PRIMERA PARTE

I

FACSIMIL FOTOSTÁTICO DEL ARTICULO APARECIDO EN EL PERIÓDICO LA VOZ DE LA JUSTICIA DE BARCELONA EL DÍA 6 DE OCTUBRE DE 1917, FIRMADO POR DOMINGO PAJARITO DE SOTO


Documento de prueba anexo n. ° 1

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


El autor del presente artículo y de los que seguirán se ha impuesto la tarea de desvelar en forma concisa y asequible a las mentes sencillas de los trabajadores aun los más iletrados, aquellos hechos que, por haber sido presentados al conocimiento del público en forma oscura difusa, tras el camouflage de la retórica y la profusión de cifras más propias al entendimiento y comprensión del docto que del lector ávido de verdades claras y no de entresijos aritméticos, permanecen todavía ignorados de las masas trabajadoras que son, no obstante, sus víctimas más principales. Por que sólo cuando las verdades resplandezcan y los más iletrados tengan acceso a ellas, habremos alcanzado en España el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones civilizadas, a cuyo progreso y ponderado nivel nos han elevado las garantías constitucionales, la libertad de prensa y el sufragio universal. Y es en estos momentos en que nuestra querida patria emerge de las oscuras tinieblas medioevales y escala las arduas cimas del desarrollo moderno cuando se hacen intolerables a las buenas conciencias los métodos oscurantistas, abusivos y criminales que sumen a los ciudadanos en la desesperanza, el pavor y la vergüenza. Por ello no dejaré pasar la ocasión de denunciar con objetividad y desapasionamiento, pero con firmeza y verismo, la conducta incalificable y canallesca de cierto sector de nuestra industria; concretamente, de cierta empresa de renombre internacional que, lejos de ser semilla de los tiempos nuevos y colmena donde se forja el porvenir en el trabajo, el orden y la justicia, es tierra de cultivo para rufianes y caciques, los cuales, no contentos con explotar a los obreros por los medios más inhumanos e insólitos, rebajan su dignidad y los convierten en atemorizados títeres de sus caprichos tiránicos y feudales. Me refiero, por si alguien no lo ha descubierto aún, a los sucesos recientemente acaecidos en la fábrica Savolta, empresa cuyas actividades…


REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA PRIMERA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE, EL 10 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ INTÉRPRETE FENWICK


(Folios 21 y siguientes del expediente)


JUEZ DAVIDSON. Dígame su nombre y profesión.

MR. MIRANDA. Javier Miranda, agente comercial.

J. D. Nacionalidad.

M. Estadounidense.

J. D. ¿Desde cuándo es usted ciudadano de los Estados Unidos de América?

M. Desde el 8 de marzo de 1922.

J. D. ¿Cuál era su nacionalidad anterior?

M. Española de origen.

J. D. ¿Cuándo y dónde nació usted?

M. En Valladolid, España, el 9 de mayo de 1891.

J. D… ¿Dónde ejerció usted sus actividades entre 1917 y 1919?

M. En Barcelona, España.

J. D. ¿Debo entender que vivía usted en Valladolid y se trasladaba diariamente a Barcelona, donde trabajaba?

M. No.

J. D. ¿Por qué no?

M. Valladolid está a más de 700 kilómetros de Barcelona…

J. D. Aclare usted este punto.

M…aproximadamente 400 millas de distancia. Casi dos días de viaje.

J. D. ¿Quiere decir que se trasladó a Barcelona?

M. Sí.

J. D. ¿Por qué?

M. No encontraba trabajo en Valladolid.

J. D. ¿Por qué no encontraba trabajo? ¿Acaso nadie le quería contratar?

M. No. Había escasez de demanda en general.

J. D. ¿Y en Barcelona?

M. Las oportunidades eran mayores.

J. D. ¿Qué clase de oportunidades?

M. Sueldos más elevados y mayor facilidad de pro moción.

J. D. ¿Tenía trabajo cuando fue a Barcelona?

M. No.

J. D. Entonces, ¿cómo dice que había más oportunidades?

M. Era sabido por todos.

J. D. Explíquese.

M. Barcelona era una ciudad de amplio desarrollo industrial y comercial. A diario llegaban personas de otros puntos en busca de trabajo. Al igual que sucede con Nueva York.

J. D. ¿Qué pasa con Nueva York?

M. A nadie le sorprende que alguien se traslade a Nueva York desde Vermont, por ejemplo, en busca de trabajo.

J. D. ¿Por qué desde Vermont?

M. Lo he dicho a título de ejemplo.

J. D. ¿Debo asumir que la situación es similar en Vermont y en Valladolid?

M. No lo sé. No conozco Vermont. Tal vez el ejemplo esté mal puesto.

J. D. ¿Por qué lo ha mencionado?

M. Es el primer nombre que me ha venido a la cabeza. Tal vez lo leí en un periódico esta misma mañana…

J. D. ¿En un periódico?

M…inadvertidamente.

J. D. Sigo sin ver la relación.

M. Ya he dicho que sin duda el ejemplo está mal puesto.

J. D. ¿Desea que el nombre de Vermont no figure en su declaración?

M. No, no. Me es indiferente.


– Pensábamos que no vendríais -dijo la señora de Savolta estrechando la mano del recién llegado y besando en ambas mejillas a la esposa de éste.

– Son manías de Neus -respondió el señor Claudedeu señalando a su mujer-. En realidad, hace una hora que podríamos haber llegado, pero insistió en demorarnos para no ser los primeros. No le parece de buen tono, ¿eh?

– Pues, la verdad -dijo la señora de Savolta-, ya empezábamos a pensar que no vendríais.

– Al menos -dijo la señora de Claudedeu-, no habréis empezado a cenar.

– ¿Empezado? -exclamó la señora de Savolta-. Hemos terminado hace un buen rato. Os quedaréis en ayunas.

– ¡Menuda broma! -rió el señor Claudedeu-. De haberlo sabido, habríamos traído unos bocadillos.

– ¡Unos bocadillos! -chilló la señora de Savolta-. Qué idea, Madre de Dios.

– Nicolás tiene ideas de bombero -sentenció la señora de Claudedeu bajando la vista.

– Oye, no será verdad eso de que habéis cenado, ¿eh? -inquirió el señor Claudedeu.

– Sí, es verdad, claro que si, ¿qué os pensabais? Teníamos hambre y como que creímos que no vendríais… -dijo la señora de Savolta fingiendo una gran consternación, pero la risa le traicionó y acabó la última frase con un sofoco.

– No, si a fin de cuentas aún seremos los primeros en llegar -añadió la señora de Claudedeu.

– No tengas miedo, Neus -la tranquilizó la señora de Savolta-. Por lo menos hay doscientos invitados. Ni se cabe, créeme. ¿No oyes el escándalo que arman?

Efectivamente, a través de la puerta que comunicaba el vestíbulo con el salón principal se oían voces y música de violines. El vestíbulo, por el contrario, estaba desierto, silencioso y en penumbra. Sólo un criado de librea montaba guardia junto a la puerta que daba acceso a la casa desde el jardín, serio, rígido e inexpresivo como si no advirtiese la presencia de las tres personas que charlaban junto a él, sino la de un jefe invisible y volador. Recorría con la mirada los artesonados del techo y pensaba en sus cosas, o escuchaba la conversación con disimulo. Una doncella llegó muy azarada y tomó los abrigos de los recién llegados y el sombrero y el bastón del caballero, esquivando la mirada descarada y jocosa de éste, más atenta a la inspección de su ama, que seguía sus movimientos con aparente indiferencia, pero alerta.

– Espero que no hayáis retrasado la cena por nuestra culpa -dijo la señora de Claudedeu.

– Ay, Neus -reconvino la señora de Savolta-, tú siempre tan mirada.

La puerta del salón se abrió y apareció en el hueco el señor Savolta, circundado de un halo de luz y trayendo consigo el griterío de la pieza contigua.

– ¡Mira quién ha llegado! -exclamó, y añadió en tono de reproche-: Ya pensábamos que no vendríais.

– Tu mujer nos lo acaba de decir -apuntó el señor Claudedeu-, y nos ha dado un buen susto, además, ¿eh?

– Todos andan preguntando por ti. Una fiesta sin Claudedeu es como una comida sin vino -se dirigió a la señora de Claudedeu-. ¿Qué tal, Neus? -y besó respetuoso la mano de la dama.

– Ya veo que echabais a faltar las payasadas de mi marido -dijo la señora de Claudedeu.

– Haz el favor de no coartar el pobre Nicolás -respondió a la señora el señor Savolta, y dirigiéndose al señor Claudedeu-: Tengo noticias de primera mano. Te vas a petar de risa, con perdón -y a las damas-: Si me dais vuestro permiso, me lo llevo.

Tomó del brazo a su amigo y ambos desaparecieron por la puerta del salón. Las dos señoras aún permanecieron unos instantes en el vestíbulo.

– Dime, ¿cómo se porta la pequeña María Rosa? -preguntó la señora de Claudedeu.

– Oh, se porta bien, pero no parece muy animada -respondió su amiga-. Más bien un poco aturdida por todo este ajetreo, como si dijéramos.

– Es natural, mujer, es natural. Hay que hacerse cargo del contraste.

– Quizá tengas razón, Neus, pero ya va siendo hora de que cambie de manera de ser. El año que viene termina los estudios y hay que empezar a pensar en su futuro.

– ¡Quita, mujer, no seas exagerada! María Rosa no tiene por qué preocuparse. Ni ahora ni nunca. Hija única y con vuestra posición…, va, va. Déjala que sea como quiera. Si ha de cambiar, pues ya cambiará.

– No creas, no me disgusta su carácter: es dulce y tranquila. Un poco sosa, eso sí. Un poco…, ¿cómo te diría?…, un poco monjil, ya me entiendes.

– Y eso te preocupa, ¿verdad? Ay, hija, que ya veo adónde vas a parar.

– A ver, ¿qué quieres decir, eh?

– Tú me ocultas una idea que te da vueltas en la cabeza, no digas que no.

– ¿Una idea?

– Rosa, con la mano en el corazón, dime la verdad: estás pensando en casar a tu hija.

– ¿Casar a María Rosa? ¡Qué cosas se te ocurren, Neus!

– Y no sólo eso: has elegido al candidato. Anda, dime que no es verdad, atrévete. La señora de Savolta se ruborizó y ocultó su confusión tras una risita queda y prolongada.

– Huy, Neus, un candidato. No sabes lo que dices ¡Un candidato! Jesús, María y José…


JUEZ DAVIDSON. ¿Encontró usted trabajo en Barcelona?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿Porqué medios?

M. Llevaba cartas de recomendación.

J. D. ¿Quién se las proporcionó?

M. Amigos de mi difunto padre.

J. D. ¿Quiénes eran los destinatarios de las mismas?

M. Comerciantes, abogados y un médico.

J. D. ¿Uno de los destinatarios de las cartas le contrató?

M. Sí, así fue.

J. D. ¿Quién concretamente?

M. Un abogado. El señor Cortabanyes.

J. D. ¿Quiere deletrear su nombre?

M. Ce, o, erre, te, a, be, ene, i griega, e, ese. Cortabanyes.

J. D. ¿Por qué le contrató ese abogado?

M. Yo había estudiado dos cursos de leyes en Valladolid. Eso me permitía…

J. D. ¿Qué tipo de trabajo realizaba para el señor Cortabanyes?

M. Era su ayudante.

J. D. Amplíe la definición.

M. Hacía recados en el Palacio de Justicia y en los juzgados municipales, acompañaba a los clientes a prestar declaración, llevaba documentos a las notarías, realizaba gestiones de poca importancia en la Delegación de Hacienda, ordenaba y ponía al día el archivo de asuntos y buscaba cosas en los libros.

J. D. ¿Qué cosas buscaba?

M. Sentencias, citas doctrinales, opiniones de autores especializados sobre temas jurídicos o económicos. A veces, artículos de periódicos y revistas.

J. D. ¿Los encontraba?

M. Con frecuencia.

J. D. ¿Y era retribuido por ello?

M. Claro.

J. D. ¿Le retribuían en relación proporcional al trabajo prestado o variaba según los resultados del mismo?

M. Me daba una mensualidad fija.

J. D. ¿Sin incentivos?

M. Una gratificación en Navidad.

J. D. ¿También fija?

M. No. Solía variar.

J. D. ¿En qué sentido?

M. Era más elevada si las cosas habían ido bien aquel año en el despacho.

J. D. ¿Solían ir bien las cosas en el despacho?

M. No.


Cortabanyes jadeaba sin cesar. Era muy gordo; calvo como un peñasco. Tenía bolsas amoratadas bajo los ojos, nariz de garbanzo y un grueso labio inferior, colgante y húmedo que incitaba a humedecer en él el dorso engomado de los sellos. Una papada tersa se unía con los bordes del chaleco; sus manos eran delicadas, como rellenas de algodón, y formaban los dedos tres esferas rosáceas; las uñas eran muy estrechas, siempre lustrosas, enclavadas en el centro de la falange. Cogía la pluma o el lápiz con los cinco deditos, como un niño agarra el chupete. Al hablar producía instantáneas burbujas de saliva. Era holgazán, moroso y chapucero.

El despacho de Cortabanyes estaba en una planta baja, en la calle de Caspe. Constaba de un recibidor, una sala, un gabinete, un trastero y un lavabo. Las restantes habitaciones de la casa las había cedido Cortabanyes al vecino mediante una indemnización. Lo reducido del local le ahorraba gastos de limpieza y mobiliario. En el recibidor había unas sillas de terciopelo granate y una mesilla negra, con revistas polvorientas. La sala estaba rodeada por una biblioteca, sólo interrumpida por tres puertas, una cristalera de vidrio emplomado que daba al hueco de la escalera y una ventana de una sola hoja, cubierta por una cortina del mismo terciopelo que las sillas, y que daba a la calle. Al gabinete se llegaba por la puerta horadada en la biblioteca: en él estaba la mesa de trabajo de Cortabanyes, de madera oscura con tallas de yelmos, arcabuces y tizonas, una silla semejante a un trono tras la mesa y dos butacones de piel. El trastero estaba lleno de archivadores y armarios con puertas de persiana que corrían de arriba a abajo y se plegaban por iniciativa propia, con estrépito de trallazo. Tenia el trastero una mesita de madera blanca y una silla de muelles: ahí trabajaba el pasante, Serramadriles. En la sala-biblioteca, una mesa larga, circundada de sillas tapizadas, servía para las reuniones numerosas, aunque raramente acontecían. Era donde trabajábamos la Doloretas y yo.


Lucía un buen solete y había gente que aprovechaba la tibieza en las terrazas de los cafés. E1 boulevard de las Ramblas estaba vistoso: circulaban banqueros encopetados, militares graves, almidonadas amas que se abrían paso con las capotas charoladas de los cochecillos, floristas chillonas, estudiantes que faltaban a clase y se pegaban, en broma, riendo y metiéndose con la gente, algún tipo indefinible, marinos recién desembarcados. Teresa brincaba y sonreía, pero pronto se puso seria.

– El bullicio me aturde. Sin embargo, creo que no soportaría ver las calles vacías: las ciudades son para las multitudes, ¿no crees?

– Veo que no te gusta la ciudad -le dije.

– La odio. ¿Tú no?

– Al contrario, no sabría vivir en otro sitio. Te acostumbrarás y te sucederá lo mismo. Es cuestión de buena voluntad y de dejarse llevar sin ofrecer resistencia.

En la Plaza de Cataluña, frente a la Maison Dorée, había una tribuna portátil cubierta por delante por la bandera catalana. Sobre la tribuna disertaba un orador y un grupo numeroso escuchaba en silencio.

– Vámonos a otra parte -dije.

Pero Teresa no quiso.

– Nunca he visto un mitin. Acerquémonos.

– ¿Y si hay alboroto? -dije yo.

– No pasará nada -dijo ella.

Nos aproximamos. Apenas si se oían las palabras del orador desde aquella distancia, pero, debido a su ventajosa posición sobre la tribuna, todos podíamos seguir sus gestos vehementes. Algo creí entender sobre la lengua catalana y la tradició cultural i democrática y también sobre la desidia voluntária i organitzada des del centre o pel centre, frases fragmentadas y aplausos y tras ellos frases que se diluían en el ronroneo de los comentarios, gritos de molt bé! y el inicio deslavazado y arrítmico de «Els segadors». Por la calle de Fontanella llegaban guardias de a pie, de dos en fondo, portando cada uno su mosquetón; se alinearon en la acera, de espaldas al muro de los edificios, y adoptaron la posición de descanso.

– Esto se pone negro -dije.

– No seas miedoso -dijo Teresa.

Los cantos proseguían y se intercalaban gritos subversivos. Un joven se apartó del ruedo de oyentes, tomó una piedra y la lanzó con furia contra las vidrieras del Círculo Ecuestre. Al hacerlo se le cayó el sombrero.

Fora els castellans -decían ahora.

Una figura vestida de negro, de barba cana y rostro de ave apareció en una de las ventanas. Extendió los brazos y gritó: Catalunya! Pero retrocedió al ver que su presencia provocaba un aluvión de piedras y una salva de pitos.

– ¿Quién era? -preguntó Teresa.

– No lo vi bien -dije-. Me parece que Cambó.

Entretanto los guardias del piquete seguían impertérritos, en espera de las órdenes del oficial que sostenía una pistola. Por la Rambla de Cataluña bajaban grupitos a la carrera, enarbolando cachiporras y gritando ¡España Republicana!, por lo que supuse que serían los «jóvenes bárbaros» de Lerroux. Los separatistas les arrojaron piedras, el oficial de la pistola hizo una seña y sonó un cornetín. Hubo piedras para los guardias, volvió a sonar el cornetín, se montaron los mosquetones. Los «jóvenes bárbaros» golpeaban a los separatistas, que respondían a las cachiporras con piedras y puños y puntapiés: eran más numerosos, pero contaban con mujeres y ancianos inútiles para la refriega. Cayeron algunos cuerpos al suelo, ensangrentados. Los guardias apuntaban a los contendientes, estoicamente plantados sobre las piernas separadas, aguantando las pedradas ocasionales. Por la calle de Pelayo apareció la caballería. Formaron ante el Salón Cataluña con los sables desenvainados, luego avanzaron en abanico, primero al trote, poco a poco al galope y, por último, a rienda suelta, como un ciclón, por entre las palmeras, saltando por encima de los bancos y los parterres de flores, levantando polvaredas y haciendo vibrar el suelo con los secos pisotones. La gente huía, salvo aquellos que se hallaban enzarzados en la lucha cuerpo a cuerpo. Corrían en las direcciones expeditas: Rambla de Cataluña, Ronda de San Pedro y Puerta del Ángel. El orador se había esfumado y los jóvenes bárbaros desgarraban la bandera catalana. Los jinetes repartieron sablazos con la hoja plana sobre las cabezas de los fugitivos. Los que caían no se levantaban para no ser arrollados: se cubrían con las manos el cráneo y esperaban a que los caballos hubiesen pasado. Los guardias de a pie habían descrito un círculo cerrando la escapatoria por la Puerta del Ángel y disparaban al aire tiros sueltos. Algunas personas, cogidas entre los jinetes y los de a pie, alzaban los brazos en señal de rendición.

Habíamos corrido, al principio, hasta las Ramblas y nos mezclamos con los paseantes. Al poco rato apareció un grupo de policías que llevaba en el centro a tres individuos esposados. Los individuos se dirigían a los transeúntes diciendo:

– Ya ven ustedes, siempre pagamos los mismos. Los transeúntes se hacían los sordos. Nosotros seguíamos corriendo cogidos de la mana. Eran días de irresponsable plenitud, de felicidad imperceptible.


CONTINUACIÓN DEL ARTÍCULO APARECIDO EN EL PERIÓDICO LA VOZ DE LA JUSTICIA DE BARCELONA EL DÍA 6 DE OCTUBRE DE 1917 FIRMADO POR DOMINGO PAJARITO DE SOTO


Documento de prueba anexo n.º 1

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


…la empresa Savolta, cuyas actividades se han desarrollado de manera colosal e increíble durante los últimos años al amparo y a costa de la sangrienta guerra que asola a Europa, como la mosca engorda y se nutre de la repugnante carroña. Y así es sabido que la ya citada empresa pasó en pocos meses de ser una pequeña industria que abastecía un reducido mercado nacional o local a proveer de sus productos a las naciones en armas, logrando con ello, merced a la extorsión y al abuso de la situación comprometida de estas últimas, beneficios considerables y fabuloso lucro para aquélla a costa de éstas. Todo se sabe, nada escapa con el transcurso de los años a la luz de las conciencias despiertas y sensibles: no se ignora la índole y cariz de los negocios, ni las presiones y abusos a que ha recurrido y que son tales que, de saberse, no podrían por menos de producir escándalo y firme reproche. También son de dominio público los nombres de aquellos que han dedicado y dedican su inteligencia y denodado esfuerzo al ya citado empeño de lucro: son el señor Savolta, su fundador, principal accionista y rector del rumbo de la empresa; el siniestro jefe de personal, ante cuya presencia los obreros se estremecen y cuyo nombre suscita tal indignación y miedo en todos los hogares proletarios que se le conoce por el sobrenombre de “el Hombre de la Mano de Hierro”, y, por último, pero no en menor grado, el escurridizo y pérfido Lepprince, de quien…


Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso en el borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca, con la gorra de cuadritos sobre las rodillas, a punto de pisar la bufanda que había resbalado y se había enroscado sumisamente a sus pies, mientras la Doloretas recogía con prisas su abrigo y sus manguitos y su paraguas de puño de plata falsa incrustada de piedras falsas verdes y rojas, y recuerdo que Serramadriles no paraba de armar ruido en el cuartito con los archivadores rebeldes y la máquina y la silla de muelles, y que Cortabanyes no salía de su gabinete, cuando habría sido el único que hubiera podido mitigar la violencia del encuentro y tal vez por ello permanecía mudo e invisible, sin duda escuchando tras la puerta y mirando por el ojo de la cerradura, cosas ambas que ahora me parecen poco probables, y recuerdo que Pajarito de Soto cerró los ojos como si el encuentro le hubiera producido el efecto de un fogonazo de magnesio disparado por sorpresa y le costara reconocer lo que ya sospechaba, lo que sabia porque yo se lo había insinuado primero y revelado después, que aquel hombre que le sonreía y le escrutaba era Lepprince, siempre tan elegante, tan mesurado, tan fresco de aspecto y tan jovial.


JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted por razón de su trabajo al señor Lepprince o fueron otras causas las que le pusieron en contacto con él?

MIRANDA. Fue a través de mi trabajo.

J. D. ¿El señor Lepprince era cliente del despacho del señor Cortabanyes?

M. No.

J. D. Creo ver un contrasentido.

M. No hay tal.

J. D. ¿Por qué?

M. Lepprince no era cliente de Cortabanyes, pero acudió una vez en busca de sus servicios.

J. D. Yo a esto le llamo ser cliente.

M. Yo no.

J. D. ¿Por qué no?

M. Se considera cliente al que usa de los servicios de un abogado de forma habitual y exclusiva.

J. D. ¿No era ése el caso del señor Lepprince?

M. No.

J. D… Explíquese.


Lepprince abrió un pequeño cofre adherido al estribo del automóvil y extrajo un par de pistolones.

– ¿Sabrás manejar un arma?

– ¿Será necesario?

– Nunca se puede predecir.

– Pues no sé cómo funcionan.

– Es fácil, ¿ves?, están cargadas, pero no disparan. Esta clavija es el seguro; la levantas y puedes apretar el gatillo. Ahora no lo hago, claro, porque sería una imprudencia, basta que veas cómo se hace dado el caso. Lo mejor, de todos modos, es llevar el seguro puesto para que no se dispare llevándola en el cinto y te baje la bala por la pernera del pantalón, ¿entiendes? Es fácil, ¿ves?, subes el percutor y el tambor gira dejando el cartucho nuevo en la recámara. Entonces sólo tienes que hacer girar el tambor para desalojar la cápsula gastada, si bien es posible que haya que hacer eso antes, o haberlo hecho ya. En cualquier caso, lo esencial es no apretar el gatillo antes de accionar el percutor hacia…, hacia la posición de fuego, ¿ves? Así, como yo lo hago. Luego no tienes más que disparar, pero con tiento. Y nunca debes hacerlo si no existe peligro real, inequívoco y próximo, ¿lo entiendes?


¡Lepprince!


– La civilización exige al hombre una fe semejante a la que el campesino medieval tenía puesta en la providencia. Hoy hemos de creer que las reglas sociales impuestas tienen un sentido semejante al que tenían para el agricultor las estaciones del año, las nubes y el sol. Esas reivindicaciones obreras me recuerdan a las procesiones rogativas impetrando la lluvia… ¿Cómo dices?…, ¿más coñac?…, ah, la revolución…


El escurridizo y pérfido Lepprince, de quien poco o nada se sabe, salvo que es un joven francés llegado a España en 1914, al principio de la terrible conflagración que tantas lágrimas y muertes ha causado y sigue causando al país de origen del mencionado y desconocido señor Lepprince, que pronto se dio a conocer en los círculos aristocráticos y financieros de nuestra ciudad, siendo objeto de respeto y admiración en todos ellos, no sólo por su inteligencia y relevante condición social, sino también por su arrogante figura, sus maneras distinguidas y su ostentosa prodigalidad. Pronto este recién llegado, que surgió a la superficie engallado y satisfecho de la vida, que parecía tener en sus arcas todo el dinero de la vecina República y se hospedaba en uno de los mejores hoteles bajo el nombre de Paul-André Lepprince, fue objeto de agasajo que se materializó en sabrosas propuestas por parte de las altas esferas económicas. Jamás sabremos en qué consistieron estas propuestas, pero lo cierto es que, apenas transcurrido un año de su aparición, lo encontramos desempeñando una labor directiva en la empresa más pujante y renombrada del momento y la ciudad: Savolta…


En el salón una orquesta interpretaba valses y mazurcas encaramada sobre una tarima forrada de terciopelo. Algunas parejas danzaban en el reducido espacio libre dejado por los corrillos. Había concluido la cena y los invitados aguardaban impacientes la medianoche y la llegada subsiguiente del nuevo año. El joven Lepprince conversaba con una señora de avanzada edad.

– Me han hablado mucho de usted, joven, pero ¿quiere creer que aún no le había visto en persona? Es tremendo, hijo, el aislamiento en que vivimos los viejos… Tremendo.

– No diga eso, señora -respondió el joven Lepprince con una sonrisa-. Diga más bien que ha elegido usted un tranquilo modus vivendi.

– Qué va, hijo. Antes, cuando mi pobre marido, que en gloria esté, vivía, era distinto. No parábamos de salir y frecuentar… Pero ahora, ya no puede ser. Me aturden estas reuniones. Me fatigan terriblemente, y apenas anochece, tengo ganas de retirarme y dormir. Los viejos vivimos de los recuerdos, hijo. Las fiestas y la diversión no se han hecho para nosotros.

El joven Lepprince disimuló un bostezo.

– Así que usted es francés, ¿eh? -insistió la señora.

– En efecto. Soy de París.

– Nadie lo diría, oyéndole hablar. Su castellano es perfecto. ¿Dónde lo aprendió?

– Mi madre era española. Siempre me habló en español, de modo que puede decirse que aprendí el español desde la cuna. Incluso antes que el francés.

– Qué bien, ¿verdad? A mí me gustan los extranjeros. Son muy interesantes, cuentan cosas nuevas y distintas de las que oímos cada día. Nosotros siempre estamos hablando de lo mismo. Y es natural, digo yo, ¿eh? Vivimos en el mismo lugar, vemos a la misma gente y leemos los mismos periódicos. Por eso debe de ser que discutimos siempre: por no tener nada que hablar. En cambio con los extranjeros no hace falta discutir: ellos cuentan sus cosas y nosotros las nuestras. Yo me llevo mejor con los extranjeros que con los de aquí.

– Estoy seguro de que usted se lleva bien con todo el mundo.

– Ca, no lo crea, hijo. Soy muy gruñona. Con los años, el carácter también se deteriora. Todo va de baja. Pero, hablando de extranjeros, dígame una cosa, ¿conoció usted al ingeniero Pearson?

– ¿Fred Stark Pearson? No, no le conocía, aunque oí hablar de él con frecuencia.

– Era una gran persona, ¡ya lo creo! Muy amigo de mi difunto esposo, que en gloria esté. Cuando el pobre Juan, mi esposo, ¿sabe?, cuando el pobre Juan falleció, Pearson fue el primero en acudir a mi casa. Figúrese, él, tan importante, que había iluminado toda Barcelona con sus inventos. Pues, sí, fue el primero en acudir y estaba tan emocionado que sólo le salían palabras en inglés. Yo no entiendo el inglés, ¿sabe, hijo?, pero de oírle hablar con aquella voz tan suave y tan honda que tenía, comprendí que me estaba contando lo mucho que apreciaba a mi difunto esposo y eso me hizo llorar más que todos los pésames que recibí después. Apenas unos años después murió el pobre Pearson.

– Sí, lo sé.


JUEZ DAVIDSON. ¿Qué clase de relación tuvo usted con Lepprince?

MIRANDA. Prestación de servicios.

J. D. ¿Qué clase de servicios?

M. Diversas clases de servicios, siempre acordes con mi profesión.

J. D. ¿Qué profesión?

M. Jurídica.

J. D. Antes dijo usted que no era abogado.

M. Bueno…, trabajaba con un abogado, en asuntos legales.

J. D. ¿Trabajó para Lepprince por delegación de Cortabanyes?

M. Sí…, no.

J. D. ¿Sí o no?

M. Al principio, sí.


He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto: las Juntas habían sido disueltas; los suboficiales, encarcelados y libertados; Saborit, Anguiano, Besteiro y Largo Caballero seguían presos, Lerroux y Maciá, en el exilio; las calles, tranquilas. De las paredes colgaban pasquines que la lluvia deshacía. Lepprince hizo su aparición a última hora de la tarde, pidió ver a Cortabanyes, fue introducido al gabinete y ambos conferenciaron una media hora. Luego Cortabanyes me llamó, me presentó a Lepprince y me preguntó si tenía comprometida la noche. Le dije la verdad, que no. Me pidió que acompañara al francés y le prestase mi ayuda, que me convirtiese, por una noche, en «algo así como su secretario particular». Mientras Cortabanyes hablaba, Lepprince había unido las yemas de los dedos y miraba fijamente al suelo, sonriendo y corroborando distraído con leves vaivenes de cabeza las palabras del abogado. Luego salimos a la calle y me condujo a su automóvil; un Fiat modelo conduite-cabriolet de dos asientos, de carrocería roja, capota negra y metales dorados. Me preguntó si me daba miedo el automóvil y le contesté que no. Fuimos a cenar a un restaurante de lujo donde le conocían. Al salir a la calle, Lepprince abrió un pequeño cofre adherido al estribo del automóvil y extrajo un par de pistolones.

– ¿Sabrás manejar un arma? -me dijo.

– ¿Será necesario? -le pregunté.


JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted, también por aquellas fechas, a Domingo Pajarito de Soto?

MIRANDA. Si.

J. D. ¿Reconoce como suyos, de Domingo Pajarito de Soto, quiero decir, los artículos depositados ante el Tribunal y que figuran como documentos de prueba número 1?

M. Sí.

J. D. ¿Trató usted personalmente a Domingo Pajarito de Soto?

M. Sí.

J. D. ¿Con asiduidad?

M. Sí.

J. D. ¿Pertenecía el citado señor, en su opinión, claro está, al partido anarquista o a una de sus ramificaciones?

M. No.

J. D. ¿Está seguro?

M. Sí.

J. D. ¿Le dijo él explícitamente que no pertenecía?

M. No.

J. D. En tal caso, ¿cómo puede estar tan seguro?


La taberna de Pepín Matacríos estaba en un callejón que desembocaba en la calle de Aviñó. Nunca logré aprender el nombre del callejón, pero sabría ir a ciegas, si aún existe. Infrecuentemente visitaban la taberna conspiradores y artistas. Las más de las noches, inmigrantes gallegos afincados en Barcelona y uniformados a tono con sus empleos: serenos, cobradores de tranvía, vigilantes nocturnos, guardianes de parques y jardines, bomberos, basureros, ujieres, lacayos, mozos de cuerda, acomodadores de teatro y cinematógrafo, policías, entre otros. Nunca faltaba un acordeonista y, de vez en cuando, una ciega que cantaba coplas estridentes a cuyos versos había suprimido las letras consonantes: e-u e-u-o u-e-a-i-o-o-o. Pepín Matacríos era un hombrecillo enteco y ceniciento, de cuerpo esmirriado y cabeza descomunal en la que no figuraba otro pelo que su espeso bigote de guías retorcidas puntas arriba. Había sido faccioso de una suerte de mafia local que por aquellas épocas se reunía en su taberna y a la que controlaba desde detrás del mostrador.

