me ocurrió otra cosa. Él me miraba, como atontado, y no parecía creer en su mala suerte. Me di cuenta que se había descalzado y apoyaba en el suelo los pies enfundados en unos calcetines de rayas de colores.

—¿Por qué me miras así? Tienes que irte —insistí, exasperada.

—Está bien, me voy —dijo inclinándose para calzarse.

Yo le tendía ya el abrigo, pero comprendí que tenía que prometerle algo si quería que interviniera a favor de la camarera. Así pues, mientras le ayudaba a enfilar las mangas del abrigo, dije:

—Perdona, estoy realmente mortificada… Vuelve mañana por la noche, después de cenar… entonces estaremos juntos en paz… Por otra parte, hoy hubiera tenido que despedirte en seguida… Es mejor que haya ocurrido esto.

Astarita no dijo nada y yo lo acompañé hasta la puerta cogiéndolo de la mano, como si fuera la primera vez que estaba en mi casa, tal era mi temor de que entrara en la sala y viese a Giacomo. Ya en la puerta le recordé:

—Mira, que hoy mismo voy al confesor.

Respondió con un gesto de asentimiento como para decirme que estaba entendido. Tenía una expresión de disgusto y de frialdad. En mi impaciencia no esperé su despedida y casi le di con la puerta en la cara.

CAPÍTULO V

Al acercarme a la puerta de la sala y mientras ponía la mano en la manija comprendí de pronto que, a menos que mediara un milagro, estaba apunto de crear entre Giacomo y yo las mismas infelices relaciones que mediaban entre Astarita y yo. Me daba cuenta en aquel momento que aquel mismo sentimiento de sujeción, de temor y de ciego deseo que Astarita experimentaba por mí lo sentía yo por Giacomo, y aunque entendía que, si deseaba ser correspondida, debería comportarme de otro modo, me sentía invenciblemente empujada a ponerme frente a él en una situación de dependencia, ansiosa y sumisa. No sabría decir cuáles eran los motivos de esa condición de inferioridad, aparte de que saberlos equivaldría a anularla. Sólo advertía que el instinto me aseguraba que estábamos hechos el uno y el otro de materias distintas, la mía más dura que la de Astarita, pero más frágil que la de Giacomo, y que así como había algo que me impedía amar a Astarita, también debía de haber algo que le impedía a Giacomo amarme, y que, igual que el amor de Astarita por mí, el mío por Giacomo había nacido mal y acabaría peor.

El corazón me latía aceleradamente y me faltaba la respiración aun antes de verlo y de hablarle. Tenía miedo de dar algún paso en falso, de dejar ver mi ansiedad y mi deseo de gustarle y por esto mismo de perderlo otra vez, y para siempre. Ésta es realmente la peor maldición del amor: que nunca es correspondido y que cuando amamos no somos amados y cuando somos amados no amamos. Nunca se da el caso de que dos amantes sean iguales por sentimiento y por deseo, aunque éste es el ideal al que tienden todos los hombres, cada uno por su camino. Yo sabía que, precisamente porque estaba enamorada de Giacomo, él no lo estaba de mí. Y sabía también, aunque no quisiera confesármelo que, hiciera lo que hiciese, no lograría que se enamorara. Todo esto pasó por mi mente mientras, mortalmente turbada, vacilaba tras la puerta de la sala. Sentíame aturdida, dispuesta a cometer las peores tonterías y esto me irritaba. Por último, me armé de valor y entré.

Giacomo estaba aún como lo había visto antes: apoyado en la mesa, de espaldas a la puerta. Pero, al oírme entrar, se volvió y mirándome con una atención suspensa y crítica, dijo:

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido hacerte una visita… Tal vez he hecho mal.

Me di cuenta de que hablaba despacio, como si quisiera observarme bien antes de excederse en palabras y me turbé al pensar en cómo debía parecerle entonces, tal vez diferente y menos atractiva que el recuerdo que le había impulsado a visitarme al cabo de tanto tiempo. Me tranquilizó recordar de pronto que poco antes me había parecido bonita al contemplarme en el espejo. Un poco apurada dije:

—No, no has hecho mal, has hecho muy bien… Iba a salir ahora para ir a comer… Podemos comer juntos.

—Pero, ¿me reconoces? —preguntó tal vez con ironía—. ¿Sabes quién soy?

—Ya lo creo que te reconozco —dije de la forma más tonta.

Y antes de que mi voluntad pudiera influir en mis gestos, le había cogido una mano y me la llevaba a los labios mirándolo con amor. Él pareció confundido y esto me gustó. Le pregunté:

—¿Por qué no has vuelto por aquí, malo más que malo?

A mi voz ansiosa y tierna respondió moviendo la cabeza:

—He tenido mucho que hacer.

Yo había perdido el seso completamente. Y desde los labios llevé su mano a mi corazón, bajo el pecho, diciéndole:

—Mira cómo me late el corazón.

Y al mismo tiempo me llamaba estúpida porque pensé que no debía haber hecho aquel gesto ni dicho aquellas palabras. Hizo una mueca como de turbación y, asustada, añadí inmediata mente:

—Voy a ponerme el abrigo y vuelvo en seguida… Espérame.

Me sentía tan fuera de mí y tenía tanto miedo de perderlo que, al pasar por el recibidor, di con furia una vuelta a la llave de la puerta de casa y la saqué de la cerradura. Así, si se le ocurría marcharse mientras yo me vestía no podría salir. Entré en mi cuarto, me puse ante el espejo y con el borde del pañuelo me quité toda la pintura de los ojos y de los labios. Después volví a pintarme los labios más discretamente. Fui al perchero en busca del abrigo y no lo encontré.

Por un momento me sentí confusa, pero después recordé que lo había puesto en el armario y lo saqué. Me miré al espejo y pensé que mi peinado era demasiado aparatoso. Rápidamente me despeiné y me arreglé el cabello como solía llevarlo cuando era novia de Gino. Y mientras me peinaba, me juré a mí misma que en lo sucesivo reprimiría los impulsos de mi pasión controlando estrictamente mis gestos y mis palabras. Por fin estuve dispuesta para salir. Pasé al recibidor y me asomé a la sala para llamar a Giacomo.

Y entonces, la puerta que yo había cerrado con llave y que en mi precipitación me había olvidado de volver a abrir le reveló mi subterfugio.

—Tenías miedo de que me escapara —murmuró mientras yo, confusa, buscaba la llave en el bolso.

Cogió la llave de mi mano y abrió la puerta, moviendo la cabeza y mirándome con un severo afecto muy suyo. El corazón se me llenó de alegría y corrí tras él escaleras abajo, cogiéndolo por el brazo y preguntándole:

—No lo has tomado a mal, ¿verdad?

Él no contestó.


Una vez en la calle, paseamos bajo el sol, cogidos del brazo, a lo largo de los portales y de las tiendas. Me sentía tan feliz a su lado que olvidé todos mis juramentos y cuando pasamos ante la villa de la torre, fue como si alguien me hubiera cogido la mano y me la hubiera llevado a estrechar la suya. Al mismo tiempo me di cuenta de que me adelantaba para verle mejor la cara y decía:

—¿Sabes que estoy muy contenta de verte?

Él hizo su habitual mueca embarazada y respondió:

—También yo estoy contento.

Pero lo hizo con un tono que no me pareció desde luego el de la satisfacción.

Me mordí los labios hasta hacérmelos sangrar y liberé mis dedos de los suyos. Él no pareció darse cuenta. Miraba a un lado y a otro, como distraído. Pero en la puerta de la muralla se detuvo y dijo con voz reticente:

—Oye, tengo que decirte una cosa.

—Dime.

—Realmente ha sido casual que haya ido a tu casa, y por la misma casualidad resulta que estoy sin un céntimo encima, así que será mejor que nos separemos.

Y diciendo esto me tendió la mano.

Tuve un susto enorme. Pensé que me dejaba y, en mi confusión, no vi otro remedio que cogerme a su cuello llorando y suplicándole. Pero al mismo tiempo, el pretexto que aducía para marcharse, me hizo entrever una fácil solución y mi sentimiento cambió en el acto. Pensé que podría pagarle la comida y hasta me gustó la idea de pagar por él de la misma manera que tantos pagaban por mí.

He hablado ya del placer sensual que sentía cada vez que recibía dinero. Ahora descubría que el placer de darlo podía ser igual. Y que la mezcla de amor y dinero, sea recibido o dado, no es sólo una simple cuestión de «toma y daca». Exclamé impetuosamente:

—No pienses siquiera en eso… Pagaré yo… Mira, tengo dinero.

Y abrí el bolso, mostrándole algunos billetes que había metido la tarde anterior.

Él repuso con un leve matiz de desilusión:

—Pero no puede ser…

—¿Qué importa eso? Has vuelto y es justo que celebremos tu regreso.

—No, no… es mejor que no.

Hizo otra vez el gesto de estrecharme la mano y marcharse. Esta vez lo cogí por un brazo, diciéndole:

—Vamos, no hablemos más del asunto.

Y me dirigí al restaurante.


Nos sentamos a la misma mesa de la primera vez y todo estaba como entonces salvo un rayo de sol invernal que entraba por los cristales de la puerta y daba en las mesitas del fondo y en la pared. El dueño nos trajo la carta y yo pedí lo que deseaba con un tono seguro y protector, como hacían mis amantes conmigo. Giacomo guardaba silencio mientras yo daba las órdenes mirando el suelo. Me había olvidado del vino porque yo no bebo, pero recordé que Giacomo había bebido la otra vez y volví a llamar al dueño para pedirle un litro.

Apenas el dueño se hubo alejado, abrí el bolso, saqué un billete de cien liras, lo doblé en cuatro y se lo tendí por debajo de la mesa.

Él me miró interrogadoramente.

—El dinero —le dije en voz baja—. Así después podrás pagar.

—Ah, el dinero —repuso lentamente.

Cogió el billete, lo desdobló sobre la mesa, lo miró, volvió a doblarlo y lo metió de nuevo en mi bolso, todo ello con una serenidad un poco irónica.

—¿Quieres que pague yo? —pregunté desconcertada.

—No, pagaré yo —contestó, tranquilamente.

—Pero entonces, ¿por qué me has dicho que estabas sin dinero?

Vaciló y después dijo con amarga sinceridad:

—No he ido a verte por casualidad. La verdad es que hace ya casi un mes que pienso ir, pero siempre, al llegar ante tu casa, me venían ganas de irme… Ahora, me ha ocurrido lo mismo y por eso te he dicho que estaba sin dinero esperando que tú me mandarías al diablo.

Sonrió y se pasó una mano por la barbilla:

—Por lo visto, me había equivocado.

Así, pues, había hecho conmigo una especie de experimento. Y no quería saber de mí, o mejor dicho, en su ánimo la atracción hacia mí luchaba con una aversión por lo menos igual de fuerte. Más adelante, yo tenía que reconocer en esta facultad de fingir papeles insinceros con objeto de experimento uno de sus caracteres principales. Pero en aquel momento me sentí turbada, sin saber si debía alegrarme o dolerme de su engaño y de su derrota, y le pregunté maquinalmente:

—Pero, ¿por qué querías irte?

—Porque me había dado cuenta de que no sentía nada por ti, o mejor dicho, únicamente un deseo como el que pudiera sentir aquel amigo mío por tu compañera.

—¿Sabes que viven juntos? —dije.

—Sí —contestó con desprecio—. Verdaderamente están hechos el uno para el otro.

—No sentías nada por mí —repuse— y no querías venir, pero has venido.

En la desilusión ya prevista de mi amor, me producía cierto placer hacerle observar su inconsecuencia.

—Sí —contestó—, porque soy lo que suele llamarse un carácter débil.

—Bien, has venido y esto me basta —dije con crueldad.

Tendí la mano por debajo de la mesa y la puse sobre su rodilla. Entre tanto, lo miraba y al sentir aquel contacto vi que se turbaba y le temblaba la barbilla. Sentí placer al verlo turbado y comprendí que aunque me deseaba bastante, como acababa de confesar al decirme que durante un mes había pensado venir a verme, había toda una parte de su ser que me era hostil, y contra aquella parte debía disponer mis esfuerzos a fin de humillarla y destruirla. Recordé aquella mirada suya sobre mi espalda desnuda la primera vez que estuvimos juntos y me dije que aquel día había hecho mal en dejarme helar por aquella mirada y que, si hubiera persistido en mis intentos de seducción, también aquella mirada se hubiese apagado de la misma manera que ahora caía y se apagaba claramente la convulsa dignidad de su rostro.

Inclinada contra la mesa, como si fuera a hablarle en voz muy baja, lo acariciaba y al mismo tiempo espiaba con una mirada, que sentía alegre y complacida, el efecto en su cara de mi caricia. Giacomo me miraba con aire ofendido e interrogador, con aquellos ojos suyos enormes y negros, brillantes, de largas pestañas femeninas. Por último, dijo:

—Si te basta con gustarme de este modo, puedes seguir todo lo que quieras…

Me erguí de golpe. Y casi en aquel mismo momento el dueño del restaurante puso sobre la mesa los platos servidos. Nos pusimos a comer en silencio, los dos sin apetito. Después él siguió:

—En tu lugar intentaría hacerme beber.

—¿Por qué?

—Porque cuando estoy borracho hago con más facilidad lo que quieren los demás.

Su frase «Si te basta con gustarme de este modo…» me había ofendido ya, y aquellas palabras sobre el vino me convencieron de la inutilidad de mis esfuerzos. Desesperada, dije:

—Quiero que hagas únicamente lo que desees hacer… Si quieres irte, vete… Ahí tienes la puerta.

—Para irme —dijo con tono burlón— tendría que estar seguro de desearlo.

—¿Quieres que me vaya yo?

Nos miramos. En mi dolor, estaba decidida, y esta decisión pareció turbarlo tanto como las caricias de un momento antes. Con un esfuerzo dijo:

—No, quédate.

Seguimos comiendo en silencio. Después le vi servirse un gran vaso de vino y vaciarlo de un trago.

—Ya lo ves —dijo—. Estoy bebiendo.

—Ya lo veo.

—Dentro de poco estaré borracho y entonces tal vez te haré una declaración de amor.

Sus palabras me traspasaban el corazón. Creí que no podría seguir sufriendo de aquel modo y le dije con humildad:

—Deja de atormentarme, por favor.

—¿Acaso te atormento?

—Sí, te burlas de mí… Ahora no te pido más que me dejes, que no te ocupes de mí. Me he encaprichado de ti, pero ya se me pasará… Entre tanto déjame en paz.

No dijo nada y bebió un segundo vaso de vino. Temí haberle ofendido y le pregunté:

—¿Qué tienes? ¿No me dirás que estás enfadado conmigo?

—¿Yo? ¡Al contrarío!

—Si te divierte tomarme el pelo, sigue… He hablado por hablar.

—Pero yo no te tomo el pelo.

—Y si te gusta decirme cosas desagradables —insistí invadida por no sé qué deseo de mostrarme sumisa, sin más cálculos ni maniobras, hasta la abyección— puedes decirlas… Te querré lo mismo y aún más… Si me pegaras, besaría la mano con que me hubieras pegado.

Él me miraba con atención. Parecía enormemente confuso. Evidentemente mi pasión lo desconcertaba. Por fin, dijo:

—¿Nos vamos?

—¿A dónde?

—A tu casa.

Yo estaba tan desesperada que casi había olvidado el motivo de mi desesperación, y esta invitación suya un inesperada, cuando apenas acabábamos de comer el primer plato y la mitad del vino estaba aún en la jarra, me asombró más que causarme placer. Pensé, con razón, que no era el amor sino el embarazo que le inspiraban mis palabras lo que le impulsaba a interrumpir la comida y dije:

—No ves la hora de acabar para siempre conmigo, ¿no es así?

—¿Cómo lo has hecho para comprenderlo tan pronto? —preguntó.

Pero esta respuesta, demasiado cruel para ser verdad, me tranquilizó inexplicablemente. Repliqué bajando los ojos:

—Verás, ciertas cosas se comprenden en seguida. Acabemos de comer y después iremos.

—Como quieras, pero me emborracharé.

—Emborráchate, si quieres… Por mí…

—Pero me emborracharé hasta ponerme malo, y entonces, en vez de un amante, te encontrarás con un enfermo.

Caí en la ingenuidad de mostrar mi temor y tendí la mano a la jarra diciendo:

—Entonces no bebas.

Él estalló en una carcajada:

—¡Caíste!

—¿Caí por qué?

—No tengas miedo… No me pongo enfermo tan fácilmente.

—Lo he hecho por ti —dije humillada.

—Por mí… ¡Oh, oh!

Seguía hiriéndome. Pero aun en aquellas burlas subsistía la gentileza que le caracterizaba, y por esto sus palabras no me disgustaban del todo.

—¿Y tú por qué no bebes también? —me preguntó.

—No me gusta… Y después, a mí me basta un vaso para embriagarme.

—¿Y qué importa? Seremos dos los borrachos.

—Pero una mujer borracha es horrible… No quiero que me veas así.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de horrible?

—No sé… es feo ver a una mujer tambaleándose, diciendo tonterías y haciendo gestos indecentes. Es una cosa triste… Yo soy una desgraciada, lo sé, y sé que tú piensas de mí que soy una desgraciada… pero si bebiera y me vieses borracha, no volverías a mirarme a la cara.

—¿Y si yo te ordenara beber?

—Realmente quieres verme envilecida —dije reflexivamente—. Lo único bueno que tengo es que no me falta gracia… ¿Quieres que pierda esa cualidad?

—Sí, lo quiero —contestó él enfáticamente.

—No sé qué gusto puedes encontrar en eso, pero si te gusta dame vino.

Y le tendí el vaso.

Miró el vaso, me miró a mí y volvió a reírse.

—He bromeado —dijo.

—Tú siempre bromeas.

—De manera que no te falta gracia, ¿eh? —dijo al cabo de un rato mirándome con atención.

—Por lo menos eso dicen.

—¿Y crees que también yo lo pienso?

—¿Qué sé yo lo que piensas?

—Veamos… ¿Qué crees que pienso y siento por ti?

—No lo sé —repuse lentamente y llena de miedo—. Desde luego, no me quieres como te quiero yo… Tal vez te gusto, así, como puede gustar una mujer a un hombre cuando no es fea.

—Ah, entonces piensas que no eres fea…

—Eso sí —dije con orgullo— incluso creo que soy hermosa, aunque, ¿para qué me sirve mi belleza? —La belleza no debe servir para nada.

Entre tanto habíamos acabado de comer y vaciamos casi dos jarras.

—Como ves —dijo—, he bebido y no estoy borracho. Pero sus ojos brillantes y la agitación de sus manos me pareció que contradecían sus palabras. Lo miré, tal vez con esperanza. Giacomo añadió:

—Quieres ir a casa, ¿eh? Venus toda entera y la presa ya en el cepo.

—¿Qué dices?

—Nada, es un verso que he traducido para la ocasión… ¡Eh, mozo!

Giacomo se mostraba siempre un poco enfático, pero de un modo burlesco. Y burlescamente interpeló al dueño del restaurante para saber cuánto tenía que pagar y le dejó el dinero debajo de las narices añadiendo una propina excesiva y diciendo:

—Esto es para usted.

Después bebió el vino que quedaba y se reunió conmigo en la puerta.


En la calle sentí una gran prisa de estar en casa. Sabía que había vuelto de mala gana a mi lado y sabía que despreciaba y odiaba el sentimiento que, a pesar suyo, le había hecho volver. Pero tenía una gran confianza en mi belleza y en mi amor por él y me sentía impaciente por enfrentarme con estas armas mías a su hostilidad. Me sentía nuevamente animada por una voluntad agresiva y alegre y pensé que mi amor sería más fuerte que él y su aversión y que, al fin, su duro y desagradable metal se disolvería en el ardor de mi fuego y él acabaría amándome.

Caminando a su lado por la ancha calle desierta a aquella primera hora de la tarde, le dije:

—Pero tienes que prometerme que una vez estemos en casa no intentarás marcharte.

—Te lo prometo.

—Y tienes que prometerme otra cosa.

—¿Qué?

Vacilé un poco y después dije:

—La otra vez, todo hubiera ido bien si tú, en un determinado momento, no me hubieras mirado de cierta manera que me dio vergüenza… Debes prometerme que no volverás a mirarme de aquel modo.

—¿De qué modo?

—No sé, mal.

—En las miradas no se manda —dijo al cabo de un rato—, pero, si quieres, no te miraré, cerraré los ojos… ¿Va bien así?

—No, no va bien —insistí, obstinada.

—¿Pues cómo quieres que te mire?

—Como te miro yo —respondí.

Le cogí la cara por la barbilla, sin dejar de andar, y le mostré cómo debía mirarme.:

—Así, con dulzura.

—Ah, con dulzura.


Cuando estuvimos en la escalera de mi casa, tan triste y miserable, no pude por menos de pensar en la casa de Gisella, limpia, clara, blanca. Y dije, como hablando conmigo misma:

—Si no viviera en esta casucha y no fuera lo desgraciada que soy, seguramente te gustaría más.

Inesperadamente, se detuvo, me cogió por la cintura con las dos manos y me dijo con sinceridad:

—Si piensas esto, ten la seguridad de que no es verdad.

Me pareció ver en sus ojos algo muy parecido al afecto. Al mismo tiempo se inclinó y buscó mi boca con la suya. Su aliento olía a vino. Nunca he podido soportar el hedor del vino, pero en aquel momento, en su boca me pareció ingenuo y amable, casi conmovedor, como hubiera sido conmovedor en la boca de un chiquillo inexperto. Comprendí que con mis palabras había tocado un punto sensible de él, aun sin saberlo. Entonces creí haber despertado en su ánimo una chispa de afecto. Después he comprendido que, a lo sumo se trataba de una reacción de amor propio y que al abrazarme no obedecía a un impulso amoroso sino que sufría una especie de extorsión moral. Muchas veces y de la misma manera volví a hacerle el mismo chantaje acusándolo de despreciarme por mi pobreza y mi profesión y siempre obtuve el mismo resultado favorable a mis deseos y al mismo tiempo, mientras lo comprendía cada vez mejor, singularmente humillante y lleno de desilusión.

Pero en aquel momento aún no lo conocía tan bien como lo conocí más tarde. Y su beso me inspiró una gran alegría, como una victoria definitiva. Me conformé con rozarle los labios, satisfecha con el valor de su gesto y cogiéndole una mano dije:

—Vamos, vamos arriba.

Alegremente y fogosamente subimos el último tramo de la escalera. Él se dejó arrastrar sin decir palabra.


Entré casi corriendo en mi habitación haciéndolo chocar con las paredes del recibidor como si fuera un muñeco. Entré con violencia y, más que acompañarlo, casi lo eché sobre la cama. Entonces me di cuenta por primera vez que no sólo estaba borracho como yo había previsto, sino tan borracho que tal vez ya empezaba a sentirse mal. Estaba bastante pálido, se pasaba una mano por la frente con expresión aturdida y había en sus ojos una luz turbia y vacilante. Todo esto lo observé en un instante, y sentí un enorme miedo de que fuera a sentirse realmente mal y de este modo, por segunda vez, nuestro encuentro se esfumara en la nada. Mientras iba de un lado para otro por la habitación, desprendiéndome de mis vestidos experimenté por un momento un fuerte remordimiento por no haber impedido que bebiera, casi una desesperación. Pero lo que ni siquiera se me ocurrió fue renunciar a aquel amor suyo tan deseado. Sólo esperaba una cosa: que no se encontrara tan mal como para no estar en condiciones de amarme, y que si realmente su malestar era fuerte, sus efectos se dejaran sentir después y no antes de que mis deseos quedaran satisfechos. Estaba realmente enamorada de él, pero al mismo tiempo tan temerosa de perderlo, que mi amor no conseguía rebasar el nivel del egoísmo.

Así pues, fingí no reparar en su embriaguez y después de haberme desnudado fui a sentarme en el lecho al lado de él. Giacomo tenía aún puesto el abrigo, como cuando había entrado. Me puse a ayudarle a desnudarse, y mientras le ayudaba iba hablándole para que se distrajera y no le viniera la ocurrencia de marcharse.

—Todavía no me has dicho cuántos años tienes, —le dije.

Entre tanto le quitaba el abrigo y él, dócilmente, levantaba el brazo para dejárselo quitar.

Contestó al cabo de un rato:

—Tengo diecinueve años.

—Dos menos que yo.

—¿Tienes veintiuno?

—Sí, y pronto tendré veintidós.

Mis dedos se enredaban en el nudo de su corbata. Lentamente, como haciendo un esfuerzo, me rechazó y deshizo el nudo. Dejó caer los brazos y le quité la corbata.

—Esta corbata está ya muy ajada, —dije—. Te compraré una… ¿Qué color te gusta?

Se echó a reír y su risa graciosa y simpática me gustaba.

—¡Vaya! Quieres mantenerme —dijo—. Antes querías pagarme la comida y ahora regalarme una corbata.

—¡Tonto! —repuse con intenso afecto—. ¿Qué te importa? Me place regalarte una corbata y a ti no puede disgustarte.

Mientras decíamos estas cosas fui quitándole la chaqueta y el jersey y ya estaba sentado al borde del lecho, en camisa.

—¿Se nota que tengo diecinueve años? —preguntó.

Le gustaba hablar de sí mismo. Esto lo descubrí en seguida.

—Sí y no —contesté con una vacilación que sabía que lo lisonjeaba.

Y acariciándole la cabeza, añadí:

—Sobre todo se ve en tu cabello. Un hombre tiene cabellos menos vivos, pero en la cara, no.

—¿Qué edad me echarías?

—Veinticinco años.

Calló y vi que cerraba los ojos, como sumergido en la embriaguez. Me asaltó otra vez el miedo de que se encontrara mal y me apresuré a quitarle la camisa añadiendo:

—Sigue hablándome de ti… ¿Eres estudiante?

—Sí.

—¿Qué estudias?

—Derecho.

—¿Vives con tu familia?

—No, mi familia está en provincia.

—¿Vives en una pensión?

—No, en una habitación amueblada —respondió con los ojos cerrados, mecánicamente—, en la calle Cola di Rienzo, número veinte, interior ocho, en casa de la viuda Medolaghi… Amalia Medolaghi.

Él estaba con el torso desnudo. Sin poder contenerme, le pasé con deseo la mano por el pecho y el cuello, diciéndole:

—¿Por qué estás así? ¿Tienes frío?

Levantó la cabeza y me miró. Después se echó a reír un poco chillonamente:

—¿Piensas que no me doy cuenta?

—¿De qué?

—De que estás desnudándome como quien no quiere la cosa. Estaré borracho, pero no tanto como crees.

—Bien —contesté, desconcertada—. ¿Y qué mal hay en ello? Deberías hacerlo tú mismo, pero ya que no lo haces te ayudo.

No pareció haberme oído.

—Estoy borracho —prosiguió, moviendo la cabeza—, pero sé muy bien qué hago y por qué estoy aquí. No necesito ayuda, mira…

Y de pronto, con gestos violentos a los que daba cierto aire como de muñeco la delgadez de sus miembros, se desabrochó el cinturón e hizo volar por el aire los pantalones y cuanto le quedaba encima.

—Y también sé lo que esperas de mí —añadió cogiéndome por las caderas. Me apretaba con sus manos fuertes y nerviosas y en sus ojos la embriaguez parecía haber cedido el puesto a una especie de enérgica malicia. Más tarde volvería a encontrar aquella misma malicia aun en los instantes en que parecía abandonarse más. Era un claro indicio de la lúcida conciencia que conservaba siempre, hiciera lo que hiciera, y que, como más tarde descubrí con dolor, le impedía comunicarse y amar de veras.

—Tú quieres esto, ¿verdad? —añadió sin dejar de apretarme y clavándome las uñas en la carne—. Y esto, y esto, y esto…

Y cada vez que repetía la palabra «esto» hacía un gesto de amor, besándome, mordiéndome, dándome unos pellizcos traidores donde menos me lo esperaba. Yo reía, y procuraba evitarlo y me debatía, demasiado feliz por aquel despertar suyo como para notar todo lo que había de forzado y voluntarioso en su conducta. Me hacía daño realmente, como si mi cuerpo fuera para él objeto de odio y no de amor. Y en sus ojos, más que el deseo, parecía brillar una especie de ira. Después, su frenesí cesó de golpe, tal como había empezado, y de una manera curiosa e inexplicable, tal vez dominado otra vez por el vino, se dejó caer boca arriba sobre el lecho, a todo lo largo, cerró los ojos y volví a encontrarme a su lado con la extraña sensación de que no se había movido de allí ni había dicho una palabra, ni me había besado ni tocado. Igual que si todo hubiera de empezar todavía.

Permanecí inmóvil un largo rato, arrodillada sobre la cama ante él, con el cabello caído sobre los ojos, mirándolo y rozando tímidamente con las yemas de los dedos aquel cuerpo suyo, tan delgado y tan puro. Tenía la piel blanca y los huesos apuntaban bajo la piel. Los hombros eran anchos y flacos, las caderas estrechas y las piernas largas; apenas tenía vello, excepto un poco en el pecho, y en el vientre estaba plano, por la posición de todo el cuerpo, de manera que el pubis aparecía elevado y como ofreciéndose. No me gusta la violencia en el amor y por esto me parecía que no había ocurrido nada entre nosotros y que todo tuviera que empezar todavía. Dejé que el silencio y la calma volvieran entre los dos, tras aquel artificioso e irónico tumulto y cuando me sentí de nuevo en el estado de ánimo sereno y apasionado que me es propio, lentamente, como en ciertos días de bochorno se desciende poco a poco al agua deliciosa de un mar inmóvil, me tendí a su lado, enlacé mis piernas a las suyas, rodeé su cuello con mis brazos y me ceñí a él todo lo que pude. Esta vez él no se movió ni dijo nada hasta que todo hubo acabado. Yo lo llamaba con los más dulces nombres, jadeaba en su propia cara y lo envolvía en la cálida y tupida red de mis caricias y él, como si estuviera muerto, yacía supino e inmóvil. He sabido después que esta pasividad sin participar era la máxima prueba de amor de que era capaz.


Más tarde, ya de noche, me apoyé en un codo y lo miré con una contemplación intensa de la que me ha quedado, después de tanto tiempo, un recuerdo muy preciso y doloroso. Dormía, con la cara hundida en la almohada, de perfil. Su habitual aire de dignidad vacilante que parecía querer mantener siempre y a toda costa, lo había abandonado, y en los rasgos de su cara, que el sueño hacía sinceros, sólo quedaba la edad juvenil, más como una frescura y una ingenuidad imposibles de definir que como una expresión que reflejaba alguna especial cualidad o inclinación del alma. Pero recordaba haberlo visto sucesivamente malicioso, hostil, indiferente, cruel y lleno de deseo, y experimentaba una triste y ansiosa insatisfacción porque pensaba que aquella malicia, aquella hostilidad, aquella indiferencia y aquel deseo, todas esas cosas que eran él y hacían que se distinguiera de mí y de todos los demás, partían de un centro profundo que por el momento seguía lejano y secreto para mí. No quería que me explicara todas aquellas actitudes examinándolas con palabras, como se examinan las partes de una máquina. En cambio, habría querido conocerlas hasta en sus más tenues raíces por el acto de amor y esto, por desgracia, no lo había logrado. Aquella parte que se me escapaba de él era todo él, y lo mucho que no estaba lejos de mí no tenía importancia ni sabía qué hacer con ello. Más cercanos y más conocidos me habían sido Gino, Astarita e incluso Sonzogno. Lo miraba a mi lado y sentía que la parte más profunda de mí misma se dolía por no haber podido unirse a la suya, como poco antes se habían unido los cuerpos. Había quedado viuda y lloraba con amargura la ocasión perdida. Mientras hacíamos el amor tal vez había habido un momento en que él se había abierto y habría bastado un gesto o una palabra para que yo entrara en él y me quedara allí para siempre. Pero no había sabido coger aquel momento y ahora era demasiado tarde. Él dormía y estaba lejos de mí.


Mientras lo contemplaba así, abrió los ojos, sin moverse, con la cabeza de perfil hundida en la almohada y preguntó:

—¿Has dormido también?

Su voz me pareció distinta, más confiada y más íntima. Por un momento tuve la esperanza de que durante el sueño se hubiera acrecentado la confianza entre nosotros, de una manera misteriosa.

—No, he estado mirándote.

Calló un momento y después siguió:

—He de pedirte un favor; ¿puedo contar contigo?

—¡Qué preguntas tienes!

—Tendrías que hacerme el favor de guardarme en tu casa durante unos días un paquete que te daré… Después volveré a buscarlo y más tarde, tal vez, te traeré otro.

En cualquier otro momento hubiera sentido curiosidad por aquel trasiego de paquetes, pero entonces me interesaban más nuestras relaciones. Pensé que aquella era una ocasión más para volver a vernos, que debía complacerlo en lo posible y que si le hacía preguntas se arrepentiría y retiraría su propuesta. Contesté ligeramente:

—Si no quieres más que eso…

Calló de nuevo un buen rato, como reflexionando, y después insistió:

—¿Aceptas, pues?

—Ya te he dicho que sí.

—¿Y no te interesa saber qué hay en esos paquetes?

—Si no quieres decírmelo —repliqué procurando parecer indiferente— es porque no te interesa y tienes tus razones, y, por lo tanto, no te lo pregunto.

—Pero podría ser algo peligroso. ¿Qué sabes tú?

—Entonces, paciencia.

—Podría ser —prosiguió poniéndose boca arriba mientras sus ojos se encendían con una luz ingenua y divertida— algo robado… Yo podría ser un ladrón.

Me acordé de Sonzogno, que además de un ladrón era un asesino, y de mis hurtos de la polvera y del pañuelo y me pareció una curiosa coincidencia el que él quisiera pasar por ladrón a los ojos de una persona que, como yo, era ladrona de verdad y vivía entre ladrones. Le hice una caricia y le dije dulcemente:

—No, tú no eres un ladrón.

Puso mala cara. Su amor propio estaba siempre al acecho y se ofendía de las cosas más extrañas e imprevistas:

—¿Por qué? Podría serlo.

—No tienes cara de eso… Todo puede ser, pero tú desde luego no lo pareces.

—¿Por qué? ¿Qué cara tengo?

—Tienes cara de lo que eres, un hijo de buena familia, un estudiante.

—Te lo he dicho yo que soy estudiante, pero podría ser otra cosa, como lo soy en realidad.

No le hice caso. Pensé que yo no tenía cara de ladrona y, sin embargo, lo era y sentí un gran deseo de decirle que lo era. Su actitud favorecía en parte la tentación. Yo siempre había pensado que robar era algo reprobable, y ahora me topaba con uno que no tan sólo no parecía reprobar aquel acto, sino que hasta encontraba en ello cierto aspecto positivo totalmente misterioso para mí. Vacilé un momento y por fin le dije:

—Tienes razón. Pienso que tú no eres un ladrón porque estoy convencida de que no lo eres. En cuanto a la cara, podrías serlo, pues no siempre tenemos cara de lo que somos… Por ejemplo, ¿tengo yo cara de ladrona?

—No —contestó sin mirarme.

—Pues lo soy —dije tranquilamente.

—¿Lo eres?

—Sí.

—¿Y qué has robado?

Había dejado mi bolso en la mesita, lo cogí, saqué la polvera y se la mostré:

—Esto, en una casa en la que estuve hace algún tiempo… Y el otro día, en una tienda, robé un pañuelo de seda, que regalé a mi madre.

No es necesario creer que yo hiciera estas revelaciones por vanidad. En realidad, me impulsaba a hacerlas un deseo de intimidad, de complicidad sentimental. A falta de una cosa mejor, la confesión de un delito puede acercar a dos personas y hacerlas quererse. Vi que se ponía serio y me miraba con un aire absorto, y de pronto temí que me juzgara mal y que por este motivo decidiera no volver a verme. Añadí apresuradamente:

—Pero no creas que estoy contenta por haber robado, y así he decidido devolver la polvera hoy mismo… El pañuelo no puedo devolverlo, pero estoy arrepentida y he decidido no hacerlo más.

Ante estas palabras mías brilló en sus ojos aquella habitual malicia suya. Me miró y se echó a reír. Después me cogió por los hombros, me echó sobre la cama y empezó a darme aquellos estrujones y aquellos pellizcos traidores repitiendo:

—Ladrona… Eres una ladrona… Eres una ladrona, una ladronzuela… Una ladronzuela… Eres una ladronzuela…

Y lo decía con una especie de sarcástico afecto que yo no sabía si tenía que ofenderme o sentirme halagada. Pero su impetuosidad me excitaba en cierto modo y me causaba placer. Siempre era mejor que su acostumbrada y mortal pasividad. Por esto me reía y me contorsionaba porque sufro cosquillas y él me introducía perversamente los dedos bajo las axilas. Pero aun contorsionándome y riéndome hasta llorar, veía que su rostro, encima del mío con una especie de impiedad, seguía cerrado y absorto. Después cesó tan bruscamente como había empezado y, echándose de espaldas, dijo:

—Pues yo en cambio no soy un ladrón, no lo soy, y en esos paquetes no hay nada robado.