– Yo no soy abiertamente opuesto a la idea de moral -me dijo Pajarito de Soto mientras dábamos cuenta de la segunda botella-. Y, en este sentido, admito tanto la moral tradicional como las nuevas y revolucionarias ideas que hoy parecen brotar de toda mente pensante. Si lo miras bien, unas y otras tienden a lo mismo: a encauzar y dar sentido al comportamiento del hombre dentro de la sociedad; y tienen entre sí un elemento común, fíjate: la vocación de unanimidad. La nueva moral sustituye a la tradicional, pero ninguna se plantea la posibilidad de convivencia y ambas niegan al individuo la facultad de elegir. Esto, en cierto modo, justifica la famosa repulsa de los autocráticos a los demócratas: «quieren imponer la democracia incluso a los que la rechazan», habrás oído esa frase mil veces, ¿no? Pues bien, con esta paradoja, y al margen de su intención cáustica, descubren una gran verdad, es decir, que las ideas políticas, morales y religiosas son en sí autoritarias, pues toda idea, para existir en el mundo de la lógica, que debe ser tan selvático y aperreado como el de los seres vivos, debe librar una batalla continua con sus oponentes por la primacía. Éste es el gran dilema: si uno solo de los miembros de la comunidad no acata la idea o no cumple la moral, ésta y aquélla se desintegran, no sirven para nada y, en lugar de fortalecer a cuantos las adoptan, los debilitan y entregan en manos del enemigo.

Y en otra ocasión, paseando casi de madrugada por el puerto:

– Te confesaré que me preocupa más el individuo que la sociedad y lamento más la deshumanización del obrero que sus condiciones de vida.

– No sé qué decirte. ¿No van estrechamente ligadas ambas cosas?

– En modo alguno. El campesino vive en contacto directo con la naturaleza. El obrero industrial ha perdido de vista el sol, las estrellas, las montañas y la vegetación. Aunque sus vidas confluyan en la pobreza material, la indigencia espiritual del segundo es muy superior a la del primero.

– Esto que dices me parece una simpleza. De ser así, no emigrarían a la ciudad como lo están haciendo. Un día en que le hablaba en términos elogiosos del automóvil meneó la cabeza con pesadumbre.

– Pronto los caballos habrán desaparecido, abatidos por la máquina, y sólo se utilizarán en espectáculos circenses, paradas militares y corridas de toros.

– ¿Y eso te preocupa -le pregunté-, la desaparición de los caballos barridos por el progreso?

– A veces pienso que el progreso quita con una mano lo que da con la otra. Hoy son los caballos, mañana seremos nosotros.


AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926


Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Yo, Alejandro Vázquez Ríos, presto juramento y digo:

Que nací en Antequera (Málaga) el día 1 de febrero de 1872, que ingresé en el cuerpo de policía en abril de 1891 y, como tal, desempeñé mis funciones en Valladolid, siendo ascendido en 1907 y trasladado a Zaragoza, nuevamente ascendido en 1910 y trasladado a Barcelona, donde resido actualmente. Que abandoné el ya citado Cuerpo en 1920 pasando a ocupar un puesto en el departamento comercial de una empresa del ramo de la alimentación. Que durante el ejercicio de mi cargo de policía tuve ocasión de seguir de cerca los hechos que hoy se conocen como «el caso Savolta». Que con anterioridad a mi designación para la investigación de los mencionados hechos, había tenido conocimiento de la existencia de Domingo Pajarito de Soto, del cual se conocían unos artículos aparecidos en el periódico obrerista La Voz de la Justicia y de marcado carácter infamante, vejatorio y subversivo. Que del ya citado individuo se desconocía su filiación; se sabía que procedía de Galicia, que no tenía trabajo ni domicilio declarados, que vivía con una mujer de la que tenía un hijo, ignorándose si esa unión se había realizado de conformidad con la Iglesia Católica; que entre sus lecturas se contaban los siguientes autores: Roberto Owen, Miguel Bakunín, Enrique Malatesta, Anselmo Lorenzo, Carlos Marx, Emilio Zola, Fermín Salvochea Francisco Ferrer y Guardia, Federico Urales y Francisco Giner de los Ríos, entre los más representativos, así como folletos de Ángel Pestaña, Juan García Oliver, Salvador Seguí «el Noi del Sucre» y Andrés Nin, entre otros, y publicaciones antigubernamentales como La Revista Blanca, La Voz del Trabajo, El Condenado, entre otras, y la ya citada La Voz de la Justicia, en la que colaboraba. Que al parecer había tenido contactos con el ya citado Andrés Nin (véase la ficha que se adjunta) y tal vez con otros dirigentes de igual o parecida tendencia, sin que se sepa a ciencia cierta en qué medida…


JUEZ DAVIDSON. ¿Cuándo conoció usted a Lepprince?

MIRANDA. He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto.

J. D. Explique brevemente el encuentro.

M. Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret.

J. D. ¿A dónde dice que fueron?

M. A un cabaret. Un local nocturno en el que…

J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga.


Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros.

– Estaba segura de que no me fallarían -dijo enigmáticamente, y se levantó y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía-: Os daré la mejor mesa, ¿cerca de la orquesta?

– Lejos, a ser posible, madame.

La conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber, hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos visto hacer al marino, y aguardamos.


– Los alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que pierdan la guerra de todo corazón.

– Es natural -dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán. Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó.

– Buenas noches, monsieur Lepprince, ¿se divierte usted?

– Sí, desde luego, ¿y usted? -respondió el francés, que no había reconocido a su interlocutor.

– Yo también, pero no es de eso de lo que vine a hablarle.

– ¿Ah, no?

– No. Yo quería presentarle mis disculpas por nuestro infortunado encuentro.

Lepprince miró con más detenimiento al hombre: vestía con cierta inelegancia pueblerina, y sudaba. Le chocaron los ojos grises, fríos, ocultos bajo unas espesas cejas que parecían los bigotes de un oficial prusiano. Se dijo que no conseguía recordar aquellas facciones y que, sin embargo, esa noche experimentaba una inusitada perspicacia para captar el espíritu en los ojos de las personas. Presagio de acontecimientos.

– Lo lamento…, no recuerdo dónde nos hemos visto anteriormente, señor…

– Turull. Josep Turull, agente inmobiliario, para servirle. Nos vimos hace poco en…

– Oh, ya recuerdo, claro… ¿Turrull, dice usted?

– Turull, con una sola erre.

Estrechó la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última anécdota de un personaje conocido.

– ¿Le tiraron tomates y huevos podridos?

– Piedras, una lluvia de piedras. Por supuesto no le pudieron alcanzar, pero el gesto es lo que cuenta.

– No se puede gritar vivas a Cataluña desde las ventanas del Círculo Ecuestre, ¿no les parece?

– Hablábamos de nuestro amigo…

Lepprince sonrió.

– Ya sé de quién hablan. Me contaron esa historia.

– De todas formas -dijo-, hay que tener la endiablada inteligencia de ese hombre para jugar con Madrid, con los catalanes y, por si fuera poco, con esos oficialillos descontentos.

– Que de poco le arrastran a Montjuic.

– Habría salido a las veinticuatro horas rodeado del fervor popular: un Maura con la aureola de Ferrer.

– No sea usted cínico.

– No le defiendo como persona, pero reconozco que media docena de políticos como él cambiarían el país.

– Habría que ver qué clase de cambio es ése. Para mí no hay mucha diferencia entre él y Lerroux.

– Coño, Claudedeu, no exageremos -dijo Savolta.

Claudedeu se congestionó.

– Todos son iguales: traicionarían a Cataluña por España y a España por Cataluña si eso les reportara un interés personal.

– ¿Y quién no haría lo mismo? -apuntó Lepprince.

– Silencio -atajó Savolta-, por ahí viene.

Miraron hacia el salón y le vieron atravesar en dirección a la biblioteca, saludando a derecha e izquierda, con la sonrisa prieta y el ceño fruncido.


Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del cual dijo:

– Les llevará de su mano al reino de la fantasía.

Yo me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo.

– Espero que su magia no le permita descubrir que vamos armados -murmuré.

– Causaría una pésima impresión -corroboró el francés.

El chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla.

– Oh, hol-lol -dijo el chino-, la clueldad del homble. El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y le insultó.

– Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño, desvergonzado.

El marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del oficinista.

– Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba…

El oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer.

– Soy un hombre instruido -exclamó-, y miren adónde me ha conducido mi mal.

– ¿Cuál es tu mal, hijito? -preguntó el vejete que había recogido los zapatos y sujetaba con ternura al oficinista.

– Tengo mujer y dos niños y mire dónde me hallo, ¡en qué antro! Todos estábamos pendientes del oficinista mientras el chino, desamparado, hacía volatines con cintas coloreadas. Remedios, la «Loba de Murcia», susurró: -La semana pasada se nos suicidó un parroquiano.

– En los burdeles afloran muchas verdades -sentenció Lepprince.


…¿Fue la incorporación del fatuo y engomado Lepprince o fueron las aciagas circunstancias las que hicieron posible la realización del antiguo dicho de que «a río revuelto ganancia de pescadores» (y yo añadirla: «de poco escrupulosos pescadores»)? No es mi propósito despejar esta incógnita. La verdad es una: que poco después de la «adquisición» del flamante francesito, la empresa duplicó, triplicó y volvió a doblar sus beneficios. Se dirá: qué bien, cuánto debieron beneficiarse los humildes y abnegados trabajadores, máxime cuanto que para que tal ganancia se hiciera posible tuvieron que incrementar en forma extraordinaria la producción, multiplicando la jornada laboral hasta dos y tres horas diarias, renunciando a las medidas más elementales de seguridad y reposo en pro de la rapidez en la manufactura de los productos. Qué bien, pensarán los lectores que no saben, como se dice, de la misa la mitad; y que me perdonen las autoridades eclesiásticas por comparar la misa con ese infierno que es el mundo del trabajo…


– No es la nuestra una tarea fácil -dijo el comisario Vázquez.

Lepprince le ofreció una caja de puros abierta de la que el comisario tomó uno.

– Vaya, buen veguero -comentó; sudaba-. Parece que hace calor aquí, ¿verdad?

– Quítese la chaqueta, está usted en su casa.

El comisario se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su asiento. Encendió el puro con sonoro chupeteo y exhaló una bocanada de humo seguida de un chasquido aprobatorio.

– Lo que dije: un buen veguero. Sí, señor.

Lepprince le indicó un cenicero donde arrojar el papel de celofán que antaño envolvía el puro y que, concienzudamente atornillado, había servido para prenderlo.

– Si le parece a usted bien -dijo Lepprince-, podríamos pasar a tocar el tema que nos ocupa.

– Oh, por supuesto, monsieur Lepprince, por supuesto.

Recuerdo que, al principio, me cayó mal el comisario Vázquez, con su mirada displicente y su media sonrisa irónica y aquella lentitud profesional que ponía en sus palabras y sus movimientos, tendente sin duda a exasperar e inquietar y a provocar una súbita e irrefrenable confesión de culpabilidad en el oyente. Su premeditada prosopopeya me sugería una serpiente hipnotizando a un pequeño roedor. La primera vez que le vi lo juzgué de una pedantería infantil, casi patética. Luego me atacaba los nervios. Al final comprendí que bajo aquella pose oficial había un método tenaz y una decisión vocacional de averiguar la verdad a costa de todo. Era infatigable, paciente y perspicaz en grado sumo. Sé que abandonó el cuerpo de Policía en 1920, es decir, según mis cálculos, cuando sus investigaciones debían estar llegando al final. Algo misterioso hay en ello. Pero nunca se sabrá, porque hace pocos meses fue muerto por alguien relacionado con el caso. No me sorprende: muchos cayeron en aquellos años belicosos y Vázquez tenía que ser uno más, aunque tal vez no el último.


– Toda moral no es sino la justificación de una necesidad, entendiendo por necesidad el exponente máximo de la realidad, porque -la realidad se hace patente al hombre cuando traspone los dominios de la elucubración y se vuelve necesidad acuciante; la necesidad, por tanto, de una conducta unánime ha hecho surgir de la mente humana la idea de moral.

Así me hablaba Domingo Pajarito de Soto un atardecer en que habíamos ido paseando, a la salida del trabajo, por la calle de Caspe y la Gran Vía. Estábamos sentados en un banco de piedra en los jardines de la Reina Victoria Eugenia, desiertos por el viento frío que soplaba. Cuando calló Pajarito de Soto nos quedamos un rato embobados contemplando el surtidor.

– La libertad -prosiguió- es la posibilidad de vivir acorde con la moral impuesta por las realidades concretas de cada individuo en cada época y circunstancia. De ahí su carácter variable, relativo e imposible de delimitar. En esto, ya ves, soy anarquista. Difiero, en cambio, en creer que la libertad, en tanto que medio de subsistencia, va unida a la sumisión a la norma y al estricto cumplimiento del deber. Los anarquistas, en este sentido, tienen razón, pues su idea procede de la necesidad real, pero la traicionan en tanto en cuanto no toman en cuenta la realidad para cimentar sus tesis.

– No conozco tan a fondo el anarquismo como para darles la razón o rebatir tus argumentos -repliqué.

– ¿Estás interesado en el tema?

– Sí, por supuesto -dije, más por agradarle que por ser sincero.

– Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante.

– Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado.

– No temas. Ven -me dijo.


Teresa y yo habíamos ido aquella tarde a un salón de baile situado en la parte alta de la ciudad, donde ésta entronca con la villa de Gracia. Se llamaba «Reina de la Primavera». Contenía más gente de la que hubiese admitido su ya vasta capacidad, pero el ambiente resultaba simpático y alegre. Había lamparillas de gas ocultas tras cristales de colores que esparcían haces de luz mortecina sobre las parejas, las mesas rebosantes de familias sudorosas, la orquesta bullanguera, las mozas trajinantes y los guardianes del orden que recorrían la pista y oteaban los rincones empuñando cachiporras. Subían globos gaseosos por entre los estratos de humo hasta el techo desportillado del que pendían guirnaldas y banderolas con las que rebotaban para emprender un lánguido descenso hacia las cabezas abrillantadas de los danzantes. Nos divertíamos cuando Teresa me dijo de pronto:

– Soy una flor tronchada sin tierra bajo mis pies. Me abraso, vámonos.

Contemplé de cerca el rostro de la mujer que se mecía entre mis brazos y advertí en su piel tersa un tinte descolorido, una red irregular de venillas grisáceas e inicios de surcos en los alrededores de los ojos y la boca. Tras sus párpados entornados adiviné las riberas hasta donde descienden los pastos frescos, la brisa empalagosa de los bosques y el rumor del agua y las hojas y las cosas en movimiento que constituye un lenguaje secreto de la infancia. Jamás olvidaré a Teresa.


JUEZ DAVIDSON. ¿Frecuentaba los cabarets el señor Lepprince?

MIRANDA. No.

J. D. ¿Bebía?

M. Moderadamente.

J. D. ¿Recuerda haberle visto ebrio en alguna ocasión?

M. Yo diría, mejor, alegre.

J. D. ¿Reconoce haberle visto alegre?

M. Alguna vez. A todo el mundo…

J. D. ¿Perdido el control de sí mismo?

M. No.

J. D. ¿Recuperaba la lucidez si las circunstancias lo requerían?

M. Sí.

J. D. ¿Cree usted que utilizaba productos tóxicos?

M. No.

J. D. ¿Le pareció a usted en algún momento loco o trastornado?

M. No.

J. D. Resumiendo, ¿consideraba usted a Lepprince un hombre perfectamente normal?

M. Sí.


…Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno, podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías, los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde tiempo inmemorial: que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo tiemblan los hogares proletarios…


– Me envía “el Hombre de la Mano de Hierro” -dijo Lepprince-. ¿Han oído hablar de él?

– ¿Quién no lo ha oído, señor? Todo Barcelona…

– Vayamos al grano -dijo Lepprince.

El aposento donde se celebró la contrata no era grande, pero sí lo suficiente para que pudieran hablar cinco personas con cierta holgura. Las paredes estaban empapeladas de andrajos y había una mesa carcomida, dos sillas y un sofá. Del techo colgaba una lámpara de petróleo que parpadeaba y no existían ventanas ni orificio alguno de ventilación. Los dos hombres ocupaban las sillas; Lepprince y yo, el sofá, y ella, rebozada en su capa de lentejuelas, se hizo un ovillo sobre la mesa, con las piernas cruzadas.

Recuerdo vivamente la profunda impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda. Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y falsa pedrería con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario del toro semental. Cada vez que la veía girar y voltear en el vacío, a punto de caer y estrellarse contra la sucia pista de aquel desangelado cabaret, un gemido se ahogaba en mi garganta y maldije los turbios senderos que la llevaron a desempeñar aquella peligrosa y marginada profesión de saltimbanqui en un local obsceno y viciado por todo lo bajo y malo de este mundo. Quizá presentía futuros sufrimientos. Recuerdo que odié sin conocerle al «Hombre de la Mano de Hierro» y a todas las circunstancias que mezclaban en su tela de araña venenosa el destino de aquella niña con la suerte fatídica del hampa y el laberinto dramático del crimen; sin salida. Odié la pobreza, me odié a mí mismo, a Cortabanyes, que me había hecho partícipe de la contrata, a la empresa Savolta y a ella, en especial.


CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926


Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


…Que supe más adelante de la existencia de una mujer llamada María Coral, joven al parecer hermosa, de profesión artista y complicada en los hechos objeto de mi declaración. Que la tal María Coral, de apellido y origen desconocidos y de raza gitana (según me pareció deducir de sus rasgos físicos y tez), llegó a Barcelona en septiembre u octubre de 1917, en compañía de dos forzudos no identificados, con los que ejecutaba suertes acrobáticas en un cabaret de ínfima categoría de esta ciudad. Que los dos forzudos, a tenor de informes recibidos de otras localidades donde actuaron anteriormente, encubrían bajo su actividad artística la más lucrativa profesión de matones a sueldo, profesión que favorecía su corpulencia física y adiestramiento por una parte y, por otra, el hecho de desplazarse continuamente de una localidad a otra e incluso al extranjero. Que, de acuerdo con mis conjeturas, indemostrables, la susodicha María Coral abandonó la compañía de los dos forzudos en Barcelona, quedándose aquélla mientras partían éstos. Que la separación aludida se debió (siempre en el terreno de las suposiciones) a la intervención de algún poderoso personaje (¿Lepprince?, ¿Savolta?, ¿«el Hombre de la Mano de Hierro»?) que la hizo su amante. Que al cabo de un cierto lapso de tiempo desapareció de nuevo sin dejar rastro. Que reapareció en circunstancias extrañas en 1919…


– Ay, Rosa -dijo la señora de Claudedeu-, que ya barrunto quién es tu candidato.

– Neus, ¿quieres dejar de decir tonterías? -riñó la señora de Savolta-. Te digo que la niña es muy joven aún para pensar en estas cosas.

María Rosa Savolta se había despegado de su madre unos instantes para ir a tomar un refresco y regresó a tiempo de oír la última frase.

– ¿De qué habláis?

– De nada, hija, de nada. Tonterías que se le ocurren a Neus.

– Hablábamos de ti, primor -rectificó la señora de Claudedeu.

– Ah, de mí…

– Claro, eres la persona más importante de la fiesta. Le decía yo a tu madre, con la confianza que me da el haberte visto nacer, que ya eres una mujercita, y muy linda, por cierto, y quo conste que no lo digo por hacerte gracia, que menuda bruta soy yo cuando me pongo a cantar las verdades del barquero… La joven María Rosa Savolta se había ruborizado y tenia los ojos fijos en el vaso que sostenía con ambas manos.

– Y le decía yo a tu madre que va siendo hora de que pienses en tu futuro. En lo que harás, me refiero, cuando termines los estudios en el internado. Con eso, ya sabes lo que quiero decir.

– Pues no, no, señora -respondió María Rosa Savolta.

– Mira, niña, deja de llamarme señora y haz el favor de tutearme y llamarme por mi nombre. No te creas que adoptando esta actitud de mojigata me vas a matar la curiosidad.

– Oh, no, Neus. No intentaba…

– Ya sé yo que sí, ¿te crees que no he sido joven y que no he recurrido a estos trucos? Anda, boba, seamos amigas y cuéntamela verdad. ¿Estás enamorada?

– ¿Yo? Qué disparate, Neus…, ¿de quién iba yo a enamorarme metidita todo el día en el internado?

– ¡Qué sé yo! Eso se lleva en la sangre. Si no se ven hombres, se inventan, se sueñan… ¡Buenas somos las mujeres! A tu edad, claro.

La intervención de la señora de Parells salvó el apuro de la joven María Rosa Savolta.

– ¿A que no sabéis lo que me acaban de contar? -dijo uniéndose al grupo.

– No, claro que no lo sabemos. ¿Vale la pena?

– Ya me lo diréis cuando lo hayáis oído. Niña, guapa, ¿por qué no te vas a dar un paseo?

– Sé discreta, hija -continuó la señora de Claudedeu a María Rosa Savolta.

– Ve a ver a los señores a la biblioteca, María Rosa -dijo su madre, la señora de Savolta-. Estoy segura de que aún no has saludado a nadie.

– A la biblioteca no, mamá -suplicó María Rosa Savolta.

– Haz lo que te digo y no repliques. Tienes que sacudirte esa ridícula timidez. Anda, ve.


El vejete cubría de besos el rostro del oficinista, que tanteaba en busca de sus gafas. El marino acabó de desplumar la paloma y se la metió en el bolsillo.

– Para desayunar -dijo roncamente.

– Qué ogro -chilló el vejete.

Cuando hubieron acomodado de nuevo al oficinista, éste se quedó mudo y adormecido en sus remordimientos, arrullado en los brazos del vejete. Había desaparecido el chino.

– ¿Cómo se suicidó ese parroquiano? -pregunté a Remedios.

– De un pistoletazo. El insensato nos causó la ruina por ser teatral. Ahora estamos pendientes de la decisión de la policía para ver si nos cierran el establecimiento.

– ¿Y qué harían entonces?

– Las aceras, ¿qué otra cosa sugiere usted? Nadie nos contratará, ya no somos jovencitas,¿cuántos años me pondría usted?

Una mujer obesa, cincuentona, vestida de Manon Lescaut, ocupaba el lugar del chino. Arrancó a cantar con voz de contralto una tonadilla de doble sentido.

– No más de treinta -dijo Lepprince, haciendo una mueca irónica.

– Cuarenta y siete, macho, y no te chotees.

– Pues te conservas muy dura.

– Toca, toca, sin miedo.

El marino arrojó los restos del bocadillo sobre la cantante y el oficinista rompió a llorar en brazos del vejete. La cantante se despegó el pan del vestido, roja de ira.

– ¡Sois unos malparidos, cago en vuestras madres! -gritó con su potente vozarrón.

– Para cantar me basto yo solo -dijo el marino y entonó una balada de ron y piratas con hosca voz.

– ¡Hijos de puta! -tronó la cantante-. Quisiera yo veros en el Liceo, haciendo estas charranadas.

– Ahí me gustaría verte a ti cantando -dijo el vejete, que había soltado al oficinista y gesticulaba, de pie.

– ¡Me sobra de todo para cantar en el Liceo, colgajo de mierda!

– ¡Te sobra finura, putarranco! -aulló el vejete.

– Muchas quisieran tener de lo que a mí me sobra -gritó la cantante y se sacó por encima del escote unas tetas como tinajas. El vejete se abrió los pantalones y se puso a orinar burlonamente. La cantante dio media vuelta y se retiró bamboleante y digna, sin esperar aplausos. Al llegar a las cortinas, tras el piano, se giró en redondo y dijo, solemne-: ¡Te parieron en una escupidera, marica!

El vejete se volvió al oficinista y murmuró:

– No le hagas caso, cielo.

Remedios se sentó en mi silla. Casi caí de bruces contra el suelo si ella no me hubiera prensado entre sus brazos titánicos.

– Esto es un vertedero ahora -comentó-, pero en otro tiempo hubo aquí cosa buena.

Estaba medio asfixiado y pedí ayuda con los ojos a Lepprince, pero éste se había bebido la jarra entera de ginebra y contestó a mi mirada con las pupilas vidriosas y la boca colgante de un pez.

– Fue un lugar selecto -dijo Remedios-. Sí, esto mismo que ahora ves convertido en un festival de groserías. Y no hace muchos años, no vayas tú a creer, apenas tres o cuatro, cuando la guerra no era una engañifa, como ahora.

La mujer del piano, la del traje ceñido y la pierna fuera, rogó respeto para los artistas que se ganaban la vida honestamente y para el público que deseaba ver el espectáculo en santa paz. El oficinista se adelantó hasta el centro del local con los ojos arrasados en lágrimas.

– La culpa es sólo mía, señora. Yo he sido el causante del alboroto y pido ser castigado con todo rigor.

– No se lo tome tan a pecho, joven -dijo la pianista-, ocupe su asiento y diviértase como los demás.

– Venían espías y traficantes de todos los países -dijo Remedios-, venían dispuestos a pasarlo bien y a olvidar la guerra. Sus gobiernos los enviaban a realizar sabe Dios qué trabajos, pero ellos no pensaban en otra cosa.

El oficinista se había hincado de rodillas con los brazos en cruz.

– No me iré sin antes haber confesado públicamente mis pecados.

La pianista dio muestras de inquietud, temiendo sin duda una nueva tragedia, definitiva para el negocio.

– Llegaban juntos, en grupo, y se cachondeaban de la guerra y de sus países y de la madre que los parió. La patrona nos decía cuando los calaba: Chicas, prepárense, que vienen espías. Ya conocíamos sus gustos; eran de distintas nacionalidades, incluso enemigos, pero coincidían, ya lo creo que coincidían, ¡y qué caprichos!

– No tiene nada de malo divertirse un poco -decía la pianista-. Todos somos buena gente, ¿no es cierto? Una picardía de vez en cuando, ¿qué mal puede hacer?

– No es de vez en cuando, señora -dijo el oficinista-. Es casi una vez por semana.

– Muchos se sodomizaron tras esa cortina -me dijo Remedios-. Espías, quiero decir.

De pronto se revolucionó todo.

– ¡Se acabaron las payasadas! ¡Que siga la fiesta!

Era Lepprince quien había gritado. Yo me sobresalté y habría caído de no afianzarme los brazos de Remedios. El francés se había levantado con el rostro encendido, los cabellos alborotados, la camisa entreabierta y los ojos relampagueantes.

– ¿No me oyen? Que siga la fiesta, he dicho. ¡Usted -dirigiéndose al oficinista-, vuelva a su sitio y no dé más la lata con sus plañidos! Y tú -a la pianista-, toca el piano, que para eso se te paga. ¿Qué pasa? ¿No me oyen?

Agarró al oficinista por las solapas de su terno raído y lo llevó en volandas a través de la pista depositándolo sobre el regazo del vejete. A continuación, y sin detenerse a recuperar el aliento, dio un puntapié a la silla del marino. Éste se despertó furioso.

– ¿Qué diablos sucede? -rugió.

– Que me molestan sus ruidos en general y sus ronquidos en particular, ¿está claro?

– Está claro que le voy a partir los morros -dijo el marino sacando su matraca, pero la dejó caer cuando vio que Lepprince lo tenía encañonado con el pistolón.

– Si quiere camorra, le meto un tiro en el entrecejo.

El marino sonrió torvamente.

– Me recuerda esto una aventura que corrí en Hong-Kong -dijo, y se arremangó el pantalón mostrando una pata de palo-. Terminó mal.

La pianista reanudó su trabajo y el hombre del violoncelo, que había seguido impertérrito el desarrollo de los incidentes, tomó el saxófono e interpretó una tonadilla ligera. Las cortinas se descorrieron y dejaron paso a dos hombres peculiarmente fornidos y a una gitanilla cubierta con una capa negra de falsa pedrería.


…Los infelices trabajadores habían llegado a un acuerdo, habían hecho acopio de valor, sus corazones latían al unísono y sus cerebros embrutecidos estaban llenos de una sola idea. ¡La huelga! En unos días, tal vez en unas horas, se decían alborozados, nuestra desventura se trocará en victoria, nuestros males habrán cesado como se desvanece y retrocede la angustiosa pesadilla reintegrándose al mundo de la noche, de donde salió. El nerviosismo les hacía sudar, y no por el esfuerzo, pues aquellos duros y avezados obreros ya no sudaban ni experimentaban el cansancio ni la fatiga aun en los más rigurosos días del verano. Pero, ay, no contaban con la firmeza y aparente omnipresencia de “El Hombre de la Mano de Hierro”, ni con el cerebro frío y calculador del sibilino Lepprince…


– Soy Lepprince. Me manda «el Hombre de la Mano de Hierro».

Vi volverse lívido a Pajarito de Soto. Me miraba como la víctima debe mirar al verdugo que levanta el hacha. Le sonreí, le hice un gesto tranquilizados.

– He leído sus artículos en La Voz de la Justicia. Me han parecido brillantes, pero un tanto, ¿cómo diría?, un tanto apasionados. Bien está la pasión en un joven, no lo niego. Claro que, ¿no juzga usted exageradas sus afirmaciones? ¿Podría probar lo que relata con tan vívidos colores? No, por supuesto que no. Usted, amigo mío, ha recogido tan sólo rumores, versiones unilaterales, inocente, pero desmesuradamente abultadas y deformadas por el ángulo de quien participa, de quien tiene, por decirlo así, sus propios intereses en juego. Dígame, don Pajarito, ¿se conformaría usted con la versión que yo pudiera darle de los hechos? ¿Verdad que no? Claro está, claro está.


JUEZ DAVIDSON. ¿Fueron al cabaret en busca de esparcimiento?

MIRANDA. Oh, no.

J. D. ¿Por qué dice «Oh, no»?

M. No era propiamente un cabaret.

J. D. ¿Qué quiere decir?

M. Era un antro asqueroso. Un vertedero.

J. D. Entonces, ¿a qué fueron?

M. Lepprince quería entrevistarse con alguien.

J. D. ¿Precisamente allí, en ese antro?

M. Sí.

J. D. ¿Por qué?

M. Las personas con las que quería entrevistarse trabajaban allí.

J. D. ¿En qué trabajaban?

M. Eran acróbatas, hacían piruetas circenses. Formaban parte del espectáculo.

J. D. ¿Y para qué quería verlos Lepprince?

M. Para contratarlos.

J. D. ¿Tenía Lepprince intereses en algún circo?

M. No.

J. D. Explíquese.

M. Los acróbatas eran matones a sueldo, en horas libres.

J. D. ¿De modo que fueron Lepprince y usted a contratar matones?

M. Sí.


– Supongo -empezó diciendo Lepprince- que no debo revelar cómo tuve conocimiento de su existencia. Los forzudos se miraron entre sí.

– Es natural -dijo uno de los forzudos-, somos bastante conocidos.

– Ni el carácter de la propuesta que vengo a formularles.

– ¿Una propuesta? -dijo el otro forzudo-. ¿Qué propuesta?

El francés pareció desconcertado, pero reaccionó.

– Un trabajo que deberían realizar para mí…, para nosotros, quise decir. He oído que realizan ustedes este tipo de trabajo… al margen de sus actividades artísticas.

– ¿Artísticas? -dijo el primer forzudo-. Ah, sí: actividades artísticas, nuestros números. ¿Le han gustado?

– Mucho -respondió Lepprince-, están muy bien.

– Tenemos más, no crea; bastantes más que le gustarían también. Mi compañero los piensa y yo también los pienso, a veces. Así nos salen más variados, porque los pensamos entre los dos. ¿Entiende?

– Ya veo -atajo Lepprince-, pero me interesaría tratar primero el otro tema: el trabajo que les quería proponer.

– Es natural que le interesen estas cosas -dijo el primer forzudo.

– Mi compañero y yo -dijo el segundo forzudo- pensamos siempre números nuevos para no cansar al público. Los que ha visto son números viejos, porque hace poco que actuamos en esta ciudad. Cuando llegamos a un sitio, hacemos los números viejos, porque nadie nos conoce aún, si no nos han visto hacerlos antes, en otro sitio. Pero cuando cambiamos de ciudad… Bueno, cuando cambiamos de ciudad hacemos los viejos, ¿entiende?, porque nadie los conoce.