Me di cuenta de que tenía un gran deseo de decir lo que contenían los paquetes y comprendí que, al contrario de lo que me ocurría a mí, para él todo era una cuestión de vanidad. Una vanidad no muy distinta, en el fondo, de la que había impulsado a Sonzogno a revelarme su delito. A pesar de todas las diferencias, los hombres tienen muchas cosas en común. Y cuando están con una mujer a la que aman o con la que por lo menos tienen alguna relación amorosa, tienden siempre a demostrar su virilidad bajo el aspecto de acciones enérgicas y peligrosas que han hecho o están a punto de hacer.

—En el fondo —dije con dulzura—, te mueres de ganas de decirme qué hay en esos paquetes.

Se ofendió.

—Eres una estúpida. No tengo ningún empeño en decírtelo, pero debo darte cuenta de lo que contienen para que puedas decir si quieres hacerme ese favor o no… Pues bien, contienen material de propaganda.

—¿Qué quiere decir eso?

—Yo formo parte de un grupo de personas a las que no les gusta, digámoslo así, el actual Gobierno… Lo odian y querrían que se fuera lo antes posible. Esos paquetes contienen folletos impresos clandestinamente en los que explicamos a la gente por qué razones este Gobierno no es bueno y de qué manera podemos echarlo.

Yo no me había ocupado nunca de política. Para mí, como supongo que para otras muchas personas, la cuestión del Gobierno no se había planteado nunca. Pero me acordé de Astarita y de las alusiones que de vez en cuando hacía sobre la política. Y, alarmada, exclamé:

—¡Pero eso está prohibido! ¡Es peligroso!

Me miró con visible satisfacción. Por fin le había dicho algo que le gustaba y halagaba su amor propio. Con una gravedad excesiva y ligeramente enfática confirmó:

—Sí, es peligroso. Ahora te corresponde a ti decidir si me haces este favor o no.

—Pero yo no lo he dicho por mí —repuse con vivacidad—. Lo he dicho por ti. Si es por mí, acepto.

—Ten en cuenta que es peligroso de veras —advirtió nuevamente—. Si te los encuentran, vas a la cárcel.

Lo miré y de pronto sentí una plenitud de afecto irrefrenable, no sé si por él o por alguna otra cosa que ignoraba. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:

—¿No comprendes que no me importa nada? Iré a la cárcel… ¿Y qué?

Moví la cabeza y las lágrimas se me deslizaron por las mejillas. Él preguntó asombrado:

—¿Y por qué lloras ahora?

—Perdona —dije—. Soy una estúpida. Ni siquiera yo lo sé. Tal vez porque querría que tú te dieses cuenta de que te quiero y de que estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ti.

Yo no había comprendido todavía que no debía hablarle de mi amor. A mis palabras, hizo lo que después le he visto hacer tantas veces: el rostro se le llenó de un vago y distante embarazo, entornó los ojos y dijo apresuradamente:

—Está bien. Dentro de dos días te traeré el paquete, estamos de acuerdo… Y ahora, tengo que marcharme porque es tarde.

Y diciendo esto saltó de la cama y se puso a vestirse aprisa. Yo me quedé donde estaba, en el lecho, con mi conmoción y mis lágrimas, un poco avergonzada, no sabía si por estar desnuda o por haber llorado.

Del suelo, donde habían caído, recogió sus ropas y se vistió. Fue al perchero, descolgó el gabán, se lo puso y se acercó a mí. Con la sonrisa ingenua y graciosa que me gustaba tanto dijo:

—Toca aquí.

Miré y vi que me indicaba uno de los bolsillos del abrigo. Se había acercado a la cama de manera que yo pudiera alargar la mano sin esfuerzo. Noté un objeto duro bajo la tela del gabán.

—¿Qué es? —pregunté sin comprender.

Sonrió satisfecho, metió una mano en el bolsillo y, sin dejar de mirarme, sacó poco a poco, pero no del todo, un revólver grande y negro.

—¡Un revólver! —exclamé—: Pero ¿qué haces con eso?

—No se sabe nunca —contestó—. Siempre puede servir.

Quedé indecisa. No sabía qué pensar ni él me dio tiempo para ello. Volvió a guardar el revólver en el bolsillo, se inclinó, rozó mis labios con los suyos y dijo:

—De acuerdo entonces… Volveré dentro de dos días. Y antes de que me rehiciera de la sorpresa, ya había salido.


Más tarde he vuelto a pensar varias veces en nuestro primer encuentro de amor y me he reprochado acerbamente no haber sabido adivinar los peligros a que lo exponía la pasión política. Es verdad que no tenía ni tuve nunca influencia sobre él, pero si por lo menos hubiera sabido muchas cosas que supe más tarde, habría podido aconsejarle y cuando los consejos ya no sirviesen habría estado a su lado con plena conciencia y decisión. La culpa fue mía, desde luego, o mejor dicho, de mi ignorancia, de la que no tenía culpa realmente y que se debía a mi condición.

Como ya he dicho, nunca me he ocupado de política, de la que nada entendía y que siempre sentí ajena a mi destino, como si sus hechos no ocurrieran a mi alrededor o fueran de otro planeta. Cuando leía un periódico, saltaba la primera página con sus noticias políticas que no me interesaban y me iba a la página de sucesos en la que, por lo menos, ciertos acontecimientos y algunos delitos proporcionaban a mi mente materia de reflexión. En realidad, mi condición se parecía mucho a la de esos animalitos transparentes que, según se dice, viven en el fondo del mar, casi en la oscuridad, y nada saben de lo que ocurre en la superficie, a la luz del sol.

La política, igual que otras muchas cosas a las que los hombres parecen dar mucha importancia, llegaba a mí desde un mundo superior y desconocido, más débil e incomprensible que la luz del día a aquellos animalitos en sus apartados fondos submarinos. Pero la culpa no fue sólo mía y de mi ignorancia, sino también suya, de su ligereza y de su vanidad. De haber notado yo que había en él algo más que la vanidad, como lo había, hubiera obrado de una manera distinta y me habría esforzado, no sé con qué éxito, por comprender todas aquellas cosas que ignoraba. Y en este punto quiero observar otra cosa que desde luego contribuyó a mi conducta despreocupada: el hecho de que siempre parecía representar un papel, en tono semiburlesco, más que actuar seriamente. Parecía haberse hecho, pieza a pieza, un personaje ideal, aunque hasta cierto punto no creyera en él, y que continuamente sólo buscara, casi mecánicamente, acomodar sus acciones a ese personaje.

Esta continua comedia daba la sensación de un juego que él, en cierto modo, dominaba perfectamente, pero, como suele ocurrir en los juegos, quitaba mucha seriedad a cuanto hacía y al mismo tiempo sugería la falsa certeza de que nada era irreparable para él y que, en el último momento, aun en caso de derrota, su adversario en el juego le devolvería las pérdidas de la partida y le tendería la mano. Pero como tantas veces sucede a los muchachos que por un instinto incontenible se sienten inclinados a bromear con todo, Giacomo jugaba de veras. En cambio, su adversario actuaba en serio, como se vio en seguida. Así, cuando acabó la partida, él se encontró desarmado y desprevenido, fuera de juego, en un aprieto mortal.

Estas cosas, y muchas otras desgraciadamente más tristes y no menos razonables, las he pensado más tarde, reflexionando sobre lo ocurrido. Pero entonces, como creo haber dado a entender, ni siquiera me pasó por la mente la idea de que aquel asunto de los paquetes pudiera influir en nuestras relaciones. Estaba contenta de que hubiera vuelto y estaba contenta de poder hacerle un favor y al mismo tiempo de tener una ocasión segura de volver a verlo, y no llegaba más allá de esta doble satisfacción. Recuerdo que, pensando vagamente y como en sueños en el singular favor que me había pedido, moví la cabeza y pensé: «¡Chiquillerías!» y pasé a otra cosa. Por lo demás, me hallaba en un estado de ánimo tan feliz que, aunque lo hubiera querido, no habría podido apuntalar mis pensamientos sobre un tema inquietante.

CAPÍTULO VI

Todo parecía ir de la mejor manera: Giacomo había vuelto y al mismo tiempo yo había encontrado el modo de hacer salir de la cárcel a la camarera injustamente acusada sin verme obligada por ello a ocupar su puesto. Aquel día, después de que Giacomo se hubo marchado, me pasé por lo menos dos horas pensando en mi felicidad, como damos vueltas a una joya o a cualquier otro objeto precioso que acabamos de recibir, asombrados y sin llegar a comprenderlo del todo, aunque con un goce profundo. Las campanadas de la tarde me despertaron de esta voluptuosa contemplación. Me acordé del consejo de Astarita y de la urgencia de salvar a la pobre mujer encarcelada. Me vestí y salí apresuradamente.

Es agradable en invierno cuando los días son breves y una ha estado en casa toda la mañana y las primeras horas de la tarde, sola con los propios pensamientos, salir a caminar por las calles del centro de la ciudad, donde el tráfico es más denso, la gente más numerosa y las tiendas están más iluminadas. En aquel aire puro y frío, entre el ruido, el movimiento y el centelleo de la vida ciudadana, la cabeza se despeja, el ánimo queda más libre y se experimenta una excitación, una embriaguez de alegría, como si todas las dificultades se hubieran allanado de pronto y en realidad no quedara otra cosa que hacer que vagar por entre la muchedumbre, sin ningún pensamiento, ligeros y contentos de poder seguir alguna de la fugaces sensaciones que el espectáculo de la calle sugiere al ocio.

Realmente es como si en este momento y por unos minutos todas nuestras deudas, como dice la plegaria cristiana, hubieran sido condonadas, sin mérito ni contrapartida por nuestra parte, únicamente en virtud de una benevolencia general y misteriosa. Naturalmente, hay que encontrarse en una disposición de ánimo feliz o, por lo menos, de satisfacción, porque, en caso contrario, la vida de la ciudad puede proporcionar el sentimiento angustioso de una agitación vana y absurda. Pero aquel día, como ya he dicho, me sentía feliz, y me di cuenta de que lo era sobre todo cuando, al llegar al centro, empecé a andar por la acera por entre el gentío.

Sabía que tenía que ir a la iglesia a hacer mi confesión. Pero, quizá precisamente porque ya me había propuesto esa meta y estaba contenta de haberlo hecho, no tenía prisa ni pensaba en ello. Caminé así lentamente de una calle a otra, deteniéndome de vez en cuando a mirar las cosas de los escaparates. Quienes me conocían, si me hubieran visto entonces habrían pensado desde luego que me dedicaba a atraer a los que pasaban a mi lado. Pero, en realidad, nada, estaba más lejos de mi mente. Tal vez hubiera podido dejarme detener por algún hombre que me gustara, pero no por dinero, sino por un simple impulso de alegría y de exuberancia vital. Pero los pocos que viéndome quieta ante los escaparates se acercaron a mí con las frases y las ofertas de siempre, no me gustaron. Ni les contesté, ni siquiera los miré, y seguí acera adelante con mi habitual paso majestuoso e indolente como si no hubieran existido.

La aparición de la misma iglesia en que me había confesado al regreso de nuestra excursión a Viterbo, me sorprendió de pronto en aquel estado de ánimo distraído y feliz. Entre los carteles del cine y el escaparate de una tienda de medias, los dos resplandecientes de luz, la fachada barroca, sumida en la oscuridad, dispuesta a manera de biombo en un entrante de la calle, con su elevado frontón coronado por dos ángeles con trompetas y sobre el que caían los reflejos violeta de un anuncio luminoso de una casa contigua, me pareció semejante al rostro oscuro y arrugado de una vieja que estuviera haciéndome gestos confidenciales a la sombra de un viejo chal entre las demás caras iluminadas. Recordé al guapo confesor francés, el padre Elías, y el sentimiento de atracción que había experimentado hacia él; y me pareció que nadie mejor que aquel hombre de mundo, joven e inteligente, tan diferente de los demás sacerdotes, podría realizar el encargo de restituir la polvera. Además, el padre Elías, en cierto sentido, ya me conocía y así yo tendría menos dificultad en confesar las muchas cosas terribles y vergonzosas que me pesaban en el ánimo.


Subí los peldaños, aparté la pesada cortina que cubría la puerta y entré, poniéndome sobre la cabeza un pequeño pañuelo. Mientras mojaba los dedos en el agua bendita, me sorprendió una representación esculpida alrededor de la pila: una mujer desnuda, con los cabellos al viento y los brazos en alto, que corría perseguida por un horrendo dragón erguido como un hombre sobre las patas posteriores. Me pareció reconocerme en aquella mujer y pensé que también yo huía de un dragón como aquél, sólo que, igual que le pasaba a la mujer, mi huida era circular y como corría en redondo, a veces ya no huía sino que seguía con deseo y gozo al feo dragón. Dejando la pila de agua bendita, me volví al inte­rior de la iglesia mientras me santiguaba y me pareció verla en el mismo desorden, en la misma oscuridad y abandono como la había visto la última vez. Como entonces, estaba sumergida en la oscuridad, excepto el altar mayor con todas la velas encendidas y apretadas en torno al crucifijo, en un resplandor confuso de candelabros de bronce y de floreros de plata. La capilla dedicada a la Virgen en la que había rezado con tan profunda y vana convicción, estaba también iluminada. Subidos a unas escaleras de mano, dos sacristanes clavaban en el arquitrabe unos paramentos rojos con franjas doradas.

El confesionario del padre Elías estaba ocupado y fui a arrodillarme ante el altar mayor, sobre una de las desordenadas sillas de paja. No experimentaba ninguna emoción; solamente impaciencia por acabar pronto con el asunto de la polvera. Era una impaciencia especial, alegre, impetuosa, complacida en sí misma y en el fondo no carente de vanidad, como suele experimentarse cuando se va a realizar una buena acción estudiada y acariciada largo tiempo. Y varias veces he observado que esta impaciencia que procede del corazón y parece querer ignorar todo consejo de la inteligencia, acaba comprometiendo la buena acción y a veces hace un daño mayor que cualquier otra conducta más reflexiva.

Cuando vi que el penitente que estaba confesándose se levantaba y se alejaba, me fui derecha al confesionario, me arrodillé y, sin esperar a que el confesor hablara, dije:

—Padre Elías, no he venido a confesarme como suele hacerse habitualmente, sino a decirle una cosa muy grave y a pedirle un favor, que estoy segura usted no me negará.

En el otro lado de la rejilla, la voz del confesor, bajísima, me invitó a hablar. Yo estaba tan convencida de que allí estaba el padre Elías que casi me parecía ver su bello rostro sereno, superpuesto al cuadrilátero de la reja. Entonces, por primera vez desde mi entrada en la iglesia, sentí un ímpetu de conmoción confiada y devota. Fue como un impulso de mi ánimo a deshacerse del cuerpo y arrodillarse desnudo, con sus manchas bien claras, en aquellos peldaños delante de la reja. Realmente me pareció no ser más que un alma sin carne, libre y hecha de aire y de luz, como dicen que ocurre después de la muerte. Y también me pareció que el padre Elías, con su alma mucho más luminosa que la mía, se deshacía de la prisión corporal, hacía desaparecer la rejillas, las paredes, la sombra del confesionario y se plantaba delante de mí personalmente, deslumbrante y consolador. Tal vez sea éste el sentimiento que debiera experimentarse cada vez que uno se arrodilla para confesarse. Pero nunca lo había advertido tan bien como entonces.

Empecé a hablar con los ojos cerrados, apoyando la frente en la rejilla. Lo conté todo. Hablé de mi oficio, de Gino, de Astarita y de Sonzogno, del hurto y del delito. Dije mi nombre, el de Gino, el de Astarita y el de Sonzogno. Dije el lugar del hurto, el del delito, el de mi casa. Hasta describí el aspecto físico de las personas. No sé qué impulso me dominaba. Tal vez el del ama de casa que, tras un largo tiempo de negligencia, se decide a limpiar sus habitaciones y no descansa hasta que ha quitado la última mota de polvo, la última pelusa que ha quedado en los rincones y debajo de los muebles. Y realmente, a medida que contaba los detalles de mi historia, me parecía desembarazarme el alma de suciedad y sentirme más ligera y más limpia.

Hablé siempre con una voz igual, razonable y tranquila. El confesor me escuchó sin decir una palabra, ni interrumpirme. Cuando hube callado, siguió un instante de silencio. Después oí una horrible voz lenta, enfermiza, como arrastrándose, mientras decía:

—Hija mía, las cosas que me has dicho son terribles, espantosas, y la mente casi se niega a creerlas, pero has hecho bien en confesarte… Haré por ti todo lo que yo pueda.

Había pasado mucho tiempo desde la primera y única confesión mía en aquella iglesia. Y en el tumulto casi placentero de mi vanidad, había olvidado el detalle tan característico y amable de la pronunciación francesa del padre Elías. Y quien me hablaba ahora tenía un acento inconcreto, pero italiano sin duda alguna, por el estilo del modo de hablar peculiar y bobalicón que se nota en tantos curas. Comprendí de repente mi error y al mismo tiempo experimenté un sentimiento de espanto, como el de quien va a coger una bella flor y de pronto siente entre sus dedos la piel viscosa de una serpiente. Y a la desagradable sorpresa de hallarme frente a un confesor diferente del que había imaginado, uníase el sentimiento de horror en aquella voz oscura e insinuante. Con todo, hallé el modo de farfullar:

—¿Pero es usted realmente el padre Elías?

—Sí, el mismo en persona —contestó el sacerdote desconocido—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso has venido aquí alguna otra vez?

—Sí, otra vez.

El sacerdote guardó silencio un instante y después siguió:

—Cuanto me has dicho, hija mía, merecería ser examinado de nuevo punto por punto… No se trata de una cosa sola, sino de muchas; algunas se refieren a ti personalmente y otras se refieren a diversas personas… En cuanto a ti misma, ¿te das cuenta de haber cometido algunos pecados gravísimos?

—Sí, lo sé —murmuré.

—¿Y estás arrepentida?

—Creo que sí.

—Si tu arrepentimiento es sincero —prosiguió, hablando en tono confidencial y paternal—, puedes esperar una absolución, sin duda alguna… Pero desgraciadamente no se trata sólo de ti. Están los demás, las culpas y los delitos de los otros… Tú tienes conocimiento de un crimen espantoso, de que un hombre ha sido asesinado de una manera horrenda… ¿No sientes en tu conciencia el impulso de revelar el nombre del culpable y hacer que sea castigado conforme a su delito?

Así estaba sugiriéndome que denunciara a Sonzogno. Y no digo que, como sacerdote, se equivocara. Pero insinuada de aquel modo, con aquella voz, y en tal momento, la propuesta acrecentó mis sospechas y mi terror.

—Pero si digo quién ha sido —balbucí— me encerrarán también a mí.

—Los hombres, como ya lo ha hecho Dios —respondió inmediatamente—, sabrán valorar tu sacrificio y tu arrepentimiento. La ley, además de la pena, conoce también el perdón… Pero, a costa de algún sufrimiento, tan leve en comparación con la agonía de la víctima, habrás contribuido a restablecer la justicia tan horriblemente ofendida… ¡Oh! ¿Acaso no sientes la voz dé la víctima que en vano pide piedad a su verdugo?

Siguió exhortándome, escogiendo cuidadosamente, y no sin complacencia, las palabras del vocabulario convencional propio de su oficio. Pero en mí ya no quedaba más que un gran deseo de salir de allí, casi histérico. Y dije de prisa:

—En cuanto a la denuncia, prefiero pensarlo. Mañana volveré y le diré lo que haya decidido. ¿Lo encontraré mañana?

—Naturalmente a cualquier hora.

—Está bien —dije como extraviada—. Por ahora no le pido más que se encargue de entregar este objeto.

Callé, y él, después de una breve oración, preguntándome de nuevo si estaba arrepentida y decidida a cambiar de vida, a lo que contesté afirmativamente, me dio la absolución. Me santigüé y salí del confesionario; al mismo tiempo, él abrió la portezuela y me lo encontré delante. Todos los temores que me había inspirado su voz se vieron confirmados de pronto por su figura. Era pequeño y con una gran cabeza inclinada a un lado, como si padeciera una perpetua tortícolis. Ni siquiera tuve tiempo para observarlo bien, pues era mucha mi prisa por alejarme de allí y muy grande el horror que me producía. entreví un rostro oscuro y amarillento, con una amplia frente pálida, los ojos hundidos y extraviados en sus cuencas, una nariz arremangada con amplios orificios y una gran boca deforme, de labios amoratados y serpeantes. No debía de ser viejo, pero, simplemente, no tenía edad. Juntando sus manos sobre el pecho y con tono dolorido, dijo:

—Pero ¿por qué no has venido antes, hija mía? ¿Por qué? ¡Cuántas cosas terribles hubieras evitado!

Hubiese querido contestarle que hubiera sido mejor no haber venido nunca, pero me contuve, saqué la polvera de mi bolso y se la di diciendo con sinceridad:

—Le ruego que lo haga pronto… No puede figurarse lo que me atormenta la idea de esa pobre mujer encarcelada por mi culpa.

—Hoy mismo —contestó, apretándose la polvera contra el pecho y moviendo la cabeza con aire dolorido.

Le di las gracias en voz baja y, haciéndole con la cabeza un gesto de saludo, salí apresuradamente de la iglesia. Él se quedó donde estaba, junto al confesionario, apretando la polvera y moviendo la cabeza.


Cuando me encontré en la calle, intente pensar fríamente en lo sucedido. Dejando aparte mis primeras confusas aprensiones, temía que aquel sacerdote no respetara el secreto de confesión y me esforzaba por explicarme a mí misma qué fundamentos podía tener mi temor. Sabía, como lo saben todos, que la confesión es un sacramento y como tal es inviolable. Sabía que era casi imposible que un sacerdote, por corrompido que estuviera, cometiera aquella violación. Pero, por otra parte, su consejo de que denunciara a Sonzogno me inducía a temer que el padre Elías se decidiera a tomar sobre sí mismo, si yo no lo hacía, el deber de revelar a la Policía el nombre del autor del crimen de la calle Palastro. Pero sobre todo su voz y su aspecto me asustaban y me hacían temer lo peor.

Soy más emotiva que reflexiva y, como ciertos animales, poseo un olfato instintivo para el peligro. Todas las razones que mi mente aducía para tranquilizarme de nada servían frente a mi presentimiento irracional. «Es verdad. El secreto de confesión es inviolable —pensaba—. Pero estoy segura de que sólo un milagro puede evitar que ese sacerdote nos denuncie a Sonzogno, a mí y a todos los demás.»

Otro hecho contribuía a infundirme el sentimiento de una desventura misteriosa que gravitaba sobre nosotros: la sustitución de mi primer confesor por este otro. Evidentemente, el padre francés no era el padre Elías, aunque me hubiera oído en el confesionario señalado con ese nombre. Entonces, ¿quién era? Me arrepentía de no haber pedido noticias de aquel religioso al verdadero padre Elías. Pero, al mismo tiempo, temía que el feo sacerdote fuera a responderme que no sabía nada, confirmando así el carácter de aparición que en mi mente adoptaba la figura del joven fraile. Y, en verdad, que tenía algo de fantasmal, lo mismo por su gran diferencia con respecto a los demás sacerdotes, como por el modo de aparecer y desaparecer de mi vida. Hasta llegué a dudar si realmente lo habría visto alguna vez, o, mejor dicho, si lo habría visto en carne y hueso, y por un momento pensé que había padecido una alucinación.

Entre otras cosas, ahora descubría no sé qué parecido con el Cristo representado habitualmente en las imágenes sagradas. Pero si aquello era verdad, si realmente Cristo se me había aparecido en el momento del dolor y había escuchado mi confesión, la sustitución por aquel sacerdote feo y desagradable tenía desde luego algo de mal agüero. Por lo menos parecía indicar que, en el momento de mi mayor angustia, la religión me abandonaba. Y era como abrir un cofre en el que se conserva un tesoro en monedas de oro y encontrar, en vez de monedas, polvo, telas de araña y excrementos de rata.


Volví a casa con el presentimiento de unas desventuras que nacerían de mi confesión, y me metí inmediatamente en la cama, sin cenar, convencida de que ésa iba a ser la última noche que pasaría en mi casa antes de mi detención. Pero he de decir que ya no sentía miedo alguno, ningún deseo de huir de mi destino. Pasado el primer terror, que nacía en mí de una debilidad nerviosa común a casi todas las mujeres, se imponía ahora a mi ánimo, más que la resignación, una voluntad de aceptar la suerte que me amenazaba. Y hasta sentía una especie de voluptuosidad al dejarme caer hasta el fondo de lo que imaginaba iba a ser el último peldaño de la desesperación. Incluso me parecía estar como protegida por la misma llegada de la desventura y pensaba con cierto placer que, fuera de la muerte, que tampoco me daba miedo, no podía sucederme nada peor.

Pero el día siguiente esperé en vano la prevista visita de la Policía. Pasó todo el día y pasó el siguiente sin que ocurriera nada que pudiese justificar mis aprensiones. Durante todo aquel tiempo no había salido de casa, ni siquiera de mi habitación, y pronto me cansé de pensar en las consecuencias de mi imprudencia. Volví a pensar en Giacomo y me di cuenta de que deseaba volver a verlo, por lo menos una vez, antes de que la denuncia del sacerdote, que todavía consideraba inevitable, surtiera sus efectos. El tercer día por la tarde, casi sin pensarlo, me levanté de la cama, me vestí cuidadosamente y salí a la calle.


Conocía la dirección de Giacomo y en unos veinte minutos llegué ante su casa. Pero cuando iba a entrar en el portal me di cuenta de que no le había anunciado mi llegada y sentí un repentino movimiento de timidez. Temía que fuera a recibirme de mala manera o que incluso me echara. Mi paso, que era impaciente, se hizo más lento, y con el ánimo lleno de tristeza me detuve ante una tienda, preguntándome si no sería mejor volverme atrás y esperar que él se decidiera a visitarme. Comprendía que era mejor, sobre todo en los primeros tiempos de nuestras relaciones, demostrar mucha prudencia y perspicacia y no darle a entender que estaba enamorada y no podía vivir sin él. Por otra parte, me parecía bastante amargo volverme atrás, sobre todo por la inquietud que suscitaba en mí el hecho de la confesión y necesitaba verlo, aunque sólo fuera para distraerme de mis preocupaciones.

Mis miradas se detuvieron en el escaparate de la tienda ante la que me había detenido, en el que había corbatas y camisas, y me acordé de pronto de que le había prometido comprarle una corbata nueva para sustituir la suya, ya deshilachada. Cuando uno está enamorado, la mente no razona bien. Me dije que así podría aducir un pretexto para mi visita, sin darme cuenta de que precisamente el regalo confirmaba el carácter inferior y ansioso de mi sentimiento por él.

Entré en la tienda y, después de una larga elección, compré una corbata gris con rayas rojas, la más bonita y la más cara. El dependiente, con esa cortesía un poco indiscreta de los vendedores que pretenden influir en las compras de los clientes, me preguntó si la persona a la que iba destinada la corbata era morena o rubia.

—Es moreno —contesté lentamente.

Y noté que pronunciaba la palabra «moreno» con voz acariciante y que enrojecía a la idea de que el dependiente pudiera haber notado el matiz.


La viuda Medolaghi vivía en el cuarto piso de un edificio viejo y triste cuyas ventanas daban al paseo junto al Tíber. Subí a pie ocho tramos de escalera y llamé, sin recobrar el aliento, a una puerta sumergida en la sombra. Casi inmediatamente se abrió la puerta y Giacomo apareció en el umbral.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo, sorprendido. Evidentemente, esperaba a alguien.

—¿Puedo pasar?

—Sí, sí, pasa por aquí.

Desde el recibidor, casi a oscuras, me condujo a una salita. También estaba sombría a causa de los cristales de las ventanas, de colores rojos. entreví una serie de muebles negros taraceados de nácar. En el centro había una mesa redonda con un florero de cristal azul de forma anticuada. Había bastantes alfombras y una piel de oso blanco bastante raída. Allí todo era viejo, pero limpio y ordenado y como conservado en el profundo silencio que parecía reinar en la casa desde tiempo inmemorial. Fui a sentarme al fondo del salón en un canapé y pregunté:

—¿Esperabas a alguien?

—No, no… Pero ¿por qué has venido? Realmente, aquellas palabras eran poco acogedoras. Pero no me pareció irritado, sino sólo sorprendido.

—He venido a saludarte —respondí sonriendo— porque me imagino que ésta será la última vez que nos veamos.

—¿Por qué?

—Estoy convencida de que, a más tardar, el domingo vendrán a detenerme y llevarme a la cárcel.

—¿A la cárcel? ¿Qué diablos estás diciendo? Su rostro y su voz se alteraron y comprendí que temía por sí mismo. Tal vez pensaba que lo había denunciado o comprometido de alguna manera, revelando a alguien su actividad política. Sonreí de nuevo y seguí:

—No temas… No es nada que tenga que ver contigo, ni siquiera de lejos.

—No temo —corrigió apresuradamente—, pero no te entiendo… ¿Por qué van a llevarte a la cárcel?

—Cierra la puerta y siéntate aquí —le dije indicándole el canapé.

Fue a cerrar la puerta y se sentó a mi lado. Entonces, con mucha calma, le conté toda la historia de la polvera, incluida mi confesión. Me escuchaba con la cabeza baja, sin mirarme, mordiéndose las uñas, lo que era en él una señal de interés. Por último, concluí:

—Estoy segura de que ese sacerdote me jugará una mala partida… ¿Qué dices tú?

Movió la cabeza y repuso, sin mirarme de frente, con los ojos fijos en los cristales de color de la ventana:

—No debería… Y desde luego no creo que lo haga… No es una razón que un sacerdote sea feo, para hacer una cosa así.

—Tendrías que verlo —interrumpí con vivacidad.

—Monstruoso tendría que ser para hacer una cosa semejante… pero también es verdad que todo es posible —añadió apresuradamente, sonriendo.

—Así, pues, te parece que no debo temer nada.

—Eso es… Además, no puedes hacer nada, ya que no depende de ti.

—¡Bonita manera de hablar! Se tiene miedo porque sí, porque es más fuerte que uno.

De pronto tuvo uno de sus gestos afectuosos. Me puso una mano en el cuello, me lo sacudió un poco riendo y dijo:

—Pero tú no tienes miedo, ¿verdad?

—Sí, lo tengo.

—No tienes miedo porque eres una mujer valiente.

—Te aseguro de que he tenido un miedo terrible. He estado en casa, sin salir durante dos días.

—Sí, pero después has venido a mí y me lo has contado todo con la mayor tranquilidad. Tú no sabes qué es tener miedo.

—¿Y qué tenía que hacer? —pregunté sonriendo a pesar mío—. No voy a ponerme a gritar por el miedo.

—Tú no tienes miedo.

Siguió una pausa. Después me preguntó con un acento especial que me sorprendió:

—Y ese amigo tuyo, llamémosle así, Sonzogno, ¿qué clase de tipo es?

—Uno de tantos —dije distraídamente. En aquel momento no encontraba nada que decir sobre Sonzogno.

—¿Pero cómo es? Descríbelo.

—¿Es que piensas denunciarlo? —pregunté riendo—. Acuérdate de que yo también iría a la cárcel. Y añadí:

—Es rubio, pequeño, ancho de espaldas, con una cara pálida y ojos azules… Nada de especial… Lo único notable en él es que es muy fuerte.

—¿Muy fuerte?

—No te lo parece a primera vista, pero después, si le tocas los brazos, parecen de hierro.

Y viendo que escuchaba con interés le conté la historia del incidente con Gino. Él no la comentó, pero al final preguntó:

—¿Y tú crees que Sonzogno premeditó su delito… es decir, que lo preparó y después lo ejecutó fríamente?

—¡No creo! —respondí—. Ése nunca premedita nada. Un instante antes de derribar a Gino por tierra con aquel puñetazo, seguramente ni siquiera pensaba en tal cosa… y lo mismo pasaría con el orífice.

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

—Pues ¡quién sabe! Porque es más fuerte que él, como un tigre que lleva dentro. Ahora es bueno y al minuto te da un zarpazo, ni él sabe por qué.

Le conté entonces toda la historia de mis relaciones con Sonzogno, y cómo me pegó en la oscuridad y me amenazó con matarme, y concluí:

—No lo piensa. De pronto, lo domina una fuerza más poderosa que su voluntad, y entonces, lo mejor es estar lejos de él… Estoy segura de que había ido al platero a venderle la polvera… después, el otro lo insultó y Sonzogno le dio muerte.

—Bien, una especie de bestia.

—Llámalo como te parezca…

Y añadí, tratando de explicarme a mí misma el sentimiento que me inspiraba la furia homicida de Sonzogno:

—Debe ser un impulso semejante al que me empuja a amarte. ¿Por qué te amo? Sólo Dios lo sabe… ¿Pues por qué a Sonzogno le viene a veces el ímpetu de matar? Tampoco lo sabe nadie, sino Dios… Creo que no hay nada que explicar en casos así.

Giacomo reflexionaba. Después, levantó la cabeza y me preguntó:

—¿Y qué impulso crees que siento hacia ti? ¿Crees que siento el impulso de amarte?

Sentí un horrible temor de oírle decir que no me amaba. Y le tapé la boca con la mano, suplicando:

—Por favor, no me digas nada de lo que sientes por mí.

—¿Y por qué?

—Porque no quiero saberlo. No sé qué sientes por mí, ni quiero saberlo… Me basta con amarte.

Movió la cabeza y dijo:

—Haces mal en amarme. Deberías amar a un hombre como Sonzogno.

Me sorprendió:

—¿Qué estás diciendo? ¿Un delincuente?

—Aunque sea un delincuente… Pero siente los impulsos que has dicho… Ese Sonzogno, lo mismo que tiene impulsos para matar, estoy seguro de que los tendrá para amar, así, sencillamente, sin tantas historias. En cambio, yo…

No le dejé concluir y protesté:

—Tú no puedes compararte con Sonzogno. Tú eres lo que eres; él es un delincuente, un monstruo, y además, no es verdad que podría tener el impulso de amar… Un hombre así no puede amar, para él no es más que una satisfacción de los sentidos. Yo, o cualquier otra, es lo mismo.

No parecía convencido, pero no dijo nada. Aproveché aquel momento de silencio y extendiendo la mano metí los dedos bajo la manga de su camisa, tratando de subir por su brazo.

—Mino —le dije, y se turbó.

—¿Por qué me llamas Mino?

—Es el diminutivo de Giacomo… ¿No puedo?

—No, no es eso… Puedes… Sólo que es el nombre con que me llaman en la familia, eso es todo.

—¿Te llama así tu madre? —le pregunté, dejándole el brazo e introduciendo la mano entre la abertura de su camisa para acariciarle el pecho desnudo.

—Sí, mi madre me llama así —confirmó con algo de impaciencia.

Y al cabo de un rato, con un tono de voz especial, entre desdeñoso y sarcástico, añadió:

—Y no es lo único que tú dices y dice también mi madre. En el fondo tenéis la misma opinión sobre casi todo.

—¿Por ejemplo…? —pregunté.

Estaba turbada y casi no le escuchaba. Le había desabrochado la camisa y con la mano intentaba llegar a su espalda delgada y graciosa de muchacho.

—Por ejemplo —respondió —, cuando te conté que me había metido en política, exclamaste con voz asustada: «Eso está prohibido. Es peligroso…» Pues bien, lo mismo y con la misma voz hubiera dicho mi madre.

Me sentía halagada por la idea de parecerme a su madre, ante todo porque era su madre y después porque sabía que era una señora.

—¡Qué tonto eres! —dije con ternura—. ¿Qué hay en eso de malo? Quieres decir que tu madre te quiere y que yo te quiero…

Es verdad que meterse en política es peligroso… A un joven lo arrestaron y ya lleva dos años dentro… ¿Y para qué? Al fin y al cabo, los otros son más fuertes y en cuanto te mueves te meten en chirona. Yo creo que sin política puede vivirse muy bien.

—¡Mi madre, mi madre! —gritó jubiloso y burlón—. Exactamente lo que dice mi madre.

—No sé lo que dice tu madre —contesté—. Pero lo que diga lo dirá por tu bien, desde luego. Deberías dejar la política… Al fin y al cabo no eres un político de profesión. Eres un estudiante y los estudiantes deben estudiar.

—Estudiar, sacar el título y conseguir una posición —murmuró, como hablando consigo mismo.

No le contesté, pero acercando mi rostro al suyo, le ofrecí los labios. Nos besamos y nos separamos y él pareció arrepentido de haberme besado y me miró con aire mortificado y hostil. Temí haberlo ofendido interrumpiendo con mi beso su discurso sobre la política y añadí apresuradamente:

—Pero puedes hacer lo que quieras. No me meto en tus cosas, y si quieres, ya que estoy aquí, puedes darme el paquete y lo ocultaré, como dijimos.