El francés se volvió hacia mí aprovechando que los forzudos se habían enzarzado en la discusión de un nuevo numero.

– Actúa tú -susurró.

– Yo quisiera que ustedes me contaran esos números nuevos -dije a los forzudos-. ¿Por qué no liquidan su asunto con este señor y luego hablamos con calma de los números nuevos?

Los dos forzudos se volvieron sorprendidos hacia mí.

– ¡Pero si ya estamos hablando de los números nuevos!

En el silencio que se produjo, sonó la voz de María Coral:

– Está bien, señores, ¿a quién hay que pegar?

Lepprince se ruborizó.

– Vaya…, es decir… -balbuceó.

– Conviene que las cosas queden claras. ¿Se trata de gente importante?

– No -dijo el francés-, gentecilla de poca monta.

– ¿Suelen ir armados?

– Ni pensarlo, no…

– El riesgo aumenta la tarifa.

– No hay riesgo, en este caso, pero tampoco voy a discutir la tarifa.

– Resuma los datos, si tiene la bondad -interrumpió la gitana.

– Represento a los dirigentes de una empresa -dijo Lepprince-. Supongo que podré ocultar el nombre de mis mandantes.

– Por supuesto.

– Recientemente se han introducido en el sector obrero elementos perturbadores del… buen orden de la empresa. Los tenemos localizados por medio de confidentes leales, ya sabe a lo que me refiero.

– Supongo que sí -dijo María Coral.

– Nuestra intención…, la de mis mandantes, claro, es disuadir a estos elementos perturbadores. Por el momento no constituyen un peligro serio dentro de la empresa, pero la crisis se avecina y su semilla podría prender en el ánimo del elemento trabajador. Hemos juzgado preferible atacar el mal de raíz, en bien de todos, aunque somos opuestos al sistema disuasivo por principio.

– ¿El trabajo incluye localización y seguimiento o nos darán ustedes toda la información?

– Nosotros…, mi secretario, en concreto -me señaló a mí-, les proporcionará la lista de sujetos en cuestión, así como el lugar y momento en que, a nuestro juicio, debe llevarse a cabo su tarea. No necesito decirle que toda iniciativa por su parte, al margen de nuestras instrucciones precisas, podría causarnos un perjuicio considerable y que…

– Nosotros sabemos cuál es nuestra obligación, señor…

– Permítame ocultar mi nombre, María Coral.

La gitana se puso a reír.

– En cuanto a la forma de pago -dijo.

– Mi secretario -dijo Lepprince- vendrá dentro de unos días con la lista de que le hablé y una parte del precio que convengamos. Finalizado el primer trabajo se les entregará el resto del dinero y podrán iniciar el segundo, ¿de acuerdo?

María Coral meditó y acabó asintiendo.

– No hace falta que su… secretario venga otra vez a esta pocilga. Solemos cenar en una tasca, cerca de aquí. Se llama casa Alfonso, la verán al salir. De nueve a nueve y media puede dar con nosotros ahí. ¿Para cuándo la primera visita?

– En breve -dijo el francés-. No se comprometan con nadie. ¿Hay algo más?

La gitana adoptó una actitud provocativa.

– Por mi parte…

– Desearía, en la medida de lo posible -dijo Lepprince evidentemente turbado-, que nuestras relaciones se redujeran a una mera contraprestación de servicios por pago. Cualquier contacto deben efectuarlo a través de mi secretario y, por supuesto, caso de tener complicaciones con las autoridades, dejarán mi nombre aparte así como el de mis mandantes aun en el supuesto de que lo averiguasen. Asimismo, una vez finalizado su trabajo, como es costumbre, abandonarán la ciudad.

– ¿Alguna cosa más? -dijo María Coral.

– Sí, una advertencia: no intenten tomarnos el pelo.

La gitana se rió de nuevo. Cuando salimos a la calle amanecía y soplaba una brisa helada. Nos subimos los cuellos de las chaquetas y anduvimos a buen paso hacia el automóvil, que tardó en arrancar a causa de la congelación de sus líquidos. Recorrimos una ciudad desierta hasta llegara mi domicilio, frente al cual Lepprince detuvo el coche aunque no extinguió el funcionamiento del motor.

– Fascinante mujer, ¿verdad? -dijo Lepprince.

– ¿Esa gitana? Sí, ya lo creo.

– Misteriosa, me atrevería a decir: como la tumba de un faraón jamás hollada. Dentro puede aguardar la belleza sin límites, el arcano latente, pero también la muerte, la ruina, la maldición de los siglos. ¿Te parezco un poco literario? No me hagas caso. Llevo una vida rutinaria, como todo empresario que se precie. Estas aventurillas me enloquecen. Hacia tantos años que no veía amanecer tras una juerga. ¡Vaya por Dios! Lo bien que lo hemos pasado. Oye, ¿te has dormido?

– No, qué va, no dormía: he cerrado los ojos porque me siento fatigado, pero no dormía.

– Vamos, ve a la cama; es muy tarde y a lo mejor has de madrugar mañana. Que descanses bien.

– ¿Cómo nos pondremos de acuerdo para el asunto de las listas, el pago y todo eso? -pregunté.

– No te preocupes por nada. Ya recibirás noticias mías. Ahora vete y descansa.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Descendí del automóvil y me di cuenta entre sueños de que Lepprince no arrancó hasta que hube cerrado por dentro la puerta de la casa.


Cuando la más joven de las cuatro mujeres se hubo ido, las tres señoras juntaron sus cabezas. La señora de Parells, enjuta, pecosa, con el cuello estriado de arrugas y la nariz huesuda y prominente, se puso a cuchichear.

– ¿No sabéis? Hace una semana la policía sorprendió a la de Rocagrossa en un hotel de tercera categoría con un marinero inglés.

– ¡Qué me dices! -exclamó la señora de Claudedeu.

– No lo creo -terció la señora de Savolta.

– Es seguro. Buscaban a un maleante o a un anarquista y allanaron todas las habitaciones. Cuando se los llevaban a la comisaría, la de Rocagrossa se identificó y pidió hablar por teléfono con su marido.

– ¡Qué cara más dura! ¡Parece imposible! -dijo la señora de Claudedeu-. ¿Y qué dijo él?

– Nada, ya veréis. La de Rocagrossa fue muy astuta. En vez de llamar a su marido, llamó a Cortabanyes y él la sacó del lío.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo la señora de Savolta-. ¿Te lo ha contado Cortabanyes?

– No, él no revelaría estas cosas. Son secreto profesional. Lo he sabido por otro conducto, pero es seguro -sentenció la señora de Parells.

– Es un escándalo de padre y muy señor mío -dijo la señora de Claudedeu.

– ¿Y el inglés? -preguntó la señora de Savolta.

– No se sabe nada. También le dejaron ir y se volvió a su barco, como gato escaldado, sin ganas de volver a las andadas. Era un individuo sin importancia: un fogonero o algo por el estilo.

– ¿Por qué haría esa mujer una cosa semejante? -reflexionó la señora de Savolta.

– Cosas de la vida, mujer -dijo la señora de Claudedeu-. Es joven y medio extranjera: Tienen otra forma de ser.

– Además -añadió la señora de Parells-, está lo de su marido, no sé si lo sabéis.

– ¿Rocagrossa? ¿Lluís Rocagrossa? Pues, ¿qué le pasa?

– ¿Cómo? ¿No estáis enteradas? Dicen que…, en fin, que si le gustan los hombres…

– ¡Hija! -dijo la señora de Claudedeu-. Cada día incluyes uno de nuevo en tu lista.

– ¿Qué le voy a hacer? Los calo a la primera.

– Ay, chicas -dijo la señora de Savolta-, no comprendo cómo os gusta hablar de estos temas tan escabrosos. A mí me dan asco estas cosas. No lo puedo remediar.

– Ni a mí tampoco me gustan, Rosa -protestó la señora de Parells-. Os lo cuento porque me lo acaban de contar, pero no para disfrutar con estas porquerías.

– Vamos de mal en peor -dijo la señora de Claudedeu.


…Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga.

En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad.

A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después.

A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo.

– ¡Alto ahí! -exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido.

El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin.

– ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García?

– Sí lo soy -responde Puentegarcía.

– Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro.

– ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso.

– ¡Dale duro! -exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas.

El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego.

Su desventurada esposa, que ha salido al balcón intranquila por la tardanza de su compañero, y advertida por el ruido, se lanza como una loca a la calle, deshecha en lágrimas, hendiendo los aires con puntiagudos y atravesantes gritos de dolor, de consternación tremenda. Los cobardes verdugos huyen al verla venir. Atraído por los gritos acude el honrado sereno. Entre ambos transportan al lecho el magullado cuerpo del obrero, el cual, retorciéndose en un charco de sangre espesa y humeante, aún puede balbucear despreciativo: «¡Miserables! ¡Canallas!»

Al día siguiente no comparece al trabajo Vicente Puentegarcía García, que siempre había sido tan puntual, tan cumplidor, tan irreprochable. Su grave estado le impide advertir a sus compañeros del peligro que les acecha. Así caen, en noches sucesivas, los trabajadores Segismundo Dalmau Martí, Miguel Gallifa Rius, Mariano López Ortega, José Simó Rovira, José Olivares Castro, Agustín García Guardia, Patricio Rives Escuder, J. Monfort y Saturnino Monje Hogaza. Informada la policía de los atentados, ésta realizó pesquisas, pero los rufianes habían desaparecido como por ensalmo y ninguna de las pistas proporcionadas por las víctimas permitió su identificación. Aunque los nombres de quienes movían los hilos de este sangriento e infame teatro de marionetas estaban en el pensamiento del pueblo, nada se pudo probar contra ellos. La huelga no se llevó a cabo y así se cerró uno de los más vergonzosos y repugnantes capítulos de la historia de nuestra querida ciudad.


Por la bruma del barrio portuario deambulé con los sobres a lo largo de aquel septiembre monótono y caliginoso. La primera noche me costó dar con la tasca porque había ido en coche la vez anterior y apenas me había fijado en el trayecto seguido. Encontré a los forzudos y a la gitana finalizando la cena. Ellos me saludaron con alegría. Yo advertí que María Coral, sin afeites, vestida con un sencillo traje de costurera y alejada del ambiente lúbrico de cabaret, distaba mucho de producir el efecto subyugarte que más de una noche me había estimulado. Sin embargo, reconocí, la sonrisa y el hablar de la gitana conservaban el mismo desparpajo que me turbaba.

– Me gustaste la otra noche, ¿sabes? -me dijo María Coral.

Yo había ido a cumplir una misión y tendí el sobre a manos de la gitana.

– ¿No viene tu amo esta vez? -me preguntó con sorna.

– No. Así quedamos, si mal no recuerdo.

– Así quedamos, pero me habría gustado verle. Díselo mañana, ¿te acordarás?

– Como quieras.

La segunda vez que fui a casa Alfonso no llevé un sobre, sino dos. María Coral se rió, pero no hizo comentario alguno al respecto.

– Dile a tu amo -dijo al despedirse- que no le defraudaremos en ningún aspecto.

Y me lanzó un beso desde la puerta que provocó comentarios de los parroquianos. La tercera vez, encontré a los forzudos comiendo a dos carrillos, pero María Coral no estaba con ellos.

– Se ha ido, la muy ingrata -dijo uno de los forzudos-. Nos abandonó hace un par de días.

– Ella se lo pierde -le consolaba el otro forzudo-. Ya me dirás cómo hará su número sin nosotros.

– A nosotros nos da lo mismo, ¿sabes? -me dijeron-, porque podemos seguir haciendo lo mismo. El público viene por nosotros. Sólo que me da rabia que se haya ido después de lo que hicimos por ella.

– De lo que le ayudamos y todo -dijo el otro forzudo.

– La encontramos muerta de hambre por uno de esos pueblos donde actuábamos antes, ¿sabe? Y la trajimos con nosotros por pena que nos dio.

– Pero cuando vuelva sabrá quiénes somos.

– No la dejaremos actuar con nosotros.

– Ya lo creo que no.

– ¿Era la…? -pregunté-. ¿Qué tipo de relaciones mantenía con ustedes?

– Relaciones de ingratitud -dijo uno de los forzudos.

– Relaciones de abandonarnos, después de todo lo que hicimos por ella -concluyó el otro.

Renuncié a sonsacarles respecto a la gitana y les interrogué sobra su trabajo, no el del cabaret, sino el que realizaban por cuenta de Lepprince.

– Oh, va bien. Buscamos al tipo que dice la lista y le damos unos garrotazos. Cuando está tendido le decimos: «¡Para que aprendas a no meterte donde no te llaman!» Eso nos dijo ella que teníamos que decir: «Donde no te llaman». Y nos vamos a todo correr, no sea que venga la policía.

– Casi nos enganchan la última vez. Estuvimos corriendo un rato hasta no poder más y tuvimos que meternos en una taberna a tomar dos cervezas del sofocón que llevábamos. Y mire lo que son las casualidades: en aquella taberna estaba el tipo al que habíamos dado garrotazos la vez anterior. De que nos vio abrió la boca del susto: le faltaban dos dientes que le arrancó éste. Le gritamos: «¡Para que no te metas donde no te llaman!», y el tío salió corriendo. Nosotros también nos fuimos, por prudencia.

Aquella fue la última vez que llevé sobres a casa Alfonso.


– Pensándolo bien -dije-, tu teoría conduce inevitablemente al fatalismo y tu idea de libertad no es sino un conjunto de límites marcados por las consecuencias de unos hechos que son, a su vez, consecuencia de otros anteriores.

– Ya veo por dónde vas -replicó Pajarito de Soto-, aunque creo que yerras. Si la libertad no existe fuera del marco de las realidades (como la libertad de volar, que sobrepasa los límites físicos del hombre), no es menos cierto que dentro de dichos límites la libertad es completa y, según el uso que se haga de ella, se configurarán las condiciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo, la protesta obrera en nuestros días. ¿Me vas a decir que no es un hecho condicionado por las circunstancias? No. Nada más palmario: las condiciones salariales, el desequilibrio de precios y salarios, las condiciones de trabajo, en suma, no podían sino producir esta reacción. Ahora bien, ¿cuál será el resultado? Lo ignoramos. ¿Conseguirá la clase trabajadora el otorgamiento de sus exigencias? Nadie lo puede prever. ¿Por qué? Porque la derrota o el triunfo dependen de la elección de los medios. Por tanto, y ahí mi conclusión, la misión de todos y cada uno de nosotros no es luchar por la libertad o el progreso, en abstracto, que son palabras huecas, sino contribuir a crear unas condiciones futuras que permitan a la humanidad una vida mejor en un mundo de horizontes amplios y claros.


CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926


Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


…Que aun antes de participar directa y personalmente en el hoy llamado «caso Savolta» tuve conocimiento de unos supuestos atentados perpetrados contra diez obreros de la misma empresa. Que se dijo que dichos atentados (ninguno de los cuales sobrepasó una simple paliza sin consecuencias) eran perpetrados por orden expresa de los directivos de la empresa y por mediación de matones, a fin de abortar una supuesta huelga en germen. Que de las investigaciones que se llevaron a cabo (y en las que no tuve intervención alguna) se dedujo que no existían pruebas, ni siquiera remotas, de la participación del capital. Que se sospechaba que los atentados procedían del propio sector obrero y se debían a disensiones internas o a una supuesta pugna por el liderazgo o primacía dentro de dicho sector entablada entre dos destacados alborotadores, un tal Vicente Puentegarcía García y un tal J. Monfort, siendo el primero un conocido anarquista andaluz y el segundo un peligroso comunista catalán y amigo de Joaquín Maurín (véase fichero adjunto). Que a consecuencia de las denuncias interpuestas por uno de los presuntos atacados (creo recordar que se trataba de un tal Simó) y de las ya mencionadas pesquisas, se practicaron con posterioridad algunas detenciones, entre las que se cuentan las de los ya citados Vicente Puentegarcía y J. Monfort, la de un tal Saturnino Monje Hogaza (comunista), un tal José Oliveros Castro (anarco-sindicalista), un tal Gallifa (anarco-sindicalista) y un tal José Simó Rovira (socialista). Que todos o casi todos los antedichos fueron puestos inmediatamente en libertad y que ninguno estaba preso cuando yo me hice cargo del ya citado caso.

II

REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA SEGUNDA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 11 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIA CIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK


(Folios 70 y siguientes del expediente)


JUEZ DAVIDSON. Explique usted de modo conciso y ordenado cómo conoció a Domingo Pajarito de Soto.

MIRANDA. Estaba yo un día en el despacho de Cortabanyes cuando llegó Lepprince…

J. D. ¿Cuándo fue eso?

M. No recuerdo la fecha exacta. Debió ser a mediados de octubre del 17.

J. D. ¿Era la primera vez que Lepprince iba al despacho?

M. No. La segunda, que yo sepa.

J. D. ¿Cuándo fue la primera?

M. Un mes antes, poco más o menos.

J. D. Infórmenos sobre esa primera visita.

M. Ya lo hice durante la sesión de ayer. En su primera visita Lepprince requirió mis servicios y le acompañé a un cabaret.

J. D. Está bien. Prosiga con la segunda visita.

M. Lepprince traía una cartera de mano. Se metió en el gabinete de Cortabanyes y conferenciaron. Luego fui convocado al gabinete.

J. D. ¿Quién estaba presente aparte de usted?

M. Lepprince y Cortabanyes.

J. D. Continúe.

M Lepprince había desplegado sobre la mesa el contenido de la cartera.

J. D. Descríbalo.

M. Eran tres ejemplares de La Voz de la Justicia, periódico para mí desconocido, pues se trataba de un panfleto de corto tiraje y aparición irregular. Uno de los ejemplares estaba abierto por una de sus páginas centrales. Un artículo aparecía enmarcado en lápiz rojo y la firma rodeada de un círculo también rojo.

J. D. ¿De quién era esa firma?

M. De Domingo Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se trataba de los artículos que figuran como documentos de prueba la, lb y lc de este expediente?

M. Sí.

J. D. Prosiga.

M. Cortabanyes me ordenó localizar al autor de los artículos.

J. D. ¿Para qué?

M. Lo ignoraba en ese momento.

J. D. ¿Aceptó usted la orden?

M. Al principio, no.

J. D. ¿Por qué no?

M. Había oído rumores sobre los atentados contra los obreros y temía complicarme…

J. D. ¿Dio usted estas mismas razones a Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Con estas mismas palabras?

M. No.

J. D. ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

M. No recuerdo.

J: D. Haga un esfuerzo.

M. Le pregunté…, le pregunté si era un trabajo semejante al que habíamos realizado la vez anterior.

J. D. ¿Entendió Lepprince lo que usted quería decir?

M. Sí.

J. D. ¿Cómo lo sabe?

M. Se puso a reír y me dijo que no tuviera miedo alguno, que podía estar presente en todas las fases de la operación que proyectaba e interponerme en cualquier momento y ante cualquier eventualidad; siempre que algo me pareciera oscuro.

J. D. ¿Y así lo hizo?

M. Sí.

J. D. ¿Localizó a Pajarito de Soto con facilidad?

M. Lo localicé, pero no con facilidad.

J. D. Cuente cómo lo hizo.


¿Para qué? Fueron largas jornadas de caminatas fatigosas, renuentes conversaciones, infructuosos sobornos, agotadoras esperas, seguimientos errabundos y estériles hasta que di con la pista verdadera. Yo buscaba el éxito a cualquier precio, no tanto por quedar bien ante Cortabanyes como por complacer a Lepprince, cuyo interés en mí me abría las puertas a expectativas imprevistas, a las más disparatadas esperanzas. Veía en él una posible vía de salida al marasmo del despacho de Cortabanyes, a las largas tardes monótonas e improductivas y al porvenir mezquino e incierto. Serramadriles era mi conciencia, la voz de alerta si mi ánimo decaía o me dejaba dominar por la abulia o el desaliento. Decía que Lepprince era «nuestra lotería», el cliente a quien hay que mimar y complacer, con quien hay que ser obsequioso y útil hasta la oficiosidad, eficaz en apariencia y leal por interés, a toda costa. Me pintaba un futuro sórdido y odioso a las órdenes de un Cortabanyes cada vez más viejo, más irritable y más dejado de la mano de la fortuna. Me pintaba, en cambio, un panorama esplendoroso de la mano de Lepprince, en las altas esferas de las finanzas y el comercio barceloneses, en el gran mundo, con sus automóviles, sus fiestas, sus viajes, su vestuario y sus mujeres, como hadas, y un caudal de dinero en monedas deslumbrantes, tintineantes, que manaban de los poros de esa bestia rampante que era la oligarquía catalana. Por esos vericuetos, hastiado de horas perdidas sin provecho y sostenido por el anhelo, di con Pajarito de Soto una noche, a mediados o a finales de octubre, en una casa señorial y ruinosa de la calle de la Unión, donde tenía un aposento realquilado. Había llamado a muchas puertas y recibido muchos chascos, por lo que mi voz era ya cansina cuando pregunté si allí vivía el periodista. Me había respondido una mujer joven, de sonrisa hermosa. Aún no sabía que se llamaba Teresa ni que, andando el tiempo, seria el primer gran amor de mi vida. Vuelve la imagen de aquel instante a mi mente como restos de un naufragio que las olas arrojaran a la playa. Era un aposento rectangular, muy grande y poblado por un laberinto de muebles heterogéneos que hacían de la estancia una especie de vivienda sin tabiques. Los muebles se agrupaban en torno a centros surgidos de la necesidad (la reiterada teoría de la necesidad): en un rincón había una cama de matrimonio deshecha, dos mesillas de noche, una lámpara de pie y una cunita donde dormía un niño; en el rincón opuesto habla una mesa circundada de sillas de tamaños dispares; esparcidos, dos butacones de harapienta tapicería y muelles protuberantes, una biblioteca de plúteos combados, un armario entreabierto, una consola esquinera y coja y un aparador barrigón. El piso estaba sembrado de libros y periódicos amontonados que habían invadido en mayor o menor grado la superficie de varios de los muebles. Presidía la estancia una estufa ventruda de la que irradiaba un calor atenazador, «para que no se resfriara el niño». En uno de los butacones dormitaba Domingo Pajarito de Soto. Parecía de corta estatura, como era, cabezudo y cetrino, con el pelo negro y brillante como tinta china recién vertida, manos diminutas y brazos excesivamente cortos aun para su exigua persona, ojos abultados y boca rasgada y carnosa, nariz chata.y cuello breve: una rana. Se sorprendió al ver me y aún más cuando le dije que había leído sus artículos en La Voz de la Justicia y que gente importante, cuyos nombres no estaba autorizado a dar, se habían interesado en él. Al principio supuso que serían los directores de una publicación o los organizadores de algún partido político. Le vi tan ingenuo e ilusionado que acabé por desvelarle a medias el secreto. No entendió, le cegaban sus ambiciones románticas. Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso al borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca. Lepprince se mostró cordial y respetuoso, alabó “su estilo incisivo” y su valor; rechazó la versión que de los hechos había pintado y le hizo una sorprendente proposición: elaborar un estudio completo de la empresa Savolta desde el punto de vista del trabajador: condiciones de trabajo, producción, salarios, crisis y huelga. Le ofreció libre acceso a todas las dependencias fabriles y administrativas, toda la información y ayuda necesaria; tanta, aseguró, «como recibía el propio Savolta». Le garantizó la impunidad y la libre publicidad de cuanto deseara escribir al respecto. Le pidió, a cambio, que no diese a conocer sus conclusiones al público hasta haber ofrecido a los directivos “la oportunidad de corregir las fallas”. Le anunció, para el término de su estudio, la convocatoria de una reunión o asamblea mixta, de capital y trabajo, en la que se discutirían «contando con su presencia» los problemas planteados por el cambio de las circunstancias. Le prometió, a cambio de sus servicios, “la cantidad de cuarenta duros”. En conjunto, era más de lo que Pajarito de Soto podía esperar y lo aceptó emocionado. Confieso que al principio yo sentí miedo por él. Pero Lepprince reiteró su promesa de no emplear coacción alguna sobre el periodista. Tuve fe en su palabra de caballero y no me opuse a la transacción. Ni creo que Pajarito de Soto hubiese aceptado, en aquellos momentos, advertencia de ningún tipo. Cuando nuestra amistad se hubo afianzado, en frecuentes charlas y paseos, le recordé lo inestable de su posición, entre dos fuegos. Lo hacía en parte por afecto y en parte asumiendo los temores que, a solas, me confiaba Teresa. No hizo caso: quería realizar una labor positiva y veraz; era simple de alma e intención, quería un futuro claro para su hijo, un horizonte nimbado de trabajo, prosperidad y plenitud. Juntos hicimos y deshicimos planes de amplio alcance, no sólo individuales. Discutimos minucias hasta el amanecer, recorrimos cada uno de los rincones de la ciudad dormida, poblados de mágicas palpitaciones. Si encontrábamos un portal abierto nos introducíamos en el tenebroso zaguán alumbrándonos con una cerilla y remontábamos las escaleras hasta la azotea, desde donde contemplábamos Barcelona a nuestros pies. Domingo Pajarito de Soto se sentía, y su impresión no andaba desencaminada, el diablo cojuelo de nuestro siglo. Con su dedo extendido sobre las balaustradas de los terrados señalaba las zonas residenciales, los conglomerados proletarios, los barrios pacíficos y virtuosos de la clase media, comerciantes, tenderos y artesanos. Juntos vaciamos muchas botellas de vino, vivificador por las noches y vengativo al despertar; asistimos a reuniones políticas, defendimos a la par ideologías comunes, siempre distintas, más por amistad que por convicción.

Nunca supe antes ni he sabido después lo que significaba un amigo. En cuanto a Teresa, ya dije que fue mi gran amor. Nos veíamos a diario, con cualquier pretexto que me sirviera para salir desbocado del despacho y no regresar en un par de horas. La primera vez que me llamó lo hizo como amiga y en ese tono se mantuvo la entrevista. Una vecina complaciente se había hecho cargo del pequeño. Me citó en una lechería próxima a su casa, un local largo y estrecho, dividido en dos mitades por una celosía de madera. La primera mitad tenía un mostrador de mármol desportillado donde una mujer gorda fajada en un delantal de hule amarillento despachaba leche, queso, mantequilla y otros productos. Tras la celosía se agrupaban cuatro mesitas pegadas a la pared, a lo largo de la cual había un banquillo adosado. Parejas jóvenes ocupaban las mesas: estudiantes, menestrales, mancebos y aprendices de corta edad acompañados de camareras, doncellas, dependientas, mecanógrafas, enfermeras y operarias. Hablaban en susurros, abrazados, o se besaban y manoseaban protegidos de la curiosidad recíproca por la débil luz que recibía el reservado y por la complicidad de una picardía comúnmente compartida. Teresa me recibió con discreta afabilidad, me pidió disculpas por el lugar y alegó haber prometido a su complaciente vecina no alejarse, lo que justificaba la elección de la lechería por ser el establecimiento más próximo a su casa. En la charla, que debió durar más de una hora, me reveló los temores en relación con el trabajo de su marido y la obstinación de Domingo en no atender a razones. Yo le dije que no veía tal peligro a menos que Pajarito de Soto cometiera una imprudencia grave. Se mostró aliviada por mis palabras y la conversación tomó un tono más general: hablamos de la vida dura en las ciudades, del ingrato esfuerzo por abrirse camino, de la responsabilidad de tener un hijo y del futuro sombrío de nuestra sociedad. Al término del diálogo me pidió que no insistiera en acompañarla y que abandonase la lechería primero, sin aguardarla fuera o seguirla. Manifesté que así lo haría y le tendí la mano, pero ella se aproximó a mi rostro y me dio en los labios un beso de los que sólo en los sueños de los solitarios sin amor se dan y se reciben. Así comenzó una larga serie de salidas y paseos, al amparo de la vecina complaciente, de la negligencia disciplinaria de Cortabanyes y de las ausencias prolongadas de Pajarito de Soto, ahogado en su trabajo, en su fábrica y en sus locas teorías. Teresa quería de corazón a su marido, pero la convivencia le resultaba ardua: él era un hombre bueno, pero inconstante, nervioso e irresponsable, ciego para todo lo que no fuesen sus ideales reformistas, absorto en la meditación y elaboración de proclamas, denuncias y reivindicaciones; oscilaba entre violentos estados de avasalladora energía creativa y súbitas depresiones que le sumían en el malhumor y el silencio. Teresa sufría callada el desamparo y, en cierta medida, el miedo a las bruscas y despóticas reacciones de su marido, insegura y desprotegida. Yo, por mi parte, también sufría. Mis experiencias anteriores en el terreno amoroso eran nulas: alguna furtiva incursión nocturna y largas horas de imaginación febril. En cierta ocasión, intentando comprender la incapacidad de su marido, le hablé de la dificultad de amar, del lenguaje imposible y los gestos indecisos y las palabras que quieren decir y no dicen y las miradas que quieren expresar y no expresan. En realidad, hablaba de mí, de mi desconcierto ante la vida y de mis tanteos desesperados en el centro de todas las encrucijadas del mundo. Y así, dividido y torturado, transcurrieron semanas inolvidables: de día callejeaba con Teresa, o íbamos a bailar o a la lechería que vio el inicio de nuestra plática, y por las noches discutía y me emborrachaba con Pajarito de Soto en la taberna de Pepín Matacríos. Debo aclarar que mis relaciones con Teresa durante aquellas semanas no fueron adúlteras en la forma ni el fondo. Si hubo amor consciente, jamás afloró. Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos los besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños, como el niño que cabalga a horcajadas en el brazo de una butaca en busca de aventuras tocado con un gorro de papel y enarbolando el mango de una escoba. Las pocas veces que nos reunimos los tres, Pajarito de Soto, Teresa y yo, no nos afligía la culpabilidad. Yo me ruborizaba por el súbito temor a descubrir nuestro secreto y me mostraba hosco y distante con Teresa, cosa que a Pajarito de Soto le producía una paradójica preocupación. Lamentaba que su mujer y yo no hiciésemos buenas migas y varias veces me hizo jurar que si a él le sucedía cualquier cosa yo tomaría bajo mi protección a Teresa y al niño. Ella se reía y se burlaba de nosotros, con una temeridad no exenta de malicia. Pero nuestras conciencias estaban tranquilas. Hasta que se produjo el desenlace con la contundencia de un cataclismo y la precisa combinación de una jugada de ajedrez. Sucedió pocos días antes de Navidad. Yo estaba trabajando y luchando contra el sopor que me había dejado la noche anterior cuando llegó la llamada. Serramadriles me tendió el teléfono, que tomé con una agitación cargada de presentimientos. Era Teresa. Quería que fuera urgentemente a su casa. No me dio razón, sólo un ruego desesperado. Acudí a la carrera. Ya por entonces conocía las farolas, los edilicios y el pavimento de la calle de la Unión como mi propia casa. Llamé a la puerta y su voz me hizo pasar. El aposento estaba en penumbra, sólo alumbrado por los débiles reflejos del carbón que ardía en la estufa. Antes de que mis ojos se acostumbrasen a la tenue luz, Teresa se arrojó en mis brazos y me cubrió de besos y caricias, murmurando palabras ardientes y enloquecidas, arrancándome la ropa, abriendo las suyas, hasta que nuestros pechos se juntaron trémulos y espantados. Sin decir una palabra nos desplazamos hasta la cama. En la cunita dormía el niño. Penetramos un instante en la tiniebla, torturando y padeciendo al mismo tiempo, identificando víctima y verdugo, como el torbellino ígneo que debió ser el universo en su principio, hasta que una mano gigantesca e invisible nos separó con la fuerza con que se agrietará el suelo al fin del mundo, y quedamos tendidos sobre la colcha, enlazadas todavía las piernas, nadando hacia la orilla de la conciencia, en busca del aliento perdido y del hilo de la razón. Vagamente oí una voz en la que reconocí a Teresa, una Teresa nueva, que me decía que me amaba, que la llevase conmigo, lejos de aquella casa, lejos de Barcelona, que por mí abandonaría a su marido y a su hijo, que sería mi esclava. Sentí un aguijón de dentro afuera. Por primera vez tuve miedo a ser descubierto, un miedo que me hizo dejar de sudar y me volvió la piel seca y rasposa. Ella me aseguró que Pajarito de Soto no volvería en varias horas. Era tarde y le pregunté la causa de la tardanza. Me dijo que la empresa para la que trabajaba, es decir, la empresa Savolta, o mejor, Lepprince, había convocado la famosa reunión o asamblea para las siete. Al oírlo comprendí el alcance de mi traición e imaginé a mi amigo doblemente abandonado. Me vestí, salí sin atender a los gritos y las súplicas de Teresa y llamé a un coche de punto. Era noche cerrada y un reloj señalaba las ocho y media. El coche me condujo a la estación. Allí tuve que aguardar veinte minutos a que arrancara el tren. Pronto éste adquirió velocidad y a poco de dejar la estación se adentró en los suburbios, en dirección a la zona industrial de Hospitalet. Yo contemplaba el paisaje con desasosiego, acurrucado en el fondo del vagón semidesierto para cobijarme de las corrientes de aire que me atravesaban el cuerpo. El clima debía de ser riguroso en el exterior porque me veía obligado a desempañar con la mano la ventanilla por el vaho que se condensaba y que, unido al hollín, formaba una cortina pantanosa y mugrienta. Trataba sin éxito de poner orden a mis ideas. Los suburbios que atravesábamos, y que yo desconocía, me deprimieron hondamente. Junto a la vía, y hasta donde alcanzaba la vista, se apiñaban las barracas sin luz, en una tierra grisácea, polvorienta y carente de vegetación. Circulaban por entre las barracas hileras de inmigrantes, venidos a Barcelona de todos los puntos del país. No habían logrado entrar en la ciudad: trabajaban en el cinturón fabril y moraban en las landas, en las antesalas de la prosperidad que los atrajo. Embrutecidos y hambrientos esperaban y callaban, uncidos a la ciudad, como la hiedra al muro. Eso recuerdo del viaje y que, al llegar a mi destino, un andén gélido barrido por el viento, alquilé un simón desvencijado que me condujo a la fábrica Savolta. Que chapoteando en lodazales pestilentes, por avenidas oscuras, el triste carruaje de ultratumba inventaba su camino con paso inalterablemente lento. Que el aire enrarecido por emanaciones viciosas me corroía la garganta. No sé lo que llegué a pensar ni cuánto tiempo transcurrió. Sólo sé que llegamos a un edificio enorme, parecido a un circo metálico, que se marchó el coche y que di un rodeo buscando la entrada. Vi el automóvil rojo de Lepprince junto a la puerta, me metí: era un pasadizo iluminado por quinqués. Me salió al encuentro un vigilante nocturno al que dije quién era y lo qué buscaba. Me hizo atravesar una nave silenciosa en la que había diseminados unos cucuruchos de lona que supuse que ocultaban las máquinas. Al trasponer otra puertecilla noté bajo mis pies el grosor de una alfombra. El vigilante se despidió y desapareció. Yo avancé por el pasillo alfombrado hasta otra puerta más grande, de madera. Empujé la puerta y me cegó la claridad. Estaba en una sala iluminada, de cuyas paredes colgaban cuadros. En el centro había una mesa larga, mucho más larga que la mesa de juntas donde trabajábamos la Doloretas y yo, y en torno a la mesa se sentaban unas treinta personas, la mitad de las cuales parecían obreros y la otra mitad directivos. Entre los directivos reconocí a Lepprince, y entre los obreros, a Pajarito de Soto. La reunión concluía cuando llegué; los ánimos estaban excitados. Un hombre grueso, que ocupaba el asiento contiguo a la presidencia, golpeaba la mesa con la mano produciendo un sonido seco, como si la mano fuese de hierro. Así supe de quién se trataba. El que presidía debía ser Savolta. Todos chillaban y se interrumpían y sobre todas las voces destacaba la de Pajarito de Soto, insultando, acusando, profiriendo amenazas contra los directivos y contra la sociedad. Comprendí lo que ya sabía, lo que había comprendido cuando Teresa me dijo dónde estaba su marido: que todo había sido un fraude, que Lepprince había estado jugando con Pajarito de Soto por motivos ignorados y que éste, en el último momento, se había dado cuenta de la superchería y había reaccionado con uno de sus violentos arranques que tanto asustaban a Teresa. Y comprendí que de haber estado yo allí desde el principio aquello no habría sucedido y que mi traición había sido completa e irreversible. No entendí nada de lo que discutieron. Creo más bien que había quedado atrás la fase de la discusión cuando yo llegué. Reinaba el desconcierto hasta que un obrero rogó a Pajarito de Soto que se callase y que no hiciese aún más comprometida su situación, que «bastante lata les había dado ya», y que les dejase arreglar por sí solos sus problemas. Patronos y obreros abuchearon a Pajarito de Soto, que abandonó la sala. Sólo Lepprince mantenía la calma y la sonrisa. Seguí a mi amigo por corredores y naves sin alcanzarle. Le llamé a voces. Fue inútil y sólo conseguí extraviarme. Me senté junto a un cucurucho de lona y rompí a llorar. La mano de Lepprince en mi hombro me volvió a la realidad. Era tarde, había que irse, la asamblea había sido pospuesta. Me llevó a casa en su coche. Al día siguiente no fui a trabajar; el otro era domingo y permanecí encerrado, sin salir a comer siquiera. El lunes decidí enfrentarme de nuevo a los hechos. Pajarito de Soto había muerto el sábado, cuando se reintegraba, de madrugada y medio borracho, a su hogar. Se hablaba de accidente, de atropello, de dos hombres enfundados en gabanes vistos a medianoche por alguien que lo comentó de pasada con el sereno, de una misteriosa carta que Pajarito de Soto fue a echar al correo, de que la mujer y el niño habían huido precipitadamente sin dejar dirección ni mensaje. La policía me interrogó. Les dije que no sabía nada, que no sospechaba lo que hubiese podido suceder. Me di cuenta, en medio de mi confusión, de que sería inútil lanzar sugerencias cimentadas en el aire. Tampoco estaba seguro de que Lepprince fuese responsable de aquella muerte. Antes de hablar tenía que hacer averiguaciones por mi cuenta. Por supuesto, no di un paso por encontrar a Teresa. Nada más lógico que su deseo de perderme de vista para siempre. Por otra parte, aun suponiendo que la encontrase, que me perdonase y que lográsemos borrar de nuestra memoria aquellos dramáticos acontecimientos, ¿qué podía ofrecerle? Yo era sólo un asalariado cuya única esperanza de subsistencia estaba puesta en Lepprince.