—No, no —respondió con vivacidad—. Por favor, ya no se trata de eso… Y además, con tu amistad con Astarita, si te lo encuentra…

—¿Por qué? ¿Es tan peligroso Astarita?

—Es de los peores —respondió seriamente.

Sentí no sé qué deseo malicioso de punzarle su amor propio. Pero sin malicia, afectuosamente.

—En el fondo —observé con suavidad— nunca tuviste la intención de confiarme ese paquete.

—¿Y por qué iba a hablarte de él, entonces?

—Bueno, perdóname… No te ofendas, pero creo que me hablaste de eso para presumir en mi presencia, para demostrarme que te dedicabas en serio a cosas prohibidas y peligrosas.

Se irritó y comprendí que había dado en el blanco.

—¡Qué tonterías! —exclamó—. Realmente eres una estúpida.

Pero después, calmándose de pronto, preguntó con desconfianza:

—¿Por qué? ¿Qué es lo que te hace pensar así?

—¡Qué sé yo! —respondí sonriendo—. Todo tu modo de actuar… Quizá tú mismo no te das cuenta, pero en realidad no das la impresión de obrar en serio.

Tuvo una mueca burlona, como dirigida contra sí mismo:

—Pues son cosas muy serias —dijo.

Se puso de pie y tendiendo los brazos enjutos, recitó con énfasis en tono de falsete:

—Las armas, ¡ah!, las armas… Combatiré yo solo, sucumbiré yo solo.

Agitaba los brazos y las piernas, era cómico y casi parecía una marioneta. Pregunté:

—¿Qué significa eso?

—Nada —contestó—. Es un verso.

Y de una manera extraña pareció pasar de la excitación a un abatimiento repentino, oscuro y meditabundo. Se sentó de nuevo y dijo con sinceridad:

—Ya ves, actúo tan en serio que espero ser detenido de veras, entonces demostraré a todos si actúo en serio o no.

No dije nada, pero acariciándole la cara, se la cogí entre las manos y susurré:

—¡Qué bellos ojos tienes!

Y era verdad. Sus ojos eran realmente muy bellos, dulces y grandes, de intensa e ingenua expresión. Se turbó otra vez y la barbilla empezó a temblarle. Murmuré:

—¿Por qué no vamos a tu habitación?

—¡Ni pensarlo! Está junto a la de la viuda y esa mujer está todo el día en su cuarto, con la puerta abierta para espiar lo que ocurre en el pasillo…

—Entonces, vamos a mi casa.

—Es demasiado tarde. Vives muy lejos y dentro de poco han de venir unos amigos míos.

—Entonces, aquí.

—¡Estas loca!

—Confiesa, más bien, que tienes miedo —insistí—. No tienes miedo de hacer propaganda política, por lo menos eso dices. Pero tienes miedo de que te sorprendan en este cuarto con la mujer que te ama. ¿Qué puede suceder, en fin de cuentas? Que la viuda te eche de casa y que tengas que buscarte otra habitación.

Sabía que llevándolo al terreno del orgullo se obtenía todo de él, y de pronto, pareció convencido. En realidad, debía de estar sintiendo un deseo por lo menos tan fuerte como el mío.

—¡Estás loca! —repitió—. Además, puede ser más molesto que a uno le echen de aquí que ser arrestado. ¿Y puedes decirme dónde vamos a ponernos?

—En el suelo —dije en voz baja y con intenso afecto—. Ven y verás cómo se hace.

Parecía tan trastornado que no era capaz de decir nada. Me levanté del canapé y, sin prisa, me eché en el suelo. El pavimento estaba cubierto por una alfombra y en el centro estaba la mesa con el florero. Me tendí sobre la alfombra, con la cabeza y el pecho debajo de la mesa y después atraje a Mino por un brazo obligándolo, un poco a la fuerza, a tenderse sobre mí. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, y el viejo olor de polvo y pelusa de la alfombra me pareció bueno y embriagador, como si me hubiera tendido en un campo en primavera y aquel aroma fuese el de las flores y de las hierbas y no el de una lana sucia. Mino estaba sobre mí y su peso me hacía sentir la dureza deliciosa del suelo. Estaba contenta de que él no la sintiera y de que mi cuerpo le sirviera de lecho. Después sentí que me besaba en el cuello y en las mejillas y esto me produjo un enorme gozo, porque nunca lo hacía. Volví a abrir los ojos. Mi cara estaba inclinada hacia un hombro, con la mejilla sobre la superficie tosca de la alfombra, y podía ver un amplio espacio de mosaico brillante y, al fondo, la parte inferior de los batientes de la puerta. Suspiré profundamente y cerré los ojos.


El primero en levantarse fue Mino. Yo permanecí todavía un buen rato como me había dejado, con un brazo sobre el rostro, boca arriba, con la falda levantada y las piernas abiertas. Me sentía dichosa y como anulada de mi felicidad y estaba segura de que podría permanecer mucho tiempo así, con la grata dureza del suelo bajo la espalda, con aquel olor de polvo y de pelusa en la nariz. Es posible que hasta me durmiera un instante con un sueño levísimo y arrebatado, y me pareció soñar que me hallaba de veras en un prado florido, tendida en la hierba; y que en vez de la mesa, sobre mi cabeza estaba el cielo lleno de sol.

Mino debió pensar que me encontraba mal, porque sentí que me sacudía levemente, diciéndome en voz baja:

—¿Qué te pasa? ¿Qué haces? Levántate… A duras penas retiré mi brazo, salí de bajo la mesa y me puse de pie. Estaba contenta y sonreía. Mino, apoyado en el aparador, doblado sobre sí mismo, jadeando todavía, me miraba en silencio, con expresión hostil y extraviada.

—No quiero volver a verte —dijo por fin.

Al mismo tiempo, su cuerpo inclinado tuvo un extraño estremecimiento involuntario, como un muñeco al que se le rompe un resorte.

—¿Porqué? —sonreí—. Nos queremos… Volveremos a vernos.

Acercándome a él le hice una caricia, pero apartó de mí su rostro blanco y trémulo y repitió:

—No quiero volver a verte.

Yo sabía que esta hostilidad se debía sobre todo a la amargura de haber cedido. No se resignaba a amarme sin un gran resentimiento y sin que le remordiera el hacerlo. Como quien se decide a hacer algo que no debe pensando que no debiera hacerlo. Pero estaba segura de que su mal humor no duraría mucho y que su deseo de tenerme, por combatido y odiado que fuera, sería en definitiva más fuerte que su extraña aspiración a la castidad. Así, pues, no hice caso de sus palabras y recordando la corbata que le había comprado, fui a una mesita sobre la que había dejado al entrar mi bolso y los guantes. Mientras caminaba, le dije:

—Vaya, no estés tan furioso. No volveré aquí, ¿te parece?

No contestó. Al mismo tiempo, la puerta se abrió de par en par y una vieja criada hizo entrar a dos hombres. El primero dijo con voz baja y gruesa:

—Hola, Giacomo.

Comprendí que debían de ser sus compañeros de política y los miré con curiosidad. El que había hablado era realmente un coloso: más alto que Mino, con hombros muy anchos y aspecto de púgil profesional. Era rubio, con el cabello rojizo, los ojos azules, la nariz aplastada y la boca roja e informe. Pero en su rostro había una expresión simpática y franca, mezcla de timidez y de simplicidad, que me gustó. Aunque era invierno, iba sin gabán, con un jersey blanco bajo la chaqueta; el jersey tenía un cuello alto y parecía confirmar todo su aspecto deportivo. Me llamaron la atención sus manos, rojas y de muñecas anchas, que salían de los puños doblados del jersey. Debía de ser muy joven, tal vez de la misma edad de Giacomo.

En cambio, el otro podía tener unos cuarenta años y, a diferencia del primero, que parecía un obrero o un campesino, tenía todo el aspecto y el modo de vestir de un burgués. Era pequeño, y junto a su compañero parecía incluso minúsculo. Era un hombrecillo vestido de negro, con un rostro devorado por unas gafas enormes con montura de tortuga. Entre las gafas aparecía una pequeña nariz remangada y debajo de ella se abría una boca grande, que parecía una hendidura abierta de una oreja a otra. Las mejillas enjutas, negras por la barba, y el cuello de la camisa deshilachado. Del vestido arrugado y sucio parecía salir a flote su pobre cuerpo, y todo en él producía la impresión de una negligencia agresiva, de complacida miseria.

A decir verdad, me maravilló el aspecto de los dos hombres porque Mino iba siempre vestido con cierta elegancia muy personal, algo negligente, y por muchos aspectos revelaba pertenecer a una clase distinta de la de los otros. De no haber visto cómo saludaban a Mino y cómo éste les devolvía el saludo, no hubiera imaginado que fueran amigos. Pero instintivamente sentí una inmediata simpatía por el grande y una profunda antipatía por el pequeño. El primero de ellos preguntó con una sonrisa embarazada.

—¿Hemos llegado demasiado pronto?

—No, no —dijo Mino estremeciéndose.

Seguía aturdido y parecía costarle mucho reaccionar.

—Sois puntuales.

—La puntualidad es la cortesía de los reyes —dijo el pequeño frotándose las manos.

Y de pronto, de una manera inesperada, como si aquella frase hubiera sido muy cómica, soltó una carcajada. Y después, con la misma rapidez desagradable, volvió a ponerse serio, tan serio, que casi dudé de que se hubiera reído.

—Adriana —dijo Mino haciendo un esfuerzo—, te presento a dos amigos… Tullio y Tommaso.

Noté que no decía los apellidos y pensé que los nombres serían falsos. Les tendí la mano sonriendo. El grande me dio un apretón tan fuerte que me dejó doloridos los dedos y en cambio el pequeño me la humedeció con el sudor de la suya, al tiempo que decía:

—Encantado —con un énfasis que me pareció burlón.

El grande murmuró:

—Mucho gusto.

Lo dijo con sencillez y creo que con simpatía y noté que su voz tenía una leve inflexión dialectal. Nos miramos un rato en silencio.

—Giacomo, si quieres —dijo el más corpulento— podemos irnos. Si tienes que hacer, volveremos mañana.

Vi cómo Mino se estremecía y lo miraba y comprendí que estaba a punto de decirle que se quedaran y decirme a mí que me fuera. Lo conocía bastante bien para saber que su conducta no podría ser otra. Recordé que me había entregado a él unos minutos antes: todavía tenía en el cuello la sensación de sus labios que me besaban y en la carne la de sus manos que me apretaban. No fue mi ánimo, siempre dispuesto a ceder y a resignarse, sino mi cuerpo quien se rebeló como ante un trato indigno de su don y de su belleza. Di un paso adelante y dije con violencia:

—Sí, es mejor que os vayáis y volváis mañana. Aún tengo que decir muchas cosas a Mino.

Mino objetó con aire de desagradable sorpresa:

—Pero tengo que hablar con ellos.

—Hablarás con ellos mañana.

—Bueno —repuso Tommaso bonachonamente—. Decidid, si queréis que nos quedemos, lo decís. Si es mejor que nos vayamos…

—No queremos otra cosa —acabó Tullio con su risa de siempre.

Mino vacilaba aún. De nuevo mi cuerpo, a pesar mío, experimentó un impulso agresivo:

—Mirad —dije alzando la voz—, Giacomo y yo hemos hecho el amor hace unos minutos, aquí en el suelo, sobre esta alfombra… ¿Qué haríais en su lugar? ¿Me echaríais de aquí?

Me pareció que Mino enrojecía. Desde luego, se mostró confuso y con cierto despecho volvió la espalda y se acercó a la ventana. Tommaso me miró a hurtadillas y después dijo sin sonreír:

—Entendido… Nos vamos… Entonces, Giacomo, hasta mañana a la misma hora.

En cambio, mis palabras parecían haber impresionado al pequeño Tullio. Me miró fijamente, con la boca abierta, abriendo mucho los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas. Desde luego, nunca había oído a una mujer hablar de aquella manera, con tanta franqueza, y en aquel momento mil sucios pensamientos debían de enredarse en su mente. Pero el grande lo llamó desde la puerta:

—Tullio, vámonos.

Y él, sin apartar de mí los ojos asombrados y ansiosos retrocedió hasta la puerta y salió.

Esperé que hubieran salido y me acerqué a Mino, que se había quedado junto a la ventana, de espaldas a la habitación, y le pasé un brazo por el extremo de su cuello:

—Apuesto lo que quieras a que en este momento no puedes sufrirme.

Se volvió lentamente y me miró. Había ira en sus ojos, pero a la vista de mi rostro, que debía de tener un intenso gesto de dulzura, lleno de amor y, a su manera, inocente, su mirada se transformó y dijo con un tono discreto y casi triste:

—¿Estás satisfecha ahora? Ya tienes lo que deseabas.

—Sí, estoy contenta —dije, abrazándolo con fuerza.

Se dejó abrazar y preguntó:

—¿Qué es todo eso que tienes que decirme?

—Nada —contesté—. Quería estar contigo esta tarde.

—Pero dentro de poco cenaré —repuso—. Y ceno aquí, con la viuda Medolaghi.

—Pues bien, invítame a cenar.

Me miró y sonrió por mi atrevimiento, pero cohibido:

—Está bien —concedió paciente—. Voy a avisar… ¿Y cómo quieres que te presente?

—Como quieras… Una pariente.

—No, te presentaré como mi novia… ¿Quieres?

No me atreví a demostrarle cuánto me gustaba esta propuesta. Respondí, fingiendo indiferencia:

—Por mí, con tal de que estemos juntos…

—Aguarda, vuelvo en seguida.

Salió y yo me dirigí a un rincón de la sala. Me levanté el vestido y me arreglé la combinación, que con el ajetreo del amor y la repentina llegada de sus amigos había quedado en desorden. En un espejo sobre la pared de enfrente vi mi pierna larga y perfecta, enfundada en seda, y me hizo un curioso efecto entre todos aquellos muebles viejos y en medio de aquel ambiente cerrado y silencioso. Me acordé de cuando hacía el amor con Gino en la villa de su señora y del robo de la polvera y no pude por menos de comparar aquel momento ya lejano de mi vida con éste. Entonces había experimentado una sensación de vacío, de amargura y de deseo de vengarme, si no directamente de Gino, del mundo que por medio de Gino me había ofendido tan cruelmente.

Ahora, en cambio, me sentía contenta, libre y ligera. Una vez más comprendí que amaba verdaderamente a Mino y que no me importaba que él no me amase.

Me arreglé el vestido, fui ante el espejo y me compuse el cabello. A mis espaldas se abrió la puerta y entró Mino.

Esperé que se acercara para abrazarme por detrás mientras me miraba al espejo. Pero fue a sentarse al fondo del salón, en un canapé.

—Ya está —dijo encendiendo un cigarrillo—. Han puesto un cubierto más. Dentro de un momento iremos a la mesa.

Fui a sentarme a su lado, pasé un brazo bajo el suyo y me ceñí a él.

—Esos dos amigos tuyos —murmuré al azar— eran los de la política, ¿verdad?

—Sí.

—No deben de ser muy ricos.

—¿Por qué?

—Por lo menos, a juzgar por su modo de vestir…

—Tommaso es hijo de un granjero nuestro. El otro es maestro de escuela.

—No me es simpático.

—¿Quién?

—El maestro… Es sucio y me ha mirado de un modo muy especial cuando he dicho que había hecho el amor contigo.

—Se ve que le has gustado.

Permanecimos en silencio un largo rato. Después, dije:

—Te avergüenzas de presentarme como novia tuya… Si quieres, me voy.

Sabía que éste era el único medio de arrancarle algún gesto afectuoso: haciéndole chantaje con la acusación de que se avergonzaba de mí. Y, en efecto, me pasó inmediatamente un brazo alrededor de la cintura y dijo:

—Te lo he propuesto yo mismo. ¿Por qué iba a avergonzarme de ti?

—No lo sé… Veo que estás de mal humor.

—No estoy de mal humor. Estoy aturdido —replicó en un tono casi científico—. Es porque hemos hecho el amor. Dame tiempo para rehacerme.

Noté que aún estaba muy pálido y que fumaba con disgusto.

Y dije:

—Tienes razón. Perdóname, pero eres siempre tan frío que me haces perder la cabeza… Si fueras diferente, no habría insistido tanto por quedarme.

Dejó el cigarrillo y dijo:

—No es verdad que sea frío.

—Sin embargo…

—Me gustas mucho —prosiguió mirándome con atención—. Y la prueba es que no he resistido como hubiera querido.

Esta frase me gustó y bajé los ojos, sin decir palabra. Giacomo siguió:

—Pero supongo que, en el fondo, tienes razón y que eso no puede llamarse amor.

Sentí una congoja y no pude por menos de murmurar:

—¿Y qué es para ti el amor?

—Si te hubiera amado —dijo— hace un momento no habría deseado echarte de aquí, y además no me hubiera disgustado al querer quedarte tú.

—¿Te has disgustado?

—Sí… y ahora hablaría contigo, estaría contento, ligero, suelto, de buen humor… Te haría caricias, cumplidos, te besaría, haría proyectos para el futuro.. ¿No es todo esto el amor?

—Sí —contesté en voz baja—. Por lo menos, ésos son los efectos del amor.

Calló un rato y después dijo, sin ninguna complacencia, con seca humildad:

—Todo lo hago igual… sin amar ni sentir con el corazón las cosas, pero sabiendo con la cabeza cómo se hacen y, a veces, haciéndolas en frío, desde el exterior. Soy así y, por lo visto, no puedo cambiar.

Hice un gran esfuerzo sobre mí misma y respondí:

—Me gustas como eres… No te preocupes. Y lo abracé con intenso afecto. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta y una criada vieja se asomó; dijo que la cena estaba dispuesta.

Salimos de la sala y por un largo pasillo fuimos al comedor. Recuerdo bien los detalles de aquella habitación y de las personas que había en ella porque en aquel momento mi sensibilidad era como una placa fotográfica. No me parecía tanto obrar como verme actuar con ojos muy abiertos y tristes. Tal vez sea éste el efecto en nosotros del sentimiento de rebelión que nos inspira una realidad que nos hace sufrir y que nos gustaría cambiar.


La viuda Medolaghi me pareció, no sé por qué, bastante parecida a los muebles de su salón, de ébano negro con blancas incrustaciones de nácar. Era una mujer madura, de una estatura imponente, un pecho voluminoso y unas caderas macizas. Vestida de seda negra, con la cara alargada y estropeada, de una palidez nacarada, enmarcada en unos cabellos negros que parecían teñidos y con unas grandes ojeras oscuras. Estaba de pie ante una sopera decorada con flores y servía la sopa con un gesto de desdén. La lámpara de contrapeso, dispuesta sobre la mesa, le iluminaba el pecho, semejante a un gran paquete negro y brillante, y dejaba en la sombra el rostro. En aquella sombra, los ojos daban la idea de uno de esos antifaces que se usan en carnaval.

La mesa era pequeña y tenía cuatro puestos, uno a cada lado. La hija de la señora ya estaba sentada en su sitio y no se levantó al vernos entrar.

—La señorita se sentará ahí —dijo la señora Medolaghi—. ¿Cómo se llama la señorita?

—Adriana.

—Vaya, como mi hija —dijo la señora distraídamente—. Ya tenemos dos Adrianas.

Hablaba con un tono sostenido, sin mirarnos, y era evidente que mi presencia no le gustaba. Como ya he dicho, yo casi no me pintaba ni me oxigenaba el cabello y, en resumen, no había ninguna señal que delatara mi oficio. Pero que era una muchacha del pueblo, simple y sin educación, se veía a la legua y no me preocupaba de ocultarlo. «Vaya gente que me traes a casa —debía de ser en aquel momento la idea fija de la señora Medolaghi—. Una plebeya.»

Me senté y miré a la muchacha que se llamaba como yo. Era exactamente la mitad de mí, en cuanto a la cabeza, el pecho, las caderas y todo. Delgada, con poco cabello, un rostro ovalado y fijo, unos grandes ojos mortecinos y una expresión encogida. La miré y vi que, ante mis miradas, bajaba la cabeza. Creí que era tímida y dije para romper el hielo:

—¿Sabe que me parece curioso que otra persona pueda llamarse como yo y ser tan diferente?

Había hablado al azar para encauzar una conversación y la frase era tonta. Pero, con gran sorpresa por mi parte, no recibí ninguna respuesta. La muchacha me miró con los ojos bien abiertos, inclinó la cabeza sobre el plato y se puso a comer. Entonces, la verdad se abrió camino en mi mente. No es que fuera tímida: es que estaba aterrada. Y la causa de su terror era yo. Estaba asustada de mi belleza que estallaba en el aire apagado y polvoriento de su casa como una rosa en la tela de araña, de mi exuberancia, que no podía dejar de notarse incluso cuando estaba en silencio y quieta, pero sobre todo estaba aterrada de mi carácter de plebeya.

El rico no ama al pobre que por educación o por origen tiene el espíritu de un rico; queda aterrado por el verdadero pobre, como quien se siente predispuesto a una enfermedad se asusta de quien ya la padece. Las Medolaghi no eran ricas, desde luego, pues de lo contrario, no alquilarían habitaciones. Sintiéndose pobres y no queriendo admitirlo, les parecía un peligro y un insulto mi presencia de pobre sin máscara. Seguramente lo que pensó aquella joven cuando le dirigí la palabra fue algo así: «Esta que habla conmigo quiere hacerse mi amiga y no conseguiré deshacerme de ella». Comprendí todas estas cosas en un instante y decidí no volver a decir palabra durante la cena.

Pero la madre, más desenvuelta y seguramente más curiosa, no quiso renunciar a la conversación:

—No sabía que usted tenía novia —dijo a Mino—. ¿Y desde cuándo?

Su tono era afectado; hablaba como desde detrás de su pecho, igual que tras una trinchera que le servía de defensa.

—Hace un mes —dijo Mino.

Era la verdad: sólo nos conocíamos desde hacía un mes.

—¿La señorita es romana?

—Naturalmente. Desde hace siete generaciones.

—¿Y cuándo se casan?

—Pronto… En cuanto esté libre la casa a la que vamos a ir a vivir.

—¡Ah! ¿Ya tienen casa?

—Sí, una villa pequeña con un jardín y una torrecilla realmente graciosa.

Y con su tono sardónico describió la pequeña villa que yo le había enseñado en la calle junto a nuestra casa. Haciendo un esfuerzo dije:

—Pues si esperamos esa casa, me temo que no nos casemos nunca.

—¡Tonterías! —dijo Mino con tono alegre.

Parecía haberse repuesto ya del todo y hasta su rostro tenía mejor color:

—Sabes muy bien que la tendremos libre el día señalado.

No me gustan las comedias y por eso no dije nada. La criada cambió los platos.

—Las villas, señor Diodati —dijo la viuda Medolaghi— tienen muy buenas cualidades, pero son incómodas y exigen mucha servidumbre.

—¿Por qué? —dijo Mino—. No lo necesitaremos… Adriana puede hacer de cocinera, de doncella, de ama de casa… ¿verdad, Adriana?

La señora Medolaghi me midió con la mirada y observó:

—Realmente, una señora tiene otras cosas que hacer y no estar pensando en la cocina, en barrer alcobas y hacer camas, pero si la señorita Adriana está acostumbrada, en este caso…

No terminó y volvió los ojos al plato que la criada estaba sirviéndome:

—No contábamos con usted y sólo hemos podido añadir unos huevos.

Yo estaba furiosa contra Mino y contra aquella mujer y no me faltaban ganas de contestar que a lo que yo estaba acostumbrada era a acostarme con hombres pero Mino, que con una alegría sin límites, se servía mucho vino y me lo servía también a mí, mientras los ojos de la señora Medolaghi seguían preocupados por la botella, prosiguió:

—Pero si Adriana no es una señora ni lo será nunca… Adriana siempre ha hecho las camas y ha barrido la casa… Adriana es una chica del pueblo.

La señora Medolaghi me contempló como si me mirara por primera vez. Después confirmó con una cortesía injuriosa:

—Eso es, como yo decía, si está acostumbrada…

La hija inclinó la cabeza sobre el plato.

—Sí, claro que está acostumbrada —continuó Mino— y, desde luego, no seré yo quien la haga cambiar de costumbres tan útiles… Adriana es hija de una camisera y ella también hace camisas, ¿verdad, Adriana?

Tendió un brazo sobre el mantel, me cogió la mano y me puso la palma visible:

—Es verdad que se pinta las uñas, pero sus manos son de obrera, grandes, fuertes, simples… como sus cabellos, ondulados, sí, pero en el fondo duros y rebeldes.

Dejó mi mano y me dio un tirón de pelo, fuerte, como si yo fuera un animal.

—En fin, Adriana es en todo y por todo una digna representante de nuestro buen pueblo, sano y vigoroso.

En su voz sonaba una especie de sarcástico desafío, pero nadie lo recogió. La hija miraba mi cuerpo como si fuera transparente y ella estuviera observando un objeto tras de mí. La madre ordenó a la sirvienta que cambiara los platos y después, volviéndose a Mino, dijo de una manera totalmente inesperada:

—¿Ha ido a ver la comedia que dijimos, señor Diodati?

Estuve a punto de echarme a reír ante aquel modo tan torpe de cambiar de tema. Pero Mino no se turbó y dijo:

—No me hable de esa comedia. Es una verdadera porquería.

—Nosotros iremos mañana… Dicen que los actores son magníficos.

Mino replicó que los actores no eran, al fin y al cabo, tan estupendos como decía la Prensa; la señora se asombró de que los periódicos mintieran; Mino replicó tranquilamente que los periódicos eran una pura mentira desde la primera a la última página, y desde aquel momento, la conversación se encauzó por otros derroteros. En cuanto uno de aquellos motivos convencionales se agotaba, la señora Medolaghi se metía en otro, con mal disimulada precipitación. Mino, que parecía divertido, seguía el juego y replicaba con prontitud. Hablaron de los actores, de la vida nocturna de Roma, de los cafés, de los cines, de los teatros, de los hoteles y de otras cosas por el estilo. Parecían dos jugadores de tenis devolviéndose siempre la pelota, atentísimos a que no se les escapara. Pero mientras Mino lo hacía por aquel habitual espíritu suyo de comedia, tan desarrollado en él, el motivo de la señora Medolaghi era miedo y repugnancia de mí y de todo cuanto a mí se refiriese.

Con aquella conversación formal y convencional, parecía que quisiera dar a entender: «Esta es mi manera de decirle que es indecente casarse con una muchacha del pueblo y más indecente aún hacerla venir a casa de la viuda del funcionario del Estado Medolaghi.» La hija no abría boca. Asustada, parecía desear de un modo bastante explícito que la cena acabara de una vez y yo me fuera de su casa lo antes posible.


Durante un rato, me divertí siguiendo las fintas de aquella conversación; después me cansé y dejé que la tristeza que me asediaba el corazón lo invadiera del todo. Me daba cuenta de que Mino no me amaba y el verlo tan claro me resultaba amargo. También había observado que Mino se servía de mis confidencias para poner en pie toda aquella comedia de nuestro noviazgo y no lograba comprender si había querido burlarse de mí o de sí mismo o de las dos mujeres de la casa. Quizá de todos, pero sobre todo de sí mismo. Como si también él hubiera acariciado en su corazón las mismas aspiraciones mías a una vida normal y decente y, por motivos diversos de los míos, no esperase conseguir satisfacer sus deseos.

Comprendí, por otra parte, que aquel elogio que me había dedicado como hija del pueblo no tenía nada de lisonjero ni para mí ni para el pueblo; sólo había sido un medio de hacerse desagradable a las dos mujeres, y esto era todo. Y a través de todas estas observaciones reconocía la verdad de cuanto me había dicho poco antes: que era incapaz de amar con el corazón. Nunca como en aquel momento había comprendido que todo era amor y que todo dependía del amor. Y este amor existía o no existía. Y si existía, se amaba no sólo al propio amante sino a todas las personas y todas las cosas, como me sucedía a mí, pero si no lo había, no se amaba nada ni a nadie como era su caso. Y la falta de amor engendraba incapacidad e impotencia.


La cena había concluido y sobre el mantel lleno de migas, a la redonda luz de la lámpara, había cuatro tacitas de café, un cenicero de loza en forma de tulipán, y una gran mano blanca con manchas oscuras y varios anillos de poco valor en los dedos, que apretaban un cigarrillo humeante: la mano de la señora Medolaghi. De pronto, no pude aguantar más y salté en pie:

—Mino, lo siento —dije acentuando adrede el tono dialectal de mi hablar romano—, pero tengo que hacer… Debo irme.

Mino aplastó su cigarro en el cenicero y se levantó también. Dije: «Buenas noches», en tono sonoro, de plebeya, hice una leve inclinación a la que la señora Medolaghi respondió con sosiego y su hija no respondió en absoluto, y salí. En el recibidor, dije a Mino:

—Temo que la señora Medolaghi te pida, después de lo ocurrido, que busques otra habitación.

Mino se encogió de hombros:

—No lo creo… Pago mucho y soy puntual cada mes a la hora de pagar.

—Me voy —dije—. Esta cena me ha puesto triste.

—¿Por qué?

—Porque me he convencido de que no eres capaz de amar.

Dije estas palabras sin mirarlo, con tristeza. Después levanté los ojos y me pareció que estaba mortificado. O quizá no era más que la sombra del recibidor en su pálido rostro. Sentí de pronto un gran remordimiento.

—¿Estás ofendido? —pregunté.

—No —contestó esforzándose—. Al fin y al cabo, es la verdad…

El alma se me llenó de afecto, lo abracé impetuosamente, diciendo:

—No es verdad… Lo he dicho por despecho y yo sigo queriéndote… Mira, te había traído esta corbata.

Abrí el bolso, saqué la corbata y se la di. Él la miró y preguntó:

—¿La has robado?

Era una broma y revelaba en él, como pensé más tarde, más afecto que cualquier palabra calurosa de agradecimiento. Pero me dolió. Los ojos se me llenaron de lágrimas y balbucí:

—No, la he comprado en una tienda aquí abajo.

Notó mi mortificación y me abrazó diciendo:

—Tonta, ha sido una broma… Además, me gustaría aunque fuera robada… y hasta me gustaría más.

—Espera, que te la pongo —dije un poco consolada.

Levantó la barbilla y yo le quité la corbata vieja, volví el cuello de la camisa y le puse la nueva.

—Me llevo esta vieja —dije—. No debes volver a ponértela.

En realidad, quería un recuerdo suyo, cualquier cosa que él hubiera llevado.

—Nos veremos pronto —dijo.

—¿Cuándo?

—Mañana, después de cenar.

—Está bien.

Le cogí la mano y fui a besársela. Él la bajó, pero no pudo impedir que mis labios la rozaran. Casi corriendo, sin volverme, me fui escaleras abajo.

CAPÍTULO VII

Desde aquel día, seguí haciendo la vida de siempre. Amaba realmente a Mino y más de una vez experimenté el deseo de abandonar mi oficio que tanto se oponía al verdadero amor. Pero mis condiciones, a pesar del amor, no habían cambiado; seguía hallándome igual que antes, sin dinero y sin posibilidad de ganarlo si no era de aquel modo. No quería recibirlo de Mino; además su dinero era muy limitado, ya que la familia apenas le mandaba lo necesario para su mantenimiento en la ciudad. Más aún, debo decir que sentía continuamente el deseo irresistible de pagar yo en todos aquellos sitios, cafés o restaurantes, a los que íbamos juntos. Él rechazaba regularmente mis ofrecimientos, y siempre quedaba yo desilusionada y amargada. Y cuando no tenía dinero me llevaba a los jardines públicos y nos sentábamos en un banco, conversando y mirando a la gente que pasaba, como los pobres. Un día le dije:

—Pero si no tienes dinero, vamos igualmente a un café. Pagaré yo… ¿Qué te importa?

—No es posible.

—¿Por qué? Yo quiero ir a un café y beber algo.

—Entonces, ve sola.

En realidad, no me importaba tanto ir a un café como pagar por él. Tenía un deseo profundo, lamentoso, tenaz, y más aún que pagar por él me hubiera gustado darle directamente el dinero que ganaba, a medida que lo recibía de mis amantes de turno. Creía que tan sólo así podría demostrarle mi amor, pero también pensaba que, manteniéndolo, lo ataría a mí con un vínculo más fuerte que el de un simple afecto. En otra ocasión le dije:

—Me gustaría mucho darte dinero, y estoy segura de que sentirías algún placer al recibirlo.

Se echó a reír y dijo:

—Nuestras relaciones, al menos por lo que se refiere a mí, no se fundan en el placer.

—¿En qué se fundan, entonces?

Vaciló y después repuso:

—En tu voluntad de amarme y en mi debilidad frente a esa voluntad… Pero eso no quiere decir que mi debilidad no vaya a tener un límite.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo —contestó tranquilamente—, y te lo he explicado muchas veces… Nosotros estamos juntos porque tú lo has querido… Yo no, y, al menos en teoría, sigo sin quererlo.

—Basta, basta —le interrumpí—. No hablemos de nuestro amor… He hecho mal en hablar de esto.


Varias veces, pensando en su carácter, he llegado a la conclusión dolorosa de que no me amaba en absoluto y que para él no era más que el objeto de no sé qué experimento. En realidad, él no se preocupaba más que de sí mismo, pero, dentro de estos límites, su carácter se manifestaba muy complicado. Era, como creo haber dicho ya, un muchacho de familia acomodada provinciana, delicado, inteligente, culto, educado, serio.

Su familia, por lo poco que supe, pues a él no le gustaba hablar de ella, era una de esas familias en las que, en mis vanos sueños de normalidad, hubiera querido nacer. Una familia tradicional, con un padre médico y terrateniente, una madre joven y muy de su casa, dedicada sólo al marido y a los hijos, tres hijas menores y un hijo mayor. Es verdad que el padre era un aprovechado y ejercía un cargo de autoridad, la madre bastante santurrona, las hermanas frívolas y el hermano mayor un libertino por el estilo de su amigo Giancarlo, pero, en fin de cuentas, eran defectos muy tolerables y a quien como yo había nacido en unas condiciones y de unas gentes tan distintas, ni siquiera parecían defectos. Además, la familia estaba muy unida y todos, lo mismo los padres que los hermanos, a Mino.

A mí me parecía que había tenido mucha suerte por haber nacido en una familia así. En cambio, él sentía por su familia una aversión, una antipatía, un disgusto que me resultaban verdaderamente incomprensibles. Y la misma aversión, la misma antipatía y el mismo disgusto parecía sentir por sí mismo y por cuanto era y hacía. Con todo, ese odio a sí mismo no parecía ser más que un reflejo de su odio a la familia. En otras palabras, era como si odiara en sí a todo aquello que seguía adherido a la familia o que, en cualquier modo, había recibido la influencia del ambiente familiar.

He dicho que era delicado, educado, culto, inteligente y serio. Pero despreciaba todo eso simplemente por la sospecha de deberlo todo al ambiente familiar en el que había nacido y crecido. «Pero bien —le dije una vez—, ¿qué quieres ser? Todas esas cosas son unas cualidades estupendas y deberías agradecer al cielo el tenerlas.»

—¡Bah! —contestó a flor de labios—. Para lo que me sirven… Por mi parte, hubiera preferido ser como Sonzogno.

Le había sorprendido mucho la historia de Sonzogno y no sé por qué.

—¡Qué horror! —exclamé—. Es un monstruo y tú querrías parecerte a un monstruo.

—Naturalmente, no es que quiera ser en todo como Sonzogno —explicó con calma—, he nombrado a Sonzogno para que veas claro mi pensamiento… pero de todas maneras, Sonzogno ha sido hecho para vivir en este mundo y yo no.

—¿Y quieres saber qué hubiera querido ser yo? —dije.

—Vamos a ver.

—Hubiera querido ser —dije lentamente saboreando las palabras, en cada una de las cuales me parecía encerrarse un sueño largo tiempo acariciado por mí— precisamente lo que eres tú y tanto te disgusta ser… Hubiera querido nacer en una familia rica como la tuya, que me hubiera dado una buena educación… Hubiera querido tener una casa bella y limpia como la tuya con buenos maestros, como tú los tuviste, y nurses extranjeras… Me hubiera gustado pasar el verano en la playa o en la montaña, y tener buenos vestidos y ser invitada y recibir a mis amistades… Y por último me hubiera gustado casarme con algún hombre que me amara, un hombre excelente que trabajara y tuviera dinero… y hubiera deseado vivir con ese nombre y tener hijos.

Hablábamos echados en la cama. De pronto, como hacía a menudo, me saltó encima, apretándome, zarandeándome con fuerza y repitiendo:

—Viva, viva, viva… En fin, hubieras querido ser como la señora Lobianco.

—¿Y quién es la señora Lobianco? —pregunté desconcertada y un poco ofendida.