III

María Rosa Savolta vacilaba en la puerta de la biblioteca, con la mirada perdida que atravesaba el aire sin tropiezo. A su lado un hombre lustroso y un anciano de barba blanca discutían.

– Lo que yo digo siempre, amigo Turull -decía el hombre de la barba blanca-, suben los precios, baja el consumo; baja el consumo, bajan las ventas; bajan las ventas, suben los precios. ¿Cómo llamada usted a esta situación?

– La hecatombe -decía el llamado Turull.

– Antes de un año -prosiguió el de la barba blanca-, todos en la miseria; y si no…, al tiempo. ¿Sabe usted lo que se dice por Madrid?

– Cuénteme usted. Me tiene sobre ascuas, como se dice vulgarmente.

El anciano bajó la voz.

– Que antes de la primavera cae el gabinete de García Prieto.

– Ah, ya…, ya veo. De forma que García Prieto ha formado nuevo Gobierno, ¿eh?

– Hace dos meses que lo formó.

– Vaya. Y dígame, ¿quién es ese García Prieto?

– Pero, bueno, vamos a ver, ¿usted no lee los periódicos?

Unos brazos titánicos aferraron a María Rosa Savolta por las axilas y la izaron en vilo sobre las cabezas. La joven se alarmó mucho.

– ¡Mirad quién ha venido a visitarnos, me cago en diez! -gritaba el autor de la fechoría. Por la voz María Rosa Savolta reconoció a don Nicolás Claudedeu.

– ¿Ya no te acuerdas de mí, granuja?

– Claro, tío.

– ¡Butifarra! -exclamó don Nicolás Claudedeu depositándola de nuevo en el suelo-. Hace unos años te sentabas en mis rodillas y tenía que hacer de caballo una hora seguida. Y ahora, ya ves: ¡mierda para el tío Nicolás!

– No diga eso, tío Nicolás. Le recordaba con cariño, a menudo.

– Los viejos a la basura, di que sí. Ya sé yo en qué pensabas a menudo, sinvergüenza. Con esta cara, Dios mío, y estos pechines tan ricos.

– Por el amor de Dios, tío… -suplicó la joven.

Todos contemplaban la escena con una sonrisa. Todos excepto el elegante joven cuya mirada había sorprendido minutos antes y ante la cual había bajado ruborosamente la suya. Con una copa en la mano, el elegante joven callaba y meditaba, con la espalda apoyada en la jamba de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón.


La puerta del gabinete se abrió y la Doloretas y yo simulamos trabajar con afán. Cortabanyes nos tuvo que llamar varias veces, pues hacíamos como que no advertíamos su presencia, absortos en la tarea. Nos pidió que convocásemos a Serramadriles. Éste tardó en responder, aunque debía de estar escuchando tras la puertecilla del trastero. Los tres reunidos aguardábamos en pie las palabras del jefe.

– Mañana es Navidad -dijo Cortabanyes, y se detuvo jadeando.

– Mañana es Navidad -prosiguió- y no quiero… dejar pasar esta fecha sin…, eeeeh…, hacerles sabedores de mi afecto y… mi agradecimiento. Han sido ustedes unos colaboradores leales y…, eeeeh…, eficientes, sin los cuales la buena marcha del… del despacho no habría sido…, esto…, posible.

Hizo una pausa y nos miró uno a uno con sus ojillos irónicos.

– Sin embargo, no ha sido un buen año… No por eso vamos a desanimarnos, claro está. Hemos sobrevivido y mientras estemos en la…, eeeeh…, brecha, la oportunidad puede atravesar esa puerta en cualquier instante.

Señaló la puerta y todos nos volvimos a mirarla.

– Pensemos que sin duda el…, esto…, que viene será mejor. Lo primero es…, es…, es el trabajo y el interés. La suerte viene sola cuando se…, cuando se… Bueno, ¿saben una cosa? Ya estoy cansado de hablar. Tengan los sobres.

Sacó del bolsillo tres sobres cerrados con nuestros nombres escritos y tendió uno a Serramadriles, otro a la Doloretas y otro a mí. Los guardamos sin abrir, sonriendo y dando las gracias. Cuando se retiraba me abalancé hacia el gabinete.

– Señor Cortabanyes, quiero hablar con usted. Es urgente.

Me miró sorprendido y luego se encogió de hombros.

– Está bien, pasa.

Entramos en el gabinete. Se sentó y me miró de arriba a abajo. Yo estaba de pie, frente a él. Puse las manos sobre la mesa e incliné el cuerpo hacia adelante.

– Señor Cortabanyes -dije-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?


REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁ FICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA TERCERA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 12 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK


(Folios 92 y siguientes del expediente)


JUEZ DAVIDSON. En los informes relativos a la muerte de Pajarito de Soto se menciona la existencia de una carta, ¿lo sabia?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿Tuvo usted en aquellas fechas conocimiento de la carta?

M. Sí.

J. D. ¿Le mencionó Pajarito de Soto la existencia de la carta antes de morir?

M. No.

J. D. ¿Cómo supo entonces que existía tal carta?

M. El comisario Vázquez me habló de ella.

J. D. Tengo entendido que el comisario Vázquez también murió.

M. Sí.

J. D. ¿Asesinado?

M. Eso creo.

J. D. ¿Sólo lo cree?

M. Su muerte se produjo después de haber abandonado yo España. Sólo puedo hablar por referencias y por conjeturas.

J. D. Según sus… conjeturas, ¿tuvo que ver la muerte del comisario Vázquez con el caso que investigaba y que es objeto del presente interrogatorio?

M. Lo ignoro.

J. D. ¿Está seguro?

M. No sé nada sobre la muerte de Vázquez. Sólo lo que han publicado los periódicos.

J. D. Yo creo que sí sabe algo…

M. No.

J. D…que oculta hechos de interés para este tribunal.

M. No.

J. D. Le recuerdo, señor Miranda, que puede negarse a responder a las preguntas, pero que, si responde, y hallándose bajo juramento, sus respuestas deben ajustarse a la verdad y nada más que la verdad.

M. No tiene tanto interés como yo en aclarar este caso.

J. D. ¿Insiste en que ignora las circunstancias de la muerte del comisario Vázquez?

M. Sí.


Que tuve conocimiento de la muerte de Domingo Pajarito de Soto a raíz de producirse aquélla, si bien no tomó parte directa en el esclarecimiento de los hechos. Que el inspector a cargo del caso dio por finalizada la investigación alegando que la muerte sobrevino por causas naturales, al golpearse la víctima el cráneo contra el bordillo de la acera. Que si bien el cuerpo presentaba otras contusiones, éstas se debían al atropello de que fue objeto por parte de un vehículo no identificado, que se dio a la fuga. Que nada permitía suponer intencionalidad en la sucesión de actos que condujeron a la muerte del ya citado Domingo Pajarito de Soto. Que respecto a la carta presuntamente desaparecida, nada se sabía. Que interrogadas las personas allegadas al difunto nada pudo deducirse de sus declaraciones, no hallándose contradicciones que coadyuvasen a modificar la opinión del agente que llevó a cabo las pesquisas. Que la mujer con la que el ya citado difunto vivía desapareció, ignorándose aún su paradero. Que más tarde tuve ocasión de revisar yo mismo el caso…


– Me parece una locura que quieras… investigar el caso por tu cuenta -dijo Cortabanyes-. La policía hizo… cuanto pudo. ¿No lo crees así? Allá tú…, hijo, allá tú. Yo sólo… te lo digo por tu bien. Perderás… el tiempo. Y eso no es… lo peor: los jóvenes no tenéis por qué ser tacaños… con el tiempo. Lo peor es que te meterás en un… lío y no sacarás… nada en limpio. A la gente no le… agrada que alguien meta las narices en sus… asuntos, y hacen santamente bien. Cada cual… es muy dueño de vivir tranquilo…, a su aire. A nadie le agrada… que le husmeen entre… las piernas. Ya sé que no te… voy a convencer. Hace muchos años que no… logro convencer a nadie… Piensa que no hablo en nombre de… la sabiduría, sino del cariño… que te profeso…, hijo.

Hablaba con frases cortas y atropelladas, como si temiese agotar el aliento y ahogarse a mitad de camino.

– Yo también fui joven y cabezota…, no me gustaba el mundo, igual que a ti…, pero no hacía nada por cambiarlo, no…, ni por amoldarme a él, como tú…, como todos. Empecé como pasante de… un abogado viejo, que me…, que me proporcionó poco trabajo, muy poco dinero y… ninguna experiencia. Luego… conocí a Lluisa, la que…, la que sería mi mujer, y nos…, y nos… casamos. La pobre Lluisa me… admiraba y me in…, infundió, por amor, una confianza…, una confianza que la previsora Providencia me había… negado con razón. Por ella me establecí por mi cuenta; fue una emocionante… aven…, aventura… La única aventura… Los muebles los compramos de segunda mano… y colgamos una placa…, una placa… en el portal… No vino nadie… no vino nadie y Lluisa decía… que no me impacientase, que llegaría de pronto un…, un cliente y luego, los demás en…, en cadena, pero llegó… el primero y perdí…, perdí el caso, y no me pagó… y no vinieron…, los demás no vinieron… Así sucedió con todos… Siempre parecían el… primero, no…, arrastraban tras de sí… un aluvión tras de sí. No tuvimos hijos y Lluisa se me murió.


– Cortabanyes es un gran hombre -dijo Lepprince en cierta ocasión-, pero tiene un grave defecto: siente ternura por si mismo y esa ternura engendra en él un heroico pudor que le hace burlarse de todo, empezando por sí mismo. Su sentido del humor es descarnado: ahuyenta en lugar de atraer. Nunca inspirará confianza y raramente cariño. En la vida se puede ser cualquier cosa, menos un llorón.

– ¿Cómo conoce usted tan bien a Cortabanyes? -le pregunté.

– No le conozco a él, sino a su careta. La naturaleza crea infinitos tipos humanos, pero el hombre, desde su origen, sólo ha inventado media docena de caretas.


De los tilos de la Rambla de Cataluña colgaban luminarias de colores formando lazos, coronas, estrellas y otros motivos navideños. La gente se recogía con discreción para celebrar la Nochebuena en la intimidad. Circulaban pocos coches, que iban de retiro. Si Cortabanyes no me hubiera dado la dirección de Lepprince, si algo se hubiera interpuesto en mis propósitos, habría desistido. No pensé que, dada la fecha, Lepprince cenaría en compañía o habría salido, invitado. En el zaguán me detuvo un portero uniformado, de anchas patillas blancas. Le dije adónde iba y me preguntó el motivo.

– Amigo de Lepprince -respondí.

Abrió las puertas del ascensor y tiró del cable de arranque. Mientras ascendía dando tumbos le vi soplar un tubo metálico y hablar con alguien. Debió de anunciar mi visita, porque un criado me aguardaba frente a la verja del ascensor cuando éste se detuvo en el piso cuarto. Me hizo pasar a un vestíbulo sobrio. En la casa se notaba un calor difuso y equilibrado y el aire estaba impregnado del perfume de Lepprince. El criado me rogó que tuviese la bondad de esperar unos instantes. Solo en el cálido y austero vestíbulo, mi voluntad flaqueaba. Se oyeron pasos y apareció Lepprince. Llevaba un elegante traje oscuro, pero no iba vestido de etiqueta. Tal vez no pensaba salir. Me saludó con afabilidad, sin sorpresa, y me preguntó el motivo de mi presencia inesperada.

– Debo disculparme por lo intempestivo de la hora y lo inadecuado de la fecha -le dije.

– Todo lo contrario -replicó-. Siempre me alegra recibir visitas de amigos. No te quedes ahí: pasa, ¿o llevas prisa? Tomarás, al menos, una copa conmigo, espero.

Me condujo a través de un pasillo a un saloncito en uno de cuyos rincones ardían unos troncos en un hogar. De la chimenea colgaba un cuadro. Lepprince me advirtió que se trataba de una genuina reproducción de un Monet. Representaba un puentecito de madera cubierto de hiedra sobre un riachuelo cuajado de nenúfares. El puente unía dos lados de un bosque frondoso, el riachuelo circulaba bajo un túnel de verdor. Lepprince señaló un carretón de metal y cristal en el que había varias botellas y vasos. Acepté una copa de coñac y un cigarrillo. Fumando y bebiendo y extasiado frente a las brasas del hogar me sentí adormecido y cansado.

– Lepprince -me oí decir-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?


JUEZ DAVIDSON. Tengo ante mí las declaraciones prestadas por usted a la policía con motivo de la muerte de Domingo Pajarito de Soto. ¿Las reconoce?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿No se ha suprimido ni añadido nada?

M. Creo que no.

J. D. ¿Sólo lo cree?

M. No. Estoy seguro.

J. D. Quiero leerle un párrafo. Dice así: «Preguntado el declarante si sospechaba que la muerte del citado Pajarito de Soto podía deberse a un atentado criminal, respondió que no abrigaba sospecha alguna…» ¿Es correcto este párrafo?

M. Sí.

J. D. No obstante, inició usted pesquisas por su cuenta para esclarecer la muerte de su amigo.

M. Sí.

J. D. ¿Mintió usted a la policía cuando afirmó «que no abrigaba sospecha alguna»?

M. No mentí.

J. D. Explíquese.

M. No poseía ningún indicio que me permitiese afirmar que la muerte de Pajarito de Soto fue voluntariamente causada. Por eso declaré a la policía lo que ahí está escrito.

J. D. Sin embargo, investigó usted, ¿por qué?

M. Quería conocer las circunstancias que rodearon esa muerte.

J. D. Insisto, ¿por qué?

M. Una cosa es la sospecha y otra es la duda.

J. D. ¿Dudaba usted de que la muerte de Pajarito de Soto fuese accidental?

M. Sí.


– Me dijeron que… había que aparentar importancia… Yo me resistía, yo…, que sólo en la vida había, que fracasado, y defraudado… a la pobre Lluisa… Pero lo hice… Aparenté sin… resultado; fue una… cómica representación, una grotesca… Obligué a los clientes a… esperar horas en… la antesala, como si es… estuviese muy ocupado… Se iban sin esperar ni unos… minutos… No sé…, no sé por qué no caían… en el señuelo de la importancia. Otros… lo practicaban con éxito… Probé otros trucos con… idéntico resultado…, ya sin objeto… desde que la pobre Lluisa… se me fue. Lo hacía para… demostrar que su confianza…, que su confianza estaba justificada y que…, de haber vivido, yo le… habría dado cuanto… ella merecía. Pero la vida…, la vida es un tiovivo, que da vueltas… y vueltas hasta marear y luego…, y luego… te apea en el mismo sitio en que… has subido… Yo no en todos estos años…


Aún dio varias chupadas al puro antes de hablar, y cuando lo hizo adoptó un tono reiterativo y didáctico. Gesticulaba poco, subrayando con el dedo índice alguna frase o algún dato importante o el final de un párrafo particularmente trágico. Pero denotaba un profundo conocimiento de la materia y una retentiva más que regular para fechas, nombres y estadísticas, el comisario Vázquez.

– En la segunda mitad del siglo pasado -dijo-, las ideas anarquistas que pululaban por Europa penetraron en España. Y prendieron como el fuego en la hojarasca; ya veremos por qué. Dos focos principales de contaminación son de mencionar: el campo andaluz y Barcelona. En el campo andaluz, las ideas fueron transmitidas de forma primitiva: pseudo-santones, más locos que cuerdos, recorrían la región, de cortijo en pueblo y de pueblo en cortijo, predicando las nefastas ideas. Los ignorantes campesinos les albergaban y les daban comida y vestido. Muchos quedaron embobados por la cháchara de aquellos mercachifles de falsa santidad. Era eso: una nueva religión. O, por mejor decir, y ya que somos gente instruida, una nueva superstición. En Barcelona, por el contrario, la prédica tomó un cariz político y abiertamente subversivo desde los inicios.

– Todo eso lo sabemos ya, comisario -interrumpió Lepprince.

– Es posible -dijo el comisario Vázquez-, pero para mi explicación conviene que partamos de una base común y clara de conocimiento.

Tosió, posó el cigarro en el borde del cenicero y se concentró de nuevo entornando los ojos.

– Ahora bien -prosiguió-, se impone establecer una distinción fundamental. A saber, que en Cataluña se da una clara mezcla que no debe inducirnos a error. Por una parte, tenemos al anarquista teórico, al fanático incluso, que obra por móviles subversivos de motivación evidente y que podríamos llamar autóctono. -Nos miró a través de los párpados entrecerrados, como preguntándonos y preguntándose si habíamos asimilado su contribución terminológica-. Son los famosos Paulino Pallás, Santiago Salvador, Ramón Sempau, Francisco Ferrer Guardia, entre otros, y actualmente, Ángel Pestaña, Salvador Seguí, Andrés Nin…, hasta el número que quieran imaginar.

»Luego están los otros, la masa…, ¿comprenden lo que quiero decir? La masa. La componen mayormente los inmigrantes de otras regiones, recién llegados. Ya saben cómo viene ahora esa gente: un buen día tiran sus aperos de labranza, se cuelgan del tope de un tren y se plantan en Barcelona. Vienen sin dinero, sin trabajo apalabrado, y no conocen a nadie. Son presa fácil de cualquier embaucador. A los pocos días se mueren de hambre, se sienten desilusionados. Creían que al llegar se les resolverían todos los problemas por arte de magia, y cuando comprenden que la realidad no es como ellos la soñaron inculpan a todo y a todos, menos a sí mismos. Ven a las personas que han logrado abrirse camino por su esfuerzo, y les parece aquello una injusticia dirigida expresamente contra ellos. Por unos reales, por un pedazo de pan o por nada serían capaces de cualquier cosa. Los que tienen mujer e hijos, o una cierta edad, son más acomodaticios, recapacitan y toman las cosas con calma, pero los jóvenes, ¿me comprenden?, suelen adoptar actitudes violentas y antisociales. Se agrupan con otros de idéntica calaña y circunstancias, celebran reuniones en tugurios o a la intemperie, se discursean y exaltan entre sí. La delincuencia los aprovecha para sus fines: les engañan, les aturden y siembran falsas esperanzas en sus corazones. Un buen día cometen un crimen. No tienen relación alguna con la víctima; en muchos casos, ni la conocen siquiera. Obedecen consignas de quienes obran en la sombra. Luego, si caen en nuestras manos, nadie los reclama, no se sabe de dónde proceden, no trabajan en ningún sitio y, si pueden hablar, no saben lo que han hecho, ni a quién, ni por qué, ni el nombre del que los instigó. Comprenderá, señor Lepprince, que así planteadas las cosas…


Recuerdo aquella tarde. Pajarito de Soto había venido a buscarme a la salida del despacho. La Doloretas y Serramadriles nos saludaron de lejos y se dirigieron juntos a tomar el tranvía. Pajarito de Soto tiritaba con las manos en los bolsillos, su gorra de cuadritos y su bufanda gris, de flecos ralos. No llevaba gabán, porque no tenía. No hacía ni dos horas que yo habla dejado a Teresa en su casa. La vida era un loco tiovivo, como solía decir Cortabanyes. Caminamos charlando por la Gran Vía y nos sentamos en los jardines de la reina Victoria Eugenia. Pajarito de Soto me habló de los anarquistas, yo le respondí que nada sabía.

– ¿Estás interesado en el tema?

– Sí, por supuesto -dije más por agradarle que por ser sincero.

– Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante.

– Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado.

– No temas, ven.

Nos levantamos y anduvimos por la Gran Vía y por la calle de Aribau arriba. Pajarito de Soto me hizo entrar en una librería. Estaba vacía salvo por una dependienta jovencita tras el mostrador, que leía un libro. Pasamos por su lado sin saludar y nos introdujimos por un espacio libre entre dos estanterías. La trastienda contenía más anaqueles llenos de libros viejos, desencuadernados y amarillentos. Había en el centro un semicírculo de sillas en torno a una butaca. Ocupaba la butaca un anciano de larga barba cana, vestido con un traje negro muy usado, cubierto de lamparones y brillante por los codos y las rodillas, que disertaba. En las sillas del semicírculo se sentaban hombres de todas las edades, de condición humilde, a juzgar por su aspecto, y una mujer madura, de cabello rojizo y tez pálida llena de pecas. Pajarito de Soto y yo nos situamos tras las sillas y escuchamos de pie las explicaciones del anciano.

– Yo no creí -decía-, y he de confesaron en esto mi error, que el tema de la charla que desarrollé anteayer fuese a levantar tanta polémica y tanta contradicción aquí y fuera de aquí. Era un tema que yo quería desarrollar, pero casi en familia, como algo tímido, como algo interno, no de los componentes del Partido, sino de todos los que han seguido de cerca, con más o menos interés, nuestra posición y que podían, en algún momento, compartir las inquietudes y las orientaciones del Partido. Tal vez me digáis, o alguien diga, en otro lugar, que las muestras de interés suscitadas por el tema de mi charla, que no por mi charla en sí, harto deficiente, prueban de modo irrefutable mi error. Yo no lo veo así, aunque me declaro presto a reconocer mis equivocaciones, que sin duda serán innumerables, y si hablo en ese tono que alguien pudiera tachar de pretencioso, es tan sólo en el convencimiento de que sacar a la luz los temas axiales del anarquismo resulta con mucho más beneficioso que los errores que pudiera cometer en el transcurso de mis aseveraciones osadas, no lo niego, pero cargadas de recta intención.


Lepprince, con una copa en la mano, callaba y miraba, con la espalda contra el quicio de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón principal. Los invitados habían desorbitado las dimensiones de este último y se oían voces y risas en el vestíbulo. Unos criados hicieron correr los paneles de madera que comunicaban ambas piezas formando con ello una sola de gran tamaño. El vestíbulo fue iluminado.

– Por lo menos debe de haber aquí doscientas personas, ¿no te parece? -dijo Lepprince.

– Sí, por lo menos eso.

– Existe un arte -prosiguió-, aunque tal vez sea una ciencia, que se llama “la selección perceptiva”. ¿Sabes a lo que me refiero?

– No.

– Ver entre muchas cosas aquellas que te interesan, ¿entiendes?

– ¿Voluntariamente?

– Consciente e instintivo a partes iguales. Yo le llamaría un sentido perceptivo ambiguo. Por ejemplo, echa una ojeada rápida y dime a quién has visto: el primero que se te ocurra.

– A Claudedeu.

– Ya ves: en igualdad de condiciones, ése ha sido el primero. ¿Y por qué? Por su estatura, lo cual indica la participación del sentido visual. Pero ¿sólo por eso? No, hay algo más. Tú vas tras él desde hace tiempo, ¿no es así?

– Algo hay de cierto -respondí.

– No habrás creído la leyenda.

– ¿Del «Hombre de la Mano de Hierro»?

– El apodo forma parte de la leyenda.

– Quizá los hechos también formen parte, y en ese caso…

– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.


JUEZ DAVIDSON. En la sesión de ayer usted reconoció haber practicado averiguaciones por su cuenta. ¿Lo ratifica?

MIRANDA. Sí.

J. D. Diga en qué consistieron esas averiguaciones.

M. Fui a ver a Lepprince…

J. D. ¿A su casa?.

M. Sí.

J. D. ¿Dónde vivía Lepprince?

M. En la Rambla Cataluña, número 2, piso 4. °

J. D. ¿Qué día fue usted a verle, aproximadamente?

M. El 24 de diciembre de 1917.

J. D. ¿Cómo recuerda la fecha con tanta exactitud?

M. Era la víspera de Navidad.

J. D. ¿Le recibió Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Qué hizo luego?

M. Le pregunté quién había matado a Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se lo dijo?

M. No.

J. D. ¿Averiguó usted algo?

M. Nada en concreto.

J. D. ¿Le reveló Lepprince algún hecho que usted desconocía y que juzga de interés para el procedimiento?

M. No…, es decir, sí.

J. D. ¿En qué quedamos?

M. Hubo un hecho marginal.

J. D. ¿Qué fue?

M. Yo no sabia que Lepprince había sido amante de María Coral.


– Era suave, frágil y sensual como un gato; y también caprichosa, egoísta y desconcertante. No sé cómo lo hice, qué me impulsó a cometer aquella locura. Me sentí subyugado desde que la vi, en aquel cabaret, ¿recuerdas? Me sorbió la voluntad. La miraba moverse, sentarse y andar y no era dueño de mí. Me acariciaba y hubiese dado cuanto poseo de habérmelo pedido. Ella lo sabia y abusaba; tardó en dárseme, ¿comprendes lo que quiero decir? Y cuando lo hizo, fue peor. Ya te lo dije, parecía un gato jugando con el ratón. Jamás se entregó por completo. Siempre parecía estar a punto de interrumpir… cualquier cosa y desaparecer de una vez por todas.

– Y eso hizo, ¿no?

– No. Fui yo quien le ordenó que se marchase. La eché. Me daba miedo…, no sé si me expreso. Un hombre como yo, de mi posición…

– ¿Vivía en esta casa?

– Prácticamente. Hice que abandonase a los dos perdonavidas con los que actuaba y la instalé en un hotelito. Pero ella quería venir aquí. Ignoro cómo averiguó mi dirección; aparecía en los momentos más inesperados: cuando yo estaba ocupado con una visita, cuando tenía invitados de compromiso. Un escándalo, ya te puedes figurar. Se pasaba el día entero… No, ¿qué digo?, ¡días enteros!, ahí, en ese sillón, donde tú estás ahora. Fumaba, dormía, leía revistas ilustradas y comía sin cesar. Luego, de pronto, aunque yo la necesitase, se iba pretextando que necesitaba ejercicio. No volvía en dos o tres, cuatro días. Yo temía y deseaba que no regresara, las dos cosas al mismo tiempo. Sufrí mucho. Hasta que un día, la semana pasada, hice acopio de valor y la puse donde la encontré: en la calle.

– ¿Lamenta usted su decisión?

– No, pero vivo triste y solo desde que se fue. Por eso me has encontrado en casa; porque no quise aceptar ninguna invitación ni ver a nadie conocido esta noche.

– En tal caso, será mejor que me vaya.