—Una horrible arpía que a veces me invita a sus recepciones con la secreta esperanza de que me enamore de una de sus horribles hijas, y me case con ella… porque yo soy lo que, en la jerga mundana, se llama un buen partido.

—Pues yo no querría ser como la señora Lobianco.

—Y sin embargo, lo habrías sido a la fuerza, de haber tenido todo eso que dices… También la señora Lobianco ha nacido en una familia rica que le ha dado una excelente educación, con buenos maestros y nurses extranjeras y hasta la mandó a la Universidad, según creo… También ha crecido en una casa bonita y limpia, y todos los veranos ha ido a la playa o a la montaña… También ha tenido bonitos trajes y ha asistido a recepciones y ha recibido muchas amistades… También se casó con un buen hombre, el ingeniero Lobianco, que trabaja y lleva a casa mucho dinero… y, por último, también ha tenido de ese marido, al que creo que ha sido hasta fiel, un buen número de hijos, precisamente tres hembras y un varón… y a pesar de todo es una horrible arpía.

—Pero será una arpía independientemente de lo que la rodea.

—No, lo es como lo son sus amigas y las amigas de sus amigas.

—Así será —protesté intentando deshacerme de su sarcástico abrazo—, pero cada uno tiene su carácter. Puede ser que la señora Lobianco sea una arpía, pero estoy segura de que, en tales condiciones, yo hubiera sido sin duda mejor, pero mucho mejor, de lo que soy.

—Serías tan horrible como la señora Lobianco.

—¿Pero por qué?

—Porque sí.

—Pero veamos, ¿también tu familia te parece horrible?

—Sin duda, horrible a más no poder.

—Y tú, ¿también eres horrible?

—Sí, lo soy en todas aquellas cosas que proceden de mí familia.

—Pero, ¿por qué? Dime por qué.

—Porque sí.

—Ésa no es una respuesta.

—Es la misma respuesta que te daría la señora Lobianco si le hicieras ciertas preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Las que sea, no importa —contestó ligeramente—. Preguntas embarazosas… Un buen «sí» dicho con convicción, cierra la boca aun a los más curiosos, así, sin ninguna razón, porque sí.

—No te entiendo.

—¿Qué importa que no nos entendamos si, como es verdad, nos amamos? —concluyó, abrazándome de aquella manera suya, irónica, y en el fondo, sin amor.


Y así acabó la discusión. Porque del mismo modo que nunca se abandonaba completamente con el sentimiento y parecía reservarse siempre una parte, quizá la más importante, de manera que restaba valor a sus escasos impulsos de afecto, nunca abría del todo su mente y cada vez que me parecía llegar al centro de su inteligencia, me rechazaba con una broma o una burla, sustrayéndose a mi atención. Realmente era huidizo en todos los sentidos. Y me trataba como a una persona inferior, casi como una especie de objeto de experimento o de estudio. Y tal vez por esto precisamente yo lo amaba tanto y de una manera tan sumisa y desarmada.

Por otra parte, a veces me parecía que odiaba, no sólo a su familia y su ambiente, sino incluso a todos los hombres. Un día, no recuerdo a propósito de qué, observó:

—Los ricos son horribles, aunque los pobres, por otros motivos, tampoco son mejores.

—Acabarías antes —le dije— confesando francamente que odias a todos los hombres, sin distinción.

Se echó a reír y contestó:

—En abstracto, cuando no estoy entre ellos, no los odio… Los odio tan poco que llego a creer en su capacidad de mejorar. Si no creyera esto, no me ocuparía de política. Pero cuando estoy entre ellos me causan realmente horror.

Y de pronto, dolorido, añadió:

—Los hombres no valen nada.

—También nosotros somos hombres —dije— y, por lo tanto, no valemos nada… Y en consecuencia no tenemos derecho a juzgar.

Rió de nuevo y contestó:

—Yo no los juzgo… los siento… o, mejor dicho, los huelo como un perro huele las huellas de una perdiz o de una liebre… ¿Y acaso juzga el perro? Los huelo malvados, estúpidos, egoístas, mezquinos, vulgares, falsos, innobles, llenos de suciedad… Los olfateo: es un sentimiento… ¿Es que puede abolirse un sentimiento?

No supe qué contestar y me limité a decir:

—Yo no tengo ese sentimiento.

Otra vez me dijo:

—Por otra parte, los hombres serán buenos o serán malos, no lo sé, pero desde luego son inútiles, superfluos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que se podría muy bien prescindir de la humanidad entera… No es más que una fea excrecencia en la superficie del mundo, una verruga… El mundo sería mucho más bello sin los hombres, sin sus ciudades, sus calles, sus puertos, sus pequeñas sistematizaciones… Imagínate si sería bello el mundo si no hubiera más que el cielo, el mar, los árboles, la tierra y los animales.

No pude evitar echarme a reír y exclamé:

—¡Qué cosas tan raras se te ocurren!

—La humanidad —prosiguió— es algo sin pies ni cabeza, decididamente negativo, y la historia de la humanidad no es más que un largo bostezo de aburrimiento… ¿Qué necesidad hay de ella? Por mí, podríamos prescindir de ella.

—Pero también tú estás incluido en esa humanidad —objeté— Así, pues, ¿también prescindirías de ti mismo?

—De mí mismo sobre todo.


Otra idea fija de Giacomo, tanto más singular cuanto que no pensaba ponerla en práctica y sólo le servía para estropearle el placer, era la de la castidad. Hacía su elogio en todo instante y, sobre todo, como por despecho, inmediatamente después de que habíamos hecho el amor. Decía que el amor era únicamente la manera más estúpida y más fácil de liberarse de todas las cuestiones, haciéndolas salir por abajo, a escondidas, sin que nadie se diera cuenta, como se hace salir a los huéspedes embarazosos por la puerta de servicio.

—Y después, una vez hecha la operación, uno se va a pasear con su cómplice, esposa o amante, maravillosamente dispuestos a aceptar el mundo como es, aunque fuera el peor de los mundos posibles.

—No te entiendo —dije.

—Y sin embargo —repuso—, eso deberías entenderlo… ¿No es acaso tu especialidad?

Me sentí ofendida y dije:

—Mi especialidad, como dices, es quererte bien… Pero, si quieres, no volveremos a hacer el amor… Yo seguiré queriéndote lo mismo.

Se rió y me preguntó:

—¿Estás realmente segura?

Por aquel día dimos por concluida la cuestión. Pero después volvió a repetir las mismas cosas muchas veces, hasta que, por fin, no le hice más caso, aceptando éste como tantos otros rasgos de su carácter lleno de contradicciones.


En cambio, nunca hablaba de política, excepto en raras ocasiones. Aun hoy ignoro qué pretendía, cuáles eran sus ideas y a qué partido pertenecía. Esta ignorancia deriva en parte del secreto en que mantenía aquella parte de su vida y del hecho de que yo no entendía nada de política y, por timidez e indiferencia, no le preguntaba las cosas que hubieran podido iluminarme. Hice mal, y bien sabe Dios que me he arrepentido. Pero entonces me parecía muy cómodo no meterme en cosas que consideraba ajenas a mí y pensar solamente en el amor. En resumidas cuentas, me portaba como tantas mujeres, esposas y amantes que a veces ni siquiera saben cómo sus hombres ganan el dinero que llevan cada día a casa. Varías veces vi a sus dos amigos, que casi a diario iban a visitarlo. Pero tampoco ellos acostumbraban a hablar de política en mi presencia. Se limitaban a bromear o conversar de asuntos sin importancia.

Y, sin embargo, no lograba alejar de mi ánimo un constante sentimiento de aprensión porque me daba cuenta de que conspirar contra el Gobierno era peligroso. Sobre todo temía que Mino se dejara llevar a alguna violencia, pues en mi ignorancia no llegaba a separar la idea de la conspiración de la de las armas y la sangre.

Más aún, recuerdo a este respecto un hecho que demuestra hasta qué punto, aunque oscuramente, sentía yo el deber de intervenir para alejar los peligros que lo amenazaban. Sabía que estaba prohibido llevar armas y que hasta muchos iban a la cárcel por llevar armas abusivamente. Por otra parte, se pierde tan pronto la cabeza en ciertos casos que el uso de las armas ha comprometido a personas que de otro modo estarían a salvo. Por tales motivos pensaba que el revólver de que tan orgulloso se mostraba Mino, no sólo no le era necesario, como él pretendía, sino que sería peligrosísimo en el caso de que se viera obligado a usarlo o simplemente se lo encontraran encima.

Pero no me atrevía a hablarle de eso y pensaba además que sería inútil. Por fin decidí actuar a escondidas. Cierta vez, Mino me había explicado el funcionamiento del arma. Un día, mientras dormía, le cogí del bolsillo del pantalón el revólver, le quité el cargador y saqué todas las balas. Hecho esto, volví a meter el cargador y dejé de nuevo el revólver en el bolsillo. Escondí las balas en un cajón, bajo la ropa blanca. Todo esto lo hice en un instante y después volví a dormir a su lado. Dos días más tarde, metí las balas en mi bolso y fui a tirarlas al Tíber.


Uno de aquellos días vino a verme Astarita. Casi me había olvidado de él y en cuanto al asunto de la doncella, consideraba que había cumplido con mi deber y no quería pensar más en ello. Astarita me informó de que el sacerdote había entregado la polvera a la Policía y que, hecha la restitución, la dueña, por consejo de la misma Policía, había retirado su denuncia y la doncella, reconocida inocente, había sido puesta en libertad.

Debo admitir que esta noticia me gustó, sobre todo porque disipaba aquella sensación de mal agüero que me había quedado dentro después de mi última confesión. No pensé en la doncella, ya libre, sino en Mino, y me dije que, al fin y al cabo, cuando la tan temida denuncia parecía esfumada, ya nada había que temer ni por él ni por mí. En mi alegría llegué hasta a abrazar a Astarita.

—¿Tanto te interesaba que aquella mujer saliera de la cárcel? —observó él con una mueca de duda.

—A ti —mentí— que mandas tranquilamente cada día tantos inocentes a la cárcel, puede parecerte extraño, pero para mí era un verdadero tormento.

—Yo no mando a la cárcel a nadie —farfulló—. Sólo cumplo con mi deber.

—¿Pero has visto al sacerdote tú mismo? —pregunté.

—No, no lo he visto. Llamé por teléfono y me dijeron que, efectivamente, la polvera había sido devuelta por un sacerdote que la había recibido bajo secreto de confesión… y yo entonces hice las gestiones del caso.

Quedé pensativa, sin saber siquiera por qué. Después, dije:

—¿Tú me quieres realmente?

Astarita se turbó y, abrazándome con fuerza, respondió balbuciendo:

—¿Por qué me lo preguntas? Deberías saberlo muy bien, a estas alturas.

Quería besarme, pero me defendí y dije:

—Te lo pregunto, porque quiero saber si seguirás ayudándome siempre… cada vez que te lo pida… como me has ayudado esta vez.

—Siempre —dijo temblándole todo el cuerpo.

Después, acercando su cara a la mía:

—Pero tú serás buena conmigo, ¿verdad?

Desde la vuelta de Mino, había decidido no tener nada que ver con Astarita. Era diferente de mis habituales amantes circunstanciales, y aunque no lo amaba y hasta en ciertos momentos sentía aversión por él, tal vez por esto mismo me parecía que entregarme a él habría sido como traicionar a Mino. Estuve a punto de decirle la verdad, que nunca sería buena con él pero de pronto cambié de idea y me contuve. Pensé que Astarita era poderoso, que cualquier día Giacomo podía ser arrestado y que si pretendía que Astarita interviniera para ponerlo en libertad, no me convenía disgustarle. Me resigné y dije con un suspiro:

—Sí, seré buena contigo.

—Y dime —insistió, más animado—, ¿me quieres un poco?

—No, quererte, no —contesté, decidida—. Eso ya lo sabes, porque te lo he dicho muchas veces.

—¿Y no me querrás nunca?

—Creo que no.

—Pero, ¿por qué?

—No hay un porqué.

—Quieres a otro.

—Eso no te interesa.

—Pero yo necesito tu amor —dijo desesperado, mirándome con sus ojos biliosos—. ¿Por qué… por qué no quieres amarme un poco?


Aquel día le permití quedarse conmigo hasta entrada la noche.

Se mostraba inconsolable por mi imposibilidad de amarlo y no parecía convencido de que yo dijera la verdad.

—No soy peor que los demás hombres —repetía—. ¿Por qué no puedes amarme a mí en vez de a otro?

Realmente me daba lástima, y como seguía interrogándome acerca de mis sentimientos por él e intentando hallar en mis palabras dónde apoyar sus esperanzas, casi estuve por mentirle con tal de darle aquella ilusión por la que tanto empeño mostraba. Observé que aquella noche estaba más melancólico y disgustado que de costumbre. Parecía querer suscitar en mí desde fuera, con gestos y posturas, aquel amor que mi corazón le negaba. Recuerdo que de pronto quiso que me sentara desnuda en una butaca. Se arrodilló delante de mí y puso su cabeza en mi regazo, aplastando su cara en mi vientre y quedando así, inmóvil, un buen rato. Entre tanto yo tenía que pasarle una y otra vez la mano por la cabeza, en una incesante caricia.

No era la primera vez que me obligaba a esta pantomima del amor, pero aquel día me pareció más desesperado que otras veces. Apretaba su rostro con fuerza contra mi regazo, como si quisiera entrar en él y ser devorado por mí y, de vez en cuando, gemía. En esos momentos no parecía un amante, sino un niño que buscara la oscuridad y el calor del regazo materno. Y pensé que muchos hombres quisieran no haber nacido y que en su gesto, quizá inconscientemente, se expresaba el oscuro deseo de ser reabsorbido en las vísceras tenebrosas de las que con dolor había sido sacado a la luz.

Aquella noche, aquella genuflexión suya duró tanto tiempo que me asaltó el sueño y me adormecí, con la cabeza inclinada sobre el respaldo de la butaca y la mano puesta en su cabeza. No sé cuánto tiempo dormí. De pronto, me pareció despertar y entrever a Astarita, no arrodillado a mis pies, sino sentado ante mí, vestido ya, y mirándome con sus ojos biliosos y melancólicos. Tal vez fue un sueño o una alucinación. Pero es el hecho que me desperté de veras y Astarita se había ido, dejándome en el regazo, donde había apoyado su rostro, la acostumbrada cantidad de dinero.


Pasaron después unos quince días, de los más felices de mi vida. Veía casi a diario a Mino y, aunque nuestras relaciones no hubieran cambiado, me conformaba con esa especie de costumbre en la que parecíamos haber hallado un punto de acuerdo. Habíamos convenido tácitamente que no me amaba, que nunca me amaría y que, en todo caso, preferiría siempre la castidad al amor. También tácitamente habíamos convenido que yo lo amaba, que lo amaría siempre a pesar de su indiferencia y que, en todo caso, prefería un amor como aquél, incompleto y en peligro continuo, a ningún amor.

No soy como Astarita, y habiéndome resignado a no ser amada seguía hallando placer en el amor. No puedo jurar que en el fondo de mi corazón no dormitara la esperanza de hacerme amar por él a fuerza de concesiones, de paciencia y de afecto. Pero él no favorecía esta aspiración y era éste el condimento un poco amargo de tantas discutidas e inciertas dulzuras.

Como quien no quiere la cosa, intentaba entrar en su vida; como no podía hacerlo por la puerta principal, me las ingeniaba para insinuarme por la puerta de servicio. A pesar de su tan cacareado, y creo que sincero, odio a los hombres, había en él al mismo tiempo, por una curiosa contradicción, un irrefrenable instinto de predicar y actuar a favor de lo que él consideraba el bien de los hombres. Casi siempre estorbado por imprevistos arrepentimientos y disgustos sarcásticos, es verdad, pero sincero. Por aquel entonces parecía apasionado por lo que, un poco irónicamente, llamaba mi educación.

Como ya he dicho, yo procuraba unirlo a mí y por eso acepté esa inclinación suya. Pero ese experimento acabó casi repentinamente, de un modo que vale la pena contarlo. Durante varias noches seguidas vino a verme y trajo unos libros. Después de haberme explicado brevemente de qué se trataba, leía ya un fragmento ya otro. Leía bien, con una gran variedad de entonaciones, según los temas, con un fervor que le encendía el rostro y daba a todos sus rasgos una admiración insólita. Pero generalmente leía cosas que yo no lograba entender, por mucho que me esforzaba, y muy pronto dejé de escucharlo, conformándome con observar, con un placer nunca saciado, la diversidad de expresiones que las lecturas suscitaban en su cara.

Realmente, durante esas lecturas se abandonaba del todo, sin más temores ni ironías, como quien se halla en su propio elemento y ya no teme mostrarse sincero. Este hecho me sorprendió porque hasta aquel momento creía que era el amor y no la lectura lo más propio para que se abriera el ser humano. Pero, por lo visto, a Mino le ocurría lo contrario, y desde luego nunca vi en su rostro tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los pocos momentos de sincero afecto por mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola de una manera discursiva, me recitaba sus fragmentos preferidos. Entonces desaparecía sobre todo su aire de falsedad teatral y burlesca que ni siquiera en los momentos más serios lo abandonaba del todo y producía la sensación de estar representando un papel determinado y externo.

Incluso algunas veces se le llenaron los ojos de lágrimas. Después cerraba el libro y me preguntaba bruscamente:

—¿Te ha gustado?

Habitualmente yo contestaba que me había gustado sin especificar las razones de mi gusto, cosa que no hubiera podido hacer porque, como acabo de decir, casi desde el principio dejé de intentar el entender una materia tan oscura. Pero un buen día él insistió y me preguntó:

—Pero dime por qué te ha gustado… Explícate.

—A decir verdad —repuse tras un rato de vacilación—, no puedo explicar nada porque no lo he entendido.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—No he comprendido nada, o muy poco, de todo lo que vas leyendo.

—Y me has dejado leer sin advertírmelo…

—Vi que te gustaba leer y no quería estropearte ese placer, pero no me he aburrido nunca… Es divertido observarte mientras lees.

Se puso de pie de un salto, irritado:

—¡Qué diablos! Eres una estúpida, una cretina, y yo que casi quedo sin aliento… ¡Eres una idiota!

Hizo el gesto de tirarme el libro a la cabeza, pero se contuvo a tiempo y siguió insultándome un rato. Dejé que se desahogara y después observé:

—Dices que quieres educarme, pero la primera condición para educarme sería que no tuviese que ganarme la vida del modo que sabes… Para atraer a los hombres no necesito leer versos o reflexiones sobre la moral… Si no supiera leer ni escribir, me pagarían lo mismo.

Él repuso con sarcasmo:

—Querrías una bonita casa, tener marido, hijos, vestidos y un coche, ¿eh? Pero el mal está en que tampoco las señoras Lobianco leen, por motivos diferentes de los tuyos, pero no menos justificados al parecer.

—No sé lo que querría —repliqué un poco irritada—, pero esos libros son para una gente distinta… Es como si regalaras un sombrero de mucho precio a una mendiga y quisieras que lo llevara con sus harapos de siempre.

—Será así —dijo—, pero es la última vez que te leo una línea.


Cuento esta pelea porque me parece característica de su modo de pensar y de obrar. Pero dudo de que, aunque no le hubiese confesado mi ignorancia, hubiera proseguido en su esfuerzo educador. Y esto no sólo por inconstancia, sino incluso por una singular incapacidad, que yo llamaría física, de persistir en cualquier esfuerzo que reclamara un continuo y sincero entusiasmo. No volvió a hablarme de ello en forma explícita, pero comprendí que muchas veces aquel aire de comedia que emanaba de sus palabras respondía a una efectiva condición de su ánimo. A veces se inflamaba por cualquier objetivo y mientras duraba el fuego de su entusiasmo veía aquel objetivo como una cosa concreta y posible. Después, el fuego se apagaba de pronto, y Giacomo ya no sentía más que aburrimiento, disgusto y, sobre todo, una completa sensación de absurdidad. Entonces se dejaba llevar a una especie de mortecina e inerte indiferencia o actuaba de una manera exterior y convencional, como si el fuego no se hubiera apagado nunca, en una palabra, fingía.

Me resulta difícil explicar qué le sucedía en tales casos: probablemente era un brusco frenazo de vitalidad, como si de pronto el calor mismo de la sangre se retirara de su mente no dejándole más que vacío y aridez. Era una interrupción repentina, imprevisible, total, comparable a la de una corriente eléctrica que de pronto cesa dejando en la oscuridad una casa que un minuto antes estaba ostentosamente iluminada o a la de un motor que, faltándole de pronto la energía, se detiene rueda por rueda y queda inmóvil. Estas intermitencias de su vitalidad más profunda se me descubrieron primero con la frecuente alternancia en él de estados de entusiasmo y ardor con otros de apatía y de inercia, pero al final tuve una plena revelación de todo eso con un incidente curioso al que, de momento, no di mucha importancia y que más tarde, en cambio, se me presentó lleno de significación. Un día, de una manera inesperada, me preguntó:

—¿Te gustaría hacer algo por nosotros?

—¿Quiénes, nosotros?

—Por nuestro grupo… Por ejemplo, ¿nos ayudarías en la difusión de volantes?

Yo estaba siempre al acecho de todo aquello que pudiera acercarme a él y consolidar nuestras relaciones. Contesté con sinceridad:

—Naturalmente… dime qué debo hacer y lo haré.

—¿Y no tienes miedo?

—¿Por qué iba a tener miedo? Si lo haces tú…

—Sí, pero antes es necesario que te explique de qué se trata… Antes tienes que conocer las ideas por las cuales corres estos riesgos.

—Explícamelas.

—Pero no te interesan.

—¿Por qué? Ante todo, me interesarán, ciertamente… Además, todo lo que tú haces me interesa, si no por otra cosa porque lo haces tú.

Él me miraba y de pronto, de una manera inesperada, sus ojos centellearon y su cara se inflamó.

—Está bien —dijo apresuradamente—. Hoy es demasiado tarde, pero mañana te lo explicaré todo, de viva voz, puesto que los libros te aburren… Pero ten en cuenta que va a ser una cosa larga, y tú tendrás que escucharme y seguirme, aunque a veces te parecerá que no entiendes.

—Intentaré entender —dije.

—Tendrás que entender —repuso como hablando consigo mismo.

Y me dejó.


El día siguiente lo esperé y no vino. Apareció dos días después y, una vez. en mi cuarto, se sentó sin decir palabra en la butaca a los pies de la cama.

—Bien —dije alegre—. Estoy dispuesta. Te escucho.

Había notado su semblante decaído, sus ojos opacos y todo su aspecto marchito y apagado, pero no había querido tenerlo en cuenta. Por fin, él repuso:

—Es inútil que escuches porque no oirás nada.

—¿Por qué?

—Pues porque sí.

—Di la verdad —protesté—. Crees que soy demasiado estúpida o demasiado ignorante para comprender ciertas cosas… Gracias.

—No, te equivocas —respondió seriamente.

—Entonces, ¿por qué?

De esta manera avanzamos un poco, yo insistiendo por saber y él defendiéndose. Por último, dijo:

—¿Quieres saber por qué? Porque yo mismo no sabría exponerte hoy esas ideas.

—¡Cómo, si estás pensando continuamente en ellas!

—Es verdad que pienso continuamente, pero desde ayer, y quién sabe por cuánto tiempo, esas ideas no me resultan muy claras y en realidad no comprendo nada.

—No bromees.

—Intenta comprenderme —dijo—. Hace dos días, cuando te propuse trabajar para nosotros, si te hubiera expuesto mis ideas, estoy seguro de que no sólo lo habría hecho con vigor, claridad y persuasión, sino que tú las habrías entendido perfectamente. En cambio, hoy movería los labios y la lengua para pronunciar ciertas palabras, pero sería algo mecánico, un acto en el que no participaría de ningún modo… Hoy no entiendo nada —concluyó martilleando las sílabas.

—¿No entiendes nada?

—No, no entiendo nada; ideas, conceptos, hechos, recuerdos, convicciones, todo se me ha convertido en una especie de mezcolanza que me llena la cabeza.

Se golpeó la frente con los dedos y añadió:

—Toda la cabeza… Y me da asco como si fueran excrementos. Yo lo miraba en suspenso, sin comprender. Pareció presa de un estremecimiento de exasperación.

—Intenta comprenderme —repitió—. No sólo las ideas, sino cualquier cosa escrita, o dicha o pensada, me resulta hoy incomprensible, absurda… Por ejemplo, ¿sabes el Padrenuestro?

—Sí.

—Pues bien, recítalo.

—Padre nuestro —comencé— que estás en los cielos…

—Así basta —me interrumpió—. Ahora piensa un momento de cuántas maneras ha sido recitada esta oración desde hace siglos, con cuánta variedad de sentimientos… Pues bien, yo no la entiendo de ninguna manera… Podrías decirla al revés, y para mí sería lo mismo.

Calló un instante y después prosiguió:

—Pero no sólo las palabras me hacen ese efecto, sino también las cosas, las personas… Tú estás a mi lado, sentada en el brazo de esta butaca, y crees seguramente que te veo… Pues no te veo, porque no te entiendo… Puedo tocarte y sigo sin entenderte… más aún, te toco…

Y diciendo esto, como presa de una especie de frenesí, me tiró de la bata, descubriéndome el pecho.

—Toco tu seno, siento su forma, su tibieza, su contorno, y veo el color, el relieve, pero no comprendo qué es… Me digo: «He aquí un objeto redondo, cálido, blando, blanco, hinchado, con un pequeño pezón redondo y oscuro en medio, que sirve para dar leche y que si se acaricia, da placer…» pero no comprendo nada… Me digo que es hermoso, que debería inspirarme deseo, pero sigo sin comprenderlo… ¿Entiendes ahora?

Hablaba con furia y me dio tal pellizco en el pecho que no pude reprimir un grito de dolor. Me dejó en seguida y observó al cabo de un rato, con aire reflexivo:

—Probablemente es esta clase de incomprensión lo que engendra la crueldad en tantas personas que intentan encontrar el contacto con la realidad a través del dolor ajeno.

Siguió un instante de silencio. Después, dije:

—Si esto es verdad, ¿cómo te arreglas cuando tienes que hacer ciertas cosas?

—¿Por ejemplo?

—No sé… Me dices que distribuyes folletos y que tú mismo los escribes… Si no crees, ¿cómo lo haces para escribirlos y distribuirlos?

Él prorrumpió en una gran carcajada:

—Hago como si creyera.

—Pero eso es imposible.

—¿Por qué imposible? Casi todos hacen lo mismo; aparte de comer, beber, dormir y hacer el amor, casi todos hacen las cosas como si creyeran en ellas. ¿Aún no lo habías notado?

Reía nerviosamente y yo contesté:

—Yo, no.

—Tú no —dijo de forma casi ofensiva—. Precisamente porque tú te limitas a comer, beber, dormir y hacer el amor siempre que te viene en gana, cosas todas para las que, al parecer, no se necesita fingir… Es mucho, pero al mismo tiempo es poco…

Me dio un golpe muy fuerte en el muslo y después, según su costumbre, me cogió entre sus brazos y estrechándome y sacudiéndome, repitió:

—¿Es que no sabes que éste es el mundo del «como si…»? ¿No sabes que desde el rey al mendigo, todos en este mundo se portan como si…? Es el mundo del como si, del como si, del como si…

Le dejé desahogarse porque sabía que en aquellos momentos era mejor no ofenderse ni protestar, sino esperar a que se hubiera desahogado… Pero al fin dije con firmeza:

—Te quiero, eso es lo único que sé y me basta.

Y él, tranquilizándose de pronto, contestó simplemente:

—Tienes razón.

Y la velada acabó como de costumbre, sin que volviéramos a hablar de política ni de su incapacidad de pensar.


Cuando me quedé sola, después de muchas reflexiones, pensé que bien podía ocurrir que las cosas fueran como él decía, pero que era infinitamente más probable que no quisiera hablarme de política porque pensaba que no lo habría entendido y, tal vez, porque temiera que podría comprometerlo con alguna indiscreción. No es que yo creyera que estaba mintiendo, pero sabía por experiencia que a todo el mundo puede ocurrirle que un día le parece que la tierra entera cae en pedazos, o que, como él decía, ya no se entiende nada, ni siquiera el Padrenuestro.

También a mí, cuando no me encontraba bien o por cualquier motivo estaba de mal humor, me sucedía que experimentaba poco más o menos las mismas sensaciones de aburrimiento, de disgusto y de incomprensión. Evidentemente, en su negativa de dejarme participar en su vida secreta, debía de haber algún otro motivo: desconfianza, como he dicho, en mi inteligencia o en mi discreción. He comprendido después, ya demasiado tarde, que estaba en un error y que para él, fuera por inexperiencia, fuera por debilidad de carácter, aquellos estados morbosos asumían una especial importancia.

Pero en aquel momento me pareció que me convenía echarme hacia atrás y no turbarlo con mi curiosidad, y así lo hice.

CAPÍTULO VIII

No sé por qué, recuerdo muy bien incluso el tiempo que hacía aquellos días. Había acabado febrero, frío y lluvioso, y con marzo empezaban las primeras jornadas más tibias. Una tupida red de tenues nubes blancas velaba todo el cielo y deslumbraba los ojos en cuanto se salía de la sombra de la casa a la calle. El aire era suave, pero todavía como dolorido por los rigores invernales. Yo caminaba con un placer asombrado en aquella luz mortificada, delgada y somnolienta, y a veces aminoraba el paso y cerraba los ojos, o me detenía, atónita, contemplando las cosas más insignificantes: un gato blanco y negro que se lamía las patas en el umbral de un portal; una rama colgante de oleandro aplastado por el viento, que tal vez hubiera florecido lo mismo; una mata de hierba verde que había crecido entre las hojas de la acera.

El musgo que las lluvias de los últimos meses había dejado a los pies de los zócalos de las casas me infundían un gran sentimiento de tranquilidad y de confianza. Pensaba que si aquel terciopelo esmeralda podía arraigar en un borde de tierra, también mi vida, que no tenía raíces más profundas que el césped y se conformaba igualmente para vegetar con escaso alimento y no era en realidad más que una especie de moho a los pies de una casa, tenía quizá alguna probabilidad de seguir adelante y florecer.

Estaba convencida de que todos los desagradables asuntos de los últimos tiempos estaban definitivamente resueltos, que no volvería a ver jamás a Sonzogno ni oiría hablar de él y de sus delitos y que en lo sucesivo podría gozar en paz mis relaciones con Mino. Con estas ideas me pareció que por primera vez gustaba el verdadero sabor de la vida hecho de mórbido aburrimiento, de disponibilidad y de esperanza.

Incluso empecé a plantearme la posibilidad de cambiar de vida. En el fondo, mi amor a Mino me apartaba de la afición a los demás hombres, y así, en mis encuentros casuales, ni siquiera tenía ya el incentivo de la curiosidad y de la sensualidad. Pero también pensaba que una vida vale otra, que no vale la pena malgastar muchos esfuerzos por cambiar y que no cambiaría de vida hasta que, sin sacudidas ni interrupciones, por fuerza de las cosas y no por voluntad mía, me encontrara otra vez con hábitos, afectos e intereses nuevos, completamente distinta de la que había sido hasta entonces. No veía otro modo de cambiar de vida, porque por el momento no tenía ambición alguna de aumentar o mejorar materialmente ni me parecía que cambiando de vida hubiera mejorado yo misma.

Un día comuniqué a Mino estas reflexiones. Me escuchó atentamente y después dijo:

—Creo que te contradices… ¿No dices siempre que querrías ser rica, tener una bonita casa, un marido y unos hijos? Estas cosas son justas y aún es posible que las obtengas, pero no las obtendrás razonando de este modo.

Yo contesté:

—No he dicho que querría, sino que hubiera querido… O sea que, si antes de nacer, hubiese podido elegir, desde luego no hubiera escogido ser lo que soy, pero he nacido en esta casa, de esta madre, en estas condiciones y en fin de cuentas soy la que soy.

—¿Y qué?

—Pues que me parece absurdo desear ser otra… Lo desearía únicamente si, convirtiéndome en otra, pudiera seguir siendo yo misma, es decir, si realmente pudiera gozar el cambio… Pero ser otra por el mero hecho de serlo, no vale la pena.

—Siempre vale la pena —observó él en un susurro—. Si no por ti, por los otros.

—Además —proseguí sin reparar en la interrupción—, lo que importa son los hechos… ¿O es que crees que no hubiera podido encontrar, como Gisella, un amante rico…? ¿O incluso casarme…? Si no me he casado es señal de que, en el fondo, a pesar de toda mi palabrería, no lo deseaba verdaderamente.

—Yo me casaré contigo —dijo burlonamente abrazándome—. Soy rico… A la muerte de mi abuela, que no puede tardar mucho, heredaré muchas tierras y una villa en el campo y un piso en la ciudad… Pondremos una casa como es debido, invitarás en días fijos a las señoras de la vecindad, tendremos cocinera, doncella, una calesa o un automóvil… Y es posible que, con un poco de buena voluntad, hasta descubramos un día que somos nobles y nos hagamos llamar condes o marqueses…

—Contigo no se puede hablar nunca en serio —dije rechazándolo—. Siempre estás bromeando.


Una de aquellas tardes fui al cine con Mino. Al regreso, subimos a un tranvía bastante lleno. Mino tenía que venir a casa conmigo y debíamos cenar juntos en el restaurante junto a las murallas. Tomó los billetes y empezó a avanzar entre la gente que ocupaba el pasillo del tranvía. Yo quería seguirle de cerca, pero un remolino de gente me hizo perderlo de vista. Mientras lo buscaba con la mirada, apretada contra un asiento, alguien me tocó la mano. Bajé los ojos y entonces, sentado junto a mí, vi a Sonzogno.

Se me cortó la respiración, sentí que se me iba el color y cambiaba de expresión. Él me miraba con su habitual e insoportable fijeza. Entonces dijo, como entre dientes y levantándose a medias:

—¿Quieres sentarte?

—Gracias —farfullé—. Bajo dentro de poco.

—Pero, siéntate.

—Gracias —repetí sentándome.

Si no me hubiera sentado, tal vez me habría desvanecido.

Sonzogno se quedó de pie a mi lado, como vigilándome, sosteniéndose con una mano en mi respaldo y otra en el asiento de delante. No había cambiado en absoluto: llevaba el mismo impermeable ceñido a la cintura y seguía con su «tic» mecánico en la mandíbula. Cerré los ojos y por un instante procuré ordenar un poco mis pensamientos. Era verdad que él miraba siempre de aquella manera, pero esta vez creí haber observado en sus ojos una dureza mayor. Recordé mi confesión y pensé que si, como temía, el cura había hablado y Sonzogno había llegado a saberlo mi vida valía ya bien poco.

Esta idea no me atemorizó. Pero él, erguido ante mí, me daba miedo o, mejor dicho, me fascinaba y subyugaba. Me daba cuenta de que no podía negarle nada y de que, entre él y yo, había una ligazón, no de amor desde luego, pero quizá más fuerte que el lazo que me unía a Mino. También él debía de saberlo instintivamente, y en efecto, actuaba como dueño y señor. Al cabo de un rato, dijo:

—Vamos juntos a tu casa.

Y yo sin vacilar contesté dócilmente:

—Como quieras.

Mino se acercó, liberándose a duras penas de la gente que lo rodeaba y, sin decir palabra, vino a ponerse precisamente al lado de Sonzogno, cogiéndose al mismo respaldo en el que el otro apoyaba su mano y hasta rozando con sus dedos delgados y largos los toscos y cortos de Sonzogno. Una sacudida del tranvía los echó al uno contra el otro y Mino se excusó educadamente con Sonzogno por haberlo empujado. Yo empecé a sufrir al verlos uno al lado del otro, tan cercanos y tan ignorantes el uno del otro, y de pronto dije a Mino, dirigiéndome ostentosamente a él de manera que Sonzogno no creyera que le hablaba a él:

—Mira, acabo de acordarme que tenía una cita esta noche con una persona… Será mejor que nos separemos.

—Si quieres, te acompaño a casa.

—No… Esa persona me espera en la parada del tranvía.

No era una novedad. Como he dicho, seguía llevando hombres a mi casa y Mino lo sabía. Dijo tranquilamente:

—Como quieras. Entonces, nos veremos mañana.

Hice un gesto de asentimiento y él se alejó abriéndose paso entre la gente. Por un momento, mirándolo mientras se alejaba, me sentí presa de una desesperación vehemente. Pensé que era la última vez que lo veía sin saber siquiera por qué.

—Adiós —murmuré, siguiéndolo con la mirada—. Adiós, amor.

Hubiera querido gritarle que se detuviera, que volviera atrás, pero ni una sílaba salió de mis labios. El tranvía se detuvo y creí verlo apearse. El tranvía arrancó de nuevo.


Durante todo el trayecto no abrimos boca ni Sonzogno ni yo. Procuraba tranquilizarme a mí misma y me decía que era imposible que el cura hubiese hablado. Por otra parte, después de haber pensado en ello, no me disgustaba demasiado haber encontrado a Sonzogno. Así me libraría para siempre de las últimas dudas sobre los efectos de mi confesión.

Al llegar a la parada, me levanté, bajé del tranvía y caminé un rato sin volverme. Sonzogno iba a mi lado y cada vez que movía la cabeza podía verlo. Por fin, le dije:

—¿Qué pretendes de mí? ¿Por qué has vuelto?

Con un débil matiz de sorpresa replicó:

—Tú misma me dijiste que volviera.

Era verdad, pero con el miedo lo había olvidado. Se me acercó y me cogió del brazo apretándome con fuerza y casi sosteniéndome. Muy a pesar mío, empecé a temblar.

—¿Quién era aquél? —preguntó.

—Un amigo mío.

—Y a Gino, ¿has vuelto a verlo?

—No. Nunca más.

Miré a su alrededor, como a hurtadillas:

—No sé por qué, hace algún tiempo que me parece que me sigue alguien. Sólo dos personas han podido denunciarme… Tú y Gino.

—¿Gino? ¿Y por qué? —pregunté con un susurro.

Pero el corazón me latía con fuerza.

—Sabía que iba a llevar el objeto a aquel platero… Hasta le dije el nombre… No sabe en concreto que lo maté, pero muy bien puede adivinarlo.

—Gino no tiene interés en denunciarte… Se denunciaría a sí mismo.

—Esto pienso yo —dijo entre dientes.

—En cuanto a mí —proseguí con mi voz más tranquila—, puedes estar seguro de que no he dicho nada. No soy tan tonta… Acabaría también en la cárcel.

—Así lo espero, por tu bien —contestó con un tono amenazador. Y añadió:

—A Gino volví a verlo un momento, y así bromeando, me dijo que sabía muchas cosas… No me siento tranquilo porque es un desgraciado.

—Aquella noche lo trataste realmente mal y ahora te odia.

Mientras hablaba me sorprendió el deseo de que Gino lo hubiera denunciado de veras.

—Fue un buen golpe —dijo con sombría vanidad—. Después me dolió la mano dos días.

—Gino no te denunciará —concluí—. No le conviene y además te tiene demasiado miedo.

Hablábamos mientras íbamos uno junto al otro, sin mirarnos, con voces apagadas. Caía el crepúsculo, una niebla azulada envolvía las oscuras murallas, las ramas blanquecinas de los plátanos, las casas amarillentas, la lejana perspectiva de la calle. Cuando llegamos al portal tuve por primera vez la sensación concreta de estar traicionando a Mino. Hubiera querido convencerme de que Sonzogno era uno de tantos, pero sabía que no era así. Entré en el portal, entrecerrando otra vez la puerta y allí, en la oscuridad, me volví hacia Sonzogno.

—Mira —le dije —, será mejor que te vayas.

—¿Por qué?

Quise decirle toda la verdad, a pesar del miedo que tenía:

—Porque amo a otro hombre y no quiero traicionarlo.

—¿Quién? ¿El que estaba contigo en el tranvía?

Temí por Mino y contesté apresuradamente:

—No, es otro… No lo conoces… Y ahora, haz el favor de dejarme y vete.

—¿Y si no quisiera irme?

—¿No comprendes que ciertas cosas no pueden obtenerse por la fuerza? Yo…

No pude acabar. No sé cómo, sin que en la oscuridad pudiera verlo, recibí una terrible manotada en plena cara. Después dijo:

—Anda.

Apresuradamente y con la cabeza baja fui hacia la escalera. El me había cogido otra vez por el brazo y me sostenía en cada peldaño y casi me parecía que me levantaba del suelo y me hacía volar. La mejilla me ardía, pero, sobre todo, estaba abrumada por un sentimiento de funesto presagio. Me daba cuenta de que con aquella bofetada se interrumpía el ritmo feliz de los últimos tiempos y volvían a empezar para mí las dificultades y los temores. Se adueñó de mí una intensa desesperación y allí mismo decidí escapar de la suerte que adivinaba para el futuro. Aquel mismo día me iría de casa, me refugiaría en otro sitio, en casa de Gisella o en una habitación amueblada que pudiera alquilar.


Pensaba con tanta intensidad estas cosas que casi no me daba cuenta de que estaba entrando en casa ni de que pasaba por la antesala y entraba en mi habitación. Me encontré, casi diría que me desperté, sentada al borde de la cama, mientras Sonzogno, con aquellos gestos suyos precisos y complacidos de hombre ordenado, iba quitándose la ropa y colocaba cada cosa metódicamente sobre una silla. Se le había pasado la furia y me dijo tranquilamente:

—Hubiera querido venir antes, pero no me fue posible… Sin embargo, he pensado en ti siempre.

—¿Qué has pensado? —pregunté maquinalmente.

—Que hemos sido hechos el uno para el otro.

Se detuvo, con el chaleco en la mano y añadió en tono singular:

—Es más, había venido a proponerte algo.

—¿Qué?

—Tengo dinero… Vámonos juntos a Milán, donde cuento con bastantes amigos… Quiero montar un garaje y en Milán podremos casarnos.

Sentí como si me deshiciera y me invadió un abandono tal que cerré los ojos. Era la primera vez, desde lo de Gino, que se me hacía la propuesta de casarme, y era Sonzogno quien me la hacía. Había deseado tanto una vida normal, con un marido y unos hijos, y he aquí que ahora me la ofrecían. Pero con la normalidad reducida a una especie de envoltorio dentro del cual todo era anormal y espantoso. Dije, sin fuerza:

—¿Por qué? Apenas nos conocemos… Sólo me has visto una vez…

Él, sentándose junto a mí y cogiéndome por la cintura, contestó:

—Nadie me conoce mejor que tú… Tú lo sabes todo acerca de mí, todo.

Pensé que debía estar conmovido y que quería mostrarme que me amaba y que yo debía amarlo. Pero era simple imaginación porque nada en su actitud revelaba tal sentimiento.

—No sé nada de ti —dije en voz baja—. Sólo sé que mataste a aquel hombre.

—Además —siguió hablando consigo mismo —, estoy harto de vivir solo… Cuando uno está solo, acaba haciendo alguna tontería.

Al cabo de un rato de silencio dije:

—Así, de pronto, no puedo contestarte ni sí ni no… Dame tiempo para pensarlo.

Con gran asombro por mi parte, contestó entre dientes:

—Piénsalo, piénsalo… Después de todo, no hay prisa.

Dicho esto, se apartó de mí y siguió desnudándose.

Me había sorprendido sobre todo la frase: «Hemos sido hechos el uno para el otro», y me preguntaba por qué no iba a tener razón, al fin y al cabo. ¿A qué podía aspirar yo sino a un hombre como él? Por otra parte, ¿no era verdad que me unía a él un lazo oscuro, que yo conocía y temía? Me sorprendí repitiendo en voz baja: «¡Huir, huir!» y moviendo desoladamente la cabeza, y dije con una voz clara que me llenó la boca de saliva:

—En Milán… ¿Pero no tienes miedo de que te busquen?

—Lo he dicho por decir algo… En realidad no saben ni siquiera que existo.

De pronto, la blandura que aflojaba mis miembros desapareció y creí sentirme mucho más fuerte y decidida. Me levanté, me quité el abrigo y lo puse en el colgador. Como de costumbre, di la vuelta a la llave en la cerradura y, con pasos lentos, fui a la ventana a cerrar los postigos. Después, erguida ante el espejo, empecé a desabrocharme el vestido de abajo arriba. Pero inmediatamente me interrumpí y me volví a Sonzogno. Estaba sentado en el borde de la cama y se inclinaba para quitarse los zapatos. Fingiendo un tono casual, le dije:

—Espera un momento… Tenía que venir alguien y es mejor que vaya a advertir a mi madre para que le diga que no estoy.

No contestó nada ni tuvo tiempo. Salí del cuarto, cerré la puerta tras de mí y pasé a la sala.

Mi madre cosía a máquina junto a la ventana. Desde hacía algún tiempo, para no aburrirse, había vuelto a hacer algún trabajo. Le dije apresuradamente y en voz baja:

—Telefonea a Gisella o a Zelinda… mañana por la mañana.

Zelinda alquilaba habitaciones y a veces yo iba a su casa con mis amantes. Mi madre la conocía.

—Pero, ¿por qué?

—Me voy —dije—. Cuando ese que está ahí dentro pregunte por mí, dile que no sabes nada.

Mi madre se quedó con la boca abierta, mirándome mientras yo descolgaba del perchero un chaquetón suyo de piel, todo despellejado, que años antes había sido mío.

—Y de ninguna manera le digas a dónde he ido —añadí—. Sería capaz de matarme.

—Pero…

—El dinero está donde siempre… Por favor, no digas nada y telefonea mañana por la mañana.

Salí de prisa, anduve de puntillas por el recibidor y empecé a bajar la escalera.


Cuando me encontré en la calle, eché a correr. Sabía que a aquella hora Mino estaba en casa y quería llegar antes de que saliera, después de cenar, con los amigos. Corrí hasta la plazoleta, subí a un taxi y di la dirección de Mino. Mientras el taxi corría, comprendí de pronto que no huía de aquel modo de Sonzogno, sitio de mí misma, pues me sentía oscuramente atraída por su violencia y su furor. Recordé el grito desgarrador, entre el horror y el placer, que había lanzado la primera y única vez que Sonzogno me había poseído y me dije que aquel día me había dominado de una vez por todas, como ningún hombre, ni siquiera Mino, había sabido hacerlo hasta entonces. No pude por menos de convenir que era verdad que habíamos sido hechos el uno para el otro, pero como el cuerpo está hecho para el precipicio que le produce vértigo, le oscurece la vista y, por último, lo atrae hacia un abismo terrible.

Subí la escalera corriendo, llegué arriba jadeando, y a la vieja sirvienta que acudió a abrirme le pregunté inmediatamente por Mino.

Ella me miró, asustada. Después, sin decir nada, se adentró en el piso dejándome en la puerta.

Creí que había ido a avisar a Mino. Entré en el recibidor y cerré la puerta.

Entonces oí una especie de susurro detrás de la cortina que separaba el recibidor del pasillo. Después se levantó la cortina y apareció la viuda Medolaghi. Desde la primera y única vez que la había visto, me había olvidado de ella. Su maciza figura negra, su cara blanca, de muerta, cruzada por el negro antifaz de los ojos, al aparecer repentinamente ante mí, me inspiraron en aquel momento, no sé por qué, una sensación de miedo, como si me encontrara en presencia de una aparición terrorífica. Dijo en seguida, deteniéndose y hablándome desde lejos.

—¿Busca al señor Diodati?

—Sí.

—Lo han arrestado.

No comprendí bien. No sé por qué se me ocurrió que aquel arresto debía estar relacionado con el delito de Sonzogno y balbucí:

—Arrestado… Pero si él no tiene nada que ver.

—No sé nada —dijo—. Sólo sé que han venido, han hecho un registro y lo han arrestado.

Por su expresión de disgusto comprendí que no me diría más, pero no pude por menos de preguntarle:

—Pero, ¿por qué?

—Señorita, ya le he dicho que no sé nada.

—¿Pero dónde se lo han llevado?

—No sé nada.

—Pero dígame al menos si ha dejado dicho algo.

Esta vez ni siquiera me contestó, sino que, volviéndose con una majestad ofendida e inflexible, llamó:

—Diomira.

Reapareció la sirvienta anciana de cara asustada. La dueña le indicó la puerta y dijo levantando el cortinaje y haciendo un gesto de despedida:

—Acompaña a la señorita.

Y el cortinaje volvió a caer.


Hasta que hube bajado la escalera y me encontré de nuevo en la calle no comprendí que la detención de Mino y el delito de Sonzogno eran dos hechos distintos, independientes el uno del otro. En realidad, lo único que los unía era mi pánico. En aquel montón de desventuras reconocía la abundancia de un destino que me abrumaba con todos sus dones funestos de una sola vez, como el estío hace madurar juntos los frutos más diversos. Y es la pura verdad que, como dice el proverbio, las desgracias no vienen nunca solas. Más que pensarlo, lo sentía mientras caminaba por las calles inclinando la cabeza y los hombros bajo una especie de imaginaria granizada.

Naturalmente, la primera persona a la que pensé recurrir fue Astarita. Sabía de memoria el número de teléfono de su despacho y entré en el primer café que vi y marqué el número. El teléfono dio la señal, pero nadie acudió al aparato. Volví a marcar el número varias veces y por fin tuve que convencerme de que Astarita no estaba. Habría ido a cenar y volvería más tarde. Todo esto lo sabía bien, pero, como suele ocurrir, tenía la esperanza de que precisamente aquella vez, por excepción, lo encontraría en su despacho.

Miré el reloj. Eran las ocho de la tarde y antes de las diez Astarita no volvería a su despacho. Estaba en una esquina, erguida, y delante de mí se extendía la superficie convexa de un puente con los viandantes que aparecían ininterrumpidamente, solos o en grupos, y parecían volar a mi encuentro, negros y apresurados, como hojas impelidas por un incesante vendaval. Pero más allá del puente, las casas alineadas sugerían una sensación de tranquilidad, con todas sus ventanas iluminadas y la gente que se movía entre las mesas y los otros muebles. Recordé que no estaba lejos de la Jefatura Central de Policía, a donde suponía que habrían conducido a Mino, y aunque comprendí que era una empresa desesperada, decidí ir allí directamente para informarme. Sabía por adelantado que no me dirían nada, pero no me importaba. Sobre todo quería hacer algo por él.

Seguí por unas calles transversales, caminando con rapidez rozando las paredes y llegué a la Jefatura. Subí unos escalones y entré. Desde la garita de entrada, un guardia que leía el periódico, tumbado sobre una silla, con los pies en otra y la gorra encima de una mesa, me preguntó adonde iba.

—Comisariado para extranjeros —contesté. Era uno de tantos despachos de la Jefatura y una vez había oído a Astarita aludir a él, ya no recuerdo a propósito de qué.

No sabía por dónde iba y empecé a subir al azar por la escalera sucia y mal iluminada. Tropezaba continuamente con empleados o guardias de uniforme que subían o bajaban con las manos llenas de papeles, y me arrimaba a la pared, hacia la parte más sombría, bajando la cabeza. En cada rellano veía corredores bajos de techo, sucios y oscuros, gente que iba de un lado para otro, poca luz, puertas abiertas, habitaciones y más habitaciones.

La Jefatura era realmente como una colmena ocupadísima, pero las abejas que la habitaban no se posaban sobre flores, y su miel, que por primera vez yo saboreaba, tenía un olor fétido, acre y muy amargo. En el tercer piso, ya desesperada, avancé al azar por uno de los pasillos. Nadie me miraba ni se ocupaba de mí. A ambos lados del corredor se alineaban muchas puertas, casi todas abiertas, en cuyos umbrales guardias de uniforme estaban sentados en sillas de paja, fumando y conversando. Dentro de las habitaciones, siempre el mismo espectáculo: estanterías llenas de carpetas, una mesa y un guardia sentado tras ella, pluma en mano.

El pasillo no era recto, sino que seguía una línea oblicua, de manera que al cabo de poco tiempo ya no supe dónde me encontraba. De vez en cuando, el pasillo se engolfaba en un pasadizo más bajo y entonces había que subir o bajar tres o cuatro peldaños, o también se cruzaba con otros pasillos, parecidos en todo, con puertas abiertas, guardias sentados a las puertas, bombillas iguales. Me sentía perdida. Tuve la sensación de que volvía sobre mis propios pasos y atravesaba lugares por los que ya había pasado. Pasó un ujier y le pregunté al azar por el subcomisario y él me señaló, sin decir palabra, un pasillo oscuro que comenzaba allí cerca, entre dos puertas.

Fui hasta allí, bajé cuatro peldaños y me metí por un pasillo estrechísimo y bajo de techo. Al mismo tiempo, al fondo, donde aquella especie de callejón se doblaba en ángulo recto, se abrió una puerta y dos hombres aparecieron, de espaldas a mí y caminando hacia el ángulo. Uno de ellos llevaba a otro cogido por la muñeca y por un instante me pareció que el segundo era Mino.

—¡Mino! —grité apretando el paso.

Pero no pude alcanzarlos porque alguien me cogió por el brazo. Era un guardia muy joven, de rostro moreno y afilado, con la gorra de través sobre una masa de cabello negro y rizoso.

—¿Qué quiere usted? ¿A quién busca? —me preguntó.

Al oír mi grito, los otros dos se habían vuelto y pude comprobar mi error. Dije, jadeando:

—Han detenido a un amigo mío y querría saber si lo han traído aquí.

—¿Cómo se llama? —preguntó el guardia, sin soltarme, con aire de autoridad exigente.

—Giacomo Diodati.

—¿Y qué es?

—Estudiante.

—¿Y cuándo lo han arrestado?

Comprendí en seguida que me hacía todas estas preguntas para darse importancia y que no sabía nada. Irritada, dije:

—En vez de preguntarme tantas cosas, dígame dónde está. Nos hallábamos solos en el pasillo. Él miró a una parte y a otra, y después, ciñéndome contra su cuerpo, susurró con aire fatuo de confianza:

—Ya pensaremos después en el estudiante… pero ahora dame un beso.

—Déjeme en paz… No me haga perder tiempo —dije con rabia.

Le di un empellón, me alejé corriendo, entré por otro pasillo, vi una puerta abierta y, detrás, una pieza más amplia que las otras, con un escritorio al fondo, al que estaba sentado un hombre de mediana edad. Entré y pregunté sin respirar:

—Querría saber dónde han llevado el estudiante Diodati… Lo han detenido esta tarde.

El hombre levantó la cabeza apartándola del escritorio en el que tenía un periódico abierto, y me miró asombrado:

—Quiere saber…

—Sí, dónde se han llevado al estudiante Diodati, detenido esta tarde.

—¿Y usted quién es? ¿Cómo se permite entrar aquí?

—Eso no importa… Dígame sólo dónde está.

—¿Quién es usted? —insistió chillando y dando un puñetazo en la mesa—. ¿Cómo se permite…? ¿Sabe usted dónde ha entrado?

De pronto comprendí que no me informaría de nada y que, en cambio, yo corría el peligro de ser detenida. En este caso, no podría hablar con Astarita y Mino quedaría dentro.

—No importa —repuse retirándome—. Ha sido un error… Perdone.

Estas palabras de excusa lo enfurecieron más que las preguntas anteriores. Pero yo ya estaba en la puerta.

—Se entra y se sale haciendo el saludo fascista —chilló indicando un cartel colgado sobre su cabeza.

Hice un gesto como queriendo decir que tenía razón, que era verdad, que se debía entrar y salir haciendo el saludo fascista, y, andando de espaldas, salí de aquel despacho. Recorrí de nuevo todo el pasillo, di vueltas durante un buen rato y por fin encontré la escalera y bajé apresuradamente. Pasé otra vez ante la portería y me vi en la calle.

El único resultado de mi incursión por el edificio de la Policía había sido perder un poco de tiempo. Calculé que, si iba muy despacio hacia el despacho de Astarita, emplearía tres cuartos de hora o una hora. Después me sentaría en un café cerca del Ministerio y al cabo de unos veinte minutos llamaría por teléfono a Astarita con alguna probabilidad de encontrarlo.


Mientras caminaba se me ocurrió la idea de que la detención de Mino bien podría ser una venganza de Astarita. Éste tenía un cargo importante precisamente en aquella Policía política que había arrestado a Mino. Desde luego, vigilaban a Mino desde hacía tiempo y conocían mis relaciones con él; no era improbable que el asunto pasara por las manos de Astarita y que él, herido por los celos, hubiese ordenado la detención de Mino. Ante esta idea sentí una especie de furia contra Astarita. Sabía que seguía estando enamorado de mí y me sentí capaz de hacerle pagar caro y a un precio amargo su mala acción si llegaba a descubrir que mis sospechas eran fundadas. Pero al mismo tiempo entendía, con una sensación de desánimo, que las cosas tal vez no eran así y que con mis débiles armas me disponía a luchar contra un adversario oscuro que poseía la cualidad de una máquina bien dispuesta más que la de un hombre sensible y abierto a las pasiones.

Cuando llegué ante el Ministerio, renuncié a la idea de sentarme en un café y fui directamente al teléfono. Esta vez, a la primera señal, alguien cogió el aparato y la voz de Astarita me contestó.

—Soy Adriana —dije impetuosamente—. Quiero verte.

—¿Inmediatamente?

—Inmediatamente… Es una cosa urgente… Estoy aquí, delante del Ministerio.

Pareció reflexionar un instante y después me dijo que subiera. Era la segunda vez que subía la escalera del despacho de Astarita, pero con un ánimo bien diferente de la anterior. La primera vez temía el chantaje de Astarita, temía que echara por tierra mi matrimonio con Gino, temía la vaga amenaza que todos los pobres sienten suspendida sobre ellos en los ambientes policiales. Había ido con el corazón deshecho, con el ánimo turbado. Ahora, en cambio, iba con espíritu agresivo, con el propósito de hacer, a mi vez, el chantaje a Astarita, decidida a lo que fuera con tal de tener otra vez a Mino conmigo.

Pero mi agresividad no podía explicarse sólo por mi amor a Mino. En ella intervenía también mi odio a Astarita, a su Ministerio, a los asuntos políticos y, en la medida en que Mino se interesaba por la política, al mismo Mino. No entendía nada de política, pero, quizás a causa de mi misma ignorancia, la política me parecía, en comparación con el amor de Mino, una cosa ridícula y sin importancia. Recordé el tartamudeo que dificultaba la palabra de Astarita cada vez que me veía o que me oía y pensé complacida que el tartamudeo no le atacaba cuando estaba ante alguno de sus jefes, aunque fuera el mismo Mussolini.

Con estos pensamientos caminaba apresuradamente por los amplios pasillos del edificio y me daba cuenta de que miraba con desprecio a los empleados con los que me encontraba. Sentía unas enormes ganas de arrancarles las carpetas rojas y verdes que apretaban bajo el brazo y arrojarlas al aire desparramando por todas partes aquellos papelorios repletos de prohibiciones y de iniquidades. Al ujier que en la antesala salió a mi encuentro, le dije con prisa y autoritariamente:

—He de hablar con el doctor Astarita, y pronto. Estoy citada y no puedo esperar.

Me miró con estupor, pero no se atrevió a protestar y fue a anunciarme.

Cuando me vio, Astarita salió a mi encuentro, me besó la mano y me condujo hacia un diván al fondo de la habitación. También me había acogido así la primera vez y pienso que lo mismo hacía con todas las mujeres que aparecían por su despacho. Contuve como pude el impulso de ira que me henchía el pecho y dije:

—Mira, si has hecho arrestar a Mino, haz que lo pongan inmediatamente en libertad… De lo contrario, hazte a la idea de que no volverás a verme.

Vi como en su semblante se pintaba una expresión de profundo asombro mezclado con una desagradable reflexión y comprendí que no sabía nada.

—Pero, qué diablos… Espera un momento… ¿De qué Mino me estás hablando? —preguntó tartamudeando.

—Creía que lo sabrías —dije.

Y con la mayor brevedad que me fue posible le conté la historia de mi amor por Mino y cómo había sido detenido en su casa aquella misma tarde. Lo vi cambiar de color cuando dije que amaba a Mino, pero preferí decir la verdad porque temía perjudicar a Mino con una mentira y porque sentía un violento deseo de gritar a todos mi amor. Ahora, después de haber descubierto que Astarita nada tenía que ver con la detención de Mino, la ira que hasta aquel momento me había sostenido decayó y me sentí de nuevo desarmada y débil. Por esto comencé mi relato con voz firme y excitada y acabé en tono casi quejumbroso. Y hasta los ojos se me llenaron de lágrimas cuando dije angustiada:

—Además no sé qué le hacen… Dicen que les pegan.

Astarita me interrumpió inmediatamente:

—Puedes estar tranquila… Si fuera un obrero, pero un estudiante…

—Pero no quiero… no quiero que esté preso —grité con voz de llanto.

Nos callamos los dos. Yo intentaba dominar mi conmoción y Astarita me miraba. Por primera vez no parecía dispuesto a hacerme el favor que le pedía. Pero ahora debía intervenir en su repugnancia a complacerme el saber que yo estaba ya enamorada de otro hombre. Añadí, poniendo una mano sobre la suya:

—Si haces que sea puesto en libertad, te prometo que haré todo lo que quieras.

Me miraba sin llegar a decidirse, y yo, aun sin tener el ánimo dispuesto para ello, me incliné y le ofrecí los labios, diciéndole:

—Entonces, ¿qué? ¿Me haces este favor?

Me miró, dudando entre la tentación de besarme y la conciencia de aquel beso humillante ofrecido por pura lisonja, con el rostro bañado en lágrimas. Después me rechazó, se puso en pie, me dijo que esperara y salió.

Ahora estaba segura de que Astarita haría poner en libertad a Mino. Y en mi inexperiencia de esas cosas, me lo imaginaba llamando por teléfono con tono irritado a un servil comisario y le ordenaba dejar en libertad inmediatamente al estudiante Giacomo Diodati. Conté los minutos impaciente, y cuando Astarita reapareció me puse de pie dispuesta a darle las gracias y marcharme inmediatamente en busca de Mino.

Pero Astarita tenía en el rostro una expresión singular, bastante desagradable, mezcla de decepción y de rabia maliciosa:

—¿Qué es eso de que lo han arrestado? —dijo secamente—. Disparó sobre los agentes y huyó… Uno de los policías está moribundo en el hospital… Ahora, si lo cogen, y puedes dar por cierto que lo cogerán, no puedo hacer nada por él.

Me quedé sin aliento. Recordaba haber quitado las balas del revólver de Mino, pero era verdad que podía haberlo cargado de nuevo sin que yo lo supiera. Después sentí una gran alegría, que nacía de sentimientos muy diversos. Era la alegría dé saber a Mino en libertad, pero era también la alegría de saber que había matado a un policía, una acción de la que, en el fondo, le creía incapaz y que modificaba profundamente la idea que hasta entonces me había hecho de él. Me asombró la fuerza vehemente y combativa con que mi ánimo, siempre enemigo de cualquier violencia, aplaudía el gesto desesperado de Mino. Era, en el fondo, la misma irresistible complacencia que había experimentado en su tiempo reconstruyendo con la fantasía el delito de Sonzogno, pero esta vez, acompañada de una especie de justificación moral.

Pensé además que lo encontraría pronto y que huiríamos juntos a escondernos, y a lo mejor íbamos a parar al extranjero, donde sabía que a los refugiados políticos se les acogía bien. Con esto, el corazón se me llenó de esperanza. Pensé que quizás estaba a punto de empezar para mí una nueva vida y me dije que esa renovación de mi existencia se la debía a Mino y a su valor, y sentí cariño y gratitud por él. Entre tanto, Astarita iba de un lado a otro de la habitación, con aire furioso, deteniéndose de vez en cuando a cambiar de sitio algún objeto de su mesa. Dije tranquilamente:

—Se ve que después que lo han detenido se ha envalentonado, ha disparado y ha huido.

Astarita Se detuvo y me miró contrayendo sus facciones en una fea mueca:

—Estás satisfecha, ¿eh?

—Ha hecho bien en matar al agente —dije con sinceridad—. Él quería llevarlo a la cárcel… Tú hubieras hecho lo mismo. Astarita contestó con voz desagradable:

—Yo no me meto en política… El agente no hacía más que cumplir con su deber. Ese hombre tiene mujer e hijos.

—Si él se ocupa de política, debe de tener sus razones… Y el agente debía pensar que un hombre hace cualquier cosa antes que ir a la cárcel… Peor para él.

Me sentía tranquila porque me parecía ver a Mino libre por las calles de la ciudad y saboreaba ya el momento en que me llamaría desde su escondite y podría correr a verlo. Mi calma pareció poner fuera de sí a Astarita.

—Pero lo encontraremos —gritó de pronto—. ¿Crees que no vamos a dar con él?

—No sé nada… Estoy contenta de que haya escapado, eso es todo.

—Lo encontraremos y entonces puede estar seguro de que no va a pasarlo tan bien.

Al cabo de un rato le dije:

—¿Sabes por qué estás tan furioso?

—No estoy furioso.

—Porque esperabas que lo hubiesen arrestado para exhibir tu generosidad conmigo y con él… En cambio se te ha ido de las manos, y eso es lo que te hace rabiar.

Le vi encogerse de hombros con furor. Sonó el teléfono y Astarita, con el alivio de quien encuentra un pretexto para zanjar una discusión embarazosa, descolgó el auricular. A las primeras palabras vi su rostro, como un paisaje al que en un día de tempestad ilumina gradualmente un rayo de sol, pasar de su anterior expresión irritada y oscura a otra más serena, y eso, sin saber por qué, me pareció una señal de mal agüero. La conversación telefónica duró un buen rato, pero Astarita nunca dijo más que «sí» o «no», de manera que no pude saber de qué se trataba.

—Lo siento por ti —dijo después, dejando el teléfono—, pero la primera noticia sobre el arresto de ese estudiante contenía un error… La Policía, para estar más segura, había enviado agentes tanto a su casa como a la tuya con lo que pensaban detenerlo de todas maneras… En realidad lo han arrestado en la casa de la viuda que le tenía alquilada una habitación… En cambio, en tu casa los agentes encontraron a un individuo pequeño y rubio, de acento del Norte, que apenas los vio, en vez de mostrar la documentación como le pedían, sacó la pistola, disparó y escapó… De momento creyeron que se trataba del estudiante… Pero, por lo visto, debía de ser alguien que tenía alguna cuenta pendiente con la Justicia…

Creí que iba a desmayarme. Así Mino estaba en la cárcel y por si esto —fuera poco Sonzogno estaría convencido de que yo lo había denunciado. Cualquier otro, al verme desaparecer y ver más tarde llegar a la Policía, habría pensado lo mismo. Mino estaba en la cárcel y Sonzogno me buscaba para vengarse. Quedé tan aturdida que no supe decir más que: «¡Pobre de mí!», dando un paso hacia la puerta.

Debía de haberme puesto muy pálida porque Astarita abandonó en seguida su aire victorioso de sombría satisfacción y se acercó a mí, diciéndome:

—Ahora siéntate y hablemos… No hay nada irreparable.

Moví la cabeza y puse la mano en la puerta. Astarita me detuvo y añadió, tartamudeando:

—Mira… Te prometo que haré todo lo posible… Lo interrogaré yo mismo, y si no hay nada grave, te lo pondré en libertad lo antes posible… ¿Te parece bien?

—Sí, está bien —respondí con voz apagada.

Y añadí, haciendo un esfuerzo:

—Hagas lo que hagas, ya sabes que te lo agradeceré.


Sabía que Astarita haría verdaderamente, como decía, todo lo posible para liberar a Mino, y no tenía más que un deseo: irme, salir lo antes posible de su horrible Ministerio. Pero él, con un escrúpulo policiaco, dijo:

—A propósito, si tienes alguna razón para temer a ese hombre que han encontrado en tu casa, dime su nombre… Eso hará más fácil su captura.

—No sé su nombre —respondí.

—De todos modos —insistió—, no estará de más que vayas espontáneamente a la comisaría y digas lo que sabes… Te dirán que te pongas a su disposición y te dejarán marchar, pero si no vas, será peor para ti.

Contesté que haría lo que él decía y me despedí. Él no cerró inmediatamente la puerta, sino que permaneció mirándome desde el umbral mientras yo me alejaba por la antesala.

CAPÍTULO IX

Fuera del Ministerio, caminé apresuradamente hasta una plaza próxima, como si huyera de alguien. Solamente cuando estuve en el centro de la plaza me di cuenta de que no sabía adonde ir y pensé en qué lugar podría refugiarme. Al principio había pensado en Gisella, pero su casa estaba lejos y, por el agotamiento, las piernas se me doblaban. Por otra parte, no estaba segura de que Gisella me acogiera de buena gana. Quedaba Zelinda, la mujer que alquilaba habitaciones de la que había hablado con mi madre antes de irme. Zelinda era amiga mía y, además, su casa estaba cerca. Por eso decidí acudir a ella.

Vivía en una casa amarilla que daba, entre otros caserones parecidos, a la plaza de la Estación. Esta casa de Zelinda se distinguía, entre otros particulares, por tener una escalera sumergida, incluso en pleno día, en una oscuridad casi impenetrable. No había ascensor y no tenía ventanas. Se subía casi a oscuras tropezando continuamente con sombras de personas que bajaban cogidas al mismo pasamanos. Un olor intenso de cocina impregnaba siempre el aire, pero era como de una cocina que se hubiese apagado hacía años y cuyos perfumes hubieran tenido todo el tiempo posible para descomponerse en aquel aire helado y tenebroso. Subí, casi sin responderme las piernas y con el corazón dominado por una fuerte náusea, aquella misma escalera que otras veces había subi­do seguida de cerca por algún amante impaciente. A Zelinda, que acudió a abrirme, le dije:

—Necesito un cuarto para esta noche.

La Zelinda era una mujer corpulenta, sólo madura tal vez, pero envejecida prematuramente por la gordura. Enferma de gota, con las mejillas cubiertas de manchas enfermizas y rojas, los ojos azules, empañados y lacrimosos y los pocos cabellos rubios siempre en desorden y caídos en mechones de estopa, pero en el rostro le quedaba aún no sé qué gracia afectuosa, como queda un reflejo de sol en el agua de un charco a la hora del crepúsculo.

—Tengo una habitación —dijo—. ¿Estás sola?

—Sí, sola.

Entré, cerró la puerta y me precedió balanceándose, baja y ancha, envuelta en una vieja bata, con el moño medio suelto y las horquillas sueltas, colgándole todo sobre la espalda. El cuarto era oscuro y frío como la escalera. Pero el olor a cocina era reciente, como de buenas y limpias viandas en plena cocción.

—Estaba preparando la cena —explicó volviéndose y sonriendo.

Aquella Zelinda, que alquilaba habitaciones por horas, me quería y aún no sé por qué. A veces, después de mis habituales visitas, me retenía para charlar y me ofrecía pasteles y licores. Era núbil y nadie debía de haberla amado nunca, pues desde su juventud era deforme por la gordura. La virginidad se le adivinaba en su timidez, en su curiosidad y en la torpeza con que se informaba de mis amores. Carente de envidia y de malicia, creo que debía de lamentar para sus adentros no haber hecho nunca lo que veía hacer en sus habitaciones y que en su oficio de alquilar alcobas había que ver, más que el simple interés crematístico, un deseo quizás inconsciente de no sentirse del todo excluida del paraíso prohibido de las relaciones amorosas.

Al final del pasillo había dos puertas que yo conocía bien. Zelinda abrió la de la izquierda y me precedió en la habitación. Encendió la luz, una lámpara de tres brazos con tulipanes de vidrio, y fue a cerrar los postigos. La estancia era grande y limpia. Pero la limpieza parecía realzar de un modo despiadado la vejez y la pobreza de las cosas: los rasgones de las alfombras, los remiendos de la colcha de algodón, las manchas herrumbrosas de los espejos, los desconchados de la jarra y la palangana. Vino hacia mí y me preguntó, mirándome con atención:

—¿No te encuentras bien?

—Me siento muy bien.

—Pero ¿por qué no duermes en tu casa?

—No tenía ganas.

—Vamos a ver si adivino —dijo con aire astuto y afectuoso—. Tienes algún disgusto… Esperabas a alguien que no ha venido.

—Puede ser.

—Y veamos si tengo razón… Ese alguien debe ser aquel oficial moreno con quien viniste la última vez.

No era la primera vez que Zelinda me hacía esas preguntas. Respondí al azar, con la garganta apretada por la angustia:

—Tienes razón… ¿Y qué?

—Nada… Pero ya ves como te comprendo en seguida… A la primera mirada he adivinado lo que te sucedía… Pero no debes ponerte así… Si no ha venido será por algún motivo… Los militares, ya se sabe, no son libres…

No dije nada. Ella me miró un momento. Después, con un gesto vacilante, afectuoso y lisonjero:

—¿Quieres cenar conmigo? Hay una buena cena.

—No, gracias —contesté en seguida—. Ya he comido.

Volvió a mirarme y me dio, a manera de caricia, un golpecito en una mejilla. Y con la expresión prometedora y misteriosa de ciertas viejas tías cuando hablan a algún sobrino jovenzuelo:

—Ahora voy a darte algo que no creo que rechaces.

Se sacó del bolsillo un llavero y, volviéndome la espalda, abrió un cajón.