– No, por Dios, lo tuyo es distinto. Me alegra que hayas venido. En cierto modo, perteneces a su mundo para mí. Tu imagen y la suya están unidas en mi recuerdo. Tú la trataste, hiciste de intermediario. Una noche llevaste dos sobres en lugar de uno, ¿recuerdas? En el otro había una carta en la que le decía que necesitaba verla, que acudiese a cierto lugar a una hora determinada.

– Sí, ya me fijé en que había una duplicidad ilógica. Y que le causó un raro efecto la otra carta.

Lepprince guardó silencio con la vista fija en el humo del cigarrillo que subía denso en el aire tibio del saloncito.

– Quédate a cenar, ¿quieres? Me hace falta un amigo -dijo casi en un susurro.


JUEZ DAVIDSON. ¿No es raro que un hombre que investiga la muerte de su amigo acepte la invitación del presunto asesino?

MIRANDA. No resulta fácil explicar las cosas que suceden en la vida.

J. D. Le ruego que haga un esfuerzo.

M. Pajarito de Soto me inspiraba sentimientos de afecto y Lepprince…, no sé cómo decirlo…

J. D. ¿Admiración?

M. No sé…, no sé.

J. D. ¿Envidia, quizá?

M. Yo lo llamaría… fascinación.

J. D. ¿Le fascinaba la riqueza de Lepprince?

M. No sólo eso.

J. D. ¿Su posición social?

M. Sí, también…

J. D. ¿Su elegancia? ¿Sus maneras educadas?

M. Su personalidad en general. Su cultura, su gusto, su lenguaje, su conversación.

J. D. Sin embargo, lo ha pintado usted en anteriores sesiones como un hombre frívolo, ambicioso, insensible a cuanto no fuera la marcha de su negocio, y egocéntrico en alto grado.

M. Eso creí al principio.

J. D. ¿Cuándo rectificó su juicio?

M. Esa noche, a lo largo de la conversación.

J. D. ¿Qué temas trataron?

M. Temas varios.

J. D. Trate de recordar. Especifíquelos.


¿Habrá quien quiera escucharme con otros oídos que no sean los de la fría razón? Ya sé, ya sé. Por dignidad debí despreciar los halagos de quienes provocaron directa o indirectamente la muerte de Pajarito de Soto. Pero yo no podía pagar el precio de la dignidad. Cuando se vive en una ciudad desbordada y hostil; cuando no se tienen amigos ni medios para obtenerlos; cuando se es pobre y se vive atemorizado e inseguro, harto de hablar con la propia sombra; cuando se come y se cena en cinco minutos y en silencio, haciendo bolitas con la miga del pan y se abandona el restaurante apenas se ha ingerido el último bocado; cuando se desea que transcurra de una vez el domingo y vuelvan las jornadas de trabajo y las caras conocidas; cuando se sonríe a los cobradores y se les entretiene unos segundos con un improvisado comentario intrascendente y fútil; en estos casos, uno se vende por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación. Los catalanes tienen espíritu de clan, Barcelona es una comunidad cerrada, Lepprince y yo éramos extranjeros, en mayor o menor grado, y ambos jóvenes. Además, con él me sentía protegido: por su inteligencia, por su experiencia, por su dinero y su situación privilegiada. No hubo entre nosotros lo que pudiera llamarse camaradería… Yo tardé años en apear el tratamiento y cuando pasé a tutearle, lo hice por orden suya y porque los acontecimientos así lo requerían, como se verá. Tampoco nuestras charlas derivaron en apasionadas polémicas, como había sucedido con Pajarito de Soto a poco de conocernos: esas acaloradas discusiones que ahora, en el recuerdo, acrecientan su importancia y se convierten en el símbolo nostálgico de mi vida en Barcelona. Con Lepprince la conversación era pausada e intimista, un intercambio sedante y no una pugna constructiva. Lepprince escuchaba y entendía y yo apreciaba esa cualidad por encima de todo. No es fácil dar con alguien que sepa escuchar y entender. El mismo Serramadriles, que habría podido ser mi compañero idóneo, era demasiado simple, demasiado vacío: un buen compañero de farras, pero un pésimo conversador. En cierta ocasión, comentando el problema obrero, le oí decir:

– Los obreros sólo saben hacer huelgas y poner petardos, ¡y todavía pretenden que se les dé la razón!

A partir de aquel momento ya no volví a manifestar mis opiniones en su presencia. En cambio Lepprince, a pesar de ocupar una posición menos incomprometida que la de Serramadriles, era más reflexivo en sus juicios. Una vez, divagando sobre el mismo tema, me dijo:

– La huelga es un atentado contra el trabajo, función primordial del hombre sobre la tierra; y un perjuicio a la sociedad. Sin embargo, muchos la consideran un medio de lucha por el progreso.

Y añadió:

– ¿Qué extraños elementos interfieren en la relación del hombre con las cosas?

Por supuesto, no simpatizaba con los movimientos proletarios, ni con ninguna de las teorías obreristas subversivas, pero tenía, respecto a la actitud revolucionaria, una visión más amplia y comprensiva que los de su clase.

En este mundo moderno que nos ha tocado vivir, donde los actos humanos se han vuelto multitudinarios, como el trabajo, el arte, la vivienda e incluso la guerra, y donde cada individuo es una pieza de un gigantesco mecanismo cuyo sentido y funcionamiento desconocemos, ¿qué razón se puede buscar a las normas de comportamiento?

Era individualista ciento por ciento y admitía que los demás también lo fuesen y buscasen la obtención, por todos los medios a su alcance, del máximo provecho. No hacía concesiones a quien se interponía en su camino, pero no despreciaba al enemigo ni veía en él la materialización del mal, ni invocaba derechos sagrados o principios inamovibles para justificar sus acciones.

Respecto a Pajarito de Soto, reconoció haber tergiversado el memorándum. Lo afirmó con la mayor naturalidad.

– ¿Por qué le contrató, si pensaba engañarle luego? -pregunté.

– Es algo que sucede con frecuencia. Yo no tenía la intención de engañar a Pajarito de Soto a priori. Nadie paga un trabajo para falsificarlo e irritar a su autor. Pensé que tal vez nos seria útil. Luego vi que no lo era y lo cambié. Una vez pagado, el memorándum era mío y podía darle la utilidad que juzgase más conveniente, ¿no? Así ha sido siempre. Tu amigo se creía un artista y no era más que un asalariado. Con todo, te confesaré que siento cierta simpatía por estos personajes novelescos, no muy listos, pero llenos de impulsos. A veces los envidio: sacan más jugo a la vida.

Y respecto a la muerte de mi amigo:

– Yo no fui, por supuesto. Ni creo que la idea partiese de Savolta ni de Claudedeu. Savolta está viejo para estas cosas, no quiere complicaciones y casi no interviene en los asuntos… ejecutivos. Es un figurón. En cuanto a Claudedeu, a pesar de su leyenda, es un buen hombre, algo rudo en su modo de hacer y de pensar, pero no carece de sentido práctico. La muerte de Pajarito no nos reportaba ningún beneficio y nos está acarreando, en cambio, un sinfín de molestias. Eso, sin contar con el mal ambiente que nos ha granjeado entre los obreros. Por otra parte, de haber querido perjudicarle, nos habría bastado con querellarnos judicialmente por las injurias contenidas en sus artículos. Él no habría podido costearse un abogado y habría dado con sus huesos en la cárcel.

Un día que chismorreábamos, se me ocurrió preguntarle:

– ¿Cómo perdió Claudedeu la mano que le falta?

Lepprince se echó a reír.

– Estaba en el Liceo el día que Santiago Salvador arrojó las bombas. La metralla le arrancó la mano de cuajo como si hubiera sido un muñeco de barro. Comprenderás que no aprecie a los anarquistas. Pídele que te lo cuente. Lo hará encantado. Vamos, lo hará aunque no se lo pidas. Te dirá que su mujer no ha querido volver a pisar el Liceo desde aquella trágica noche y que eso le compensa la pérdida de la mano. Que habría dado el brazo entero por no soportar más óperas.

Sobre la situación política española tenía también ideas claras:

– Este país no tiene remedio, aunque me esté mal el decirlo en mi calidad de extranjero. Existen dos grandes partidos, en el sentido clásico del término, que son el conservador y el liberal, ambos monárquicos y que se turnan con amañada regularidad en el poder. Ninguno de ellos demuestra poseer un programa definido, sino más bien unas características generales vagas. Y aun esas cuatro vaguedades que forman su esqueleto ideológico varían al compás de los acontecimientos y por motivos de oportunidad. Yo diría que se limitan a aportar soluciones concretas a problemas planteados, problemas que, una vez en el gobierno, sofocan sin resolverlos. Al cabo de unos años o unos meses el viejo problema revienta los remiendos, provoca una crisis y el partido a la sazón relegado sustituye al que le sustituyó. Y por la misma causa. No sé de un solo gobierno que haya resuelto un problema serio: siempre caen, pero no les preocupa porque sus sucesores también caerán.

»En cuanto a los políticos, desaparecidos Cánovas del Castillo y Sagasta, nadie ha ocupado su puesto. De los conservadores, Maura es el único que posee inteligencia y carisma personal para disciplinar a su partido y arrastrar a la opinión pública tras él, al menos, sentimentalmente. Pero su orgullo le desborda y su tozudez le ciega. Con el tiempo crea disensiones internas y enfurece al pueblo. En cuanto a Dato, el hombre de recambio del partido, carece de la necesaria energía y le cuadra el apodo que le aplican los mauristas despechados: "el Hombre de la Vaselina".

»Los liberales no tienen a nadie. Canalejas se quemó en salvas que decepcionaron a todos hasta que un anarquista le voló los sesos ante el escaparate de una librería. Los liberales, en suma, se sostienen sobre la sola baza del anticlericalismo, recurso que surte un efecto popular, facilón, inútil y breve. Los conservadores, por el contrario, aparentan ser beatones y capilleros. Así ambos halagan los bajos instintos del pueblo: éstos, la blandura sensiblera católica; aquéllos, el libertinaje anarquizante.

»Dentro de los partidos, la disciplina es inexistente. Los miembros se pelean entre sí, se zancadillean y tratan de desprestigiarse los unos a los otros en una carrera disparatada por el poder que perjudica a todos y no beneficia a nadie.

»Estos dos partidos, sin base popular y sin el apoyo de la clase media moderada, están condenados al fracaso y conducirán al país a la ruina.

A Lepprince le conté mi vida solitaria, mis proyectos y mis ilusiones.


Hice señas a Pajarito de Soto y nos retiramos a un rincón de la librería.

– ¿Quién es? -pregunté por lo bajo.

– El mestre Roca, un maestro de escuela. Da clases de Geografía, Historia y Francés. Vive solo y dedica su existencia a la programación de la Idea. Cuando termina su jornada en la escuela viene a este local y habla del anarquismo y los anarquistas. A las nueve en punto se retira, prepara él mismo su cena y se acuesta.

– ¡Qué vida más triste! -dije sin poder evitar un estremecimiento.

– Es un apóstol. Hay muchos como él. Acerquémonos.

El mestre Roca fue uno de los pocos anarquistas a los que llegué a ver antes de la irrupción violenta del 19. El anarquismo era una cosa, y los anarquistas, otra muy distinta. Vivíamos inmersos en aquél, pero no teníamos contactos con éstos. Por aquel entonces, y así siguió siendo durante algunos años, tenía yo una visión bien pintoresca de los anarquistas: hombres barbados, cejijuntos y graves, ataviados con faja, blusón y gorra, hechos a la espera callada tras una barricada de muebles destartalados, tras los barrotes de una celda de Montjuic, en los rincones oscuros de las calles tortuosas, en los tugurios, en espera de que llegase su momento para bien o para mal y el ala cartilaginosa de un murciélago gigantesco y frío rozase la ciudad. Hombres que aguardaban agazapados, estallaban en furia y eran ejecutados al amanecer.


FICHA POLICIAL DE ANDRÉS NIN PÉREZ, REVOLUCIONARIO ESPAÑOL DE QUIEN SE SOSPECHA PUEDA TENER RELACIÓN DIRECTA O INDIRECTA CON EL CASO OBJETO DEL PRESENTE EXPEDIENTE


Documento de prueba anexo n. ° 31

(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


En la parte superior de la ficha, en los ángulos izquierdo y derecho respectivamente, figuran sendas fotografías del individuo fichado. Las dos fotografías son casi idénticas. En ambas el fichado aparece de frente. La foto de la izquierda lo muestra con la cabeza descubierta. La de la derecha, tocado con un sombrero de ala ancha. La corbata y la camisa son idénticas y la expresión y el sombreado tan iguales que hacen pensar que se trata de la misma fotografía, siendo el sombrero un hábil retoque de laboratorio. Un examen más detallado permite apreciar que en la segunda fotografía (la de la derecha) el fichado lleva gabán, difícil de distinguir de la chaqueta que lleva en la primera fotografía (la de la izquierda) porque tanto el color como las solapas (única parte visible de ambas prendas) son muy parecidos. Posiblemente se trate de dos fotografías hechas el mismo día en el mismo lugar (con seguridad un centro policial). En tal caso, habrían hecho ponerse al fichado sus prendas de abrigo (sombrero y gabán) para facilitar su identificación en la calle. El fichado es un hombre joven, flaco, de rostro alargado, mandíbula angulosa, mentón prominente, nariz aguileña, ojos oscuros entornados (probablemente miope), pelo negro y lacio. Lleva gafas ovaladas, sin aro, de varillas flexibles. (Datos suministrados por el Departamento de Análisis Fotográfico de la Oficina de Investigación Federal de Washington, D. C.)

La ficha adjunta dice:


Andrés NIN Pérez

propagandista peligroso

maestro de escuela

Nació en Tarragona en 1890


Perteneció a las Juventudes Socialistas de Barcelona, las que dejó (sic) para ingresar en el Sindicalismo, siendo con Antonio Amador Obón y otros, los organizadores del Sindicato Único de Profesiones Liberales.

Asistió como delegado al 2. ° Congreso Sindicalista celebrado en Madrid en diciembre de 1919.

Fue detenido el día 12 de enero de 1920 en el Centro Republicano Catalán de la calle del Peu de la Creu, en reunión clandestina de delegados del Comité Ejecutivo, para promover la huelga general revolucionaria, siendo conducido al castillo de Montjuic.

En libertad el día 29 de junio de 1920.

En marzo del 1921, al ser detenido Evelio Boal López, se hizo cargo de la secretaría general de la Confederación Nacional del Trabajo, pero, ante la persecución de que fue objeto por la policía de Barcelona, huyó a Berlín, en donde fue detenido por la policía alemana en octubre del mismo año.


– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.

Me había invitado a la fiesta de Fin de Año que se celebraba, como era costumbre, en la mansión de los señores de Savolta. Era ésta una casa-torre situada en Sarriá. Pasé a recoger a Lepprince por su domicilio. Estaba terminando de vestirse y al verle comprendí lo que quería decir Cortabanyes cuando me advirtió de que los ricos eran de otro mundo y de que nosotros jamás nos pareceríamos a ellos, ni les entenderíamos ni les podríamos imitar.

Lepprince me advirtió que asistirían a la fiesta todos los miembros del consejo de administración de la empresa Savolta.

– No se te ocurra perseguirles con el cuento de la muerte de Pajarito de Soto -me reconvino en broma.

Le prometí comportarme sabiamente. Fuimos hasta la casa en su coche. Lepprince me presentó a Savolta, a quien yo ya conocía por haberle visto la noche en que acudí a la fábrica en pos de Pajarito de Soto. Era un hombre de cierta edad, pero no viejo. Sin embargo, tenía una mirada macilenta, mal color y gestos y voz temblorosos. Supuse que alguna enfermedad le roía. Claudedeu, en cambio, rebosaba vitalidad; por todas partes se oía su vozarrón y por todas partes se veía su cuerpo de gigante de cuento infantil. Poseía el don de la carcajada contagiosa. Me fijé en su mano enguantada y en el ruido metálico que producía contra los objetos al chocar y me volvió la imagen del colérico Claudedeu apostrofando a Pajarito de Soto y golpeando la mesa de juntas. También reconocí a Parells, que la noche aciaga ocupaba un asiento cercano a Savolta. Me impresionó la expresión de inteligencia que abarcaba, no sólo los ojos, sino cada rasgo de su cara de vieja. Lepprince me había explicado que desempeñaba el cargo de asesor financiero y fiscal de la empresa. Su padre había sido fusilado por los carlistas en Lérida durante la última guerra y Pere Parells había heredado del difunto una honda devoción por el liberalismo. Se vanagloriaba de ser librepensador y ateo, pero acompañaba cada domingo a su mujer a misa porque «por el hecho de haber contraído matrimonio, ella había adquirido el derecho social de ser acompañada». Diré también que las mujeres de estos señores y de otros a las que fui presentado me parecieron todas cortadas por el mismo patrón y que confundí sus nombres y sus fisonomías apenas hube besado convencionalmente sus manos.

La fiesta se desarrolló en su primera mitad bajo el signo del pacífico cotilleo. Los hombres fumaban en la biblioteca; se hablaba en frases cortas, mordaces, y se reían los ocultos significados y las maliciosas alusiones. Las mujeres, en el salón, comentaban sucesos con aire grave y pesimista, escasamente reían y su conversación se componía de monólogos alternos a los que las oyentes asentían con gestos afirmativos y nuevos monólogos que corroboraban o repetían lo antedicho. Algunos hombres jóvenes compartían los corrillos femeninos. También adoptaban un aire circunspecto y se limitaban a manifestar conformidad o acuerdo sin intervenir.

En un rincón distinguí a una linda niña, la única joven de la reunión, que conversaba con Cortabanyes. Luego me la presentaron y supe que se trataba de la hija de Savolta, que vivía interna en un colegio y que había venido a Barcelona a pasar las Navidades con sus padres. Parecía muy asustada y me confesó sus ansias por regresar junto a las monjas a las que tanto quería. Me preguntó que qué era yo y Cortabanyes dijo:

– Un joven y valioso abogado.

– ¿Trabaja usted con él? -me preguntó María Rosa Savolta señalando a mi jefe.

– A sus órdenes, para ser exacto -repliqué.

– Tiene usted suerte. No hay hombre más bueno que el señor Cortabanyes, ¿verdad?

– Verdad -respondí con cierta sorna.

– Y ese señor que hablaba con usted, ¿quién era?

– ¿Lepprince? ¿No se lo han presentado? Venga, es socio de su padre de usted.

– ¿Ya es socio, tan joven? -dijo, y se ruborizó intensamente.

Presenté a Lepprince a María Rosa Savolta porque intuí su deseo de conocerlo. Cuando ambos intercambiaban formalidades me retiré, un tanto molesto por las evidentes preferencias de la hija del magnate, y un tanto harto de hacer el títere.


JUEZ DAVIDSON. Describa de modo somero la situación de la casa del señor Savolta.

MIRANDA. Estaba enclavada en el barrio residencial de Sarriá. En un montículo que domina Barcelona y el mar. Las casas eran del tipo llamado «torre», a saber: viviendas de dos o una planta rodeadas de jardín.

J. D. ¿Dónde se celebraba la fiesta?

M. En la planta baja.

J. D. ¿Todas las habitaciones de la planta baja comunicaban con el exterior?

M. Las que yo vi, sí.

J. D. ¿Con el jardín o con la calle?

M. Con el jardín. La casa estaba emplazada en el centro del jardín. Había que atravesar un trecho de jardín para llegar a la puerta.

J. D. ¿De la puerta se pasaba directamente al salón?

M. Sí y no. Se accedía a un vestíbulo en el que había una escalinata que conducía al piso superior. Descorriendo unos paneles de madera, el salón y el vestíbulo formaban una sola pieza.

J. D. ¿Estaban descorridos los paneles de madera?

M. Sí. Se descorrieron poco antes de medianoche para dar cabida al número creciente de invitados.

J. D. Describa ahora la situación de la biblioteca.

M. La biblioteca era una pieza separada. Tenía entrada por el salón, pero no por el vestíbulo.

J. D. ¿Qué distancia mediaba entre la biblioteca y la escalinata del vestíbulo?

M. Unos doce metros…, aproximadamente, cuarenta pies.

J. D.¿Dónde se hallaba usted cuando sonaron los disparos?

M. Junto a la puerta de la biblioteca. J. D. ¿Dentro o fuera de ésta?

M. Fuera, es decir, en el salón.

J. D. ¿Lepprince estaba con usted?

M. No.

J. D. ¿Pero podía verle desde su posición?

M. No. Estaba justo detrás de mí.

J. D. ¿Dentro de la biblioteca?

M. Sí.


Llevaban media hora de charla Lepprince y la hija del magnate. Yo me impacientaba porque quería que le dejase de una vez y poder volver a nuestra conversación, pero Lepprince no cesaba de dirigirle frases y de sonreír, como un autómata. Y ella escuchaba embelesada y sonreía. Me ponían nervioso los dos, mirándose y sonriendo como si posaran para un fotógrafo, sosteniendo cada uno una bolsita llena de uvas y su copa de champaña.


Que no asistí personalmente a la fiesta. Que tuve conocimiento de los hechos a los pocos momentos de haberse producido y que, media hora más tarde, me personé en la residencia del señor Savolta. Que, según me dijeron, nadie había abandonado la casa después de producirse los hechos, salvo la persona o personas que efectuaron los disparos. Que éstos fueron hechos desde el jardín, con arma larga. Que los disparos penetraron por la cristalera del salón, en el ángulo que forma ésta con la puerta de entrada a la biblioteca…


JUEZ DAVIDSON. ¿Está seguro de que los disparos procedían del jardín y no de la biblioteca?

MIRANDA. Sí.

J. D. Sin embargo, se hallaba usted equidistante de ambos puntos.

M. Sí.

J. D. De espaldas al lugar de procedencia de los disparos.

M. Sí.

J. D. ¿Quiere repetir la descripción de la vivienda?

M. Ya lo hice. Puede leerla en las notas taquigráficas.

J. D. Ya sé que puedo leer las notas taquigráficas. Lo que quiero es que usted repita la descripción para ver si incurre en contradicciones.

M. La casa estaba situada en el área residencial de Sarriá, rodeada de jardín. Había que cruzar un trecho…


A la medianoche Savolta se subió a la escalera del vestíbulo y reclamó silencio. Unos criados atenuaron las luces salvo aquellas que iluminaban directamente al magnate. Sin otro punto donde mirar los invitados concentraron su atención en Savolta.

– Queridos amigos -dijo éste-, tengo de nuevo el placer de veros a todos reunidos en esta vuestra casa. Dentro de unos minutos, el año 1917 dejará de existir y un nuevo año empezará su curso. El placer de reuniros en estos segundos memorables…

Entonces, o quizá después, empezaron a sonar los disparos. Cuando decía no sé qué del cambio de año y pasar el puente todos unidos.


Al principio fue sólo una explosión


Al principio fue sólo una explosión y un ruido de cristales rotos. Luego gritos y otra explosión. Oí silbar las balas sobre mi cabeza, pero no me moví, paralizado como estaba por la sorpresa. Varios invitados se habían agazapado, tirado por los suelos o refugiado detrás del que tenían más próximo. Todo fue muy rápido, no recuerdo cuántos disparos siguieron a los dos primeros, pero fueron muchos y muy seguidos. Creo que vi a Lepprince y a María Rosa Savolta boca abajo y pensé que los habían matado. Y a Claudedeu ordenando que apagasen las luces y que todo el mundo se pusiese a cubierto. Había quien chillaba «¡La luz! ¡La luz!», y otros gritaban como si hubiesen sido heridos. Los disparos cesaron en seguida.


No habían durado casi nada


No habían durado casi nada. En cambio, los gritos se prolongaron y la oscuridad, también. Al final, viendo que no había más disparos, un criado hizo funcionar los interruptores y volvió la claridad y nos dejó cegados. A mi alrededor había llantos y nervios desbocados y unos decían que había que llamar a la policía y otros decían que había que cerrar las puertas y las ventanas y nadie se movía. La mayor parte de los invitados seguía tendida, pero no parecían heridos, porque miraban a todas partes con los ojos muy abiertos. Entonces sonó un grito desgarrador a mi espalda y era María Rosa Savolta que llamaba a su padre así: «¡Papá!», y todos vimos al magnate muerto. Las barandillas de la escalera habían saltado en pedazos, la alfombra se había convertido en polvo y los escalones de mármol, acribillados, daban la impresión de ser de arena.


El mestre Roca carraspeó y dijo con voz trémula y pausada:

– Y así vine a parar, como quizá recordéis, en lo que llamé, tal vez con imprevisión de las consecuencias, «la muerte y legado del Anarquismo», frase que provocó al parecer escándalo en muchos seguidores de la Idea y reproches a mi persona, que no me han dolido, pues contenían más devoción a la Idea que rencor contra sus aparentes detractores. No obstante, el interés y la polémica nada tienen que ver con la «muerte» o la «vida» del tema debatido. En la Italia del siglo XV se desataron apasionados intereses y fructíferas polémicas en torno a la cultura clásica de Grecia y Roma, mas, decidme, ¿resucitaron con ello aquellas culturas? Se objetará probablemente que las culturas estaban vivas, puesto que promovieron un interés «vivo», y que sólo estaban muertas sus fuentes. Pero, en realidad, lo que sucede es que se nos hace difícil entender, a nosotros, los mortales, el verdadero sentido de la palabra «muerte» y más aún su realidad, el hecho esencial que la constituye.

»Permitidme, pues, que humildemente me ratifique; sin altanería, pero con firmeza: el anarquismo ha muerto como muere la semilla. Falta saber, no obstante, si ha muerto agostado en la tierra estéril o si, como en la parábola evangélica, se ha transformado en flor, en fruto y en árbol; en nuevas semillas. Y afirmo, y ruego que me perdonéis por ser tan categórico, pero lo juzgo necesario para no caer en una cortés y huera charla de salón, afirmo, digo, que toda idea política, social y filosófica, muere tan pronto como surge a la luz y se transfigura, como la crisálida, en acción. Ésa es la misión de la idea: desencadenar los acontecimientos, transmutarse, y de ahí su grandeza, del campo etéreo del pensamiento incorporal al campo material; mover montañas, según frase de la Biblia, ese bello libro tan mal utilizado. Y por eso, porque la idea deviene un hecho y los hechos cambian el curso de la Historia, las ideas deben morir y renacer, no permanecer petrificadas, fósiles, conservadas como piezas de museo, como adornos bellos, si queréis, pero aptos sólo para el lucimiento del erudito y del crítico sutil e imaginativo.

»Ésa es la verdad, lo digo sin jactancia, y la verdad escandaliza; es como la luz, que hiere los ojos del que vive habituado a la oscuridad. Y ése es mi mensaje, amigos míos. Que salgáis de aquí meditando, no la idea, sino la acción. La acción infinita, sin límites, sin rémora ni meta. Las ideas son el pasado, la acción es el futuro, lo nuevo, lo por venir, la esperanza, la felicidad.

IV

Los recuerdos de aquella época, por acción del tiempo, se han uniformado y convertido en detalles de un solo cuadro. Desaparecida la impresión que me produjeron en su momento, limadas sus asperezas por la lija de nuevos sufrimientos, las imágenes se mezclan, felices o luctuosas, en un plano único y sin relieve. Como una danza lánguida vista en el fondo del espejo de un salón ochocentista y provinciano, los recuerdos adquieren un aura de santidad que los transfigura y difumina.

La casa estaba cerrada y ante la puerta un criado impedía el paso a los visitantes. Aguardábamos a la intemperie, apiñados en la parte delantera del jardín. De vez en cuando distinguíamos siluetas cruzando una ventana. Tras la tapia, en la calle, una muchedumbre se había reunido para rendir el postrer homenaje al magnate. Un frío seco y un aire luminoso y sereno hacían llegar con limpieza el lejano tañido de las campanas. Se oía piafar a los caballos y golpes de cascos en la calzada. Se abrió la puerta de la casa. El criado se retiró y dio paso a un canónigo revestido de ornamentos funerarios. Salieron dos monaguillos y corrieron a formar en hilera. El primero llevaba un largo palo rematado por un crucifijo metálico. El segundo balanceaba un incensario que desprendía volutas perfumadas. El canónigo tenía los ojos clavados en el misal y entonaba un cántico sacro, coreado desde dentro de la casa por voces hondas. Iniciaron la procesión; tras el canónigo marchaban cuatro curas en doble columna. Luego aparecieron los maceros del ayuntamiento con sus vestiduras medievales, sus pelucas y sus clavas doradas, en forma de devanadera. Por último, el féretro en que reposaba Savolta, con festones y brocados. Lo portaban Lepprince, Claudedeu, Parells y otros tres hombres cuyos nombres no sabía. En el balconcito del primer piso vimos a la señora de Savolta, a otras señoras y a María Rosa Savolta enlutadas, con pañuelitos en la mano que viajaban súbitamente a los ojos para restañar una lágrima por el magnate.

Detrás del féretro marchaba un desconocido que vestía un largo abrigo negro y se tocaba con bombín del mismo color bajo el cual caían rubios mechones, casi albinos. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y giraba la cabeza de un lado a otro, clavando en todos los asistentes sus ojos azules que destacaban en un rostro blanco como la cera.


El comisario Vázquez entró en su despacho. Su secretario arrojó sobre la mesa unos papeles para ocultar el periódico que leía.

– ¿Quién le ha mandado hacer un paquete? -gruñó el comisario Vázquez-. Lea su periódico y déjese de tonterías.

– Ha llamado por teléfono don Severiano. Le dije que se había usted ausentado por mor de unas diligencias y respondió que llamaría de nuevo.

– ¿Llamaba desde Barcelona?

– No, señor. Una chica, o señorita, que no dijo su nombre, dio aviso de conferencia desde una localidad que no me fue posible retener. Se oía muy mal.

El comisario Vázquez colgó su abrigo de un perchero mugriento y se sentó en su pegajosa silla giratoria.

– Déme un cigarrillo. ¿Alguna otra novedad?

– Un individuo desea verle. Me parece que no se trata de un habitual.

– ¿Qué quiere? ¿Quién es?

– Hablar con usted. No suelta prenda. Es Nemesio Cabra Gómez.

– Bueno. Le haremos esperar un rato, para que tenga ocasión de sintetizar su discurso. ¿Me da o no me da ese pitillo?

El secretario abandonó su mesa.

– Quédese con el paquete. Llevo uno entero en el bolsillo del gabán y, además, no me conviene fumar demasiado, por la bronquitis.


La muchedumbre que colmaba las aceras y la calzada y que se había encaramado a los árboles y a las farolas y a las verjas de las casas vecinas emitió un mugido sordo cuando apareció el féretro. Entre las cabezas descubiertas de la gente sobresalían aquí y allá los caballos de la policía que mantenía el orden con los sables en la mano. Componían la multitud representantes de todas las clases sociales: hombres de alcurnia, vestidos de negro con flamantes chisteras; militares con uniforme de gala; buenas gentes atraídas por el espectáculo ciudadano, y obreros que acudían a dar el último adiós a su patrono. Avanzó la carroza charolada tirada por seis corceles engalanados con plumas, jaeces y gualdrapas de metal oscuro y conducida por cocheros de levita y chambergo también emplumado y lacayos de calzón corto, colgados de los estribos. Cargaron el féretro en la carroza y la banda municipal tocó la Marcha fúnebre de Chopin mientras el carruaje iniciaba un paso lento y la multitud se santiguaba y se estremecía. Ocupaban la presidencia del cortejo las autoridades y les seguían los socios, amigos y allegados del magnate. También se unió a la presidencia el extraño individuo del largo gabán y el bombín negro y otro personaje vestido de gris que dirigió unas palabras quedamente a los más próximos, asintió a las respuestas con la cabeza y se alejó. Era el comisario Vázquez, encargado del caso.


– ¿Qué pinta tiene ese Nemesio Cabra Gómez? -preguntó el comisario Vázquez.

El secretario hizo un mohín.

– Bajito, moreno, delgado, sucio, sin afeitar…

– Obrero en paro, supongo -dijo el comisario.

– Eso parece, sí, señor.

Después de hojear los periódicos y ver que no aludían al suceso de la noche anterior, el comisario Vázquez ordenó que hicieran pasar al confidente.

– ¿De qué quieres hablarme?

– Vengo a contarle cosas de su interés, señor comisario.

– No pago a los soplones -advirtió el comisario Vázquez-. Me molestan y no reportan nada práctico.

– Colaborar con la policía no es malo.

– Ni rentable -añadió el comisario.

– Llevo nueve meses parado.

– ¿Y quién te da de comer? -preguntó el comisario.