Yo tenía abierto el abrigo con una mano en la cadera y apoyaba la espalda en la mesa mirando a Zelinda que hurgaba en el fondo de su cajón. Recordé a Gisella que a menudo había ido a aquella habitación con sus amantes y pensé que Zelinda no amaba demasiado a Gisella. A mí me quería porque era yo y no porque quisiera a todos. Me sentí consolada. Al fin y al cabo, en el mundo no había sólo policías, ministerios, cárceles y otras cosas por el estilo, crueles y sin alma. Entre tanto, Zelinda había acabado de buscar en el cajón. Volvió a cerrarlo cuidadosamente y se acercó a mí, repitiendo:

—Aquí tienes. Estoy segura que no lo rechazas.

Dejó algo en la mesa. Miré y vi cinco cigarrillos, de los mejores, con boquilla dorada; un puñado de caramelos en sus papeles coloreados y cuatro pequeños dulces de mazapán en forma de frutas también de color.

—¿Está bien así? —preguntó dándome otro golpecito en la mejilla.

Confusa, balbucí:

—Sí, gracias.

—De nada, de nada, hija… si necesitas algo, me llamas. No hagas cumplidos.

Una vez sola, me sentí invadida de un gran frío y de una intensa turbación. No tenía sueño y no quería acostarme. Por otra parte, en aquel cuarto helado, en el que el frío invernal parecía conservado desde hacía años como en las iglesias y en las bodegas, no había otra cosa que hacer. Las otras veces que había venido, no se me planteaban estos problemas, pues tanto yo como el hombre que me acompañaba no deseábamos más que meternos en la cama y calentarnos mutuamente, y aunque no experimentaba ningún sentimiento por aquellos amantes circunstanciales, el mismo acto del amor me absorbía y me sumergía en su magia. Ahora me parecía increíble haber podido amar y ser amada entre muebles y en una cama tan miserables y en un ambiente tan frío. Verdad es que el ardor de los sentidos nos había engañado siempre a mí y a mis compañeros haciendo amables y familiares aquellos objetos tan absurdamente extraños. Pensé que mi vida, si no podía volver a ver a Mino, no sería ya diferente de lo que era aquel cuarto. Contemplándola objetivamente, sin ilusiones, mi vida no tenía realmente nada de bello ni de íntimo, sino que, por el contrario, como la habitación de la Zelinda, estaba compuesta de cosas estropeadas, sucias y feas. Me estremecí y poco a poco fui desnudándome.

Las sábanas estaban heladas y como impregnadas de humedad, hasta tal punto que, al echarme entre ellas, me pareció ir a imprimir mi forma como en una arcilla mojada. Durante un buen rato, mientras las sábanas se calentaban lentamente, reflexioné absorta. El caso de Sonzogno me distrajo y anduve extraviada analizando los motivos y las consecuencias del tenebroso asunto. Ahora Sonzogno debía de pensar con seguridad que yo lo había denunciado y no había duda de que las apariencias estaban en contra mía. ¿Sólo las apariencias? Recordaba su frase: «Me parece que me persiguen», y me preguntaba si, al fin y al cabo, el sacerdote no habría hablado. No parecía, pero por el momento nada lo desmentía tampoco.

Pensando aún en Sonzogno, me puse a imaginar lo que habría ocurrido en mi propia casa después de mi huida: Sonzogno se quedaría esperando, se impacientaría, volvería a vestirse y de pronto entrarían los dos agentes de la Policía. Sonzogno sacaba la pistola, disparando sin previo aviso, y huía. Lo mismo que cuando había pensado en el delito de Sonzogno, estas fantasiosas reconstrucciones despertaron en mí una complacencia oscura e insaciable. Mi fantasía me proponía una y otra vez la escena de los disparos y acariciaba voluptuosa sus detalles y, sin duda, en el contraste entre los agentes y Sonzogno, me ponía con todo el ánimo de parte de Sonzogno. Me estremecía de júbilo viendo al agente herido en tierra, exhalaba un suspiro de alivio al ver que Sonzogno huía, lo seguía con ansiedad escaleras abajo, no me sentía tranquila hasta que lo veía desaparecer en la oscura lejanía de la amplia calle. Por último, me cansé de esa especie de cinematografía y decidí apagar la luz.


Ya había notado otras veces que el lecho estaba adosado, a una puerta que comunicaba con la habitación contigua. Cuando hube apagado la luz, vi que los dos batientes de la puerta no ajustaban bien y dejaban filtrar una vertical de luz. Me puse de codos sobre la almohada, pasé la cabeza entre las barras metálicas de la cabecera de mi cama y miré por la fisura. No lo hacía por curiosidad, ya que me sabía de memoria lo que podría ver y oír por aquella ranura; era más bien el temor de mis pensamientos y de la soledad lo que me empujaba a buscar, aunque fuera espiando, una compañía en la habitación contigua. Pero durante un rato largo no vi a nadie. Ante aquella ranura de la puerta había una mesa redonda.

La luz de la lámpara caía de lo alto sobre la mesa detrás de la cual, en una sombra densa, entreveía el reflejo de un espejo de armario. Pero oía hablar: eran las habituales palabras que conocía bien, las acostumbradas preguntas sobre la ciudad natal, la edad, el nombre. La voz de la mujer era tranquila y reticente y la del hombre, apremiante y turbada. Hablaban en un rincón de la estancia y tal vez estaban ya acostados. A fuerza de mirar sin ver nada, sentí un fuerte dolor en la nuca y estaba dispuesta a retirarme cuando apareció la mujer, que iba a ponerse a la otra parte de la mesa, ante el espejo en sombra. Me volvía la espalda, de pie, desnuda, pero, a causa de la mesa, no podía verle más que de cintura arriba. Debía de ser muy joven.

Bajo la mata de cabello crespo, la espalda parecía delgada, dura, sin gracia, de una blancura anémica. Pensé que no tendría siquiera veinte años, pero tenía el pecho ya caído y tal vez había sido madre. Supuse que sería una de esas jóvenes hambrientas que vagan por los jardines municipales cerca de la estación, sin sombrero y a menudo sin abrigo, mal pintadas y peor vestidas, con los pies metidos en unas enormes botas ortopédicas. Pensé que cuando se riera se le verían las encías. Y todas estas cosas pasaban por mi mente irreflexivamente, con espontaneidad, porque la vista de aquella mísera espalda desnuda me aliviaba y me parecía querer a aquella muchacha y comprender bien los sentimientos que ella experimentaba en aquel momento, mientras se miraba en el espejo. Pero la voz del hombre, dijo desgarbadamente: «¿Puede saberse qué haces?» y ella se apartó del espejo.

La vi un momento de perfil, con la espalda encorvada y el pecho flaco, tal como me lo había imaginado. Después desapareció y al cabo de un rato se extinguió la luz.

También se extinguió en mi ánimo aquel vago afecto que la vista de la muchacha había suscitado y de nuevo me encontré completamente sola en el gran lecho todavía helado, en aquella oscuridad llena de objetos gastados y fríos. Pensé en los dos que estaban al otro lado de la pared, que poco después dormirían juntos, y ella se pondría tras su compañero, con la barbilla en su espalda, las piernas entre las de él, el brazo en torno a la cintura, la mano en la ingle y los dedos lánguidamente perdidos entre los pliegues del vientre, semejantes a raíces que buscan la vida en el fondo de la tierra más negra. De pronto me sentí como una planta desarraigada y arrojada sobre un pavimento de piedra lisa sobre el que habría de entristecerse y morir. Me faltaba Mino, y si extendía un brazo hacia delante me parecía advertir el comienzo de un gran espacio helado y deshabitado que me rodeaba por todas partes y en cuyo centro yo estaba acurrucada sin protección ni compañía. Experimentaba un deseo entristecido y fuerte de abrazarme a él, y él no estaba. Era como ser viuda, y empecé a llorar manteniendo los brazos bajo las sábanas y fingiendo abrazarlo. No sé cómo, pero por fin me adormecí.

Siempre he tenido el sueño bueno y fuerte, semejante a un apetito que halla su alimento y se sacia sin esfuerzos ni interrupciones. Así, la mañana siguiente al despertarme, casi me sorprendió encontrarme en la habitación de Zelinda, tendida en aquel lecho, en medio de un rayo de sol que pasaba a través de las varas de la persiana y se extendía sobre la almohada y la pared. Aún no me daba cuenta de lo que sucedía cuando oí sonar el teléfono en el pasillo. Contestó la voz de Zelinda, oí mi nombre y después ella llamó a mi puerta. Salté de la cama y, en camisa como estaba, corrí descalza a la puerta.

El pasillo estaba vacío y el auricular del teléfono posado sobre la ménsula. Zelinda había vuelto a la cocina. En el teléfono oí la voz de mi madre, que preguntaba:

—¿Eres tú, Adriana? —Sí.

—Pero ¿por qué te fuiste? Aquí han ocurrido unas cosas… Por lo menos podías avisarme… ¡Qué susto!

—Sí, lo sé todo —dije apresuradamente—. Es inútil hablar de eso ahora.

—Estaba preocupadísima por ti —prosiguió—. Además, está aquí el señor Diodati.

—¿El señor Diodati?

—Sí, ha venido esta mañana muy temprano… y quiere verte a toda costa… Dice que te espera aquí.

—Dile que voy en seguida, que dentro de un minuto estoy ahí.

Colgué el auricular, corrí a la habitación y me vestí a toda prisa. No esperaba que Mino fuera puesto en libertad tan pronto y me sentía menos feliz que si hubiera esperado un día o una semana entera su libertad. Desconfiaba de una libertad tan repentina y no podía menos que experimentar una vaga aprensión. Todo hecho tiene un significado y el de aquella salida de la cárcel tan prematura me resultaba incomprensible. Pero me tranquilicé pensando que, al fin y al cabo, podía ser que Astarita hubiera logrado ponerlo en libertad lo antes posible, como me había prometido. Por otra parte, estaba impaciente por volver a verlo y esa impaciencia seguía siendo un sentimiento feliz, aunque ligeramente angustioso.

Acabé de vestirme, puse en el bolso, para no mortificar a Zelinda, los cigarrillos, los caramelos y dulces que la noche anterior no había tocado y fui a la cocina a saludar a mi amiga.

—Ahora estás contenta, ¿eh? —dijo—. ¿Se te ha pasado el mal humor?

—Estaba cansada… Bien, hasta la vista.

—Bien, bien… ¿Crees que no he oído al teléfono…? Vaya, el señor Diodati… Pero espera, toma una taza de café.

Seguía hablando cuando yo estaba ya fuera del piso.

En el taxi, acurrucada al borde del asiento, con las manos en el bolso, me mantuve dispuesta a bajar apenas el coche se detuviera. Temía encontrar gente ante la puerta de mi casa, a causa de los disparos de Sonzogno. Me pregunté incluso si me convendría volver a casa. Sonzogno podía presentarse en cualquier momento y cumplir su venganza, pero me di cuenta de que no me importaba nada. Si Sonzogno quería vengarse, que se vengara. Lo que yo deseaba era ver otra vez a Mino y estaba decidida a no esconderme de nuevo por cosas que no había hecho.

En casa no encontré a nadie en el portal ni en la escalera. Entré con ímpetu en la sala y vi a mi madre que cosía a máquina, sentada junto a la ventana. El sol entraba ampliamente por los sucios cristales y el gato de casa, sentado en la mesa, se lamía las patas traseras. Mi madre dejó de coser inmediatamente y me dijo:

—Ah, por fin estás aquí… Por lo menos podías decirme que ibas a la Policía…

—¡Qué Policía! ¿Qué estás diciendo?

—Me hubiera ido contigo, aunque sólo fuera para evitarme el susto.

—Pero yo no salía a llamar a la Policía —exclamé irritada—. No hice más que marcharme… Los policías debían buscar a algún tipo que debía de tener algo en su conciencia.

—Ni siquiera a mí quieres decírmelo —repuso con una mirada de maternal reproche.

—Pero ¿qué tengo que decirte?

—No temas que vaya a contarlo por ahí, pero no querrás hacerme creer que saliste así, por nada… En realidad, los policías vinieron a los pocos minutos de irte tú.

—Pero si no es verdad, yo…

—Bueno… Hiciste bien, pues hay una gentuza por ahí… ¿Sabes qué dijo uno de los guardias? Pues que la cara de aquel hombre no le era desconocida.

Comprendí que no había manera de convencerla. Mi madre pensaba que yo había salido para denunciar a Sonzogno y no había nada que hacer.

—Está bien, está bien —interrumpí bruscamente—. Y el herido, ¿cómo se lo llevaron?

—¿Qué herido?

—Me dijeron que había un moribundo.

—Pues te informaron mal… A uno de los agentes le rozó una bala el brazo y yo misma le vendé la herida. Pero se fue por sus propios medios… Si hubieras oído qué ruido, qué disparos, toda la casa parecía que iba a saltar… Después me interrogaron y les dije que yo no sabía nada.

—¿Dónde está el señor Diodati?

—En tu cuarto.

Me había entretenido un poco con mi madre, sobre todo porque sentía cierta aprensión ante la idea de ir a ver a Mino, como si presintiera alguna mala noticia. Salí de la sala y fui a mi cuarto. Estaba en la oscuridad más completa, pero, antes de que llevara la mano al interruptor, oí la voz de Mino que me decía en la sombra:

—Por favor, no enciendas la luz.

Me sorprendió el tono singular de su voz, realmente poco alegre. Cerré la puerta, me acerqué tanteando al lecho y me senté en el borde. Me di cuenta de que Mino estaba tendido y ocupaba mi parte.

—¿No te encuentras bien? —le pregunté.

—Estoy perfectamente.

—Cansado, ¿verdad?

—No, no estoy cansado.

Yo había esperado un encuentro distinto. Pero realmente es verdad que la alegría es inseparable de la luz. Me parecía que en aquella oscuridad mis ojos no brillaban, mi voz no podía manifestarse en jubilosas exclamaciones, mis manos no alcanzaban a reconocer sus rasgos. Esperé un largo rato, y entonces, inclinándome sobre él, le pregunté:

—¿Qué quieres hacer? ¿Quieres dormir?

—No.

—¿Quieres que me vaya?

—No.

—¿Quieres que me quede contigo?

—Sí.

—¿Quieres que me eche en la cama?

—Sí.

—¿Quieres que hagamos el amor? —le pregunté como al azar.

—Sí.

Esta respuesta me sorprendió, porque, como ya he dicho, nunca estaba dispuesto a amarme. De pronto me sentí turbada y añadí con voz acariciante:

—¿Te gusta hacer el amor conmigo?

—Sí.

—¿Te gustará siempre de ahora en adelante?

—Sí.

—¿Y estaremos siempre juntos?

—Sí.

—Pero ¿no quieres que encienda la luz?

—No.

Empecé a desnudarme con la sensación embriagadora de una victoria completa. Creía que la noche pasada en la cárcel le habría revelado inesperadamente que me amaba y que me necesitaba. Como se verá a continuación, me equivocaba. Y aunque estaba en lo cierto al pensar que había una relación entre su arresto y esa entrega repentina, no comprendía que un cambio así de actitud no tenía nada que pudiera lisonjearme o alegrarme. Por otra parte, me sería difícil tener semejante clarividencia en aquel momento. Mi cuerpo, como un caballo sofrenado durante demasiado tiempo, me empujaba impetuosamente hacia él y estaba impaciente por hacerle aquella ardiente y gozosa «cogida que, poco antes, la oscuridad y su actitud me habían impedido.

Pero cuando me acerqué a él y me incliné sobre la cama para tenderme a su lado, sentí de pronto que me rodeaba las rodillas con los brazos y me mordía con fuerza en el costado izquierdo. Sentí un dolor agudo y al mismo tiempo la sensación precisa de no sé qué desesperación expresada en aquel mordisco, como si no fuéramos dos amantes dispuestos a amarse, sino dos condenados a los que el odio, la furia y la tristeza empujaban al fondo de un infierno de nuevo género, a morderse recíprocamente. El mordisco me pareció larguísimo, como si realmente quisiera arrancarme con los dientes un pedazo de carne. Finalmente, aunque casi me gustaba que me mordiera y, a pesar del poco amor que sentía, deseaba que siguiera haciéndolo, no pude soportar más el dolor y lo rechacé con voz quebrada y baja:

—¿Qué estás haciendo? Me haces daño.

Así, casi de repente, concluyó aquel ilusorio sentimiento mío de victoria. Y durante todo el tiempo que nos amamos no volvimos a decir una palabra, pero por su actitud adiviné vagamente el verdadero sentido de su abandono, que más tarde él mismo me aclararía con todo detalle. Comprendí que hasta entonces no le había interesado tanto yo como una parte de su propio ser inclinada a desearme y que ahora, en cambio, por algún motivo personal, dejaba que aquella parte, hasta entonces combatida, se desahogara plenamente, esto era todo. Yo no tenía nada que ver en ello, y del mismo modo que no me había amado antes, tampoco me amaba ahora. Yo o cualquier otra, era lo mismo para él, y, como antes, yo no era más que un medio del que se servía para castigarse o para premiarse. No pensaba tanto estas cosas, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, como las sentía en mi sangre y en mi carne, de la misma manera que tiempo atrás había sentido que Sonzogno era un monstruo, aunque todavía no supiera nada de su delito. Pero lo amaba, y mi amor era más fuerte que esta conciencia.

Con todo, me sorprendió la violencia y la insaciabilidad que ponía en su deseo en otro tiempo tan avaro. Yo había pensado siempre que se moderaba, entre otras razones, por motivos de salud, ya que era de naturaleza delicada. Por eso, cuando vi que comenzaba por tercera vez inmediatamente después de haber recibido el placer de mí, no pude por menos de susurrarle:

—Por mí, puedes seguir cuanto quieras, pero ten cuidado que no te haga daño.

Me pareció oírle reír y su voz murmuró a mi oído:

—Ahora ya nada puede hacerme daño.

Aquel «ahora» me produjo una sensación fúnebre y el placer que sentía entre sus brazos quedó casi destruido y esperé con impaciencia el momento en que podría hablar con él y sabría, por fin, qué había ocurrido. Después del amor, pareció amodorrarse, pero tal vez no dormía. Esperé un tiempo razonable y después, con un esfuerzo que me hizo latir aceleradamente el corazón, le pregunté en voz baja:

—Y ahora me dirás qué ha pasado.

—No ha pasado nada.

—Sin embargo, algo tiene que haber ocurrido.

Calló un momento, y después, como hablando consigo mismo, dijo:

—Al fin y al cabo, creo que también tú debes saberlo… Pues bien, ha sucedido esto: desde las once de la noche del día de ayer yo soy exactamente un traidor.

Experimenté al oír estas palabras una horrible sensación de frío, no tanto por las palabras en sí mismas como por la voz con que las había pronunciado. Balbucí:

—¿Un traidor? ¿Por qué?

Con aquel tono suyo, frío y lúgubremente burlón, contestó:

—El señor Mino era conocido entre sus compañeros de fe política por la intransigencia de sus opiniones y la violencia de sus resentimientos… Al señor Mino lo consideraban incluso como un futuro jefe, y el señor Mino estaba tan seguro de que en cualquier circunstancia habría sabido hacer honor a su propia fama que deseaba ser arrestado y puesto a prueba… Sí, porque el señor Mino pensaba que el arresto, la cárcel y los otros sufrimientos son necesarios en la vida de un hombre político, como en la de un hombre de mar lo son los largos viajes, los huracanes y los naufragios… Pero al primer golpe de mar el marino se ha mareado como la última de las mujercitas, y el señor Mino, apenas se ha visto ante un policía cualquiera, sin esperar a que se le amenazara o se le torturara, ha desembuchado todo lo que sabía… En fin, ha traicionado. El señor Mino ha dejado desde ayer la carrera política y ha entrado en otra que podríamos llamar delataría…

—Has tenido miedo —exclamé.

Contestó inmediatamente, con calma:

—No, quizá ni siquiera he tenido miedo… Sólo que me ha sucedido lo que me sucedió aquella noche contigo, cuando querías que te explicara mis ideas… De pronto, no me ha importado nada, y el policía que me interrogaba casi se me ha hecho simpático… A él le urgía saber ciertas cosas, y a mí, en aquel momento, no me interesaba ocultárselas y se las he dicho así, simplemente… O mejor dicho, no tan simplemente, sino con solicitud, con prisa, casi diría con celo… Un poco más y casi era él quien tenía que moderar mi entusiasmo.

Pensé en Astarita y me pareció extraño que hubiera sido simpático a Mino:

—Pero ¿quién te ha interrogado?

—No lo conozco… Un hombre joven, de cara amarilla, calvo, con los ojos negros, muy bien vestido… debía de ser un funcionario superior.

—¡Y te ha resultado simpático! —exclamé al reconocer por esta descripción a Astarita.

Se echó a reír en la oscuridad, junto a mi oído.

—Poco a poco… No él personalmente, sino su función…

Cuando se renuncia y no se sabe ser lo que se debiera ser, aparece lo que uno es… ¿Acaso no soy el hijo de un rico propietario?

Y aquel hombre, en su función, ¿no estaba defendiendo mis propios intereses? Hemos reconocido que somos de la misma raza, solidarios en la misma causa… ¿Qué crees? ¿Que iba a experimentar simpatía por él, personalmente? No, sentía simpatía por su función… Me he dado cuenta de que era yo quien le pagaba, yo a quien él defendía, yo quien estaba tras él como amo, aunque estaba ante él como acusado.

Reía o, mejor dicho, tosía una risa que me arañaba horriblemente el oído. Yo no entendía nada, sino que había sucedido algo muy triste y que toda mi vida estaba otra vez en tela de juicio. Al cabo de un rato, añadió:

—Pero tal vez estoy calumniándome y simplemente he hablado porque no me importaba no hablar, porque de pronto todo me ha parecido absurdo y sin importancia y ya no he comprendido nada de las cosas en las cuales hubiera debido creer.

—¿No has comprendido nada? —repetí maquinalmente.

—Sí, o mejor dicho, he comprendido solamente, como comprendería aún, las palabras, pero no los hechos que esas palabras indicaban… Ahora bien, ¿cómo es posible sufrir por unas palabras? Las palabras son sonidos y hubiera sido como si me dejara encarcelar por el rebuzno de un asno o el chirrido de una rueda… Las palabras ya no tenían ningún valor para mí. Me parecían todas absurdas e iguales. Él quería palabras y yo le he dado todas las que ha querido.

—Entonces —objeté —, si no eran más que palabras, ¿qué te importa?

—Sí, pero por desgracia, apenas fueron pronunciadas, estas palabras dejaron de ser únicamente palabras y se han convertido en hechos.

—¿Por qué?

—Porque he empezado a sufrir, porque me he arrepentido de haberlas dicho, porque he comprendido, he sentido que al decir tales palabras me había convertido en eso que suele llamarse traidor…

—Pero ¿por qué las has dicho, entonces?

—¿Por qué se habla en sueños? —repuso lentamente—. Quizá dormía, pero ahora me he despertado.

Así, dando vueltas y más vueltas, volvíamos siempre al mismo punto. Sentí un dolor terrible en el corazón y dije con esfuerzo:

—Tal vez te equivocas… Crees haber dicho quién sabe qué cosas y después resultará que no has dicho nada.

—No, no me equivoco —replicó brevemente.

Callé un rato. Después pregunté:

—¿Y tus amigos?

—¿Qué amigos?

—Tullio y Tommaso.

—No sé nada —contestó con una especie de ostentosa indiferencia—. Los detendrán.

—No, no los detendrán —exclamé.

Pensaba que Astarita no habría aprovechado el momento de debilidad de Mino. Pero por primera vez, con la idea del arresto de los dos amigos, comencé a ver clara la gravedad de todo aquel asunto.

—¿Por qué no van a detenerlos? —dijo Mino—. Di sus nombres… No hay motivo para que no los detengan.

—¡Oh, Mino! —exclamé angustiada, sin poder evitarlo—. ¿Por qué has hecho esto?

—Es lo que también me pregunto yo.

—Pero si no los detienen —insistí al cabo de un rato cogiéndome a la única esperanza que me quedaba—, nada es irreparable…. Ellos nunca sabrán que tú…

Me interrumpió:

—Sí, pero lo sabré yo, lo sabré siempre… Sabré siempre que ya no soy el de antes, sino otra persona a la que, en el mismo momento en que hablé, di vida como la madre que da vida a su hijo trayéndolo a la luz… Y esa persona no me gusta, esto es lo malo… Hay maridos que asesinan a su esposa porque no soportan ya el vivir con ella… Pues piensa lo que es vivir dos en un mismo cuerpo, uno de los cuales odia al otro… En cuanto a mis amigos, los arrestarán, seguro. No pude contenerme y dije:

—Aunque no hubieras hablado, estarías igualmente en libertad, y has de saber que tus amigos no corren ningún peligro.

Apresuradamente le conté la historia de mis relaciones con Astarita, mi intervención a su favor y la promesa que Astarita me había hecho. Mino me escuchó sin decir palabra y después dijo:

—De mal en peor… Así debo la libertad no sólo a mi celo de espía, sino también a tus relaciones amorosas con un policía.

—No hables así, Mino.

—Por lo demás —añadió después de un momento—, estoy contento de que mis amigos salgan de ésta… Por lo menos no tendré también ese otro remordimiento sobre mi conciencia.

—Ya lo ves —dije con vivacidad—. ¿Qué diferencia hay ahora entre tú y tus amigos? También ellos me deben la libertad a mí y al hecho de que Astarita esté enamorado de mí.

—Perdón, hay una diferencia. Ellos no han hablado.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo espero por ellos mismos… De todas maneras, en estos casos no puede decirse que mal de muchos consuelo de tontos.

—Pero tú puedes hacer como sí nada hubiera ocurrido —insistí—. Vuelve con ellos, sin decir nada… ¿Qué te importa? Todos pueden tener un momento de debilidad.

—Sí —respondió—, pero no a todos les sucede morir y seguir vivos a pesar de ello… ¿Sabes qué me pasó cuando hablé? Morí, y estoy muerto, muerto para siempre.

No soporté más la angustia que me oprimía el corazón y estallé en lágrimas.

—¿Por qué lloras? —preguntó.

—Por lo que dices —respondí redoblando los sollozos—, que estás muerto. Tengo mucho miedo.

—¿No te gusta estar con un muerto? —preguntó bromeando—. Sin embargo, no es tan terrible como parece, no es en absoluto terrible… Yo estoy muerto de un modo particular, pues por lo que se refiere al cuerpo, estoy bien vivo… Tócame y verás si estoy vivo.

Me cogió la mano y me hizo tocarlo.

—Ya lo ves, estoy vivo.

Me tiraba de la mano, obligándome a tocarlo, y finalmente la llevó a la ingle y la estrechó contra el sexo.

—Estoy vivo en todas partes, y por lo que se refiere a ti, estoy más vivo que nunca, como puedes apreciar… No temas, si hemos hecho poco el amor mientras estaba vivo, en compensación lo haremos mucho ahora que estoy muerto.

Con una especie de rabioso desprecio rechazó mi mano inerte. Yo me la llevé a la cara, junto con la otra, y desahogué ruidosamente mi miserable dolor. Hubiera querido llorar siempre, seguir llorando sin fin, porque temía el momento en que acabara de llorar, cuando uno queda vacío y torpe frente a las mismas cosas, idénticas, que han provocado el llanto. Pero este momento llegó y me sequé el rostro humedecido por las lágrimas y fijé en la oscuridad mis ojos abiertos. Entonces le oí preguntar con una voz dulce y afectuosa:

—Veamos, según tú, ¿qué debería hacer?

Me volví con violencia, me apreté a él fuertemente y le dije, hablándole sobre la boca:

—No pienses más, no te ocupes más de esto, pues lo que ha sido, ha sido… Esto es lo que debes hacer.

—¿Y después?

—Después, vuelve a estudiar… Saca el título y con el título, vuelve a tu ciudad. No me importa no volver a verte, con tal de saber que eres feliz… Ponte a trabajar y cuando llegue el momento cásate con una muchacha de tu tierra, de tu condición, que te quiera realmente bien… ¿Qué te importa la política? No estás hecho para la política e hiciste mal en ocuparte de ella. Fue un error, pero todos pueden cometer errores. Un día te parecerá extraño haberte metido en política… Yo te quiero de veras, Mino. Otra mujer no querría separarse de ti, pero si es necesario, vete mañana mismo. Si es necesario, no volvamos a vernos con tal de que seas feliz.

—Pero yo —dijo con voz clara y muy baja— no volveré a ser feliz… Soy un delator.

—No es verdad —repliqué exasperada—. No eres un delator, y aunque lo fueras, podrías ser igualmente feliz… Hay gente que ha cometido hasta delitos y es muy feliz. Mírame a mí. Cuando se habla de una mujer de la calle, uno se imagina cualquier cosa… Pues ya ves, soy una mujer como las demás y a menudo hasta soy feliz… Estos últimos días era tan feliz…

—¿Eras feliz?

—Sí, mucho, pero ya sabía que no podía durar y efectivamente…

A estas palabras me volvió el deseo de llorar, pero me contuve y añadí:

—Te habías imaginado completamente distinto de lo que eres y ha ocurrido lo que ha ocurrido… Ahora acepta lo que eres en realidad y verás como todo se resuelve de pronto… En el fondo, sufres por lo ocurrido, porque te avergüenzas y temes el juicio de los demás, de tus amigos. Pues deja de verlos; ya te encontrarás con otras gentes porque el mundo es muy grande… Si ellos no te quieren lo bastante como para comprender que ha sido un momento de debilidad, quédate conmigo, que te quiero y te comprendo y no te juzgo…

Y exclamé con fuerza:

—Aunque hubieras cometido una acción mil veces peor, para mí serías siempre mi amado Mino.

Él no dijo nada y yo continué:

—Soy una pobre muchacha ignorante, lo sé, pero ciertas cosas las comprendo mejor que tus amigos y aun mejor que tú. Yo también he experimentado el sentimiento que ahora experimentas. La primera vez que nos vimos y tú no me tocaste se me metió en la cabeza que lo habías hecho porque me despreciabas y hasta llegué a perder el gusto de vivir… Me sentía muy desgraciada y hubiera querido ser otra, y al mismo tiempo comprendía que era imposible y que seguiría siendo la que era… Sentía una vergüenza pegajosa, viscosa, ardiente, un fastidio, una desesperación… Estaba como encogida, helada, atada y a veces pensaba que quería morir… Después, un buen día salí con mi madre y por casualidad entré en una iglesia y allí, rezando, me pareció entender que en el fondo no tenía de qué avergonzarme, que si había sido hecha así era señal de que Dios lo había querido, que no debía rebelarme contra mi suerte, sino que tenía que aceptarla con docilidad y confianza, y que si tú sentías desprecio por mí, la culpa era tuya, no mía. En fin, pensé muchas cosas y por último había pasado toda la mortificación y me sentí de nuevo alegre y ligera.

El se echó a reír con aquella risa que me dejaba helada y después dijo:

—Así, pues, yo debería aceptar lo hecho y no rebelarme, debería aceptar lo que he llegado a ser y no juzgarme… ¡Bah! Tal vez en la iglesia pueden ocurrir ciertas cosas, pero fuera de la iglesia…

—Pues ve a la iglesia —propuse agarrándome a esta nueva esperanza.

—No, no iré. No soy un creyente y en la iglesia me aburro… Además, vaya cosas que estamos diciendo…

Volvió a reír, pero de pronto se puso serio, me cogió por los hombros y empezó a sacudirme con gran violencia, gritando:

—Pero ¿no entiendes lo que he hecho? ¿No lo entiendes? ¿No lo entiendes?

Me sacudía con tal fuerza que me faltaba la respiración. Con un último empellón me tiró sobre el lecho y después le sentí dar un salto y empezar a vestirse en la oscuridad.

—No enciendas la luz —dijo con un tono amenazador—.

Tendré que acostumbrarme a que me miren a la cara, pero por ahora es demasiado pronto… ¡Ay de ti si enciendes la lámpara!

Yo no me atrevía a respirar. Pero por fin pregunté:

—¿Te vas?

—Sí, pero volveré —dijo de un modo que me pareció que reía de nuevo—. No temas, volveré… Más aún, voy a darte una buena noticia. Vendré a vivir a tu casa.

—¿Aquí?

—Sí, pero no te causaré molestias. Podrás seguir haciendo tu vida… Además, podremos vivir los dos con lo que me manda mi familia… Con eso pagaba la pensión, pero para dos, en casa, es suficiente.

La idea de que viniera a vivir a mi casa me parecía más extraña que agradable. Pero no me atreví a decir nada. Acabó de vestirse en silencio, en la oscuridad completa.

—Volveré esta noche —dijo después.

Oí que abría la puerta, salía y volvía a cerrar. Permanecí en la sombra, con los ojos muy abiertos.

CAPÍTULO X

Aquella misma tarde, como me había aconsejado Astarita, fui a la comisaría del barrio para hacer mi declaración sobre el caso Sonzogno. Fui con gran repugnancia porque, después de lo sucedido a Mino, todo lo que olía a Policía me inspiraba un malestar mortal. Pero estaba casi resignada. Comprendía que por algún tiempo la vida perdería para mí su sabor.

—Te esperábamos esta mañana —dijo el comisario apenas le hube expuesto el objeto de mi visita.

Era un buen hombre y lo conocía hacía algún tiempo y aunque era padre de familia y había pasado de los cincuenta años, comprendía que sentía por mí algo más que una simple simpatía. Recuerdo sobre todo su nariz, gruesa y esponjosa, de melancólica expresión. Siempre tenía el cabello enredado y los ojos entornados como si acabara de levantarse de la cama. Aquellos ojos, de un color azul encendido, miraban como a través de una máscara, en un rostro espeso, rojizo y lleno de cicatrices menudas, que hacía pensar en la cáscara de ciertas naranjas tardías, enormes, pero dentro de las cuales no hay más que una pulpa seca.

Le dije que no me había sido posible ir antes. Él me miró un momento, con los ojos azules, tras aquella cáscara de rostro y después preguntó como con tácito acuerdo:

—¿Y cómo se llama?

—¡Y qué sé yo!

—¡Claro que lo sabes!

—Palabra de honor —dije poniéndome una mano en el pecho—. Me detuvo en el Corso… Es verdad que me pareció que había algo de raro en su actitud, pero no hice caso de eso.

—¿Y cómo diablos él estaba en tu casa y tú no?

—Tenía una cita urgente y lo dejé.

—Pues él creyó que habías salido a llamar a los agentes, ¿lo sabes…? Y gritó que lo habías delatado.

—Sí, ya lo sé.

—Y que te lo haría pagar.

—Paciencia.

—¿Pero no te das cuenta de que es un hombre peligroso y que mañana, para vengarse de tu supuesta traición, puede disparar contra ti como lo ha hecho contra un agente? —dijo mirándome de reojo.

—¡Claro que me doy cuenta!

—Pues entonces, ¿por qué no quieres decir su nombre? Nosotros lo arrestamos y tú te quedas en paz.

—Ya le digo que no lo sé… ¡Ésta sí que es buena…! ¿Es que tengo que saber los nombres de todos los hombres que llevo a mi casa?

—Pues nosotros sí lo sabemos —afirmó de pronto con voz más alta, teatralmente, avanzando un poco.

Comprendí que era falso y repliqué tranquilamente:

—Si lo sabe, ¿por qué me atormenta? Deténgalo y no volvamos a hablar de eso.

Me miró un momento en silencio y noté que sus ojos se fijaban, inseguros y turbados, más en mi cuerpo que en mi cara y comprendí que, de pronto y a pesar suyo, el viejo deseo sustituía en él al fervor profesional.

—Y sabemos otra cosa —suspiró—, que si ha disparado y ha huido, tenía sus buenas razones para hacerlo.

—¡Ah, de esto también estoy segura yo!

—Y tú debes de conocer esas razones.

—No sé nada… Si no conozco el nombre, ¿cómo quiere que sepa lo demás?

—Pues todo eso lo sabemos nosotros muy bien —dijo.

Hablaba maquinalmente, como pensando en otra cosa, y estaba convencida de que no pasaría un minuto sin que se levantara y viniera a mi lado.

—Lo conocemos muy bien y le echaremos mano… Es cuestión de días, quizá de horas.

—Mejor para vosotros.

Se levantó, como yo había previsto, dio la vuelta a la mesa, vino a mi lado y, cogiéndome la barbilla en la palma de su mano, dijo:

—Ea, tú lo sabes todo y no quieres decírnoslo… ¿De qué tienes miedo?

—No tengo miedo de nada —respondí— y no sé nada… Y ponga la mano en su sitio.

—¡Vaya, vaya! —repitió.

Volvió a sentarse ante la mesa y prosiguió:

—Tienes suerte, porque siento simpatía por ti y sé que eres una buena chica… Pero ¿sabes qué hubiera hecho otro para obligarte a hablar? Te hubiera metido en un calabozo una buena temporada… o te habría hecho encerrar en San Gallicano. Me puse de pie y dije:

—Bueno, tengo que hacer. Si no tiene más que decirme…

—Puedes irte, pero ten cuidado con las visitas… políticas y las otras.

Fingí no haber oído esas últimas palabras, pronunciadas con intención y salí de prisa de aquellas sórdidas estancias.


En la calle volví a pensar en Sonzogno. El comisario había confirmado lo que yo sospechaba. Convencido de que yo lo había denunciado, Sonzogno quería vengarse. Sentí mucho miedo, no por mí sino por Mino. Sonzogno era un hombre furioso y si llegaba a encontrar a Mino en mi compañía no dudaría en matarlo. Debo decir que, extrañamente, sonreía a la idea de morir con Mino. Me parecía ver la escena: Sonzogno disparaba y yo me interponía entre él y Mino para defender a Mino y recibía el disparo destinado a él. Pero no me disgustaba imaginar que también Mino era herido y que moríamos juntos mezclando nuestras sangres. Pero pensaba que morir juntos asesinados por el mismo delincuente y en el mismo lugar no era tan bello como suicidarse juntos. Darse la muerte juntos me parecía la conclusión digna de un gran amor. Era como cortar una flor antes de que se marchite, como encerrarse en el silencio tras haber escuchado una música sublime.

A veces había pensado en esta forma de suicidio que detiene el tiempo antes de que corrompa y envilezca el amor y es querido y llevado a cabo más por exceso de gozo que por incapacidad de sufrir el dolor. En los momentos en que me parecía amar a Mino con una intensidad excesiva hasta el punto de temer que en lo sucesivo no podría amarlo tanto, la idea de este suicidio de los dos me había asaltado varias veces, con la fácil espontaneidad con que lo acariciaba o lo besaba. Pero nunca le hablé de ello porque sabía que para matarse juntos hay que amarse de la misma manera. Y Mino no me amaba, o, si me amaba, no me amaba tanto como para desear no vivir más.

Pensaba intensamente en todas estas cosas, caminando con la cabeza baja hacia casa. De pronto sentí una especie de mareo, acompañado de una gran náusea y de un mortal malestar en todo el cuerpo. Apenas tuve tiempo de entrar en una lechería. Estaba a unos pasos de mi casa, pero no habría tenido fuerzas suficientes para recorrer aquella breve distancia sin caer al suelo.

Me senté ante una mesita, detrás de la puerta de vidrio, y cerré los ojos, dominada por el malestar. Seguía sintiendo una fuerte náusea y un mareo que parecía aumentar por el ruido de la máquina de café del establecimiento, extrañamente remoto y angustioso. Sentía en las manos y en la cara la tibieza de la sala cerrada y caliente y, a pesar de todo, me parecía tener mucho frío. El dueño, que me conocía, gritó desde el mostrador:

—¿Un café, señorita Adriana?

Y yo, sin abrir los ojos, hice un gesto afirmativo con la cabeza.

Finalmente me reanimé y sorbí el café que me habían puesto en la mesita. A decir verdad, no era la primera vez que en los últimos tiempos había sentido aquel malestar, pero siempre muy ligero, apenas notable. No había los mismos sucesos insólitos y angustiosos de aquellos días que me habían impedido pensar en esto. Pero ahora, reflexionando y poniendo este malestar en relación con una irregularidad significativa de mi vida física ocurrida precisamente aquel mes, me convencí de que ciertas sospechas mías de los últimos tiempos, siempre rechazadas a las zonas más oscuras de mi conciencia, respondían ahora a la realidad.

—No hay duda —me dije de pronto—. Voy a tener un hijo.

Pagué el café y salí del local. Lo que experimentaba era muy complicado y todavía hoy, a tanta distancia de tiempo, me resulta difícil decirlo. He observado ya que las desgracias no vienen solas, y aquella novedad, que en otros tiempos y en otras condiciones me hubiera producido una gran alegría, ahora se me presentaba como una desdicha. Por otra parte, estoy hecha de una manera que un movimiento irresistible y misterioso del alma me lleva siempre a descubrir un aspecto amable incluso en las cosas más desagradables. Esta vez no era difícil encontrar tal aspecto, pues era la sensación que llena de esperanza y satisfacción el corazón de todas las mujeres cuando saben que están encintas. Era verdad que este hijo nacería en las condiciones menos favorables que pudieran darse, pero era mi hijo y era yo quien iba a parirlo y a criarlo y quien iba a gozar de él. Pensé que un hijo es un hijo y que no hay pobreza ni circunstancias terribles ni porvenir oscuro que puedan impedir a una mujer, por desdichada y sola que esté, alegrarse ante el pensamiento de traerlo al mundo.

Estas reflexiones me calmaron, de modo que, después de un instante de aprensión y de descorazonamiento, me sentí otra vez tranquila y confiada como siempre. El médico joven que me había visitado tanto tiempo antes, cuando mi madre me arrastró a la farmacia para saber si había hecho el amor con Gino, tenía su despacho poco más allá de la lechería. Decidí ir a que me viera. Era pronto, nadie esperaba en la antesala y el médico, que me conocía muy bien, me acogió con cordialidad. Apenas hubo cerrado la puerta, le anuncié tranquilamente:

—Doctor, estoy segura de que me encuentro encinta.

Se echó a reír, porque conocía mi oficio, y me preguntó:

—¿Te disgusta?

—No, no me disgusta. Al contrario, estoy contenta.

—Veamos.

Después de haberme hecho alguna pregunta sobre mi malestar, me hizo tender sobre la tela encerada de la camilla, me examinó y dijo alegremente:

—Esta vez, sí.

Me satisfizo recibir la confirmación de mis sospechas sin sombra de disgusto, con ánimo tranquilo.

—Ya lo sabía —dije—. He venido más que nada para estar segura.

—Puedes estar segurísima.

Se frotaba las manos con satisfacción, como si el padre fuera él, y se balanceaba sobre sus pies, alegre y lleno de simpatía por mí. Me atormentaba una duda y hubiera querido resolverla. Pregunté:

—¿Cuánto tiempo?

—Bueno… Casi dos meses, poco más o menos… ¿Por qué? ¿Quieres saber quién ha sido?

—Ya lo sé. Fui a la puerta.

—Si necesitas algo, ven a mí —me dijo abriendo la puerta—, y cuando llegue el momento, procuraremos que el niño nazca en las mejores condiciones.

Igual que el comisario, este médico sentía por mí una inclinación muy fuerte. Pero a diferencia del comisario, él me gustaba. Era, como ya lo describí otra vez, un guapo mozo, muy moreno, sano y vigoroso, con un bigote negro, unos ojos brillantes y unos dientes blancos, vivaz y alegre como un perro de caza. Yo iba a menudo a él para que me visitara, al menos una vez cada quince días, y dos o tres veces, por gratitud, porque nunca me cobraba un céntimo, había consentido en hacer el amor con él en aquella misma camilla de tela encerada en la que poco antes me había tendido. Pero era discreto y, salvo alguna broma afectuosa, nunca me imponía sus deseos. Me daba consejos, y creo que a su manera estaba un poco enamorado de mí.


Había dicho al médico que ya sabía quién era el padre de aquel hijo. En realidad, en aquel momento, más que nada tenía la sospecha, casi más por instinto que por cálculo material. Pero ya en la calle, contando los días y examinando mis recuerdos, la sospecha se convirtió en certeza. Recordé la mezcla de atracción y terror que casi dos meses antes me había arrancado en la oscuridad de mi cuarto el largo grito lamentoso de agonía y de placer, y tuve la certeza de que el padre no podía ser otro que Sonzogno. Desde luego, era horrible saber que se tenía un hijo de un asesino insensible y monstruoso como Sonzogno, sobre todo porque era de temer que este hijo pudiera parecerse a su padre y repetir sus caracteres.

Por otra parte, no podía por menos de encontrar cierta justicia en esta paternidad. Ente tantos hombres como me habían amado, Sonzogno era el único que me había poseído en realidad más allá de todo sentimiento de amor, en el rincón más secreto y oscuro de mi carne. Y el hecho de que sintiera espanto y horror por él y que, a pesar mío, me hubiera sentido empujada a entregarme a aquel hombre, confirmaba la profundidad y la solidez de la posesión. Ni Gino, ni Astarita, ni siquiera Mino, por el cual sentía una pasión de un género del todo diferente, había despertado en mí una sensación de posesión tan legítima, aunque tan odiada.

Todo ello me parecía extraño y al mismo tiempo espantoso, pero era lo mismo porque los sentimientos son lo único que no puede rechazarse, ni desmentirse, ni, en cierto sentido, analizarse. Acabé por llegar a la conclusión de que el amor requiere una clase de hombres y la procreación otra, y que si era justo que tuviera un hijo de Sonzogno, no era menos justo que lo detestara y huyera de él, y en cambio amara, como en realidad lo amaba, a Mino.

Subí lentamente la escalera de mi casa, pensando en el peso de vida que llevaba en mi vientre. Cuando estuve en el recibidor, oí que alguien hablaba en la sala. Me asomé y vi con sorpresa a Mino sentado al extremo de la mesa y conversando tranquilamente con mi madre, que se había sentado junto a él y cosía. Sólo estaba encendida la lámpara central, una luz de contrapeso, y gran parte de la estancia estaba en sombras.

—Buenas tardes —dije blandamente.

—Buenas tardes, buenas tardes —contestó Mino con voz desagradable y vacilante.

Lo miré a la cara, vi que tenía los ojos brillantes y me convencí de que estaba borracho. En el extremo de la mesa había un mantel y cubiertos para dos, y sabiendo que mi madre comía siempre a solas en la cocina, comprendí que aquel otro cubierto era para Mino.

—Buenas tardes —repitió—. He traído las maletas… Están ahí…

Acabo de hacerme amigo de tu madre… ¿Verdad, señora, que nos entendemos de maravilla?

Sentí una especie de desmayo al escuchar aquella voz sarcástica y lúgubremente jocosa. Me dejé caer sentada sobre una silla y por un momento cerré los ojos. Oí que mi madre decía:

—Usted dice que nos entendemos, pero si le oigo hablar mal de Adriana no nos entenderemos nunca.

—Pero ¿qué he dicho? —exclamó Mino con una voz llena de fingida sorpresa—. Que Adriana ha sido hecha para la vida que hace, que Adriana se encuentra en la vida como el pez en el agua… ¿Qué mal hay en ello?

—Pues no es verdad —rebatió mi madre—. Adriana no ha sido hecha para la vida que hace. Con su belleza merecía más, mucho más… ¿Sabe usted que Adriana es una de las muchachas más bellas del barrio, por no decir de toda Roma? Yo veo cómo muchas otras, bastante más feas, se abren camino… Y en cambio, Adriana, bella como una reina, no consigue nada. Y bien sé yo por qué.

—¿Por qué?

—Porque es demasiado buena, eso es, porque es guapa y buena… Si fuera guapa y mala, ya vería usted como las cosas iban de otro modo.

—Bien, bien —intervine un poco fastidiada por la discusión y sobre todo por el tono de Mino, que parecía estar burlándose de mi madre—. Tengo hambre… ¿Es que no hay nada preparado?

—Ya está.

Mi madre puso la costura en la mesa y salió precipitadamente. Me levanté y la seguí a la cocina.

—¡Qué! ¿Es que ponemos pensión ahora? —farfulló cuando estuve a solas con ella—. Ha venido como si fuera el amo. Ha dejado las maletas en tu cuarto y me ha dado dinero para la compra.

—¿Y no estás contenta?

—Estaba mejor antes.

—Bueno, hazte a la idea de que somos novios y de que es una cosa provisional, cuestión de días. No creas que se va a quedar para siempre.

Añadí otras cosas por el estilo para tranquilizarla, la abracé y volví a la sala.

Recordaré mucho tiempo aquella primera cena de Mino en mi casa, conmigo y mi madre. Bromeaba continuamente y comía con buen apetito. Pero sus bromas me parecían más frías que el hielo y más ásperas que el limón. Era evidente que no tenía más que un pensamiento y éste clavado en la conciencia como una espina en la carne, y sus bromas no hacían más que remover y hacer penetrar más profundamente aquel aguijón y renovar su dolor. Era el pensamiento de lo que había dicho a Astarita, y realmente nunca vi a una persona más arrepentida de haber cometido un error. Únicamente, a diferencia de lo que me habían enseñado los sacerdotes de niña, que el arrepentimiento lava la culpa, el suyo no parecía tener fin ni salida ni ningún efecto beneficioso. Yo comprendía que Mino estaba sufriendo indeciblemente y sufría por él en la misma medida y tal vez más porque, además de su dolor, me hacía sufrir mi impotencia para arrancárselo o por lo menos aliviarlo.

Comimos en silencio el primer plato. Después mi madre, mientras nos servía, dijo no sé qué sobre el precio de la carne y Mino, levantando la cabeza, respondió:

—No se preocupe, señora. De ahora en adelante me ocuparé yo de eso. Estoy a punto de conseguir un buen puesto.

Al oír esto, casi concebí una esperanza. Mi madre preguntó:

—¿Qué puesto?

—Un puesto en la Policía —contestó Mino con una seriedad excesiva y triste—. Me lo conseguirá un amigo de Adriana, el señor Astarita.

Dejé el cuchillo y el tenedor y le miré con intensidad. Pero él siguió:

—Han descubierto que poseo óptimas cualidades para ingresar en la Policía.

—Será así —dijo mi madre—, pero a mí nunca me han gustado los policías… También el hijo de la lavandera de aquí abajo se ha hecho agente. ¿Y sabe qué le han dicho los chicos que trabajan ahí al lado de los almacenes de cemento?

—Pues le han dicho: «Vete de ahí, que no queremos saber nada de ti». Y además, los policías están muy mal pagados. —Torció la boca y cambiando de plato le ofreció la bandeja con la carne.

—Pero no se trata de eso —replicó Mino sirviéndose—. Se trata de un puesto importante, delicado, secreto. ¡Qué diablos! No he hecho mis estudios para nada, pues casi tengo el título y sé idiomas… Son los pobres los que no llegan más que a agentes, no las personas como yo.

—Será así —repitió mi madre poniendo en mi plato el pedazo más grande de carne.

—No será —dijo Mino—. Es. Calló un momento y después prosiguió:

—El Gobierno sabe que hay malintencionados por todas partes, no sólo entre los pobres, sino también entre los ricos… Para vigilar a los ricos se necesitan personas educadas, que hablen como ellos, que vistan como ellos, que tengan sus modales, en fin, que sepan inspirarles confianza. Pues yo haré eso. Tendré un buen sueldo, viviré en hoteles de primera clase, viajaré en coche-cama, comeré en los mejores restaurantes, me vestiré en un sastre de moda, iré a playas de lujo, a los sitios de montaña más famosos. ¡Qué diablos! ¿Quién se ha creído que soy?

Mi madre lo estaba contemplando con la boca abierta. Todos aquellos esplendores la deslumbraban.

—En este caso —dijo por fin—, no añadiré una palabra. Yo había acabado de comer. De pronto me pareció imposible seguir asistiendo a aquella especie de comedia lúgubre.

—Estoy cansada —dije bruscamente—. Me voy a mi cuarto. Me levanté y salí de la estancia.

En mi cuarto, me senté en la cama y, encogida en mí misma, me puse a llorar en silencio. Pensaba en el dolor de Mino y en el niño que iba a nacer y me parecía que las dos cosas, el dolor y el niño, crecían por su cuenta, por una fuerza que no dependía de mí y que yo no podía controlar. Tenían vida propia y no había nada que hacer. Al cabo de un rato, Mino entró. Me puse de pie inmediatamente y di una vuelta por la habitación para que no me viera los ojos llenos de lágrimas y para tener tiempo de secármelos. Había encendido un cigarrillo y se echó sobre la cama, boca arriba. Me senté a su lado y le dije:

—Mino, por favor, no vuelvas a hablar así a mi madre.

—¿Por qué?

—Porque ella no entiende nada, pero yo te entiendo y cada palabra tuya es como si me clavaran una aguja en el corazón.

No dijo nada y siguió fumando en silencio. Saqué de un cajón una camisa de noche mía, cogí una aguja y un carrete de seda y, sentada en la cama junto a la lámpara, me puse a coser sin hablar. No quería decir nada porque temía que, si hablábamos, él empezara a discursear sobre lo mismo y esperaba que en aquel silencio acabara por distraerse y pensar en otra cosa. Coser requiere mucha atención de los ojos, pero deja libre la mente, como saben todas aquellas mujeres que lo hacen por oficio. Y mientras cosía mi pensamiento daba vueltas bulliciosamente en mi cabeza, o mejor dicho, como la aguja que yo pasaba y repasaba rápidamente con el hilo a través del tejido, parecía coser no sé qué jirón o borde de mi mente. Yo tenía la misma obsesión de Mino y no podía dejar de pensar en lo que había dicho a Astarita y en las consecuencias que seguirían de todo aquello. Pero no quería pensarlo porque temía que, si lo pensaba, tío sé por qué misteriosa influencia acabaría induciéndole a él a seguir pensando en ello y contribuiría a pesar mío a aumentar y mantener su dolor. Por ello quise pensar en otra cosa, en algo claro, alegre y ligero, y con toda la fuerza de mi ánimo dirigí mis reflexiones al niño que tenía que nacer y que era, en efecto, el único aspecto alegre de mi vida, entre tantos otros tan horriblemente tristes. Me imaginé cómo sería cuando tuviera dos o tres años, que es la edad mejor, cuando son más hermosos y más graciosos; y pensando en las cosas que diría y que haría y cómo iba a educarlo, me sentí más feliz y olvidé por un instante a Mino y su dolor. Había acabado de coser la camisa, cogí otra cosa que tenía que remendar y me puse a pensar que en aquellos días podría aliviarla tensión de las largas horas con Mino cosiendo mi ajuar. Sólo que debía procurar que no me viera o hallar alguna excusa.

Pensé decir que lo hacía para una vecina que también esperaba un niño y la excusa me pareció buena, puesto que había hablado con Mino de aquella mujer y había aludido a su pobreza. Estas ideas me distrajeron de tal modo que casi sin darme cuenta me puse a cantar en voz baja. Tengo buen oído, aunque mi voz no es fuerte, y tengo una gran dulzura de acento que se nota incluso cuando hablo. Me puse a cantar una canción que entonces estaba de moda: Villa triste. Cuando levanté los ojos, partiendo el hilo con los dientes, vi que Mino me miraba. Entonces pensé que iba a reprocharme que cantara en un momento tan grave para él, y me callé.

Me miró todavía un rato y después dijo:

—Sigue cantando.

—¿Te gusta que cante?

—Sí.

—Pero yo no sé cantar.

—No importa.

Reanudé el trabajo y seguí cantando para él. Como todas las muchachas de este mundo conocía cierto número de canciones y puedo decir que mi repertorio era bastante amplio porque tengo muy buena memoria y recuerdo muy bien lo que aprendí de niña. Le canté un poco de todo y cuando acababa una canción empezaba otra. Primero canté en voz baja; después, conforme le cogí gusto, con un tono más alto y con todo el sentimiento que me era posible. Unas canciones seguían a otras, todas distintas, y mientras cantaba una ya estaba pensando en la siguiente. Mino me escuchaba con cierta serenidad en el rostro y yo me sentí feliz por distraerlo de su remordimiento.

Pero al mismo tiempo recordaba que habiendo perdido de niña no sé qué objeto al que tenía gran afición, me puse a llorar desconsoladamente y mi madre, para consolarme, se había sentado en mi cama, poniéndose a cantar las poquísimas cosas que sabía. Cantaba mal, con una voz desentonada y, sin embargo, al principio me distrajo y hasta la escuché como Mino me escuchaba ahora. Pero después la idea de que había perdido aquel objeto comenzó a deslizar amargura en el licor del olvido y por último lo había envenenado todo, haciéndolo incluso intolerable. Así, pues, recuerdo haber estallado de nuevo en llanto y mi madre, perdida la paciencia, apagó la luz y se fue dejándome en la oscuridad llorando a mi gusto. Y ahora estaba segura de que, pasada la engañosa dulzura de mi canto, Mino volvería a sentirla misma pena, aún más fuerte y más hiriente por el contraste con la superficialidad y el sentimiento de mis canciones. Llevaba cantando casi una hora cuando él me interrumpió:

—¡Basta! Tus canciones me aburren.

Y dicho esto se acurrucó como para dormir volviéndose de espaldas.

Yo había previsto aquel gesto y no me dolió demasiado. Por otra parte, ya no esperaba más que cosas desagradables y lo contrario me hubiera asombrado. Me levanté y fui a colocar en su sitio la ropa remendada. Después, sin hablar, me desnudé y me tendí en la parte del lecho que Mino dejaba libre. Estuvimos así un buen rato, espalda contra espalda, en silencio. Yo sabía que él no dormía y que seguía pensando en lo mismo, y esta convicción, unida al agudo sentimiento de mi impotencia, provocaba en mi mente un torbellino de pensamientos confusos y desesperados. Estaba replegada sobre un costado y, sin dejar de pensar, miraba fijamente un rincón del cuarto. Veía una de las dos maletas que Mino había traído de la pensión de la viuda Medolaghi, una vieja maleta de cuero amarillo llena de etiquetas variopintas de hoteles. Entre otras había una con un rectángulo de mar azul, una gran roca roja y la inscripción: Capri. En aquella penumbra, entre los muebles de mi cuarto, opacos y mortecinos, aquella mancha azul me parecía luminosa, casi más que una mancha, un orificio por el que yo veía un fragmento de aquel mar lejano. Repentinamente sentí una gran nostalgia del mar, tan alegre y tan vivo, en el que todo objeto, aun el más corrompido y deforme, se purifica, se aligera, se redondea y se hace sutil hasta llegar a ser bello y claro. Siempre me ha gustado el mar, aunque sea el mar doméstico y lleno de gente de Ostia, y a la vista del mar experimento una sensación de libertad que, más que los ojos, me embriaga los oídos, como si en sus olas viajaran continuamente las notas de una música prodigiosa y moderada. Empecé a pensar en el mar con un agudo deseo de sus olas transparentes que, además del cuerpo, parecen lavar también el alma, que, en contacto con el líquido, se hace ligera y llena de gozo. Me dije que si pudiera llevar a Mino al mar, tal vez aquella inmensidad, el movimiento perpetuo, el continuo rumor, surtirían el efecto que mi amor por sí solo no bastaba a provocar. De pronto le pregunté:

—¿Has estado en Capri?

—Sí —contestó sin volverse.

—¿Es bonito?

—Sí, muy bonito.

—Oye —dije volviéndome y rodeando su cuello con un brazo—, ¿Por qué no vamos a Capri, o a cualquier otro sitio en el mar? Mientras sigas en Roma no harás más que dar vueltas a las mismas ¡deas desagradables… Si cambias de sitio y de aire, estoy convencida de que lo verás todo de otro modo. Muchas cosas que ahora no ves, se te presentarían entonces más claras… Estoy segura de que te haría mucho bien.

No me contestó en seguida y pareció reflexionar:

—No necesito ir al mar. También aquí podría, como tú dices, ver las cosas de otro modo… Bastaría aceptar, según tu consejo, ID que he hecho e inmediatamente gozaría del cielo, de la tierra, de ti, de todo… ¿Crees que no sé que el mundo es hermoso?

—Pues entonces, acepta —dije con ansiedad—. ¿Qué te importa?

Él se echó a reír.

—Había que pensarlo antes… Hacer como tú, aceptar desde el principio… Hasta los mendigos que se calientan al sol en los peldaños de la iglesia aceptaron desde el principio… Para mí es demasiado tarde.

—Pero ¿por qué?

—Hay quienes aceptan y quienes no aceptan, y yo, evidentemente, pertenezco a la segunda clase.

Callé, sin saber qué decir. Mino añadió al cabo de un rato:

—Ahora, apaga la luz. Me desnudaré a oscuras… Creo que es hora de dormir.

Obedecí y él se desnudó en la oscuridad y se metió en la cama a mi lado. Me volví hacia él y quise abrazarlo, pero me rechazó sin decir una palabra y se acercó al borde volviéndome la espalda. Este gesto me llenó de amargura y me encogí a mi vez, con el ánimo entristecido, esperando el sueño. Volví a pensar en el mar y me acometió un gran deseo de morir ahogada. Pensé que sufriría sólo un instante y mi cuerpo inánime flotaría mucho tiempo de ola en ola, bajo el cielo. Las gaviotas me picotearían y los peces me morderían la espalda. Por último me hundiría, tirada por la cabeza hacia alguna corriente azul y fría que me llevaría al fondo del mar viajando durante meses y años por entre las rocas submarinas, los peces y las algas. Mucha agua límpida y salada pasaría sobre mi frente, mi pecho, mi vientre y mis piernas, llevándose lentísimamente mi carne, haciéndome cada vez más ingrávida y sutil. Y por último, una ola cualquiera, cualquier día, me arrojaría con ruido en una playa cualquiera, reducida ya a unos huesos blancos y frágiles. Me gustaba la idea de ser arrastrada al fondo del mar por los cabellos y me complacía la idea de quedar reducida a unos huesos sin forma humana, entre las piedras limpias de un guijarral. Y tal vez alguien, sin darse cuenta, caminaría sobre mis huesos reduciéndolos a un polvo blanco. Y con estos pensamientos tristes y voluptuosos finalmente me dormí.

CAPÍTULO XI

El día siguiente, por más que me hiciera la ilusión de que el sueño y el descanso habrían modificado los sentimientos de Mino, me di cuenta en seguida de que nada había cambiado. Incluso creí notar un decidido empeoramiento. Como el día anterior, pasaba de silencios largos, lúgubres y obstinados, a una locuacidad sarcástica y desmedida acerca de cosas indiferentes, aunque en ella, como en ciertos papeles con filigrana, podía adivinarse en transparencia el mismo pensamiento dominante. El empeoramiento consistía, según creí observar, en una especie de voluntad de inercia, de apatía, de abandono, que en él, siempre activo y enérgico, era una cosa nueva y parecía denotar un alejamiento progresivo de cuanto había hecho hasta entonces. Le abrí las maletas y ordené en mi armario sus vestidos y las demás cosas. Pero cuando se trató de los libros de estudio y le propuse ponerlos provisionalmente sobre el mármol de la cómoda a lo largo del espejo, contestó:

—Déjalos en la maleta… Al fin y al cabo, ya no voy a necesitarlos.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Acaso no tienes que sacar el título?

—Ya no sacaré ningún título.

—¿No quieres estudiar más?

—No.

No insistí por miedo a que hablara del asunto que lo angustiaba y dejé los libros en la maleta. También noté que no se lavaba ni se afeitaba. Siempre había sido muy limpio y cuidadoso, pero se pasó aquel segundo día en mi cuarto, echado en la cama, fumando, o caminando de un lado para otro, con aire pensativo y las manos en los bolsillos. En la comida no habló con mi madre, como me había prometido. Al anochecer, dijo que iría a cenar fuera y salió solo, sin que yo me atreviera a proponerle salir con él. No sé adonde fue. Yo estaba a punto de acostarme cuando volvió y en seguida noté que había bebido. Me abrazó con gestos desmesurados y burlescos y quiso poseerme y yo tuve que aceptar, aunque me daba cuenta de que para él hacer el amor era como beber, una cosa desagradable hecha por fuerza con el único fin de cansarse y aturdirse. Se lo dije y añadí:

—Sería lo mismo que fueras con cualquier otra mujer.

Él se echó a reír y dijo:

—Es verdad, pero a ti te tengo más a mano.

Me sentí ofendida por estas palabras, y más que ofendida, dolorida por el poco o ningún afecto que dejaban adivinar.

Después, de repente, tuve una especie de inspiración y, volviéndome hacia él, le dije:

—Mira, ya sé que no soy más que una pobre muchacha cualquiera, pero intenta amarme… Te lo pido por tu bien… Si lograras amarme, estoy segura de que acabarías amándote a ti mismo.

Me miró y repitió con voz fuerte y burlona:

—Amor, amor.

Y apagó la luz dejándome en la oscuridad con los ojos abiertos, amargada, perpleja, sin saber qué pensar.


Los días siguientes no aportaron ningún cambio y las cosas siguieron del mismo modo. Mino parecía haber adoptado nuevas costumbres en vez de las antiguas y esto era todo. Antes estudiaba, iba a la Universidad, se reunía con los amigos en el café y leía. Ahora fumaba tendido en el lecho, paseaba por la habitación, me hacía los habituales discursos extraños y alusivos, se emborrachaba y hacía el amor. El cuarto día empecé a sentirme realmente desesperada. Me daba cuenta de que su dolor no disminuía y me parecía imposible seguir viviendo en el dolor. Mi cuarto, continuamente lleno de humo de los cigarrillos, parecía una fábrica de dolor que trabajaba noche y día sin un momento de descanso y el mismo aire que respiraba se había convertido para mí en una densa gelatina de tristes y obsesionantes pensamientos.

En aquellos momentos maldije más de una vez mi poquedad y mi ignorancia y el tener una madre que aún era más ignorante que yo. En las dificultades graves, el primer impulso es ir a una persona de más edad y más experta a pedir consejo. Pero yo no conocía a nadie que tuviera esas cualidades y pedir ayuda a mi madre hubiera sido como pedirla a uno de los niños que jugaban en el patio de casa. Por otra parte, no lograba penetrar en lo más hondo de su dolor, se me escapaban muchos detalles, pero poco a poco fui convenciéndome de que se atormentaba sobre todo por la idea de que todo lo que había dicho a Astarita había quedado escrito en los papeles de la Policía y se conservaba en los archivos, como perpetuo testimonio de su debilidad. Ciertas frases suyas me confirmaron en esta convicción. Así, pues, una de aquellas tardes le dije:

—Si te disgusta que hayan escrito cuanto dijiste a Astarita, él hace cualquier cosa por mí… Estoy segura de que, si se lo pido, hará desaparecer tu interrogatorio.

Me miró y preguntó con un tono singular:

—¿Qué te hace pensar eso?

—Tú mismo lo dijiste el otro día… Yo te dije que debías intentar olvidar y me contestaste que aunque tú olvidaras, la Policía no olvidaría.

—¿Y cómo harías para pedírselo?

—Es muy sencillo… Lo llamo por teléfono y voy al Ministerio.

Él no dijo ni sí, ni no. Yo insistí:

—¿Quieres que se lo pida?

—Por mí puedes hacerlo.

Salimos juntos y fuimos a telefonear. Pronto di con Astarita y le dije que tenía que hablar con él. Le pregunté si podía ir al Ministerio. Pero él, con un acento particular aunque balbuciente, replicó:

—O en tu casa o nada.

Comprendía que deseaba ser pagado por el favor que iba a pedirle y traté de evitarlo.

—En un café —propuse.

—O en tu casa o nada.

—Bien —dije entonces— en mi casa.

Y añadí que lo esperaba aquel mismo día, al anochecer.

—Sé lo que quiere —dije a Mino mientras volvíamos a casa—. Quiere hacer el amor conmigo, pero nadie ha podido obligar a una mujer a hacer el amor contra su deseo… Una vez me hizo pagar un rescate, cuando yo era aún una inexperta, pero ya no me lo hará más.

—Pero ¿por qué no quieres hacer el amor con él? —preguntó Mino distraídamente.

—Porque te amo a ti.

—Puede ser —dijo como al azar—, pero si no haces el amor con él, se negará a destruir los interrogatorios y entonces…

—Los destruirá, no lo dudes.

—Pero ¿y si no quisiera más que con esa condición?

Estábamos en la escalera. Me detuve y dije:

—Entonces haré lo que tú quieras.

Mino me cogió entonces por la cintura y dijo lentamente:

—Pues bien, lo que yo quiero es que hagas venir a Astarita y con el pretexto del amor lo lleves a tu cuarto… Yo lo esperaré detrás de la puerta y cuando entre lo mataré de un disparo… Después, lo meteremos debajo de la cama y el amor lo haremos nosotros durante toda la noche.

Por primera vez le brillaban los ojos, libres de la niebla opaca que se los había oscurecido durante todos aquellos días. Me asusté, porque me daba cuenta de que había una lógica en su propuesta y porque ya me esperaba desgracias cada vez mayores y más definitivas y aquel delito tenía todo el aspecto de poder ocurrir.

—Misericordia, Mino —exclamé—. No lo digas ni en broma.

—Ni en broma —repitió—. Es verdad, estaba bromeando.

Pensé que, al fin y al cabo, a lo mejor no había bromeado, pero me tranquilizó el pensamiento de que el revólver con el que hubiera podido actuar estaba descargado sin que él lo supiera.

—Cálmate —continué—. Astarita hará lo que yo quiera. Pero no vuelvas a hablar de ese modo, pues me has asustado.

—Ahora ya no vamos a poder ni bromear —dijo frívolamente mientras entrábamos en casa.


Cuando estuvimos en la sala noté que una repentina vacilación se había adueñado de él. Empezó a pasear de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, como de costumbre. Pero con un movimiento diferente, más enérgico del habitual, y con una expresión en el semblante que parecía delatar una profunda y lúcida reflexión y no el acostumbrado disgusto o la apatía de siempre. Atribuí el cambio a la tranquilidad de saber que, sin duda muy pronto, los documentos comprometedores habrían sido destruidos y acogiendo una vez más la esperanza en el corazón, dije:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Él se estremeció profundamente, me miró como si no me reconociera y repitió de un modo maquinal:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Yo había enviado fuera de casa a mi madre con el pretexto de las compras para la cena. De pronto me sentí optimista. Pensé que realmente todo iría bien y quizá mucho mejor de lo que esperaba. Astarita haría lo que yo le pidiera, si no lo había hecho ya, y día a día Mino se alejaría de sus remordimientos, recobraría el gusto de vivir y empezaría a mirar de nuevo con confianza el futuro. Es un rasgo común a todos los hombres conformarse con sobrevivir en el tiempo de la desventura, pero cuando parece que el viento cambia, empiezan a tramar planes más lejanos y ambiciosos. Dos días antes me parecía que hubiera sido capaz de alejarme de Mino con tal de saber que era feliz, pero ahora que me hacía la ilusión de poder devolverle esa felicidad, no sólo no pensaba más en dejarlo, sino que estudiaba el modo de unirlo más a mí. Me impulsaba a maquinar estos planes no un cálculo de la inteligencia, sino un impulso oscuro de mi alma que siempre quiere esperar y no soporta mucho tiempo la mortificación y el dolor.

Me pareció que, tal como estaban las cosas, no había para nosotros más que dos soluciones: o nos separábamos o nos ligábamos para toda la vida, y como no quería siquiera pensar en la primera alternativa, se me ocurrió preguntarme si no habría algún medio de precipitar la segunda. No me gusta mentir y creo que puedo contar entre mis escasas cualidades con una sinceridad a veces incluso excesiva. Si entonces mentí a Mino, se debe al hecho de que en aquel momento no me pareció mentir, sino, por el contrario, decir la verdad. Una verdad más verdadera que la verdad misma, una verdad según el alma y no de acuerdo con los hechos materiales. Por lo demás, no pensé nada; fue, a lo sumo, una especie de inspiración.

Mino estaba paseando como de costumbre de un lado para otro y yo estaba sentada a la cabecera de la mesa. De pronto le dije:

—Oye… Párate… Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Hace tiempo que no me sentía bien… Días pasados fui al médico… Estoy encinta.

Se detuvo, me miró y repitió:

—¿Encinta?

—Sí… y estoy absolutamente segura de que has sido tú.

Mino era inteligente y aunque no pudiera intuir que yo estaba mintiendo, comprendió en seguida y perfectamente el objeto de mi anuncio. Cogió una silla, se sentó a mi lado, me acarició afectuosamente la cara y dijo:

—Supongo que ésta debería ser una razón más, la razón por excelencia, para hacerme olvidar lo sucedido y seguir adelante, ¿no es así?

—¿Qué quieres decir? —pregunté fingiendo no entenderlo.

—Voy a convertirme en padre de familia —prosiguió—. Lo que no quería hacer por amor a ti, tendré que hacerlo, como decís las mujeres, por esa criatura.

—Haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Te lo he dicho porque es verdad, y nada más.

—Un hijo, al fin y al cabo —prosiguió con su tono reflexivo, como pensando en voz alta—, puede ser una razón de vida.

Muchos, casi todos, no piden más. Un hijo es una buena justificación. Hasta se puede robar y matar por un hijo.

—Pero ¿quién te pide que robes ni que mates? —interrumpí, indignada—. Solamente te pido que estés contento… Si no lo estás, paciencia.

Me miró y volvió a acariciarme la mejilla con afecto:

—Si tú estás contenta, yo también lo estoy. ¿Estás contenta tú?

—Yo sí —repuse con firmeza y orgullo—. En primer lugar porque los niños me gustan y después porque lo tengo de ti.

Se echó a reír y dijo:

—Eres astuta tú…

—¿Por qué soy astuta? ¿Qué astucia hay en estar encinta?

—Ninguna… Pero tienes que reconocer que en este momento, en estas circunstancias, es un bonito golpe… Estoy encinta y por lo tanto…

—¿Por lo tanto…?