Nemesio Cabra Gómez sonrió. Ceceaba ligeramente. Se encogió de hombros. El comisario Vázquez se volvió a su secretario.

– ¿Podemos ofrecer un trozo de pan y un café con leche a un parado?

– Ya no queda café.

– Que vuelvan a colar los posos -dijo Vázquez.

El secretario salió sin abandonar la postura sedente.

– ¿Qué me vas a decir? -dijo el comisario.

– Sé quién lo mató -dijo Nemesio Cabra Gómez.

– ¿A Savolta?

Nemesio Cabra Gómez abrió su boca desdentada.

– ¿Mataron a Savolta?

– Lo traerán los periódicos de la tarde.

– No lo sabía…, no lo sabía. ¡Qué gran desgracia!


Bajo el sol de enero avanzaba la letanía mortuoria de los curas y la carroza y la muchedumbre tras ella. Un estremecimiento general nos sacudía, pues todos teníamos el convencimiento de que uno de los asistentes era el asesino. La iglesia se colmó y también la calle hasta donde abarcaba la vista. Los primeros bancos los ocupaban las mujeres, que ya estaban allí cuando nosotros llegamos. Plañían y rezaban y oscilaban al borde del colapso. Luego se agolpaba en las naves una multitud silente y respetuosa. En la calle, por el contrario, reinaba un gran alboroto. La reunión de todos los financieros barceloneses producía discusiones, altercados, regateos, acercamientos oportunistas, tanteos y sugerencias. Los secretarios no cesaban de anotar y de llevar recados de un lado para otro, abriéndose paso a codazos, febriles por concluir antes que nadie la transacción. Al salir del templo me topé con Lepprince.

– ¿Qué se dice por ahí? -me preguntó.

– ¿Por ahí? ¿Dónde?

– Pues, por ahí…, en los periódicos, en la calle. ¿Qué dice Cortabanyes? Yo no he abandonado la casa en estos dos días, prácticamente. Justo el tiempo de cambiarme de ropa, tomar un baño y comer algo.

– Todo el mundo comenta la muerte del señor Savolta, como es natural, pero no se ha esclarecido nada, si es a eso a lo que se refiere.

– Claro que me refiero a eso. ¿En qué sentido se dirigen las sospechas?

– El atentado vino de fuera. Se descarta que haya podido ser uno de los asistentes.

– Yo no descartaría nada, si fuera policía, pero estoy de acuerdo en que no fue cuestión personal.

– Tiene una idea formada, ¿no?

– Naturalmente que sí. Como tú y como todos.

Claudedeu se unió a nosotros. Lloraba como un niño.

– No lo puedo creer…, tantos años juntos y ahora, miren ustedes… No lo puedo creer.

Cuando se hubo ido, Lepprince me dijo:

– No puedo entretenerme. Ven mañana por mi casa. Después de las ocho, ¿de acuerdo?

– No faltaré -dije.


JUEZ DAVIDSON. Ahora desearía tocar un punto que me parece de peculiar relevancia. Y es el siguiente: ¿conocía usted los entresijos de la empresa Savolta?

MIRANDA. De oídas.

J. D. ¿Quién era el accionista mayoritario?

M. Savolta, por supuesto.

J. D. Al decir «por supuesto», ¿quiere decir que Savolta era propietario de todas las acciones de la sociedad?

M. De casi todas.

J. D. ¿En qué proporción?

M. Un 70 % de las acciones le pertenecían. J. D. ¿Quién poseía el otro 30 %?

M. Parells, Claudedeu y otros vinculados a la empresa poseían hasta un 20 %. El resto estaba en manos del público.

J. D. ¿Siempre había existido este status social?

M. No.

J. D. Explique la historia con brevedad.


– La sociedad Savolta -dijo Cortabanyes- la fundó un holandés llamado Hugo Van der Vich en 1860 0 1865, si mal no recuerdo; yo apenas tuve participación en ello, como no he tenido participación en casi nada de cuanto ha sucedido a mi alrededor. La constitución se realizó en Barcelona y a la empresa se la denominó Savolta porque por entonces Savolta era el hombre de paja de Van der Vich en España y la finalidad de la empresa no era otra que la evasión fiscal.

Cortabanyes tenía miedo. Desde la fiesta de fin de año experimentaba continuos escalofríos y sus dientes castañeteaban sin cesar. Me convocó y empezó a contarme la historia de la empresa como si quisiera descargarse de un peso. Como si fuera el prólogo de una gran revelación.

– Con el tiempo, Van der Vich se fue chiflando y confió en Savolta la gestión de la empresa, cosa que éste aprovechó para irse apoderando de las acciones del holandés hasta que Van der Vich murió de forma trágica, como es de dominio público.

Yo había leído la romántica historia siendo niño. Hugo Van der Vich era un noble holandés que vivía en un castillo rodeado de frondosos bosques. Se volvió loco y adquirió la costumbre de disfrazarse de oso y recorrer a cuatro patas sus posesiones, asaltando a las campesinas y las pastoras. Corrió la leyenda del oso y se organizaron batidas en las que murieron más de treinta osos y seis cazadores. Uno de los osos muertos fue Van der Vich.

– Van der Vich -prosiguió Cortabanyes- dejó un hijo y una hija que siguieron habitando el castillo, al que las gentes atribuyeron fama de encantado. Se decía que por las noches vagaba el alma de Van der Vich y atrapaba entre sus zarpas a cuantos veía, exceptuando a sus hijos, que le dejaban en las almenas miel y roedores muertos para su alimentación. Los hijos vivían incestuosamente amancebados, y en un estado de desidia tal que las autoridades intervinieron y apreciaron en ambos síntomas de locura. El hijo, Bernhard, fue internado en un manicomio en Holanda y la hija, Emma, en un sanatorio suizo. Al estallar la guerra, en 1914, Bernhard Van der Vich logró huir de su encierro y se unió al ejército alemán, donde alcanzó el grado de capitán de dragones.

Bernhard Van der Vich murió en una operación militar en Francia, cerca de la frontera con Suiza. La Cruz Roja lo trasladó a Ginebra gravemente herido. Cuando cruzaban la frontera, su hermana exclamó: “Bernhard, Bernhard, où es-tu?” Los dos hermanos no se reencontraron: él murió aquella misma noche en el quirófano, y ella, poco después del amanecer. Es posible que todo forme parte de una leyenda forjada en torno a la excéntrica y adinerada familia. Los ricos son distintos al resto de los mortales y es natural que atraigan sobre sí los más disparatados rumores y las más desbocadas fantasías.


MIRANDA. Cuando murieron los hermanos Van der Vich, Savolta y su grupo se habían apoderado ya de todas las acciones, salvo un paquete reducidísimo que quedó depositado en un Banco de Suiza, a nombre de Emma Van der Vich.

JUEZ DAVIDSON. ¿No tuvieron herederos los Van der Vich?

M. No, que yo sepa.

J. D. ¿Producía la empresa beneficios que pudieran considerarse altos?

M. Sí.

J. D. ¿Regularmente?

M. Sobre todo en los años que precedieron a la guerra y durante la guerra.

J. D. ¿Luego no?

M. No.

J. D. ¿Por qué?

M. La entrada de los Estados Unidos en la conflagración hizo perder la clientela extranjera.

J. D. ¿Es posible? Dígame, ¿qué producto o productos se fabricaban en la empresa Savolta?

M. Armas.


Nemesio Cabra Gómez se había puesto pálido. El secretario hizo su aparición con una taza de café con leche grisáceo y una hogaza enharinada. Lo dejó sobre la mesa y volvió a su puesto, donde permaneció con la mirada extraviada. Nemesio Cabra Gómez desmenuzó el pan y sumergió los trozos en el café con leche produciendo una pasta repugnante.

– Si no vienes a contarme lo de Savolta -dijo el comisario Vázquez-, ¿a qué has ve nido?

– Sé quién lo mató -dijo el confidente mostrando el contenido de su boca.

– ¿Pero quién mató a quién?

– A Pajarito de Soto.

El comisario Vázquez meditó unos instantes.

– No me interesa.

– Es un asesinato y los asesinatos interesan a la policía, ¿o no?

– La investigación se cerró hace días. Llegas tarde.

– Habrá que abrirla de nuevo. Sé algo sobre la carta.

– ¿La carta? ¿La carta que escribió Pajarito de Soto?

Nemesio Cabra Gómez dejó de comer.

– Le interesa, ¿eh?

– No -dijo el comisario Vázquez.


Tal como habíamos convenido, acudí aquella tarde a casa de Lepprince. El portero, que ya me conocía de anteriores visitas, al verme de luto se creyó en la obligación de manifestar su condolencia por la muerte de Savolta.

– Mientras el Gobierno no tome sus medidas, no habrá paz para la gente honrada. Fusilarlos a todos es lo que habría que hacer -me dijo.

Una vez en el rellano tuve una sorpresa. El hombre pálido del bombín negro y el largo gabán que había visto en las exequias del magnate estaba allí, ante la puerta de la casa, y me impedía el acceso.

– Desabroche su abrigo -me dijo con acento extranjero y ademán conminatorio.

Le obedecí y él tanteó mi ropa.

– No llevo armas -dije sonriendo.

– Su nombre -me atajó.

– Javier Miranda.

– Esperar.

Chasqueó los dedos y compareció el mayordomo, que aparentó no conocerme.

– Javier Miranda -dijo el hombre del bombín-, ¿pasa o no pasa?

El mayordomo desapareció y volvió a los pocos segundos. Dijo que Lepprince me aguardaba. El hombre pálido se apartó y yo pasé sintiendo su mirada amenazadora en la nuca. Encontré a Lepprince solo en el saloncito donde tantas horas habíamos compartido.

– ¿Quién es? -pregunté señalando en dirección a la puerta.

– Max, mi guardaespaldas. Desertor del ejército alemán y hombre de toda confianza. Perdónale si te ha causado molestias. La situación es delicada y he preferido pasar por alto la cortesía en beneficio de la seguridad personal.

– ¡Es que me ha registrado!

– Aún no te conoce y no se fía ni de su sombra. Es un gran profesional. Ya le daré instrucciones para que no te moleste más en lo sucesivo.

En aquel momento llegaron gritos procedentes del pasillo. Salimos a ver: el guardaespaldas encañonaba con su pistola a un hombre que, a su vez, encañonaba al guardaespaldas.

– ¿Qué significa esto, señor Lepprince? -exclamó el recién llegado sin apartar los ojos del guardaespaldas.

Lepprince se reía por lo bajo de lo ridículo de la situación.

– Déjale pasar, Max. Es el comisario Vázquez.

– ¿Con pistola? -dijo Max.

– Pues no faltaría más -gruñó el comisario-. Quiere desarmarme, este animal.

– Sí, Max, déjale pasar -concluyó Lepprince.

– ¿Puedo pedir una explicación? -dijo el comisario sin ocultar su enfado.

– Deberá disculparle, no conoce a nadie.

– Su guardaespaldas, supongo.

– En efecto. Me ha parecido aconsejable.

– ¿No confía en la policía?

– Desde luego que sí, comisario, pero he preferido extremar las precauciones, aun a costa de parecer exagerado. Creo que las molestias de los primeros días quedarán compensadas por la tranquilidad futura. No sólo mía, sino de ustedes también.

– No me gustan los guardaespaldas. Son pistoleros, amantes de la camorra y trabajan por dinero. No he conocido a ninguno que no acabase vendiéndose. Por lo general organizan más líos de los que evitan.

– Este caso es distinto, comisario. Tenga confianza en mí. ¿Un cigarro?


– Los que tenemos todo el día para dormir velamos de noche, cuando descansa la gente de bien. La ciudad duerme con la boca abierta, señor comisario, y todo se sabe: lo que ha pasado y lo que pasará, lo que se dice y lo que se calla, que es mucho en estos tiempos tan duros. Yo soy amante del orden, señor comisario, se lo juro por mis muertos, que en gloria estén. Y si no basta con mi palabra, Dios hay que lo puede certificar. Me marché de mi pueblo porque allí había demasiada revolución. Ya no se respeta hoy en día la voluntad del Altísimo y Él tiene que mandarnos un gran castigo si no ponemos remedio los hombres de orden y buena voluntad.

El comisario Vázquez encendió un cigarrillo y se levantó.

– Voy a un recado. Espérame aquí, si te apetece, y me sigues contando luego estas ideas tan hermosas.

Nemesio Cabra Gómez se puso en pie.

– ¡Señor comisario! ¿No le interesa lo que sé?

– Por ahora, no. Tengo cosas más importantes que atender.

En la puerta hizo señal al secretario y le dijo por lo bajo:

– Salgo un momento; vigíleme a este pájaro mientras estoy fuera. No le deje marchar. Ah, y le devuelvo su tabaco. Compraré al salir.


Que por orden expresa de mis superiores jerárquicos me hice cargo del «caso Savolta» el 1 de enero de 1918, a raíz del asesinato de aquél. Que el difunto Enrique Savolta y Gallibós, de 61 años de edad, casado, natural de Granollers, provincia de Barcelona, del comercio, era propietario del 70 % de las acciones de la empresa que lleva su nombre, dedicada a la fabricación y venta de armas, explosivos y detonantes, situada en la zona industrial de Hospitalet, provincia de Barcelona, de la cual, a su vez, era director-gerente. Que conocidos los antecedentes de su muerte se atribuyó ésta a las organizaciones obreras, también llamadas sociedades de resistencia, que debieron de llevar a cabo el atentado como represalia por la muerte de un periodista llamado Domingo Pajarito de Soto, acontecida diez o quince días antes y que se achacó en los medios revolucionarios de esta capital a la intervención de uno o varios miembros de la ya citada sociedad. Que las indagaciones condujeron a la detención de…


Pasó enero y luego febrero. Escasamente veía a Lepprince. Fui a visitarle un par de veces, pero topé con una cadena de obstáculos hasta llegar a su presencia: el portero, antaño amable y charlatán en exceso, me paraba, me preguntaba mi nombre y llamaba por la bocina pidiendo instrucciones. En el rellano estaba Max, el guardaespaldas, esperándome: ya no me registraba, pero no quitaba las manos de los bolsillos del gabán. Me hacía entrar en el vestíbulo y avisaba al mayordomo. Éste me volvía a preguntar mi nombre, como si no lo supiera, y me rogaba que aguardase unos minutos. Mi entrevista con Lepprince se veía interrumpida con irritante periodicidad: llamadas extemporáneas, doncellas furtivas que le hacían llegar un papel garrapateado, un secretario rastrero que consultaba dudas, Max que aparecía sin llamar y revisaba los rincones como si buscara cucarachas.

Con todo, seguí frecuentando la casa de la Rambla de Cataluña. A menudo coincidía con el comisario Vázquez. Éste se presentaba de improviso, sostenía una breve escaramuza con Max y penetraba en el salón. Lepprince le obsequiaba con algo: un cigarro, un café con galletas, una copita de licor, y el comisario suspiraba, se desperezaba, parecía relajarse y comenzaba su charla preñada de crímenes, sendas tortuosas y pistas entretejidas. Un día nos comunicó que los sospechosos de la muerte de Savolta estaban ya en Montjuic. Eran cuatro: dos jóvenes y dos viejos, todos ellos anarquistas, tres inmigrantes sureños y un catalán. Yo pensé para mis adentros cuántos y cuán dolorosos palos de ciego no se habrían dado hasta localizar a los cuatro malhechores.

En efecto, unas semanas antes de que Vázquez nos diera la noticia de la detención y encarcelamiento, hallándome yo aburrido, se me ocurrió pasar por la librería de la calle de Aribau con el propósito de matar una hora escuchando al mestre Roca. Pero la librería estaba desierta. Sólo seguía en su lugar la mujer pelirroja, la del mostrador. Avancé hacia la trastienda y ella me impidió el paso.

– ¿Desea el señor algún libro?

– ¿Ya no viene por aquí el mestre Roca? -pregunté.

– No, ya no viene.

– No estará enfermo, espero.

La dependienta miró en todas direcciones y murmuró pegándose a mi oreja:

– Se lo llevaron a Montjuic.

– ¿Por qué? ¿Hizo algo malo?

– Fue a raíz de la muerte del Savolta, ¿sabe a lo que me refiero?

Al día siguiente se inició la represión. El mestre Roca contrajo una enfermedad en Montjuic debido a su avanzada edad. Le soltaron relativamente pronto, pero ya no volvió por la librería ni supe más de él.


– No puede tratarme así, señor comisario, soy un hombre de orden. Mi único propósito fue ayudarle, ¿por qué no me presta un poco de atención?

Nemesio Cabra Gómez se agitaba y se retorcía los dedos haciendo crujir las articulaciones.

– Ten paciencia -dijo el comisario Vázquez-, en seguida estoy por ti.

– ¿Sabe usted cuántas horas llevo aquí sentado?

– Muchas, creo.

Nemesio Cabra Gómez se abalanzó sobre la mesa. El comisario se sobresaltó y se cubrió con el periódico mientras el secretario se ponía de pie y hacía gesto de correr hacia la puerta.

– He meditado mucho en estas horas de angustia, comisario. No me abandone. Sé quién mató a Pajarito de Soto y a Savolta, y sé también quién será el próximo en caer. ¿Le interesa o no le interesa?


Recuerdo el último día que fui a la casa de la Rambla de Cataluña. Lepprince me había invitado a comer. Una vez traspuestos los controles, tomamos una copa de jerez en el saloncito donde ardían troncos a pesar de que la primavera se había hecho dueña de la ciudad e imponía sus colores luminosos y su tibieza exaltante. Luego pasamos al comedor. Mantuvimos una conversación de tipo general, llena de altibajos y silencios. Por último, a los postres, Lepprince me comunicó que se casaba. No me sorprendió el hecho en sí, sino el secreto que había rodeado sus relaciones hasta ese momento. La elegida, no hace falta decirlo, era María Rosa Savolta. Le di mi enhorabuena y no puse otro reparo que la excesiva juventud de su futura esposa.

– Tiene casi veinte años -replicó Lepprince con su dulce sonrisa (yo sabía que acababa de cumplir los dieciocho)-, una sólida formación y una cultura refinada. Lo demás, vendrá por sí solo, con el tiempo. La experiencia suele ser una sucesión de disgustos, fracasos y sinsabores que amargan más de lo que enseñan. Bien está la experiencia para un hombre, que ha de luchar, pero no para una esposa. Dios me permita privarle de la experiencia si ello significa evitarle todo mal.

Alabé sus palabras, de una gran nobleza, y ambos volvimos a sumirnos en una tensa mudez. El mayordomo entró en el comedor, pidió disculpas por la interrupción y anunció la visita del comisario Vázquez. Lepprince le hizo pasar y me rogó que me quedase.

– Disculpe que le recibamos en el comedor, amigo Vázquez -se apresuró a decir Lepprince apenas el comisario hizo su aparición-. Me pareció mejor esto que hacerle esperar o que echar a perder el final de una excelente comida. ¿Quiere unirse a nosotros?

– Muchas gracias, he comido ya.

– Al menos aceptará unos dulces y una copita de moscatel.

– Con mucho gusto.

Lepprince dio las órdenes pertinentes.

– He venido -dijo el comisario- porque creo mi deber tenerle informado de cuanto sucede en relación con… la situación de ustedes.

Al decir ustedes se refería, como entendí, a Lepprince y sus socios. A mí no me había saludado siquiera y mantenía el desdén del primer día, cosa que me afectaba, pero que juzgaba lógica:- en su profesión no cabían las atenciones ni los cumplidos y todo cuanto se interpusiera en su camino (amigos, secretarios, ayudantes y guardaespaldas) lo rechazaba sin miramientos.

– ¿Se refiere a los atentados? -dijo Lepprince-. ¿Hay alguna novedad respecto a la muerte del pobre Savolta?

– A eso me refiero, exactamente.

– Usted dirá, querido Vázquez.

El comisario se demoraba curioseando las vinagreras y leyendo entre dientes la etiqueta de la botella de vino. Me pareció que su displicencia me rebasaba y se hacía extensiva al propio Lepprince.

– Por medio de…, de gentes que colaboran con la policía de un modo indirecto y oficioso he tenido noticia de que se ha desplazado a Barcelona Lucas «el Ciego» -dijo.

– ¿Lucas el qué? -preguntó Lepprince.

– «El Ciego» -repitió el comisario Vázquez.

– ¿Y quién es este personaje tan pintoresco?

– Un pistolero valenciano. Ha trabajado en Bilbao y en Madrid, aunque los informes son confusos al respecto. Ya sabe usted lo que pasa con este tipo de gente: de un bandido hacen un héroe y lo imaginan en todo lugar, como a Dios.

Una camarera trajo un plato, un juego de cubiertos y una servilleta para el comisario.

– ¿Por qué le llaman «el Ciego»? -preguntó Lepprince.

– Una versión atribuye el apodo al hecho de que, al mirar, entorna los ojos. Otros dicen que su padre fue ciego y cantaba romanzas por los pueblos de la Huerta. Pura leyenda, en mi opinión.

– Él, sin embargo, parece tener la vista fina.

– Como un hilo de acero.

– ¿Fue ese Lucas el que mató a Savolta?

El comisario Vázquez se sirvió un par de dulces y dirigió a su interlocutor una mirada significativa.

– ¿Quién sabe, señor Lepprince, quién sabe?

– Siga contando cosas de su personaje, por favor. Y coma, coma, verá qué dulces más delicados.

– No sé si se da cuenta, señor Lepprince, de que hablo muy en serio. Ese pistolero es un hombre peligroso y viene por ustedes.

– ¿Quiere decir por mí, comisario?

– Dije por ustedes, sin especificar. Si hubiese querido decir por usted, lo habría dicho. Esta misma conversación la mantuve con Claudedeu a primera hora de la mañana.

– ¿Hasta qué punto es peligroso? -dijo Lepprince.

El comisario echó mano al bolsillo y extrajo unas cuartillas que tendió a Lepprince.

– Traigo unas notas apuntadas. Yo mismo las extracté del archivo. Déles un vistazo, aunque, a lo mejor, no entiende mi letra.

– Oh, sí, perfectamente. Aquí veo que se le atribuyen cuatro asesinatos.

– Dos asesinatos, propiamente dichos. Los otros dos muertos son policías caídos en una refriega, en Madrid.

– Y se fugó de la cárcel de Cuenca.

– Sí. La guardia civil lo persiguió por las montañas. Al final, no sé por qué, lo dieron por muerto y regresaron al cuartel. Un mes más tarde hacía su aparición en Bilbao.

– ¿Trabaja solo? -pregunté.

– Depende. Los informes de Madrid le atribuyen la jefatura de una banda, sin precisar el número de sus componentes. Otros informes lo describen como un lobo solitario. Esto último parece más acorde con su personalidad de hombre fanático y violento en extremo. Si ha tenido asociados lo habrán sido temporalmente, para un trabajo determinado.

El comisario Vázquez partió un tocinillo del cielo y lo saboreó despacio.

– Una delicia, este pastelito -exclamó.

– ¿Qué me aconseja que haga, comisario? -preguntó Lepprince.

Vázquez retrasó la contestación hasta después de haber terminado los restos del tocinillo.

– Yo sugeriría…, yo sugeriría que nos tuviese al corriente de todas sus actividades, en el sentido de poder mantener en torno a usted una estrecha vigilancia. Convendría preparar todas y cada una de sus salidas, de modo y a fin de que obliguemos a Lucas “el Ciego” a dar un golpe desesperado. Tipos como ése no suelen tener paciencia. Si le damos carnada, él mismo se colgará.

La camarera anunció que el café y los licores estaban servidos en el saloncito. Lepprince inició la procesión, pero el comisario Vázquez pretextó tener prisa y abandonó la casa.

– Le molesta que tenga mi propio guardaespaldas -comentó Lepprince en ausencia del comisario-. Opina que interfiere su labor.

– Y es cierto, desde su punto de vista.

– Desde su punto de vista, tal vez. Pero yo me siento más protegido por Max que por toda la policía española junta.

– Bueno, contra eso nada se puede decir. Yo creo, sin embargo, que son sumamente eficientes.

– En tal caso -concluyó Lepprince-, me siento doblemente seguro. Pero esta discusión no es una discusión taurina. Es mi vida lo que anda en juego y no voy a comprobar en mi propia carne quién es mejor y quién es peor.


El doctor Flors se rascaba la barba con un lapicero.

– Es irregular lo que me pide, comisario. El enfermo se halla en un estado de tranquilidad pasajera que su presencia podría alterar.

– ¿Qué pasaría si se altera?

– Se pondría furioso y nos veríamos obligados a darle unas duchas de agua fría.

– Eso no hace mal a nadie, doctor. Déjeme hablar con él.

– No debo, créame. Soy responsable de la salud de mis pacientes.

– Y yo soy responsable de la vida de muchas personas. No le pido que haga nada por mí, doctor, sino por el bien público, al que represento. Es un asunto grave.

No muy convencido, el doctor Flors acompañó al comisario a través de largos corredores que parecían no conducir a ninguna parte. Al término de cada corredor, el médico giraba en ángulo recto y tomaba un nuevo corredor. Las paredes estaban pintadas de verde, al igual que las puertas, distribuidas irregularmente. De vez en cuando, a la derecha o a la izquierda del corredor, para desorientación del comisario Vázquez, se abría una cristalera que daba sobre un jardín rectangular, en el centro del cual brincaba un surtidor rodeado de rosales en flor. Por el jardín vagaban algunos enfermos con la cabeza rapada, enfundados en largas batas rayadas, y un enfermero que ostentaba, por contraste, una espesa barba negra. El jardín tan pronto aparecía desde un ángulo como desde otro y, en cierta ocasión, el comisario creyó pasar por el mismo sitio por segunda vez.

– ¿No hemos visto antes esta imagen de san José? -preguntó al doctor señalando la imagen que les bendecía desde una hornacina.

– No. Usted quiere decir san Nicolás de Bari, que está en el ala de las mujeres.

– Perdón, me había parido…

– Es natural su confusión. El hospital es un laberinto. Fue pensado así para lograr un máximo de aislamiento entre sus diversas dependencias. ¿Le gusta nuestro jardín?

– Sí.

– Tendré sumo gusto en enseñárselo al término de su visita. Los propios enfermos lo cultivan y cuidan.

– ¿Qué hace aquél? -dijo el comisario Vázquez.

– Extermina insectos dañinos. Busca los nidos y los tapona con cera o barro. La cera es más eficaz, pues los insectos horadan el barro con facilidad y ganan la superficie de nuevo en pocos días. ¿Le interesa la jardinería, comisario?

– Teníamos un huertecillo en mi casa, cuando yo era chico. Y un patio donde mi madre cultivaba flores. Hace mucho de eso, ¿sabe usted?

Enfilaron un pasillo más oscuro que el resto del edificio, a cuyos lados se alineaban espesas puertas sin otra abertura que un diminuto tragaluz protegido por gruesas barras de hierro. Un ronroneo de ultratumba se filtraba por las puertas e inundaba el pasillo. El comisario apretó el paso instintivamente, pero el doctor Flors le indicó que habían llegado.


Con abril llegaron los chaparrones y el tiempo mudable. Una tarde, cuando Nicolás Claudedeu salía de una reunión, empezó a llover. Un coche de punto se aproximaba y lo llamó. El coche se detuvo y Claudedeu entró. En el coche había otro hombre. Antes de que Claudedeu se repusiera de su asombro, le descerrajó un pistoletazo en el entrecejo. El cochero arreó a los caballos y el coche se perdió al galope, ante los ojos atónitos de los policías que custodiaban a Claudedeu y el espanto de los viandantes. El cadáver del “Hombre de la Mano de Hierro” fue hallado al día siguiente en un vertedero municipal. La represión recrudeció, pero Lucas «el Ciego» no se dejaba prender. Los interrogatorios duraban días, las listas de sospechosos alcanzaban cifras de seis guarismos, las confidencias y delaciones menudeaban. La campaña se hizo extensiva no sólo a los anarquistas, sino al movimiento obrero en general.


TEXTO DE VARIAS CARTAS ENCONTRADAS EN CASA DE NICOLÁS CLAUDEDEU FECHA DAS POCOS DÍAS ANTES DE SU MUERTE


Documento de prueba anexo n. ° 8

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


«Barcelona, 27-3-1918

Muy señor mío:

Tengo el gusto de comunicarle, a propósito del individuo en cuyos informes Vd. está interesado, que Francisco Glascá antes de la bomba de la calle del Consulado pertenecía al grupo "Acción" y había sido detenido en otras ocasiones por ejercer violencia, actualmente prestaba sus servicios en casa del patrono señor Farigola y era delegado del sindicato del ramo en cuestión. Vive amistanzado con una mujer, según informes del interesado, y tiene una hija llamada Igualdad, Libertad y Fraternidad. Su domicilio lo encontrará usted en la lista que me mandó y de la que, por lo que me dice, debe tener copia.»


Una cuartilla con aspecto de borrador dice: «Procure que las cosas se lleven a cabo con discreción. En último extremo, pero sólo en último extremo, recurra a nuestros amigos V. H. y C. R. Le agradezco el ejemplar del periódico madrileño Espartaco. Es preciso cortar de raíz esos rumores. ¿Qué hay de Seguí? Sea prudente, las cosas andan revueltas. Fdo.: N. Claudedeu.»


«Barcelona, 2-4-1918

Muy señor mío:

Parece ser que los del grupo "Acción" han tomado como una ofensa personal lo de Glascá. Temo que quiera llevar a cabo represalias, aunque dudo que se atrevan a dirigirlas contra Vd. Salgo hacia Madrid mañana sin falta, donde espero entrevistarme con A. F. Ya sabe el poco aprecio que este señor nos tiene, sobre todo a raíz del asunto Jover. Me dijo en su anterior visita que los viajes de Pestaña y Seguí a Madrid están relacionados con la huelga general, y que nuestra actitud y la de otros miembros de la Patronal puede adelantar los acontecimientos e impedirle tomar las oportunas medidas. No quiero ni pensar cómo estarán los ánimos por el ministerio.»


El doctor Flors abrió una puerta e invitó a entrar a su acompañante. No pudo evitar el comisario Vázquez un estremecimiento al trasponer el umbral. La celda era cuadrada y alta de techo, como una caja de galletas. Las paredes estaban acolchadas, así como el suelo. No había ventanas ni agujero alguno, salvo una trampilla en la parte superior que dejaba penetrar una incierta claridad. Tampoco existía mobiliario. El enfermo reposaba en cuclillas, con la espalda erguida apoyada en la pared. Sus ropas estaban hechas jirones y apenas si ocultaban su desnudez, lo que aumentaba su ruindad. Llevaba semanas sin afeitar y se le había caído el pelo en forma irregular dejando al descubierto aquí y allá franjas de cuero cabelludo. Un aire denso y pestilente se respiraba en la celda. Cuando el comisario hubo entrado, el doctor cerró la puerta con llave, y el policía y el enfermo se quedaron solos frente a frente. Lamentaba el comisario Vázquez no haber traído su pistola. Se volvió a la puerta y al mismo tiempo se abrió una mirilla por la que asomó la cara del mico.

– ¿Qué hago? -peguntó el comisario.

– Háblele despacio, sin levantar la voz.

– Tengo miedo, doctor.

– No tema, yo estoy aquí por si algo pasa. El enfermo parece tranquilo. Procure no excitarlo.

– Me mira con los ojos desorbitados.

– Es natural. Recuerde que se trata de un loco. No le contradiga.

El comisario Vázquez se dirigió al enfermo.

– Nemesio, Nemesio, ¿no me reconoces?

Pero Nemesio Cabra Gómez no daba señales de advertir la presencia del visitante, aunque seguía mirando fijo al comisario.

– Nemesio, ¿te acuerdas de mí? Viniste a verme varias veces a la Jefatura, ¿eh? Siempre te dimos café con leche y un panecillo.

La boca del enfermo empezó a moverse con lentitud, desprendiendo un reguero de baba. Su voz era inaudible.

– No sé qué me dice -dijo el comisario al doctor Flors.

– Acérquese más -aconsejó el médico.

– No me da la gana.

– Entonces salga.

– Está bien, doctor, me acercaré, pero no lo pierda de vista, ¿eh?

– Descuide usted.

– Mire, doctor -advirtió el comisario-, tengo dos hombres apostados fuera. Si dentro de un rato no salgo sano y salvo, entrarán y le harán responsable a usted de lo que haya sucedido. Ya nos entendemos.

– Usted quiso ver al paciente. Yo ya le aconsejé que desistiera. Ahora no me venga con historias. El comisario se aproximó a Nemesio Cabra Gómez.

– Nemesio, soy yo, Vázquez, ¿me recuerdas?

Percibió una voz estrangulada, parecida a un gorjeo. Se agazapó y logró entender:

– Señor comisario…, señor comisario…


El sargento Totorno entró en el palco, tosió con discreción y viendo que los dos ocupantes no le prestaban atención, tocó en el hombro a Lepprince.

– Disculpe, señor Lepprince.

– ¿Qué sucede?

– Voy a dar una vuelta por el gallinero, a ver si veo algo anómalo.

– Me parece muy bien.

– De paso estiro las piernas, ¿sabe usted? A mí, esto del teatro…

– Vaya, vaya, sargento.

De los palcos contiguos llegaban siseos reclamando silencio y el sargento Totorno salió golpeando las sillas con el sable. Max tomó los prismáticos y los dirigió a los pisos superiores.

– Aficionados -murmuró aludiendo al sargento.

– Hacen lo que pueden -dijo Lepprince.

– Bah.

Cayó el telón y hubo aplausos y brillaron las luces. Max se retiró al antepalco. Lepprince se puso en pie y encendió un cigarrillo antes de salir. Abrió la puerta que comunicaba con el corredor y un policía uniformado le impidió el paso.

– Deseo ir al bar.

– Órdenes del comisario Vázquez:: no puede abandonar su localidad.

– Tengo sed. Dígale al comisario Vázquez que venga.

– El comisario no está.

– Pues déjeme salir.

– Lo siento, señor Lepprince.

– Entonces, hágame un favor, ¿quiere?

– Sí, señor, a mandar.

– Busque a un acomodador y dígale que me traiga una limonada. Yo se la pagaré aquí.

Volvió al antepalco. Hacia calor. Max, en mangas de camisa, barajaba los naipes.

– Me quedo, si no le importa -dijo.

– ¿Vas a hacer un solitario? -preguntó Lepprince.

– Sí.

– Como prefieras, ¿no te interesa la obra?

– Saldré al final, a ver cómo se acaba.

– ¿Tú qué opinas del adulterio, Max?

– Poco, realmente.

– ¿Lo repruebas?

– Nunca lo he pensado, yo. A mí, esto del sexo…

– Está bien -dijo Lepprince-. Haz tú el solitario y que tengas suerte.

– Muchas gracias.

Lepprince volvió a ocupar su puesto. Sonó una campanilla con repique anunciando el comienzo del acto tercero. Volvió a repicar y las luces se amortiguaron mientras aumentaba el gas de las espitas de las candilejas. La gente se apresuró a toser y carraspear mientras se alzaba el telón. Golpearon la puerta del antepalco, abrió Max: el policía le tendió una bandeja con un botellín y un vaso.

– La fui a buscar yo mismo.

– Muchas gracias. Aquí tiene y se queda con las vueltas.

– De ningún modo.

– Orden del señor Lepprince.

– Vaya, si es así…

Avisado por Max, Lepprince entró en el antepalco y se bebió la limonada.


– ¿Recibió mi llamada, señor comisario?

– Sí, ya ves que aquí me tienes.

– Fue a verle un amigo, ¿verdad, señor comisario?

– Un amigo tuyo, sí.

– Era Jesucristo, ¿sabe?

El comisario Vázquez retrocedió hasta el ventanuco.

– Me parece que delira -susurró al doctor Flors.

– Ya le dije yo…

– Señor comisario, ¿está usted ahí?

– Aquí estoy, Nemesio, ¿qué querías decirme?

– La carta, señor comisario, encuentre la carta. El comisario Vázquez se aproximó de nuevo al enfermo.

– ¿Qué carta, Nemesio?

– Lo dice todo… la carta: encuéntrela y ella le dirá quién mató a Pere Parells. No se lo digo yo, señor comisario. Es Jesucristo quien habla por mi boca. El otro día, ¿sabe?, vi una luz resplandeciente que traspasaba las paredes; tuve que cerrar los ojos para no volverme ciego…, y cuando los abrí, Él estaba delante, como está usted ahora, señor comisario, igual que usted, con el blanco sudario que le regaló la Magdalena. Sus ojos desprendían chispas y su barba tenía puntos luminosos como estrellas y en las manos llevaba sus llagas puestas como cuando se le apareció a santo Tomás, el incrédulo.

– Anda, cuéntamelo de la carta, Nemesio.

– No. Esto es más hermoso que lo de la carta, señor comisario, y más interesante. Yo estaba postrado, sin saber qué hacer, y sólo repetía: «Señor, yo no soy digno de que entréis en mi pobre morada», y Él me mostró sus Divinas Llagas y su Corona de Espinas que parecía el Sol y me habló con una voz que salía de todos los rincones de la celda. Es verdad, señor comisario, salía de todos los rincones de la celda al mismo tiempo y todo era luz. Y me dijo: «Ve a buscar al comisario Vázquez, de la Brigada Social. Dile todo cuanto sabes y él te sacará de aquí.» Yo le repliqué: “¿Y cómo haré para ir a buscar al comisario Vázquez, si no me dejan salir de aquí, Señor, si me tienen preso?” Y Él respondió: «Yo iré a buscarle a Jefatura y le diré que venga, pero tú has de contarle todo lo que sabes.» Y desapareció dejándome sumido en la oscuridad, en la que permanezco desde que se fue.

El comisario retrocedió hasta la puerta.

– Déjeme salir, doctor, es un caso perdido.

– Espere, señor comisario, no se vaya -decía Nemesio Cabra Gómez.

– Vete al diablo -le gritó el comisario

Pero el enfermo se había incorporado y asía con las dos manos los hombros del comisario, que cayó de rodillas. El enfermo acercó su rostro al oído del policía y murmuró unas palabras.

El doctor Flors había entrado y forcejeaba con el loco para liberar al comisario de las tenazas que le inmovilizaban contra el suelo acolchado. Acudieron dos enfermeros y entre los tres redujeron a Nemesio Cabra Gómez.

– Llévenlo a las duchas -ordenó el doctor Flors.

El comisario Vázquez recomponía su traje. Recogió del suelo el sombrero y un botón de la chaqueta.

– Ya le advertí que no valía la pena intentarlo -dijo el doctor Flors.

– Tal vez -respondió el comisario Vázquez.

Recorrieron sin hablar los pasillos que bordeaban el jardín y se despidieron en la puerta del sanatorio. Dos guardias esperaban en un automóvil.

– Gracias a Dios, comisario. Pensamos que no salía.

– Eso quisierais vosotros, que me encerrasen.

Los dos guardias rieron la broma de su superior.

– ¿Dónde vive Javier Miranda? -preguntó de pronto el comisario.

– ¿Miranda? -preguntaron los subalternos-, ¿quién es?

– Ya veo que no sabéis dónde vive. Vamos a Jefatura y allí lo averiguaréis.


Cuando Lepprince reapareció en el palco partió el primer disparo del gallinero. Lepprince se desmoronó. El sargento Totorno se precipitó desde las gradas superiores hacia el lugar de donde procedía el fogonazo. Una figura se escurría en dirección a la salida. El sargento Totorno le cerró el paso y la figura giró sobre sus talones y saltó por las gradas hacia la baranda desde la cual hizo frente al sargento. El caído Lepprince se había incorporado; en cada mano tenía una pistola: no era Lepprince, sino Max, que había sustituido a su amo cuando éste bebía la limonada. Hizo dos disparos contra el hombre que se erguía ante la baranda. El hombre se dobló por la cintura y cayó al patio de butacas. Reinaba una escandalosa confusión en el teatro, la representación se había interrumpido y actores y público procedían a desalojar el local atropellándose y tropezando con los que habían sido derribados y siendo derribados a su vez por aquellos que venían detrás. Del gallinero partió un nuevo disparo hacia el palco de Lepprince. Max había saltado al palco contiguo y respondió al ataque con una andanada de sus dos pistolas que detonaban al mismo tiempo y sin cesar. Una bala perdida hirió a un espectador que comenzó a chillar. Rodó un cuerpo por el gallinero y quedó atravesado en una de las gradas. Los terroristas, que no debían de ser menos de cinco, se vieron encerrados entre los revólveres de Max y el fuego del sargento Totorno que, aun herido, seguía repartiendo balazos imprecisos en todas direcciones. Los terroristas intentaron abrirse camino hacia la salida de socorro. El policía que había traído la limonada se personó en el palco de Lepprince con una escopeta, accionó el gatillo y barrió el graderío con metralla. El sargento Totorno se despatarró. Los terroristas que aún se tenían en pie saltaron por encima del cuerpo del sargento y accedieron al pasillo. Allí los remató Max, oculto tras una columna. El balance de aquella noche fue: tres terroristas muertos. Uno era Lucas «el Ciego», que murió al principio de la refriega de un tiro en el cuello. A otro de los terroristas muertos se le apreció un balazo en el omoplato izquierdo y metralla en el cerebro. Al otro, un impacto en el corazón. Los otros dos terroristas resultaron heridos: levemente uno y de gravedad el otro. Con heridas de pronóstico reservado resultó el bravo sargento Totorno, al que la metralla arrancó dos dedos de la mano derecha. En cuanto al espectador herido por una bala perdida en el glúteo derecho, fue dado de alta a los pocos días e indemnizado por Lepprince.

V

Había ido al cinematógrafo aquella noche y luego, a la salida, me había tomado unos bocadillos y una cerveza y reemprendido el camino a casa con paso cansino, porque hacía buen tiempo y porque nadie me aguardaba ni tenía qué hacer ni prisa en llegar a ninguna parte. Vivía en un piso pequeño, bajo el tejado de un inmueble moderno, en la calle de Gerona, que un amigo de Serramadriles me proporcionó a poco de arribar a Barcelona. El mobiliario era escasísimo y las pocas piezas de que constaba eran de la peor manufactura: sillas bailarinas, mesas oscilantes, un butacón de mimbre y profusión de cretonas comidas por el sol. El dormitorio tenia una cama estrecha, poco más que un jergón, y un armario sin patas, con la luna cuarteada. El otro aposento estaba destinado a comedor, pero yo, que hacía mis comidas en un restaurante barato y vecinal, lo había destinado a sala de lectura, pues raramente recibía visitas y otra utilización habría resultado superflua. Tenía, por último, un trastero vacío, sin ventanas, y un lavabo en el dormitorio, donde asearse. Los restantes servicios sanitarios estaban en un cuarto independiente, en el rellano de la escalera, y los compartía con un astrónomo y una solterona. Una cosa buena, en cambio, sí había: las ventanas de las dos habitaciones daban sobre un huertecillo dedicado al cultivo de flores. A mediados del 19 desapareció el huertecillo y empezaron a edificar; vaya por Dios.

Como decía, llegué a casa tarde, bordeando la medianoche. A1 introducir el llavín en la cerradura noté que la puerta no estaba cerrada. Lo atribuí a un descuido mío, pero bastó para intranquilizarme. Abrí con lentitud: en el comedor había luz. Cerré la puerta de golpe y empecé a bajar las escaleras. Una voz conocida me llamó, a mis espaldas.

– No corra, Miranda, no tiene de qué asustarse.

Me volví. Era el comisario Vázquez.

– Vinimos hace un par de horas. Como no regresaba usted, nos tomamos la libertad de abrir la puerta de su casa y esperarle cómodamente sentados, ¿se enfada?

– No, claro que no. Sólo que me dieron un susto tremendo.

– Sí, lo comprendo. Debimos advertirle de nuestra presencia para evitar que la descubriera por sí mismo, pero ¿qué le vamos a hacer? Ya casi nos habíamos olvidado de usted.

Había vuelto a subir los últimos peldaños y penetré en la casa. En el comedor había dos policías vestidos de paisano, aparte del comisario. Una ojeada me bastó para comprobar que lo habían registrado todo. Yo era muy dueño de protestar e incluso de elevar una queja, pues él había obrado, sin duda, por cuenta propia, prescindiendo de la correspondiente autorización judicial. No obstante, me dije, mi actitud rebelde no podía traerme más que complicaciones y, por otra parte, bien poco me molestaba que hubiesen puesto la casa patas arriba.

– ¿De quién es ese retrato? -preguntó el comisario Vázquez señalando una fotografía enmarcada de mi padre.

– De mi padre -respondí.

– Vaya, vaya, ¿que pensaría su padre de usted si supiera que le visita la policía?

Supuse que quería intimidarme, pero falló y me cedió la ventaja obtenida por la sorpresa.

– No pensaría nada: murió hace tres años.

– Oh, perdón -dijo el comisario-. Ignoraba que fuese usted viudo.

– Huérfano, para ser exacto.

– Eso quise decir, perdón de nuevo.

Ahora la iniciativa era mía: el comisario había hecho el ridículo delante de sus adláteres.

– Lamento no tener nada que ofrecerle, comisario -dije con aplomo.

– No se disculpe, por Dios. Somos sobrios en el cuerpo.

– No disimule delante de mí, comisario. He podido apreciar su buen gusto gastronómico en casa de nuestro común amigo; el señor Lepprince.

Pareció aturdido y yo temí haber ido demasiado lejos en mi ataque personal. Se lo merecía, eso sí. Quería interrogarme prevaliéndose de nuestro conocimiento casual y ello me autorizaba a usar, como él hacía, de nuestras previas relaciones personales. Porque no me cabía duda de que venía más como acusador que como investigador y que buscaba debilitarme mediante su presencia intempestiva y la compañía, innecesaria a todas luces, de sus dos subordinados.

– Hemos venido en visita de amistad -dijo el comisario Vázquez cuando se hubo repuesto-. Naturalmente, no tiene usted por qué admitirnos. Carecemos de orden judicial y, por tanto, nos vemos obligados a apelar a su benevolencia. Claro que huelgan estas explicaciones, siendo usted abogado.

– Yo no soy abogado.

– ¿No? Caramba, no doy una esta noche, no sé qué me pasa… ¿Estudiante, entonces?

– Tampoco.

– En fin, ayúdeme, ¿cómo se definiría usted, profesionalmente hablando?

Era un contraataque fulminante.

– Auxiliar administrativo.

– ¿Del señor Lepprince?

– No. Del abogado señor Cortabanyes.

– Ah, ya… Pensé, ¿comprende usted?, al verle tan a menudo en el domicilio del señor Lepprince… Pero ya veo que me confundo. Un auxiliar administrativo no comería en la mesa de Lepprince, salvo que mediase algo más, ¿cómo diría?, una relación amistosa, tal vez.

– Todo lo dice usted. Yo no digo nada.

– Ni tiene por qué, amigo Miranda, ni tiene por qué. Hace bien en no despegar los labios. Por la boca muere el pez.

– Entiendo que yo soy el pez, pero ¿debo entender también que usted es el pescador, comisario?

– Vamos, vamos, querido Miranda, ¿por qué somos tan hostiles los españoles? Esto es una reunión de amigos.

– En tal caso, haga el favor de presentarme a estos dos señores. Me gusta saber el nombre de mis amigos.

– Estos dos señores han venido conmigo con el único propósito de acompañarme. Ahora que ha llegado usted, se retiran.

Los dos adláteres del comisario dieron las buenas noches y salieron sin esperar siquiera que les acompañase a la puerta. Cuando nos quedamos solos, el comisario Vázquez adoptó una actitud más circunspecta y al mismo tiempo más familiar.

– Parece sorprendido, señor Miranda, por mi súbito interés hacia usted. Sin embargo, nada más lógico que tal interés, no ya en usted, sino en toda persona relacionada con el caso Savolta, ¿no le parece?

– ¿Qué clase de relación tengo yo con el caso Savolta?

– Una pregunta obtusa, en mi opinión, si repasamos los hechos. En diciembre del año pasado muere un oscuro periodista llamado Domingo Pajarito de Soto. De averiguaciones superficiales se desprende una realidad incuestionable: usted es su más íntimo amigo. Pocas semanas después, Savolta cae asesinado y, cosa extraña, usted es uno de los invitados a su fiesta.

– ¿Me considera sospechoso de un doble crimen?

– Tranquilícese, no voy en esa dirección. Pero sigamos con los hechos desnudos: ambas muertes tienen o parecen tener un nexo, la empresa Savolta. Pajarito de Soto acababa de realizar un trabajo remunerado para dicha empresa. Cabe preguntarse, ¿quién puso en relación al periodista con sus últimos patronos?

– Yo.

– Justamente: Javier Miranda. Punto segundo: la relación de Pajarito de Soto con la empresa se llevó a cabo por medio de uno de los hombres clave de ésta. No por medio del jefe de personal, Claudedeu, ni por intervención directa de Savolta, sino por mediación de un individuo de funciones inconcretas: Paul André Lepprince. Voy a ver a Lepprince y ¿a quién encuentro a su lado?

– A mí.

– Demasiadas coincidencias, ¿no le parece?

– No. Lepprince me ordenó buscar y contratar a Pajarito de Soto. Del contacto con ambos surgió un vínculo de amistad que se truncó trágicamente en el caso de Pajarito de Soto y que perdura en el caso de Lepprince. La explicación no puede ser más sencilla.

– Sencilla sería de no existir tantos puntos oscuros.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que simultáneamente a sus «vínculos de amistad» con Pajarito de Soto mantuviese usted «vínculos de amistad» con la esposa de éste, Teresa…

Me levanté de la silla impulsado por la indignación.

– Un momento, comisario. No estoy dispuesto a tolerar este tipo de interrogatorio. Le recuerdo que está usted en mi casa y que carece de potestad para proceder como lo hace.

– Y yo le recuerdo que soy comisario de policía y que puedo conseguir no sólo una autorización judicial, sino una orden de arresto y hacer que le traigan esposado a la comisaría. Si quiere jugar la baza de los formalismos jurídicos, juéguela, pero no se lamente luego de las consecuencias.

Hubo un mutis. El comisario encendió un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa por si yo quería fumar. Me senté, tomé un cigarrillo y fumamos mientras se diluía la tensión.

– No soy una portera fisgona -prosiguió el comisario Vázquez con voz pausada-. No meto las narices en sus pestilentes vidas privadas para enterarme de si son cornudos, homosexuales o proxenetas. Investigo tres homicidios y una tentativa. Por ello pido, exijo, la colaboración de todos. Estoy dispuesto a ser comprensivo y respetuoso, a saltarme las formalidades, la rutina, todo cuanto sea menester para no importunarles más de la cuenta. Pero no abusen ni me irriten ni me obliguen a usar de mi autoridad, porque les pesará. Ya estoy harto, ¿lo entiende usted?, ¡harto!, de ser el hazmerreír de todos los señoritos mierdas de Barcelona; de que el Lepprince de los cojones me dé pastelitos y copitas de vino dulce como si estuviésemos celebrando su primera comunión. Y ahora viene usted, un pelanas, muy satisfecho de sí mismo porque menea el rabo y le tiran piltrafas en los salones de la buena sociedad, y quiere imitar a sus amos y hacerse el gracioso delante de mí, ponerme en ridículo, como si fuera la criada de todos, en lugar de ser lo que soy y hacer lo que hago: velar por su seguridad. Son ustedes idiotas, ¿sabe?, más idiotas que las vacas de mi pueblo, porque al menos ellas saben hasta dónde pueden llegar y dónde tienen que pararse. ¿Quiere un consejo, Miranda? Cuando me vea entrar en una habitación, aunque sea el comedor de Lepprince, no siga comiendo como si hubiera entrado un perro: límpiese los morros y levántese. Me ha entendido, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Así me gusta, que recobre la sesera. Y ahora que somos tan amigos y nos entendemos tan bien, conteste a mis preguntas. ¿Dónde está la carta?

– ¿Qué carta?

– ¿Cuál ha de ser? La de Pajarito de Soto.

– No sé nada de…

– ¿No sabe que Pajarito de Soto escribió y envió una carta el mismo día que lo mataron?

– ¿Ha dicho usted “que lo mataron”?

– He dicho lo que he dicho: conteste.

– Oí hablar de la carta, pero jamás la vi.

– ¿Está seguro de que no 1a tiene usted?

– Completamente seguro.

– ¿Y no sabe quién la tiene?

– No.

– ¿Ni cuál es el contenido de la carta?

– Tampoco, se lo juro.

– Tal vez dice la verdad, pero tenga cuidado si miente. No soy el único que va tras esa carta, y tos otros no son tan charlatanes como yo. Primero matan y luego buscan, sin preguntar, ¿entiende?

– Sí.

– En caso de averiguar, de sospechar, de recordar el más mínimo detalle concerniente a la carta, dígamelo sin pérdida de tiempo. Su vida puede depender de que lo haga sin demora.

– Sí, señor.

Se levantó, tomó el sombrero y caminó hacia la puerta. Le acompañé y le tendí la mano, que estrechó fríamente.

– Disculpe mi comportamiento -dije-. Todos estamos nerviosos en estos últimos meses: han sucedido demasiadas cosas horribles. Yo no quiero obstaculizar su labor, como comprenderá.

– Buenas noches -atajó el comisario Vázquez.

Le vi bajar la escalera, entré, cerré con llave y me quedé meditando y fumando los cigarrillos que se había olvidado el comisario, hasta el amanecer. Apenas despuntó el día me dormí. No había dado cuerda al despertador y cuando abrí los ojos eran las once pasadas. Desde un bar llamé al despacho y pretexté un recado urgente. La realidad no difería gran cosa de mi excusa. Bebí un café, leí el periódico y me hice lustrar los zapatos, mientras repetía un confuso monólogo cuyos gestos debían trascender, pues advertí la mirada burlona de los parroquianos. Pagué y salí. Caminando llegué a casa de Lepprince. El portero me dijo que había salido hacía poco más de media hora. Le pregunté si sabía a dónde había ido y me respondió, como si revelase un gran secreto, que había ido a Sarrià, a casa de la viuda de Savolta, a pedir la mano de María Rosa. Nos separamos como conspiradores. Anduve hasta la Plaza de Cataluña y allí tomé el tren. Una vez en Sarrià recorrí las calles empinadas, como había hecho meses antes, cuando enterramos al magnate.

Había guardias en la puerta de la torre. Un privilegio que otorgaban las autoridades en memoria del finado, pues la vigilancia era inútil: los terroristas tenían otras dianas ante sus puntos de mira. Me dejaron pasar cuando me hube identificado. El mayordomo se deshizo en excusas para que desistiera de ver a Lepprince.

– Se trata de una pequeña reunión familiar, íntima. Hágase cargo, señor.

Insistí. El mayordomo accedió a comunicar a Lepprince mi presencia, pero no me garantizó que concedieran audiencia. Esperé. Lepprince no tardó ni un minuto en salir a mi encuentro.

– Algo grave debe suceder cuando me interrumpes en un momento tan… privado, por llamarlo así.

– Ignoro si es grave lo que le voy a contar. Ante la duda, preferí pecar por demasía.

Me hizo pasar a la biblioteca. Le referí la visita de Vázquez y su tono incisivo, si bien soslayé la ira del comisario por lo que pudiera tener de ofensivo para Lepprince.

– Hiciste bien en venir -dijo éste cuando hube concluido mi relato.

– Temí no encontrarle luego y que fuera demasiado tarde.

– Hiciste bien, ya te digo. Pero tus temores son infundados. Vázquez sufre de alucinaciones, producidas, con certeza, por un exceso de celo. Es lo que llamaríamos en Francia «deformación profesional».

– También lo llamamos así en España -dijo una voz a nuestras espaldas:

Nos volvimos y vimos al comisario Vázquez en persona. El mayordomo, tras él, esbozaba silenciosos aspavientos, dando a entender que no había podido impedirle la entrada. Lepprince hizo gestos al criado indicándole que se podía retirar. Nos quedamos solos los tres. Lepprince tomó de un estante una caja de cigarros habanos que ofreció al comisario. Éste los rechazó sonriendo y dirigiéndome una mirada malévola.

– Muchas gracias, pero el señor Miranda y yo tenemos gustos más bastos y preferimos los cigarrillos, ¿no es cierto?

– Debo admitir que me fumé los que usted se dejó anoche olvidados -dije.

– Muchos eran; debe cuidar su salud… o sus nervios.

Me ofreció un cigarrillo que acepté. Lepprince depositó la caja en el estante y nos dio fuego. El comisario paseó la vista por la biblioteca y se detuvo ante la ventana.

– Esto es mucho más lindo en primavera que la otra vez… en enero, ya saben.

Dio media vuelta y se apoyó en el marco de la puerta entreabierta, mirando al salón.

– ¿Quiere que haga descorrer los paneles para que observe si es posible disparar contra la escalera desde aquí? -dijo Lepprince con su sempiterna suavidad.

– Como podrá suponer, señor Lepprince, ya realicé el experimento en aquella ocasión. Volvió al centro de la estancia, buscó con los ojos un cenicero y sacudió el cigarrillo.

– ¿Puedo preguntar el motivo de su repentina visita, comisario? -dijo Lepprince.

– ¿Motivo? No. Motivos, más bien. En primer lugar, quiero ser el primero en felicitarle por su próximo enlace con la hija del difunto señor Savolta. Aunque quizá no sea el primero en felicitarle, sino el segundo.

Lo decía por mí. Lepprince hizo una leve inclinación.

– En segundo lugar, quiero asimismo felicitarle por su buena estrella, que le hizo salir indemne del atentado del teatro. Me lo refirieron con todo lujo de detalles y debo reconocer que me había equivocado cuando dudé de la eficacia de su pistolero.

– Guardaespaldas -corrigió Lepprince.

– Como prefiera. Eso ya no importa, porque mi tercer motivo para venir a verle ha sido despedirme de usted.

– ¿Despedirse?

– Sí, despedirme; decirle adiós.

– ¿Cómo es eso?

– He recibido instrucciones tajantes. Salgo esta misma tarde para Tetuán -en la sonrisa del comisario Vázquez había un deje de amargura que me conmovió. En aquel instante me di cuenta de que apreciaba mucho al comisario.

– ¿A Tetuán? -exclamé.

– Sí, a Tetuán, ¿le sorprende? -dijo el comisario como si reparara en mí por primera vez.

– La verdad, sí -respondí con sinceridad.

– ¿Y a usted, señor Lepprince, le sorprende también?

– Desconozco totalmente las costumbres de la Policía. Espero, en cualquier caso, que su traslado le sea beneficioso.

– Todos los lugares son beneficiosos o perjudiciales, según la conducta que se observe en ellos -sentenció el comisario.

Giró sobre sus talones y salió. Lepprince se quedó mirando hacia la puerta con una ceja cómicamente arqueada.

– ¿Tú crees que volveremos a verle? -me preguntó.

– ¿Quién sabe? La vida da muchas vueltas.

– Ya lo creo -dijo él.


CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 2-5-1918 EN LA QUE LE INFORMA DE LA SITUACIÓN EN BARCELONA


Documento de prueba anexo n.° 7a

(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Barcelona, 2-5-1918

Apreciable y distinguido jefe:

Ya me perdonará que me haya demorado tanto en escribirle, pero es que a resultas del accidente que sufrí en el teatro hace un mes y medio quedé imposibilitado para escribir de puño y letra y no me pareció prudente dictar a otra persona esta carta, pues ya sabe cómo es la gente. Al fin aprendí a escribir con la mano izquierda. Ya me perdonará la mala letra que le hago.

Pocas novedades hay por aquí desde que usted se fue. Me retiraron del servicio activo y me han destinado a Pasaportes. El comisario que vino a sustituirle a usted ha ordenado que no se siga vigilando al señor Lepprince. Y todo esto, en conjunto, hace que no sepa nada de él, a pesar del interés que pongo en no perder contacto, como usted me encargó antes de irse. Por los periódicos me he enterado de que el señor Lepprince se casó ayer con la hija del señor Savolta y de que a la boda no asistió casi nadie por deseo expreso de la familia de la novia, ya que tan próxima estaba la muerte de su señor padre. Tampoco han hecho viaje de novios, por el mismo motivo. El señor Lepprince y su señora han cambiado de domicilio. Creo que viven en una casa-torre, pero aún no sé dónde.

El pobrecillo Nemesio Cabra Gómez sigue encerrado. El señor Miranda sigue trabajando con el abogado señor Cortabanyes y ya no se ve con el señor Lepprince. Por lo demás, hay mucha calma en la ciudad.

Y nada más por hoy. Cuídese mucho de los moros, que son mala gente y muy traicioneros. Los compañeros y yo le echamos de menos. Un respetuoso saludo

Fdo.: Sgto. Totorno


La Doloretas se frotó las manos.

– Tenemos que hacer un pensamiento -dijo.

Yo bostezaba y veía por el ventanuco cómo la calle de Caspe perdía color en la homogeneidad del temprano atardecer. Había luces en algunas ventanas de las casas del frente.

– ¿Qué pasa, Doloretas?

– Tenemos de decirle al señor Cortabanyes que ya va siendo hora de encender la salamandra.

– Doloretas, estamos en octubre.

Aproveché aquel improvisado recordatorio para desprender dos hojas atrasadas del calendario y para constatar la fugacidad de los días vacíos. La Doloretas volvió a teclear un escrito cuajado de tachaduras.

– Luego vienen las calipandrias y…, y yo no sé… -refunfuñaba.

Hacía muchos años que la Doloretas trabajaba para Cortabanyes. Su marido había sido abogado y murió joven sin dejar a su mujer de qué vivir. Los compañeros del muerto se pusieron de acuerdo para proporcionar un trabajo a la Doloretas, que le permitiera obtener algún dinero. Poco a poco, a medida que los jóvenes abogados adquirieron más y más importancia, dejaron de necesitar la colaboración esporádica de la Doloretas y la sustituyeron por secretarias fijas, más eficientes y dedicadas. Sólo Cortabanyes, el menos hábil y el más chapucero, siguió dándole trabajos, aumentándole de pizca en pizca su retribución, hasta que la Doloretas se instituyó como un gasto fijo del despacho que Cortabanyes satisfacía de mala gana, pero inalterablemente. No es que fuera muy útil, ni muy rápida, ni los años de trabajo repetido habían creado en ella un mínimo de práctica: cada demanda, cada expediente, cada escrito seguía siendo un arcano indescifrable para la Doloretas. Pero tampoco el bufete de Cortabanyes requería más. Ella, por su parte, jamás dejó de cumplir mal o bien un encargo, jamás quebrantó la lealtad. Nunca pretendió ser un elemento permanente del despacho. Nunca dijo: «Hasta mañana» o «Ya volveré por aquí». Se despedía diciendo: «Adiós y gracias.» Nunca lanzaba indirectas como: «Si tienen algo, ya se acordarán de mí», ni más hipócritamente: «No olviden que me tienen a su disposición», o «Ya saben dónde vivo». Nunca se la vio aparecer sin ser llamada con la frase «Pasaba por aquí y subí a saludarles». Sólo «Adiós y gracias». Y Cortabanyes, cuando preveía un largo escrito por redactar, maquinalmente decía: «Llamen a la Doloretas», «Digan a la Doloretas que venga mañana por la tarde», «¿Dónde demonios se ha metido hoy la Doloretas?». Ni Cortabanyes, ni Serramadriles, ni yo sabíamos qué hacía ni de qué vivía la Doloretas cuando no recibía encargos del despacho. Jamás nos contó su vida, ni sus apuros, si los tenía.


REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA NOVENA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 6 DE FEBRERO DE 1927ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK


(Folios 143 y siguientes del expediente)


JUEZ DAVIDSON. Señor Miranda, celebro que se halle repuesto de la dolencia que le ha impedido asistir a las sesiones del tribunal estos últimos días.

MIRANDA. Muchas gracias, señoría.

J. D. ¿Se halla en condiciones de proseguir su declaración?

M. Sí.

J. D. ¿Podría informarnos de la índole de la enfermedad que acaba de padecer?

M. Agotamiento nervioso.

J. D. Tal vez desee pedir un aplazamiento sine die.

M. No.

J. D. Le recuerdo que comparece ante este tribunal por propia voluntad y que puede negarse a seguir prestando declaración en cualquier instante.

M. Ya lo sé.

J. D. Por otra parte, quiero hacer constar que es intención de este tribunal, en virtud de las atribuciones que le han conferido el pueblo y la Constitución de los Estados Unidos de América, esclarecer los hechos sometidos a su juicio y que la aparente dureza que ha mostrado en ciertas ocasiones responde pura y exclusivamente al deseo de llevar a cabo con rapidez y eficacia su cometido.

M. Ya lo sé.

J. D. En tal caso, podemos seguir adelante con el interrogatorio. Sólo me resta recordar al declarante que se halla todavía bajo juramento.