—Por lo tanto tienes que aceptar lo que has hecho —gritó de pronto con una voz muy fuerte poniéndose de pie y agitando los brazos—. ¡Tienes que vivir, vivir, vivir!

No es posible describir el tono de su voz. Experimenté una opresión atroz en el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Balbucí:

—Haz lo que quieras… Si quieres dejarme, déjame… Yo me iré de aquí.

Pareció arrepentirse de su brusquedad, se acercó a mí y me acarició otra vez diciendo:

—Perdóname… No hagas caso de lo que digo… Piensa en tu hijo y no te preocupes de mí.

Le cogí una mano y me la pasé por la cara bañándola con mis lágrimas y balbuciendo:

—Oh, Mino, ¿cómo puedo no preocuparme de ti?

Así permanecimos un rato en silencio. Él estaba de pie a mi lado, yo me apretaba su mano en la cara, la besaba y lloraba. Entonces oímos sonar el timbre de la puerta.

Mino se apartó de mí y me pareció que se ponía muy pálido, pero de momento no supe explicarme el motivo ni me preocupé de preguntárselo. Me levanté diciéndole:

—Vete… Aquí está Astarita… Pronto, sal.

Salió por la cocina, dejando la puerta entreabierta. Me enjugué apresuradamente los ojos, volví a poner en su sitio las sillas y fui al recibidor. Me sentía otra vez perfectamente tranquila y segura de mí misma, y en la oscuridad del recibidor llegué a pensar que podía decir a Astarita que me hallaba encinta. Así me dejaría en paz y si no quería hacerme por amor el favor que le pedía, lo haría por piedad.

Abrí la puerta y di un paso atrás. En vez de Astarita, en el umbral estaba Sonzogno.

Llevaba las manos en los bolsillos y al gesto, casi instintivo, que hice de intentar cerrar la puerta, él se opuso abriéndola del todo con un ligero empujón y entró. Yo lo seguí hasta la sala. Se situó junto a la mesa, en la parte que daba a la ventana. Como de costumbre, iba sin sombrero, y apenas entré, sentí sobre mí aquellos ojos fijos y obstinados. Cerré la puerta y pregunté, fingiendo indiferencia:

—¿Por qué has venido?

—Tú me has denunciado, ¿eh?

Me encogí de hombros y me senté al extremo de la mesa diciendo:

—Yo no te he denunciado.

—Te fuiste y bajaste a llamar a la Policía.

Me sentía tranquila. Si en aquel momento sentía algo, más bien era un movimiento de ira que de temor. Él no me imponía ningún temor. Por el contrario, me inspiraba una enorme cólera, lo mismo que todos los que, como él, me impedían ser feliz. Dije:

—Te dejé y me fui a la calle porque amo a otro y no quiero tener nada que ver contigo, pero no llamé a la Policía… Yo no soy una delatora… Los agentes vinieron por su cuenta… Buscaban a otro.

Se acercó a mí, me cogió la cara entre dos dedos a la altura de las mejillas, y me la apretó con una fuerza terrible obligándome a abrir la boca y al mismo tiempo acercándosela a él.

—Da gracias a tu Dios por ser una mujer —dijo.

Seguía atenazándome el rostro, obligándome con dolor a hacer una mueca que debía de ser horrible y ridícula. Sentí un tremendo furor y de un salto me puse de pie, rechazándolo y gritando:

—¡Vete, imbécil!

Volvió a meterse las manos en los bolsillos y se acercó más mirándome con su habitual fijeza en los ojos. Volví a gritar:

—¡Eres un imbécil, con tus músculos, con tus ojitos azules y con tu cabeza rapada! ¡Vete, quítate de delante, cretino!

Pensé que era verdaderamente un imbécil al ver que no decía nada, con una ligera sonrisa en los labios sutiles y torcidos, las manos en los bolsillos, acercándose y mirándome fijamente. Corrí al otro extremo de la mesa, cogí una plancha de las más pesadas que usan las modistas, y grité:

—¡Vete, cretino, o te doy con esto en el hocico!

Vaciló un momento, deteniéndose. En el mismo instante, la puerta de la sala se abrió a mis espaldas y Astarita apareció en el umbral. Evidentemente, había encontrado abierta la puerta del piso y había entrado. Me volví hacia él y grité:

—Di a este individuo que se vaya… No sé qué quiere de mí… ¡Dile que se vaya!

No sé por qué, experimenté un gran placer al observar la elegancia del traje de Astarita. Llevaba un abrigo que parecía nuevo, cruzado por delante, gris. La camisa parecía de seda, con rayas rojas sobre fondo blanco. Una bella corbata gris plateada y con rayas de través, se introducía entre las solapas de su traje azul turquí. Me miró a mí, que todavía blandía la plancha, miró después a Sonzogno, y dijo con una voz tranquila:

—La señorita te dice que te vayas. Bueno, ¿qué esperas?

—La señorita y yo —replicó Sonzogno en voz muy baja— tenemos que hablar de algo… Será mejor que se vaya usted.

Al entrar, Astarita se había quitado el sombrero, un fieltro negro de bordes orlados de seda. Sin prisa lo dejó sobre la mesa y después fue hacia Sonzogno. Me asombró su actitud. Los ojos, habitualmente melancólicos y negros, parecían haberse iluminado con un centelleo combativo y la boca, grande, se estiraba y encogía en una risa de complacencia y desafío. Enseñando los dientes y martilleando las sílabas:

—Conque no quieres irte… Pues ya lo ves, yo te digo que te irás en seguida.

El otro sacudió la cabeza con una negativa, pero con gran asombro por mi parte, retrocedió un paso. Y entonces volvió a mí la idea de lo que era Sonzogno. Y tuve miedo, no por mí sino por Astarita, que lo provocaba con tan ingenua intrepidez. Sentí la misma angustia que, siendo niña, despertaba en mi ánimo en el circo la presencia de un pequeño domador que, con un látigo, hostigaba a un enorme león de dientes amenazadores. Hubiera querido gritar que aquel hombre era un asesino, un monstruo. Pero no tuve fuerza para hablar. Astarita repitió:

—Bien, ¿quieres irte? ¿Sí o no?

Sonzogno volvió a negar con la cabeza y dio otro paso atrás. Astarita avanzó. Estaban frente a frente, los dos de una altura casi igual.

—¿Quién eres? —preguntó Astarita sin dejar de sonreír socarronamente—. Tu nombre… y pronto. Tampoco contestó Sonzogno.

—No quieres decirlo, ¿eh? —repitió Astarita con un tono casi voluptuoso, como si el silencio de Sonzogno le produjera placer—. No quieres decirlo, ni quieres irte, ¿no es así?

Esperó un momento y después levantó la mano y abofeteó a Sonzogno dos veces, primero en una mejilla y luego en la otra. Yo me llevé un puño a la boca y lo mordí. «Ahora lo mata» —pensé cerrando los ojos. Pero oí la voz de Astarita, que decía:

—Y ahora, desfila… ¡Rápido!

Cuando abrí otra vez los ojos vi que Astarita empujaba a Sonzogno hacia la puerta agarrándolo por la solapa. Sonzogno tenía las mejillas aún enrojecidas por las bofetadas, pero no parecía rebelarse. Se dejaba conducir, como si estuviera pensando en otra cosa. Astarita lo echó fuera de la estancia y después oí un portazo en la escalera y Astarita reapareció en el umbral.

—Pero ¿quién era? —preguntó quitándose maquinalmente la pelusa de la solapa del gabán y dirigiéndose una mirada como si temiera haber descompuesto su elegancia con aquel violento esfuerzo.

—Nunca he sabido su apellido… Sólo sé que se llama Carlo —mentí.

—Carlo —repitió con una risita y moviendo la cabeza.

Después vino a mi lado. Me había puesto al pie de la ventana y miraba a través de los cristales. Astarita me pasó un brazo por la cintura y me preguntó con una voz y una expresión ya cambiadas:

—¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —respondí sin mirarlo.

Él me miraba con fijeza y me ciñó a su cuerpo, con fuerza, sin decir nada. Lo rechacé con dulzura y añadí:

—Has sido muy amable conmigo. Te he llamado para pedirte otro favor.

—Vamos a ver —dijo.

No apartaba sus ojos de mí y no parecía escucharme.

—Aquel joven a quien interrogaste…

—¡Ah, sí! —repuso con una mueca—. Siempre el mismo… No es que haya sido un héroe…

Tuve curiosidad de saber la verdad sobre el interrogatorio de Mino.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es que tuvo miedo? Astarita contestó moviendo la cabeza:

—Ignoro si tuvo miedo o si no lo tuvo, pero a la primera pregunta lo dijo todo… Si hubiera negado, no hubiese podido hacerle nada porque no había pruebas.

Pensé que todo había ocurrido como decía Mino. Una especie de ausencia repentina, como un hundimiento sin razón alguna, sin que se lo pidieran ni provocaran.

—Bueno —dije—, supongo que cuanto os dijo lo tendréis escrito… Yo querría que hicieras desaparecer todo lo que hayáis escrito.

Sonrió.

—Te manda él, ¿eh?

—No, soy yo —repliqué. Y juré con solemnidad:

—Que me muera ahora mismo si no es verdad.

—Todos querrían que desapareciesen los interrogatorios —dijo Astarita—. Los archivos de la Policía son su mala conciencia. Desaparecido el papel, desaparecido el remordimiento. Me acordé de Mino y contesté:

—Ojalá fuera verdad, pero esta vez temo que te equivoques. Me atrajo otra vez hacia él, mi vientre contra el suyo, y me preguntó turbado y balbuciente:

—¿Y tú qué me das a cambio?

—Nada —contesté con sencillez—. Esta vez, realmente nada.

—¿Y si yo me negara?

—Me causarías un gran dolor, porque quiero a ese hombre… y todo lo que le pasa a él es como si me pasara a mí.

—Pero me habías dicho que serías buena conmigo.

—Te lo dije, pero he cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Pues… porque sí.

Me apretó de nuevo contra sí y tartamudeando con rapidez y hablándome al oído empezó a suplicarme que, por lo menos por última vez, complaciera su desesperado deseo. No puedo decir lo que me dijo porque, mezcladas con las súplicas, profería enormidades que no sabría escribir, de las que suelen decirse a las mujeres como yo y las que éstas dicen a sus amantes. Las enumeraba con no sé qué meticulosa y abundante precisión, pero sin la alegría desvergonzada que habitualmente acompaña a tales desahogos. Al contrario, lo hacía con una complacencia sombría, como un obsesionado.

He visto una vez a un loco homicida en el manicomio describir al enfermero las torturas a que lo someterían el día que cayera en sus manos, con el mismo tono, nada fanfarrón, escrupuloso y serio, con el que Astarita me susurraba sus obscenidades. En realidad, era su amor lo que me describía de aquel modo, un amor al mismo tiempo lujurioso y tétrico, que a otros hubiera podido parecer simple libido y que yo, en cambio, sabía profundo, completo y, en cierta manera, puro como cualquier otro. Como siempre, me causaba sobre todo compasión, porque en el fondo de aquellas enormidades sentía su soledad y su absoluta incapacidad para salir de ella. Dejé que se desahogara y después dije:

—No quería decírtelo, pero tú me obligas… Haz lo que creas conveniente, pero yo no puedo ser ya la de antes porque estoy encinta.

No pareció asombrarse; ni siquiera se desvió un segundo de su idea fija:

—Bien, ¿y eso qué tiene que ver?

Le había revelado mi estado más que nada para consolarlo de mi negativa. Pero mientras hablaba me di cuenta de que decía realmente lo que estaba pensando y que mis palabras procedían del corazón:

—Cuando me conociste quería casarme… y no fue culpa mía no poder hacerlo.

Seguía rodeándome la cintura con el brazo, pero ahora lo hacía con más flojedad. Esta vez se apartó del todo de mí y dijo:

—¡Maldito sea el día que te encontré!

—¿Por qué? Me has amado.

Escupió a un lado y repitió:

—¡Maldito sea el día que te encontré y maldito el día que nací!

No gritaba ni parecía expresar ningún sentimiento violento. Hablaba con calma y convicción.

—Tu amigo no tiene nada que temer. No se ha transcrito ningún interrogatorio ni se han tenido en cuenta sus informaciones… En los documentos sigue apareciendo nada más como un político peligroso… Adiós, Adriana.


Me había quedado junto a la ventana y le devolví el saludo mirándolo mientras se alejaba. Cogió el sombrero de encima de la mesa y salió sin volverse.

Inmediatamente se abrió la puerta que daba a la cocina y apareció Mino con el revólver en la mano. Lo miré atónita, vacía, sin decir nada.

—Estaba decidido a matar a Astarita —dijo sonriendo—. ¿Crees que me importaba de verdad que mi interrogatorio desapareciera?

—¿Y por qué no lo has hecho? —pregunté.

Mino movió la cabeza:

—Ha maldecido el día en que nació… Dejémosle maldecir unos años más.

Me daba cuenta de que había algo que me angustiaba, pero por muchos esfuerzos que hiciese, no lograba ver qué era.

—De todos modos —dije—, he obtenido lo que quería… En los documentos no aparece nada.

—Ya lo he oído —me interrumpió—. Lo he oído todo. Estaba detrás de la puerta entreabierta… También he visto que es un hombre valiente. Le ha soltado a Sonzogno dos bofetadas realmente magistrales… Hasta en el modo de dar bofetadas hay maneras y maneras y ésas han sido unas bofetadas de superior a inferior, de amo, o de quien se cree amo, a criado… ¡Y cómo las ha aguantado ese Sonzogno! ¡No ha respirado siquiera!

Se echó a reír y se volvió a meter el revólver en el bolsillo.

Me sentí un tanto desconcertada al oír aquel singular elogio de Astarita y pregunté insegura:

—¿Y qué crees que hará Sonzogno?

—¡Bah! ¿Quién sabe?


Había anochecido y la sala estaba sumida en una densa penumbra. Mino se inclinó sobre la mesa, encendió la lámpara de contrapeso y se hizo la oscuridad alrededor de la lámpara. Sobre la mesa estaban las gafas de mi madre y las cartas con las que hacía solitarios. Mino se sentó, cogió las cartas y las miró. Después dijo:

—¿Quieres que juguemos una partida hasta el momento de cenar?

—¡Qué idea! —exclamé—. ¿Una partida de cartas?

—Sí, a la brisca… Anda, ven.

Obedecí. Me senté delante de él y cogí maquinalmente las cartas que me daba. Tenía la cabeza confusa y las manos me temblaban sin saber por qué. Empecé a jugar. Las figuras de la baraja me parecían tener un carácter maligno y poco tranquilizador: la sota de pique, negra, siniestra, con el ojo negro y una flor negra en la mano; la reina de corazones, lujuriosa, deshecha, encendida; el rey de cuadros, panzudo, frío, impasible, inhumano. Al jugar me parecía que entre nosotros había una apuesta muy importante, pero ignoraba cuál era. Me sentí mortalmente triste y de vez en cuando, sin dejar el juego, exhalaba un breve suspiro para comprobar si seguía el peso que me oprimía el pecho. Y me daba cuenta que no sólo no había desaparecido, sino que iba en aumento.

Minó ganó la primera partida y la segunda.

—Pero, ¿qué te pasa? —me preguntó mientras barajaba—. Juegas realmente mal.

Dejé las cartas y exclamé:

—No me atormentes así, Mino… Verdaderamente no me encuentro en el estado de ánimo necesario para jugar.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Me levanté y di unos pasos por la sala retorciéndome furtivamente las manos. Después propuse:

—Vamos a mi cuarto, ¿quieres?

—Vamos.

Pasamos al recibidor y allí, en la oscuridad, él me cogió por la cintura y me besó en el cuello. Entonces, quizá por primera vez en mi vida, me pareció considerar el amor como él lo consideraba: un medio para aturdirse y no pensar, ni más agradable ni más importante que cualquier otro medio. Le cogí la cabeza entre las manos y lo besé con furor. Y así, abrazados, entramos en mi cuarto. Estaba sumergido en la oscuridad, pero no lo noté. Un resplandor rojo como la sangre me llenaba los ojos y cada uno de nuestros gestos tenía el resplandor de una llama que flameara rápida y repentina escapando del incendio que nos abrasaba.

Hay momentos en los que parece que vamos con un sexto sentido difundido por todo el cuerpo y las tinieblas se nos hacen familiares como la luz del sol. Pero es una visión que no va más allá de los límites del contacto físico, y todo lo que yo podía ver eran nuestros dos cuerpos proyectados en la noche, como, por una negra resaca, los cuerpos de dos ahogados arrojados a un guijarral.

De pronto me encontré tendida en el lecho, con la luz de la lámpara reflejada en mi vientre desnudo. Apretaba los muslos, no sé si por frío o por vergüenza, y con ambas manos me cubría el regazo. Mino me contemplaba y dijo:

—Ahora tu vientre se hinchará… Se hinchará más cada mes y un día el dolor te obligará a abrir estas piernas que ahora cierras tan celosamente, y la cabeza del niño, ya con cabellos, se asomará, y tú lo empujarás a la luz y lo cogerán y te lo pondrán en los brazos… Y tú estarás contenta y habrá otro hombre en el mundo… Esperemos que no tenga que decir lo de Astarita.

—¿Qué?

—«Maldito sea el día que nací.»

—Astarita es un desgraciado —repuse—, pero yo estoy segura de que mi hijo será feliz y afortunado.

Después me envolví en la colcha y creo que me adormecí. Pero el nombre de Astarita había despertado en mi ánimo el sentido de angustia que había experimentado después de su partida. De pronto oí una voz desconocida que me gritaba al oído, con fuerza: «Pam, pam», como cuando se quiere imitar el ruido de dos disparos de revólver, y de un salto me senté en la cama, con un vivísimo movimiento de susto y ansiedad. La lámpara seguía encendida. Bajé de prisa del lecho y fui a la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Pero tropecé con Mino que, completamente vestido, estaba de pie junto a la puerta, fumando. Confusa, volví al lecho y me senté al borde.

—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Qué hará Sonzogno?

Me miró y dijo:

—¿Cómo puedo saberlo?

—Yo lo conozco —dije logrando por fin traducir en palabras la angustia que me oprimía—. No quiere decir nada que se haya dejado empujar hasta la puerta sin decir palabra… Es capaz de matarlo… ¿Qué crees?

—Eso puede pasar.

—¿Crees que lo matará?

—No me extrañaría.

—Hay que avisarle —grité levantándome y empezando a vestirme—. Estoy segura de que lo matará… ¿Por qué no lo habré pensado antes?

Seguí vistiéndome lo más rápidamente posible sin dejar de hablar de mi miedo y mi presentimiento. Mino no decía nada, fumaba y paseaba a mi alrededor. Por último, le dije:

—Voy a casa de Astarita… A esta hora suele estar en su casa… Tú espérame aquí.

—Voy contigo.

No insistí. En el fondo me gustaba que me acompañara porque me sentía tan agitada que temía encontrarme mal. Me puse el abrigo y le dije:

—Tendremos que coger un taxi… ¡Pronto!

Mino se puso el gabán y salimos.

En la calle eché a andar aprisa, casi corriendo, y Mino me seguía, cogiéndome el brazo y alargando el paso. Al poco tiempo dimos con un taxi, subí apresuradamente y di la dirección de Astarita. Era una calle en el barrio de Prasti. Yo no había ido nunca, pero sabía que no estaba lejos del Palacio de Justicia.

El taxi empezó a correr y yo, como fuera de mí, me puse a seguir la carrera, inclinada hacia delante, mirando las calles por encima del hombro del conductor. De pronto oí a Mino hablar en voz baja como consigo mismo: «¿Qué puede ser? Una serpiente ha devorado a otra serpiente». Pero no le hice caso. Cuando estuvimos delante del Palacio de Justicia, hice parar al taxi, bajé y Mino pagó. Atravesamos corriendo los jardincillos por los paseos con gravilla, entre los bancos y árboles. La calle en la que vivía Astarita se me presentó de pronto ante los ojos, larga y rec­ta como una espada, iluminada en toda su longitud por una hilera de grandes farolas blancas. Era una calle de edificios regulares y macizos, sin tiendas, y parecía desierta. Astarita tenía un número alto, debía de estar al final. Era tanta la tranquilidad de aquella calle que dije:

—Puede que todo haya sido una imaginación mía, pero tenía que hacerlo.

Pasamos tres o cuatro de aquellos edificios y otras tantas bocacalles y después Mino dijo con voz tranquila:

—Pero debe de haber sucedido algo… Mira.

Levanté los ojos y, a no mucha distancia, vi un grupo de gente delante de uno de aquellos portales. Una hilera de personas se alineaba al borde de la acera y miraba a lo alto, hacia el cielo oscuro. Estuve inmediatamente segura de que aquél era el portal de Astarita. Eché a correr y me pareció que Mino también corría.

—¿Qué es? ¿Qué ha pasado? —pregunté jadeante a los primeros del grupo que se estrujaba frente al portal.

—No se sabe bien —contestó el individuo al que me había dirigido, un muchachote rubio, sin sombrero ni abrigo, que sujetaba por el manillar una bicicleta—. Alguien que se ha tirado por el hueco de la escalera… o lo han tirado… Los guardias han subido al tejado y andan buscando a otro.

A fuerza de codazos me abrí paso, entré en el portal, que era espacioso y bien iluminado y estaba lleno de gente. Una escalera blanca con el pasamanos de hierro forjado subía en amplia curva por encima de todas las cabezas. Cuando avanzaba, casi impelida por mi impulso interno, pude ver por encima de todos los hombros allí agolpados un espacio libre del pavimento, debajo de la escalera. Una pilastra redonda de mármol blanco sostenía una figura de bronce dorado, alada y desnuda, con un brazo en alto que sostenía una antorcha de vidrio opaco con una bombilla dentro. Precisamente debajo de la pilastra, una sábana cubría en el suelo un cuerpo humano. Todos miraban a un mismo lado y yo también miré y vi que miraban un pie calzado de negro que asomaba por el borde de la sábana. En aquel momento varias voces empezaron a gritar imperiosamente: «¡Atrás! ¡Fuera, fuera! ¡Atrás!», y me sentí empujada con violencia, junto con los demás, hasta la calle. Los dos grandes batientes del portal se cerraron inmediatamente.

Con voz apagada dije a alguien que estaba detrás de mí:

—Mino, vamos a casa.

Al mismo tiempo me volví. Y vi una cara desconocida que me miraba con extrañeza. La gente, después de haber protestado a gritos y de haber golpeado en vano el portal cerrado, se desparramaba por la calle haciendo comentarios. Otros llegaban de todas partes corriendo; dos coches y un ciclista se habían detenido a preguntar. Me puse a dar vueltas con creciente ansiedad por entre el gentío, mirando una a una todas aquellas caras, sin atreverme a decir nada. A veces, unas nucas y unas espaldas me parecían las de Mino y cuando lograba meterme den­tro de los grupos veía solamente caras desconocidas que me miraban con sorpresa. La gente se agolpaba aún delante del portal. Sabían que allí había un cadáver y todavía esperaban verlo. Permanecían apretados, con caras pacientes y serias, como cuando se hace cola a la puerta de un teatro. Yo seguía dando vueltas y de pronto me di cuenta de que ya los había visto a todos y que las caras empezaban a repetirse.

En uno de los grupos me pareció oír el nombre de Astarita y me di cuenta de que no me importaba ya nada y que mi angustia se centraba ahora en Mino. Por fin me convencí de que ya no estaba allí. Debía de haberse alejado mientras yo iba hacia el portal. No sé por qué pensé que debería haber esperado aquella huida y me sorprendió no haberlo pensado antes. Reuní todas mis fuerzas y me arrastré hasta la plaza, tomé un taxi y di la dirección de mi casa. Pensaba que Mino podía haberme perdido y que habría vuelto a casa. Pero estaba casi segura de que no era así.


No estaba en casa ni vino "por la noche ni el día siguiente. Permanecí encerrada en mi cuarto, dominada por un malestar ansioso tan profundo que me temblaba todo el cuerpo. Pero no tenía fiebre; era como si viviera fuera de mí misma, en un aire anormal y excesivo en el que cada visión, cada rumor o cada contacto me hacían daño y me hacían desfallecer. Nada podía distraerme del pensamiento de Mino, ni siquiera las detalladas descripciones del nuevo delito de Sonzogno que llenaban todos los periódicos que mi madre me había traído.

El crimen llevaba la señal inconfundible de Sonzogno. Tal vez habían luchado un momento en el rellano, delante de la puerta del piso de Astarita, y después Sonzogno había lanzado a Astarita contra el pasamanos y lo había levantado arrojándolo por el hueco de la escalera. Esta crueldad era excesivamente expresiva: ningún otro que no fuera Sonzogno habría pensado en matar a un hombre de aquella manera. Pero, como he dicho, yo no tenía más que un pensamiento y ni siquiera consiguieron interesarme las noticias que contaban que más tarde, a altas horas de la noche, Sonzogno había sido muerto a balazos mientras escapaba por los tejados como un gato.

Sentía una especie de náusea por cualquier ocupación, cualquier distracción o simplemente cualquier pensamiento que no se refiriera a Mino, y al mismo tiempo, pensar en Mino me llenaba de angustia incontenible. Dos o tres veces pensé en Astarita y, recordando su amor por mí y su melancolía, experimenté un fuerte sentimiento impotente de piedad por él y me dije que si no me hubiera sentido tan ansiosa por Mino, habría rezado por su alma a la que nunca había sonreído una luz y que había sido separada del cuerpo de aquella manera tan prematura y tan inhumana.


Así pasé todo aquel primer día, toda la noche y todo el día siguiente y la noche que siguió. Estaba echada en la cama o sentada en la butaca a los pies del lecho. Apretaba fuertemente entre las manos una chaqueta de Mino que había encontrado en el perchero y de vez en cuando la besaba con pasión o la mordía para frenar mi inquietud. Y cuando mi madre me obligó a comer algo, manejaba el cubierto con una mano y con la otra seguía apretando convulsivamente la chaqueta. Mi madre quiso meterme en cama la segunda noche y yo me dejé desnudar pasivamente. Pero cuando quiso quitarme la chaqueta de las manos dejé escapar un grito agudísimo y mi madre se asustó mucho. Ella no sabía nada, pero más o menos había comprendido que mi desesperación se debía a la ausencia de Mino.


El tercer día conseguí hacerme una idea a la que me aferré tenazmente toda la mañana aunque, oscuramente, sintiera su falta de fundamento. Pensé que Mino se habría asustado al saber que yo estaba encinta, que habría querido sustraerse a las obligaciones que imponía mi estado y que seguramente habría ido a su casa, en provincias. Era una fea suposición, pero prefería imaginarlo cobarde antes de aceptar otras hipótesis que no podía menos de formularme acerca de su fuga. Eran hipótesis tristísimas que me parecían sugeridas por las circunstancias que habían acompañado su desaparición.

Aquel mismo día, a eso de las doce, mi madre entró en mi cuarto y puso una carta sobre mi cama. Reconocí la letra de Mino y no pude reprimir un movimiento de júbilo. Esperé que mi madre hubiera salido y que mi turbación hubiese pasado. Después abrí la carta y leí:


Queridísima Adriana,

cuando recibas esta carta ya habré muerto. Cuando he abierto el revólver y he visto que estaba descargado, he comprendido que habías sido tú y he pensado en ti con gran afecto. ¡Pobre Adriana! Tú no conoces las armas y no sabías que había una bala en el cañón. Y el hecho de que no lo hayas descubierto me ha confirmado en mi propósito. Además, hay muchas maneras de matarse —Como ya te dije-, no puedo aceptar lo que he hecho. Estos últimos días me he dado cuenta de que te amo, pero si fuera lógico debería odiarte; porque todo lo que odio en mí y me ha sido revelado en mi interrogatorio, lo eres tú en sumo grado. En realidad, en aquel momento cayó el personaje que debería haber sido y fui sólo el hombre que soy. No hubo ni cobardía ni traición; sólo una misteriosa interrupción de la voluntad. Quizá no tan misteriosa, pero esto me llevaría demasiado lejos. Baste decir que, al matarme, vuelvo a dejar las cosas en el orden que deben tener.

No temas, no te odio; por el contrario, te quiero tanto que sólo pensar en ti me basta para reconciliarme con la vida. Si hubiera sido posible, habría vivido, me habría casado contigo y hubiéramos sido, como tú dices a menudo, muy felices juntos. Pero no es posible.

He pensado en el hijo que va a nacer y he escrito en este sentido dos cartas, una a mi familia y otra a un abogado amigo mío. En fin de cuentas, son buena gente y aunque no podamos hacernos ilusiones acerca de sus sentimientos para contigo, estoy convencido de que cumplirán con su deber. En el caso improbable de que se negaran, no debes vacilar en acudir a la ley. Ese abogado amigo mío irá a verte y puedes fiarte de él.

Piensa alguna vez en mí. Un abrazo de tu Mino.


P.D. El nombre de mi amigo abogado es Francesco Lauro. Su dirección: calle Cola di Rienzo, 3.


Leída la carta, me eché en cama, oculté mi cabeza entre sábanas y lloré a más no poder. No puedo decir cuánto tiempo lloré. Cada vez que me parecía acabar, una amarga y violenta herida, un desgarrón, se producía en mi pecho y estallaba en nuevos sollozos. No gritaba, aunque tenía ganas, porque temía llamar la atención de mi madre. Lloraba en silencio y sentía que era la última vez que lloraría en mi vida. Lloraba a Mino, a mí misma, a todo mi pasado y todo mi porvenir.

Por fin, sin dejar de llorar, me levanté, y aturdida, mareada, con los ojos nublados por las lágrimas, me vestí apresuradamente. Me lavé los ojos con agua fría, me maquillé lo mejor que pude la cara roja e hinchada y salí a escondidas, sin avisar a mi madre.

Corrí a la comisaría del barrio y pedí ser recibida inmediatamente por el comisario. Escuchó mi historia y dijo con aire escéptico:

—Realmente, no tenemos ninguna noticia… Verás como lo ha pensado mejor.

Yo deseaba que tuviera razón. Pero al mismo tiempo, no sé por qué razón, sentí una gran irritación contra él.

—Usted habla así porque no lo conoce —dije con aspereza—. Cree que todos son como usted.

—Pero, en resumen —dijo—, ¿lo quieres vivo o muerto? —¡Quiero que viva! —grité—. Quiero que viva, pero tengo miedo a que haya muerto…

Pensó un momento y por fin dijo:

—Cálmate… Cuando escribió esa carta tal vez quería matarse de veras, pero después puede haberse arrepentido… Es humano… A todos puede sucedemos.

—Sí, es humano —balbucí sin saber qué estaba diciendo.

—De todos modos, vuelve esta tarde —concluyó—. Esta tarde podré decirte algo más.


Desde la comisaría fui a una iglesia. Era la misma iglesia en la que me habían bautizado y donde había recibido la confirmación y la primera comunión. Una iglesia muy antigua, larga y desnuda, con dos hileras de columnas de piedra tosca y un pavimento de lajas grises lleno de polvo. Pero al otro lado de las columnas, en la oscuridad de las naves laterales, se abrían unas capillas muy ricas y doradas, semejantes a grutas profundas llenas de tesoros. Una de aquellas capillas estaba dedicada a la Virgen. Me arrodillé en aquella oscuridad, sobre el suelo, ante la barandilla de bronce que cerraba la capilla. La Virgen estaba pintada en un gran cuadro oscuro, detrás de muchos jarrones llenos de flores. Tenía al niño en brazos, y a los pies, arrodillado y con las manos juntas, un santo con hábito de fraile en adoración. Me incliné hasta el suelo y golpeé con fuerza la frente en las lajas del pavimento.

Besando muchas veces la piedra, hice una cruz en el polvo e invoqué a la Virgen e hice de todo corazón un voto. Prometí no dejar que ningún hombre se me acercara jamás, ni siquiera Mino. El amor era la única cosa en el mundo que me importaba y me gustaba y creí que por la salvación de Mino no podía hacer mayor sacrificio. Después, aún inclinada y con la frente en el suelo, recé sin palabras y sin pensamientos, sólo con el ímpetu del corazón, y estuve rezando un largo rato. Y cuando me levanté tuve una especie de deslumbramiento, como si la tupida sombra que llenaba la capilla se quebrara de pronto, y entraba una repentina claridad que daba sobre la Virgen que me miraba con dulzura y bondad, pero me pareció que con la cabeza hacía una seña negativa, como diciéndome que no aceptaba mi oración. Fue cosa de un segundo. Después me encontré de pie junto a la barandilla al lado del altar. Más muerta que viva me santigüé y volví a casa.


Pasé el resto del día contando los minutos. Y al atardecer volví a la comisaría. El comisario me miró de un modo especial. Sentí que iba a desvanecerme y dije con un hilo de voz:

—Entonces, es verdad… Se ha matado.

El comisario cogió una fotografía de su mesa y me la tendió diciéndome:

—Un hombre no identificado se ha dado muerte en un hotel próximo a la estación… Mira a ver si es él.

Cogí la fotografía y lo reconocí inmediatamente. Lo habían fotografiado del pecho a la cabeza, al parecer echado en una cama. Desde la sien, en la que se había disparado el tiro, unos hilos de sangre negra le atravesaban la cara. Pero bajo la sangre el rostro tenía una expresión serena, como nunca se la había visto mientras vivía.

Dije con voz apagada que efectivamente era él y me levanté. El comisario quería hablar aún, quizá para consolarme, pero no le hice caso y salí sin volverme.


Volví a casa y esta vez me arrojé en brazos de mi madre, pero sin llorar. Sabía que estaba asombrada y no entendía nada, pero seguía siendo la única persona a la que podía confiarme. Se lo conté todo, el suicidio de Mino, nuestro amor y que estaba encinta. Pero no le dije que Sonzogno era el padre de mi hijo. También le hablé de mi voto y le aseguré que deseaba cambiar de vida y que volvería a hacer camisas junto con ella o iría a servir a alguna casa. Mi madre, después de haber intentado consolarme con una serie de frases estúpidas pero sinceras, dijo que no debía precipitar las cosas. Ahora había que ver qué iba a hacer la familia.

—Eso es algo que corresponde a mi hijo —contesté—, no a mí.

La mañana siguiente, inesperadamente, se presentaron los dos amigos de Mino, Tullio y Tommaso. También ellos habían recibido una carta de Mino en la que, después de anunciarles que pensaba matarse, les advertía lo que él llamaba su traición y les ponía en guardia contra sus consecuencias.

—No temáis —dije con aspereza—. Si tenéis miedo, podéis estar tranquilos… No os ocurrirá nada en absoluto.

Y les conté lo de Astarita y cómo éste, el único que sabía todo aquello, había muerto y que el interrogatorio no constaba por escrito y que ellos no habían sido denunciados. Me pareció que Tommaso estaba sinceramente apenado por la muerte de Mino, pero que el otro aún no había reaccionado del susto. Al cabo de un rato, Tullio dijo:

—Pero nos ha dejado en un buen lío. ¿Quién podrá en lo sucesivo fiarse de la Policía? Nunca se sabe… Ha sido una verdadera traición.

Y se frotó las manos, acabando como de costumbre en una risa descompuesta, como si la cosa fuera verdaderamente cómica.

Me levanté indignada y dije:

—¡Qué traición ni qué tonterías! Se ha matado… ¿Qué más queréis? Ninguno de vosotros habría tenido valor para hacer lo mismo… Y además os digo que no tenéis ningún mérito si no habéis traicionado, porque sois dos desgraciados, dos miserables, dos muertos de hambre, que nunca habéis tenido un céntimo, y las vuestras son unas familias de desgraciados, de pobretones, de miserables y si las cosas os van bien tendréis finalmente lo que no habéis tenido nunca y viviréis bien vosotros y vuestras familias… Pero él era rico, había nacido en una familia rica, era un señor, y si hacía lo que hacía era porque creía en ello y no porque esperara nada. Él tenía mucho que perder, al contrario de vosotros que podéis ganarlo todo. Deberíais avergonzaros de venir a hablarme de traición…

El pequeño Tullio abrió su enorme boca como para contestarme, pero el otro, que me había comprendido, lo detuvo con un gesto y me dijo:

—Usted tiene razón… Esté tranquila… Yo al menos pensaré siempre bien de Mino.

Parecía conmovido y sentí simpatía por él porque se veía que había querido de veras a Mino. Después me saludaron y se fueron.


Al quedarme sola, me sentí casi aliviada en mi dolor por todo lo que había dicho a aquellos dos individuos. Pensé en Mino y pensé en mi hijo. Pensé que iba a nacer de un asesino y una prostituta, pero a todos los hombres les puede suceder matar y a todas las mujeres darse por dinero, y lo que más importaba era que naciera bien y se criase sano y fuerte. Y decidí que si era varón lo llamaría Giacomo en recuerdo de Mino. Pero si era una hembra la llamaría Letizia porque quería que, a diferencia de mí, tuviese una vida alegre y feliz y estaba segura de que, con la ayuda de la familia de Mino, la tendría.

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