M. Ya lo sé.


La mente humana tiene un curioso y temible poder. A medida que rememoro momentos del pasado, experimento las sensaciones que otrora experimentara, con tal verismo que mi cuerpo reproduce movimientos, estados y trastornos de otro tiempo. Lloro y río como si los motivos que hace años provocaron aquella risa y aquel llanto volvieran a existir con la misma intensidad. Y nada más lejos de lo cierto, pues soy tristemente consciente de que casi todos los que antaño me hicieron sufrir y gozar han quedado atrás, lejos por el tiempo y la distancia. Y muchos (demasiados, Dios mío) descansan bajo la tierra. Esta depresión nerviosa que me aqueja (y que los médicos atribuyen erróneamente a la fatiga de las sesiones ante el juez) no es sino la reproducción fotográfica (mimética, podríamos decir) de aquellos tristes meses de 1918.


Una brillante mañana de junio Nemesio Cabra Gómez oyó descorrerse los baldones que clausuraban la puerta de su celda. Un loquero de barba negra y bata blanca que sostenía un cabo de manguera en la mano le hizo señas de que se levantase y saliera. El loquero echó a andar y se detuvo a pocos pasos.

– Tú delante -ordenó- y sin trapacerías, o te arreo.

Y blandía el cabo de manguera que producía un silbido de culebra. Caminaron por los tortuosos corredores. Al pasar frente a las cristaleras que daban al jardín, Nemesio Cabra Gómez sintió la quemadura del sol y le deslumbró la luz y se pegó al vidrio a contemplar el cielo y el jardín donde otro internado taponaba hormigueros. El loquero le dio con la porra.

– Vamos, tú, ¿qué te pasa?

– Llevo meses en aquel cajón.

– Pues no hagas tonterías o volverás a él.

Aquella fue la primera noticia que tuvo de que iban a soltarle. Se lo confirmó el doctor Flors. Le dijo que los médicos habían dictaminado su curación y que podía reintegrarse a la vida normal, pero que procurara evitar el alcohol y los excitantes, que no discutiera, que durmiera cuantas horas le pidiera el cuerpo y que visitase a un colega (cuyo nombre y dirección apuntó en una tarjeta) cada vez que se sintiera mal o, en cualquier caso, cada tres meses, hasta que fuera dado de alta definitivamente.

Como la ropa con que había ingresado en la casa de salud estaba del todo inservible y atentaba contra el pudor, el doctor Flors le proveyó de una blusa, unos pantalones, un par de zapatos y un tabardo donados por unas damas de caridad. Hicieron un hatillo con las prendas y le condujeron a la puerta principal.

Una vez libre, se refugió en un bosquecillo y se cambió de ropa. Las prendas que le habían proporcionado eran usadas y de tamaños diversos. La blusa le venía muy holgada y el pantalón, demasiado corto, no pudo abrochárselo. Lo ató con una guita. Los zapatos resultaban estrechos y no llevaba calcetines. El tabardo, en cambio, le pareció excelente, aunque inútil en aquella época del año. Guardó la documentación y los pocos objetos personales que poseía en los bolsillos de su nueva indumentaria y arrojó los harapos tras un matorral. Muy contento regresó al camino y anduvo durante mucho rato hasta que topó con los raíles de un tren de vía estrecha o carrilet y los siguió en busca de la estación. Hallada ésta, esperó la llegada del carrilet, se subió y se metió en el retrete para no pagar billete, pues carecía de dinero.

Una vez en Barcelona, y cuando todos los pasajeros habían abandonado los vagones, se deslizó al andén, cruzó la verja de salida confundido entre un grupo numeroso y se quedó mirando la calle con los ojos húmedos por la emoción de ser dueño de sus actos.


CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 8-5-1918 INSTÁNDOLE A SEGUIR EN LA BRECHA


Documento de prueba anexo n. ° 7b

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Tetuán, 8-5-1918

Querido amigo:

No pierda moral. Si se siente desfallecer, piense que la lucha en favor de la verdad es la más noble misión a que un hombre puede aspirar sobre la tierra. Y ésa es, precisamente, la misión del policía.

Infórmeme de si Lepprince sigue teniendo a sus órdenes a ese pistolero alemán llamado Max. No revele a nadie nuestra correspondencia. Celebro su restablecimiento. No hay defecto físico que no pueda superarse con voluntad. ¿No le seria más cómodo escribir a máquina?

Un saludo afectuoso.

Fdo.: A. Vázquez

Comisario de Policía


Cortabanyes tenía razón cuando me desengañaba: los ricos sólo se preocupan de sí mismos. Su amabilidad, su cariño y sus muestras de interés son espejismos. Hay que ser un necio para confiar en la perdurabilidad de su afecto. Y eso sucede porque los vínculos que pueden existir entre un rico y un pobre no son recíprocos. El rico no necesita al pobre: siempre que quiera lo sustituirá.

No me invitaron a la boda de Lepprince, cosa que, hasta cierto punto, resultaba comprensible. La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad, no sólo por respeto a la memoria de Savolta, sino por la inconveniencia de favorecer concentraciones multitudinarias en las que pudiera introducirse algún elemento criminal. Pero yo esperaba seguir viendo a Lepprince después del casamiento, y no fue así. Lepprince tenía estas cosas, incomprensibles y desconcertantes como él mismo. El día en que fui a casa de Savolta y cuando el comisario Vázquez se hubo ido tras comunicarnos su repentina marcha de Barcelona, Lepprince me hizo pasar, de grado o por fuerza, a saludar a sus futuras esposa y suegra. Me arrastró al saloncito del primer piso donde las dos mujeres esperaban su vuelta y me presentó como si de un gran amigo se tratara; reiteró la pomposa denominación de «prestigioso abogado» y me obligó, haciendo caso omiso de las protestas que mi discreción me dictaba, a brindar por su futura felicidad.

De aquel acontecimiento recuerdo la impresión que me produjo María Rosa Savolta. En los meses transcurridos entre la fatídica noche de Fin de Año y ese día, se había producido un cambio singular en la joven, sea por los sufrimientos acumulados, sea por el enamoramiento (que ni sus ojos ni sus palabras ni sus gestos lograban disimular), sea por la perspectiva del inminente y trascendental cambio que iba a trastocar, en bien, su vida: el matrimonio con Lepprince. Me pareció más adulta, más reposada de maneras, lo que traslucía una mayor serenidad de espíritu. Había cambiado la expresión ingenua de la niña recién salida del tibio colegio por el grave empaque de la señora, y el aire lánguido de la adolescente perpleja, por el aura mágica de la ansiosa enamorada.

Pero no quisiera pecar de retórico: ahorraré las descripciones y pasaré directamente a los hechos escuetos.


CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 21-6-1918 DANDO INFORMACICSN SOBRE ALGUNOS PERSONAJES CONOCIDOS


Documento de prueba anexo n. ° 7c

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Barcelona, 21-6-1918

Apreciable y respetado jefe:

Ya me perdonará la demora en escribirse, pero me decidí a seguir su ponderado consejo y he pasado estas últimas semanas aprendiendo a teclear a máquina, cosa que ofrece más dificultades de lo que a primera vista pudiera parecer. Mi cuñado me prestó una Underwood y gracias a ello he podido practicar por las noches, aunque ya ve usted la cantidad de faltas que aún me salen.

Por fin averigüé lo que usted quería saber, de si aún el señor Lepprince sigue teniendo aquel pistolero, y la respuesta es que sí, que se lo ha llevado a su nuevo domicilio y le acompaña dondequiera que va. Otra novedad que puede interesarle es la de que soltaron a Nemesio Cabra Gómez hace varios días. Lo supe por un compañero de Jefatura que me contó que habían detenido a Nemesio porque se dedicaba a la elaboración de cigarros puros con tabaco extraído de colillas que recogía de! suelo y que luego vendía, pegándoles una vitola, como genuinos habanos. A1 parecer, Nemesio invocó su nombre, pero de nada le sirvió, pues lo encerraron. Me dijo el compañero (ése de Jefatura, de quien ya le he hablado) que parece un muerto y que tiene un aspecto demacrado imposible de ver sin sentir lástima. Todo lo demás sigue como antes de irse usted. Tenga cuidado con los moros, que son muy propensos a atacar por la espalda. Respetuosamente a sus órdenes.

Fdo. Sgto. Totorno


Es arduo sobrellevar la soledad, y más cuando a ésta le precede un período de amistad y grata compañía como el que había pasado con Lepprince. De modo que una tarde, harto del vacío que presidía mis horas de ocio tras el trabajo, y saltándome toda regla de urbanidad, acudí a casa de Lepprince, al entrañable piso de la Rambla de Cataluña, cuyos tilos formaban un arco de verdor sobre el boulevard remedando el paisaje del cuadro que ornaba la chimenea del saloncito.

El portero de las patillas blancas acudió a mi encuentro y me saludó con efusividad; su presencia me devolvió la vida, como si en su bocaza, donde brillaba el oro, llevara el símbolo de la alianza. Pero pronto me desencantó: los señores de Lepprince se habían mudado. Se asombró de que yo lo ignorase y de que no hubiese visto el cartel en el balcón que anunciaba: SE ALQUILA. Sentía no poder informarme de más detalles, pues él mismo, después de tantos años de servicio fiel, desconocía el paradero del señor Lepprince, tan generoso, tan amable y tan excéntrico.

– De todas formas -añadió en un intento de consolarme-, le confesaré que casi me alegro, porque es que al señorito le apreciaba yo bien, aunque me daba disgustos, pero a su nuevo secretario, ese alemán o inglés que mató a tanta gente en el teatro, a éste, no lo podía yo ni ver. Esta casa siempre ha sido respetable.

Me había tomado del brazo y paseábamos zaguán arriba, zaguán abajo.

– Me dio un susto el señorito cuando aquella mujer se vino a vivir aquí. Ya sabe a cuál me refiero: ésa que se subía por los cables del ascensor como si fuera un mono salvaje del África o un americano. Claro que yo soy de la condición de que me gusta comprender a todo el mundo. Y así se lo dije a mi señora, le dije que aunque por el trato y la seriedad parece mayor de la edad que tiene, el señorito Lepprince es joven, mujer, le dije, y es natural que tenga la cabeza loca en ciertos aspectos del vivir cotidiano. Usted me entiende, que más ata pelo…, en fin, le dije, que ya nos entendemos, ¿no?

– Sí, claro -respondí si saber cómo desasirme.

– La prueba es que pasó pronto. Pero ese hombrón tan lechoso de tez, no sé cómo decirle…, no me apetecía. Yo sé bien lo que me digo y ya ve que no tengo reparos en hablar claro. Que no es eso, no, señor, no lo es.

Le había conducido hábilmente hasta la puerta y le tendí la mano en señal de despedida. Él la estrechó emocionado y reteniéndola entre las suyas sudorosas y fofas concluyó:

– De todas formas, señor Javier, siento que se haya ido. Le tenía en mucho aprecio, ya lo creo. Y la señora, señor, era una santa. La legitima, quiero decir, usted ya me entiende. ¡Una santa! Ésa sí; ésa sí que me apetecía.

Le conté mi fracaso a Perico Serramadriles y meneó la cabeza como si estuviera maniatado y quisiera desprenderse de sus gafas.

– Se nos murió la vaca, madre mía, se nos murió la vaca -murmuraba.

Tanto repitió lo de la vaca que acabó irritándome y le grité que se callara y me dejara en paz.

– No peleen, caramba -terció la Doloretas-. Vergüenza da oírles. Dos jóvenes como ustedes pensando en el dinero a todas horas; en vez de trabajar y labrarse un futuro, ay, Señor.


CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 31-6-1918 EN LA QUE PIDE SE LE PROPORCIONEN MEDIOS PARA INTERVENIR EN LA VIDA BARCELONESA DESDE SU AISLAMIENTO


Documento de prueba anexo n. ° 7d

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Tetuán, 31-6-1918

Querido amigo:

Acuso recibo de su atenta carta de 21 de los corrientes, cuya lectura me ha sido de gran utilidad. No me cabe duda de la existencia de una conspiración de ilimitado alcance, cuya víctima, en este caso, ha sido el pobre N. Haga lo posible para que la noticia de su detención llegue a mi conocimiento de un modo oficial (un Boletín o un recorte de periódico servirían) a fin de que pueda intervenir gestionando la libertad del sujeto en cuestión. Sentimientos humanitarios me mueven a proceder como lo hago, y usted bien sabe, amigo Totorno, que así es. Si mi influencia vale algo todavía (cosa que cada día se me hace más difícil de creer), la usaré para mitigar en lo posible tanto abuso y tanto desprestigio.

Aplaudo los progresos con la máquina de escribir. La vida es una lucha sin tregua. Ánimo y siempre adelante. Un saludo afectuoso.

Fdo.: A. Vázquez

Comisario de Policía


El trabajo continuaba monótono e improductivo. El verano acudió puntual y no llevaba trazas de irse nunca. Mi casa, por estar situada directamente bajo la azotea del edificio, se veía expuesta al sol a todas horas y más parecía un horno que otra cosa. Por la noche apenas si remitía el calor y, en cambio, aumentaba la humedad: los objetos adquirían una pátina viscosa y yo, acostumbrado al clima seco de Castilla, me ahogaba y derretía. Empecé a padecer de insomnio. Cuando conciliaba el sueño, me asaltaban pesadillas. Solía sentir a mi lado, compartiendo el lecho, la presencia de un oso. No me inquietaba el peligro de dormir con una fiera, pues el oso de mis sueños era pacífico y mansurrón, pero su proximidad, en aquel cuarto de aire calcinado, me resultaba insufrible. Despertaba bañado en sudor y tenía que correr al lavabo y arrojarme puñados de agua al rostro. Sentir el líquido resbalar templado por la espalda y el pecho me solazaba brevemente.

Para evitar la compañía del oso y las duermevelas agitadas y fatigosas, leía sin cesar hasta muy avanzada hora. Cuando al fin se me cerraban los ojos, dormía mal y poco. Por la mañana me levantaba muy cansado y el estado hipnótico me duraba el día entero hasta que, por ironías de la naturaleza, recuperaba la lucidez y el brío al llegar la noche.

Por aquellos días Perico Serramadriles y yo tomamos la costumbre de ir a los baños. Acudíamos a la playa en tranvías rebosantes de gente fea y sudorosa, en las horas que mediaban entre la saudade la oficina a mediodía y el reinicio del trabajo por la tarde, y comíamos allí, bien bocadillos que comprábamos, bien ricas paellas en los barracones, aunque pronto tuvimos que prescindir de éstas pues resultaban caras y la digestión se hacía pesada y nos daba un sopor incompatible con nuestras obligaciones. Más de una tarde nos habíamos quedado dormidos en el despacho los dos a un tiempo, cosa que importaba poco, pues los escasos clientes de Cortabanyes veraneaban y la quietud del despacho tan sólo se veía turbada por las moscas pertinaces a las que la Doloretas fustigaba con un periódico enrollado.


CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 12-7-1918 EXPLICANDO CÓMO CUMPLIÓ EL ENCARGO QUE ÉSTE LE HIZO


Documento de prueba anexo n. ° 7e, apéndice 1

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Barcelona, 12-7-1918

Admirado y distinguido jefe:

Perdone mi tardanza en cumplir sus siempre bien recibidas órdenes. Ya sabe que por mi actual circunstancia me hallo un poco alejado del ambiente de Jefatura y esto hace más difícil el grato cumplimiento de sus acertadas órdenes. Pero después de mucho cavilar, creo que por fin encontré el sistema de hacer llegar hasta usted la noticia del encierro del desdichado Nemesio. A tal efecto hice que cayera en sus manos la noticia del traslado de Vd. A estas horas Nemesio ya sabe que se encuentra usted en Tetuán y, o mucho me equivoco, o hará lo imposible por ponerse en contacto con Vd. a fin de obtener su intercesión. A mí me ha parecido un buen sistema, ¿qué opina Vd.?

Le agradezco su interés por mis adelantos con la máquina. Usted siempre fue para nosotros un faro en el camino difícil del deber. Ya ve, de todas formas, que mi técnica aún deja mucho que desear. Sin otro particular, queda de usted siempre a sus órdenes.

Fdo.: Sgto. Totorno


CARTA DE NEMESIO CABRA GÓMEZ AL COMISARIO VÁZQUEZ DE LA MISMA FECHA DANDO CUENTA DE SU TRISTE SITUACIÓN


Documento de prueba anexo n. ° 7e, apéndice 2


(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Barcelona, año del Señor de 1918

día de Gracia del 12 de julio

Muy señor mío y hermano en Cristo Nuestro Señor:

Jesucristo, por mediación de uno de sus Ángeles, me ha comunicado que se halla usted en Tetuán, noticia que me sumió en la tristeza y el desconsuelo, si bien recordé aquellas Sus Palabras:


Nos azota por nuestras iniquidades

y luego se compadece y nos reunirá

de las naciones en que nos ha dispersado.


(Tobías, 13-5)


Dulcificada mi alma y serenado mi espíritu me decido a escribir esta carta para que sea usted partícipe, como lo es Dios Nuestro Señor, de las grandes calamidades que por mis pecados me persiguen. Pues sepa usted, señor comisario, que advertidos aquellos doctos hombres que me había yo curado de mis dolencias por la intercesión del Espíritu Santo, me dejaron volver a los senderos del Señor, donde el trigo y la cizaña tan mezclados andan. Y es así que por mi culpa y ceguera fui a dar en un mal paso que a estas prisiones me ha traído como antes fui a parar a la nauseabunda celda que usted ya conoce y que sólo con la ayuda del Altísimo me fue posible abandonar. Con lo cual, dicho sea en honor de la verdad, he mejorado de condición, pues aquí me tratan como a un cristiano y no me pegan ni me dan duchas de agua helada ni me torturan o amenazan y no puedo formular queja de sus modales que son caritativos y dignos de la misericordia de Dios Nuestro Señor. Pero es el caso que soy poseedor de grandes verdades que me han sido reveladas en mi sueño por nube o llama o no sé yo qué (por la gracia divina) y sólo a usted, señor comisario, puedo transmitírselas, para lo cual necesito de preciso verme libre de éstas mis prisiones materiales que me tienen aherrojado. Haga algo por mí, señor comisario. No soy un criminal ni un loco, como pretenden. Sólo soy una víctima de las añagazas del Maligno. Ayúdeme y será premiado con dones espirituales en esta vida y con la Salud Eterna en la otra, perdurable.

Hablo a diario con Jesucristo y le pido que le salve a usted de los moros. Atentamente le saluda.


N. C. G.


Post Data. Recibirá esta misiva de manos de un Enviado. No le haga preguntas ni le mire fijamente a los ojos, pues podría contraer una incurable dolencia. Vale.


JUEZ DAVIDSON. En el período que siguió al atentado contra Lepprince, ¿se repitieron las tentativas de darle muerte?

MIRANDA. No.

J. D. ¿Es dable pensar que los terroristas renunciasen tan pronto a su venganza?

M. No lo sé.

J. D. No parece ser ésa su táctica, según mis informaciones.

M. He dicho que no lo sé.

J. D. Siguiendo con los informes que obran en mi poder, a lo largo de 1918 se produjeron en Barcelona ochenta y siete atentados de los llamados «sociales», cuyo balance de víctimas es el siguiente: patrones muertos, 4; heridos, 9; obreros y encargados muertos, 11; heridos, 43. Esto sin contar los daños materiales causados por los numerosos incendios y explosiones dinamiteras. En mayo se produce un saqueo masivo de tiendas de comestibles que se prolonga por varios días y que sólo la declaración del estado de guerra pudo contener.

M. Eran años de crisis, indudablemente.

J. D. ¿Y no le parece raro que, dadas las características de aquellos meses, no se repitieran los atentados contra Lepprince?

M. No lo sé. No creo que importe mi opinión al respecto.

J. D. Cambiemos de tema. ¿Podría decirnos a qué atribuye usted el repentino exilio del comisario Vázquez?

M. No fue un exilio.

J. D. Rectifico: ¿podría explicar el repentino cambio de destino del comisario Vázquez?

M. Bueno…, era un funcionario.

J. D. Eso ya lo sé. Me refiero a los verdaderos motivos que le apartaron del caso Savolta.

M. No lo sé.

J. D. ¿No podría tener relación el cese repentino de los atentados con la marcha del comisario Vázquez?

M. No lo sé.

J. D. Por último, ¿estaba preparado el atentado contra Lepprince como parte de una comedia que encubría otros trasiegos?

M. No lo sé.

J. D. ¿Sí o no?

M. No lo sé. No lo sé.


Me hundí en un estado depresivo que la soledad agudizaba de día en día, de hora en hora, minuto a minuto. Si daba un paseo para serenar mi atormenta do espíritu, caía en un extraño trance que me obnubilaba y me hacía caminar a grandes zancadas sin que mi voluntad interviniera en la elección del camino a seguir. A veces volvía en mí hallándome perdido en una zona suburbana, sin saber por qué derroteros había venido a parar a tan insólito lugar, y me veía obligado a preguntar a los transeúntes para rehacer la ruta. Otras veces, a poco de iniciado el paseo, me encontraba en una encrucijada de calles y, no sabiendo qué dirección tomar, permanecía inmóvil como una estatua o un pedigüeño hasta que el hambre o el cansancio me dictaban la vuelta. Si salía de los lugares conocidos y familiares me asaltaba un desasosiego fatal, temblaba como un condenado y acudían las lágrimas a mis ojos y tenía que regresar y encerrarme entre las cuatro paredes de mi aposento y allí desahogar la sensación de abandono con llanto que a veces se prolongaba durante toda la noche. Me había sucedido despertarme y notar mis mejillas húmedas y empapado el cobertor. Pensé seriamente en el suicidio, pero lo rechacé, más por cobardía que por apego a la existencia. Ya no soportaba la lectura y, si asistía a un cine u otro espectáculo, debía dejar la sala apenas empezaba la función, pues la permanencia se me hacía imposible. En los últimos tiempos había dejado de salir con Serramadriles y nuestro trato se reducía a meras fórmulas de cortesía.


INSTANCIA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL MINISTRO DEL INTERIOR DE FECHA 17-7-1918 INTERCEDIENDO POR LA LIBERTAD DE NEMESIO CABRA


Documento de prueba anexo n. ° 7f

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Don Alejandro Vázquez Ríos, comisario de Policía de Tetuán, con el debido respeto y consideración a V. E.


EXPONE


Que ha llegado a su poder carta de un individuo llamado Nemesio Cabra Gómez, de fecha 12-7-1918, actualmente detenido por orden gubernativa en los calabozos de la Jefatura de Policía de Barcelona. Que hace unos meses, y hallándose el que suscribe destinado en dicha Jefatura, tuvo ocasión de conocer y tratar al citado Nemesio Cabra Gómez, apreciando en él síntomas de trastorno mental, síntomas que más tarde se confirmaron y motivaron su internamiento en una de las casas de salud que para tales fines existen en nuestro país. Que más adelante, y a la vista de su parcial recuperación y de que no presentaba indicios de peligrosidad fue dado de alta por los facultativos y reintegrado a la vida social para en ella, merced al trabajo y contacto con las gentes, recuperar el equilibrio y cordura. Que hace, pocas semanas fue detenido por una supuesta falsificación de cigarros puros. Que el antedicho Nemesio Cabra Gómez es un débil mental, incapaz de responsabilidad penal y que su encierro sólo puede contribuir a aumentar y hacer incurable su enfermedad, por lo cual, y con el debido respeto y consideración, a V. E.


SUPLICA


Se sirva conceder a la mayor brevedad posible la libertad al susodicho Nemesio Cabra Gómez para que éste pueda integrarse de nuevo a la vida social y llevar a feliz término su curación.

Es gracia que espero obtener del recto proceder de V. E. cuya vida guarde Dios muchos años.

Fdo.: Alejandro Vázquez Ríos

Comisario de Policía

Tetuán, al 17 de julio de 1918

Excmo. Sr. Ministro del Interior.

Ministerio del Interior. Madrid.


RECORTE DE UN DIARIO DE BARCELONA CUYO NOMBRE NO CONSTA. LLEVA ESCRITA AMANO LA FECHA DE 25-7-1918


Documento de prueba anexo n. ° 9ª

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


nombramientos

Don Alejandro Vázquez Ríos, que desempeñó con admirable brillantez el cargo de comisario de Policía de nuestra ciudad, pasando luego a desempeñar idénticas funciones en Tetuán, ha sido nombrado comisario de Policía de Bata (Guinea).

Los barceloneses que recordamos con gratitud y afecto su estancia entre nosotros y que tuvimos ocasión de admirar su inteligencia, su tesón y su humanidad más allá de lo que exige el cumplimiento del deber, le deseamos una grata estancia en esa hermosa ciudad y le felicitamos de todo corazón por su merecido nombramiento.


Y comencé a beber en demasía, tan pronto salía del despacho, con la ilusa esperanza de que los vahos alcohólicos embrutecieran mis sentidos y me hicieran más llevaderas mis horas. El efecto fue totalmente contraproducente, pues mi sensibilidad se agudizó, el tiempo parecía no transcurrir y me asaltaban ensoñaciones tortuosas. Despertaba crispado y flotaba en las ondas del delirio. El estómago me abrasaba, sentía una bola de algodón en rama taponándome la garganta y la boca, mis manos buscaban a tientas los objetos sin hallarlos, los músculos, entumecidos, no acataban los dictados de mi mente. Temía estar ciego y hasta que la luz de la bombilla no me devolvía las viejas imágenes de mi alcoba no respiraba tranquilo. A veces despertaba con la convicción de haberme quedado sordo y arrojaba al suelo cosas para percibir algún ruido que me demostrase mi error. Otras veces me sentía privado del don de la palabra y tenía que hablar y oír mi voz para estar seguro de seguir entero. Dejé de beber, pero no cedía mi estado enfermizo. Una noche desperté sacudido por escalofríos. Las sienes me latían, me dolían los ojos y la mente ardía al contacto de la mano. Me sentí más solo que nunca y tomé la determinación de volver a casa, con mi familia. Cortabanyes me concedió un permiso indefinido y prometió conservar mi empleo vacante hasta que volviese o renunciase definitivamente, pero lamentó no poder seguir pagándome durante mi ausencia, porque aquél había sido un mal año y los ingresos no permitían despilfarros. No me ofendí: Cortabanyes tenía su lado bueno y su lado malo y una cosa iba por la otra. Del mismo modo llegué a un acuerdo con el propietario de mi casa y éste se avino a no alquilarla en tanto yo siguiera satisfaciendo la renta mensual, encargo que dejé encomendado a Serramadriles.

Tomé el tren y a los dos días estaba en Valladolid. Mi madre me recibió con frialdad, pero mis hermanas enloquecieron de alegría. Se hubiera dicho que las visitaba el rey. Me colmaron de atenciones, me hacían comer a todas horas los más escogidos manjares. Decían que presentaba mal aspecto, que debía engordar y que tenia que dormir y alimentarme para que me volvieran los colores. El reencuentro con el hogar me confortó y me devolvió la paz. Pronto la noticia de mi llegada se desparramó por la ciudad. Cada día se llenaba la casa de antiguos conocidos y de gente a la que no había visto nunca. Todos se interesaban por mí, pero, sobre todo, por la vida en Barcelona. Les referí los atentados anarquistas, tema del día en la prensa local, exagerando los detalles y, por supuesto, mi participación en ellos, en los que siempre figuraba como protagonista.

Sin embargo, era un calor ficticio el que me rodeaba. Con los amigos de la infancia se había roto toda relación afectiva. El tiempo los había cambiado. Se me antojaron viejos a pesar de tener mi edad. Algunos estaban casados con jovencitas cursis y adoptaban un aire paternalista que me hizo gracia en un primer momento y me irritó después. Los más habían alcanzado un nivel social mediocre e inamovible del que se mostraban satisfechos hasta reventar. Con las nuevas amistades, las cosas eran aún peor. Experimentaban una visceral aversión por Cataluña y todo lo catalán. Su contacto con el comerciante desangelado, pretencioso y chauvinista les había creado una imagen del catalán de la que no se apeaban. Remedaban el acento, ironizaban y se mofaban del carácter regional y criticaban con exasperación el separatismo, abrumándome con argumentos como si yo fuera el portaestandarte de los defectos catalanes. Pretendían, creo, que defendiera tesis subversivas y antipatrióticas para poder dar rienda suelta a sus sentimientos hostiles. Si no lo hacía y me identificaba con su postura, se sentían defraudados y continuaban con sus diatribas ignorando mi silencio y mi aquiescencia. Si matizaba su punto de vista por juzgarlo desenfocado o apasionado en extremo, se ofendían y redoblaban el ímpetu de sus ataques, con ardor misional y santa cólera.

Las chicas eran feas, vestían mal y su conversación me resultaba insulsa. La desazón que me invadía estando con ellas me hacía recordar con añoranza la charla de Teresa. Menudeaban las bromas en torno a mi soltería y las madres revoloteaban a mi alrededor con mirada de tasador y melosidad de alcahueta.

Mi familia vivía en la miseria, no sólo por falta de medios materiales, sino por un cierto hálito conventual que la envolvía. Su mentalidad cartuja les hacía escatimar cuanto constituía, no ya un lujo, sino simplemente un placer. La casa estaba siempre en penumbra porque el sol les parecía pecaminoso y «se comía las tapicerías». Las comidas eran sosas por regatear condimentos. La medida de todas las cosas era «un pellizco». Mis hermanas adoptaban un aire monjil y se deslizaban por la casa como almas del purgatorio, rozando las paredes e intentando pasar desapercibidas. Odiaban salir a la calle y el contacto con la gente las convertía en títeres patéticos. Sufrían por ocultar su timidez y su incapacidad de hacer frente al mundo que las rodeaba.

A pesar de los halagos que me proporcionaba mi carácter novedoso, la ciudad empezó a pesarme. Pensé lo que sería mi vida de permanecer allá mucho tiempo: habría que buscar trabajo, rehacer un círculo de amistades, convivir con mi familia, renunciar a las mujeres, claudicar ante las costumbres locales. Hice un cuidadoso balance de los pros y los contras y decidí regresar a Barcelona. Mis hermanas me rogaron que no partiese hasta después de la Navidad. Accedí, pero no concedí prórrogas. El segundo día del nuevo año, harto de pasar por un dandy y de no ser comprendido, lié mis bártulos y volví a tomar el tren.


CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 30-10-1918 EN LA QUE SEDAN NOTICIAS Y RECOMENDACIONES


Documento de prueba anexo n. ° 7g

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


Barcelona, 30-10-1918

Apreciado jefe:

Ya me perdonará la tardanza en escribirle, pero pocas novedades había que le podían interesar a Vd. Hace unos días, en cambio, sucedió algo que me pareció importante y por esto le escribo con premura. El caso es que volvieron a detener a N. C. G. por ejercer la mendicidad en el claustro de la catedral completamente desnudo. Lo tenemos de nuevo entre nosotros, esta vez condenado a seis meses, más botarate que nunca. La parte interesante del asunto reside en que se le incautaron sus efectos personales, como es rigor, entre los que había, como me dijo un compañero de Jefatura (de quien ya le he hablado en anteriores cartas), papeles sin importancia y otras cosas. Sospecho que los papeles sin importancia podrían tenerla y mucha, pero no veo la forma de llegar a ellos. ¿Qué sugiere usted? Ya sabe que me tiene siempre a sus órdenes.

Cuídese mucho de los negros, que son muy dados al canibalismo y a otras bárbaras prácticas. Le saluda con respeto.

Fdo.: Sgto. Totorno.


CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 10-11-1918 EN RESPUESTA A LA ANTERIOR

Bata, 10-11-1918

Apreciado amigo:

Me hallo en cama, aquejado de una extraña enfermedad que me consume. Los médicos dicen que son fiebres tropicales y que se curarán tan pronto abandone estas inhóspitas tierras, pero yo ya no confío en mi restablecimiento. Adelgazo a ojos vistas, estoy cerúleo de color y tengo los ojos hundidos y el rostro cubierto de manchas que me dan mala espina. Cada vez que me miro al espejo me aterra constatar los progresos de la enfermedad. No duermo y mi estómago rechaza los alimentos que ingiero con esfuerzo. Mis nervios están desquiciados. El calor es insoportable y tengo metido en el cerebro ese incesante tam-tam que parece brotar de todas partes al mismo tiempo. No creo que volvamos a vernos.

En cuando a N. C. G., que le den morcilla.

Un saludo.

Fdo.: Vázquez

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